el dorado

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ER sor ROTIILISBERGEIt EL nORAD'O VERSION :ASTELl/¡NA UE mONID DE Zh81AURRE S\ v-' Por 1'1 Profesor Dr . .. ERN T ROTJlLlSBERf; EH. ®Biblioteca Nacional de Colombia

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Page 1: El Dorado

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EL nORAD'O

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mONID DE Zh81AURRE

S\ v-'

Por 1'1 Profesor Dr .

.. ERN T ROTJlLlSBERf; EH. ®Biblioteca Nacional de Colombia

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El Dorado

®Biblioteca Nacional de Colombia

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,

EL DORADO Estampas de viaje y cultura

de la Colombia suramericana

Por el

Profesor Dr. Ernst Rothlisberger

PRIMERA VERSION CASTELLANA DE

ANTONIO DE ZUBIAURRE

CON PREFACIO DE

.. WAL TER ROTHLlSBERGER

PUBLICACIONES DEL BANCO DE LA REPUBLlCA

ARCHIVO DE LA ECONOMIA NACIONAL

BOGOTA - 1963

TALLERES GRAFICOS DEL BANCO DE LA REPUBLlCA

OBSE~UIO DE~ BANCO DE LA REPUBLlCA

BL/BLlOTECA .. LUIS ANGEL ARANG~ ®Biblioteca Nacional de Colombia

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ARCHIVO DE LA ECONOMIA NACIONAL

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Primera edición alemana con prólogo del autor.

Berna. - Editorial Schmid & Francke - 1897.

Segunda edición alemana - Revisada y anotada por Manuel, Walter y

Blanca Rothlisberger - Stuttgart - Editorial Strecker und Schroder. 1929.

Primera edición castellana por Antonio de Zubiaurre.

Con prefacio de Walter Rolthlisberger.

Banco de la República.

Bogotá - Colombia.

1963.

Los nuevos artículos, escritos por Manuel, Walter y Blanca Rothlisberger, hijos del autor de esta obra, se refieren a la época anterior a 1928.

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A mi querida madre

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PREFACIO

Con gran beneplácito acogieron los descendientes del Profe­sor doctor h.c. Ernesto Rothlisberger la iniciativa del Banco de la República de hacer traducir del alemán al español su libro El Dorado, aparecido por primera vez en el año de 1898 en Berna y editado por segunda vez, con profusos fotograbados de Co­lombia, en el año de 1929 en Stuttgart. La primera edición espa­ñola, -traducción que se debe al doctor Antonio de Zubiaurre-, será incorporada a la serie denominada "Archivo de la Econo­mía Nacional" con cuyas ediciones se hizo el Banco de la Re­pública hondamente acreedor del lector colombiano.

Será esta la ocasión para que nosotros, sus hijos, podamos subrayar el amor que durante toda su vida conservó nuestro padre a su segunda patria que fue Colombia, en donde pasó años muy felices, pero donde también tuvo que darse cuenta del devas­tador influjo que la política desenfrenada puede ocasionar a un país que por sus dotes naturales y culturales debería ser muy próspero y feliz.

Poco tiempo después de haber regresado a Suiza se casó nuestro padre en el año de 1888, con doña Inés Ancízar, única hija del ilustre escritor y preclaro patriota, don Manuel Ancízar, quien había muerto en Bogotá, en el mes de mayo del año 1882 y cuya familia había emigrado a Europa a consecuencia de los cambios políticos de la era de regeneración. Por este matrimonio, sobre todo, quedó nuestra familia ligada íntimamente a Colom­bia y no había colombiano que llegara a Suiza, que no pasara

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por nuestra casa, siendo conservador o liberal, a refrescar me­morias del pasado o esbozar horizontes futuros. Desgraciada­mente las ocupaciones de nuestro padre, quien ascendió a muy importante posición internacional, no le permitieron hacer un segundo viaje a Colombia, en donde tantos amigos en vano lo esperaban. Como Director de la Oficina Internacional para la Protección de la Propiedad Intelectual y de las Patentes Indus­triales anhelaba de todo corazón que Colombia adhiriese a la convención internacional de Berna; pero este deseo no pudo verlo cumplirse y Colombia, como varios otros países suramericanos, tiene hoy día su propio derecho de protección de autores y pa­tentes.

Para volver al libro El Dorado, lo reconoce todo el mundo como una obra clásica de la era colombiana de los 1880, y, a pesar de su absoluta imparcialidad, lucen por todo el tomo un amor y una fe en el destino de Colombia que ni un genuino colombiano hubiese podido superar. La evolución de Colombia, durante los primeros decenios del presente siglo, había sido más bien lenta, de manera que el libro conservó durante años toda su actualidad y la segunda edición alemana se agotó muy pronto. Hoy día las cosas han cambiado. Por todas partes del país se construyen carreteras y vuelan por los cielos aviones colom­bianos. El intercambio de los Departamentos con la Capital se ha vuelto intenso. Los grandes bancos colombianos abren sucur­sales por donde quiera y ayudan a un resurgimiento industrial poderoso. Sobre todo la posición internacional de Colombia se ha reforzado enormemente. El libro de nuestro padre puede haber perdido parte de su actualidad; pero le queda su valor histórico y su radiante simpatía para Colombia. Van nuevamente nues­tros sinceros agradecimientos al Banco de la República por ha­berlo incorporado en español a la serie de los Archivos de la Economía Nacional.

Walter Rothlisberger Ancízar Bogotá, abril de 1963.

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PROLOGO A LA PRIMERA EDICION

En el verano de 1881, don Carlos Holguín, Ministro Pleni­potenciario acreditado ante las cortes española e inglesa, y luego V"icepresidente de la República suramericana de Colombia habló en Berna ante el Bundesrat (Consejo Federal) de Suiza y en tal ocasión solicitó a dicho Consejo, en nombre del Gobierno de su país designara a un joven suizo, que debería hacerse cargo de la cátedra de Filosofía e Historia de la Universidad Nacional, en Bogotá, capital del Estado.

En el Bundesrat estuvieron divididas las OpInIOneS sobre la aceptación de ese cometido. Algunos de sus miembros no querían tomar sobre sí la responsabilidad de una misión seme­jante y del riesgo a que se exponía a quien hubiera de desem­peñarla; otros, en cambio, creían se debería corresponder con amabilidad y en un sentido positivo a la confianza demostrada a nuestro país por un Estado extranjero, confianza que encerra­ba en sí una honrosa preferencia con respecto a Suiza. Los l1efen­sores de este último criterio fueron concretamente los señores Consejeros doctor E. Welti y Bavier.

Por recomendación del doctor Hibder, Profesor de Historia en la Universidad de Berna y del entonces Rector de la misma, profesor Dr. Nippold, fui propuesto a las autoridades federales

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como persona indicada para aquella mlSlOn, y así, inesperada­mente, comencé a ver en vías de realización mi cordial anhelo de conocer mundo.

Tras largas negociaciones, y "bajo los auspicios del alto Bundesrat suizo", llegó a redactarse un contrato, con la salva­guardia de todos los justos intereses, proyectado de su puño y letra por el señor Consejero Federal Welti, quien a todo proveyó con su asesoría y su ayuda. El contrato fue firmado por el Minis­tro y por mí en París, en octubre del año mencionado. A princi­pios del curso académico de 1882 debería tomar posesión de mi cargo en aquella lejana parte del mundo.

Quiero expresar públicamente aquí mi más profunda grati­tud a cuantos favorecieron el logro de aquella misión, tan deci­siva para todo mi futuro.

Las andanzas, experiencias y observaciones de mi actividad de varios años en Colombia aparecen expuestas en el presente libro. Hace mucho, en lo esencial se hallaba terminado. De su publicación me había abstenido hasta ahora por la acumulación de trabajo a mi regreso a la patria, así como por el temor de ofrecer a los lectores una visión no depurada todavía y demasiado influida, en parte, por amargas pruebas. Sin embargo, no puede decirse que este libro resulte ya anticuado en el momento de su publicación. El relato de los viajes, por ejemplo, lo he puesto en manos de más recientes viajeros a Bogotá, y me han parti­cipado que aquél conserva hoy la validez más plena. Además, un país como Colombia es menos rico en acontecimientos que un Estado de Europa. Por otra parte, el desarrollo de los hechos se ha estabilizado por algún tiempo desde la memorable trans­formación de 1885, cuyo escenario fue Colombia. Finalmente, las continuas relaciones mantenidas con mis parientes de allí,

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con estudiantes y amigos, así como el trato con colombianos en viaje por Europa, me han permitido mantenerme al día y trazar un cuadro que, para el presente y el futuro inmediato, pueda corresponder suficientemente a la realidad, tanto más cuanto que lo he considerado con calma y lo he proyectado sin apasio­namiento.

El Dorado, reza el título principal del libro. Aquel fabuloso país del oro, que los conquistadores españoles, deseosos de botín, esperaban alcanzar en temerarias campañas, fue buscado prime­ramente en la altiplanicie de Bogotá. La leyenda recibió su pri­mer aliento en la desarrollada civilización de los primitivos habi­tantes de la Sabana. El cacique cubierto de polvo de oro, "dorado" en cierta manera, "El Dorado", se ha bañado en uno de los pequeños lagos de montaña de los Andes colombianos en home­naje a la divinidad. Solo más tarde, en la fantasía febril de los aventureros, se iría desplazando paulatinamente hacia el Este del continente suramericano el lugar del nunca alcanzado país.

Colombia fue para mí, aunque no un El Dorado, sí un país al que, con sus bellezas naturales, su notable evolución histórica, sus contrastes, sus gentes, he cobrado mucho cariño y al que, con toda el alma, deseo un porvenir mejor. Allí se me descubrió una rica fuente de observaciones y experiencias, que invito a compartir conmigo a los propicios lectores.

Exposiciones más vivas alternan aquí con descripciones reposadas. Los hechos y destinos del tiempo pasado solo son presentados en estampas culturales cuando, mediante el conoci­miento de la vida del pueblo en la actualidad, llega a despertarse el interés por el fluír histórico de los fenómenos.

Al muchacho gustoso de correrías, al joven ávido de gloria, al hombre maduro, al maestro, al investigador, lo mismo que a aquellas que injustamente son llamadas "la mitad curiosona del

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género humano", confío en poder ofrecer aquí un pequeño obse­quio; que no es, ciertamente, un tratado erudito, sino un libro surgido de la vida misma.

Berna, en la noche de San Silvestre de 1896.

El Autor

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PROLOGO A LA SEGUNDA EDICION,

REFUNDIDA y AMPLIADA

Desde la primera aparición de El Dorado en la editorial Schmid & Francke, Berna, han transcurrido más de treinta años. Nuestro padre pensaba haber publicado él mismo una segunda edición ampliada del libro, ya agotado, y escribir un epílogo para esta obra. Pero entre el propósito y la realización, sobrevino su rápida muerte el 29 de enero de 1926. Al concebir nosotros la idea de una nueva edición, nos hallábamos ciertamente con­vencidos de no poder llevar a término esa tarea con la misma autenticidad y tono con que nuestro padre lo hubiera hecho. Estamos obligados, pues, a dar algunas explicaciones de por qué, no obstante, nos hemos atrevido a tal empresa.

Ante todo, deseamos honrar la memoria de nuestro padre. El amó a Colombia, y anheló siempre para cuando llegara el ocaso de su edad, visitar de nuevo el país en cuya Universidad alcanzara sus primeros éxitos de profesor, siendo todavía muy joven. Pero no solo nos guía el propósito de perpetuar el recuerdo de la actividad académica de nuestro padre, pues el Profesor Dr. Ernst Rothlisberger conquistó más tarde un prestigio duradero por su trabajo profesional y sus obras en el campo científico del derecho de autor y como Director de la Oficina Internacional de la Propiedad Intelectual. Por el contrario, estamos conven-

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cidos de que los países florecientes como Colombia, aunque se hallen en período de pujante crecimiento económico, solo pueden ser realmente entendidos por medio de una profunda penetración en el carácter y cultura del pueblo.

En esa comprensi6n de lo esencial, en la magistral expo­sición de la Historia de Colombia, de la vida espiritual de la clase superior y culta, como de la ingenua sencillez de los estra­tos populares, reside en verdad el valor permanente de El Dorado. Este libro no puede envejecer, porque va al fondo mismo de las cosas. Su tema ha sido agotado con una intención tan cordial y, al mismo tiempo, tan imperturbablemente justa, que ninguna de las obras desde entonces escritas sobre Colombia puede me­dirse con ella en ese aspecto.

En este nuestro tiempo del progreso técnico y económico, la índole y mentalidad de los hombres se ha desarrollado en Suramérica de modo apenas diferente que en el Viejo Mundo. Pero allí la penetración de los últimos logros se produce de una manera más discontinua y brusca que en Europa, y por eso lo viejo y lo nuevo permanecen frecuentemente uno al lado de lo otro y sin mezclarse, y por eso también se presentan más mar­cadamente los contrastes entre civilización externa y cultura interna, aumentado esto por otros contrastes: los que existen entre las diversas clases sociales y entre las diferentes razas. La pintura de estas variadas relaciones pudimos enriquecerla nosotros, sobre el propio conocimiento del país, completando el desarrollo hasta nuestros días y colocando estas referencias, en cada caso, junto a lo que conserva vigencia desde el tiempo de nuestro padre y que constituye el valor imperecedero del libro. La mencionada ampliación se efectúa agregando a los capítulos apéndices especiales que enlazan con la exposición primitiva y describen la situación en la actualidad. Estos textos complemen_ tarios se distinguen de la versión original por medio de una clara separación.

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Viene en abono nuestro el que Walter Rothlisberger haya fijado su residencia en Bogotá, desde 1920 como comerciante y en el desempeño del cargo de Cónsul de su nación y que, gra­cias a los largos viajes realizados, conozca a fondo tierras y gentes de Colombia. Así, El Dorado, de modo espontáneo, y con particular encanto para algunos lectores, refleja los distintos aspectos del país tal como padre e hij os, cada cual en su época, los contemplaron. En la valoración de las observaciones comple­mentarias, y en especial en el apéndice acerca de los nuevos problemas económicos, debería tenerse presente el acusado per­sonalismo de las jóvenes repúblicas de Suramérica, que fre­cuentemente rechazan como abusiva intromisión los reparos críticos formulados por extranj eros. El colombiano de nuestros días, en efecto, es sumamente sensible a toda critica que se haga a su país. Pero no toda crítica encierra una censura. Hay cosas en Colombia que, si se les aplicara de continuo un serio examen, podrían mejorarse con poco esfuerzo. Pero el inmigrante pre­fiere reservarse su opinión antes que ser catalogado como ex­tranjero descontentadizo.

Expresamos nuestra máxima gratitud a cuantos han con­tribuído a hacer realidad esta nueva edición, y especialmente a la Editorial Strecker und Schroder, cuyo nombre es ya una garantía de que la segunda versión de El Dorado habrá de res­ponder a muy altas exigencias. Cordial agradecimiento debemos además a los señores Dr. Hermann Eugster, Paul Forrer, Dr. Ernst Ritter y Erns Muhs, que han enriquecido nuestra colec­ción de fotografías con otras muchas, en parte originales. Por último, con la inclusión de un mapa lo bastante fiel, para el cual nos facilitó gentilmente sus materias la Casa Kümmerly & Frey, de Berna, creemos corresponder a un deseo, repetidamente expresado, cuanto más que la Editorial, lo mismo en este caso que en 10 tocante a los grabados, se esmeró en conseguir una presentación ejemplar.

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El Dorado es algo más que un libro de VIaJes, puramente recreativo, o una guía económica. Con toda la viveza y detalle de la descripción, la obra se dirige, en efecto, a las personas cultas que desean formarse un juicio a fondo sobre Colombia. Apoyándose en el maduro saber del padre, y completado por las propias experiencias de los hijos, * este libro apunta, por encima de nuestro tiempo, hacia el futuro de un país rico y progresivo.

Berna, 1 Q de agosto de 1929.

Manuel, Walter y Blanca Rothlisberger

*El texto de los editores, en cada caso, aparece separado del texto orig inal por una línea al centro.

(N. del T.): En los índices de los capítulos el nuevo texto figura ba jo la palabra Apéndice.

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1. - A COLOMBIA

... El mar, cuando permanece tranquilo y bello, se hace pronto monótono. Pese a que el tiempo no se nos hacía largo, todos experimentamos una íntima alegría al descubrir tierra aquel domingo de diciembre a las 8 de la mañana. Era la isla La Désirade, de costas amarillas, faltas de vegetación, precipi­tándose abruptas hacia el batiente mar. A la izquierda se ex­tiende la faja alargada, envuelta en azul, de la isla Marie Ga­lante, del grupo de la Guadeloupe. En primer término, la isla Les Saintes, sobre la que se alza el Fort Napoleon, llamado por su reciedumbre "el Gibraltar de las Antillas". Navegando por delante del extremo de esta isla, que denominan "Pointe des chateaux", y ante los tres islotes fortificados que cierran la en­trada, penetramos en el puerto. El fondeadero de Pointe-a-Pitre en Guadaloupe es uno de los más hermosos y pintorescos del mundo. En el centro del semicírculo, pegada a la orilla, está la ciudad, cercada por una vegetación de extrema exuberancia. Las palmas se delínean en el quieto horizonte. Nuestro buque es rodeado inmediatamente por pequeños botes. Llega un grupo de negros hasta la cubierta, y con una insistencia a la que a veces no cabe oponer más que gestos violentos, como alzar el bastón, declaran, en un griterío ensordecedor y en un francés horrible, que desean llevarnos a tierra. Hicimos dos visitas a la ciudad, porque esperábamos encontrar allí más frescor que en el buque, cosa en la que, ciertamente nos equivocamos por entero.

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Pointe-a-Pitre, edificada sobre un volcán y expuesta siem­pre a sacudidas sísmicas más o menos fuertes, fue destruída en 1843 por un terremoto, y en 1871 por un incendio; luego vol­vieron a construírla. Sus feas casas están separadas por del­gados muros de piedra, sostenidos a su vez por barras de hierro. También la iglesia de Sto Julien se apoya en recios pilares de hierro, de un estilo semigótico, y tiene escaleras de caracol que llevan a una galería de aspecto románico, cuya pintura imita madera. El empedrado de las calles brilla por su ausencia en casi todas partes, y allí donde existe sería mejor que no lo hu­biera. Especialmente animada aparece la plaza del mercado, donde se ven negros y negras, lo mismo que mulatos en todas las gamas, y mujeres indias de cabellos lisos, ataviadas con los trajes más diversos, no faltando los de color rojo vivísimo. Las negras, engalanadas con pesados adornos de poco precio, llevan en su mayoría un vestido de tela indiana, sujeto con un cinturón por debajo del pecho. Otras se ufanan de su indumentaria euro­pea. Se nos ofrece frecuentemente caña de azúcar cortada en pequeñas varas huecas, que están consideradas como bocado exquisito para el postre, lo que exigiría tener los dientes de los negros. El viajero haría bien visitando siempre en primer lugar la plaza de mercado de toda ciudad, y luego las librerías, al objeto de conocer por aquélla la vida material y por éstas la espiritual. La espiritual no debe ser gran cosa en Pointe-a-Pitre, pues, aparte de una infinidad de novelas espeluznantes, solo estaban allí representados autores como Alejandro Dumas, Julio Verne, Musset y Lamartine. De libros extranjeros ni de obras históricas, que yo pedí, no existía nada.

Después de veinticuatro horas que duró la escala, al medio­día del 12 de diciembre suena un cañonazo como aviso de la partida para los pasajeros que se encuentran en tierra. Nuestro buque pone proa a la mar abierta, que brilla plateada en la lejanía rizándose suavemente, y que, separada por una línea de

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nuestra lisa bahía, se asemeja casi a una cadena montañosa que se empinara bruscamente. El barco se desliza ahora junto a las fértiles orillas cubiertas de amarillas plantaciones de caña de azúcar, sobre las que se alza espesa selva virgen a lo largo de las elevadas crestas (la cumbre más alta alcanza 1.570 metros). Pasamos junto al "río salado" que parte en dos la isla, y rodean­do un picudo acantilado, nos acercamos a la ciudad de los funcio­narios de Guadaloupe, Basse-Terre, a la que arribamos hacia las cinco de la tarde. Los mejores edificios están bastante arriba, ocultos entre palmeras. A la orilla no se han construído muelles; las casas descienden directamente hasta el mar con sus sombríos muros. El resto de la ciudad es exíguo y feo. A media hora de camino, por encima del poblado y a 800 metros de altura, está el campamento de la guarnición. La vida fluye reposada en esta ciudad de funcionarios, pues, como nos dice el Mayor de las tropas, raramente hay desórdenes de carácter político; los negros son buenos y respetuosos.

Después de media hora, levamos anclas. Pronto se echa encima la oscuridad. Caen aguaceros, sin que eso llegue a enfriar la atmósfera. Pasamos ante la isla Dominique, que se levanta allí como una masa negra. Hacia las dos y media de la madrugada atracamos en el golfo de la ciudad comercial de Sto Pi erre en la isla Martinique. Resulta encantador el espectáculo del desem­barco de los pasajeros bajo el brillo titilan te de las estrellas y la luz soñadora de la luna en menguante, en medio de la ince­sante gritería de los negros y el deslizarse de las barcas por el agua tranquila, en la que se reflejan algunas luces de la ciudad, construida en anfiteatro. (Desgraciadamente, en 1902 Sto Pierre quedó completamente destruída a causa de la erupción del Mont­Pelé, muriendo 25.000 de sus habitantes).

Navegamos hacia la parte oriental de la isla, y después de hora y media llegamos a la ciudad, residencia del Gobernador de Martinique, Fort-de-France. La población está emplazada sobre

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una enorme bahía, distribuída en varios puertos menores y flan­queaoa a la derecha por varios fuertes, rodeados éstos por una rica vegetación, como si la enconada guerra quisiera coquetear con la paz en medio de esta suave naturaleza, escondiendo su crudo aspecto bajo una túnica virginal. Todavía más a la derecha está nuestro puerto, una bahía que parece cerrarse por entero, circundada de palmas, semejantes a los lagos italianos, y de tal profundidad que los barcos llegan hasta la misma orilla, a la que se puede pasar por medio de un puente. Este hecho nos libera de la impertinencia de los negros, que en otras partes quieren hacernos desembarcar por la fuerza. En cambio, se nos muestran en un nuevo aspecto; apenas nuestros ojos se han adaptado un poco a la contemplación del espectáculo natural, una docena de negros, muchachotes de unos catorce a diecis~ete años, fornidos, musculosos y de excelente contextura, se lanzan al agua, nadan en torno al buque y pordiosean algunos céntimos entre un repug­nante croar, "angvá, angvá", que trata de significar "envoi". Si se arrojan unas monedas desde la borda, aquella caterva se sumerge como posesa, con sorprendente flexibilidad y rapidez, y allí cabeza abajo, forman con sus piernas un revoltijo curiosí­simo, dejando ver las blancas plantas de los pies. El siempre seguro buceador toma la moneda en la boca y la enseña entre muecas al salir a la superficie.

Nos complació mucho una visita que hicimos a la ciudad. Llegamos primero a un lugar de la bahía que está a la derecha del fuerte, y allí, enmarcando el libre espacio cubierto de yerbas, había unos viejos árboles, ejemplares verdaderamente magní­ficos. En medio, la estatua en mármol de la Emperatriz Josefina, esposa de Napoleón Bonaparte, aquí nacida y aquí sacrificada a la ambición, miraba melancólica al mar rodeada por seis esbel­tas palmeras. Junto a este lugar pasa la vía más bella de la ciudad, con las casas del Gobernador y del Procurador, circunda­das de lindos jardines. En todas sus partes la ciudad está bien

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construída, es amplia, limpia y posee una aceptable pavimen­tación. Pero al fondo del valle se ven las miserables barracas de madera de los negros. En el borde de la meseta que domina la ciudad están los cuarteles de la Artillería de Marina. Y, realmente, la protección militar es necesaria aquí para los euro­peos. Los negros, por sumisos que, ante mis ojos, se entreguen presos al servidor de la justicia, armado de un simple bastón de caña y siendo suficiente para ello un mínimo contacto, consti­tuyen, sin embargo, enorme mayoría frente a los blancos y los indios. En el fondo son de natural maliciosos y alimentan un odio mortal contra el blanco, que como a mercancía los trató y maltrató hasta el año 1848. Desde 1870 los negros envían prin­cipalmente mulatos como representantes a la Cámara francesa, pues los blancos ya no se atreven a acudir a las urnas.

Del desamparo de los negros se nos ofreció un convincente cuadro. Nuestro buque tenía que tomar un nuevo cargamento de carbón, que en grandes montones se hallaba ya acumulado en la orilla. Se organizaron dos o tres cuadrillas de negros, en su mayor parte mujeres, y cada uno de ambos grupos constituía una columna, una que bajaba y otra que subía, una que se apre­suraba hacia el barco y otra que corría por la carga, llevando ésta desde diversos lados. j Qué visión de infierno! Se precipitan aquellas figuras negras, jadeando por el peso que sobre la cabeza traen. Un sudor fangoso cubre sus feas facciones. Las negras de más baja condición se envuelven en una mezquina camisa, que les llega a la rodilla, y en algunas prendas harapientas para cubrirse el busto. La prisa por volcar el mayor número posible de cestos en la negra panza del buque es de una ansiedad febril; y para que ésta no se paralice, un negro viejo va golpeando in­cesantemente con sus dedos largos y extendidos un tambor del aspecto de un tronco de árbol, sobre el cual se halla montado a horcajadas. En una especie de éxtasis, producido acaso por ebrie­dad o alucinación, el negro acompaña su satánico redoble con un

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aullido inarticulado, con muecas del rostro y contorsiones del cuerpo. Su grito, en el que se distingue de cuando en cuando el canto, o, por mejor decir, el balido, de las sílabas "be, be", es repetido por las negras que van y vienen, y las más exaltadas de ellas lo acompañan con estremecimientos y lascivo danzar. Así trabajan febrilmente durante unas tres horas; entonces, toda aquella turba se desploma unánimemente, como segada por la em­briaguez. A las tres horas se reanuda de igual manera el trabajo. El control se practica con sumo sentido práctico, recibiendo cada cargadora una ficha por carga llevada, además de lo cual debe pasar por una máquina contadora, o una báscula, que marca el número de los viajes. Especialmente siniestra resultaba la alu­cinante escena al contemplarla durante la noche. Seis lámparas iluminaban vivamente el barco y la orilla, mientras lo encanta­doramente mágico de la Naturaleza se aplastaba bajo lo diabóli­co y fantasmal de los hombres. Como las ventanillas de los ca­marotes habían sido cerradas para evitar la entrada del polvo del carbón, a causa del insoportable calor no nos quedó otro remedio que pasar la noche sobre cubierta; pero el ruido que movían aquellos monstruos de carbón hacía imposible todo re­poso.

Al día siguiente, a las doce, ::¡alimos de Fort-de-France. Des­pués de veinte horas de travesía, aparece la costa del continente suramericano, una línea azul que se parece a la de las montañas del Jura. Al navegar más cerca vemos que estas estribaciones de la Cordillera Oriental de los Andes descienden en abruptos promontorios cubiertos de bosque para dar directamente en el mar, sin transición, dejando de trecho en trecho algún espacio para angostas fajas de terreno y cortándose solo por estrechas y secas torrenteras. No hay, pues, allí verdaderos valles longi­tudinales, y también falta la vivienda. Después de una arribada a Carúpano, en la costa de Venezuela, donde perdemos toda una tarde, salimos de nuevo a alta mar con el fin de evitar la multi-

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tud de islas y escollos próximos a aquella costa. Los delfines saltan desde hace algunos días en torno a nuestro barco, tan pronto elevándose hasta varios pies sobre el agua como sumer­giéndose con pareja rapidez y nadando bajo la superficie cual si quisieran competir en celeridad con el buque. Al otro día, las plantaciones de caña de azúcar junto a la costa, fábricas de muros encalados con altos hornos, y luego los bellos balnearios de Macuto, magníficas villas y, por fin, un camposanto pinto­rescamente engarzado entre los cultivos de caña que le rodean, todo esto nos anuncia la cercanía de una población de mayor im­portancia. Hacia el atardecer anclamos ante la ciudad portuaria de la Guaira, en Venezuela.

La Guaira, encajonada en un valle muy estrecho y apre­tada contra escarpadas peñas revestidas de verdor, debe su im­portancia a la proximidad de la capital venezolana, Caracas, que se oculta arriba en la planicie (912 metros de altura) en situa­ción sana y protegida. El puerto de la Guaira es muy célebre por sus vientos poco favorables; la mar está allí casi siempre movida y azota con vehemencia contra los muelles, contra el dique de protección y contra los propios muros de la ciudad. Lo que hace aún más perentorias estas circunstancias es la gran cantidad de tiburones, que con las dificultades del desembarco encuentran propicia ocasión de botín. Por lo demás, no puede decirse que sea feo el aspecto de la población, con su iglesia -caracterizada por una torre visible bien de lej os, pero también por la informe fábrica del edificio- y con sus casas de tejados rojos y de muros enjalbegados de blanco o amarillo. En la altura hay un puesto de defensa, cuyos cañones dirigen hacia abajo sus bocas amenazadoras. El insufrible calor (¡ alrededor de 36° C a la sombra!), así como las fiebres, hacen de aquella escala una de las más tristes y duras. Afortunadamente, ahora funciona un ferrocarril que sube a Caracas, de modo que la capital resulta accesible en unas pocas horas, enorme ventaja de la cual no goza Colombia.

