el forastero misterioso - mark twain

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Esta novela de tipo filosófico, no se publicó hasta años después de la muertede Mark Twain. Fue escrita cuando, después de perder a su esposa y a sus doshijos, no había llegado aún a la serenidad que caracterizó sus últimos años. «Elhumorismo, tal como yo lo entiendo, es decir, como un producto sano, propiode la efervescente euforia de un alma niña y juguetona, cede aquí el paso a laironía y al escepticismo. ¡Qué distancia de este Mark Twain, al de La ranasaltarina!» Mejor escritor y estilista que entonces, pensador mucho másprofundo, hizo en El forastero misterioso una obra notable; supo exponer enforma novelesca una filosofía que, si no es original, resulta muy sugestiva;como toda teoría filosófica que se expone con belleza y sentimiento. Quizá estaclase de obras sirvieron para que el espíritu afligido de Mark Twain echasefuera el aguijón que llevaba clavado, y recobrase la tranquilidad de quehablaba Martínez de la Rosa: «Y en ella absorta, embebecida el alma, serecoge en sí misma silenciosa…».

El hecho es que la pluma de Mark Twain volvió a purificarse de hieles.

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Mark Twain

El forastero misteriosoePub r1.0

Cygnus 17.04.14

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Título original: The Mysterious StrangerMark Twain, 1916Traducción: Doris RolfeRetoque de cubierta: Cygnus

Editor digital: CygnusePub base r1.1

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Capítulo I

Fue el año 1590. Invierno. Austria quedaba muy lejos del mundo y dormía; paraAustria era todavía el Medioevo, y prometía seguir siéndolo siempre. Ciertas personasretrocedían incluso siglos y siglos, asegurando que en el reloj de la inteligencia y delespíritu se hallaba Austria todavía en la Edad de la Fe. Pero lo decían como un elogio,no como un menosprecio, y en este sentido lo tomaban los demás, sintiéndose muyorgullosos del mismo. Lo recuerdo perfectamente, a pesar de que yo solo era unmuchacho, y recuerdo también el placer que me producía.

Sí, Austria quedaba lejos del mundo y dormía; y nuestra aldea se hallaba en elcentro mismo de aquel sueño, puesto que caía en el centro mismo de Austria. Vivíaadormilada y pacífica en el hondo recato de una soledad montañosa y boscosa, a laque nunca, o muy rara vez, llegaban noticias del mundo a perturbar sus sueños, yvivía infinitamente satisfecha. Delante de la aldea se deslizaba un río tranquilo, encuya superficie se dibujaban las nubes y los reflejos de los pontones arrastrados por lacorriente y las lanchas que transportaban piedra; detrás de la aldea se alzaba una laderallena de arbolado, hasta el pie mismo de un altísimo precipicio; en lo alto delprecipicio se alzaba ceñudo un enorme castillo, con su larga hilera de torres y debaluartes revestidos de hiedras; al otro lado del río, a una legua hacia la izquierda, seextendía una ondulante confusión de colinas revestidas de bosque, y rasgadas porserpenteantes cañadas en las que jamás penetraba el sol; hacia la derecha, el terrenoestaba cortado a pico sobre el río, y entre ese precipicio y las colinas de que acabamosde hablar, se extendía en la lejanía una llanura moteada de casitas pequeñas que searrebujaban entre huertos y árboles umbrosos.

La región toda, en muchas leguas a la redonda, era una propiedad hereditaria decierto príncipe, cuyos servidores mantenían perpetuamente el castillo en perfectacondición para ser ocupado, a pesar de que ni él, ni su familia aparecían por allí másde una vez cada cinco años. Cuando llegaban es como si hubiese llegado el señor deluniverso, aportando con él todas las magnificencias de los reinos del mismo; y cuandose marchaban, dejaban tras ellos un sosiego que se parecía mucho al sueño profundoque se produce después de una orgía.

Para nosotros, los niños, era Eseldorf un paraíso. No resultaba la escuela paranosotros una carga excesiva; en ella nos enseñaban principalmente a ser buenoscristianos, a reverenciar a la Virgen, a la Iglesia, y a los santos, por encima de todo.Fuera de esos temas no se nos exigía que aprendiésemos mucho, a decir verdad no se

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nos permitía. El saber no era bueno para las gentes vulgares y quizá podíadescontentarles con la suerte de Dios les había señalado en este mundo, y Dios notolera que nadie esté descontento de sus planes. Teníamos dos sacerdotes. Uno deellos era un clérigo muy celoso y enérgico; se llamaba padre Adolfo y era muyapreciado.

Quizá en ciertos aspectos puedan haber existido sacerdotes mejores que el padreAdolfo, pero no hubo jamás en nuestra comunidad otro por el que sintiesen todos unrespeto más solemne y reverente. Este respeto nacía de que él no experimentabamiedo alguno del diablo. Era el único cristiano de cuantos yo he conocido del quepudiera afirmarse eso con verdad. Por esa razón la gente sentía profundo temor delpadre Adolfo; pensaban que aquel hombre poseía alguna cualidad sobrenatural, puesde otro modo no se habría mostrado tan audaz y seguro. Todo el mundo habla deldemonio con dura antipatía, pero lo hacen de un modo reverente, no en tono deguasa; aplicaba al demonio todos los calificativos que le acudían a la lengua; y al oírlosus oyentes se escalofriaban; con mucha frecuencia se refería al diablo en tono demofa y de burla; al oírle las gentes se santiguaba, y se alejaban rápidamente de supresencia, temerosos de que fuese a ocurrir algo terrible.

El padre Adolfo se había encontrado más de una vez cara a cara con Satanás y lohabía desafiado. Se sabía que esto era verdad. El mismo padre Adolfo lo decía. Jamáshizo de ello un secreto, sino que lo pregonaba en todas las ocasiones. Y de que lo quedecía era verdad, por lo menos en una ocasión, existía la prueba, porque en esaocasión se peleó con el enemigo malo y le tiró con intrepidez una botella; allí, en lapared de su cuarto de estudio, podía verse el rojo manchón donde la botella habíagolpeado quebrándose.

Pero al que todos nosotros queríamos más, y por el que sentíamos una penamayor era por el otro sacerdote, el padre Pedro.

Había gentes que lo censuraban con que si en sus conversaciones se expresabadiciendo que Dios era todo bondad y que hallaría modo de salvar a todas sus pobrescriaturas humanas. Decir eso resultaba una cosa horrible, pero nunca se pudodisponer de prueba terminante que atestiguase que el padre Pedro hubiera dicho cosasemejante; además, no parecía responder a su propia manera de ser el decirlo, porqueera en todo momento un hombre bueno, cariñoso y sincero.

No se le acusaba de que lo hubiese dicho desde el púlpito, donde toda lacongregación hubiera podido oírle y dar testimonio, sino únicamente fuera, en

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conversación; naturalmente resultó tarea sencilla para algún enemigo suyo elinventarlo.

El padre Pedro tenía un enemigo, un enemigo muy poderoso, a saber: el astrólogoque vivía, allá en el fondo del valle, en una vieja torre derruida, y que pasaba lasnoches estudiado las estrellas. Todos sabían que ese hombre era capaz de anunciar poradelantado guerras y hambres, cosa que, después de todo, no era muy difícil, porquepor lo general había siempre una guerra o reinaba el hambre en alguna parte. Perosabía también leer por medio de las estrellas, y en un grueso libraco que tenía la vidade cada persona, y descubría los objetos de valor perdidos; todo el mundo en la aldea,con excepción del padre Pedro, sentía por aquel hombre un gran temor. Incluso elpadre Adolfo, el mismo que había desafiado al demonio, experimentaba un sanorespeto por el astrólogo cuando cruzaba por nuestra aldea luciendo su sombrero alto ypuntiagudo y su túnica larga y flotante adornada de estrellas, con su libraco a cuestas ycon un callado, del que se sabía que estaba dotado de un poder mágico.

El obispo mismo, según la voz corriente, escuchaba en ocasiones al astrólogo,porque además de estudiar las estrellas y profetizar, daba grandes muestras dedevoción, y éstas, como es natural, causaron impresión al obispo.

Pero el padre Pedro no fue de los compraron acciones al astrólogo. Lo denuncióabiertamente como a un charlatán, como a un falsario que verdaderamente no teníaconocimientos de nada, no otros poderes superiores a los de cualquier ser humano decategoría ordinaria y condición bastante inferior. Como es natural esto hizo que elastrólogo odiase al padre Pedro, y desease acabar con él. Todos creímos que habíasido el astrólogo el que puso en circulación la historia de aquel chocante comentariodel padre Pedro, y quien la había hecho llegar hasta el obispo. Se decía que el padrePedro había dirigido aquel comentario a su sobrina Margarita, aunque Margarita lonegó y suplicó al obispo que la creyese y que librase a su anciano tío de la pobreza ydel deshonor. Pero el obispo no quiso escuchar nada.

Suspendió indefinidamente al padre Pedro, aunque no llevó la cosa hastaexcomulgarlo con solo la declaración de un testigo; nuestro padre Pedro llevaba ya unpar de años fuera, y el otro sacerdote nuestro, el padre Adolfo, estaba al cargo de surebaño.

Aquellos habían sido años duros para el anciano sacerdote y para Margarita.Ambos habían sido muy queridos, pero eso cambió, como es natural, cuando cayeronbajo la sombra del ceño obispal. Muchos de sus amigos se apartaron de ellos por

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completo y los demás se mostraron fríos y alejados. Margarita era, al ocurrir eldoloroso suceso, una encantadora muchacha de dieciocho años; tenía la cabeza mejorde la aldea, y en esa cabeza más cosas que nadie.

Enseñaba el arpa y se ganaba, gracias a sus propias habilidades, lo que necesitabapara vestir y para dinero de bolsillo. Pero sus alumnos la fueron abandonando unotras otro; cuando se celebraban bailes y reuniones entre los jóvenes de la aldea, laolvidaban; los mozos se abstuvieron de ir a su casa, todos menos uno, GuillermoMeidling, y este bien podía haber dejado de ir; Ella y su tío se sintieron tristes ydesorientados por aquel abandono y deshonor, desapareciendo de sus vidas elresplandor del sol. Las cosas fueron empeorando cada vez más durante los dos años.Las ropas se iban ajando, el pan resultaba cada vez mas duro de ganar. Y había llegadoya el fin de todo. Salomón Isaacs les había prestado el dinero que creyó convenientecon la garantía de la casa, y en este momento les había avisado que al día siguiente sequedaría con la propiedad.

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Capítulo II

Éramos tres los muchachos que andábamos siempre juntos; habíamos andado asídesde la cuna, porque nos tomamos mutuamente cariño desde el principio, y eseafecto se fue haciendo más profundo, a medida que pasaban los años: NicolásBarman, hijo del juez principal del pueblo; Seppi Wohlmeyer, hijo del dueño de lahostería principal, la del Ciervo de Oro, que disponía de un bello jardín, con árbolesumbrosos que llegaban hasta la orilla del río, teniendo además lanchas de placer paraalquilar; el tercero era yo, Teodoro Fischer, hijo del organista de la iglesia, directortambién de los músicos de la aldea, profesor de violín, compositor, cobrador de tasasdel Ayuntamiento, sacristán, y un ciudadano útil de varias maneras y respetado portodos.

Nosotros nos sabíamos las colinas y los bosques tan bien, como pudieransabérselas los pájaros; porque, siempre que disponíamos de tiempo, andábamosvagando por ellos, o por lo menos, siempre que no estábamos nadando, paseando enlancha o pescando, o jugando sobre el hielo, o deslizándonos colina abajo.

Además, teníamos libertad para correr por el parque del castillo, cosa que teníanmuy pocos. Ello se debía a que éramos los niños mimados del más viejo servidor quehabía en el castillo: de Félix Brandt; con frecuencia íbamos allí por las noches paraoírle hablar de los viejos tiempos y de cosas extrañas, para fumar con él —porque élnos enseñó a fumar— y para tomar café; aquel hombre había servido en las guerras, yse encontró en el asedio de Viena; allí, cuando los turcos fueron derrotados y puestosen fuga, encontraron entre el botín sacos de café, y los prisioneros turcos explicaronsus cualidades y la manera de hacer con ese producto una bebida agradable; desdeentonces siempre tenía café consigo, para beberlo él y también para dejar atónitos alos ignorantes.

Cuando había tormenta, nos guardaba a su lado toda la noche; y mientras en elexterior tronaba y relampagueaba, él nos contaba historias de fantasmas y de todaclase de horrores, de batallas, asesinatos, mutilaciones y cosas por el estilo, de maneraque encontrábamos en el interior del castillo un refugio agradable y acogedor; lascosas que nos contaba eran casi todas ellas producto de su propia experiencia. Élhabía visto en otro tiempo muchos fantasmas, brujas y encantadores; en cierta ocasiónse perdió en medio de una furiosa tormenta, a medianoche y entre montañas; a la luzde los relámpagos había visto bramar con el trueno al Cazador Salvaje, seguido de susperros fantasmales por entre la masa de nubes arrastrada por el viento. Vio también en

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cierta ocasión un íncubo, y varias veces al gran vampiro que chupa la sangre delcuello de las personas mientras están dormidas, abanicándolas suavemente con susalas, a fin de mantenerlas amodorradas hasta que se mueren.

Nos animaba a que no sintiésemos temor de ciertas cosas sobrenaturales como sonlos fantasmas, asegurándonos que no hacían daño a nadie, limitándose a vagar de unaparte a otra porque se encontraban solos y afligidos y sentían necesidad de que losmirasen con cariño y compasión; andando el tiempo aprendimos a no sentir temor, yllegamos incluso a bajar con él, durante la noche, a la cámara embrujada que había enlas mazamorras del castillo. El fantasma se nos apareció sólo una vez, cruzó pordelante de nosotros en forma muy mortecina para la vista, y flotó sin hacer ruido porlos aires; luego desapareció; Félix nos tenía tan bien adiestrados que casi nitemblamos. Nos dijo que en ocasiones se le acercaba el fantasma durante la noche, yle despertaba piándole su mano fría y viscosa por la cara, pero no le causaba dañoalguno; lo único que buscaba es simpatía, y que supiesen que estaba allí. Pero lo másextraño de todo resultaba que Félix había visto ángeles —ángeles auténticos bajadosdel cielo— y que había conversado con ellos. Esos ángeles no tenían alas, ibanvestidos y hablaban, miraban y accionaban exactamente igual que una personacorriente, y no los habría tomado usted por ángeles, a no ser por las cosas asombrosasque ellos hacían y que un ser mortal no hubiera podido hacer, y por el modo súbitoque tenían de desaparecer mientras se estaba hablando con ellos, lo que tampoco seríacapaz de hacer ningún ser mortal; nos aseguró que eran agradables y alegres, y notétricos y melancólicos, como los fantasmas.

Fue después de una charla de esa clase, cierta noche de mayo, cuando a la mañanasiguiente nos levantamos y nos desayunamos abundantemente con él, para actocontinuo bajar, cruzar el puente y dirigirnos a lo alto de las colinas a la izquierda, hastauna cubierta de árboles que constituía el lugar preferido por nosotros; teníamos aún enla imaginación aquellos relatos extraños, y nuestro ánimo se hallaba impresionado porellos, cuando nos tumbamos sobre el césped para descansar a la sombra, fumar yhablar de todo ello. Pero no pudimos fumar, porque nuestro poco cuidado nos habíahecho dejar olvidados el pedernal y el acero.

Al poco rato vimos venir hacia nosotros, caminando descuidadamente por entrelos árboles, a un joven que se sentó en el suelo junto a nosotros y empezó a hablarnosamistosamente como si nos conociese. Pero no le contestamos, porque era forastero ynosotros no estábamos acostumbrados a tratar con forasteros, sintiendo cortedad

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delante de ellos. Venía ataviado con ropas nuevas y de buena calidad; era bienplantado, de cara atrayente y voz agradable, y de maneras espontáneas, elegantes ydesembarazadas, y no reservón, torpe y desconfiado como los demás muchachos.

Nosotros queríamos tratarle como amigo, pero no sabíamos como empezar. A míse me ocurrió de pronto ofrecerle una pipa, y me quedé pensando si lo tomaría con elmismo espíritu afectuoso con que yo se la ofrecía. Pero me acordé de que nodisponíamos de fuego, y me quedé pesaroso y defraudado. Pero él alzó la vista, alegrey complacido, y dijo.

—¿Fuego? Eso es cosa fácil; yo os lo proporcionaré.Me sentí tan asombrado que no pude hablar, porque yo no había pronunciado una

sola palabra. Agarró la pipa entre sus manos y sopló en ella; el tabaco brilló al rojo yse alzaron del mismo espirales de humo azul. Nosotros nos pusimos de pié de unsalto, e íbamos a echar a correr; era cosa natural, y en efecto corrimos algunos pasos apesar de que él nos suplicaba anheloso que nos quedásemos, dándonos su palabra deque no nos causaría daño alguno, y de que lo único que deseaba era amistarse connosotros y hacernos compañía.

Nos detuvimos pues, y permanecimos en nuestro sitio, deseosos de volver junto aél, porque nos moríamos de curiosidad y de admiración, pero temerosos dearriesgarnos a ello. El joven seguía insistiendo de una manera suave y persuasiva;cuando vimos que la pipa no estallaba ni ocurría nada, recobramos poco a poconuestra confianza, y por fin nuestra curiosidad pudo más que nuestros temores; nosarriesgamos a retroceder, aunque lentamente y dispuestos a salir huyendo a la menoralarma.

Él se dedicó a tranquilizarnos, y supo darse maña para ello; no era posibleconservar dudas y temores ante una persona tan deseosa de agradar, tan sencilla ygentil, y que hablaba de manera tan atrayente; sí, nos ganó por completo, y antes depoco rato nos hallábamos satisfechos, tranquilos y dedicados a la charla, alegrándonosde haber encontrado a este nuevo amigo. Una vez que hubo desaparecido porcompleto la sensación de cortedad, le preguntamos como había aprendido a realizaraquella cosa tan extraordinaria, y él nos dijo que en modo alguno era cosa aprendida;que resultaba natural en él, lo mismo que otras cosas… otras cosas curiosas.

—¿Cuáles son esa cosas?—Son muchas; yo mismo no se cuantas aún.—¿Las ejecutareis delante de nosotros?

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—¡Ejecutadlas, por favor! —exclamaron los demás—¿Pero no os escapareis otra vez?—No, desde luego que no. Por favor, haced esas cosas. ¿Verdad que las haréis?—Si, con gusto; pero tened cuidado de no olvidaros de lo que me habéis

prometido.Le dijimos que no nos olvidaríamos; él, entonces, se dirigió a una charca y regresó

trayendo agua en una taza que había formado con una hoja; sopló sobre el agua, latiró, y resultó convertida en un trozo de hielo que tenía la misma forma de la copa.Quedamos asombrados y encantados, pero ya no tuvimos miedo; nos sentíamoscontentísimos de encontrarnos allí, y le pedimos que siguiese haciendo mas cosas. Yla hizo, nos anunció que nos iba a dar cualquier clase de frutas que quisiésemos, lomismo si eran de la estación que si no lo eran. Todos nosotros gritamos a una:

—¡Naranjas!—¡Manzanas!—¡Uvas!—Las tenéis dentro de vuestros bolsillos —dijo, y era cierto.Además, eran lo mejor de lo mejor, las comimos y sentimos deseos de tener más;

pero ningunos de nosotros lo dijo con palabras.—Las encontrareis en el mismo lugar de donde salieron estas —nos dijo—; y

encontrareis también todo cuanto vuestro apetito os pida; no necesitáis expresar conpalabras la cosa que deseáis; mientras yo esté con vosotros, os bastará desear una cosapara que la encontréis.

Y dijo verdad. Jamás hubo nada tan maravilloso y tan interesante. Pan, pasteles,dulces, nueces, cuanto uno quería, lo encontraba allí. El joven no comió nada; seguíasentado y charlando, y poniendo en obra una cosa curiosa después de otra paradivertirnos. Confeccionó con arcilla un minúsculo juguete que representaba unaardilla, y el juguete trepó por el tronco del árbol, se sentó sobre una rama encima denuestras cabezas, y desde allí nos ladró. Fabricó luego un perro que no era muchomás voluminoso que un ratoncillo, y el perro descubrió la huella de la ardilla y estuvosaltando alrededor del árbol ladrando muy excitado, con tanta animación comopudiera hacerlo cualquier perro. Fue asustando a la ardilla, que saltó de un árbol aotro, y la persiguió hasta perderse ambos de vista en el bosque. Confeccionó pájaroscon arcilla, los dejó en libertad, y los pájaros salieron volando y cantando.

Por último yo me animé a pedirle que dijese quien era.

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—Un ángel —dijo con toda sencillez, soltó otro pájaro, y palmoteó para quehuyese de allí volando.

Cuando le oímos decir aquello, nos invadió una especie de temor reverente, y denuevo nos asustamos; pero él nos dijo que no teníamos por qué turbarnos, que nohabía razón para que nosotros tuviésemos miedo de un ángel, y que en todo caso élsentía afecto por nosotros. Siguió charlando con tanta sencillez y naturalidad comohasta entonces; mientras hablaba confeccionó una multitud de hombrecitos ymujercitas del tamaño de un dedo, y todas esas figuras se pusieron a trabajar con grandiligencia, limpiando e igualando un espacio de terreno de dos varas cuadradas en elcésped; luego empezaron a construir en ese espacio de terreno un castillito muyingenioso; las mujeres preparaban el mortero y lo subían a los andamios en cacerolasque llevaban sobre sus cabezas tal como han venido haciéndolo siempre nuestrasmujeres trabajadoras; los hombres colocaban hileras de ladrillos; quinientos deaquellos hombres de juguete hormigueaban de un lado para otro trabajado conactividad y enjugándose el sudor de la cara con tanta naturalidad como los hombresde carne y hueso.

Nuestro sentimiento de temor se disipó muy pronto atraídos por el interésabsorbente de contemplar cómo aquellos quinientos hombrecitos iban haciendo subirel castillo escalón a escalón e hilera de ladrillos a hilera de ladrillos, dándole forma ysimetría, y otro vez nos sentimos completamente tranquilos y a nuestras anchas. Lepreguntamos si podríamos nosotros confeccionar algunas personas; nos dijo que sí, ya Seppi le ordenó que construyese algunos cañones para las murallas, mientras que aNicolás le encargó que hiciese algunos alabarderos, con corazas, espinilleras y yelmos;yo me encargaría de fabricar algunos jinetes con sus caballos; al distribuirnos estatarea nos llamó por nuestros nombres, pero no nos dijo como los sabía. EntoncesSeppi le preguntó como se llamaba él, y contestó tranquilamente:

—Satanás.En este instante alargó la mano con una piedrecilla en ella, y recogió en la misma a

una mujercita que se iba a caer del andamio, la colocó otra vez donde debía estar, ydijo:

—¡Que idiota ha sido al caminar hacia atrás como lo ha hecho, sin darse cuenta dedónde estaba!

La cosa nos tomó de sorpresa, sí, ese nombre nos sorprendió, cayéndosenos de lasmanos las piezas que estábamos haciendo y rompiéndosenos en pedazos, a saber: un

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cañón, un alabardero y un caballo. Satanás se echó a reír, y preguntó qué habíapasado. Yo le contesté:

—Nada, pero nos sorprendió mucho ese nombre en un ángel.Nos preguntó el porqué.—Porque, veréis… porque es el nombre del demonio.—En efecto, él es mi tío.Lo dijo plácidamente, pero nosotros nos quedamos por un momento sin

respiración, y nuestros corazones latieron apresurados.Él no pareció advertirlo; recompuso con un toque nuestros alabarderos y demás

piezas rotas, nos las entregó ya acabadas y dijo:—¿Es que no os acordáis de que él fue en tiempos un ángel?—Sí, es cierto —dijo Seppi—. No había caído en ello.—Antes de la caída era irreprochable.—Sí —dijo Nicolás—, entonces era sin pecado.—Nuestra familia es muy distinguida —dijo Satanás—; no hay otra mejor que ella.

Él fue el único miembro de la misma que ha pecado jamás.Yo sería incapaz de hacer comprender a nadie todo lo emocionante que resultaba

aquello. Ya conocen ustedes esa especie de estremecimiento que lo recorre a unocuando tiene ante los ojos un espectáculo tan sorprendente, encantador y maravillosoque hace que constituya un júbilo temeroso es estar con vida y el presenciar aquello;los ojos se dilatan mirando, los labios se resecan y la respiración sale entrecortada,pero por nada del mundo querría uno encontrarse en ninguna otra parte, sino allímismo. La tenía en la punta de la lengua y a duras penas lograba contenerla, perosentía vergüenza de hacerla; podría ser una grosería. Satanás, que había estadofabricando un toro, lo dejó en el suelo, me miró sonriente y dijo:

—No sería una grosería, y aunque lo fuese, yo estoy dispuesto a perdonarla. ¿Quési le he visto a él? Millones de veces. Desde la época en que yo era un niño pequeñode mil años de edad fui el segundo favorito suyo entre los ángeles del angelinato denuestra sangre y de nuestro linaje (para emplear una frase humana). Sí, desdeentonces hasta la caída, ocho mil años medidos por vuestra medida del tiempo.

—¡Ocho mil!—¡Sí!Se volvió a mirar a Seppi, y siguió hablando como si contestase a un pensamiento

que Seppi tenía en su cerebro:

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—Naturalmente que yo parezco un muchacho, porque, en efecto, lo soy. Lo quevosotros llamáis tiempo es entre nosotros una cosa muy amplia; se necesita ungrandísimo espacio de tiempo para que un ángel llegue a su madurez.

Surgió en mi cerebro una pregunta, y él se volvió hacia mí y me contestó:—Tengo dieciséis mil años, contando como vosotros contáis.Luego se volvió hacia Nicolás y dijo:—La caída no me afectó a mí, ni a ninguno más de mis parientes.Fue únicamente aquel cuyo nombre llevo yo quien comió del fruto del árbol y

quien luego hizo comer del mismo, con engaños, al hombre y a la mujer. Nosotros,los demás, seguimos ignorando el pecado; somos incapaces de pecar; vivimos sinmancha alguna, y permaneceremos siempre en semejantes estado. Nosotros…

En este momento se enzarzaron en una pelea dos de los pequeños trabajadores yse lanzaron el uno al otro maldiciones y tacos con sus vocecitas que parecía zumbidosde abejorro; llegaron luego a las manos y corrió la sangre; por último se enzarzaron enuna lucha a vida o muerte. Satanás extendió la mano, los aplastó con los dedos, losdejó sin vida, los tiró lejos de sí, se limpió la sangre de los dedos con el pañuelo ysiguió hablando en el punto en que lo había dejado:

—Nosotros no podemos hacer el mal, y ni siquiera estamos capacitados parahacerlo, porque ignoramos en qué consiste el mal.

Aquellas palabras sonaban de un modo extraño en semejantes circunstancias, peronosotros apenas reparamos en ello, porque estábamos doloridos y aterrados ante elasesinato temerario que acababa de cometer, porque asesinato era en toda la extensiónde la palabra, sin paliativo ni excusa, porque aquellos hombres no le habían faltado deninguna manera. Nos afligió mucho, porque lo amábamos, y nos había parecido unjoven muy noble, hermoso y generoso, y habíamos creído honradamente que era unángel. ¡Y ahora la veíamos cometer una acción tan cruel como aquella! ¡Cómo lorebajaba a nuestra vista, teniendo como habíamos tenido tanto orgullo de él!

Siguió hablando como si nada hubiera ocurrido, contándonos sus viajes y lascosas de interés que había visto en los enormes mundos de nuestros sistemas solares yen los de otros sistemas solares alejadísimos en los más remoto del espacia; y lascostumbres de los seres inmortales que habitan en ellos; nos fascinó, nos hechizó, nosencantó a pesar de la escena lamentable que teníamos delante de los ojos, porque lasesposas de los hombrecitos muertos habían descubierto sus cuerpos aplastados ydeformados, y lloraban sobre ellos, sollozando y lamentándose, mientras un

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sacerdote, arrodillado y con las manos cruzadas sobre el pecho, rezaba; secongregaron a su alrededor muchedumbres y muchedumbres de amigos doloridos,descubiertos con respeto y con las cabezas desnudas inclinadas; a muchos de ellos lescorrían las lágrimas por la cara, pero Satanás no prestó atención a aquella escena hastaque el ligero ruido de los sollozos y de los rezos empezó a molestarle; entonces alargóla mano, levantó con ella la pesada tabla que servía de asiento en nuestro columpio yla dejó caer con fuerza, aplastando a toda aquella gente contra la tierra lo mismo que sise hubiese tratado de otras tantas moscas, y siguió hablando con la misma naturalidad.¡Un ángel y había matado a un sacerdote! ¡Un ángel que desconocía la manera dehacer el mal y que aniquilaba a sangre fría a centenares de pobres hombres y mujeresindefensos que ningún daño le habían hecho a él jamás! Nos sentimos enfermos anteaquella hazaña espantosa, pensando que ninguna de aquellas pobres criaturas sehallaba preparada a bien morir, salvo el sacerdote, porque ninguna de ellas habíatenido la ocasión en su vida de oír la santa misa y de ver una iglesia. Y nosotroséramos testigos de aquello; nosotros habíamos visto cometer aquellos asesinatos, ynuestro deber era denunciarlos y dejar que la ley siguiera su curso.

Pero él siguió hablando sin interrupción y puso en obra sus encantamientos otravez sobre nosotros con aquella música fatal de su voz. Nos hizo olvidarlo todo; nopodíamos hacer otra cosa que escucharle, sentir amor por él, sentirnos esclavos suyosy dejar que hiciese con nosotros lo que él quisiese. Nos emborrachó con el gozo deestar en su compañía, de mirar dentro del cielo de sus ojos, de sentir el éxtasis que noscorría por las venas al contacto de su mano.

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Capítulo III

El forastero lo había visto todo, había estado en todas partes, lo sabía todo y no seolvidaba de nada. Lo que los demás necesitaban estudiar, él lo aprendía de una solaojeada; para él no existían dificultades. Y cuando hablaba de las cosas las hacía vivirdelante de usted. Él había visto nacer el mundo; él había visto crear a Adán; él habíavisto a Sansón agarrarse de las columnas y reducir a ruinas el templo a su alrededor; élhabía visto la muerte de César; él nos contó la vida que se llevaba en el cielo; él habíavisto a los condenados retorciéndose en las olas de fuego del infierno; él nos hizo vertodas esas cosas, porque parecía que nos encontrásemos en el lugar mismo dondehabían ocurrido, contemplándolas con nuestros propios ojos.

Además, nosotros las sentíamos; pero no advertíamos señal alguna de que fuesenpara el narrador otra cosa que simples entretenimientos. Aquellas visiones delinfierno, aquellos pobres niños, mujeres, muchachas, mozos y hombres vociferando ysuplicando angustiados, nosotros casi no podíamos aguantarlo, pero él se mostrabatan impasible como si se hubiese tratado de otras tantas ratas de juguete caídas en unfuego artificial.

