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El espacio laboral y la construcción del género: dos estudios de caso Georgina Rosado Rosado Gina Villagómez Valdés1 Universidad Autónoma de Yucatán Introducción Innumerables son los estudios que en México y en otras partes del mundo abordan la problemática de la mujer trabajadora. La gran mayoría de ellos resaltan la importancia de la población femenina en la producción y su relación con las urgentes necesidades de las unidades domésticas de los sectores más empobrecidos. Se han abor- dado, entre otros aspectos, las características de los procesos de trabajo, los vínculos laborales que se establecen y cómo éstos se encuentran perneados por la relación género-clase (Leñero, 1984; González de la Rocha, Laison; Escobar, 1988). Algunas investigaciones relacionan la esfera productiva con la reproductiva, rescatando variables sociodemográficas como deter- minantes de la incorporación y permanencia de la mujer en el mer- cado laboral. Se plantea qué variables influyen en el sector y el tipo de actividad al que comúnmente se incorporan, y se analizan algu- nas de sus repercusiones en las condiciones de vida tanto de las trabajadoras como de sus familias (Gayabet, 1988; Lailzon, 1991; Mummert, 1993). Sin embargo, a partir de los noventa, se presenta la preocupa- ción en las ciencias sociales por incorporar elementos de la cultura

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El espacio laboral y la construcción del género: dos estudios de caso

Georgina Rosado Rosado Gina Villagómez Valdés1

Universidad Autónoma de Yucatán

Introducción

Innumerables son los estudios que en México y en otras partes del mundo abordan la problemática de la mujer trabajadora. La gran mayoría de ellos resaltan la importancia de la población femenina en la producción y su relación con las urgentes necesidades de las unidades domésticas de los sectores más empobrecidos. Se han abor­dado, entre otros aspectos, las características de los procesos de trabajo, los vínculos laborales que se establecen y cómo éstos se encuentran perneados por la relación género-clase (Leñero, 1984; González de la Rocha, Laison; Escobar, 1988).

Algunas investigaciones relacionan la esfera productiva con la reproductiva, rescatando variables sociodemográficas como deter­minantes de la incorporación y permanencia de la mujer en el mer­cado laboral. Se plantea qué variables influyen en el sector y el tipo de actividad al que comúnmente se incorporan, y se analizan algu­nas de sus repercusiones en las condiciones de vida tanto de las trabajadoras como de sus familias (Gayabet, 1988; Lailzon, 1991; Mummert, 1993).

Sin embargo, a partir de los noventa, se presenta la preocupa­ción en las ciencias sociales por incorporar elementos de la cultura

subjetiva: valores, normas, ideas y demás en el análisis de los fenó­menos de estudio. En lo que respecta a estudios feministas, este interés significó volver los ojos al concepto construcción social del género que centra su atención en el conocimiento de las diferentes realidades y condicionantes de vida de las mujeres, rescatando las diversidades culturales y puntualizando la identidad femenina.

En este sentido, el concepto de Género propone analizar las diferentes identidades como producto no sólo de las relaciones so­ciales objetivas, sino reconstruyendo simultáneamente las relaciones subjetivas que moldean el ser y el deber ser. Se trata de un concep­to que da cuenta de las construcciones sociales elaboradas con base en las características biológicas, pero que trasciende a los esquemas de percepción, uso y apropiación de los elementos de la cultura (Barbieri, 1992).

En este orden de ideas, el género se construye en función de los sistemas simbólicos de las relaciones sociales y como concepto con­tribuye a explicar no sólo la diferenciación de lo masculino y lo femenino, sino también la manera en que los diferentes espacios en los que se inscribe la mujer determinan o influyen en la conforma­ción de las identidades diferenciadas que le dan sentido a su partici­pación en la sociedad.

Es decir, las actividades, tiempos, espacios y relaciones interven­drán no sólo en la conformación de la identidad, masculina o feme­nina, sino también de lo femenino y masculino en combinación con otras series de factores que determinarán ser mujer ya sea obrera, campesina, ama de casa, empresaria, mestiza, urbana, rural, etc., todo ello en relación también con el historial y la biografía personal.