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Ahora navegamos a lo largo de la costa de Venezuela, y el 17 de diciembre, día en que deberíamos haber desembarcado ya en Colombia, llegamos a otro puerto venezolano, Puerto Cabe­llo, así llamado porque el mar se considera aquí tan manso que los barcos pueden amarrarse con un pelo. También aquí, como en Fort-de-France, penetramos hasta el final de la bahía y pa­samos a tierra por un puente de desembarco. Puerto Cabello es una población bastante agradable, bien situada y punto de par­tida del camino que conduce a la metrópoli mercantil, Valencia, en el interior del país. Un pequeño jardín botánico situado en la costa da ocasión para un paseo placentero y, por lo menos, testimonia hasta cierto punto el sentido artístico de las autori­dades. A la izquierda de la boca del puerto, y solo separada de la costa por un pequeño brazo de mar, hay una isla -que dista de nosotros un tiro de arco- sobre la que se alza una antiquísi­ma y baja fortaleza medio en ruinas. Tiene unos muros ama­rillentos que miran sobre el mar a la altura de un primer piso y que, guarnecidos de bocas de fuego, suscitan más bien la im­presión de desamparo que la de poderío. Esta fortaleza es un venerable monumento de la Guerra de la Independencia. Objeto de muchas luchas, primero sirvió de continuo a los españoles para sus operaciones navales y en el interior. Aquí ha vertido su sangre, o gemido bajo las oscuras bóvedas, más de algún republicano y patriota. Con la entrega de esta fortificación, desaloj aron los españoles, el 1 Q de diciembre de 1823, el terri­torio del ya libre Estado de Colombia.

El martes, 20 de diciembre, nuestro vapor "Saint Simon", aunque con tres días de demora, navegó ya a lo largo de la costa colombiana. Hacia las diez nos detuvimos en alta mar. Para sorpresa nuestra, se nos comunicó que aquel era el final de la travesía marítima, que aquel era nuestro punto de destino. La mirada se tendió vagamente en busca de alguna referencia que pudiera servir de fundamento a tal enigma. Nada. En torno a

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nosotros se veían riberas cubiertas de boscaje. De viviendas hu­manas, ni rastro; salvo que se tuviera en cuenta un faro que se alza allí a la derecha. En lontananza, por el lado izquierdo, se extiende una llanura negra y pelada, que se nos señala como el delta del río Magdalena, que aquí desemboca. Este era, pues, el país en el que por algunos años debía yo enseñar ciencia. .. y que comenzaba con semej ante desierto. ¿ Cómo podía imaginar­me allí una cultura, una vida intelectual altamente desarrollada, tal como me la habían pintado?

Por fin, saliendo de la oscuridad, fue avanzando hacia nosotros un pequeño vapor remolcador; de él salieron algunos funcionarios que comprobaron los papeles y volvieron a partir hacia tierra, serían las horas del mediodía, con los cuatro pasa­jeros que allí querían desembarcar. Esos funcionarios eran, los más, gente muy esbelta, bien parecida, de oj os brillantes y ras­gos enérgicos, que tenían en sí algo simpático, de modo que me fuí tranquilizando poco a poco. Pero entre ellos había también algunos individuos cuyas heridas, recibidas en las guerras ci­viles, no despertaban una especial confianza; así el cobrador del vaporcito, que se había sujetado con un pañuelo su mandí­bula artificial.

Bajo la opresión de una temperatura ciertamente aniquila­dora, llegamos al puerto de Sabanilla. i Nueva sorpresa! Solo que aquí se veían ya unos rieles que se prolongaban hacia el puente de desembarco; pero era en vano buscar una ciudad portuaria. Sobre el calvo suelo arenoso de la bahía había algu­nas cabañas de bambú con techo de paj a; miserables barracas de pescadores. y la estación de la vía férrea que aquí tenía su origen podía llamarse mej or un tinglado para mercancías, una especie de corral. Pero DOS sentíamos felices de librarnos algo de los rayos del sol, si bien es verdad que nos ahogábamos de sed. La gentileza con que nos ofreció unos vasos de agua el Co­mandante del puerto -el luego, en una de las últimas revolu-

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ciones, famoso General Fr. Palacios- la dignidad y firme espí­ritu con que se expresó, fueron cosas que me impresionaron no poco. Al fin llegó el tren. Tiraba de él una locomotora del más extraño tipo, de ténder panzudo y grandes ruedas. Los vagones tenían solo dos filas de asientos continuos y gozaban de la máxi­ma ventilación. Montamos y, en medio de un formidable traque­teo a causa del mal fundamento de la vía, al cabo de hora y media llegamos a Barranquilla. La región del trayecto era llana, y la relativa pobreza de la vegetación, los desmedrados árboles, los muchos arbustos y matojos espinosos no dejaban por eso de acrecentar la admiración ante aquella flora tropical.

Al fin, sobre las dos de la tarde se nos hizo bajar en la estación de Barranquilla. Seguidamente nos mandaron a la Aduana, donde hube de abrir todas mis maletas, pese a la carta de recomendación del señor Ministro Plenipotenciario Holguín, o tal vez a causa de la carta de recomendación, pues entre el severo señor funcionario administrativo y el señor Ministro no debían estar las cosas del todo bien in politicis. Después de una hora de baño de sudor, consecuencia del abrir y cerrar mis de­masiado llenas maletas, sin más molestia fuí despachado. Los aduaneros no podían contener la risa de cuando en cuando ante los objetos que lleva consigo un viajero poco conocedor de aque­llos países. Hacia el atardecer nos hallábamos en el Hotel Co­lombia, excelentemente atendidos; después de veintisiete días pude volver a dormir tranquilamente en una cama sobre tierra firme.

En la actualidad el desembarco se realiza, ciertamente, en forma mucho más cómoda. La línea férrea se prolongó un trozo más hacia el Noroeste desde la ahora ya un tanto abandonada Sabanilla, en la bahía del mismo nombre, y tiene su terminal en Puerto Colombia, donde hasta los vapores más grandes pue­den atracar junto a un enorme puente de desembarco, siendo ya innecesarios los remolcadores. Por ello también, los viajeros

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pondrán pie en tierra con menos sorpresas que antaño. Barran­quilla, fundada en 1669, es cabeza de un distrito; hoy día, del Departamento del Atlántico. Se halla situada a la orilla izquier­da del río Magdalena, en un brazo del mismo, que se asemeja a un lago, el llamado Caño. El auge experimentado por esta ciudad en los últimos años es un fenómeno típicamente americano, ha­biéndose debido concretamente al establecimiento de la navega­ción a vapor por el Magdalena y al traslado de la estación adua­nera de Sabanilla. Pero la prosperidad de este emporio de Co­lombia será todavía mayor cuando las llamadas "Bocas de Ceni­za", las desembocaduras del Magdalena obstaculizadas por arenas y lodo, puedan ser abiertas, mediante métodos artificiales, hasta a los barcos de máximo calado, cosa proyectada hace mucho, y cuando se mej oren las instalaciones ferroviarias. En efecto, son necesarias todavía grandes mejoras en las comunicaciones, si es que Barranquilla no quiere perder la supremacía, toda vez que su rival, Santa Marta, al Este, tiene un puerto mucho más so­segado y está construyendo también un ferrocarril que debe llegar hasta el Magdalena. Igualmente Cartagena, al Occidente, trata de aumentar su prosperidad. Pero hoy día la mayor parte del tráfico pasa por Barranquilla, y de sus aduanas proceden anualmente los principales ingresos del país.

Bajo el influjo del comercio, la ciudad ha crecido conside­rablemente. En el año 1866 no se había establecido aquí ni una sola panadería, pues todo el mundo cocía patriarcalmente el pan en su propia casa. Un viajero de entonces, Hulls, no encontró en la oficina de correos pluma, tinta ni papel. Todas las casas tenían cubierta de paja; pero ahora, contemplada la ciudad des­de la torre de la iglesia de San Nicolás, ofrece una excelente impresión. En los barrios principales, donde vive la aristocracia del comercio, están las grandes casas de mampostería de la más importante gente de negocios, edificios de dos plantas, por lo común, de recia arquitectura y al viejo estilo español: abajo,

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dando a la calle, el gran almacén lleno de mercancías, abierto a todo el mundo, aireado, sin ventanas; arriba, las habitaciones. Los techos de estas casas de gente notable son llanos y consti­tuyen verdaderas terrazas de piedra, por las que, de mañanita, puede uno pasearse. A través de un gran portón se penetra en la casa; primero hay un vestíbulo y luego viene el patio, donde arbustos y flores dan gozo a los ojos. En torno al patio corre una galería, y arriba una balconada de madera, en la cual se toma el fresco y donde también se come. En los cuartos hay mecedoras y esteras de paja; la instalación es, en algunos ca­sos, elegante y cómoda. Las afueras, por el contrario, no resul­tan muy seductoras; en su mayor parte, no hay allí sino casas de una sola planta, cuyas puertas se hallan siempre abiertas, de modo que se puede alcanzar a ver la primera pieza, una pe­queña sala generalmente. Muchas de estas viviendas situadas fuera del casco de la población tienen cubierta de paja y sus materiales de construcción se reducen, por 10 demás, a adobes y ladrillos, con su revoque blanco. El suelo es de tierra apisonada. Enteramente en la periferia se encuentran las cabañas de las clases más bajas, cuyo mobiliario lo forman, poco más o menos, una mesa, algunas sillas de madera con tapizado de piel, y es­teras en lugar de colchones. Niños desnudos o semidesnudos son allí elemento propio del ambiente. Pero por todas partes encuen­tran los ojos benéfico sosiego, y compensación de mirar las ca­lles de arena, con el verdor de los jardines, las muchas palmas y arbustos que abren en toda su extensión la llanura sobre que se asienta la ciudad. Por la tarde el cuadro es encantador: en la lejanía, desde la torre de la iglesia, se ve el mar; a la derecha, el ancho río plateado; hacia el Sur, la llanura inmensa, y hacia el Oriente, las gigantescas cumbres de la Sierra N evada de San­ta Marta, de 5.800 a 6.000 metros de altitud, que dora el cre­púsculo y que arden en luz como si fueran nuestros Alpes.

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La vida en Barranquilla es monótona para aquel que busque diversiones exquisitas; pero la acogida que se encuentra en las mejores familias es por demás amable. Durante el día se traba­ja muchísimo en los negocios. Por las anchas calles, a menudo cubiertas todavía de ardiente arena, pasan a gran velocidad los ligeros coches de caballos, que le ahorran a uno el caminar por aquellos arenales. Pero así que se da por concluída la jornada a las seis, y llega la noche con su agradable frescor, se empieza a hacer una vida muy diferente. Todo el mundo se sienta a la puerta de casa. Las mujeres, ya compuestas, se mecen en sus sillas con auténtica nonchalance tropical. Por todas partes resue­na alguna música, bien sea el tañido de los instrumentos nacio­nales -la guitarra o, los más pequeños, vihuela y tiple-, bien el canto de las alegres melodías y sentimentales canciones amo­rosas (en modo menor) que se escuchan de continuo en la sonora lengua española. Tienen lugar bailes y veladas, y el barranqui­llero castizo trata de divertirse, bromear y amar cuanto le es posible.

En Barranquilla me encontré también con algunos suizos (comerciantes y relojeros) en cuya compañía vi con detalle las cosas notables de la ciudad. Estas eran, en primer lugar, el Hos­pital, situado en las afueras de la población y regentado ejem­plarmente por piadosas hermanas francesas, donde se atiende con carácter gratuito a enfermos de todos los países; vi también el cementerio y luego la instalación de distribución de aguas, mal llamada "acueducto". Antes, el agua para beber debía ser sacada del sucio Caño, para filtrarla seguidamente; las enfer­medades eran por ello endémicas. Pero ahora el agua ya some­tida a depuración se sube por medio de bomba a un depósito situado sobre una pequeña altura que domina la ciudad, y desde allí se la conduce a las diversas fuentes; un progreso de incal­culable trascendencia. N o obstante, el agua sigue siendo no del todo clara, y por esa razón es necesario filtrarla en las casas

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por medio de gruesas piedras porosas. Cierto que con ello ha desaparecido de Barranquilla una figura bastante poética, la del aguador, o, mejor dicho, el arriero (y jinete) de los borriquillos que, en número de cinco mil, cargados con dos barrilitos de agua, hacían el servicio con notable presteza e inteligencia. Es­tos asnillos se ven hoy todavía transportando grandes cargas de yerba o caña de azúcar destinadas para pienso del ganado, y es curioso y enternecedor a un tiempo contemplar la agilidad y viveza con que se mueven por las calles bajo el sol tropical. Por la noche se les deja en libertad y vagan de un lado para otro; dada su sobriedad, se contentan con hallar un poco de alimento.

Las visitas a nuestros compatriotas acabaron por ponernos en situación de conocer más en detalles sus respectivos nego­cios. En Barranquilla, lo mismo que en la mayor parte de las ciudades de Colombia, todo negociante debe tener, o debería te­ner, en sus almacenes la máxima diversidad de artículos. Solo en los últimos años se ha impuesto algo más la división del tra­bajo, estructurándose de forma más unitaria el depósito de mer­cancías. Pero en aquel tiempo se aparecían unas al lado de las otras todas las cosas que se encontrarían en una de nuestras ciudades si juntaran las tiendas de una calle entera. Por su­puesto, el comercio ha sufrido también mucho baj o las revolu­ciones, no haciendo todos los progresos que hubieran sido de desear porque todo partido, al producirse un levantamiento, quiere apoderarse de Barranquilla y, por tanto, de los ingresos de sus aduanas, y porque el gobierno ha impuesto contribucio­nes muy considerables. Pero, pese a todo, la ciudad tiene un gran futuro, y ello se lo debe no en último lugar al influjo de los acreditados comerciantes extranjeros. Barranquilla es la plaza donde los inmigrantes se han adaptado más rápidamente, contribuyendo mucho a su embellecimiento y mej oras. El clima no es precisamente insalubre, siempre que se haga una vida de-

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bidamente moderada; sin embargo, el fuerte calor produce efec­tos agotadores. El recién llegado debe ser muy precavido en comer frutas, pues, de lo contrario, enferma con facilidad. El tiempo de lluvias es, sin duda, peligroso para personas enfer­mas; y concretamente los meses de septiembre y octubre, la época de los vientos fuertes, son en extremo desagradables.

La travesía marítima por las Antillas francesas tal como nuestro padre la describe tiene, en especial, una significación histórica para el viajero que hoy llega directamente a Colom­bia, ya que las grandes compañías de vapores prefieren ahora hacer el viaje por Trinidad, La Guaira y Curazao. El desembar­co en la costa colombiana ha perdido mucho de su ambiente ro­mántico; en la actualidad todo se hace de manera más rápida y adecuada. Pero la apertura de las bocas del Magdalena a la navegación de gran tonelaje, así como la ampliación de las ins­talaciones marítimas de Barranquilla para hacer de ellas un puerto moderno, son cosas que hoy día están aún por realizar, pese a los muchos planes y proyectos existentes, si bien desde hace algún tiempo trabaja en ello una firma constructora nor­teamericana con ayuda estatal. Para el comercio y el tráfico ha­cia el interior del país, la comunicación directa de Barranquilla con el mar sería, naturalmente, un verdadero beneficio. Hasta tanto. se sigue desembarcando en Puerto Colombia, pero se es­tán multiplicando ya las quejas de que también este sitio se halla a punto de obstruírse con la arena. Allí se realiza pues, el primero de los muchos trasbordos del barco al tren, y viceversa, que tanto dificultan y encarecen el transporte de mercancías a causa de la falta de un enlace continuo por carretera o por carril.

Según el censo de 1928, Barranquilla tiene unos 140.000 habitantes, y es una de las ciudades de Colombia que se han

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desarrollado con mayo?' rapidez; basta considerar que su pobla­ción se calculaba el año 1880 solo en 20.000 o 30.000 almas. El incremento de la construcción, otra cosa no era de esperar, no pudo mantenerse a la par del crecimiento de población, y todas las pequeñas cabañas que como hongos surgen del suelo en las afueras, ofrecen un triste cuadro cuando se llega a la ciudad. Dentro del mismo casco urbano, la impresión no es precisamen­te favorable, pues las calles siguen faltas de un pavimento du­radero. Durante los meses secos se asfixia uno con el polvo, y en la estación lluviosa las calles tienen .una espesa capa de barro. Actualmente se trabala en el alcantarillado, imprescindible pa­ra la melora de las condiciones de salubridad. Cuando esta obra esté lista, las calles debe'rán ser cementadas, pues el simple as­falto no soporta el sol tropical. Pero, pese a tales desventajas, Barranquilla tiene el encanto de una ciudad en la que se tra­baja de firme. Los extranje?'os que llevan ya algún tiempo es­tablecidos allí, se han adaptado muy bien. Habitan en el barrio residencial, El Prado, establecido pOt' norteamericanos, hace unos años, en el alto de una colina y con arreglo a modernos principios. A causa de su elevado emplazamiento, El Prado re­cibe muy bien la brisa marina y tiene una temperatura de unos 2° C más bala que Barranquilla, donde el termómetro marca de 30° a 36° e hacia la hora del medioaía.

Dado que en Barranquilla tiene lugar el movimiento adua­nero principal, pasando seguidamente las mercancías a los va­pores fluviales, florece precisamente aquí un activo comercio de intermediarios. Esto se hace expresivo también en el hecho de que todos los grandes bancos colombianos 1nantienen sucur­sales en Barranquilla. Son dignos de mención, como instituciones bancarias nacionales, el Banco de la República y el de Colom­bia, y como bancos extranjeros, actualmente, el Banco Alemán Antioqueño, con su central en Bremen, así como el South Ame­rican Bank Ltd. y el Banco de Londres y Suramérica, residen-

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tes ambos en Londres. Como industrias propias posee Barran­quilla fábricas de jabón, hilaturas de algodón y cervecerías. Como empresa de comunicaciones, que hoy ocupa el centro del general interés, merece ya citarse aquí, y muy destacadamente, la Sociedad Colombo-Alemana de Transportes Aé'reos (en abre­viatura "Scadta") , pues en Barranquilla se encuentran su ae-1'opuerto y su base principal.

La población de Barranquilla, como la de las demás ciuda­des portuarias de Suramérica, se halla muy mezclada. En las mejores clases sociales, la ajetreada vida de aquí, dirigida más a la ganancia que a la instrucción, ha dejado morir algunas vie­jas costumbres españolas que se conservan todavía en el inte­rior. Esto se ap?'ecia también en el idioma; el español clásico, como ocurre, por ejemplo, al tragarse la "s" de las terminacio­nes de plural, queda mutilado PO?' negligencia, habiendo perdi­do mucho de su armonía. En la gente baja llama desagradable­mente la atención el gran mestizaje, pues los muchos cruces entre negros e indios han producido, por desgracia, una raza feísi1na y además bastante díscola.

La importancia de Barranquilla como punto de acceso en la costa atlántica de Colombia, crecerá todavía enormemente cuan­do lleguen a realizarse el enlace con la mar abierta y la amplia­ción del puerto. Entonces sería posible que la ciudad, hoy todavía joven, tomara un potente auge, asegurándose definitivamente la primacía sobre la mucho más antigua urbe de Cartagena.

Cartagena, COnst7·U:ida. como fortaleza española en una de las islas extendidas ante el litoral, hace grandes esfuerzos para ?'econquista?' su anterior posición preminente. Cartagena man­tiene su enlace con el Magdalena por medio de la vía férrea a Calamar y por un canal, el llamado Dique. Pe?'o, además, en Ca?·tagena tiene su inicio otra vía que, con el nombre de Fer7'o­carril Central, deberá alcanzar las anchas llanu1'as del Departa-

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mento de Bolívar, especialmente adecuadas para la ganadería, y llegar más tarde hasta el Departamento de Antioquia con sus importantes minas de oro y mineral de hierro. Posiblemente, esta línea, hoy en construcción, dará también nuevo impulso a las industrias elaboradas de carnes, rama que un packing-house intentó introducir en Coveñas, cerca de Cartagena. Con razón se hace notar que las distancias desde la costa Nordeste de Co­lombia a Europa, como también a los Estados Unidos, son nota­blemente más co'rtas q~le desde la Argentina y el Uruguay.

Santa Marta, la tercera ciudad del litoral atlántico colom­biano, parece dar poco valor, por ahora, a una comunicación directa con el interio't del país, pese a poseer un buen puerto natural. La construcción de una vía férrea hasta el Magdalena, comenzada en tiempos, no fue llevada a cabo. Pero esta línea, con su trozo de unos 50 kilómetros, ha servido para acceder a terrenos que se mostraron extraordinariamente apropiados par ra el cultivo del banano, y Santa Marta se ha convertido ahora en el centro de una impo'ttante zona de plantaciones. La United Fruits Co., que ocupa una posición de monopoliQ en la exportar ción del banano de América Central, y cuyas plantaciones en Colombia, Guatemala, Honduras y Ja¡rnaica proveen al Viejo y Nuevo Mundo, se ha apoderado del puerto y el ferrocarril de Santa Ma'rta. Desde allí se efectúa la exportación a Europa de este apreciado fruto tropical por medio de barcos refrigerados, de propia construcción, de la línea Elders & Fyffes Ltd.

Al desembarcar en Colombia, el recién llegado no recibe ya la impresión de monotonía o de aislamiento del mundo. Las mo­dernas comunicaciones han influído aquí con una velocidad casi norteamericana, inundando de vida internacional las regiones costeras. Pero los antiguos contrastes respecto de las tierras al­tas del interior, con las cuales sigue siendo dificultoso el enlace, antes se han aumentado que disminuído en virtud de este pro­ceso desdibujador de la raza y la lengua.

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2. - POR EL MAGDALENA. - ASCENSO A LOS ANDES

Entretanto, había llegado el día de partir para el interior. La pequeña sociedad viajera para Bogotá debía embarcarse en el Magdalena el día 24 de diciembre, víspera de Navidad, de 1881. A causa del retraso de nuestro "Saint Simon", habíamos perdido el vapor correo del 20 de diciembre y aprovechábamos ahora la mejor ocasión que se presentaba de emprender el viaje río arriba, y ello después de escuchar muchas palabras de disua­sión y muchos consejos, como luego se vería, bastante acertados. Yo, que a gusto hubiera querido celebrar con los suizos la noche del 24 con una fiesta del árbol de Navidad (de la palma más bien que del abeto), hube de plegarme a la voluntad de los otros compañeros de viaje, ya que, todavía ignorante de la lengua española, deseaba agregarme a alguien para la travesía.

Eramos solo cuatro viajeros: un comerciante de Bogotá, Ed. París, algo impedido a consecuencia de un tiro que recibiera en la pierna durante una revolución, persona muy amable y de lo más servicial; el señor Miguel Cané, primer Ministro argen­tino que desde Caracas viajaba en misión diplomática a Bogotá, de unos treinta y cinco años de edad, hombre de mundo, chis­toso, deferente, educado según todas las reglas de los más refi­nados salones de París y conocedor en particular de la literatura francesa, cuyo sprit se había asimilado; el tercer compañero de viaje era el joven secretario del anterior, García Mérou,

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como él también de Buenos Aires, un muchacho esbelto y bien parecido, de nariz aguileña, negra barba recortada y ojos fogosos de mirar profundo, un camarada despreocupado y gozador de la vida en todos sus órdenes, además de un auténtico tempera­mento poético. Era autor de bellas poesías, si bien algo inma­turas, y un tanto superficialmente instruído, cosa que él a me­nudo deploraba, apenas leído en lo que no fuese literatura fran­cesa (Balzac y Musset, sobre todo).

El 24 de diciembre por la tarde subimos a bordo del vapor "Antioquia" en el puerto de la ciudad. Este barco, ya afortu­nadamente destruido, era uno de los peores, si no el peor, de te dos los vapores fluviales, que sumaban entonces unos veinti­cinco y estaban repartidos en cinco sociedades de navegación. Esas embarcaciones están contruídas según un modelo muy pe­culiar, que jamás he visto en Europa. Su casco forma como un bote ancho, parecido a una balsa del estilo ferry-boat, y cuyo calado alcanza a lo sumo 5 pies (en los mejores barcos, solo 2 o 3). Sobre esta parte de la obra se levanta, sostenida por columnas, una cubierta en cuya mitad o en cuya porción de popa han sido dispuestos algunos camarotes para pasajeros. Otro piso más pequeño, en el que están los camarotes del capitán y los pilotos, se levanta sobre esta primera cubierta, techada solo por delante y abierta a los costados. Finalmente, constitu­yendo el piso más alto, hay una caseta para el piloto de servicio, desde donde este domina el río, gobierna el barco e imparte órdenes a las máquinas. Estas se encuentran en la parte inferior del barco; en torno suyo están almacenadas grandes cantidades de leña para alimentar las calderas. Y al lado se ven los bultos de mercancías tirados en desorden y en parte apilados. Por de­lante y por detrás ascienden chimeneas atravesando los pisos del barco, y aumentando así el calor, ya de suyo suficientemente fuerte. La mayoría de los vapores tienen una sola rueda, de notables proporciones, dispuesta en la popa y protegida contra

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la posible introducción de troncos de árbol. Pero nuestro pobre "Antioquia" llevaba, según el viejo sistema, dos ruedas laterales, y era además de mucho calado, de suerte que avanzaba muy torpemente y usando de las máximas precauciones. El espacio disponible para moverse los pasajeros era muy limitado, pues si bien estaba permitido subir al segundo piso, los pasos que allí arriba se dieran tenían número muy contado, habida cuenta de que esa parte estaba descubierta y el suelo se hallaba reves­tido de lata.

A las cuatro el "Antioquia" hizo resonar su sordo pitido, que anunciaba la marcha a todo Barranquilla, y empezó a mo­verse, primero por el brazo de río, hasta penetrar en el cauce principal. Era el anochecer. Barranquilla nos miraba seductora desde sus palmares, en tanto que nosotros navegábamos Mag­dalena arriba; y cuando llegó la noche, y el resplandor de las luces de la ciudad daba sobre nosotros, creí reconocer clara­mente la casa donde lucía el árbol de Navidad de los suizos. Pero a cambio de ello gocé de un espectáculo por entero diferente, aunque me hizo pensar en un sábado de aquelarre. Bajé a las máquinas y me dediqué a mirar cómo los fogoneros iban echando madera sin cesar, salpicando chispas en torno. La cruda luz iluminaba fantasmagóricamente a la tripulación del barco que había venido a tenderse por el suelo. Se veían allí todos los matices de piel: blancos, negros, indios y las muchas mezclas de estas tres razas, mestizos y zambos; todas las estaturas y todas las edades y todas las formas del cuerpo humano. Cuando aque­lla gente se ponía a comer, sentados todos en torno a un gran cubo que contenía un sucio caldo, introduciendo allí las escudillas o metiendo los dedos, era fácil de reconocer su estado de semi­barbarie, pero había que estimar también su laboriosidad y su natural sobrio y sufrido.

También nuestras comidas eran notables. En primer lugar, se servían sobre la cubierta superior, exactamente encima del

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abrasador local de las máquinas, de modo que uno comía su pan materialmente bañado en el sudor de su frente. Con cere­moniosa cortesía se sentaba a la mesa el Capitán, una faz es­pantable de barba negra y en punta, que él, sin cesar, se acari­ciaba mefistofélicamente. Luego, los sudorosos y mugrientos ser­vidores traían a un tiempo todas las viandas, ya medio frías, y cada cual se servía de lo que le venía más en gana, poniéndolo todo junto en un plato. Solo el roastbeef, tan duro como una suela, -o, según expresión del señor Cané, como piel de hipo­pótamo -era cortado por el propio Capitán y repartido por él a los comensales. Salsas de colores indefinidos flotaban en los platos, y todo estaba aderezado con ají, la pimienta española, así que nos ardía la garganta. Puede decirse, en verdad, que si nos acercábamos a la mesa era siempre por hambre -cuando ésta, pese al terrible calor, se dejaba sentir- y con el propósito de ir sobreviviendo. Solo a una determinada señal del Capitán estaba permitido levantarse de la mesa, y a menudo el tiempo de espera resultaba harto largo. Pero con todo se iba uno confor­mando, incluso con el agua sucia que para el lavatorio matutino se distribuía, directamente extraída del río.

Pero había un arte que solo con esfuerzo llegaba a apren­derse: el arte de dormir. A eso de las nueve comenzábamos a prepararnos el lecho. Como no era posible permanecer en el cama­rote de tanto calor como en él hacía, dormíamos fuera, sobre cubierta. Para tal fin se montaba un armazón, semejante a una cama de campaña, provisto de una lona grosera; era el lecho que el barco facilitaba. Por encima se extendía la estera, un tejido hecho de fibras apropiado para contrarrestar el calor, y luego las sábanas, que, al igual que la estera, traía consigo el pasajero. Se escogía un apoyo cualquiera que se tuviera a mano para hacer las veces de almohada, y luego se pasaba a lo más esencial, la colocación del mosquitero, un gran velo cuadran­gular de ordinaria muselina. Con la máxima precaución se desli-

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zaba uno, medio vestido, bajo aquella tienda de campaña y se trataba de cerrarla hacia afuera lo mejor posible. i Pobre de aquel que al introducirse en la cama dejara alguna pequeña abertura por la que pudiera penetrar un mosquito! Apenas había cerrado los ojos, oía un zumbido monótono y sentía también muy pronto el aguijón del despiadado huésped. Imposible cazarlo. Después de infructuosas luchas, el atormentado viaj ero solía caer muerto de cansancio para despertarse a la mañana siguien­te con las manos y pies hinchados y con la cabeza febril; tan venenoso es el pinchazo de estos torturadores. Pero a las seis de de la mañana, inapelablemente, había que levantarse, pues era la hora de limpiar la cubierta. Al dormilón se le arroj aba, sin más, de su pseudo-cama.

