el hijo de puta cabrón
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La obra narra la vida de Sergio, un joven que se ve condenado a recorrer una vida difícil, en la que tropieza una y otra vez sin encontrar su camino hacia la libertad y la paz. Cobarde, se deja llevar por las drogas, el sexo, la infidelidad y la violencia sin pensar en las consecuencias. Buscar el equilibrio en su vida le empujará a recorrer el camino que nunca imaginó.TRANSCRIPT
Ilustración: Mercedes Gutiérrez (Lille)
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El día que nací
ecuerdo que estaba en
pelotas, en medio de
un valle. Era la Sierra de
Madrid. Hacía frío. El
escenario azul y blanco. El
viento silbaba helado. Los
dedos de mis pies habían
tomado un color azul con
tonos lilas que me daban
pánico. La nieve se derretía y colaba entre mis largas uñas. ¿Lo tuve
R
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merecido? Mi nombre es Sergio. Entonces tenía 25 años y estaba a
punto de ser devorado por una serpiente hija de puta...
Recuerdo aquella escena una y otra vez cada vez que me follo a una
mujer. Aún lo hago. Me salen heridas en la lengua cuando digo 'hacer
el amor'. No escarmiento. Sigo siendo lo que todas creen, pese a que
en aquel instante creí que tenía un narcisista y vergonzoso final en
bandeja. Lo viví en mi cabeza infinidad de veces. Y sin embargo, fue
un final peor. Aquella cabrona, junto a su amiguita, descubrieron
todo. Y el merecido que yo no vislumbré fue el que ellas apenas
idearan en dos minutos de café. Esta es mi historia. Cinco años sin
sentimientos, buscando el sexo fácil, la mentira intrínseca y externa
como eje de mi vida. Hoy, recluido en una paz difícil de explicar, he
decidido que voy a revelar todo lo que me ha llevado a ser como soy.
Un Hijo de Puta Cabrón, con mayúsculas, por supuesto.
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2
Mi primera vez
us labios habían
caído sobre mí,
una y otra vez, como
un inofensivo huracán.
Me enredaba en ella.
S
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Giraba, borracho, e inconsciente, sin saber si aquella belleza me
merecía. No era mi primer beso, pero sí era la chica más guapa a la
que había besado. Estaba tan empalmado en aquel callejón oscuro,
frío y solitario, que si hubiera introducido sus dedos entre mis
pantalones me hubiera corrido allí mismo. Un mero roce en la
entrepierna hubiera bastado. Sin embargo, ella no parecía ser de esas
chicas. Su jersey de punto, morado, escondido bajo un largo abrigo
oscuro. Su pelo rubio y liso, de peluquería cara, su piel clarita, suave
como la arena de una playa. Maquillada en su justa medida. Los
pantalones prietos marcando su adolescente figura, y unos zapatos
de tacón medio, a juego con su abrigo. Y sin saber cómo, yo estaba
ahí, perdido en sus labios, saboreándolos; disfrutándolos, y mirando
el reloj de reojo. Eran las diez de la noche. En media hora tenía que
estar en casa de los padres de mi novia.
Traté de abrazarla. Quería sentir sus pechos sobre mí. Ella accedió,
volvió a buscarme los labios y los encontró. La miré a los ojos.
Preciosos. Ella no estaba excesivamente borracha para olvidar aquel
momento. Un pelín achispada tan sólo. Nos apretamos más para
refugiarnos del frío. Al fin sentí el placer de sus pechos sobre mí.
Estaban duros, tal vez a causa del tipo de sujetador. Hice que mi
mano descendiera con delicadeza por la cintura hasta rozar
suavemente su culo. Terso, pequeño, dúctil, redondo. Entonces la
empujé hacia a mí. Los dos nos rozamos en aquella oscuridad. Era
sábado. Sentí su pelvis y chocamos. Fue lo más cerca que estuve de
tirármela.
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Olvidé su nombre en el mismo momento que, entre la niebla de la
noche, la vi borrarse calle arriba. Me dio un último beso, tierno, me
miró a los ojos, y quizá creyó que pronto volvería a besar mis labios.
Incluso, tal vez imaginó alguna tarde de domingo en pareja. Yo no.
Una vez mudó su cuerpo al vacío de otra calle, dejando ante mi
mirada aquel culo respingón, terso, pequeño y redondo, supe que
jamás nos volveríamos a ver. Me equivoqué.
Mi reloj digital marcaba las 22.25 horas. Estaba a diez minutos de lo
que podía ser, al fin, mi primera noche de sexo. Mi novia había
logrado deshabitar casi al completo la casa de sus padres. Era
nuestra noche. Ella ponía la cama y yo el condón. Los dos, ¿el amor?
Regresé del sueño erótico de la escena anterior y me miré en el
cristal de un oscuro portal. Me peiné. Observé mi cuello en busca de
alguna marca que desde luego no poseía, y, tras respirar
profundamente, caminé. El frío no me impedía respirar el aroma de
aquella chica; dulce; adolescente; demasiado nuevo. Sin embargo,
jamás imaginé que lo llevaba pegado a la piel.
Vi el timbre pero no lo toqué. Esperé. Ella no estaba en el portal.
Habíamos quedado allí porque su abuela enferma, con más de 90
años, dormía en una de las habitaciones. Este pequeño contratiempo
no iba frenar la noche. Desde hacía meses nos buscábamos sin
culminar lo que tanto deseábamos: follar; sentirnos dentro; hacer el
amor. Aquella cita era nuestra oportunidad. ¿La única? Nuestra
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primera vez, esa que tantas veces habíamos rozado y hablado y
nunca penetrado.
Lucía excesiva belleza. Apareció maquillada y peinada
minuciosamente con el secador. Desprendía un inconfundible olor a
mora. Nueve meses de relación ya me habían acostumbrado al
aroma. Era mi chica. Ya no podía analizarla con objetividad en el
aspecto físico, pero sabía que no doblaba las miradas masculinas a su
paso. Inicié una relación con ella porque la chica rubia de pechos
grandes me rechazó durante unas fiestas de instituto. Fue un
segundo plato, sí, no obstante, aquel rollo nocturno juvenil de
segunda mano me llevó a descubrir que aquella chica era lo golfa que
yo deseaba. En la primera cita hizo lo que nadie me había hecho. Esa
picardía sucia me encantó; nos gusta a todos los hombres. Y poco a
poco, cita a cita me fui enamorando hasta perder la noción de la
belleza. Nueve meses después nos creímos preparados.
Me besó en el ascensor. Sabía a tabaco. Yo a alcohol. Nos volvimos a
besar y posé mi mano en su culo. No pude evitar comparar y concluí
que había dejado escapar un trasero mucho mejor.
-Has bebido -soltó tajante.
Apreté los labios creyendo que así evitaría transmitir mi hedor etílico
y afirmé levemente con la cabeza y la mirada. El silencio nos invadió
uno segundos, y de pronto, el ascensor golpeó contra el último piso.
En su casa el silencio amedrentaba. Ella me indicó el camino y yo lo
tomé como un reo que recorre el pasillo verde. Cuando quise
empezar a relajarme descubrí que estaba rodeado de varias fotos de
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sus padres y una colcha hortera; grotesca. Ella apareció con un
camisón negro repleto de peladillas brillantes. Allí, a escasos
centímetros, estaba la persona que me iba a robar la virginidad.
Fue ella. Me besó, me desabotonó el pantalón y se sumergió entre
mis calzoncillos. Toqué el cielo, tensé las piernas y descubrí que
seguía haciendo aquellas caricias labiales como ninguna. Aunque
nadie más me lo hubiera hecho. Y no hubo conversación alguna. No la
necesitábamos. De hecho, el sexo suele tener poco diálogo; más en
esa postura...
... De pronto, un ruido, una voz y un golpe estuvieron a punto de
cortar la excitada circulación sanguínea. La abuela caminaba por el
pasillo. Gritó su nombre. Ella con arte se enderezó, y como si su
maniobra sexual fuera plenamente cotidiana, abandonó la habitación.
Yo no lo podía creer. Tumbado sobre la cama y medio desnudo,
perdiendo mi verticalidad, veía peligrar mi primer polvo.
-Ven al baño -oí de pronto, segundos después.
-¿Cómo?
-Vamos al baño, cari -repitió.
-¿Por?
Me cogió del pescuezo y me introdujo allí. Cerró la puerta, puso el
cerrojo y sin mediar una sola palabra me besó. No hubo una frase,
sólo un impulsivo diálogo corporal. El más claro llegó cuando sus
manos cogieron las mías y las llevó a la altura de sus caderas
pidiéndome que le bajara las bragas.
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Fue doloroso. Lo recuerdo difuso. Me vi temblando, abriendo el
preservativo y tratando de ponérmelo lo más rápido posible
equivocada y correctamente. No quería que el frío del cuarto de baño
y los nervios llevaran a mi pene a languidecer. Estaba sentado con las
nalgas al aire sobre la tapa de la taza del váter. Ella se acercó e
intentó sentarse sobre mí. Sentirme. Yo quise meterla. Pero ninguno
pudimos. Los nervios nos pudieron. Seguimos besándonos e hicimos
dos intentos más. Pero la conexión se resistía. Al final fue ella la que
decidió regresar a la cama, buscando mayor relajación; comodidad.
Yo fui como un niño, como un drogadicto con el mono; como un ciego
que es guiado hacia la puerta del metro. Hubiera ido al fin del mundo
sólo por meterla. Y lo hice. Aquella imagen nunca la olvidaré. Me
dolió, me excité, invadí su vagina, y ella quedó sobre mí. Primero le
lastimó, después saboreó lo que tantas veces había llamado nuestra
primera vez. Yo no pude moverme más que un par de veces. Y sin
poder evitarlo, durante esos escasos segundos imaginé sobre mí a la
preciosa pija de aquella noche. Me excitó más, y de inmediato, me
corrí. Ella lo notó. Lo vio en mi cara; mis gestos, mis convulsiones y
esa estúpida sonrisa. Y sobre la cama, sudados y mirándonos como
dos extraños, acabó todo. Fue un minuto. Mi minuto; nuestro
minuto...
Ella se levantó, se puso el camisón, me besó y quedó tumbada a mi
lado. Yo me erguí y fui directo al baño. Me descubrí frente al espejo,
mirándome y palpando un líquido que no sabía qué era -años después
descubrí que las mujeres también se corren-. Sin embargo, no fue eso
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lo que me asustó, sino el roto que había esparcido mi semen por todo
mi pene. Mis ojos miraron atrás. Ella no estaba. Me lo arranqué, le
hice un nudo, lo introduje en el sobre metálico y seguidamente en el
bolsillo de mi vaquero tirado en el baño.
-Te quiero -susurró con un beso
-Y yo...
-¿Qué tal…?
-Muy bien, ¿y tú?
-Bien -respondió dándome otro
beso- ¿El preservativo?
-Lo he guardado. Luego lo tiro
yo en la calle -sentencié.
Lo intenté una vez más. Pero
ella no quiso repetir la
experiencia, al menos esa misma noche. No tendría un buen sabor de
boca de mi primer polvo. En mi cabeza se repetía la frase
'eyaculación precoz'. Y yo quería sentirme mejor conmigo mismo.
Aquello no se parecía en absoluto a lo que tantas veces había visto en
las películas porno. Sin embargo, no ocurrió nada más. A media noche
caminaba hacia mi casa. Introduje la mano en el bolsillo del pantalón
y saqué el preservativo. Lo miré, pero ni siquiera pensé en el riesgo
que podía suponer un embarazo. Menos aún en una enfermedad
venérea. Vi la papelera, lo tiré y seguí deslizando mis zapatos calle
abajo.
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10.000 pesetas
abían transcurrido tres semanas. No habíamos vuelto a follar.
Siendo sincero, sí lo intentamos, en plena calle, pero tuve un
gatillazo. Y siendo más sinceros, una eyaculación precoz. Cuando uno
es tan joven, no se plantea el porqué, únicamente se siente mal;
pequeño; impotente; avergonzado. Y no sabe cómo remediarlo. El
ansia, el deseo le excitan tanto que no puede evitar la eyaculación
furiosa sobre sus calzoncillos. Además, desconoce por completo en
qué consiste el sexo. Menos aún 'hacer el amor'. El único objetivo que
tenía entonces era meterla allí dentro.
H
Tampoco había vuelto a ver a la chica rubia, pero por alguna razón
aún perduraba su sabor en mis recuerdos labiales. La había buscado
durante varios fines de semana entre el humo de los bares, pero su
belleza era un vacío en mi mirada borrosa.
Cuando uno es infiel una vez, repite. Siempre, si puede. Y nunca se
coloca en la posición de la otra persona. En lo doloroso que puede
resultar que descubra tal infidelidad. Y si la revelamos, la disfrazamos
para no herir tanto. Nos cuesta afrontar la realidad. Muy pocas veces
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lo hacemos. Tal vez, por eso somos infieles. Y quizá, porque nunca
afronté las actuaciones de mi vida me convertí en la persona que soy.
Que Laura no estuviera bien conmigo no ayudaba. Ella no estaba
cómoda a mi lado. Se aburría. Hacía semanas que no brillaba la
chispa en sus ojos. La sonrisa había encogido en sus labios. Y pese a
ese gesto torcido y apagado, no me decía nada en palabras. Yo
tampoco preguntaba. Quizá porque entonces no percibía su estado
como un problema de pareja. Ni lo sospechaba. O no quería. Porque
cuando ella decidía irse a casa y besarme en los labios con sobriedad
absoluta, me alegraba. Apenas unos segundos después, corría veloz,
feliz. La olvidaba junto a mis amigos, que esperaban en algún bar.
Tomándome una copa y buscando como una serpiente busca su
presa, disfrutaba de mis horas de libertad. Y estaba enamorado, o eso
creía… Pero durante aquellas horas nocturnas etílicas sólo podía
pensar en besar a alguna de las desconocidas que habitaban en
nuestra noche. Mi rastreo nunca cesaba, y Laura vivía en mi olvido.
No sé la época exacta del año en la que estalló la crisis. Únicamente
recuerdo el frío. También dónde fue, la hora y que lloré. Nunca creí
que una chica me haría llorar. Jamás. Mi corazón virgen recibía su
primera cuchillada. La primera cicatriz imborrable. Un navajazo
trapero e inesperado. El fino hilo de su cuchillo fue veloz, constante e
hiriente.
Me senté en un frío banco de cemento, en un improvisado refugio de
amor. Un espacio oscuro, idóneo para parejas. Ella, por primera vez
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en demasiadas semanas, lanzaba hacia mí cariño y mimos excesivos.
La lengua me recorrió la boca y mis manos buscaron rozar la parte
inferior de sus menudos pechos. Ella fue sentándose sobre mí, y
cuando nuestros cuerpos vestidos encajaron, se detuvo. Me miró y
sacó del bolso un pequeño paquetito de color azul donde podía
leerse, "Espero que te guste".
-Es para ti, cari -susurró.
Me besó y luego volvió a buscarme la mirada. Yo se la tendí. Nos
quedamos helados, en silencio durante unos segundos, hasta que mi
voz logró pronunciar dos palabras.
-¿Y esto?
-Un regalo.
-¿Pero por qué?
-Porque te quiero...
-Pero hoy no es nada...
-¿Y...?
Laura me volvió a besar. Besos cortitos. Cada vez más rápidos.
Cuando terminó abrí el envoltorio con destreza. Rápido. La caja de
plástico era del mismo color. Tal vez algo más oscura. Al instante de
abrirla lo averigüe. Era una cadena plateada con un corazón partido
por la mitad casi al completo. La parte superior seguía unida. No tuve
palabras. Ella sí.
-Ahora tienes que dar la mitad del corazón a quien ames.
Sonreí y la besé. Fue un beso largo. Un morreo -en argot juvenil- que
nos babeó. Nos bebimos; compartimos, y cuando creí que aquello no
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iba a parar hasta explotar el calentón, ella me separó. Puso su mano
en mi hombro y me miró. Aquellos ojos miraban distinto, pero
tampoco lo quise ver aún. Había una herida a punto de perforar mi
piel, tenía mi nombre y parecía inevitable.
Rompí el corazón de plata y le entregué la mitad mientras besaba su
cuello con mis labios. Ella me retiró y volvió a ofrecerme besos secos.
Retiró la mitad de su corazón de mis dedos, se descolgó su cadena y
lo enganchó. Sin embargo, su sonrisa volvía a mostrarse pequeña;
artificial.
-Te quiero, Sergio.
-Y yo.
-No, quiero que lo sepas.
-Lo sé.
Nunca sabes bien cómo
es la frase. Cómo llega,
ni cómo hiere. Pero en
su gesto, en su voz y en
el arrepentimiento vi lo
que me contaba
escasos segundos antes
de que me dijera la
frase. Fue su manera de
decirlo. El susurro que
plasmó "tengo que
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contarte algo", y mi voz afónica, aterrada, sólo preguntó un seco
"¿qué?".
Comenzó hablando de un chico. Me preguntó si le conocía, me explicó
quien era, me recordó sus rasgos físicos, y cuando le recordé y le
puse rostro, pisó mi corazón diciéndome que una noche no pudo
evitar "enrollarse" con él. De camino a casa. Él la convenció. Justo
después de haberme dejado ir. No sé cómo fue, pero mi corazón de
plata, pegado ya en mi pecho, sangró. Quemaba. Mi estómago yacía
ahogado, sin aire, y la noche alcanzó una negrura espesa sobre
nuestros cuerpos. Aquel refugio se había convertido en una puñetera
cárcel. Y cuando levanté la mirada ahogada, la creí ver llorar
relatándome la infidelidad. Y al recuperar la palabra, sólo se me
ocurrió preguntar una cuestión.
-¿Sólo esa vez?
La respuesta nunca pudo tener peor desenlace. La herida fue una
tortura. Y aunque deseé abofetearla y abandonarla allí mismo por
zorra y por puta, no lo hice. No pude irme. Mis lágrimas acabaron
mezclándose con las suyas. Los dos nos abrazamos, y al tercer
intento, después de largos minutos, ella encontró mis labios. Fui débil.
Y mi perdón nació sin que yo supiera el motivo. Tal vez el miedo a la
soledad, o tal vez porque en el momento que ella preguntó por mi
fidelidad yo mentí. Preferí adoptar el papel de víctima.
Tardé días en digerir que accedía con honores a la lista interminable
de los cornudos. Nunca lo revelé a nadie. Y no lo hice pese a que
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todas sus amigas ya lo sabían. Llevaba escrito en la frente la palabra
vergüenza; imbécil. Tampoco quería dar esa información a mis
amigos. Además, tampoco asumía la infidelidad de mi novia. Lo había
hecho porque en la discoteca su amiga se había liado con otro. Por
empatía. Y con el tío que yo conocía se había liado en cinco
ocasiones. Y una tarde en su pueblo no pudo decir que no a otro.
Estaba herido y rabioso. Aquella noche, mientras el corazón roto de
plata quemaba en mi piel, mi rostro enrojecido y mis ojos vidriosos no
podían disimular la tristeza. Vi la luz de madrugada. Mi cabeza, horas
después, ya fría, sólo pudo encontrar una puerta positiva ante a
aquellos acontecimientos. Laura acababa de darme un cheque en
blanco y libre de malas conciencias.
No fue fácil servir la venganza en plato frío cuando me creía
enamorado y quería ser infiel sin que lo averiguara. Manu y Javier
sobrevolaron conmigo en aquel plan sin que supieran la verdadera
razón. Dos íbamos borrachos. Javier se sostenía difícilmente en un
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estado de inconsciencia. Y pese a él, estábamos dentro. El portero
nos había permitido entrar siempre que cuidáramos de Javier, que
había puesto su mejor cara sin conseguirlo.
Cuando lo planteé había dudas, pero el primer paso ya estaba dado.
Sólo habíamos puesto un límite: 10.000 de las antiguas pesetas.
Creí que ninguna merecía mi dinero. Ni siquiera la cerveza que se me
calentaba entre los dedos merecía el precio que había pagado. En el
ambiente se mezclaba, con mucho desorden, el color rojizo de las
paredes, la oscuridad y los hombres que superan los cuarenta junto a
chicas ligeras de ropa que trataban de buscar un nuevo cliente.
Nosotros éramos los más jóvenes de todo el local.
Habían pasado diez minutos cuando la miré por primera vez. Nunca
imaginé que pudiéramos llegar a hacer aquello. Nunca creí que
gastaría una sola peseta en follar. Y dudé, pero Manu logró
convencerme. Ella tenía un acento extraño, un rostro suave,
blancuzco y maquillado. Su cabello era negro, liso y largo. Sus ojos
azules, y frente a los míos, lucía unos pechos enormes. Con dulzura,
sin apenas poder oír "hola, guapo", deslizó su mano hasta mi
entrepierna. El aroma me ahogó cuando sus labios rozaron mi cuello y
dejó que sus grandes pechos se apoyaran en mí. En ese instante
hubiera pagado todo mi dinero, pero Manu, todavía con la mayor
parte de su sangre en la cabeza, regateó.
La tenía dura. Nunca había alcanzado ese clímax de excitación.
Estaba ante una profesional del sexo, no obstante, de pronto había
olvidado por completo que aquella mujer sólo quería escarbar en mi
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bolsillo. Yo en cambio imaginaba que la atraía. Imaginaba que la tenía
a mi lado hurgándome mientras Manu le convencía de un precio más
barato porque yo y mis encantos la ponían cachonda. Sin embargo,
todo aquello era mentira.
Lo que hicimos en la habitación a la que los dos accedimos por unas
escaleras estrechas también parecía una fantasía. Justamente por 60
euros; “10.000 pesetas” repetía Manu una y otra vez. Era un trío. Dos
por uno. Los dos a la vez. Media hora. El alcohol y Manu me
persuadieron, aunque desconocía mi preparación para follar junto a
un amigo.
El miedo no fue vernos desnudos y erectos peleando por el placer de
una puta. El miedo golpeó en nuestros rostros cuando la boca de la
puta terminó comiéndose el semen de Manu. De pronto, nuestra
noche dio un giro mortal. Recuerdo que yo trataba de meterla por
detrás sin conseguirlo. Ella gritó. Manu la llamó zorra. Mis músculos
se congelaron, y entonces sólo podía ver en mi cabeza un billete de
10.000 pesetas sobre la mesilla de la prostituta.
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Venganza, cobardía y mentiras
n el amor, arrinconarse en la mentira hasta que la punta afilada
del cuchillo que sujeta tu novia sobre tu cuello abre la piel, a
veces funciona. Si hay un resquicio de duda, puede ser el camino
hacia la luz. Negar lo evidente no funciona. Frases como "no es lo que
parece, cari, yo te lo explico", mientras tu pene o preservativo aún
sostiene restos de fluidos vaginales, casi nunca funcionaron. Hay que
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saber admitir la derrota. Soportar el chaparrón cuando te han cazado
y sufrir los merecidos golpes.
Me eduqué así. La vida que viví desde pequeño siempre me llevó a
mentir. A hacerme una vida paralela, más fácil gracias a las mentiras;
mis mentiras; construía una vida a placer. A veces perdía, pero
muchas, ganaba. Y con el paso de los años decidí aplicar esta
estrategia también a las relaciones de pareja. No siempre la verdad y
la sinceridad hacen fuerte y feliz a dos enamorados. En ocasiones,
basta con creer que se vive en la verdad; la felicidad.
Utilizar la negación completa solía ampararme. Si no existen pruebas,
niega. No hay testigos fieles de que ha ocurrido, niégalo. Es lo que
siempre me repetía una y otra vez por muy arrinconado que me viera.
Siempre creí que en el amor triunfaban antes las mentiras que las
verdades como puños. En ocasiones, aunque la verdad parezca
evidente y golpee en la cara sin piedad, las mentiras en un
enamorado son más permeables y acaban calando. A veces, hasta
límites insospechados. El que miente sólo debe defender la verdad
hasta el final.
Así actué días después. El acontecimiento del puticlub no se
desalojaba de mi cabeza. No podía quitarme las imágenes nítidas y
violentas. Y la llamada de Laura, una semana más tarde, no ayudó. La
historia había volado de boca en boca, de mano en mano. En las
suyas, pequeñas, descansaba la noticia con mis iniciales. Yo lo supe
después. Sin embargo, cuando oí su voz al otro lado del teléfono,
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apagada, ya sospeché. Tuve miedo. Ella apenas tardó un “hola” para
lanzarme la pregunta. Clara y concisa.
-¿Estabas en el puticlub con Manu?
La pregunta me dejó pálido. Me cerró el estómago. Fue un golpe
inesperado, directo y doloroso. Sentí un retortijón. Miré atrás. Mis
padres no escuchaban; ni siquiera estaban en el salón. Respiré
despacio, espiré e inspiré hasta en cinco ocasiones, y de inmediato
inicié mi defensa. Pensé. Si preguntaba era porque albergaba dudas.
Yo tenía que disipárselas y hacerle creer que no había estado aquella
noche con él en el 'puti'. Difícil, pero posible.
Negué después de unos segundos de silencio, sin embargo, apenas
dije el “no”, ella lanzó sus fuentes; chivatazos, cotilleos. Además, su
gran base: las pequeñas noticias aparecidas en la prensa local. Mis
iniciales aparecían entre las noticias de sucesos. Los dos detenidos.
Uno de ellos era yo. Creo que tras aquel suceso Manu y yo jamás
volvimos a mirarnos igual…
Me frené. Me sentí perplejo, sujetándomela a escasos centímetros de
su coño. Mi erección se acobardó. Los ojos de Manu no me miraban
pero lo decían todo. La puta no esperaba el semen y cuando lo
engulló, sus asustadizos dientes apretaron con miedo y fuerza. Lo
debieron hacer con rabia, porque a Manu se le saltaron las lágrimas.
Además, su segundo acto reflejo, que fue el de escapar de la presa,
elevó la tortura. Los dientes de ella se arrastraron pegados a su piel.
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El alarido que conquistó aquella habitación erizó todo el vello de mi
cuerpo.
Cuando quise preguntar si estaba bien, él ya se había revuelto y
liberado. La gritó, la escupió y la golpeó con la mano abierta. Ella sólo
pudo asustarse, esconderse y torpemente limpiarse los restos que le
quedaban por una de la comisura de sus labios. Y tal vez fue el
silencio que vino acompañado de un cruce de miradas lo que
desencadenó todo. Quizá ayudó el alcohol, o alguna droga. Yo,
congelado por la cobardía y el pánico, no pude mover un solo dedo. Vi
la sangre, el odio, la venganza y la rabia mezclándose en numerosos
golpes. Primero en su cara, después en la mirada, y cuando parecía
que la inconsciencia de la puta iba a finalizar la pelea, ella gritó con
toda su alma lo que creyó que sería su última palabra: "¡Socorro!".
Al instante salté. Me moví por primera vez desde que comenzara
todo. Y al segundo de saltar, miré a la puerta de entrada de la
habitación. Estaba cerrada. Y cuando mis ojos volvieron a la escena
de la pelea, ésta ya no existía. Ella tenía los ojos en blanco, la
mandíbula sangrante y desencajada, y aparecía desdibujada en el
suelo, boca arriba.
-¿Qué hiciste? -Tartamudeé.
-Patearla la cara.
-Puta zorra... -Murmuré mientras de reojo le buscaba la herida en el
pene. Sin embargo, él se vistió veloz.
-Vámonos.
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Lo pensé, pero lo descarté al instante. No podía estar muerta. Era
imposible. Aquello sólo pasaba en las películas. Los dos la miramos. El
cuerpo seguía quieto. Nos miramos y decidimos terminar de vestirnos
y huir. Pero no lo conseguimos. No había atado mi primera zapatilla
cuando la puerta se abrió de golpe. Los dos hombres que de tan
'buen rollo' nos habían dejado entrar, aparecían ahora ahí, de pie, con
un rostro serio e incrédulo. Apenas bastaron un apretón y dos golpes
para reducirnos. No dudaron. Yo intenté zafarme, despreocuparme de
Manu y huir como fuera. Creí que iba a morir. Incluso grité una y otra
vez, desesperado, "¡yo no he hecho nada! ¡Lo prometo!". Sin
embargo, no lo conseguí. No hubo piedad.
Una hora más tarde, los dos, magullados, estábamos en la comisaría.
Manu se declaró culpable, y yo quedé en libertad al día siguiente.
Minutos antes de pisar la calle supe que ella estaba en coma.
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...No podía contar aquello. Nunca. Pero sus palabras al otro lado del
teléfono seguían sonando infranqueables. Decidí apoyar mi teoría en
Javi. No sabía cómo, pero ahí tenía mi única baza. Él había recobrado
la conciencia en medio de nuestro polvo y había abandonado el local.
Él ya habría negado estar allí, pensé. Entonces mi voz afirmó que
había acompañado al puticlub a Manu, pero que luego me había ido
con Javi.
-Vamos a vernos -zanjó.
-¿Qué?
-Necesito verte la cara. A las siete. En el Anina.
Acepté.
Tenía dos horas para crear una coartada, dibujar mi carita de cordero
degollado y esperar salvar la relación.
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El encuentro fue frío. Sin un beso. Distante. Ella traía las pruebas. En
su pequeña mano escondía un recorte de una noticia con mis
iniciales. El titular decía: "Dos jóvenes dan una paliza brutal a una
prostituta y cae en coma". Allí, leyendo aquello pero sin prestarle
atención me abordó el ingenio. La cerveza se vació en mi mano tras
el último sorbo y claudiqué. La miré a los ojos y hablé.
-Sí, estuve. Pero no subí. Ni de coña. Fui a acompañar a Manu. Pero
yo me quedé con Javi. No quería decírtelo porque ya sabes como es la
novia de Javi. Él no quiere que se sepa porque su novia le cuelga de
los testículos...
-¿Entonces? -interrumpió.
-Sólo subió Manu, te lo juro, cariño -declaré desesperado-. Javi y yo
nos quedamos tomando una cerveza en el bar. Y cuando ocurrió todo
yo decidí ir de testigo a la comisaría. Nada más...
-Tú siempre tan bueno -replicó seria.
-Le acompañé para
ayudarle, y claro, me
tomaron los datos, y por
eso...
-¿Por eso qué?
Mi pausa se iba a alargar.
Porque por eso o, por
alguna maldita razón los
astros no se alinean de la
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manera que yo deseo. “No están de mi lado”, pensé. Volví a mirar por
encima de su hombro. La vi. Allí estaba. Preciosa y rubia. No sé si
disimulé. A mí me parecía imposible hacerlo. Y cuando Laura
esperaba el final de mi excusa, unimos las miradas.
-¡Sergio! ¿Estás tonto, o qué?
-Perdona, me siento mal -dije sin pensar. Me salió del alma.
-¿Qué?
-La tripa, me duele. Me siento mal...
No estaba previsto, pero salió de mi boca. Y debió de sonar sincero,
porque ella se inquietó, y por primera vez me tocó; me acarició. Y casi
sin pelearlo, dos minutos después estábamos fuera del bar. Y de
pronto, parecía aceptar lo del puticlub. Ella no volvió a mencionarlo.
Sólo quería saber si me sentía bien. Diez minutos más tarde estaba
besándome con suavidad en mi portal.
-Tómate una manzanilla y métete en la cama, ¿vale? -dijo antes de
despedirme- Y mañana me cuentas...
-Vale -musité.
-Te quiero -dijo finalmente con otro beso.
-Y yo.
Su silueta tardó en desaparecer de mi vista. Yo me quedé agazapado
en el primer piso. Dejé pasar dos minutos. No quería arriesgar. Esperé
a que mi reloj marcara y media. Entonces me erguí y bajé las
escaleras de dos en dos. En cinco minutos regresé al bar. Pedí una
cerveza. La fortuna me sonrió. Ella seguía allí. La volví a buscar con la
27
mirada, pero en esta ocasión necesité mayor esfuerzo. Finalmente,
cuando pedí mi segundo botellín, chocamos. Le hice un gesto con la
cerveza y ella se acercó. Tan guapa, tan rubia como aquella primera
noche.
-Hola... -Dijo su voz, dulce y sobria.
-Mucho tiempo, ¿no? -Dije jovial mientras le pedía una cerveza- Creí
que habías huido de mí.
-¿Quién era la chica?
-¿Qué chica? -Me hice el tonto.
-Con la que estabas antes... -Insistió.
-Mi ex… está loca por mí... casi tanto como… yo por ti.
Ella se acercó y me miró de cerca; demasiado cerca. Su aroma volvió
a envolverme y deseé volver a perderme en sus labios.
-Mientes…
-No.
-¿Y eso cuánto es?
-Mucho.
28
5
Tres no son multitud
os meses después estaba atado a dos relaciones. Cómo iba a
desatarme, no lo sabía. Leti me brindaba esa belleza que me
hipnotizaba con sólo dibujar en mis ojos su silueta. Laura había
acumulado un pasado que había dejado huella en mi corazón. Pese a
los cuernos. Además, el único sexo que tenía era con ella, y poco a
poco mejoraba. No podía desprenderme del placer carnal mientras no
comprobara en carnes el bello elixir de la rubia. Uno se acostumbra a
D
29
todo. Por muy inverosímil que parezca, todo en esta vida puede llegar
a convertirse en habitual. Yo jamás hubiera creído enredarme en esas
largas piernas, pero una vez más la vida me sorprendió.
Hay noches en las que no tiene por qué pasar nada. Es lo usual. La
noche de más de dos meses después al puticlub, no. Sólo recuerdo
dos imágenes golpeándome aún en la cabeza. Una era que estaba
muy borracho. La otra que sus dos virtudes eran enormes. El resto de
detalles los quise olvidar.
La neblina del bar bailaba al ritmo de la música. O así lo creía yo. La
copa perdía el equilibrio y sustentaba una marejada descontrolada.
Manu era, de nuevo, el compañero de fatiga. Ninguno quiso hablar del
puticlub, ni del juicio pendiente; él acusado y yo de testigo. El resto
de amigos había ido desapareciendo. Las bajas nocturnas nos habían
unido otra vez.
Cuando la vi, sabía que
aquellos deliciosos
pechos escasamente
abrigados bajo un top de
rejilla no eran de verdad.
Pero algo tienen las tetas
femeninas, falsas o
verdaderas, que siempre
cautivan a los hombres. En ocasiones, los magnetizan. Les entorpece
30
el ritmo cerebral hasta despojarles del habla. En aquel instante,
cuando mi octava copa de whisky cola provocaban desmedidos
efectos etílicos en mi organismo, los dos bustos perfectamente
curtidos me conquistaron. La mujer no dejaba indiferente ni pasaba
desapercibida. Morena, alta y de curvas temerarias. De hecho, aún
separados, ya intuía que superaba mi metro setenta y cinco de altura.
Contoneaba su cuerpo al ritmo de la música en medio de la pista,
pero aún no me miraba.
Vi cómo la distancia entre nosotros moría con el ritmo que ella
marcaba. Bailaba libre y sensual. La examinaba sin reparo y la veía
crecer al tiempo que se adentraba en mi espacio. Ella me habló; me
susurró al oído. Su acento era extranjero, pero no disponía de un
cerebro para pensar en su país de origen. Su dedo índice me
acariciaba marcando una línea curvilínea y vertical desde el pecho al
ombligo. Un escalofrío me la puso dura. Y entonces creí que era una
prostituta. Busqué a Manu, pero estaba entre el gentío abstraído en
su copa. Le miré, pero no me devolvió la mirada.
Lo que sucedió a continuación fue rápido y borroso. El apetito sexual
me cegó. Ella me dijo que era muy guapo. Yo le devolví el piropo. Ella
lo repitió con algún adjetivo más, yo me interesé por su nombre, ella
me habló de mis labios, y sin previo aviso me susurró, “vamos, ven
conmigo”. En ese momento me cogió la mano. Yo di el último trago a
mi copa y la solté en movimiento. No íbamos hacia la salida. Su piel
era áspera y sus dedos me resultaron más grandes que los de las
chicas que había acariciado. No había calculado su edad, pero seguro
31
que rozaba los treinta. Se liberó de dos chicos que nos impedían el
paso y entró con firmeza al pasillo del baño. Me metió dentro después
de mirar atrás en dos ocasiones. Sin mediar palabra alguna conmigo,
cerró la puerta. En el interior no titubeó, cogió mi cara y me besó.
Cuando ella decidió que el beso había terminado, la luz me reveló sus
facciones. Sin embargo, no supe cómo actuar al ver su cara. Además,
enseguida la escondió su cabello. Se arrodilló y comenzó a
desabotonarme uno a uno los botones de mi vaquero. De pronto,
estaba saboreándome como nadie lo había hecho. Tampoco era un
número elevado; más bien nimio; unitario. Allí, sobre la taza del váter
otra vez, estaba viviendo el éxtasis de mi vida.
Sabía que era un hombre. Operado. Al menos los pechos. En algún
momento de su vida, aquella persona, la que me estaba haciendo una
felación excepcional, había tenido que ser sólo un hombre. Y aun
teniendo esa idea como única en mi mente, estaba tocando el cielo
con los dedos; soñaba; volaba. Estaba a punto de correrme, pero
luchaba por evitarlo. Mi estómago palpitaba, hacia dentro y fuera, y
los dedos de mis manos trataban de aferrarse a los sucios azulejos
del baño. Finalmente mi mano derecha se desvió y fue directa a
acariciar sus pechos. Eran enormes. Cuando los sentí, estaban tersos;
duros. Sentado sobre aquella inmunda taza del váter, borracho, y con
la última copa disparando mi estado de embriaguez, olvidé quién era
yo y qué hacía. Fue más difícil olvidar que la mejor mamada de mi
vida venía de una boca masculina. Porque del cielo al infierno hay una
32
distancia demasiado escasa. Igual que del blanco al negro. Los polos
opuestos siempre me parecieron tan cercanos.
Cuando mi móvil vibró en el pantalón supe que Manu me buscaba.
Traté de parar el vibrador, pero no podía introducir la mano en el
bolsillo ni acertar con la tecla desde fuera del vaquero. El móvil paró.
Ella también. Cogió mi polla en plena erección. Yo tuve que ponerme
de pie. Ella decidió darse media vuelta, y con la misma mano acercó
mi miembro a su culo. Levantó su minifalda, retiró el tanga y apoyó
las manos contra la pared curvando su cuerpo levemente. No había
duda de lo que quería.
Por segundos tuve la certeza de que estaría operada por completo.
Era una convicción fantasiosa Siempre hay casos. Creí que no tendría
que penetrarla por el culo. Quería encontrar el único orificio que yo
conocía sexualmente. Intenté acercarme. Me apoyé en sus caderas,
sobre sus piernas firmes, largas y masculinas completamente
depiladas. Debía de necesitar que la penetrara con urgencia, porque
nerviosa y presta no esperó. Atrapó mi pene y aceleró mi búsqueda.
Luego cogió mi mano y la llevó sin un movimiento de duda a su
pelvis. Allí topé con lo que nunca hubiera querido toparme, pero que
hacía rato sospechaba descubrir. No pude por menos que
sobresaltarme. Me separé todo lo que me permitía aquel pequeño
espacio y traté de vestirme. Había sido el despertar de un sueño.
Quizá llegaba la hora de beberme la pesadilla.
Ella me miró. Por primera vez nos miramos. Fue una mirada directa.
Yo, por primera vez, la observé con una leve pero ficticia nitidez.
33
-Chúpamela ahora tú, cariño –suspiró con un fino hilo de voz.
Me quise esconder. No fue posible. Mi cara únicamente logró
contraerse; adelgazar por el pánico hasta límites insospechados.
Como ‘El Grito’ de Edvard Munch. La mirada que yo sostenía segura y
precisa desapareció. Mi mandíbula se tensó y el miedo empezó a
empaparme de verdad cuando su mano decidió empujarme. La fuerza
fue suficiente para que de nuevo acabara sentado de un solo golpe en
el retrete. Sin tiempo para analizar los acontecimientos, ella colocó su
gran polla erecta a escasos centímetros de mi rostro. Su mano
aterrizó en mi pelo, lo acarició, y suavemente levantó mi cabeza para
que de nuevo volviéramos a mirarnos.
Sin haber empezado a experimentar algo que no deseaba
experimentar, había empezado a ponerme en la piel de todas
aquellas personas que por primera vez tuvieron que “comer una
polla”. Algunas o muchas por deseo. Por mi mente pasaron las
felaciones más famosas, las que a diario se realizan en cualquier casa
de putas, o las que en ocasiones terminan bajo una mesa de oficina.
Yo iba a probarlo. Iba a ser el chupador. “Cómo debía uno hacer
aquello”. En los servicios de aquel lóbrego pub no quería meterme su
polla en la boca. Allí y en ningún sitio. Sin embargo, con sus pechos
duros y desnudos a la vista, me cogió del pelo, esta vez con más
fuerza, y me pegó aquel vibrante pene en los labios. Ella ocupaba
toda la puerta de salida. Quería huir, pero en aquel preciso instante,
cuando el aroma de su miembro llegó a mi nariz, sólo puede pensar
en esconder los dientes.
34
No hay resaca igual. Las hay similares, pero nunca llegan a ser
idénticas. Cada borrachera depara un mañana distinto. Y no hay
resacas gemelas por demasiadas razones. Deberían encajar todas en
modo, tiempo y lugar. La hora del despertar, dónde despertar, la
manera de despertar. El grado de dolor de cabeza o el sabor del
paladar. El brillo de los ojos, seguramente vidriosos. La hinchazón o
ardor de estómago o el número de recuerdos que se atesoran en la
memoria segundos después de abrir los ojos. El ser humano es
incapaz de repetir dos resacas con todos estos factores idénticos.
El sol no entraba por la ventana. Me resultó extraño, pero no levanté
los párpados para buscarlo porque ya sabía que era de día. El móvil
había sonado al menos en tres ocasiones, y además, mi cuerpo
comenzaba a sentirse incómodo entre las sábanas. Había llegado el
momento de levantarse...
Los malos recuerdos, los que se salvan del olvido, llegan de sopetón.
Como un bofetón inesperado que te deja en ridículo. Es cuando uno
comienza a sentirse de nuevo vivo; despierto. Las pupilas comienzan
a reconocer el espacio al tiempo que rememoran la noche. El aprieto
azota cuando lo que descubren los ojos no es familiar. Esa imagen
asusta. Es el momento de masticar el amargo pánico. El momento de
afrontar que ha habido algo durante la noche que no se ha llevado
bajo control. Y así fue.
35
Cuando abrí los ojos y no reconocí mi habitación, su mano cayó sobre
mi cuerpo con delicadeza buscando una caricia. Al sentir el tacto de
su piel descubrí que estaba desnudo. Por completo. Al instante hubo
otro movimiento. Sus enormes y firmes tetas reposaron sobre mi
espalda. Era el aroma. Su sabor. Una desconocida habitación y
muchos recuerdos que recuperar.
36
6
Celebraciones
iempre hay un instante en el que el ser humano intenta
recuperar las lagunas que produce la noche. Lo intenta con
todas las fuerzas. Sin embargo, el alcohol fulmina todos los recuerdos
por completo. Los elimina sin dejar rastro. Fue en ese imposible
proceso de recuperación de datos e imágenes cuando volví a
examinar la habitación. Asustado seguía sin saber cómo había
entrado allí. Giré el cuerpo, saqué una pierna y salí de la cama;
desnudo. Al instante, decidí recuperar mi ropa.
S
-¿Qué hora será? –Pregunté en voz alta sin querer.
-Buenos días, mi niño guapo –dijo su voz, espesa.
Volví la mirada y la encontré tumbada, sonriente, creyéndome que
me devoraba con la mirada.
Mis rodillas temblaban, mi corazón cabalgaba atropellado y el
estómago se revolvía incómodo en su minúsculo habitáculo. No tenía
dudas. Era un hombre dibujándose con mujer.
37
-Me tengo que ir –murmuré subiéndome a gran velocidad los
calzoncillos y pantalones, casi al mismo tiempo.
-¿Por qué?
-Mis padres, estarán preocupados.
Encontré los calcetines enredados junto al edredón y sin titubear me
los puse. Miré la hora. Era la una de la tarde. Tenía dos mensajes en
el móvil y tres llamadas perdidas. Busqué la cazadora. Cuando la
localicé en la silla avancé. Me calcé, y al levantar la mirada ella
estaba ahí, a escasos centímetros de mí, completamente desnuda;
desnudo. Tuve que levantar la barbilla para mirarle a los ojos. Me
sacaba media cabeza. Los pechos de silicona me rozaban.
-Eres muy guapo –dijo con ternura.
Su mano se elevó y fue hacia mí. Me acarició la mejilla y sin que
pudiera evitarlo me dio un beso en los labios. Su lengua surcó mi
boca, y yo, imbécil y congelado no me atreví a detenerlo. El beso fue
eterno, pero sin saber el motivo, correspondido.
-¿Me llamarás algún día?
-Puede ser –mentí.
En ese momento me arrebató el móvil de la mano. Ni siquiera
recordaba que lo sujetaba. Lo desbloqueó y apuntó uno a uno los
números de su teléfono. “Me llamo Gabriela” siseó en mi oído
mientras su lengua me humedecía el lóbulo.
No me soltó. Atrapó una bata rosa del armario y me llevó de la mano
por un largo pasillo repleto de puertas. Al menos habría seis
38
habitaciones más. No recordaba ninguna. Pude oír música latina y
voces. En el resto se respiraba un completo silencio.
En ese preciso instante hubiera pagado todos mis ahorros por borrar
aquella noche de mi vida. Me hubiera endeudado hasta las orejas por
finiquitar la despedida con tan sólo chasquear los dedos. Sin
embargo, no pude evitar ni un solo segundo. Aquel beso en la puerta
que me separaba del portal fue una eternidad. Sin embargo,
únicamente viví los escasos segundos que en realidad duró.
Bajé aquellas escaleras de tres
en tres. Pisar la calle, respirar
aire puro y sentir el frío me dio
una libertad inaudita. Corrí sin
mirar atrás. Quería llegar a mi
casa en el menor tiempo
posible para lavarme y borrar
la historia lo antes posible. En
esa carrera mi móvil volvió a
sonar. Otro mensaje. Miré la
bandeja de entrada. Dos de
Laura y uno de Leticia.
"¡Mierda!", pensé. Con miedo leí:
“Dnd stas? T llamé. Móvil y casa. Spero q no olvidars mi cumple. Es
con mis padres”.
39
“Llámame cnd dspierts”
El segundo mostraba enfado. Sin embargo, no estaba preparado para
llamarla. Tenía dos llamadas perdidas suyas. La otra era de Manu.
En cambio, el otro mensaje me hizo lucir una pícara sonrisa.
“Hla, niño. Hoy hace 1mes q supe por primera vez dl placer de ts
labios. Stoy sola n casa. ¿T aptc 1peli sta tard?”
Miré mi cartera, tenía dinero. Paré un taxi, me subí y en el interior
llamé a Manu para explicarle mi versión de la noche. La creyó.
Eliminado el primer frente, respiré tranquilo. En mi habitación, aún sin
duchar, disfrutando de la soledad porque mis padres estaban en la
casa de la playa, sólo pude pasear nervioso por el pasillo. Aferrado
con fuerza a un vaso de leche trataba de no darle más vueltas a la
noche. Las infidelidades deben vivir bajo techos impermeables para
evitar las filtraciones. El goteo de errores agrieta cualquier corazón.
Una relación es una partida de ajedrez y cada movimiento cuenta. Mi
cerebro, en aquel instante, atesoraba numerosas dudas y poco
tiempo. Cada día vivía más enamorado de la belleza de Leti. Había
logrado compaginar ambas parejas desde hacía dos meses. “¿Pero
cuánto tiempo conseguiría alargar la estresante situación?” Sí crecía
mi certeza de cambiar, sin embargo, abandonar a Laura me dolía
demasiado. No quería perderla por nuestro pasado, y más cuando el
40
sexo con ella había mejorado. Con Leti era algo que todavía no había,
aunque sin duda, perdía la razón por follármela.
En mi habitación, meditando la situación, me distraje al observar
decenas de apuntes de informática. En un tablón de corcho decenas
de fotos de amigos; vacaciones y pequeños viajes. Especialmente,
había fotos de Laura conmigo. También de ella sola posando para mí.
Recuerdos que inevitablemente me enternecían y jamás podría borrar
por muchas infidelidades que lleváramos a cuestas. Descolgué la
cadena de plata con el medio corazón y me la volví a poner. Me miré
en el espejo y descubrí mi rostro espigado. Necesitaba una ducha
antes de ir al cumpleaños de Laura. Era mi primera cita con padres al
frente; su familia. Un gran paso. Di dos más de verdad. Miré a la
habitación de mi hermano, vacía, como siempre desde hacía
demasiados años. No podía evitarlo. Pasé dentro. Abrí el armario, vi la
ropa, recordé y cerré deprisa. Mi cuerpo quedó de pie en el espejo
que poseía la puerta. Languidecía por momentos. Sí, necesitaba una
ducha y frotarme bien para quitarme aquel aroma. Además, tenía
mucho que pensar y más que ingeniar.
-Apestas a alcohol -dijo después de que la besara en los labios. Hizo
una pausa y me miró de arriba a abajo-, pero estás tan guapo...
-Felicidades -le susurré.
De mi bolsillo salió un sobre que justificaba vagamente un olvido
inexplicable. El sobre rojo lo había cogido de la habitación de mi
41
hermano. Dentro había un papel donde había escrito a mano: 'Vale
por un fin de semana donde desees'.
-Nos lo merecemos –dije jovial.
Me besó. Oyó un "te quiero" y me llevó de la mano al salón. Sonriente
y con el primer plan impecable tenía que lanzarme al segundo; más
difícil.
De pronto, el flechazo de su beso me hirió el corazón. Traté de
olvidarlo, pero no podía borrar la imagen de Gabriela saboreándome
en su habitación. La escena conseguía repetirse nítida en mi mente
una y otra vez mientras sus padres me saludaban en aquel salón.
Primero tendí la mano a su padre, después dos besos a la madre, y
finalmente otros dos a la fría y arrugada abuela, en cierto modo,
testigo de nuestro primer polvo.
Sentado en la mesa, frente a aquella tarta con 19 velas, un bofetón
mental me reveló que lo que había entre Laura y yo vivía el principio
del fin. No sabía dónde estaba el fin ni cómo encontrarlo. Menos aún
si iba a tener los huevos suficientes para provocarlo, pero todo en
aquel salón apestaba a artificial. Allí, entre sonrisas y frases
enlatadas, no podía quitarme de la cabeza mi noche anterior. No
podía quitarme de la cabeza a Leti, con quien había quedado en
media hora. Deseba perderme bajo la manta de su sofá y ver si podía
saborear todas las esquinas de su piel. Deseaba verla en pijama
esperando que mis labios corrieran sin titubear hasta encontrarse con
los suyos.
42
-¿Te pasa algo, cariño? –cuchicheó Laura bajo la conversación
familiar.
-Nada, -respondí asustado-. Estaba pensando en ese fin de semana
contigo. Te quiero.
Ella sonrió, y cuando la mirada se sostuvo en mis ojos, vi el brillo.
Volví a ver la cegadora luz de amor sincero y fiel que una vez tuvimos
los dos. Sentí naúseas.
No sé cómo lo hice, ni por qué. Tampoco era el plan, pero un 'sms'
imprevisto en medio de una copa de cava con brindis incluido,
mientras la tarta esperaba impaciente en medio de la mesa, lo
precipitó todo.
“Pueds vnir cnd kiers. Me muero d gans d bsart. Y no sólo n ls labios”.
Mi pierna derecha sufrió un tembleque. Fue constante e imparable. Mi
entrepierna vivió un cosquilleo y comenzó a levantarse, y mi cerebro
se nubló en el preciso instante que Laura hizo la fatídica pregunta.
Por supuesto, había olvidado silenciar el teléfono.
-Es mi padre.
-¿Un mensaje de tu padre? –se sorprendió.
La mentira era tan evidente que ayudó a transformar mi rostro. Tenía
miedo. Y ese gesto quizá podía serme válido para lo que acaba de
ocurrírseme.
-Han tenido un accidente de tráfico de vuelta a casa. Dicen que no
me preocupe, que no es nada, pero que los llevan al hospital para
hacerles unas pruebas –escupí increíblemente del tirón.
43
-¿Qué?
Eso pensé yo. “¿Qué?”. Estaba sudando, pálido y asustado. A mi mala
cara también debió ayudarle la resaca. Sólo se me ocurrieron cuatro
palabras.
-¿Puedo ir al baño?
Laura me llevó del brazo. Mi mano temblaba, y ella sólo podía
acariciarme. Sentía verdadera compasión.
Sentado en la misma taza del váter que me vio follar por primera vez,
sonreí. Solo, lavé mi cara y escribí un mensaje a Leti con la victoria
pataleando de alegría. Estaba frenético.
Tardé cinco minutos en volver a salir. Antes tiré de la cadena. El
retrete no se llevó nada de mi organismo; sólo agua. Fuera su rostro
seguía mostrando preocupación. La abracé y después de treinta
segundos lancé la frase que iba a lapidar aquella celebración.
-Voy a ir a verles.
-Te acompaño –afirmó de inmediato.
La sorpresa fue mayúscula. Tenía que contraatacar. Quitarle la idea
de la cabeza.
-No, Laura. Quiero ir solo. –Le sujeté la cara, la besé y no le quité la
mirada de los ojos ni un instante. Debía ser convincente.
-¿Estás seguro?
-Disfruta de tu fiesta, por favor -sentencié.
44
Mantuvo unos segundos de
suspense, pero al final afirmó
con la cabeza. Yo no pude
evitar correr. Coger la
cazadora, guardarme el móvil
en un bolsillo interior de ésta y
seguir corriendo hasta el salón
para despedirme. En todo
momento logré contener mi
felicidad interna y nerviosa. Toda esta mezcla de ingredientes fue la
que me llevó al ridículo. De pronto, absurdamente, estaba en el suelo.
Pisé el edredón y volé de la habitación al pasillo. Todos vinieron a
socorrerme, si bien, antes de que la sangre llegara al río, me sacudí y
afirmé que nada me dolía. La rodilla me gritaba desgañitada.
-Llámame cuando llegues –pidió Laura.
-Seguro que no es nada –añadió su padre-. Vete tranquilo.
“Otra despedida eterna”, pensé. Minutos eternos después corría calle
abajo. No sabía cómo iba a arreglar tal desaguisado, así que decidí
pensar únicamente en Leti. En nuestra celebración.
Y allí estaba. En pijama. Guapísima. Mirándome. Excitándome con
sólo medio beso. Con sus pechos ligeramente dibujados bajo un
‘Snoopy’ desgastado. Me tomó la mano y nos volvimos a besar.
-¿Te gustó mi mensaje? –dijo su voz, demasiado sugerente. Inédita.
-Sí. ¿Dónde me vas a besar más? –La puerta de la calle se cerró...
45
-No, el otro, el del baño de agua caliente...
-¿Cómo? –Pregunté.
-Te lo envié hace unos minutos.
En ese instante me ahogué. La excitación y los nervios despertaron
un cosquilleo en mí que no cesaba de crecer. Frente a mí tenía una
bañera a rebosar de agua caliente y espuma para los dos.
-No lo había oído... -dije perplejo.
Recogí mi mano y la introduje en el bolsillo para coger mi móvil.
Quería leer el mensaje y saber con detalle que me esperaba. Pero el
bolsillo de mi cazadora estaba vacío. Veloz, busqué en otros bolsillos.