Bajo esta perspectiva, retomamos el espacio laboral como gene­rador de nuevas identidades. Pretendemos mostrar al espacio de trabajo como un lugar privilegiado para el análisis de la reelaboración de un conjunto de representaciones simbólicas (manifestadas en prác­ticas diferenciadas) que le dan nuevo sentido al ser mujer.

Dos experiencias de trabajo en contextos culturales distintos, mujeres de una Unidad Agrícola Integral de la Mujer ( u a i m ) en

Yucatán y obreras de la fresa en Michoacán, sirven de marco para el análisis del espacio laboral como un campo importante en la construcción social del género.

Espacios sociales de construcción del género

Una de las características más tangibles de la cultura es el espacio o la territorialidad.2 Este imprime al individuo una serie de normas respecto a su uso de acuerdo con los significados adquiridos en su contexto y las relaciones que lo moldean. Refiriéndonos concreta­mente a las mujeres, en nuestro estudio pudimos identificar tres espacios principales en los que generalmente está inserta: el domés­tico, el comunitario y el laboral. Cada uno de ellos tiene sus propias características, códigos y ritmos, de manera que lo femenino se construye, reelabora y aprehende en ellos con diferentes sentidos.

En el espacio doméstico3 se encuentra un doble proceso en la construcción del género. Se comienza con la intemalización del uni­verso simbólico por parte del individuo en la que se adquieren las versiones masculinas y femeninas de la realidad por la función asig­nada genéricamente, lo que implica no sólo el área de acción restrin­gida, sino también de significación (Berger y Luckmann, 1979). Aludimos a la incorporación de elementos subjetivos novedosos que trascienden el ámbito doméstico y que permitan dar un sentido dife­rente a la interpretación que la misma mujer pueda tener de ella misma y de su función social.

El espacio comunitario, por su parte, reproduce también los ele­mentos de diferenciación genérica de la sociedad. Las instancias e instituciones como la escuela, el Estado, los medios masivos de comunicación, la iglesia, la política, los servicios que contribuyen a satisfacer las necesidades familiares, etc. recrean prácticas y com­portamientos que contribuyen a la construcción del género. En cada instancia, se manifiesta una participación diferenciada de acuerdo al sexo-género de los individuos.

Bajo esta perspectiva, la división de la sociedad en esquemas definidos por lo masculino y lo femenino es tan fuerte que se infiltra en todos los espacios de la sociedad. En el laboral, las relaciones establecidas y recreadas en él, no son la excepción, forman parte del proceso de la construcción social del género. Es por esto que diver­sos estudios en México (Calleja, 1984; Arias, 1988; Wilson, 1990) han mostrado que aun cuando la mujer se inserta en el mercado de trabajo, tiende a reproducir, en cierto grado, en el espacio laboral formas de organización y sentidos tanto domésticos como comunita­rios. Sin embargo, como pretendemos probar, la reproducción en el espacio de trabajo de formas de relación y de conductas, vinculadas con las funciones tradicionales que desempeña la mujer en el espa­cio doméstico y comunitario, no niega la posibilidad de que ésta transforme su identidad genérica a partir de las experiencias labora­les vividas.

Así, tenemos que en los estudios antes mencionados se ha podido observar cómo la organización laboral retoma los espacios, formas de relación y elementos simbólicos que forman parte del mundo de la mujer. Nos hablan de empresas que funcionan aprovechando las relaciones familiares y comunitarias preexistentes y el poco o nulo rompimiento con la función social de la mujer, mostrando una su­puesta compatibilidad entre su quehacer femenino y la actividad remunerada. En este sentido la organización familiar, los estilos de autoridad maternalistas, relaciones emotivas y normas propias de la comunidad, entre otras, son retomados para facilitar su entrada en un sistema diferente.