Sin embargo, una compensación de todas estas molestias sería para nosotros en los primeros días la novedad del estilo de vida y la belleza del ambiente. En verdad, el viaje por el Magdalena es delicioso. Este río, tan modesto como resulta en el mapa en proporción con las tremendas extensiones del conti­nente, es una formidable arteria de comunicación de Sur a Norte. Constituye por su magnitud la cuarta corriente fluvial de Sur­américa. Su longitud es de 1.800 kilómetros, o de 1.700 si se descuentan las ondulaciones de su curso. En el último tramo alcanza a menudo los 1.500 metros de anchura, y a veces se dilata formando un pequeño lago. Las orillas no son tan monó­tonas como se ha dicho, sino, por el contrario, llenas de variedad, y solo raramente presentan un aspecto desértico. Primero se suceden interminables trechos de marisma, de carácter tropical y muy fecunda; aquí se crían los numerosos ganados de los Departamentos de Bolívar y Magdalena, que luego son llevados a Jamaica. A veces se ve a las vacas entre un pasto tan alto que las oculta hasta el cuello. En el río aparecen grandes islas. Otras se están formando ahora. Y hay algunas que, por el choque de las aguas que van abriéndose al paso del barco, se remueven

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y se derrumban parcialmente. Pero muchas de estas islas parecen verdaderas avenidas, pues a lo largo de sus riberas corren hileras de árboles -cauchos y ceibas- y entre ellas se ven verdes cintas de yerba. Por otra parte, los pastos, frecuentemente inun­dados, se interrumpen por pedazos de impenetrable espesura, siempre bajo formas diferentes, y solo de vez en cuando surge una solitaria cabaña de paja en medio de una pequeña planta­ción de tabaco o de un grupo de palmas bananeras.

Los indígenas navegan en canoas, desnudos o semidesnudos, a lo largo de las márgenes. A veces también encontramos bongos, o sea grandes botes cubiertos de hojas de palma secas, que los negros impulsan río arriba por medio de pértigas, para lo cual clavan estas en el fondo del río, las apoyan contra el pecho y en tal posición corren luego, con agilidad felina, sobre la borda de la embarcación. Estos bongos eran, antes de la navegación a vapor, el único medio de transporte para remontar el río, necesi­tando a veces, por supuesto, varios meses de viaje. Así es que estos barqueros del río, los llamados bogas, llevan una existencia de las más duras, pero caracterizada también por una cruda sensualidad, por bestiales costumbres, pues cuanto allegan con faena tan ruda lo despilfarran luego en báquicos excesos.

Se ven pasar también barcos en cuyos flancos, como en los tiempos homéricos, van sujetos cueros inflados, que ayudan a transportar más fácilmente la carga. Y a veces se ve deslizarse río abajo alguna balsa de bambú, abandonada y sin timón, de las que se utilizan para transportar frutos.

De vez en cuando aparece una misérrima aldea de simples chozas agrupadas en torno a una pequeña iglesia, que es más bien un cobertizo algo mayor que las viviendas y en el que cuelgan algunas campanitas bajo un techo de empajado. Pero también otros poblados más grandes ofrecen la deseada ocasión de mirar cosas y de descansar; así, por ejemplo, Calamar, que

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presenta por lo menos dos casas de piedra construídas por entero al estilo moruno, junto al resto del caserío, consistente en meras cabañas. Aquí desemboca el llamado Dique, o canal, que une al río con la ciudad de Cartagena. Esta, un tiempo "reina de las Antillas", solo a duras penas se salva de la ruina, desbordada ya por Barranquilla. Cierto que recientemente la ha aliviado algo el ferrocarril que, a lo largo del canal, llega a Calamar. Pero la mayor parte de los viajeros de Europa prefieren, naturalmente, desembarcar en Puerto Colombia.

Sigue el viaje río arriba. Las umcas interrupciones a que nos vemos obligados son las paradas, bastante frecuentes, para cargar madera, pues el vapor devora una enorme cantidad de combustible. La madera está puesta a secar, apilada, en las ori­llas, y la tripulación se encarga de traerla a cuestas hasta el barco. Varias veces vi salir reptando de los montones de madera serpientes venenosas que, o bien eran muertas inmediatamente por los negros, o bien éstos las arrojaban al agua con sus propias manos; otras veces los reptiles se deslizaban rápidamente hacia la espesura. Las paradas del vapor nos daban siempre ocasión de admirar la magnífica vegetación de aquellas riberas y de visi­tar las cabañas de los leñadores. Estas cabañas están hechas de simples cañas de bambú, y ante la puerta cuelga una red, bas­tante agujereada, para defenderse de los mosquitos. En el inte­rior de la cabaña suele haber un camastro cubierto de paja, algunos útiles de pesca (chinchorro o atarraya), la lanza, y a veces hasta el lujo de un viejo fusil ya medio inútil. Son curio­sas unas flechas de caña de casi dos metros y medio de longitud y provistas de dos puntas muy afiladas, las cuales se lanzan contra los peces por medio de un arco que llega casi a la altura del pecho, duro como el hierro y casi imposible de desplazar de su posición. Fuera de esto corresponden al sencillo ajuar la piedra para rallar el maíz, o bien una tremenda maza para triturarlo, y la olla (vasija de barro en la que se prepara la sobria comida,

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colocándola al fuego sobre algunas piedras). Maíz, que aquí mul­tiplica doscientas veces la cantidad sembrada, bananos, tal vez algo de yuca (tubérculo que llaman "el pan del pobre"), pescado y arroz constituyen la alimentación de estos granjeros del Mag­dalena. Cuando necesitan sal, plomos para sus redes, y carabinas o cuchillos, llenan sus piraguas de bananos o de pescado seco y navegan río abajo hasta alguna aldea; allí venden sus productos, compran lo necesario y se vuelven a hundir en su nada. En la indolencia, sin religión, sin educación social, en total ignorancia, van viviendo estas gentes, no sujetas a autoridad y, sin embargo felices a su manera. No sufren contratiempos, salvo que, por acaso, el jaguar se acerque hasta la casita y se les lleve su riqueza (un cerdo), o que el caimán ande al acecho para hacer su botín, o que una serpiente se les meta en la cabaña. En medio de tales peligros, en un estado primitivo, verdaderamente rousseauniano, pasan su existencia estos hombres, sin formación, instrucción ni ilustración, cosas de las que nosotros tanto nos envanecemos, y no trabajan más de lo necesario ...

Más arriba de Calamar, el río recibe una corriente tributaria que duplica casi su caudal; es el Cauca, el cual corre separado del Magdalena por la Cordillera Central y que, partiendo del valle de su nombre, atraviesa Antioquia y, después de recorridos 1.350 kilómetros, afluye al Magdalena en dos brazos principales. La misma desembocadura parece un lago enorme. Por su parte el Magdalena se cambia aquí de la forma más caprichosa, de tal modo que la navegación necesita buscarse de continuo nuevos canales. ASÍ, por ejemplo, la ciudad de Mompós -famosa por su heroísmo durante la guerra de Independecia- se halla com­pletamente aislada del tráfico a vapor porque el brazo de río en que ella se encuentra se ha llenado de arena y no permite ya el paso.

Después de admirar varias noches magníficas y de gozar la vista de las cimas de la Sierra N evada, que refulgían a nues-

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tra izquierda con el sol del crepúsculo, disfrutamos el espectáculo de otro ocaso tropical, el más bello y singular que pueda darse. Fue en Magangué, ciudad provinciana con algunos buenos alma­cenes y donde anualmente se celebra una gran feria a la que concurren especialmente Barranquilla y todo Bolívar. El río tiene allí 800 metros de anchura, y mirado hacia el Sur parece no tener límite, lo que aumenta la magnificencia del fenómeno que presenciamos.

Nubes rosadas, rojas y púrpuras se destacan sobre el fondo anaranjado del poniente. Este se va haciendo cada vez más ama­rillo, cada vez más dorado, mientras el zenit resplandece todavía con el más profundo azul. El agua, en otras ocasiones tan amari­llenta, turbia y cenagosa, va pasando del color rosado al rojo vivo y de este al pardo, como jamás pintor alguno pudiera imitarlo con su pincel. Y al propio tiempo está todo tan nítidamente claro y tan en profundo reposo, que hasta las alas de los pájaros que revuelan sobre el río se destacan limpias y exactas. Poco a poco van palideciendo los colores: el rojizo se torna lila; el rosa, viole­ta, y las nubes purpúreas se hacen de un gris azulado con orlas de oro. Otras nubes son de un blanco deslumbrador, virginalmente, nupcialmente puras y luminosas. Al cabo de algunos minutos, todo ha quedado ya envuelto en oscuridad, después que la solar bola de fuego parecía querer incendiar la tierra y abrasarla. Pero por el otro lado del horizonte se levanta ahora un nuevo resplandor. Es el disco de la luna, casi del mismo tamaño que el sol, pero tenue y blanca. Se dibuja en la superficie del agua, primero angulosa, en líneas bruscas y trémulas, hasta que, alta ya en el cielo, queda enteramente reflejada en el río como deseosa de tomar en él un baño confortador. Las capas superiores del aire son todavía más claras; los verdes bosques del primer término se vuelven azulados; las densas sombras del horizonte, más oscu­ras y espantables. Nubecillas de plata, ligeras como la espuma, se deslizan cielo arriba y juegan con las estrellas, cuyo brillo

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en el aire diáfano es cuatro veces más intenso que en nuestro país. Por un breve tiempo todo permanece en calma, como si la Naturaleza se dispusiera a entregarse al sueño; pero entonces comienzan una vida y un movimiento, una lucha y un amor que despiertan en el ánimo mil sentimientos distintos. El griterío de los pájaros y el ruido que mueven otros muchos animales llega sin cesar a nuestros oídos. El grillo hace resonar su estri­dente música; en la lejanía lanza el jaguar su áspero rugido, y grandes tropeles de monos aulladores llenan los bosques con sus quejas, cuya intensidad es comparable al rodar de los truenos en la tempestad. j Ah, las inolvidables noches del Trópico! j Qué diferentes de las nuestras! Aquí, quietud silenciosa, tiniebla y frío. Allí, el inagotable tejer, crear y agitarse de todas las cria­turas. Soplan aires tibios y nos traen balsámicos aromas. Un inefable bienestar corre por nuestros cansados miembros, y so­ñadoramente se hunde el espíritu en la esencia primigenia de la Naturaleza.

Adelante, adelante sin cesar. Allí donde los retorcidos brazos del Magdalena vuelven a juntarse, para muy pronto separarse otra vez y formar las numerosas islas de la confluencia con el río César, un poblado se alza sobre una colina, pequeña pero muy perceptible en medio de la total lisura de la región. El lugar se denomina El Banco. Se trata de una posición militar de primer orden, pues quien domina esta altura, domina también toda la navegación del bajo Magdalena. Por tal motivo, en toda revolu­ción se pelea tenazmente, por ambas partes, por la posesión de este punto. j Y la naturaleza es, sin embargo, tan pacífica! Muy de lejos, refulge ya El Banco, con su iglesia, sobre la superficie del río. Los habitantes, que acuden a la llegada del barco para ofrecernos toda clase de esteras y tejidos semejantes, parecen ser de un natural inofensivo y tranquilo. De cuando en cuando se tiende en señal de paz un arco iris que llega desde el horizonte

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hasta casi la quilla del vapor. j Qué contrastes tan grandes en este magnífico país!

Por un rato, las orillas no presentan ningún encanto especial, a menos que consideremos como tal a los caimanes que a partir de nuestro tercer día de viaje contemplan el barco, con sus ojos saltones, desde las playas o los bancos de arena. A veces están formando un grupo de más de una docena. Perezosos, permanecen quietos allí con las fauces abiertas. De cuando en cuando, la alimaña junta los dientes con un sonoro crujido. Pero las más de las veces se adormece en prolongado sueño. Desde el barco le envían muchas balas, pero estas rebotan en sus duras esca­mas; solo bajo los omoplatos es vulnerable. Cuando se siente molestado, va arrastrándose indolente y tardo hasta el agua. Incluso cuando está mortalmente herido (por ejemplo, cuando se le ha alcanzado en un ojo) ejecuta todavía el mismo movi­miento, de modo mecánico, para fenecer dentro del agua. AqUÍ y allá, se ve flotar uno de estos cadáveres, panza arriba, descen­diendo por el río. Hay caimanes que miden hasta 20 pies. Sobre la voracidad de este animal se cuentan las más curiosas historias; por ejemplo, la anécdota de que un caimán se tragó una vez una olla que atascándosele en el estómago, recogía todo el alimento hasta acabar por hambre con la bestia. La autopsia había puesto en claro los hechos, aunque nadie dice, por supuesto, quién se encargó de la diligencia. Una cosa es cierta: que el que cae al agua y va río abajo, es atrapado irremediablemente por estos monstruos. Los casos de salvación se dan solo raramente. A este respecto se dice del caimán que prefiere la carne del blanco a la del negro. Peligroso es sobre todo el animal que ha comido ya carne humana (el "cebado", como los colombianos dicen); ese está siempre en la playa al acecho de niños o mujeres. Por fortuna, la hembra se come la mitad, aproximadamente, de sus mismas crías recién salidas del huevo; una vez que ha derra­mado por ellas las consabidas lágrimas, es para los super vi-

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vientes la más tierna de las madres. A pesar de los estragos que hacen entre ellos los viajeros, por ser el único deporte que muchos conocen para que resulte más corta la travesía por el Magdalena, los caimanes siguen siendo los amos y señores de estas aguas.

Pasamos por Bodega Central y Puerto Nacional, de donde sale el camino para Ocaña, en Santander. Luego damos vista a Puerto Wilches; partiendo de aquí se construyó un trayecto de vía férrea que debía llegar hasta el interior de Santander. Según los cálculos de los políticos, que despilfarraron millones de francos o los emplearon en beneficio propio, ese ferrocarril debería estar terminado hace ya mucho tiempo. Ahora, los pocos kilómetros de vía construídos están en el más completo y lamen­table abandono. i Triste cuadro el de un ferrocarril político!

La Naturaleza vuelve a desplegar toda su magnificencia. Los montes, sin que uno se de cuenta, van acercándose progre­sivamente por ambos lados. El bosque virgen se hace cada vez más alto; grandes plantas trepadoras, de las formas más extra­ñas y con las flores más curiosas, cuelgan sobre el agua hasta sumergirse en ella, impidiendo mirar por entre la impenetrable espesura. Troncos de árbol van acumulándose en el río, que se convierte en un laberinto de innumerables ramificaciones y meandros. Las islas, verdaderas islas de Calipso, se multiplican. La navegación se hace más difícil.

Entre tanto, ha llegado el día de San Silvestre. Por la tarde, a las seis y tres cuartos, el termómetro marca en el camarote 35° C; fuera, a la sombra, 37° Nos detenemos junto a un pue­blecillo escondido entre la selva virgen, pues luego de los prime­ros días, el viaje no puede proseguirse durante la noche. Inme­diatamente de sonar la pitada del vapor, salen del bosque los más variados tipos de gente, y corren a 10 largo de la ribera, que ahora se ha hecho más alta, o se acercan en ligeras canoas.

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Llegan las negras, las mulatas e indias con un andar rápido, no exento de gracia y delicadeza, y echados hacia atrás la cabeza y el cuerpo. Las madres llevan a sus pequeños a horcajadas sobre las caderas. Estas gentes ofrecen a los del barco diferentes cosas de comer, y, acurrucados en el suelo, cambian con ellos algunas palabras, sin impertinencia ni descortesía alguna. Pero cuando algún forastero se les dirige en mala forma, saben repli­car COn doble crudeza ; luego desaparecen detrás de uno de aque­llos magníficos árboles, y tengo la sensación de que se ret iraran a un mundo desconocido.

Se encienden teas, y a su luz temblorosa se va acarreando leña al barco. Con García Mérou hago un recorrido por la ribera llevando por guía a un negro. Vamos armados de largas varas por si se nos cruza alguna serpiente en el camino; partiéndoles de un golpe el espinazo, ya no hay peligro. Nos metemos por una oscura senda entre plátanos, árboles que alcanzan una altura de más de seis metros y cuyas hojas son tan grandes que en una de ellas puede envolverse una persona. Llegamos al fin a un claro donde hombres, mujeres y niños se hallan reunidos en torno a una hoguera. Pronto, y ya que, después de algunas pala­bras, se despreocupan de nosotros, comienza el currulao, danza negra, expresiva de toda la brutal energía del boga y del zambo. El baile se ejecuta al son de la gaita, que repite melancólica­mente las mismas notas, y con el acompañamiento del tamboril. Alrededor del fuego se mueven las parejas como fantasmas de delirio, en tanto los espectadores se alzan allí inmóviles, iguales a los troncos de una arboleda que devorasen las llamas. Pero el bosque en torno se aparece como una negra caverna. No entraré en la descripción de la danza, con sus salvajes movimientos, tan pronto sensuales como lánguidos o apasionados. Aquí no se baila con entusiasmo o con el corazón, sino con el instinto puramente mecánico que habita la carne. Existe una profunda diferencia entre nuestro trabajo social, apoyado en esfuerzos mentales, en

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comunes sacrificios, padecimientos y gozos, y este oscuro vege­tar, este predominio de todas las fuerzas físicas en el hombre, que debe luchar contra la Naturaleza y contra un siglo de viejo despotismo. Es un estado de barbarie, con el que solo en un futuro lejano podrá acabarse. Consternados por aquella escena retornamos al barco. Por mucho tiempo, no conseguí tranqui­lJ.zarme. La imagen de mi patria, de mi ciudad, surgía ante mí en aquella noche de San Silvestre, otras veces tan feliz. Escu­chaba las campanas anunciando solemnes el Año Nuevo, las voces del vibrante coro, felicitaciones por doquier ... Un blando sueño cerró al fin mis ojos fatigados.

El día de Año Nuevo de 1882 transcurre lentamente. El río está escaso de caudal y avanzamos poco; el barco tiene que ir tanteando el rumbo. Navega a poquísima velocidad por el canal practicable, y un marinero desde la popa va introduciendo conti­nuamente una pértiga en el agua para medir la profundidad. j "Siete pies! -grita-, j cinco!, j cuatro!, j cinco!" .. . Hasta que, de pronto, se escucha: "j tres!" (j tres pies solamente!). El barco se detiene, y debe empezar a retroceder para buscar una nueva vía. A las cinco de la tarde tenemos ya que interrumpir la tra­vesía y amarrar nuestro barco a una isla cubierta de alta yerba, en medio del río. En torno, ni rastro de vida humana. N o podemos saltar a tierra, pues las serpientes son muy peligrosas. En las primeras horas del 2 de enero tratamos de proseguir el viaje. Tras muchos esfuerzos inútiles, que nosotros observamos teme­rosamente, el Capitán declara que es imposible el paso y comien­za a buscar algún punto de la ribera junto al que podamos anclar. Estamos en el Magdalena, dentro de nuestra calurosa cárcel, abandonados en medio de la más absoluta desolación. No hay más remedio.

Aquí aparece en mi diario un gran paréntesis. Cuatro días eternamente largos duró aquel martirio, a una temperatura suge­ridora de ideas suicidas, j entre los 38 y 39° a la sombra! Ya no sé

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(:xactamente cómo pasé todo aquello; mis compañeros de viaje, en particular el señor Ministro Cané, estaban del más negro humor. Solo confusamente, recuerdo que dormí mucho, a pesar del con­siguiente y fuerte dolor de cabeza, y que en las horas restantes me dedicaba a leer a Shakespeare, que afortunadamente había llevado conmigo.

Por fin, el día 6 de enero, damos vista a un barco. Es el ligero "Francisco Montoya", de escasísimo calado y de una sola rueda, que avanza con los pasajeros que partieron de Barran­quilla el 31 de diciembre, o sea seis días más tarde que nosotros. Izamos la bandera de socorro y se detiene a nuestro lado. Des­pués de algunas negociaciones, se nos hace pasar de nuestro viejo cajón, el "Antioquia", al rápido vapor en que vamos a seguir la travesía. Jamás un barco me ha parecido tan magnífico como me pareció entonces el "Montoya", ni nunca me resultó más grato y apetecible el trato humano, tras de aquellos días de sofoco y modorra mental en la soledad, en medio de la grandio­sidad del trópico.

Pero el barco iba atestado de gente. Bajo una escalera hube de montar mi campamento como me fue posible, y el aseo ma­tutino era cada día mayor problema, ya que solo se disponía, para todos, de un gran balde y de dos toallas sucias. Pero, a pesar de tan mezquina toilette, me encontraba satisfecho. Los tres siguien­tes días de viaje pasaron muy rápidamente. Se hacían descargas contra los caimanes y los monos -estos últimos saltaban de un árbol a otro entre muecas y graciosos movimientos- y sobre las blancas garzas que orgullosamente se paseaban por la arena. Teníamos charlas de lo más agradable, y yo hacía todo lo posible por ir chapurreando el español.

Llegamos a Puerto Berrío, de donde parte un ferrocarril hacia el interior de Antioquia. Allí tuvo que desembarcar un nor­teamericano al que por el río había acometido la fiebre. Dificul-

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tosamente, sostenido por dos hombres, pudo llegar hasta la casa en que quedó. Nos dolió en el alma.

El río se hace ahora más estrecho: la ribera, más alta; la vegetación, menos exuberante; la corriente, más rápida. Hacia el atardecer estamos en Nare, donde existe un tinglado (bodega le llaman) para la descarga de mercancías con destino a Antio­quia. Aquí descienden algunos de nuestros nuevos compañeros de viaje. Con espanto los veo desaparecer en la oscura noche; ¿ a dónde se dirigirán ahora? La bodega no tiene sitio donde pernoctar, y el insalubre pueblo de Nare está a media hora de distancia. Ya empiezo a notar los encantos de viajar por estas regiones ...

El domingo, 8 de enero, fue el día en que, al fin, habríamos de superar las últimas dificultades: los tres saltos (chorros) formados por el estrechamiento del río hasta 150 y aun hasta 125 metros, y por los arrecifes. El agua corre aquí a unos 2'4 metros por segundo. Los dos primeros saltos, uno de ellos el peligroso Guarinó, fueron superados con relativa facilidad. En cambio el tercero, el Mesuno, costó indecible esfuerzo. El barco toma impulso por varias veces. No avanza lo más mínimo. Se inyecta más vapor. En vano. El Capitán, de pie en la más alta cubierta, la que hace de puente, grita de continuo a los maqui­nistas que aumenten el vapor. Las válvulas de seguridad se abren y silban inquietantemente. El barco todo tiembla y oscila y ame­naza desvencijarse. Los pasajeros van inquietos de un lado para otro. Muchos de ellos se han quedado muy pálidos, y con motivo, pues a no mucha distancia de nosotros emerge del río la destro­zada caldera de vapor de un barco que voló en una maniobra se­mejante. Y ese barco tuvo luego varios imitadores de su salto mortal. Ahora ha fracasado la última arrancada. El Capitán hace arrimar el barco a la orilla y envía gente a tierra con la misión de amarrar un recio cabo que va desde nuestra embarca­ción hasta unos árboles situados más arriba del lugar peligroso.

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De nuevo se pone la máquina a todo vapor y al propio tiempo se va arrollando con una máquina la cuerda, que tres hombres mojan de continuo con baldes de agua. El chorro no resiste ya a tanta fuerza reunida. Después de cinco minutos, largos y difíciles, nos encontramos felizmente arriba. Resuena un potente hurra. Todavía una hora escasa de viaje, durante la cual pasamos ante los más hermosos palmares y bosques y ante los más lozanos pastos (potreros), y hemos arribado a Bodega de Bogotá, (en la ribera derecha del Magdalena, frente a Caracoli), que constituye el puerto de la capital. Nuestro viaje fluvial ha llegado a su tér­mino, después de diecieseis días completos; j dieciseis días para cubrir 209 leguas de recorrido!

Así que comenzó a refrescar algo la atmósfera, pasamos el río y empezamos a andar por un arenoso camino que conduce a la ciudad de Honda, situada a unos tres kilómetros aguas arriba, a la margen izquierda del Magdalena. Allí tuvimos cordial aco­gida por parte de algunos cónsules. Honda era punto de escala de los conquistadores españoles; modernamente sirve para el transbordo de numerosos productos del Tolima y de Caldas, y es lugar de partida para el viaje por tierra a Bogotá y de embar­que para la travesía río abajo. Edificada en un valle de gran her­mosura, Honda mira hacia el mundo románticamente, pero con altanería, en medio de sus palmas y cocoteros, con su aire de vieja ciudad española, yo diría casi oriental, casi árabe. La rodean altas cumbres cubiertas de verdor (no precisamente de bosque). Por un puente de hierro sobre el Guali, un espumeante tributa­rio del Magdalena, penetramos en la pequeña ciudad, situada a 210 metros sobre el nivel del mar y con una temperatura media de 290 C. Honda, restablecida ya en parte de los estragos de los terremotos y de las guerras, es tan fea por dentro como poética se nos aparecía al contemplarla desde fuera. Muchos edificios con aspecto de fortaleza nos hacen recordar que Honda fue base de operaciones para las correrías contra los indios de la comarca.

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Otras casas se hallan medio en ruinas, muchos muros están en­negrecidos por ' el humo. Viejos conventos e irregulares plazas, torcidas calles y angostos callejones, sucios lugares de la parte del río engendradores de la fiebre. . . todo esto impide consolidar la buena impresión que hacen algunas casas españolas, grandes y ventiladas, y en especial la animada Calle del Comercio. En Honda aparece de nuevo el aguador, sentado con las 'Piernas cruzadas sobre su burro cargado con dos barrilitos. Las honde­ñas, en particular las de las clases populares, son altas y esbeltas y se distinguen por su elegante porte y gracioso andar. Los esta­blecimientos comerciales, en los que hay bastante actividad, son aquí también verdaderos bazares turcos. Honda, en su pujante naturaleza, en su industrioso ajetreo, es una estampa de vida; en sus ruinas y en su casi entera soledad es una estampa de muerte; en toda ocasión es un contraste vivo. Cuidando de ob­servar las reglas de la moderación y el aseo, tampoco aquí ha de temerse demasiado el contraer unas fiebres intermitentes.

Como plaza comercial Honda tiene un buen porvenir. Casi frente a la ciudad, el Magdalena forma el llamado Salto, un impetuoso descenso en el que, al angostar se el río hasta los 150 metros, experimenta una caída de 9 metros y medio en un tra­yecto de 260. La corriente se precipita entre peñascos, y en re­tumbante estruendo desciende en cascada, torciendo allí total­mente su curso hacia el Norte. Si se suma a esta caída la que se produce un trecho más adelante, se alcanza un total de descenso de 14 metros y medio en una longitud de 1.400 metros. Este salto de Honda separa las dos regiones, por entero diferentes, del Alto y el Bajo Magdalena. Los 1.000 kilómetros, aproximadamen­te, que comprende el lento Bajo Magdalena, por el que nosotros hicimos el viaj e, son de una gran riqueza tropical, si bien cons­tituyen regiones inhóspitas. En cambio hacia el Sur, se abren las maravillosas regiones del Alto Magdalena: llanuras, colinas,

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bosques, montañas, en la más abundante variedad de formas, colores y climas, con una población relativamente grande de gentes activas, bastante civilizadas, dedicadas al comercio, la agricultura y la ganadería, y con un vivaz desarrollo y una ale­gre vida social, semej antes en su ímpetu a los 182 ríos y 1.590 arroyos que en el Alto Magdalena desembocan. El Salto fue su­perado por un alemán, el señor Weckbecker, hombre enérgico que ya con la cabeza cana, remontó allí la corriente, con riesgo de su vida, en un pequeño vapor, el "Moltke", en el año de 1875.

Ya a muy avanzada hora del domingo, regresamos al barco, en el que íbamos a pasar la noche decimaséptima, pues los hote­les de Honda son malos y el recién llegado se expone a coger en ellos unas fiebres. Puesto que nuestro vapor se hallaba atracado a la orilla opuesta, hubimos de hacernos transportar en una canoa; pero solo con esfuerzos pudimos hallar un barquero que estuviera dispuesto a hacer aquel recorrido en la oscuridad de la noche a través de la rápida corriente del río. Acurrucados en la concavidad de la canoa, sin hablar ni hacer ruido alguno, nos deslizamos por las aguas sobre las que danzaba el reflejo de millares de estrellas, y arribamos felizmente a la otra orilla pro­metiéndonos no cruzar jamás el río a tan altas horas. Al llegar a bordo, aquello era como un hospital de campaña, extendidas por la cubierta tantas camas, con sus mosquiteros, parecía un campamento volante o un fantasmal camposanto.

El día 9 de enero, de mañana, comenzó el viaje por tierra para ascender hasta Bogotá. La línea directa entre Honda y la capital tiene 95 kilómetros de longitud, pero el camino a recorrer es de 135 kilómetros. Cabalgando necesitaríamos, pues, tres días. Mi compañero bogotano de viaje, el señor París, había pedido gentilmente para mí, mulas, sillas y aparejos. Después de envol­ver todas nuestras maletas en fuerte y grosero hule, a fin de protegerlas de los repentinos aguaceros del trópico, se puso el

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equipaje sobre las bestias de carga. Ordinariamente se cuelga a cada flanco del animal una maleta, cuyo peso no debería rebasar los 70 kilos.

También en Bodega de Bogotá se había construído un pe­queño trecho de vía férrea, que un día debería alargarse hasta la capital. Entonces estaban trabajando precisamente allí donde las primeras alturas de la cordillera oriental se desploman abrup­tamente hacia el río. El estrecho camino transcurría entre cas­cote y rocas, entre piedra arenisca y tierras arcillosas. Era asom­broso mirar la prudencia y agilidad con que nuestras cabalgadu­ras iban salvando los obstáculos, como cabras monteses, y facili­tando así su quehacer al poco acostumbrado jinete, que, con ad­miración y algo de angustia, contemplaba esta modalidad de subir y bajar vericuetos.