Vacíos. Busqué en los de los pantalones. Vacíos. El calor y color de mi
piel desaparecieron. Vacío.
-¿Qué pasa, Sergio?
-Nada, he perdido el móvil –respondí aterrado.
46
7
Los problemas de pensar con
el pene
os problemas hay que afrontarlos. Ignorarlos no los hace
desaparecer. Nunca. Por nimias que sean las complicaciones,
deben pelearse hasta lograr la solución. No enmendar los problemas
siempre aviva el riesgo de un aprieto mayor. Algunos son como una
calentura en el labio, que están ahí, ocultos, esperando volver a salir.
Mirar a otro lado no sirve para nada. Sin embargo, en aquel momento,
joven y acobardado, creí que era el mejor y único camino a seguir.
Sólo pensaba con el pene. Mi polla latente, ahogada bajo los
calzoncillos, quería meterla en caliente. Mi cabeza debía reposar y
evitar pensar. Ya llegaría el momento de utilizarla, y tal vez, justificar
aquel acontecimiento.
L
47
Ante mí tenía una bañera de agua caliente, espuma y una chica
dispuesta a desnudarse para mí. Recordaba que únicamente había
conseguido ver sus pechos de refilón y bajo una fría y densa
oscuridad. Laura podía y debía esperar. Quería disfrutar de aquel
momento al completo. Si bien, no fue una felicidad plena. Dice un
dicho que las desgracias nunca vienen solas, y quizá por eso aquella
tarde viví el comienzo de otro gran problema. Tardé tiempo en
tratarlo como tal, y más en darle una solución. Sin embargo, existía.
Sus labios sabían a fresa. Su piel tenía el vello erizado. Mis labios
secos sabrían a alcohol y mi piel parecía acobardarse cuando era
atacada por pequeños escalofríos. El pánico me golpeaba en la boca
del estómago. Los dos, de pie, íbamos a descubrirnos desnudos por
primera vez. La tensión podía palparse en nuestras miradas, que
48
inquietas, no lograban retirarse un segundo de las únicas pupilas allí
presentes.
-Paso del móvil –dije.
-Ya habrá tiempo para eso… –Su hilo de voz planeó por el cuarto de
baño mientras se quitaba los calcetines.
Hay escenas, imágenes o momentos que después de soñarse tantas
veces, suceden realmente. En ese preciso instante los nervios suelen
apresar al ser humano y enfrascarlo en un bote hermético de pánico.
A veces de tal manera, que se hace imposible disfrutar del deseo
tantas veces deseado. Lo que viví aquella tarde creo recordar que se
cumplió como un sueño. Un cosquilleo me recorrió toda la piel cuando
vi que sus pantalones junto al tanga descendían hasta sus tobillos. No
dudó y metió uno de sus pies en el agua. Mis huevos se encogieron.
Primero escondidos, después salieron a la luz, pero ella no se percató
de mi desnudez. Yo sí reparé en la de ella. Vivido la noche anterior,
poder contemplar aquel joven cuerpo femenino desnudo
adentrándose en la bañera lentamente, fue todo un antídoto para
matar cualquier mal recuerdo. Yo tampoco tardé en sumergirme junto
a ella. Los dos, uno frente al otro, tumbados, bajo la espuma,
mirándonos, tensos, cada vez más arrugados por el vapor y el calor
del agua. En silencio, los dos esperábamos romper el hielo.
A mí nadie me explicó nunca cómo debe hacerse el amor a una chica.
Menos a un chico. Tampoco imaginé que hubiera tanta diferencia
entre una mujer y otra. Pensaba que un coño era un coño. Que
49
después de haber aprendido a meterla en uno, en todos sería igual.
Sin embargo, aquella tarde percibí, al menos un poquito, algunas de
las diferencias que existen. Ni fue tan sencillo ni tan placentero.
A mí nadie me explicó que en el sexo había preliminares. Tampoco
cómo darle placer a una mujer. Lo intuí erróneamente. Rara vez las
parejas hablan de cómo mejorar sus relaciones sexuales. ¿O sí? En mi
caso no. Entonces, con mi edad, sí había oído hablar de los orgasmos,
pero no sabía qué eran, ni en la teoría ni en la práctica. Y menos
cómo se llegaba a provocarlos. Tampoco me importaba. Y no tenía
idea de que las mujeres se corrieran. Tenía claro que metiéndola y
frotando ambos sentiríamos el placer que buscábamos. Que el sexo
era una paja. Ni siquiera viendo películas pornográficas había querido
aprender. Para mí aquellas escenas eran pura ficción. Nadie podía
durar tanto ni eyacular tanta cantidad. No dudaba. Eran efectos
especiales. Lo hacían para que las películas pudieran ser de larga
duración. A mí una película apenas me duraba dos minutos. Justo el
tiempo de una paja. Y además, creía lo que me habían contado mis
amigos acerca de que los actores usaban drogas para mantener la
erección y evitar correrse.
Un exceso de excitación en el hombre siempre es negativo en el sexo.
No favorece el coito; menos aún un buen polvo. Pero en aquel
instante, a escasos centímetros de ella, piel sobre piel, me era
imposible evitarlo. No podía relajarme. Únicamente podía pensar el
pene, lo que era un nivel de pensamiento nulo. Toda la sangre se
50
manifestaba ahí abajo. El corazón me latía tanto, que no había parte
de mi cuerpo que no vibrara. Fue su frase, “tomo la píldora” la que
me excitó más si cabe. Mi primera vez a pelo. Luego me azotó otra
pregunta: “¿No es virgen?”.
La duda voló rápido de mi mente. Su vello púbico contra mi glande
avivó en mí un escalofrío que hizo aletear y tensar todos los dedos de
mis pies. Traté de empujar. El agua se columpió. No nos importó. Los
dos nos besábamos intensamente, como si deseáramos comernos la
boca a mordiscos. Nos acariciábamos toda las partes de nuestros
cuerpos, y al tiempo, tratábamos de buscarnos; unirnos. La bañera,
excesivamente ancha, permitió la maniobra. Volví a empujar, ella me
ayudó y el calor nos invadió muy poco a poco. Mi excitación creció a
una velocidad descomunal. El gatillo estaba a punto de disparar mi
semen. Mi ansia anidaba en horizontes insospechados. Todo era
distinto. Tantas eran las ganas, que sólo quise empujar; masturbarme
veloz. Ella contrajo mi pene con la vagina. Ella gimió. Dos, tres veces.
Después estallé de placer. Mi cerebro seguía en blanco. Soñé que
había sido el mejor polvo de mi vida. Y me lo creí.
El gélido aire de la calle, el oxígeno en mi cerebro y el miedo al verme
de nuevo en la realidad empezó a hacerme sentir incómodo. Una voz
me dijo que tenía más de un problema. Uno de ellos pequeño, pero
problema. No lo achacaba a mí, sino a la falta de práctica. Tenía la
certeza de que era porque no había practicado mucho sexo. Por eso
51
no duraba. Me faltaban mujeres en mi cama. Ésta sólo era mi
segunda mujer, justifiqué casi en voz alta de camino a casa. Y
mientras abría la puerta del portal me propuse solucionarlo. Lo del
móvil debía esperar.
Mis padres tenían la cena preparada sobre la mesa y dos llamadas
para mí. Una de ellas incluía un mensaje. Laura, inteligente, había
preguntado por el accidente, seguramente con el objetivo de verificar
mi mentira. Justo después de que mi madre dijera con sorpresa,
“¿qué accidente?”, ella se apresuró a rectificar, pedir perdón y decir
que se había equivocado. Concluyó la conversación exigiendo que le
llamara urgentemente. Tenía algo importante que contarme.
-Luego llamo –dije mientras me metía un trozo de filete en la boca.
Por fortuna mis padres pocas veces se entrometían en mi vida y
olvidaron al instante. Además, aquella noche tenían algo que les
importaba más.
-Has entrado en la habitación de tu hermano. –El rostro de mi padre
permanecía congelado, mirándome.
-No –respondí firme y seguí comiendo.
-El escritorio estaba revuelto.
-¡No es un puto templo! ¿Vale? He entrado, sí, necesitaba coger una
cosa, ¿Y qué? –Me levanté, dejé el plato a medias sobre la mesa, y sin
mirar a ninguno de los dos, me encerré en mi cuarto.
No llamé a Laura. No supe de ella en tres días. No quería. Iba a
esquivar la situación hasta que no quedara otra opción. En cambio sí
52
supe de Leti. Hablamos por teléfono y me hizo creer que tal vez Laura
no había mirado el móvil, y que tampoco había llamado al número de
los mensajes (La tenía en la agenda con una ‘L’). Después de cinco
minutos de conversación tenía claro que no había contactado con
ella. Leti había estado como siempre. Incluso más cariñosa. Yo en
cambio me notaba distante. No quería saber de ella. La preocupación
por el evidente final con Laura, la chica con la que salía desde hacía
un año, mataba mi libido. Además, el polvo con Leti me había herido
una decepción interna. En frío, había descubierto que se había muerto
gran parte de la atracción sexual. Follarse a aquel cañón no había
sido todo lo que esperaba. De hecho, había tenido pajas mejores.
Cruel, pero real. Y por eso, cuando me dijo que quedáramos aquella
tarde para ir al cine, mostré apatía, mentí, me excusé y relegué el
encuentro para un día más propicio.
En clase, en casa y con mis amigos. De pronto, ese era mi extraño y
nuevo día a día. Trataba de olvidar algo que era inolvidable y creer
que así todo volvería a la normalidad. No tenía móvil. El pánico de
afrontar su mirada me impedía recuperarlo. Apenas veía un resquicio
de luz. Más cuando llevábamos dos días sin hablar. Laura tenía que
saberlo ya todo. ¿O no?
Comía lentejas cuando el teléfono sonó como siempre pero distinto.
Estaba demasiado concentrado en la televisión. Mi madre se levantó.
Diez segundos después, tuvo que repetir hasta tres veces: “Es Laura”.
53
Fue un hachazo verbal cuando mis oídos masticaron las dos palabras.
La congoja me dio un vuelco al estómago. Me miró y mi piel comenzó
a enmudecer.
Hay citas que nunca deseas. Sabes que debes afrontarlas, pero
también asumes que terminarán mal. Rara vez te equivocas, y yo
aquella vez no creía equivocarme. Era tarde, a punto de anochecer.
Había quedado con Laura en el bar que tantas veces nos había visto
besar enamorados. Quizá era una señal positiva y todavía había
esperanza. Ella había elegido el sitio. Sin embargo, al ver su cara, las
sospechas más pesimistas regresaron a mí. Necesitaba un milagro y
yo quería salvar la relación. Tenía fe y era un creyente nulo.
A escasos dos pasos, su gesto era demasiado serio, pero
extrañamente ofrecía una hiriente sonrisa. ¿Jugaba conmigo? No me
besó. Esperó distante. Fue un primer mal síntoma. ¿Cuál era su
estrategia? Tal vez buscaba la confusión. O la distracción. O quizá
sabía que nada iba a arreglar la situación y había optado por un
rostro repleto de soberbia y tranquilidad. Deseaba impedirme que
viera su desazón.
Vestía de azul. Dibujaba una curiosa y bella silueta, ofreciéndome
unos pechos generosos, excesivamente elevados y turgentes para lo
que acostumbraban ver mis ojos. O tal vez el telón de la ceguera
había caído a la altura de mis pies y ahora deseaba lo que
irremediablemente sentía perder y vería caer en brazos de otro. Y allí,
entre un silencio e intercambiando miradas incómodas me dije de
pronto: “Puedo evitarlo”.
54
Yo pedí una coca cola.
Ella una cerveza. La
mudez entre ambos
continuaba.
Anteriormente sólo
habíamos oído un
“hola”, suyo, y un “¿qué
tal?”, mío y sin
respuesta. No hubo más
palabras. Y yo no iba a
pedirle el móvil. Lo
asumí y me convencí. Sin embargo, no hizo falta. Ella lo puso sobre la
barra.
-¿Qué me vas a contar de esto? –Bebió de un trago media cerveza.
-Nada –respondí sin tiempo para pensar-. Debió de caérseme.
-¿Y qué tal el baño de agua caliente? –Arrojó sin piedad.
-¿Cómo?
-Sí, el puto baño de agua caliente con la tal L. ¿O quieres que me lo
cuente ella? Porqué es ella, ¿no? –Volvió a beber.
-No sé de qué me hablas –insistí firme sin poder probar un sorbo de
mi refresco.
Ella mantuvo una quietud silenciosa quemándome con su mirada. Yo
me sentía aterrado, pero no iba a echarme atrás. Pero entonces llegó
55
mi gran error. No atrapé lo que era mío. Lo tenía a mano y
desaproveché la oportunidad. Ella sí fue veloz y decisiva.
-Preguntaremos a L con quién demonios se bañó y por qué te mandó
a ti el sms... Y por qué hay quince más en la bandeja de entrada de tu
teléfono móvil –atacó del tirón con hiriente ironía. En ese instante vi
la derrota. La creí sobre mí casi por completo. Los dos estábamos
sentados junto a la barra. Ella buscaba el teléfono en la agenda. Yo,
acongojado, miraba al suelo sin poder moverme. De pronto ella hizo
un gesto brusco y golpeó el móvil sobre la barra. Creí que desistía,
que quería hacerlo de otra manera. Pero no fue así. Al instante oí un
tono. Había puesto el altavoz para que los dos pudiéramos sufrir la
conversación. Al segundo tono, Leti contestó.
56
8
Ruptura y destrucción
u voz sonó viva y jovial. Deseosa de responder a la llamada que
acababa de oír en su móvil. La primera palabra que pronunció
fue mi nombre. No encontró respuesta. Ni siquiera la mía. Decidí no
jugar. Opté por mantenerme en silencio y esperar el siguiente
arrebato de Laura. No hizo movimiento alguno. En cambio Leti sí.
Volvió a repetir mi nombre. Hubo otro silencio. Entonces supuse que,
por alguna razón, tal vez tenía la suerte de ver cómo Leti colgaba el
teléfono. Si no encontraba mi voz al otro lado, por qué iba a insistir.
No ocurrió así.
S
Laura procedió y dibujó ante mí un gesto claro. Ella veía más que
evidente nuestro futuro inmediato. No atisbaba más salida que
actuar. Hablaba yo o hablaba ella. Y quizá, debido a que nunca se me
ha dado bien pensar bajo presión, ella actuó primero. Yo, sin saber
bien por qué motivo, todavía buscaba en mi mente la manera de
salvar la relación con Laura. Deseaba mandar a Leti a la mismísima
mierda más podrida del planeta. “Entre ella y yo todo ha terminado”,
57
me mentí. “La posible solución está en nuestro pasado. Si yo perdoné
su infidelidad, ¿por qué ella no?”, Medité.
Vació la cerveza. Posó el botellín sobre la barra y cogió el móvil. Yo
continuaba entumecido en el taburete. Y tres segundos después de la
tercera y última vez que Leti dijo mi nombre, comenzó el diálogo. En
esa última ocasión, Sergio sonó con tono interrogativo. El bullicio del
bar pareció desaparecer, pero el sigilo únicamente era fruto de mi
acongojada imaginación.
-Hola –dijo Laura con el altavoz activado.
Me sobresalté, pero sólo en mi interior. Mi cuerpo no movió una
pestaña. En esta ocasión, la respuesta de Leti no incluyó mi nombre.
-Disculpa. ¿Quién eres? –La pregunta brindaba recelo y sorpresa.
Hundí más la cabeza y la mirada. Quería desaparecer, que el
dibujante de aquella historia borrara mi silueta con su goma y dejara
un vacío sobre el espacio que ocupaba en aquella viñeta. Pero aquello
no era ficción. Tenía que afrontar el lío en el que estaba metido.
-Hola –reiteró Laura-. Soy la novia de Sergio, le conoces, ¿verdad?
-Sergio... –repitió.
-Sí, Sergio –insistió de nuevo-. Un chico moreno, ojos y pelo negro, no
muy alto, algo guapo y, por supuesto, muy cabrón.
Sonrió y me miró aún con la última palabra entre los dientes. La
disfrutaba. Herido, de pronto incluso temí que escondiera una
bofetada bajo la manga. La temía.
-¿Sergio Martínez?
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-Ese mismo. Está aquí conmigo, callado como un puto cobarde. No
quiere dar la cara. Nos ha engañado a las dos, ¿sabes? Y a mí me ha
puesto los cuernos, contigo, ¿verdad? –explicó pausada y sin elevar la
voz.
-Es una broma...
-No. ¿Quieres comprobarlo? –retó cortando su frase.
El órdago me abofeteó.
-¿Cómo? –Preguntó Leti.
Por primera vez levanté mi hundimiento corporal. Había llegado el
momento de mover ficha. No quería que la mierda se me colara entre
los dientes y me asfixiara hasta la muerte. No deseaba que mi final
fuera tan vergonzoso. Yo no era así. Si perdía a aquella chica, quería
hacerlo con orgullo. Era mejor que ambas.
No había bebido una sola gota de mi coca cola, pero sí las palabras
hirientes de Laura. Llegaba mi turno. Iba a devolver cada uno de los
golpes y con intereses a un elevado porcentaje. Y pese a que el ardor
en mi estómago alimentaba una bomba a punto de estallar en el
mismísimo infierno, lo que podría a destruirnos a los dos, no pensaba
tocarle un solo pelo. Únicamente deseaba expresarme, pero no
encontraba las frases violentas que rompieran la tortura telefónica. La
ira me quemaba y las uñas de mis manos dolían ya en las palmas de
mis manos.
La miré a los ojos. La amenacé. Entrecerré los párpados. Escupía
fuego, odio, rabia, impotencia y ansias de venganza. Y sin soltar una
sola palabra, yo creía que había puesto todo aquello en el ambiente.
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Laura me sonrió, satisfecha y orgullosa de lo que había obtenido de
mí. La cólera me convulsionó y Laura retomó la conversación. Apenas
habían transcurrido unos segundos, los necesarios para que ella
pudiera disfrutar de mi dolor.
-Ven al bar y que Sergio te lo explique. Estamos en La Latina. ¿Sabes
llegar? Es un bar que se llama ‘Anina’, junto a la plaza del mercado.
¿Lo conoces?
-Sí –afirmó áspera.
-Aquí...
La aticé. La golpeé, pero lo hice concretamente en la mano que
sujetaba el móvil. Lo hice con rabia, energía, con mi mano izquierda
abierta y de forma instintiva; sin pensar. El aparato salió despedido
de entre sus finos dedos. Voló y se estrelló contra la pared que
quedaba frente a la barra. Los dos nos miramos, perplejos. Ella
sorprendida. Yo asustado por mi acción. Raudos buscamos el punto
exacto en el que había quedado el teléfono. Y en ese lance, atrapados
por la tensión, decidí lanzar mis primeras palabras.
-No te entiendo, Laura –dije con la voz ajada por el largo silencio-. Me
engañas con otro, otros, ¡Joder! Lo hago yo y tengo que soportar esta
puta mierda... ¿Lo crees justo?
El chantaje congeló su rostro. Por primera vez la vi recular y dudar.
Nos volvimos a mirar, obviando por completo el móvil, que había
quedado en el suelo, junto a una columna y bajo una silla de madera.
-¿Hola? –Oímos con nitidez.
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Buscamos la voz, y los dos, como si un muelle se hubiera activado en
nuestros asientos, nos levantamos de un salto y nos abalanzamos
hacia el teléfono. Al parecer, y milagrosamente, sólo se había soltado
la tapa. La batería seguía intacta en su lugar. Le clavé mi codo y
llegué primero. Lo cogí y me protegí. Enarqué las cejas, sonreí y
colgué de inmediato. Las miradas de los clientes nos acometieron,
pero las ignoramos.
-¿Qué quieres? –Pregunté-. ¿Qué deje a esa zorra? Fue una vez, sólo
una puta vez, ¿vale? No pasó nada. Lo del baño de agua caliente es
mentira, una maldita fantasía. ¡Si es una pija de mierda!
-¡Mientes! ¡Hay miles de mensajes en el móvil! -gritó
-¡Te has vuelto una puta loca! –Exploté.
-¿Qué?
-A ésta sólo la conocí una noche, tonteamos, le pasé mi móvil y
empezamos a hablar por sms, nada más –concluí con escasa
serenidad.
Una falsa calma nos invadió. Fue una leve pausa tensa. Me dio tiempo
a pensar. Creí que había ganado mucho terreno en poco tiempo.
Atisbaba la victoria, creía. La mentira estaba de nuevo, una vez más,
a punto de salvar aquello. Sin embargo, cuando la miel estaba a
punto de rozar mis labios cometí un grave error verbal. Las palabras
brotaron de mi corazón herido y rencoroso, y la cabeza no las filtró.
Mi móvil sonó. Volví a colgar sin dudar. Y al segundo apagué el
teléfono. Leti debía esperar.
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-No te creo –siseó con las primeras lágrimas en los ojos.
-¿Y por qué debí creerte yo a ti? –Pregunté- ¡Tu fuiste más zorra que
yo y te perdoné!
-¿Más qué? –aulló entre lágrimas- ¿Más qué? ¡Puto Cabrón de mierda!
En esa ocasión las miradas de los allí presentes nos acecharon sin
disimulo. Me hundí un instante cuando su grito se derrumbó sobre mí.
Decidí jugármela.
-Sí, Laura –insistí-. Yo me he dado cuatro besos con esa chica, lo
admito, pero tú te liaste con varios, ¿recuerdas? ¡Me lo dijiste tú! A
eso aquí, en mi pueblo y en la china lo llaman zorra ¿o no? Yo he
tenido que vivir con los cuernos estos meses y jamás te lo he echado
en cara. Y ahora tú me montas este puto numerito. ¡Por cuatro putos
besos! Zorra de mierda...
La bofetada silenció el bar. Su cara abatida y humedecida poco tenía
que ver con la mía, encendida aún por mis últimas palabras. Ni me
inmuté. Mi mejilla brillaba enrojecida. Estaba crecido y no iba a
rectificar ni una de las letras que acababa de lanzar. Quería volver a
tener la sartén por el mango. Quería dominar.
-¡No es justo! –dije dolido.
-Sergio... –dijo Laura.
-¿Qué?
-Cabronazo –suspiró-, hemos roto.
Sus ojos se escondieron y su cuerpo abatido se dirigió a la salida a
gran velocidad.
62
-Gracias, zorra... –repliqué con un susurro prepotente entre dientes y
media sonrisa.
No dudaba. Ella dio media vuelta. Regresó decidida, violenta y trató
de abofetearme. Esta vez no me cogió por sorpresa y atrapé su brazo
por la muñeca. Lo intentó con la otra mano, pero también la frené.
Cerró los puños, buscó mi pecho, pero finalmente rompió a llorar y se
liberó de mí sin que yo lo impidiera.
-Vete, anda, será lo mejor –concluí.
Desapareció en cuanto la puerta del bar se cerró. Miré alrededor y fue
fácil descubrir las miradas. Me tomé la coca cola de dos tragos, pagué
y me fui. Estaba nervioso, liberado, asustado. Creía que había
ganado. De alguna manera, la victoria era más mía que suya.
Tardé tres meses en volver a ver a Laura. No en cambio a Leticia. Me
la tiré un fin de semana después y varios más. Conseguí convencerla.
Yo no sabía nada de la conversación del bar. Después opté por el
63
romanticismo. Primero recorté la distancia entre los dos. Después
lance una tierna mirada continuada. Le susurré que ella era la única,
y en un escaso minuto, sin saber bien cómo, confió en mí y pude
volver a probar sus besos. Quería saber si podía follármela de otra
manera. Intenté actos más sentimentales. Evité penetrarla al instante
y primero disfruté de su cuerpo. Recorrí su piel con mis labios. Pero
una vez más todo fue un fracaso precoz. Yo me corrí. Ella creo que
no. Así, tras dos meses repletos de malos polvos decidí ponerle fin.
Necesitaba otra mujer. Con Leti no avanzaba sexualmente y opté por
ignorar su existencia. Un día llegó la pregunta fatídica. Minutos
después respondí de la misma forma que lo había hecho ella, a través
de un sms. De esta manera rompía una nueva relación.
Mi vida, de pronto, comenzó a cambiar. Nunca supe qué me llevó a tal
locura. Sí sé cómo me decidí por la prostitución. La creía una solución
a mi secreta precocidad. Veía en la profesionalidad una forma de
controlarme. Las drogas vinieron de Manu, que a la espera de juicio
estaba en libertad. Volvió a mi vida con una bolsita repleta de cocaína
y los teléfonos de varias putas. Necesitaba probar si la droga
funcionaba. ¿A qué sabía la cocaína? ¿Qué efectos producía en mí? El
lugar de las operaciones fue la casa de mis padres, que una vez más
se habían ausentado para disfrutar de la playa.
Aquella noche di un verdadero giro a mi vida. Todos mis sueños,
estudios, un futuro trabajo como informático, aprobar el carné y
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comprarme un coche, morirían antes del amanecer. La loca fiesta de
solteros, con sexo, droga y música, fue el principio del fin.
Uno nunca sabe cómo azota la droga hasta que el rulo de un billete
pegado a la nariz empieza a absorber el polvo blanco. Tuve miedo.
Sin embargo, cinco minutos después estaba eufórico. Lo suficiente
para follarme a la puta y creer que iba a tener el mejor polvo de mi
vida. Era guapa y bajo el abrigo no escondía sus pechos. Nos
miramos, sonreímos y decidí que fuera por separado. Fui el primero.
Ella se sentó sobre mí y cabalgó. Fue menos breve, distinto y muy
placentero. Sobre todo la felación. Pero hoy sé que también fue
objetivamente breve.
Bebimos whisky, bebimos ron, bebimos chupitos de tequila y nos
esnifamos un gramo de cocaína en apenas tres horas. Una hora
después tomábamos copas en un bar de Madrid. Desencajados,
hablando mucho y riéndonos nos creíamos capaces de follar a
cualquiera. Sin embargo, no fue así. Pese a que cambiamos de pub, el
sexo gratis no parecía llegar. Cambiamos. Y tampoco. Y cuando
llegaron las seis de la mañana sucedió todo. Desde la barra, al fondo,
entre el gentío, divisé la silueta de Laura. Tal vez nada hubiera
sucedido si alguien no le hubiera comido la boca en ese instante.
Manu no me detuvo, sólo me incitó.
-¿Le rompemos la boca?
-No, déjame –respondí.
Empujé y llegué a ellos en un tiempo prudencial. Quizá fui muy
brusco.
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-Buenas noches, zorra –declamé con media sonrisa.
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9
A golpes hacia el abismo
i mueca sonriente duró dos nimios segundos. El tipo que
acompañaba a Laura se giró, me clavó la mirada, y cuando yo
levanté el puño para destrozarle aquella cara de gilipollas, sus
nudillos se incrustaron en mis dientes. Él fue más rápido. Todo
sucedió demasiado deprisa. La multitud sintió una fuerza invisible que
les obligó a moldear un vacío entre nosotros. Laura reaccionó y se
interpuso entre ambos. Yo me abalancé hacia él. Histérico,
descontrolado, moviendo mis brazos torpemente, tratando de
alcanzarle en alguna parte de su cuerpo. Sin embargo, ni siquiera
llegué a tocarle. Alguien me aprisionó desde la cintura y me arrastró
hacia atrás. Cogí vuelo y pataleé. No pude evitar que la distancia
entre ambos fuera creciendo. La música cesó. Las miradas distantes
cayeron sobre mí, y enfurecido, mi cuerpo sobrevoló hacia la calle.
M
La noche parecía más oscura, aunque al final de la calle la claridad
del amanecer era cada segundo más que evidente. Manu me recogió
del suelo, desde donde yo trataba de reconstruir lo sucedido hacía un
instante. Me levantó y me transportó veloz hacia lo que pudiera ser
nuestra trinchera; un espacio sin peligro; dos manzanas más abajo.
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-¿Estás loco o qué? –Soltó furioso en cuanto estuvimos solos.
Yo trataba de acomodarme en un banco de madera.
-No lo estoy –respondí indiferente.
-Toma –dijo tendiéndome un pañuelo.
Lo cogí. Era de papel. Lo desdoblé sin darle las gracias ni abordar su
mirada. Me limpié la sangre de los labios, barbilla y dientes, y seguí
escondido en mi cuerpo. La boca me dolía horrores. No era capaz de
gesticular. Realmente, aquel tipo me había borrado la media sonrisa
de un zarpazo. Escupí. Era sangre. Viscosa. Entrecerré los ojos
levemente y después de unos minutos en mí, volví a levantar la
cabeza y encontrarme con mi amigo.
-Aún tienes sangre –dijo señalándome la barbilla.
Me la retiré con rabia. Ya estaba seca y no me supuso excesiva
dificultad limpiarla.
-Fue instinto animal... –logré pronunciar.
-¿Y viste que había siete tíos junto a él?
Ignoré la pregunta. Me puse de pie, escupí nuevamente, y después de
dar cuatro indecisos pasos, dejar a Manu a mi espalda, regresé.
Colocado a su lado, le miré, sonreí escuetamente, justo lo que me
permitía evitar el dolor y cambié de tema.
-No nos queda coca, ¿verdad?
-No –respondió resignado.
El silencio entre los dos era insólito. El único en toda la noche. Volví a
sentarme en el banco, frente a él, me pasé el pañuelo por los labios, y
cuando el espasmo de dolor cesó, reviví una y otra vez aquellos tres
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minutos de mi vida. El pecho se me empequeñecía por la rabia que
disparaban los latidos de mi corazón. Cada segundo, el sosiego era
menor y el deseo mayor. El ímpetu no desaparecía de mi organismo.
Estaba inquieto. Cada uno de los dedos de mis manos se tensaban y
relajaban constantemente. Intenté relajarme. Respiré profundamente,
pero mi ira azotaba y buscaba la manera de emprender la venganza a
tal vergüenza.
-¿La penúltima? –Interrumpió Manu de pronto- Para relajarnos y
terminar bien la noche...
-Perfecto –respondí al segundo.
-¿Estás bien? –Se preocupó.
-Mejor que tú –ironicé-. ¡Qué hijoputa!
Me levanté de nuevo. Estiré mi cuerpo, los brazos y miré alrededor.
Manu me observaba, tal vez preocupado. Yo, de manera inconsciente,
seguía buscando a quien sabía que no iba a encontrar fácilmente: A
Laura.
La calle contigua albergaba los últimos borrachos de la noche. Almas
en pena sin un rumbo controlado, sin destino concreto ni ritmo
continuo. El sueño vencía a cualquier preocupación. La jovialidad
reinaba frente a la tristeza, y la ceguera les impedía ver con nitidez
dos metros más allá de sus narices.
-Olvídate de la zorra –sugirió Manu desde atrás.
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-La voy a matar, tío. ¡Es una puta hija de puta! –Exploté- La muy zorra
le ha defendido a él. ¡La muy zorra, tío! ¿Quién la desvirgó? ¡Yo! ¿Y
quién es ese gilipollas? ¡Nadie!
-Tranquilo... –Calmó poniéndome la mano en el hombro- Deja de decir
chorradas. Vamos al ‘Zulo’ y olvidémonos.
-Pero que sepas que la mataba... –Susurré risueño mientras
comenzábamos a andar.
Manu se detuvo al tercer paso. Me miró. Serio me cogió de los
hombros, y frente a mí sonrió.
-Al ‘Zulo’ y nos olvidamos de todo.
No hubo respuesta. Sólo afirmé moviendo la cabeza. Giramos hacia la
calle de los garitos. No quedaba abierto alguno. Ni siquiera el pub que
me había visto salir volando. Las persianas ya habían caído hasta
besar el suelo. No quedaba resquicio alguno por el que pudieran
escapar las notas musicales. La noche dormía placentera en el vacío
70
de los sucios bares. El sol casi asomaba a nuestras espaldas y el
bullicio de los jóvenes se convertía en sucesos intermitentes
comandados por pequeños grupos. La caza del taxi y la búsqueda del
autobús y el metro eran los principales propósitos de las manadas
efímeras.
No tenía en mi mente una nueva copa, pero sabía que tal vez era el
camino a seguir para destruir aquella tormentosa noche. Mi labio
superior presentaba muy mal aspecto, contemplé al mirarme en la
ventanilla de un coche. A lo mejor una copa mejoraba su estado de
salud; la física, ya que la mental seguía turbia. Un odio se alimentaba
de ese dolor. Un milagro sostenía mi ímpetu corporal. Acepté
contenerme. De hecho, por momentos creía sin duda que lo mejor era
seguir ahogándome en alcohol para desinfectar y asesinar los malos
recuerdos.
Al ‘Zulo’. Allí íbamos. Así era como llamaba Manu a un antro de
perversión que cerraba sus puertas a las doce del mediodía. Caer en
aquellas cuatro paredes te empujaba a contemplar la decadencia
absoluta del ser humano festivo. La luz en su interior sólo nacía de
contados y pobres focos de colores que impedían ver el movimiento
continuo de las personas. En ocasiones era imposible verse las caras.
Ni siquiera a medio metro.
Los dos seguíamos caminando en un silencio intenso. A mí me
importaba un comino ese mutismo. Yo seguía en mí, centrifugando
cada uno de mis pensamientos. Imaginaba la copa de whisky, la que
podía matar la irá que latía en cada uno de los 96.000 kilómetros de
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mis arterias y venas. Recordaba la impotencia de haber perdido
aquella noche. Aún me dolía más esa herida que el labio. Curarla sólo
tenía un medicamento: La venganza. “En píldoras o en sobres, daba
igual”. Sonreí al pensar el chiste absurdo.
-Vamos a follarnos a alguna guarra, ¡ya verás! –Irrumpió Manu.
Quizá la oscuridad del ‘Zulo’ podía regalarnos a alguna joven
borracha. Nos la llevaríamos a casa. Faltaba coca, pero también podía
conseguirse. No era imposible. De menor calidad, pero droga al fin y
al cabo. Y por supuesto, queríamos la otra droga, a la que es adicto
todo hombre. La droga que nubla la razón, del ser humano masculino
en mayor proporción, y por la que se destrozan a diario miles de
vidas: El sexo.
Era puro sexo. Descargar. Meter. Matar el ansia. Nada más.
Desgraciadamente sólo queríamos desnudar, sobar, penetrar y
corrernos. Tan simple y repugnante. Y queríamos que fuera gratis.
“Que sea guapa a estas horas de la noche poco importa”, sugerí de
camino. Al mismo tiempo los dos comenzábamos a reírnos. Nos
bastaba una chica que buscara un buen polvo, el que nosotros
íbamos a prometerle regalar sin asegurarle que lo fuera. “Y si la
borrachera ayuda a un dos por uno mejor”, apuntó Manu.
Nos miramos otra vez. Nos detuvimos y repetimos las palabras “¡dos
por uno!”. Lo hicimos casi gritando. Al instante soltamos una
carcajada. Nuestros cuerpos se doblaron y las risas golpearon contra
el suelo. Después nos echamos hacia atrás y buscaron el cielo. No sé
qué nos pasó. Sólo recuerdo que las carcajadas no terminaron hasta
72
que ambos jadeamos sin apenas aire. Nos apoyamos el uno en el otro
y cuando recuperamos el aliento y logramos incorporarnos, Manu
musitó, “Vamos, anda”.
Me levanté. El labio superior me dolía mucho más que antes. Me lo
toqué. Sentí un latigazo y calle abajo seguí la estela torpe de Manu.
Durante breves minutos, la risa había curado en cierta medida la
herida sentimental. Sin embargo, aquella calle semivacía, a escasos
doscientos metros del ‘Zulo’, volvió a abrirla. A lo lejos, una silueta
que no confundiría ni al borde de un coma etílico, la despertó. Me vi
de pronto caminando con los párpados levantados hasta el límite,
analizando con detalle lo que percibía. Decidí detenerme. Nervioso,
inmovilizado. Las rodillas me flojearon. Las palmas de mis manos
desaparecieron y sentí en ellas las uñas. La idea me atacó el corazón,
que se aceleró, pero la lucidez cerebral y la voz de Manu me detuvo
en un primer instante.
-¿Qué haces ahí? –Preguntó siete pasos por delante.
-Me voy a casa –solté sin pensarlo demasiado.
-¿Cómo?
-Me ha dado el bajón. Me piro. –Y no había terminado de pronunciar la
última frase cuando caminaba acelerado en dirección contraria.
-¡Pero qué haces, gilipollas! –gritó.
Oí mi nombre hasta cuatro veces. Y cuando esperaba la quinta, crucé
la calle, desaparecí a sus ojos y corrí.
73
Sabía dónde iba. Lo tenía claro, pese a que cada paso que echaba mi
cuerpo hacia delante me aterraba. Algunos nervios me apresaban,
pero otros me empujaban hacia mi destino. La respiración me
ahogaba. La sed física no crecía en mí, sí en cambio la mental.
Había estado en aquel portal infinidad de veces; infinidad de
despedidas; más besos. Sin embargo, ninguno iba a ser como el que
iba a darle aquella noche. Y lo iba a hacer en su portal. Conocía a la
perfección cada uno de los barrotes grises; su tacto. Sabía de
memoria la forma del pomo y justo la altura en la que comenzaba el
cristal. Quería que aquella noche durmiera con el sabor de mis labios.
Que notara el tacto de mi piel labial y no lo olvidara hasta el último
segundo de su vida.
Giré una calle más y cuando me creí solo, les descubrí. Estaban
besándose en un garaje. La oscuridad casi no me dejaba
reconocerlos. Estaban cerca de la parada de Metro de Ópera. Ella no
necesitaba coger el transporte público. Lo sabía y rezaba lo que no
sabía porque él sí. No quería complicar aquella final de la noche a la
que apenas quedarían veinte minutos. En ese tiempo, no dudaba que
seguro sería de día.
74
Me hervía la sangre cuando los minutos continuaban pasando en mi
reloj y ellos dos no se separaban. Estuve a punto de irme y también a
punto de saltar el coche, darle a él una patada en los huevos e
improvisar. Sin
embargo, seguí
esperando. Él cogía
a Laura por la
cintura; mi cintura.
Le acariciaba el
cuello mientras le
retiraba
suavemente el
cabello. Sus labios
se perdían por su
clavícula; mi clavícula. Subió lentamente y finalmente se derrumbó
con pasión en sus labios; mis labios. Cumplió mi deseo.
Me senté un instante en un pequeño escalón, tras un coche, desde
donde podía verles con facilidad. En ese instante decidí tener
paciencia infinita. Ser paciente hasta la eternidad para plasmar como
fuera mi objetivo. Mi momento persecutorio se complicó cuando los
dos bajaron las escaleras del metro. La posibilidad de que ella
durmiera en casa de él me alteró. Estuve a punto de seguirles hasta
los tornos aun a riesgo de que en el interior la luz artificial me
descubriera. Afuera me abrigué más. Caminé hasta la valla que
bordeaba la boca del Metro. Me asomé. Me alejé. Volví y entonces
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decidí bajar las escaleras. Y en esa precisa decisión sus zapatos
aparecieron. Vi sus pies; mis pies. Me giré, salté y corrí cinco
segundos largos hasta cruzar la calle y esconderme a más de
cincuenta metros. Sí, era Laura.
Nunca imaginé llegar a aquella situación. Sentarme en aquel escalón
y disfrutar tantísimo mientras la veía llegar en solitario. Estaba
achispada y deambulaba con un leve vaivén. Vestía una de sus
bonitas faldas vaqueras y una cazadora verdosa. Sólo quería volver
con ella. Demostrarle que mis besos aún enamoraban. Y sólo había
una manera: Besándola.
Me levanté. Y cuando estuvo a tres pasos me vio.
-Hola –dije en voz baja, ofreciendo un aire seductor y amigable.
-¿Qué haces aquí? –Articuló sobresaltada.
-No te despediste de mí tras la pelea. Fue de muy mala educación por
tu parte. –Ironicé.
-Sergio, vete por favor. Déjame entrar en casa... –suplicó desde la
distancia.
Estiré la mano y la invité a pasar. Le sonreí y le volví a insistir que
podía subir a su casa. Ella confió.
-¿No me creerás un psicópata?
-¿Está bien tu labio? –Se preocupó. De pronto dio medio paso.
-No, la verdad. –Se lo enseñé y ella quiso verlo. Se acercó.
Demasiado. Fue la trampa. Sabía que iba a volar hasta las estrellas
por el dolor de mi labio, pero cuando sus dulces dedos buscaron tocar
76
mis labios, el cepo se cerró. Mi mano derecha apresó su muñeca
izquierda, mi otra mano la atrapó de la cintura y mis labios se
hundieron en los suyos. Y en tal maravilloso acontecimiento, mi
lengua buscaba surcar y abrazarse a la suya. Cerré los ojos y el dolor
fue desapareciendo. No obstante, meramente fue durante los escasos
segundos que conseguí retenerla pegada a mí.
-¡Gilipollas! –Chilló en cuanto mi fuerza se suavizó y logró separarse.
-Te quiero –suspiré.
Entonces me abofeteó. Me abofeteó como nunca nadie lo había
hecho. La mandíbula me tembló. La marca de su mano podía calcarse
en mi cara con un rotulador. Mi cuello tuvo que voltearse cerca de
noventa grados. Y sin mediar palabra, dos segundos después, sin
saber por qué, yo le devolví la bofetada. Mi ímpetu se disparó. Tanto
enloquecí, tal fue el odio, la ira, el asco y la impotencia, que la golpeé
con todas mis fuerzas. El rechazo me hacía aborrecer su presencia. Y
sólo hizo falta un tortazo. Mi mano la derrumbó. Y yo, rabioso y
nervioso me abalancé sobre ella.
-Eres mía y lo sabes. Siempre lo serás –dije mientras estaba de
rodillas sobre ella sujetándole las dos muñecas.
-¡Y una puta mierda! –Arrojó entre lágrimas.
-Te podría follar aquí ahora mismo y nadie se enteraría –advertí.
En ese instante, ya bajo la primera luz albina de la mañana, todo se
precipitó. Laura me miró con sumo odio, escupiéndome en los ojos
hasta en dos ocasiones. Al instante trató de zafarse, yo solté mi mano
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izquierda, la cerré convirtiéndola en un puño y como un acto reflejo,
éste se abalanzó sobre su cara.
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10
Abrazando la locura
a locura es demasiado amplia y compleja. Sin embargo, me
resultó fácil aferrarme a ella. Sin quererlo ni darme cuenta me
abrazaba. Lo que nunca he sabido es si la locura me apresó antes de
aquella noche en la que decidí seguir a Laura y vengarme. La violenta
escena que rubricó el fin de nuestra historia se me repetía en
infinidad de ocasiones durante pensamientos absortos, cada vez más
habituales. Y en mis sueños. No iba tan ebrio para poder añadirle
algún olvido. Ni siquiera podía introducirle borrosidad a los recuerdos.
Tampoco la coca, creo, fue la culpable de que perdiera el control. Tal
vez fue el escupitajo que nació de sus labios y ahogó mi mirada.
Ultrajado, veía cómo sus ojos abiertos y sinceros seguían arrojando
odio. Y aun atrapada por mí, sus gestos continuaban asegurándome
que aquel cuerpo ya no era mío. Aquellos labios despreciaban mis
besos, y yo no pude soportar aquel tormento martilleando feroz en mi
cerebro. No pude consentirlo. Estaba pegada a ella, pero la distancia
L
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era cada segundo más brutal. Ella se alejaba y mi físico le ataba.
Quería retenerla para siempre, pero mis gestos, acciones y palabras
lograron lanzarla a un infinito tan remoto, que no podía atisbar una
mínima sombra de su existencia.
Hoy puedo respirar tranquilo porque la rutina de un vecino, tal vez,
salvó la vida de Laura. El footing, un deporte tan sano y mañanero
detuvo mis golpes y separó físicamente mi cuerpo del suyo. Un fuerte
empujón me hizo rodar varios metros. Durante unos segundos reinó
la calma. Ya nada nos volvió a unir lo suficiente para sentir una
pizquita de cariño. Ni siquiera indiferencia. Su rostro disparaba una
mirada rota, disipada y repleta de lágrimas y sangre. Traté de cerrar
los ojos. Soñé desaparecer. Busqué los recuerdos en los que Laura me
sonreía, acariciaba, susurraba, besaba y amaba. Pero de pronto, una
voz grave me obligó a abrir los ojos. Allí, frente a ellos tenía mis
nudillos heridos. Me miré los dedos y éstos buscaron retirar alguna
lágrima de mi cara. Sólo limpiaron pequeñas e inocentes gotas de
sangre femenina. Me miré la ropa. También acumulaba manchas.
Tenía mucho más de lo que nunca imaginé. Las observé y comencé a
llorar. Acababa de dar un paso demasiado firme y equivocado. Nadie
iba a rescatarme de aquel terreno peligroso y asqueroso. No sabía
cómo lo había hecho ni por qué. Y peor aún, no sabía si me
preocupaba.
El arrepentimiento oficial sólo llegó cuando me enfrenté a un juez. La
decisión total la tomaron mis padres, si bien no sé todavía si ésta
80
ayudó a curar mi culpabilidad. Laura y yo, distanciados, llegamos a un
acuerdo. Y escuchando mi futuro inmediato lloré. Me creía merecedor
de ello, pero seguía llorando como un niño mientras aceptaba. Días
después, continué con llantos íntimos y secos. Sería un mínimo de un
año.
Había tenido contadas peleas en mi vida. La mayoría, grupales. Las
pocas que había disputado en solitario se habían saldado con una
contundente derrota a mi favor. En ningún caso había disfrutado del
extraño sabor que producían mis golpes colisionando en un cuerpo
contrario.
Aquella madrugada, con el amanecer más que evidente sobre mi
cabeza, de rodillas sobre ella, sabía que deseaba ver mi puño
rompiendo su cara. Necesitaba voluntad. Por desgracia la tuve. En
aquel preciso momento, cuando ocurrió por primera vez, no sé cómo
explicarlo, pero disfruté. Un latigazo pellizcó mis dedos, heridos y
sangrientos. La expresión de la cara de Laura se transformó en
pánico. Aún con su saliva en mi entrecejo, todo había cambiado. De
pronto, yo dominaba la situación. Ella dejó de patalear. Estaba
inmóvil en el suelo y fácilmente sometida. La mirada de súplica, junto
al placer, y la adrenalina en mis nudillos y corazón me empujaron a
golpearla tres veces más. Tras el segundo puñetazo su sangre me
conquistó la cara. En el tercero oí un chasquido que debieron decser
los huesos de su nariz.
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Abstraídos en nuestro vacío, en silencio, me sentía protegido
peleando en una burbuja transparente. Esa protección me impidió
escuchar los gritos del vecino. El hombre calvo, con cerca de 40 años
y una escasa barriguita deportiva sólo tuvo que tocarme para que
despertara. De inmediato me empujó con brío hacia un lateral y logró
así separarme de mi presa. Exhausto, no traté de regresar a ella.
Únicamente me mantuve reviviendo una y otra vez los últimos
minutos de mi vida.
Nunca le quise pegar. “Jamás”, sentencié amenazado por aquel
hombre, que sin embargo, no me tocó un solo pelo. Laura se puso de
pie sin decir una palabra. Mostraba la cara desfigurada, amoratada y
ensangrentada. Se acercó, me miró a los ojos queriéndome herir y me
atizó una patada en el costado izquierdo. El vecino se lanzó sobre
ella, porque rabiosa quiso repetir. El hombre impidió una batalla en la
que seguramente me tocaba ser el perdedor. No tenía fuerzas ni las
quería buscar. Laura pataleó, gritó y me insultó. Parecía un sueño.
Todo era muy lejano. Tumbado en el suelo, mirando al cielo sin verlo
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seguía apresado por mi acelerada respiración. Giré la cabeza y me
quedé hipnotizado con el balanceo del mp3 de mi salvador. Ahí, en
posición fetal, estaba protegido, sumido en una abstracta reflexión sin
destino. No me moví. De hecho, tampoco creí moverme minutos
después. Caminé congelado física y mentalmente cuando tuve que
volver a sentir el frío metal en mis muñecas.
Fue un tiempo extraño. Mi madre, poco a poco, comenzó a colarme
ciertos relajantes en el colacao, el zumo o el vaso de agua. Siempre a
primera hora de la mañana. Éstos mataban mi actividad, todo mi
ánimo y me convertían durante largas horas en un verdadero vegetal.
Descubrí su maniobra enseguida, sin embargo, no hice nada por
evitarlo. Por alguna extraña razón, tal vez adictiva, seguí dejando que
lo hiciera. Las píldoras adormecían la ira que me provocaba todo lo
sucedido. Me costaba reconocer el error. Ensimismado en recuerdos y
pensamientos acababa culpando a Laura de mi estado. Sin duda. Y
quizá por eso prefería que las drogas evitaran una nueva enajenación.
En aquel estado, mis fuerzas no lograrían llevarme de nuevo al
rellano del portal. Enamorado y herido, era posible. Fueron
demasiadas las tardes, que endrogado, imaginé y deseé levantarme
del sofá para terminar lo que había empezado. Me enredaba en
pensamientos tan maquiavélicos, que cuando despertaba sólo
deseaba una nueva pastilla que me ayudara a dormir.
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“Nadie podía follarse a mi Laura”, machacaba mi cerebro. Me hervía
la sangre si imaginaba que aquel tipo la penetraba. Me hacía vomitar
hasta sentir que me arrancaba la garganta a pedazos. Después, una
mano invisible me abofeteaba, me cogía del pescuezo, lograba
ponerme de pie, y a patadas me empujaba hasta la calle. Debía
regresar a la escena; al portal de Laura. Allí esperaría hasta verla
aparecer. En aquella ocasión no terminaría con vida. En su muerte
vería mi paz. Mi descanso y sosiego. Si ella no existía no podía
hacerme daño. Nunca pensaba en las consecuencias. Aquellos sueños
homicidas eran la única vía que me liberaban de un doloroso
tormento. Por fortuna, mi madre impidió que se convirtieran en
realidad.
Recuerdo tres visitas antes de que el escenario de mi vida sufriera el
cambio. El primero en venir a verme fue Manu. Apareció serio.
Pasaban las cinco de la tarde. Tomó una coca cola. Me dio un poco de
conversación, aunque él tuvo más palabras que decir que yo. Sólo me
arranqué cuando quise pedirle perdón, pero entonces ya no lo tenía
enfrente. Las otras dos visitas también fueron masculinas y por la
tarde. Javi llegó junto a Fernando, Darío y Óscar. Los cuatro vivieron
una visita tensa con la reprimenda constante de mi madre, que desde
la cocina les pedía que comieran algo. Yo permanecía tumbado en el
sofá. Javi y Darío, junto a mis pies. Fernando y Óscar sentados en
sillas en frente. No hicieron comentario alguno de lo sucedido. Creí
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que apenas habían estado dos minutos, sin embargo, debieron
superar la media hora.
La última visita fue la de mi padre. Pese a vivir en casa, había evitado
en todo momento coincidir conmigo. No me había dicho aún una sola
palabra. Tan sólo había conducido de camino a casa. Acto seguido se
encerró en su estudio. Ni siquiera estaba con nosotros en la mesa a la
hora de comer, cenar o desayunar. Aquella tarde decidió enfrentarse
a mí por primera vez.
-No te parece suficiente todo lo que hemos sufrido ya por tu culpa –
dijo sin mirarme a los ojos, sentado en el sillón contiguo de la
derecha.
Mantuve la calma, en silencio. Sentado, con los pies encima del sofá y
abrigado con una manta hasta la altura del cuello. Resistí con el
rostro serio, aunque deseaba reír. Carcajear hasta quedarme sin
aliento. Me hallaba atrapado en un surrealismo absurdo. La risa
quería liberarse de mí, pero me contuve.
-¿Ya has olvidado lo de tu hermano? –Continuó en el mismo tono
sobrio.
-No –respondí de inmediato con voz pastosa.
-Pues parece que sí, parece que caminas decidido hacia el mismo
camino, ¿no?
En ese instante opté de nuevo por el silencio. No me gustaba la
guerra ni el terreno en el que se disputaba la batalla.
-La mala vida no da segundas oportunidades, hijo, y tú hace años
tuviste ya una injustamente –escupió con lágrimas en los ojos.
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No pude articular palabra. Sus ojos y los míos, por primera vez,
comenzaron a golpearse a muerte, como dos boxeadores en empate
técnico al borde de oír el sonido de la última campana; furiosos,
desesperados por alcanzar la victoria.
El minuto pasó y las miradas finalmente se hundieron. La suya
húmeda. La mía alicaída, seca y cobarde. Terminó el combate.
Aquellos sesenta segundos me parecieron toda una vida inolvidable.
Fue nuestra última conversación. Las palabras entre ambos ya sólo
han salido para saludos vagos y preguntas cortas y vacías a las que
acompañaban respuestas como “bien”, “normal”, o “tirando”.
El final de mi vida llegó en primavera, una semana después del pacto
entre Laura y yo. Creí que sólo serían palabras. Me bastaba con vivir
en casa, endrogado. No salir y esperar a que la herida fuera
cicatrizando hasta eliminar cualquier recuerdo doloroso que me
llevara a cometer alguna locura. Sin embargo, llegó el día. Mi madre
se encerró en la habitación y comenzó a hacer mi maleta. Con el
pálpito de mi corazón bajo mínimos, dormía en lo que se había
convertido en mi sofá. Una hora después, mi madre puso la maleta en
la puerta. Diez minutos más tarde estaba sentado en el asiento
trasero del coche, en el lado izquierdo, con mi rostro pegado a la
ventana. Mi padre conducía en silencio. Mi madre me vigilaba por el
espejo retrovisor. Los tres nos mantuvimos callados.
Supe a ciencia cierta donde iba a pasar una larga temporada cuando
estuve frente a una valla que daba acceso a una enorme finca verde.
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En aquel edificio blanco iba a curar mi supuesta enfermedad.
“Ordenará tus ideas, tu cerebro y encauzará tus pasos”, dijo mi
madre, mientras un señor alto, delgado, de pelo blanco y con una
bata también blanca sonreía como un estúpido. Desde el primer
momento en el que pisé aquel centro, soñé en salir. Nunca me creía
un enfermo más. Era un extraño en aquella jaula de grillos. Tumbado
en mi cama, en una habitación con vistas a un bello parque verde
repleto de enormes árboles, bancos de madera, paseos empedrados,
con un kiosko y una fuentecilla, me sentí asustado y queriendo huir.
Ni siquiera abrí la maleta.
A la mañana siguiente me hicieron multitud de preguntas que no
supe si respondí bien o mal. Realicé varios test, me establecieron una
medicación y conocí a mi compañero de habitación. El tipo estaba
gordo, medía metro ochenta y tenía estrabismo, lo que me hacía
difícil conversar con él. Siempre estaba leyendo tebeos y sólo hablaba
de los personajes y las historias de los tebeos.
Allí tenía demasiado tiempo libre. Paseaba, hablaba con mi médico,
practicaba un deporte impuesto y en ocasiones íbamos de excursión.
Sólo mi madre venía a visitarme una vez por semana. En apenas un
mes ya odiaba todos los pasillos. Odiaba a la gente; médicos y
pacientes. Me odiaba a mí por estar allí. Y sin darme cuenta, empecé
a caminar con la cabeza gacha, contando el número de azulejos que
había entre mi habitación y el patio.