A pesar de lo anterior, los elementos originales no se reproducen ni se traslapan mecánicamente al espacio laboral, sino que son re­creados y refuncionalizados a partir de las nuevas necesidades que conllevan la organización productiva y las relaciones de trabajo. Asimismo, la incorporación de la mujer al trabajo en muchas oca­siones implica la ampliación de su campo de acción, de sus redes sociales y la posibilidad de pertenecer a grupos organizados.

Su adscripción a una nueva dinámica conlleva en muchas oca­siones la incorporación de conocimientos y habilidades tanto técni­cas como sociales. En este sentido el uso del tiempo y el espacio, las concepciones sobre la jerarquía y las relaciones de autoridad, los sistemas de valores y elementos ideológicos, se reestructuran de acuerdo con la experiencia de trabajo específica, lo que repercute directamente en la construcción de identidades femeninas diferencia­das.

Con el fin de ejemplificar cómo se efectúa el rejuego de relacio­nes que conforman las diversas identidades femeninas, rescatamos algunos elementos de dos diferentes procesos de incorporación al mercado laboral de mujeres en contextos y culturas distantes. Por un lado, retomamos la experiencia de una Unidad Agrícola Indus­trial para la Mujer en Yucatán4 y, por otro lado, el trabajo de las obreras de la fresa en Michoacán.5

Las sodas de una u a im en la zona henequenera de Yucatán

A finales de los setenta, como parte de los programas diseñados por el Estado para dinamizar el sector agropecuario del país, se crea el Programa: Unidades Agrícolas Industriales para la Mujer ( u a im ).

Desde sus inicios, Yucatán lo acoge con la expectativa de paliar en cierto grado la crisis económica sobre todo de la zona henequenera que cada día deprimía más las condiciones de vida de los ejidatarios.

Sin embargo, y pese a la buena aceptación del programa en Yucatán, lo que significó la formación de numerosos grupos en la región, algunas unidades quedaron constituidas exclusivamente en el papel, otras significaron lamentables fracasos, gran parte de ellas sobrevivieron a duras penas y actualmente se están reactivando y, las menos, han obtenido una producción rentable que muestra una fuerte capacidad de trabajo y organización logrado por la decisión y empeño de las socias e instituciones involucradas.

Bajo este panorama, el caso al que nos referimos es la muestra de una empresa avícola exitosa que desde 1979 ha enfrentado una

serie de obstáculos salvados por sus socias. Éstas, habiendo ingre­sado al proyecto sin ningún tipo de experiencia laboral previa fuera del hogar, lograron apropiarse de una nueva identidad como muje- res-trabajadoras, socias-propietarias de su unidad de producción.

Elementos domésticos y comunitarios en el espacio laboral

Nos referimos a mujeres rurales de origen étnico maya que conti­núan utilizando huípil mestizo y lengua maya como principales refe­rentes de identidad cultural. Su identidad es reafirmada por la cultu­ra comunitaria que recrea la vida cotidiana con costumbres y ritos tradicionales que han sobrevivido a pesar de su incorporación al mercado de trabajo.

Su ingreso al programa uaim estuvo definido por el traslado de elementos domésticos al espacio productivo. Por un lado, porque el proyecto surgió con la idea de incorporar a la mujer al proceso de producción sin desarraigarla de su comunidad, fomentando en la unidad de producción las actividades que puedan ser desempeñadas por la mujer, refiriéndose a actividades agropecuarias y artesanales que forman parte del trabajo doméstico tradicional.

Por otra parte, la legislación uaim contemplaba la instalación de servicios dentro de la unidad de producción (guardería, comedor y lavadero comunal además de organización de actividades sociales) con el fin de evitar una fuerte ruptura con la actividad doméstica, lo que podría devenir en múltiples deserciones. En este sentido el Pro­grama se preocupó por respetar las características propias del que­hacer femenino de manera que, realizando actividades “propias de su sexo” y trabajando sin tener grandes problemas con su rol tradi­cional, lograron consolidar una empresa estable.

Desde su formación las mujeres se organizaron con base en relaciones familiares y de vecindad, encontrándose madres, hijas, suegras, hermanas y comadres involucradas en un proceso de pro­ducción que les era familiar. Los varones de los grupos domésticos colaboraron desde el principio con las mujeres realizando activida­

des dentro de la unidad de producción como desmonte del terreno para cultivar y trabajando en la construcción y mantenimiento de la infraestructura, además de acompañar a sus mujeres en la vigilancia nocturna de la granja.