Hacia el mediodía almorzamos en uno de los albergues, o ventas, que tropezábamos con frecuencia por el camino. Son pequeñas cabañas, construídas de barro y revocadas de blanco, con cubierta de paja y amuebladas del modo más primitivo. El almuerzo consta por lo común, en "tierra caliente", de una sopa, casi siempre de arroz, con algo de carne sal~da (del tasajo, o sea carne que ponen a secar al sol en largas tiras, para cocerla después) y de un huevo; en el mejor caso, un bistec. Como postre hay una taza de chocolate con un pedazo de queso blanco que los colombianos, para sorpresa mía, van desmigando y echán­dolo a la taza para saborearlo todo junto, como extraño bocado agridulce. El mantel servía y sirve como servilleta para todo'.

La ruta se separa ahora del Magdalena hacia el interior. Por un llano camino arenoso, sombreado a menudo por árboles magníficos, nos vamos acercando cada vez más a la primera cadena de la cordillera Oriental. Pasamos el río Seco, arroyuelo inofensivo en la época de sequía, y formidable corriente con el tiempo de las lluvias, que a menudo hace detenerse uno y más

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días a los viajeros porque aquí no existe puente alguno que lo cruce. Ahora el camino comienza a ascender en cerrado zig-zag. Piedras redondas dificultan el andar de las mulas, la silla se desliza hacia atrás con la violenta subida. Frecuentemente el angosto camino queda cerrado por reatas de mulas que llevau" pesadas cargas, de por lo menos 250 libras, atizadas por el fuerte y ronco griterío de los arrieros, indios casi siempre, des­calzos y cubiertos de polvo. Las bestias se tambalean bajo los pesados cajones o barriles; fatigadas, se tienden aquí y allí, y solo los despiadados golpes las hacen levantarse. El lomo de estos animales es a menudo una gran herida abierta, pero ellos cum­plen con su obligación, pese a la suma escasez del alimento. Con harta frecuencia se halla el cadáver de uno de estos mártires de los malos caminos de Colombia, allí en medio de la carretera, pudriéndose, sin que nadie se haya tomado el trabajo de apartar a un lado la carroña, lo que sería tanto más prudente cuanto que las cabalgaduras se echan a galopar con sobresalto y al pasar luego por aquel sitio, si es que no les da por hacer una espantada y negarse a caminar. Los gallinazos son los que se encargan del oficio de enterradores.

No solo los animales, también los seres humanos llevan aquí terribles pesos; indios e indias marchan apoyándose en largos palos, curvadas las espaldas bajo su carga, sostenida sobre la frente por medio de una recia faja de tela. Pero el más extraño espectáculo para el extranjero es el encuentro con una cuadrilla, doce a dieciseis peones que transportan sobre sus hombros un pesado objeto no desmontable, como una gran máquina o un piano. Ciertamente, el transporte dura dos semanas enteras, pues los cargueros tienen que descansar cada pocos minutos, de modo que el transporte de un piano hasta Bogotá viene a costar unos 2.000 fuertes (otros tantos dólares).

Después de varias horas de viaje, alcanzamos la altura de la primera cresta de la cordillera, el Alto del Sargento (1.400

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metros), a lo largo del cual cabalgamos durante un rato. Uno de los más maravillosos panoramas que jamás he visto, y que se me quedó grabado imborrablemente, se extiende ante mis ojos atónitos y fascinados. Delante de nosotros, la llanura del Magdalena, que, de cierto, no se cruza en menos de quince horas, boscosa y aparentemente inhóspita, atravesada por el río, que desenrolla como una cinta de plata. Enfrente, abrupta, surgien­do sin transición desde la llanura, está la Cordillera Central, y en medio el imponente macizo del Tolima, cuya cónica cima, cubierta de nieves perpetuas, se eleva en el aire azul hasta 5.616 metros. Junto a este macizo se ven las otras cúspides ne­vadas, del Ruiz (5.300 metros), de Santa Isabel (5.100) y del Herveo (5.590), en larga y variada sucesión. Hacia el Norte, las azulencas y bajas montañas de Honda con sus cumbres en cono. Al Sur, siguiendo aguas arriba, el valle del Magdalena, una lejanía azul, plateada, fulgente, en la que el ojo, como ocu­rre en las pampas, se pierde buscando en vano un punto de re­poso. .. Ese punto no corresponde a la hermosura armónica, finamente estructurada, mesurada y justa de nuestros paisajes alpinos, a los que supera con su majestad abrumadora, con sus fabulosas proporciones, con su pujanza gigantesca.

Por el otro lado (al Oriente) miramos hacia un ameno va­lle, vestido de verdor, en el que se halla la ciudad de Guaduas, que debe su nombre a los muchos bambús que crecen a lo largo de sus ríos y demás corrientes. A eso de las seis de la tarde, fuimos a parar al Hotel del Va1le, situado a la entrada de la pequeña ciudad. Antes de esto, mis bromistas compañeros de viaje arrearon mi mula hasta ponerla al galope, y así pasamos a toda carrera ante una magnífica plantación de café llamada "Tusculum". El Hotel del Valle constituye para todo viajero un verdadero alivio, pues la comida es sabrosa, la mesa está limpia y adornada con flores, y las camas, si bien muy primiti­vas, se hallan, al menos, libres de bichos.

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Guaduas posee industria propia, como, por ejemplo, fabri­cación de sombreros de paj a; tiene también casas muy limpias y una bien construída iglesia. Es, en fin, lugar simpático, con una temperatura muy agradable (240 C. de media), próxima a las de la zona templada. Todo elogio es poco para la delicia de bañarse en las claras y cristalinas aguas del pequeño río que por allí discurre o en la piscina de alguna casa. Un gozo insu­perable después del viaje por el Magdalena.

El segundo día, más penoso que el primero para el poco ejercitado jinete, un pedregoso, cálido y mal camino nos llevó hasta la segunda cadena de la Cordillera, al Alto del Raizal (1.478 metros) desde el cual, más allá del valle de Guaduas, en cuyo centro se asienta tan plácidamente la pequeña población, miramos de nuevo la Cordillera Central. Luego, por un curio­sísimo valle transversal, o mejor una depresión alargada, va­mos hacia el Alto del Trigo (1.872 metros). Algunos años más tarde, en este mismo lugar, vi agitarse vorazmente unos gran­des enjambres de langostas, que allá habían llegado pese a la altura de la montaña, considerada como un obstáculo insalvable para esos insectos. Frente a nosotros surge de nuevo un cuadro encantador: entre amarillas plantaciones de caña, en medio de las cuales unas chimeneas lanzan su humo a la altura, y entre algunos ríos festoneados de boscaje, está la pequeña ciudad de Villeta. El llegar a ella, sin embargo, solo se logra después de largo y trabaj oso descenso. En las muchas ventas que se en­cuentran en el camino a Villeta probamos algunas bebidas del país, como el anisado, un aguardiente de almíbar destilado y per­fumado con anís; se le llama también, de modo general, aguar­diente. Degustamos además el guarapo, que se prepara de al­míbar y azúcar de caña haciendo fermentar el líquido resultan­te. El guarapo ha de beberse en su punto. A pesar del sabor refrescante y ligeramente agrio, resulta un tanto soso y no llega a gustarme. Además, el guarapo sienta mal, frecuentemente, al

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estómago del viajero. Si está casi sin fermentar se le llama dulce; si. se encuentra en el grado justo, regular, y si la fermentación es muy avanzada, bravo, guarapo que embriaga fácilmente. Por pocos centavos le dan a uno una totuma llena (la totuma es co­mo una calabaza), que va pasando de mano en mano entre los bebedores.

A las dos de la tarde estábamos en Villeta (839 metros de altitud). Fundada ya en 1558, esta ciudad era antes famosa como balneario, pues posee excelentes fuentes termales de aguas sulforos3s. Pero hoy día ofrece un aspecto de bastante abando­no y tristeza, con sus pálidos habitantes, a los que solo intrigas y procesos son capaces de sacudir. La única cosa notable es la gran ceiba de la plaza mayor.

Después de cruzar un puente sobre el Río Negro, se avanza un rato valle adentro, pasando junto a hermosas ventas. Los indios e indias que encontramos se distinguen por su tez mo­rena menos oscura y por sus magníficos ojos negros, y las mu­jeres, en particular, por su pelo abundante y de un negror azu­lado, y por sus rostros verdaderamente bellos. Más tarde, el Domingo de Ramos de 1885, tuve ocasión de ver a estas mujeres cuando se dirigían a la iglesia, y pude apreciar toda su gracia y su atuendo relativamente rico.

Ahora se inicia ya la última subida por un camino, en al­gunas porciones bien trazado, bien pavimentado y cuidado, que se parece a una de las carreteras de nuestros pasos alpinos (por ejemplo, el Gemmi). Pero en la mayor parte de su recorrido este supuesto camino resulta harto deficiente, y en tiempo de lluvias es a menudo, bastante peligroso a causa de la gran pen­diente, y se encuentra lleno de piedras y barro y con muchas hendiduras. Naturalmente, en tales situaciones indaga uno si realmente sería necesario subir por los flancos de dos cordille­ras a una tercera cade~a montañosa para ir del Magdalena a

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Bogotá. Entonces se sabe que desde la primera cadena encima de Honda se podría abrir un camino que, pasando por crestas transversales que unen a estos montes, alcanzara casi hasta el mismo tercer tramo de la Cordillera Oriental. y entonces se entera uno también, con sorpresa y hasta con cierta indigna­ción, de que hace ya treinta años un ingeniero francés, un tal Poncet, trazó una carretera desde el Magdalena (bastante más abajo de Honda y de los saltos) hasta Villeta, vía que tampoco hubiera tenido grandes subidas, de manera que la pendiente habría comprendido solo el trayecto de Villeta a Bogotá. Pero, ¿ de qué sirven los mejores planes cuando han de enfrentarse con la rutina, con las costumbres viej as y con la falta de dinero y tiempo a causa de tantas revoluciones? ¿ Cuándo el Camino Poncet, en el cual trabaja de nuevo actualmente una empresa particular, podrá ser abierto realmente al tráfico ? No obstante, en 1886 fue "inaugurado" el camino. Pero como entretanto se las habían arreglado con el nuevo ferrocarril de la Dorada, cer­ca de Honda, se continuó haciendo el recorrido por carretera desde Honda a Bogotá. El camino Poncet está prácticamente abandonado y parece, por ahora, no tener porvenir alguno.

Por fin, después de muy costoso ascenso, alcanzamos una importante estribación de la última cadena de la Cordillera Oriental. Detrás está Chimbe, en cuya sucia venta, plagada de bichos, se nos dio sencillísima cena y muy poco agradable cama. En este lugar hace ya fresco. Atraen la atención grandes plan­taciones de café, con magníficas casas de campo (pertenecien­tes a bogotanos ricos) y ganados de raza hermosa y fuerte. Poco a poco va transformándose también la vegetación. Las .:Ímas más altas se hallan envueltas en niebla. Llegamos a Agua Larga, donde han establecido una fábrica de zapatos. Numero­~as carretas, grandes, pesadas, chirriantes, tiradas por bueyes encorvados baj o el yugo, se congregan aquí aguardando la mer­cancía que han de transportar a Bogotá por la carretera (pa-

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rece ancha y bien trazada) que lleva a la capital. En la gran posada que hace las veces de hotel tomamos un copioso desayuno. Luego empezamos a encaramarnos hacia la última altura de las cordilleras. Es una mañana magnífica, fresca. Empiezan a verse desnudas rocas sobre las que aparecen robledos y pina­res. Agua fría y clara discurre saltarina y en gran abundan­cia. Detrás de nosotros se ve el interminable laberinto de las cordilleras; delante, un angosto desfiladero entre rocas. Es el único paisaje que presenta un considerable parecido con nues­tros paisajes de montaña suizos. Casi sin darme cuenta, de mi pecho, finalmente libertado del calor agobiante del trópico, se escapó un entusiástico grito de júbilo que resonó en aquellos peñascos y produjo no poco asombro en mis compañeros de viaje.

La subida ha sido coronada. N os hallamos en el Alto del Roble (2.745 metros -según otros, 2.767- sobre el nivel del mar). Un espectáculo inusitado aguarda al viajero. Ante él se extiende una llanura gris y verde, cuya anchura equivale casi a nueve horas de camino. Su límite oriental se halla bordeado por una cadena montañosa, de escasa altura en apariencia. Es la muy añorada Sabana, la altiplanicie de Bogotá, formada de un antiguo lago andino, cubierta hoy de pastos y de campos de ;ereales y otros frutos. Solo el que ha contemplado esta llanura, allí arriba, tan alta, escondida entre los montes andinos, en­ciende la grandiosa impresión que hace cuando el cielo claro ríe sobre ella, cuando el sol la ilumina y hace aparecer las cosas tan nítidas, tan puramente delimitadas; solo ese comprende la sensación de nueva vitalidad, de frescura mental y de ligereza, que se experimenta otra vez en nuestro pensamiento, casi ador­mecido por los calores.

Al galope, llegamos pronto a los Manzanos, donde nos es­pera un coche de caballos. Este nos conduce a la pequeña ciudad de Facatativá, situada a solo media hora de distancia y que

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constituye la verdadera entrada a la Sabana. Es día de mercado, la plaza, ante la iglesia y el hotel, se halla atestada de grupos de gente blanca y de indios; los vestidos que todos llevan en esta región son ya más pesados, calientes y oscuros. En una esquina de la plaza está la iglesia, bastante pobre y sin campanario pro­piamente dicho, pues en su lugar figura un muro de fachada, y las campanas cuelgan en los huecos de sus ventanas. Hoy se construye al lado de este un nuevo templo de mampostería, pero que se parece más a un edificio escolar que a una iglesia cató­lica. Detrás óel hotel de la plaza estaba ya entonces la estación de la línea férrea de la Sabana, inaugurada muchos años más tarde. El tendido de vía, sin embargo, solo se había realizado entonces en una extensión de uno o dos kilómetros. Se ha calcu­lado que los gastos de transporte de estos pocos raíles desde Europa hasta las alturas de Facatativá, en parte por tan malos caminos, encarecieron de tal manera los costos de la vía, que por el mismo precio se podría haber hecho fundir en oro. Una jocosa, pero significativa exageración, aunque, en todo caso, se incluirían también las sumas disipadas entre funcionarios y em­presa.

Afortunadamente, esta vez no tenemos que alquilar los po­cos habitables y fríos dormitorios del hotel de Facatativá, ya que nuestro coche sigue rodando hacia la capital del país, de donde todavía nos separan cinco horas de viaje. Por suerte tam­bién, la ancha y poco lisa carretera se halla seca, si bien un tanto polvorienta, como corresponde a esta época del año. Des­pués de dos horas de camino, brillan ya en la lejanía, con el sol de la tarde, las torres y edificios de Bogotá, como si dentro de muy poco rato hubiéramos de estar allí. La situación de la ciudad, recostada en la Cordillera Central, ofrece un encanta­dor aspecto.

Es ya noche cerrada cuando nuestro coche, el 11 de enero de 1882, hace su entrada en Bogotá. Mi compañero de viaje, el

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señor París, me lleva por mal pavimentadas calles hasta un hotel, me entrega allí, como se entrega un objeto, a la patrona, de habla española, se me conduce a un pequeño y frío cuarto, y me encuentro solo al cabo de un viaje que ha durado cincuenta y un días.

¿ Qué digo? ¿ Solo? Los recuerdos de la familia y los amigos se agitaban en torno mío. Todo lo bueno que mi patria, Suiza, ha operado en mi espíritu y mi cuerpo, por la educación, la cultura, sus libertades y su belleza, se me reveló entonces, por vez primera con conciencia plena y clarísima. y mi patria se me apareció en una luz de transfiguración, como un cuadro de Rafael o del Tiziano, con su armonía, la pureza de sus rasgos y sus magistrales y equilibradas proporciones.

Raramente la coexistencia de lo viejo y lo nuevo se hace en ocasión alguna tan patente como en el viaje desde la costa al interior de Colombia y hasta la altiplanicie de Bogotá. En tan­to que, arriba, el av'ión cruza rápido sobre los caliginosos bos­ques, cubriendo en pocas horas el recorrido, abajo, el vapor sigue dibujando, pausado y jadeante, las innumerables vueltas y revueltas del río. Y hoy día, al igual que hace cuarenta años, puede suceder que un traicionero banco de arena interrumpa el viaje por varios días. Según los medios del viajero, son, pues, diferentes la especie y duración del desplazamiento al interior del país. Por ello se justifica presentar por separado las diver­sas posibilidades de viaje, porque, en efecto, apenas hay perso­na que llegue a Bogotá en igual tiempo o de la misma forma que otro cualquier viajero.

El viaje por el río--La navegación por el Magdalena sigue efectuándose todavía por una considerable flota de vapores de

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escaso calado, provistos de una gran rueda de palas y que solo en las proporciones difieren del tipo tradicional. Vapores ma­yores, con una capacidad de hasta 400 toneladas, navegan por el bajo Magdalena desde BarranquiUa a la Dorada (783 kilóme­tros), lugar de embarque más abajo de los Chorros. Los barcos más peque1íos, que, aparte ciertos detalles, se parecen todavía al viejo tlAntioquia", suben por el alto Magdalena desde Arranca­plumas, más arriba de Honda, o desde Beltrán, hasta Girardot (unos 100 kilómetros), y pueden transportar hasta 120 tonela­das de carga. Los vapores para el tráfico de pasajeros pertene­cen a varias sociedades privadas, entre las que citaremos la Colombia Railways & Navigation Co. Ltd., así como la Compa­ñía Antioqueña de Transportes y la Naviera. El Gobierno tiene por el bajo Magdalena líneas de vapores correo especiales, y también algunas lanchas cañoneras para el mantenimiento del orden público. Los vapores correo, que se hallan liberados del transporte de mercancías y que, por lo tanto, pueden efectuar la travesía en el tiempo más breve, están considerados en la ac­tualidad como el mejor medio de comunicación para el viaje fluvial, por razón de su rapidez y limpieza y pese al superior precio del pasaje. Todavía, en su mayor parte, utilizan los va­pores la combustión por leña, que, recogida por los habitantes ribereños, se apila en determinados puntos de embarque. Pero después de que la Tropical Oil Co. ha instalado tanques a lo largo del río, todos los vapores modernos están acondicionados para la combustión por petróleo, lo que para el viajero se re­fleja en una ?nayor comodidad y en un nuevo ahorro de tiempo.

Hoy día existe aún la diferencia entre el buque que se de­tiene en todos los habituales puntos de parada, y el buque rá­pido, que hace menos escalas y se mueve sin servirse de las d08 lanchas remolcadoras laterales, así que es ventajoso esperar en Barranquilla la partida del ti expreso" en vez de confiarse al primer "ordinario" que salga. La instalación de los vapores, na-

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turalmente, ha hecho ciertos progresos: luz eléctrica, baños, dis­posit'ivos de ventilación, camarotes con ventanas protegidas contra los mosquitos por medio de tela metálica. En cambio, persiste el uso de que el viajero aporte su propia ropa de ca­ma; y en lo tocante a la limpieza del servicio y a la calidad de los alimentos, las opiniones, con 'razón, se hallan divididas.

El que desee contemplar de cerca la vida y movimiento del Magdalena, debería preferir el pintoresco viaje fluvial. El ob­servador se dará cuenta, con asombro, de lo poco que han va­riado en general las circunstancias. Ciertamente, los puntos de embarque de Calamar, M ompós y El Banco deben de presentar ahora un tráfico más intenso, pero mayor interés reclama Ga­marra (Puerto Nacional), desde donde partirá un funicular aéreo, ahora en construcción, hasta Ocaña, en la Cordillera Oriental. El funicular servirá para el transporte de pasajeros y carga. Y hay el proyecto de prolongar pronto la instalación so­bre la cordillera hasta Cúcuta, con el fin de que el Departamen­to de Santander del Norte, que ahora debe enviar sus productos a través de territorio venezolano por el Golfo de Maracaibo, pueda establecer contacto con la red colombiana de comunica­ciones. El Gobierno impulsa esta empresa, también por razones de índole militar, para garantizar el enlace entre las diferentes regiones del país.

Lo mismo que el Departamento de Santander del Norte, Santander del Sur, con su capital, Bucaramanga (1.020 me­tros) , reclama imperiosamente una mejor comunicación con el Magdalena. Por eso se reanudaron en 1922 los trabajos, comen­zados hace cuarenta años y paralizados luego en la selva vir­gen, del ferrocarril de Puerto Wilches hacia el interior. Pero este plan parece hallarse en desgracia, pues, pese a la inversión de más de 10 millones de pesos oro, la línea solo ha progresado unos 60 kilómetros por el valle del Magdalena, bastante llano,

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hasta el 11.0 Lebrija por Puerto Santos, habiéndose comenzado solo ahora la subida hacia el macizo montañoso de Bucaraman­ga. El dinero gastado no está, de ningún modo, en relación con el trabajo realizado hasta la fecha.

Al tercero o cuarto día, el viajero queda prendado de la factoría norteamericana de BarmncarBermeja, donde formidar bles instalaciones de depósito reciben el petróleo obtenido más hacia el inte1"Íor. En Barranca-Bermeja se han explotado por primera vez en gran escala las riquezas petrolíferas de Colom­bia, al parecer muy importantes, y de aquí parte también un con­ducto (pipe-line) de más de 600 kilómetros hasta el puerto de Cartagena, lo que permite proveer directamente de petróleo crudo a los vapores de altura. Barranca-Bermeja, sin embargo, pro­porciona también la convicción de que no son solo beneficios lo que la posesión de petróleo acarrea a un país. Apenas si en Co­lombia existe otra región en que las luchas económicas revistan caracteres tan agudos y amenazadores como allí, donde, por lo demás, hace sus p1"Ímeros ensayos de poder el partido socialista­comunista, que acaba de surgir en el país. Por otra parte hay que admitir que en BarrancarBermeja, de modo parecido a la Zona del Canal de Panamá, los 1w1'teamericanos han establecido colonias ejemplares por su construcción y su limpieza. Los fun­cionarios habitan en lindos bungalows, y también los obreros auxiliares indígenas disfrutan de satisfactorias condiciones en cuanto a viviendas y hospitales.

A un día de viaje aguas a'rriba se halla Puerto Ber1-ío, don­de conecta con el 1-ío Magdalena todo el tráfico procedente de la activa provincia de Antioquia. De Puerto Ber1-ío parte el Fe­rrocar1-il de Antioquia, que, pasando por Cisne1'os y la Quiebra, lleva a M edellín, en importancia la segunda ciudad de Colombia. La Quiebra es una alta y abrupta cresta montañosa, que, levan­tándose en rápida subida, inter?'Umpe la vía a mitad de su re­cm'rido y determina que mercancías y viajeros hayan de ser

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transportados por la carretera de montaña a ese efecto cons­truída y que se caracteriza por sus muy numerosas curvas. El transporte se hace con mulas, caballos o automóviles. Una com­pañía constructora canadiense trabaja ahora en la excavación de un túnel a través de la Quiebra, empresa cuyas dificultades técnicas fueron presentadas durante años -con determinada intención, por supuesto- como extraordinariamente grandes. Cuando toda una comarca vive del tráfico por un paso de mon­taña, no puede esperarse allí un gran entusiasmo por la cons­trucción del túnel. Puerto B errío fue arrasado totalmente por un incendio el año 1927, y al reconstruírlo se ha convertido en una población limpia y sana; nadie reconocería hoy el célebre foco de fiebres que constit~tyó antaño. Un buen hotel edificado .sobre una pequeña altura da aquí testimonio del conocido espí­ritu emprendedor de los antioqueños.

Después de Puerto Berrío siguen hm·as y días, de navegar­ción sin que apenas una plantación o un poblado interrumpa la zona de selva virgen que bordea el río. Allí donde finalmente las montañas se van aproximando, y donde las peñas compri­men el curso de las aguas, termina ante los saltos de Honda la travesía por el bajo Magdalena. Una línea férrea ha esquivado los anteriores riesgos de los bancos de rocas, pues el tren lleva ahora desde la Dorada, a lo la'rgo de los saltos y por delante de Honda, hasta Beltrán, donde comienza la navegación por el alto Magdalena. El viaje de varias horas en tren, en medio del calor abrasador del valle de Honda, es temido por todos, pero no lo es menos la travesía en vapor, peUgrosa aunque romántica, que constituyen los 100 kilómetros de Beltrán a Girardot. Nadie com­prende tampoco po'r qué el terrocarril de Bogotá al Magdalena, al fin ya construído, no tuvo como terminal aHonda o algún otro lugar más al Norte. Por supuesto, Gi'rardot es un impor­tante mercado y punto central de una de las grandes zonas car­teteras, más, para enlace entre la costa y Bogotá, se encuentra

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demasiado al Sur. Las razones de habérsele elegido como punto de transbordo para el tráfico hacia la Sabana apenas sí podrían explicarse del todo.

El alto Magdalena, con su impetuosa corriente y su varia­ble nivel, se encuentra tan lleno de dificultades que la navega­ci6n se paraliza, a menudo, durante semanas enteras, con lo que se originan enormes pérdidas al comercio, y se acaba por mal­decir la elección de esa vía de t1'áfico. Verdadero remedio sería solamente una car1'etera o un ferroca1'1'il que hiciera innecesa­ria la navegación por el alto Magdalena. Estas esperanzas no las colma todavía, desgraciadamente, una carretera que se ha construído desde Facatativá, en el limite de la Sabana hasta Cambao, en el alto Magdalena, toda vez que esa vía se acaba de pronto al llegar al río, y sin puente alguno. Pero pronto se la piensa prolongar hasta Honda a lo largo de la orilla derecha.

De un tiempo a esta parte se ha ido creando la costumbre de evitar el viaie en vapor pO't el alto Magdalena, y así se toma un coche de alquiler que le lleva a uno desde Beltrán hasta la pequeña ciudad de ¡bagué (1.250 m.), en la falda de la Cordi­llera Central. Si se llega en tren a Beltrán hacia el mediodía, a la noche se debe?'Ía de esta1' ya en Ibagué. Desde aquí se va a Girardot en el fer'rocarril del Tolima; el viaje dura medio día 'lJ se tiene ocasi6n de contemplar muy bellos paisaies.

El viejo camino que sube de Honda a la Sabana pasando por Guaduas y Villeta, adquiere excepcionalmente una ?'edoblada importancia cuando se trata de llevar 'rápidamente a Bogotá, sin reparar en costos, artículos valiosos e imprescindibles, y al no pode?' realizarse el t'ransporte PO?' Girardot a causa de la acumulación de mercancías, dificultad que allí es crónica, o por motivo del inconveniente nivel de las aguas en el alto Magda­lena.

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El viaje en aVlOn. Lo que hoy nos parece algo casi obvio, era cosa que hace todavía pocos años resultaba una temeridad: la utilización del aeroplano para superar todas las dificultades y molestias en un viaje fluvial desde la costa al interior. La magnitud de esas dificultades, que se estaba acostumbrando a aceptar como cosa inmodificable, puede explicar, sin duda, por qué el tráfico aéreo tropezó al principio con serios reparos. Y, sin emba1'go, hubo de reconocerse que el avión era superior a los demás medios de comunicación precisamente allí donde fal­tan carreteras y ferrocarriles, siendo necesario además salvar largas distancias . Tanto más es, pues, de valorar como un alto hecho cultural el que algunas destacadas personalidades de la colonia alemana en Colombia, y en primer lugar el explorador y geógrafo austriaco doctor' P. von Bauer, hicieran suya en Bo­gotá, y en fecha muy temprana, la idea de poner el avión, con carácter regular, al servicio del desarrollo económico de Colom­bia. Así fue fundada en 1920 la "Sociedad Colombo-Alemana de Transp01·tes Aéreos" (en abreviatura, según las iniciales, "Scadta") que quiso realizar como sociedad privada lo que ahora los colombianos reivindican como un logro nacional.

La audacia de tal empresa es tanto más notable cuanto que entonces no se contaba con experiencia sobre las condiciones atmosféricas en las regiones tropicales, teniendo que adaptarse los aviones poco a poco a las especiales circunstancias de Co­lombia. Desde un principio, los fundadores entendieron que ante todo habían de crear confianza en el nuevo medio de transporte y ganar de este modo al público. Por ello establecieron como directiva máxima la seguridad y garantía en el servicio de vue­los. Estos principios, sin duda, eran decisivos desde el momento mismo de elegir el tipo de los aparatos, pues en una zona fluvial apenas habitada, y cubierta en su mayor parte por selva virgen, solo los hid1'oplanos podrían descender con seguridad en todos los casos sobre el Magdalena. Sin embargo, la "Scadta" hubo

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de r'enunciar' a la comunicacwn aérea directa entre la costa y Bogotá, debido a que en la Sabana faltan las adecuadas exte~ siones de agua. Pero los pasajeros, en cambio, se libran así de las imprevisibles corrientes de aire que se soportan al subir de la depresión tropical a la fría altiplanicie. Por razones de segu­ridad, la compañía ha elegido, pues, el Magdalena como eje de su red de tráfico, estableciendo en principio una línea que sigue el curso del río desde Barranquilla a Girardot, y más al Sur hasta N eiva. Partiendo de esta línea central, se enlaza en la costa con líneas secundarias de hidroaviones a¡ Cartagena. y Santa Marta. Más arriba, una sociedad aparte, "Cosada", esta­blece la comunicación entre Puerto Wilches y la región monta­ñosa de Bucaramanga, mientras que Medellín y Bogotá se al­canzan desde Puerto Berrío y desde Girardot, respectivamente, con el ordinario y breve viaje en ferrocarril. Esta red de tráfico de la "Scadta" se mantuvo invariable durante los primeros años, pero pronto empezó a producirse un inesperado desarrollo en cuanto a la frecuencia del servicio. En seis años se ha centupli­cado el númer'o de los kilómetros de vuelo (en 1920, 4.325 kiló­metros, y en 1926, 486.887) y desde entonces ha seguido aumen­tando. En lugar' de los vuelos semanales, lo usual al principio, hoy apenas se da abasto con un vuelo diar'io. Pero todavía más asombroso es el desarrollo del servicio postal aéreo. Por medio de la "Scadta" el correo es llevado en brevísimo tiempo desde la costa al interior, de modo que el tiempo de recorrido de las car­tas de Europa con destino a Bogotá se ha reducido ya a tres semanas. Las ventajas de este ahorro de tiempo son tan evide~ tes, que el mundo de los negocios se sirve de continuo de las comunicaciones aeropostales. Al lado de esto hay que anotar que existe un departamento científico de la "Scadta" para la medición topográfica, proporcionando tomas fotogramétricas para trabajos cartográficos sobre zonas fronterizas inaccesibles, concesiones petroleras, etc.