Y siempre que hablaba de los hombres y mujeres que vivían aquí, en la tierra, y delo que hacían —aún hablando de sus actos más grandiosos y sublimes—, nosotrosnos sentíamos secretamente avergonzados, porque de sus maneras se deducía que paraél eran esos hombres y mujeres, y sus actos, cosas de muy poca importancia; a vecesuno llegaba a crecer que estaba hablando de insectos.

En una ocasión llegó a decir, con estas mismas palabras, que los que vivíamosaquí abajo éramos para él gentes muy importantes, a pesar de que éramos torpes,ignorantes, triviales, engreídos, llenos de enfermedades y de raquitismo ycompletamente ruines, pobres y sin valor alguno. Lo dijo como la cosa más corriente,sin amargura, como una persona pudiera hablar de ladrillos, abonos o de cualquierotra cosa que no tuviese trascendencia ni sentimientos. Yo me daba cuenta de que élno quería molestar, pero para mis adentros lo califiqué de manera bastante ruda deexpresarse.

—¿Ruda? —dijo él—. Esto es simplemente la verdad, y el decir la verdad es tenerbuenas maneras; las maneras son una ficción. Ya está terminado el castillo. ¿Os gusta?

A cualquiera le hubiera gustado por fuerza. Resultaba encantador a la vista, erafino y elegante, inteligentemente perfecto en todos sus detalles, hasta en las banderitasque ondeaban desde las torres.

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Satanás dijo que ahora teníamos que poner en posición la artillería, situando losalabarderos y haciendo un despliegue de la caballería.

Los hombres y caballos fabricados por nosotros eran espectáculo digno de verse,y no se parecían en nada a lo que nosotros nos habíamos propuesto; lo cual no esextraño, porque no nos habíamos practicado en la fabricación de tales cosas. Satanásdijo que nunca los había visto peores; cuando él los tocó y les dio vida, resultabasencillamente ridícula la manera que tenían de actuar, porque sus piernas no eran delargura uniforme. Giraban y se caían de bruces como si estuvieran borrachos,poniendo en peligro la vida de todos los demás que había a su alrededor, hasta quepor último quedaron tumbados en el suelo, sin poder valerse y dando patadas. Aquelespectáculo nos hizo reír a todos, aunque era cosa vergonzosa de ver. Se cargaron loscañones con tierra para disparar salvas, pero se hallaban tan torcidos y mal fabricadosque volaron en pedazos al hacerse el disparo, matando a algunos artilleros y dejandoinútiles a otros. Satanás dijo que si nos agradaba, podría ofrecernos ahora unatempestad y un terremoto, pero que era imprescindible que nos apartásemos untrecho, a fin de situarnos fuera de peligro. Quisimos que se apartasen también loshombrecitos, pero él nos contestó que no nos preocupásemos por ellos; que no teníanimportancia, que si los necesitábamos, podríamos fabricar más en otro momento.

Comenzó a cernerse sobre el castillo una pequeña nube tormentosa, brotaronrelámpagos y truenos en miniatura, el suelo empezó a estremecerse, el viento sopló ysilbó, cayó la lluvia y toda aquella gente corrió en tropel a buscar refugio en el castillo.La nube se fue haciendo más negra cada vez, hasta el punto de que ya apenas podíadistinguirse el castillo a través de la misma; uno tras otro fueron estallando los rayos,atravesaron el castillo, le prendieron fuego y por entre la nube brillaron rojas yfuriosas las llamas; la gente que se había refugiado dentro salió dando alaridos, peroSatanás los barrió hacia atrás, sin hacer caso de nuestras súplicas, llantos y ruegos; enmedio de los aullidos del viento, y de los retumbos del trueno, estalló el polvorín, elterremoto abrió una ancha grieta en el suelo, y los restos y ruinas del castillo rodaronal abismo que se los tragó, cerrándose sobre ellos con todas aquellas vidas inocentes,y sin que se salvase ni una sola de las quinientas pobres criaturas. Teníamos loscorazones destrozados; no pudimos menos de llorar.

—No lloréis —dijo Satanás—; nada valían todos ellos. —¡Pero es que todos hanido al infierno!

—Eso no importa, podemos hacer muchísimos más.

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Fue inútil que intentásemos conmoverlo; era evidente que carecía por completo desentimiento y que no conseguía comprendernos. Él, en cambio, estaba entusiasmado,y tan alegre como si aquello fuera una boda y no una degollina infernal. Se sentíaademás inclinado a que nosotros compartiésemos su estado de ánimo y como esnatural, su magia logró ver cumplido su deseo. Aquello no era una dificultad para él;lograba hacer de nosotros lo que quería. Al poco rato nosotros bailábamos encima deaquel sepulcro, mientras él tocaba un instrumento desconocido y dulcísimo que sacódel bolsillo; en cuanto a la música, quizá no haya otra parecida, excepto en el cielo, yde allí la había traído él según nos dijo. Lo volvía a uno loco de placer; no podíamosapartar de aquel joven nuestros ojos, y las miradas que de nuestros ojos salíaprocedían de nuestros corazones, y su lenguaje mudo equivalía a una adoración.También el baile lo trajo del cielo, y tenía la bienaventuranza del paraíso.

Al rato dijo que tenía que salir a hacer un mandado. Pero aquella idea se nos hizoa nosotros insoportable; nos aferramos a él, y le suplicamos que siguiese con nosotrosdonde estaba; esto le agradó, y nos lo dijo, asegurándonos que no se marcharíatodavía y que esperaría un poco más, de modo que podíamos sentarnos y hablaralgunos minutos; nos dijo que el único nombre de verdad que él tenía era el deSatanás, pero que deseaba ser conocido únicamente de nosotros por el mismo; habíaelegido otro nombre para que lo llamásemos con él cuando estaban presentes otraspersonas; era un nombre vulgar, como cualquiera de los que lleva la gente: FelipeTraum. ¡Qué raro y qué pobre sonaba para un ser como aquel! Pero era una decisiónsuya, y nada dijimos; aquello bastaba.

Aquel día habíamos visto prodigios; mis pensamientos comenzaron a darle vueltasa la satisfacción que sería para mí el relatar todo aquello cuando volviese a casa; peroSatanás vio mis pensamientos y dijo:

—No; todos estos asuntos han de quedar secretos entre nosotros cuatro. No meimporta que intentéis contarlos, si así os place; pero yo protegeré vuestras lenguas yno escapará nada relacionado con el secreto.

Aquello era una desilusión, pero no podía remediarse, y nos costó algunossuspiros. Permanecimos conversando agradablemente, él leía nuestros pensamientos ycontestaba a ellos: a mí me pareció que era ésa la maravilla más grande de todascuantas él había hecho; pero interrumpió mis meditaciones y dijo:

—No; para ti resulta maravilloso, pero no para mí. Yo no me hallo sujeto a lascondiciones humanas. Sé medir y comprender las debilidades de los hombres, porque

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las he estudiado; pero no tengo ninguna de ellas. Mi carne no es real, a pesar de queparezca consistente a vuestro tacto; mis vestidos no tienen realidad; yo soy un espíritu.El padre Pedro viene —nos volvimos a mirar pero no vimos a nadie—. Todavía él noestá a la vista, pero enseguida le veréis. —¿Le conoces a él, Satanás?

—No. —¿No querrás hablarle cuando llegue? No es un hombre ignorante y depocas luces como nosotros, y le gustará mucho hablar contigo. ¿Lo harás?

—En otra ocasión si, pero no ahora. Dentro de un momento tendré que ir arealizar un encargo. Allí está ya; podéis verle.

Permaneced sentados y no digáis nada.Alzamos la vista y descubrimos al padre Pedro, que se acercaba por entre los

castaños. Nosotros tres nos hallábamos sentados juntos en el césped, y Satanás frentea nosotros en el camino. El padre Pedro se acercó lentamente con la cabeza agachada,meditando, y se detuvo a un par de varas de nosotros; se quitó el sombrero, sacó delmismo un pañuelo de seda y se enjugó la cara, pareciendo como si fuera a hablarnos,pero no lo hizo. Luego murmuró: «Yo no sé qué es lo que me ha traído aquí; tengo laimpresión de que haced un minuto me hallaba en mi despacho, aunque supongo quedebo estar soñando por espacio de una hora y que hice todo este trecho sin darmecuenta; porque, en estos tiempos de dificultades, ya no soy el mismo».

Después de eso siguió moviendo la boca en silencia, como hablando consigomismo, y avanzó por el sendero a través de Satanás, como si allí no hubiera nadie. Alver aquello se nos cortó la respiración. Sentimos impulsos de gritar, como suelehacerse casi siempre que ocurre una cosa sobresaltadora; pero un algo misterioso noscontuvo y permanecimos callados, aunque con la respiración más apresurada. Luegolos árboles ocultaron, después de unos momentos, al padre Pedro, y Satanás dijo:

—Tal como os lo dije. Yo soy únicamente espíritu.—Sí, ahora lo vemos —dijo Nicolás—; pero nosotros no somos espíritus. Es

evidente que él no te vio; pero ¿también nosotros le resultamos invisibles? Porque nosmiró y pareció que no nos veía.

—En efecto, ningunos de nosotros fue visible para él, porque yo lo quise así.Aquella parecía casi demasiado grande para ser cierto; me refiero a que

estuviésemos, en efecto, presenciando cosas tan novelescas y maravillosas, y el queno fuese todo un sueño. Y allí seguía él, sentado, con el aspecto exterior de cualquierotra persona, completamente natural, sencillo, encantador y chachareando otra vez lomismo que antes. La verdad, que no es posible dar a comprender con palabras lo que

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nosotros sentíamos. Aquello era un éxtasis, y el éxtasis es una cosa que no puedeexplicarse con palabras; produce la misma sensación que la música, y nadie puedehablar de la música de manera que consiga transmitir a otra persona la sensación quele produce. Otra vez había vuelto a los tiempos antiguos y los revivía delante denosotros. ¡Cuánto había visto aquel joven, cuanto! Sólo el mirarle y el imaginarse lasensación que había de producir el tener a espaldas de uno tantísima experiencia,resultaba cosa de asombro.

Pero con aquello se sentía uno mismo dolorosamente trivial, lo mismo que unacriatura de un solo día, y además de un día brevísimo y mezquino. Y él no nos decíanada que pudiera levantar nuestro orgullo desfalleciente; no, no nos decía ni una solapalabra. Hablaba siempre de los hombres con la misma indiferencia de siempre, comoquien habla de ladrillos, de montones de abono y cosas por el estilo; se veía que paraél no tenían importancia alguna, ni en un sentido ni en otro. Saltaba a la vista que élno quería lastimarnos; lo mismo que nosotros no tenemos intención de ofender a unladrillo cuando lo menospreciamos; nada significan parea nosotros las emociones deun ladrillo; jamás se nos ocurre pensar si las tiene o no las tiene.

En cierta ocasión en que amontonaba los reyes, conquistadores, poetas, profetas,piratas y mendigos más ilustres, todos revueltos, igual que ladrillos en una pila, yo mesentí, impulsado por la vergüenza, a decir algo a favor del hombre, y le pregunté porqué razón establecía él una diferencia tan grande entre los hombres y su propiapersona. Tuvo que forcejear un instante con hallar la contestación, pareciendo que nocomprendía como era posible que yo le plantease una cuestión tan extraordinaria. Porfin dijo: —¿La diferencia entre el hombre y yo? ¿La diferencia entre un mortal y uninmortal? ¿Entre una nueve y un espíritu? —echó mano a un piojillo de madera quereptaba por un pedazo de corteza—. ¿Qué diferencia existe entre César y esto?

Yo contesté:—No es posible comparar cosas que por su naturaleza y por el intervalo que los

separa resultan incomparables.—Tú mismo has contestado a tu pregunta —dijo—. Ampliaré la contestación. El

hombre fue hecho del barro. Yo mismo vi hacerlo. Yo no he sido creado del barro. Elhombre es un museo de enfermedades, una residencia de impurezas; llega hoy ymañana ha desaparecido; empieza como barro y acaba como hedor; yo soy de laaristocracia de los imperecederos. Y el hombre tiene el sentido moral. ¿Comprendéis?El tiene el sentido moral. Esto solo sería suficiente de por sí, para establecer una

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diferencia entre nosotros.Se calló como si hubiese dejado dilucidado el asunto. Yo sentí dolor porque en

aquel entonces sólo tenía una idea confusa de lo que era el sentido moral. Sabíaúnicamente que los hombres estábamos orgullosos de poseerlo, y al oírle hablar deaquella manera sobre ese sentido, me noté lastimado; tuve la misma sensación que unamuchacha muy creída de que sus más preciados atavíos causan admiración y que oyede pronto a unos desconocidos que se están mofando de los mismos. Todospermanecimos callados un rato; yo, por lo menos, me sentía deprimido. Satanásempezó a charlar otra vez, y lo hizo enseguida de manera tan chispeante, tan alegre ytan vivaz, que mi ánimo volvió a reanimarse una vez más. Dijo algunas cosas muyagudas que nos arrancaron una tempestad de carcajadas; y cuando nos contaba lo deaquella vez en que Sansón ató antorchas encendidas a la cola de las zorras y las soltópor los sembrados de maíz de los filisteos, mientras él permanecía sentado en unacerca dándose palmadas en los muslos y riéndose de tal manera que le corrían laslágrimas por los carrillos, hasta el punto de perder su equilibrio y caerse de la cerca, elrecuerdo de esa escena le arrancó a él también una carcajada, y nosotros pasamos unrato encantador y delicioso. Poco después dijo:

—Ahora me marcho a hacer mi encargo.—¡No te marches! —dijimos todos nosotros—. No te marches; quédate con

nosotros, porque ya no regresarás.—Sí regresaré; os doy mi palabra.—¿Cuándo? ¿Esta noche? Dinos cuando.—No pasará mucho tiempo, ya lo veréis.—Nosotros te queremos.—Y yo a vosotros. Como prueba de ello os voy a hacer una exhibición que será

digna de verse. Por regla general cuando yo me marcho me limito a desvanecerme;pero ahora voy a disolverme a mí mismo de manera que veáis vosotros como ocurre.

Se puso en pié y la cosa se realizó rápidamente. Se fue adelgazando y adelgazando,hasta quedar convertido en un globito de espuma de jabón; por toda su superficiejugueteaban y relampagueaban los delicados colores iridiscentes de la burbuja, y juntoa ellos se distinguía ese dibujo parecido al armazón de una ventana que se distinguesiempre sobre el globo de la burbuja de jabón. Todos habréis visto a una de esasburbujas dar en la alfombra y rebotar con ligereza dos o tres veces antes de estallar.Eso fue lo que él hizo. Dio un salto, tocó el césped, dio otro salto, siguió adelante

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flotando, tocó otra vez, y así sucesivamente, hasta que, de pronto, ¡puff!, estalló y yano se vio nada.

Fue un espectáculo extraordinario y digno de verse. Nosotros no pronunciamosuna sola palabra, sino que permanecimos sentados llenos de asombro, como en unsueño, y parpadeando; por último, Seppi se levantó y exclamó suspirandodolorosamente:

—Me imagino que nada de cuanto hemos visto ha ocurrido en realidad.Nicolás suspiró y dijo más o menos lo mismo.Yo me sentí desdichado oyéndoles hablar de ese modo, porque expresaban el

mismo frío temor que yo tenía en mi alma. En ese momento vimos al pobre padrePedro, que regresaba caminando lentamente con la cabeza inclinada, como buscandoalgo sobre el suelo. Cuando se encontró ya muy cerca de nosotros, alzó la vista, nosvio y dijo:

—¿Hace mucho que estáis aquí, muchachos?—Nada más que un ratito, padre.—Pues entonces habréis llegado después de pasar yo, y quizá podáis ayudarme.

¿Vinisteis acaso por ese mismo sendero?—Sí, padre.—Perfectamente. También yo vine por este mismo sendero. He perdido mi bolsa.

No contenía gran cosa, pero para mí es mucho, aún siendo poco, porque en la bolsaestaba cuanto yo poseía. Me imagino que vosotros no la habéis visto, ¿verdad?

—No padre, pero le ayudaremos a usted a buscarla.—Eso era lo que yo iba a pediros. ¡Pero cómo, aquí está!Nosotros no la habíamos visto; sin embargo, allí estaba, en el sitio mismo que

Satanás había ocupado cuando empezó a disolverse, si en efecto se disolvió y no fuetodo pura ilusión. El padre Pedro la recogió y dio muestras de hallarse muysorprendido.

—La bolsa es la mía —dijo—, pero no su contenido. Esta bolsa está abultada; lamía estaba flaca; la mía era ligera; ésta pesa mucho.

La abrió; se hallaba atiborrada, hasta no poder más, de monedas de oro. El padrenos permitió mirarla hasta hartarnos; desde luego que miramos, porque jamáshabíamos visto hasta entonces tantas monedas juntas. Nuestras bocas se abrieron a untiempo para decir:

«¡Esto lo hizo Satanás!». Pero no salieron de ellas palabra alguna.

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Estaba visto que no podíamos hablar lo que Satanás no quería que hablásemos; élmismo nos lo había dicho.

—¿Sois vosotros quienes habéis hecho esto, muchachos?No pudimos menos de echarnos a reír; y él mismo se rió cuando pensó en lo

disparatado de aquella pregunta.—¿Quién estuvo aquí?Nuestras bocas se abrieron para contestar, y abiertas permanecieron un momento,

porque si decíamos que nadie mentiríamos, pero tampoco se nos ocurría la palabraexacta; entonces yo pensé en la que resultaría verdadera, y la dije:

—Aquí no estuvo ningún ser humano.—Eso es —dijeron los demás, y dejaron que sus bocas se cerrasen.—Eso no es así —dijo el padre Pedro y nos miró con gran severidad—. Yo pasé

por aquí hace un rato y en este lugar no había nadie, pero eso nada significa; alguienha estado aquí después. Yo no quiero decir que la persona en cuestión haya pasadopor este lugar antes que vosotros llegaseis, y tampoco quiero decir que vosotros lahayáis visto; pero sé que alguien ha pasado. Decidme, por vuestro honor: ¿no visteis anadie?

—No vimos a ningún ser humano.—Eso basta; tengo la seguridad de que me estáis diciendo la verdad.Empezó a contar el dinero sobre la senda, y nosotros puestos de rodillas le

ayudamos ansiosamente a colocar las monedas en pequeños montones.—¡Hay mil ciento y pico de ducados! —exclamó—. ¡Válgame Dios, si fuesen

míos, con la muchísima falta que me hacen!Su voz se quebró y le temblaron los labios.—¡Son vuestros, señor, vuestros hasta el último maravedí! —gritamos todos a

una.—No, no son míos. Míos son únicamente cuatro ducados; los demás…El hombre cayó en una especia de ensueño, y acariciando en sus manos algunas de

las monedas se olvidó del lugar en que estaba; se hallaba sentado sobre sus talones ytenía su vieja cabeza blanca descubierta. ¡Qué pena daba verle! Por fin se despertó ydijo:

—No, no son míos. Yo no me explico como puede haber ocurrido esto. Quizáalgún enemigo. Con seguridad se trata de alguna trampa que me tienden.

Nicolás dijo:

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—Padre Pedro, usted no tiene en la aldea (ni tampoco Margarita) ningúnverdadero enemigo, fuera del astrólogo. Y ninguno de los que quizá os tenga entreojos es siquiera lo suficientemente rico para arriesgar mil cien ducados con objeto dehaceros una mala jugada.

Decidme si tengo o no tengo razón en lo que digo.El padre Pedro no supo responder a ese argumento, y se sintió reconfortado.—Pero fijaos que en todo caso ese dinero no es mío, no es mío.Lo dijo con expresión de deseo, como persona que no lamentaría, sino que se

alegraría, de que cualquiera le contradijese.—Es de usted, padre Pedro, y nosotros somos testigos. ¿Verdad que lo somos,

muchachos?—Sí, los somos, y además lo sostendremos.—Benditos sean vuestros corazones. Casi me habéis convencido; sí, me habéis

convencido. ¡Con un centenar y pico de ducados me bastaría! Mi casa está hipotecadapor esa suma y si no pagamos mañana esa cantidad, no tendremos cobijo paranuestras cabezas. Y yo solo dispongo de esos cuatro ducados…

—Son vuestros, todos los que hay en la bolsa hasta el último ardite, y estáisobligado a quedaros con ellos. Nosotros respondemos que todo ha ocurridohonradamente. ¿Verdad que sí, Teodoro? ¿Verdad que sí, Seppi?

Nosotros contestamos que sí y Nicolás atiborró de nuevo la vieja bolsa con lasmonedas y obligó a su propietario a tomarlas. Entonces nos dijo que dispondría dedoscientos de aquellos ducados, porque su casa constituía garantía suficiente de esacantidad y que el resto del dinero lo colocaría a interés, hasta que apareciese elverdadero propietario; y que nosotros, por nuestra parte, tendríamos que firmarle undocumento en el que constase cómo había llegado el dinero a su poder. Esedocumento lo mostraría él a la gente de la aldea, como prueba de que no había salidoél de sus dificultades por ningún medio deshonroso.

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Capítulo IV

Al día siguiente, cuando el padre Pedro pagó a Salomón Isaacs su deuda en oro, ydejó en sus manos, a interés, el resto del dinero, aquel hecho dio lugar a inmensoscomentarios. También se observó un cambio simpático: fueron muchos los queacudieron a su casa a presentarle sus felicitaciones, y cierto número de amigos que sehabían enfriado en su trato, volvieron a mostrarse cariñosos y afectuosos; para colmode todo, Margarita fue invitada a una reunión.

Y todo sin el menor misterio. El padre Pedro lo refirió tal y como había ocurrido,agregando que no se lo explicaba, aunque hasta donde se le alcanzaba a él, era obra dela mano de la Providencia.

Hubo una o dos personas que movieron la cabeza y dijeron en privado queaquello parecía más bien obra de Satanás; ciertamente que para tratarse de gentes tanignorantes, era aquel un barrunto sorprendentemente exacto. Hubo algunos quemerodearon a nuestro alrededor huroneando astutamente, e intentando conadulaciones que nosotros, los muchachos, hablásemos y «dijésemos toda la verdad»;nos prometieron que no se lo contarían a nadie, y que sólo querían saberla para supropia satisfacción, porque todo aquel asunto resultaba extraordinariamente raro.Llegaron incluso a querer comprar el secreto, pagándonos con dinero; si hubiésemospodido, habríamos inventado algo que viniese bien al caso, pero no podíamos; noteníamos habilidad para tanto, y no tuvimos más remedio que dejar pasar aquellaoportunidad, lo que fue una verdadera lástima.

No nos costó trabajo ir y venir con aquel secreto encima; pero el otro, el grande, elmagnífico, nos quemaba las mismas entrañas, porque ardía por salir fuera, y nosotrosardíamos por dejarlo salir, y asombrar con él a las gentes. Pero no tuvimos másremedio que guardarlo; a decir verdad, él se guardó a sí mismo. Satanás lo dijo, y asífue. Nosotros salíamos todos los días de la aldea y nos metíamos en los bosques parapoder hablar acerca de Satanás; a decir verdad, no pensábamos en otra cosa, ni de otracosa nos preocupábamos; día y noche estábamos de Satanás, con la esperanza de queviniera, y a medida que pasaba el tiempo más nos impacientábamos. Ya no sentíamosningún interés por la compañía de los otros muchachos y no participábamos en susjuegos y empresas. Después de ver a Satanás, nos parecían demasiado domesticados;después de las aventuras de Satanás en la antigüedad y en las constelaciones, despuésde sus milagros, de su disolverse y explotar, etc., las cosas de los muchachosresultaban insignificantes y vulgares.

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Durante el primer día estuvimos llenos de ansiedad por una cosa, y a cadamomento, con uno u otros pretextos, nos presentamos en la casa del padre Pedro paraseguir la huella de esa preocupación. Esta se refería a las monedas de oro; temíamosque en cualquier momento se deshiciese y se convirtiese en polvo, igual que lasmonedas de los cuentos de hadas. Si ocurría eso… Pero no ocurrió.

Nadie se había quejado de nada al terminar el primer día; de modo, pues, que, envista de aquella prueba, quedamos convencidos de que se trataba de oro auténtico, ydesapareció esa ansiedad de nuestras almas.

Una pregunta deseábamos hacer al padre Pedro, y por último, un poco recelosos,y después de sacar a suertes con unas pajas, fuimos a verlo; yo le pregunté todo lo aldesgaire que me fue posible, a pesar de que mis palabras no sonaron tan de casualidadcomo yo habría querido, porque no supe cómo hacerlo:

—¿Qué es el sentido moral, señor?El padre Pedro miró sorprendido por encima de los cristales de sus gafas

voluminosas y dijo:—Sentido moral es la facultad que nos capacita para distinguir el bien del mal.Aquello ya era una luz, pero no un resplandor, y yo me sentí algo defraudado, y

también, hasta cierto punto, lleno de embarazo. El padre Pedro estaba esperando queyo siguiese adelante, y por eso, no teniendo nada más que decir, pregunté:

—¿Y tiene algún valor?—¿Que si tiene valor? ¡Válgame Dios, mocito! El sentido moral es lo único que

eleva al hombre por encima de las bestias que perecen y lo hace heredero de lainmortalidad.

Estas palabras no me sugirieron ninguna otra pregunta que hacer; salí, pues, de allícon los otros muchachos, y nos alejamos con esa sensación indefinida que todoshemos experimentado con frecuencia de encontrarnos llenos, pero no saciados. Losotros muchachos hubieran querido que yo me explicase, pero me hallaba fatigado.

Para salir de la casa cruzamos por la sala, y allí se encontraba Margarita enseñandoa María Lueger a tocar la espineta. De modo, pues, que ya había vuelto una de lasalumnas que antes la abandonaron; una alumna que era, además, influyente; luego laseguirían las demás. Margarita se puso en pie de un salto y corrió a darnos otra vez lasgracias, con lágrimas en los ojos —y ya era la tercera vez— por haberlos salvado aella y a su tío de que los pusiesen en la calle; nosotros le repetimos que aquello no eraobra nuestra; pero ésa era la manera de proceder Margarita; jamás se cansaba de las

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gracias por cualquier cosa que uno hacía en su favor; la dejamos pues, que hablase agusto suyo.

Cuando cruzábamos por el jardín nos encontramos a Guillermo Meidling sentadoy esperando, porque se acercaba el crepúsculo y quería pedir a Margarita que saliese apasear en su compañía por la orilla del río cuando terminase la lección. Era Guillermoun abogado joven, que comenzaba a prosperar y se abría camino poco a poco. Legustaba mucho Margarita, y él a ella. No se había retirado como los demás, sino quedurante todo aquel tiempo había defendido su terreno. Margarita y su tío habíantenido muy presente aquella lealtad. El joven no era precisamente un talento, pero síun buen mozo y bondadoso, cosas ambas que son por sí mismas una especie detalento y que ayudan en la vida. Nos preguntó qué tal marchaba la lección, y nosotrosle contestamos que estaba a punto de finalizar.

Quizá era cierto lo que decíamos, aunque lo dijimos al buen tuntún, creyendoagradarle con ello, como, en efecto, le agradó, sin que a nosotros nos costase nada.

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Capítulo V

Al cuarto día llegó el astrólogo procedente de su vieja torre ruinosa del fondo delvalle, donde, según yo creo, supo la noticia.

Conversó en secreto con nosotros, y le dijimos lo que pudimos decirle, porquenos inspiraba gran terror. El hombre se quedó un rato meditando y meditando parasus adentros; luego preguntó:

—¿Cuántos ducados visteis vosotros?—Mil ciento siete, señor.Entonces él, como si estuviera hablando consigo mismo, dijo:—¡Qué cosa más curiosa! Sí, es una cosa por demás curiosa. Una coincidencia

rara.Acto seguido comenzó a hacernos preguntas sobre todo lo que ya habíamos

hablado, y nosotros le contestamos. De pronto dijo:—Mil ciento seis ducados. Es una fuerte suma.—Siete-dijo Seppi, rectificándole. —¿Siete, decís? Desde luego que un ducado

más o menos no tiene importancia; pero antes dijisteis mil ciento seis.Nosotros no podíamos contestar sin peligro que se equivocaba, pero estábamos

seguros de ello. Nicolás dijo:—Perdónenos usted el error, pero quisimos decir siete.—No tiene importancia mocito; lo dije nada más que para que supieseis que yo me

había fijado en esa diferencia. Han pasado varios días y no es de esperar que osacordéis con exactitud. Esas inexactitudes pueden darse fácilmente cuando no existeningún detalle especial que ayude a grabar en la memoria la cuenta del dinero.

—Pero lo hubo, señor —dijo Seppi ansiosamente.—¿Cuál fue, hijo mío? —preguntó el astrólogo, simulando no darle importancia.—En primer lugar, todos nosotros contamos los montones de dinero, uno después

de otro, y todos coincidimos en la misma cantidad: mil ciento seis. Pero yo, porbroma, había dejado caer un ducado al empezar el recuento, y cuando terminó, lovolví a colocar con los demás, y dije: «Creo que nos hemos equivocado. Son milciento siete; volvamos a contarlos». Así lo hicimos, y, desde luego, yo estaba en locierto. Los demás se quedaron asombrados; entonces les dije lo que yo había hecho.

El astrólogo nos preguntó si era cierto, y le dijimos que sí.—Eso deja decidida la cuestión —dijo—. Ya conozco ahora al ladrón. Mocitos,

aquel dinero había sido robado.

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Acto continuo se marchó de allí, dejándonos muy turbados, y preguntándonos quésignificaría aquello. Lo supimos alrededor de una hora después; para entonces habíacorrido ya por toda la aldea la noticia de que el padre Pedro había sido encarceladopor robar al astrólogo una gran suma de dinero. Todas las lenguas andaban sueltas yactivas. Aseguraban muchos que un acto semejante no correspondía al carácter delpadre Pedro y que, con seguridad, se trataba de un error; pero los demás movían a unlado y otro las cabezas diciendo que la miseria y la necesidad eran capaces de arrastrara un hombre a casi cualquier cosa. Sobre un detalle no existían diferencias; conveníantodos en que el relato que había hecho el padre Pedro de la manera como el dinerohabía llegado a sus manos era completamente increíble; aquello resultaba imposible detoda imposibilidad. Encontrar dinero de aquella manera era cosa que podía ocurrirle alastrólogo, ¡pero jamás al padre Pedro!

Nuestro crédito empezó ahora a padecer. Éramos los únicos testigos del padrePedro. ¿Cuánto nos habría pagado, probablemente, para que respaldásemos sufantástica invención? La gente nos interpelaba de ese modo con toda libertad ydespreocupación, y cuando nosotros les decíamos que nos creyesen que sólohabíamos contado la verdad, nos dirigían toda clase de burlas. Quienes peor nostrataban eran nuestros padres. Decían éstos que estábamos deshonrando a nuestrasfamilias; nos ordenaban que nos purgásemos de nuestra mentira, y cuando nosotrosinsistíamos en que habíamos dicho la verdad, su irritación no conocía límites.Nuestras madres nos abrazaban llorando y nos suplicaban que devolviésemos eldinero del soborno, para recuperar el honor de nuestro nombre y salvar a nuestrasfamilias de la vergüenza, dando la cara y confesando honradamente. Por último,llegamos a sentirnos tan aburridos y acosados, que intentamos referirlo todo,incluyendo a Satanás y sus cosas; pero no, nos salían las palabras. Durante todo aqueltiempo nosotros esperábamos anhelábamos que viniese Satanás nos ayudase a salir denuestros apuros; pero por ninguna parte se advertía señal alguna de él.