De esta forma, en el espacio laboral se encontraron elementos familiares y comunitarios que repercutieron en diferentes formas en el proceso de trabajo. Las relaciones entre los socios se vieron influenciadas por sus alianzas previas de amistad y compadrazgo, alianzas que se hicieron más recurrentes, producto de la necesidad de mantener buenas relaciones entre ellos y sobre todo con la presi­denta de la u a im . Además, se desarrollaron estrategias de solidari­dad para cubrir suplencias y establecer apoyos tanto en el trabajo como fuera de él, y en los períodos de crisis política y económica, las relaciones familiares amortiguaron y simultáneamente alargaron penosos conflictos de trabajo.

En pocas palabras, si bien las relaciones personales contribuyen al buen desempeño del trabajo (platicando los problemas de la fami­lia, apoyándose en momento de tristeza y problemas) también tienen mucho que ver cuando son conflictivas con los resultados en la producción. Por otra parte, las tradiciones comunitarias se incorpo­raron al espacio de trabajo, por ejemplo, organizando un gremio que representara a la uaim en las fiestas de la patrona del pueblo o realizando un suntuoso Hernán pixan (festejo del día de muertos) invitando a vecinos de la población, ambas como un signo de reafírmación de su cultura y de distinción por el éxito logrado.

El espacio laboral genera identidades

El espacio laboral en cuestión provocó una serie de cambios en las mujeres en varios sentidos. Consolidarse como grupo de trabajo perfiló específicas estrategias de organización y adquisición de co­nocimientos técnicos respecto al tipo de producción al que se dedi­carían, con la diferencia de que a partir de ese momento sería a gran escala (agrícola en un principio y avícola posteriormente). Simultá­

neamente, fue necesario el adiestramiento en la contabilidad y comercialización de la producción. Los horarios requerían una per­manencia física en el espacio de trabajo que repercutió en adapta­ciones importantes en el ámbito familiar.

Para las mujeres, incorporarse y permanecer en la uaim significó reelaborar la concepción que tenían respecto al trabajo, la familia, la comunidad y en sí misma. Desde la fundación de la unidad de producción, fue necesario para casi todas ellas “salir de casa55 por primera vez, asumiendo una nueva identidad como trabajadoras que les otorgaba una responsabilidad frente a las instituciones inmersas en el programa de desarrollo. Este hecho les causaba incertidumbre y temor.

Las socias que pudieron mantenerse en el trabajo tuvieron que realizar muchos esfuerzos en términos personales: las monolingües aprendieron español y si lo entendían se vieron forzadas a practicar­lo, las que no acostumbraban a leer y escribir se tuvieron que ejercitar y, en términos generales, las mujeres aprendieron a realizar trámites y negociaciones con gente ajena a la acostumbrada. En el espacio doméstico significó delegar a otras mujeres del predio sus funciones del hogar, iniciando a las niñas a más temprana edad o alargando la jornada para las mujeres mayores (madres o suegras generalmente). Los hombres de la familia tuvieron que colaborar demandando menos atenciones y ayudando con actividades domésti­cas que anteriormente realizaba la mujer, como leñar o encargarse del abastecimiento de los bienes del hogar.

Por otra parte, incorporarse a la uaim significó relacionarse por primera vez con autoridades, promotores y técnicos (en su mayoría hombres) de las instituciones encargadas de brindarles apoyo y ase­soría, para lo cual se tuvo que interiorizar un discurso y código institucional plasmado en las normas y reglamentos del programa, participar en asambleas y reuniones de trabajo. Además, hubo que adscribirse a una participación política local de tipo partidista que las enfrentó a la construcción de una imagen ajena a la tradicional frente a la familia y la comunidad. Viajes a la Ciudad de México

para adiestramiento y entrevistas con funcionarios públicos de alto nivel como el presidente del país y el hecho de ser considerada una “unidad modelo” a nivel nacional, fueron eventos que marcaron a las mujeres, debido a la ampliación de su red de relaciones y al desarrollo de ciertas habilidades relacionadas con su papel de gesto­ras y promotoras de la Unidad.