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Ultimamente, la "Sociedad Colombo-Alemana de Transpor­tes Aéreos" ha ampliado mucho su campo de acción, y aún así no se han agotado las posibilidades de su tarea de avanzada. Tras audaces vuelos de pruebas sobre la Cordillera Central, se estudió un posible enlace del Atlántico y el Pacífico, y en 1927 se inauguró, con el nombre de "Servicio interoceánico", la línea 'regular entre Barranquilla y el puerto de Buenaventura. Con ello, en este último punto obtuvo conexión con el tráfico aéreo el fértil y pujante Valle del Cauca (con su capital comercial, Cali). Después de breve pausa, se produjo otro avance hacia el Sur: la ampliación de la línea citada, a través de Tumaco y al­gunas etapas intermedias, hasta Guayaquil, puerto de acceso al Ecuador; como consecuencia natural, ahora se ha convertido ya en un hecho la comunicación aét'ea con el Perú. Hace poco, los norteamericanos han concedido pe?-miso para el aterrizaje de aviones en la Zona del Canal, concretamente en Cristóbal-Colón, de modo que en la actualidad la "Scadta" sirve ya a las cuatro repúblicas, Colombia, Ecuador, Panamá y Perú. Esta amplia­ción del radio de actividades hizo parecer oportuno, por lo to­cante al exterior, una modificación del nombre de la compañía. En homenaje al común héroe nacional de estas repúblicas, el Libertador Simón Bolívwr, el nuevo servicio fue bautizado como "Servicio Bolivariano de Transportes Aéreos" e inaugurado so­lemnemente a principios del año 1929.

La compañía, declarada PO?' el Gobie'rno emp'tesa pum el fomento del bienesta't' público, ha dotado al país, realmente, del medio de comunicación que inicialmente ayudara a superar las grandes distancias y a olvida?' PO?' algún tiempo la escasez de carreteras y ferrocarriles. El avión, con sus amplias posibilida­des de desarrollo, sabrá conservar, sin duda, la ventaja que ya lleva por delante, aunque en Colombia, con la progresiva mejora del país, se lleguen a difundir más tarde los medios tradiciona­les de transpone.

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Cuando, viajando de la costa al interior, queda al fin cu­bierto el largo recor?'ido fluvial o se acaba la travesía aérea y hemos llegado ya a Girardot, cabe acariciar la grata esperanza de arribar a Bogotá por ferrocarril en viaje directo. La línea de Girardot a la capital pasando por Facatativá, construida en principio PO?' una compañía inglesa, fue comprada luego por Colombia y ahora funciona como servicio del Estado. El tren, en recorrido pintoresco PO?' dilatados valles, nos conduce prime­ro hasta la estación climática de Juntas de Apulo, donde el Go­bierno mantiene un buen hotel. La línea sigue luego el curso del río Apulo, monte arriba, para alcanzar después de unas horas, a 1.800 metros de altitud, La Esperanza, lugar de cu?'a de aires. En la temperatura de tierra templada buscan preferentemente su descanso los bogotanos, ya sea en el buen hotel de La Espe­ranza o en sus lindas y agradables casas de campo. Se recomien­da intercalar en el viaje un día de reposo en La Esperanza para adaptar paulatinamente la actividad del corazón a la distinta presión atmosférica Y tomar nuevos alientos con la limpieza y excelentes atenciones de aquel sitio. Aquí también convendría sustituír los vestidos tropicales por la ropa de lana, para al día siguiente no llegar desprevenido a Bogotá, que es lugar fresco, y, a menudo, frío.

El tren, después de un tmyecto articulado en numerosas curvas, corona ya la altura de los montes que bordean la Saba­na a más de 2.700 metros; luego se precipita hacia Facatativá , y recorre los últimos 40 kilómetros que median hasta la capital, atravesando en línea recta la altiplanicie.

La impresión que, con su marcada unidad, produce hoy to­davía esta verde llanura en el viajero que asciende de la profun­didad tropical, no ha perdido nada de su original grandeza, y se comprende bien al bogotano que no sabe encontrar en el mun­do entero nada comparable a la visión de su Sabana.

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3. -COLOMBIA y SU CAPITAL

El extranjero que, después de un largo y costoso viaje, llega a la Sabana de Bogotá experimenta, antes que todo, una justificada sorpresa. Se ha dicho con acierto que la impresión que recibe una persona en tales circunstancias debe de parecerse a lo que se sentiría al pasar rapidísimamente de una selva del centro de Africa a una llanura de la N ormandía. ¿ Cómo es posible que tan penosos caminos conduzcan a una de las más importantes ciudades de Suramérica, donde habitan tantas per­sonas ricas y cultas y donde se acumulan tantos capitales y tantos tesoros del espíritu ? Ya en esto se muestra que Colombia es un país de violentos contrastes. Estos contrastes se hacen visibles en su misma configuración física, en las variedades cli­máticas, en las diferencias raciales, en su desarrollo etnográ­fico y político.

Antes de entrar en la descripción de la capital, incluiremos aquí algunas referencias geográficas de carácter general que parecen convenientes para la comprensión de lo que ha de se­guir. No se entienda por ello que este libro tiene el propósito de reunir toda clase de datos sacados de las obras científicas sobre el país para ofrecérselos al lector. Este, más bien, habrá de ampliar sus conocimientos acerca de Colombia sin más que seguir nuestras correrías, observar con nosotros y compartir

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nuestras propias experiencias. Valgan las indicaciones que si­guen como mera preparación de estas excursiones.

La República de Colombia se halla muy favorablemente situada, entre el Atlántico y el Pacífico, en el extremo Noroeste de Suramérica. Por el Este, Sudeste y Sur limita con Venezuela, Brasil, Perú y Ecuador. Colombia comprende un territorio de 1.283.400 kilómetros cuadrados (Justus Perthes, 1926), con un perímetro de 9.915 kilómetros. Este territorio es, pues, unas dos veces y media mayor que Francia, veintitrés mayor que Suiza y cuarenta mayor que Bélgica. La longitud del litoral atlántico, incIuído el Golfo del Darién, es de 2.252 kilómetros, y la del litoral pacífico alcanza los 2.595 kilómetros. Al país corresponden además una serie de islas con una superficie total de 6.525 kilómetros cuadrados.

Toda la configuración de Colombia está condicionada por la peculiar estructura de sus montañas, especialmente por las cordilleras, o Andes, si prescindimos del macizo, completamente aislado, de la Sierra Nevada de Santa Marta, junto a la costa del Atlántico. Partiendo del Sur, desde Ecuador, estos Andes avanzan hacia Colombia en dos cadenas, que en la meseta de Pasto se aproximan mucho entre sí, pero sin llegar a unirse, por 10 que resulta inexacto haber hablado de Pasto como de un único nudo montañoso, el San Gotardo andino. Y como ade­más la cordillera Oriental de las dos citadas vuelve a bifurcarse algo más al N arte, en el Páramo de las Papas (4.400 metros de altitud, donde las papas crecen espontáneamente), para Colom­bia se da una tripartición de los Andes en forma de abanico. La más occidental de estas tres cordilleras, separada del Pací­fico por los valles de los ríos San Juan y Atrato, va a morir en el Norte, al borde del golfo del Darién. Las montañas que rodean este golfo, al igual que las alturas del istmo de Panamá, no pertenecen ya a esa cadena, sino que se trata de sistemas

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aislados. La cordillera Central es la más enorme y la más rica en metales; ella presenta las más altas cumbres, como son los volcanes de Puracé (4.900 metros) y Huila (5.700 metros) y la cima que ya admiramos cuando nuestra subida por Honda. Esta cordillera atraviesa el Estado de Antioquia y se pierde en el Estado litoral de Bolívar. Por último, la cordillera Oriental es la única que presenta el sistema de las altiplanicies (entre ellas, la de Bogotá), por partirse en el nudo de Sumapaz (4.560 metros) y ramificarse luego, en especial en el Estado de Santander. Más al Norte, una parte de esa cordillera separa al Magdalena del valle del Zulia y la zona de la Bahía de Maracaibo, y se pierde en la península de la Goajira; otra parte avanza en dirección a Venezuela, en la que se introduce profundamente. La cordillera Oriental es la más salubre y también la más poblada. En ella se levantan montes verdaderamente gigantescos. Así, según algunos, la Sierra Nevada del Cocuy o Chita sería la montaña más elevada de Colombia.

Los Andes, casi por todas partes, atesoran metales diversos (hierro, cobre, plomo, etc.) ; especialmente grandes son las minas de oro y plata, en particular en el Estado de Antioquia. Pero falta mucho aún hasta que esas minas sean explotadas por me­dio de la maquinaria más perfeccionada, que aplica la moderna técnica. Dignas de mención son todavía las minas de esmeraldas de Muzo (Departamento de Boyacá), las más impor tantes del mundo.

Las aguas cuyo curso determinan esas formaciones monta­ñosas vierten en parte en el océano Pacífico -son unos pocos ríos, como el San Juan y el Patía- y en parte en el Atlántico. Cierto que algunos de los ríos que corren en dirección Norte no van a desaguar en el mismo Atlántico, sino al Golfo de México o al Mar de las Antillas. Ejemplo de esto, aparte del caudaloso Atrato es el Magdalena, con su gran afluente, el Cauca -enca-

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jado este último entre la cordillera Occidental y la Central, pro­fundamente incrustado el primero entre la Central y la Orien­tal-o Esta cordillera Oriental separa también el territorio an­dino de las inmensas extensiones de los Llanos o pampas, por donde se reparten la cuenca del Orinoco con sus afluentes princi­pales, el Apure, el Arauca, el Meta y el Guaviare, y la del Ama­zúnas con sus tributarios, Río Negro, Caquetá o Yupura y Napo. Esta red fluvial es extraordinariamente rica; las cuencas del Orinoco y el Amazonas llegan a unirse, incluso, en la frontera de Colombia, por medio del Casiquiare.

Condicionada por esta articulación orográfica e hidrográ­fica, la distribución del país se ha calculado como sigue: 805.640 kilómetros cuadrados, o sea casi dos tercios de la superficie total, corresponden a los Llanos; 408.875, o sea casi un tercio, constituyen terreno montañoso, con clima variable; 32.700 son las altiplanicies propiamente dichas; 24.600, las montañas frías e inhóspitas, o páramos; 52.685, lagos, lagunas y pantanos.

La situación ecuatorial del país, unida a la presencia de tan enormes cadenas montañosas cubiertas de nieves perpetuas, determina las más diversas gamas de posibilidades climáticas. Según las altitudes, predomina el paisaje tropical o el de mon­taña. Si bien las circunstancias locales de cada sitio dificultan realmente la división, se han distinguido tres grandes regiones: la región alta y fría (Tierra fría); la región media y de mode­rada temperatura (Tierra templada), y la región baja y cálida (Tierra caliente).

Esta región tropical, que comprende las tierras de hasta 1.000 metros de altitud y cuya temperatura oscila entre los 23° y 300 C., pero que a veces, especialmente en los Llanos, se eleva por encima de ese límite, la conocimos ya al realizar el viaje por el Magdalena, Aquí crecen las enormes palmeras, los gran­des bananos, los mangos, la caña, el tabaco; aquí se cultiva el

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mejor maíz y el mejor arroz, el índigo, el algodón, el caucho, el marfil vegetal, la vainilla, las especies nobles y útiles de ceiba, higuerón, caracolí, guayacán, cumulá, los cedros ... ; todos estos árboles se presentan rodeados por monstruosas lianas, formando un conjunto abigarrado y revuelto. Aquí se encuentran también gran cantidad de plantas medicinales: la zarzaparrilla, el bálsamo de copaiba, el bálsamo de Tolú, la ipecacuana ... Esta zona es el país de las selvas vírgenes, de las grandes plantaciones y pas­tos, de los bellos naranjos y limoneros.

A la segunda región, la central, corresponden todas las co­marcas que están, poco más o menos, a una altura entre 1.000 y 2.300 metros, o sea que se encuentran principalmente en las vertientes de las cordilleras. La temperatura media es de 17° a 23° C. En esta tierra templada, parecida a Italia, el clima es suave y uniforme, sano y tonificante. Se asemeja algo al que reina entre nosotros hacia fines da mayo, cuando el año es cálido y hace bueno. En dicha zona media el cielo es radiante y el aire está saturado de los aromas de los frutales. Una rica flora, que incluye las orquídeas, nos llena de embeleso. Aquí encontra­mos los grandes helechos, la quinquina o árbol de la quina. En lugar de la papa o patata, se come la arracacha (algo entre nabo y zanahoria), y en vez de los cereales, la yuca. Esta zona es la patria del café, de la caña de azúcar, de la batata, del maíz blan­co, de la especie de banana llamada plátano guineo. Caracterís­ticos de aquí son los grandes bambúes (guaduas).

Si avanzamos aún más hacia la altura, llegamos a la tercera zona, a tierra fría, que abarca en Colombia las partes del país comprendidas entre los 2.300 y los 4.300 metros. La temperatura media va aquí de los 5° a los 15° C. La Sabana de Bogotá es un ejemplo típico de la llamada tierra fría. Aquí reina una eterna primavera; los días se parecen a los nuestros, tan magníficos, del tiempo fresco a principios de abril o de octubre. Aunque el cielo no resplandezca, está en todo caso, transparente y claro.

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Pero a veces ascienden de los valles vientos fríos y húmedos y las nieblas se deslizan a lo largo de las crestas montañosas. Esta zona es particularmente rica en plantas herbáceas y legumino­sas, traídas aquí por los conquistadores españoles. Es el país clásico de la papa o patata, que en 1563 fue llevada a Europa por el inglés Hawkins. Aquí crecen el trigo, la cebada, la avena, ID, alfalfa, el trébol... Aquí florecen las rosas, los lirios, los claveles, las violetas, los geranios . . , Aquí se hallan también en su ambiente los sauces (salix Humboldtii), los nogales, los cere­zos, los manzanos y los melocotoneros.

Pero ya a una altura de 3.000 metros resultan raras las plantas que hemos citado. En las comarcas despobladas de hom­bres, en las que solo habitan las tempestades, surgen tan solo pequeños helechos, líquenes, achicorias enanas, y esa planta de extraña forma, de la que se extrae trementina y que llaman frailejón. A los 4.300 metros de altitud se acaba toda clase de vegetación. Pero hasta los 4.700 o 4.800 metros, o sea por encima de nuestros altivos Alpes, no comienza el límite de las nieves, el cual dominan algunos majestuosos gigantes de las cordilleras Central y Oriental. Sobre el blanco sudario de estos paisajes tropicales de montaña, solo el cóndor flota audaz en los aires.

Por lo que toca a las excelencias o desventajas del clima de las diferentes regiones, y también en cuanto a las distintas en­fermedades endémicas, queremos guardarnos de generalizar en demasía, y así traeremos solo nuestras observaciones con refe­rencia a las descripciones de los puntos y comarcas que visita­mos. De un modo amplio puede decirse, sin embargo, que el país es sano allí donde el hombre lo ha hecho sano mediante su trabajo y civilización. Regiones propiamente insalubres, peligro­sas en tal sentido, solo las hay en Colombia en el Chocó, en la porción septentrional del valle del Magdalena, en el Estado de Bolívar y en los Llanos.

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Como es natural, la mayor o menor protección del hombre contra las enfermedades depende también, en gran parte, de las estaciones del año. En los textos escolares se suele simplificar mucho este capítulo de la Geografía cuando se escribe que en Colombia alternan, y ello dos veces al año, dos estaciones: el tiempo seco y el de lluvias. El verano reinaría en los meses de diciembre, enero y febrero, y luego otra vez en junio, julio y agosto; el invierno o estación lluviosa sería durante marzo, abril y mayo, y después en septiembre, octubre y noviembre. Ni si­quiera ese relevo de verano e invierno es, en modo alguno, cosa de tanta regularidad. Según veremos, existen regiones, como los Llanos, donde llueve mucho más de seis meses al año; y por el contrario, hay comarcas que son relativamente secas durante el tiempo considerado como lluvioso. Hasta en un mismo y deter­minado lugar se producen grandes oscilaciones y desplazamientos de las estaciones del año.

La población de este enorme territorio llega solo a unos ocho millones. Pero hay que considerar que, de toda la extensión del país, solo un tercio, aproximadamente, se halla más o menos habitado y cultivado; casi un millón de kilómetros cuadrados son tierra deshabitada y baldía. Así acontece que algunos lugares tienen tanta densidad de población como Francia, que la mayor parte de los habitantes se reparten entre los 800 y los 2.800 metros de altitud, en tanto que grandes superficies, en especial las depresiones, están cubiertas de selva.

La población se compone de tres razas y sus diferentes mezclas. Las razas son:

La americana o india, cuyo origen se busca en el propio continente o también en la raza chino-mongólica. Estos aborí­genes constituyen del 30 al 35 por ciento de la población total y se encuentran principalmente en las altiplanicies y en las faldas de las cordilleras. La mayor parte de ellos están civilizados;

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solo 200.000 indios viven en estado de primitividad y son los salvajes de los llanos, de las llanuras pantanosas del Chocó, al Norte, en los valles del Atrato y en torno al Golfo del Darién, y, por último, en la península de la Goajira.

El segundo lugar corresponde a la raza negra. Los negros, traídos de Africa como esclavos a principios del siglo XVI para realizar en minas y plantaciones los trabajos que resultaban insanos para los indios, representan aproximadamente una dé­cima parte de la población del país y se hallan en las depresiones y en las regiones más cálidas, en la costa y en las riberas de los ríos.

La tercera raza, finalmente, son los blancos, o sea los euro­peos inmigrados desde la Conquista, especialmente españoles y sus descendientes. Como falta toda estadística sobre la cifra de los inmigrantes (y más aún de las mujeres europeas llegadas al continente, si bien el número será relativamente bajo), y como también muchos españoles regresaron a su patria después de enriquecerse, no es posible determinar con certidumbre la proporción numérica de la raza blanca. En todo caso, existe mu­cha menos población blanca pura de lo que el orgullo de los colombianos quiere admitir. Algunos suponen tan solo un 5 por ciento, aproximadamente, del total de los habitantes. De seguro que el cálculo es bastante alto cuando se estima en una décima parte de la población el número de los criollos, o sea la gente de pura ascendencia europea, pero nacida en América. Tampoco hay que pasar por alto a este respecto que los inmigrantes eran asimismo muy diversos en cuanto a su origen y carácter. Los mismos españoles no son en absoluto una raza unitaria. Sangre árabe y judía se mezcló a la base étnica, especialmente en el centro y sur de España, y, por lo demás, andaluces, castellanos, aragoneses, catalanes, vascos, navarros, gallegos... son tipos fundamentalmente distintos.

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El resto de los habitantes, del 45 al 50 por ciento, está inte­grado por la población de mestizaje: mulatos, mezcla de raza blanca y negra; mestizos, de raza blanca e india, y zambos, de raza negra e india. Los más numerosos, naturalmente, son los mestizos.

Ya disponemos, pues, del marco de generalidades en el que puede aparecer con claridad la imagen de la situación, del aspec­to exterior y de la vida de la capital, Bogotá.

Fundada en 1538 por uno de los conquistadores españoles, Quesada -sobre esta admirable fundación volveremos más ade­lante-, la ciudad, ya en 1540, recibió de Carlos V su fuero urbano con el título de "Muy noble, muy leal y más antigua", así como el nombre de Santa Fe de Bogotá, este último en recuerdo del lugar de recreo de los Zipas, jefes de los chibchas, o sea los aborígenes, y que se llamó Bacatá ("Límite extremo de los campos"?) Después de ciento treinta y cinco años, Bogotá tenía 3.000 habitantes, y solo en 1797 alcanzaría la cifra de 17.000. Pero en 1881, una guía directorio calculaba la población en 84.000, repartida en 39.000 hombres y 45.000 mujeres. Según el último censo, 1929, los habitantes eran ya 224.000.

Bogotá se halla a 4° 36' 6" de latitud Norte y a 67° 34' 8" de longitud Este del meridiano de París. La diferencia entre Bogotá y París es de cinco horas, seis minutos y diecisiete segundos. Bogotá es la capital de la República y, al propio tiem­po, del Estado de Cundinamarca. Este último nombre, de origen indio, parece significar "región alta donde impera el cóndor o el águila". De este modo quisieron los habitantes primitivos designar a los conquistadores la Sabana de Bogotá y el imperio de los chibchas. Bogotá es además sede archiepiscopal. La ciudad SE: halla a una altura de 2.611 a 2.700 metros sobre el nivel del mar, o sea unos 300 metros más alta que el Niesen, en los Alpes Berneses. La temperatura media de 13°C. La máxima, 22°;

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la mlmma, 6°. Solo excepcionalmente desciende el termómetro a cero grados y el agua se condensa un poquito. Las chimeneas, por ello, no son necesarias en Bogotá.

Hacia el Oeste se extiende la ancha Sabana. Bogotá, pegada a la cordillera Oriental de los Andes, que la separa de los Llanos, de la cuenca del Meta y Orinoco, se extiende principalmente hacia el Norte y el Sur. Sobre Bogotá la cordillera parece hacerse más compacta y más elevada; allí se forman cortos valles trans­versales y depresiones, de los que salen cuatro torrentes que atraviesan o bordean la ciudad: los ríos de Fucha, San Agustín, San Francisco y del Arzobispo. Sobre estos ríos o torrentes, que, según la estación del año, llevan un potente caudal o están casi secos, existen algunos puentes que unen los diferentes barrios de la ciudad. La principal de estas depresiones, la formada por el río San Francisco, deja abierta una brecha o boquerón. La elevación rocosa situada al Norte de él, que se levanta en pen­diente muy empinada, se llama Monserrate. Está a 521 metros sobre la ciudad, o sea a 3.165 metros sobre el nivel del mar, en tanto que el monte del Sur se denomina Guadalupe, y tiene una altitud de 3.255 metros (610 metros sobre la ciudad). En lo alto de cada una de ambas montañas, que descienden al valle con vegetación y formas semejantes a las de los Pirineos, existe una capilla, visible a mucha distancia. Pero de ambas, solo la de Monserrate que tiene un Cristo milagroso, convoca el domingo a los fieles y penitentes, o una vez al año a los que allí se reunen en romería; las campanas se escuchan desde el valle. Inmediato a la salida del Boquerón se halla el barrio del Norte, llamado Las Nieves. La ciudad propiamente dicha se ha extendido más hacia el Sur, recostada en el Guadalupe, cuya pendiente desciende de modo mucho menos abrupto, formando además diversas coli­nas intermedias antes de entregarse definitivamente a su destino. la llanura, que todo lo iguala y nivela. Sobre esas colinas se alzan también algunas capillitas de blancos muros, que contem-

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pIadas desde abajo hacen la impresión de pequeños castillos o palacetes y constituyen en el paisaj e un aliciente muy poético y gracioso.

De acuerdo con esta topografía, la división y demarcación de la urbe se configura de un modo sencillo y casi monótono en su regularidad. Las vías que se dirigen de Sur a Norte, y por las cuales se desenvuelve principalmente el tránsito, se llaman carreras; las que cortan a éstas en ángulo recto y que van del Oeste al Este, ascendiendo hacia el monte en cuestas bastante acentuadas, reciben el nombre de calles. Todas las vías son es­trechas, para nuestros módulos habituales; tienen solo cinco a ocho metros de anchura y sus aceras son angostísimas. Por el centro de casi todas las calles que bajan del monte corría enton­ces el llamado caño, una zanja de desagüe, descubierta, pequeña y de escasa profundidad. Estos caños, especialmente durante las sequías prolongadas, exhalan horribles olores y se desbordan frecuentemente con los formidables aguaceros, convirtiéndose en verdaderos torrentes y dificultando también el tránsito. Por la mitad de los años ochenta se comenzó poco a poco con la canalización de la ciudad, obra, por supuesto, muy costosa, al tiempo que se construía un sistema de cloacas. Hoy día han desaparecido en su mayor parte aquellos caños, si bien se escu­chan continuamente quejas sobre lo reducido de la red de tu­berías.

Las casas, vistas por fuera, son en su mayor parte feas e insignificantes. Sus ventanas están provistas de rejas combadas hacia afuera en su parte inferior. Algunas pocas tienen mira­dores. Casi exclusivamente en las dos vías principales, la Calle Real y la Calle Florián, hay que destacar una serie de bonitos edificios, aunque, por lo angosto de esas calles, no lucen como debieran. La mayoria de las casas constan de una planta única, hay también bastantes de dos pisos, pero pocas de tres. Las

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casas de mayor altura son excepclOn en Bogotá, por miedo a los terremotos y temblores. Durante mi permanencia allí, se produjeron dos temblores de tierra de cierta intensidad y du­ración, y noté con bastante claridad esa sacudida del cerebelo que Bain considera y diferencia como una especial sensación fisiológica.

En los barrios extremos las casas no son sino cabañas, de modo que el que hace su entrada a Bogotá por cualquiera de sus cuatro costados no puede substraerse a la penosa impresión que provocó la exclamación del señor Cané: "Mais c'est un faubourg indien!" De puerta de esas cabañas hace una pared, realmente muy española ( :« ), de lienzo tensado en un marco, que permite tener una idea del triste interior. De ventanas encristaladas, no hay que hablar; los agujeros de ventilación se cierran con ba­tientes de madera. La gente pobre construye sus viviendas con bloques de tierra desecada (adobes); la mayr parte de las ca­sas son de ladrillo, ya que la piedra, debido a los malos me­dios de transporte, ofrece grandes dificultades para ser traída a lomo de mula. Por esta misma razón, solo las calles princi­pales disfrutan el privilegio de un empedrado sólido. Las cu­biertas son de tejas curvas superpuestas en dos hiladas.

En el centro de la ciudad se halla la Plaza de Bolívar, o de la Constitución, un cuadrado de 80 metros de lado. En medio se alza la muy lograda estatua en bronce del gran Simón Bolí­var, el Libertador (t 1830). Tenerani modeló en Europa esta escultura (*). En torno al monumento se han dispuesto unos

( * ) El autol' se permite aquí un pequeño chiste jugando con la expre­sión " spanische Wand" (pared española), que designa en alemán al biombo. (N. del T.)

( * ) Cuando mi permanencia en Bogotá, cierto habitante de los Llanos se perdió un día por la ciudad, pero pudo orientarse al llegar a la plaza, tal cual él se expresó, "donde está el negro aquel". Se refería a la estatua del Libertador.

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bellos jardines, donde crecen flores durante todo el año. La pla­za ofrece un excelente aspecto. Por el Este la limita la Catedral, de amplia fachada y con dos torres, coronada por una cúpula. El interior, para mi gusto, no puede llamarse magnífico ni bello. Las tres naves se hallan separadas por poco graciosas columnas de 13 metros de altura con capiteles dorados, lo que parece un escenario sobre la ornamentación corintia, lo único que por su belleza de formas produce algún efecto. Lateralmente se han dispuesto además seis diferentes capillas y muchos altares y cua­dros. Separada solo por una casa cural, se alza la Capilla del Sagrario, cuya cúpula se hundió a causa del terremoto de 1827, destruyendo desgraciadamente el altar mayor con sus columnas adornadas por conchas de tortuga y mármoles. Por supuesto, ha sido bastante restaurado. En la capilla cuelgan cuadros del pintor colombiano V ásquez (t 1711).

Ante la Catedral y a lo largo de todo el frente oriental de la Plaza de Bolívar, corre una especie de terraza a la que se asciende por escalones. Es el Altozano, lugar de encuentro y mentidero de todos los políticos y charlatanes de la ciudad.

La parte Norte está limitada por casas particulares. Fren­te a la Catedral, o sea al lado occidental de la plaza, estaban los Portales, un vasto edificio de no mucha altura (tres plantas), bastante imponente al contemplarlo a distancia, pero, de cerca, muy tosco y mal hecho; en 1900 fue destruído por un incendio.