Una hora después que el astrólogo habló con nosotros, el padre Pedro se hallabareducido a prisión, y dinero el lacrado y en manos de los funcionarios de la ley. Eldinero estaba dentro de un talego, y Salomón Isaacs dijo que él no lo había tocadodesde que lo contó; se le hizo jurar que se trataba del mismo dinero, que el totalascendía a mil ciento siete ducados. El padre Pedro reclamó que le juzgase un tribunaleclesiástico; pero el otro sacerdote de la aldea, el padre Adolfo, dijo que el tribunaleclesiástico no ejercía jurisdicción sobre los sacerdotes suspendidos. El obispo

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respaldó su opinión. Con ello quedó definitivamente resuelto que et caso sería vistoante un tribunal civil. El tribunal tardaría algún tiempo en reunirse. GuillermoMeidling defendería al padre Pedro, poniendo todo cuanto estaba de su parte; peronos dijo en secreto que las perspectivas eran malas porque de parte suya el casoresaltaba débil, y porque todo el poder y los prejuicios estaban de la parte contraria.

La nueva felicidad de Margarita murió de muerte rápida. Ningún amigo acudió acondolerse con ella, y a ninguno ella esperó; una carta sin firma dio por nula lainvitación a la fiesta. Ya no se presentarían alumnas a recibir lecciones. ¿Cómo iba ellaa pagarse el sustento? Podía permanecer en la casa, porque la hipoteca había sidolevantada, aunque quien de momento tenía el dinero en la mano era el Gobierno, y noel pobre Salomón Isaacs. La vieja Úrsula, cocinera, doncella, ama de llaves, lavanderay todo cuanto había que ser para el padre Pedro, además de haber sido antaño laniñera de Margarita, dijo que Dios proveería. Pero lo dijo como producto de unacostumbre, porque era una buena cristiana. Desde luego, ella se proponía colaborar enesa provisión, si hallaba manera de hacerlo.

Nosotros, los muchachos, hubiéramos querido ir a visitar a Margarita,demostrándole la amistad que sentíamos hacia ella; pero nuestros padres temíanofender a la comunidad y no nos lo permitieron. El astrólogo iba de casa en casaexcitando a todos contra el padre Pedro, asegurando que era un ladrón perdido y quele había robado mil ciento siete ducados en oro. Aseguraba que por ese detalle tenía laseguridad de que el padre Pedro era el ladrón, pues correspondía exactamente a lacantidad que él había perdido y que el padre Pedro pretendía «haberse encontrado».

La tarde del cuarto día después de la catástrofe se presentó la vieja Úrsula ennuestra casa y pidió que le diesen algo que lavar, rogando a mi madre que guardase elsecreto, para no herir el orgullo de Margarita, porque si ésta lo descubría, se loprohibiría, a pesar de que a Margarita le faltaban alimentos y empezaba a debilitarse.

También Úrsula llevaba ese camino, y lo dio a entender; comió todo cuanto se leofreció, de la misma manera que una persona hambrienta. Pero no hubo modo deconvencerla de que llevase a casa algunos alimentos, porque Margarita no comeríanada de caridad. Se llevó algunas ropas al río para lavarlas, pero desde la ventanapudimos ver que no tenía fuerza bastante para manejar el palo; en vista en hicimosvolver y le ofrecimos, dinerillo, que ella se resistía aceptar por miedo a que Margaritasospechase algo; por último, lo aceptó, diciendo que le diría que lo había encontradoen la carretera.

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Para que no fuese mentira y no se condenase su alma, hizo que yo lo dejase caeren la carretera mientras ella miraba; acto continuo pasó par cerca del dinero, loencontró, lanzó exclamaciones de sorpresa y de gozo, lo recogió y se alejó de allí.Úrsula, al igual que todo el resto de la aldea, era capaz de soltar con bastante rapidezmentiras corrientes, sin tomar precaución alguna por ellas contra el fuego y el azufre;pero ésta era una mentira de nueva clase, y presentaba un aspecto peligroso, porqueaquella mujer carecía de práctica. Si hubiese practicado una semana, ya no hubierapasado ningún apuro.

Así es como estamos hechos.Yo me veía lleno de turbación, porque, ¿cómo iba a vivir Margarita? No era

posible que Úrsula encontrase todos los días una moneda en la carretera; quizá ni aunsiquiera podría repetir el hallazgo. Me sentía, además, avergonzado por no habermeacercado a Margarita, ahora que tan necesitada estaba de amigos; pero en eso eran mispadres quienes tenían la culpa y no yo, y no podía evitarlo.

Caminaba yo por el sendero muy descorazonado, cuando me sentí penetrado deuna sensación reconfortante, alegre y cosquilleante, igual que un burbujeo, y tanalegre, que no es posible explicarlo con palabras, porque comprendí por esa señal queSatanás estaba cerca. Ya antes lo había observado. Un instante después lo tenía junto amí, y yo le contaba todas mis dificultades y lo que había ocurrido a Margarita y a sutío. Mientras hablábamos, doblamos un recodo y vi a la vieja Úrsula descansando a lasombra de un árbol; tenía sobre el regazo una gatita flaca y vagabunda, a la queacariciaba. Le pregunté de dónde la había sacado, y ella contestó que había salido delos bosques y seguido tras ella; dijo que probablemente no tenía madre ni amigos, yque iba a llevársela a casa para cuidarla. Satanás le dijo:

—Tengo entendido que es usted muy pobre. ¿Por qué agrega usted otra boca mása la que mantener? ¿Por qué no se lo da a alguna persona rica?

Úrsula corcoveó al oír aquello y dijo:—Quizá le agradaría a usted el quedarse con el animal.Seguramente que es usted rico, a juzgar por la finura de sus ropas y por sus aires

de distinción.Luego oliscó burlona y dijo:—¡Dárselo a los ricos; vaya una ocurrencia! Los ricos no se preocupan de nadie

sino de sí mismos; únicamente los pobres se compadecen de los pobres y los ayudan.Los pobres y Dios. Dios proveerá a las necesidades de este gatito.

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—¿En qué se funda usted para creerlo?Los ojos de Úrsula centellearon de ira:—¡Porque lo sé! —dijo—. Ni un gorrión cae al suelo sin que Él lo vea.—Bien, pero cae. ¿Qué se adelanta con verlo caer?Las mandíbulas de la vieja Úrsula se movieron; pero se hallaba tan horrorizada,

que no pudo, de momento, encontrar nada que decir. Cuando al fin logró dominar sulengua, bramó:

—¡Lárguese de aquí a sus asuntos, cachorrillo, o le tentaré las costillas con ungarrote!

Yo no podía hablar de tan asustado como estaba. Sabía que, de acuerdo con susideas acerca de la raza humana, le parecería a Satanás cosa sin importancia el dejarlaallí muerta de golpe, porque «quedaban muchas más»; pero mi lengua no se movió;me fue imposible hacerle ninguna advertencia. Nada ocurrió, sin embargo, Satanáspermaneció tranquilo; indiferente. Supongo que era tan imposible que Úrsula loinsultase a como es imposible que el rey se vea insultado por un escarabajo pelotero.Al pronunciar sus últimas palabras la anciana se puso en pie de un salto, y lo hizo contanta soltura como si fuese una muchacha joven. Muchos años habían transcurridodesde la última vez que había realizado otra hazaña como aquélla. Era la influencia, deSatanás; éste, dondequiera que se presentaba, era como una brisa refrescante para losdébiles y los enfermos. Su presencia afectó incluso a la gatita flaca, que saltó al sueloy comenzó a perseguir a una hoja. Aquello sorprendió a Úrsula; se quedó mirando alanimal y asintió con la cabeza maravillada, olvidándose de su arrebato anterior.

—Pero ¿qué le ha pasado a este animal? —exclamó—. Hace un rato apenas sipodía caminar.

—Usted no vio nunca una gatita de esa raza —dijo Satanás.Úrsula no tenía intención de mostrarse amiga con el burlón forastero; lo miró con

aspereza y le replicó:—¿Quién le ha pedido a usted que venga aquí a molestarme?, quisiera yo saber.

¿Y de dónde le consta a usted lo que yo he visto o no he visto?—Usted no ha visto nunca una gatita que tuviera la raspa de pelos de la lengua

apuntando hacia adelante ¿verdad que no?—No, ni usted tampoco.—Pues bien, examine a ese gato y fíjese bien.Úrsula se había vuelto bastante ágil, pero la gatita más aún; no le fue posible

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echarle mano, y tuvo que renunciar al empeño.Entonces Satanás le dijo:—Llámela usted con un nombre, que quizá acuda.Úrsula ensayó varios nombres; pero el animal no dio señales de interés—Llámela usted Inés. Inténtelo.El animalito se dio por enterado y se acercó. Úrsula le miró la lengua y dijo:—¡Por vida mía, que es cierto! Nunca hasta ahora había yo visto un gato de esta

clase. ¿Es de usted?—No. —¿Cómo, pues, sabe usted con tanta exactitud su nombre?—Porque a todas las gatas de esa raza se las llama Inés; no responden a ningún

otro.Aquello impresionó a Úrsula.—¡Qué cosa más extraordinaria! —luego se cubrió su cara de una sombra de

turbación; se habían despertado sus supersticiones, y dejó al animalito en el suelo muya contra voluntad, diciendo—: Me imagino que tendré que dejarlo marchar; no es queme asuste, no; no es eso exactamente, aunque el cura…; la verdad, he oído decir a lagente, a mucha gente… Además, el animal está ya perfectamente y puede buscarse lavida —suspiró y se volvió para marcharse, murmurando—: Sin embargo, es muylinda; me habría servido de muy buena compañía, y la casa, en estos momentos deturbación, está muy triste y solitaria, con la señorita Margarita, tan afligida, convertidaen una sombra de sí misma, y el anciano amo encerrado en la cárcel.

—Parece una lástima no guardarla —dijo Satanás.Úrsula se volvió rápidamente, como si estuviera esperando que alguien la

animase.—¿Por qué? —preguntó ansiosamente.—Porque esta raza trae buena suerte. —¿Ah, sí? ¿Es eso cierto? ¿Usted, joven,

sabe que eso es verdad? ¿De qué manera trae buena suerte?—Por lo menos, trae dinero.Úrsula pareció desilusionada.—¿Dinero? ¿Un gato va a traer dinero? ¡Vaya una ocurrencia!Aquí no habría modo de venderla; la gente de aquí no compra gatos; cuesta

incluso trabajo el que los acepten regalados.Se dio media vuelta para marcharse.—No me refiero a venderlo. Me refiero a que produzca ingresos.

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Esta clase de gatos recibe el nombre de Gatos de la Buena Suerte. El propietario delos mismos encuentra todas las mañanas en su bolsillo cuatro moneditas de plata.

Vi asomar la indignación a la cara de la anciana. Se consideró insultada. Aquelmuchacho se estaba burlando de ella. Eso le pareció.

Se metió las manos en los bolsillos y se irguió para soltarle una fresca. El genio sele había revuelto y estaba irritada. Abrió la boca y pronunció tres palabras de unafrase agresiva; pero se calló en el acto, y la expresión de ira de su rostro se convirtióen sorpresa, asombro, temor o algo por el estilo; sacó lentamente las manos de losbolsillos, las abrió y las mantuvo en esa actitud. En una de ellas llevaba la moneditamía y en la otra veíanse cuatro moneditas de plata. Permaneció unos momentosmirándolas atónita, quizá temiendo que las moneditas de plata se evaporasen, y luegoclamó con fervor:

—¡Es cierto, es cierto, y yo estoy avergonzada, y pido perdón, oh amo querido ybienhechor mío!

Se abalanzó hacia Satanás y le besó la mano una y otra vez, según es costumbre enAustria.

Allá en su corazón creía probablemente que se trataba de una gata bruja, agentedel demonio; no importaba; eso le daba una certeza mayor de que cumpliría sucometido suministrando diariamente un buen pasar para la familia, porque en asuntosde finanzas hasta los más beatos de nuestros campesinos confían más en un arreglocon el diablo que con un arcángel. Úrsula marchó para su casa llevando en brazos aInés, y yo deseé interiormente gozar del privilegio de visitar a Margarita.

De pronto contuve la respiración, porque estábamos allí.Estábamos en la sala, y Margarita nos miraba atónita. Se hallaba débil y pálida;

pero yo estaba seguro de que semejante estado no duraría hallándose dentro de laatmósfera de Satanás, como así resultó. Yo presenté a Satanás —es decir, a FelipeTraum— y tomamos asiento y conversamos. Conversamos sin cortedad. En nuestraaldea éramos gentes sencillas, y cuando un forastero resultaba persona agradable, nosamistábamos pronto con él.

Margarita nos preguntó cómo había sido el entrar sin que ella nos oyese, Traumdijo que la puerta se encontraba abierta y que nosotros habíamos entrado,permaneciendo a la espera hasta que ella saliese a recibirnos. Esto no era cierto; lapuerta no se encontraba abierta; nosotros habíamos entrado a través de la pared o deltejado, bajando por la chimenea, o yo no sé cómo; no importa; lo que Satanás deseaba

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que creyese una persona, era seguro que esa persona había de creerlo; de modo, pues,que Margarita quedó completamente satisfecha con esa explicación. En todo caso,Traum acaparaba ya la parte principal de su alma; no podía apartar de él los ojos, detan hermoso como lo encontraba. Eso me halagó, haciéndome sentirme orgulloso.Esperé que Satanás mostrase algunas de sus habilidades, pero no lo hizo. Su únicointerés pareció consistir en mostrarse amigo y en decir mentiras. Contó que erahuérfano. Esto hizo que Margarita se compadeciese de él. Se le cuajaron los ojos delágrimas. Contó que no había conocido a su mamá; que ésta había fallecido cuando élera un bebé; aseguró que la salud de su papá estaba muy quebrantada, y que no teníariqueza alguna —por lo menos, ninguna riqueza que tuviese valor en la tierra—; peroque sí tenía allá en los trópicos un tío establecido con negocios, y que éste seencontraba en muy buena posición, disfrutando de un monopolio; en fin, que era estetío el que proveía a sus necesidades. La simple mención de un tío bondadoso bastópara recordarle a Margarita el suyo, y los ojos se llenaron otra vez de lágrimas.Manifestó la esperanza de que ambos tíos llegaran algún día a conocerse. Yo meestremecí al oírla. Felipe dijo que él también lo esperaba, y eso me dio otro escalofrío.

—Quizá lleguen a conocerse —dijo Margarita—. ¿Viaja mucho el tío de usted?—Oh, sí; viaja por todas partes; tiene negocios en todos los lugares.Siguieron charlando de ese modo, y la pobre Margarita se olvidó por lo menos

durante un rato de sus pesares. Fue aquélla probablemente la única hora alegre ysatisfecha de que había gozado últimamente. Vi que Felipe le gustaba, tal como yosabía de antemano. Cuando él le contó que estaba estudiando para el sacerdocio, pudever que ella le quería más que nunca. Y cuando él le prometió que conseguiría que ladejaran pasar al interior de la cárcel para ver a su tío, aquello fue el coronamiento detodo. Dijo que entregaría a los guardianes un regalito, y que ella debería ir siempredespués de oscurecido y que no debía decir nada, «siempre enseñar este papel y pasaradelante, y volver a enseñarlo cuando saliese». Al decirlo, garrapateó en el papel unossignos extraños y se lo entregó a la joven; ésta se mostró agradecidísima, y ya hubieraquerido febrilmente que el sol se escondiese, porque antaño, en aquellos tiemposcrueles, no se permitía que los presos recibiesen la visita de sus amigos, y enocasiones permanecían muchos años encerrados sin ver jamás un rostro amistoso. Mepareció que las señales escritas en el papel eran un encantamiento y que los guardianesno sabrían lo que se hacían ni volverían nunca a recordarlo. Y, en efecto, eso fue loque ocurrió. En ése instante asomó Úrsula a la puerta y dijo:

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—Señorita, la cena está preparada.Entonces nos vio y se pintó en su cara el temor; me hizo señal de que me acercase

a ella; yo me acerqué, y me preguntó si le habíamos dicho algo acerca de la gata. Lecontesté que no, y eso le produjo alivio y me suplicó que nada dijese, porque si laseñorita Margarita se enteraba, creería que se trataba de un animal diabólico ymandaría venir a un sacerdote que lo purificase de sus actuales cualidades y entoncesya no produciría utilidad alguna. Le aseguré que nada diría, y ella se quedó satisfecha.

Empecé a despedirme de Margarita; pero Satanás me interrumpió y dijo con grancortesía… Bueno; no recuerdo las palabras exactas, pero en todo caso lo que él hizofue darse por invitado y darme también a mí por invitado para la cena. Como esnatural, Margarita se sintió llena de angustia, porque no tenía razones para suponerque hubiese en casa ni la mitad de los alimentos necesarios para dar de comer a unpájaro enfermo. Úrsula oyó lo que decía y entró directamente en la habitación, muypoco satisfecha. Al principio se quedó asombrada viendo el aspecto de lozanía y elcolor sonrosado de Margarita, y así lo manifestó; luego habló en su idioma nativo, queera el de Bohemia, y dijo, según supe después:

—Señorita, despedidlo; no tenemos bastante comida en casa.Antes que Margarita pudiera hablar, tomo Satanás la palabra y contestó a Úrsula

en el idioma de ésta, lo que constituyó para ella y para su señorita una sorpresa. Loque dijo fue:

—¿No la vi yo a usted hace un rato en la carretera?—En efecto, señor.—Eso me agrada; ya veo que usted me ha recordado —se adelantó hacia ella y le

cuchicheó al oído—: Ya le dije que es una gata de la buena suerte. No pase ustedapuros; ella proveerá.

Estas palabras borraron de la pizarra de los sentimientos de Úrsula toda clase depreocupaciones y en sus ojos brilló una alegría profunda de tipo financiero. El valorde la gata aumentaba. Había llegado el momento de que Margarita se diese de algunamanera por enterada de la invitación de Satanás, y lo hizo de la mejor manera, de lamanera honrada que era natural en ella. Aseguró que era poco lo que tenía queofrecer, pero que si queríamos compartirlo con ella, nos daba la bienvenida.

Cenamos en la cocina, y Úrsula sirvió a la mesa. Había en la sartén un pescadopequeño, bien frito, moreno y apetitoso; pudimos ver que Margarita no esperabadisponer de un alimento tan respetable como aquél. Úrsula lo sirvió y Margarita lo

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repartió entre Satanás y yo, rehusando servirse ella; empezaba a decir que no leapetecía ese día el pescado, pero no acabó la frase. Y no la acabó porque vio quehabía aparecido en la sartén otro pescado. Se mostró sorprendida, pero no dijo unapalabra. Probablemente pensó preguntar más tarde a Úrsula qué era aquello. Leesperaban otras sorpresas: carne, caza, vinos y frutas, cosas todas que no se habíanconocido durante los últimos tiempos en aquella casa; pero Margarita no dejó escaparexclamaciones y llegó incluso a no manifestar sorpresa, lo cual era, desde luego,efecto de la influencia de Satanás.

Este hablaba constantemente, atendía a todo e hizo que el tiempo transcurriese deuna manera agradable y alegre; aunque dijo una buena cantidad de mentiras, eso noresultaba malo en él, porque no pasaba de ser un ángel y no sabía cosa mejor. Losángeles no distinguen el bien del mal; yo lo sabía, porque recordaba lo que él habíadicho a ese respecto. Insistió en el lado bueno de Úrsula. Se la elogió a Margarita, deuna manera confidencial, pero hablando en voz lo bastante alta para que Úrsula leoyese. Dijo que era una muchacha excelente y que esperaba poder algún día juntarlosa ella y a su propio tío.

Úrsula no tardó en empezar a hacer remilgos y a sonreírse bobaliconamente deuna manera ridícula, haciéndose la jovenzuela, planchando con la mano su vestido ycontoneándose lo mismo que una vieja gallina loca, simulando en todo ese tiempo queno oía lo que Satanás estaba diciendo. Yo me sentí avergonzado, porque de esamanera nos presentaba tal cual Satanás pensaba de nosotros, es decir, que somos unaraza idiota y trivial. Satanás dijo que su tío daba muchas fiestas, y que si tuviese unamujer inteligente para presidirlas, duplicaría con ello los atractivos de su casa.

—Pero el tío de usted es un caballero, ¿no es cierto? —preguntó Margarita.—Sí —dijo Satanás sin darle importancia—; hay quienes incluso, y por puro

cumplido, lo tratan de príncipe; pero él no tiene nada de exclusivista; para él sóloexiste el mérito personal, y nada significa el rango.

Yo tenía la mano colgando a un lado de mi silla; se me acercó Inés y me lamió; esaacción sirvió para revelar un secreto. Sentí impulsos de decir: «Todo ha sido un error;ésta es una gata corriente y moliente; los pelillos de su lengua tienen la punta haciadentro, no hacia fuera». Pero no me salieron las palabras, porque no podían salirme.Satanás me miró sonriente y yo comprendí.

Llegada la noche, Margarita puso alimentos, vino y frutas en un cestillo y corrió ala cárcel, mientras Satanás y yo íbamos camino de casa. Yo iba pensando para mis

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adentros que me gustaría ver cómo era la cárcel por dentro; Satanás oyó esepensamiento mío, y un instante después nos encontrábamos dentro de la cárcel.Satanás me dijo que aquélla era la cámara de los tormentos. Allí estaba el potro, y allíse veían otros instrumentos de tortura; también colgando de las paredes un par delinternas humeantes, que contribuían a dar al lugar un aspecto tenebroso y terrible.Veíanse allí algunas personas —los verdugos—; pero como nadie se fijó en nosotros,comprendí que éramos invisibles. Atado al potro estaba un joven; Satanás dijo que sesospechaba que era un hereje, y los verdugos se preparaban a averiguarlo.Conminaron al hombre a que confesase la verdad de la acusación, y él dijo que nopodía hacerlo porque no era verdad. En vista de ello procedieron a meterle pequeñasastillas por debajo de las uñas y lanzó alaridos de dolor. Satanás no dio muestras deturbación; pero yo no pude resistirlo y hubo necesidad de sacarme rápidamente de allí.Estaba débil y mareado; pero el aire fresco me reavivó, y caminamos hacia mi casa. Yodije que aquello era una brutalidad.

—No; eso es una cosa propia de hombres. No debes ofender a los brutosaplicándoles malamente la palabra brutalidad, porque no se lo merecen —siguióexpresándose en ese tono—. Así es vuestra raza miserable. No hace otra cosa quementir, jactándose siempre de virtudes de que carece y negándoselas a los animales detipo más elevado, que son los que, en efecto, las poseen. Ningún bruto comete jamásuna crueldad. La crueldad es monopolio de quienes poseen el sentido moral. Cuandoun bruto inflige un dolor, lo hace de un modo inocente, no comete una mala acción;para el bruto no existe el mal.

Y tampoco inflige dolor por el puro gusto de infligirlo. Eso lo hace únicamente elhombre, ¡inspirado por ese ruin sentido moral suyo! La función de este sentidoconsiste en distinguir entre el bien y el mal, con libertad de elegir entre los dos paraactuar. ¿Qué ventaja puede producir eso? El hombre se pasa la vida eligiendo, y ennueve de cada diez casos opta por el mal. No debería existir el mal, y si no fuese porel sentido moral, no existiría. Pero, con todo eso, el hombre es una criatura tanirracional que no alcanza a darse cuenta de que el sentido moral lo rebaja hasta elplano inferior de los seres animados y constituye una facultad vergonzosa. ¿Te sientesya mejor? Pues entonces voy a mostrarte algo.

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Capítulo VI

Un instante después nos encontrábamos en una aldea de Francia. Cruzamos por unagran fábrica de no sé qué, en la que había hombres, mujeres y niños que trabajaban enmedio del calor, de la suciedad y de una nube de polvo, y estaban, además, vestidosde harapos y cargados de espaldas sobre su trabajo, porque estaban agotados yhambrientos, débiles y entontecidos. Satanás dijo:

—Aquí tienes un ejemplo del sentido moral. Los propietarios son ricos y muyreligiosos; pero el jornal que pagan a estos pobres hermanos y hermanas suyos alcanzaúnicamente para impedir que se caigan muertos de hambre. Las horas diarias detrabajo son catorce, invierno y verano, desde las seis de la mañana hasta las ocho de lanoche. Los niños pequeños, lo mismo que los demás. Y tienen además que ir y venirdesde las pocilgas en que viven (cuatro millas de ida y cuatro de vuelta), un año sí yotro también, por entre el barro y el fango, la nieve, la cellisca, la tormenta,diariamente.

Disponen de cuatro horas para dormir. Viven juntos, como una jauría de perros,tres familias en cada habitación, en medio de una suciedad y un hedor inimaginables;llega una epidemia y mueren como moscas. ¿Han cometido algún crimen estos seressarnosos? No. ¿Qué han hecho para verse castigados de ese modo? Nada en absoluto,salvo el haber nacido como individuos de vuestra estúpida raza. Has visto cómo tratanallí, en la cárcel, a un delincuente, y aquí ves como tratan a los inocentes y a loshonrados. ¿Hay lógica en esa raza tuya? ¿Salen mejor librados estos inocentesmalolientes que aquel hereje?

Desde luego que no; el castigo del hereje es una futesa comparado con el de losinocentes. Después que nosotros nos marchamos de la cárcel, lo descoyuntaron en elpotro y lo trituraron hasta dejarlo reducido a pedazos y a pulpa; ha muerto ya,liberándose así de vuestra inapreciable raza; pero estos pobres esclavos de aquí llevanaños muriéndose, y a algunos de ellos les quedan todavía años durante los cuales nopodrán huir de sus vidas. El sentido moral es el que enseña a los propietarios de lafábrica cuál es la diferencia entre el bien y el mal, y a la vista tienes el resultado. Secreen mejores que los perros. ¡Qué raza más falta de lógica y de razón la vuestra!¡Qué raza más ruin, sí, qué indeciblemente ruin!

Y a continuación, renunciando a hablar en serio, se excedió a sí mismo haciendomofa de nosotros, burlándose del orgullo que sentimos por nuestras hazañasguerreras, nuestros grandes héroes, nuestros hombres de fama imperecedera, nuestros

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reyes poderosos, nuestras aristocracias añejas, nuestra Historia venerable. Y se reía acarcajadas y carcajadas, hasta el punto de que yo me sentía enfermo de oírle;finalmente, se moderó un poco y dijo:

—Después de todo, la cosa no es completamente ridícula, está revestida de unaespecie de patetismo cuando uno recuerda qué escasos son los días de vuestras vidas,qué infantiles vuestras pompas, y que, en suma, no sois otra cosa que sombras.

De pronto, desaparecieron de mi vista todas las cosas, y yo me di cuenta de lo queaquello significaba. Un instante después nos paseábamos por nuestra aldea; a lo lejos,en dirección al río, vi centellear las luces del Ciervo de Oro. De pronto oí un gritogozoso en la oscuridad:

—¡Ya ha venido otra vez!Era Seppi Wohlmeyer. Había sentido que la sangre corría a saltos por sus venas y

que su ánimo se exaltaba de un modo que sólo podía significar una cosa; comprendióque Satanás estaba cerca, a pesar de que la oscuridad le impedía verlo. Vino hacianosotros y paseamos juntos, mientras Seppi dejaba escapar sus votos, lo mismo queuna fuente de agua. Era como si el muchacho hubiese sido un enamorado que acabasede encontrar a la amada de su corazón, que se había extraviado. Seppi era unmuchacho serio y entusiasta, dotado de animación y de expresividad, que contrastabacon la manera de ser de Nicolás y con la mía. En ese momento se hallaba embebidohasta rebosar del último suceso misterioso, a saber: La desaparición de Hans Oppert,el vagabundo de la aldea.

—La gente —nos dijo Seppi— empezaba a sentir curiosidad por esa desaparición.No dijo que la gente sentía ansiedad —la palabra exacta fue curiosidad, y aun ésa

resultaba bastante fuerte—. Nadie había visto a Hans durante dos días.—La verdad es que no lo han visto desde que realizó aquel acto brutal —dijo

Seppi.—¿Qué acto brutal? —la pregunta había partido de Satanás.—Pues veréis: Hans da constantemente de garrotazos a su perro, un perro

bondadoso, su único amigo, un animal lleno de lealtad, que lo quiere a él y que jamáshace daño a nadie; hace dos días volvió a pegarle, por nada, por puro gusto, y el perroaullaba y gemía.

Teodoro y yo le suplicamos también; pero Hans nos amenazó y volvió a apalear alperro con todas sus fuerzas hasta que le saltó un ojo.

Entonces nos dijo: «Ahí tenéis; espero que ahora estaréis satisfechos; eso es lo que

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habéis conseguido para el perro con vuestro condenado entremetimiento». Y se echó areír el bruto cruel.

La voz de Seppi temblaba de compasión y de ira. Yo barrunté lo que Satanás iba adecir, y lo que dijo, en efecto:

—Otra vez nos sale al paso la equivocada palabra, esa calumnia miserable. No sonlos brutos los que actúan de ese modo, son únicamente los hombres.

—Bueno; la verdad es que fue una acción inhumana.—No, Seppi, no lo fue; fue una acción humana, característicamente propia de

hombres. No resulta agradable oír cómo calumnias a los animales superioresatribuyéndoles disposiciones de las que se encuentran libres, y que únicamentepueden encontrarse en el corazón de los hombres. Ninguno de los animales superioresse encuentra inficionado con la enfermedad llamada el sentido moral. Seppi, purificatu lengua; renuncia a emplear esas frases embusteras.

Satanás hablaba con mucha severidad, impropia de él, y a mí me pesó el no haberadvertido a Seppi que tuviese más cuidado con las palabras que empleaba. Me dabacuenta de cuáles eran en ese momento los sentimientos del muchacho. Seppi nohubiera querido ofender a Satanás; habría preferido mejor ofender a toda su propiaraza. Hubo un momento de silencio desasosegado, pero pronto nos llegó el alivio;aquel pobre perro se nos acercó con el ojo colgando y fue derecho a Satanás; empezóa gemir y a murmurar de un modo entrecortado, y Satanás empezó a contestarle deidéntica manera, siendo evidente que ambos conversaban en el lenguaje de los perros.

Nos sentamos todos en el césped, a la luz de la luna, porque las nubes se estabandesgarrando, y Satanás colocó sobre sus rodillas la cabeza del perro, volviendo acolocarle el ojo en su lugar; el perro se sintió bien, movió la cola, lamió la mano deSatanás, adoptó una expresión de gratitud y le dio salida en su lenguaje; aunque yo noentendía las palabras, comprendía lo que el perro estaba diciendo.