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Una tarde, de pronto, quise expulsar todo lo que llevaba dentro. Y lo
hice del tirón. En apenas media hora había conseguido una libreta y
un boli y escribí un texto sincero y sentido. Por alguna razón me
enamoraba leerlo. Cada vez que lo hacía, más. Y justificaba todo lo
que me había ocurrido con Laura. Deseaba que ella lo tuviera. Quería
que, después de todo pudiera sentir mi regalo más bonito y sincero.
No sé cómo fue, pero mi
estrategia funcionó. Estaba allí,
junto a una cabina, tratando de
convencerme de que los
números que marcaba eran los
que siempre había marcado
para hablar con Laura. Nadie
me vigilaba. Tampoco quería
montar un escándalo, sólo
conseguir que Laura recibiera el
texto que había escrito para
ella. Por desgracia, tardé un
mes en decírselo.
Nunca creí que su voz interrumpiera los constantes tonos, pero todos
los martes iba y pedía permiso para llamar. Cuando su voz dormida
sonó al otro lado estuve a punto de llorar. Me contuve.
-Hola, Sergio –dijo sin titubear.
-Hola... –Temblé.
88
-No puedes llamarme y lo sabes –continuó.
-Quiero regalarte algo que he escrito –justifiqué.
-Envíamelo por carta, pero deja de llamarme. Sé que eres tú...
-Necesito verte. –Lloré.
El silencio se eternizó entre los dos. Yo respiraba nervioso. Buscaba
las palabras pero se escondían. Traté de ser sincero. O al menos,
mostrarle lo que para mí era sinceridad.
-Laura, sólo quiero leerte un texto sincero escrito para ti. Sabes donde
estoy, no puede pasarte nada. Quiero terminar bien contigo, con una
sonrisa, un abrazo. Estoy rodeado de gente, no puedo hacerte nada.
No quiero hacerte nada –balbuceé entre lágrimas-. Sólo leerte mi
amor más sincero...
-No puede ser... –Rechazó.
-Laura, es el último favor que te pediré. Es nuestra despedida. No sé
si saldré de ésta... –insistí sin cesar de llorar- Por favor.
Aquel silencio creí que sería el último. Seguramente avisaría al centro
de mis llamadas y todo terminaría. Pero un fino hilo de voz
interrumpió mis pensamientos e iluminó mi mirada.
-Vale, nos veremos.
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11
Las letras del A.D.I.O.S.
oñé todas las noches con el encuentro. Incluso me masturbé
idealizándolo. Pero no aconteció como tantas veces había
deseado. Fue diferente. Ninguna de las expectativas soñadas se
cumplió. Tuve que aceptar aquel frío encuentro en la sala de visitas.
Había soñado que accedería a un paseo por el jardín, y que
caminaríamos separados pero cercanos. Iríamos hasta la fuente, y
bajo el abeto más alto del parque podría leer mi texto a la espera de
recibir un último beso suyo. Los dos con lágrimas en los ojos y
nuestros labios juntándose de nuevo. Sin embargo, no accedió. Su
“no” fue rotundo e insalvable. Se sentó en la misma mesa que yo,
pero muy distante y sin una mínima mueca de simpatía. Había
previsto esta actitud. Nunca soñado, pero sí la había barajado como
S
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posible. Arrojó un “hola, ¿qué tal?” con excesiva desgana, como si
estuviera frente a un desconocido. Su gesto me irritó. No me gustaba
su pose. “Si no quería verme, que no hubiera venido”, pensé
enrabietado. No iba a soportar que aquella visita fuera mera lástima
por mí. Creí que tenía todas las herramientas físicas y mentales para
luchar contra lo peor.
Decidí ignorar su mal gesto y disfrutar de su presencia. Adoraba aquel
rostro que había maltratado. La miré. Apenas una leve cicatriz en la
ceja conmemoraba nuestra pelea. Sonreí y me introduje la mano en el
bolsillo. Percibí el tacto del papel. Las palabras tronaron en mi
cabeza. Había leído decenas de veces aquel texto y no había
cambiado ni movido una sola palabra.
-¿Sigues con el tipo ese? –solté de pronto con el tacto de la hoja entre
los dedos.
-Sergio, no he venido a esto –atajó con sobriedad.
-Lo sé –lamenté sin sacar un milímetro la hoja del bolsillo del
pantalón.
-¿Qué querías darme, leerme...? –apresuró a preguntar, incómoda en
aquella silla.
-Es un gilipollas –insistí obcecado-. Lo sabes.
La mesa blanca rectangular creció aún más. La distancia nos
abofeteó. Estábamos abriendo un mar entre los dos. Ni estirando
nuestras manos podríamos tocar nuestros dedos. Laura me miraba
fijamente, con la cabeza ladeada, buscando un gesto; un movimiento;
91
una palabra. Yo me la jugué. Mantuve la tensión, la quietud y escupí
un órdago suicida.
-Nunca te tenía que haber puesto la mano encima. Aquellos
puñetazos eran para él...
-¡Me voy! –interrumpió-. Adiós...
Su cuerpo se levantó. A la vista quedó por completo su vestido
morado, el que tantas veces había quitado para ver y amar su cuerpo
desnudo. Se puso de pie con tanta energía que sus pechos dieron un
pequeño respingo. Los imaginé; saboreé y acaricié. Ni siquiera me
lanzó una última mirada. Dio un giro y comenzó a andar hacia la
salida. Yo no pude moverme, sólo contemplar su caminar.
A la izquierda observé a dos cuidadores. Fruncí el entrecejo y odié
estar vigilado y encerrado. Seguramente, de no ser por la medicación
hubiera estallado en cólera, golpeado la mesa con los dos puños,
firmando en alto y con presencia mi autoridad. Y al segundo, hubiera
corrido tras ella. “Sólo quería saber si estaba con él, el gilipollas ¿Por
qué? ¡Por qué!” me gritó el cerebro lagrimoso. “Porque la muy zorra
sigue follándose a ese hijo de puta” susurré en respuesta desde el
corazón.
La situación era una cuenta atrás. Los movimientos que me restaban
para evitar el ‘jaque mate’ se podían contar con los dedos de una
mano. Llegaba el momento que jamás hubiera querido poner en
escena. Tenía que utilizar mis últimas armas. Se escapaba y era mi
última oportunidad. Si anhelaba luchar por una reconquista tenía que
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actuar ya. No habría más opciones si huía. Si desaparecía tras aquella
puerta el adiós sería definitivo.
-¡Laura! –chillé.
Mi voz brotó amplia, grave, desesperada. De inmediato mi mano
emergió veloz del pantalón. Deshice la hoja de papel que llevaba
sujetando en todo momento, la posé sobre la mesa y la empujé. Se
deslizó veinte centímetros, dio una vuelta de campana y aterrizó
suavemente en el centro. Ella giró la cabeza y me miró a los ojos con
lástima. Yo respondí con mis ojos llorosos. Emanaba tristeza pese a
que traté de evitarlo. Y en esa conversación visual irrumpieron más
jugadores en el terreno de juego.
La mano la sentí fuerte, pesada y caliente sobre mi hombro.
-Sergio, cálmese –dijo el cuidador en mi oreja.
-Vamos –me invitó otra voz desde la izquierda.
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Los dos buscaron apresarme por los codos y lo lograron. Laura seguía
de pie al fondo, mirándome, pero con el cuerpo dirigiéndose hacia la
salida.
Sentí pánico. Por un momento me creí perdedor; cobarde. No quería
tener que recurrir a mi último cartucho. No me veía con valentía. Sin
embargo, todo apuntaba a que era mi única posibilidad en aquel
instante. Me iba a ganar una verdadera fama de loco, pero no podía
dejarla escapar y ver que mi texto moría sobre la mesa, en soledad, y
sin su dueña.
Los dos cuidadores consiguieron girar mi cuerpo y empujarme hacia
la dirección opuesta. Sufrí un nuevo pero pequeño empujón. Luego
me vi arrastrado con la punta de mis pies rozando el suelo. Alcancé a
mirar atrás. Laura ni siquiera iba a molestarse en ir a por el papel.
“Quizá no lo había visto”, me engañé. En ese instante avisté la
lástima que desprendían sus ojos. Laura bajó la mirada, giró la cabeza
y sus pupilas desaparecieron. Entonces, el botón rojo que da pánico
presionar se hundió hasta el fondo. No pensé. Aún hoy recuerdo todo
como un sueño.
Antes de actuar pude saborear muchos sentimientos. Uno de ellos
dormía en mi estómago, donde tenía cinco puñaladas aún vivas. Me
herían. Era ese posible adiós definitivo. Cinco puñaladas, una por
cada letra, las últimas que me había susurrado, mirándome a la cara
mientras yo aún podía respirar su aroma. Se alejaba y me moría
viendo cada uno de los pasos que la alejaban de mí. Abandonado,
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dolorido, inmóvil, odiándola, solitario. Repitiéndome estas palabras,
estallé.
-¡Laura! ¡Espera! –aullé con la mandíbula desencajada.
Unos segundos antes había relajado todos los músculos de mi cuerpo.
Me había dejado llevar sin tensión, lo que facilitó la relajación de los
cuidadores. Tiré de mis brazos hacia atrás, me desaté, giré mi cuerpo
y entonces grité su nombre. El silencio y la perplejidad se adueñaron
de la sala. Los dos trabajadores reaccionaron, pero entonces yo puse
sobre el tapete mi estrategia; toda la carne en el asador. No había
vuelta atrás. Había conseguido desenfundar un pequeño cuchillo de
mantequilla con una minúscula sierra. Carlos iba a matarme en
cuanto me lo confiscaran, pero ¿Qué narices hacía él con un cuchillo
en el armario? Haber encontrado aquella alternativa sustituía con
creces a tener que utilizar uno de los alambres del somier.
Sobre mí tenía hasta quince miradas distintas. Todas acechándome.
Trabajadores del centro, pacientes y visitantes. Y entre todas ellas
faltaba la que yo quería.
-¡Laura! –volví a gritar, esta vez desgañitándome la laringe.
La última ‘a’ voló durante segundos por todo el centro. Di cinco pasos
corriendo y cogí el papel de la mesa.
-¡Sergio! ¡Quieto, por favor! –oí.
Todo había sido instintivo. Todo aquello lo había considerado muy
pocas veces porque no quería plasmarlo en la realidad. Si bien, ahora
estaba atrapado por mis hechos y debía avanzar hasta el final. Nunca
creí que Laura llegaría a desaparecer.
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-No hagas nada –dijo otra voz más sosegada-. Tranquilo, por favor.
Tenía el cuchillo en mi cuello. Toda la sierra se hundía sobre mi piel.
Mis ojos continuaban vidriosos, rojizos. Los nervios, pese a la
medicación, se me habían disparado. El metal bailaba
aceleradamente en mi yugular como una ola.
-Buscar a Laura –supliqué atropellado-. Decirle que venga y no haré
nada.
-¿Quién? –preguntó la última voz.
No hizo falta que me explicara. Marta, una de las chicas de
administración, la que más cariño me había ofrecido desde que
llegué, salió veloz en su búsqueda. Verla correr despertó en mí una
leve mueca de felicidad y calma. Poco a poco la tensión se esfumaba.
Mi brazo dejó de hundirse en mi cuello. Fueron cinco segundos tan
sólo, porque cuando vigilé a mi espalda y vi que me acechaba una
bata blanca, me volvió a conquistar la rigidez.
-¡Marchaos! –amenacé dando un salto atrás.
-Tranquilo, Sergio –dijo enseñándome las palmas de sus manos.
-¡Qué todos se coloquen pegados a las paredes y ventanas! –ordené
mientras giraba sobre mí-. No quiero que las de la limpieza tengan
hoy un trabajo extra.
Mi socarronería me resultó extraña y absurda, pero tras haberla
pronunciado me había oprimido más si cabe. Sentí que el cuchillo
vencía mi piel, y una lágrima roja comenzó a hormiguear por mi
cuello. No me asusté. Yo no la veía. Aunque sí percibí varias miradas
de asombro. Como una gota de sudor, ésta recorrió mi garganta y se
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perdió en mi pecho. No la quise limpiar. La dejé descender. Y quizá,
esa sangre fue la que cambió de verdad la escena. Las veinte
personas que tenía como testigos se pegaban ya a las principales
paredes de la sala a la espera del espectáculo final. Sin duda, el
‘adiós’ definitivo, pero como yo quería. Estaba tan concentrado, que
hacía rato que no lograba escuchar las palabras y frases que llegaban
desde el entorno. Sólo me había centrado en vigilar y mantener la
distancia.
Su presencia por sorpresa me sobresaltó. Retomé la llorera nada más
verla. Los nervios la habían secado, pero de nuevo, al ver su cara,
resucitó. Observé su mirada, sus labios, su frente, su nariz. Ella
ofrecía un gesto complicado con una mezcla de pánico y
preocupación. No pude moverme. Únicamente pregunté suavemente.
-¿Lo leerás?
Su cuerpo de pie era hermoso. Ella estaba a escasos centímetros de
Marta, reluciente, guapísima.
-Lo voy a leer –respondió.
No había terminado de decir aquellas palabras cuando mi brazo libre
ya se había levantado hasta alcanzar una posición horizontal. El texto
quedó suspendido apuntando hacia ella. Laura dio dos pasos y se
separó de Marta, quien no hizo nada por evitar nuestra unión. Estiré
más mi brazo. Laura continuó avanzando. Nos mirábamos. Yo
pretendí ofrecerle mis ojos más sinceros, tristes, pero sinceros. Volví
a mirar a alrededor, a los espectadores. Apenas se habían movido un
paso. Laura llegó hasta mí, pero mantuvo en todo momento una
97
distancia prudencial. Avanzaba temblorosa. Estiró su brazo y sin
siquiera tocarme los dedos, tiró del papel con firmeza. Yo no me
resistí y ella lo atrapó.
No lo abrió allí. Antes se retiró. Concretamente dio tres pasos atrás, y
sin perderme de vista. Cuando estuvo segura de su seguridad
desdobló la hoja. El absurdo cuchillo seguía en mi cuello, pero de
nuevo más relajado. Sonreí un instante y mantuve esa mueca feliz.
Volví a vigilar dando un giro sobre mí mismo. El brote de felicidad
golpeaba cada vez más fuerte en mi organismo. No sabía por dónde
ni por qué llegaba, pero me inundaba. Reí por un impulso, y recordé
el día que Laura y yo fumamos marihuana por primera vez. Fue en
Ámsterdam. Los dos no podíamos parar de reír inmersos en aquella
cortina de humo.
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Mis labios continuaron creciendo y arqueándose hacia el cielo. Mi
mirada se abrió. Se secó. Miré a Laura intensamente, que con la hoja
extendida comenzó a leer.
-En voz alta, por favor –pedí.
Su voz sonó seca, dulce y nerviosa. Oírla me hizo olvidar todo.
Tengo tiempo de encontrar tu mirada. Quiero ver y dibujarte cada
mañana al despertar. Tu cuerpo está desnudo y mi piel se excita en
cada uno de los miles de poros que respiran en mí. Tu aroma es gris,
pero el colorido de tus besos son un manjar para mí. Quiéreme,
aunque sea sólo un instante, y yo beberé cada resquicio que me
ofrezcas. La noche contigo es un segundo en el cielo. Una caricia es
un orgasmo. No hay vida si paseas conmigo. Un trozo de nube se
convierte en nuestro hogar. Estoy loco. Quizá por ti. Seguro por mí.
Repito tus besos en todos mis sueños, y si no los sueño, me duermo
hasta recogerlos, aún vivos. Es esa la droga que me da la vida. A la
que soy adicto desde que te vi. La primera vez que pude saborear el
tacto de tu piel... Aún tengo en mi brazo el recorrido de tus dedos, y
si me miro, me excita saber que volverás a mí. Pero todo son sueños.
Sueños de una tarde de primavera bajo un manto de polen. Allí en
ese parque estoy cada tarde. Allí, vivo un beso tuyo y trato de
recordar si fue verdad. Sueño que es verdad, pero cuando la noche
invade el parque y me regala la soledad, lloro. No estás. Tal vez
nunca estuviste. Sin embargo, tengo la fortuna de imaginar, de cerrar
los ojos e imaginar los tuyos, mirándome. Tus labios. Y recuerdo que
99
te desnudo, que te acaricio, que tus dedos me excitan, me besas. Y al
querer hacerte el amor, siempre despierto abrazado fuertemente por
la locura.
100
12
La soledad
idriosa. Recordaría esa mirada aún en mi lecho de muerte. La
había visto besarme, regalarme sentimientos, abrazarme con
fuerza, pero sobre todo, decirme “te quiero”. Musitármelo al oído
mientras me besaba detrás del lóbulo descendiendo con suma
suavidad hasta mi cuello. Vi que su mirada daba un paso hacia mí.
Sonrió. Incluso corrió, saltó sobre mi cintura y la cogí como tantas
veces la había cogido; con sus piernas abrazando mi cadera, sus
brazos rodeando mi cuello y los dos abrazados fuertemente para
terminar besándonos. Oí aplausos, oí algún grito y oí risas. Era el
paraíso y nadie había decidido terminar con mi vida.
V
Toda aquella realidad voló cuando el peso de la alegría desapareció
para dejar paso al lastre de la tristeza. Mi pecho se ahogó, y entonces
no me quedó más remedio que despertar. Supe que el único peso que
tenía encima era el de dos cuidadores que se habían aprovechado de
mi abstracción en la inopia para atacar. Me retorcían los brazos y me
pedían tranquilidad; que me calmara. Traté de levantar la cabeza,
pero mi mejilla estaba presionada contra el frío suelo de los azulejos.
Giré los ojos todo lo que pude y alcancé a ver sus zapatos, luego sus
piernas y finalmente llegué a su cara. De pronto, me pusieron de pie.
Yo era un muñeco muerto, sin fuerzas. La única firmeza que mantenía
101
se veía en mis ojos, que no perdían de vista a Laura. Sin embargo, el
gesto que había idealizado anteriormente no lo veía por ninguna
parte. Había muerto. Divisé una lágrima seca en su mejilla derecha.
Aún sostenía la hoja entre sus finos dedos, los que tantas veces había
podido coger, acariciar sin darme cuenta que los acariciaba. Porque
aquellos dedos habían podido vivir entre los míos sin necesidad de
pedirlo. Era algo rutinario; un simple gesto que tantas veces había
plasmado por inercia y pocas veces me había parado a saborear. En
aquel instante, tener sus dedos conmigo era un deseo imposible de
cumplir.
No tuve fuerzas de decirle todas las palabras que atropellaban a mi
cerebro. Ideas, frases, súplicas, preguntas; verdades que durante
segundos llegaban con rabia al corazón. Cada segundo más lejos en
el terreno físico. En el sentimental un abismo devoraba lo que tanto
nos había unido.
Lloraba. Lo hacía constantemente sin poder evitarlo. Me ahogaba y
me alejaba. Entraba sin remedio en un estado de tristeza abocado a
la soledad. No lo he vuelto a sentir en lo que llevo de vida. A punto de
abandonar la sala de visitas, taladrado por la voz sosegada de ya un
solo empleado que me sujetaba por la espalda, escuché dentro de mí
la necesidad de saber. Por alguna maldita razón Laura continuaba allí,
de pie, mirando la nota, releyendo y viendo que me alejaba sin poder
o querer hacer nada. Debía saber el porqué. “¿Aún me quería? ¿Le
102
había conmovido mi nota? ¿Quería darme una oportunidad? ¿Iban a
cambiar algo mis letras?”.
Necesitaba oír de su propia voz una opinión; un pensamiento; un
sentimiento. Al menos una palabra, aunque fuera vacía. Un suspiro al
menos. Lo tenía que pedir. Lo podía pedir. Mi boca; mi voz, aunque
acongojada y seca por haber oído (disfrutado) en ella mis palabras,
seguía viva y libre. Nada me impedía hablar. Únicamente el tiempo
corría en mi contra. Las voces de los presentes cuchicheaban y yo
debía elegir la frase correcta. Tal vez sólo podría pronunciar una.
Pensé velozmente infinidad de propuestas. Estuve a punto de
preguntar de manera directa, “¿Me quieres?” O exclamar sin miedo,
“¡Te quiero!”. Sin embargo, aquello no era una fantasía ni un cuento
con final feliz obligado. La realidad me abofeteó en los labios, me los
partió, sangré e incrementé mi llorera intensa. El odio me arrancó el
corazón y chilló.
-¡Laura! ¡No! –Respiré acelerado durante tres segundos pestañeando
una y otra vez-. ¡Zorra! ¡Eres una puta zorra!
Nunca supe si fue premeditado, pero aquel gesto resultó claro y
evidente. Había un adiós con todas las letras mayúsculas. Me sentí
como una res a la que queman a fuego. Su acción me quedó sellada
en el corazón. Además, el gesto vino acompañado por los
ingredientes perfectos para cocinar una sabrosa venganza. La mirada
de pena o lástima se convirtió en odio. Sonrió y me enseñó los
dientes con clara evidencia de rabia y venganza. Finalmente, marcó
103
con claridad el inicio, el nudo y desenlace del acto. Del amor al odio
dicen que hay un paso. Allí sólo hubo un gesto. Y quizá es la misma
distancia que separa a la compañía de la soledad. Observado por más
de veinte personas, amarrado por un cuidador y frente a la persona
que creía el amor de mi vida, me sentía más solo que nunca. Sentí
que un abismo negro me engullía. No obstante, desde la oscuridad
podía ver con nitidez aquella agria escena. Desde la lejanía remota,
mis ojos lograron aproximarse como si hicieran un ‘zoom’. Me sentí
pegado a ella cuando sus dedos índice y pulgar izquierdos cogieron la
hoja por la parte superior de mi texto. Lo vi con un enfoque perfecto
cuando la mano derecha hizo el mismo gesto. Después me buscó la
mirada, la encontró y mordió. Preso, sin poder retirar los ojos de los
suyos, ella sonrió y disfrutó. Acto seguido rompió en dos mi corazón
de papel. De arriba abajo y con suma lentitud, saboreando la acción,
mimando el crujido que desprendía la hoja al romperse y quemando
104
la herida que se perpetraba en mí. Cuando terminó sonrió más, puso
los dos trozos juntos, uno encima del otro, en horizontal, y repitió la
acción con el mismo desprecio. Fue entonces cuando mi voz
explosionó, mis brazos pelearon sin victoria, mis piernas patalearon
de odio y mi voz volvió a chillar sin tener en cuenta a la razón. No sé
qué ocurrió después. La nitidez se nubló y toda mi vitalidad se
desplomó. Mis párpados comenzaron a derrumbarse y a ser
excesivamente pesados. Jadeante, sólo alcancé a ver que la puta de
Laura escupía sobre unos pequeños trozos de papel, los pisaba y salía
huyendo con mucha prisa. La soledad me devoró.
Tardé semanas en recobrar el habla. No tenía nada que decir. Y
articular una sola palabra me asustaba tanto, que sólo intentar
pronunciarla me secaba el paladar. Era como si lloviera arena del
desierto en mi lengua.
La cama de aquella habitación se había convertido en el escenario de
mi vida. Cientos de fantasías sin sentido caminaban por mi mente.
Las adoraba retener, pero huían cuando despertaba. En esos sueños
siempre tenía compañía, miradas y gestos para mí, e incluso el tacto
de otra piel viva. Nacían cuando recordaba las palabras que un día
escribí para ella y que aún tenía intactas en mi memoria. En cambio,
mi realidad sólo tenía el paseo vacío de mi compañero de habitación.
Sin “hola”, y menos aún una mirada.
105
Estuve más de cinco semanas en aquella cama sin salir de la
habitación por voluntad propia. Necesitaba un castigo y me lo
impuse. Mis únicas salidas y paseos eran obligados: charlas,
medicación y actividades que realizaba sin entusiasmo. Viví aquellas
semanas de mi vida sin luz. La noche había tomado todo el entorno
que me rodeaba. Ni siquiera cuando Carlos llegaba y subía la persiana
hasta el techo y la luz natural de la calle entraba por los amplios
ventanales e invadía la habitación me sentía con vida. Más de una
noche me creí literalmente muerto.
Nunca supe qué fue ni quise saberlo. Quería que pasara el tiempo.
Sabía que la medicación me empequeñecía. Seguro que también
ayudó la soledad, el desamor, el silencio y mi cerebro. Todos tuvieron
libertad y fuerza para hundirme psicológicamente. Lo que sí sé es por
qué salí poco a poco de aquel maloliente pozo negro. Una razón
estuvo en los colores de ciertas pastillas. La otra radicó en que Carlos
decidió hablarme.
Aquel chico fuerte y alto se sentó a mi lado, sonrió con la boca abierta
y relajada, y me miró con los ojos agudamente vidriosos y
entrecerrados. En la cama, yo anotaba decenas de palabras que
surgían de miles de pensamientos inconexos; vivencias. Sostenía el
cuaderno que había dado vida al texto que escribí para ella. Entre
tanto, él me analizaba divertido. Podía oler su aroma a sudor seco,
pero no le miré pese a la sorpresa de su presencia. Incluso tuve
miedo. Era la primera vez que me sentía tan débil y cobarde.
106
-¿Cuándo vas a preparar tu próximo espectáculo en el centro, loco? –
Preguntó socarrón con voz pastosa.
No pude por menos que alzar la mirada y enfrentarme a sus ojos.
Estaba mucho más cerca de lo que intuía. Me asusté. Podía ver los
poros de su piel. Descubrí que ofrecía un inusual rostro afeitado, pero
el mismo pelo rapado sobre su mirada abierta y jovial.
-Aquí es mejor que te relaciones si quieres salir pronto –continuó-.
Quieres, ¿no?
Afirmé sin poder decir un absurdo sí. Hubo un corto silencio.
-Yo nunca me he enamorado, loco –prosiguió relajado y recolocando
su posición en la cama-, así que no sé si lo que hiciste fue locura o
amor. Sí sé que me debes una. Me ha costado demasiado recuperar el
cuchillo.
Carlos se apoyó casi en la pared, en perpendicular a mi posición.
Introdujo una mano en el bolsillo y sacó el mismo cuchillo que yo
había pegado a mi cuello durante largos minutos. Sentí un escalofrío
y escondí la cabeza. Me lo mostró sin que pudiera evitar ignorarlo.
Sonrió y se introdujo la otra mano en el bolsillo contrario de sus
pantalones anchos. De pronto me di cuenta que vigilaba sus
movimientos de manera intermitente, nervioso y desconfiado. Quería
seguir escribiendo mis pensamientos, pero me era imposible. No me
llegaba una sola palabra, por lo que abandoné el cuaderno bajo la
almohada.
-¿Fumas? –preguntó.
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Negué y al segundo observé. En su mano tenía un pequeño cogollo de
marihuana. Lo machacaba sobre la palma de su mano y con el
cuchillito lo despellejaba.
-Me he enganchado a esto, loco –confesó-. No lo saben...
Hacía demasiado tiempo que no tenía contacto con las drogas de la
calle. “Una cerveza...”, pensé. Demasiado tiempo. Y no había
reservado un segundo de mis días en echar de menos a esa bebida
que tanto adoraba antes. Tampoco pensaba en mis amigos.
Únicamente recordaba a mis padres, que después del ‘espectáculo’
habían decidido visitarme una o dos veces por semana. Mi madre
hablaba durante media hora conmigo mientras yo escuchaba. Mi
padre esperaba en el coche.
Cuando sus dedos machacaron la hierba en el tabaco me llegó el de
sobra conocido aroma; “increíblemente fantástico”, me dije. Carlos
extrajo una boquilla y papel de liar, y cuando nuestras miradas
volvieron a juntarse, él ya tenía el cigarrillo entre los labios.
-Me han dicho que la chica tenía un polvazo... ¿Erais novios desde
hace mucho?
La palabra ‘polvazo’ me removió en la cama. Cambié mi posición,
levanté la cabeza y amenacé dejando atrás mi rostro neutro. Recogí
las piernas y traté de asegurarle que no era el camino. Sin embargo,
él no me miró.
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-Yo nunca he tenido novia. –Cogió el mechero, encendió, aspiró y
fumó- Debe de ser maravilloso...
Afirmé sonriendo.
-Follar cuando quieras –reflexionó sonriente al tiempo que daba otra
calada al porro-, follar como quieras...
Me puso un gesto picarón, rió y volvió a darle otra calada. En ese
momento me miraba con intriga. Fumaba, se tocaba la cabeza rapada
con la mano libre y volvía a mirarme en busca de algo. Finalmente se
lanzó.
-Loco, ¿cómo es tocar una teta?
Por primera vez en mucho tiempo sonreí. Quizá fue el tono de sus
palabras. Me resultó gracioso. Su gesto y sinceridad. “¿Cuántos años
tendrá?”, pensé.
-¿Quieres? –invitó colocándome el cigarrillo casi entre los dedos.
Fue un impulso. Tal vez ayudó el delicioso aroma que ya embriagaba
el cuarto y flotaba libremente en la habitación. Dos segundos
después, tenía el calor de la boquilla en mis labios, y el aroma y el
humo en mi paladar y pulmones. Tragué todo el humo que pude y lo
expulsé suavemente, disfrutando del instante. Resucité.
109
-
No me quiero morir sin tocar una –perseveró mientras con su mano
derecha imaginaba tocarla en el aire-. A veces lo sueño y me
empalmo, ¿tú no? Y suelo correrme... No quiero despertar del sueño,
pero lo hago y me veo en la cama, empapado ahí abajo. Siempre solo.
Me miró esperando algún comentario, pero me mantuve en silencio
con el porro entre los labios. Estiró la mano y se lo di. Sonreí. La
marihuana era buena. Me levanté, fui a por un vaso de agua. Lo bebí
de un tragó y volví a sentarme.
-Loco, ¿tú cuántas tetas has tocado?
No pude evitarlo. Ni siquiera estaba acomodado en la cama y dentro
de mí estalló una carcajada. Él me acompañó y lo agradecí. Fueron
segundos felices. Cuando los dos estuvimos de nuevo en silencio, el
porro descansaba de nuevo entre mis dedos. -A mí me gustan las
tetas grandes y redondas –continuó-. ¿Has tocado muchas de esas?
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Ahora sí me clavaba la mirada. Muy serio. Yo sólo podía sonreír,
aunque algo me volvía intranquilo por momentos.
-¿Cómo eran las tetas de tu chica?
Las vi antes de que hubiera terminado la última palabra. Por instinto,
sin pensar, respondí mi primera palabra en semanas.
-Preciosas. –Al instante suspiré.
Decidió hablar unos minutos más de tetas. Imaginó todas las tetas, en
ocasiones con mi ayuda. Le conté alguna experiencia brevemente,
inventé alguna otra y los dos reímos hasta que el dolor de nuestras
tripas nos hizo parar. Entonces él decidió dar un paso más. Era sin
duda lo que le había traído hasta mi cama. La pregunta llegó después
de largos segundos de silencio.
-¿A ti te han tocado mucho la polla?
-Lo suficiente... –Mentí, sabiendo que nunca era suficiente.
-Debe de ser maravilloso que alguien te haga una paja...
Su mirada entonces me aterró y supe que me estaba pidiendo un
favor. Tragué saliva y comencé a buscar la manera de salir de allí.
111
13
Cruzar la raya
e sentí preso. A oscuras. En tinieblas. Congelado. Sólo una
leve luz entraba cortada por una escueta ventana. El haz de
luz llegaba justo hasta la punta de mis pies, en tiras, construidas por
los barrotes que cubrían parte del espacio de la pequeña abertura
cuadrangular que se vislumbraba en lo alto de la pared. Cuatro
paredes. Las cuatro completamente lisas. Eran grises como el
cemento. La cárcel estaba vacía, sin un solo mueble. Ni una cama.
Tampoco una silla. Atrás, a mi izquierda, divisé de reojo una puerta
metálica de color verde, de tal grosor, que abrirla sin la llave precisa
se me antojaba imposible. Permanecía quieto, sentado, con las
piernas recogidas, las rodillas bajo mi frente y los brazos cruzados.
Estaba desnudo. El frío me ahogaba. Y lloraba o había llorado. No
sabía cómo había llegado allí, y tampoco cómo iba a abandonar. El
silencio me aterraba. Ni siquiera oía correr el aire. La brisa debía de
M
112
atravesar la ventana, pero no podía sentirla. Traté de percibir el
silencio hasta el límite extremo. “¿Cómo era escuchar ese silencio?
Espantoso”, pensé. Afiné mis oídos. Escuché con mayor precisión,
cerrando los ojos con fuerza, sin embargo, poco a poco el silencio
desapareció. Logré oír. Nunca creo que hubiera podido oír ese vaivén
en cualquier otro escenario del planeta, pero en el mío sí. Era un hilo
de aire que nacía a escasos metros de mí. Volaba hasta introducirse
en sus pulmones y regresaba hasta mí, suave como una pluma,
queriendo acariciarme. Era constante, tranquilo y relajante. No
obstante, su presencia me estremecía. ¿Quién o qué lo causaba?
De pronto, sin mirarle pude ver con claridad su posición. Su gesto, su
cuerpo desnudo como el mío. Por alguna razón, poco a poco, el frío
fue desapareciendo de aquella gélida sala. La temperatura apresaba
mi organismo; mi piel, que se suavizaba por segundos. Mi respiración
comenzó a azorarse. Aceleró un poco más. La suya se mantuvo en
esa calma dominante.
Un nuevo sonido llegó nítido a mis oídos cuando mi pene comenzó,
por alguna extraña explicación, a enderezarse. Entre mis piernas
trataba de asomar. La planta de uno de sus pies se alzó levemente.
Sentí cómo su piel se despegaba del suelo con suavidad, y una vez en
el aire volvía a caer; más cerca. El golpe fue seco, pero en absoluto
brusco. El sonido y el movimiento se repitió. El calor creció y la
respiración continuó zumbando en el ambiente. La mía atropellada.
La suya sosegada.
113
Su aliento sobrevolaba tan cerca de mi cabeza que ya no me quedaba
duda de quién era la persona allí presente. Mi erección creció y el
glande asomó. Era el único movimiento de mi cuerpo junto al de mi
pecho, provocado por mi respiración. Apreté los párpados creyendo
que así iba a desaparecer, pero sólo conseguí que su piel desnuda se
fotografiara con mayor nitidez en mi mente. Perfecta en aquel
fotograma. Estaba de pie. Yo reconocía cada poro de su piel. Una piel
limpia, con escaso pelo corporal y sin apenas lunares ni granos.
Tampoco cicatrices. Un ombligo perfecto. Un cuerpo curvado pero al
mismo tiempo sexual. “Excitante”, pensé. Descendí la mirada y
visualicé su vello púbico recortado pero rizado. Era en el único punto
donde nacía una leve oscuridad; en sus genitales colgados y adultos.
Oí otro golpe seco y desnudo sobre el suelo. En esta ocasión la
vibración del golpe llegó a mis nalgas. Mi excitación continuaba
presente por mucho que intenté eliminarla. Respiré profundamente.
Le olí. Era su sudor seco ahogándome. El acelerado latir de mi
corazón resonaba como un tambor en aquella cárcel vacía, con eco
incluido. Y de pronto,
cuando parecía que esa
bomba estallaría dejando
mi cuerpo en migajas,
sus dedos me quemaron
en el hombro izquierdo.
Me asusté. Abrí los ojos
sin que lo ordenara mi
114
cerebro y contemplé su pie completamente desnudo, bajo mi pene
erecto. La sangre me hinchaba las venas. Levanté la cabeza y
entonces descubrí la realidad de su cuerpo. No muy distinto de lo que
imaginé. Solamente cambiaba su erección, casi idéntica a la mía, con
su glande asomando a la altura de mis ojos. Miré sus ojos y todo el
vello de mi piel se erizó. Nuestra excitación creció y la voz sonó dulce
y convincente.
-¿Follamos?
Estaba húmedo. Abrí los ojos y vi el techo oscuro. Estaba sobre la
cama. Sudaba. Mi entrepierna mostraba una mancha humedecida
bajo el pijama. El aroma del cuarto aún olía a marihuana. Respiré con
fuerza, relajándome y tratando de recolocarme. Quería regresar de
aquel sueño de inmediato, no obstante, éste me había atrapado
tanto, que mi cerebro volvía a gatas, torpe y muy despacito. Me
revolví entre las sábanas. Sentí la incomodidad bajo los calzoncillos
Miré a la izquierda. Carlos dormía. Como un bebé. Sonreí y recordé la
tarde que habíamos vivido, por primera vez, juntos. Era un bebé
atrapado en un cuerpo de adulto con necesidades de adulto. Ahora,
dormido, parecía tan distinto; relajado. Nunca le había observado en
ese estado somnoliento. Tampoco le había visto en el extremo de
aquella tarde; íntimo y humano.
Continué mirándole, sin saber la razón, con media sonrisa. Se me
hacía muy diferente. No era el chico desnudo que había invadido mis
115
sueños en la cárcel solitaria. Mismo rostro, quizá idéntico cuerpo, e
incluso aroma, pero distinto. Más real, tal vez.
Había tenido un día extraño. Aún las imágenes me golpeaban sin que
yo pudiera evitarlo. De vivir de la nada a tener que sumergirme en
una tarde repleta de nuevas y demasiadas emociones. Entendía que
mi mente hubiera decidido regalarme aquel sueño. Lo que no
comprendía, o no quería comprender, era que mi cuerpo hubiera
disfrutado con aquel sueño. Volví a removerme dentro de las
sábanas. Levanté la goma del pijama, observé y decidí cambiarme.
Bebí agua en un vaso de plástico en cuanto estuve con ropa limpia.
De pie, en calzoncillos, sonriente, apoyado junto a la ventana y
mirando sin disimular al grandullón. “¿Por qué me hacía feliz?”,
susurré en voz alta. “¿Tendría algo dentro de mí que él me ayudaría a
expulsar?”, musité. Reí y terminé el agua de un solo trago.
Necesitaba un trago. Necesitaba una buena copa de ron, con apenas
un hielo y en un vaso de cristal. Sentarme, utilizar mis dedos
desnudos para jugar con el borde del cristal, acercarme el vaso a la
nariz para oler suavemente el aroma dominicano, arrimármelo a los
labios y saborear el principio del licor entrando poco a poco. Sintiendo
con cada sorbo el dominio de los efectos del alcohol. Entonces, los
verdaderos sentimientos e impulsos aflorarían. Hacerlo podría una
manifestación de las verdades que ahora, sobrio, era incapaz de
expulsar. No quería oírmelas decir, y sin embargo, tenía una
necesidad extrema de hacérmelas sentir. Pero allí era imposible
116
conseguir una sola gota del alcohol. Me arranqué el pensamiento de
la cabeza y volví a ver el vaso de plástico vacío.
“¿Estaría desnudo bajo las sábanas?”, pensé.
Volví a beber un vaso de agua sin abandonar en ningún momento
aquella sonrisa estúpida. Sentí un cosquilleo en el estómago que
descendió y removió mi pene, justo cuando me imaginé retirando
levemente las sábanas y dejando a la vista su torso ¿desnudo?, su
mano derecha, la que me había acariciado los dedos horas antes,
estaba a la vista. “¿Me excitaba su cuerpo desnudo? ¿Por qué?”,
rumié mientras mordisqueaba el borde del vaso. Mis dientes habían
dejado ya su huella, pero insistían. Traté de recordar a Laura
desnuda, pero la mente, caprichosa aquella noche, me lanzaba una y
otra vez a una escena más reciente.
Nunca pude imaginar que los dos llegaríamos a estar así. Descubrí
una mirada violenta, disfruté de unas pupilas electrizadas y bebí el
relax con el que me abandonó.
Cuando la punta de su cuchillo me pinchó la nariz con aire juguetón,
la idea de huir desapareció de mi mente.
-Tienes que masturbarme... –Susurró pinchando tres veces en la
punta de mi nariz e indicándome con la mirada la situación exacta de
sus genitales.
-No puedo... –Mentí.
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-Sí, puedes y me lo debes –respondió-. ¿Te ayudo, loco? Piensa que
nadie me ha tocado aún. Hoy necesito saber cómo es que me toquen.
Me pareció ver una lágrima en uno de sus ojos. O la inventé. Mis
manos comenzaron a sudar. Las yemas de mis dedos comenzaron a
frotarse en mis palmas constantemente. Mi cerebro se rindió y no
encontró excusa. Y cuando embriagado por la marihuana empecé a
buscar la puerta de salida, Carlos atrapó mi mano con excesiva
ternura y la llevó a su entrepierna. No sé si drogado o por voluntad
propia. Aún no he querido darme una respuesta. “¿Para qué?” La
verdad es que no opuse resistencia. No tenía fuerzas, y por alguna
razón desperté a mi curiosidad.
Fui yo el que bajé aquella cremallera y desabotoné el botón del
pantalón. Usaba calzoncillos ‘slips’, blancos; de algodón. Los levante
con suavidad y encontré su pene, insólitamente flácido todavía.
Incluso el mío se mostraba más rígido en aquella situación. Miré a
Carlos buscando una pista para continuar, pero él ya miraba al techo
dejándose hacer. Se había acomodado, colocando su cuerpo casi
tumbado por completo.
“¿Me creía un experto?”, cavilé cuando estaba a punto de apresarle.
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Mis dedos se aferraron a la base, junto a los testículos. Sólo con el
tacto de mis dedos ya tembló. Sin pausa, inicié un leve movimiento
hacia arriba y abajo, con una suavidad y timidez excesiva. Su piel,
arrugada, comenzó a estirarse muy despacio. Era como si aquello, por
primera vez ajeno a mí, tuviera vida. Me gustaba aquella situación.
Empecé a descubrir en varias ocasiones su glande, pero nunca lo vi.
Únicamente sentí que la piel, retirada hacia atrás lo desarropaba y él
exprimía mayor rigidez. Mis manos pidieron oprimir más, justo al
tiempo que mi vaivén se aceleraba y su sangre ganaba terreno allí
abajo. Latía y yo me dejaba llevar por su respiración. No creo que aún
hubiera alcanzado su plenitud eréctil, pero yo decidí acelerar. Él me
dejó unos segundos, pero de pronto me detuvo. Cogió mi mano con
su mano y marcó un ritmo más suave, casi a cámara lenta. Placentero
119
para ambos. Sus dedos abrazaron mis dedos mientras mis dedos
abrazaban su pene. Los dos con una misma cadencia; unidos;
cosidos. Subiendo al cielo, bajando al infierno, a la espera del gran
final. Cada ascensión, cada descenso, martilleaba en mí provocando
un cosquilleo delicioso. Sin duda, la sensación era en ambos. La
tensión de su cuerpo aparecía y desaparecía al ritmo del contoneo, al
compás que proponían nuestras manos. Sus dedos libres apretaban
con fuerza mis sábanas. Sus ojos cerrados. Eran mis manos las que
dominaban aquel cuerpo.
Con suavidad extrema, sus dedos fueron despegándose de los míos.
Sentí de nuevo el hormigueo cuando me abandonaba con delicadeza.
Quería ignorarlo, pero yo también estaba empalmado. Quería que él
me hiciera una paja, pero no me atreví a pedirlo. Solamente continué.
Abracé su pene con más fuerza, sintiendo que el pellejo acariciaba
suavemente su glande. Lo hacía cada vez más rápido, vigilando como
se estrangulaba su cuerpo con cada uno de mis movimientos. Aquel
juego me estaba gustando. Lejos de la sexualidad de cada uno,
estaba sintiendo que mis dedos regulaban su éxtasis. Lo dominaba y
quería hacerlo explotar. No sabía si con su explosión llegaría la mía,
pero al acelerar y ver su contracción yo también me tensé. En mis
testículos algo se removió, y cuando aceleré hasta alcanzar una
sacudida inaudita en mi muñeca, pude sentir que volábamos. Los
espasmos quemaron mis dedos, que decidieron aferrarse más para
sentir cómo se derramaba cada milímetro de placer. Eran pequeños
disparos, y cada uno era un chispazo apresándome. La velocidad
120
extrema había desaparecido en mi mano. Tan sólo mantenía un
pequeño baile, arriba y abajo, mientras él disfrutaba aún de cada una
de las sacudidas eléctricas de aquella explosión. Unidos, me era difícil
perder el contacto. Sentí que su pene perdía la erección, y finalmente
fue Carlos el que con suavidad, me desató de él.
-Lo haces muy bien –dijo mientras se acercó a una de las mesas de la
habitación y cogió un pañuelo de papel para limpiarse.
-Es mi primera vez –apunté a decir.
-Y la mía...
“Y la mía”, había dicho. No estaba seguro. Caminé despacio por la
habitación. Me acerqué a él. Mantenía aquel sudor seco en su piel. Me
gustaba. Tenía los ojos cerrados, respiraba suave y el brazo izquierdo
colgaba de la cama. Supe que ahora era él el que me debía una. Con
la masturbación reciente en mi mente, quería pedírselo. La
necesitaba. No sabía si quería despertarle, pero tal vez el azar,
buscado o no, hizo que todo se precipitara.
La botella de plástico estaba junto a su cama, y cuando me puse de
cuclillas para contemplarle de cerca, moví un pie lo justo para darle
una patada a lo que sabía que estaba allí, pero no había visto. La
botella cayó de pronto. La ausencia de tapón permitió que el agua se
derramara, el líquido comenzó a fluir. Yo me puse de pie. Me asusté.
Miré al suelo buscando la causa del alboroto. Vislumbré la botella y
me lancé a ella para evitar que el derrame fuera mayor. Dos
segundos después oí su voz...
-¿Qué haces, loco? –Sonó pastosa, lenta y dormida.
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-Nada, perdona –respondí nervioso-. Tropecé con tu botella...
Abrió más los ojos y trató de sentarse sobre el colchón para ver mejor
la escena.
-¿Y qué haces en mi cama? –Preguntó algo más despierto.
El silencio se mantuvo. Fui a por un paño húmedo, recogí el agua
poco a poco, de rodillas. Miré buscando su posición. Me miraba, con
los ojos cada vez menos entrecerrados, sin una mueca clara.
-Dime –insistió.
-Te miraba, lo siento –confesé.
-¿Por?
-Soñé contigo –continué sin dejar de limpiar el poco agua que ya
restaba. Corrí a escurrir el paño y regresé a la escena del crimen.
-¿Qué soñaste?
-Estábamos los dos en una cárcel, desnudos. Un sueño raro –le revelé
con nerviosismo.
-¿Algo erótico, loco? –dijo con tono socarrón-. ¿Había escenas
sexuales?
-No.
Fui conciso y claro, pero cuando le miré sabía que no me estaba
creyendo, o no quería creerme.
-¿No hacíamos nada en el sueño?
-Bueno... –recapacité- Me desperté en ese momento.
-¡Vaya! Qué pena... ¿no? –Su cara empezó a mostrar una sonrisa
picarona- Y querías hacer algo, ¿verdad? Llevar tu sueño a la realidad,
¿verdad, loco?
122
La boca se me secó. Agaché la cabeza y por primera vez sentí pánico
ante el sexo. Quería enfrentarme y quería huir. Él seguía mirándome
serio, ya casi despierto. Yo seguía con el trapo en la mano, húmedo,
junto a la botella, sin lograr mantenerle la mirada
-¿Verdad, loco? –Insistió.
-Tenía curiosidad...
-¿De qué?
-Quiero que me devuelvas el favor...
-¿Sólo eso? –Bromeó.
Fue entonces cuando pensé de verdad cómo sería practicar sexo con
un hombre. Fue entonces cuando me planteé si quería probar aquello.
Los dos nos miramos, y aunque los ojos lo decían, fue más difícil
plasmarlo en palabras. Alguien tenía que hablar.
123
14
Tiempo de romper hilos
n día desperté, y al recoger mi primer pensamiento supe que
toda mi vida había cambiado en apenas unos meses. Por
primera vez era consciente de ello. Tenía recuerdos e imágenes en mí
que ya no devolverían mi vida a tal y como era en el pasado. No
quería abandonar el rumbo ni algunos de los estados en los que me
había sumergido, pero sí tomar de nuevo las riendas y decidir. Nunca
quise borrar nada, únicamente lo asumí como una parte más de mi
existencia en este planeta. Sin duda, ciertos hechos sí querían que
viviesen escondidos en un rinconcito más oscuro. No obstante, si el
deseo me lo volvía a pedir, mordería sin miedo.
U
Era el momento de volver a conducir. Arrancar, acelerar, frenar y
aparcar siempre que yo lo decidiera. La dificultad era máxima
después de tanto tiempo en coma, pero debía ser valiente.
124
El día que lo decidí llevaría más de medio año encerrado en aquellas
instalaciones. Mi despertador digital marcaba las 8.34 de la mañana.
Boca arriba, con los brazos bajo mi cabeza y los ojos abiertos como
platos empecé a ver mi nueva realidad con perspectiva; conseguí
abandonar mi cuerpo y hacer un recuento de todo lo que me había
pasado; desde el cielo; a vista de pájaro, que es como mejor se
aprecia lo que a uno le sucede. Y desde allí, por primera vez, mis
ideas apuntaban con convencimiento hacia una salida. Me urgía
recuperar mi día a día. Había llegado el momento de abandonar aquel
nido de locos. Tomar vuelo de nuevo en solitario. Para lograrlo, sólo
necesitaba saber la manera de cortar los dos hilos que me ataban con
fuerza a aquel sitio. Uno, si lo cortaba, iba a herir. El otro era cuestión
de cortarlo con las tijeras de la cordura.
Inicié el regreso hacia la sensatez de inmediato. Esa misma mañana.
Dar de comer a mi pasotismo y hermetizarme en una burbuja velada,
escondiéndome del mundo, sólo me había transportado a un encierro
mayor. Esa actitud distaba mucho del “buen comportamiento” que
ellos solicitaban. Tenía que ser lo que ellos consideraban unirme a la
lucidez. Abrazarme con fuerza. Era la única manera de lograr la
rúbrica que abría las puertas hacia la calle. Requería trabajo, excesivo
para mí. Más después de tanto tiempo sometido por la apatía. Me
exigiría una actitud constante. Aquella mañana de otoño lo tenía
decidido. Abandonaría y regresaría a casa. Vuelta a empezar.
Era huir en cierta medida. A lo mejor. Pero al tiempo que escapaba
sabía que iniciaba un enfrentamiento. La huida no sabía si deparaba
125
un escenario mejor, pero necesitaba volver a pisar la realidad urbana
sin sentir una vigía; un dominio. Iba a tener que armarme de
paciencia. Me removí en la cama y volví a reafirmarme. Mi línea de
pensamiento se obcecaba en ser la hormiguita que hasta la fecha
nunca había sido. El hilo entonces se desharía solo...
En cambio, deshacer el otro ovillo tendría mayor complicación. Lo
tenía frente a mí cada día. Había visto cómo se había forjado cada
noche con motitas de polvo sentimentales. Yo sólo buscaba sexo,
pero él había decidido correr más lejos. Yo sólo quería saciar un
apetito que se había despertado por azar. Los orgasmos que no podía
disfrutar junto a un cuerpo femenino, los había encontrado en un
cuerpo masculino sin alcanzar a creérmelo del todo. No dudaba de mi
heterosexualidad. O tal vez no dudaba de mi no homosexualidad.
¿Bisexual? Jamás me lo planteé. Disfruté de aquellos momentos.
Realmente, fue toda una sorpresa. Nunca imaginé que mi vida podría
bucear en aquellos retozos sexuales masculinos sin que la conciencia
me torturase minutos después. Una noche me encontré disfrutando
de aquella nueva manera de vivir el sexo, y por alguna razón que no
llegué a quererme explicar, continué bebiendo de la fuente. El único
inconveniente apareció en Carlos. La noche que descubrió mi sueño
los dos cruzamos la raya, y tal vez ninguno dio pie para regresar de
nuevo al origen. Yo no había perdido de vista a aquella línea, pero él
en cambio sabía que sí. Estaba perdido en su desierto particular. Y
después de dos meses, yo ya dudaba que quisiera regresar al día
antes en el que empezó todo.
126
En una cama. Allí empezó todo. No sabía el camino ni la manera de
andarlo, ni si me iba a gustar la ruta o el mero hecho de profanarlo,
pero cuando aún sujetaba la botella sin tapón él decidió darme un
empujón. Puso las dos palmas de sus manos en el borde de la cama,
se inclinó y de repente sus labios cayeron suavemente sobre los míos.
“¿Me gustaba?”.
Fue un beso silencioso,
delicioso, calmado e
investigador. Sin duda,
únicamente fue raro el
tacto de su escasa
barba sobre mis labios.
El resto comenzó a
convertirse en
excitante y placentero.
Cada segundo que
pasaba, nuestros
labios se buscaban y pegaban más. Él me cogió el cabello, los dos
sumergimos nuestras lenguas en las bocas con calma, pero tensos, y
poco a poco abandonamos aquella fase de prueba para adentrarnos
sin miedo en un terreno exclusivamente impulsivo. El cerebro
desapareció. Nuestras lenguas se bebieron; nuestros dientes mordían
con suavidad y los labios se friccionaban sin cesar. Y sin embargo, el
momento de mayor excitación me abofeteó en la pausa, cuando nos
127
detuvimos, nos separamos unos centímetros y nos miramos. El fuego
estalló, creció la llama y los dos nos lanzamos el uno contra el otro
como suicidas. La piel se fundió y extraña y dificultosamente
conectamos el uno con el otro hasta que desgañitado entre sudores,
grité lo que dictaba el final de aquella segunda escena.Tardé en
descubrir de la vida de Carlos. Aquella primera noche sólo me dejé
llevar, tanto, que diez minutos después, los dos desnudos, mientras él
bailaba con mi pene, y cuando yo aún estaba retorciéndome sobre la
cama, explotó lo que llevaba meses dentro de mí. No ocurrió más
aquella noche. Nos abrazamos, piel con piel, mirándonos, sin decir
una sola palabra, sin pensar, y nos dormimos.
Carlos era albañil. Lo fue en una vida pasada. Me lo contó la noche
siguiente, la que él bautizó como la noche de la virginidad. Así fue.
Incluso yo sentí perderla de nuevo. Sentí que mi pene, al lograr
introducirse en él al quinto o sexto intento recogía otra medalla como
desvirgador. La tercera.
Carlos tenía 28 años y me aseguró que jamás había estado con nadie,
ni con un hombre ni con una mujer. Le creí. Además, me permitió ser
el líder de aquella expedición amorosa, lo que agradecí. No sabía si
estaba preparado para acoger su placer. De hecho, era el único papel
que deseaba tener en aquel terreno homosexual. Me sentía igual de
inexperto en ambos campos, pero dirigir el concierto con la batuta no
me asustaba.
128
Carlos llevaba año y medio en el centro psiquiátrico. Tenía brotes
sicóticos y esquizofrenia, me reveló. Un día en la obra perdió los
papeles, y atacado por los nervios arrojó dos cubos de cemento a dos
compañeros. Y a un tercero, que vino a increparle, le tiró de un quinto
piso con sólo un empujón. Murió en el acto. Me confesó todo esto al
segundo mes bajo un ambiente embriagador, sustentado por la
marihuana. También añadió que él no recordaba nada de aquello.
Carlos apenas se relacionaba con dos personas más en todo el centro.
Uno era su médico particular. El otro era Mateo, su mejor amigo y su
supuesto contrabandista. Éste era el que le pasaba la marihuana y
otros utensilios a través de un contacto secreto. No me dijo más. Le
pregunté si era posible conseguir alcohol. Carlos sólo negó y me besó.