Al lado Sur está el edificio del Gobierno, el Capitolio, co­menzado ya en 1849, pero no terminado todavía. Y tampoco es muy fácil que se lleve pronto a feliz término, pues la obra ame­naza ya ruinas por algunas partes. La arquitectura es del más extraño gusto. Las dos alas del edificio estarían muy bien para alguna de nuestras construcciones escolares, pero el tejado (no sabemos si se trata de algo provisional) es plano y lleva un alto friso sobre cuyo extremo Sur, solitaria y tediosa, se ve una es-

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tatua que anhela soñadoramente la llegada de sus vecinas. Uni­da por medio del friso con las prosaicas alas laterales, se alza en el centro una serie de columnas, en forma de pórtico y tras ellas se ven otras hileras más. Se pensó en construír este vestí­bulo de modo que penetrara en la plaza, pero la fealdad e im­perfección de todo el edificio no hubiera desaparecido con ello. En el patio, al que se llega a través de las hileras de columnas, hay una buena estatua en bronce del General Mosquera, quien después de tres años de sangrienta guerra civil dio la victoria el partido liberal el año 1863. En las alas laterales se hallan ins­taladas diversas oficinas del Gobierno. Se trata de salas de ele­vado techo, frecuentemente ornamentadas con muy bellos estu­cos y magníficas pinturas. En la planta baja, detrás del patio, estuvo durante bastante tiempo el salón de sesiones del Senado, y en el primer piso el Salón de la Cámara de Diputados, que esta hubo de abandonar en vista de sus malas condiciones acús­ticas. No se han regateado en esta construcción grandes sumas ni buena voluntad, pero solo un mediano resultado logró alcan­zarse. Esta es la plaza principal de la ciudad.

De las restantes plazas, enumeramos las que siguen: la de San Victorino, que se distingue por una gran fuente; la de los Mártires, rodeada de casas muy humildes, pero que tiene un bello jardín. En el centro se alza un obelisco con las estatuas de la justicia, de la paz, de la libertad y de la fama y rodeado de urnas. En el obelisco figuran lápidas de mármol en recuerdo de los mártires de la guerra de Independencia. Al que modeló estas estatuas, más vale que no le pida cuentas la Diosa de las Artes. Sin embargo, aquella plaza me hizo siempre una impresión so­lemne. Se halla santificada por la sangre de los luchadores de la libertad. Después de que la ciudad, el 20 de julio de 1810, se alzara en abierta rebelión, expulsando al Virrey y estableciendo un gobierno provisional, en 1816 fue conquistada de nuevo por los españoles, que pasaron aquí por las armas a ciento treinta

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y cinco ilustres ciudadanos, entre ellos también algunas muje­res. El 20 de julio es hasta hoy la principal fiesta nacional co­lombiana.

Un agradable contraste con lo anterior es el que presenta la Plaza de Santander, un pequeño, pero muy bien cuidado par­que con bellas verjas, en el centro del cual se halla el monumen­to del General Santander, bizarro y enérgico organizador de la nueva República, y presidente de la misma hasta 1837. Es asom­broso ver con la rapidez que crecen los árboles de estos parques. Hay que anotar que en Bogotá y sus cercanías se planta en es­pecial el eucalipto, por razón de su frondosidad y porque en pocos años alcanza gran altura. Este árbol, con el que deberían repoblarse también las peladas alturas que dominan la ciudad, tiene el único inconveniente de echar raíces demasiado fuertes y extensas, las cuales minan materialmente los cimientos de las casas.

Muy linda también es la Plaza del Centenario, o de San Diego, sita en el sector Norte de la ciudad, y que forma un bello jardín en cuyo centro se erigió un pequeño templete de la Victoria, destinado a cobijar una estatua del Libertador.

Bogotá no tiene, pues, edificios especialmente notables, a no t)er que se cuenten entre ellos, desde el punto de vista confe­sional, las iglesias, que son treinta y dos, además de doce capi­llas y oratorios, así como una pequeña capilla presbiteriana. Exteriormente son, en su mayor parte, construcciones feas, que no presentan, en absoluto, ningún estilo arquitectónico. Solo San Carlos (hoy San Ignacio) se distingue por su magnífica nave, y la iglesia La Tercera, por sus tallas, que un bárbaro cabildo hizo cubrir de revoque. Merecen citarse, por lo demás, los grandes edificios conventuales. En el año 1861 habia en Bo­gotá ocho conventos de frailes y seis de monjas; todos ellos fueron suprimidos. El General Mosquera los destinó a alojar

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organismos y dependencias oficiales. De este modo se instala­ron: la Biblioteca Nacional, en cuya planta baj a se encuentran el Aula Máxima de la Universidad y el Museo; la Universidad misma, repartida entre el antiguo convento de Jesuítas (San Bartolomé) y Santa Inés; la Escuela de Maestras, en Santa Clara; el Correo y el Banco Nacional, en Santo Domingo. San Agustín y San Francisco se convirtieron en cuarteles. Estos dos últimos edificios fueron utilizados también por la Gobernación del Estado de Cundinamarca. Todos los conventos citados tienen igual carácter en cuanto a la construcción. Rodean uno o varios patios cuadrados, en torno a los cuales corren galerías seme­jantes a claustros. Algunos de estos patios, como por ejemplo el de Correos, están adornados por bellos jardines.

Mencionaremos finalmente el Observatorio, una torre con aspecto de fortificación, situado según unos a 2.615 metros de altitud, según otros a 2.632, y fundado en 1802 por Mutis. Toda vez que su situación es extraordinariamente favorable para la observación del firmamento, tanto al Norte como al Sur, este observatorio debió haber dado mucha fama a Bogotá; pero es solo una estación meteorológica. Faltan los instrumentos nece­sarios, y la publicación "Papel periódico" decía acertadamente en 1884: "Encontramos inadecuado y deshonroso vanagloriar­nos de un observatorio donde falta casi todo lo que se precisa. Pudiera ocurrir que de pronto subiera una comisión astronómi­ca a Bogotá y se encontrara con nuestra abandonada torre".

Tan modesto como el Observatorio es el Palacio del Presi­dente, mansión que este debía habitar entonces con carácter oficial. Se halla en una calle lateral, y exteriormente no hace ningún especial honor a su denominación, pues se trata de una sencilla casa blanqueada de ventanas pequeñas e irregulares y una entrada de ciertas proporciones. En la planta baja hay un cuerpo de guardia. En la inmediación de este edificio se encuen­tra el teatro, en aquel entonces insignificante y hoy convertido

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en un lujoso coliseo, en el que se hicieron exageradas inversio­nes (*). Debemos hacer mención todavía de una diminuta casa situada en la esquina de la Plaza de las Nieves, con un balcón muy característico de la época de Felipe lI. Fue en tiempos el "Palacio" de los Virreyes (* *) .

Cerramos esta descripción con el Panóptico, o presidio, a un cuarto de hora de la ciudad, y que presenta la traza de una construcción circular con rotonda y alas confluentes en forma de estrella, según el modelo de la prisión celular de Filadelfia.

Quien contempla la ciudad desde un camino que discurre a unos cien metros de la misma, no puede sustraerse a una sen­sación de melancolía ante la vista de aquella confusión de te­jados, de aquel apiñamiento de calles, de plazas relativamente pequeñas. En verdad, la distancia entre esto y nuestras abiertas y claras ciudades europeas produce un efecto de opresión. Pero la situación de Bogotá tiene también sus bellezas. En particular la luz que da sobre la cadena montañosa que se desploma hacia el valle, es muy cambiante a cualquier hora del día y constituye un verdadero deleite para la mirada del suizo. A veces se ofrece el mismo espectáculo de luces que es propio del verano en nues­tro país, cuando los montes parecen retirarse y se presentan menos fuertemente modelados. Otras veces, hacia la caída del sol, las alturas se envuelven en un particular ambiente otoñal, y las formas de los peñascos destacan nítidas como los Alpes en los días septembrinos. Y otras veces, también, las montañas res­piran frescura primaveral y apacible resplandor de mayo. Esta variedad de las luces, que en Bogotá puede gozarse en el espacio de un solo día, mientras que en nuestras tierras se halla repar­tida en las diferentes estaciones del año, desagravia en cierto

(*) También el Palacio se ha l'econstruído desde entonces.

(**) Hoy, por desgracia, derribado.

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modo a los montes por la pérdida del adorno de sus árboles, total y bárbaramente talados, y también por lo mezquino de la vegetación que los viste apenas de una delgada capa verde.

Después de este recorrido, volvamos a las calles de Bogo­tá en busca de ambientes y tipos.

i Qué gran diversidad, sobre todo en los carruajes! Gran­des bueyes, la cerviz uncida bajo recio yugo, tiran emparejados de las carretas usuales en la Sabana, esos pesados vehículos provistos de dos ruedas grandes y macizas. En especial la calle que conduce al mercado, se encuentra atestada de estos vehícu­los. Los demás medios de transporte son poco numerosos. De cuando en cuando se ve un enorme ómnibus que lleva al campo una familia o un grupo de amigos; son monstruos con capacidad hasta para doce personas y en los que existe el peligro de ma­rearse. Hay también unos viejos cajones con aspecto de coches, en los cuales se hacinan cuatro personas. Coches modernos o calesas, eran muy escasos en Bogotá por aquella época. El Pre­sidente de la República salía en una vehículo de apariencia bas­tante noble, semejante a los coches de bodas. Recuerdo todavía muy bien el revuelo que provocó la aparición de un coche de verdadera calidad ante la casa del Cónsul alemán, señor Koppel, el año 1882, y la gran admiración que despertó. ¿ Qué hay en eso de extraño si se considera que en Bogotá se ve todavía hoy un artefacto, la litera o silla de manos, que fue honra singular de tiempos remotos? Estos cajones, sin más claridad interior que la mezquina luz que otorga una ventanita -encortinada, para colmo-, los transportan dos hombres fornidos y sirven para llevar a personas enfermas o delicadas, a damas y ancia­nos. En la revolución de 1885 -así me lo refirieron- los cabe­cillas del partido radical que dirigían el movimiento revolucio­nario contra el gobierno, y los cuales no se pudo capturar pese a todas las pesquisas, hacían visitas a sus partidarios sirvién-

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dose de estas literas. El secreto, como es natural, estaba en po­der de solo unos pocos; de lo contrario, hubiera sido detenida el arca de los conjurados y apresados sus ocupantes.

Como revancha de la curiosidad con que es observado, exa­minado y criticado todo forastero y recién venido, deberán aho­ra desfilar ante nosotros los diferentes personajes callejeros de la ciudad. La vida en las calles es muy animada, ya por el hecho de que los comercios se hallan abiertos a la vía pública por una o dos puertas muy anchas. Las tiendas y almacenes de pequeña o mediana categoría carecen de escaparates, de manera que una parte de su actividad se desarrolla en la calle misma.

Es notable, ante todo, que en Bogotá raramente se ven ne­gros. A ello hay que agregar -yo he observado efectivamente este fenómeno y podría citar nombres- que cuando un negro permanece largo tiempo en la sabana, el color de ébano de su piel se substituye por un tono achocolatado o por un oscuro gris ceniciento. Semejante influjo empalidecedor de la tez lo ejerce, por lo demás, en todos los otros casos la considerable altitud de Bogotá. Como ya vimos, la raza blanca no se halla representada aquí en número muy grande. A menudo hube de sonreirme cuan­do alguna familia bogotana me detallaba su blanco árbol ge­nealógico y entraba de repente un miembro de la familia que presentaba un color de la piel o un matiz del pelo acreditativos de raza india, deshaciendo así toda la teoría. En efecto, la gran mayoría de los habitantes de Bogotá que se ven por sus princi­pales calles son mestizos de indio y blanco; mas el grado de mez­cla no destaca demasiado marcadamente, pues la mitad de las personas tienen la faz bastante blanca o blanca del todo y no se diferencian por ese detalle de nuestros rostros europeos, que también presentan muchos y variados tintes.

Estas gentes, cuya sangre española se halla mezclada con más o menos gotas de sangre india, tampoco en la indumentaria

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se distinguen en modo alguno de los europeos, y, por el contra­rio, tratan de superar a éstos en el refinamiento de su aspecto exterior. En efecto, al extranjero le llama inmediatamente la atención el gran número de señores ataviados con elegancia y finamente compuestos. Allí se ve a los comerciantes, reunidos en grupos en la calle, ante los edificios del gobierno o a la en­trada de los bancos. y luego la caterva de los políticos, gentes desocupadas y sin profesión, la plaga de este hermoso y buen país, que acaso antes, bajo aquella o la otra administración, han ostentado un cargo oficial y que ahora están a la espera y urden intrigas hasta que un nuevo período, de los que ordinariamente cambian la provisión de todos los cargos, les vuelva a colocar en algún empleillo. Se ve también a los estudiantes universita­rios y alumnos de los diferentes centros de enseñanza media; todos ellos gustan de vestir bien y no les desagrada la vida ca­llejera. Hay que agregar la gran legión de los poetas, los mu­chos maestros y catedráticos, los periodistas, abogados, médicos, agentes, etc., sin olvidar a aquellos privilegiados que no hacen nada absolutamente y cuya atildada y compuesta apariencia es el mayor misterio del mundo. Menos monótono resulta el atuen­do de los que se envuelven en la capa española y saben llevarla bien, cosa no muy fácil. Entre los criollos abundan las figuras nobles y hermosas; hombres de complexión fuerte, pero fina, de tez transparente, ligeramente tostada, bella nariz, abundoso cabello negro y oscura barba; de cuando en cuando se ven tam­bién rubios (monos) de aspecto normando. Su paso es elegante, su voz agradable, su habla vivaz, teñida de cierta indolencia. En todo su aspecto hay algo sereno, abierto, cordial, simpático.

De vez en cuando pasan jinetes, con su pintoresco traje de montar o con indumentaria de viaje, cabalgando sobre corceles, las más de las veces, de buena raza, pequeños, esbeltos y de so­berbios cuellos.

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El traje de montar europeo empieza a introducirse poco a poco y solo se lleva para cabalgadas por las cercanías de la ciu­dad. Otras personas montan sin ningún atavío especial, como hacen los médicos, que se sirven del caballo, incluso por las mis­mas calles de Bogotá, para realizar más prontamente su visita. y también alguna vez se ven amazonas, elegantes y diestras en el dominio de sus cabalgaduras.

Las jóvenes bogotanas de raza blanca, que encontramos cuando van de compras o a la iglesia, pueden calificarse, en su mayoría, de muy hermosas. Son pequeñas, pero de elegante fi­gura, la que, sin embargo, no se manifiesta suficientemente, debido a que la bogotana viste por la calle de modo muy sencillo; y de negro. Sus atavíos más lujosos los reservan para el salón o el teatro. Del torso a la cabeza, a veces envolviendo a esta en­teramente, cumple su cometido la inevitable mantilla, frecuen­temente ornada de preciosos encajes, y cuyos delicados pliegues insinúan lo inaccesible, accesible al propio tiempo, de su condi­ción. A través de esta negra veladura, mira el expresivo rostro. El cutis de las auténticas bogotanas, cuyas familias residen des­de mucho tiempo en la capital, es pálido, transparente y mate. Las muchachitas cuyos padres se desplazaron del campo a la ciudad desde hace una o dos generaciones, se distinguen por sus mejillas rojas y de suma delicadeza, que florecen como rosas sobre la tez blanca. Los oj os, siempre fascinadoramente bellos, amables y un algo burlones, son castaños o negros y muy bri­llantes. Las trigueñas y las rubias abundan menos.

Las señoras mayores y las matronas, a las que desatenta­mente no he nombrado hasta aquí, van también de negro, co­lor que, por supuesto, les sienta muy bien, y no tienen nada que envidiar a las europeas ni en dignidad ni en nobleza de talante.

Mucha menos atención dedica el forastero a los pobres in­dios de raza pura, atraído principalmente por la contemplación

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de la gente blanca o mestiza. El forastero siente instintivamen­te que se encuentra, más que frente a seres individuales, frente a una masa que gusta de deslizarse lo más silenciosa y humilde­mente. El indio, "civilizado" y "convertido" al cristianismo, lle­va toscos calzones de un tejido de fabricación casera. Su camisa está casi siempre sucia. Sobre ella viste la ruana, prenda cua­drada, fuerte y de color oscuro, con una abertura en medio, por donde se introduce la cabeza (el poncho mejicano). El indio va descalzo o lleva una especie de sandalias (alpargates). Predo­minan los hombres de constitución fuerte, de tez de tono cobrizo o aceitunado, cabello lacio y corto, escasa o ninguna barba y ojos vivos que expresan su carácter astuto, algo indolente y muy desconfiado. Las indias jóvenes raramente rebasan la estatura mediana, pero tienen bastante buena figura, si bien son algo tos­cas y torpes. Los rasgos y expresión del rostro presentan carac­teres de gran regularidad y hasta de hermosura, y el pelo, aun­que no muy cuidado, es bello y negrísimo. Su indumento es de lo más sencillo; el torso se cubre con una simple camisa, o a ve. ces con una tosca mantilla negra.

En la ciudad las indias trabajan como sirvientas y lavan­deras, y entonces van mejor vestidas y más limpias. Pero las viejas presentan un aspecto de lamentable abandono y de suma fealdad.

A los indios se les ve en los barrios extremos, agrupados a docenas en algunas de las muchas tabernas o tiendas, de pie junto al mostrador tomando la bebida popular, la chicha, un lí­quido amarillo y espeso, parecido al vino nuevo y hecho de maíz fermentado; es de fuertes efectos embriagantes. A veces los vemos conduciendo por la ciudad sus mulas, estas bajo el peso de grandes cargas. Otros llevan a cuestas jaulones con gallinas o cargamentos de leña, carbón u otras mercancías. El correspon­diente fardo lo sujetan con una correa que se apoya sobre ' 8.

frente. Curvados, con un paso ligero y corto como un trotecillo,

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caminan hacia la plaza del mercado, donde constituyen el ele­mento humano más numeroso y donde se muestran en su am­biente y algo más desenvueltos. El ruido que reina allí se pa­rece al zumbido de una colmena.

La plaza del mercado nos da ocasión de pasar a la pintura de la vida material en Bogotá. Esta se halla en dependencia, naturalmente, de las especiales condiciones climatológicas. Ya señalamos brevemente que en Colombia se suceden, en general, dos únicas estaciones: la seca y la lluviosa. En la altiplanicie bogotana, la primera época de lluvias comienza a mediados o finales de febrero. Pero sería erróneo suponer que durante ese tiempo esté cayendo agua continuamente. Lo que suele produ­cirse son violentas precipitaciones en forma de aguaceros entre truenos y relámpagos. Durante una hora el cielo suelta todas sus esclusas; luego, por lo común, aclara completamente. Solo una vez, en toda mi permanencia, llovió ininterrumpidamente en Bogotá durante unas treinta y seis horas. A veces cae tam­bién granizo de gran tamaño, así que algunos de los cerros que dominan la ciudad quedan revestidos de blancor, bajando mu­cho la temperatura. Un día vi en los patios de varias casas una capa de granizo de un pie de espesor. Es curioso anotar que la gente pobre recoge el producto de la granizada, y entonces hay helado en Bogotá, pero no procedente de ninguna de las fábricas de hielo.

Este tiempo de las tempestades de lluvia se prolonga hasta entrado el mes de mayo. En junio, julio y agosto, por lo común, hace buen tiempo; pero en esa época caen sobre Bogotá, espe­cialmente en junio y julio, los llamados páramos, lloviznas extre­madamente frías. Las densas masas de humedad que se elevan de los llanos son empuj adas sobre las cordilleras por los vientos del Este. Allí, con el frío reinante sobre las cumbres, esas ma­sas adquieren la suficiente condensación y peso y se convierten en finas precipitaciones en forma de chubascos. En septiembre

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debería iniciarse de nuevo el verdadero tiempo de lluvias; pero a menudo la época seca se continúa hasta el mismo mes de oc­tubre, de modo que la sabana aparece agostada y los ganados se debilitan y enflaquecen terriblemente a causa de la falta de agua. Mas en circunstancias normales el invierno, o estación lluviosa, llega en septiembre y dura los meses de octubre y no­viembre hasta principios de diciembre. Este último, así como enero y febrero, son los meses más bellos y claros de todos, pero sus mañanas son también las más frías del año. En diciembre la temperatura media es de 14° e; en febrero, de 16°. En estos meses el cielo brilla con un azul soberbio y de suma diafanidad. En el resto del año, la atmósfera experimenta las más variadas transformaciones, pues como Bogotá recibe además, traídos por el viento, los vapores que se levantan sobre las cálidas zonas del Magdalena, tan pronto densas nubes oscurecen una parte de la sabana como vuelve a aclararse el cielo, radiante y limpio.

De acuerdo con las dos estaciones del año, en la sabana se dan también dos cosechas. Se siembra a fines de febrero para recoger en julio; se vuelve a sembrar en septiembre y se cosecha nuevamente en enero. Si a esta riqueza natural de la sabana se agrega la circunstancia de que a la capital pueden ser traídos los productos, no solo de la zona templada, sino también de la tórrida de las vertientes de la cordillera que descienden hacia el Magdalena, lo mismo que de los cálidos valles de los afluentes del Orinoco, y ello en tiempo relativamente breve mediante el trans­porte a lomo de mulas, se comprenderá que el mercado de Bogotá es uno de los más ricos que puede poseer ciudad alguna del mun­do. Encontramos allí fresas silvestres y gruesos fresones, moras de zarza, una especie de cerezas salvajes, melocotones y ciruelas, manzanas, piñas, mangos, cocos, melones, sandías, pepinos, gra­nadas, granadillas (fruto sabrosísimo, que es lástima no tenga­mos en Europa), chirimoyas (con su rico perfume) . . . toda una

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larga serie de frutos de nombres enteramente exóticos * ; y ade­más, higos, naranjas abundantísimas, limones, dátiles, el rico aguacate (o "manteca vegetal", que recibe su nombre del francés Avocat), tomates, tamarindos, calabazas, y toda suerte de flores y plantas medicinales. y hay cebollas, ajo, col, coliflor, espárra­gos, nabos, zanahorias, remolachas, rábanos, chicorias, pimientos, lechuga, alcachofas, etc. Junto al trigo se vende maíz, estu­pendas papas y batatas, arracachas, yuca y maní o cacahué, ade­más de arroz, guisantes, alubias o fríjoles, lentejas, avena, caña de azúcar, cacao, café, tabaco, anís, linaza, lo mismo que man­tequilla, queso blanco y salado, huevos, grasa, cera, jabón. Está allí también a la venta la excelente carne de Zipaquirá, una enorme cantidad de aves, pescado seco del Magdalena y el pes­cado fresco llamado capitán, del río Funza, y que bien prepara­do resulta bastante sabroso. Se venden liebres y conej os; azúcar, panela, sal; y paños de fabricación campesina, y cintas de las clases más diversas, y pañuelos, sombreros de paja, velas de sebo en grandes cantidades, espejitos, juguetes para los niños indios. .. Y, en abigarrado desorden, vajilla, cordones, sacos, sandalias, correas. " El trato y el regateo se desenvuelven con gran viveza. El lenguaje de las vendedoras es aquí, como en otras partes, un tanto subido de tono. Mucha importancia tiene también el aguardiente que se bebe en las tabernitas vecinas.

El mercado se halla establecido bajo grandes cobertizos y está en bastante buen estado de limpieza, pero se echa en falta a los gallinazos, que se encargarían de acabar con todas las so­bras y desperdicios. Esos dignos representantes de la policía sanitaria en Suramérica, han sido casi eliminados en Bogotá por las pedradas de los traviesos muchachos, y la ciudad sufre

* Curubas, tunas, nísperos, mameyes, zapotes, anones, uchuvas, pa­payas, guanábanas, mortiños, guamas, guayabas, caimitos, madroños, hi­cacos, etc.

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de su ausencia. En general, faltan allí los pájaros; solo el pe­queño y pardo gorrión, tan confiado, puede verse por la ciudad.

Con este abundante mercado resulta fácil preparar una mesa verdaderamente buena; en efecto, en las casas de las familias acomodadas se come excelentemente. Deliciosos son en especial los postres, por la variedad de los frutos conservados, (dulces) y de los frutos frescos. Los muchos platos azucarados o golosi­nas que al principio resultan extraños al europeo, terminan sa­biendo muy bien, particularmente si se toma a continuación un vaso de agua fría, que a su vez halaga como exquisto comple­mento al paladar.

El desayuno lo toman los auténticos bogotanos entre las diez y las once. Consiste en la sopa habitual, bananos, arroz y un bistec, u otra clase de carne, acompañado de algún guiso de huevos. Para terminar, una taza de chocolate. La comida se sirve entre las cuatro y las cinco. A las ocho de la noche toman como refresco una taza de chocolate o también té, con pastas, bollos, etc., o con fruta. Ha desaparecido la vieja costumbre es­pañola de tomar todas las comidas temprano y echar la siesta después de la comida principal.

Como bebida hay que considerar en primer término el agua, que, afortunadamente, brota de una clara fuente del Monserrate y que los extranjeros, después de un breve período de aclimata­ción, pueden saborear con deleite. Sigue luego en importancia la cerveza, que elaboran varias cervecerías pertenecientes a socie­dades alemanas. El vino, en comparación, es carísimo. El vino español, el llamado catalán, es más barato, pero por su mucha agregación alcohólica resulta demasiado fuerte. Por lo demás, en Bogotá se toman muchos licores finos como aperitivos. Con mo­tivo de cualquier solemnidad, se saca el champaña, antonomasia de las bebidas nobles, y cada cual lo ingiere, aunque sea de mala calidad. El hombre sensato debería practicar en Bogotá la virtud

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de la más estricta templanza, pues se bebe más de lo que la sed reclama, y el alcohol constituye un amigo seductor y peligroso en medio de aquella eterna primavera, con la consiguiente debilita­ción que en sus fuerzas experimenta aquí el europeo.

La general carestía de la vida tiene por principal causa el mismo carácter de la ciudad. Bogotá no es propiamente un cen­tro comercial, por muchos comerciantes que en ella haya. Hasta finar los años ochenta la mayor parte de las mercancías se subían a la Sabana para enviarlas luego a los Estados del Norte y del Sur; hoy día, con muy buen acuerdo, las vías de trans­porte se han desplazado más hacia el valle del Magdalena, de donde reciben directamente sus productos los distintos Estados. Bogotá, pues, es en realidad una ciudad consumidora, que solo gasta y nada produce.

Como es natural, las clases pobres y las paupérrimas son las que sufren en mayor medida los elevados precios de los pro­ductos alimenticos y estimulantes, así como los del vestuario. Por tal razón el estado sanitario de Bogotá no es precisamente óptimo. Hay que anotar que los indios viven muy sobriamente y que la naturaleza suministra plátanos baratos, así como papas, yuca, arroz y maíz. Con las muchas privaciones por que esta gente pasa, con sus vestidos malos e insuficientes, pues falta la adecuada ropa de abrigo, y con la escasez de buenos aloja­mientos a semejante altitud, la alimentación resulta casi siem­pre incompleta -carencia casi absoluta de verduras, poquísima y mala carne, y en cambio mucho licor de maíz-, siendo ade­más excesivo el desgaste físico por el trabajo. Por último, como el aseo corporal es deficente, las enfermedades pueden fácil­mente hacer de las suyas en estas masas humanas hacinadas en cabañas miserables.

Muchas personas, precisamente de esa clase, padecen de tisis. Durante largo tiempo se puso en duda la existencia de la tu-

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berculosis en la Sabana, y supuestas luminarias de la ciencia médica negaron abiertamente que se diera allí dicha enferme­dad. Mediando ya los años ochenta, se produjo por pirmera vez un cambio radical en las opiniones al respecto. Por entonces llegó a Bogotá, llamado por el Gobierno, el veterinario francés V éricel, quien pudo descubrir en el mercado de la ciudad una gran cantidad de carne atacada por el "mal perlado". Se trataba de entrañas y pulmones, partes que consumen los pobres, de reses en su mayoría traídas de tierra caliente y que no habían conseguido adaptarse a las nuevas condiciones de vida en la fría y rigurosa Sabana. (El ganado, por otra parte, suele ser orde­ñado en exceso, se encuentra día y noche al aire libre en casi todos los casos y además se le obliga a trabajan mucho). Des­pués de lo dicho se hicieron detenidos exámenes microscópicos y el joven doctor Alberto Restrepo publicó sus exactas observa­ciones en el mismo sentido. Según estos investigadores, la trai­dora dolencia está incluso muy extendida, pero solo entre las clases más pobres; al parecer la mitad de las personas muertas en el hospital y pertenecientes a esas clases presentan lesiones y alteraciones tuberculosas más o menos graves. En cambio, gracias al clima de la altura, el curso de la enfermedad es más lento y latente, presentando síntomas poco acusados, y el doctor Restrepo cree poder asegurar que son pocas las personas cuya muerte tiene por causa directa la tisis.

En general será bueno que el extranjero no insista mucho en persuadirse de que vive en un clima de primavera eterna. Efectivamente, al principio es necesario hacer un gran esfuerzo para pasar de la mullida cama al aire sensiblemente frío, tan distinto del que se ha respirado en las regiones tórridas del país. El sol nos quema, es cierto, pero ya no nos acalora y abrasa. La opresión respiratoria que se suele notar durante los ocho pri­meros días, es cosa pasajera. Como el aire es de mayor ligereza que el que estamos acostumbrados a respirar, la presión atmos-

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férica es menor, consecuentemente, y hay que realizar más ins­piraciones para proveerse de la necesaria cantidad de oxígeno. Pero la calidad del aire, tan pronto muy seco como extrema­mente húmedo, los fuertes vientos y los aguaceros, y muy espe­cialmente la diferencia entre la temperatura a la sombra y al sol, diferencia que puede llegar a veces hasta los 15° e, todo ello aconseja prevenirse de enfriamientos. Los resfriados y catarros son frecuentes por las causas dichas, y las pulmonías se han llevado a la tumba a más de un vigoroso extranjero. El sobre­todo es en Bogotá imprescindible. Una estricta higiene es cosa siempre conveniente, pues el cuerpo, de modo especial en los que realizan trabajos intelectuales, se ve fácilmente atacado de una ligera anemia, perdiendo parte de sus resistencias normales. Pero hay un mal que nunca sobreviene en Bogotá: las fiebres; ni la fiebre amarilla ni la intermitente. Cuando se da algún caso, es que el germen se ha contraído en alguna región más cálida.