Acto continuo, hablaron los dos un poco, y Satanás dijo:—Dice que su amo estaba borracho.—Sí, lo estaba —dijimos nosotros.—Y que una hora después se despeñó por el precipicio que hay más allá de la

dehesa del Peñascal.—Conocemos ese lugar; dista de aquí tres millas.—El perro ha estado muchas veces en la aldea, suplicando a la gente que fuese

hasta allí; pero se limitaron a ahuyentarlo, sin querer atender a lo que decía.

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Nosotros nos acordamos de que eso era, en efecto, verdad; pero no habíamoscomprendido lo que el perro quería.

—Lo único que el perro quería era llevar ayuda al hombre que le había maltratado;únicamente pensó en eso, y ni ha comido mientras tanto ni ha buscado alimento. Hamontado la guardia junto a su amo durante dos noches. ¿Qué pensáis ahora de vuestraraza? ¿Es que está reservado el cielo para ella, mientras que al perro le está prohibidala entrada, según os enseñan vuestros maestros? ¿Es capaz vuestra raza de añadir nadaal catálogo de normas morales y de generosidades de este perro? —Satanás habló alperro, y éste saltó lleno de felicidad y de ansiedad, en apariencia esperando órdenes,impaciente por ejecutarlas—. Id en busca de algunos hombres; acompañad al perro, élos enseñará dónde se encuentra aquel miserable; llevad con vosotros a un sacerdotepara disponer todo lo relativo al seguro, porque la muerte está cerca.

Al pronunciar la última palabra, se desvaneció, con gran dolor y desilusiónnuestra. Buscamos a algunos hombres y al padre Adolfo y presenciamos la muerte deaquel hombre. A nadie le importó nada que muriese, salvo al perro; éste dio señales dedolor y de sentimiento, lamió la cara del difunto y no hubo modo de consolarlo.

Enterramos el cadáver en el mismo lugar, sin féretro, porque no tenía dinero nimás amigos que el perro. Si hubiésemos llegado una hora antes, el sacerdote habríadispuesto de tiempo para enviar al pobre hombre al cielo, pero ahora había ido a losfuegos tremendos del infierno, para quemarse allí por toda la eternidad. Dabaverdadera pena pensar que en un mundo donde son tantas las personas que no sabencómo matar su tiempo, no se dispusiese de una horita en favor de aquel pobreindividuo que tanto la necesitaba, y para el que esa hora equivalía a la diferencia queexiste entre la felicidad eterna y el dolor eterno. Eso daba una idea abrumadora delvalor de una hora; me pareció que ya no podría yo perder una sola en mi vida sinsentir remordimiento y terror.

Seppi se hallaba muy deprimido y pesaroso; dijo que era mucho mejor ser perro yno correr unos riesgos tan espantosos. Nos llevamos al perro a casa y lo guardamoscomo nuestro. Mientras caminábamos, tuvo Seppi un pensamiento admirable, que nosalegró y nos hizo sentirnos mucho más satisfechos. Dijo que el perro había perdonadoal hombre que tanto daño le había hecho y que quizá Dios aceptaría como buena esaabsolución.

Vino tras esto una semana muy aburrida, porque Satanás no se nos presentó. Noocurría nada de importancia y nosotros los muchachos no podíamos arriesgarnos a ir

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de visita a casa de Margarita, porque eran noches de luna y si lo intentábamos podríandescubrirlo nuestros padres. Pero tropezamos un par de veces con Úrsula, que sepaseaba por los prados del otro lado del río para que su gata se airease; por ellasupimos que todo marchaba admirablemente. Vestía ropas elegantes y nuevas y todosu aspecto era de prosperidad. Las cuatro monedas de plata diarias le llegaban sininterrupción, pero no necesitaba gastarlas en comprar alimentos, vino y otras cosaspor el estilo, porque la gata se cuidaba de todo eso.

Margarita llevaba su abandono y aislamiento bastante bien, tomado todo enconsideración, y estaba animosa gracias a la ayuda de Guillermo Meidling. La jovenpasaba todas las noches una o dos horas en la cárcel con su tío, y había engordado aéste gracias a las aportaciones de la gata. Pero sentía curiosidad por saber más cosasacerca de Felipe Traum, y esperaba que yo volviese con él a la casa.

Úrsula también sentía curiosidad por Felipe, y nos hizo muchas preguntasreferentes a su tío. Los muchachos se rieron muchísimo, porque yo les había contadolas paparruchas con que Satanás le había atiborrado el cerebro. No logró que nuestrascontestaciones la dejasen satisfecha, porque nuestras lenguas estaban atadas.

Úrsula nos proporcionó una pequeña noticia: como ahora abundaba el dinero,había tomado un criado que la ayudase en las labores de la casa y le hiciese losrecados. Intentó darnos esa noticia como cosa corriente y sin importancia, pero elhecho le producía tal orgullito y engreimiento, que éstos se le transparentaron contoda claridad. Era cosa magnífica el contemplar cómo disimulaba la satisfacción que leproducían tales grandezas, ¡pobrecita!; pero cuando nosotros oímos el nombre delcriado, nos preguntamos si Úrsula había procedido con absoluta prudencia; aunquenosotros éramos jóvenes, y poco reflexivos muchas veces, teníamos en ciertos asuntosuna percepción bastante buena. El tal criado era el muchacho Gottbrield Narr; era ésteun pobre ser de cortos alcances y bondadoso, sin que pudiera decirse nada malo de élni ponérsele ninguna tacha personal; sin embargo, existían recelos acerca de él, y conrazón, porque aún no hacía seis meses que había caído sobre su familia una vergüenzay una deshonra de tipo social: porque su abuela había sido quemada por bruja.Cuando corre por la sangre de una familia esa clase de enfermedad, no siempre secura quemando a una sola persona. No eran aquéllos momentos como para queÚrsula y Margarita anduviesen en relaciones con un miembro de semejante familia,porque durante el último año el terror a las brujas había estallado con una violenciajamás alcanzada hasta entonces, según el recuerdo de los aldeanos más viejos. Bastaba

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la simple mención de una bruja para que todos desvariásemos casi de espanto. Eranatural, porque en los últimos años se habían visto más clases de brujas que lascorrientes; antaño la bruja era simplemente una mujer vieja, pero en los últimos añoslas había habido de todas las edades, incluso niñas de ocho y de nueve años; las cosasse ponían de tal manera, que cualquiera podía resultar un buen día familiar del diablo,sin que tuvieran que ver con ello la edad y el sexo. Habíamos intentado en nuestrapequeña región extirpar las brujas, pero cuantas más quemábamos, más semultiplicaba esa raza.

Cierta vez, y en una escuela para niñas que sólo distaba diez millas de nuestraaldea, descubrieron las maestras que una de las niñas tenía la espalda completamenteroja e inflamada y se asustaron muchísimo, creyendo que aquéllas eran las marcas deldiablo. La niña también se asustó, suplicándoles que no la denunciasen y asegurandoque sólo se trataba de pulgas; pero, como es natural, no era posible dejar en ese estadoel asunto. Se pasó revista a todas las niñas, y se encontró que de cincuenta había oncemalamente marcadas, y las demás un poco menos. Se nombró una comisión, pero lasonce se limitaron a pedir llorando que las llevasen a donde estaban sus mamas,negándose a confesarse culpables. Entonces las encerraron, separadas unas de otras,en cuartos oscuros, dándoles únicamente a comer durante diez días y diez noches pannegro y agua; al cabo de ese tiempo aparecieron macilentas y desatinadas, con los ojossecos, y ya no volvieron a llorar, limitándose a permanecer sentadas y a mover susbocas, sin querer tomar alimento.

Por último, una de las muchachas confesó y aseguró que ella había cabalgado confrecuencia por los aires montada en escobas hasta el aquelarre sabatino de las brujas,en un j lugar solitario en lo alto de las montañas, y que allí había bailado, bebido ycelebrado orgías con varios centenares de brujas y con el Malo, habiéndose portadotodas de manera escandalosa, injuriando a los sacerdotes y blasfemando de Dios.

Eso es lo que dijo la niña, no en forma narrativa, porque era incapaz de acordarsede ninguno de aquellos detalles sin que antes se los fuesen trayendo a la memoria, unodespués de otro; pero eso es lo que hizo la comisión, cuyos miembros sabían muybien las preguntas que tenían que hacer, porque desde dos siglos antes estabaredactado el cuestionario para uso de los miembros de los tribunales de brujas. Ellospreguntaban: «¿Hiciste esto y lo otro?», y la interesada contestaba siempre que sí, conexpresión de aburrimiento y de fatiga y sin el menor interés en el interrogatorio.

Por eso, cuando las otras diez niñas se enteraron de que su compañera había

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confesado, confesaron también y contestaron sí a todas las preguntas. Acto continuo,fueron quemadas todas en el poste, cosa muy justa y puesta en razón, y de todo el paísacudieron gentes a presenciar el acto.

Yo acudí también; pero cuando vi que una de ellas era una muchachita dulce ybonachona, con la que yo solía jugar, y la vi encadenada al poste de una maneralastimosa y a su madre llorando sobre ella y comiéndosela a besos agarrada a sucuello, gritando:

«¡Oh Dios mío, oh Dios mío!», me pareció tan horrendo, que me alejé de allí.Cuando quemaron a la abuela de Gottfrield hacía un tiempo crudísimo Se la acusó

de que había curado jaquecas sobando con sus dedos la cabeza y el cuello del paciente—según ella dijo—; pero la verdad era, según dijeron todos, que había curado lasjaquecas con ayuda del diablo. Iban a examinarle el cuerpo, pero ella se lo prohibió yconfesó sin más que aquel poder le venía del diablo. Señalaron, pues, la mañanasiguiente, a una hora temprana, para quemarla en la plaza del mercado. El primero enllegar fue el funcionario que tenía que preparar el fuego, y lo preparó. Luego llegóella, conducida por los corchetes, que la dejaron allí y marcharon a traer a otra bruja.La familia no la acompañó en aquel trance, porque si la concurrencia se excitaba,quizá los habría injuriado y hasta apedreado. Yo me acerqué y le di una manzana. Laanciana estaba acurrucada junto al fuego, calentándose y esperando; tenía sus pobreslabios y manos amoratados de frío. Se acercó luego un forastero. Era un caminanteque pasaba por allí; habló a la vieja con cariño, y viendo que no había cerca nadie másque yo, dijo que la compadecía. Le preguntó si era cierto lo que había confesado, yella le contestó que no. El hombre se mostró sorprendido y más pesaroso todavía, ypreguntó: —¿Por qué confesó usted, pues?

—Soy anciana y muy pobre —dijo— y trabajo para ganarme la vida. No habíaotro recurso que confesar. Si yo no hubiese confesado quizá me hubiesen puesto enlibertad. Ello habría equivalido para mí a la ruina, porque nadie habría olvidado queyo había sido sospechosa de brujería; nadie me habría dado ya trabajo, y a cualquiercasa que me acercase me habrían echado los perros. Antes de poco me moriría dehambre. Es preferible el fuego; el hambre no es rápida. Vosotros dos os habéismostrado bondadosos conmigo, y os doy las gracias.

Se acercó aún más al fuego y extendió sus manos para calentárselas; los copos denieve caían con suavidad y lentitud sobre su vieja cabeza blanca, blanqueándoselatodavía más. Ya para entonces se estaba congregando la multitud; alguien arrojó con

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violencia un huevo, que dio a la vieja en un ojo, se rompió y su contenido le corriópor la cara. Aquello provocó una carcajada.

Referí a Satanás todo lo relativo a las once niñas y a la vieja en cierta ocasión,pero mi relato no le produjo efecto alguno. Se limitó a decir que eran cosas de la razahumana y que ninguna importancia tenía lo que esa raza pudiera hacer. Me dijoademás que él había sido testigo presencial; que la raza humana no había sido creadade la arcilla; que había sido formada del barro, por lo menos, una parte de esa raza.Comprendí que se refería al sentido moral. Satanás vio el pensamiento en mi cerebro,y eso le cosquilleó, haciéndole soltar la carcajada. Acto continuo llamó a un buey queestaba pastando, lo acarició y le habló, y luego dijo:

—Ahí tienes; éste no volvería locas de hambre y de espanto y de soledad a unasniñas, para luego quemarlas por haber confesado cosas inventadas para sugerírselas yque jamás habían ocurrido.

Tampoco destrozaría los corazones de pobres ancianas inocentes, aterrorizándolashasta hacerlas perder toda su confianza en los individuos de su propia raza, y tampocolas insultaría en su agonía mortal. Porque este buey no está mancillado con el sentidomoral, sino que es como los ángeles, desconoce el mal y nunca lo practica.

A pesar de ser tan encantador, Satanás sabía hablar de un modo cruelmenteinsultante cuando le parecía bien, y hablaba de ese modo siempre que se le llamaba laatención sobre la raza humana. Al oírla mencionar alzaba desdeñoso la nariz y jamástenía para ella una palabra cariñosa.

Pues bien, y como iba diciendo: nosotros los muchachos sentimos dudas de siÚrsula había elegido bien el momento de tomar como criado a un miembro de lafamilia Narr. Estábamos en lo cierto.

Cuando la gente se enteró, se mostró naturalmente indignada.Además, si Margarita y Úrsula no tenían bastante para comer ellas mismas, ¿de

dónde procedía el dinero necesario para dar de comer a otra boca? Eso era lo quequerían saber, y para averiguarlo dejaron de evitar el trato de Gottfrield y comenzarona buscar su compañía y a conversar amistosamente con él. El muchacho se sintiócomplacido —porque no receló nada malo ni vio tampoco la trampa que se le tendía— y se expresó con toda inocencia, no mostrando mayor discreción que la de unavaca.

—¿Dinero? —dijo—. Lo tienen en abundancia. Me pagan dos moneditas de plataa la semana, además de la manutención. Os aseguro que comen de lo bueno, y que ni

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el príncipe mismo tiene su mesa mejor provista.Afirmación tan asombrosa fue llevada por el astrólogo al padre Adolfo cierto

domingo por la mañana, cuando regresaba a casa después de decir misa. El sacerdotese sintió profundamente afectado, y dijo:

—Será preciso investigar este asunto.Aseguró que en el fondo de aquello existía seguramente brujería, y ordenó a los

aldeanos que reanudasen sus relaciones con Margarita y con Úrsula de una maneraparticular y sin ostentación, pero que abriesen bien los ojos. Les dijo que se guardasenlo que viesen y que no despertasen sospechas entre la gente de la casa. Al principiolos aldeanos se mostraron reacios a entrar en un lugar tan terrible; pero el sacerdote lesaseguró que mientras estuviesen dentro de la casa gozarían de su protección y no lesocurriría daño alguno, especialmente si llevaban con ellos un poco de agua bendita ytenían a mano sus rosarios y sus cruces. Con esto ge sintieron tranquilos y dispuestosa ir; las personas más bajunas se sintieron incluso acuciadas por la envidia y la maldadpara esas visitas.

De modo, pues, que la pobre Margarita volvió a gozar de compañía, sintiéndosesatisfecha como una gata. Era una mujer como casi todas las demás, es decir, que teníalas condiciones humanas, sintiéndose feliz en los momentos de prosperidad y algoinclinada a hacer un poco gala de los mismos; se sintió humanamente satisfecha deque la gente la tratase con cariño y de que sus amigas y la aldea toda volviese adedicarle sus sonrisas, porque quizá el verse abandonada de sus convecinos y dejadaen desdeñosa soledad es la cosa más dura de soportar.

Se vinieron al suelo las barreras, y todos podíamos ir a casa de Margarita, como enefecto fuimos, los padres y todos, un día tras otro. La gata comenzó a dar de si cuantopodía. Ella proveía con lo mejor de lo mejor para aquellas visitas, y proveía enabundancia, incluso muchos platos y clases de vino de los que aquella gente no habíaprobado hasta entonces y que ni siquiera conocía de nombre, como no fuese desegunda mano y de la boca de los criados del príncipe. También la vajilla era superiora la corriente.

Había ocasiones en que Margarita llegaba a turbarse y acosaba con preguntas aÚrsula hasta hacerse pesada; pero Úrsula defendía su terreno, se aferraba a que eracosa de la Providencia, y para nada mencionaba a la gata. Margarita sabía que nada esimposible para la Providencia, pero no podía evitar que la asaltasen ciertas dudas deque este esfuerzo venía de allí, aunque sentía miedo de decirlo, por temor a que

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naciese de allí un desastre. Se le ocurrió que quizá fuese cosa de brujería, pero apartóde sí ese pensamiento, porque todo aquello ocurría antes que Gottfrield entrase aservir en la casa y porque le constaba que Úrsula era mujer piadosa y que odiabaprofundamente a las brujas. Para cuando llegó Gottfrield a la casa ya había quedadoestablecido que la cosa era obra de la Providencia; no había posibilidad de echar de suposición a la Providencia, y era ésta la que se ganaba todo el agradecimiento. La gatano murmuraba e iba y venía muy tranquila, mejorando el estilo y la prodigalidad desus dones a medida que ganaba en experiencia.

En toda comunidad, grande o pequeña, existe siempre una proporción bastanteimportante de personas que no son por naturaleza ni ruines ni desagradecidas, y quejamás hacen nada desagradable salvo cuando se sienten atosigadas por el miedo ocuando su propio interés se ve en gran peligro, o por alguna otra razón parecida. Laaldea de Eseldorf tenía su proporción de esta clase de personas, cuya influenciabondadosa y benévola se dejaba sentir de ordinario; pero aquéllos no eran tiemposordinarios —debido al terror de las brujas—; de modo, pues, que parecía que nohabían quedado corazones bondadosos y compasivos de quienes poder hacermención.

Todo el mundo se hallaba aterrado ante el inexplicable estado de cosas de la casade Margarita, no dudaba que en el fondo el asunto era cuestión de brujería, y el pánicolos tenía enloquecidos. Como es natural, había quienes sentían compasión deMargarita y de Úrsula pensando en el peligro que las amenazaba; pero también, comoes natural, no lo decían, porque el hablar no era prudente. Por ello los demáscampaban por sus respetos y nadie previno a la ignorante joven y a la estúpida mujerni les aconsejó que variasen de conducta.

Nosotros los muchachos habríamos querido prevenirlas, pero el miedo hacía quenos echásemos atrás cuando llegaba el instante. Nos parecía que no éramos lo bastantevaroniles ni valerosos para realizar una acción generosa si ésta podía meternos enapuros. Ninguno de nosotros confesó esta pobreza de ánimo a los demás; hicimos loque los demás habrían hecho: dejar el tema y hablar de cualquier otra cosa.

Yo sabía que todos nosotros experimentábamos la sensación de cometer unaruindad comiendo y bebiendo los manjares y bebidas delicados de Margarita conaquella concurrencia de espías, mimándola y felicitándola junto con los demás yviendo avergonzados lo estúpidamente feliz que ella era, sin decirle una sola palabrapara ponerla en guardia. Porque en verdad que Margarita era feliz, sentíase tan

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orgullosa como una princesa y estaba satisfechísima de contar nuevamente conamigos y amigas. Y durante todo ese tiempo los que la visitaban eran todo ojos paraespiar y para luego contar al padre Adolfo lo que habían visto.

Pero el padre Adolfo no sacaba nada en limpio. Con seguridad que en aquella casahabía algún encantador, pero ¿quién era? A Margarita no la habían sorprendido enninguna prestidigitación, ni a Úrsula, ni siquiera a Gottfrield; y, sin embargo, allí jamásescaseaban los vinos_ y los manjares delicados y cualquier cosa que se le ocurriesepedir a uno de los invitados, érale servida. Cosa corriente en brujas y encantadores erael producir esos efectos. Esa parte del asunto no resultaba nueva; pero el realizarlo sinfórmulas de encantamientos y hasta sin retumbos, terremotos, rayos o apariciones, eralo nuevo, desconocido y completamente anormal. En los libros no se leía cosaparecida. Las cosas que eran producto de encantamientos carecían siempre derealidad. En una atmósfera libre de hechizos, el oro se convertía en polvo, losalimentos se esfumaban y desvanecían. Los espías trajeron muestras. El padre Adolfooró sobre ellas y las llenó de exorcismos, pero sin provecho alguno; siguieron siendocosas tangibles y reales, sometidas únicamente al deterioro natural, y tardaban lo queera corriente en echarse a perder.

No solamente se encontraba el padre Adolfo desconcertado, sino también irritado;porque estas pruebas casi lo convencieron —allá en su interior— de que no se tratabade artes de brujería. Pero no lo convencieron tampoco del todo, porque bien pudieratratarse de hechicerías de una clase nueva. Había una manera de ponerlo en claro: siaquella pródiga abundancia de provisiones no entraba en la casa procedente delexterior, sino que se producía dentro de la misma, no cabía duda de que era cosa debrujería.

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Capítulo VII

Margarita anunció que iba a dar una fiesta, e invitó a cuarenta personas; la fecha seríasiete días después. Aquella era una oportunidad magnífica. La casa de Margarita selevantaba aislada de las demás y resultaba fácil establecer una vigilancia. Fue, pues,vigilada noche y día durante toda la semana. Las personas de la casa de Margaritaentraban y salían como de ordinario, pero no llevaban nada en la mano, y ni ellas niotras personas trajeron nada a la casa.

Todo eso fue comprobado. Era evidente que no se habían llevado raciones paracuarenta personas. Si a éstas se les daba algún alimento, éste había tenido por fuerzaque ser confeccionado dentro de la misma casa. Es cierto que Margarita salía todas lasnoches con una canastilla, pero los espías comprobaron que cuando regresaba a casala canastilla estaba vacía.

Los invitados llegaron al mediodía y llenaron la casa. Vino después de ellos elpadre Adolfo, y, poco después sin haber sido invitado, llegó el astrólogo. Los espías lehabían informado de que ni por la parte delantera ni por la parte de atrás de la casahabían entrado paquetes de ninguna clase.

El astrólogo entró en la casa y se encontró con que todos comían y bebían de lofino, y de que la fiesta seguía adelante de una manera alegre y bulliciosa. Miró a sualrededor y vio que muchos de los buenos bocados y toda la fruta del país yextranjera, a pesar de ser artículos marchitables, estaban en perfecto estado defrescura. Allí no había apariciones, encantamientos ni truenos. El problema estabasentenciado. Aquello era hechicería. No sólo eso, sino que era hechicería de nuevaclase; de una clase jamás soñada hasta entonces, Allí había un poder prodigioso, unpoder mágico. Decidió descubrir el secreto. El anuncio de una cosa semejanteresonaría por el mundo todo, alcanzaría a los países más remotos, paralizaría deasombro a todas las naciones y llevaría su nombre a todas partes, haciéndolo famosoeternamente. ¡Qué suerte maravillosa, qué suerte prodigiosa! Sólo con pensar engloria semejante se mareaba.

Toda la concurrencia le abrió paso; Margarita le ofreció cortésmente asiento;Úrsula ordenó a Gottfrield que trajese una mesa especial para el astrólogo. Luego lepuso ella misma los manteles y el servicio y le preguntó que era lo que quería.

—Tráigame usted lo que bien le parezca —dijo el astrólogo.Los dos criados le trajeron cosas que había en la despensa, y, al mismo tiempo, le

trajeron vino blanco y vino tinto, una botella de cada clase. El astrólogo, que

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probablemente no había visto en su vida cosas tan finas, se escanció un cubilete devino tinto, se lo bebió, se escanció otro y empezó a comer con buen apetito.

Yo no esperaba ver allí a Satanás; hacía más de una semana que ni le había visto nihabía oído hablar de él; pero, de pronto, se presentó; yo lo advertí por la sensación desiempre, aunque no podía verlo a causa de la concurrencia que se interponía entrenosotros. Le oí excusarse por aquel estremecimiento; ya iba a retirarse, pero Margaritale instó a que se quedase, y entonces Satanás le dio las gracias y se quedó.

Margarita lo fue llevando por todas partes, presentándolo a las muchachas, aMeidling y a algunas de las personas mayores. Se oyeron por todas partes cuchicheos:

—Es el joven forastero del que tanto hemos oído hablar y al que no hemos podidoponer la vista encima, porque casi siempre está fuera. —¡Válgame Dios, querida, yqué hermoso es! ¿Cómo se llama?

—Felipe Traum.—¡Qué bien le sienta ese apellido! —Téngase en cuenta que Traum quiere decir,

en alemán, ensueño—. ¿En qué se ocupa?—Dicen que estudia para sacerdote.—Lleva la fortuna en su cara; ése llegará a cardenal.Y así por el estilo. Se ganó en el acto las simpatías; todos estaban ansiosos de que

se lo presentasen y de hablar con él. Todos advirtieron de pronto la temperaturaagradable y reconfortante que allí reinaba y se preguntaban la causa, porque veían porsus propios ojos que en el exterior de la casa el sol daba igual que antes y que el cielose hallaba limpio de nubes, pero nadie adivinaba, como es natural, la verdadera razón.

El astrólogo había bebido su segundo cubilete y se escanció otro más. Luego dejóla botella encima de la mesa y de una manera casual la volcó. Sujetó la botella antesque se hubiese vertido mucho líquido y la levantó para mirar al trasluz, diciendo:

—¡Qué lástima! Es un vino de reyes.Y de pronto, su cara se iluminó de alegría, o de sensación de triunfo, o de lo que

fuese, y exclamó:—¡Rápido! Traed una gran fuente.Se le trajo una en que cabía un galón. Levantó la botella de dos pintas y empezó a

verter vino, y siguió vertiendo, mientras el rojo líquido caía glogloteando y saltandodentro de la blanca fuente, subiendo cada vez más de nivel por sus costados, mientrastodo el mundo lo contemplaba con el aliento en suspenso, hasta que la fuente se llenóhasta los bordes.

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—¡Fijaos en la botella! —dijo manteniéndola en alto—. ¡Sigue estando llena!Yo miré a Satanás y en ese mismo instante desapareció.Entonces se puso en pie el padre Adolfo, sonrojado y lleno de excitación, se

santiguó y empezó a decir con su voz tonante:—¡Esta casa está embrujada y maldita!La concurrencia empezó a gritar y a chillar, y a dirigirse en tropel hacia a puerta. Y

el padre Adolfo prosiguió:—¡Yo conmino a esta casa…!Pero su frase quedó cortada. Su cara se puso roja, luego amoratada, pero no pudo

pronunciar ninguna otra palabra. Entonces vi yo a Satanás, convertido en una películatransparente, infiltrarse dentro del cuerpo del astrólogo; y entonces este alzó la mano ydijo, en apariencia con su propia voz:

—Esperad, y quedaos donde estáis.Todos se detuvieron en el sitio mismo.—¡Traed un embudo!Úrsula, temblorosa y asustada, lo trajo, y entonces el astrólogo lo colocó en el

gollete de la botella, levantó la gran fuente y empezó a trasegar de nuevo el vino adonde antes estaba; la concurrencia le veía hacer con ojos dilatados por el asombro,porque sabían que antes que empezase a trasegar el vino dentro de la botella ya esta seencontraba completamente llena. El astrólogo vació todo el contenido de la fuentedentro de la botella y luego miró sonriente por toda la habitación, glogloteó de risa ydijo con indiferencia:

—Esto no es nada. Cualquiera es capaz de hacerlo. Yo puedo hacer mucho máscon los poderes de que dispongo.

Estalló por todas partes un grito de terror:—¡Oh Dios mío, está poseído del demonio!Todos se abalanzaron tumultuosamente hacia la puerta, quedando muy pronto la

casa vacía de todos, salvo los que vivían en ella, nosotros y Meidling. Nosotros, losmuchachos, estábamos en el secreto de todo, y lo habríamos dicho si eso nos hubierasido posible; pero no podíamos. Nos sentíamos muy agradecidos a Satanás por acudira nosotros con tan eficaz ayuda en el momento en que la necesitábamos.

Margarita estaba pálida y llorando; Meidling parecía petrificado, lo mismo queÚrsula; pero quien peor estaba era Gottfrield, que no se podía tener en pie de tan débily asustado. Porque ya sabéis que pertenecía a una familia de brujas, y lo pasaría mal si

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sospechasen de él. En ese momento entró Inés paseándose como si tal cosa, conexpresión compungida, y quiso refregarse contra Úrsula y que ésta la acariciase; peroÚrsula tuvo miedo del animalito y se apartó, aunque dejando ver que con ello noquería hacerle ningún desaire; Úrsula sabía muy bien que no sacaba nada demantenerse en relaciones de tirantez con una gata como aquélla. Pero nosotros, losmuchachos, tomamos en nuestros brazos a Inés y la acariciamos, pensando queSatanás no se habría mostrado amigo suyo si no tuviera una buena opinión de la gata,y aquello era para nosotros suficiente garantía.

Satanás parecía tener confianza en todo aquello que no estaba dotado de sentidomoral.

Fuera de la casa, los invitados, acometidos de pánico, se desparramaron en todasdirecciones y huyeron en un estado lamentable de terror; fue tal la algarabía quearmaron con sus carreras, sollozos, chillidos y griterío, que no tardó la aldea entera ensalir en tropel de sus casas para ver lo que había ocurrido, formando una granmultitud en la calle, empujándose y apartándose unos a otros en medio de granexcitación y terror; entonces apareció el padre Adolfo y todos se abrieron formandodos muros, lo mismo que cuando se apartaron las aguas del Mar Rojo; luego avanzó elastrólogo por aquella calle abierta entre la gente, a grandes zancadas, y mascullandopara sus adentros; por donde él cruzaba las dos paredes de gente se echaban atrás enmasas apretujadas, sumidas en un silencio de espanto y sus ojos lo contemplabanatónitos, mientras jadeaban sus pechos; varias mujeres se desmayaron. Cuando elastrólogo hubo pasado, la multitud se juntó como un enjambre y le siguió a ciertadistancia, hablando con mucha excitación, haciéndose preguntas y averiguando loshechos. Aquel averiguar de los hechos y contárselos después a los demás,introduciendo mejoras en los mismos, no tardó en agrandar la fuente de vino hastaconvertirla en un barril, haciendo que todo su contenido cupiese en la botella, quedespués de todo terminó estando vacía.

Cuando el astrólogo llegó a la plaza del mercado se fue derecho a donde estaba unprestidigitador fantásticamente ataviado, que mantenía constantemente en el aire tresbolas; se las quitó y se volvió hacia la muchedumbre que iba tras él y dijo:

—Este pobre juglar no conoce su arte. Acercaos y ved de lo que es capaz unexperto.