Yo le mimé, le besé más y le pedí si era posible que yo lo intentara
pidiéndoselo directamente a Mateo. Sin embargo, en ese instante se
separó de mí, cambió el rostro y negó con mayor rotundidad.
-En la puta vida hables a Mateo de nada de esto –advirtió con
excesiva seriedad-. La marihuana no existe, ¿entiendes?
-Perfectamente –respondí confuso.
Él se acercó despacio y me besó, tal vez arrepentido por la refriega
verbal. Traté de volver a hacer una pregunta, pero entonces él
levantó su dedo índice y me lo puso suavemente en los labios. Me
agarró la mirada con la suya, me la hirvió y negó levemente con las
pupilas. Sentí demasiado miedo, pero no hice nada. Sólo permanecí
quieto. Vislumbré un nuevo gesto en Carlos. Cambiaba su rostro por
129
completo. La pasión seguía, pero tras ella podía verse claramente un
brillo distinto. Nunca más volví a preguntar.
Siempre creí que el lado masculino era distinto. Que si había surgido
la homosexualidad en este planeta meramente era para liberarse
sexualmente. Había creído que esa opción sexual venía motivada por
la mojigatez femenina. El hombre buscaba en el otro hombre el sexo
rápido y directo, y sin complicaciones, que negaban tantas mujeres.
Tenía claro que dos hombres no buscaban amor. No lo entendía así.
Me parecía imposible.
Hoy sí veo que existe esa posibilidad. Comencé a advertirla la noche
que Carlos comenzó a besarme de forma distinta. Sus besos habían
cambiado. Ya no eran únicamente pasionales. Incluso sus caricias. De
pronto empezaron a multiplicarse los mimos después del acto. Poco a
poco me incomodaban, cada vez más. Me alimentaban la ira y
empujaban con rabia a levantarme de la cama e irme a la mía. Nunca
lo hice. Ni siquiera cuando me susurraba frases vacías que él llenaba
de piropos emocionales sobre el maravilloso momento que
atravesaba su vida gracias a mí. Su voz era más suave y sedosa.
Sonreía por nada. Pronunciaba palabras que no había oído en la vida,
y las lanzaba, creía yo que con malicia, para clavármelas en el
corazón con excesiva dulzura. Sé que quería despertar mi lado más
tierno, pero no sentía nada. Estando los dos desnudos, viviendo aquel
momento, me sacudió un frío y eterno escalofrío. Me recorrió todo el
cuerpo y percibí que mi estómago se retorcía. Los testículos se me
130
encogieron y tuve ganas de orinar. Me apresaron las nauseas. Las
rodillas me temblaron y supe que era miedo. El hilo ya era una soga.
Y continuar con aquella farsa sexual, cercada por el amor, iba a
alimentar el grosor de aquella cuerda. Y romperlo en ese instante, a
demasiados meses de abandonar aquel centro, suponía un elevado
riesgo. No lo quería afrontar. Mi vida desembocaría en un escenario
que no quería pisar ni vivir. Los focos me quemarían y el público me
abuchearía y no descartaba que el mobiliario cayera sobre lo que iba
a ser mi cadáver. Y al tiempo sabía que, dejarlo engordar y luego huir
no era la solución. Aquella noche callé. Y la siguiente. Y muchas más.
Era mi sino. Sin embargo, Carlos decidió dar un paso de gigante en
nuestra historia.
131
“Y cena con velitas para dos” cantó en cuanto abrí la puerta de la
habitación. Yo había pasado el día entero en la biblioteca, ese espacio
que él desconocía y a mí me liberaba. Tenía que reconocer que cada
día huía más de él. La biblioteca se había convertido en mi soledad. Y
con todo, mi distanciamiento no eludía el sexo nocturno. De hecho,
sólo era a esas horas cuando manteníamos relaciones. Rara vez había
ocurrido a lo largo del día. Y nunca fuera de nuestro cuarto. Nadie
sabía de nuestra aproximación y contacto corporal. O eso creía yo.
Me sorprendí. Yo escondía un libro entre mis manos. Carlos lo ignoró.
Él, hijo único, con padres separados y olvidados por ambas partes, sin
tener terminada la que una vez llamaban ‘EGB’, no veía en las letras
de los libros utilidad alguna. Mientras hubiera películas, la lectura
podría seguir esperando dormida y cerrada entre dos tapas duras. Yo
en cambio me había vuelto un adicto a la fuerza. La escena era
132
preciosa. El libro se me cayó de las manos. El golpe en el suelo fue
seco. Abrí los ojos como platos. Examiné la escena de nuevo, sonreí
nervioso y vi cómo Carlos se acercaba feliz. No sé cómo, pero había
conseguido velas y fuego. Inaudito. Los platos, vasos y cubiertos eran
de plástico. El menú exquisito. Había gulas al ajillo, jamón ibérico,
paté con tostadas, queso cortado en cuñas y seis langostinos para
cada uno. Grandes y deliciosos. Y junto a todo aquello, lo que me
disparó más aún la mirada: Vino. Una botella parpadeaba en el centro
de la mesa al vaivén de la llama...
133
15
La verdad duele
ólo pude balbucear. Me agarroté, como un tonto con los ojos
abiertos sin apenas pestañear. Balbuceé de nuevo, pero no
conseguí decir nada. Carlos dio un paso más y se situó a un escaso
palmo de mí. Me cogió la mano y dejó volar sus labios hasta los míos.
Seguí inmóvil. Me sujetó las dos manos con suavidad y me guió
lentamente. Cuando quise arrojar mis primeras palabras ya estaba
sentado sobre la silla, mirando a la ventana. Carlos estaba enfrente,
S
134
sonriente, sumido en su plena satisfacción. Al observarle, daba la
sensación de no tener problema alguno en la mente. Sólo disfrutaba
de ese instante. Su felicidad plena estaba en aquella mesa.
No sé de dónde, pero alcanzó dos copas enormes de cristal.
-Debo devolverlas intactas –señaló sin desdibujar su sonrisa.
-¿A qué se debe? –Acerté a preguntar al fin, mientras Carlos me cedía
una copa y vertía el vino dentro.
-A nosotros –respondió-. ¿No te parece suficiente?
Hundí la cabeza. Zambullí mi nariz en la copa de vino y me concentré
en la mezcla de aromas que embriagaban mi olfato. Él elevó la copa y
la inclinó suavemente hacia mí. Su mirada ardía. Brillaba en aquel
ambiente tenue más que ninguna de las dos velas. Agarré la copa con
más fuerza y golpeé la suya dócilmente. Después la acerqué de
nuevo a mí, sintiendo como el borde del cristal se posaba en la base
135
de mi nariz. Leí la etiqueta de la botella: 'Ramón Bilbao'. Su aroma me
avivó el ansia de beber, y cuando lo hice, el paladar enloqueció de
felicidad. “¿Por qué tragar?”, vacilé. Posé la copa en el mantel
anaranjado de papel. El vino, finalmente, desfiló por mi garganta. El
éxtasis me conquistó, y de repente sentí el calor de sus manos sobre
las mías.
-Está delicioso –dije con la voz temblorosa y colocando torpemente la
servilleta de papel fuera del plato, a mi izquierda, logrando así
separar nuestras manos.
-Lo sé –afirmó-. Tan delicioso como tú.
Aquel vómito de palabras me dio nauseas. Me asustó. Agaché aún
más la cabeza, sostuve el silencio y bebí de nuevo con media sonrisa.
Sin mediar más palabras, los dos comenzamos a despellejar los
langostinos. Él sé que se detuvo y me miró. Me observaba; me
analizaba; me estudiaba con detalle. Yo decidí evitar sus ojos.
Ignorarlos y concentrarme en quitar las últimas cáscaras que se
apegaban con fuerza a la piel del langostino. “¿Cómo había llegado a
esa maldita escena?”, me pregunté mientras masticaba y bebía y
veía que me miraba.
-Exquisito –mascullé- ¿Cómo lo has conseguido?
-Es secreto... –Respondió infantil- Como tú y yo.
-¿Mateo?
-¡Sshh...! –Mantuvo un silencio y tomó mi mano derecha, que
casualmente estaba libre de actividad-. Disfrutemos de este
momento. No preguntes, disfruta.
136
El tono de voz me tranquilizó. Él se alzó y sin esfuerzo llegó con
sorprendente facilidad a mis labios.
Después del beso la cena fue rápida. Excesivamente silenciosa para
mi gusto. Creo que él la disfrutaba únicamente con cada uno de mis
gestos; con los obligados encuentros visuales. Entre los dos y sobre la
mesa seguía firme la botella, que se aclaró también con excesiva
velocidad. Cuando sostenía la última copa, mis párpados barrían mis
ojos con elevada frecuencia. Mis manos limpiaban mi cara buscando
la nitidez. Carlos en cambio mantenía los ojos abiertos, acechándome
con la misma firmeza. En ese instante no quedaba nada en la mesa.
Nos habíamos saturado con todos los alimentos, acompañados por
escuetas conversaciones vacías. Un diálogo repleto de anécdotas sin
importancia y recuerdos del día y un pasado cercano. Siempre sin que
nuestras palabras nos transportaran fuera de aquel recinto. Él evitaba
escupir palabras que llevaran a su cerebro a crear imágenes suyas
fuera del centro.
-¿Postre? –Me sorprendió con la copa columpiándose en mis labios.
-¿Cuál? –Indagué alzando la mirada y las cejas, y sin separar un ápice
la copa de mi boca.
-¿Lo dudas? –Jugó.
Se me atragantó el vino. No quería sexo. Lo tenía claro. Iba a evitarlo.
Estaba envalentonado y quería aprovecharlo. Poco a poco, con los
dedos temblorosos posé la copa en el mantel. “No me apetecía sexo”,
volví a repetirme mientras me lamía los labios y trataba de sostener
137
su mirada. Seguía candente. Esperaba una respuesta que llevara
palabras. Pero tardó en llegar.
El sexo con estos preliminares era ‘hacer el amor’. Hacerlo estaba
muy lejos de mis intenciones. Menos cuando en mi cabeza azotaba
firme el martillo de la ruptura. Dolería, pero debía arrojarle la verdad.
Sin duda, aceptar sexo aquella noche era aceptar su juego; su amor;
nuestra relación.
-Entonces, ¿Quieres postre? –Insistió.
Tragué saliva, entrecerré la mirada y me concentré en sus ojos.
Repentinamente me puse de pie.
-Necesito ir al baño.
Él cambió la mirada, pero no la movió un ápice de mis ojos. Yo sonreí
e hice algo que no entraba en mis planes. Lo hice porque creía que
era la única llave para salir del aquel romántico escenario. Me incliné,
le cogí la mano y le besé con ternura.
-Ahora vuelvo –suspiré.
-Te espero.
Cuando dijo esas palabras ya me había liberado y caminaba hacia los
baños del centro. Por primera vez recorrería aquellos pasillos en
estado etílico. Todo era extraño. Demasiado difícil de comprender.
Tenía que apostillar un plan en apenas dos minutos.
Nunca supe el orden de sus planes. A veces uno planea, otras veces
las cosas surgen y en ocasiones le cogen por completa sorpresa.
138
Siempre creí que Carlos había organizado la cena mucho antes de
que descubriera que yo tenía firmes intenciones de abandonar el
centro. ¿Me equivoqué? ¿Era un puñetero órdago? La noche me había
sumido en un maldito bucle con la locura como única salida.
Sí sabía que Carlos no quería abandonar el centro, de manera que
enterarse de mi mejoría, incluida la posible cura mental, en absoluto
irrumpía en sus proyectos de futuro, ni a largo ni a corto plazo. Para
él, aquello era como si nuestras vidas se hubieran parado en el
tiempo y tuvieran predestinado morir allí. Él no quería salir de allí
porque allí era feliz, libre y valiente. Afuera, sin lugar a dudas, era un
preso del miedo. Y enseguida, una irremediable tristeza le devoraría y
obligaría a dejarse devorar por la demencia.
Cuando abrí la puerta de la habitación él no había modificado en
exceso su posición. Uno de los postres lo acerté. En cuanto me
acerqué a la mesa me lo hizo saber al oído mientras me supervisaba
su mirada más picarona. El otro no lo adiviné pero lo descubrí sobre
su mano derecha, descansando en pequeñitas hojitas verdes. A su
izquierda, el papel, la boquilla, un mechero y su nueva navajita
plegable con un mango de madera, mucho más útil y fácil de ocultar.
Bebí un trago de vino en cuanto mi culo recuperó la silla. Era el último
sorbo. Se acabó. “Necesitaba un whisky”, deseé.
-Tenías que haber conseguido un licor, un whisky... –solté nervioso.
139
-Relájate, loco, ahora fumamos, nos relajamos, y luego nos damos el
chupito de adrenalina que necesitamos. Con más alcohol te me
dormirías...
Contemplé a Carlos. Liaba un perfecto canuto mientras el eco de
aquel mote seguía resonando en mi cabeza. Hacía mucho que no me
llamaba ‘loco’. Sonreí. En ese instante, las velas casi derretidas
sirvieron para encender el porro. Lo romántico desapareció de un
bofetón. Yo permanecía risueño. Carlos no follaba hasta que no
terminaba el canuto por completo. “Tenía tiempo”, creí.
Sus caladas me daban silencio para pensar. El porro se coló entre mis
dedos, fumé, me mareé y volví a fumar. Lo estaba disfrutando. Se lo
devolví. Me dijo algo que apenas escuché y decidí que no podía
pensar tanto, que tenía que actuar. Si bien, todo se precipitó. La
palabra que quería detener el inminente acontecimiento sólo resonó
en mi interior cuando sus labios mordieron los míos y sus manos se
posaron en mi trasero.
"¿Me estaba convirtiendo en un verdadero experto en tener que decir
adiós?" Mi vida sobrevivía escalando a la cima de pequeñas
emociones sentimentales, que después yo derrumbaba de alguna
manera. Mi vida sentimental cojeaba y no encontraba el bastón
adecuado. Todo el que había utilizado hasta ahora lo había partido en
dos. Una vez más, iba a suceder.
Sin embargo, de todas mis rupturas, ésta sería la más sincera. Al
menos por mi parte. Yo tenía que dar el paso. En otras quizá hubiera
140
sido también el culpable del roto, pero nunca tuve la voluntad de
romper el lazo. Allí, en cambio, sí. Necesitaba convertirme en el autor
de la herida. Anhelaba ser el dueño de la frase: “Se acabó”. No quería
construir una falsa relación prefabricada sobre una enorme base de
mentira. Sentimientos de mentira y verdad enfrentados sin saberlo.
Era una bomba de goma dos alimentándose constantemente.
Iba a enseñar mis cartas cuando Carlos se puso de pie. Retiró la silla,
apagó el porro sobre el plato y sopló una de las velas para matar su
llama. Se pegó a mi lado. Me giró el cuello y levantó mi cabeza para
que los dos nos miráramos. Me mantuve sentado en la silla
mirándole. Tuve ganas de llorar, de que algo me hiciera desaparecer,
pero nada de eso ocurrió. Nos separaba medio palmo. Yo seguía
haciendo trampas con mis cartas boca abajo. En esta ocasión no
podía hacer creer que tenía una mejor jugada y esperar que el
contrincante se retirara. Él no iba a retirarse. No podía vivir aquel
amor con todos los ingredientes que conllevaba y esperar a decirle
adiós el día que las maletas me empujaran a la cordura. Era injusto.
Actué. Alcé las cejas, levanté mi cuerpo y mis brazos muertos se
hicieron con un poco de fuerza. Mis dedos apretaron sus hombros.
Sus ojos achispados por algo distinto al alcohol se sorprendieron. Él
posó sus manos en mi trasero y me besó cuando mi primera palabra
iba a tocarle los labios. Tuve que pedirle una pausa retirándole
dócilmente. Posé mis manos bajo sus orejas y le pedí que me mirará
sin decirle una sola palabra. Lo hizo. En un primer instante dibujó
media sonrisa. Luego torcería el gesto.
141
“Era mi momento”, me repetí. “¡Dilo!”.
Quería hablar mirándole pero no podía mantener su mirada. Me dolía,
y él lo notaba. Los latidos de mi corazón tronaban en la habitación. Mi
respiración volaba incómoda en las idas y venidas, y me ahogaba. Me
asfixiaba de miedo. “¿Por qué? Pánico de una relación, ¡qué
absurdo!”, pensé.
-¿Qué pasa, Sergio? –Se adelantó sobrio.
Reí al oír su voz. Me balanceé, caí de nuevo en la silla y reí a
carcajadas. La maría parecía aturdirme, y pensar que iba a tener que
pedirle a un hombre que dejara de besarme me resultó demasiado
gracioso. Mi cuerpo de pronto se acuclilló en el suelo. No podía parar
de reír. Levanté los párpados y me di cuenta que me encontraba a la
altura de su pene. Me visualicé comiéndole la polla y la risa estalló de
nuevo dentro de mí.
-Sergio –dijo.
Los ojos se me cerraron solos y mi boca mostraba su posición más
amplia mientras lanzaba constantes carcajadas imposibles de parar.
La potencia se multiplicó y entonces tuve que abrazarme el
estómago.
-¡Sergio! –Gritó.
Tardé segundos en percibir sus palabras posteriores. Lo hice cuando
él, rabioso, me cogió del pelo con una mano y de la axila con la otra
para ponerme de pie. Yo tenía lágrimas en los ojos, la piel del rostro
rojiza y los labios aún ebrios de felicidad. Mi respiración continuaba
acelerada. Él seguía con el gesto agrio. Necesité un pequeño lapso de
142
tiempo para reparar en su estado, pero cuando nos volvimos a mirar,
yo descubrí que él también lloraba.
-He dicho que tengo que decirte que nunca te vas a ir de aquí. Eso
era lo que celebrábamos hoy. Me enteré la semana pasada. Quieres
irte, pero no podemos. Quería que supieras que eso es imposible –
recitó de memoria retirándose las lágrimas con su mano derecha.
Mi cuerpo tembló. Fue un bofetón inesperado. Me debilitó totalmente.
De hecho, no podía digerir las palabras que me estaban mordiendo el
estómago. Cada letra era una maldita piraña hambrienta
comiéndome por dentro. ¿Dónde estaban mis fuerzas?
-Lo siento, Sergio, pero estate tranquilo, tengo contactos y aquí
viviremos bien. Sabes que no podemos vivir fuera de aquí. No soy
capaz...
-¿Qué dices? –Le empujé y conseguí separarme unos pasos. No quería
sentir su contacto.
-Sí, sé que querías que iniciáramos una vida juntos afuera, en la calle,
pero mi vida, la nuestra estará aquí siempre. Conseguiré todo lo que
deseas, ¿no lo has visto? –Señaló a la mesa y volvió a retirarse más
lágrimas-. No necesitamos irnos fuera, yo...
-¡Cállate! –chillé enajenado-. ¡No tienes ni puta idea! ¡Estás loco!
-Y tú, cariño. Los dos lo estamos. Locos, enamorados. Juntos
viviremos nuestro particular...
-¡Cállate, Carlos! ¡Cállate ahora mismo, por favor! Tú y yo no somos
nada juntos, ¿entiendes?
143
El rostro de Carlos enmudeció por primera vez. ¿Encontré la formula?
Los nervios me dominaban. La enajenación dominaba mis actos, mis
palabras. Sentí ganas de huir. Saltar por la ventana, correr y
atravesar todo el jardín, trepar la valla y correr hasta no tener una
gota de fuerza; hasta caer exhausto; muerto. Alguien tenía que
sacarme de allí.
Aquella noche supe que mi cordura estaba más presente que nunca.
-¡Me voy! –Me liberé pero sin dar un paso.
-¿Adónde? –Preguntó de inmediato- No puedes irte, cariño. Estás
borracho. Estamos aquí para siempre. Tenemos que hacer el amor,
terminar nuestra cena. ¡Bésame! –Dio un paso hacia mí- Que más da
allí fuera que aquí. El amor no entiende de escenarios. Es nuestro
amor, nuestro mundo...
Temblaba. Seguía petrificado. No estaba escuchando aquellas
palabras. ¿O sí? A dos pasos, lo suficientemente lejos de él y no me
sentía cómodo ni seguro todavía. El paladar se me estaba secando y
me faltaban fuerzas para escapar de aquella habitación.
-No te puedes ir, aún tenemos que celebrar que nos queremos... –
Continuó.
Fue aquella frase la que detonó mi paciencia, e hiriente y sin pensarlo
dos veces descargué mi verdad sobre él.
-Carlos, yo no te quiero. Lo siento, pero no te quiero hoy, nunca te
quise y nunca te querré.
Las palabras me vaciaron. Sentí flotar. La libertad saltó sobre mí para
abrazarme. Sin mantener un segundo aquella tensión, me giré, le
144
perdí de vista y caminé hacia la puerta. Puse la mano en el pomo y
aunque oí sus pasos acercarse ya nada iba a detenerme. Sin
embargo, una vez más me equivoqué. La debilidad me cazó de
repente. Era un pellizco, como un mordisco. Era una lágrima lamiendo
una herida en mi corazón. Como si las uñas de sus finos dedos me
hubieran rajado la piel y la hubieran abierto por completo. Esa herida
lloraba. Mis rodillas
flojearon. Caí, y el
frío metal siguió
ardiendo dentro de
mí. Me había
acuchillado por la
espalda y no podía
creerlo. ¿Iba a
morir?
Sus últimas palabras
aún resuenan en mis
sueños.
-Siempre estarás
conmigo.
145
16
Mordiendo mi propia pesadilla
odo lo recuerdo como un sueño. Años después, incluso, me
aseguraba que todo lo que ocurrió aquella noche fue un
puñetero sueño. Una pesadilla que trato de olvidar, y que sin
embargo, me es imposible. Cuando desnudo, en la ducha, el agua cae
sobre mi piel, siento escalofríos al notar que las gotas acarician la
cicatriz que me dejó su navaja. Muero de dolor, sicótico tal vez, si la
esponja roza la herida. Es una pequeña línea de cinco centímetros
T
146
que yace en mi espalda. Parece que bajo mi piel hubiera excavado un
pequeño topo. Aquella noche me bebí mi propia medicina.
La desesperación la entiendo. Ver que la persona que más quieres
huye. Ver que no tiene palabras. En muchas ocasiones, no hay frases
precisas, ni sentimientos que puedan evitar su marcha. Tampoco hay
tiempo para hechos que logren convencer a la pareja a no abandonar
el nido. En ese instante, el ser humano suele retroceder a una remota
prehistoria y desenfundar el animal que lleva dentro. Y es el hombre
en la mayoría de las ocasiones. Cegado por el amor, y con el cerebro
completamente desenchufado, la violencia se hace fuerte en él y
eyacula con rabia como último intento de retención. Cada golpe,
patada o puñetazo, cada cuchillada, cada bofetada, cada gesto de
odio, engorda aún más el adiós definitivo. El final.
Mis lágrimas escupieron por el miedo. También por el fuerte dolor que
me pellizcaba en la espalda con cada uno de mis resoplidos inquietos.
De rodillas, frente a la puerta, y con mi mano derecha soltándose del
pomo por falta de fuerzas y dirigiéndose a tapar mis ojos y frente,
creía morirme. Fruncía el ceño, apretaba la mandíbula, y por enésima
vez en mi joven vida rogaba a Dios que me ayudara. Deseaba
desaparecer, pero nadie actuó y emprendí un corto camino por la
primera tortura de mi vida.
Tal vez sólo fueron cinco minutos, pero yo creí que aquello era la
eternidad. Sin duda. Esencialmente, cuando volví a tropezar con su
mirada y sus labios sangrientos tocaron los míos. La eternidad era
dueña y señora de aquella escena. No veía el final por mucho que
147
pensara en él y lo imaginara. Recuerdo que me oriné encima preso
del pánico, y que vomite poco después de que sus labios volvieran a
tomar una leve distancia. El pánico me mordió con ira y me contagió
con su veneno cuando vi que él ni siquiera pestañeó durante mi
vómito. Sonrió y me acarició la cabeza. En ese momento tuve la
certeza de que jamás daría un paso más en mi vida fuera de aquella
habitación.
Antes, el ardiente metal se había avivado dentro de mí. Había
jugueteado dentro de mí. Fueron segundos, pero los recuerdo con tan
sumo detalle que me asusta. Cuando llegó el momento de abandonar
mi piel, él lo hizo con suavidad. Tuve el recuerdo de una penetración
sexual. Como si él retirara su pene del interior de mí, justo después
de eyacular. La sacó con cuidada calma, sintiendo cada uno de los
milímetros de la piel que había usurpado, y siempre a idéntico ritmo
lento hasta conseguir la liberación. Acto seguido, mi espalda escupió
sangre, y su brazo sin arma se posó en mi hombro.
-Aún queda el postre –musitó girándome la cabeza desde la barbilla-.
¿Te lo quieres perder?
Mi corazón continuaba a un ritmo vertiginoso. Deprisa, asustado por
la herida abierta en su castillo de piel. Traté de levantar la mano para
aferrarme de nuevo al pomo de la puerta. También quise gritar, pero
me sentía afónico. Seco y sin fuerzas. La espalda me aguijoneó
cuando mi codo superó la altura de mi cuello. Carlos optó por
148
voltearme, sin mimos ni cuidado. De nuevo mis ojos se enfrentaron a
la mesa de la cena, a él, a nuestras camas, a derecha e izquierda, y al
jardín invisible que imaginaba ver a través de la oscura ventana. Lo
sentía apacible, durmiendo bajo un cielo ligeramente estrellado en
aquella noche sombría. La luna torcida y escuálida y el cinturón de
Orión eran las únicas luces protagonistas allí arriba. Y yo las quería
ver. Abandonar aquel cuarto y sentir la humedad y el frío del jardín en
la soledad. Sin embargo, mi futuro inmediato real iba a ser muy
distinto. Estaba a punto de ser besado y apenas lograba sostenerme
de rodillas.
Cada segundo, más húmedo. La sangre mojaba ya mis pantalones y
hacía gotear mi camiseta. Carlos sujetaba el cuchillo con su mano
derecha, con la mirada vacía, pero fija en mis ojos. Lentamente se
acercó la navaja a los labios. El filo se posó en sus labios y mi sangre
se empapó con suavidad por toda su sonrisa.
-Tú y yo hace tiempo que somos lo mismo y no lo sabes. Debería
habértelo dicho...
-Ayúdame –rogué sin apenas vocalizar-, me muero, Carlos.
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Me sentí estúpido soltando aquellas palabras, pero eran ciertas. Él no
me escuchó. Saboreó un poco más mi sangre de la navaja y
prosiguió.
-Nuestra sangre, en cierto modo, es la misma. Cuando uno está
enamorado ambas se funden. Son distintas pero tienen algo en
común. Estamos unidos aunque no quieras asumirlo.- Se arrodilló y
quedó a la altura de mis ojos- Tú te mueres cada día, y no por la
herida de esta noche, cariño.
-¡Estás loco! –solté histérico y afónico.
-Yo, y tú. Los dos lo estamos. Y vamos a morir juntos. Es nuestra
única salida. Es la única solución. Debes aceptarlo. Enamorado y
haciendo el amor se camina mejor hacia la muerte. –Quedó a un
palmo de mí sin que yo pudiera evitarlo y concluyó- Yo te quiero,
150
Sergio, y tú deberías aprender a quererme porque siempre estarás
conmigo.
Con los puños cerrados, sin moverme para evitar las punzadas de la
herida, él completo la pequeña distancia que restaba entre ambos y
posó sus labios sangrientos en los míos.
Nunca supe si iba a morir desangrado o de la mano directa de Carlos,
al que imaginaba retomando la violencia y convirtiéndome en un
colador humano. No dudaba que sí él me mataba moriría conmigo. En
cambio, sí dudaba qué ocurriría si moría desangrado allí en la
habitación o de camino al hospital.
Quería saber el final de aquello, y sin embargo, no tengo recuerdos.
Me es imposible relatarlo. Sí me alivia saber que, matemáticamente,
Carlos no pudo violarme. Sí sé que después del beso él quería que
hiciéramos el amor. No le importaba mi agónica situación. Tras
vomitar, él sonrió, me limpió la barbilla y cogió mi débil mano
izquierda. Él ya se había desabrochado los botones del pantalón.
Sentí su pene erecto bajo los calzoncillos. La escena comenzó a
nublárseme. No tenía fuerza en ninguna parte del cuerpo. El sueño
me estrangulaba. Los párpados se me hundían constantemente.
Quería tumbarme y dormir. Y ni siquiera así me iba a sentir
descansado. Carlos seguía a la misma distancia, si bien, yo
comenzaba a verle cada vez más lejos; se alejaba y se emborronaba.
Mi mano sí seguía allí tratando de masturbar. Muerta, pegada a mi
brazo, que se alargaba a mis ojos como si se tratara de plastilina. Su
erección continuaba. Él me guiaba... Pero de pronto, mis ojos
151
huyeron, mi cuerpo fue derrumbándose hacia atrás y desparecí de
allí.
Son varias las versiones de mi final. Como una serie de televisión. No
sé si aún hoy he escogido alguno. Extrañamente, me gusta la que
cuenta que Carlos salió gritando de mi cuarto, me cogió por los
tobillos y me arrastró desde la habitación hasta el final del pasillo de
las habitaciones dejando tras de sí un desigual riachuelo de sangre.
Diez minutos después estaba en la enfermería y media hora más
tarde en el hospital. Sin embargo, no puedo creerme la primera parte
de la historia.
La segunda versión es similar, pero más verosímil porque mi cuerpo
no se movió del cuarto. Otra persona añadió que Carlos trató de
suicidarse cuando lo separaron de mí. Hubo demasiados bulos.
Incluso llegó a decirse que
los dos habíamos aparecido
muertos en la habitación y
que el centro lo ocultaba.
Era fácil apoyarse en esa
teoría. Yo sólo regresé a
firmar unos documentos y
para recoger algunas de mis
cosas. Mis padres habían
solicitado el alta voluntaria.
Sólo necesitaría una
152
entrevista semanal hasta el alta definitiva. De Carlos no supe nada
hasta un mes después.
Tenía la boca seca cuando desperté en el hospital. Estaba
desorientado, asustado. La presencia de mi madre, seria, llorosa y
triste no me relajaba. Al ver mis pupilas en movimiento, ella se acercó
apresuradamente. Olí su peculiar e inconfundible perfume francés
mezclado con el aroma de su maquillaje. Rompió a llorar cuando se
sentó sobre la cama, posó su mano sobre la mía y me besó en la
mejilla. Sentí que con la otra mano me tocaba las piernas. Me alivié.
-¡Te quiero, hijo! ¡Vaya susto nos has dado!
Mantuve el abrazo que de improviso tenía encima, quieto, tratando de
recordar y volviendo a sentir cada una de las partes y funciones de mi
organismo. Quise tocarme la cara. Lo conseguí cuando ella volvió a
separarse. Tenía barba, pero poco más que la noche de la cena. Volví
a observar a mi madre. Se secaba las lágrimas. Me miraba.
-¿Papá? –Pregunté.
-Trabajando.
-¿Qué hora es?
-Las diez, de la mañana... –Puntualizó.
-Y... ¿Llevo muchos días...?
Se separó de mí y fue a buscar una silla. La puso al lado de la cama.
Esta vez no me cogió la mano. Mantuvo la distancia. Se quedó
sentada a medio metro, mirándome, con sus manos anilladas sobre
las rodillas.
153
-Llevamos toda la noche contigo. ¡Qué susto nos has dado! Papá tuvo
que irse temprano, ya sabes, trabajo.
-Lo sé.
Llegó el silencio. Tenía tiempo para pensar, pero no lo hice. Los dos
examinamos la habitación. Yo por primera vez, ella por enésima vez.
Después volvimos a mirarnos. Me sonrió, yo dibujé una leve mueca de
resignación y bajé la cabeza.
-Todo esto es culpa mía –irrumpió de pronto.
-Déjalo, mamá. ¿Se puede poner la tele?
-Nunca debí darte nada, nunca debimos... Papá se empeñó.
-¡Déjalo! –Me enfadé- Sólo ha sido un susto, tú lo has dicho, ¿no?
Miremos hacia delante.
Decidí ponerme a buscar la forma de encender la tele. Necesitaba
una tercera voz que rompiera el silencio que vivía bajo nuestra
conversación.
-No, cariño, no lo dejo. Hemos hecho lo que en cierta manera tantas
veces te echamos en cara.
Detuve mi búsqueda y la miré de nuevo. Giré el cuello y sostuve mis
ojos en el punto exacto en el que habían nacido aquellas estúpidas
palabras. No podía creer lo que oía. Sí de papá, pero jamás de ella. Y
escupía aquellas sandeces sin mover un músculo de su cuerpo.
-No te castigues, mamá –Quise zanjar
-Sí, me castigo, y tú deberías hacerlo también. Quizá así nos
ayudarías a todos a enderezar nuestras vidas.
-¿Castigarme? ¿Yo? ¿Lo dices por lo de Jon? ¡No fastidies, madre!
154
-Pues sí, por lo de Jon –replicó sin alzar la voz.
-Lo de Jon no tiene nada que ver con esta puta mierda. Fue un puto
accidente, ¿entiendes, mamá? Os lo he dicho a papá y a ti miles de
veces. Igual no lo queréis entender, pero eso no es mi problema,
¿vale? ¡Superarlo ya, coño!
La explosión de mis palabras dejó una calma absoluta. Fue una
bofetada del revés inesperada para ella. Sabía que aquella era la voz
de mi madre, pero sin duda, las palabras tenían la firma de mi padre.
Ella reanudó una leve llorera que se secó con un pañuelo de seda
beige. Yo giré la cabeza hacia el otro lado. Oí que se levantaba. Creí
que se marcharía. Erré. Oí los pasos. Vi la sombra. La vi a ella y vi que
me tendía una hoja sobre las sábanas. Era sobre mi estado de salud.
La pesadilla aún quería darme un último mordisco.
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17
Descubriendo la realidad
a primera vez que volví a dormir en casa, no dormí. Me tumbé en
la cama, miré al techo y pensé en el cambio que había dado mi
vida en menos de un año. Busqué los motivos, pero no los localicé
todos. No encontré tampoco las razones. Tuve tiempo suficiente para
L
156
buscarlas, pero me perdía en reflexiones que no me ayudaban a
descansar. Había dormido mucho mejor en el hospital, junto a mi
madre. No hubo día que despertara sin su presencia. Por la noche
dormíamos los dos, o eso creía yo. Yo en la cama, ella sobre dos
sillas. Por el día hablábamos sobre todo lo que nos inspiraba la tele;
noticias del mundo y España, política, chismes y pequeños
comentarios relacionados con la ficción. Lo demás era tabú. Las
miradas lo decían todo.
Era difícil olvidarme del olor de Carlos. Olvidar su mirada me era
imposible. No necesitaba cerrar los ojos para verla. De nuestras
noches tampoco me olvidaba; su risa, su marihuana, su andar, el
tacto de su piel, su desnudez, la manera de excitarse, correrse, la
forma de su pene. Trataba de olvidarme de aquello. Pero nunca algo
me había sido tan difícil. Me golpeaba incansablemente en los
pensamientos. Yo trataba de dibujarme un futuro mejor, de
establecerlo como única prioridad en mis ideas, pero siempre
acababa naufragando en la herida que aún me atormentaba al
descansar sobre la cama; más si cabe en mi cama. Deseaba
enderezar mi vida, terminar mis estudios de informática, trabajar,
poder volverme a correr una fiesta con los amigos; mis amigos, y
follarme a una tía hasta la extenuación. Sólo quería a una chica
desnuda entre mis brazos. Sus piernas abrazando mi cintura y las
mías la suya. Su coño y sus tetas y labios, todos para mí. Los de
arriba y los de abajo. Nada más. No quería hablar con ella, sólo
deseaba follármela. Me daba igual cómo fuera. Sentir el sexo apegado
157
a mí. Meterla hasta al fondo y eyacular. Una y otra vez. Y luego me
gustaría follarme a otra distinta, y después a otra, y finalmente a otra
más. Quería que con todas fueran polvos salvajes. Que me hirieran la
piel, me arañaran, me desgarraran la garganta y enrojecieran el
capullo hasta que no pudiera soportar la mínima fricción. Anhelaba
sentir ese segundo en el que el cuerpo quedaba agarrotado y
desencajado hasta el límite para poder estallar de placer; que los dos
nos sumergiéramos en ese temblor, tocando fondo; el clímax. Y al
final, notar que los dos caemos poco a poco en la relajación más
profunda. Necesitaba lamer unos pechos, succionar cien coños, beber
su vida. Necesitaba el sexo femenino pidiéndome más y reafirmar mi
heterosexualidad.
Lo pensé la primera noche que dormí en mi casa pero no dormí.
Cuando terminé de masturbarme por tercera vez eran las cuatro de la
mañana. Hacía mucho que no me masturbaba solo. Hacía más tiempo
que no sentía ese deseo pasional y sexual hacia un cuerpo femenino.
Una mujer. ¿Cuál? En aquellos momentos me era fácil excitarme con
cualquiera. Sólo quería meterla y quemarme con el ardiente calor de
una vagina. Necesitaba sentir la piel de ella por dentro, sin
preservativo.
Antes de levantarme de la cama, porque la luz ya entraba por la
ventana, me masturbé otra vez. Apenas unas gotas de semen
cayeron en las sábanas. ¿Qué me estaba pasando? Y el sueño no
llegó.
158
Volver a desayunar leche
con colacao en la cocina de
mi madre, en la misma silla
de la cocina que me vio
crecer me provocaba
excesivos recuerdos. Me
resultó más extraño de lo
que preveía. Estaba
absurdamente feliz por el
absurdo hecho de poder
volver a desayunar en mi
taza. Con cubiertos de
verdad. Estaba feliz porque
la tele de la cocina me recordaba a un pasado distinto y mejor. Y
porque mi madre me cuidaba como a un maldito rey de Arabia.
¡Jamás había visto tanta bollería sobre la mesa! Mucho más feliz. La
libertad había vuelto a mi vida. Además, tenía una segunda
oportunidad, y mi futuro inmediato iba a alejarse mucho del pasado
reciente. Quería empezar de cero más que nunca y olvidarme de
todo.
-¡Vamos, hijo! ¡Aligera! –gruño mi madre mientras fregaba y recogía
la mesa- Tenemos que estar a las once en punto.
-Voy. Tranquila, mamá.
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El colacao reposaba aún caliente en la taza. Era lo más delicioso que
había probado en demasiados meses y no quería ver que se
terminaba. Bebí un sorbo y decidí untar y comerme una nueva
mantecada. La mordisqueé y mastiqué con suma pausa. Ni punto de
comparación con las secas magdalenas que cada mañana servían sin
éxito en el centro. Sonreí comiéndola. Estúpidamente reí. ¿Era aquello
lo que me estaba evidenciando un mejor porvenir? Algo había
cambiado sin lugar a dudas, y seguro que el cambio iba a progresar
aunque en menos de una hora tuviera que regresar al escenario de
mi pesadilla. La habitación de la cena romántica más surrealista de
mi vida.
-Te has levantado con apetito...
-¡Ajam! –dije con la boca llena.
-Vístete y vamos –pidió.
Terminé el colacao, di la taza a mi madre y camine en calzoncillos,
descalzo y despeinado hasta mi habitación. Allí tenía toda mi ropa;
mucha ropa. Y muchos más recuerdos. Laura seguía intacta en la
pared en forma de fotografía. Demasiado guapa para mí.
Excesivamente dolorosa su sonrisa. La fui arrancando poco a poco de
la pared, la rompí en cuatro pedazos y dejé que se olvidara en la
papelera vacía. También había regalos. Mis notas seguían intactas, y
varias cartas y postales. Éstas se acumulaban en el escritorio.
Todavía no las había abierto. La mayoría de mis amigos. Ninguna de
Laura. Una de Leticia, pero no decía nada interesante. “Espero que te
pongas bien pronto y podamos tomar un café”. “Yo espero volver a
160
follarte pronto en esa bonita bañera que tienes...”, pensé entre
dientes sonriendo. Me sentía feliz. Mi ordenador seguía intacto, tal
vez algo más sucio. Lo encendí mientras me vestía. Quería averiguar
si alguien le había metido mano. Al menos a primera vista lo iba a
descubrir. Mis padres eran demasiado torpes. Sin embargo, no vi
nada anómalo en el tiempo que tuve.
-¿Ya estás con el trasto ese?
Mi madre estaba preparada por completo, con las llaves del coche
colgando de su dedo izquierdo y el bolso firme sobre su hombro
derecho. Excesivamente elegante. Con pendientes, maquillada,
repeinada, una falta morada y una blusa negra con ribetes bordados
a juego. Iba de domingo. Yo de martes.
-Voy.
La primera frase de la responsable del centro no fue original. Se
acercó, me acarició la cara y preguntó, “¿Qué tal?”. Su voz salió con
mayor cantidad de aire que sonido y tintineó en el ambiente
demasiado maternal. Afirmé con un “bien” escueto y también
escasamente original. Sin permiso utilicé la silla que quedaba frente a
su mesa. Mi madre optó por recibir su aprobación, y mientras
esperaba, me miraba con desaprensión, regañando mi actitud.
-De verdad, que desde el centro todos sentimos mucho lo ocurrido.
Jamás había sucedido nada igual. -La disculpa la soltó mientras
regresaba a su silla, junto a la ventana.
161
-Lo importante es que él está bien y se haga justicia –intervino mi
madre clavándome la mirada con una amplia sonrisa-. ¿Verdad?
Afirmé suavemente. Esperé callado a que llegara algo interesante que
escuchar o rebatir. Intuyo que durante varios minutos hubo un
diálogo vacío de interés como los muchos que hay en este mundo. No
obstante, ellas sí parecían abstraídas en sus palabras. Incluso
derrochaban entusiasmo. De pronto, mi nombre sonó y me involucró
en la conversación sacándome de mis pensamientos; de mi silencio.
Volví a levantar la cabeza, la mirada, sonreí a Raquel, miré de reojo a
mi madre y lancé un escueto “¿sí?”.
-La habitación está completamente recogida y tus cosas casi listas.
Puedes ir cuando quieras. –Debió de repetir por el tono en que lo dijo.
-Ve, anda –me animó mi madre.
-Sí, vale, -acepté.
Clavé las palmas de mis manos en los bordes de la silla. Apreté.
Hundí las uñas en la parte inferior de ésta y noté cómo el paladar
comenzaba a secárseme a una velocidad vertiginosa. El cuerpo se me
agarrotaba y el corazón me empezó a latir más rápido por la falta de
oxígeno. -Ve, cariño –insistió mi madre.
Giré la cabeza y volví a asentir con una mirada difícilmente amistosa.
Y no me pregunten por qué, pero esperaba que mi madre me
acompañara. No por miedo, más bien por ayuda. Quería que me
ayudara a recoger las cosas. “Me engañaba”, pensé. Sabía que me
mentía. Su presencia a mi lado me permitiría alcanzar un mínimo de
162
calma, la que ahora no veía ni de lejos. Esa calma era un punto
borroso en el infinito. Ni siquiera imaginaba.
-Voy, mamá –articulé con una sutil molestia.
-Yo me quedo comentando unos asuntos con Raquel, ¿vale?
Miré a las dos. Aún esperé unos segundos por si emergía la pregunta,
pero nunca llegó el “¿Quieres qué te acompañe?”.
El silencio se perpetuó durante los últimos segundos que estuve en
aquella sala. Ninguna de las dos puso una palabra en sus labios hasta
que no cerré la puerta por fuera. Tal vez Raquel no entendía de
psicología, o quizá aquello se trataba de una prueba más. El examen
que tenía enfrente me exigía conseguir pisar la escena que podía
haberse convertido en mi fin. Apenas dos semanas después. No sé, ni
siquiera aún hoy, si aquello fue una buena actuación. Yo sentía
pánico. Si bien, no supe del pavor hasta que ella me dijo que fuera a
por mis cosas. Arrastré la silla para romper el sosiego. Me puse de pie
con torpeza y percibí que mis rodillas temblaban. Era verdadero
terror. No quería ir. Ellas lo tenían que saber, pero ellas callaban. Yo
callaba. Y tras girar mi cuerpo, caminar y abrir y cerrar la puerta,
inicié con firmeza el camino que me llevaba de nuevo a mi peor
pesadilla. No sabía siquiera si iba a llegar, pero me dirigía hacia allí.
Analizaba con detalle cada uno de los pasos que me acercaban a mi
habitación; nuestra habitación. Sabía que Carlos no estaba, pero sin
saber el motivo crecían mis dudas. Creía que en cualquier esquina iba
a aparecer con su andar torpón, su mirada fija y lenta, y su sonrisa
163
bobalicona diciéndome, “¿Qué tal todo, loco?”. Nadie apareció. Ni
siquiera me crucé con los cuidadores del centro. Nadie. Como si lo
hubieran vaciado para mí.
A escasos cien metros de la puerta me detuve. Busqué restos de la
supuesta mancha que había dejado mi sangre. Sin embargo, el pasillo
aparecía impoluto. Reanudé mi marcha, miré el reloj del móvil y
recordé que en aquella planta era la hora de la gimnasia. La soledad
me intranquilizó más. Me invadió el miedo cuando la puerta estuvo a
la vista. Me obligué a detenerme. Desconfiaba, cada vez más, de la
soledad de aquella habitación. ¿Esperaba hallar algo más además de
mis cosas? ¿A alguien? Era absurdo. Sabía que no, pero la ansiedad
había debilitado mi certeza.
La puerta de la habitación 017 parecía enorme en aquel pasillo. Los
números en color beige me parecieron incluso diferentes. Más
tétricos. Jamás me había fijado en ellos. Miré a la derecha e izquierda
y me distancié para contemplar la puerta. Nunca antes me había
planteado lo que suponía abrir una maldita puerta. Nunca me había
aterrado tanto. ¿Por qué? Lo que podía haber al otro lado no era
nada, y cada segundo que lo pensaba la dificultad me era mayor. Di
tres pasos, y decidí pegar la oreja en la madera de aquella puerta.
¿Oía silencio? Mi corazón me golpeaba el pecho con tanta fuerza, que
no conseguía oír nada. Cerré los ojos y sentí cómo mis dedos
temblaban contra la puerta. Tenía tantísimo miedo de repente, que
no podía escuchar más que el vivir de mi cuerpo.
164
Volví a distanciarme. Volví a vigilar. ¿Por qué era tan gilipollas?
"¡Nadie iba a estar esperándome allí dentro!", me grité. Y menos aún
la persona en la que estaba pensando constantemente. Necesitaba
afrontarlo. Abrir la puerta, recoger mis cosas y dar un portazo para
siempre al pasado; a lo que sucedió aquella noche. Había un futuro y
yo tenía que tomar las riendas.
Opté por dejar de pensar. Me quité la puerta de los ojos. Me agaché,
me escondí en mí mismo y conté hasta cinco. Ni despacio ni rápido. A
un ritmo constante y decidido. No podía volver con mi madre como un
maldito niño cobarde sin mis cosas. Era un paso atrás respecto a mi
libertad. Me levanté y caminé veloz hacia la puerta. Fueron tres
pasos. Mi mano derecha se estiró, apreté el pomo con fuerza, frío, lo
giré y abrí. La habitación descansaba en paz tal y como la había
conocido. Sin embargo, de pronto me atizó con furia la última imagen
que tenía de ella. Su mirada en el centro, su aroma, la tenue luz, su
respiración vibrando y mi dolor adentrándose en mí hasta paralizarme
los huesos y la conciencia. Pestañeé y volví a visualizar con detalle lo
que en realidad había allí. Quería convencerme de que estaba solo.
Sin él.
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18
Libertad atada
parecía frente a mí. Con el cuchillo en la mano, sonriente.
“¿Qué tal loco?, ¿Has venido a por el postre?” Veía la escena
con total nitidez. La sentía, palpaba y temía. Mi mente me la hacía
experimentar. Yo me la estaba bebiendo; saboreando. Me era
imposible deshacerla. Y por un lado, tampoco quería. Era él y yo. Los
A
166
dos enfrentados, y aunque aterrado, deseaba atacar y saldar cuentas.
“¿Deseaba su muerte?”, vacilé. La venganza tal vez. Y no sólo por la
cicatriz perenne que se amoldaba aún en mi espalda. Quería que
pagara el importe por la herida que latía en mi vida. No iba a ser fácil
la venganza, ni la manera concreta de realizarla.
Sé que la histeria me atraparía... No lo dudaba. Si lo tuviera delante
de mí realmente no sabría cómo actuar. Improvisaría. La violencia me
conquistaría. Y repentinamente me vi inmerso en una película. La
rodé en mi mente y corregí mis actos cuando no me gustaban. La
ficción me obligó a salir a escena y actuar. “¡Acción!”, grité. Corrí,
salté sobre él y le aticé un puñetazo entre los dientes. Me excitó su
sangre correteando entre sus encías. Luego le golpeé en la nariz. Un
rojizo riachuelo le encharcó el rostro. Me dio asco. Sufrí náuseas.
Quise vomitarle encima, pero no lo hice. Quise morderle el labio y
arrancárselo. Tragármelo. Incluso en pleno estado de rabia, soñé con
besarle y morderle la lengua cuando me la metiera hasta la
campanilla, algo que siempre solía hacer. Me dejé besar, y entonces,
mi trampa dental se activó y apretó sin piedad hasta sentir que se
partía en dos. No pude cogerle del pelo, así que decidí atrapar sus
minúsculas y ridículas orejas. No le veía llorar, así que escupí
directamente a sus ojos. No le veía sangrar todo lo que quería, así
que hinqué mis uñas en su cuello hasta ver que la piel se desgarraba
y las gotas de sangre desfilaban suavemente para esconderse bajo su
camiseta. Y cuando sólo me quedaba cortar por lo sano su vida, mi
rodilla se hundió entre su entrepierna, golpeó y yo me fui con media
167
sonrisa. Era el definitivo ‘The End’. No quería ver su muerte. Su mala
vida se encargaría de tal honor.
Tardé unos minutos en
desaparecer de la ficticia
habitación. Fue como si me
hubieran soltado de un
avión. Cuando choqué
contra el suelo, mi cuerpo
despertó por completo.
Resucitó. Estaba allí, en
soledad. La habitación
estaba intacta. Tal y como
la había visto por primera
vez. Di dos pasos, tres y un
cuarto. No había nadie.
Lógico. Sin embargo, no me entretuve. No me detuve en detalles.
Recogí mi ropa, que ya casi estaba preparada en mi maleta. Guardé
varios de los bolígrafos que utilizaba, dos cuadernos y tres libros de la
biblioteca que, como no habían retirado del cuarto, tomé prestados
para siempre. Además, me llevé ‘Azul casi transparente’ de Ryu
Murakami, un pequeño libro que Carlos me había regalado y se había
convertido en mi obra de cabecera; mi lectura nocturna.
Recorrí el pasillo veloz, como si me persiguieran. Únicamente me
crucé con dos asistentes que rehusaron saludarme. Me miraron en
168
dos ocasiones, de manera intermitente e intercalando susurros.
Sonreí y seguí avanzando obviándolas. Mi madre permanecía en el
interior del despacho de Raquel. En idéntica posición. Las dos debían
de continuar conversando. Di dos golpecitos en el cristal de la puerta
y entré sin esperar una respuesta de aceptación. Pese a esto, las dos
se asustaron. Las dos se recolocaron en sus asientos en cuanto
notaron mi presencia. De inmediato, mi madre se levantó. Su rostro
denotaba enfado. Su piel aparecía acalorada y con una postiza
sonrisa, como si dos hilos estiraran de los codos de sus labios. Raquel
puso un gesto casi idéntico pero más comedido.
-¿Pasa algo? –Pregunté.
-Nada, hijo. Nos vamos ya. –Tendió la mano a Raquel y ella la aceptó-
Muchas gracias por todo lo que han podido hacer.
La ironía, una receta frágil en mi madre, abofeteaba sin disimulo en el
tono de cada palabra. “Lo siento”, oí musitar. Raquel se levantó para
darme dos besos. Lo hizo y nos fuimos. Todo fue excesivamente
rápido.
El viaje en coche me regaló una canción. La pinchaban en una
extraña emisora de radio. La sensación de libertad con ese tema
creció más fuerte dentro de mí. Bebía cada una de sus frases por
primera vez y me hicieron sentir bien, aislándome por completo de la
monotonía y silencio del trayecto. Sin embargo, hoy no puedo
recordarla. Hoy siempre me viene a la cabeza la letra de otra canción:
“Una racha de viento nos visitó, pero nuestra veleta no se inmutó...
169
Se rompió la cadena que ataba el reloj a las horas... Agarrado un
momento a la cola del viento me siento mejor, me olvidé de poner en
el suelo los pies y me siento mejor...”
La libertad nacía y crecía en mis venas con cada curva. En cada
frenazo. En cada acelerón. En la absurda posibilidad de ver los
semáforos de nuevo, descubrir nuevos rostros pasear por las aceras,
cruzando frente al vehículo ilegalmente o por el paso de cebra
correspondiente. La libertad me hacía sonreír al ver bailar sin ritmo
una hoja de un árbol. Incluso al ver en silencio las primeras luces de
Navidad que pronto acabarían haciéndose fuertes en la Castellana.
Sentí más placer cuando decidí bajar la ventanilla y percibía que el
aire frío azotaba mi cara y me hacía llorar. La sensación de libertad
me ayudaba a despertar de mi pesadilla, aunque no a olvidarla.
Deseaba borrar el pasado, aunque olvidando no podía obviarlo. Ni
siquiera las consecuencias. La herida desfilaba con total libertad por
mi vida y eso era imposible de erradicar. Ni a largo plazo. Caminaría
por la libertad a partir de hora, pero un fino hilo siempre me ataría a
ese pasado.
Pese a ese trazo de tristeza interior invisible, yo continuaba con mi
sonrisa en el coche, con la cabeza pegada a la ventanilla, sintiendo
cómo el frío aire se colaba por una esquelética rendija. Y allí, en el
asiento del copiloto, la felicidad me iluminaba con mayor amplitud
cada segundo. Me alejaba para siempre de un oscuro camino en mi
vida. Pero entonces, durante mi ardua tarea de olvidar y disfrutar, mi
170
madre optó por lanzarme una zancadilla. Despertarme del sueño y
avivarme el interés por la persona que envenenó mi vida.
-¡Vamos a denunciar! –explotó bajando el sonido de la música.
-¿A quién? –Pregunté apático.
-Al centro, por supuesto, y a tu compañero. No puede irse de rositas
como ellos quieren. Por el bien de todos y el tuyo, hijo.
-¿De qué hablas, madre? –Giré la cabeza y clavé sus ojos en ella, que
seguía concentrada en la conducción con la mirada fija en la
carretera.
-De lo que te ha sucedido. –Frenó de golpe ante un semáforo en rojo y
me miró- ¿O crees que todo lo que ha pasado es nada? ¡Te intentó
asesinar!
El afilado grito materno me asustó. Enderezó mi cuerpo y me sentí
tenso e incómodo en el interior del coche. Se había hecho
excesivamente pequeño aquel habitáculo.
-No... Sí, no sé, pero ya llegará el juicio, ¿no? -agaché la cabeza- Yo
quiero olvidarlo, madre.
El acelerón me pilló por sorpresa. Atacó justo después de querer
asesinar un claxon. A mi madre le apresaron los nervios, pisó el
acelerador con ímpetu, soltó el embrague de una vez y las ruedas
chirriaron.