La experiencia de las socias más relevante en la construcción de una nueva identidad fue el conflicto permanente, más por la defensa de sus intereses que por la apropiación de poder. Desde el principio, se vieron en la necesidad de establecer luchas con las autoridades locales para obtener o mantener el terreno de la granja, posterior­mente, además de las anteriores, con diversos representantes institucionales y, finalmente entre ellas mismas.

Los conflictos en diferentes niveles las motivaron a realizar cuestionamientos, sobre todo respecto al proceso productivo, el cual se organizó de manera personalizada y poco equitativa. Aspectos como el que sólo una persona y un grupo controlara los cargos importantes de la unidad productiva, así como la administración de los recursos y las relaciones con el exterior, las llevó a inconformarse y a luchar por cambiar la situación. Este conflicto obligó a las mujeres a redefinir su papel como trabajadoras apropiándose de su proceso laboral con el fin de romper las mediaciones que durante varios años provocaron alejamiento y escasa participación en él.

Esta experiencia fue fundamental en la construcción de una nue­va identidad en la medida en que cuestionó su pasividad tradicional orillándolas a adoptar nuevas prácticas y actitudes en el trabajo y el control de su propia organización. Este papel activo al trasladarse a otros ámbitos significa una forma diferente de participación, com­parada con la de las demás mujeres de la comunidad.

Las obreras de la fresa en Michoacán

En el estado de Michoacán, en el bajío zamorano, durante los años sesenta surge lo que suele llamarse el “boom” fresero. Se amplían las tierras dedicadas al cultivo de la fresa y pocos años después se instalan empacadoras y congeladoras de la fruta. Con la apertura de estos nuevos centros de trabajo cerca de 15 mil mujeres de diferentes comunidades se incorporan como obreras al trabajo de preparación y empaque del producto.

A finales de los ochenta funcionaban 23 empacadoras y congeladoras de fresa que reunían cada una de ellas entre 500 y 800 mujeres que permanecían juntas por largas jornadas de trabajo, distribuidas por mesas y áreas dedicadas al corte del tallo de la fruta, a su selección por tamaños, peso y empaque.

Elementos domésticos y comunitarios en el espacio laboral

Para la contratación de dichas mujeres, los empresarios utilizaron eficientemente las relaciones vecinales y familiares. En primer lu­gar, visitaron a los jefes de familia para que permitieran que las mujeres de sus hogares asistieran al trabajo en las empacadoras. Ellas acudieron en grupos tanto familiares como comunitarios, pero siempre vigiladas por mujeres de comprobada “respetabilidad” y generalmente un poco mayores del promedio de edad, con las cuales se establecieron los acuerdos laborales.

Junto con la contratación grupal se dio la trasmisión generacional del trabajo, o sea las primeras trabajadoras llevaron a sus hijas y nietas a las empacadoras, por lo que se estableció una costumbre laboral entre determinadas comunidades y familias de la región. Esta trasmisión generacional del trabajo se hizo respetando la patrilocalidad y la patrilinealidad imperante en la región, así la incorporación de mujeres casadas al trabajo en las empacadoras dependió de qué tan aceptada y conocida fuera esta práctica dentro de la familia del esposo.

Estas formas de relación comunitaria y familiar abarcan hoy en día no sólo la contratación y los acuerdos sobre el salario y las prestaciones, sino también parte del control del trabajo y las medi­das del orden. Así, las mesas de trabajo se distribuyen de acuerdo con el lugar de procedencia, las jefas de mesa y sección se eligen respetando la relación comunitaria y familiar; las jefas mujeres.cui- dan el orden con regaños y “apapachos” y los problemas familiares son considerados a la hora de aplicar medidas disciplinarias.