Diciendo y haciendo, lanzó las bolas una después de otra y las mantuvo girandoen un óvalo estrecho y brillante, y luego agregó otra bola, y otra, y otra, y muy pronto

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—sin que nadie viese de dónde las sacaba— fue agregando, agregando y agregando, yel óvalo se iba alargando constantemente, y sus manos se movían con tal rapidez queformaban como una trama o un borrón, y no se distinguían como tales manos; laspersonas capaces de contar dijeron que hubo un momento en que había cien bolas enel aire. El gran óvalo giratorio alcanzó la altura de veinte pies y llegó a formar unespectáculo brillante, centelleante y maravilloso. Luego se cruzó de brazos y ordenó alas bolas que siguiesen girando sin ayuda suya, y siguieron girando. Al cabo de un parde minutos, dijo:

—Bueno, basta ya.Y el óvalo se rompió y se derrumbó con estrépito; las bolas se desparramaron

lejos y rodaron en todas direcciones. A donde iba una de aquellas bolas la genteretrocedía temerosa y nadie se atrevía a tocarla. Aquello hizo reír al astrólogo, que seburló de la gente, llamándolos cobardes y mujerucas. Luego se dio media vuelta y vioen el aire la cuerda del equilibrista; entonces dijo que las gentes idiotas se gastabantodos los días el dinero para ver de qué manera un patán ignorante y torpóndegradaba aquel arte magnífico; ahora verían trabajar a un maestro. Dicho y hecho,dio un salto en el aire y se posó muy firme sobre sus pies en la cuerda tirante. Luegola cruzó de parte a parte en viaje de ida y vuelta saltando sobre un pie, mientras setapaba los ojos con las manos; a continuación empezó a dar saltos mortales hacia atrásy hacia adelante, llegando a dar veintisiete.

La gente murmuraba, porque el astrólogo era un hombre viejo y hasta entoncessiempre había sido tardo en movimientos y en ocasiones incluso había estadoinválido, pero ahora mostraba completa agilidad y realizaba sus habilidades con lamayor animación.

Por último, saltó con agilidad al suelo, se alejó, y avanzó carretera adelante, doblóla esquina y desapareció.

Entonces aquella gran multitud, pálida, silenciosa y sólida, dejó escapar unprofundo jadeo y todos se miraron a la cara los unos a los otros, como si dijesen:«¿Ha sido cosa real? ¿Lo vio también usted, o fui yo solo en verlo, mientras soñaba?».Rompieron luego a conversar en cuchicheos, se dividieron en parejas y se dirigieronhacia sus casas, conversando todavía sin volver del susto, juntando mucho las caras,apoyando el uno la mano en el hombro del otro, y gesticulando como acostumbra lagente cuando alguna cosa les ha producido una impresión profunda.

Nosotros los muchachos marchamos detrás de nuestros padres, escuchando y

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enterándonos de todo lo que decían y lográbamos oír; y cuando, ya en nuestra casaellos se sentaron y continuaron su conversación, seguíamos nosotrosacompañándolos. Todos estaban de humor sombrío, porque, según decían, podíatenerse por seguro que caería un desastre sobre la aldea después de tan espantosavisita de brujas y demonios. Entonces mi padre se acordó de que el padre Adolfo sehabía quedado mudo en el momento en que quiso lanzar su acusación, y dijo:

—No se atrevieron a poner sus manos hasta ahora en un ungido servidor de Diosy no me explico cómo en ese momento tuvieron tal audacia, porque él llevaba encimasu crucifijo. ¿No es cierto?

—Sí —dijeron los demás—; nosotros lo vimos.—Amigos, esto es una cosa seria, muy seria. Hasta ahora contábamos con una

protección, y ésta ha fallado.Los demás movieron las cabezas, como acometidos de escalofríos, y mascullaron

estas palabras:—Ha fallado. Dios nos abandona.—Es cierto —dijo el padre de Seppi Wohlmeyer—; ya no tenemos dónde buscar

socorro.—La gente se dará cuenta de eso y la desesperación los privará de su valor y de

sus energías —dijo el padre de Nicolás, el juez—. Sin duda alguna que hemos caídoen tiempos malos.

Dejó escapar un suspiro, y Wohlmeyer dijo con voz turbada:—Correrá por todo el país la noticia y nuestra aldea se verá esquivada por todos

como si estuviésemos sometidos al desagrado de Dios. El Ciervo de Oro va a conocertiempos duros.

—Exacto, convecino —dijo mi padre—; todos nosotros sufriremos lasconsecuencias; todos en cuanto a nuestra reputación y muchos en nuestra riqueza.Y… ¡Santo Dios!

—¿Qué iba usted a decir?—¡Que eso puede llegar a acabar con nosotros!—¿Qué es lo que puede llegar a acabar con nosotros, um Gottes Willen?—¡La excomunión!Aquello sonó lo mismo que un trueno y pareció que fueran a desmayarse de

espanto. Pero el miedo a semejante calamidad despertó sus energías; cesaron demostrarse meditabundos y comenzaron a discutir las maneras de evitar esa desgracia.

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Hubo muchas y distintas opiniones y permanecieron hablando hasta muy adelantada latarde; entonces reconocieron que por el momento no podían tomar ninguna decisión.Se separaron, pues, muy pesarosos y con los corazones oprimidos rebosantes depresagios de desgracia.

Mientras ellos pronunciaban sus frases de despedida, yo me escabullí fuera y medirigí hacia la casa de Margarita para ver lo que allí ocurría. Tropecé por la calle conmucha gente, pero nadie me saludó. Aquello hubiera debido sorprenderme, pero nome sorprendió; se hallaban en un estado tal de desvarío, producido por el temor y elespanto, que yo creo que sus cerebros no razonaban bien; estaban pálidos y huraños,caminaban, como sonámbulos, con los ojos abiertos, pero sin ver nada; moviendo loslabios, pero sin pronunciar una palabra, y apretando y aflojando, muy preocupadoslas manos, sin darse cuenta de lo que hacían.

En casa de Margarita aquello parecía un funeral. Ella y Guillermo estaban sentadosjuntos en el sofá, pero nada decían y ni siquiera se agarraban de las manos. Ambosestaban sumidos en lóbregas meditaciones, y los ojos de Margarita estaban rojos de lomucho que había llorado. Y dijo:

—Yo le he suplicado que se marche y que no vuelva más, porque sólo así salvarála vida. Yo no puedo tolerar la idea de ser su asesina.

Esta casa está embrujada y ninguno de sus moradores se salvará del fuego. Pero élse empeña en no marcharse, y se perderá con todos los demás.

Guillermo dijo que no se marcharía; que si había peligro para ella, su sitio estabaallí, y allí permanecería. Al oírle Margarita se echó de nuevo a llorar, y aquello meresultó tan doloroso que me habría alegrado de no encontrarme allí. De prontollamaron a la puerta y entró Satanás, alegre, juvenil y hermoso, y con él entró aquellaatmósfera espirituosa que traía siempre, y con ella cambió todo.

No dijo una sola palabra de lo que había ocurrido, ni de los temores espantososque tenían helada la sangre en los corazones de la comunidad; empezó a hablar ychacharear sobre toda clase de temas alegres y agradables, y casi en seguida habló demúsica, golpe habilísimo que acabó de sacudir el abatimiento de Margarita,reanimándola y despertando completamente su interés. Jamás había oído ella hablarde una manera tan bella y tan inteligente sobre aquel tema, y se sintió tan elevada y tanhechizada que sus sentimientos encendieron su rostro y salieron fuera en sus palabras;Guillermo lo advirtió, y no dio muestras de hallarse tan complacido como hubieradebido estarlo. Satanás se desvió entonces hacia la poesía y recitó algunas, y lo hizo

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de manera excelente, y Margarita volvió a mostrarse encantada, y otra vez Guillermodio muestras de que aquello no le agradaba como hubiera debido agradarle; pero estavez Margarita lo advirtió y sintió remordimientos.

Yo caí dormido aquella noche, a los sones de una música agradable: el tamborileode la lluvia en los cristales de la ventana y el apagado retumbo de los truenos lejanos.Muy avanzada la noche, llegó Satanás, me despertó y me dijo:

—Acompáñame. ¿Dónde quieres que vayamos?—A cualquier parte, con tal de estar contigo.Se produjo entonces un vivísimo resplandor solar y me dijo:—Esa es China.Aquello fue para mí una gran sorpresa, produciéndome una especie de borrachera

de vanidad y de alegría al pensar que había ido tan lejos, muchísimo más lejos queninguna otra persona de nuestra aldea, sin exceptuar a Bartel Sperling, que tanengreído estaba con sus viajes. Huroneamos por aquel imperio durante más de mediahora y vimos el conjunto del mismo. Los espectáculos que presenciamos fueronmaravillosos; unos eran bellos y otros demasiado horribles de recordar. Porejemplo… Pero más adelante podré entrar a contarlo, y también contaré por qué razóneligió Satanás a China para esta excursión, en lugar de cualquier otro lugar; si ahora lohiciese, interrumpiría con ello mi relato. Dejamos, por último, de revolotear y nosposamos en tierra.

Nos posamos en una montaña desde la que se dominaba el inmenso panorama deuna cordillera, de pasos, valles, llanuras y ríos, con ciudades y aldeas que dormitabana la luz del sol, y allá en el extremo límite, una pincelada de mar azul. Era un cuadrosereno y ensoñador, hermoso a los ojos y descansado para el espíritu. Si todosnosotros tuviésemos la posibilidad de realizar un cambio como aquél siempre que lodeseamos, el mundo resultaría un lugar en que la vida sería mucho más fácil, porqueel cambio de escenario es como un descargar el peso del alma trasladándolo al otrohombro, y con ello se destierra al mismo tiempo la vieja y abrumadora fatiga delespíritu y del cuerpo.

Permanecimos conversando, y yo tenía la idea de intentar reformar a Satanás,convenciéndole de que debía llevar una vida mejor. Le hablé de todas aquellas cosasque había hecho y le supliqué que en adelante fuera más considerado y no siguiesehaciendo desdichadas a las personas. Le aseguré que yo sabía muy bien que él no seproponía hacer ningún daño; pero era preciso que se decidiese a pensar en las

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consecuencias posibles de una cosa antes de lanzarse a ella de aquel modo impulsivoy al azar que él tenía por costumbre; de ese modo no causaría tales disturbios. No lelastimó aquella manera mía, llana, de hablar; pareció únicamente divertido ysorprendido y me dijo:

—¿Cómo? ¿Que yo hago las cosas al azar? Pues no, jamás las hago al azar. ¿Queme detenga a meditar en las consecuencias posibles? ¿Qué necesidad tengo de ello?Yo conozco siempre por adelantado las consecuencias que se van a producir.

—Pues entonces, Satanás, ¿cómo es posible que hagas lo que haces?—Bien; te lo voy a decir, y haz por comprenderlo si te es posible.Perteneces a una raza curiosa. Todos los hombres sois una máquina de sufrimiento

y una máquina de felicidad combinadas. Ambas actividades funcionan juntasarmónicamente, con precisión fija y delicada, y sobre el principio de toma y daca. Siun departamento de esos dos produce una felicidad, el otro departamento estápreparado para transformarla mediante un dolor y una aflicción, quizá mediante unadocena. En muchísimos casos las vidas de los hombres están divididas casi de unamanera igual entre la felicidad y la infelicidad.

Cuando no se da ese caso, predomina la infelicidad siempre, jamás la felicidad.Hay casos en los que la conformación y la manera de ser de un hombre son tales quebasta su máquina de dolor para realizar casi toda la tarea necesaria. Esa clase dehombres cruzan por la vida ignorantes casi de lo que es la felicidad. Cuanto tocan,cuanto hacen, les acarrea una desgracia. ¿No has conocido tú gentes de esa clase?¿Verdad que para esa clase de personas la vida no es una ventaja?

No lo es, en efecto; es tan sólo un desastre. Hay ocasiones en las que la maquinariadel hombre le hace pagar con años de aflicción una hora de felicidad. ¿No lo sabes?Pues ocurre con alguna frecuencia.

Luego te citaré uno o dos casos. Pues bien: la gente de tu aldea no equivalen anada para mí; lo sabes, ¿verdad?

Yo no quise hablar con entera franqueza y le contesté que lo venía sospechando.—Pues bien: es cierto que nada significan para mí. Y no es posible que puedan

significar nada. La diferencia que nos separa a mí y a ellos es abismal,inconmensurable. Ellos carecen de intelecto.

—¿Que carecen de intelecto?—No tienen nada que se le parezca. Más adelante examinaré eso que el hombre

llama su inteligencia y te daré detalles de ese caos; entonces verás y comprenderás.

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Los hombres nada tienen de común conmigo; no hay punto de contacto entrenosotros; ellos tienen pequeños sentimientos estúpidos y pequeñas vanidades,impertinencias y ambiciones; su estúpida y minúscula vida no es más que unacarcajada, un suspiro y un extinguirse; carecen de sentido.

El único que tienen es el sentido moral. Voy a mostrarte lo que quiero decir. Aquítenemos una araña roja, que no abulta ni lo que la cabeza de un alfiler. ¿Te cabe en lacabeza que un elefante se, interese en esta arañita, que se preocupe de si es o no esfeliz, de si es rica o pobre, de si su novia corresponde o no a su amor, de si su madreestá enferma o sana, de si la consideran a ella en sociedad o no la consideran, de si susenemigos la han de aplastar o sus amigos la han de abandonar, de si sus esperanzas sehan de marchitar o sus ambiciones políticas fracasarán, de si morirá en el seno de sufamilia o morirá abandonada y despreciada en tierra extranjera? Estas cosas no puedenser nunca importantes para el elefante; nada significan para él; el elefante es incapaz deachicar sus simpatías hasta reducirlas al tamaño microscópico de la araña roja. Para míel hombre es lo que la arañita roja para el elefante. El elefante nada tiene que decir encontra de la araña: le es imposible descender a un nivel tan remoto; yo nada tengo quedecir contra el hombre. El elefante es indiferente; yo soy indiferente. El elefante no semolestaría por jugar una mala pasada a la arañita; quizá se le ocurriese hacerle unservicio, si podía hacérselo de paso y no le costase nada. Yo he hecho favores a loshombres, pero no les he jugado malas pasadas. El elefante vive un siglo; la arañitaroja, un día; uno de esos seres está separado del otro, en cuestión de fuerza, intelecto ydignidad, por una distancia simplemente astronómica. Pues bien: en éstas, como entodas las cualidades, el hombre se encuentra situado inconmensurablemente muchomás abajo de mí que lo que la araña roja lo está por debajo del elefante. Lainteligencia del hombre junta muchas trivialidades, en retazos, de una manera torpe,cansada y laboriosa, y obtiene así un resultado, a su manera. ¡La inteligencia mía crea!¿Te das cuenta de la fuerza de lo que digo? Crea lo que ella desea, y lo crea en uninstante. Crea sin materia. Crea fluidos, sólidos, colores (todo absolutamente),sacándolo de ese aéreo nada que se llama pensamiento. Un hombre se representa unhilo de seda, se representa en la imaginación una máquina para fabricarlo, serepresenta un cuadro, y luego a fuerza de semanas de trabajo lo borda con el hilosobre un lienzo. Yo me imagino todo eso, y en el acto lo tienes delante, hechorealidad. Yo pienso un poema, una música, el conjunto de una partida de ajedrez,cualquier cosa, y allí la tienes hecha realidad. Esto es la inteligencia inmortal, a cuyo

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alcance nada se escapa. Nada puede obstruir mi visión; para mí, las rocas sontransparentes y la oscuridad es luz del día. Yo no necesito abrir un libro; de una solaojeada, a través de las tapas, traslado todo su contenido a mi inteligencia, y ni aunpasados mil años podría olvidar una sola palabra de aquéllas ni el lugar que ocupabaen el volumen.

Nada circula dentro del cráneo de un hombre, pájaro, pez, insecto o cualquier otroanimal que pueda quedar oculto para mí. Yo taladro de una sola ojeada el cerebro delhombre docto, y los tesoros que él tardó sesenta años en acumular soninstantáneamente míos; él puede olvidar, y olvida, en efecto; pero yo retengo. Ahoramismo estoy viendo en tus pensamientos que me comprendes bastante bien.

Sigamos adelante. Pudieran las circunstancias caer de manera que el elefantetomase simpatía a la arañita (suponiendo que pudiera verla), pero nunca podríaamarla. Su amor es para los de su misma especie, para sus iguales. El amor de unángel es sublime, adorable, divino, superior a la imaginación del hombre: estáinfinitamente fuera de su alcance. Se halla limitado a su propio y augusto orden. Siese amor se posase por un solo instante en uno de vuestra raza, reduciría a ese objetode su amor a cenizas. No; nosotros no podemos amar a los hombres, pero sí podemosser inofensivamente indiferentes con ellos, y en ocasiones podemos tomarles simpatía.Yo la tengo para ti y para los muchachos, la tengo para el padre Pedro, y hago todasestas cosas con los aldeanos en consideración a vosotros.

Él advirtió que yo estaba pensando un sarcasmo, y me explicó su posición:—Aunque, mirado superficialmente, no se vea, yo he trabajado en favor de los

aldeanos. Vuestra raza no distingue nunca la buena de la mala fortuna. Equivocasiempre la una con la otra. Y eso ocurre porque no penetra en el porvenir. Esto que yohe estado haciendo por los aldeanos producirá buenos frutos algún día; en ciertoscasos, para que los gocen ellos mismos; en otros, para generaciones de hombres queno han nacido todavía. Nadie sabrá jamás que yo he sido la causa; pero eso, noobstante, no será por ello menos cierto. Hay entre vosotros, los muchachos, un juego:colocáis una hilera de ladrillos en pie, a unas pulgadas de distancia los unos de losotros; luego empujáis un ladrillo; éste golpea al siguiente, el siguiente golpea al otro, yasí hasta que toda la hilera se ha venido al suelo.

Eso es la vida humana. El primer acto de un niño recién nacido golpea en elladrillo inicial, y los restantes siguen cayendo de modo inexorable. Quiero decir quenada podrá cambiarlo, porque cada acción engendra infaliblemente otra acción; ésta, a

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su vez, engendra a otra, y así sucesivamente hasta el final, y quien contempla elespectáculo es capaz de mirar por la línea adelante y de ver el momento en que cadaacto va a nacer, desde la cuna hasta el sepulcro.

—¿Es Dios quien ordena esa carrera?—¿Ordenar previamente la sucesión de actos? No. Quienes los ordenan son las

circunstancias y el medio en que un hombre se encuentra. Su primer acto determina elsegundo y todos los que vienen después. Pero supongamos, para poder argumentar,que el hombre fuera capaz de escamotear uno de estos actos, un acto aparentementefútil, por ejemplo; supongamos que estaba dispuesto que en cierto día, y a una hora,minuto, segundo y fracción de segundo determinados debería ir al pozo y no fuese.En el acto mismo la carrera de ese hombre cambiaría por completo de allí en adelante;desde allí hasta la tumba se diferenciaría totalmente de la carrera que su primer acto deniño había dispuesto para él. Pudiera incluso ocurrir que si él hubiese ido al pozo,terminase la carrera de su vida en un trono, y que omitiendo ese acto, su carrera,desde allí en adelante, condujese a la mendicidad y a una tumba de caridad.

Por ejemplo, si un momento dado (pongamos en su niñez), Colón hubieseescamoteado el más insignificante eslaboncito de cadena de actos proyectados yhechos inevitables por su primer acto de recién nacido, habría con ello cambiado todasu vida subsiguiente y habría llegado a ser un sacerdote muerto oscuramente en unaaldea de Italia, y quizá América no habría sido descubierta hasta dos siglos después.Yo lo sé. El escamotear uno de los billones de actos de la cadena de Colón habríacambiado por completo su vida. Yo he examinado el billón de posibles vidas de Colóny sólo en una de ellas se presenta el descubrimiento de América. Vosotros los hombresno sospecháis que todos vuestros actos son de un mismo calibre e importancia, y, sinembargo, es así; el tirar un manotón a una mosca es un acto tan preñado de destinopara una persona como cualquiera de los demás actos previstos.

—¿Tan importante, por ejemplo, como el conquistar un continente?—Sí. Pues bien: nadie entre los hombres escamotea un eslabón; eso es una cosa

que no ha ocurrido jamás. Incluso cuando él está intentando tomar una decisión sobresi hará o no hará una cosa, ese pensar suyo es en sí mismo un eslabón, un acto quetiene su lugar propio dentro de la cadena, y cuando él se decide, finalmente por unacosa, esa cosa es la que había de hacer con absoluta seguridad. Ya ves, pues, que unhombre no escamotea jamás un eslabón de su cadena. No puede hacerlo. Si sedecidiese a intentarlo, ese proyecto constituiría en sí mismo un eslabón inevitable, un

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pensamiento que tenía que ocurrírsele en ese instante preciso, un pensamiento hechoinevitable por el acto primero de su niñez. ¡Qué triste parecía todo aquello! Yo dijemuy pesaroso:

—Entonces es un preso para toda su vida y no puede liberarse.—No; por sí mismo no puede liberarse de las consecuencias del primer acto de su

niñez. Pero yo sí puedo liberarlo.Le miré ansiosamente.—Yo he variado las carreras de cierto número de vuestros aldeanos.Intenté darle las gracias, pero lo encontré difícil, y lo dejé pasar.—Todavía introduciré algunos otros cambios. ¿Conoces tú a la pequeña Lisa

Brandt?—Sí; todo el mundo la conoce. Dice mi madre que es una muchacha tan dulce y

tan atrayente, que no se parece a ninguna otra. Asegura que será el orgullo de la aldeacuando sea mayor; aunque, tal como es ahora, es ya su ídolo.

—Yo cambiaré su porvenir.—¿Lo harás mejor? —pregunté.—Sí. Y también cambiaré el porvenir de Nicolás.Esta vez me alegré y dije:—En este último caso no necesito preguntarte nada; estoy seguro de que obrarás

con él de una manera generosa.—Ese es mi propósito.En el acto me puse a construir en mi imaginación el gran porvenir de Nicolasito, y

ya había hecho de mi amigo un general afamado y un hofmeister en la corte, cuandovi que Satanás estaba esperando a que yo me dispusiese otra vez a escucharle. Mesentí avergonzado de haber descubierto ante él mis pobres fantasías, y me disponía aescuchar algunas burlas, pero no ocurrió así. Satanás siguió con su tema:

—Nicolasito tiene señalados sesenta y dos años de vida.—¡Magnífico!, —exclamé yo.—Lisa, treinta y seis. Pero, como te he dicho, yo voy a cambiar sus vidas y los

años que tienen asignados. De aquí a dos minutos y cuarto Nicolás se despertará de susueño y se encontrará con que la lluvia está entrando por la ventana. El destino suyoera que se daría media vuelta y seguiría durmiendo. Pero yo he determinado que selevante y cierre antes la ventana. Esa insignificancia cambiará por completo su carrera.Se levantará por la mañana dos minutos más tarde de lo que estaba señalado en la

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carrera de su vida se levantaría. Y de allí en adelante ya no le ocurrirá nada de acuerdocon los detalles de la vieja cadena —sacó su reloj y permaneció contemplándolo unosmomentos; luego dijo—: Nicolás se ha levantado a cerrar la ventana. Su vida hacambiado, y ha empezado su nueva carrera. Habrá consecuencias.

Aquello me puso la carne de gallina; porque parecía muy extraño.—De no haber sido por este cambio, habrían ocurrido determinados hechos de

aquí a doce días. Por ejemplo, Nicolás habría salvado a Lisa de ahogarse. Habríallegado al lugar del suceso en el momento justo, a las diez y cuatro minutos, momentoseñalado de largo tiempo atrás, y el agua sería poco profunda, de modo que elsalvamento resultaría fácil y seguro. Pero ahora llegará algunos segundos demasiadotarde, y Lisa en sus forcejeos habrá llegado a aguas más profundas. Nicolás harácuanto pueda, pero ambos se ahogarán.

—¡Oh Satanás, querido Satanás! —grité, mientras se me llenaban los ojos delágrimas—. ¡Sálvalos! No permitas que ocurra eso. Se me hace intolerable el perder aNicolás, que es mi más querido compañero de juegos y amigo. ¡Piensa, además, en lapobre madre de Lisa!

Me agarré a él, le insté y supliqué, pero siguió inconmovible. Me hizo sentar otravez, y me dijo que tenía que oír su explicación.

—He cambiado la vida de Nicolás, y eso ha hecho cambiar también la vida deLisa. Si no hubiese hecho eso, Nicolás habría salvado a Lisa, y luego se habríaresfriado por el remojón; se habría producido entonces una de esas fantásticas ydesconsoladoras fiebres escarlatinas que atacan a vuestra raza y los efectos posterioreshabrían sido dolorosos; Nicolás habría permanecido en cama durante cuarenta y seisaños, paralítico como un tronco, ciego, sordo, mudo, pidiendo noche y día queviniera la muerte a liberarlo. ¿Quieres que vuelva a hacer que su vida sea la de antes?

—¡Oh, no! ¡No, por nada del mundo! Déjala, por caridad y compasión, de esemodo.

—Sí, es mejor. Puesto a cambiar un eslabón de su vida, con ningún otro cambiopodía hacerle un favor tan grande. Tenía un billón de posibles cursos de su vida, peroninguno de ellos era digno de vivirse; todos ellos estaban cargados de miserias ydesastres. De no haber sido por mi intervención, él habría llevado a efecto su hazañavalerosa de aquí a doce días (una hazaña que se realizaría en seis minutos) y obtendríacomo recompensa los cuarenta y seis años de dolor y sufrimiento de que he hablado.Se trata de uno de los casos a que me refería antes, cuando dije que hay ocasiones en

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las que un acto que produce a quien lo ejecuta una hora de felicidad y de propiasatisfacción se paga con años de sufrimiento, se paga o se castiga.

Yo me pregunté de qué porvenir quedaría salvada la pobre Lisa su tempranamuerte. Él contestó mi pensamiento:

—La librará de diez años de dolor y de lento restablecimiento a consecuencia deun accidente, y luego diecinueve años de enfangamiento, vergüenza, depravación ycrimen, y de acabar en manos del verdugo. De aquí a doce días morirá; si estuviese enmanos de su madre, ésta le salvaría la vida. ¿No soy yo más cariñoso con ella que sumadre?

—Sí, desde luego, y más sabio.—Pronto se verá el caso del padre Pedro. Será absuelto, porque hay pruebas

incontrovertibles de su inocencia. —¿Cómo puede ser eso, Satanás? ¿Lo dices comolo sientes?

—Lo sé. Recobrará su buen nombre y vivirá feliz el resto de su vida.—No me cuesta nada creerlo. Bastará el que recobre su buen nombre para que lo

sea.—No vendrá de ahí su felicidad. Hoy cambiaré su vida para bien suyo. No sabrá

jamás que su nombre ha sido reivindicado.En mi cerebro, y de una manera modesta, pedí detalles, pero Satanás no hizo caso

alguno de mi pensamiento. Acto continuo saltó mi pensamiento al astrólogo, y mepregunté dónde andaría en ese momento.

—En la Luna —contestó Satanás, en tono tembloroso, que yo tomé por glogloteode risa—. Y además lo mandé al lado frío de la misma. Ignora dónde se encuentra, yestá pasando un rato poco agradable. Sin embargo, no le viene mal, porque es lugarfavorable para sus estudios estelares.

Luego lo necesitaré aquí, y lo traeré, posesionándome otra vez de él. Es unhombre que tiene por delante una vida larga, cruel y odiosa; pero yo la cambiaré,porque ninguna animadversión siento en contra suya, y quiero mostrarme cariñosocon él. Creo que lo haré quemar. ¡Así eran de extrañas sus ideas acerca del cariño!Pero los ángeles están hechos de ese modo, y no conocen otro mejor. Ellos noproceden como nosotros; además, los seres humanos ninguna importancia tienen paraéstos; los toman como simples rarezas. A mí me extrañó que hubiese ido a llevar alastrólogo tan lejos; hubiera podido del mismo modo dejarlo caer dentro de Alemania,donde lo tendría a mano.

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—¿Tan lejos? —dijo Satanás—. Para mí no hay lugar alejado; para mí no existe ladistancia. El sol se encuentra a menos de cien millones de millas de aquí, y la luz quenos alumbra sólo ha tardado ocho minutos en llegar; pero yo puedo hacer ese vuelo ocualquier otro en una fracción de tiempo tan pequeñísima, que no puede ser medidacon el reloj. Sólo tengo que pensar en el viaje, y con ello ya está realizado.

Extendí mi mano y dije:—La luz cae sobre mi mano; Satanás, piensa en poner en ella un vaso de vino.Así lo hizo; yo bebí el vino.—Rompe el vaso —me dijo él.Lo rompí.—Ya ves que es real. Los aldeanos se imaginaron que las bolas de metal eran

materia de magia y que se disolverían como el humo. Les dio miedo tocarlas. ¡Quéraza más curiosa es la vuestra! Pero ven conmigo; tengo algo que hacer. Te dejaréacostado en tu cama —dicho y hecho; luego se marchó; pero su voz me llegó a travésdé la lluvia y de la oscuridad, diciendo—: Sí, cuéntaselo a Seppi, pero a nadie más.

Era contestación a lo que yo estaba pensando.

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Capítulo VIII

El sueño no quería acudir. No porque yo estuviese orgulloso de mis viajes, ni mesintiese excitado por haber recorrido el extenso mundo hasta la China, ni porquesintiese menosprecio de Bartel Sperling, el viajero, como se llamaba a sí mismo,mirándonos de arriba abajo, porque él marchó en cierta ocasión a Viena, y era el únicomuchacho de Seldorf que había hecho ese viaje y había visto las maravillas delmundo. En otro momento eso me habría mantenido despierto, pero ahora no meproducía efecto alguno. No, mi alma estaba llena de Nicolás; mis pensamientosgiraban únicamente a su alrededor, acordándome de los días alegres que habíamospasado juntos retozando y jugando por los bosques, los campos y el río durante loslargos días veraniegos, y patinando o esquiando durante el invierno, cuando nuestrospadres nos creían en la escuela. Y ahora él salía de mi joven vida, y los veranos y losinviernos llegarían y pasarían, y nosotros seguiríamos vagabundeando y jugandocomo antes, pero su lugar permanecería vacío; ya no lo veríamos nunca más.

Mañana, él no sospecharía nada, sería el mismo de siempre; el oír su risa sería paramí un duro golpe, y el verlo hacer cosas ligeras y frívolas, porque para mí él era ya uncadáver, de manos de cera y ojos sin vida, y yo lo estaría viendo con la caraenmarcada en su mortaja; al siguiente día él no sospecharía nada, ni al otro, y en todoese tiempo aquel puñado de días que le quedaba pasaría rápidamente, y el terriblesuceso se iría acercando y acercando; su destino se iría cerrando cada vez más a sualrededor, y nadie sino Seppi y yo lo sabríamos.

Doce días. Sólo doce días. Era terrible pensar semejante cosa.Me fijé en que ya no lo llamaba en mi pensamiento con los diminutivos familiares,

Nick y Nicolasito, sino que lo llamaba de una manera reverente con su nombre yapellido, como cuando_ se habla de los muertos. De la misma manera, siempre queacudían en tropel a mi pensamiento desde el pasado los recuerdos de los incidentes denuestra camaradería, me fijaba en que, por lo general, se trataba de casos en que yo lehabía causado algún daño o alguna lastimadura; esos recuerdos constituían para míuna reprimenda y una censura; mi corazón sentíase retorcido por el remordimiento, lomismo que nos ocurre cuando nos acordamos de las desatenciones tenidas conamigos que pasaron al otro lado del velo, y que nosotros desearíamos volver a tener anuestro lado, aunque sólo fuese por un instante, para arrodillarnos ante ellos ydecirles: «Compadeceos y perdonad».