-Hijo, tú tienes que olvidar ciertas cosas, no lo dudo, pero otras no
puedes. Están contigo. Es tu vida. Tendremos que superarlas juntos.
Él debe pagar por lo que hizo. Y sin embargo, no lo va a hacer.
-¿Cómo?
171
-Sólo le han cambiado de centro. Sigue el mismo tratamiento y en
idénticas condiciones –relataba mientras peleaba con el tráfico del
centro de la capital, cambiando constantemente de carril-. Y Nada va
a cambiar. Nosotros tenemos que hacer algo.
-¿Dónde está?
-Eso es lo más grave del asunto...
-¿Dónde? –pregunté con mayor seriedad.
Mi madre giró el volante sin dar el intermitente, volví a oír un claxon,
pero no sentí golpe alguno. Estábamos frente a la rampa descendente
que daba acceso al garaje de la comunidad de vecinos.
-A dos manzanas de nuestra casa. ¡De ti! ¡Es vergonzoso!
-¿Dónde? –Insistí inquieto.
Cuando me concretó la dirección se me puso la piel de gallina y la
libertad, viva, me ató un poquito en corto.
Transcurrió medio año hasta que volví a ver a Carlos de cuerpo
presente. Uno frente al otro. Los dos juntos, separados por un escaso
metro. Sin embargo, apenas un mes después de nuestra cena
romántica ya sabía de él. La curiosidad con la que mi madre me había
alimentado había dejado a mis dedos libres de uñas y necesitaba
respuestas. Desde la distancia, pero noticias suyas; explicaciones.
Aún no tenía el valor suficiente como para enfrentarme a su cara. Ni
valentía, ni ideas maquiavélicas para desayunar la venganza que
tanto anhelaba.
172
Opté por un método inusual en pleno siglo veintiuno, pero totalmente
eficaz para su estado. Le escribí una carta. Lo hice la misma tarde
que mi madre me reveló donde estaba. Escaso medio folio, pero
suficiente para decirle que yo seguía vivo y que mi herida no había
cicatrizado. Deseaba hacerle saber que no iba a olvidar el daño. No
quería que durmiera tranquilo. Y escribí a mano.
Querido Carlos,
Te sorprenderá la carta. Te sorprenderá leer de nuevo palabras de
mi puño y letra. Lo más sencillo era huir y alejarme de ti para
siempre, pero sabiendo lo cerca que estás de mí y la herida que corre
por mi sangre, no puedo evitar contactar contigo para decirte que,
en cierta manera, nuestra batalla no ha terminado. ¿O sí? Tú lo
dijiste: “¿Siempre estaremos juntos?”. Ahora lo entiendo.
No sé explicar el dolor; el odio. Quizá con el tiempo se borre y me
olvide de ti. Ahora me es imposible. Tengo una larga espina afilada
entre mis venas. No dudo que ya lo sabías. Descansa impasible a la
distancia justa de mi corazón. En mi vida diaria no me hiere, pero oír
tu nombre y recordarte estremecen mis latidos. El pinchazo se
convierte en una insufrible tortura que alimenta mis ganas de ti.
Hoy no sé si volveré a mirar tus ojos. Si lo hago, ten miedo. Yo lo
tendré. Y antes de despedirme, sí necesito saber una respuesta. ¿Por
qué me contagiaste con tu veneno? ¿Desde cuándo lo tenías
planeado? Quiero saber qué parte de cordura hay en ti en todo lo
173
que me sucede o si todo es fruto de la locura. Ahora mismo estoy
llorando. Si buscas bien en el folio, verás las sombras de mis
lágrimas resecas. Espero tu sinceridad.
Un saludo,
Sergio.
Doblé la hoja. Me sequé las lágrimas. Cogí un sobre de uno de los
cajones de mi escritorio. Metí la carta dentro. Cogí otra hoja y en ella
escribí mi dirección. Le pedí discreción si decidía responder. Le pedí
un seudónimo o anonimato. Pegué el sobre. Y sin dudar un segundo
más abandoné la habitación. Compré un sello. También lo pegué con
rapidez. Y sin abandonar mi acelerado nerviosismo, busqué el buzón
más cercano. No quería pensar, porque entonces encontraría una
manera de arrepentirme. En cuanto vi el cilindro metálico, decidí abrir
su boca y soltar la carta de mis dedos. La empujé con tal brusquedad,
que me fue imposible buscar un segundo de arrepentimiento. En el
momento en el que la carta yacía dentro del buzón, sin posibilidad de
rescate, me relajé y cavilé en las consecuencias. Hacía un nuevo nudo
a la única cuerda que coartaba mi recién estrenada libertad. Me
arrepentí en cierta manera. Aunque al mismo tiempo comprendía que
era un escrito inevitable.
La respuesta de Carlos llegó cinco días después. Yo estaba en el salón
jugando al FIFA con mi ‘Play Station’. No esperaba una respuesta tan
temprana. De hecho, al segundo día había olvidado la carta por
174
completo. Imaginé que no le llegaría la carta. Se perdería en
recepción.
-¡Sergio! –Gritó mi padre- Una admiradora...
Pausé el juego, asomé la cabeza y vi a mi padre con un pequeño taco
de cartas, en su mayoría facturas.
-Parece que tienes una admiradora secreta... –Sonrió y me lanzó con
desprecio un pequeño sobre.
-Sí, seguro... –Farfullé soltando el mando.
Atrapé la carta del suelo y leí: ‘Lilly’. Sonreí. Una de las protagonistas
de nuestro libro; mi libro de cabecera. Mi corazón se aceleró, y la
espina hirió con ira mientras un nudo estrangulaba mi estómago. Mi
piel moría, y mi mandíbula quedó desencajada durante largos
segundos.
175
-¿Todo bien? –Preguntó mi padre.
Agaché la cabeza, me levante y crucé por su derecha sin mirarle.
Tenía una dirección única: Encerrarme en mi cuarto.
-Todo perfecto –dije antes de desaparecer.
Ni siquiera en la soledad de mi habitación, con la carta en la mano,
mirándola, quemándome, podía tranquilizarme. Oí a mi padre por el
pasillo, pero él sabía que no podía venir a interrumpir. Mi madre debía
de seguir en la cocina. Me aislé del mundo. Sentí cómo el calor ardía
en mis manos. Puse un disco de ‘Franz Ferdinand’ y rajé la carta por
un lateral con suavidad y temblor. Bajo los primeros acordes de
‘Jacqueline’ buceé en el dolor de sus primeras palabras.
1. Letra de la canción: ‘Dulce Introducción al caos’ de Extremoduro.
176
19
La carta
Hola, loco.
177
¡Menuda sorpresa! Te echo de menos, mucho. Llevo un mes sin
follar. Imagino que tú también. Me habrás sido fiel, ¿no? ¡Uf! Eso
hace echar de menos a cualquiera, ¿no crees?
Entiendo el enfado que emana tu escueta carta. No sé el motivo. No
sé qué herida te duele más. Sé que, si es lo que creo y te lo hubiera
dicho nunca hubieras follado conmigo. ¿Qué harás tú a partir de
ahora? ¿Quieres tirarte toda una vida sin meter tu bonito pene en un
chochito caliente? ¿O en un culito? ¿Qué te gusta más ahora? Para
saborear ambas te será imprescindible mentir.
Quizá algún día lo nuestro tenga solución. Hoy lo dudo. Y no planeé
nada, que conste. No al menos nada de la parte final. Estoy
enamorado de ti, simplemente. Es lo único sincero que siento
ferozmente en mí. El resto son asquerosas falacias; sentimientos
efímeros. Y no seré ni el primero ni el último amante que mata o
intenta matar al amor de su
vida. Nunca quise herirte,
pero ver que te ibas de mí
me dolió, tanto, que
necesitaba hacerte saber;
que sintieras mi dolor en tu
piel.
Es la primera carta que
escribo en muchos años y no
se me está dando mal. Por
cierto, he decidido
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apodarme como la protagonista de ‘Azul casi transparente’. ¿Qué te
parece? ¿Sexy? Siempre quise ser una mujer. ¿Me querrías
entonces? Yo aún te quiero. Ya te lo he dicho, ¿verdad? Me masturbo
pensando en ti. Todos los días. ¿Tú? Al menos sé que piensas en mí.
Tú has iniciado esta batalla verbal de cartas.
¿Adónde quieres llegar? Matarme no solucionaría nada. Lo sabes.
Además, eres cobarde por naturaleza. Te cuesta en exceso afrontar
la realidad. Lo percibí enseguida. Luego supuse que por eso te
escudaste en la locura. Es más sencillo todo, ¿cierto? Y más fácil en
la soledad sin que nadie te moleste. Así eras tú. Así eres. Desde el
principio supe que caerías en la tentación. ¿Te lo mereces? No lo sé.
¿Me lo merezco yo? Tampoco lo sé. ¿Cómo fue? Tal vez algún día...
¿De verdad vas a venir a verme? Tengo la piel de gallina. Todo el
cuerpo se me eriza. El corazón se me atropella como a un chiquillo
en su primer día de colonias. Esas palabras tuyas aún respiran
jadeantes en mi cabeza. Estoy cachondo como un quinceañero en su
primera vez. Si ahora estuvieras aquí y me pusieras la mano en la
polla, me correría en un solo instante. ¿Tú no? ¡Tócate, anda! Ahora,
hazlo por mí y luego cuéntamelo en la próxima carta. ¿Vale? Ojalá lo
hagas. ¡Ay, loco! ¿Qué vas a hacer con tu vida? Sin mí... ¿Te curarán
tus papis? Te llevarán al mejor centro del país y te tendrán años
encerrado allí, con los mejores tratamientos, hasta que encuentren la
deseada vacuna. Tú tranquilo, siempre te quedaré yo. Dos hombres
de la mano, unidos por nuestra pasión sexual, envenenados,
caminando, enamorados hasta la muerte. Ya no podríamos hacernos
179
más mal... Pero tú tuviste que querer huir. No lo entiendo. ¿La chupo
mal? No me mientas, ¿eh? Te he visto y sentido. Te retorcías en
nuestra cama; mi cama y la tuya. He notado cada uno de tus
espasmos golpeando a derecha, izquierda, arriba y abajo. Y
finalmente, recuerda que saboreé tu semen golpeándome en el
paladar.
¿Aún sigues leyendo? Iba a escribir poco, pero esto me está
resultando altamente divertido. No esperaba noticias tuyas. De
verdad. Incluso descartaba que estuvieras enfermo. Sabía la
posibilidad, pero pareces un tipo con suerte. ¿De verdad lo estás? Lo
siento. O no, no sé. Tal vez lo merezcas, por cobarde. ¿Acaso lo
merezco yo? Me repito, lo sé, pero me gustaría tenerte aquí para
poder oír ya todas las respuestas a mis preguntas. Mi historia es
mucho más dura que la tuya. Quizá por eso enloquecí. Estaba
enamorado, más que ahora de ti. ¿Te creíste la escena de la obra?
No, ¿verdad? Patrañas, puras y asquerosas patrañas. Tal vez te lo
cuente en el futuro, pero en otra carta. Aunque sólo en el caso que
rechaces un encuentro cara a cara. ¿Volverás a escribirme? Creo que
sí. Me necesitas. Tienes cuentas pendientes conmigo. Tienes
dependencia a mí. ¿Nos volveremos a ver?
Pregunto demasiado y yo no respondo a tus preguntas. ¡Cómo soy!
Sin embargo, tampoco creo que quisieras eso. Querías tener noticias
mías, nada más. Además, no hay porqué, y si lo hay lo encontrarás tu
mismo el día que decidas actuar en silencio y rezar que el veneno no
180
se propague. Porque no es lo mismo follar con condón que sin él,
¿verdad? Los dos lo hablamos aquella noche orgásmica en la que
sacamos tantas virtudes a una relación homosexual. La
heterosexualidad sólo se cubre del embarazo, ¿verdad? ¿Y tú qué
quieres ahora mismo?
Ardo en deseos. Ardo si sueño saborear miles de mis deseos. El
primero, verte. Luego tocarte, olerte, saborearte, morderte, comerte,
besarte. ¿Estás seguro de que no me quieres? ¡Piénsalo bien! ¿Por
qué me escribes? No hay más, Sergio, mi loco. Debes afrontar tus
pasos del futuro tu mismo. Por recurrir a mí no vas a remediar nada.
Sólo me vas a encontrar a mí, amándote. Yo no puedo curarte. No sé
si vienes a mí por la herida en la piel o por la enfermedad que tal vez
te contagié. Si es por el sida, sólo tú puedes afrontarlo. Si realmente
lo padeces, y no me quieres, deberás caminar tú solo. No hay espacio
ni tiempo para la venganza. Créeme.
Yo te quiero mucho. Lo sabías mucho antes de que organizara la
cena. Pero te hiciste el despistado una vez más y eso no es justo. Un
día amaneció como otro cualquiera y los besos y las caricias habían
cambiado. Eso se nota, Sergio. Tus gestos y palabras brotaban con
suma medida, y las mías se dejaban llevar y brillaban sin mesura. Tu
mirada dejaba más que en evidencia todo lo que sentías, pero
preferías esconderte en tu biblioteca y aprovecharte del sexo.
¡Maravilloso! Loco te echo mucho de menos. ¿A qué juegas? Yo sé mi
juego pero, ¿el tuyo?
181
Tuve que detenerme. Aún me quedaba un folio, pero parecía que me
restaba una eternidad. Que vivía en ella. Necesitaba agua. Un buen
trago de alcohol; ron, whisky, vodka, tequila... Un buen polvo con una
tía. Y pensé en Leticia. ¿Hora de tomarse esa cerveza o café? Franz
Ferdinand seguía sonando en la habitación. Su aroma, el de Carlos,
me recorría las fosas nasales. ¿Cómo lo había hecho? Incluso al
pasarme la lengua por el paladar podía saborear sus besos. Salí de la
habitación, me metí en el baño sin llegar a ver a nadie y cogí la pasta
de dientes. Tuve una arcada. Me cepillé concienzudamente. Lo
necesitaba. El sabor a menta anegó mi boca y tuve otra arcada. Poco
a poco, Carlos desaparecía de mí. Me cepillaba rápido y fuerte. Oí dos
golpes en la puerta. Me sobresalté. Creí que al otro lado estaba él,
que me esperaba para seguir hablándome. Era absurdo, pero la
maldita carta parecía tenerme atrapado en su universo. Ni siquiera
había podido soltar el sobre y las hojas. Me quemaban en la mano
derecha.
-¿Estás bien, hijo?
-Sí, papá –respondí tirando de la cadena inmediatamente.
La soledad volvió al baño. Mi padre desistió. Me miré al espejo. Estaba
pálido. Feo. Hacía mucho que no me observaba con detalle. ¡Cómo
había cambiado! “¿No quería quitármelo de la cabeza? ¿O sí?”, me
pregunté observándome. “¿Necesitaba verle para una venganza o
simplemente para una explicación?”. Cuando el agua del váter dejó
de correr escuché el silencio. Mi padre se había marchado
definitivamente. Levanté las hojas y volví a mirar las letras de trazo
182
infantil. Analicé el escuálido sobre en el que únicamente aparecía su
apodo y mi dirección, y entonces descubrí algo más. No había caído
en ello. Estaba en el fondo y su delgadez o mis nervios me lo habían
hecho obviar. Sonreí. ¡Qué cabrón! No pude evitar reír. Entre mis
dedos sujetaba uno de sus porros de marihuana. Estaba envuelto,
como si de un regalo se tratara, en un amplio papel de fumar. Y
estaba escrito. Lo deshice y leí: “Disfrútalo, sonríe a la vida y
recuérdanos”.
Abrí la puerta del baño apresurado, regresé a la habitación, escondí el
porro en un cajón y dejé la carta sobre la mesa. Aún tenía demasiado
presente su olor. Me maldije. ¿Cómo coño lo hace? De inmediato cogí
el móvil y busqué en la agenda. Llegué a la ‘L’ y escribí un mensaje.
Necesitaba unos labios femeninos. Necesitaba quedar con ella esta
tarde, aunque sólo fuera mirarla, oírla y olerla. Aunque mi interior
pidiera besarla, desnudarla con furia y follarla sin esperar su
consentimiento. Necesitaba un espacio y un mundo distinto. Para ello,
el primera paso era conseguir la cita, el segundo engañarla para ir a
su casa, y quizá entre medias, explicar, de la manera adecuada, mi
ausencia. “Te he echado de menos”, escribí antes de enviar.
Miré los folios de nuevo y supe que no tenía ganas de continuar, pero
debía hacerlo. Tampoco iba a tener la concentración necesaria
porque gran parte de mí esperaba impaciente un mensaje. El móvil
seguía apagado. Cogí la hoja. Decidí cambiar de música y opté por los
‘Beatles’. Metí el CD, bajé el volumen y comenzaron a sonar los
primeros acordes.
183
Me quedé de pie apoyado en el escritorio. Miré el móvil, que seguía
sin dar señales de vida. Jugueteé con la última hoja y me la puse
delante. Era la hora de afrontar el final.
Si has escrito esto es porque quieres verme. Ese es tu juego. ¿Me
equivoco, loco? Me queda una duda. ¿Quieres verme para que
follemos o para darme una paliza? Algo me dice que más lo primero.
No te veo capaz de lo segundo. Así que concretemos. ¿Cuándo
quieres verme? No será fácil. El control al que soy sometido es muy
alto. De todas maneras planearemos algo. Yo me las ingenio, sigo
teniendo los contactos suficientes.
Yo te estoy siendo fiel, ¿eh? Espero que tú también. Además, tuvimos
una despedida muy fea. Deberíamos mejorarla. Ardo en deseos.
Iremos directo al sexo, ¿te parece? Sobran las palabras, que son las
que nos enfadan, y por supuesto, evitaremos la cena. Curaremos
nuestros pecados y perdonarás mis heridas, ¿verdad?
A veces sueño demasiado, piensas diferente, lo sé.
Querido, Sergio, hoy enviaré esta carta. Estas letras surgen un día
después. He hecho una pausa de un día. ¿Se nota?
Hoy, antes de ponerle punto final al escrito he releído tu carta, y la
verdad es que me duelen tus palabras, y más lo que intuyo de ellas.
Decirte que descubrí mi enfermedad hace un año. Nadie lo sabe. Es
la única solución para ser normal; el de antes. Nadie debe saberlo.
Es mi opinión. Si de verdad te he contagiado, lo siento. Tal vez eres
uno más de mi lista. ¿Qué elegirías tú con mi vida a cuestas? Quizá
184
mi vida sea ahora en cierta manera parte de tu vida. Debes convivir
con ello. Yo elegí obviarlo. El futuro nos lo revela todo y los pacientes
son los que mejor llevan la espera. En mi vida, en esta que me toca
vivir, me gusta más esperar y esperarte. Yo te espero.
Puede que hoy, el efecto de la medicación me haga soltar todas estas
palabras de un modo extraño, pero son sinceras, lo prometo. Estoy
siendo consciente de lo que escribo. Tal vez no estoy siendo
consciente de cómo lo escribo. Sin embargo, lo que sí soy es
consciente de que te escribo a ti, Sergio.
Yo te esperaré, eso tenlo claro. No tengo mucho más que hacer, así
que a la espera de saber tus verdaderas intenciones, a la espera de
saber el significado o continuidad de estas cartas me quedo. A la
espera de ti.
Te echo de menos, loco.
Carlos.
PD: En el fondo del sobre encontrarás una ayudita para pensar mejor
en tu futuro. ¿El nuestro?
El folio se me cayó de las manos. Mis dedos no tenían una gota de
fuerza. La hoja flotó suave hasta tocar el parqué, por el que resbaló
suave hasta llegar al borde de la puerta. Me sentía agotado, como si
me hubieran dado una paliza. La música evitaba a duras penas que
sus palabras escritas sonaran altas y claras en mi cabeza.
185
Martilleaban en mi frente. Pellizcaban mis ojos. De pronto, el corte
entre una canción y otra me aterró por el excesivo silencio. El móvil
vibró, y mi corazón aceleró el ritmo cardiaco y el vaivén de mi pecho.
Incluso lancé un grito corto, agudo y absurdo. Di tres pasos, recogí la
última hoja de la carta del suelo y la uní al resto. Las doblé y apresé
el móvil. Era ella.
20
ObseXión
a masturbación se había convertido en una forma de vida.
Exprimía mi vida cada noche, cada tarde, cada mañana al L186
despertar. Incluso en sueños. Nada saciaba mis ganas de sexo. Ni el
frío de la calle, ni la lluvia constante del invierno, ni la oscuridad de
los días, ni las duchas heladas a las que a veces me sometía creyendo
que así podría relajarme. Siempre acababa aferrado a mi pene y al
brío suicida de una posible existencia. Y no me preocupaba, sólo me
obsesionaba. Necesitaba sexo con una mujer de manera inmediata.
Me hería la espera. Deseaba tener entre mis brazos el cuerpo de una
mujer desnuda. Me hería porque, en ese tiempo, seguían aleteando
en mí las palabras de Carlos, a las que había decidido dar portazo sin
valorarlas. Anhelaba olvidar la razón que cargaba muchas de sus
afirmaciones. Estaba en un estado de transición, y obsesionarme con
la carta no ayudaba. Los folios reposaban intactos en el cajón junto al
porro. Me aterraba escribir. No tenía palabras; las palabras. Además,
la herida del corazón supuraba rápido y el dolor disminuía, por lo que
mi cabeza regía con suficiencia para templar mi sangre. Entonces no
existían palabras para él. No poseía los hechos de la penitencia que le
devoraría.
De nuevo había vuelto a mis clases de informática. De nuevo había
vuelto a tener independencia lejos de mis padres. Y además de
teléfono móvil, de nuevo tenía tarjeta de crédito y dinero propio en
billetes y monedas. Incluso contacto con mis amigos. Y por supuesto,
había vuelto a saborear una, dos, tres y más cervezas. Lo único que
me ataba al pasado era mi estado; las primeras revisiones médicas
relacionadas con la enfermedad de Carlos; ahora mi enfermedad.
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Todavía no podía aceptarlo. Menos creerlo. De hecho, cada vez que
me enfrentaba al médico esperaba y deseaba con todas mis fuerzas
que él sonriera y dijera, “Espero que nos pueda perdonar, Sergio,
pero todo ha sido un error, porque usted está muy sano. No está
contagiado”. Incluso rogué a Dios. Sin embargo, esas palabras a las
que les puse sabor a sandía veraniega no se derramaron sobre las
comisuras de mis labios.
Lejos de esa hiriente realidad comenzaba a disfrutar de la otra vida
paralela a la que me quería aferrar mientras fuera posible. Olvidaba
así las sombras que me hundían. En clase retomaba amistades. Y con
los de ‘toda la vida’ organizaba un jolgorio grandioso por mi regreso.
Sólo había pedido una cosa: Putas.
La obsesión me azotaba constantemente después de más de dos
meses fuera del centro. “Seguía sin meterla en caliente, ¡joder!”.
Imaginar la sensación de follarme a una mujer me obligaba a
masturbarme de inmediato. Daba igual dónde estuviera. Lo había
hecho entre clase y clase imaginando a todas mis compañeras, en el
Corte Inglés después de ver a varias dependientas con esa faldita tan
corta junto a su habitual e insinuante escote, en casa de Manu, una
tarde en el que su hermana acababa de salir del baño. No pude evitar
ir al servicio, inspirarme con su aroma, imaginarla desnuda en la
ducha y masturbarme. Mi casa también estaba tomada. El morbo me
había llevado a hacerlo en la cocina, en la habitación de mi hermano
y en la mis padres, en la entrada a riesgo de que me pillaran, e
188
incluso en la terraza. El deseo crecía tanto dentro de mí, que hoy
dudo que no fuera una enfermedad; otra más.
Para construir la realidad paralela tuve que levantar un muro que
evitara ver el pasado. Y la mentira volvió a convertirse en parte de la
decoración de mi vida. La gente sí quería saber, y yo adorné a mi
gusto el universo de mi ausencia. Carlos no existía, y el porqué de mi
ingreso en el Centro fue más que injusto. Ofrecer una sonrisa, ojitos
de pena y un silencio repleto de resignación, continuado por la frase
“así es la vida... Pero ahora hay que mirar hacia el futuro”, ayudaba a
calzar mis falacias.
Mucho más difícil fue lo de Leticia. También me había obcecado con
ella. Lejos del amor. Tal vez era que ella fuera la única chica que se
había interesado por mí. Además, la deseaba ardientemente. Aquella
tarde de la bañera había inspirado en mí un incansable onanismo. Era
la única chica que me sentía capaz de follar sin pagar. Y pese a la
cercanía, aún dormía demasiado lejos de mí. Al menos en cuanto a
sexo se refiere. Ni siquiera pude tocar sus mejillas con mis labios la
primera vez que nos volvimos a ver. Y sin embargo, quería lanzarme
sobre ella, abrazarla, meterle la lengua, arrancarle la ropa, lamerle el
cuerpo, besarla, saborearla y penetrarla hasta sentir todo su calor.
Sentir sus abrazos, sus uñas en mi espalda, su humedad en mi
entrepierna, el aliento y sus gemidos, su sabor, la tensión física y
nuestra explosión final. Quería explotar. Estaba hastiado de una
imagen que siempre acababa conmigo de pie, con los ojos cerrados,
189
tenso, y con un pañuelo de papel aferrado a mi mano derecha
esperando recoger el elixir de mi pene palpitante.
Leticia contestó a mi mensaje de texto con frialdad. Aceptaba la
invitación, la del café, pero sus palabras prensadas mostraban dudas.
Esa misma tarde no quedamos. Tomamos ese café que acabó
convertido en cerveza tres días más tarde. Estaba preciosa,
desconfiada, distante pero complaciente. Seguía con su melena rubia,
lisa y suelta. Sus ojos miraban distinto. Ella se había convertido en
una mujer. Apareció con un abrigo largo que dejaba todo su interior a
mi imaginación. Me saludó con un “hola” cauto. Sus brazos siguieron
pegados al cuerpo. No hubo contacto siquiera. Respondí casi de
forma idéntica y nos sentamos. Nos miramos, y los dos, estúpidos,
190
sonreímos. Bajo el abrigo llevaba un vestido morado que reavivó en
mí una excitación ya patente. Ella comenzó a quitar la pegatina del
botellín de la cerveza y la saboreó con un primer trago cortó. Yo
imité.
-¿Qué tal estás? –Rompió el hielo.
-Bien –respondí seco y bebí-. Tirando...
Ella se desenfundó un fular del cuello y sus clavículas y el inicio de
sus pechos quedaron a la vista. Recordé besándolos. Me azoré, me
tensé y excité deseoso de ella.
-Creí que nunca nos volveríamos a ver, de verdad –dijo con un fino
hilo de voz.
-¿Por?
-¿Tú qué crees? –soltó ofensiva- Ni sé por qué estoy aquí. Te pasaste
tres pueblos, ¿no crees?
-O diez –corregí-. Lo sé, se me fue...
-¡Joder, tío! –Bebió otro trago y se recolocó en la silla.
-Lo siento –musité.
-No es suficiente, Sergio –me increpó- ¿Sabes?
-¿Qué? –pregunté intrigado mientras bebía hasta colocar la cerveza a
su mismo nivel.
-Yo te quería.
La cerveza se me detuvo en la traquea, como si hubiera pasado de
una masa líquida a sólida. La respiración no circulaba con normalidad
en mi organismo y la piel de mi cara empalideció. Mis pupilas
buscaron la sinceridad en sus palabras y la besé en mi imaginación.
191
-¿Sergio? –Me despertó.
-Lo siento... –Hundí la cabeza y traté de disculparme- Tienes toda la
razón. No sé ni cómo estás aquí conmigo. No lo merezco.
-Porque hay algo que me dice que no eres tan malo –dijo tras una
pausa.
-¿El qué?
-Algo, lo siento, lo percibo.
-Vaya...
Enmudeció durante largos segundos hasta que lanzó una nueva
declaración que me congeló.
-Además, me gustas. Todavía.
Su mano se posó sobre la mía. Me asusté. No había caído en la
cuenta, pero hacía casi un año que una mujer no me tocaba. Estaba
muy nervioso. Mantenía mi excitación, pero en esta ocasión me hacía
sentir raro. Aún quería lanzarme sobre ella, pero en ese justo instante
tenía miedo. ¿Qué buscaba tocándome la mano?
-No soy tan malo. Fueron las circunstancias, una mala época –acerté
a decir sin olvidarme del tacto de sus dedos.
-¿De verdad pegaste a aquella chica? –Preguntó tras una pausa, por
sorpresa y con una sobriedad extrema.
Las manos me quemaron y me solté. Me recliné hacia atrás y la miré
desconfiado. El calor se congeló. Ella había cogido toda la baraja de la
conversación y jugaba a placer conmigo. No me gustaba. Nada.
-¿De qué estás hablando? –Fingí no recordar tras unos segundos de
mutismo.
192
-Lo sabes, Sergio.
-No –mentí veloz-, no fue así.
-Era tu novia, ¿verdad? –preguntó con suma calma.
-Sí.
-¿Y yo?
-La chica de la que me estaba enamorando –mentí de nuevo.
-¡Mentiroso!
-No, no miento. Es verdad –insistí-. Me empezabas a gustar mucho,
pero todo se precipitó y no tuve tiempo de arreglarlo como es debido.
-Sí, descubrí a tiempo tu doble vida. Tu novia te dejó e hiciste todo lo
posible por recuperarla sin pensar un segundo en mí, y ocurrió lo que
ocurrió.
-¿Qué ocurrió? –Pregunté con autoridad- No lo sabes, Leti, así que no
vengas de sabidilla. No sabes lo que he vivido. No es tan fácil todo.
Creí que después de la llamada de mi novia no querrías saber de mí.
He pensado mucho en ti, más de lo que te imaginas.
-No sé...
-Pues yo sí sé. ¿Por qué estoy aquí? –Pregunté con la sensación de
que ganaba terreno.
-Porque no tienes a nadie –golpeó con furia, sin contemplaciones.
Hubo un silencio y los dos relajamos nuestros cuerpos sujetando el
botellín con tan solo un par de sorbos de cerveza en nuestro haber.
-Te equivocas –dije sereno-, tengo, pero tú me gustas mucho.
El silencio volvió a adueñarse de nosotros, especialmente de ella, que
había cambiado su mirada. “¿Parecía creer algunas de mis palabras?”
193
Logré mirarla a los ojos, sostener su mirada y sonreír. Ella pesaba. De
nuevo su mano se posó sobre la mía e hizo un gesto con la cabeza
para que abandonáramos el bar. De nuevo sin tocarnos, pero esta vez
sintiéndonos en la escasa distancia, nos levantamos, salimos a la
calle y caminamos. Sin palabras. Ella se detuvo cuando las escaleras
del metro podían verse.
-¿Lo intentamos de nuevo?
-Ardo en deseos –dije recordando las palabras de Carlos.
-Me gustas y lo sabes, pero necesito recuperar la confianza...
-Confía en mí. –Di un paso y le cogí la mano.
-Poco a poco, ¿vale?
La despedida me azotaba y pellizcaba. La tenía muy cerca, pero iba a
tener que esperar para desearla y sentirla. Sin embargo, ella quiso
darme un aperitivo de lo que podía ser el futuro. Sus labios volvieron
a tocar los míos. Fue un instante. Me derretí. Ella desapareció tras la
boca del metro y yo caminé, en principio, sin destino.
Lo que improvisas y haces sin pensar suele ser lo mejor que te ocurre
en la vida. La hubiera atacado y dado el beso de mi vida. Mi mano se
hubiera posado en su trasero para pegar su pubis a mi miembro
excitado, pero lo pensé, dudé y quedó en nada. Además, esa acción
podía tirar por la borda cualquier posibilidad de follármela. Era
jugármela a una sola carta. Mi entrepierna se ahogaba y ella se
alejaba. Sus piernas, su culo, su coño, sus tetas y labios dejaban de
194
estar a la vista de mis ojos, y sin embargo, me mantenían en llamas;
temblando. Necesitaba una mujer.
Cogí el teléfono y llamé. De camino entré a un bar. Pedí papel y boli y
apunté la dirección. No pensaba en mis actos, sólo actuaba.
-¿Es privado? –Pregunté.
-Voy cada semana, Sergio. Trato exquisito y un precio asequible para
lo que tienes. Y te lo mereces, tío –dijo Manu con media sonrisa en la
voz.
-¿Y a cuál no te has tirado tú? –bromeé ya fuera de la taberna.
-¡Ja, ja! A unas cuantas...
-Vale, entonces, dime a cuál es la que más te tiras, para evitarla, ¡Je,
je! Las comparaciones son odiosas.
-Mika y Floren la negrita –respondió sin pensar-, pero te las
recomiendo. Di que vas de mi parte.
-No te pases.
-No, en serio, dilo, y luego te llamo y me cuentas, ¿vale?
-¡Cabrón! ¡Y una mierda! –Exclamé entre risas.
-¿Hace cuánto que no follas, tío? ¿Un año?
Me mantuve callado. Él lo entendió y espero. Dudé, pero la mentira
no sonaría convincente así que respondí la verdad que él esperaba,
pero sin detalles dramáticos.
-Sí. Lo necesito, me está obsesionando.
-¡Joder! Hoy no puedo, pero el próximo sábado nos vamos los dos y te
invito yo, ¿vale?
-¡Ja, ja! Ok -acepté.
195
La conversación se alargó un poquito más. Yo fui quien la cortó. Y
cuando lo hice ya estaba frente del viejo edificio céntrico de la
dirección. Era en la cuarta planta. Mi primera vez de putas solo. Pensé
en el condón que llevaba en la cartera. “¿Fiel compañero de viaje
sexual a partir de ahora?”.
Me crucé con dos hombres mientras subía por las escaleras. Los dos
eran mayores. Y de pronto, me asusté. Mi móvil sonó con fuerza en el
eco del portal. Un mensaje. Era Leticia. Lo leí dos veces. “Me ha
gustado mucho verte de
nuevo y besarte. Te he
echado de menos. Voy a
confiar en ti”, venía a
decirme. El corazón se me
aceleró y la maldije por
ese deseo comedido.
Llegué a la puerta y toqué
el timbre. Me abrió una
señora con una voz dulce y
sensual. Me invitó a pasar
con delicadeza. Dentro,
tras cerrar la puerta de la
calle, comencé a visualizar
un particular olimpo de diosas desnudas ofreciéndome sus servicios.
196
21
Adicciones
s fácil hacerse adicto al sexo. Es placentero, delicioso y único.
“¿Por qué no estar apegado a él todo el día?” “¿Qué tiene de
malo?” La tarde que salí de su coño, me lo planteé. Fue frío, pero era
vivir dentro de un templo hirviendo. Maravilloso. Distante, rápido,
pero increíblemente necesario. Quizá nunca volvería a ver a esa
mujer. Ni siquiera me dijo su verdadero nombre, y sin embargo, tuvo
algo de especial e inolvidable. Tampoco sucedió en un entorno
maravilloso. Si bien, al pisar la calle, ligero, sonriente, relajado y
follado, me sentí vivo. Y al mismo tiempo, poseído. Aún golpeaba en
mí su mágico movimiento de cadera. La sensación me latía en la
entrepierna.
E
197
Dudé. Pisaba cada una de las baldosas sin firmeza. Titubeaba porque
deseaba repetir. Dar media vuelta, subir las escaleras del portal de
nuevo, tirar de billetera y volver a follar. Hacérselo a una de las
chicas que descarté sin estar seguro de querer hacerlo. Entrar en la
habitación, y aún con el miembro rojizo, volvería a alojarme en el
interior de una mujer.
Cuando se cerró la puerta por primera vez, todas las chicas desfilaron
pegadas a mí. Lo imaginé con todas, y eso no facilitaba mi decisión.
La elegí a ella porque sin terminar de desnudarse por completo, me
embriagó su dulce voz y la posibilidad inminente de posar mis manos
sobre sus tetas. Ella me hizo olvidar quien era. Al menos durante los
cortos minutos que duró el espectáculo. Me la hubiera follado como
un loco desesperado tras una felación orgásmica que apunto estuvo
de hacerme eyacular. Sus gruesos labios desfilaban perfectos por mi
pene. La retiré en ese momento y me fui hacia ella. Sin embargo, la
palabra contagio bailó ante mis ojos. De sus dedos colgó un
preservativo que finalmente cayó en la palma de mi mano. De
inmediato, su otra mano se posó sobre mi pene y mantuvo una
masturbación suave. Lo que vino después, fue sexo.
Crucé una calle más y miré mi cartera. Apenas había dinero
suficiente. “¿Por qué deseaba tanto volver a follar otra vez?”. Me
daba igual con quién. Mi listón, en plena excitación constante, había
desaparecido. La sangre me hervía a diario, y en ese momento,
recordando lo vivido, se incineraba en mis venas. Junto a los billetes
vi mi tarjeta de crédito. “¿Volver?” Me detuve frente al paso de cebra.
198
Un segundero me decía el tiempo que restaba para que se pusiera el
semáforo de peatones en rojo. “¿Por qué necesitaba tanto el sexo de
una mujer?” Lo medité. Quieto, sobre el borde de la acera. En ese
instante sonó el teléfono. Era Manu. Quería saber mi hazaña. Crucé la
calle veloz, descolgué y al fin descarté repetir. Al menos ese día.
Manu se puso eufórico con todo lo que le contaba.
Estuve días sin follar de nuevo. Regresé a las masturbaciones.
Buscaba nuevas formas. Incluso logré correrme mentalmente sin
tocarme con las manos. Solamente rozándome con las piernas y
creyendo que penetraba un delicioso coño. Casi siempre recordaba a
Leti.
Quedé con Leticia un viernes. Fuimos al cine. La película la eligió ella.
Era española, y la verdad es que no me disgustó. La parte final tuvo
un momento estelar. Nuestras manos, cansadas de jugar a
199
entrelazarse y de acariciarse en el posabrazos conjunto, se apretaron.
Su mirada me quemaba en la cara y no tuve más remedio que girarla.
Me sonrió sincera y me besó con excesiva pasión. Su lengua volvió a
cruzarse con la mía y su cuerpo se apegó a mí más que nunca. Desde
ese preciso instante, sin perder el hilo de la película, los besos se
atropellaban casi a cada minuto. Su mano continuaba acariciándome
el brazo. Únicamente lo apretaba cuando la película perdía intensidad
y deseaba mis labios.
-Son adictivos, ¿lo sabes? –Susurró.
-Pero no provoco sobredosis –bromeé.
-¿Ah, no? –sonrió y me beso de nuevo saboreándome-. No me
importaría un buen chute de ti.
Aquella tarde terminó de nuevo en el metro. Atrapados en una
burbuja opaca hecha a medida, sin oír el ruido que nos azotaba
constantemente, sin ver las infinitas imágenes que se aglomeraban
en nuestro entorno, nos despedíamos sin separarnos un milímetro el
uno del otro. Acepté el juego. No iba a irme. No iba a ser yo el que
rompiera aquella escena, en la que, siendo sinceros, no estaba del
todo cómodo. Sin embargo, era el camino a recorrer para llegar al
destino deseado. Pegados, sujetos por la cintura, apretándonos hasta
sentir la asfixia en nuestros pubis, bailábamos. Con un vaivén
constante que nos gustaba; alimentaba; excitaba. El momento de
decirnos adiós aún estuvo lejos.
200
-Mándame un mensaje cuando llegues. –Sus manos cogían mis dedos
y nuestras miradas hipnotizaban- Hazlo, ¿vale?
-Lo haré, no lo dudes –dije con media sonrisa.
Ella se acercó de golpe y me besó otra vez. Me abrazó, y al oído, junto
antes de irse, susurró, “me gustas mucho”.
En apenas un mes hubo más citas. A dos o tres por semana.
Tomamos cafés y un helado mientras paseábamos por la ciudad.
Salimos una noche hasta las dos o tres de la madrugada. Los dos
llegamos a casa con un principio de borrachera acentuada, y
finalmente, nos besamos apasionados en la oscuridad, tal y como
ocurrió la primera vez. Creo que los dos moríamos por desnudarnos,
abrazarnos, saborearnos y acostarnos; hacer el amor. Yo no pondría
impedimentos, pero intuí que ella quería cautela. Otro día, también
estuvimos juntos de turismo en otra ciudad. Todo un día. Viajamos en
tren, reímos, conversamos y tal vez comenzamos a enamorarnos. Y
hubo una tarde de picnic en un parque. Hubo más cines, e incluso
fuimos al teatro. Ella me invitó. En una pequeña calle paralela a la
Gran Vía de la ciudad vimos la obra ‘Silenciados’. Extrañamente, muy
interesante.
Nuestra relación caminaba con paso firme. Los dos habíamos decidido
obviar el pasado. Y los dos habíamos decidido no formalizar nada
dialécticamente. Que los hechos hablaran por sí solos. Y hablaron.
Necesitábamos tiempo, pero éste nunca se detiene y al final todo
llega. Aunque antes hubo otros hechos en mi vida. Ocurrieron de
201
forma paralela. Hechos a los que poco a poco me hice adicto.
Evidentemente, Leticia los desconocía.
Todo comenzó el fin de semana previo a la gran fiesta. Aquella noche
repetí en el piso, pero con otra prostituta. No quería repetir. Además,
volví a probar una droga que mejoraba mi proyección sexual y
escondía por completo mi timidez.
-¡Es la ostia, tío! –Dijo chupando el carné- Te duerme paladar, lengua
y dientes.
-Lo noto, lo noto –le dije apoyado en la puerta del baño-. No siento el
tabique...
-Dos de estas rayas y a la puta le revientas el coño, ¡Ja, ja! –Vaciló
Manu.
Reí. Reímos. Guardamos el billete y nuestras carteras. Pedimos otra
copa y hablamos indefinidamente hasta que decidimos ir a follar. Él
invitaba. A las putas y a la droga. Yo pagué las copas.
Manu se interesó por mi año en el centro, pero yo estuve esquivo y
sólo expuse mi versión. Le hablé de Carlos. Incluso le conté mi
historia, pero puse a otro como protagonista. Y la narré casi como una
leyenda. “¡Putos maricones!”, apuntilló Manu terminando la copa,
entrecerrando los ojos y haciéndome un gesto para que fuéramos de
nuevo al baño.
202
Mi regreso al club fue muy distinto. Me sentía mayor, más alto, más
fuerte y borracho de confianza. Además, tenía la protección que me
daba la compañía de Manu.
-¿Por separado? Preguntó.
-Por supuesto –respondí mirando a una chica que seguramente sería
de origen africano.
Fue mi polvo más largo. No diría mi mejor polvo, pero sí uno de los
que no se olvidan. Ella sabía moverse y yo supe retener mi
eyaculación el tiempo suficiente como para disfrutar del momento.
Me encantaban sus pechos de chocolate, sus carnosos labios, que no
me dejó besar. Me gustó que me invitara a hacerlo a cuatro patas. Me
trajo viejos recuerdos... Ella tuvo que corregir mi posición para que
me adentrara en el orificio correcto. Me sentía en el cielo. Mientras,
ella hacía lo posible porque me corriera, pero yo, de alguna manera,
tenía controlada la situación. Sentía como los bordes de su vagina me
presionaban. Yo empujaba, me retraía y volvía a sumergirme hasta
tocar el fondo del mar. El final me llevó a colocarme encima de ella.
Sujetaba sus piernas en alto y la apuñalaba fuera de mí, sudoroso y
tenso. Metía mi polla hasta tocar su pared vaginal, sentía su humedad
recorriendo mi piel de plástico. Me sentía muy poderoso; la soberbia
de la coca. Explotar en ella iba a ser una adicción superior a cualquier
masturbación. Ella gritó. No sé si fingió. Me apretó los brazos y
entonces exploté. Mi semen se disparó, decidido a ir hacia su interior,
sin embargo, el condón impidió que se colara en su organismo.
Exhausto, ella me retiró, sonrió y me acarició mi pelo.
203
-Estuvo muy bien, nene.
Una semana después repetimos. El escenario cambió. Cogimos varios
gramos de copa, alcohol suficiente para emborracharnos hasta perder
el conocimiento y Manu contrató a dos mujeres para los siete que
estábamos en aquella fiesta casera. Las drogas y el alcohol fue a
escote. Durante las tres horas que estuvimos con ellas, sólo Javi,
Manu y yo decidimos practicar sexo. Su belleza no quitaba el hipo,
pero supimos recrearnos en sus habilidades. No fue tan intenso, pero
tuvo su encanto.
Por primera vez en mucho tiempo, me sentía relajado. Y aunque sin
olvidar las dificultades que me había regalado el pasado, pero sí
dejándolas escondidas en el trastero de la memoria. Sólo quería
follar, esnifar y beber. La botella de Jack Daniels, poco a poco,
aparecía más transparente. La cocaína me reducía la borrachera y
nuestras conversaciones se aceleraban. El nirvana estaba cada vez
más cerca. Entre veloces y nerviosos diálogos etílicos olvidamos el
paso del tiempo. Sólo lo tuvimos en cuenta cuando la luz del sol
comenzó a colarse por la ventana. El amanecer asomaba y la coca
tomaba un color más blancuzco sobre el tablero de parchís. Una
imagen muy dantesca.
-Debemos repetir esto más a menudo –dijo Manu.
-Sin duda, tío –dije-, pero vamos a un puti, que sale más barato y es
mejor...
204
-A no ser que alguna guarra nos la quiera chupar gratis –sugirió Manu
que volvió a jugar con la tarjeta de crédito y el polvo blanco.
-¿Y dónde la encontramos? –Preguntó Javi.
-¿Tu madre, Javi? –bromeó Manu.
Los dos reímos. Él se mantuvo serio con una mueca jovial. Bajo las
risas, Javi logró soltar algún insulto.
-¿Y tú no estás con Leticia? –Interrumpió Javi, que ya hacía un rulo
con un billete.
-Sí... a ver si me la follo –respondí- Está al caer...
-Luego la pasas, tenemos que probarla, ¿no? Hacerle una revisión, al
menos básica. Neumáticos, aceite, frenos, embrague, ¡Ja, ja, ja!
-Ni en tus mejores sueños –corté.
-Mis sueños son libres, no te metas con ellos –amenazó divertido-
Incluso puedo soñar con tu madre, ¿verdad?
Las carcajadas volvieron a invadirnos. Javi nos miraba con una leve
sonrisa de cortesía, impaciente por volver a esnifar. Manu terminó las
tres rayas y los tres esnifamos en casi completo silencio. Sólo se
oyeron las aspiraciones. Javi retomó la conversación.
-¿Y por qué no te follas hoy a Leticia?
-¡Eso! –apostilló Manu.
-¿Cómo?
-¡Llámala! –instó Manu desencajado- ¡Ahora!
Les miré. Estaba atónito. Me mantuve serio. De hecho, nadie rió.
-¡Estáis locos!
205
-Vas a echarla el polvo de tu vida y de todos tus sueños –insistió
Manu.
Dudé. Pero cuando me vi follando con ella, no pude evitar buscar mi
móvil. Ambos vieron mi gesto y Manu fue lo suficiente rápido para
levantarse, dar tres pasos, cogerlo de la estantería y tendérmelo.
-¿A qué esperas?
206
22
Tres pollas siempre mejor que
una
ntre citas, juergas y clase, a veces aparecían tardes en mi vida
en las que sólo me dedicaba a azotarme con dolorosas dosis de
dolor. El pensamiento es el arma más fuerte, y la soledad batallaba
conmigo hasta la lágrima y la súplica. No podía obviar que yo
caminaba a mayor velocidad hacia la muerte, porque además del
tiempo, que es el que come al ser humano por dentro poco a poco,
tenía un comensal más. Me punzaban en el estómago sus mordiscos.
Me desfilaba el alma por la tristeza infinita; perdida y sin rumbo. Mi
pena se alimentaba de una rugosa hoja médica que dormía cada
noche en mi escritorio. Y me recortaba el futuro esas tres letras
mayúsculas. La cantidad de mañanas, cada día, menguaban para mí.
Ese trance ensordecía mis palabras más positivas y envenenaba mi
E
207
corazón. Y al dar un beso sentía que escupía veneno; especialmente a
Leticia.
Ignorar la realidad no la elimina. Ni siquiera ayuda enterrarla. Lo
había hecho infinidad de veces, pero siempre resucita porque la
realidad no está muerta. No podía cerrar la puerta y obviar que al otro
lado hay una herida que cicatrizar, un lamento que consolar, una
gripe que curar. Nunca miraba la sangre, nunca oía los llantos,
ignoraba los síntomas que evidenciaban mi enfermedad. La cobardía
me apresaba y yo me sentía cómodo conversando con ella. Sin
embargo, en aquella ocasión, mi madre condujo el maltrecho carruaje
de mi vida herida hacia el mejor destino. Iba a controlar paso a paso
mi salud. No me iba a permitir que viviera en la ignorancia. No iba a
ver cómo otro hijo caminaba sin remedio hacia la muerte. Yo no
podría aplicar la famosa Ley de ‘Si no vas al médico nunca estarás
enfermo porque nadie te lo dirá’. En absoluto. Mis sesiones médicas
estaban programadas para todo el año, y mi primera cita llegó el
lunes, horas después de nuestro amanecer en casa de Manu.
Los excesos, en todos los sentidos, se pagan. Siempre. En ocasiones,
como en los bancos, con intereses y de una manera muy “hija de
puta”. Sonreí al pensarlo, de pie, en el primer escalón del portal.
Cuando conseguí subir todas las escaleras, sentí verdadero agobio en
el solitario ascensor. Eran las seis de la tarde. Cuando abrí la puerta
de casa ofrecí a mis padres un rostro desfigurado que en alguna
esquina debía de emanar honor y felicidad. Mis padres, en cambio, no
208
encontraron nada de eso. En el salón y en la cocina hallé dos frentes.
La mirada de mi madre era de pura desaprobación, mientras que los
ojos de mi padre, enormes y firmes, eran soberbios, repletos de ira
retenida y desprecio. No obstante, optó por la cobardía, porque
decidió seguir lejano, sentado en el fondo del salón. Él estaba
peleando conmigo a bofetada limpia con su mirada imperturbable. Yo
estaba deseando la soledad. Y en ese instante, mi lengua y
mandíbula se movieron para hablar sin pensar.
-¡Qué! –reté a mi padre desde la lejanía- Ya soy mayorcito para tener
que dar explicaciones.
Mi padre se mordió la lengua. Lo vi. Sólo cambió de canal y con ello
finalmente centró la mirada hacia la tele.
-Hijo, no son horas –reprendió mi madre-. No son horas... ¡Menuda
cara traes! Date una ducha y vete a la cama.
-Ya te dije que dormiría donde Manu...
-¿Y has dormido? –Me empujó hacia el pasillo y comenzó a susurrar-
Mañana tenemos un día duro y largo, ¿no recuerdas? Son los análisis
completos...
-¿Tenemos? –Ironicé deteniéndome y mirándole a los ojos.
-Sí, tenemos. Voy a ir contigo. ¿No me dirás que lo habías olvidado?
Su voz sonó áspera. Yo retomé mi camino y aceleré mis pasos hacia
la habitación.
-No. –Mentí.
-Y que sepas que lo de las noches se tiene que acabar –dijo desde el
pasillo- Estos excesos no son buenos...
209
Cerré la puerta de la habitación y sus palabras cesaron. La
tranquilidad y el silencio me dieron unos segundos de paz. Pocos,
pero segundos maravillosamente degustados.
Poco a poco, imágenes comenzaron a chocar en mi cabeza. La coca
despertó en mí sudores fríos. La piel parecía convertírseme en papel
de fumar húmedo; roto. Incluso me costaba respirar. La sinusitis se
me acentuaba. La nariz, especialmente el lado del tabique izquierdo,
seguía dormido; insensible por completo. Mi mandíbula se tensaba en
pequeños espasmos y el corazón me corría a un ritmo desenfrenado.
Sin darme cuenta, acabé tumbado en la cama, mirando al techo,
viendo cómo la noche se atropellaba en fotogramas, rápidos, uno tras
otro sin poder disfrutar de casi ninguno. Empujé con todas mis
fuerzas para detener algunos recuerdos, pero todos se escabullían.
Parecían embadurnados de aceite. Por mucho que los aferrara,
resbalaban. Los abrazaba y huían. Por arriba, por abajo, por la
izquierda y por la derecha. Echaba la vista atrás y veía cómo huían
entre risas; se reían de mí. “¡Joder! ¡Mierda!”, pensé. Y en tanto, el
círculo de imágenes continuaba su circuito particular una y otra vez.
Me mareaba; me agobiaba. Decidí cerrar los ojos para mayor
concentración. Traté de relajarme, buscar el silencio total, pero mis
latidos se empeñaron en golpear mi pecho con mayor fuerza; veloces.
El ruido era atroz.
-¿Estás bien, hijo? –Oí a mi madre golpeando la puerta.
Creí que soñaba.
-¡Sergio! –Insistió sin llegar a abrir la puerta.
210
Era de verdad. “¿Tal vez dije lo de ‘joder’ y ‘mierda’ en voz alta?”
-Sí, mamá –dije con una pesada velocidad.
Me recoloqué en la cama. No tenía sueño. No podía dormir.
Demasiadas emociones pasadas y demasiadas por llegar. Obvié las
del futuro y me obcequé en el círculo de imágenes; todas eran
recientes, desternillantes y excitantes. A veces las creía un sueño, sin
embargo, el último mensaje de mi móvil decía lo contrario.
Siempre he creído que la mayoría de las mujeres se emborrachan
mucho más cuando salen en grupo, acompañadas por miembros de
su mismo su sexo. Las mujeres abandonan el alcohol en exceso en
cuanto encuentran pareja. Hay excepciones, pero es un cambio
manifiesto en muchas mujeres. Tal vez fue eso lo que instó a Leticia a
venir a casa de Manu. La escasa lejanía, el alcohol, mi sutileza, y por
supuesto, el sexo, la excitación, y sin duda, el alcohol en sangre que
atesoraba su organismo a las seis de la mañana.
Tras mandarle un ‘sms’ prudente pero tentador, Manu y Javi
insistieron en que llamara, pero sabía que si estaba en la cama nunca
iba a venir. La fortuna sonrió y yo respondí al tercer tono. Ella me
estaba llamando...
-Hola, guapo –dijo entre un bullicio femenino cercano.
211
-Hola... –Respondí con un abismo de felicidad cayendo sobre mí- ¿Qué
haces despierta a estas horas?
-¿Y tú?
-Esperándote, ya te lo he dicho. –Me levanté y me alejé de la atenta
escucha de los dos-. Echándote de menos.
-Y yo –susurró ella.
Hubo un silencio telefónico. Mientras, los dos esperaban una
respuesta con la sonrisa dentuda, los ojos abiertos, las cejas
invadiendo la frente y los brazos inquietos repletos de gestos
ininteligibles. Decidí obviarles de nuevo.
-¿Sergio?
-¿Sí?
-A mí también me apetecería dormir contigo.
-¿De verdad?
-Mucho... De verdad –dijo de nuevo colándose una voz femenina
desbocada en la conversación.
-Tengo casa –propuse nervioso.
-¿No están tus padres?-Mejor, el casón de un amigo. Solos.
El silencio me hizo dudar que fuera a aceptar.
-¿Estás seguro? –Titubeó.