Por lo común, uno se adapta pronto a las condiciones de vida de Bogotá, como, por ejemplo, a la uniforme duración del día y de la noche, duración sujeta tan solo a imperceptibles va­riaciones. A las seis de la mañana amanece, a las seis de la tarde cae la oscuridad. En ambos crepúsculos la penumbra no pasa de un cuarto de hora, gran beneficio para el miope, que solo por la distribución de luz y sombra puede distinguir una serie de objetos y que en nuestros largos crepúsculos de las zonas templadas cree caminar entre borrosos espectros homé­ricos.

La figura externa de Colombia no ha dejado tampoco de modificarse en lo que va del siglo XX, pero los cambios fueron, no obstante, de escasa significación; si se los compara con las

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transformaciones acontecidas en Europa como consecuencia de la guerra mundial. Mas la pérdida del Departamento de Panar­má, incluída la Zona del Canal con las ciudades de Panamá y Cristóbal Colón, constituye para el país uno de sus más duros reveses. Todo el desarrollo de estaJ separación, determinada por los norteamericanos (y expuesta aquí en un capítulo posterior), infligió al sentimiento nacional colombiano una herida que se­guramente no ha de cicatrizar jamás. Más tarde, sin embargo, fueron dadas satisfacciones al Estado cuando el Presidente Wil­son en 1917, poco antes de la proclamación del derecho de auto­determinación de los pueblos, hubo de reconocer sin rodeos, en sesión pública del Congreso, la injusticia cometida por Roose­velt contra Colombia. Pero incluso el pago de 25 millones de dólares, efectuado en expiación de aquella injusticia, dio lugar a falsas interPretaciones, pues venía a apoyar la suposición de que en los Estados de Suramérica podían repararse con oro las ofensas inferidas al honor nacional. Hoy día, en lugar del dolor por la pérdida del istmo de Panamá, ha surgido lai serena y objetiva consideración de los hechos. En 1927 se restablecie­ron las relaciones diplomáticas con la vecina nueva república, creada bajo el influjo norteamericano. Si los colombianos con­templan la enorme obra de la construcción del Canal, cuya rea­lización hubiera estado por encima de sus propias fuerzas, y si miran cuál fue la conducta de los norteam'ricanos al imponerse desconsidaradamente en la Zona del Canal y sin reparar para nada en los derechos de lOSi otros, podrán experimentar incluso una sensación de alivio al haberse substraído a la acción directa de los nuevos conquistadores.

Otras modificaciones se produjeron también en la frontera oriental y meridional de Colombia. Controversias con Venezuela, de varios años de duración, con motivo de las fronteras entre ambos países en la región de los Llanos y en la del Golfo de Maracaibo, habían sido solucionadas transitoriamente el año 1891

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en virtud de un laudo de arbit'ramento del Rey de España. Cuando más tarde Colombia y Venezuela fueron poseídas pO?' la fiebre del petróleo, pareciendo que precisamente los territo­rios fronterizos encerraban riquezas petrolíferas, los conflictos amenazaron surgir de nuevo y en forma más exacerbada. En tal sazón los gobiernos de los dos países dieron prueba de gmn ma­durez política, volviendo oportunamente a la idea del a1'bitmje y sometiendo al fallo de Suiza los problemas todavía en litigio, Después de intercambiar los escritos jurídicos donde cada una de las partes, apoyándose en antiguos títulos y otorgamientos, fundaba sus respectivas aspiraciones, una Comisión suiza se personó en los lugares objeto del conflicto y fijó con carácter irrevocable las fronteras ent1'e ambas naciones. Estos trabajos obtuvieron fuerza legal por fallo del Consejo Federal de Suiza del 24 de marzo de 1922, allanando así unas diferencias que con el tiempo hubieran podido enturbiar seriamente las relacio­nes entre Colombia y Venezuela, Parecidas delimitaciones de fronteras tuvieron lugar después al Sur, con el Ecuador; ambos Estados pudieron llegar a un acuerdo sin que fuera necesaria la mediación de tercero o la substanciación de un procedimiento. Los buenos resultados de la experiencia en estas delimitaciones fronterizas hicieron prospera?' en Colombia el deseo de regular también mediante un tratado las cuestiones todavía pendientes con el Perú. Estas se referían a la frontera del Putumayo, una región de selva virgen perteneciente a las tierras del Amazonas, 11 que en el tiempo de la expoliación de los caucheros se hizo tristemente célebre por las crueldades allí registradas. Colom­bia, sin duda, poseía la más antigua opción a aquella zona, solo que la ocupación se habÚL iniciado desde el Sur, de sue1'te que el Perú podía invocar con cierto derecho su trabajo de colonización. Recientemente pudo verse lo difícil que resulta reivindicar de­rechos de soberanía allí donde se han pasado por alto las cir­cunstancias reales. Cuando, en consecuencia, Colombia renunció

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a una parte del Putumayo, dio, pues, una nueva prueba de prudencia política. Perú, por su parte, le cedió un acceso sufi­cientemente amplio al Amazonas, con lo que, sin duda, quedaron aseguradas posibilidades de desarrollo para un ulterior tráfico comercial de Colombia hacia el Brasil. El tratado internacional concluído con el Perú no fue dado a conocer, después de; largas negociaciones secretas, hasta el año 1928, pues los dos países procuraban no herir la susceptibilidad nacionan de sus ciudada,­nos. Gracias a una ciudadosa preparación de la opinión pública, no se produjeron incidentes en Colombia al revelarse la entrega de aquellos territorios del Putumayo. Esa rectificación de fron­teras suscitó, en cambio, la oposición de la República del Ecua­dor, que se sintió coartada y amenazada por el avance econó­mico del Perú. Cuando se conocieron las negociaciones antes mencionadas, Ecuador rompió sus relaciones con Colombia, y todavía no ha consentido en reanudarlas, pese a la buena dis­posición de la otra parte.

En la actualidad, Colombia tiene delimitadas todas sus fron­teras (excepto con el Brasil) por medio de tratados o en virtud de laudo arbitral. Esas fronteras son: al Norte, en lugar de Costa Rica, la República de Panamá con la zona norteamericana del Canal, al Este Venezuela, al Sureste Brasil, y al Sur Perú y Ecuador. Con todos estos vecinos desea Colombia vivir como hasta aquí, en duradera paz y amistad.

En cuanto a la estructura del país, con sus montañas, ríos y llanuras, así como con sus riquezas naturales, o en cuanto al clima, con las diversas regiones y la vegetación por ellas condi­cionada, las nuevas observaciones no han revelado nada que difiera señaladamente de las circunstancias antes descritas. Uni­camente la cuestión del petróleo mantiene a los colombianos en creciente tensión, si bien hasta ahora, como vimos en el via.je por el valle del Magdalena, solo en Barrancabermeja se ha encon-

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trado petróleo en grandes cantidades. Ahora bien, se da por geológicamente demostrado que en territorio colombiano aguar­dan todavÚL la explotación cuantiosas riquezas petrolíferas.

En la consideración general sobre la población de Colombia, El Dorado sostuvo, con muy conveniente franqueza, el criterio de que el número de los habitantes de pura raza blanca era mu­cho menor de lo que la estadística oficial y el prurito de los colombianos querían reconocer. Este sincero juicio es confirmado de continuo por los observadores imparciales. Tal aseveración, y esto hay que destacarlo especialmente, se halla muy lejos de todo menosprecio, pues la laboriosidad y la buena voluntad de la raza india no es lO! bastante apreciada -incluso por los pro'­pios colombianos-o El indio, si bien se halla embotado por una opresión de siglos, sería merecedor, sin duda, de que el Estado le otorgara una muy otra asistencia y atención y le ofreciera, al menos, una buena formación escolar. Entonces, de esta masa ignorante, oscura y apática podrían hacerse con el tiempo ciu­dadanos útiles y conscientes de sus deberes. y de esta clase de hombres nunca tiene bastante una joven república, un país en vías de pleno desarrollo.

La capital, Bogotá, no solo es la sede del Gobierno de Co­lombia y de las misiones extranjeras, sino que aspira a conver­tirse en un verdadero punto central de todo el país. N os produce continuo asombro considerar la tenaz fuerza de voluntad de los conquistadores que sobre la lejana altiplanicie, a la que todavÚL hoy no conduce una buena carretera, hicieron surgir una pobla­ción merecedora verdaderamente del nombre de capital. Es cier­to que muchas ciudades europeas de segundo orden superan a Bogotá, en el fondo bastante monótona, por lo que se refiere a la generosidad y amplitud de su trazado y en cuanto a las cons­t'l""ucciones. Y, sin embargo, allí se nota algo del carácter de una verdadera capital. N o es en los monumentos y otras cosas dignas

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de verse, ni tampoco en los progresos de los medios de comuni­cación, donde realmente se irradia ese espíritu de gran ciudad. Lo maravilloso es, en conjunto, la presencia de Bogotá soberbia­mente asentada en estas alturas, cerca del cielo, en la claridad de las montañas, por encimaj de los cálidos vapores del trópico. No en vano los fundadores la llamaron Santa Fe de Bogotá. En la "santa fe" de esta ciudad, tan rica en iglesias y tan fiel a la Iglesia, reside sin duda la explicación más entrañada del noble ensalzamiento de su ser.

Sin embargo, puede ser que sonría ante estas palabras el que, solo por corto tiempo, va a Bogotá para hacer algunas visi­tas o resolver algunos negocios, abandonando la ciudad con la misma prisa con que llegó a ella. Acaso en el aire polvoriento y neblinoso no se reconozca ya nada que esté en afinidad con el viejo espíritu de la disciplina eclesiástica. Pero allí templos y conventos se alzan en no disminuída multitud, y hoy día pre­pondera aun la Iglesia Católica con firme poder. Precisamente a causa de este rasgo esencial de Bogotá, que se substrae a una clara interpretación, resulta cosa secundaria la información so­bre el númerol exacto de habitantes (224 .000 en 1929), sobre la longitud de la red ferroviaria, la cifra de los automóviles, la de los grandes hoteles o la de los comercios. Los datos a este respec­to se alteran de un día para otro; bastará saber que Bogotá se desarrolla incesantemente como ciudad moderna, si bien en el terreno de la asistencia queda todavía mucho por hacer. Las iglesias antiguas, plazas y parques que antes se han descrito siguen constituyendo los puntos más notables y dignos de admi­ración; lo nuevo carece de carácter propio y puede pasarse por alto. En comparación con el pasado, ha experimentado particu­lar alteración el centro de la capital. Las casas de una o dos plantas se han ido reduciendo a los barrios extremos o han des­aparecido, y en su lugar se alzan hoy muchos soberbios edifi­cios comerciales y bancos. Los adelantos técnicos del cemento

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armado ayudaron en este aspecto a superar el miedo a los tem­blores de tierra; hace poco se ha terminado el primer edificio de siete pisos. Por desgracia, los inconvenientes de las calles estrechas se hacen ahora todavía más notorios, y así ningún edificio luce como fuera de desear.

El tráfico ha aumentado enormemente. Las bellas estam­pas de los iinetes, como también el acarreo a lomo, se han des­plazado del casco de la ciudad. Ya nO! se ve jamás una silla de manos. El automóvil se ha adueñado sin miramientos de las an­gostas vías de la ciudad y constituye la amenaza del peatón. De que los pueblos jóvenes siguen siendo amigos de la bulla, da fe el incesante resonar de las bocinas. EL cochero que antes recla­maba paso de continuo con su campanilla de dos tonos, va cedien­do paulatinamente ante los medios de transporte más rápidos. Una mina de ganancias son los tranvías urbanos, que marchan atestados desde primera hora hasta muy tarde, pues el colom­biano no es amigo de ir a pie. Los últimos vehículos tirados por mulas, hace ya cinco años que caducaron en su servicio ante la tracción eléctrica. Las cuatro estaciones de la ciudad, no muy grandes pero bastante bonitas, dan a Bogotá un aire de superior importancia en comparación con las capitales de los Departa­mentos.

Quien llega por primera vez a Bogotá se interesa, como es natural, por las posibilidades de alojamiento. Si bien los hospe­dajes son caros, lo mismo que en toda Suramérica y en Norte­américa. puede afirmarse en justicia que tanto la alimentación como el servicio son muy buenos en los mejores hoteles de Bo­gotá, muchos de los cuales están dirigidos por extranjeros. Las comidas suelen ser excelentes y nutritivas. Solo el abastecimiento de agua 'de la ciudad deja bastante que desear, por lo cual son pocas las habitaciones que disponen de baño.

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También en interés de los viajeros, es necesario hablar aquí de la asistencia sanitaria en general. Toda vez que la población india no tiene noción de la limpieza y aseo, ciertas enfermedades son en Bogotá, por desgracia, epidémicas. Pero las autoridades hacen todo lo posible por lograr su desaparición, y rarísima­mente el extranjero se ve atacado de viruela, escarlatina o dif­teria. Otra cosa, lamentablemente, acontece con el tifus, que se extiende con tanta facilidad. Mientras los colombianos tienen una cierta inmunidad, siendo raros los casos de muerte por esa dolencia, los de fuera la sufren más frecuentemente y año por año se producen víctimas de la misma, pues, luego de superados los primeros peligros, el corazón no suele disponer de la resis­tencia necesaria. A menos que a todo extranjero establecido en Bogotá se le recomendara encarecidamente hacerse vacunar con­tra el tifus.

Bogotá haría, seguramente, otra impresión si se pudiera remediar la inaudita escasez de agua de que, desde años, sufre la ciudad. Durante los secos meses de verano, la vida resulta aquí muy dura, pues cada golpe de viento levanta por las calles grandes nubes de polvo.

Ahora se ha abierto camino, por fin, la convicción de. que a toda costa debe de proveerse de agua a la ciudad, y se están ensayando varios proyectos de gran envergadura. Pero, su rea­lización habrá de durar todavía años y supondrá la inversión de fuertes sumas. Por esta razón vuelve a surgir continuamente el plan de convertir a Bogotá en un distrito nacional según el modelo de Washington. De ese modo la ciudad dispondría en adelante de superiores medios económicos para su embelleci­miento y me.ioras sanitarias. Por desgracia, los representantes parlamentarios del resto del país muestran poca comprensión para ese proyecto, el cual, pese a sus ventajas, ya probadas en otras repúblicas americanas, habrá de ver pasar aún mucho

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tiempo hasta su verificación. Pero entretanto, y a pesar de todo, en Bogotá se puede vivir agradablemente. Muchos extranjeros se identifican pronto con la ciudad, su vida y sus avances, y terminan por entregarle su afecto más cordial.

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4. - VIDA y TRAJINES EN BOGOTA

La vida social está determinada en Bogotá por las castas dominantes, que se fundan en parte en diferencias raciales, y en parte también en el disfrute de poderíos y patrimonios. Los blancos y los que quisieran serlo, así como los mestizos, ocupan las altas posiciones sociales y todos los altos cargos. Solo excep­cionalmente han conseguido llegar algunos indios hasta las supe­riores dignidades de la política, y ello por medio de una extrema­da astucia, gobernando así el territorio que se les confiara. Ejemplo de ello fue el antiguo Presidente de Cundinamarca, co­nocido de todos por "el indio Aldana", y un Vicepresidente de la República, el General Payán, a quien, también con menguado respeto, se llamaba "el indio Payán". Por otra parte, el patri­monio sirve para dar prestigio a cualquiera. Aunque la respec­tiva fortuna no haya sido allegada de manera enteramente ho­nesta, el feliz potentado no es evitado por la sociedad, sino que adquiere la fama de hombre hábil de hombre vivo.

La clase superior se compone de la aristocracia del dinero y de los latifundistas, que viven en la ciudad de sus rentas, diri­giendo el cultivo de sus campos por medio de administradores (mayordomos). Solo actualmente se ha remediado en parte esta deficiencia. A la mencionada clase pertenecen también los altos funcionarios, los muchos advenedizos de la política, y también algunos funcionarios de menor categoría que prefieren comer

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mal a perder algo de su posición. Viene luego la nobleza consti­tuída por quienes viven de las llamadas profesiones liberales, como médicos, abogados, profesores, etc. Y por último, los mu­chos que llegaron a adquirir un capital de importancia en los distintos Estados de la República y han ido a establecerse a la capital por dar a sus hijos una mejor educación o con el fin de pasar allí el resto de sus días tranquila y felizmente. Bogotá es realmente para la mayor parte de los colombianos, a quienes faltan puntos de comparación, el verdadero El Dorado, la más atractiva de todas las ciudades de la tierra.

El tono predominante en la repetida clase es el lujo. Por insignificantes que muchas casas parezcan exteriormente, su in­terior se distingue por la comodidad y hasta por la pompa de la instalación. Construídas según el modelo de las villas romanas, las estancias principales de la mansión se agrupan en torno a un gran patio. En éste se ha dispuesto, casi sin excepción, un magnífico jardín donde brotan flores durante todo el año y en el que se alzan estatuas y cantan por doquier plácidas y seduc­toras fontanas. A la derecha del amplio corredor por el que se llega al patio, está, por lo común, la sala de recibir, o el salón, que da a la calle. A dicha pieza siguen las demás habitaciones; éstas tienen de ordinario puertas, en lugar de ventanas, hacia el patio, pero no dan directamente al mismo, sino que desembo­can primero en una especie de vestíbulo para pasearse. Al fondo del patio cuadrangular está el comedor, lindamente decorado. Como detrás hay todavía un segundo patio, el comedor suele recibir luz por ambos lados. En torno de este otro patio se agrupan, las cocinas y construcciones anejas. En casas de pro­fundidad aun mayor, existe un tercer patio con establos, corra­les, o huerta, o bien un pedazo de terreno con yerba como lugar de juego para los niños.

En el salón se ven los ya conocidos y pesados muebles tapi­zados de damasco, y lo adornan altos espejos, no faltando nunca

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el piano. Quien calcule los gastos de traslado de esos enormes espejos subidos a cuestas desde Honda, considerando además la fragilidad de la carga, se asombrará necesariamente ante tal despliegue de suntuosidad. Preciosos cortinajes atenúan la luz de la estancia, y ricas alfombras amortiguan los pasos, una grandísima lámpara de vidrios pende del techo. No nos equi­vocamos, sin duda, al afirmar que la mayoría de estos salones bogotanos superan en riqueza a los nuestros. Solo una cosa ates­tigua aquí el estado de retraso en relación con nuestra cultura: es raro ver en las paredes de estos salones cuadros o grabados realmente buenos, los que dan casi siempre la medida de la altura espiritual del dueño de casa. Con frecuencia las paredes apare­cen desnudas, o adornadas con esas cromolitografías de tan esca­so valor artístico. Mayor es también la abundancia de figurillas sin valor que la de verdaderos objetos de arte.

En ocasiones festivas o solemnes se ostenta un lujo y mag­nificencia que en nada tiene que envidiar a las casas principales de París. Me acuerdo a este propósito del un baile de bodas en la mansión de la familia Santa María de Mier, donde hicieron acto de presencia, con toda la aristocracia de la ciudad, las en­cantadoras bogotanas, ataviadas con los más selectos y modernos trajes de baile, y los caballeros, todos de frac. El arreglo de la casa, embellecida por un sin fin de las más aromáticas flores, era verdaderamente magnífico, pese a las proporciones relativa­mente reducidas de las salas, si se tiene en cuenta que asistían más de doscientas personas; entre ellas se encontraba el Presi­dente de la República. El valor de los regalos de boda que se hallaban expuestos en tal ocasión era muy grande, pues ascendía, según cálculos de los expertos a unos 12.000 dólares (en espe­dal brillantes y otras joyas). Por lo común, también son muy suntuosas las reuniones en el Palacio Presidencial. En contraste con la parte exterior de este edificio, de traza poco monumental, los interiores pueden calificarse de preciosos, con su Salón Azul

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y su Salón Amarillo, así como la galería de retratos de los héroes de la Independencia, si bien el conjunto aparece españo­lamente recargado.

Tales fiestas son, en todo caso, pequeños acontecimientos y se comentan vivazmente en la prensa. El bogotano, tan amigo de fiestas y diversiones, nO es de los que gustan de la ocultación, y prefiere para sus cosas todo el posible boato.

En los CÍrculos sociales de Bogotá hay dos tipos que atraen nuestra atención: el cachaco y el pepito. El primero de ellos, ya casi extinguido, representaba el elemento juvenil y soltero, libre, alegre y despreocupado, y lleno de gracia chispeante, pues el bogotano se caracteriza por sus buenas salidas y su pronto humor de verdadero esprit francés, emparejado a la sal andaluza. El cachaco encarnaba el risueño y espontáneo gozo de vivir, la cons­tante disposición a la broma y a la chanza, pero todo ello unido a una fina discreción y lleno de dignidad. En cambio, el pepito es el pisaverde de capital, aburrido de todas las cosas, sentimen­tal e infatuado, que solo en la moda y en el lujo refinado es capaz de hallar alguna diversión, y que huele de continuo a perfumes. El pobre, triste "joven viejo".

A causa de la falta de recreos públicos, la vida social se desarolla tanto más en los salones particulares, y así tienen lugar muchas veladas y tertulias. Estas fiestas, en las que surgen de continuo nuevas estrellas sobre el poético cielo de la hermosura juvenil, señalan toda la extensa gama hasta la sencilla diversión a base de baile, donde enamoradizos estudiantes y amables mu­chachas se hacen la corte y donde, en lugar de rico vino, se beben innumerables copas de brand y o coñac a la salud y felicidad de todas las personas y por todos los acontecimientos imaginables. No hay que olvidar las amenas reuniones que se celebran en honor de los diputados -o sea, para granjearse a los diputados-, y en las que la comida y el vino desempeñan ya un papel de

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importancia, o las primeras recepciones que ofrece una familia de procedencia campesina, deseosa de lanzarse a la vida social. Por desgracia, en estas fiestas suelen bailarse casi exclusivamen­te danzas foráneas, relegándose cada vez más el tan gentil pa­sillo. Si las parej as supieran lo graciosamente que se mecen al compás de esa danza nacional ...

Otras reuniones sociales son escasas, y constituyó un acon­tecimiento cuando yo di mis conferencias públicas, sobre temas históricos y filosóficos, en el Aula de la Universidad, un enorme salón con tribunas, cuya decoración se distinguía por su buen gusto. A las conferencias asistían también damas, que de ese modo distraían algo su monótona existencia y que, también. al tiempo de retornar a casa y liberadas ya de la impresión de mis exposiciones científicas, podían permitirse algunos minutos de conversación con sus admiradores. Esto duró hasta que un ecle­siástico del templo de San Carlos se sintió inclinado a prevenir desde el púlpito, de la asistencia a tales disertaciones.

Son también raros los conciertos públicos, excepción hecha de los que dan las dos bandas militares, pues se ha carecido de una buena orquesta. Cierto que no faltaban algunas pianistas notables, pero era cosa fuera de regla escuchar música clásica verdaderamente buena en alguna casa particular, y yo agradecí sinceramente cada vez que se me ofreció un placer de tal género por parte de ciertas familias. Mucho más frecuente era, en cam­bio, el martirio de escuchar el desconsiderado aporreo de piezas de ejecución realmente difícil. Hasta las interpretaciones que salían del abominable organillo de un italiano que vino a dar en las alturas de Bogotá, merecían allí arriba el honor de ser pre­sentadas como música, y cuando un día apareció por Bogotá uno de esos tipos célebres que tocan a la vez diversos instrumentos, se veía siempre rodeado de un apretado auditorio, no solo cons­tituído por la propicia juventud, sino por toda clase de gentes,

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con lo que hacía pingüe negocio. Precisamente por esta causa, el pobre tuvo un funesto fin, pues su acompañante lo asesinó y se dio a la fuga con todo el dinero reunido.

Por aquel entonces, no obstante, Bogotá contaba ya con un teatro. Por cierto, que el interior del mismo parecía horrible­mente peligroso en caso de un incendio, por lo difícil de sus salidas. Hay que anotar que a aquellas alturas andinas contadas veces llegaban buenos conj untos, y lo más frecuentes era encon­trarse con voces de ópera ya cascadas y con desechos de naufra­gio. Por tal motivo, y dadas las exigencias, verdaderamente elevadas, del público, la afluencia de éste era siempre escasa, más aun cuando, en época de lluvia, los rebosantes arroyos de las calles hacían difícil e incómodo el retorno a casa por la noche. Pero cuando el teatro estaba bastante lleno, uno podía sentirse transportado a una gran ciudad. Los caballeros, de negro, vigilan desde el patio de butacas los palcos y galerías donde resplancede la hermosura de las damas, con sus mejores atavíos, realzados por la gracia que les es natural. En el aspecto teatral se ha mejorado ahora gracias al nuevo coliseo recientemente cons­truído.

Cada año por el mes dediciembl'e, se recreaba todo el mun­dQ con la contemplaci6n de un original espectáculo. En alguna gran sala de la ciudad se exponía el llamado pesebre. Este repre­senta propiamente el lugar del nacimiento de Cristo como podría mostrarse en un teatrillo de feria. En primer término aparecían en la escena toda clase defiguras automáticas, o bien se ofrecía al fondo una pequeña embocadura de teatro de títeres. Los co­mediantes que allí intervenían eran en su mayor parte gentes del pueblo. Todo cuanto de chiste y humor palpita en las exten­sas capas populares de Bogotá se hacia patente en las represen­taciones. Todos los acaecimientos cotidianos salían allí a relucir en forma cómico-satírica, lo mismo el congreso que las altas

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personalidades, y también tipos extranjeros; el inglés, como es natural. Era como un gran espejo que ponían ante el rostro del pueblo sus propios y sencillos Aristófanes.

Otro entretenimiento se ofrecía al público durante la revo­lución de 1885: la lidia de toros bravos en la plaza de San Vic­torino, convenientemente cerradas sus bocacalles. De treinta a cuarenta colombianos a caballo caracoleaban y corrían por aque­lla arena. Objeto de la corrida era un torete que los jinetes acosa­ban de un lado para otro. De lidia no podía hablarse. Cuando el animal estaba fatigado, se le sacaba de allí. Pero era divertido verle saltar, y a veces algún lidiador demasiado "valiente" recibía unas cuantas acometidas. En tal ocasión se veían, por cierto, caballos muy hermosos. La equitación es un deporte de las clases elevadas. Con motivo de una cabalgata que se hizo en el año 1883, tuve ocasión de admirar unos cientos de ejemplares mag­níficos, bien montados y bien presentados.

En general el extranjero goza en Bogotá de una excelente acogida, y se le trata del modo más servicial si es que él sabe estimar la confianza otorgada y corresponder amablemente a las versonas. Ello hay que atribuírlo en parte a la circunstancia de (lUe los extranjeros no son numerosos en Bogotá. Por la mitad de IOfl años ochenta, su cifra no pasaba, sin duda, de los doscientos. Alemania estaba representada por comerciantes e investigado­rE'S; Francia, por una muy unida y densa colonia de gente dedi­cada al comercio por mayor o menor, peluqueros, confiteros, hote­leros. .. y también algunos aventureros auténticos; Italia, por arquitectos, modelistas, comerciantes, estañadores y zapateros remendones; Suiza tenía solo dos o tres súbditos en el país.

A su llegada, el extranjero recibe la visita de las personas que desean tener trato con él. La mayor o menor rapidez con que devuelve la visita, da la medida de la confianza concedida a la relación que se acaba de establecer. El forastero comienza por

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hacer sus visitas, y ello solo los domingos por la tarde, entre la una y las tres. Esto constituye un tormento para la persona ne­cesitada de descanso, y yo me substraje lo antes posible a tal compromiso, aun a riesgo de que se me atribuyeran tendencias de misántropo. Estas visitas, por otro lado, no aprovechan en nada al espíritu y son demasiado formulistas y rígidas de habla del tiempo y siempre hay que responder a las mismas preguntas: "¿ Se encuentra a gusto en Bogotá?" "¿ Tiene usted noticias de su familia?", etc. Si se ha establecido algo más de conifanza, se inquiere: "¿ Cuántos son ustedes en la familia?" Cuando se tiene In impresión de que las visitas no resultan desagradables en una casa, se las repite con mayor frecuencia, y entonces, como testi-

. monio de confianza, se recibe la invitación para tomar por la tarde el refresco, al que sigue una horita de charla.

La conversación no tiene desde el primer instante nada del carácter que corresponde a una gran ciudad, y se evidencia en seguida el descuido en la instrucción de la mujer cuando la hija de la casa se decide a intervenir en vez de dejar que lo haga su omnisciente mamá. Bogotá, por ello, resulta pronto aburrida a más de un extranjero, en particular si es que no quiere some­terse a la tiranía de las ceremonias sociales o si no le divierte introducirse más de lleno en la vida de las clases elevadas.

El capítulo más importante de las conversaciones lo consti­tuyen, como en tantos otros sitios del mundo, las peticiones de mano y las bodas, y a menudo también los escándalos, intrigas y chismes, en lo que no se suele rendir excesivo tributo a la verdad. Por descontado, la afición a los escándalos tiene mucho donde cebarse en medio de una gran ciudad en la que, como en Bogotá, lo más culminante de la sociedad tiene frecuentemente algo de cínico. Tanto más supe yo apreciar la fortuna de ser introducido en algunas familias principales donde todo se halla­ba rodeado de una noble atmósfera espiritual, familias que hon-

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rarían altamente a cualquier pueblo y a cualquier nación y que a mí personalmente me place tomar como dechado. Aparte de esto, me resultó ameno y aleccionador el trato de los diferentes representantes diplomáticos, pues casi todos los grandes Estados europeos, al igual que las repúblicas hispanoamericanas, tienen sus l'espectivas misiones en Bogotá. Si bien esos señores, al igual que los profesores universitarios, se critican "amistosamente" unos a otros o se dedican improperios, con ellos puede hablarse con libertad del país y de la gente, y completar y elaborar las impresiones propias.