Las demandas de las mujeres incorporan elementos que corres­ponden frecuentemente a las necesidades y exigencias del grupo doméstico y que corresponden a las características sociodemográficas de las obreras que en su mayoría son jóvenes y solteras (un 72 % son menores de 30 años, y un 59.8% son solteras). Aunque también encontramos un grupo importante de mujeres casadas con hijos (39.2%).

Tal es el caso de las mujeres-madres que solicitan elasticidad en los horarios para poder salir del espacio de trabajo y realizar algu­nas actividades de atención a los hijos y del hogar. Otro tipo de demandas corresponde a las mujeres jóvenes y solteras, que piden se organicen bailes y convivencias al final de la temporada de trabajo donde pueden encontrar la posibilidad de relacionarse con jóvenes en condiciones adecuadas para el matrimonio.

Si bien es cierto que las mujeres expresan sus demandas en este sentido y los empresarios conceden, también es cierto que a su vez éstos justifican los bajos salarios y precarias condiciones de trabajo argumentando que la actividad desempeñada por la mujer requiere habilidades naturales no aprendidas y carentes de esfuerzo físico, lo cual es propio de su personalidad; además, confirman que el salario de estas mujeres es secundario en la economía familiar.

El peso de las relaciones de género al interior del espacio laboral se percibe, no sólo en términos de las condiciones en las que se organiza la producción y del tipo de acuerdos que se establecen respecto al trabajo, sino también en el uso que se hace del espacio para discutir la problemática de la vida privada, que en el caso de

las mujeres está fuertemente vinculada a su entorno familiar o veci­nal.

En este sentido, las conversaciones que se establecen durante las horas de trabajo se encuentran totalmente cargadas de los elementos que tradicionalmente le dan sentido a la vida de las mujeres como: relaciones con los hijos, con el marido, con las suegras, problemas del quehacer doméstico, la solidaridad o conflictos con las mujeres del vecindario, etcétera.

Todo esto pareciera llevarnos a concluir que el espacio laboral cumple un pobre papel en la construcción del género, dado el tras­paso de formas domésticas y femeninas en relación al espacio labo­ral. Sin embargo, la reelaboración de estos antiguos elementos a partir de objetivos nuevos y dentro de un marco institucional y formal distinto al familiar, permite la construcción del género en función de una nueva identidad de mujer-trabajadora, por supuesto siempre mediada por la actividad particular y el contexto regional.

El espacio laboral crea identidades

Es importante recalcar que las mujeres justifican su incorporación al trabajo y sus demandas laborales en función de necesidades do­mésticas y familiares (mejor educación para los hijos, ayuda al marido en la construcción de la casa-habitación, etc.). Sin embargo, sus organizaciones comunitarias manejan demandas propias del sec­tor obrero y van desde el aumento de los pagos y prestaciones, hasta las relacionadas con las condiciones de trabajo. Todas estas deman­das se basan en argumentos que implican una identificación de intereses propios y homogéneos, es decir, sin el establecimiento de diferencias por comunidad u origen: “gracias a nuestra labor hay ganancia”, “se nos paga poco para que ellos acumulen”, etcétera.

El conflicto que mantienen las trabajadoras con los empresarios, quienes anteponen sus intereses de ganancia sobre los derechos y necesidades de las primeras, las lleva a romper en múltiples ocasio­nes los límites de sus organizaciones comunitarias uniéndose de

manera espontánea trabajadoras de diferentes orígenes, de acuerdo al área de trabajo o a los círculos de edad. Por ende, pese a la importancia de los valores comunitarios y al papel que se les asigna como mujeres, y aún más tomando como base éstos, las trabajado­ras de las empacadoras en su lucha por demandas logran auto- identificarse como grupo laboral, creando discursos relacionados con su nuevo papel.

Fuera de los elementos directamente relacionados con el trabajo, en el mismo espacio laboral y pese a la incorporación familiar y comunitaria al trabajo, las obreras michoacanas tienen la oportuni­dad en las empacadoras de comunicarse con mujeres de diferente procedencia y ajenas a su lugar de origen, lo que permite que la interrelación y mutua influencia intergeneracional compita con la familiar y comunitaria.