-Me apetece mucho besarte –tenté.
No hubo más palabras de convencimiento. Estaba a tres paradas de
metro. Casi podía venir andando. Le di la dirección, y tras un beso
sensible en voz, dijo, “Hasta ahora mismo”.
212
-¿Viene? –Preguntó Manu.
-¿Viene? –Repitió Javi.
-¡Viene! –Afirmé.
El estruendo fue de órdago. Los gritos me ensordecieron. Sus caras
ostentaban excesiva felicidad. Excesivamente extrema. Ellos dos no
van a follársela, pero parecía que sí. Se desorbitaron, gritaron,
saltaron, y Manu enloquecido puso música, tres rayas y tarareaba
feliz...
“¿Qué coño estaba pasando?” Me rayé de pie, quieto, aún con el
teléfono caliente entre los dedos.
“Qué tiene tu veneno, que me quita la vida sólo con un beso” sonó en
el salón sobre la melodía musical de una guitarra acústica. Manu
esnifó. Javi esnifó. El rulo de papel cayó en mis manos y los dos al fin
se relajaron. Los dos estaban expectantes.
-¿Cuándo llega?
Les miré e imaginé a Leticia viniendo en el metro. "¿Me estaba
arrepintiendo?" Excitada, nerviosa, enamorada, emocionada, deseosa
de un gran momento romántico, y no de la mierda que allí teníamos
montada. Tres caballos desbocados hambrientos de sexo. Me agaché
y esnifé.
-¿Qué queréis hacer, tíos? –Pregunté sentado en sofá, invadido por
una desconocida chulería.
-¿Por? –Preguntó Manu.
213
-A Leti me la voy a follar yo, yo solo, así que os tendréis que pirar,
¿no? –Sugerí sonriente.
-¿Cómo? –Vaciló Manu.
-¿Qué? –Inquirió Javi- ¿No me vas a dejar ni un cachito?
Los dos empezaron a descojonarse hasta que Manu desveló sus
verdaderas intenciones.
-La metes tú un poquito, que sude bien por dentro, luego la meto yo,
luego Javi, y repetimos todos hasta que salgan natillas... Las risas
estallaron, incluso yo sonreí. “¡Qué hijos de puta!”. Reí. No pude
evitarlo. Me estaba partiendo el culo con la puta frase. Y pensándolo e
imaginándolo una y otra vez, me puse cachondo. La tenía dura, allí en
el sofá. Y pensé, “¿Y por qué no? ¿Querría? Tres pollas siempre mejor
214
que una” Reí. Reí más. Perdí el norte y supe que para conseguirlo
necesitaría tramar una puta estrategia genial. El tiempo corría en mi
contra. Miré el reloj. Habían pasado diez minutos desde mi
conversación con ella. Leticia estaba a punto de llamar al timbre.
215
23
Los ojos curiosos
us ojos chispeantes tambaleaban sin dar siquiera un paso. Su
voz pastosa bailaba natural a escasos centímetros de mí. Los
dos estábamos de pie sobre aquella alfombra rojiza y dorada de
formas geométricas. La escasa luz natural del amanecer irrumpía por
la ventana de la cocina. Sonrió, se apoyó en mis labios y me besó.
Respondí con otro beso. Yo continuaba frenético, excitado, acelerado.
Cogí su cintura. Los dos, quietos, nos mirábamos. Sus ojos retando a
mis ojos. Su piel rojiza, cansada, ebria; feliz. La mía desconocida para
mí. El segundo beso estrechó nuestra distancia. El roce nació. Sus
manos se deslizaron lentamente por mi espalda hasta posarse con
firmeza en mis glúteos. Las mías hicieron el mismo recorrido. El roce
se incrementó con mayor intensidad y velocidad. Caricias, besos,
pellizcos suaves, mordisquitos y las primeras intenciones de querer
desnudarnos.
S
Simulábamos que nos amábamos junto a la puerta de entrada, frente
al salón, donde apenas quedaban unas nimias pistas de lo que había
sido aquella noche. En la cocina, a la derecha, descansaban botellas,
vasos de plástico vacíos y colillas. Nosotros ignorábamos aquellos
indicios del pasado reciente. Únicamente nos besábamos, nos
mirábamos y nos acariciábamos deseosos de bebernos. El entorno
que nos rodeaba era un vacío absoluto. Deseé escuchar el silencio
216
durante segundos mientras, excitados bajo una acelerada respiración,
continuábamos cosidos a nuestros ojos.
-Vamos –susurré.
Ella me detuvo. Creí que dudaba, pero me equivoqué. Me besó
desenfrenadamente. Su mano bajó por mi cintura hasta perderse en
mi entrepierna; justamente a la altura de mis testículos. Acarició
levemente.
-Quiero hacer el amor contigo ahora, antes de dormir –dijo sin
apartarme la mirada-, porque espero que el dormir contigo incluya
eso...
-Por supuesto –respondí inquieto al sentir que el primer botón de mi
vaquero se desabrochaba.
-¿Sergio? –Preguntó con su mano apoyada en mi segundo botón de
pantalón.
-¿Sí?
-¿Me quieres?
La respiración me bloqueó. La glotis taponó mi garganta, y la
sensación de ahogo despertó sudores fríos en mi piel. Me lamí los
labios, me los mordí y acaricié su cabello. Levanté su mirada
subiéndole la barbilla con mis dedos.
-Sí, Leticia... Te quiero. Me estoy enamorando de ti –embauqué
nervioso.
-Y yo, Sergio.
217
Su cara ostentaba un resplandor diferente. Sin pausa, emitió una
mirada pícara, y al mismo tiempo, comenzó a desabrochar todos los
botones de mi pantalón.
Aquello nunca debió haber ocurrido en la entrada de la casa. No debió
haber ocurrido. Lo pensé cuando mis palabras mudas bucearon en mí
sin encontrar la salida. El plan “genial” que habíamos ideado
comenzaba a desmoronarse como un clásico castillo de naipes. Mis
piernas se tensaron, suspiré hasta en tres ocasiones, apreté los
puños, clavé las uñas en las palmas de mis manos y parte de mí
desapareció dentro de ella. Necesitaba volar como estaba volando en
aquel instante. Acariciar su cabello era deslizarme completamente
ebrio de felicidad por espumosas nubes de cerveza. Sentía su baile
por el infierno; paso, giro, paso, paso y giro. Cada nota musical
anudaba aún más los músculos de mi organismo. Tal vez era el cielo y
yo no me le había ganado. No tenía derecho ni a verlo desde el patio
de butacas. Sin embargo, lo estaba viviendo.
Mi cuello se relajó, mi cabeza se inclinó hacia atrás. Iba a eyacular.
Debería avisar. Mi semen latía dentro de mí con una fuerza
desorbitada. Sudaba en mi piel. Aullaba en mi interior. Brincaba
furioso como un oleaje que anhelaba llegar a la orilla. Entonces, la
puerta chirrió. Los dos nos congelamos. Ella se despegó de mí, y con
sus labios húmedos, y mi pene en sus dedos. Me miró de rodillas.
-¿Oíste? –musitó.
-No. –Mentí- El viento tal vez.
218
-¿Seguro que estamos solos, Sergio?
-Segurísimo –volví a mentir.
Ella mantuvo un instante de duda. Pero finalmente sus ojos volvieron
a abandonar la inquietud y se arrojaron sin miedo a esa picardía
excitante que me
estaba regalando un
dulce paseo por el
paraíso infernal. Ella se
sumergió en mí de
nuevo. Segundos antes
de que volviera a
encenderse mi
excitación, tuve que
mirar hacia la puerta
del salón. Lo hice con
disimulo, como si la
excitación me llevara
la vista hacia allí.
Necesitaba confirmar
su presencia. Ella succionó. Su lengua me saboreó. Tuve un espasmo,
dos, tres, perdí la cuenta. La puerta continuaba levemente abierta.
Ella buscó la base de mi pene. Sentí su glotis. Aceleró, y en ese
preciso instante vi sus cabezas aparecer. Una encima de la otra.
Sabía que habían sido ellos los que habían chirriado durante mi
felación. Sonrientes, con los ojos como platos, permanecían
219
inmóviles. Yo creí estar mareándome. Quise detener aquello, pero ella
lo impidió. Aceleró más. La velocidad era salvaje. Ella no quería frenar
y yo no pude evitar la eyaculación mientras observaba desencajado
los rostros de Manu y Javi.
Nunca sucedió lo que habíamos planeado. Quizá fue un acierto.
Nunca me atreví a preguntarle qué deseaba, o si lo deseaba. De las
palabras a los hechos siempre hay un largo trecho; un riachuelo
empedrado de corriente impetuosa. Si tratas de saltar siempre corres
el riesgo de caer. Los tres nos hundimos. Cobardes. La cobardía nos
abofeteó, y ellos no entraron en escena cuando desnudos sobre la
cama paternal íbamos a hacer el amor. Si bien, no llegué a tenerlas
todas conmigo hasta que nos volvimos a vestir.
Anhelaba sentirme dentro, y al mismo tiempo, temía ser
interrumpido; violado. Sus ojos me respiraban en la nuca como una
losa ardiente. Los míos penetraban su mirada. Sólo necesitaba
cubrirme para rubricar el acto que tantas noches había soñado;
masturbado.
-Tengo yo, creo... –Dije mientras nuestros sexos se rozaban- Dame un
segundo...
-¿El qué? ¿Condón? –Preguntó cogiendo mi muñeca.
Asentí y sonreí.
-¿No querrás que seamos papás ya...? –Bromeé mientras me era
imposible eliminar de mi cabeza la imagen del papel que colgaba de
mi habitación.
220
-¡Tonto! –Sonrió y me besó. Me echó hacia ella y me dejé llevar un
poco por sus besos y caricias- Tomo la píldora...
El susurro fue un eco suave que me excitó aún más. Mi pene escalaba
hasta alcanzar de nuevo su plenitud. No parecía afectado por la
anterior eyaculación. Quería. Suplicaba volver a expulsar el
placentero brebaje que hervía dentro de sí.
-Ya, pero... ¿Más vale prevenir que...?
No podía hacer aquello repetía mi mente. Lo deseaba. “¿Quién no
desea sentir el calor real de un coño en su pene?”. Pero no lo iba a
hacer, me aseguré. Traté de separarme e ir a por el preservativo.
-Quiero sentir tu piel –dijo pegándome de nuevo a su pubis.
Era el momento y no lo era. No podía decir nada. No podía revelar.
Tampoco podía renunciar a un polvo “a pelo”. No podía y debía. La
batalla mental me azoraba y la salida; la solución se borraba cada vez
que la palpaba con la yema de mis dedos. No y sí en plena batalla.
Era un regalo del cielo. Además, tenía dos espías que iban a
torturarme físicamente si rechazaba aquel pastel. La observé,
desnuda, preciosa, ebria y excitada.
Sin poder dejar de ver en el aire el dibujo de un preservativo sentí
que sus manos en mi culo empujaban. Estaba decidida. El primer
contacto me contrajo. Sentí un cosquilleo al notar su vello púbico. Ella
me besó. Deslizó un poco más sus manos, las pegó con fuerza a mis
nalgas, apretó y mi pene resbaló hasta posarse en su interior. Atrás,
pegados a la puerta, sus ojos invisibles para mí, se clavaban cada vez
con más ansia. Olía su piel, que emanaba el fuerte hedor de la
221
cocaína. Incluso podía advertir cómo sus alientos alcohólicos se
inmiscuían en nuestro sudor sexual. Cada vaivén más cerca. Ella y yo,
y ellos de mí. El oleaje que vivimos fue intenso, corto y fiero. Ella
gimió, gritó. Yo gemí, suspiré, gruñí. Nos arañamos; nos abrazamos, y
exhaustos consumamos el acto con un dulce beso. La fotografía de
Manu y Javi grabando todo lo que acontecía en aquella habitación no
había desaparecido ni un instante de mis pensamientos.
Al despertar de las locuras, éstas resultan sueños. Las deseamos
enfrascadas en esa ficción somnolienta. Y si uno se arrepiente, las
cree una mentira inamovible. Hace todo lo posible para que puedan
desaparecer de su pasado. Sin embargo, el ser humano es dueño y
responsable de todos sus actos y éstos siempre te persiguen.
El domingo por la noche, afectado aún por la coca, sin sueño, leía una
y otra vez el mensaje de Leticia. Decía que me quería y que había
vivido el momento más maravilloso de su vida.
El lunes, Manu me llamó para decirme que estaba deseando quedar
conmigo para ver juntos el vídeo. No mostré un entusiasmo excesivo.
Por un lado estaba arrepentido, pero por otro, estaba deseoso de
verme en plena acción. No concretamos el día. Además, mi madre
escuchaba cada palabra con excesiva hambre de curiosidad. Colgué y
postergamos la concreción para otro día. “¿Cómo se ve uno desde
fuera cuando folla?”.
222
Llevaba una bata azul, pelo blanco, gafas de pasta, era alto y sonreía
en exceso. Leía unas hojas, anotaba y me volvía a mirar. No había
duda de que estaba enfermo. El virus no estaba atacando mi
organismo aún, pero yacía tranquilamente asentado en mí. La palabra
“vigilancia” sonó en varias ocasiones. Yo me mantuve en silencio,
tratando de no escuchar. Sus palabras siempre hacían mención a mi
futuro. Me asustaban; me daban pánico. Me recordaban a alguien a
quien deseaba olvidar: Carlos.
Sin embargo, el doctor desconocía ese pasado y quería saber. Tal vez
todos los humanos somos curiosos por naturaleza. Y aunque conocer
el origen de mi contagio no iba a sanarme, él quería saber cómo.
-Da igual, ¿no? –Respondí.
-¿Drogas o sexo? –Preguntó mi madre.
La sorpresa fue de órdago. Giré la mirada y pedí una explicación, sin
embargo, ella se mantuvo firme en su decisión de preguntar. Incluso
el doctor abrió más los párpados y cambió el gesto. Opté por tomar
aire y darle a mi madre la verdad.
-Sexo.
El silencio se mantuvo durante unos segundos. El doctor retomó la
palabra.
-¿Ella lo sabe?
-Sí -mentí.
-¿Está en tratamiento?
-No sé.
223
-¿No lo sabes? –Interrumpió mi madre con brusquedad- ¿Quién es?
-No te lo voy a decir, madre.
-Deberías.
-Debería tantas cosas... –Ironicé.
El hombre de la bata azul volvió a serenar la conversación. Anotó más
palabras en su cuaderno, y tras un silencio se levantó y fue hacia un
armario. Extrajo unos folletos y se acercó a mi madre. Yo me mantuve
mirando al suelo, paciente, deseoso de abandonar aquello. El doctor
pidió a mi madre que nos dejara solos. Entonces miré a los dos con
desaprobación. No me gustó en absoluto, pero ella aceptó. Recoloqué
mis ojos y apunté hacia el suelo.
-Toma. –Me tendió los folletos y dos preservativos que obtuvo de su
bolsillo- No creo que sea necesario, pero entiendo que debo decírtelo.
Me quedé con todo en la mano, sonrojado, asqueado, y deseando
desaparecer con un solo chasqueo de dedos.
-He dicho a tu madre que saliera para que te sientas más cómodo.
Espero haber acertado... –Sonrío tratando de hablarme de colega a
colega.
-Sí –dije reservado.
-Eres joven, y entiendo que esto no te va a privar de mantener una
vida sexual activa, pero... –Miró a la puerta y volvió a mí- A partir de
ahora eso es tu compañero de viaje. Siempre. Lo sabes, ¿verdad?
-Sí –musité.
-Sé que es una tontería, que no debería, pero tengo que preguntarlo.
¿Has mantenido más relaciones sin preservativo?
224
Necesitaba huir. No esperaba este interrogatorio. Sus palabras me
trasladaron a la mañana anterior. No pude desviar mis pensamientos,
pero sí pude engañar torpemente al médico.
-No, claro... –titubeé.
-¿Seguro?
-Sí.
No lo creyó, aunque tampoco me importó. Sólo deseaba volver a casa
y dormir. Fue eterno. Además, el lunes todavía tenía un revés
inesperado. Todo pasa en la vida, y si aparece, es mejor afrontarlo,
porque esquivándolo no desaparece. El viaje en coche sostuvo un
nuevo interrogatorio maternal. Yo aposté por el silencio, y harto de su
voz, tomé una pequeña y absurda decisión que seguramente fue la
que puso sobre la mesa mi secreto. En vez de subir a casa, opté por
tomar un café y leer el periódico en soledad; disfrutando del silencio.
Esa media hora dio a mi madre el tiempo suficiente. En el buzón
había una carta para mí. Ella decidió abrir la curiosidad que se
escondía en el sobre donde el nombre de ‘Lilly’ era el único
remitente.
225
tf
24
La montaña de Mahoma
226
u mirada lo decía todo.
Triste, enrojecida, quieta,
vidriosa y rota. Sujetaba el
sobre de una mano, el folio de
la otra. Al verme, de
inmediato, dejó las hojas sobre
la mesa de la cocina. Me
hipnotizaron. Mi madre quedó
en un segundo plano; borrosa.
En cambio, su letra quedó
nítida para mis ojos.
Inolvidable para mí, y sin
embargo, desconocía el
significado de todo lo que
había allí escrito. Estaba a un palmo de la carta, y al mismo tiempo, a
mil años luz de poder leerla. “¿Qué había escrito ese hijo de puta?”.
S
Necesitaba leer. Beberme de un trago todas aquellas palabras, como
si de un chupito de whisky se tratara. Pero todavía debía salvar la
batalla que mi madre había planteado en la cocina. Entre sollozos, mi
madre lograba chillarme frases donde las palabras protagonistas eran
‘maricón’, ‘mentiroso’, ‘vergonzoso’, ‘educación’, ‘cobarde’ o
‘confianza’. Mi madre tomaba aire a trompicones tras cada frase,
lloraba, volvía a gritarme y retomaba un lloro lento y torpe. La batalla
sólo podía empeorar si en aquel preciso instante se hiciera realidad la
227
presencia de mi padre. De momento, él no estaba. Además, a mí no
me preocupaba él. Ni siquiera pensaba en él. Sólo quería huir, pero no
era fácil la retirada. No había una bandera blanca que cortara aquella
ráfaga dialéctica.
-¡Nos has destrozado la vida! –Insistió sentándose en una silla- ¿Ya
estás contento?
Lo sentí como el primer reto, como la primera pregunta no retórica de
aquella batalla. Era una cuestión que necesitaba respuesta; la mía.
Ella dudaba que aquello lo hubiera hecho por otra razón que no fuera
“joderles la vida”.
-Me muero, madre, es una verdad clínica, así que quizá no este tan
contento. Y una pregunta, ¿Vuestra vida? –Golpeé con ironía.
-Tu hermano también murió y el dolor nos llegó a nosotros. Nosotros
lo sufrimos. No entiendes todo lo que os queremos. ¡Ni lo sabías
entonces ni ahora! ¿Verdad?
-Entiendo que sois un poco egoístas.
-¿Egoístas? –Mi madre se levantó de la silla y dio un paso hacia mí-
¿Por qué? ¿Por darte la vida? ¿Por darte techo y de comer? ¿Por darte
dinero sin pedir nada a cambio, para que luego tú lo gastes en alcohol
y drogas como dicen los análisis? ¿Por tratar de enderezar tu vida? ¿O
por gastarnos nuestros ahorros en un centro privado para que tengas
una vida mejor?
-Yo no lo he pedido.
Le vi el gesto, pero algo la detuvo. Su mano estuvo a punto de
levantarse y seguramente atizarme la misma bofetada que me dio
228
dos días después de la muerte de mi hermano. Sin embargo, mi
madre cogió aire, se quitó un par de lágrimas de los ojos y habló con
una extraña serenidad.
-Tú no lo has pedido, es cierto, pero nosotros no queremos ver cómo
te mueres poco a poco en tu habitación. ¿O cuál es tu plan?
-No sé, aún no lo he pensado...
-Una vez muerto no se puede pensar –Apuñaló mi madre verbalmente
quedándosele un rostro neutro y desconocido para mí-. Piénsalo.
No pude moverme. Estaba petrificado por aquellas palabras. Y
aunque deseaba acercarme a la carta y borrar la cara de mi madre,
no podía. El odio maternal me mordisqueaba como una fiera lo hace a
su presa muerta.
-Eres muy cruel –musité titubeando.
-Sergio, cariño, es la vida real.
-Mi vida –apostillé.
En ese instante mis ojos lograron escaparse de su mirada, que
agazapada, se secaba más lágrimas. Sin dudar, dirigí mis pupilas
hacia los folios. Tenía las hojas y el sobre a apenas cuatro palmos.
Podía leer el encabezado y la palabra ‘loco’. Cuando iba a comenzar
la lectura, mi madre me desconcentró.
-¿Quién es el egoísta ahora? –Se sacó otro pañuelo de papel del
bolsillo, caminó hasta el cubo de basura para depositar el usado y
tras sonarse los mocos me miro seria.- Mira, Sergio, debes tener en
cuenta que si quieres seguir viviendo con nosotros debes cambiar. No
229
sólo la actitud, que es un paso, sino que a partir de ahora debes
sernos sincero, porque sino...
-¿Me estás amenazando? –Interrumpí.
-Tienes que empezar por contarnos toda la verdad acerca de lo
sucedido para que volvamos a confiar en ti –continuó como si no me
hubiera escuchado.
-¿Qué verdad?
Mi madre dio tres pasos. Su rostro tenía largos riachuelos rojizos en la
piel, y especialmente en la nariz. La humedad se almacenaba bajo
sus ojos. Se detuvo a un palmo de mí. Yo decidí no acobardarme,
mantener la posición. Me cogió la cara desde la barbilla, con
suavidad, y la soltó. En ese instante escupió con seriedad la parte de
la conversación que más le ardía en las entrañas.
-¿Desde cuándo te gustan los hombres? ¿Qué pasó realmente con el
chico del centro?
-No me gustan los hombres –zanjé-, te equivocas, madre. ¡Siempre te
equivocas en todo!
-Entonces, ¿Quieres decirme que eso es todo mentira? –Preguntó
enfadada señalando a las cartas.
-¡Sí! –Afirmé, cada vez más nervioso, y sintiendo, sin saber el motivo,
que me ahogaba por la falta de aire.
-No te creo, Sergio.
-¡Es tu problema! –Grité sintiendo por primera vez ganas de llorar.
-¿Fue él?
230
Enmudecí. Sabía que si pronunciaba una palabra más iba a llorar.
“¡Cómo una puñetera niña!”, me dije. Apreté los labios, no parpadeé
y decidí terminar con aquello. No iba a sincerarme. En absoluto. Me
negaba. Di un paso atrás para recuperar espacio, me lancé a por las
cartas, las cogí sin la oposición de mi madre.
-¡Métete en tu puñetera vida! –Arremetí dándome media vuelta con la
intención de irme.
-¡Tu vida también es la mía! –Increpó – Y haré todo lo que esté en mi
mano por saber qué pasó.
-¡Jamás! –Advertí mirándola con enfado- Prefiero caminar solo hacia la
muerte que de la mano contigo.
Nunca supe por qué lo dije, pero ya estaba ahí, flotando en el aire con
toda su maldad. Las palabras se repetían y tal vez desencadenaron
mi futuro más inmediato. El primer gesto llegó cuando mi madre me
sujetó, me zarandeó y me arrebató las cartas de la mano. Oí sus
gritos pero no los traduje. Sus lágrimas crecieron, su respiración se
aceleraba, pero ella no me preocupaba. No me afligía su malestar.
Tan sólo quería evitar que ella destrozara las cartas. Quería
recuperarlas sin que sufrieran daño alguno.
-Soy tu madre... –Susurró más serena- No me merezco esto.
-No lo pareces –dije con maldad.
231
El bofetón me dobló la cara y el orificio izquierdo de mi nariz moqueó.
Instintivamente, sin saber por qué, lo devolví. Mi madre quedó de
rodillas en el suelo del golpe. Tampoco me dolió. Únicamente, sentí
un cosquilleo en la palma de mi mano derecha. Traté de limpiarme los
mocos de mi nariz, pero era sangre. Sin mediar palabra, con mis
lágrimas aún escondidas bajo los párpados, me agaché para
arrancarle las cartas de los dedos. La mirada de mi madre estaba
acobardada y triste; débil. No me detuve un segundo a observarla.
Decidí irme al baño y echar el cerrojo. Me lavé la cara mientras la
sangre goteaba constantemente en el baño. Me mojé la nuca y
finalmente me presioné el orificio nasal durante unos segundos.
Después me coloqué una bola de papel higiénico. Oí la voz de mi
232
madre en el exterior, pero opté por tirar de la cadena varias veces y
abrir más grifos. Necesitaría una salida alternativa. No quería volver a
enfrentarme a ella. Menos aún a mi padre. Ya pensaría más tarde en
cómo escapar. En mis dedos me ardían las letras de Carlos. Me senté
en la taza del váter. El papel higiénico que colgaba de mi nariz ya
estaba enrojecido. Lo cambié. Desdoblé la hoja y decidí desconectar
de la realidad patente que me golpeaba. Volví a tirar de la cadena y
leí mientras los grifos de la ducha, el lavabo y bidé echaban agua fría
a máxima presión.
Hola, Loco,
Estás siendo malo conmigo. Te mereces unos azotes. ¡Qué picarón
soy! ¿Eh? ¿Me has olvidado? ¡Qué cruel eres! No fastidies que esa va
a ser tu venganza... Olvidarme. Menudo rollo. No me gusta nada. Si
era esa, lo siento, loco, no vale. Por eso te escribo. Voy a tomar las
riendas del asunto. Perdiste tu oportunidad. Tenemos que decirnos
adiós y va a ser de verdad, ¿te parece? ¡Te parece! Y cómo decía el
dicho, creo, si Mahoma no va a la montaña, será la montaña la que
tendrá que ir a Mahoma. ¡Me encanta ser montaña! ¡Qué poderío!
No es que tenga poderes, pero tengo contactos. Y no quiero
enrollarme en esta carta. Sí contigo, pero no te dejas. Pero me
centro, que pensar en ti me descentra. Y pienso mucho en ti. ¿Tú?
Mis contactos me han dado información, ¿sabes?, además de la
233
posibilidad de tener la libertad suficiente para verte. Y será lejos de
este centro. ¿Qué te parece? ¿Nervioso?
Lo he hecho porque veo tu falta de iniciativa, loco, y mis ansias de
volver a hacer el amor contigo me comen por dentro. Así que voy a
marcar una fecha, con hora y lugar. ¡Ay loco! ¡Cuántas noches te
recuerdo! Me toco mucho pensando en ti. Revivo tantos momentos...
¿Lo recuerdas? Y ¿sabes? Invento nuevos momentos contigo. Y
siempre me toco hasta estallar de placer. ¿Y tú? No me mientas, que
sé que eres demasiado malo conmigo. ¡Mira que no responder mi
carta!
Pero concretemos, loco. Tengo dos días libres. El primero será para
vernos. El segundo para complicarte la vida en caso de que no
aparezcas. No te diré más. Eso sí, no te arrepentirás si vienes... Y sí,
si no vas. ¡Deseo volver a verte!
Pues anota. No hay tiempo para modificaciones ni rectificaciones.
Hazte un hueco en la agenda. Nos veremos este jueves en la puerta
de entrada a las instalaciones deportivas de ‘El Retiro’. La hora:
22.00 horas. Tengo un regalo para ti. No me falles, loco, se valiente.
Un beso ardiente.
PD: La chica rubia no se enterará, tranquilo.
234
Tenía un sudor frío recorriéndome la frente. Las piernas me
temblaban y deseaba apretujar aquella carta hasta convertirla en un
punto minúsculo en la palma de mi mano. Deseaba quemarla,
escupirla, pisotearla, lanzarla al interior de la taza del váter y tirar de
la cadena hasta ver que desaparecía de mi vida. Sin embargo, no
podía quitarme la minúscula frase de la posdata. “¡Joder!”.
-¡Hijo, estás bien! –Gritó mi madre golpeando la puerta.
-Sí –respondí seco.
-Por favor, sal, hablamos y lo solucionamos –rogó-, no se lo diré a
papá...
-No –dije-. Más tarde.
-Vale...
El silencio volvió a estar protagonizado por los grifos. Decidí cerrarlos.
Releí de nuevo la carta. Me quedé de pie. Me miré al espejo y solté el
folio que Carlos había escrito de puño y letra. Me quité el papel rojizo
de la nariz, me lavé la cara con agua fría y volví a coger la carta sin
secarme las manos. La leí de nuevo. Al terminarla me sentía peor;
fatal porque Leticia podría estar medida en ese embrollo. “¡Qué hijo
de puta!”, pensé. Me sentía empujado a recorrer un camino que
temía en exceso; repleto de peligros. Y quizá, sin salida ni fin. Y no
quería correr el riesgo.
Hice una bola de papel con la carta, apreté con fuerza y abandoné el
baño con una idea clara; dos. Iba a verme con Carlos de nuevo, e iba
a poner punto final a lo nuestro.
235
Abandoné el cuarto de baño, me senté en la cama y guardé las cartas
arrugadas en el cajón. Dos minutos después mi madre volvió a
aparecer. No tenía marca alguna en la cara por fortuna. Estaba triste,
apagada y aún emanaba el rojizo de los lloros recientes.
-¿Estás bien, hijo?
-Sí –repetí.
-No quería abofetearte, pero entiende que...
-Yo tampoco, madre –Interrumpí.
-Lo sé, hijo, pero entiende que yo tengo razón, no puedes guardarte
ni ocultarnos...
-¡Ya, madre! Por favor... –Supliqué.
-Pero...
-¡Ya! –Insistí elevando la voz.
Mi madre no estaba conforme, pero accedió al silencio. Sólo hizo un
apunte más.
-No le diré a tu padre lo de las bofetadas, pero sí tiene que saber todo
lo de las cartas.
-Tu misma.
-Y otra cosa...
-¿Qué?
-No vas a ir a la cita con ese chico el jueves.
236
25
La vida improvisa
ntes de vivir los enfrentamientos más deseados y temidos, los
imagino; los sueño y reconstruyo en mi mente de todas las
maneras posibles. Filmo pequeñas películas ficticias en mi
A
237
imaginación. Bajo la luna, en torno a un silencio otoñal acompañado
por el silbar del viento, y con los minutos y segundos de espera
tensos y largos golpeando en los oídos. Son los momentos previos a
lo que será la gran batalla. Sin embargo, luego, cuando el enemigo,
pretendiente, contrario, o término que lleve en dicha ocasión, aparece
en escena, uno espera disponer de margen de maniobra para
consumar lo que uno ha imaginado días antes. No suele ser así.
No existe un protocolo establecido. Los segundos que sirven para
analizar su presencia, mirar su mirada, examinar sus gestos, buscar
su miedo... Las peleas físicas y psíquicas no siguen reglas. Trotan
libremente. A veces son sucias. Otras mueren de dolor en uno dentro
porque no hay valor para lanzarlas al exterior. Se ven, se palpan, se
sienten en el ambiente, pero se incineran en nuestras entrañas. Las
otras son como las escenas preparadas del cine. Perfectas; limpias, e
incluso preciosas. Pero son las menos, creo yo.
Al final, si echas un breve vistazo al pasado, descubres que de poco
sirven los planes. En la vida se improvisa. No hay guión. Uno es el
protagonista de su gran obra de teatro, y los personajes secundarios
que están contigo en escena actúan con total libertad.
Sin saber muy bien dónde coño me metía, inicié mi locura nocturna
como si tuviera quince años. Escapándome de casa. Aquella noche no
dormí en mi cama. Ese hecho impulsó el futuro inmediato de mi vida
diaria.
238
La noche era fría. El viento azotaba por los entresijos del arbolado.
Las hojas despegaban y aterrizaban sin un circuito concreto. Estaba
nervioso. La humedad me hacía tiritar. Me abrigué. Los días habían
pasado como el pegajoso ritmo de un caracol sobre un rugoso asfalto
veraniego. Ni siquiera me tranquilizó la tarde que pasé en el cine con
Leticia. El protagonista murió al final de la película. Nos besamos, nos
tomamos una cerveza y nos despedimos como siempre. Carlos se
colaba en mi cabeza con aire sonriente y me impedía disfrutar de la
cita. Y la actitud de Leti me serenaba. Él no había atacado a mi chica.
Ella estaba feliz. Enamorada; jovial sin razón aparente. Estuvimos
enamorados, acaramelados. “¿Lo estaba yo?”, me lo preguntaba de
camino a casa. No tenía la respuesta precisa. Tenía sensaciones, pero
no sabía si simbolizaban el amor. Era feliz a su lado, estaba a gusto, y
el miedo a perderla me aterraba. Sin embargo, durante el trayecto
pensativo deseé e imaginé follarme con todas mis ganas a más de
seis chicas. Tres del metro, dos de la calle.
Después de horas muertas en el sofá, de unos días de clase, y frías
conversaciones con mis padres, llegó el jueves. Huí por la tarde
aprovechando la soledad del hogar. Eran las diez menos diez cuando
comencé a pisar las libres calles empedradas de El Retiro. La
incomodidad me abrazaba. Todos los que me rodeaban eran
sospechosos de ser él. Cada paso ajeno me recordaba a él. Cada
ruido alimentaba mi absurda pesadilla. Dudada que estuviera en el
sitio acordado. Sabía que él iba a buscar su momento estelar. Su
239
sorpresa. Incluso podría estar siguiéndome desde casa. Yo quería
joderle ‘su sorpresa’, pero no sabía cómo, porque todas mis
sospechas, a una por minuto, se diluían al instante.
Llegué al lugar. Era de noche. Varios jóvenes con mochilas
abandonaban el centro deportivo. Dos farolas iluminaban la entrada.
El resto del parque se mantenía oscuro. No había rastro de Carlos.
Introduje mi mano en el bolsillo, y entonces, oí su voz. No acerté su
procedencia. La primera palabra que pronunció fue mi apodo. Nada
más. Miré atrás, a un lado y al otro, pero el vacío emergía con una
totalidad absoluta. El aroma a marihuana bailó bajo mi olfato. Un
chispazo de frío encendió mis ojos. Las lágrimas brotaron y eliminaron
mi borrosa mirada. En ese momento, sus dedos en mi hombro
derecho agitaron mi respiración, despertaron mi pánico e hirieron mi
miedo. Se había movido como un fantasma. Una luz naranja palpitaba
en sus labios. El humo voló hacia mí.
-¿Quieres? –Susurró tendiéndome el porro.
-No, gracias –musité tembloroso.
-¡Anda, dale un poquito!
Acepté. El calor del cigarrillo liado me ardió en los dedos. Mis labios lo
sujetaron. Respiré profundo, y el tabaco y la marihuana se
encendieron para volar hacia el interior de mi cuerpo.
-Estás tal y como te recuerdo...
-Y tú –asentí devolviéndole el porro tras una última calada.
-Echaba de menos el sabor de tus labios en mis porros –dijo tras dar
una calada.
240
Sonreí. No pude evitarlo. Fue una sonrisa nerviosa. Estaba casi frente
a mí. A menos de un palmo, pero seguía siendo una sombra en la que
solo las pupilas repletas de brillo le daban vida. El mundo que nos
rodeaba había muerto para mí. Me volví a meter las manos en el
bolsillo. Le sentía observarme, como si sus labios lamieran mi piel.
Lamía cada resquicio con sus ojos. Volvieron los temblores. Entre mis
dedos, en el bolsillo del pantalón dormía la fría madera de la navaja
que un día me regaló. Me veía incapaz de usarla, pero en mi cabeza
había aparecido esa imagen infinidad de veces. Todas las noches
antes de dormir, mis sueños se habían inundado de sangre
golpeándome tras cada estocada. Allí, a un palmo escaso de él, la
cobardía se reía de mí.
-¿Caminamos? –Preguntó.
-Vale. –Acepté.
Traté de mantener la distancia, pero el camino se me hacía cada vez
más estrecho e uniforme. Me costaba caminar con firmeza. Cada paso
me sentía más mareado; borracho. Tembloroso. El miedo me
ahogaba. Iba sin un destino concreto y estábamos demasiado solos.
Él no quería mostrar aún sus cartas. Yo tampoco. De hecho, mi carta
sólo era una, dormía en el bolsillo del pantalón, y cada segundo que
pasaba dudaba mucho que fuera a destaparse sobre el tapete.
Abandonar la partida se convertía en la opción más factible.
-¿Por qué me has abandonado? –Rompió el silencio.
-Ya lo sabes –respondí seco.
-No lo sé. -Dio otra calada y me obligó a fumar- Cuenta.
241
-Es una tontería remover toda nuestra mierda, ¿no crees? –Fumé y
me detuve.
-No lo sé, igual sí es divertido. –Rió.
Carlos siguió caminando. Vi su estela. Durante un segundo sentí la
oportunidad. Era la ocasión: “¡Abandona!”. Pero reanudé el camino.
Me volví a parar. Di una calada más, finiquité el porro y lo tiré al
suelo. Lo pisé y respiré hondo.
-Quiero empezar de cero, olvidarme del pasado. De hecho, ya he
empezado a hacerlo. He venido a decirte el adiós definitivo, no hay
vuelta atrás y no acepto chantajes –advertí.
El corazón me abofeteaba el pecho. Me sentí diminuto. Yacía de pie,
firme, pero preso de los nervios. Las rodillas me aleteaban como las
alas de un colibrí. Él me miraba, pero no le veía en aquella fría
oscuridad arbolada. Únicamente sentía su mirada, su aroma y
respiración. De pronto, sus pasos se oyeron en la arena.
-Vaya, vaya... –canturreó con sorna mientras empezaba a aplaudir
con fuerza- Alabo tu valentía, no la esperaba.
-No quiero seguir jugando. Tú tu camino y yo el mío –proseguí
austero-. En el pasado nos unió algo, sí, y por tu culpa vivirá siempre
con nosotros, pero a partir de ahora yo quiero vivir algo en lo que ya
no estés tú.
-Entiendo... –Masculló compungido-. ¿Éste es tu adiós, loco?
-Sí.
-Pues lo siento, pero tengo que decirte que difiere del mío. Lo siento –
planteó tras una pausa eterna-. Tendremos que negociar, ¿no?
242
Su rostro se había colocado a un palmo del mío. Al fin le veía la cara.
Le olía la piel a crema. Me devoraba su mirada vidriosa, sonriente y
enloquecida. Evitaba mirar sus labios, los que tantas veces, en la
oscuridad, había besado.
-¿Qué quieres? –Me atreví a preguntar.
-Que lo hagamos por última vez –dijo seductor.
-¡Estás loco! –Me giré brusco y traté de huir- Cuídate...
-¡Quieto, loco! –Gritó y me cogió del brazo con fuerza- El final a esta
cita lo pongo yo.
Su gruesa mano sujetaba mi muñeca. Lo hacía con energía y excesiva
firmeza. Yo volví la cabeza. Sonreía. Me miraba seguro de que iba a
conseguir lo que se proponía. No albergaba una sola duda. Su
convicción aterraba. Yo me aferré a la posibilidad de tirar con fuerza,
de alejarme; de soltarme. Y me esforcé, pero increíblemente no lo
conseguí. Mi mano libre rozó el bulto del bolsillo.
-¡Suéltame! –chillé sin apenas voz.
-Ni hablar, loco –negó con un sosiego inaudito, y manteniendo la
presión sobre mi muñeca- ¿Has olvidado mis deseos?
-No, pero no es mi idea compartirlos.
-¿Y has olvidado a Leticia para venir aquí?
-¡Hijo de puta!
Luché más. Me acerqué a él. Mi mano libre le cogió del cuello. Apreté.
Él se dejó hacer. Sonreía, fascinado por lo que estaba ocurriendo. Él
oprimió más mi muñeca.
243
-Es una chica guapa –opinó con la voz ahogada-. Entiendo que no la
quieras perder, loco. Pero yo necesito que tengamos una despedida
digna.
Acepté la derrota. Solté su cuello con resignación y esperé a que
moviera ficha. Poco después, llegó el movimiento sutil. No pude evitar
caer en ese desliz. De pie, permanecíamos pegados, separados por
exiguos centímetros, ahogado por su mirada, saboreando su aliento,
comiéndome su calor.
-No puedes hacerme esto –rogué con aires de desesperación.
-Me gusta tenerte así de cerca. Mucho mejor...
En ese instante, cuando la palabra ‘mejor’ resonaba en mi cabeza,
ocurrió. Mi mano empujada con suavidad resbaló por su muslo y llegó
hasta su entrepierna. Estaba erecto. Apreté la mandíbula, hice un
débil gesto de separación, pero él pegó más mi mano sobre su pene.
-Me gusta respirar tu aliento –continuó con un tono seductor.
-Déjame marchar –pedí con un fino y tembloroso hilo de voz.
-¡Bésame! –Pidió cogiéndome de la cintura.
Cada vez me sentía más agotado. La soledad en aquel parque urbano
me parecía infinita. Tal vez lo era. O tal vez ignoraba mi alrededor.
Seguí sintiendo la navaja pegada a mi muslo. No tenía fuerzas ni
valor. Se había convertido en un instrumento inútil.
“Quizá el camino era ese”, pensé. “Quizá deseaba ese camino”. Mi
subconsciente estaba decidiendo por mí y no lo sabía. Nos
mirábamos. Ardíamos. Vivíamos de nuestros alientos. La piel, el calor
244
y la mínima distancia entre nuestros labios se acentuaba. Pero
entonces, hubo un giro inesperado. Él escupió dos palabras que jamás
hubiera imaginado oír en su voz.
-Puedes irte.
-¿Cómo?
Mi muñeca se liberó. Carlos, extrañamente, dio un paso atrás. La luz
de una pequeña farola se colaba entre los dos y el frío volvía a
azotarme.
-No puedo forzar algo que no deseas...
Su rostro lucía hundido. Yo di un paso atrás por instinto. Di otro paso.
Miré alrededor, buscando al agente municipal o persona que hubiera
desencadenado aquello. Sin embargo, estábamos solos.
-Me voy, Carlos –dije titubeando.
Él permaneció callado, quieto, con la cabeza alicaída y la sensación
de vivir en plena tranquilidad. Busqué su mirada, pero estaba
perdida. Di otro paso atrás y empecé a alejarme. Advertí que su
aroma seguía pegado a mí; que sus ojos voraces volaban por mi
cabeza; que su calor aún ronroneaba en mi piel. No llegué a perderle
de vista. Y cuando tomé la decisión, no supe el motivo. Únicamente
pregunté.
-¿Será el adiós definitivo?
Su sombra se movió. Sus ojos se avivaron y su cuerpo creció de
nuevo. Algo dentro de mí deseaba volver a probar sus labios. Él era
una droga. Aquella cercanía, aquel calor, aquella pasión retenida
había sacudido mi apetito dormido; mi deseo.
245
La única luz artificial volvió a caer con suavidad sobre nosotros. Las
palabras desaparecieron, y cuando quise utilizar el cerebro y la razón,
nuestro arrebato pasional ya había surcado los cielos y aterrizado de
nuevo en la calma absoluta. La humedad de sus labios inició un beso
dulce, suave, casto. Las caricias emergieron y un latigazo pasional
nos desnudó y unió.
246
26
Hacia el libre albedrío
manecer desnudo en la calle con la sensación de haber
cometido una locura, despierta sentimientos indescriptibles.
Había iniciado un vuelo denso en el que planeaba cegado por un
manto de nubes blancas. Era como si me devorara esa especie de
algodón inexistente. Dudaba. No sabía si sentirme avergonzado u
orgulloso. Necesitaba tiempo, pero corría despacio. Desde el futuro el
pasado siempre se ve de manera distinta.
A
Vestirme, sentir amanecer bajo un habitado arbolado, reír y besar con
satisfacción y armonía hería más mi duda. Ni siquiera el adiós que
247
preguntó él obtuvo la afirmación que los dos deseamos. Al caminar,
supimos que mis sendas tomaban rumbos opuestos. Que se volvieran
a unir en el futuro era una respuesta difícil de desenvolver.
-¡Sergio! –Gritó.
Me volví al instante, como si estuviera hipnotizado. Tembloroso como
un niño. Carlos parecía una figura enorme a lo lejos. Su piel albina
brillaba y su sonrisa podía saborearse con detalle desde mi posición.
Sonreí. Tenía algo entre los dedos, observé.
-¿Qué?
-Se te olvida esto –dijo sin gritar.
Recorrí los pasos que nos habían separado. Le miré con firmeza. Hallé
un gesto de niño en su rostro. Sobre mi mano posó la navaja. Los dos
nos mantuvimos como estatuas, en silencio. Piaban los pájaros,
silbaba lentamente nuestra respiración.
-¿Definitivo?- Preguntó.
-Sí –dije recogiendo la navaja de entre sus dedos.
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Lo fue. El fin del principio de mi vida. Mi vida se precipitó a un revés
que quizá yo mismo construí de una manera indirecta. Con los
mismos hábitos, pero con un escenario distinto. Sin llegar a tener las
maletas en la misma puerta, aquella mañana, cuando regresé a casa,
los dientes sangrantes de mis padres escupieron sus palabras más
mordientes. No hubo un resquicio de paz o perdón. No hubo tregua.
La decisión estaba tomada, y ni siquiera mi madre dio un paso atrás.
No dudó. Mis excusas no quebrantaban sus sentimientos ni
doblegaban sus raciocinios. Habían tomado la firme decisión a causa
de mi osadía. Si quería ser libre, tendría que volar. Tenía dos semanas
para buscar un nuevo nido. Fieros y serios, no creyeron una sola de
mis palabras. No querían gastar una sola gota de sudor más en mí.
Quizá era un farol, pero nunca arriesgué lo suficiente para
averiguarlo. Decidí aprovechar la luz hacia la que me empujaban para
iluminar mi futuro. Darle otro color. Y caminé, con miedo, pero
caminé, y en el camino tropecé con la piedra que me llevó de bruces
a la solución.
Algunos cambios parecen imposibles. Parecen exigir saltos
gigantescos, sin embargo, cuando no queda más remedio y hay que
afrontarlos, uno acaba ejecutándolos. Yo lo hice poco a poco y sin
pausa. Y cuando miré al pasado, vi la otra orilla desde donde partí, y
la vi demasiado lejana. Atrás quedaba mi habitación, mis padres, la
casa que me vio nacer y crecer; donde alimenté muchos de mis
dramas.
249
Casi nada es imposible en la vida. Un solo gesto puede transportarte
de inmediato a un escenario inesperado, completamente distinto. Yo
di el paso y coincidí en el camino con Leticia y su hermana mayor.
-Vivamos juntos –dijo tras escucharme durante diez minutos largos.
-Me tengo que ir en dos semanas –repetí.
-Mi hermana busca compañeros de piso, yo quería irme, pero sola
dudaba...
-¿Compañeros?
-Sí, se le han ido los dos en una semana. Tiene dos habitaciones.
-No sería mejor compartir cama –insinué.
-Aún no, -cortó seria- es por mi hermana, no nos aceptaría.
-Entiendo.
El precio de las habitaciones, la zona, el piso y la oportunidad
precipitó todo. Lo creí temporal, pero me equivoqué. Era nuestro
particular ‘apartamento para tres’. Mi nueva vida me reubicaba en 70
metros cuadrados. Allí comenzó mi libre albedrío; mi verdadera
existencia sexual. Hasta ahora sólo había conocido la punta del
iceberg. Los meses de sexo más frenéticos de mi vida se adentraban
en mí. La adicción parecía insaciable con el paso del tiempo. Descubrí
la realidad de los polvos salvajes. Leticia retorcía por completo cada
uno de mis músculos mientras desgarraba con sus uñas mi piel. Y sin
embargo, buscaba más. De hecho, allí organicé fiestas con
prostitutas, de nuevo con Manu como gran artífice del evento.
Aprovechaba que Leticia y su hermana organizaban un fin de semana
familiar para emborracharnos, drogarnos y follarnos a dos, tres o
250
cuatro putas. Los gastos nunca corrían de mi cuenta. Y lejos del ocio y
la vida sexual, allí, en aquel apartamento terminé mis estudios y
encontré mi primer trabajo. Mis padres sólo me pagaron los primeros
tres meses de alquiler. Allí llegué a vivir cerca de tres años. En ese
tiempo fui feliz. Y realmente, inicié una nueva andadura vital. Creí
convertirme en un hombre y sin darme cuenta comencé a beberme la
soberbia que me proporcionaba el sexo. Porque cuando uno logra
sacarle el máximo provecho al sexo, éste se vuelve sublime en todos
los sentidos. Entonces, los orgasmos aletean en ambas entrepiernas
sin descanso. Cada segundo sumido en la unión de este maravilloso
acto es una sobredosis más de placer imposible de describir con
exactitud. El sexo es una droga. Baña de confianza al ser humano y lo
bautiza con una felicidad inamovible. Dudo que exista una dosis
excesiva y mortal. El sexo es la única droga del mundo con facultades
vitales.
Tras vaciar las cajas y
las maletas, y
asentarme en la
habitación, comencé a
devorar sexualmente a
Leticia, yo crecí como
hombre. Descubrí que
los conocimientos
sexuales prácticos me
envalentonaban.
251
Saber que había dejado atrás las eyaculaciones precoces y que
disfrutaba de horas de placer inagotables me convirtió en un
personaje más chulo y prepotente. Y en absoluto me disgustaba.
Además, con Manu continuaba más que patente mi afición ‘putera’.
No podía abandonar esa extraña adicción a la prostitución. Además,
de pronto había surgido en mí una nueva inquietud que me empujaba
a la infidelidad. Quería y necesitaba enseñar a las mujeres lo bien que
follaba. Ellas debían probarme, saberlo. El hecho de tener que pagar
era algo secundario. Tenía que hacer valer la oportunidad de ofrecer
orgasmos a cualquier chica del mundo. Esa presión nerviosa previa a
la primera penetración se había esfumado. Caminaba recto abducido
por una extraña confianza en mi mismo. Y tras cada polvo, crecía un
centímetro más. Me sentía como un carpintero que se enzarza
enloquecido a golpear clavos de acero con su martillo. Imaginaba
todos los clavos en fila. Yo levantaba el brazo y atizaba sin pausa, una
y otra vez, viendo como las cabezas de acero se hundían en la
madera. Cada vez con mas ira; fuerza y furia. Tampoco me pregunté
el motivo, pero tenía esa necesidad. Me decía: “Quiero meterla en
coños jugosos y calientes”. Era un placer idéntico al de clavar un
clavo en la madera. Cada vez que estaba sumergido en ellas, muchas
veces reía en pleno acto. A las putas les daba igual la risa. A Leticia le
cambiaba el gesto. Sin embargo, me era imposible evitar esa imagen
del carpintero que clava clavos y dice con media sonrisa: “coños
jugosos y calientes”.
252
Practicaba el sexo a diario. A Leticia le encantaba y yo nunca decía
que no. Fue así durante los dos primeros años. Leticia y yo lo
hacíamos sin pensar en las consecuencias. Sólo nos saltábamos los
jueves; mi día de putas. Aunque esas mismas noches, en ocasiones
solía despertar a Leti y violarla consentidamente. A ella le encantaba
hacer el amor casi sumida en un sueño nocturno.
Mientras caminaba por este día a día, no miraba atrás. No veía el
cambio que había sufrido mi vida. Únicamente disfrutaba del
presente. Olvidarme del pasado había sido muy fácil. Él único
recuerdo del pasado yacía en casa de mis padres, la que visitaba para
tres únicas necesidades. Recogía la medicación, la correspondencia
en blanco y me masturbaba en el baño. Carlos seguía escribiendo,
pero yo había decidido convertirlo en un insólito recuerdo que
borraba tras una eyaculación en soledad.
Dudo mucho que mi futuro hubiera sido alternativo si su hermana no
hubiera visto lo que vio. Llevábamos dos años de convivencia. Creo
que hubiera sido cuestión de tiempo que Leti cazara la realidad de mi
vida paralela, o su hermana la nuestra. Se fue por culpa del sexo
evidente. Habíamos arriesgado mucho, y aunque tenía sospechas
sonoras desde hacía meses, aquella tarde recibió una pitanza visual
de órdago. La imagen era dantesca pero real. Fue un ataque visceral
de los muchos que teníamos cuando la soledad del apartamento nos
abandonaba. El cerebro se nos desconectaba y nos lanzábamos a
morder nuestro instinto más primitivo. En aquella ocasión, estábamos
253
haciéndolo de pie en la cocina, junto a la lavadora. Yo tenía penetrada
a su hermana pequeña. No pudimos hacer nada para evitar que nos
viera. Lo habíamos hecho en todos los lugares posibles del
apartamento, y en la cocina no era la primera vez. Yo lo propuse, ella
aceptó. Me encantaba vivir lo que creía una auténtica película porno.
Nunca supe sus motivos porque no hablábamos de sexo; sólo lo
practicábamos. Los míos eran más que evidentes: Necesitaba el sexo
como el comer. Y si no era con ella, no iba a dudar; tiraría de billetera.
Su hermana tardó tres días en abandonarnos, y durante ese tiempo
no crucé una mirada con ella. Nosotros tardamos tres semanas en
encontrar compañero. Leti lo sufrió más porque perdió la confianza.
Yo trataba de quitarle hierro al asunto. Incluso se me despertó un
cosquilleo interno al recordar la escena que califiqué como morbo.
Recordarme detenido, dentro de ella, con los calzoncillos en los
tobillos, mientras sus pechos desnudos colgaban frente e mis labios,
me empujaba a una excitación imparable. Ella se sobresaltó. Yo traté
de pie que no se cayera. Fijé mis manos más aún en sus nalgas. Ella
se aferró a la repisa, junto a la lavadora, y al ver que su hermana
seguía inmóvil, junto a la puerta, observándola sin pestañear, se
apegó a mí con brutalidad. Sentí presión en mi pene. Me excité,
eyaculé y temblé. Fueron escasos tres segundos borrosos, pero en
ese instante pude ver a su hermana pasear por la cocina con dulzura,
besándome mientras Leticia quedaba aferrada a mi cintura sintiendo
parte de mi elixir colándose por su vagina. Todo fue un sueño.
Desapareció primero de la puerta de la cocina y después del piso. Lo
254
hizo sin hacer mucho ruido. Tampoco creí que la pillara por sorpresa
después de dos años de convivencia. Ella debía de saber lo nuestro,
sin duda. Las paredes no estaban insonorizadas y existían indicios
típicos y difícilmente excusables; gemidos nocturnos y mañaneros,
chirridos de alcoba o condones olvidados en el baño, e incluso
miradas o gestos cada vez menos sutiles.
Las semanas que tardamos en encontrar compañero de piso vivimos
desatados. Tuve que suspender mi jornada ‘putera’ porque tenía
heridas sexuales en mi pene. Nuestro sexo había alcanzado una
violencia extrema, hasta el punto de caernos desde la cama,
golpearnos contra una mesilla, incluso abrir en dos una de las patas
de la mesa del salón. También tiramos una estantería.
Desconectábamos por completo durante el acto y conseguíamos
olvidarnos de todos los objetos que nos rodeaban. Nos golpeábamos
en un vaivén continuo sin controlar la fuerza que nos embargaba. Nos
enzarzábamos entre mordiscos y arañazos desmedidos. Perdí un
trocito de oreja en una ocasión y le abrí el labio más de una vez. La
sangre volaba sobre mi piel al ritmo de nuestras eyaculaciones
unísonas. Ninguno de los dos quiso parar aquello, y quizá ese griterío
violento expeliendo hormonas sexuales por todo el apartamento
desencadenó mi futuro inmediato.