En cierta ocasión, teniendo nosotros nueve años, marchó él a hacer un encargo en

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casa del frutero, que distaba de allí casi dos millas; el frutero le dio de regalo unamanzana grande y magnífica, y Nicolás venía corriendo a casa con su manzana, casifuera de sí de asombro y placer; yo me tropecé con él, y me dejó ver la manzana, sinocurrírsele pensar en una mala acción, porque me escapé con ella, y me la fuicomiendo a medida que corría, mientras él me seguía pidiéndomela: cuando mealcanzó, yo le ofrecí corazón de la manzana, que era todo lo que había quedado, y meeché a reír. Él se alejó llorando, y me dijo que su intención era dársela a su hermanita.

Esas palabras me dejaron apabullado, porque la niña estaba convaleciendo de unaenfermedad Nicolás habría pasado unos momentos de orgullosa satisfaccióncontemplando el júbilo y la sorpresa niña, y recibiendo sus caricias. Pero yo sentívergüenza de decir que estaba avergonzado; me limité a pronunciar algunas frasesrudas y ruines, simulando que aquello no me importaba, y él no contestó con palabrapero en su rostro se pintó una expresión dolorida al alejarse su casa; esa expresióndolorida se me representaba a mí muchas veces años después durante la noche, y eracomo una censura que me hacía sentirme nuevamente abochornado. Ese recuerdo fuequedándose borroso en mi memoria poco a poco, y por fin desapareció; pero ahoravolvió de nuevo, y no volvió borroso.

En otra ocasión, cuando teníamos once años, estando yo en la escuela volqué latinta y estropeé cuatro cuadernos, corriendo peligro de un severo castigo; le cargué aél la culpa, y él se llevó los azotes.

Hacía un año nada más que yo le había hecho una trampa en una transacción,dándole un gran anzuelo de pescar, que estaba medio roto, a cambio de tres anzuelospequeños. El primer pez que picó rompió el anzuelo, pero Nicolás no supo que yotenía la culpa, y se negó a aceptar la devolución de los tres anzuelos pequeños, que miconciencia me obligó a ofrecerle, limitándose a decir: «Un negocio es un negocio; elanzuelo era malo, pero tú no tenías la culpa».

No, yo no podía dormir. Aquellas pequeñas acciones ruines eran para mí unacensura y una tortura, que me producían un dolor mucho más agudo que el que sesiente cuando los actos injustos se han cometido con personas que están con vida.

Nicolás vivía, pero eso no importaba, porque para mí era ya como un difunto. Elviento seguía gimiendo alrededor de los aleros del tejado; la lluvia seguíatamborileando en los cristales de la ventana.

Por la mañana me fui en busca de Seppi y se lo conté. Fue cerca del río. Movió loslabios, pero no dijo nada; parecía aturdido y como entontecido, y su cara se puso muy

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pálida. Permaneció en esa actitud algunos momentos; las lágrimas acudían a sus ojos,y entonces echó a andar, y yo me agarré a su brazo y fuimos caminandomeditabundos, pero sin hablar. Cruzamos el puente y paseamos por los prados,subiendo hasta las colinas y los bosques, hasta que recobramos el uso de la palabra, ynuestra conversación brotó libremente; sólo hablamos de Nicolás, recordando la vidaque habíamos llevado en su compañía. De cuando en cuando decía Seppi, comohablando consigo mismo:

—¡Doce días! ¡Menos de doce días!Nos dijimos que era preciso que pasásemos todo ese tiempo junto a él;

necesitábamos tener todo cuanto de su persona nos era posible; los días eran ahora degran valor. Pero no fuimos en busca suya. Aquello habría sido como ir al encuentrode los muertos, y eso nos asustaba. No lo dijimos, pero ése era el sentir nuestro. Poreso, cuando al doblar un recodo nos encontrarnos cara a cara con Nicolás,experimentamos un golpe doloroso. Él nos gritó alegremente:

—¡Ejejé! ¿Qué ocurre? ¿Es que habéis visto un fantasma?No lográbamos articular palabra, pero tampoco tuvimos ocasión de hacerlo;

Nicolás estaba dispuesto a hablar por todos; acababa de encontrarse con Satanás, y esolo traía muy alegre. Satanás le había contado nuestro viaje a China, y él le habíasuplicado que le hiciese hacer un viaje, y Satanás se lo había prometido. Había de serun viaje a un país lejanísimo, maravilloso y bello; Nicolás le había pedido que nosllevase también a nosotros, pero él le contestó que no, que quizá nos llevase anosotros alguna vez, pero no ahora. Satanás vendría a buscarlo el día 13, y Nicoláscontaba ya con impaciencia las horas.

Aquél era el día fatal. También nosotros estábamos contando ya las horas.Fuimos caminando millas y millas, siempre por senderos que habían sido los

preferidos por nosotros cuando éramos pequeños, y esta vez no hicimos otra cosa quehablar de los viejos tiempos. Toda la alegría estaba de parte de Nicolás; nosotros noconseguíamos librarnos de nuestro abatimiento. El tono que empleábamos hablando aNicolás era tan extraordinario, cariñoso, tierno y nostálgico, que él lo advirtió y quedócomplacido; a cada momento lo hacíamos objeto de pequeñas muestras de cortesíarespetuosa y le decíamos:

«Espera, permíteme que lo haga yo por ti», y esto le satisfacía muchísimo también.Yo le regalé siete anzuelos, todos los que yo tenía, y le obligué a tomarlos; Seppi le diosu cortaplumas nuevo y una peonza zumbadora pintada de rojo y amarillo,

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expiaciones de trampas que le había hecho en otro tiempo, según supe más tarde, y delas que probablemente ya no se acordaba Nicolás. Estos detalles le conmovieron, y noacababa de creer que nosotros le quisiésemos tanto; el orgullo y la gratitud que sintiópor esa conducta nuestra nos llegó al alma, porque no nos los merecíamos. Cuandonos despedimos, marchaba él radiante, asegurándonos que jamás había pasado un díamás feliz.

Mientras caminábamos hacia casa, dijo Seppi:—Nosotros lo apreciamos siempre, pero nunca tanto como ahora, cuando vamos a

perderlo.El siguiente día y todos los demás pasamos todo el tiempo que tuvimos disponible

con Nicolás, y completamos ese tiempo con el que nosotros —y él— hurtábamos altrabajo y a otras obligaciones; esta conducta nos valió a los tres fuertes reprimendas yalgunas amenazas de castigo. Dos de nosotros nos despertábamos todas las mañanascon un sobresalto y un estremecimiento, diciendo a medida que corrían los días:«Sólo quedan diez»; «Sólo quedan nueve»;

«Sólo quedan ocho»; «Sólo quedan siete». Siempre estrechándose el plazo.Nicolás se mantenía constantemente alegre y feliz, muy intrigado al ver que nosotrosno nos sentíamos lo mismo. Recurría a toda su inventiva para idear medios dealegrarnos, pero su éxito era ficticio; se daba cuenta de que nuestra jovialidad no nacíadel corazón, y de que las carcajadas que lanzábamos siempre tropezaban con algunaobstrucción, experimentaban algún daño y acababan convertidas en un suspiro.Intentó descubrir la causa, diciendo que quería ayudarnos a salir de nuestrasdificultades o hacerlas más llevaderas compartiéndolas con nosotros; tuvimos, pues,que contarle infinidad de mentiras para engañarlo y apaciguarlo.

Lo que más nos angustiaba de todo era el que no cesaba de hacer proyectos, y queesos proyectos iban a veces más allá del día 13. Siempre que ocurría eso, nosotrossuspirábamos allá en nuestro interior. Él no pensaba otra cosa que en descubrir algúnmodo para dominar nuestro abatimiento y reanimarnos; finalmente, cuando ya sólo lequedaban tres días de vida, dio con la idea acertada, y esto le produjo gran júbilo; laidea consistía en celebrar una fiesta, y baile de muchachos y muchachas en losbosques, en el lugar mismo en que encontramos por vez primera a Satanás, y la fiestase celebraría el día 14. Aquello era espantoso, porque en ese día habían de celebrarsesus funerales. No podíamos arriesgarnos a protestar; nuestras protestas sólo habríanarrancado un «¿Por qué?», al que nosotros no podíamos contestar. Quiso que le

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ayudásemos a invitar a sus obsequiados, y lo hicimos, porque nada se puede negar aun amigo moribundo. Pero aquello fue espantoso, porque a lo que estábamosinvitando era a sus funerales. ¡Qué once días terribles! Sin embargo, con toda unavida interponiéndose hacia atrás entre el día de hoy y aquel entonces, esos díasresultan todavía gratos a mi memoria y hermosos.

Efectivamente, fuero: días de compañerismo con los muertos sagrados para uno, yyo no he conocido otra camaradería tan íntima y tan valiosa. Nos aferrábamos a lashoras y a los minutos, recontándolos a medida que pasaban, y despidiéndonos deellos con el mismo dolor y sensación de despojo que siente un avaro al ver que learrancan su tesoro moneda a moneda los ladrones y él ni puede impedirlo.

Cuando llegó la noche del último día estuvimos ausentes de nuestras casasdemasiado tiempo; Seppi y yo tuvimos la culpa; no podíamos hacernos a la idea desepararnos de Nicolás; fue, pues, muy tarde cuando nos despedimos junto a su puerta.Permanecimos allí un rato escuchando, y ocurrió lo que temíamos. Su padre le aplicóel castigo prometido, y nosotros oímos los gritos del muchacho. Pero sóloescuchamos un momento, porque salimos corriendo, llenos de remordimiento poraquello de que nosotros éramos culpables. Lo lamentábamos, además, por el padre, ypensábamos: «¡Si él supiera, si él supiera!».

Nicolás no se reunió por la mañana con nosotros en el lugar señalado, y por esofuimos a su casa para ver qué ocurría. Su madre dijo:

—A su padre se le ha agotado la paciencia con las cosas que ocurren, y ya no estádispuesto a tolerar más. La mitad del tiempo no se encuentra a Nicolás en el momentoen que se le necesita; luego resulta que él ha estado merodeando por ahí con vosotrosdos. Su padre le dio esta noche una tanda de azotes. Siempre me había producido estogran pesar, y muchas veces yo lo había salvado de los azotes a fuerza de suplicar alpadre; pero esta vez mis súplicas fueron inútiles, porque también a mí se me habíaagotado la paciencia.

—¡Ojalá que esta vez, precisamente, le hubiese librado de los azotes! —dije yo,temblándome un poco la voz—; quizá ese recuerdo sirviese de consuelo a vuestrocorazón algún día.

La madre estaba planchando mientras hablaba, vuelta de espaldas hacia mí. Sevolvió con expresión de sobresalto y de interrogación, y me dijo: ¿Qué quieres decircon eso?

Me pilló de sorpresa, y no supe qué decirle; fue un momento embarazoso, porque

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la madre siguió mirándome; pero Seppi estaba alerta, y habló de este modo:—Veréis: no cabe duda que sería más grato el recordar eso, porque precisamente

la razón de que llegásemos tan tarde fue que Nicolás se puso a contarnos lo buena quees usted con él, y que cuando usted se halla presente lo salva siempre de los azotes;Nicolás hablaba tan de corazón, y nosotros le escuchábamos tan llenos de interés, queni él ni nosotros nos fijamos en que se hacía tarde.

—¿Dijo él eso? ¿Lo dijo? —la madre se llevó el delantal a los ojos.—Pregúnteselo usted a Teodoro; ya verá como le dice lo mismo.—Mi Nicolasito es un muchacho bueno y encantador —dijo la madre—. Me pesa

haber dejado que su padre le azotase; nunca más lo consentiré. ¡Y pensar que mientrasyo estaba aquí, irritada y furiosa contra él, mi Nicolasito estaba amándome yelogiándome! ¡Válgame Dios, si una hubiera podido saberlo! Si supiésemos las cosas,jamás cometeríamos errores; pero sólo somos unos pobres animalitos mudos quetanteamos a nuestro alrededor y cometemos toda clase de errores. Nunca recordaré lanoche pasada sin que me duela el corazón.

Aquella mujer era como todas las demás; durante aquellos días lastimosos, nosparecía que nadie era capaz de abrir la boca sin que dijese algo que nos hacíaestremecer. Todos tanteaban a su alrededor, y desconocían lo verdadero, lodolorosamente verdadero de aquellas cosas que decían de casualidad.

Seppi preguntó si podría Nicolás salir con nosotros.—Lo siento —contestó ella—, pero no puede. Su padre, para castigarle más, le ha

prohibido salir de casa en todo el día. ¡Qué magnífica esperanza se apoderó denosotros! Lo advertí en los ojos de Seppi. Pensábamos: «Si no le dejan salir de casa,no podrá ahogarse». Seppi preguntó para cerciorarse del todo: —¿Tendrá que estaraquí todo el día, o sólo por la mañana?

—Todo el día. Es un dolor, porque el tiempo es magnífico, y Nicolás no estáacostumbrado a permanecer encerrado en casa. Pero anda muy atareado con lospreparativos de la fiesta que ha de dar, y quizá eso le distraiga. ¡Ojalá que no se sientademasiado solo!

Seppi vio en su mirada que sus palabras eran una expresión de lo que ella sentía, yeso le animó a preguntarle si no podríamos subir a donde estaba Nicolás para ayudarleasí a pasar el día.

—¡Con muchísimo gusto! —exclamó la madre con gran cordialidad—. A eso lellamo yo verdadera amistad, pudiendo como podríais salir a los campos y pasar un día

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delicioso. Sois buenos muchachos, lo reconozco, aunque no siempre encontráis modosatisfactorio de demostrarlo. Tomad estos pasteles, para vosotros, y dadle éste a él, departe de su madre.

La primera cosa en que nos fijamos al entrar en el cuarto de Nicolás fue la hora.Eran las diez menos cuarto. ¿Era posible que fuese exacta esa hora? ¡Sólo le quedabanunos pocos minutos de vida! Sentí que se me contraía el corazón. Nicolás dio un saltoy nos acogió con la mayor alegría. Se hallaba muy animado con sus proyectos para lafiesta, y no había sentido la soledad.

—Sentaos —dijo, y mirad lo que estuve haciendo. He terminado cometa, que,como vais a ver, es una hermosura. La tengo secando en cocina; voy por ella.

Nuestro amigo había gastado sus pequeños ahorros en chucherías caprichosas devarias clases, para ofrecerlas de premio en los juegos; Las tenía expuestas sobre lamesa, y producían un efecto encantador y vistoso.

Nos dijo:—Examinad todo eso a vuestro gusto mientras voy a que mi madre planche la

cometa, por si no es aún bastante seca.Salió de la habitación y bajó ruidosamente escaleras abajo, silbando al mismo

tiempo.Nosotros no nos entretuvimos mirando aquello; nada lograba interesarnos fuera

del reloj. Permanecimos en silencio con los ojos clavados e él, escuchando su tictac;cada vez que el minutero avanzaba un saltito, nosotros hacíamos un signo de asentímiento con la cabeza, como queriendo decir que ya quedaba un minuto menos quecubrir en la carrera entre la vida y la muerte. Finalmente, Seppi respiróprofundamente y dijo:

—Faltan dos minutos para las diez. Dentro de siete minutos más habrá salvado elpunto mortal. ¡Teodoro, ya verás cómo se salva! Nicolás va a…

—¡Chitón! Yo estoy como sobre alfileres. Fíjate en el reloj y no hables.Cinco minutos más. La tensión y la nerviosidad nos hacían jadear. Otros tres

minutos, y se oyeron pasos en la escalera.—¡Salvado! —nos pusimos en pie de un salto, y nos volvimos de cara a la puerta.Quien entró fue la anciana madre trayendo la cometa. Y nos dijo:—¿Verdad que es una hermosura? ¡Válgame Dios, y cómo ha trabajado en ella!,

creo que desde que amaneció; sólo la terminó momentos antes que vosotros llegaseis—la madre se apoyó en la pared, después de retroceder para mirarla en conjunto—. Él

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mismo dibujó las figuras, y yo creo que están muy bien hechas. La que no está muybien es la iglesia; no tengo más remedio que reconocerlo; pero fijaos en el puente;cualquiera lo reconocerá al instante. Me pidió que os la subiese, ¡válgame Dios! Sonya las diez y siete minutos, y yo…

—Pero ¿dónde está Nicolás?—¿Él? Vendrá en seguida; salió un instante nada más.—¿Que ha salido de casa?—Sí. Cuando bajó antes acababa de entrar la madre de la pequeña Lisa, y nos dijo

que la niña se había marchado no sabía ella adonde, y como estaba intranquila, yo ledije a Nicolás que no se preocupase de la orden de su padre y que fuese a buscarla.¡Pero qué pálidos os habéis puesto los dos! Yo creo que estáis enfermos.

Sentaos; os traeré alguna cosilla. Parece que el pastel no os ha sentado bien. Es unpoco pesado, pero yo creí…

La mujer salió de la habitación sin terminar la frase, y nosotros nos precipitamoshacia la ventana de la parte posterior y miramos hacia el río. Al otro extremo delpuente se había reunido una gran multitud, y de todas partes corría la gente hacia allí.

—¡Todo ha terminado, pobre Nicolás! Pero ¿por qué, por qué le dejaría su madresalir de casa?

—Retírate de ahí —dijo Seppi medio sollozando—. Ven rápidamente; nos seráimposible aguantar el espectáculo de la madre; dentro de cinco minutos ya lo sabrá.

Pero no pudimos eludirlo. La madre se tropezó con nosotros cuando empezaba asubir las escaleras, trayendo en la mano bebidas cordiales; nos hizo volver a entrar,sentarnos y tomar aquella medicina. Acto continuo se quedó mirando el efecto quenos había producido, y no quedó satisfecha; nos hizo, pues, esperar, y no cesó decensurarse a sí misma por habernos hecho comer aquel pastel indigesto.

Y poco después ocurrió lo que nosotros temíamos tanto. Se oyó fuera ruido depasos y arrastre de pies, entrando luego solemnemente gran cantidad de personas quevenían con la cabeza descubierta, y que depositaron encima de la cama los cuerpos delos dos muchachos ahogados.

—¡Oh Dios mío! —gritó llorando la pobre madre, y cayó de rodillas y enlazó consus brazos a su hijo muerto, y empezó a cubrirle la húmeda cara de besos—. ¡He sidoyo la que le envió, he sido yo la causante de su muerte! Si yo hubiese obedecido y lehubiese mantenido dentro de casa, no habría ocurrido esto. He sido justamentecastigada; anoche le traté de un modo cruel, cuando me suplicaba a mí, su propia

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madre, que fuese su amiga.Siguió hablando y hablando de esta manera, y todas las mujeres lloraban, se

compadecían de ella y se esforzaban por consolarla; pero ella no podía perdonarse loque había hecho, y no admitía consuelos; siguió repitiendo que si ella no lo hubiesemandado fuera de casa, su hijo seguiría ahora bien y con vida, habiendo sido ella lacausante de su muerte.

Esto demuestra la tontería que cometen las gentes cuando se censuran a sí mismaspor cualquier cosa que han hecho. Satanás lo sabía, y por eso dijo que no ocurre nadaque la primera acción de vuestra vida no haya dejado ya dispuesta, y hecho inevitable;de modo, pues, que por iniciativa propia vuestra no os es posible nunca alterar el plano realizar un acto que rompa uno de los eslabones.

Acto continuo oímos alaridos, y Frau Brandt se abrió desatinadamente paso porentre la multitud; traía las ropas en desorden y la cabellera suelta y se arrojó sobre suhija muerta, lanzando gemidos, besándola y dirigiéndole frases tiernas y cariñosas; alrato se puso en pie, casi agotada por los ímpetus de su apasionada emoción; apretó elpuño y lo levantó hacia el cielo; su cara, empapada de lágrimas, tomó una expresióndura y rencorosa, y dijo:

—Durante cerca de dos semanas he tenido sueños, presentimientos ypremoniciones de que la muerte me iba a arrebatar lo que para mí tenía mayor valor, yyo me he arrastrado día y noche, noche y día, por el polvo, delante de Dios, rogándoleque se apiadase de mi hija inocente y que la guardase de todo mal, ¡y he aquí larespuesta de Dios!

Ya veis: Dios había salvado a la niña de un mal, pero la madre lo ignoraba.Se enjugó las lágrimas de los ojos y de las mejillas, permaneció un rato inclinada,

mirando a la niña con ojos muy abiertos, acariciándole la cara y los cabellos con lasmanos; de pronto habló otra vez con el mismo tono rencoroso:

—No hay compasión alguna en el corazón de Dios.Jamás volveré a rezar.Levantó y apretó contra su pecho a la niña muerta, y salió de allí, mientras la

multitud se echaba atrás abriéndole paso, muda de espanto por las terribles palabrasque acababan de oír. ¡Pobre mujer aquella! Es cierto, como había dicho Satanás, quenosotros no sabemos distinguir la buena de la mala suerte, y que constantementetomamos la una por la otra. De entonces acá he oído yo a muchas personas pedir aDios que salvase la vida de algunos enfermos; yo no lo he hecho nunca.

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Ambos funerales se celebraron al mismo tiempo en nuestra iglesita, al siguientedía. Todos se hallaban allí presentes, incluso los invitados a la fiesta. También estabaallí Satanás, y eso estaba puesto en razón, porque era obra suya el que hubiesen tenidolugar aquellos funerales. Nicolás se había marchado de esta vida sin absolución, y serealizó una colecta para decir misas, a fin de sacarlo del purgatorio. Sólo se reunieronlos dos tercios del dinero necesario, y los padres iban a tratar de pedir prestado lo quefaltaba, pero Satanás se lo dio. Nos dijo en secreto que no existía el purgatorio, peroque él había contribuido a fin de que los padres de Nicolás y sus amigos se ahorrasendificultades y angustias. A nosotros nos pareció muy bien aquella acción suya, pero élnos dijo que a él no le costaba nada el dinero.

Llegados al cementerio, un carpintero al que la madre de la pequeña Lisa debíacincuenta moneditas de plata por trabajos hechos el año anterior, embargó el cadáver.La madre no había podido pagar hasta entonces aquella deuda, y tampoco podíapagarla ahora. El carpintero se llevó el cadáver a su casa y lo tuvo cuatro días en subodega; en todo ese tiempo la madre no salió de aquella casa, llorando y suplicándole;entonces el carpintero enterró a la niña en el patio del ganado de un hermano suyo, sinninguna ceremonia religiosa. Esto hizo enloquecer de dolor y de vergüenza a la madre,que abandonó sus tareas y recorrió diariamente la población, maldiciendo alcarpintero y blasfemando de las leyes del emperador y de la Iglesia, dando con ello unespectáculo lamentable. Seppi suplicó a Satanás que interviniese, pero éste le contestóque el carpintero y los demás eran miembros de la raza humana y actuabanperfectamente desde el punto de vista de esa clase de animal.

Intervendría, desde luego, si descubriese a un caballo actuando de ese modo, ynosotros deberíamos informarle si acaso tropezábamos con un caballo que seconducía como ser humano, porque él entonces se lo impediría. Nosotros creímos queaquello era pura ironía, porque, como es natural, no existía caballo semejante.

Pero al cabo de algunos días descubrimos que a nosotros se nos hacíainsoportable el dolor de aquella pobre mujer, y pedimos a Satanás que examinase losdistintos cursos posibles de su vida, para ver si no podía darle uno nuevo, mirandopor el bien de ella. Nos contestó que el curso más largo de sus distintas vidas posiblesle daba cuarenta y cuatro años, y el más breve, veintiuno, y que ambos estabancargados de dolores, hambres, frío y sufrimiento. Lo único que él podía hacer enbeneficio de esa mujer era el permitirla escamotear cierto eslabón de allí a tresminutos; y nos preguntó si queríamos que lo hiciese. Era un plazo de tiempo muy

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breve el que teníamos para decidir: la excitación nerviosa nos dejó destrozados, yantes que pudiéramos dominarnos y preguntar detalles nos dijo que el plazo iba aterminar pocos segundos después; por eso jadeamos de pronto:

—¡Hazlo!—Ya está hecho —dijo—; ella iba a doblar una esquina; la hice volver atrás; esto

ha cambiado el curso de su vida.—¿Y qué ocurrirá ahora, Satanás?—Ya está ocurriendo lo que ha de ocurrir. Se ha trabado de palabras con Fischer,

el tejedor. Fischer, llevado de su ira, realizará lo que sin este accidente no habríallevado a cabo. Ese hombre se hallaba presente cuando la mujer se quedócontemplando el cadáver de su hija y pronunció aquellas blasfemias. —¿Y qué hará?

—Lo está haciendo ya. La está denunciando. De aquí a tres días esa mujer seráquemada en el poste.

Nos quedamos sin habla; el horror nos dejó helados, porque si nosotros no noshubiésemos entremetido en la carrera de su vida, se habría ahorrado aquel destinoespantoso. Satanás vio nuestros pensamientos, y dijo:

—Lo que estáis pensando es estrictamente humano, es decir, un desatino. Lamujer sale ganando con esto. En cualquier momento que ella hubiese muerto, habríaido al cielo. Gracias a esta muerte tan próxima gana veintinueve años de cielo más delo que le estaba destinado, y se ahorra veintinueve años de miserias aquí abajo.

Un momento antes habíamos estado diciéndonos rencorosamente que nunca mássolicitaríamos favores de Satanás para amigos nuestros, porque no parecía saber otramanera de portarse amablemente con una persona si no era matándola; pero ahoracambiaba todo el aspecto del caso, y nos alegrábamos de lo que habíamos hecho,sintiéndonos plenamente felices al recordarlo.

Al cabo de un rato empecé yo a sentirme turbado pensando en Fischer, y lepregunté tímidamente:

—¿Acaso este episodio cambia también el curso de la vida de Fischer Satanás?—¿Que si lo cambia? ¡Claro que sí! Radicalmente. Si él no se hubiese tropezado

hace unos momentos con Frau Brandt habría muerto el año próximo, de treinta ycuatro años, Ahora vivirá hasta los noventa, y llevará una vida muy próspera y feliz,tal como marchan las vidas humanas.

Nosotros sentimos gran júbilo y orgullo en lo que habíamos hecho en favor deFischer, y esperábamos que Satanás simpatizase con estos sentimientos; pero no dio

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señal alguna de simpatizar, y eso nos produjo desasosiego. Esperamos que él hablase,pero no habló; por eso, y para enjugar nuestra preocupación tuvimos que preguntarlesi aquella buena suerte de Fischer no tendría ningún inconveniente. Satanás meditó unmomento en el problema, y dijo después con cierta vacilación:

—Pues veréis, el tema es delicado. Bajo los diversos cursos posibles de vida queantes tenía ese hombre, al final iría al cielo.

Nos quedamos boquiabiertos de espanto:—¡Oh Satanás! Y dentro de este…—Ea, no os angustiéis de esa manera. Vosotros intentasteis con toda sinceridad

hacerle un favor; eso debe consolaros. —¡Válganos Dios, válganos Dios! Eso nopuede servirnos de consuelo. Deberías habernos dicho las consecuencias de lo quehacíamos, y entonces nuestra conducta habría sido otra.

Pero nuestras palabras no le impresionaron. Jamás había sentido él pena ni pesar,e ignoraba en qué consistían, o al menos lo ignoraba de una manera verdaderamentepráctica. Sólo sabía de esas cosas teóricamente, es decir, intelectualmente. Como esnatural, eso no aprovecha. Es imposible obtener otra cosa que una noción vaga eincompleta de tales cosas como no sea por experiencia. Nos esforzamos todo cuantopudimos en hacerle comprender la cosa tan espantosa que había realizado, y de quémanera quedábamos nosotros complicados en ella, pero no pareció que llegase apenetrar bien en el asunto. Aseguró que él no le concedía importancia al lugar adondeiría a parar Fischer; en el cielo no lo echarían de menos, porque allí eran muchosIntentamos hacerle ver que se salía por completo del tema; que Fischer, y no losdemás, era el indicado para decidir sobre la importancia de la cuestión; pero todo fueinútil; dijo que le tenía sin cuidado Fischer, y que los Fischer abundaban muchísimo.

Un momento después pasó por el otro lado del camino Fischer; el verlo nos diomareos y desmayos, recordando la condenación que le esperaba y de la que nosotroséramos la causa. ¡Y qué inconsciente marchaba de todo cuanto le había ocurrido! Seadvertía en lo elástico dé su caminar y en lo vivaz de sus maneras que estaba muycontento por la mala jugarreta que le había hecho a la pobre Frau Brandt. A cadamomento volvía la cabeza para mirar por encima del hombro hacia atrás, como quienesperaba algo. En efecto, muy pronto vino en la misma dirección Frau Brandt, entrecorchetes y amarrada con cadenas tintineantes. Tras ella marchaba el populacho,mofándose y gritando:

—¡Blasfema y hereje!

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Entre aquellas gentes había convecinas y amigas suyas de tiempos más felices.Algunas de esas personas intentaron golpearla, y los corchetes no se tomaban todo eltrabajo que hubieran podido a fin de impedírselo.

—¡Oh Satanás, impídeselo! —se nos escapó esta exclamación antes de recordarque no podía interrumpir aquello ni por un solo instante sin cambiar todo el cursoposterior de sus vidas.

Pero dio un ligero soplido, con los labios en dirección a la gente, y ésta empezó avacilar y tambalearse, pretendiendo agarrarse con las manos al espacio vacío; actocontinuo se desbandaron y huyeron en todas direcciones, dando alaridos, como sifuesen víctimas de un sufrimiento intolerable. Había bastado aquel pequeño soplopara romper a cada uno de ellos una costilla. No pudimos menos de preguntar si conaquello había cambiado el curso posterior de la vida de aquellas personas.

—Por completo. Algunas han ganado años, otras los han perdido.Algunas se beneficiarán de distintas maneras por el cambio, pero sólo esas pocas.No preguntamos si nuestra iniciativa había traído a algunas de esas personas la

misma suerte que al pobre Fischer. No quisimos saberlo. Creímos firmemente en eldeseo que tenía Satanás de favorecernos, pero empezábamos a perder confianza en sujuicio.

Entonces empezó a desaparecer, dejando paso a otros intereses, aquella ansiedadnuestra cada vez mayor de hacer que revisase el curso de nuestras vidas y quesugiriese mejoras en las mismas.