Precisamente el que se discuta en el espacio laboral (en las áreas de descanso, de repartición de la fruta, patios, etc.) elementos de la vida privada de las mujeres, les permite identificar problemas y lograr consenso que las lleva a enfrentar de una manera distinta antiguas situaciones sobre diferentes aspectos como: quién debe con­trolar los ingresos familiares, la participación de la suegra en la vida familiar, lo permisible o no de la infidelidad masculina, la educación de los hijos, etcétera.

Otro aspecto sobresaliente de este fenómeno laboral es que las trabajadoras jóvenes empezaron a acudir a los eventos sociales de su comunidad en grupos, distinguiéndose de las demás mujeres por su vestimenta, conducta y manera de manifestarse. Más aun, empe­zaron a identificarse bajo el nombre de su centro de trabajo: “So­mos las trabajadoras de X empacadora”.

Sin embargo, dentro del espacio laboral las mujeres siguieron identificándose de acuerdo a su grupo de pertenencia, por ejemplo, como mujeres de San Pablo, de Ecuandureo o Quiringuicharo, lo que les permitió negociar en mejor situación sus condiciones de trabajo. De esta forma se dio un proceso de aparente doble identi­dad: la adquirida en el medio residencial y la que se obtiene a través

del trabajo. Este proceso, vivido por las trabajadoras, de identificar­se con un determinado grupo laboral, sin romper su identificación con su grupo de origen (comunitario y/o doméstico), permitió que su identidad genérica de mujer influyera como parte de su autoconcepto tomando elementos de uno y otros.

Encontrándonos que al autodescribirse, las trabajadoras enuncia­ban elementos de uno y otros de acuerdo al contexto, por ejemplo en la comunidad ellas se describían del siguiente modo: “nosotras las mujeres de X empacadora somos: ordenadas, limpias, disciplinadas, elegantes[...]”. Pero en sus centros de trabajo era común escuchar­las decir cuestiones como “Las trabajadoras de comunidad somos: recatadas, honestas, fieles[...] ”. Por lo que se dio una nueva defini­ción de su realidad como mujeres que incluyó, junto con su papel reproductivo, su actividad como productoras. Este hecho tiene que ver con la ampliación de su campo de acción y la redefmición de sus redes sociales, la que se da gracias al papel del espacio laboral.

Otro aspecto del fenómeno que nos parece importante resaltar es que, la posibilidad de las trabajadoras de la fresa de influir en su entorno se encontró favorecida por dos elementos: su alta concentra­ción territorial en determinadas comunidades y colonias, que les permitió influir en grupo en su contexto social, y la conciencia organizativa adquirida en el espacio laboral que les llevó a partici­par activamente en el mejoramiento de sus condiciones de vida.

Por otra parte, debido a la importancia que tiene en la región la incorporación de artículos que funcionan a manera de símbolos de estatus (electrodomésticos, decorativos, etc.) y que la mujer aporta a partir de su inserción en el trabajo asalariado, su papel en el grupo doméstico es valorado de manera positiva.

Sin embargo, sería aventurado afirmar que este proceso es siem­pre exitoso o exento de conflictos; por el contrario, la incorporación de elementos nuevos por parte de la mujer trabajadora está precedi­da e implica fuertes disputas al interior del espacio doméstico y comunitario, tanto con otras mujeres (por lo general no asalariadas) como con los hombres.

A éstas se les acusa y agrede por romper los patrones de com­portamiento permitido, como por ejemplo acudir solas a otros espa­cios (cines, bailes, restaurantes, etc.), por no cumplir adecuadamen­te con sus labores domésticas, intentar resquebrajar con el fuerte control de suegras y cuñadas y atreverse a participar en actividades sociales y políticas.