Leticia fue la encargada de conseguir el nuevo inquilino. Fue chica, y
sí, en apenas un mes descubrió que los dos éramos pareja. Leticia
había decidido alquilar el piso así para evitar que la gente se
255
espantara al vivir con una pareja. Yo me desentendí. Y los dos
continuamos teniendo ese sexo nocturno que tanto nos encantaba.
Era difícil evitar los gemidos, más imposible, el ruido y casi inevitable
ocupar las dos habitaciones. Traté de convencerle a Leticia de que
reveláramos nuestro secreto, sin embargo, ella se negaba. Quería
mantener el juego. Y a ese juego se unió María, la nueva chica de
pelo rizado, con unos kilitos de más, unos pechos enormes y
sonriente. Sentada en el sofá, una noche, en la que los tres veíamos
uno de los reality show de una cadena privada, mi móvil se encendió.
Era el ‘Bluetooth’. Me quería llegar una fotografía. El nick del teléfono
móvil que me quería enviar la fotografía era ‘Quiero follarte’.
Dudé si aceptar. Rechacé y me fui a la cocina a por agua. Dos
minutos después, la pantalla de mi móvil volvió a encenderse. Seguía
en la esquina de mi sofá. Miré a Leticia, a mi lado, que descansaba
medio dormida sin perder la compostura. En la otra esquina, María
también perdía su mirada en la televisión. Sin embargo, un gesto le
delató. Su mano se perdía en el bolsillo de su blusa y tenía un tic
nervioso en el ojo izquierdo. Sabía que la observaba. En ese instante
acepté. Abrí la foto y descubrí una imagen de ella desnuda en mi
móvil. No veía su cara, pero sin duda era ella. Dos minutos después,
la pantalla de mi móvil volvió a encenderse. En esta ocasión había
puesto a su teléfono el siguiente nombre: “¿Te apetece?”.
256
27
La amante
257
258
s extraño que una mujer acose a un hombre. Quizá no sea el
término adecuado, pero sí debo decir que no es lo habitual. La
mujer suele conquistar desde la distancia, y si no lo consigue, suele
retirarse. Y digo “suele”, siempre hay excepciones. El hombre suele
ser el que asome el papel de acosador; el que agota e insiste. Su
tarea es la de cansar y aferrarse al sexo opuesto que desea sin
atender las señales. No cesa hasta que ella pone de manifiesto su
negación más absoluta. El sexo con una mujer bien lo vale. A veces,
lo es el amor. En mi caso fue el morbo. Estaba de pie, frente a la
lavadora, echando el suavizante en el hueco del detergente, cuando
María se acercó y me tendió distintas prendas para lavar. En su
mayoría ropa interior. Me tembló la voz, el pulso. “¿Por qué?”. Sonreí
y cogí una falda, varios calcetines, un tanga y dos sujetadores que
con delicadeza introduje en el bombo. Jamás me había enfrentado a
una mujer con tanta seguridad en sí misma. No sabía si de verdad la
tenía, pero algo en ella la transmitía. Su mirada mordía lo que
deseaba e iba a por ello. “¿Eran estas las chicas de siglo veintiuno?”,
pensé cuando la vi abandonar la cocina. Me asustaba. Mi corazón aún
latía temeroso. Y al tiempo, avivaba mi miembro a una velocidad
inédita; o eso creía yo. “¿Era una sensación mental o física?”.
E
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estaba en pleno periodo de beca y disponía de un excesivo tiempo
libre. Y la chica se había convertido en mi pequeña obsesión. En
apenas un mes había dejado atrás su actitud tímida y silenciosa para
convertirse en la “supuesta guarrilla” que todo hombre desea una vez
en su vida. Sin jugar la partida había ganado una gran mano. De
hecho, el juego de los mensajes a través de ‘Bluetooth’ no se zanjó
tras la primera noche. Con tacto, continuó atacando. Dejando sus
pequeñas semillas. Ella sabía que yo no la iba a delatar. Como una
buena pescadora, iba dejando que yo mordiera el cebo del anzuelo
lentamente. Además, aprovechaba nuestra soledad para avivar el
contacto vía móvil. Y sin embargo, ninguno de los dos había hablado
del tema. El morbo invadía el apartamento, y la tensión chispeaba
cada vez que nos cruzábamos.
260
Ella vivía en aquel apartamento porque sus padres le pagaban un
máster. Con la beca no tenía para vivir. Poco más sabía de su vida.
Cuando afrontábamos la soledad, ambos optábamos por encerrarnos
en nuestras respectivas habitaciones. Nuestra comunicación sexual
fluía por ‘Bluetooth’. Nuestros breves diálogos asaltaban en escasas
ocasiones, tímidos y vacíos. Desde que lanzó la primera bala, no
había dejado de acotar mi terreno. Yo trabajaba hasta las cinco de la
tarde, Leticia lo hacía hasta las nueve de la noche de dependiente en
una firma de ropa. Aquellas horas de soledad con María se me hacían
interminables. Trataba de luchar contra una tentación demasiado
fácil. Por mucho que buscara planes alternativos, siempre acababa en
casa antes de tiempo. Ella no me atraía, pero me había puesto sobre
la mesa, en bandeja, una excelente merienda sexual. Sólo tenía que
dar el paso, atrapar el bistec y morder.
Nuestro salón era amplio y oscuro. Nuestras habitaciones estaban
pegadas unas a otras. La mía era la de la esquina, aunque
supuestamente, porque en aquella cama pequeña no dormía casi
nunca. En el medio dormía yo con Leticia. En la habitación más
próxima al salón y a la cocina dormía María. Nadie entraba en el
cuarto de nadie. En la cocina, compartíamos ciertos productos
comunes. En la nevera nos distribuíamos por baldas. Era extraño para
Leticia y para mí, pero ella, por alguna razón que nunca pregunté,
mantenía esa artificial apariencia. El mando de la tele era de Leticia,
si bien, María compartía gustos televisivos. Yo era más de la lectura o
261
la indiferencia. No teníamos turnos para limpieza oficiales, pero sí
mentales. Cada semana limpiábamos uno de los tres. Y raramente,
nadie se los saltaba. Todo funcionaba bien. La única incomodidad me
arañaba cuando su móvil y el mío decidían penetrar en ese
extravagante juego erótico de nimia distancia. Ninguno daba un solo
paso hacia el cuerpo a cuerpo. Ninguno declaraba la retirada; Ni
cortábamos el juego por lo sano ni avanzábamos para jugar en un
nivel superior. Ambos, que habíamos aceptado las reglas.
Al mes de conocernos, alcanzamos el disparate divino. Ella decidió
poner su correo electrónico en el nombre del móvil y activó el
‘Bluetooth’. Un minuto después tenía en mi teléfono un nuevo tono y
su dirección de mail. Tres minutos más tarde estábamos hablando por
Internet a una sola habitación de distancia. Absurdo; morboso.
Monstruosamente morboso. Por primera vez, practiqué ‘cibersexo’.
Era tal la vergüenza, que cuando terminábamos, desconectábamos y
permanecíamos encerrados en la habitación. Era mi “ciber-amante”,
me dije sonriente, tumbado en la cama y aún con pequeños fluidos
seminales en la punta de mi pene. En ese instante, ante el pánico de
la presunta soledad y el silencio real, opté por escuchar un excelente
disco acústico de Nirvana. Esperé a que Leticia llegara a casa, y
entonces, María y yo nos vimos. Sin embargo, apenas intercambié
pequeñas palabras que construían estúpidas frases impersonales.
Aquella tarde sexual a distancia viciada por la imaginación y la
creatividad individual se repitió tres veces más antes de que uno de
262
los dos decidiera mostrar sus cartas. Ella ganó y planteó cambiar de
juego. Yo me negué.
Manu me dio plantón un jueves. Y aquella tarde, con una cerveza en
la mano, María decidió acompañarme, mirarme desde la distancia en
el sofá, sonreírme y azotar la tensión que respirábamos impacientes.
La tele empequeñeció, el salón subió de temperatura, el oxígeno se
esfumó y ella rompió el hielo tras echar limón a su cerveza.
-¿Hoy no vas al ordenador?
La pregunta me inquietó literalmente. Di un diminuto respingo, bajé
el volumen de la televisión, bebí cerveza de una lata y examiné su
figura. Apenas se parecía a la que yo había imaginado durante
nuestra conversación erótica en Internet. Ella puso sus piernas
desnudas sobre la mesa y solo se colocó el vestido para que no le
viera las bragas.
-Aún no... –respondí alicaído
-¿Prefieres ver la tele?
-No...
-¿Y qué prefieres?
-No sé. –Me incomodó y bebí.
-Igual tienes una amiga en Internet con la que charlar un rato –insinuó
recolocándose las piernas, que continuaron mostrándome su
desnudez blanquecina.
-Igual... –Afirmé aceptando el juego y con media sonrisa.
Miré la hora del móvil. Era pronto. Leticia no iba a parar el combate
que ella quería iniciar. “¿Pero adónde íbamos? ¿Ficción o realidad?”
263
-¿Entonces? –Insinuó mientras recortaba la distancia que nos
separaba del sofá.
Terminé la cerveza y sentí una prominencia importante en mi
entrepierna. Estaba inquieto ante la oportunidad de follarme a una tía
que no me atraía pero que me inflaba un efecto morboso
inconcebible. Mi cerebro trabajaba en exceso en aquellos instantes.
No podía retirarme de la cabeza el rostro de Leticia. La veía llegar
cansada, contándome sus problemas, desnudándose en la habitación,
besándome y haciéndome el amor como todas las noches.
-Sergio, te quedaste mudo... –Susurró.
-No, en absoluto –dije sin una gota de saliva.
-¿Me voy al cuarto? –Preguntó.
-Como quieras... –respondí sonriente.
-Si fuera lo que yo quiero... –Insinuó dando un pequeño saltito más en
el sofá. Su piel me rozaba- ¿A qué jugamos?
-No sé...
-La realidad siempre es mejor que la red...
-Lo sé...
-¿Entonces?
Podía oler su piel. Sentía su respiración; ese aroma a cerveza
humedeciendo sus labios. Me estremecía el suave balanceo de su
brazo sobre el mío. Me achicharraba su mirada, y me hería la
conciencia cuando mis ojos se distraían hacia la puerta de entrada.
No podía dejar de pensar en Leticia. Quizá no en ella y el daño que
264
podría hacerle, sino en el riesgo. En esa duda, María se apoyó en mi
hombro y me susurró al oído.
-Quiero que hagamos realidad el final de la otra tarde...
-¿De verdad lo haces tan bien? –Pregunté mientras sentía sus labios
por mi cuello.
-De verdad –afirmó.
El siguiente paso lo ejecutó de manera vertiginosa. Y dos minutos
después María ya había movida ficha. Abrió sus piernas, se colocó
sobre las mías y comenzó a besarme. Bajo el vestido no llevaba
bragas. Me besaba los labios, el cuello, me quitó la camiseta y me
besó la clavícula, los pectorales, y en tanto, yo trataba de acariciarle
los pechos, enormes, preciosos con unos amplios pezones marrones.
La realidad nos vapuleó sexualmente. Ella me desabotonó los
pantalones y me masturbó. Resbaló sobre mí y quedó de rodillas sin
soltarme el pene. Me lo lamió, lo chupó, lo succionó y ella me permitió
eyacular. Le encantó saborear. Tenía razón, lo hacía muy bien.
-¿Vamos a mi cuarto?
-Un momento, –dije- voy al baño.
El arrepentimiento me roía y alimentaba mis dudas cerebrales. Me
limpié los fluidos. La puerta se abrió por detrás. El corazón se me
detuvo un instante.
-¿Estás bien?
-¡Joder! ¡Qué susto, tía!
-Lo siento.
Me subí el pantalón y mentí.
265
-Lo siento, tendremos que continuar otro día, tengo que irme –apunté
echando un vistazo al móvil-. Lo siento, de verdad.
Ella se quedó mirándome unos segundos, después me dijo que lo
entendía. Yo me encerré en la habitación, me eché desodorante y salí
a la calle sin despedirme de María, que también, sin mediar palabra,
estaba escondida en su cuarto con la puerta cerrada. Caminé, caminé
y pensé. No era el hecho de la infidelidad, era el acto de haber corrido
tanto riesgo lo que me preocupaba. “¿O no?”. Me importaba
interpretar las sensaciones recientemente vividas y así poder tomar
una decisión; un rumbo. Sin embargo, no las descifré. Me tomé una
cerveza en un bar, en soledad, y a la segunda vi todo con mayor
claridad; tenía que disfrutar más de aquellas mamadas. Aquella tarde,
cuando volví a casa era de noche. Leticia descansaba en una esquina
del sofá, casualmente, en la misma que María me había hecho la
felación hacía unas horas. Ella estaba en la habitación. Aquella noche,
por primera vez en tiempo, no hicimos el amor.
No volví a tener noticias de María hasta una semana después, en un
escueto mail. Mi vida no volvió a darse un revolcón hasta una semana
después y dos días de un fin de semana. Esas 48 horas las viví con
Manu y Javi de senderismo en plena Sierra de Ávila. Necesitaba
desconectar de la presión de la charca de víboras en la que se había
convertido nuestro ‘apartamento para tres’. Además, el sexo con
Leticia había perdido un pelín de intensidad; o eso creía yo, y mi
266
cabeza no podía quitarse de la cabeza los labios de María limpiando
con suavidad las “venas de mi polla”. Me reí al pensarlo. La tarde que
sobre la espalda cargaba una mochila, leí el mail. Me preguntaba si le
había gustado y si quería repetir. Que si no le había gustado, que no
pasaba nada, que se olvidaría de mí. Sonreí, y respondí. “A la vuelta
repetimos. Queda mucho por practicar...”
Y practicamos. No pude quitarme de la cabeza nuestras actuaciones
pendientes. La montaña me ayudó a pensar, y entre rocas, árboles,
aves, riachuelos y paz rural me planteé que quizá la relación sexual
con Leticia había llegado a tocar techo y necesitaba investigar nuevos
pantanos. La necesidad siempre latía en mí, pero la noche nunca me
había ofrecido la oportunidad si no era tirando de billetera o tarjeta de
crédito.
Llegué a casa un domingo a las seis de la tarde. Junto a Manu y Javi
había tomado más de seis cervezas antes, en un bar que quedaba
junto al apartamento. Habíamos llegado a la ciudad a mediodía,
habíamos comido de tapas y bebido. Estaba ligeramente ebrio.
-¿Hola? –Asomó su cabeza desde la habitación.
-Hola –dije roto por el agotamiento y el alcohol- ¿Leticia?
-Trabajando –anotó con felicidad-. Al final ayer cambió el turno a una
compañera.
-Ajá...
Se acercó a mí. Levanté las palmas de las manos pidiéndole un
respiro. Sonreí y la besé ligeramente en los labios. Me descolgué la
267
mochila de los hombros, caminé por el pasillo sin dar tumbos, abrí la
puerta de mi habitación y lancé la mochila con brusquedad.
-¿Saldamos cuentas? –Preguntó desde el fondo del pasillo con un tono
de voz que me resultó deliciosamente picarón.
-Saldamos –afirmé-, un momento.
Me encerré en el baño, me lavé las manos y busqué los preservativos
que nunca usábamos. No quería convertir mi pene en una ruleta rusa
con todas las mujeres. Ya me había metido en un callejón sin salida
con Leticia, no quería ampliar mis complicaciones y envolverme en
una telaraña vírica. Busqué pero no encontré. Pensé, “en la mesilla de
la habitación de Leticia”. Salí, ella ya no estaba en el pasillo.
-¡Ahora voy! –Grité.
Entré en la habitación de Leticia; la nuestra. Abrí el primer cajón. Vi
sus bragas y tangas, después varios preservativos sueltos. “¡Bingo!”.
Sin embargo, la mirada se me hundió de pronto en el parqué. Fue
como si alguien me
hubiera arrancado los
ojos y me los hubiera
pegado en el suelo. Junto
a la cama, donde yo
había vivido tanto,
descansaba un
preservativo usado. Lo
intuía, porque estaba
dentro de su sobre verde.
268
Parpadeé, pero seguí allí. Me arrodillé y me quedé observando aquello
durante largos segundos. “¿Me engañaba Leticia?”, cavilé. “¡Joder!”,
grité. No tenía elección. Estiré el brazo, cogí el envoltorio y con mis
dedos saqué el fino plástico de color beige.
-¿Estás bien?
La voz llegó desde la puerta. Yo me puse de pie. Solté el envoltorio y
sólo pude verme como un estúpido sujetando un preservativo lleno de
semen. Las rodillas me temblaban y ni siquiera podía ver con nitidez
el rostro de María, que optó por la mudez. “No es mío, no es mío”, me
repetía en silencio una y otra vez y otra vez, deseoso de hallar un
error en mis recuerdos. “No es mío”, me afirmé tras largos segundos.
269
28
A 2 y 3 bandas
e obsesiono con las mujeres. Ese, tal vez, es mi problema.
Siempre me ha ocurrido, y en aquella época lo descubrí.
Nunca supe reponerme con dignidad. Ni siquiera actué con diligencia.
Tampoco me entristecí. Ni me enfadé. Tampoco pedí una explicación.
La venganza, de la única manera que entonces la conocía, la apliqué.
Tampoco creo que María dudara de su papel. Ella era la amante y su
M
270
cuerpo mi momento de placer vengativo. La duda me atormentaba en
una única y escueta pregunta. “¿Por qué?”
Volví a recorrer el mismo camino diez minutos después. Lo hice de
igual manera, con un preservativo entre los dedos, pero en esa
segunda ocasión, desnudo. María reposaba en la cama, en cueros; en
su cama. Yo me sentía satisfecho, en paz, sin las ansias inmediatas
de saber el porqué del primer condón. Me quedé de pie, en la cocina,
con el preservativo usado entre mis dedos y mi pene aún levemente
erecto. Abrí el cubo de la basura, y con valentía lo dejé caer sin
querer ocultarlo. Era mi manera de plantear la batalla. Miré el reloj de
la cocina. Eran las ocho y cinco de la tarde. Entrábamos en zona de
riesgo 3. Dejé atrás mi habitación y la de Leticia. Me atusé el pelo en
el baño, oriné y volví con María. Salté sobre la cama y nos besamos.
Leticia llegó cansada a las nueve de la noche. No había rastro de la
contienda sexual anterior. Me miró. Su enorme bolso aún colgaba del
hombro. Lo hizo con frialdad. Caminó deprisa hacia su cuarto, y
cuatro segundos después, asomó la cabeza y me buscó. Le vi desde
el salón.
-¿Qué tal, pequeña? –Pregunté.
-Te necesito –susurró.
-¿Cómo? –Pregunté acercándome hasta ella.
-Un buen polvo... He tenido un día horrible –dijo en voz baja y
desplegando media sonrisa.
-Pero... ¿Y...?
-Me da igual. ¡Vamos! ¡Pasa!
271
Fue un polvo extraño. Siempre sin valorar los no gratuitos ni los
homosexuales. Una infidelidad con doble sentido. “¿Quién era la
engañada?”, me cuestioné. Sin lugar a dudas, cuando Leticia
cabalgaba sobre mí, supe que ella era la principal. Sin embargo, no
podía evitar sentir pena por María. Al tiempo, la rabia me pellizcaba.
El preservativo me reavivó un ardor estomacal. Traté de acelerar
aquel momento sexual; dibujar en su interior el punto y final. Las
ideas se me acumulaban en la cabeza, y aunque era capaz de
mantener la erección con facilidad, era incapaz de correrme. Traté de
alcanzar su techo sexual para excitarme, pero sólo logré que ella se
corriera, tuviera un orgasmo y gritara. “¡Joder!”, pensé mientras la
besaba. Ella me mordió y arañó al tiempo que los dos nos hundíamos
sudorosos en una final apoteósico.
María no hablaba. Yo tampoco. Teníamos sexo y conversaciones
vacías; divertidas, pero sin trascender en ningún momento en lo que
272
implicaba la relación. Ella obviaba y yo me dejaba lleva por la otra
manera de sentir el sexo. María disfrutaba más de los preliminares.
Me besaba por todo el cuerpo, me tensaba y destensaba con sus
caricias labiales, y cuando llegábamos a la penetración, ambos
rozábamos un orgasmo casi constante. Lográbamos mantenernos en
esa cima deliciosa durante largos minutos. Y en el momento que la
velocidad rompía la belleza sexual y llegaba el “córrase quien pueda”,
entonces el placer escupía a borbotones nuestro elixir. Sentía cómo
los espasmos de mi semen le golpeaban sin cesar. Sin alcanzar el
salvajismo que en ocasiones me atrapaba y cautivaba con Leticia,
disfrutaba de un sexo plenamente distinto. Me entusiasmaba y
necesitaba bucear más en ella.
Y no abandoné a Leti. Tampoco le pregunté por el preservativo. Ella
tampoco preguntó por el que yo tiré. No al menos de manera directa
y acusadora. Ocurrió tres días después, una noche que María se
acostó temprano después de que el sofá se hubiera convertido en una
olla a presión porque los mimos de una encendían la ira de la otra. La
tierra no me tragó. María optó por la retirada, y en ese instante,
Leticia abordó el tema.
-¿Sabes si se ha echado novio, amante o rollete?
La pregunta me cazó por sorpresa. Incluso sentí sudores fríos.
Temblé, y seguro que sufrí un leve cambio en el color de mi piel.
-No, ¿por?
273
-Es que... –Bajó el tono de voz- Después del fin de semana que tú te
fuiste a la Sierra aparecieron dos condones en la papelera de la
cocina.
-¿Dos? –Pregunté sorprendido.
-Sí, ahí, sin envolver ni nada... –Musitó.
No pude por menos que mantenerme en silencio durante largos
segundos. “¿A qué jugaba?” Aquella maldita conversación Me
enervaba. “¡Qué hija de puta!”, pensé dejando escapar una sonrisita
por la comisura de mis labios.
-Tendrá derecho, ¿no? –Hablé al fin.
-Pero no sé, –estalló con un humor más bronco- debería ser más
limpia.
-Déjala, mujer
-¡Se lo voy a decir! –Saltó- ¡Joder, Sergio! Aquí vivimos tres, y aunque
no tenemos reglas estrictas, algo de educación, decencia...
-Leticia, por favor –interrumpí sujetando sus brazos con suavidad-, no
hagamos una montaña de esto.
-¿Te pones de su parte? –Me reprochó encendida.
-No, en absoluto. –Traté de mantener la calma, manteniendo el
silencio y dudando qué decir o si decirlo.
-¿Entonces?
-Sólo ha ocurrido una vez, démosle un voto de confianza –apacigüé.
Aquello del voto de confianza no calmó mucho a Leticia, pero sí mi
beso. Luego ella acabó arrastrándome a la cama casi de manera
literal. El tema de los condones se finiquitó ahí. Nunca volví a saber
274
de ellos en meses. Curiosamente la vida que envolvían murió y
resucitó.
Mantener una relación a dos bandas agobia mucho mentalmente;
agota. Ya no es solo el famoso error del nombre, que es el mínimo a
superar para mantener una ‘bi-relación’, sino el hecho de las historias
que cuentas; qué cuentas y cómo las cuentas. Hay que construir dos
vidas. Una de ellas es más de verdad, la otra es más de mentira. Hay
aspectos de una vida que los puedes aprovechar para tu otra vida,
pero hay otras que es obligatorio ocultar. En mi caso todo fue más
sencillo, porque aunque no fuera explicito, María sabía de mi vida
real. Ella sólo fingía cuando Leticia estaba en casa, y yo cada vez me
las ingeniaba mejor para irnos fuera cuando ella estuviera. Además,
María colaboraba, y cada vez desaparecía con mayor asiduidad
cuando los dos descansábamos en el sofá.
El pequeño escalón piramidal llegaba los jueves. Manu seguía
llamándome y me era difícil; casi imposible decirle que no.
Tomábamos copas, nos drogábamos y nos contábamos la vida
semanal. Risas, intentos de ligues gratuitos imposibles por nuestra
ebriedad, y al final, la derrota tirando de billetera o tarjeta de crédito
en un club. La verdad es que yo empezaba a cansarme de aquella
pelea nocturna que siempre me despertaba con resaca, peor cuerpo y
varios dígitos menos en mi cuenta bancaria. Pero una noche, Mika
apareció junto a la barra y me enamoré.
275
Siempre me ha parecido más fácil el billar de las bolas de colores, una
blanca, una negra y seis agujeros. Sólo tienes que preocuparte de
meterlas. Nunca me gustó el billar a tres bandas. Excesiva dificultad;
excesiva maña. En esos casos abandono. Prefiero lo fácil. Llegar,
coger el palo, untarle el taco, apuntar, acariciarlo, empujar, golpear y
meter. Es maravillosa la sensación de golpear las bolas de billar. Uno
puede imaginar el ruido que produce sin llegar a pestañear.
La noche que solté 40 euros a Mika y volví a casa caminando solo con
pequeñas dosis etílicas en mis venas y unos cuantos miligramos de
coca en mi organismo, descubrí que me obsesionaba con facilidad
con ciertas mujeres. No era amor. Me encaprichaba y necesitaba
descubrirlas, vivir su vida, follarlas, y luego hacer con ellas el amor
varias veces. Esa noche, con el olor de Mika aún en la piel, supe que
por muchos años que viviera con Leticia, ella no era el amor de mi
vida. Tampoco María, y quizá, casi imposible que lo fuera Mika, una
chica del Congo de 22 años que hablaba un perfecto español. Sus
ojos me hipnotizaban como a un niño de un año un sonajero. Sin
embargo, ella era puta y yo un hijo de puta.
Pese a la dificultad lo intenté. Deseaba conocer a aquella mujer de
piel nocturna. Deseaba invitarla a cenar, a un helado, a follar cien
veces, sacarla de la prostitución, desayunar a su lado... Las imágenes
me golpeaban de camino a casa, lo que tal vez perjudicaba más aún
mi inexistente rectitud. También sabía que era cuestión de tiempo
que yo me aburriera de ella. “Ese era mi problema”, pensé frente al
portal. Siempre habría una mujer en el mundo con la que yo quisiera
276
acostarme y mantener una relación. Aunque yo ya tuviera una.
“¿Aunque estuviera enamorado?” Aquella noche me dije que sí. Tenía
el deseo perenne de investigar el sexo opuesto.
Sonreí, subí las escaleras, ebrio, y las imaginé a las dos dormidas.
Reí. “Si es sexo, cualquier chica vale, o casi”, me dije emitiendo una
muda carcajada. Abrí la puerta y pensé de nuevo en Mika. “¿Cómo
era su vida?”
Nunca lo adiviné. Uno no gana todas las batallas, y quizá es la derrota
la que más enseña. La victoria es disfrute y ciega. Tal vez en esta
historia no haya hablado de todas mis derrotas; sexuales,
sentimentales o vitales. Uno siempre guarda secretos.
Me obsesioné y comencé a ser yo el que llamaba a Manu. Y como
trabajaba y tenía un sueldo 'decente' comencé a ser yo el que
compraba e invitaba a droga y a copas. Sin embargo, el largo viaje
hacia la noche no era sencillo y debía evitar pequeñas zancadillas y
piedras molestas en los zapatos. Una de ellas era que Manu quería
cambiar de club. Yo insistía en repetir, y además, siempre esperaba a
que él subiera a la habitación para irme con Mika. Tenía que cumplir
su regla básica: “No repetir con una puta”. Yo alcancé mi cifra récord:
7 noches con ella. La séptima, borracho, pero que muy borracho, y
‘encocao’, me declaré a ella y perdí. Mika decidió cerrarme la puerta
y derrotar mis intentos. Yo acepté la derrota como un verdadero inútil
impotente.
277
Por primera vez en mi vida, follarme a Mika era secundario. Deseaba
sentirla y verla en otro estado. Anhelaba descubrir su piel a la luz del
día. Y por supuesto, también follármela mientras esa claridad del alba
iluminaba su cuerpo desnudo. Follármela sin ese mecanismo
económico y temporal que enfría el sistema de la prostitución. Y así
se lo dije.
-Estás loco, nene –dijo ruborizada.
-Habló en serio –balbuceé-, vente conmigo.
-Vístete, guapo –dijo colocándose el topo que escondía sus pechos de
chocolate- dormirla te sentará bien.
-Mika... –farfullé- Me gustas...
-Por favor, señorito Sergio, váyase –suplicó.
-¡Te quiero! –Grité.
De pronto la vi avanzar. Sentí sus dedos en mis bíceps. Una fuerza
desorbitada emergió de ella y comenzó a arrastrarme. Las lágrimas
se descolgaban de mis párpados y su gesto serio continuaba
expulsándome de la habitación. No peleé. Rogué, pero me dejé hacer.
Recuerdo que Mika me susurró una última frase.
-Esta fue nuestra última cita...
De rodillas, me quedé quieto en el pasillo, sobre una alfombra
morada, en calzoncillos, con los vaqueros, mi camisa y la corbata del
trabajo sobre el regazo. Avergonzado. La puerta se abrió y con ella la
esperanza, no obstante, sólo fueron mis zapatos con los arrugados
calcetines en su interior.
278
Bebí demasiado aquella noche. Mucho más. Ni siquiera esperé a
Manu. Me sentí tan derrotado... Creí ser una estrella de Hollywood al
que le rompen el corazón en cien mil pedazos y se lo queman. Pedí un
whisky con hielo. Me bebí tres más y no encontré la salida del bar. Me
ayudaron. Tampoco encontré el camino a casa. Ni siquiera podía dar
un paso sobre otro. Me senté, vomité y traté de volver a caminar. De
nuevo vomité. La memoria me abandonó, el recuerdo decidió irse a
dormir y yo me emborroné por completo. No sé qué sucedió aquella
noche. Cuando salí de un taxi aún era de noche. Y al despertar me
dolía la cabeza, la luz del sol entraba por la ventana y tenía el paladar
como un estropajo disecado. Estaba completamente desnudo, me
giré y besé a Leticia. Abrí los ojos y vi mi error. El rostro sonriente y
aún somnoliento era el de María.
279
29
El cazador cazado
l miedo es un sentimiento que cuando se apodera de uno,
bloquea todo sistema de raciocinio. Suele disparar la adrenalina
e impulsar al cuerpo humano a ejecutar actos incontrolados que
pueden alcanzar límites insospechados. Aquella mañana, el miedo me
atormentaba. Desnudo, a escasos centímetros de María, buscaba y no
encontraba una sola imagen del pasado que construyera mi camino
hasta aquella cama. Me sentía indefenso, impotente, avergonzado, y
sin una explicación coherente que ofrecer a mi cerebro exhausto.
“¡Por qué!”
E
280
Abrí los ojos hasta alcanzar una amplitud mayor del entorno. María
sonreía. Me volvió a besar, acarició mi torso con su dedo índice con
excesiva suavidad. Yo me mantuve quieto con la respiración
sostenida, nervioso y muerto. Me sentí un muñeco de cera, aunque
ante aquel calor corporal me hubiera derretido. Recordaba. Hacía mil
esfuerzos por recordar, pero el final de la noche estaba velado en mi
memoria fotográfica. A la luz seguía habiendo oscuridad; negro
absoluto. “¡Joder!”. Mi última imagen se remontaba una y otra vez a
la calle, al fugaz encendido de una luz verde que se alejaba calle
abajo sobre un vehículo blanco. Veía esa escena una y otra vez en la
cama indebida y no conseguía avanzar hacia el final de la noche;
hacia mi destino matinal. La resaca peleaba con los últimos latigazos
281
de la borrachera. Los segundos me parecían minutos y el instante una
eternidad.
Un portazo me sobresaltó. Icé mi cuerpo hasta dejarlo sentado sobre
la cama con mis manos sujetas a las sábanas del colchón. Me giré
despacio y traté de poner los pies en el suelo sin marearme. Desnudo,
sobre el parqué, busqué mi ropa. La planta de mi pie pisó el botón de
mi pantalón. Fue como un minúsculo mordisco. Traté de no ser
derrotado por el mareo. Me sostuve tras un suave vaivén, miré al
frente y al fin escupí mis primeras palabras.
-¿Qué ha pasado? -Mi voz sonó ronca y pastosa.
282
María sonrió ya de pie al otro lado de la cama, colocándose una bata
verde escondiendo su desnudez completa. El miedo me castigó más
la inseguridad.
-Estabas borracho –dijo indiferente pero jovial-, muy borracho.
-¿Y...? ¡Joder!
Encontré mis calzoncillos entre las sábanas. Oí pasos. Me meaba
encima de miedo y también casi de manera literal. Mi vejiga iba a
explotar. María se había ajustado la bata hasta tapar por completo su
cuerpo de cuello a tobillos. Yo me subí los pantalones con torpeza.
Afuera los pasos se sucedían, las puertas se abrían y se cerraban. El
miedo me mordía la yugular y disfrutaba con mi acelerado ritmo
arterial. Me sentía muy débil.
-Tranquilo –dijo caminando hacia la puerta-. Yo lo explico...
-¡Para! –Grité en un susurro histérico al tiempo que daba un salto
torpón que me colocó frente a ella- Necesitamos un plan.
-No nos va a dar tiempo, Sergio. Actuemos con naturalidad, además,
Leticia acaba de despertarse...
-¡Y una leche!
Aquella fue mi última expresión en la soledad dual. La frase se me
repitió durante largos y eternos minutos. Quizá fue porque como
nunca actúo bien bajo presión, utilicé aquella voz en mi cabeza para
escudarme de la batalla sangrienta que se avecinaba. Todo se
precipitó. De pronto, una bofetada me hundió hasta la profundidad
más oscura del océano. La bofetada fue la puerta de la habitación de
María, la fuerza fue la mirada de Leticia. Repleta de ira y tristeza,
283
pude palpar el resplandor de sus ojos en llamas. Y de la sequedad de
sus pupilas emergieron dos enormes olas que inundaron aquella
habitación hasta arrojarme con brío a la más absoluta oscuridad.
Los pantalones se me deslizaron de entre los dedos y quedaron
rugosos en mis tobillos. La habitación encogió como si fuera de
plastilina y un niño hubiera decidido apretujarla al límite. Me faltaba
aire. Me ahogaba en aquella silenciosa tensión. Mi corazón aturdido y
temeroso no cesaba de nadar en busca de una superficie en calma,
pero en la humedad más claustrofóbica no hallaba la superficie; el
aire; el oxígeno. “¡Mierda!”. Me subí de nuevo los pantalones a gran
velocidad. La resaca me clavó un cuchillo en la sien, pero fue una
herida fugaz. Busqué el resto de mi ropa, que dormía ebria en el
suelo. Leticia ya debía de estar hablándome, sin embargo, yo no
podía escuchar ni una sola de sus palabras. Vi a María de reojo. Había
retrocedido varios pasos y se ajustaba la bata hasta el cuello. De
nuevo la boca de Leti vocalizó mi nombre. En esa ocasión, sus
palabras sí martillearon mi cabeza.
-Sergio, por favor, ¿me vas a decir qué coño haces aquí?
-No sé –acerté a responder como un gilipollas-, me he despertado...
-¡Cómo que no sabes! –Gritó retirándose las lágrimas de la cara y sin
moverse aún un ápice de la puerta de entrada.
-No hemos hecho nada –aclaré sin firmeza mientras me abotonaba la
camisa.
-¿Cómo? No puedo creérmelo. ¡Increíble! ¡Encima! ¡Joder! -–Dio tres
pasos con furia y decisión, y me abofeteó.
284
-Estaba muy borracho, no me acuerdo... –Justificaba mientras dolido
mi mano acariciaba el cosquilleo de mi mejilla-. Pero te juro que no ha
pasado nada, ¿verdad?
María se había pegado a la ventana. Ni siquiera hubiera podido verla
de reojo, pero en ese momento la estaba mirando. Leti había decidido
obviarla en esa primera fase de la batalla.
-Sergio... no, no... –Se trabó. Cogió aire y tras retirarse las lágrimas
giro el cuello.- ¿Y tú? ¿Tú qué?
La cuchillada vocal cazó por sorpresa a María, y al oír el tono de voz
mordiéndole el cuello se sobresaltó. Aproveché la tregua para
recuperar mi corbata, mis calcetines y mis zapatos. Observé a María,
sosegada y escondida tras la cama, de pie, con los brazos cruzados.
-No pasó nada, Leticia. Tiene razón –dijo mirándome con lástima-. Si
me dejas te lo explico.
La prepotencia no debió gustar a Leticia, que cruzó los brazos
también y se dibujó con una pose de incrédula a la espera paciente
de la explicación. Yo en cambio estaba impaciente por oír la historia.
-Cuando llegó yo estaba en el ordenador. Esta noche no he dormido. –
Parecía sincerarse- Él estaba muy borracho...
-¿Y? –Exigió Leticia.
-Yo estaba... –Tomó aire y bajó la mirada- Chateaba con un amigo...
Iba ligera de ropa y él empezó a vacilarme...
-¿Por?
-Porque casi me pilla en pleno...
-¡Qué!
285
El silencio inundó la habitación. Sólo bailaban nuestras respiraciones
aceleradas. Todos cruzamos las miradas un instante buscando una
respuesta. María apretó los labios, tomó de nuevo aire y expulsó su
verdad.
-Estaba teniendo sexo por Internet... ¡Vamos, cibersexo!
Mentía. Lo sabía. Los dos minutos de tregua me habían dejado
observar y rescatar alguno de los detalles que antes había obviado. El
primero; el que más me atormentaba, dormía sobre la mesilla del
fondo, a escasos dos metros de María. Un nuevo maldito preservativo
usado y escondido en su sobre rojizo roto. Yacía en una esquina, junto
a un libro de Ken Follet y una lámpara de flores. Rezaba porque
cayera al suelo, pero no era creyente. De pronto, imágenes reales o
ficticias en forma de recuerdos me atropellaron e invadieron mi
memoria.
-¿Y él te ayudó? –Ironizó, señalándome sin mirar.
-No –respondió con rotundidad.
-¿Entonces?
María exhibió media sonrisa pícara, cómplice, y de nuevo, jovial.
-Se quedó dormido ahí, en la silla.
-¿Y la ropa?
-Leti, no le des más vueltas. No pasó nada. Se emborrachó, empezó a
quitarse la ropa burlándose de mí, y cuando iba a irse a la cama
contigo se quedó dormido...
De nuevo el silencio, y cada vez era más incómodo. Observé a Leticia,
más convencida, más serena, menos lacrimosa. Ella volvió la mirada
286
hacia mí. No había perdón, pero sí una gota de luz en aquella
completa oscuridad.
-Lo siento –musité-, de verdad.
-¡Joder, Sergio! –Reprochó cogiéndome del brazo y empujándome a
abandonar el cuarto de María- Date una ducha y llama al trabajo.
¡Mira la hora que es!
Decidí huir sin dudar. La tensión y el calor me calcinaba en aquellas
cuatro paredes. Quería que Leticia me acompañara para eliminar el
más mínimo riesgo, pero no fue así. Miré atrás, y el condón todavía
brillaba en la esquina de la mesilla.
-Lo siento, María –dije desde la puerta.
-Eso, perdónale –Atacó Leti con rencor-, no sabe lo que hace.
-No pasa nada –tranquilizó María.
-Y a mí también...
Fue lo último que oí desde el pasillo.
Las mentiras al nacer viven dentro de quien las escucha. Pero lo peor
de las mentiras es que son frágiles, y que bajo ellas vive siempre la
verdad. Es eterna. Bajo la mentira pueden esconderse otras mentiras,
sin embargo, en el corazón de éstas siempre reside la verdad. Ésta
nunca desaparece. Paciente, espera una minúscula grieta que le
permita asomar y ver de nuevo la luz del sol. Son la raíz de nuestras
vidas y se agarran a nosotros por mucho que las queramos ocultar.
No hay veneno que las mate. Es un cáncer para el ser humano, y le
atormenta cuando se confunde la ficción y realidad; mentira y verdad.
287
La mentira de María sirvió. Leticia había picado el anzuelo y asumido
que aquel cebo era caviar del bueno y no un simple placebo barato
improvisado. Aceptó mi error, y tal vez ofreció el perdón silencioso, si
bien, nada fue igual. Todo cambió después de aquella mañana. La
herida abierta había derramado excesiva sangre y ciertas manchas
eran difíciles de quitar. La cicatriz no desaparecería sin largas horas
de cirugía. “El tiempo lo cura todo, ¿no?”, pensé aquella tarde en el
salón sin intercambiar una sola palabra con ella. Sabía que necesitaba
tiempo, y además, yo tenía que ser paciente. Y lo fui a mi manera.
Ella, por su parte, supo castigarme. De repente dejamos de hacer el
amor. No estaba de humor. Yo lo acepté, pero en absoluto lo llevaba
bien. Fue un terremoto hormonal y cerebral que me llevó a un
onanismo exacerbado. Y además, tampoco salí con Manu el jueves
siguiente. No lo creía correcto por mucho deseo sexual que tuviera
bajo mis pantalones. Él lo entendió después de largas carcajadas
telefónicas.
Fueron días extraños. Creí que Leti pediría a Maria que se fuera, pero
no lo hizo. Todo lo contrario. Ambas afianzaron la amistad y
consiguieron arrinconarme en una extraña soledad en compañía. Me
sentía aislado, dolido, e impotente.
El tema apenas salía a la luz. Nuestras conversaciones de pareja
fueron paralelas a aquella noche. Tan sólo escuetos “ya te vale... mira
que...” Me echaba en cara la borrachera y que hubiera intentado
‘tontear’ con nuestra compañera de piso, pero nada más. Yo asumía
la responsabilidad balbuceando dulces palabras. “Yo te quiero, Leti.
288
Jamás te engañaría... De verdad, de corazón”. Ella me dio un beso
leve en los labios con los ojos tristes, y desapareció de la habitación.
La impotencia me martirizaba.
María también tardó en hablarme. Lo hizo dos semanas después. Era
de nuevo jueves, y por primera vez desde aquella noche estuvimos
de nuevo los dos solos en un mismo espacio. Durante ese tiempo, yo
la había huido, y María también. Aquella tarde ella decidió romper la
barrera opaca que nos cegaba. Yo, descalzo, aún con mi traje de
trabajo, veía la tele. Ella apareció con decisión y se sentó a mi lado en
el sofá, posando con suavidad su mano sobre mi pierna.
-¿Cómo lo llevas?
Sonreía y mantenía una cercanía que de pronto me parecía inaudita.
Alcé la mirada, las cejas, me retiré sorprendido y sonreí.
-¿Cómo?
-No fue para tanto. Se le pasará –auguró acercándose de nuevo a mí.
-¿Por qué me salvaste el culo?
María amplió su sonrisa. Su mano subió por mi pierna y no fui incapaz
de mover mis brazos para detenerla.
-Te he echado de menos –susurró.
-¿A qué jugamos?
-¿Tú qué crees?
-¿Quieres que me la vuelva a jugar? –Pregunté acomodándome en el
sofá, buscando una gota de aire, nervioso.
-Mira la hora –dijo señalando al amplio reloj que colgaba en la pared
del salón-. No hay riesgo.
289
Dudaba, pero tenía mi centro neurálgico sexual a pleno rendimiento,
lo que debilitaba mis neuronas.
-No sé –pude decir mientras sus labios rozaban ya los míos.
-Una última vez –Mentía sabiendo que no iba a ser así-, tengo un
nuevo juego a poner en práctica. ¿Me dejas?
Fue como si un torbellino en plena calma se adentrara en mi cuerpo
sin avisar; por sorpresa. Nada podía detenerlo. Sentir su pequeña
mano entre mis piernas convirtió la chispa en una enorme llamarada.
Su ímpetu me zarandeó y una vez más me vi lanzado hacia el averno
que todo ser humano desea; el sexo. Sus pechos en mis labios, su
mano en mi pene, sus labios en los míos y yo deseoso de dar una
respuesta a todos aquellos envites. De inmediato tiró de mi corbata,
la desanudó y cogiéndome del brazo me llevó hasta su cama. Me
entraron escalofríos. Sentía deseo y miedo. El deseo frente a mí, el
miedo fuera de aquella casa. Me desnudó. Ella hizo lo propio y con la
corbata en la mano, se quedó mirándome. Echó un vistazo a la
puerta. Me estremeció.
-¡Échate! –Ordenó colocando su mano en mi pecho desnudo.
Sumiso, caí boca arriba. Ella caminó con suavidad y sensual alrededor
de mi cama, y con una habilidad vertiginosa ató mis manos a la
cama.
-¿Este es el juego?
-En absoluto –apuntó pícara-, esto sólo son los preparativos.
Me gustó sentirme atado y saber que ella iba a hacer conmigo todo lo
que quisiera y, seguramente, yo deseara. Apretó con fuerza la
290
corbata a mis muñecas y me susurró al oído, “No quiero que te
escapes... Pero tranquilo, hoy tocarás el cielo... o el infierno, no sé”.
Nunca tuve tantas ansias de que me follaran. O sí, pero aquella
sensación era nueva y me aceleraba el deseo, el miedo, la excitación,
el morbo... Deseaba que de inmediato, ella cabalgara sobre mí sin
caricia alguna previa. Ansiaba darle todo aquel semen que
burbujeaba desde hace varios minutos en mis testículos. Mi pene latía
con cada una de sus caricias, y chillaba, imploraba la necesidad de
entrar ya en un coño. Sin embargo, María tenía una tortura preparada
especialmente para mí.
291
Se arrodilló al final de la cama, acarició mis pies, los besó y entonces
fue cuando yo decidí relajarme, cerrar los ojos y disfrutar de aquel
juego. Quería sentir cómo iba a recorrer con sus labios cada poro de
mi piel. Fueron treinta segundos maravillosos y ni siquiera había
llegado a la altura de mis rodillas. Todavía restaba el clímax más
brutal. Sin embargo, un segundo después, la oscuridad de dos
pequeños ojos metálicos me dejaron sin aliento. Ni siquiera había oído
sus zapatillas en el parqué, pero estaba allí. Pestañeé y me removí en
la cama sobrecogido. En ese momento María ya estaba de pie, miraba
al suelo y cogía la bata verde. No dijo una palabra. Me revolví en la
cama de nuevo, en esta ocasión con rabia y fuerza, pero realmente la
”zorra” me había apretado
fuerte. Leticia sujetaba una
escopeta. El pánico me
comía. “La maldita escopeta
de dos cañones de su padre,
¡Joder!”, pensé. Me iba a
cagar encima. El estómago
convulsionaba y los
esfínteres se debilitaban.
“¿Se le había ido la puta
cabeza a Leticia? ‘¡Joder, mi
vida!”, me decía. No dejaba
de mover mis muñecas sin
perder de vista la escopeta y el dedo índice de Leticia colgado junto al
292
gatillo. La erección había desaparecido, y con ella, María. Sin mediar
palabra abandonó la habitación. Yo tenía el paladar tan seco como si
hubiera caído sobre mi boca la candente arena de una playa. No tenía
palabras, sólo tacos y onomatopeyas que apenas escupía entre
dientes. El miedo me conquistaba y la incertidumbre me aterraba.
Dos minutos después entró María, vestida, con una jeringuilla en la
mano y sonriendo. Leticia seguía con la escopeta entre sus manos,
los ojos enrojecidos por las lágrimas. Su rostro emanaba furia a
borbotones. No iba a decirme nada, lo sabía. María tampoco lo hizo.
En silencio actuó sin dudar. Yo no pude reaccionar. La fina aguja que
traía en su mano derecha se hundió en mi pierna y sentí cómo el
líquido que contenía empapaba mi organismo. “¿Cuál era el juego?”.
Iba uniendo piezas recordando detalles del pasado que me ayudaban
a entender, pero mi vista se emborronaba y los párpados comenzaron
a pesarme demasiado. La oscuridad, esta vez sí, me devoró por
completo.
293
30
Prisionero de la agonía (I)
o tenía oxígeno suficiente. Me ahogaba. La claridad,
curiosamente, la asimilé con la muerte, que parecía
obsesionada con envolverme en la soledad. Al despertar, el recuerdo
más cercano que escupió mi cerebro encerraba demasiados cabos
sueltos. Al despertar apenas abrí los ojos. Únicamente tenía la
necesidad de dar una bocanada de aire, pero sentía la lengua como
una lija y mis labios palpitaban comprimidos y sellados a una cinta
N
294
aislante. Pronto comenzaron a avivarse mis articulaciones y percibí
que mis tobillos también estaban ahogados por una suave cuerda.
Traté de deshacer el nudo a la fuerza, pero apenas había holgura. Al
escuchar oí zumbido. Enseguida deduje que era el motor de un viejo
coche. La imagen de éste me vino de inmediato a la cabeza. Era un
viejo R12 rojo. Lo había visto aparcado hace semanas en una comida
familiar por parte de Leticia. La incertidumbre me aterraba, y morir
no era un futuro próximo imposible.
Pronto pude visualizar parte de mí. Estaba desnudo. Acto seguido,
imaginé una foto de mí. Un cosquilleo me recorría todo el cuerpo por
la tela ruda que me rozaba la espalda debido al movimiento
constante e irregular del automóvil. Estaba atado por las muñecas y
tobillos. También los testículos, aunque no estaba seguro. Notaba una
presión rugosa ahí abajo, sin embargo, no podía verla. “¡Joder!”
295
Volví a intentar moverme por mi propia voluntad y fuerza. Lo logré
levemente, pero mi organismo chilló de dolor. Percibí movimientos
involuntarios y el dolor fue idéntico. Curvas, acelerones, pequeñas y
largas frenadas, y mi corazón nervioso tomando mayor velocidad. La
luz también comenzó a clarear mi mirada. Pequeñas flechas de albor
se colaban entre las minúsculas rendijas de una densa tela. Podía ver
sombras en la oscuridad. Traté de rotar de nuevo, pero en ese
instante vi que no sólo estaba sobre una tupida y áspera tela, sino
que ésta me envolvía. Era un maldito saco. Un puñetero saco de
patatas.
Intenté estirar las piernas, entumecidas por la postura, sin resultado
positivo alguno. Era un feto ahogado por una agónica placenta, y
torturado por mi artificial cordón umbilical. Cualquier movimiento me
flagelaba los ligamentos de todas mis articulaciones. De hecho, el
único vaivén que era capaz de ejecutar era a causa del coche. Las
curvas parecían más extremas y la tortura crecía tras cada una de las
consecutivas sacudidas. Deseaba morir. Golpearme en la cabeza y
perder el conocimiento; desmayarme. Si bien, nada de eso ocurrió.
Cada minuto que viví allí dentro me trasladó a la sensación que
supone atravesar todo un puñetero túnel infernal en soledad repleto
de drogadictos que se juegan la vida por un puñetero céntimo de
euro. Eterno, aterrador, desconocido y asqueroso. Deseaba correr,
huir con toda mi adrenalina hinchando mis anoréxicas venas hasta
hacerlas explotar. Jamás miraría atrás. Únicamente esperaría a que
296
mi corazón irrumpiera por mi boca junto a mis pulmones. Además, a
mi incómoda posición tuve que empezar a añadirle el frío. Por las
mismas rendijas que entraba la luz, comenzaba a colarse con rabia
una fina pero helada ventisca que comenzaba a graparse en mi
desnuda piel. Tiritaba inconscientemente. Lo descubrí cuando mis
dientes comenzaron a hacer ruido pese a que mis labios seguían
sellados. El castañeo era un sonido interno, pero me molestaba. No
podía detenerlo. La respiración tampoco quiso perderse aquella fiesta
de incómodas sensaciones y se trajo consigo una aceleración. El
oxígeno que entraba por los orificios de mi nariz no era suficiente. El
aire estaba excesivamente viciado y mi organismo quería más y más
y más. Anhelaba una buena bocanada de aire puro. Expandía al
máximo mis fosas nasales, pero no era malditamente suficiente. “¡Me
ahogaba, joder!”. Grité, aunque sólo emití una eme oscura. Y por
segundos creí perder el sentido.
Boté y la realidad volvió a despertarme. Debió de ser un bache. Un
latigazo me hirió en la entrepierna. Sentí que me desangraba allí
abajo. El olor luego me dijo lo contrario. Quise volver a intentar
desatarme, pero todos los intentos se convertían en un peor
resultado. Vi que mis dedos sí podían llegar a mis labios. Iba a
dolerme, pero mi dedo índice y pulgar decidieron coger de una
esquina de la cinta aislante. Tiré con rabia, escupí un histérico grito
mudo y respiré profundamente. La mortificación se acrecentaba, el
dolor me laceraba con mayor constancia y el miedo me escupía con
media sonrisa y soberbia.
297
¿Cuándo empezó todo? Quizá nunca lo sepa. Tal vez me muera y me
quede con esa duda escondida en un rincón de mi cerebro inerte. Si
fuera creyente podría aprovechar el limbo, ese espacio previo al
infierno o al cielo, para disiparla. No saber aquello se convertía en una
puñetera espinilla remordiéndome una y otra vez la piel que queda
justo debajo de una uña. Necesitaba saberlo, pero mi enemigo sabía
que desconocerlo me hería. Descubrir cómo pasó todo era el agua de
mi sed. Al final, mi vida continuó seca de cualquier líquido que saciara
aquella necesidad.
Atando cabos uní pequeñas conclusiones que construyeron mi teoría,
pero las cuerdas bailaban demasiado y había lagunas negras de
dimensiones considerables. Mis primeros pensamientos al respecto
llegaron en aquel coche. Me ayudaron a ignorar el dolor. Pensé en
Leticia. “¿Lo había organizado ella todo?” No obtuve respuesta en
aquel maletero. Horas después sí hallé algunas respuestas y enigmas.
Fueron mínimos. Leti sabía que ocultármelos me malhería más si
cabe. Sonreía, disparaba y callaba. No disfrutaba, aunque tratara de
convencerme de que sí. Sólo sonreían sus labios. Lo pedía el juego,
pero no sus ojos; su alma. María era una efigie borrosa desde la
distancia. Era la mujer sincera que yo creí. Para ella fui diversión. No
me cabía duda.
Un golpe me hirió en la frente. No me hice sangre. El coche frenaba.
Se detuvo, aunque el motor seguía ronroneando. En la quietud me
sentía más aliviado. Asfixiado, a oscuras, congelado y dolorido, pero
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con una menor desazón. Mi mente volvió a quedarse paralítica,
vagando sobre un denso y eterno manto de nieve. “Necesitaba
saber”, me grité. “¿Cuántos días, semanas o meses había durado
aquel engaño? ¿Y qué engaño? Porque tal vez el engaño no era tal”.
Había construido una mentira sobre una mentira ajena y yo no sabía
que existía la segunda. Me rayé. “¡Joder!”
El coche de nuevo arrancó. Dio tres giros bruscos, sentí un revolcón
estomacal y vomité. Una tupida catarata esmeralda sucumbió sobre
el saco, mi cara y parte de mi pecho. Aún me atacaban las arcadas
mientras trataba de volver a pensar en el engaño.