Toda la aldea se vio envuelta en una tempestad de chismorreos durante un par dedías a propósito del caso de Frau Brandt y de la misteriosa calamidad que había caídosobre la multitud; cuando compareció al juicio, el local se hallaba atiborrado de gente.Fue cosa fácil dejarla convicta de sus blasfemias porque había pronunciado una y otravez aquellas palabras terribles, y se negó a retractarse de ellas. Cuando se le advirtióque estaba poniendo en peligro su vida, contestó que le harían un favor quitándosela,que no la quería para nada, que prefería vivir en el infierno con los diablos deprofesión que no con sus imitadores en la aldea. La acusaron de que había rotoaquellas costillas por arte de hechicería, preguntándole si no era una bruja. Ellacontestó mofándose:

—No. ¿Os dejaría con vida ni siquiera cinco minutos a ninguno de vosotros,hipócritas malvados, si yo tuviese esos poderes? No; os dejaría muertos a todos en elacto. Pronunciad vuestra sentencia y dejadme morir; estoy cansada de vivir con

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vosotros.La declararon, pues, culpable, fue excomulgada y apartada de los júbilos

celestiales y condenada a las hogueras del infierno; acto continuo la vistieron con unatúnica burda y la entregaron al brazo secular, conduciéndola a la plaza del mercado. Lacampana doblaba mientras tanto solemnemente a muerto. La vimos encadenada alposte, y vimos también alzarse en el aire tranquilo la primera neblina de humo azul.Entonces la expresión del rostro de aquella mujer se suavizó, miró a la muchedumbreque se apretujaba delante de ella, y dijo cariñosamente:

—Hubo un tiempo en que jugamos juntos, en aquellos días lejanos en los queéramos unas criaturas inocentes. En recuerdo de aquellos días, yo os perdono.

Entonces nos alejamos, y no vimos cómo la consumía el fuego; pero escuchamossus alaridos, a pesar de que nos tapamos las orejas con los dedos. Cuando dejaron deoírse los alaridos, aquella mujer estaba ya en el cielo, a pesar de la excomunión. Ynosotros nos alegrábamos de su muerte, y ningún pesar sentíamos de haber sido loscausantes de la misma.

Cierto día, poco después de aquello, se nos apareció de nuevo Satanás. Nosotrosvivíamos en un constante acecho del mismo, porque cuando lo teníamos a nuestrolado no era la vida jamás una balsa de agua estancada. Se nos presentó en aquel lugardel bosque donde nos lo tropezamos por vez primera. Como éramos muchachos,deseábamos divertirnos; le suplicamos que nos hiciese alguna exhibición.

—Perfectamente —dijo—; ¿os agradaría contemplar una historia del progreso dela raza humana? ¿Del desarrollo de ese producto suyo que se llama civilización?

Le contestamos afirmativamente.Le bastó un pensamiento para convertir aquel lugar en el jardín del Edén, y vimos

a Abel orando junto a su altar. Acto continuo apareció caminando hacia donde Abelestaba, su hermano Caín, armado con su garrota; no pareció habernos visto, y mehabría pisado en un pie si yo no lo hubiese retirado hacia adentro. Habló a suhermano en un lenguaje que nosotros no entendimos; poco a poco se fue poniendoviolento y amenazador, y nosotros nos dimos cuenta de lo que iba a pasar, y miramosun momento hacia otro lado; pero oímos el chasquido de los golpes y alaridos ylamentos; luego se produjo el silencio, y contemplamos a Abel caído en medio de supropia sangre y dando las últimas boqueadas. Caín en pie a su lado, lo contemplaba,vengativo y sin muestras de arrepentimiento.

Se desvaneció aquella visión, y siguió a la misma una larga serie de guerras,

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asesinatos y degollinas conocidas para nosotros. Vino luego el diluvio y vimos el Arcabalanceándose de un lado para otro en las agua tormentosas y a lo lejos, veladas yconfusas por la lluvia, unas montañas altísimas. Satanás dijo:

—El progreso de vuestra raza no fue satisfactorio. Ahora tendrá otra oportunidad.Cambió la escena, y contemplamos a Noé, pasado del vino.Acto continuo, aparecieron Sodoma y Gomorra, «con la tentativa para descubrir

allí dos o tres personas respetables», según palabras de Satanás, Vino después Lot consus hijas, dentro de la caverna.

Vinieron después las guerras hebraicas, y vimos cómo los vencedores degollabana los supervivientes y al ganado propiedad de los mismos, salvando a las muchachasjóvenes, que luego se repartían entre ellos.

Vino después Jezabel; la vimos, deslizarse dentro de la tienda y atravesar con unclavo de parte a parte las sienes de su huésped dormido; nos hallábamos tan cerca quecuando saltó la sangre, formó ésta un pequeño arroyuelo rojo a nuestros pies, y sihubiésemos querido habríamos podido manchar en él nuestras manos.

Vinieron luego las guerras egipcias, las guerras griegas, las guerras romanas, quedejaron la tierra empapada con horrendos manchones de sangre; vimos las traicionesde que los romanos hicieron víctimas a los cartagineses, y el espectáculo repugnantede la degollina de este pueblo valeroso. Vimos también a César invadir Britania, noporque este pueblo bárbaro le hubiese hecho daño alguno, sino porque quería sustierras, y César anhelaba conceder las bendiciones de la civilización a sus viudas yhuérfanas, según explicó Satanás.

Después de eso nació la cristiandad. Entonces desfilaron por delante de nosotroslargas épocas europeas, y vimos de qué manera la cristiandad y la civilizaciónavanzaron de la mano durante esas épocas, dejando en su estela, el hambre, la muerte,la desolación y los demás signos del progreso de la raza humana, según hizo notarSatanás.

En todo momento vimos guerras, más guerras, y siempre guerras, por Europa, portodo el mundo. «Unas veces en el interés particular de las familias reales —dijoSatanás— y otras para aplastar a alguna nación débil; jamás ningún agresor inició unaguerra con móviles limpios; no existe una guerra de esa clase en la historia de la razahumana».

—Ya habéis visto —dijo Satanás— el progreso de vuestra raza hasta el día, y notenéis más remedio que confesar que es maravilloso, a su modo. Ahora es preciso que

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hagamos ver el porvenir.Satanás nos mostró matanzas más terribles por la cantidad de vidas destruidas,

más devastadoras por los artefactos de guerra empleados, que todo cuanto habíamosvisto.

—Ya veis —dijo— que vuestro progreso ha sido constante. Caín asesinó con unagarrota; los hebreos cometieron sus asesinatos con dardos y espadas; los griegos y losromanos agregaron la armadura protectora y las bellas artes de la organización military del generalato; los cristianos agregaron los cañones y la pólvora. De aquí a algunossiglos habrán perfeccionado hasta tal punto la eficacia mortal de sus armas dematanza, que no tendrán todos los hombres más remedio que confesar que sin lacivilización cristiana habría seguido siendo la guerra hasta el fin de los tiempos unacosa pobre y fútil.

Después de esas palabras rompió a reír de la manera más despreocupada,mofándose de la raza humana, a pesar de que sabía que todo lo que había estadodiciendo nos avergonzaba y nos lastimaba. Nadie, como no fuese un ángel, habríapodido obrar de semejante manera; pero el sufrimiento no significaba nada para ellos;ignoran lo que es, como no lo sepan de oídas.

Seppi y yo habíamos intentado más de una vez, de un modo humilde y receloso,convertirlo, y como él nos había escuchado en silencio, tomamos esto como unaespecie de estímulo; por eso esta conversación suya de ahora tenía que resultar paranosotros una desilusión, porque demostraba que no habíamos producido en Satanásuna impresión profunda. Nos entristecimos al pensarlo, y entonces comprendimoscuál ha de ser el estado de ánimo del misionero que ha estado acariciando alegresesperanzas y ve cómo éstas se marchitan. Guardamos nuestro dolor para nosotrosmismos, comprendiendo que no era aquél el momento de proseguir nuestra tarea.

Satanás llevó hasta el último límite su risa desagradable; y luego dijo:—El progreso es extraordinario. Cinco o seis elevadas civilizaciones, en el

transcurso de cinco o seis mil años, surgieron, florecieron, se impusieron al asombrodel mundo y luego decayeron y desaparecieron; ni una sola de ellas, salvo la másreciente, consiguió inventar ningún medio adecuado para matar al pueblo en masa.

Todas ellas hicieron cuanto pudieron (porque la mayor ambición de la razahumana y el incidente primero de su historia ha sido el matar), pero únicamente lacivilización cristiana ha logrado un triunfo del que puede enorgullecerse. Dentro deuno o dos siglos se reconocerá que todos los hombres competentes en el arte de matar

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son cristianos; entonces el mundo pagano irá a que el cristiano lo eduque, no paraadquirir su religión, sino sus cañones. El turco y el chino los comprará para matar conellos a los misioneros y a los convertidos al cristianismo.

Mientras tanto había vuelto a entrar en acción su teatro; nación tras nación fuerondesfilando antes nuestros ojos en el transcurso de dos o tres siglos, en un cortejoimponente e inacabable, destrozándose, peleándose, avanzando por mares de sangre,envueltos en el humo espeso de la batalla, por entre el cual brillaban las banderas y sedisparaban las rojas bocanadas de los cañones; y siempre escuchábamos el tronar delos fusiles y los gritos de los moribundos.

—¿Y qué ha salido de todo eso? —dijo Satanás, con su maligno glogloteo de risa—. Nada en absoluto. Vosotros no ganáis nada; termináis por el mismo sitio en queempezasteis. Durante un millón de años vuestra raza ha vivido propagándose de unamanera monótona, multiplicando monótonamente ese absurdo tonto, ¿y qué haconseguido? ¡No hay sabiduría que pueda adivinar! ¿Quién se beneficia con ello?Nadie, sino un grupo de reyezuelos usurpadores y de aristócratas que os desprecian;que se considerarían manchados si los tocaseis; que os darían con la puerta en lasnarices si quisieseis hacerles una visita; unos reyezuelos y aristócratas de quienes soisesclavos, por los que lucháis, por los que morís, sin que ello os dé vergüenza, sinoorgullo; unos reyezuelos y aristócratas, cuya existencia es un perpetuo insulto avosotros, insulto contra el que no os rebeláis por miedo; unos reyezuelos y aristócratasque son unos pordioseros que viven de vuestras limosnas, que, sin embargo, adoptancon vosotros los aires del bienhechor con el mendigo; que os hablan en el lenguaje enque habla el amo a su esclavo, y a los que contestáis con el lenguaje en que contesta elesclavo a su señor; a los que reverenciáis de palabra, mientras que en vuestro corazón(si es que lo tenéis) os despreciáis a vosotros mismos por ello. El primer hombre fueun hipócrita y un cobarde, y esas cualidades no se han perdido en su descendencia;ellas son el fundamento sobre el que se han asentado todas las civilizaciones. ¡Brindadpor que se perpetúen! ¡Brindad por que se aumenten! ¡Brindad por…!

En ese momento advirtió por nuestras caras lo profundamente qué aquello noslastimaba; cortó su sentencia sin acabarla, cesó en su glogloteo de risa, y cambiaronsus maneras, diciéndonos gentilmente:

—No, brindaremos los unos por salud de los otros, y allá se las arregle lacivilización. El vino que ha fluido a nuestras manos saliendo del espacio por un deseonuestro es cosa de la tierra, y lo bastante buena para este otro brindis; pero tirad los

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vasos; haremos este otro brindis con un vino que hasta ahora no se vio en estemundo.

Obedecimos, alargamos las manos y recibimos en ellas las nuevas copas a medidaque descendieron de lo alto. Eran éstas bellas y de elegante forma, pero no estabanfabricadas con ningún material de los que nosotros conocíamos. Parecían dotadas demovimiento, parecían vivas; y desde luego, los colores que había dentro de ellas semovían. Eran brillantísimas y centelleantes, de todas las tonalidades; no permanecíaninmóviles nunca, sino que corrían de una parte a otra en magnífico oleaje que seentrechocaba, se rompía y estallaba en delicadas explosiones de encantadores colores.Creo que se parecía mucho a un oleaje de ópalos que despedía por todas partescentelleos esplendorosos. Pero no hay nada a qué comparar el vino aquel. Lobebimos, y experimentamos un éxtasis extraordinario y encantador, como si se noshubiesen metido dentro furtivamente los cielos. A Seppi se le humedecieron los ojos yexclamó con reverencia:

—Algún día estaremos allí y entonces…Miró furtivamente a Satanás, y yo creo que con la esperanza de que éste dijese:

«Sí, algún día estarás allí», pero Satanás parecía estar pensando en alguna otra cosa, yno dijo nada. Aquello me dio a mí una sensación espantosa, porque estaba seguro deque Satanás había oído; nada, hablado o no hablado, se le escapaba a él. El pobreSeppi pareció afligido y no terminó su sentencia. Las copas se alzaron y se abrieroncamino hasta los cielos, lo mismo que un trío de trozos de arco iris, y desaparecieron.¿Por qué no se quedaron en nuestras manos? Aquello parecía una mala señal, y medejó deprimido. ¿Volvería yo a ver alguna vez la mía? ¿Vería Seppi la suya algunavez?

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Capítulo IX

Era cosa de maravilla el dominio que Satanás ejercía sobre el tiempo y la distancia.Para él ni la una ni el otro existían. Los calificaba de invenciones de los hombres, yafirmaba que eran puros artificios, íbamos muchas veces con él a los puntos máslejanos del globo, permanecíamos allí semanas y meses, y, por regla general, sólo nosausentábamos una fracción de segundo. Esto podía demostrarse por el reloj. Cierto díaen que la gente de nuestra aldea se hallaba en una terrible aflicción, porque el tribunalde brujas tenía miedo de proceder contra el astrólogo y contra los miembros de la casadel padre Pedro —mejor dicho, contra nadie que no fuese pobre y desamparado—, lagente perdió la paciencia y se dedicó por cuenta propia a la caza de brujas; comenzópor perseguir a una dama distinguida por su nacimiento, de la que se sabía que teníapor costumbre curar a la gente con artes diabólicas, tales como el bañarlas, el lavarlas,el darles alimentos en lugar de sangrarlos y purgarlos debidamente por mano delcirujano barbero. La mujer corrió por la calle de la aldea, perseguida por el populachoululante y maldiciente; intentó refugiarse en algunas casas, pero le dieron con laspuertas en la cara. La persiguieron por espacio de más de media hora; nosotros fuimosdetrás para ver lo que ocurría; por último cayó ella al suelo, agotada, y la turba laagarró. La arrastraron hasta un árbol, sujetaron una cuerda en una rama y empezaron ahacer un nudo corredizo; mientras tanto, algunos la sujetaban, y ella lloraba ysuplicaba, y su hija miraba y sollozaba, sin atreverse a decir ni hacer nada.

Ahorcaron a la dama, y aunque en mi corazón yo estaba pesaroso, le tiré unapedrada; pero eso mismo hacían todos, y cada uno se fijaba en el que estaba a su lado,y si yo no hubiese hecho lo que hacían los demás, me habrían visto y habríanmurmurado de mí.

Satanás soltó la carcajada.Todos cuantos estaban cerca se volvieron hacia él, atónitos y nada satisfechos. Mal

momento era aquél para retirarse, porque sus maneras libres y burlonas y su músicasobrenatural lo habían hecho ya sospechoso por toda la población y eran muchos losque en secreto estaban contra él. El corpulento herrero llamó ahora la atención haciaél, alzando su voz de manera que le oyesen todos, y dijo:

—¿De qué os reís? ¡Contestad! Explicad además a los aquí presentes por quérazón no tiráis ninguna piedra.

—¿Estáis seguro de que no la tiré?—Sí. Y no queráis saliros por la tangente; yo me fijé bien en usted.

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—¡Y también yo, y también yo me fijé en usted! —gritaron otros dos.—Tres testigos —dijo Satanás—: Mueller, el herrero; Klein, el ayudante del

carnicero; Pfeiffer, el jornalero del tejedor. Tres embusteros muy corrientes. ¿Hayalgún otro?

—No os importe que haya o no haya otros, y ninguna importancia tiene tampocola opinión que usted tenga de nosotros; tres testigos son suficientes para arreglaros lascuentas. Tendrá usted que demostrar que tiró una piedra, o mal lo va usted a pasar.

—¡Así es! —gritó la turba, y se arremolinó todo lo cerca que pudo del centro delinterés.

—En primer lugar contestará usted a esta otra pregunta —gritó el herrero, muysatisfecho de sí mismo por poder convertirse en portavoz del público y en héroe delmomento—: ¿De qué se reía usted?

Satanás se sonrió y contestó, divertido:—De ver a tres cobardes apedreando a una mujer moribunda, siendo así que ellos

mismos estaban tan próximos a morir.Hubo que ver a la muchedumbre supersticiosa encogerse y contener el aliento bajo

aquel golpe súbito. El herrero, mostrándose bravucón, dijo:—¡Púa! ¿Qué sabe usted de eso?—¿Yo? Lo sé todo. Mi profesión es la de echador de la buenaventura y leí las

manos de vosotros tres (y de algunos más) cuando las levantasteis para apedrear a lamujer. Uno de vosotros morirá de mañana en ocho días; el otro morirá esta noche; altercero no le quedan sino cinco minutos de vida, ¡y allí está el reloj!

Aquello produjo sensación. Las caras de la multitud empalidecieron y se volvieronmecánicamente hacia el reloj. El carnicero y el tejedor parecían acometidos de unagrave enfermedad, pero el herrero sacó fuerzas de flaqueza y dijo animoso:

—No es mucho lo que hay que esperar para ver si se cumple la predicción númerouno. Si no se cumple, mocito, no vivirá usted ni un solo minuto después, se loprometo.

Nadie habló una palabra; todos miraban al reloj en medio de un profundo silencio,que resultaba impresionante. Iban pasados cuatro minutos y medio cuando el herrerodio un súbito jadeo, apretó sus manos contra el corazón y dijo: «¡Dadme aire!¡Dejadme espacio!», y empezó a desplomarse hacia el suelo. La multitud searremolinó hacia atrás, sin que nadie se brindase a sostenerlo, y el herrero cayóredondo al suelo, ya cadáver. La gente se quedó mirando al muerto con ojos atónitos,

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miró luego a Satanás y se miraron después unos a otros; sus labios se movieron, perono salió de ellos una sola palabra.

Entonces dijo Satanás:—Tres vieron que yo no tiré ninguna piedra. Quizá lo hayan visto algunos más;

que hablen.Aquello provocó entre la gente una especie de pánico; aunque ninguno le contestó

fueron muchos los que empezaron a acusarse violentamente unos a otros diciendo:«Tú dijiste que no había tirado». La contestación era ésta: «¡Mientes y te haré comer tumentira!».

Un instante después estaban todos enfurecidos y se había armado allí un revueloespantoso, porque se golpeaban y acometían los unos a los otros; en medio de todoaquello, sólo había una persona indiferente: la difunta que colgaba de su cuerda,terminados ya sus apuros, y con el alma en paz.

Nos alejamos de allí; yo no estaba tranquilo, sino que me decía a mí mismo: «Lesdijo que se reía de ellos, pero eso era mentira; de quien se reía era de mí».

Esto le hizo reírse de nuevo y dijo:—Sí, me reía de ti, porque, por miedo a lo que los demás pudieran contar

apedreaste a la mujer, siendo así que tu corazón se revolvía contra ese acto; pero mereía también de los demás. —¿Por qué?

—Porque su caso era el mismo tuyo. —¿Cómo es eso?—Verás: había allí sesenta y ocho personas, y de ellas sesenta y dos tenían tan

pocos deseos de tirar una piedra como tú mismo. —¡Satanás!—Es cierto, conozco a tu raza. Está compuesta de borregos. Está gobernada por

minorías, y sólo muy rara vez, o quizá nunca, por mayorías. Hace caso omiso de suspropios sentimientos y de sus propias creencias y sigue al puñado de personas quemete más ruido.

En ocasiones, ese puñado bullicioso tiene razón, y otras veces no la tiene; noimporta, la multitud los sigue. La inmensa mayoría de la raza, lo mismo si es salvajeque si es civilizada, es secretamente de buenos sentimientos, y se resiste a causardolor, pero no se atreve a manifestarse tal como es si hay delante una minoría agresivay despiadada. ¡Imagínate! Una persona de buen corazón espía a la otra, y tienecuidado de que esa otra colabore lealmente en hechos inicuos que los indignan a losdos. Hablando porque lo sé, me consta que el noventa y nueve por ciento de tu razaera firmemente opuesto a matar a las brujas cuando se agitó por primera vez hace

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mucho tiempo esa idiotez por un puñado de locos beatos. Me consta que aun hoy endía, al cabo de siglos de transmitirse el prejuicio y de una educación estúpida, sólouna persona de cada veinte acosa a las brujas poniendo en ello su corazón. Y, sinembargo, aparentemente, todos las odian y quieren matarlas. Quizá algún día selevante un puñado de personas defendiendo lo contrario y ese puñado será el quemeta más ruido (quizá incluso un solo hombre audaz que tenga voz gruesa yexpresión resuelta lo conseguirá), y antes de una semana todos los borregos se daránmedia vuelta y le seguirán, terminando de ese modo súbitamente la caza de brujas. Lasmonarquías, las aristocracias y las religiones se hallan todas basadas en ese enormedefecto de vuestra raza, a saber: la desconfianza que cada cual siente de su convecino,y su deseo, por propia seguridad o comodidad, de hacer buen papel ante los ojos deese convecino. Esas instituciones permanecerán siempre, florecerán siempre, osoprimirán siempre, serán siempre para vosotros un bochorno y una degradación,porque siempre seréis y seguiréis siendo esclavos de las minorías. Jamás hubo un paísen el que la mayoría de las gentes hayan sido en lo profundo de sus corazones leales aninguna de estas instituciones.

No me gustó oír llamar a nuestra raza rebaño de borregos, y dije que no creía quelo fuésemos.

—Y, sin embargo, corderito, eso es cierto —dijo Satanás—. Fíjate bien duranteuna guerra, ¡qué borregos y qué ridículos sois! —¿En la guerra? Y ¿cómo así?

—Jamás hubo una guerra justa, jamás hubo una guerra honrosa, por la parte de suinstigador. Yo miro en lontananza un millón de años más allá, y esta norma no sealterará ni siquiera en media docena de casos. El puñadito de vociferadores (comosiempre) pedirá a gritos la guerra. Al principio (con cautela y precaución) el púlpitopondrá dificultades; la gran masa, enorme y torpona, de la nación se restregará losojos adormilados y se esforzará por descubrir por qué tiene que haber guerra, y dirá,con ansiedad e indignación: «Es una cosa injusta y deshonrosa, y no hay necesidad deque la haya». Pero el puñado vociferará con mayor fuerza todavía. En el bandocontrario, unos pocos hombres bienintencionados argüirán y razonarán contra laguerra valiéndose del discurso y de la pluma, y al principio habrá quien los escuche yquien los aplauda; pero eso no durará mucho; los otros ahogarán su voz con susvociferaciones y el auditorio enemigo de la guerra se irá raleando y perdiendopopularidad. Antes que pase mucho tiempo verás este hecho curioso: los oradoresserán echados de las tribunas a pedradas, y la libertad de palabra se verá ahogada por

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unas hordas de hombres furiosos que allá en sus corazones seguirán siendo de lamisma opinión que los oradores apedreados (igual que al principio), pero que no seatreven a decirlo. Y, de pronto la nación entera (los púlpitos y todo) recoge el grito deguerra y vocifera hasta enronquecer y lanza a las turbas contra cualquier hombrehonrado que se atreva a abrir su boca; y, finalmente, esa clase de bocas acaba porcerrarse. Acto continuo, los estadistas inventarán mentiras de baja estofa, arrojando laculpa sobre la nación que es agredida y todo el mundo acogerá con alegría esasfalsedades para tranquilizar la conciencia, las estudiará con mucho empeño y senegará a examinar cualquier refutación que se haga de las mismas; de esa manera seirán convenciendo poco a poco de que la guerra es justa y darán gracias a Dios porpoder dormir más descansados después de ese proceso de grotesco engaño de símismos.

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Capítulo X

Empezaron a correr uno tras otro los días, sin que se presentase Satanás. La vida sin élno tenía alicientes. Pero el astrólogo, que había regresado de su excursión a la luna,recorrió la aldea desafiando a la opinión pública, y recibiendo en ocasiones unapedrada en medio de la espalda cuando alguno de los perseguidores de brujas veíaocasión segura de tirársela y esquivar el ser visto. En ese tiempo hubo dos influenciasque trabajaron en favor de Margarita. El que Satanás, al que ella le era por completoindiferente, hubiese suspendido las visitas a su casa después de ir a ella una o dosveces, lastimó el corazón de la joven; ésta se esforzó de allí en adelante por desterrarlode su corazón. Las noticias que la vieja Úrsula le llevó de cuando en cuando acerca dela vida de libertinaje a que se entregaba Guillermo Meidling habían despertado en lajoven remordimientos, porque la causa de todo eran los celos que Guillermo sentía deSatanás; al combinarse la acción de estos dos asuntos, Margarita sacaba un buenprovecho de los mismos, porque el interés que tenía por Satanás se iba enfriando, y elque sentía por Guillermo se iba haciendo cada vez más intenso. Para completar suconversión sólo se necesitaba que Guillermo reaccionase haciendo algo que dieselugar a comentarios favorables e inclinase el ánimo del público otra vez hacia él.

Y esa oportunidad llegó, Margarita lo llamó y le pidió que defendiese a su tío en eljuicio que se aproximaba; esto agradó muchísimo al joven, que dejó de beber ycomenzó con actividad sus preparativos. En realidad, lo hizo con más actividad queesperanza, porque no era un caso prometedor. Había celebrado muchas entrevistas ensu despacho con Seppi y conmigo, cerniendo bien nuestro testimonio, con laesperanza de encontrar entre la paja algunos cereales valiosos, pero la cosecha, comoes natural, fue pobre. ¡Si Satanás se presentase! Ese pensamiento no se me quitaba dela cabeza. Él podía inventar algún recurso para ganar el juicio; había dicho que éste seganaría, y forzosamente él tenía que saber de qué manera ocurriría eso. Pero pasabanlos días, y él seguía sin venir.

Desde luego que yo no dudaba de que el juicio se ganaría y de que el padre Pedropasaría feliz el resto de su vida, porque Satanás nos lo había dicho; sin embargo, yome sentiría mucho más tranquilo si él viniese y nos explicase cómo teníamos quearreglarnos. Ya era hora de que el padre Pedro fuese objeto de un cambio salvadorque lo llevase hacia la felicidad; era voz general que su encarcelamiento y la ignominiade la acusación que tenía encima lo habían reducido al último extremo, siendoprobable que falleciese de sus aflicciones, a menos que la ayuda llegase pronto.

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Llegó por fin el día del juicio, y la gente de todos los alrededores se congregó parapresenciarlo; había entre la concurrencia muchos forasteros que habían llegado desdemuy lejos. Sí, todo el mundo estaba allí, menos el acusado. Su debilidad física eraincapaz de soportar aquella tensión. Pero Margarita se hallaba presente, manteniendovivas sus esperanzas y su ánimo lo mejor que podía.

También hacía acto de presencia el dinero. Fue vaciado encima de la mesa yquienes tuvieron aquel privilegio pudieron manosearlo, acariciarlo y examinarlo.

Entró en el cajón de los testigos el astrólogo. Se había ataviado para aquellaocasión con su mejor sombrero y su mejor túnica.

Pregunta.— ¿Afirma usted que este dinero le pertenece?Respuesta.— Afirmo.Pregunta.— ¿De qué manera llegó a ser de su propiedad?Respuesta.— Encontré la bolsa en la carretera cuando yo regresaba de un viaje.Pregunta.— ¿Cuándo fue eso?Respuesta.— Hace más de dos años.Pregunta.— ¿Qué hizo usted con él?Respuesta.— Me lo llevé a casa y lo oculté en un lugar secreto de mi observatorio,

con el propósito de encontrar a su poseedor, si podía.Pregunta.— ¿Hizo usted por encontrarlo?Respuesta.— Realicé activas investigaciones durante varios meses, sin que diesen

resultado.Pregunta.— ¿Y luego?Respuesta.— Me pareció que no valía la pena de seguir averiguando, y me

propuse invertir el dinero en terminar el ala del edificio de la Inclusa que hay entre elmonasterio de monjes y el de monjas. Lo saqué, pues, del lugar en que lo tenía oculto,y reconté el dinero para ver si me faltaba algo. Entonces…

Pregunta.— ¿Por qué se detiene usted? Siga.Respuesta.— Lamento tener que decir esto; en el momento mismo en que yo

terminaba el recuento y colocaba otra vez la bolsa en su lugar, me volví y me encontréa mis espaldas al padre Pedro. (Algunas voces murmuraron: «Esto tiene mal cariz».Otros contestaron: «¡Pero ese hombre es un grandísimo embustero!»).

Pregunta.— ¿Y os intranquilizó eso?Respuesta.— No; en aquel entonces no le di importancia, porque el padre Pedro

acudía con frecuencia a mí, sin previo aviso, para pedirme alguna pequeña ayuda en

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su necesidad.Margarita se sonrojó vivamente al oír cómo con descaro y falsedad se acusaba a su

tío de pordiosear, y muy especialmente que lo acusaba una persona a la que él habíadenunciado siempre como un farsante. Iba ya a hablar, pero cayó a tiempo en lacuenta de lo que le correspondía hacer, y siguió callada.

Pregunta.— Prosiga usted.Respuesta. —Por último, me dio miedo contribuir con aquel dinero a la

construcción de la Inclusa, y decidí esperar un año más y proseguir misinvestigaciones. Cuando oí contar lo del hallazgo del padre Pedro me alegré, y norecelé absolutamente nada; dos o tres días después, al regresar a casa, comprobé queel dinero mío había desaparecido; pero ni aun así sospeché hasta que me llamaron laatención como coincidencias muy extrañas tres circunstancias relacionadas con labuena fortuna del padre Pedro.

Pregunta.— Sírvase explicarlas.Respuesta.— El padre Pedro se había encontrado el dinero en un camino, yo me

había encontrado el mío en una carretera. El hallazgo del padre Pedro estabacompuesto exclusivamente de ducados de oro, el mío, también. El padre Pedro sehabía encontrado mil ciento siete ducados, exactamente como yo.

Con esto terminó su declaración que produjo ciertamente impresión profunda enla concurrencia; era cosa que saltaba a la vista.

Guillermo Meidling le hizo algunas preguntas, luego nos llamaron a nosotros losmuchachos, y nosotros hicimos nuestro relato. Aquello hizo reír a la gente, y nosotrosnos sentimos avergonzados. Aun sin eso ya estábamos inquietos, porque Guillermoestaba desesperado, y lo dejaba ver. El pobre joven estaba haciendo todo cuantopodía, pero nada militaba en su favor, y si había algunas simpatías no estaban desdeluego del lado de su defendido. Quizá resultase difícil para el Tribunal y laconcurrencia el creer en el relato del astrólogo, teniendo en cuenta su reputación; perolo que sí resultaba completamente imposible de creer era el relato del padre Pedro.

Estábamos ya bastante inquietos, pero cuando el abogado del astrólogo dijo queno le parecía necesario hacernos ninguna pregunta, porque nuestro relato era un pocodelicado y sería una crueldad suya el ponerlo a prueba, todos dejaron escapar unarisita y aquello se nos hizo ya insoportable. Acto continuo pronunció un discursitoburlón, y nuestro relato le dio base para tales bromas, haciéndole aparecer tanridículo, infantil, estúpido e imposible desde todo punto de vista, qué ya todos se

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carcajearon hasta que les corrían las lágrimas por la cara; por último, Margarita perdiólos ánimos, se dejó llevar del abatimiento, y rompió a llorar. ¡Qué pena sentí por ella!