Las disputas y conflictos entre mujeres de un mismo grupo do­méstico o comunidad, sobre todo los que se vinculan con el control de los recursos y el ejercicio de la autoridad, nos indican la impor­tancia del factor trabajo en la aparición de nuevas maneras de ad­quirir legitimidad. Así, en un mismo espacio social compiten muje­res con dos tipos de autoridad, la adquirida por la maternidad y las funciones que se cumplen en el hogar, y la que se obtiene como proveedora de bienes. En dichas disputas y situaciones familiares de enfrentamiento, las trabajadoras no siempre llevan las de ganar. No obstante, el mismo conflicto demuestra el papel del espacio laboral en la construcción social del género.

El espacio laboral y su importante papel en la construcción del género

La relevancia de las experiencias que se presentaron tanto en el caso de las socias ua im como en el de las obreras michoacanas, es que a pesar de pertenecer a contextos regionales diferentes geográfica, política, económica y culturalmente, pudimos identificar elementos semejantes en la definición de identidades ligadas a la pertenencia o participación en espacios laborales.

En primer lugar, encontramos que lo laboral redefine identida­des, pero que este proceso no es unilineal. Por el contrario, se encuentra condicionado por los contextos y específicamente por el papel que cumple la mujer en ellos. Con esto queremos decir que se da un reflujo de influencias entre lo doméstico-comunitario y lo laboral, en el cual la mujer construye permanentemente su ser y deber ser.

Este reflujo no es simple ni armónico; el que la mujer incursione por nuevos espacios ajenos a los tradicionales, violenta sus esque­mas de participación social tradicional y modifica sobre todo la imagen y concepción de sí misma. En este sentido, el conflicto presente en ambos casos nos indica que los esquemas con los que operaba anteriormente la mujer resultan insuficientes para su nueva realidad y, en la búsqueda de nuevos, surgen contradicciones con los propios esquemas y con los de los demás.

Así, en el espacio laboral se reconstruye el ser mujer de acuerdo con las nuevas formas que llevan a reelaborar anteriores significa­ciones que les daban sentido, convirtiéndolas en sujetos con una configuración social diferente. Esta nueva configuración está defi­nida fundamentalmente por una doble identidad, la de trabajadora y la que determina su pertenencia a una comunidad o grupo cultural específico.

Contrariamente a lo que podría esperarse y aun con los conflic­tos que esta dualidad implica, las identidades no tienden a nulificarse sino a condicionarse y recrearse mutuamente. Esto significa que todas las interpretaciones y acciones de la mujer vinculadas con su trabajo estarán perneadas por la cultura que proviene de su perte­nencia a determinado grupo. A la vez, su participación en otras esferas sociales (familia, iglesia, municipio, etc.), estará determina­da por su identificación con el grupo de trabajo.

Queremos puntualizar que este proceso no es una simple adapta­ción de elementos diversos de ambas esferas que pasivamente incor­pora en uno y otro. Por el contrario, este reflujo implica un esfuer­zo, la mayoría de las veces inconsciente de recreación, innovación y adaptación de anteriores elementos. Así, la trabajadora interviene en el cambio de su entorno y al mismo tiempo se redefme como mujer.

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Notas

1. Profesoras Investigadoras de la Unidad de Ciencias Sociales del Centro de

Investigaciones Regionales de la Universidad Autónoma de Yucatán.

2. Edward Hall profundiza sobre este aspecto de la cultura en sus obras: Más

allá de la Cultura (1983), La dimensión oculta (1988) y El lenguaje silen­

cioso (1990).

3. Oliveira, Pepin y Salles (1989), en una relevante compilación sobre los

grupos domésticos, rescatan la trascendente función que realizan las muje­res en el proceso de reproducción familiar.

4. La información presentada corresponde a parte del proyecto de investigación

“Mujer, cultura y desarrollo. La u a i m : una experiencia en Yucatán” reali­

zada por Wilbert Pinto y Gina Villagómez (1993), profesores investigadores

de la Universidad Autónoma de Yucatán, financiamiento del p i e m -c o l m e x

5. Información obtenida en la investigación “De campesinas a obreras de la

fresa en el Valle de Zamora, Mich.”, la cual fue presentada como tesis de

maestría en El Colegio de Michoacán en 1992 por Georgina Rosado R.,

investigadora de la Universidad Autónoma de Yucatán.