Me sentía estúpido, avergonzado. Quería desaparecer de aquel
maletero, pero estaba jodidamente atado. Además, comenzaba a
notar una sensación de cosquilleo en mis articulaciones. “¡Se me
estaban durmiendo las piernas y brazos!” Tenía más náuseas, esta
vez por el olor, que inundaba aquel habitáculo. No podía limpiarme y
mis líquidos gástricos recorrían lentamente parte de mi cara, cuello y
torso con el hormigueo insufrible que conllevaba. Era una nimia gota
de agua en un vaso a rebosar. De nuevo, los pensamientos me
salvaban del suplicio físico. Busqué el motivo de mi situación, pero no
lo encontré. Había algo más que una mera infidelidad. Todo el mundo
es infiel alguna vez en su vida y a nadie o a casi nadie se le ocurre
llevar a cabo una tortura de este calibre. Pensé en los asesinatos e
intentos denominados ‘violencia de género’. “Jamás había vuelto a
ponerle la mano encima a una mujer”, me dije orgulloso.
299
En aquella situación, no se me ocurrió más que tal vez el mundo se
está volviendo loco y el día a día nos empuja hacia una locura
irremediable. El ritmo frenético de esta sociedad devora la paciencia
hasta robárnosla por completo. Y no existe vacuna. El estrés, la ira y
la rabia afloran en nuestros gestos, palabras y miradas con demasía
facilidad. No somos las mismas personas de antaño. Hemos cambiado
y cada vez aceptamos menos el dolor, las amenazas o los ataques.
Volví a escupir vómito. Hasta en tres ocasiones. Mis ojos lloraban, mi
nariz respiraba, y de pronto, vi en mí unos brotes verdes que, sin
duda, comenzarían a florecer odio y venganza. Era prisionero de una
agónica tortura, pero sólo estaba haciendo el camino de ida.
El porqué volvió a atormentarme cuando las últimas gotas de vómito
se perdían bajo mi barbilla. “No siempre lo hay”, me susurré. Yo lo
necesitaba. Quería oírlo de sus labios. Quería que aquella tortura,
aquella agonía pasara veloz y llegara el tiempo de las palabras y la
reflexión. No obstante, nada fue así. El daño se encolerizaba con mi
estado, y el frío seguía colándose sin escrúpulos por las rendijas,
cristalizando los poros de mi piel. “¿Estaba despierto?”. Los ojos los
tenía abiertos, creía. Temblaba mucho. “¿Deliraba?” Entonces el
coche se paró, y también el motor. Pronto oí voces.
La luz me cegó. No sé qué fue primero, si sus ojos o los dos cañones
escopeta nítida clavándoseme en la frente.
-¡Joder¡ ¡Qué olor! –Exclamó un chico.
Al instante, dos sombras me tomaron de piernas y cuello. Salí del
coche como un globo cargado de helio. No pataleé desde dentro del
300
saco, sin embargo, fue algo que no me sorprendió hasta días
después. En el exterior el frío encogió mi piel. Los huesos me dolían,
la nieve tomaba las laderas de aquella fría montaña. “¿Qué hacéis?”,
creí farfullar. Nadie respondió. Dos pasamontañas cubrían los rostros
de mis transportistas. Pese a ello, enseguida supe, por sus andares y
gestos, que uno de ellos era el primo de Leticia. Le había visto ya a mi
lado en infinidad de ocasiones. El silencio verbal se interrumpió
cuando los seis pasos comenzaron a hundirse en la nieve.
-¿La esperamos? –Preguntó una voz masculina.
-Sabe el camino –musitó Leticia con un fino hilo de voz.
-Estás como una puta cabra –Rió la otra voz masculina.
Pronto descubrí que María nos perseguía a escasa distancia. Ella
llevaba la pócima de mi salvación. Por alguna razón cerré los ojos y
no lo supe hasta que mis nalgas se hundieron en una explanada
desértica repleta por un denso manto de nievo. Apreté los dientes y
traté de olvidar el frío que me azotaba en el rostro, pies y entrepierna
especialmente. De pronto, mi organismo pasó a quedar colgado de
los hombros de un individuo. A derecha e izquierda, decenas de
árboles decían quedar a mi zaga. Yo trataba de no pensar.
Únicamente, obviaba aquella ficticia realidad que me estaba hiriendo
en cada una de las partes más vejatorias de mí cuerpo humano. En
ese instante, ni siquiera el aire puro que conseguía colarse por el
saco, ni la vomitona que me atormentaba el olfato, y menos aún el
frío, me atormentaban lo suficiente. Vivía en un estado de
congelación plena.
301
No sé lo que duró el camino. Únicamente oí los pasos, percibí la luz, el
cansancio de mi transportista, olí su aliento y me mantuve en silencio
como una estatua. La travesía fue larga, pero menos dolorosa que el
trayecto en coche. Sin duda. Lo difícil acaeció cuando alguien pulsó el
interruptor de la luz. Cuando mi cuerpo, semisentado, se posó en la
nieve y el frío me adormeció más. Noté cómo se rozaban las cuerdas
tratando de deshacerse de un nudo. Pensé en un plan de huída.
Pensé sorprenderles, e incluso hacerme el muerto. Si bien, nada
sucedió. Ellos fueron más inteligentes.
La luz del sol sobre las nubes ofrecía excesiva claridad. La piel que
me cubría la verdadera piel, murió en el suelo, a la altura de mis
muslos. Vi dos pasamontañas, a Leticia y después, al fondo, a una
sombra. Nadie habló. Los tres me miraron, incrédulos, y esperaron
pacientes sin perderme de vista su turno para la tortura.
-¿A qué viene esto? –Dije casi para mí.
-¿Eh? –Preguntó Leticia con la escopeta en la mano.
-¿Qué por qué me jodes? –Insistí desde el suelo.
-Te jodes tu solo, ¿no lo ves? –Rebatió Leti.
Decidí callarme. Decidí dar un paseo pero me era imposible. Opté por
moverme, pero mi cuerpo estaba paralítico. Opté por reír, ahogado
por la impotencia. Me caí para atrás. Mis pies apuntaron al suelo. Dos
fuertes brazos cogieron mis brazos del codo, me elevaron y fui feliz.
De nuevo aterricé. La nieve seguía a una temperatura inhumana.
Cuando caí al suelo, desnudo, sus grandullones desaparecieron. Yo
me acomodé, busqué mi mejor sonrisa, la lancé y esperé paciente la
302
reconquista. Me dolía el fracaso, la ausencia de respuestas, pero
sabía que en esos casos debía esperar. Leticia, con la escopeta en la
mano apuntando a cada una de las huellas pasadas, me miró. No
quiso decir una palabra. Levantó el brazo, dio un paso más y cumplió
su amenaza. El frío metal volvió a clavarse en mi rugosa frente. Ella
temblaba, aunque al tiempo atemorizaba. Inclinó su cuerpo y el
gatillo se movió.
-No lo vas a hacer. –Supliqué viendo como mis lágrimas se mezclaban
con mi vómito.
-Sergio, cariño. –Mantuvo un silencio- Tienes que pagar un precio.
-Estás loca, Leticia –afirmé sin dudar.
Esas fueron mis últimas palabras aquel atardecer y aquella fue mi
última escena. Temblé, ella me imitó empuñando el arma, y
entonces, oí una mínima explosión; un enorme zumbido que nació sin
duda en el cañón metálico. Mi cerebro se asustó. El paladar se me
secó. Me costaba pronunciar una sola palabra más, de manera que, el
pánico, me obligó a soñar que moría desangrado entre la densa
nieve. Dos segundos después, yo estaba en la nieve esperando la
herida de su escopeta.
303
31
Prisionero de la agonía (II)
quel cartucho debió haberme reventado la tapa de los sesos. Mi
vida tuvo que haber terminado allí. Sin embargo, el disparo
apenas me pellizcó el hombro. Quizá ni eso siquiera. Si la muerte me
hubiera abrazado, no habría sentido una gota de pena. Triste, pero
sincero. Si la amenaza se hubiera convertido en un verdadero azote y
mi corazón hubiera dejado de latir al instante, el final no habría
dolido. Y no fue así. Dolió. Leticia jugaba a que doliera. No lo sentí
como una locura. Había perdido la cabeza, sí, y sólo lo podía justificar
en un odio hacia mí del que yo me alimenté con cada uno de sus
gestos y acciones. Y lo entendí justo en el momento que sin dejar de
apuntarme con la escopeta extrajo dos preservativos usados de su
cartera y varios sobres inconfundibles.
A
304
Los dos encapuchados encendieron un fuego frente a mí y
desaparecieron. Mientras temblaba de pánico y frío, aún con el
zumbido del primer y último cartucho impregnado en mi oído
izquierdo, Leticia sonreía y me miraba sin verme. María había
desaparecido. La nieve me helaba la piel y el fuego no apaciguaba
mis espasmos corporales. Decidí continuar en silencio. Apenas tenía
fuerzas para hablar. Tampoco ganas. El miedo del disparo aún
recorría todos los centímetros de mi piel. Leti siempre tuvo puntería.
Había aprendido de su padre. El fallo, sin duda, tenía un propósito.
Ella no quería matarme. Al menos, yo creía que tampoco tenía una
razón suficiente para firmar mi muerte. Si bien, esta siempre es
subjetiva. Cada ser humano da un tamaño a sus motivos. Hay quien
mata por una monedas, otros por la pérdida de un amor, otros
305
cobrándose el ojo por ojo y hay quien lo hace en guerras defendiendo
o atacando a un país, y también los hay quienes no matarían en cien
vidas. Yo me creía incapaz de matar, aunque seguramente me
equivocaba. Quizá nadie me había arrastrado a una situación tan
extrema como para despertar mi instinto asesino. “¿Habría matado a
Laura si no hubiera aparecido aquel vecino?”.
Abrí los ojos después de largos segundos en la oscuridad. Trataba de
soportar un extraño e inédito dolor en mi organismo. Leti esperaba.
Su pose lo evidenciaba. Algo faltaba por hacer en su plan diabólico.
Visualicé el entorno. Lo desconocía. Sí sabía que estábamos en algún
punto de la Sierra. Me rodeaba mucha nieve, pero tampoco era un
manto excesivo. No me habían ascendido hasta una zona de gran
306
altitud, aunque el frío me afligía de forma incesante. En la lejanía
descansaban largos y vertiginosos valles verdes junto a ejércitos de
árboles sin una gota de nieve. Además, el cielo me observaba piadoso
sin ninguna nube acechadora.
-¿Qué quieres? –Pregunté.
Leticia ni pestañeó. Siguió lacrimosa, mirando al vacío y esperando.
No quería hablar. Busqué los famosos preservativos, pero ya no los
tenía entre las manos. Los busqué y al final creí verlos entre el fuego.
También examiné su entorno para dar con los sobres, pero no se
reflejaron en mis pupilas. Apreté la mandíbula, sentí que se
tambaleaban los empastes y las encías se unieron a la fiesta de la
agonía. Cerré de nuevo los ojos con la cabeza hundida y traté de
obviar un frío que cada segundo masticaba con mayor malicia por
todos los recodos de mi piel, y especialmente, entre las uñas de los
pies.
De pronto, sentí un pinchazo. Fue en el hombro. Grité. Abrí los ojos de
nuevo y vi a María extrayendo sin delicadeza una aguja de mi piel.
-¡Joder! ¿Qué es esto?
-Disfruta del viaje –dijo María dándome la espalda-, nuestro juego
termina aquí.
-¿De qué hablas? –Farfullé estrangulado por la afonía y atado por mis
gélidas sacudidas orgánicas.
María no dijo nada más. Caminó torpe sobre la nieve y fue
desapareciendo. Leticia se acercó lentamente y se detuvo a la altura
del fuego.
307
-Me da igual lo que te vaya a pasar –Musitó triste.
-Perdóname, Leticia –rogué sabiendo que no iba a funcionar.
-Cuando leí esto hace varios meses no supe qué hacer –Dijo sujetando
tres sobres entre sus dedos-. Tú sabes lo que significa. Estuve a punto
de irme de casa y no dar señales de vida. Muchas veces creí que
necesitaba una explicación, pero Sergio, no la necesito.
-No entiendo –dije aprovechando su silencio.
-Luego María me abrió los ojos. Ella quiso jugar... Pero no picaste el
anzuelo hasta hoy...
-¿De qué hablas?
-Hablo de dolor. Me has herido mucho más de todo lo que yo te voy a
herir, Sergio. El dolor que tú tienes desaparecerá cuando mueras o
logres escapar. En cambio, mi dolor es tan inhumano, que vivirá
conmigo siempre.
-Te equivocas...
-Suerte.
Sonó a despedida. Acerté. Lanzó las tres cartas por encima del fuego,
que se debilitaba por segundos y comenzó a dar pequeños pasos
hacia atrás.
-¡No...! -Aullé
Ella no respondió. Bajó la escopeta y sin previo aviso disparó con
rabia dos cartuchos sobre la nieve. Me sobresalté y un latigazo hirió
mis tobillos y testículos. Cuando la miré descubrí que las lágrimas en
los ojos la ahogaban. Se dio media vuelta y avanzó hacia el coche. Yo
no sentía pena. Únicamente me visitaba un odio extraño que me
308
exigía huir de aquella prisión para expresarme con una violencia
extrema y descontrolada. Me sentía un estúpido, un gilipollas, un
pobre cabrón que no había sido lo suficiente inteligente para
esconder sus mentiras. Tal vez éstas siempre salen a la luz. “¿No hay
manera de ocultarlas? ¿O el sexo nubló mi cabeza? ¡joder!”, pensé. El
silencio se convirtió en un suave silbido del viento. En ese instante
viví un final absurdo a mi vida.
Sentí un vahído. El frío se mezclaba como un remolino con los densos
sudores fríos que invadían mi frente, axilas, espalda y pecho.
Parpadeé tres veces y busqué en la lejanía a Leticia, pero se
emborronaba. Los árboles que nos rodeaban crecían hasta devorar el
cielo, que empezaba a acompañarse de ovejas blancas. Pedro las
guiaba por los prados verdes mientras la cabaña se encogía hasta ser
un punto en el infinito. Heidi sonreía, y volaba abducida por una
exhausta felicidad sobre un fabuloso columpio de madera. El cielo
parecía encogerse y los dibujos albinos comenzaban a tomar aspectos
terroríficos. Creí oír más palabras de Leticia que se distorsionaban en
mi cerebro. Eran recuerdos. Ella no estaba. Busqué los sobres
húmedos entre la nieve. Pude leer con claridad el remitente y ver que
de ellos salía su imagen como si de un genio se tratara. "Tres
deseos", susurró mientras el aroma a marihuana bailaba en tonos
grises a mi alrededor. Observé mi entorno con lentitud y busqué una
manera de huir. Mis dedos se hundían en la nieve. Intenté que
emergieran. Al aire mostraban distintos tonos morados. Apenas me
309
importaba. Apenas me dolía. Una idea me golpeó en la mente y reí.
Sin embargo, al oírme reír descubrí que llevaba tiempo haciéndolo.
Creí que quemando la cuerda de mis tobillos podría desatarme y salir
corriendo. Ese plan quemaría mis pies. “Un mal menor”. Tendría que
decidirme rápido porque el fuego se empequeñecía. Iba y venía.
Subía y bajaba. La nieve me quemaba el culo. Sentí un cosquilleo por
el cuerpo y noté cómo el bosque comenzaba a girar sobre mí. El
vahído se convirtió en un mareo. “¡Tenía que huir ya!”
Hice un gran esfuerzo para levantar mis pies. Me pesaban toneladas.
Las lágrimas de mis ojos volaban como cubitos de hielo derritiéndose
por mi piel. Me dolía el viento y el frío escarbaba con desesperación
en mis ojos. Mis pies eran pequeños ancas de rana ante mis ojos.
Saltaban una y otra vez temblorosos. El fuego escapaba de mi
movimiento con un gesto burlón. Trataba de colocarlos sobre la punta
de la llama para ver cómo la cuerda se deshacía. Sin embargo, me
era imposible concretar la posición del fuego. Me arrastré sobre la
nieve, y de mi entrepierna vi que nacía un orín, vi que la nieve se
derretía y vi brotar un río de oro. El atardecer del Nilo corrió montaña
abajo hasta las baldosas amarillas, donde del brazo llegaba un
espantapájaros, un hombre de hojalata, un león y una niña.
Pestañeaba una y otra vez, respiraba con calma tratando de frenar mi
corazón, que chillaba, pero continuaba inmerso en malditas
alucinaciones.
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Creí que todo aquello era verdad. ¿Qué era verdad y qué mentira? Y,
cuando trataba de concentrarme en la nieve para evitar imágenes, la
vi. Una serpiente de más dos metros escupía su lengua viperina de un
color rojizo, mirándome con ira y maldad. Se acercaba; arrastraba. Y
lo hacía con dulzura, insinuándose, sensual. Con decisión, parecía
tener la firme decisión de devorar mis huevos. La serpiente crecía
tras cada uno de los subjetivos segundos que estaba viviendo. ¿Iba a
engullirme? Su cabeza verde se inflaba alcanzando el tamaño de un
balón de fútbol. Abría la boca y tenía claro que su objetivo era
comerme. Tras de sí, dejaba un reguero de sangre por la nieve.
Esquivó el fuego y se deslizó entre las dos cartas. Yo no me moví. No
respiré, no pestañeé. Sólo la observaba con una quietud extrema.
Una vez más, no tomé una decisión en mi vida.
Me recordó al sexo. La serpiente comenzó a recorrer mi piel. El
cosquilleo de su piel áspera me acariciaba, y cuando quise darme
cuenta, su boca escondía mis pies en su interior. Era como si una
aspiradora me estuviera absorbiendo. La saliva, sus músculos me
empujaban con una fuerza constante hacia su interior. Me estaba
ahogando en su calor. Con una calma constante, la serpiente me
chupaba. Era como si mi cuerpo fuera un pene y estuviera viviendo la
penetración de mi vida. Iba a desaparecer en su interior y vivir dentro
de una vagina.
El viento seguía silbando, yo temblando de pánico y frío. El calor de
su paladar en mi entrepierna me excitó. Entonces pensé en apoyar
mis manos en los bordes de su boca, empujar y abandonar aquella
311
locura. Pero de pronto, la abertura se ensanchó, el cielo se oscureció
y la saliva vaginal de aquella serpiente me ahogó los labios, cegó mi
mirada y escondió mi cabeza. Si era la muerte, por alguna razón, no
dolió. Sonreí. Era una muerte preciosa. El calor, la ausencia de
oxígeno y aquella suave respiración interna provocó en mí sueño.
Quería dormir. Cerrar los ojos y no despertar. Parpadeé, pero la
oscuridad ya era absoluta. Me abracé a mi cuerpo y al fin obtuve un
sorbito de paz. El sueño también me devoró.
32
El camino de mi hermano
312
a muerte no siempre te quiere. A mí me escupió en la cara y no
me invitó a pasar. Tal vez ni siquiera fuera la muerte. A lo mejor
únicamente fue un disfraz barato; una pésima imitación del adiós a la
vida. Uno cree que cierra los ojos, que no respira, que el corazón dijo
basta y cesó en sus golpes contra el pecho para sobrevivir, y cree
aceptar morir. Sin embargo, aquellas sensaciones sólo fueron fruto de
los sueños; mi imaginación; mi cerebro. Y las drogas, el gran motor de
todas aquellas emociones. Cuando volví a abrir los ojos estaba
semidesnudo, la cabeza me pellizcaba de dolor, pero no sentía frío.
L
Estuve tres días tendido en la cama de un hospital. Llegué con
hipotermia. Además, los médicos debieron introducirme una
aspiradora para hacerme un buen lavado de estómago. Sin móvil, sin
objetos personales, y sin apenas ropa, acabé de nuevo en casa de mis
padres. El tobogán volvía a dejarme caer hasta los brazos familiares.
Pero el descenso no despertaba en mí ni una risita. Mi madre
preguntó una sola vez. Yo me negué a contar, si bien, el sexto sentido
materno escondía en su mirada la certeza de aquello había sido un lío
de faldas. En mi cama, sentado ante una habitación desértica decidí
examinar los detalles para olvidar lo sucedido. No obstante, sabía que
era imposible. Encontré una explicación a los recuerdos más recientes
que aún me atormentaban, cuando decidí abrir uno de mis cajones y
descubrir que faltaban dos cartas de Carlos. El resto estaban leídas
313
con descuido. Golpeé la mesa del escritorio y engullí una buena
cucharada de ira visceral.
Por su parte, mi madre quería salvarme del “camino”, que según ella
había escogido de forma inmadura e inocente. Mi padre ni siquiera
me dirigió la palabra, ni la mirada, ni una mínima cercanía o tacto. El
regreso a casa tuvimos que hacerlo en taxi.
Días después, a mi madre aún se le podían ver las lágrimas
secándose en las mejillas. Sentada en el comedor, con su delantal
sucio y sus zapatillas de casa.
-¡Ay! Y Si no llega a ser por los forestales...
-Ya, madre –corté.
-¿Quién lo hizo?
-Basta, madre...
-Si no llega a ser por...
-¡Por favor!
-Muerto, te hubieran encontrado muerto. –Las lágrimas no cesaban y
ella no se las retiraba.
-Por favor, mamá, que ya lo sé... –Musité tras absorber los sabrosos
espaguetis que había cocinado.
-Primero tu hermano, luego tú... Esta familia necesita ya una alegría.
-Perdona, mamá –insistí tratando de buscar un silencio.
-La semana que viene hará siete años... ¿Vendrás?
Volví a enroscar los espaguetis en el tenedor. Ella me miraba. Me
quemaban sus ojos. Me llevé la pasta a la boca. Mastiqué
314
suavemente, engullí y medité. Sentí que la masa engordaba en mi
garganta y me costaba tragar. Lo logré y expulsé las palabras que
sabía no quería escuchar.
-No, mamá, sabes que no me gustan las celebraciones de ningún tipo.
Su rostro comenzó a metamorfosearse. Los ojos se le escondieron y
las lágrimas se secaron por un instante.
-¡Era tu hermano! –Chilló- Tú estabas allí, deberías recordarle, al
menos una vez en la vida, ¿no?
-Le recuerdo, madre.
-¡Mentira! –Los ojos le estallaron- Nunca has querido saber nada de él
desde aquel día. Dime, Sergio, ¿Por qué?
Se me hizo un nudo en el estómago que me escaló hasta el pecho. Mi
corazón se encolerizo y los espaguetis parecían trepar al mismo ritmo
hasta taponar el pequeño espacio de mi garganta. Bebí agua, tragué
con dificultad y cuando conseguí quitar aquella enorme bola de
ansiedad, respiré hondo. No quise dar un paso más hacia el frente.
-Ya, mamá, por favor...
-¡Vendrás! –Exclamó levantándose de la silla. Cogió un paño con rabia
y lo retorció varias veces.
Decidí callar. Agité la bandera blanca hundiendo la barbilla. Terminé
mi plato a duras penas. Ella recogió la cocina. La tensión apenas
dejaba un resquicio de libertad. Las respiraciones se entrecruzaban y
nuestros corazones peleaban a ritmos distintos. Finalmente fue ella la
que se retiró. Lo hizo después de largos minutos en un mismo espacio
sin dirigirnos la mirada.
315
-Limpia los platos y recoge cuando termines –apuntilló durante la
huida.
Cuando mi madre descubrió las drogas alucinógenas que me habían
inyectado, tales como la psilocibina, así como una leve dosis de
mezcalina, más conocida como peyote, ella creyó que, bien había
sido yo voluntariamente, o bien me había dejado engañar. No pudo
por menos que recordar a Jon; su hijo; su muerte. La mirada que
expuso junto a concisas y breves palabras, mientras sus dedos se
pegaban con rabia al parte médico, lo decían todo. Sus labios se
despegaron, su lengua los humedeció y entonces habló.
-¿Te lo hicieron?
-Sí.
-Mientes... ¿Qué pasó?
-Déjalo, madre –zanjé.
Que las drogas volvieran a planear sobre nuestra familia abría heridas
intrínsecas, sobre todo, en mi madre, que nunca ha superado la
muerte de Jon. Mi padre siempre tuvo su particular teoría. Yo, único
testigo de todo lo que sucedió, decidí callarme, apartarme y
declararme inocente.
Superado el trance, llegó el día. No recuerdo si era el cuarto, quinto o
séptimo. Tenía que recuperar mis cosas; mis objetos personales; mi
día a día. Empecé a las nueve de la mañana en mi sitio de trabajo. La
habilidad dialéctica materna había evitado un despido. Después,
necesitaba recoger el resto de mi vida, que dormía donde hasta hacía
316
bien poco había sido mi casa; el escenario donde había comenzado
mi martirio. Las señales de aquello respiraban en mi piel. Una cicatriz
en mi hombro y feas heridas en los dedos de mis pies debido al frío.
Me costaba caminar. Calzarme fue un maldito suplicio. También tenía
pequeñas marcas en los tobillos y manos.
Me recorrió un enorme escalofrío cuando caminé por la acera que me
dejaba frente al que fue mi portal. Sentí que en cualquier instante iba
a volver a ser asaltado. No podía evitar mirar atrás, a un lado y al otro
de manera constante. El número de viandantes se multiplicaba y el
pánico me albergaba entre tanto rostro golpeándome con su odio y
sus miradas. Un leve golpe en el hombro me hizo volar, me retiré y un
señor refunfuñó. Me detuve junto a la calzada y traté de
recomponerme.
No tenía un plan. No tenía un odio visceral hacia ella, y tampoco sabía
bien cómo iba a actuar. Ni siquiera sabía si podría entrar en casa. ¿Y
ella? ¿Me esperaría? El surrealismo se adueñaba de aquel momento,
sin duda. Si echaba un vistazo atrás, mi vida tenía verdaderos picos
de surrealismo. Sin embargo, todas las vidas tienen esos picos.
Algunas más, otras menos, y muchas desgraciadamente acaban
siendo públicas en los titulares del telediario. Yo no quería llegar a
ese extremo. Mi cerebro había clavado delante de mis ojos un enorme
cartel con la palabra ‘NO’ en mayúsculas. Así debía actuar.
La puerta del portal era descomunalmente enorme. Me invadía un
extraño pavor. Tenía miedo. Introduje la mano en el bolsillo de mi
pantalón y extraje las llaves de emergencia que un día di a mi madre.
317
Sentí cómo el relieve tartamudeaba en mis dedos. Giré el metal y huí
del frío natural de la calle para adentrarme en un portal de sobra
conocido. Opté por examinarlo con mayor precisión. Buscaba detalles
anteriormente ignorados. Me ayudaba a retrasar la batalla. Y
subiendo cada una de las escaleras, despacio,
en silencio, me convencí de que quería pasar página, hoy al menos.
No quería una pelea, únicamente deseaba recoger todas mis cosas.
Ya habría tiempo para una venganza elaborada.
Frente a la puerta comenzó todo. Introduje la llave, me dispuse a
girarla y entrar con una amplia sonrisa que dijera, “¡Buenas tardes!
¿Qué tal va todo?” Pero algo lo impidió. La llave rozó en exceso y el
giro fue imposible. Estuve dos segundos paralizado. Extraje la llave, la
observé y encontré el motivo. Respiré profundamente y, antes de que
me atacara el pánico, pulsé el timbre. Deseaba que no hubiera nadie.
“El encuentro bien podía ser otro día...” Y los pasos se oyeron. De
318
nuevo un silencio. Me retiré de la mirilla instintivamente, esperé y
volví a tocar el timbre. En ese momento la puerta se abrió y una
Leticia temerosa y desmejorada asomó la cabeza.
-¿Sergio?
-El mismo –respondí con una amplia sonrisa repleta de satisfacción.
-¿Qué haces aquí? Vete...
Estuvo a punto de cerrarme la puerta en las narices, sin embargo,
una vez más, mi instinto despertó a tiempo y bloqueé la acción.
Empujé con fuerza, pero la cadena atada al marco me impidió entrar.
-Me iré –dije tratando de meter el pie entre la puerta, manteniendo un
pulso de fuerza contra la puerta-, pero necesito todas mis cosas.
En ese instante la vi llorar. Pensé que si en ese preciso momento
aparecía María, el pulso seguramente acabaría en derrota. La
situación empeoraría si un vecino salía en su ayuda. Y cuando estaba
sumido en esos pensamientos, Leticia lanzó las palabras que
comenzaron a cambiarlo todo.
-No están... –Dijo entre lágrimas- Aquí ya no hay nada tuyo.
-¿Cómo? ¿Dónde están?
Leticia se tomó un tiempo breve que me pareció eterno. Se escondía
tras la puerta, pero podía sentir su fuerza, su olor. Cada segundo,
más asustada y cansada.
-¡Vete, Sergio! –Clamó desde el otro lado- Aquí ya no hay nada tuyo.
-¡Y dónde están mis cosas, joder! –Grité.
-Las tiramos.
-¿Qué?
319
-María y yo tiramos todo a la basura.
Cada letra fue como un pequeño alfiler atravesándome la piel
testicular. Habían herido mi vida; mi pasado; mi presente; mi futuro.
Habían borrado toda mi vida. No quise creerlo, y perdí la razón
cuando decenas de imágenes me ametrallaron la cabeza. Mi ropa,
mis regalos, mis recuerdos, mi música, mis libros, mis fotografías, y
sobre todo, mis cuadernos con mis escritos personales. Toda mi
creación sentimental eliminada de un plumazo. No podía creerlo. El
‘NO’ con mayúsculas tomó otro significado completamente opuesto.
La tristeza me invadía y derrotaba. Ella vio la debilidad y quiso
finiquitar aquella conversación. Empujó con brío. Tardé en ver su
intención, pero mi pie izquierdo sintió la presión y reaccioné con
violencia. Mi acción albergaba más odio y fuerza. Nadie venía a
ayudarla. Hoy los vecinos no hacían uso de sus viviendas. Logré
sujetarla del brazo y le susurré colérico.
-Ábreme la puerta, Leticia.
Temblaba, casi tanto como yo. Lo que hubiera deseado tener un
arma. A mi cabeza vino una escena cinematográfica inolvidable; un
hacha. Y tras este pensamiento sucedió todo. Fue rápido, como un
sueño que atropella y solapa todas las imágenes. Golpeé una vez más
la puerta, dos y tres, y como el cuento, cedió. La cadena no debía de
estar bien enganchada. Leticia vociferó, corrió, pero yo no fui a por
ella. Cerré la puerta y vi que se escondía en su habitación. Oí ruidos,
movía muebles. Yo caminé con decisión hacia mi cuarto. Quería ver la
mentira de sus palabras. Oí hablar a Leticia. Lo haría por teléfono.
320
Abrí la puerta de mi habitación, y cuando golpeó contra la pared,
unas manos invisibles me exprimieron el cuello. Vacía. Nada. Una
cama sin sábanas y muebles desnudos. “¡Joder!” Corrí a la habitación
de María, y también nada. Una cama vacía y muebles desnudos. En el
salón tampoco había nada que me perteneciera, sólo algunos objetos
personales de Leticia. Acelerado, ahogado, nervioso, percibiendo una
y otra vez los lloros palpitantes de ella, grité: “¡Habéis matado una
parte de mí!”
La frase comenzó a castigarme en la cabeza y con ella imágenes
pasadas, presentes y futuras. Aquella frase había tenido otra voz. La
había dicho mi hermano con tan solo diez años. Mis padres le habían
tirado a la basura gran parte de sus juguetes rotos, los que él
guardaba con mimo en pequeñas cajas de zapatos. Lloró, gritó,
pataleó, pego, se escapó de casa y volvió. Ese día, aún preso del odio,
hizo lo que nunca nadie imaginó.
No sé bien cómo me invadió. El sentimiento de mi hermano
comenzaba a asaltarme. Lo hizo muy rápido. Aún hoy, cuando
recuerdo, tengo demasiada borrosidad. Vi las llaves, vi los periódicos
y sentí el pánico constante en la habitación. Sonreí tal y como lo
hubiera hecho si tuviera un hacha en mis manos. Reí, cogí la prensa y
corrí a la cocina. Allí empecé mi obra maquiavélica. Estaba fuera de
mí. Reí más cuando las primeras llamas quemaron el mantel y varias
servilletas de tela y papel. Inicié otros dos fuegos en los dos cuartos
vacíos. Un tercero en el salón. Cuando el sofá sufría sus primeras
llamaradas, cogí las llaves del salón. El humo curioso y denso
321
comenzaba a recorrer los pasillos. En ese instante salí corriendo
cerrando la puerta. Aturdido, acelerado, temeroso y excitado, caminé
sin descanso durante una hora sin un destino. Después entré en un
bar. Bebí. Después me deshice de las llaves. Luego bebí más. Apenas
podía hilar ideas en mi cabeza. Ni siquiera pensaba en las
consecuencias de mis actos. Bebí más. Borracho, triste, desorientado,
lloré, y lo hice por mi hermano. Aquellas lágrimas eran suyas.
En la calle, bajo una noche oscura y fría, la luz de un comercio
oriental me orientó. Me hice con dos botellas de Jack Daniels y caminé
torpe a casa de mis padres. La soledad me sorprendió cuando vi que
la puerta estaba cerrada con llave. No sabía dónde podían estar. En
aquel estado me era totalmente indiferente. Cogí un vaso y fui al
salón. “Una es para ti y la otra es para mí, mi hermanito”, me
sorprendí hablando en voz alta.
Sonaba un maravilloso tema de los Beatles y bailaba una buena
cantidad de whisky entre mis dedos. La botella se desnudaba al ritmo
que la besaba. Mis ojos se entrecerraban. La última vez que bebí
aquel whisky Jon estaba conmigo. Era una borrachera en son de paz.
La guerra la iniciamos el día que él se tiró a la chica que yo deseaba.
Hoy, tan absurdo. Entonces, una herida imperdonable. Era una joven
morena de ojos vedes del instituto. Marta le eligió a él. Yo no pude
soportarlo.
Me levanté del sofá, me tambaleé, me terminé el vaso de whisky y
caminé torpe hasta la habitación de mis padres. Allí estaba. Una caja
322
de cartón rota y un nombre de sobra conocido: Prozac. Volví al salón,
me senté y volví a llenarme el vaso.
-Esto va por ti, hermano. –Levanté el vaso y sostuve tres pastillas en
la otra mano.
-¿Qué haces, canijo?
Su voz llegó nítida. Inconfundible. Lloré. Miré a la izquierda, pestañeé
tres veces, pero no desapareció.
-¡Joder!
-Baja eso inútil –ordenó.
-El alcohol, ¿verdad? –Me dije borracho y cómico- Voy a lavarme la
cara...
-Soy tu puta imaginación, sí -dijo con hastío-, pero si me has traído
aquí espero que no sea para ver cómo la palmas.
323
-Sí... Mejor será que beba un poco más.
-Eres un estúpido. Siempre los has sido.
Bebí un poco de whisky del vaso. Decidí tomarme las pastillas para
terminar el resto, pero éstas ya habían desaparecido de mi mano.
Traté de coger más, pero la caja estaba vacía sobre la mesa. Ya las
había tomado.
-Hermano.
-¿Qué?
-Tengo un secreto que confesarte.
33
Lo oscuro
324
egro es el final de una vida. La oscuridad irrumpe siempre en
nuestro organismo cuando no respira. Negro es el cielo de un
invierno lejos de una gran ciudad, abandonado por la luna y desnudo
de estrellas. Negra es la soledad; la muerte. Negra era la mierda y el
vómito que expulsé después de aquella noche alcohólica. Negro era
el carbón que los dos siempre mordíamos en Navidad, dulce de sabor
y amargo en la conciencia. Negra es la oscuridad dentro de un ataúd
en el que comienza a caer la tierra. Negro es el color que tantos
quebraderos de cabeza ha traído a este mundo. Negro es siempre el
final de un ser vivo; para el que se va y a veces para el allegado que
se queda. Negro es el final de una obra de teatro; de una película, y
debiera serlo de un libro. Y negra fue el color de la camiseta que
llevaba Jon aquella noche. Sonreía, bebía, sostenía entre sus dedos a
la chica que yo quería, y de vez en cuando la besaba. Creo que era
feliz. Yo me reconcomía en un odio fraternal que nunca debí dejar
escapar sin control. Después de aquella noche, una enorme sombra
emborronó el camino de mi vida.
N
Nunca quise dar aquel paso. Ni recuerdo el momento exacto en el que
lo di, pero lo di. Los dos lo dimos. Los dos iniciamos aquella batalla de
reproches y envidias que terminó sincerándonos a bofetada limpia. Y
cuando llegó la hora de ondear la bandera blanca, todo fue una farsa.
Y al final, la sangre llegó al río. Yo nunca acepté la culpa de lo
sucedido. Fue un puñetero accidente.
Aquella noche, descubrí que por una chica llegaba a ser capaz de
perder la razón hasta límites insospechados. Aquella noche, descubrí
325
que mis actos trataban de eliminar las verdades que Jon arriesgó a
chillarme. Quería borrar el desprecio y la humillación que me había
herido sin reparo días atrás. No quería aceptar el futuro ni el presente
que me escupía de manera tenaz. Y a ello, sin lugar a dudas, se unió
mi increíble obsesión por las mujeres. Las había visto en revistas, en
la televisión, pero nunca había visto un cuerpo desnudo real. Me
obsesionaba verlo y palparlo. Porque la primera vez impresiona
demasiado. Recuerdo que me dio pánico; vértigo. Porque cuando uno
es tan joven y no ha disfrutado del sexo femenino ni una sola vez, ni
ha observado a una mujer como su madre la trajo al mundo, a
escasos metros de sí, se estremece. El hombre deja de ser hombre y
empequeñece. Un denso cosquilleo le recorre la piel, especialmente
entre los testículos, y le apresa la cobardía. Los nervios se agarran
tanto al organismo masculino, que en ocasiones inhabilitan su gran
rifle sexual.
Poco antes de que Jon me levantara la chica deliberadamente, yo
quería hacerlo con todas, y hacerlo como en las películas. Sin
embargo, el sexo para mí es como escribir, raramente se aprende en
un día, y nunca del todo. Tan joven, y desconocía aún qué era
exactamente lo que me obsesionaba, sí las mujeres, o únicamente el
sexo; el morbo de follármelas por primera vez. Desde mi primera paja
siempre soñaba con “tirarme” a cada una de las miles de mujeres que
había en este “puto y enorme planeta”. Sin duda, cada coño era un
paraíso completamente distinto. Lo era cada par de pechos, cada
326
beso, cada movimiento sobre mi polla, cada caricia, cada olor, cada
felación, cada orgasmo, cada una de mis eyaculaciones dentro de su
coño. Cada copulación era un puñetero mundo completamente
distinto al otro; como un libro. Demasiadas chicas a las que follar y la
vida hija de puta me daba tan poco tiempo para disfrutarlas a todas.
Y todo aquello comenzaba a obsesionarme. Acababa de iniciar la
adolescencia. Además, si el coño se acompañaba de un buen cuerpo
y un mejor rostro, nacía en mí una adicción enfermiza que me
empujaba a querer descubrir sus recónditas maneras de darle placer.
Y si no lo lograba, me sumergía en una masturbación imaginativa
constante.
Durante la adolescencia fue cuando nació mi fuerte deseo inhumano
hacia el sexo femenino. Éste ya nunca desapareció. Reflexioné y creí
que tal vez era algo químico, que mi organismo tendría un gen único
en el mundo capaz de despertar esa atracción colérica hacia el sexo
femenino; un tumor en la testosterona; una enfermedad. Nadie me
había examinado para confirmar mi teoría, pero si algún día la
corroboraban, jamás querría curarme; matar ese deseo. Me
encantaba follar y quería seguir deseando desear follar. Hasta la
fecha, los únicos exámenes perpetrados en mí, detectaron drogas y
un virus letal que, adormecido, esperaba paciente destruir mi
organismo.
La batalla obsesiva dio sus primeras patadas la tarde que pude oír de
la propia voz de mi hermano lo maravilloso que había sido follar con
la chica que yo más deseaba en aquella época. Marta llegó a venir
327
conmigo al cine, e incluso tuvimos nuestro beso adolescente. Sin
embargo, un día dejó de hablarme. Ni siquiera me miraba a la cara.
Aquella chavala de 16 años, que tantas veces había protagonizado
mis masturbaciones nocturnas, decidió subirse a la noria de mi
hermano. Sus gemidos sobre él me arañaban de manera suave,
hiriente y constante la testosterona y la envidia.
Jon apareció un viernes. Yo descansaba en calzoncillos en el salón. Yo
tenía quince años. Mi hermano tenía diecisiete. Ella se colaba entre
los dos en edad. Cuando también la vi aparecer a ella tras él me
sobresalté, recogí una manta y me tapé. Una ráfaga inmensa de
pensamientos me nubló la vista. No hacía ni un mes de nuestra cita.
Marta se perdió por el pasillo sin llegar a mirarme. Jon sí se acercó
decidido. Sin mediar palabra apagó la televisión. Luego sí habló.
-Canijo, vete –ordenó con serenidad.
Había movido todos los hilos para que nuestros padres se fueran el fin
de semana. No quería perder la oportunidad. El único obstáculo en su
plan llevaba mi nombre, y no iba a ser lo suficientemente grande.
-¿Qué? Ni hablar –respondí con firmeza.
-Eres un estúpido. Vete por las buenas, no quiero forzar las malas –
advirtió.
-¿Cómo puedes...? ¡Cabrón! Lo sabías, te lo dije...
-Es cuestión de poderes, de talento –fanfarroneó-. Es algo que tú
nunca tendrás, eres demasiado estúpido.
-Eres un... Cabronazo –cuchicheé mientras me levantaba del sofá
para colocarme a su altura de sus ojos-. No me voy a marchar,
328
hermano, así que sí quieres tirártela tendrá que ser por encima de mi
cadáver...
-Y por detrás –amenazó cogiéndome del cuello-. Eres demasiado
orgulloso. Acéptalo, has perdido, así que vete.
-Ni de coña –reafirmé ahogado.
Los dos nos mantuvimos de pie mirándonos a los ojos. Yo traté de
hacerme el fuerte pese a que me crecía el miedo. Al fondo oí sonar
una canción de Mecano. Dejé escapar una sonrisa burlona. Jon me
soltó y se retiró varios pasos. Yo decidí sincerarme.
-Jon, ella iba a ser mi primer polvo, ¡joder! Allí tenía que estar yo. –
Señalé a su habitación- Tú puedes tener a cualquiera... ¡Ya las has
tenido!
-Pero Marta es la que a ti te interesa –Rió-, y aún necesitas crecer
mucho para poder decir la palabra polvo. Ahora, canijo, vete.
-No.
-¡Vete! –Insistió elevando la voz.
-¡Te he dicho que no! –Grité- ¿O quieres que llame a papá y mamá?
Jon se quedó con la palabra en el paladar. Al fin se detuvo, se retiró
dos pasos y aceptó mi chantaje. Aunque no frené su plan. Y lo que
vino después fue una tortura sicológica inolvidable. Me obligué a
vivirla. Era una guerra fría que creía ganar, pero me engañaba. Ella
gemía sin recato. Cada suspiro que emergía del otro lado de la
habitación lo quise mío, pero yo no los provocaba. Anhelé entrar.
Estuve a punto de hacerlo en más de diez ocasiones, pero finalmente
me fui de casa en pleno orgasmo. Me odiaba. Impotente y estúpido
329
caminé sin rumbo. Aquella noche, cuando regresé a casa, no pude
dormir ni quitarme las imágenes ficticias de aquel polvo.
Sin embargo, la gran batalla llegó la noche de su muerte. Toda una
maldad que nació como una broma y se finiquitó con el adiós
definitivo de mi hermano. Recuerdo la noche impoluta, fría. El gentío
en la plaza bebiendo hasta los límites más extremos. Ella vestía una
minifalda que apenas dejaba algo a mi imaginación. Estaba a su lado.
Yo bebía whisky con coca cola. Mi hermano también. Ella no.
-Te va a sentar mal, canijo –bromeó mi hermano quitándome el mini.
-Ni en tus mejores sueños –advertí. Sonreí y esperé paciente mi
oportunidad para recuperarlo. La noche se emborronaba levemente.
La distancia con mi hermano era la justa, hasta que el orín nos unió
contra la pared. Allí, preso de los primeros síntomas alcohólicos, lancé
mi primera cuchillada.
-Poco debió sentir con eso... –Apunté a su polla con mi pis y reí-
Apenas la oí gemir.
-¡Qué dices, imbécil!
-Sin haber follado aún una sola vez en mi vida, lo haría mejor que tú,
¡seguro!
-¡A qué te meto dos hostias, gilipollas!
-¿Con esa mierda polla? –Reí, me subí la cremallera y le empujé
mientras aún meaba.
Aquel tanto me regaló una extraordinaria dosis de felicidad. Al volver
di un buen trago de mi bebida. Sonreí y reí recordando. Creí que sería
330
el tanto dela victoria. Eran las once de la noche. El alcohol bailaba
dentro de mí con soltura. Y a su regreso, Jon tampoco quiso discutir
en público sobre su pequeña picha. Después, desapareció con Marta.
-Hola, Sergio –Oí a mi espalda varios minutos después
-Hola –respondí tembloroso y sorprendido, dándome la vuelta y
viendo su rostro angelical.
-¿Puedo hablar contigo un momento?
El universo social de aquella plaza parecía esfumarse. Marta, sin mi
hermano, me estaba pidiendo un favor y me sonreía. Me regalaba su
mirada en exclusiva; sus dulces palabras; su maravilloso aroma; su
plena sensualidad. Hizo un gesto con el dedo índice, dio un giro sutil
hacia atrás y nos distanciamos. Caminaba nervioso tras ella. La creí
seguir como lo hacía Michael Jackson en ‘The way you make me feel’.
-La verdad, Sergio, es que tú... me gustas –se sinceró en un susurro
escuálido.
-¿Y Jon?
-Un capricho –siseó-, tú eres el que...
Suspendió las palabras en el aire, pero yo las creí atrapar y escuchar
con total nitidez. A escasos metros del bullicio, con el riesgo
soplándome en las orejas, no veía más que su maravilloso cuerpo
desnudo sobre una bandeja de plata. Y ella fue la que actuó, también
nerviosa. Me cogió las dos manos y comenzó a besarme suavemente
en el cuello. El alcohol y la oscuridad detuvieron cualquier raciocinio
al respecto y lanzaron el atrevimiento. Ella controlaba mis manos en
todo momento. Yo me moría por acariciar su piel, pero ella me
331
frenaba. Las voces ya no me llegaban a los oídos. De pronto, ella
introdujo sus manos bajo mi camisa, y cuando comenzó a
desabotonar mis pantalones me paralicé, como si el hielo hubiera
envuelto toda mi piel. Iba a ser esa la primera vez que una mujer me
tocaba la polla... Pero me equivoqué. La brusquedad me golpeó un
minuto después. Alguien tiró de mis pantalones hacia abajo, y
seguido, de mis calzoncillos. Marta desapareció como si un mago la
hubiera tocado con una varita, y yo, sin que pudiera evitarlo, fui
arrastrado al centro neurálgico del botellón. La voz de mi hermano
repicó suave y maliciosa en mi corazón sensorial.
-Siempre serás un estúpido. Nunca apuntes tan alto con las chicas.
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Nunca he olvidado aquellas dos frases, aquella acera, los rostros
mirándome a mí, desnudo. Allí nació mi verdadero deseo de
venganza. Mi secreto. Lo que provocó su muerte.
-¿Lo recuerdas, hermanito? –Pregunté volviéndome a servirme dos
dedos de whisky.
-Inolvidable, canijo... Momento inolvidable.
Jon se emborronaba ante mis ojos. Estaba quieto, sonriente y
mirándome sin ápice de sentimiento. El salón se empequeñecía y mis
palabras se mezclaban con los recuerdos. “¿Cuánto tiempo llevaba en
aquel estado?”
-Tu tiempo se acaba, canijo –advirtió su voz.
Bebí sin saborear, recordé y permanecí nervioso rememorando todo
lo que vino después.
-Hermanito –suspiré-, tengo que confesarte algo.
-Eso ya lo has dicho, estúpido.
-Te lo diré. –Bebí y me acomodé.
-¡Dale! –Dijo sentándose en una silla frente a mí.
-Después de lo de los pantalones me fui, ¿recuerdas? Pero sólo me fui
para volver. Me habías ganado esa partida, pero yo quería ganar la
guerra. No podía quitarme de la cabeza que todo el mundo me
hubiera visto en pelotas. Me sentía tan ridículo... Deseé con todas mis
fuerzas que vivieras mi misma situación. Se me fue de las manos...
¿Recuerdas cuando volví? Lo hice en son de paz con un mini de
whisky. Era Jack daniels, como hoy. Entonces tenía un poco de coca
cola, como te gusta a ti. Tú aún tenías esa sonrisa maliciosa en los
333
labios. Tus ojos bailaban vidriosos, ebrios de felicidad. Marta ya se
había ido. No sé cómo, pero debí sacar fuerzas de algún recóndito
lugar de mi organismo para enfrentarme de nuevo a ti y a mi
vergüenza. Aún me temblaba el pulso cuando te di la bebida. Era
nuestra pipa de la paz. Tranquilo, canijo, ya pasó, me dijiste, y me
diste unas pequeñas palmaditas en el hombro. Ahí estuve a punto de
echarme atrás, pero tú bebiste y no lo hice. No me atreví. ¿Recuerdas
que compartíamos la bebida? Pues no fue así. Yo no bebía, hermanito.
Tú te bebiste todo el mini. Tal vez no fuiste consciente. A esas horas
ya estábamos suficientemente borrachos para engañarte con
facilidad. En mi defensa debo decir que no fue idea mía. Sabes que
siempre me ha faltado iniciativa. Siempre me dejo llevar por los
acontecimientos. La idea fue de Manu, él me pasó el LSD líquido. Sí,
Jon, tu whisky con coca cola tenía LSD... y a saber qué más... No lo
pregunté... Se nos fue de las manos... Tras el primer mini, la droga no
te había hecho efecto, así que nos encargamos de aumentar la dosis
en el segundo y de que te lo bebieras todo. ¡Joder! Todo ocurrió muy
deprisa. Estabas tan normal, charlando y riendo con nosotros,
bebiendo, y de pronto, tu estado cambió por completo. Comenzaste a
reír de una forma extraña, a correr sin destino, huyendo de mentiras,
a desnudarte, a fantasear. Sí, nos reímos mucho, pero cuando tus
pupilas parecían no mirarme, sentí que me ahogaba el miedo. Algo no
iba bien. Tu mandíbula temblaba, la respiración acelerada te
ahogaba. Parecías poseído por un ser endemoniado. No eras tú, Jon,
¡No eras tú, joder! Perdiste la camiseta, tirabas el dinero, piedras,
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querías arrancar bancos, lanzabas botellas, tenías miedo de las
farolas, ¿recuerdas? ¡Ve hacia la luz!, gritabas. Todos reían. Yo no, te
lo aseguro. No me gustaba hacia donde iba la broma, y entonces,
desapareciste. Sólo yo te busqué. Y te encontré tendido sobre el
césped, boca arriba, sin camiseta, completamente desorientado. No
eras capaz de pronunciar una sola palabra, no conseguías mirarme;
temblabas tanto, tan frío... Balbuceabas pero no te entendía nada.
Dime algo, dime algo, te pedía una y otra vez desesperado. Te traté
de levantar para que respiraras mejor, grité, chillé, vociferé, me
desgañité la garganta. ¡Te lo juro! Sentí pánico, una desolación e
impotencia infinita. Y de pronto, sin despedirte, sin previo aviso, te
fuiste otra vez. Y entonces fue para siempre. Tu cuerpo se detuvo, tu
mirada se esfumó. De rodillas, a tu lado, vi que mi mano dejaba de
temblar sobre tu pecho desnudo. Tú ya no estabas allí, aunque yo te
llamara a voces... Te abofeteaba, te gritaba una y otra vez, te besaba,
te lloraba, y soñaba con verte despertar. Pero nunca volviste...
Me detuve en ese instante para recogerme las lágrimas. Hipaba. Bebí
un nuevo vaso y busqué a Jon. No estaba a mi lado. Me levanté torpe.
El suelo se movía o yo no me sostenía. Sentía ardor en la cara. Giré
sobre mí mismo, pero no encontraba espacio para moverme. No sabía
salir de aquel pequeño cubículo. Me giré, y de repente sentí sus
nudillos en mi cabeza junto a un grito femenino y agónico. Mi cuerpo
voló, golpeó contra la mesa y cayó sobre la alfombra. Los ojos me
parpadeaban nerviosos. Los abrí, busqué la nitidez pero no la
encontré. En la borrosidad de mi alcohol pude notar una herida
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mojándome la frente y la ira odiosa de mi padre sujetada por los
débiles mis brazos de mi madre. Los dos lloraban sobre mi cuerpo
tendido.
Allí firmé el final de un principio en el que la oscuridad psíquica fue la
gran protagonista de mi vida. Al despertar, el calendario ya había
avanzado varias hojas. Entre mis dedos descansaba la noticia
arrugada y desgastada. Se le podía ver la cara borrosa entre los
bomberos, policías y vecinos. Aterrada. Había leído la noticia cientos
de veces en apenas unos meses. La palabra ‘superviviente’ en negrita
me aliviaba. No podía desprenderme de esa realidad. Me perpetuaba
en los recuerdos el grado de locura que había alcanzado mi mente.
Cosido a la soledad, la medicación y un cuaderno en blanco junto a un
bolígrafo comencé a ser un poco más feliz. El divorcio paternal era
definitivo. El maternal tenía visos de recuperación. No obstante, no
los necesitaba. Quería abrazarme a la incomunicación y a mis
pensamientos. Quería caminar hacia un rumbo opuesto y sincero.
Quería enderezar mi desequilibrio psíquico y emocional. Y sentía
pánico, como un equilibrista sin red que está a punto de pisar la
cuerda por primera vez.
Recaer en un centro psiquiátrico y esquivar los barrotes de metal fue
sencillo con mis antecedentes. Además, me adapté a gran velocidad.
Ayudó la soledad de mi cuarto. Mi actitud era austera y eremita. No
intercambiaba palabras, ni saludos, ni miradas, ni gestos, ni siquiera
un insignificante detalle que evidenciara que vivía en compañía. Era
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como si me hubieran vaciado la mirada y arrancado toda la
sensibilidad. Y inexplicablemente sentía paz dentro de mí. Era un ser
feliz. Sonreía dentro de mí.
No recuerdo si fueron tres o cuatro meses el tiempo que transcurrió
hasta que mi sonrisa emergió al exterior. Sí recuerdo con exactitud
muchas de los detalles de aquel día. Recuerdo la ubicación de los
rayos del sol sobre mi armario, o la página exacta en la que me
detuve de leer el esperpéntico y maravilloso ‘Sopa de miso’. Supe que
mi vida iba a recoger el equilibrio que necesitaba.
Ocurrió a primera hora de la mañana, durante el desayuno. Zumo,
una tostada, yogur y leche. Lo estaba acariciando en el ambiente, sin
embargo, no identificaba el qué. Lo estaba viendo ante mis ojos, pero
hacía tiempo que no observaba. Tirité. Un escalofrío y me estremecí
cuando un dedo índice se posó en mi piel después de tanto tiempo.
Un chispazo neuronal me empujó hacia un interminable fotograma
repleto de sensaciones y del que no sabía huir. Sexo, besos, sonrisas
y risas, masturbaciones, experiencias, felicidad, paz, amor, vino,
sangre, violencia, contagio y un dulce aroma a marihuana inundando
mi corazón. Me relajé, sonreí, escuché, y me sentí invadido por la
plena felicidad.
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-Hola, loco.
fin
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