Pero vi algo que me devolvió los ánimos. ¡Satanás estaba en pie junto aGuillermo! ¡Y qué contraste había entre ellos! Satanás parecía muy confiado y susojos y su rostro estaban llenos de animación, mientras que Guillermo parecíadeprimido y lleno de abatimiento.

Nosotros dos nos sentimos ya tranquilos, y creímos que Satanás declararía yconvencería al Tribunal y a la concurrencia de que lo negro era blanco y lo blanconegro, o del color que a él le agradase.

Miramos a nuestro alrededor para observar qué concepto tenían de él losforasteros que había en la casa, porque Satanás era, como sabéis, bello —mejor dicho,despampanante—, pero nadie se fijaba en él, por lo cual comprendimos que erainvisible a todos.

El abogado estaba pronunciando sus últimas palabras; y mientras las decía,empezó Satanás a diluirse en el interior de Guillermo. Se diluyó en su interior ydesapareció. ¡Y qué cambio el que tuvo lugar cuando su espíritu empezó a mirardesde los ojos de Guillermo!

El otro abogado terminó su discurso con mucha seriedad y dignidad. Apuntó haciael dinero, y dijo:

—El amor al dinero es la raíz de todo mal. Ahí lo tenéis, al tentador de siempre,rojo otra vez de vergüenza por su más reciente victoria, por la deshonra de unsacerdote del Señor y de sus dos pobres juveniles colaboradores en el crimen. Si esedinero pudiera hablar, creo que se vería obligado a confesar que ésta es la más ruin yla más dolorosa de todas sus conquistas.

Se sentó. Guillermo se levantó entonces y dijo:—Por el testimonio del acusador deduzco que él se encontró ese dinero en una

carretera hace más de dos años. Rectifíqueme, señor, si le comprendí a usted mal.El astrólogo dijo que le había comprendido bien.—Y que el dinero encontrado de esa manera no salió de las manos de usted hasta

una fecha determinada, a saber: el último día del último año. Rectifíqueme, señor, siestoy equivocado.

El astrólogo asintió con la cabeza. Guillermo se volvió hacia el Tribunal y dijo:—De modo, pues, que si yo demuestro que este dinero que hay aquí no es el

mismo, entonces ese dinero no es suyo, ¿no es así?

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—Desde luego que sí; pero ése es un procedimiento irregular. Si usted tenía untestigo de esa clase era obligación suya advertir a su debido tiempo y traerlo aquípara…

Se interrumpió y empezó a consultar con los demás jueces. Entre tanto el otroabogado se puso en pie con gran excitación y empezó a protestar contra el hecho deque se permitiese introducir nuevos testigos en el juicio en aquella última etapa.

Los jueces resolvieron que su oposición era justa y debía ser tenida en cuenta.—Pero no se trata de un nuevo testigo —dijo Guillermo—. Se trata de un testigo

que ha sido ya examinado en parte. Me refiero al dinero. —¿Al dinero? Y ¿qué puededecir el dinero?

—Puede decir que él no es el mismo que el astrólogo poseyó en otro momento.Puede decir que el último mes de diciembre no existía aún. Puede decirlo por la fechaque lleva. ¡Y era así! Reinó la más viva excitación en la sala mientras el otro abogadoy los jueces echaban mano a las monedas y las examinaban entre exclamaciones.Todos estaban llenos de admiración ante la agudeza de Guillermo, que tuvo una ideatan oportuna. Se llamó por fin al orden, y el tribunal dijo:

—Todas las monedas, menos cuatro, son del año actual. El tribunal expresa susincera simpatía al acusado y su profundo dolor de que él, un hombre inocente, hayatenido, por una lamentable equivocación, que sufrir la humillación inmerecida de serencarcelado y juzgado. El acusado queda absuelto.

De modo, pues, que, a pesar de que el otro abogado opinaba lo contrario, eldinero pudo hablar. El tribunal se levantó, y casi todo el mundo se adelantó aestrechar la mano de Margarita y a felicitarla, y después a estrechar la mano deGuillermo, colmándole de elogios.

Satanás había salido ya del cuerpo de Guillermo y miraba todo con el mayorinterés, mientras la gente iba y venía atravesándolo, sin saber que él estaba allí.Guillermo no podía explicar la razón de que hasta el último instante no se le ocurrierapensar en la fecha de las monedas; dijo que se le había ocurrido de pronto, como unainspiración, y que lo dijo sin vacilar, a pesar de que no las había examinado; pero queestaba seguro de que era así, aunque sin explicarse cómo tenía esa seguridad. En ellodemostró su honradez y obró como quien era; otro en su lugar habría simulado que lohabía pensado antes, pero que lo tenía reservado hasta el final como una sorpresa. Suaspecto era ya un poco más apagado; no mucho, pero, sin embargo, no se veía en susojos aquella luminosidad que tenían mientras Satanás estaba en su interior. Pero casi

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la recobró cuando Margarita se le acercó, lo colmó de elogios, le dio las gracias y nopudo menos que dejarle ver cuan orgullosa estaba de él. El astrólogo se marchódescontento y echando maldiciones, y Salomón Isaacs recogió el dinero y se lo llevó.Era ya, de una manera definitiva, de propiedad del padre Pedro.

Satanás se había marchado. Me pareció que se habría introducido en la cárcel parallevar la noticia al preso, y acerté.

Margarita y todos nosotros corrimos hacia allá a todo lo que daban nuestraspiernas, en un estado de gran júbilo.

Lo que Satanás había hecho era esto: se había presentado delante del pobre presoy exclamó:

—Terminó el juicio, y usted ha quedado para siempre con la nota de infamia deser un ladrón, por el veredicto del tribunal.

Aquel golpe trastornó la inteligencia del anciano. Diez minutos después, cuandonosotros llegamos, estaba paseándose con gran pompa por la cárcel, dando órdenes alos corchetes y a los carceleros, dirigiéndose a ellos como si fuesen el GranChambelán, el príncipe tal o el príncipe cual, el almirante de la Escuadra, el mariscalde campo en jefe y otros títulos altisonantes por el estilo. Era tan feliz como un pájaro,¡y creía ser el emperador!

Margarita se abrazó a su pecho y lloró; a decir verdad, la emoción casi nosdesgarraba a todos el alma. Reconoció a Margarita, pero no llegaba: a comprender porqué lloraba, dio unos golpecitos en el hombro y dijo:

—No llores, corazón; ten presente que hay testigos, y que no está bien eso en laprincesa de la Corona. Cuéntame la causa, y se remediará; no hay cosa que unemperador no pueda hacer.

Miró luego en derredor suyo y vio a Úrsula que se llevaba el delantal a los ojos.Aquello lo desconcertó, y dijo:

—¿Y qué te pasa a ti?Oyó, por entre los sollozos de la mujer, algunas palabras en que ella le explicaba

que le dolía el verlo así. Meditó un momento, y luego dijo, como hablando para símismo:

—Cosa antigua y extraña, esta duquesa viuda; ella tiene buena intención, perosiempre está a vueltas con su romadizo, y no puede explicar lo que le pasa. Y esporque no rige bien. Sus ojos se posaron en Guillermo, y le dijo:

—Príncipe de la India, adivino que vos tenéis algo que ver en lo que le ocurre a la

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princesa de la Corona. Habrá que secar sus lágrimas; no quiero interponerme másentre vosotros; ella compartirá vuestro trono, y entre los dos heredaréis el mío. Ea,mujercita, ¿he hecho bien? Ya puedes ahora sonreír, ¿verdad que sí?

Llamó con nombres dulces a Margarita y la besó, y estaba tan contento de símismo y de todos, que todo le parecía poco para nosotros, y empezó a repartir adiestro y siniestro reinos y otras cosas por el estilo, y lo menos que le tocó acualquiera de nosotros fue un principado. Y, finalmente, cuando se le convenció deque debía marchar a su casa, lo hizo con imponente majestuosidad; y cuando lasmultitudes que había a lo largo del trayecto vieron cuánto le satisfacía el que levitoreasen, lo complacían hasta el máximo de sus deseos, y él respondía coninclinaciones muy dignas y con sonrisas generosas, y alargaba con frecuencia unamano y decía:

—¡Bendito seas, pueblo mío!Nunca había visto yo un espectáculo más doloroso. Margarita y la vieja Úrsula no

hicieron sino llorar en todo el trayecto.Camino de mi casa me tropecé con Satanás y lo recriminé por haberme engañado

con semejante mentira. Mis palabras no le produjeron el menor embarazo, limitándosea decir con toda naturalidad y calma:

—Estás en un error; te dije la pura verdad. Te dije que sería feliz durante el restode sus días, y lo será, porque se creerá siempre el emperador, y el orgullo y el júbiloque eso le produce subsistirán hasta el fin. Es ya, y seguirá siendo, la única personacompletamente feliz de este imperio.

—Pero ¡de qué manera, Satanás, de qué manera! ¿No podías haberlo logrado sinprivarlo de la razón?

Difícil era irritar a Satanás, pero estas palabras mías lo consiguieron, y me dijo:—¡Eres un borrico! ¿Tan poco observador eres que todavía no has descubierto

que la felicidad y el estar en el sano juicio son dos cosas imposibles de combinar? Unhombre de inteligencia sana no puede ser feliz, porque la vida es para él una realidad,y ve que es una realidad terrible. Únicamente los locos, y no muchos locos, puedenser felices. Los escasos locos que se imaginan que son reyes o dioses son felices, y losdemás locos no son más felices que los de sano juicio. Claro está que jamás puededecirse de un hombre que está por completo en sus cabales; pero yo me refería a loscasos extremos. Le he privado a ese hombre de ese artilugio de pacotilla que la razavuestra mira como inteligencia; he sustituido esa vida de hojalata con una ficción de

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plata dorada; estás viendo el resultado, ¡y todavía lo criticas! Te dije que yo lo haríapermanentemente feliz y lo he hecho. Lo he hecho feliz valiéndome del único recursoposible en su raza, ¡y estás descontento!

Dejó escapar un suspiro de desaliento y dijo:—Me está pareciendo que es la vuestra una raza difícil de contentar.Otra vez lo de siempre. Parecía no conocer otro medio de hacerle un favor a una

persona como no fuese matándola o enloqueciéndola.Me disculpé de la mejor manera que pude; pero, para mis adentros, no aprecié en

mucho sus procedimientos, en aquel entonces.Satanás solía decir que nuestra raza estaba acostumbrada a llevar una vida de

constante e ininterrumpido engaño de sí misma.Desde la cuna al sepulcro se embaucaba con embelecos y espejismos que tomaba

por realidades, y esto convertía su vida toda en un puro embeleco. De la veintena decualidades nobles que esa raza se imaginaba poseer y de las que se enorgullecía,apenas si poseía una sola. Se consideraba a sí misma como oro, y no pasaba de serbronce. Cierto día en que Satanás se hallaba de este genio mencionó un detalle: elsentido del humorismo. Eso me alegró, y adopté posiciones, afirmando que era ciertoque lo poseíamos.

—¡Ya habló por tu boca la raza! —dijo—. Siempre dispuesta a reclamar como queestá en posesión de lo que carece, y a confundir una onza de limaduras de bronce conuna tonelada de polvo de oro.

Lo que vosotros tenéis es la percepción espuria del humorismo, y nada más; existeentre vosotros una multitud que posee esa condición. Esa multitud ve el lado cómicode mil trivialidades y vulgaridades, que son, por lo general, incongruencias de muchobulto; cosas grotescas, puros absurdos, capaces de hacer relinchar de risa. Pero de sucegata visión están excluidos los diez mil detalles cómicos que existen en el mundo.¿Llegará día en que la raza descubra lo que esas juvenilidades tienen de gracioso y derisible, y las destruya a fuerza de risas? En efecto, vuestra raza, dentro de su pobreza,posee incuestionablemente un arma eficaz: la risa. El poder, el dinero, la persuasión,las súplicas, la persecución, todas esas cosas son capaces de montar una paparruchadacolosal, de darle un empujoncito, de debilitarla un poco, siglo tras siglo; peroúnicamente la risa es capaz de hacerla volar de golpe por los aires reducida a átomos yharapos. Nada puede resistir al asalto de la risa. Os pasáis la vida armando granrevuelo y peleando con las demás armas de que disponéis. ¿Empleáis ésta alguna vez?

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No; la dejáis enmohecer. ¿La empleáis alguna vez en vuestra totalidad de raza? No; osfalta buen sentido y valor.

En ese momento estábamos viajando, e hicimos alto en una pequeña ciudad de laIndia, y nos quedamos mirando cómo un prestidigitador ejecutaba sus trucos ante ungrupo de indígenas. Los trucos eran maravillosos, pero yo sabía que Satanás era capazde hacerlos mucho mayores, y le pedí que hiciese una pequeña exhibición; él mecontestó que la haría. Se transformó en un indígena, con su turbante y sus bragas, ytuvo la gran atención de darme transitoriamente cierto conocimiento de aquel idioma.

El prestidigitador mostró una semilla, la colocó dentro de un pequeño tiesto deflores y la cubrió de tierra; luego cubrió el tiesto con un trapo; al cabo de un minuto eltrapo empezó a levantarse; al cabo de diez minutos se había levantado a la altura de unpie; quitó entonces el trapo y quedó al descubierto un arbolito, con hojas y el frutomaduro. Probamos del fruto y era apetitoso. Pero Satanás dijo:

—¿Por qué tapas el tiesto? ¿No eres capaz de hacer crecer el árbol a la luz del sol?—No —dijo el juglar—; nadie puede hacer eso.—Tú no eres sino un aprendiz; no conoces tu profesión. Dame la semilla. Te voy a

mostrar una cosa —agarró en la mano la semilla y dijo—: ¿Qué clase de plantaquieres que salga?

—Es una semilla de cereza; de modo que saldrá un cerezo.—No; eso es una insignificancia; cualquier novicio es capaz de eso. ¿Quieres que

haga brotar de ella un naranjo?—¡Claro que sí! —dijo el prestidigitador, echándose a reír.—¿Y no quieres que, además de naranjas, le haga producir otras frutas?—¡Si Dios lo quiere! —exclamaron todos, riéndose.Satanás colocó la semilla en el suelo, le echó encima un poco de tierra y dijo:—¡Brota!Brotó un tallo minúsculo y empezó a crecer, y creció tan rápidamente, que a los

cinco minutos se había convertido en un gran árbol, a cuya sombra todos estábamossentados. Estalló un murmullo de asombro, y cuando todos alzaron la vistacontemplaron un espectáculo bello y extraordinario, porque las ramas estabancargadas de frutos de muchas clases y colores: naranjas, uvas, plátanos, melocotones,cerezas, albaricoques, etc. Se trajeron canastos y empezó la recogida de frutas; la gentese apelotonaba alrededor de Satanás y le besaban la mano, colmándolo de elogios yllamándolo el príncipe de los prestidigitadores. Corrió la noticia por la ciudad y

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acudieron todos a contemplar el prodigio, teniendo cuidado de traer también canastos.Pero el árbol se mostró a la altura de la situación, porque fue echando nuevos frutos amedida que le quitaban los que tenía; se llenaron canastos por veintenas y porcentenares, pero la cosecha seguía siempre igual. Hasta que llegó un extranjero vestidode ropas blancas y con un yelmo para el sol en la cabeza, y exclamó furioso:

—¡Largo de aquí! ¡Que os larguéis digo, perros! El árbol está en terreno mío y mepertenece.

Los indígenas depositaron sus canastos en el suelo y obedecieron humildemente.También Satanás se inclinó en señal de obediencia, llevándose los dedos a la frente, alestilo indígena, y dijo:

—Señor, permitidles, por favor, que hagan su gusto durante una hora, y nada más.Pasada una hora, podéis prohibírselo, porque aun con todo eso dispondréis de mayorcantidad de frutas que las que vos y las personas de vuestra finca podáis consumir enun año.

Esto irritó mucho al extranjero, que le gritó:—¿Y quién eres tú, vagabundo, para decir a tus superiores lo que pueden y lo que

no pueden hacer?Dio a Satanás con su bastón, y completó este error con un puntapié.En ese instante las frutas se pudrieron en las ramas y las hojas se marchitaron y se

cayeron al suelo. El extranjero contempló las ramas peladas con expresión de sorpresadesagrado. Satanás le dijo:

—Cuide mucho del árbol, porque la salud del mismo y la de usted están ligadas launa a la otra. Ya no volverá a dar frutos; pero si usted lo cuida bien, vivirá muchotiempo. Riegue sus raíces todas las noches, una vez cada hora, y hágalo usted mismo;no es cosa que se pueda hacer por delegación, y de nada servirá regarlo de día. Unasola vez que usted deje de regarlo durante una noche, morirá el árbol, y ustedtambién. No intente volver a su propio país, porque no llegaría a él; no tome ustedcompromisos de negocio o de placer que le exijan salir de la puerta exterior de sufinca por las noches; es un riesgo que no puede usted correr; no arriende ni venda estenegocio; sería obrar sin seso.

El extranjero era orgulloso y no se humilló a pedir; pero a mí me pareció queestaba muy inclinado a hacerlo. Mientras él miraba con ojos atónitos a Satanás,nosotros desaparecimos y fuimos a tomar tierra a Ceilán.

Me daba pena aquel hombre; me daba pena el que Satanás no se hubiese

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conducido como quien era y lo hubiese matado o enloquecido. Cualquiera de las doscosas habría sido una obra de misericordia. Satanás escuchó mis pensamientos y dijo:

—Lo hubiera hecho así de no haber sido por su mujer, que no me había causadoninguna ofensa. Ella viene a reunirse con él procedente de su país: Portugal. Ella estábien de salud; pero le queda poco tiempo de vivir, y anhela verlo y convencerlo deque regrese con ella el año próximo. Ella morirá sin saber que su marido no puedeabandonar ese lugar.

—¿Es que él no se lo contará?—¿Él? No confiará ese secreto a nadie; pensará que es posible que lo revele en

sueños, y que lo oiga una u otra vez, el criado de algún invitado portugués.—¿Ninguno de los indígenas allí presentes entendió lo que le dijiste?—Ninguno lo entendió; pero ese hombre vivirá siempre con el temor de que

alguno lo haya entendido. Ese temor constituirá para él un tormento, porque ha sidopara ellos un amo duro. Mientras duerma los verá con su imaginación derribando elárbol a hachazos.

Ya no vivirá un día tranquilo, y en cuanto a las noches, ya va bien servido.Me dolió, aunque no vivamente, el observar la satisfacción con que explicaba

como había dispuesto las cosas para aquel extranjero.—¿Y cree que es verdad lo que le dijiste, Satanás?—Pensó que no lo creía; pero el ver que desaparecimos contribuyó a que lo

creyese. Y también contribuyó el hecho de que hubiese un árbol donde antes no lohabía. Como también ayudó a ello la variedad rara y desatinada de los frutos y el queéstos se marchitasen súbitamente. Que piense como quiera, que razone como quiera,lo cierto es que regará el árbol. Pero entre esto y la noche dará principio al nuevocurso de su vida con una precaución muy natural en él. —¿Qué precaución es ésa?

—Hará venir a un sacerdote para arrojar al demonio del árbol.Sois una raza llena de humorismo, sin que vosotros mismos lo sospechéis.—¿Le contará todo al sacerdote?—No. Le dirá que el árbol ha sido creado por un prestidigitador de Bombay, y que

quiere que eche fuera del árbol al demonio del prestidigitador, a fin de que vuelva asu lozanía y dé nuevamente frutos. Los encantamientos del sacerdote no produciránefecto, y entonces el portugués renunciará a ese plan y preparará su regadera.

—Pero el sacerdote quemará el árbol. Estoy seguro de que lo hará; no consentiráque el árbol permanezca.

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—Sí, y en cualquier parte de Europa quemaría también al hombre. Pero en laIndia las gentes son civilizadas y no ocurren esas cosas. El hombre apartará de allí alsacerdote y cuidará él mismo del árbol.

Medité unos momentos, y luego dije:—Satanás, creo que le has preparado una vida dura.—Relativamente. Claro está que no hay que confundirla con unas vacaciones.Fuimos revoloteando de un lugar a otro alrededor del mundo tal como lo

habíamos hecho antes, y Satanás me fue mostrando un centenar de maravillas, lamayoría de las cuales reflejaban de una manera u otra la flaqueza y la futilidad denuestra raza. Llevaba ya algunos días haciéndolo; no por malicia, de eso estoy seguro.Parecía únicamente que aquello le divertía y le interesaba, igual que un naturalistapudiera divertirse e interesarse en una colección de hormigas.

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Capítulo XI

Satanás continuó en sus visitas casi durante un año; pero, por último, empezó a venircon menor frecuencia, y acabó no viniendo en muchísimo tiempo. Sus ausencias medejaban siempre solitario y melancólico. Tuve la sensación de que él perdía interés ennuestro minúsculo mundo y que en cualquier momento abandonaría por completo susvisitas. Finalmente, al presentarse cierto día, mi júbilo fue extraordinario, pero durópoco tiempo. Me dijo que había venido a despedirse de mí de una manera definitiva.Tenía que realizar investigaciones y llevar a cabo empresas en otros rincones deluniverso, según me dijo, y ellas lo mantendrían ocupado durante un período detiempo superior quizá al que a mí me sería posible esperar.

—¿Te marchas, pues, para no regresar jamás?—Sí —me contestó—. Nuestra camaradería ha durado mucho tiempo y ha

resultado agradable, agradable para los dos; pero debo marcharme, y jamásvolveremos a vernos.

—En esta vida no, Satanás; pero ¿en la otra? ¿Verdad que en la otra nosencontraremos?

Entonces, con toda tranquilidad y sosiego, me respondió de esta manerasorprendente:

—No hay otra.Sopló sobre mi espíritu desde el suyo una influencia sutil que me inspiró un

sentimiento confuso, indeciso, pero bendito y esperanzador de que quizá esasincreíbles palabras fuesen verdaderas, que por fuerza tenían que ser ciertas.

—¿Nunca lo habías sospechado, Teodoro?—No. ¿Cómo podía sospecharlo? Pero si, por lo menos, fuese cierto…—Lo es.Surgió dentro de mi pecho un borbotón de felicidad; pero antes que pudiera

manifestarse en palabras se vio frenado por una duda, y dije:—Pero…, pero… esa vida futura la hemos visto, la hemos visto en su realidad; de

modo que…—Fue aquello una visión, que no tenía realidad.La inmensa esperanza que forcejeaba dentro de mí apenas si me dejaba fuerzas

para respirar.—¿Una visión? Una… vi…—La vida es sólo una visión, un sueño.

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Fue una descarga eléctrica. ¡Vive Dios, que ese mismo pensamiento lo había yotenido mil veces durante mis meditaciones a solas!

—Nada existe; todo es un sueño. Dios, el hombre, el mundo, el sol, la luna, lainmensidad estelar, un sueño, todo un sueño; no tienen realidad. ¡Nada existe, fueradel espacio vacío… y tú! —¡Yo!

—Y tú no eres tú; no tienes cuerpo, ni sangre, ni huesos; no eres sino unpensamiento. Yo mismo no tengo realidad; no soy sino un sueño, tu sueño, unacriatura de tu imaginación; bastará un instante para que te des cuenta de ello, yentonces me borrarás de tus visiones y yo me disolveré en la nada de la que meformaste. Estoy ya dejando de existir, estoy descaeciendo, estoy muriendo. De aquí aunos instantes te encontrarás solitario en el espacio sin límites, para que vayas yvengas por su soledad inacabable sin ningún amigo ni camarada, porque serás porsiempre un pensamiento, el único pensamiento existente, inextinguible e indestructiblepor tu misma naturaleza. Pero yo, tu pobre servidor, te he revelado a ti mismo y te hedado la libertad. ¡Sueña otros sueños, y que sean mejores! ¡Qué cosa másextraordinaria el que no lo hayas sospechado años ha, siglos, edades, series de edades!¡Porque tú has existido, sin compañía de nadie, por todas las eternidades! ¡Cosaverdaderamente extraña el que tú no hayas sospechado que tu universo y su contenidoeran únicamente sueños, visiones, ficciones! ¡Cosa verdaderamente extraña! Porque,como todos los sueños, ésos eran franca e histéricamente disparatados; por ejemplo, elde un Dios que pudiendo crear con la misma facilidad hijos buenos que malos,prefiriese crearlos malos; que pudiendo hacerlos a todos felices, no haya hecho ni auno solo completamente feliz; que les haya hecho apreciar en mucho su áspera vida, yque, sin embargo, se la haya cortado de pronto de manera tan mezquina; que otorgó asus ángeles una felicidad eterna sin que la ganasen, exigiendo, en cambio, a los demáshijos suyos, que hiciesen méritos para conseguirla; que otorgó a sus ángeles unasvidas libres de todo dolor, al mismo tiempo que echaba sobre sus demás hijos lamaldición dé angustias vivísimas y de enfermedades de cuerpo y de alma; que hablade justicia e inventó el infierno, que habla de misericordia e inventó el infierno, quepronuncia las normas básicas de conducta y de perdón multiplicadas por siete vecessiete e inventó el infierno; que impone a los demás normas morales y no guardaninguna; que frunce el ceño ante los crímenes, y que los comete todos; que creó elhombre sin que nadie se lo pidiese, y trata luego de descargar sobre ese hombre laresponsabilidad de sus actos, en lugar de cargarla, como es lo honrado, sobre sí

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mismo; y, por último, con una torpeza completamente divina, ¡invita a ese pobre ymaltratado esclavo a que le rinda adoración! Ahora comprendes ya que todas esascosas son imposibles como no sea en un ensueño. Ahora comprendes que son puros ypueriles despropósitos, creaciones estúpidas de una imaginación que no tieneconciencia de sus monstruosidades. En una palabra: que son sueños, y tú quien loscrea. Llevan todas las señales de los sueños, y deberías haberlo advertido antes. Estoque te he revelado es cierto; no existe Dios, ni el universo, ni la raza humana, ni lavida terrenal, ni el cielo, ni el infierno. Todo es un sueño, un sueño grotesco ydisparatado. Nada existe sino tú. Y tú no eres sino un pensamiento, un pensamientonómada, inútil, sin hogar propio, que vagabundea desamparado por el vacío de laseternidades.

Satanás desapareció, dejándome anonadado; porque yo sabía, tenía la certeza, deque todo cuanto me había dicho era verdad.

FIN

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El forastero misterioso es la última novela que intentó realizar Mark Twain. Trabajóen ella periódicamente entre 1897 y 1908. En ella trata de sus ideas acerca del sentidomoral y la «maldita raza humana», según sus palabras.

Twain escribió varias versiones de esta historia, y todas quedaron inconclusas. Elpersonaje de «Satanás» está presente en todas sus variantes. La primera versión es laque comúnmente se conoce como The Chronicle of Young Satan (Las crónicas deljoven Satán) y cuenta las aventuras de Satanás, el sobrino sin pecado del Satanásbíblico, en un pueblo de Austria en la Edad Media.

En la segunda versión trascendente, Twain experimenta con sus conocidospersonajes Huckleberry Finn y Tom Sawyer y los describe en sus aventuras conSatanás, que en esta versión es «N.º 44», y se encuentra en los Estados Unidos.

En una tercera versión, llamada N.º 44, el forastero misterioso, vuelve a laAustria medieval y habla de la misteriosa aparición de N.º 44 en la puerta de unaimprenta y su uso de poderes celestiales para exponer la futilidad de la existencia de lahumanidad. Esta versión también introduce una idea que rondaba la mente de Twainal final de su vida, la dualidad del «yo», uno que es el «yo en vigilia» y el otro es el«Ser del Sueño». Esta versión contiene una conclusión, sin embargo, se considera queno está tan completa como el escritor habría querido.

La presente edición, publicada póstumamente en 1916 se compone principalmentede una mezcla de la versión de Las crónicas del joven Satán ampliamente editada a laque se añade una versión ligeramente alterada del final de N.º 44. Albert BigelowPaine, que tenía la posesión exclusiva de la obra inacabada de Twain después de lamuerte de éste y la mantuvo en privado, buscó en los manuscritos de Twain yencontró el final previsto apropiado para El forastero misterioso. A partir de la décadade 1960, los críticos estudiaron las copias originales de la historia y descubrieron que

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el final que Paine eligió para El forastero misterioso se refería a personajes deversiones distintas de la historia (por ejemplo, N.º 44 en lugar de Satanás) y que losnombres originales habían sido tachados y escritos con la letra de Paine.

En todo caso, la versión del libro que fue publicada, mantiene las críticas de Twaina lo que él cree que es la hipocresía de la religión organizada, que es el tema de granparte de los últimos escritos de Twain.

En 1969, la Universidad de California Press publicó, como parte de The MarkTwain Papers Series, una edición erudita de los tres manuscritos inalterados. Segúnlos editores del «Proyecto Mark Twain», N.º 44, the Mysterious Stranger es laversión más cercana posible a lo que Twain habría publicado si hubiera vivido parahacerlo. Además de la omisión de una cuarta parte del texto original, la versión dePaine inventa el personaje de un astrólogo que se hace responsable de las fechoríasdel padre Adolfo.

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MARK TWAIN. Samuel Langhorne Clemens, conocido por el seudónimo de MarkTwain (Florida, Missouri, 30 de noviembre de 1835 – Redding, Connecticut, 21 deabril de 1910), fue un popular escritor, orador y humorista estadounidense. Escribióobras de gran éxito como El príncipe y el mendigo o Un yanqui en la corte del ReyArturo, pero es conocido sobre todo por su novela Las aventuras de Tom Sawyer y susecuela Las aventuras de Huckleberry Finn.

Twain creció en Hannibal (Missouri), lugar que utilizaría como escenario para lasaventuras Tom Sawyer y Huckleberry Finn. Trabajó como aprendiz de un impresor ycomo cajista, y participó en la redacción de artículos para el periódico de su hermanomayor Orion. Después de trabajar como impresor en varias ciudades, se hizo pilotonavegante en el río Misisipi, trabajó con poco éxito en la minería del oro, y retornó alperiodismo. Como reportero, escribió una historia humorística, La célebre ranasaltarina del condado de Calaveras (1865), que se hizo muy popular y atrajo laatención hacia su persona a escala nacional, y sus libros de viajes también fueron bienacogidos. Twain había encontrado su vocación.

Consiguió un gran éxito como escritor y orador. Su ingenio y sátira recibieronalabanzas de críticos y colegas, y se hizo amigo de presidentes estadounidenses,

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artistas, industriales y realeza europea.

Carecía de visión financiera y, aunque ganó mucho dinero con sus escritos yconferencias, lo malgastó en varias empresas, y se vio obligado a declararse enbancarrota. Con la ayuda del empresario y filántropo Henry Huttleston Rogersfinalmente resolvió sus problemas financieros.

Twain nació durante una de las visitas a la Tierra del cometa Halley, y predijo quetambién «me iré con él»; murió al siguiente regreso a la Tierra del cometa, 74 añosdespués. William Faulkner calificó a Twain como «el padre de la literaturaestadounidense».