Estos intercambios de opiniones tienen un valor tanto más benéfico por cuanto el colombiano, con razón, no tolera que el extraño se inmiscuya en sus asuntos internos, de modo especial en los políticos, y en ese particular precisamente encuentra uno un peligroso escollo. Toda reunión de hombres se mueve siempre, en más de sus tres cuartas partes, en el terreno de la política actual. El extranjero que día a día escucha el comentario con­tinuo de este tema, se siente fácilmente atraído por la "conver­sación" y empujado a participar apasionadamente en ella. Todas las precauciones son pocas a este respecto, y uno debería abs­tenerse de meter baza en el enjuiciamiento de los negocios del país.

El hecho de que una parte principal de la vida pública se va aquí en política y polémica está ya atestiguado por la gran cantidad de carteles que tapizan todas las esquinas. Su lectura no era muy agradable, que digamos, para el extranjero, pues, con la absoluta libertad de prensa por entonces reinante, se insertaban en aquellos afiches hartas calumnias anónimas, y hasta se presentaban en gruesos caracteres cosas tocantes a de­terminados dictámenes médicos y cuyo secreto hubiera corres­pondido a la más elemental discreción. Un ciudadano propicio al enfado o un extranjero de malas pulgas tenía motivo suficiente

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para llenarse de indignación a la vista de semejantes carteles. Alguien que simplemente se había limitado a cumplir con su deber, era felicitado allí en medio de los más excesivos vocablos. Igualmente se presentaban telegramas exagerados de, por ejem­plo, una empresa de ferrocarriles. "Antes de acabar el presente año, estará listo el ferrocarril de la Sabana", se escribía el 1 Q de octubre de 1882, promesa que solo un decenio más tarde llegaría a cumplirse. Los curiosos no faltaban nunca, por cierto, ante dichos carteles en los tiempos de agitación. Después de cierta práctica, una sola ojeada nos bastaba para enterarnos de la tras­cendencia del caso.

El sexo fuerte, atento siempre a la política y a todo lo nue­vo, se congrega a la tarde, entre las cinco y las seis, después de la comida. El lugar de cita es alguna tienda o comercio, o bien el Altozano, la gran terraza que se extiende delante de la cate­dral. y se comentan todas las novedades del día de la manera más exaltada, pero también más despierta e ingeniosa. Cuando hay revolución, allí es donde se ponen a circular los más pere­grinos rumores y bulos, y donde cualquier hecho de importancia mínima se configura como una verdadera acción de Estado. El político y el intrigante se encuentran allí en su elemento; en democrática libertad, pero sin respeto alguno para las más pres­tigiosas personalidades, se le endosa algo a cada cual. Aquello es una auténtica ágora. Por tal razón, el hombre de Bogotá no rinde precisamente mucho como ciudadano en medio de tan demoledora crítica, y las fuerzas dominantes, las fuerzas impulsoras proce­den harto frecuentemente de las provincias. En tales negocios no consiguen alterar cosa alguna su susceptibilidad en cuestiones de honor, ni su acusado individualismo ni siquiera su vanidad. Sería mejor, acaso, que tomara algo más en serio, de cuando en cuando, sus propias incumbencias y deberes. Aquí es textualmen­te cierto que la política corrompe el carácter. Ella es quien im­planta aquella vacuidad y aquel vicio de la fraseología que sientan

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tan desagradablemente al que llega de fuera. Así, por ejemplo, me decía una vez un partidario de la incineraciÓnl de los cadá­veres que ésta era "su sueño dorado". Pero, en general, el bogo­tano de la buena sociedad es leal y altruísta y, sobre todo, buen amigo.

Una clase merecedora de toda simpatía constituyen en Bo­gotá los artesanos. Liberales en su mayoría y accesibles a las ideas nuevas, deseosos de ilustración y buscándola en todas par­tes, hasta en las cosas que les son muy lejanas, y creyentes como en un evangelio en principios aceptados resueltamente y de una vez, los artesanos se dan cuenta de su fuerza. Son inteligentes y diestros y están poseídos de un gran espíritu de emulación. Por desgracia, se ha empezado a querer levantar varias industrias mediante exagerados aranceles proteccionistas, pero de ese modo solo se ha conseguido entorpecerlas, arrebatándoles su concien­cia de clase, muy elevada en virtud de la competencia. Además, los artesanos fueron también muy mimados y estropeados, y ello con intención precisa, por los desalmados políticos de los años últimos, de modo que se aplicaron mucho más a la política que al estricto y concienzudo trabajo.

En el punto más bajo de la escala social se halla la gente del pueblo, utilizada la palabra pueblo por los bogotanos en el sen­tido de plebe, o sea los indios "civilizados". Ellos son los que con el trabajo de sus manos cultivan la tierra; ellos son los mediado­res del tráfico económico, pero también las bestias de carga de las clases superiores; ellos son quienes han de apechar con los desempeños más bajos. Las mujeres tienen igual parte en sus esfuerzos, y hasta en algunos lugares trabajan más duramente que los hombres. Estos, en cambio, sirven de carne de cañón en las guerras civiles. Es una masa obtusa y amodorrada, no falta de dotes naturales, pero que, mantenida por los españoles bajo total opresión, ha dormitado durante siglos enteros, y que, a

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causa de los modernos exploradores, de los latifundistas y los políticos, no ha llegado todavía, en modo alguno, al disfrute de un destino mejor. Pese al carácter relativamente bondadoso de estas gentes, que no conocen funcionario alguno del estado civil, las peleas son en Bogotá, si no frecuentes, por lo menos no raras, en particular si la chicha, ingerida en demasía, ha llegado a embrutecer las cabezas. A esta clase le dedicaremos todavía un estudio más detenido, después de describir nuestras correrías por el país y luego de haber analizado su historia.

Especialmente simpático es entre los tipos de la clase baja el gamín o chino de Bogotá, que se alimenta y se hace grande lo mismo que los lirios del campo. El gamín bogotano trabaja pri­mero de limpiabotas; luego, de vendedor de periódicos, de man­dadero, y finalmente es soldado. Sumamente vivo y desenvuelto, de gran astucia e inteligencia, constituiría un magnífico material pedagógico si se cuidaran de educarlo, pues él conoce bien el valor de la instrucción. Es raro el muchacho de esos que no sepa leer y al que no se vea hacerlo cuando le queda un rato libre. Si así no fuera, los otros se reirían de él, y tiene que aprender por sí solo ese arte. Ordinariamente es "liberal", sin compren­der, como es lógico, lo que esa denominación de partido encierra en sí, pero sintiendo que tal grupo ideológico cuide con mejor voluntad de su suerte y su educación. En las revoluciones el gamín pasa casi siempre a formar parte de la tropa. Yo vi una vez un batallón entero de estos pobres chicos y chicuelos, entre los once y los diecisiete años, desfilando bajo la carga de su pesado armamento. En el ataque despliegan la más extraordi­naria bravura, y con un batallón semejante no es raro que se tomen al asalto importantes posiciones, en las que más de uno es alcanzado por el plomo en su aguerrido avance despreciador de la muerte.

Como ejemplo de la prontitud y gracia del ingenio de los gamines, van aquí algunas pequeñas muestras:

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Un señor de enorme estatura, con no menos enormes pies, se hace limpiar los zapatos y, después de servido, va a entregar el acostumbrado óbolo de un medio, o sea 25 rappen. El gamín contempla largamente la moneda, y el señor pregunta impacien­te: -¿"No está bien?, ¿no cuesta un cuartillo (12 y1f2 rappen) por pie?" El gamín responde: -"Sí, por pie, pero el suyo hace un metro".

Los voceadores de los diarios llenan las calles, al salir una edición, con fuerte griterío: j "La Reforma! j Acaba de salir este periódico noticioso! j No vale sino cinco centavos el ejemplar! j Contiene! ... " y sigue la enumeración de los artículos y noti­cias principales. Como mis conferencias públicas aparecían rese­ñadas en algunas de esas hojas, su título era gritado también por los pequeños vendedores. Pero mi nombre les creaba dificul­tades, que ellos, con rápida resolución, sabían salvar. Imitando con una mano el girar de una reueda, pregonaban: "j Conferen­cias del Profesor Rrrr ... !"

Durante una revolución, se dio en Bogotá la orden, que los militares hacían cumplir estrictamente, de disolver en la calle todo grupo de tres o más personas. Al aparecer de pronto el extraordinariamente obeso don Salomón X, gritaban los ga­mines: -"j Disuélvase el grupo!"

A pesar de lo revuelto de la situación social, la policía estaba muy exiguamente representada en Bogotá; la guarnición era la que cubría el servicio de seguridad y vigilancia. En 1884, con motivo de unas elecciones, se formó un gran cuerpo de policía que se presentaba, de la manera más curiosa, con unos unifor­mes de dril en blanco y negro, cuerpo que dejó de existir muy pronto. Hoy día existe en Bogotá una gendarmería conveniente­mente organizada. Para el servicio de investigación se utilizaba, no obstante, a la policía. Los agentes de seguridad, en traje de

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paisano, iban armados de fusiles de avancarga, especie de tra­bucos, que ellos llevaban con el cañón hacia abajo. En las deten­ciones de importancia intervenían, con toda pompa, los miem­bros del ejército, que colocaban en medio a la persona arrestada. Los penados o presidiarios, vestidos de gris, se empleaban en trabajos en las calles, arrancando malas yerbas en las plazas o como obreros de la construcción. Su custodia estaba encomen­dada a los soldados, pobres indios, que de buena gana confrater­nizaban con ellos. Y ¿ cómo iba a ser de otra forma?; todos los presos, casi sin excepción, pertenecían a la más baja plebe, en tanto que la "mejor" sociedad apenas si llegaba alguna vez al contacto inmediato con la justicia penal. Solo en las épocas más revueltas se han utilizado presos políticos para barrer las calles.

De cuando en cuando, los presos ofrecían a los transeúntes pequeños objetos, como tallas en madera, trabajados por ellos mismos. A veces se les permitía entrar en una taberna y tomar a toda prisa un trago de chicha. Después de oscurecido, se les llevaba entre dos filas de soldados con bayoneta calada, y así pasaban lentamente, en desfile ruidosísimo y regocijado, camino del Panóptico a través de la ciudad. j Qué modo de charlar, de fumar, qué de gritos y denuestos! Si no fuera por la presencia de los soldados, apenas si habría podido saberse que se trataba de un grupo de presos. Posteriormente se controlaron ya más aquellos excesos. Pero entonces se hallaba todavía en sus co­mienzos la reforma penitenciaria. La prisión era más bien un lugar donde los indios pasaban la vida sin trabajar demasiado. Muchas gentes compasivas, fuera de esto, mejoraban la suerte de aquellos pobres diablos, que de ordinario recibían duros cas­tigos mientras algún pícaro redomado se escapaba sin escar­miento. Ni enmendados, ni tampoco empeorados, eran puestos en libertad. Las evasiones se producían de cuando en cuando. Los delincuentes peligrosos eran vigilados severamente.

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¿ Cuál era, en líneas generales, el estado de la delincuencia? El homicidio es cosa bastante frecuente entre las clases infe­riores, pues la vida no tiene el mismo valor que entre nosotros; solo que, es necesario anotarlo, el homicidio se comete sobre todo en situaciones de exaltación afectiva o en estado de ebriedad. Los delitos con propósito de lucro, los asesinatos por robo, eran raros por los años ochenta, tan raros que el caso de una señora joven residente en las afueras de la ciudad en Los Alisos, y que fue muerta por su sobrino el año 1879, resultó algo verdaderamente sensacional y seguido por todos como un hecho de excepcional maldad, constituyendo por mucho tiempo objeto obligado de las conversaciones. La penalidad máxima que entonces podía imponer un tribunal de justicia eran diez años de presidio. La pena de muerte se hallaba abolida. De este extremo vino a darse en el contrario después de la revolución de 1885, al aumentar el nú­mero de delitos como consecuencia del estado de desmoralización. Entonces, como concesión al partido clerical, volvió a introdu­cirse la pena máxima; el verdugo volvió a ejercer su cometido en Colombia. Pronto vino a demostrarse nuevamente en este país, y ae modo muy marcado, la falta de sentido de la teoría del escarmiento. Pese a la horca y al fusilamiento, la cifra de los delitos graves creció en notable proporción, lo que prueba que en la criminalidad deciden otras circunstancias, ante todo la pobreza y la miseria. Mucho más adecuada que la implantación de la pena capital sería una reforma radical de la justicia, pues la situación deja mucho que desear a este respecto. Los procedi­mientos son lentísimos y costosos, y la imparcialidad, sobre todo en las instancias inferiores, presenta notables deficiencias.

La descripción de la vida social en Bogotá hemos de cerrar­la, ¿ como no?, con una referencia a los cementerios, donde todo lo terrenal halla su fin. Bogotá posee tres necrópolis: una protes­tante, en la cual los muertos reciben sepultura en tierra, y dos católicas. El cementerio principal está constituído por un edificio

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circular, de 340 metros de periferia y un diámetro de 113 me­tros, en cuya parte sur se alza una capilla. A ésta va a parar una ancha calle bordeada de árboles, flores y magníficos monu­mentos funerarios. En el muro del edificio citado hay mil tres­cientos cincuenta nichos para adultos y cuatrocientos para niños, distribuidos por lo general en hileras de cuatro o cinco nichos uno sobre el otro. Estos tienen una forma parecida a la boca de un horno, pero son tan estrechos que corresponden solo al tama­ño del ataúd. A unos cincuenta pasos de ese edificio principal se eleva una curiosísima construcción de ladrillo, a la que lleva una ancha y alta escalinata, y donde hay trescientos cincuenta nichos más, destinados a los pobres. Los bogotanos de las clases educadas practican un culto, verdaderamente noble, a los muer­tos. Los nichos aparecen casi siempre adornados con flores y coronas. El Día de Todos los Santos, Bogotá entero acude a los cementerios a rogar por los difuntos y a oír las misas que se dicen en sus tumbas. Ocurría también a veces ver por la calle a un grupo de gente pobre que llevaba en hombros a su difunto, atado simplemente a una tabla, así que cualquier transeunte podía ver el cadáver, envuelto en un vestido lo posiblemente bueno o a veces en una sencilla mortaja blanca. Los indios forman un cortejo que desfila generalmente con mucha rapidez y sin tristeza visible, pues consideran la muerte como una redención que abre las puertas del Paraíso. Sobre todo cuando, el muerto es un niño ya bautizado, más bien reina la alegría que el duelo, pues el dulce angelito goza ya de felicidad en la gloria sin haber gustado las penalidades de la tierra.

Los entierros de los ricos son muy pomposos. Después de la misa de difuntos en la iglesia, el magnífico féretro es trans­portarlo en el rico coche mortuorio, encristalado y tirado por un tronco de caballos. El costo de tales entierros se eleva hasta varios miles de francos, y el lamentable lujo que rodea la cere­monia es cosa aquí tan obligada, que las familias de pocos

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recursos pero que aspiran a conservar el llamado rango de clase, han de mirar con espanto los gastos del sepelio. En verdad, j qué fea deformación del verdadero dolor! Las solemnidades fúnebres de carácter público devoran sumas aun más grandes. Así, por ejemplo, las honras fúnebres de mi antecesor en el cargo, el librepensador Rojas Garrido, gran tribuno del pueblo, muerto un año después de mi nombramiento para la Universidad, cos­taron al Estado la cantidad de 6.600 pesos, o sea 33.000 francos. Los restos mortales de esos hombres públicos inhumables por cuenta del erario se exponen primero en el salón de la cámara de representantes o en el paraninfo de la Universidad, donde se les vela y rinde honores durante uno o dos días. El público aflu­ye en masa como para ver el cadáver de un soberano. En el en­tierro de hombres célebres, el cortejo hace alto ante la entrada del camposanto, y allí, desde una elevada tribuna, los amigos y oradores van declamando uno tras otro sus discursos en honra del finado. En tal sentido se ha creado aquí un tipo propio de elocuencia en el que los europeos quedamos muy a la zaga. Pero como algunos ha blan allí no con otro fin que el de presumir a costa del muerto o para arrastrar a los fascinados oyentes a la personal admiraciórt por el orador, resulta que no siempre pue­den evitarse los testimonios entusiásticos en forma de ruidoso aplauso cuando así lo piden las retóricas finezas de la oración fúnebre. Las notas necrológicas que en todo periódico local apare­cen para celebrar hasta a los más insignificantes difuntos, están también llenas de frases de mal gusto y de imágenes impropias y sin contenido, de suerte que producen una impresión entera­mente opuesta a la deseada. Ante la excelsa majestad de la muerte conviene modestia y recogimiento, y no pompa y char­latanería.

Sumamente desagradable era para mí el último acto del entierro. Se levanta la tapa del ataúd, y un sucio y embadurnado peón de albañil, ni siquiera vestido de negro, se acerca con una

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pequeña caja de cal, que vuelca sobre la faz del muerto. Gentes piadosas, empero, la han cubierto antes con un paño. Entonces vuelve a clavarse el féretro, y finalmente, en medio de toda clase de gritos, nada edificantes, de los seudo-enterradores, se le em­puja hacia lo profundo del nicho. Este es tapiado seguidamente, mientras los deudos del finado aguardan a ver concluído el pe­queño muro. Por lo común, en el hueco semicircular que forma la embocadura del nicho suele colocarse más tarde una lápida de mármol. En las defunciones no faltan nunca las damas pla­ñideras, que revuelven toda la casa, ni tampoco amigos verda­deramente condolidos, los que se encargan de dar consuelo al que sufre directamente la pérdida y se quedan a acompañarle si así lo desea, pues el bogotano es grandemente sensible y com­pasivo ante las desgracias del prójimo.

Los entierros civiles eran relativamente escasos en el tiem­po de mi permanencia allí. Pero cuando el notable y por todos venerado, doctor Manuel Ancízar, varias veces Ministro del Exte­rior y de Gobierno, Profesor de Filosofía y Rector de la Uni­versidad del Rosario, recibió en mayo de 1882 sepultura no ecle­siástica (por disposición propia), y ello sin que el clero pudiera atribuírIe nada malo, por la gran honestidad y virtudes que le distinguieron en vida, su ejemplo empezó ya a ser imitado de cuando en cuando por sencillos artesanos y gentes del pueblo. Por lo demás, el acto del enterramiento, y hoy en particular, se halla bajo el entero dominio de la Iglesia.

Es oportuno dediquemos a la vida eclesiástica un aparte especial. La Iglesia Católica, dotada del más amplio poderío por los españoles, es para las clases bajas la única representante de la sanción moral y de un idealismo, si bien tosco, del anhelo humano hacia algo más alto e inaprehensible. La Iglesia es al propio tiempo la más importante guardadora del arte, y casi la única guardadora, por habérsela dejado sola en sus esfuerzos

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en tal sentido. Con su solemne ritual infunde veneración y santo temor; con su música de órgano eleva el espíritu, y con sus cán­ticos es casi la única que cultiva la forma coral y la armónica unión del canto individual y el colectivo. Por último, en torno a la Iglesia se concentran los principales acontecimientos de la vida del hombre, como también los usos cotidianos. En ella se dan cita no solo los espíritus anhelosos de religión, sino también los de todas las comadres, de los aburridos y los de los enamo­rados. Ante el templo se planta la "esperanza de la Patria", la juventud masculina, con el fin de ver desfilar una a una a las hermosas bogotanas, observándolas de arriba abajo.

Exteriormente, la Iglesia Católica goza de gran poder. Jun­to con el Ejército, ella es la única fuerza de Colombia organizada con verdadero rigor, y por eso su importancia en el orden polí­tico es también decisiva. Bajo su Arzobispo y el Nuncio Apos­tólico, ha configurado totalmente el edificio jerárquico y se mue­ve con asombrosa seguridad sobre terreno tan propicio.

Ya en los detalles externos, se aprecia el enorme influjo de la Iglesia. Cuando por la mañana, algo después de las nueve, la Catedral anuncia con tres campanadas sordas y solemnes el santo acto de la transubstanciación, todos los hombres se descu­bren, permanecen en pie y hacen una pausa en sus conversacio­nes; el jinete, por lo común, detiene su caballo. En los primeros años de mi estancia en Bogotá, había todavía una gran cantidad de gente joven y de personas de edad que no ponían atención a aquella solemne señal. Pero, por la constante disminución del número de esas abstenciones, pude colegir que se preparaba una gran transformación en el sentido del dominio clerical, transfor­mación que ha terminado por imponerse. Por fin, ya no había quien a las nueve de la mañana fuera capaz de permanecer en plena calle con el sombrero puesto, a pesar del peligro de coger un buen resfriado. Lógicamente, también durante la misa de

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cualquiera de las otras treinta iglesias de la ciudad habría que descubrirse. Igual comportamiento se observaba con motivo de la extremaunción. Bajo su palio avanzaba solemnemente el sacer­dote, seguido de ordinario por un número no pequeño de gentes con velas encendidas. Este acompañamiento era notablemente más numeroso cuando algún moribundo de rango principal había de recibir el viático. Todos debían descubrirse tan pronto como, a cientos de metros de distancia, se veía avanzar el palio. La mayor parte de las personas de las clases inferiores caían de hinojos, y en los últimos tiempos hacían lo propio, en medio de la calle, hasta los caballeros distinguidos, no sin antes exten­der precavidamente su pañuelo. Solo cuando el sacerdote des­aparecía por la próxima bocacalle podían ponerse en pie. Hasta la guardia militar estaba obligada a rendir armas, arrodillán­dose, juntamente con su oficial, a la correspondiente voz de mando; al propio tiempo se interpretaba sin cesar la marcha de banderas. Cuando los sacerdotes vieron que su poder crecía, preferían cruzar por la Plaza de Bolívar, donde estaba la guar­dia del Capitolio y donde había siempre mucha gente, al objeto de recibir el público homenaje; años antes hubieran elegido más bien calles recoletas y tranquilas. Las personas que no querían sujetarse al uso general, tenían el recurso de meterse en alguna tienda. Hubo estudiantes que al negarse a quitarse el sombrero fueron apedreados por el populacho. Por lo demás, no era raro que mujeres y hombres de la raza india se prosternaran en el polvo de la calle al paso del Arzobispo solo por recibir un signo de bendición de su mano.

Verdaderamente solemne era siempre la gran procesión del Corpus Christi, así como las que salen en Semana Santa y por Navidad. En la primeramente citada eran notables los arcos triunfales y los monumentos, o sea altares de flores y plantas profusamente iluminados, que se erigían en las esquinas donde había de hacer alto la procesión. En los balcones colgaban los

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más hermosos tapices blancos. Ante los altos dignatarios ecle­siásticos se extendían inmensas cantidades de rosas; éstas eran arrojadas, incluso, desde las ventanas, cayendo sobre ellos como una verdadera lluvia. Toda la población, vestida de fiesta, se arrodillaba en las calles o en los balcones cuando pasaba el Sa­cramento. Iban luego los sacerdotes, con los más suntuosos orna­mentos; detrás, entonando una salmodia, los seminaristas; a continuación, formados en largas filas, de a dos, los más distin­guidos señores de Bogotá, que desfilaban con perfecto orden portando banderas y estandartes; seguidamente, todos los cole­gios confesionales y finalmente, marchando a paso de parada, un batallón de escolta. Así desfilaba la procesión. Las dos bandas militares tocaban solemnes músicas, tañían las campanas, subían cohetes por el aire, estallaban petardos como en nuestras fiestas de tiradores. Era una estampa colorista que no podía dejar de impresionar hasta a las personas no identificadas con aquel acto.

Algo más peculiar era, sin duda, la procesión de Semana Santa, en la que las estatuas ordinariamente expuestas en las iglesias eran llevadas en andas por encapuchados. Se veían con frecuencia imágenes de María ornadas con vestiduras que cos­tarían varios miles de francos, aparte de las joyas de perlas y piedras preciosas pertenecientes al tesoro de las iglesias y que adornaban en tales ocasiones a los santos. Especialmente el Jueves Santo, las iglesias se hallan maravillosamente deco­radas con flores; merecía la pena recorrerlas, y tanto más porque allí se reunía todo Bogotá lo mismo que en el teatro. Era en efec­to, un espectáculo que uno casi se atrevería a calificar de profano, o tal vez de ingenuo, pero que se gozaba también ingenuamente. En la Catedral la máxima fiesta era la del Corazón de Jesús, en cuya ocasión el altar mayor desaparecía prácticamente bajo un artístico mar de flores. La más selecta música sonaba en tales solemnidades; los coros, lo mismo que en las grandes cere­monias fúnebres, eran realmente soberbios y majestuosos.

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Este cuadro de la magnificencia religiosa tenía también sus aspectos sombríos que enturbian el recuerdo de aquellas solem­nidades. Téngase en cuenta que las campanas no se voltean sino que se repican, y que están sonando día y noche, a cada minuto, desde el Viernes Santo hasta Pascuas; téngase en cuenta que en las pausas se celebran las llamadas cuarenta horas, o ejercicios de oración y penitencia, durante las cuales a cada momento se organizan con las campanas verdaderos conciertos de fragua ... Así cabe formarse una idea de la conmoción del tímpano y del aturdimiento que se experimentaba con tan despiadado ruido, el cual bien poco tiene que ver con la práctica de un culto reli­gioso. Con la aglomeración se produjeron en la Catedral algu­nos desórdenes, que tuvieron por consecuencia el que hombres y mujeres hubieran de estar separados en distintas naves del templo.

Con la Iglesia enlazan los diversos centros de beneficencia. Citamos en primer lugar la Sociedad de San Vicente de Paúl, que aunque en un sentido estrictamente confesional, hace mucho bien y organiza bazares o tómbolas en favor de los pobres. Luego, las Hermanas de la Caridad, que dirigen el hospital principal, así como un hospicio u orfelinato y otras varias instituciones, colegios para niñas, escuelas primarias, etc. Por desgracia, estas Hermanas de la Caridad son tan inclinadas al dinero --del que, por lo demás, envían grandes sumas a Europa-, que sus pro­piedades aumentan a una velocidad sorprendente y siempre están comprando, al contado, nuevas casas. A pesar de sus lamenta­ciones -yo casi diría limosneo s- hay mucha gente, entre ellas personas caritativas, que ya no les dan nada. Como instituto independiente, auxiliado por particulares y en especial por per­sonas sin confesión religiosa y por los masones, ahora prohibidos, existía entonces el Asilo de los niños desamparados. Este repre­sentaba una verdadera necesidad para Bogotá, pues allí se edu­caba, por lo menos, a los enteramente descuidados golfillos calle-

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jeros, instruyéndoseles para ganarse el pan como miembros útiles de la sociedad por medio de un oficio manual o cualquier otro género de trabajo. A la dirección, (religiosa pero, al mismo tiempo, práctica) de ese instituto era justo otorgarle la más cali­ficada aprobación. Triste resultaba analizar la fisonomía de mu­chos de aquellos niños abandonados. Lo que no estaba bien, desde el punto de vista educativo, eran las muchas exhibiciones y desfiles públicos de aquellos muchachos, en formación y unifor­me militar, si bien les venía bien como ejército físico.

No deben dejar de citarse aquí los mendigos, que aparecen tendidos a las puertas de las iglesias y por las aceras. de la ciu­dad y que muestran inexorables al transeunte sus feas y puru­lentas heridas en brazos y piernas, suplicándole con lastimero quejido: "Mi amito, una limosnita por Dios". Es una vergüenza que a estos seres indolentes y enfermos, víctimas a menudo de la misma falta de limpieza, no se les ponga a trabajar en un oficio, o se les de cobijo en algún lugar donde puedan dedicarse a una tarea o recibir la debida asistencia los más necesitados. La be­neficencia tendría bastante en que ocuparse con solo vendar tan­tas heridas. Grande es la miseria en las clases bajas, pero espe­cialmente entre las que tienen demasiadas aspiraciones sociales, y los pobres vergonzantes son legión. A ello se suma el inconve­niente de que en Bogotá hay varios miles más de muj eres que de hombres. Las consecuencias son fáciles de imaginar.

No era cosa desusada presenciar en las calles de Bogotá desagradables escenas protagonizadas por enfermos mentales y que, desgraciadamente, no había policía que impidiera. En los últimos años, ciertamente, se han allegado con gran paciencia los medios necesarios para crear un asilo, insuficiente aún, pero seguro, para esa clase de enfermos (mujeres y hombres), y fun­ciona en Las Nieves.

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En general, el fanatismo de las clases inferiores se mani­fiesta aún en gran medida contra los que sustentan otras creen­cias, pero solo cuando se le incita de algún modo. Por otra parte, el poder de un sacerdote fanático era entonces de tal magnitud que podía prohibir a las muchachas, y ser obedecido en ello, que asistieran los jueves y domingos a los conciertos de la ban­da militar en el Parque de Santander, donde se reunía toda la buena sociedad. Más tarde hubieron de ser suspendidos aque­llos bonitos conciertos. Muy digno de estima era el hecho de que el Arzobispo hiciese todo aquello para elevar la moralidad de los clérigos. Que entre ellos hubiera algunas ovej as negras, que hasta llegaban a entablar conocimiento con los órganos de jus­ticia, es cosa que no admirará a nadie. De boca en boca iban algunos pequeños escándalos. Todo Bogotá tuvo que reír con la historia de un cura codicioso al que dos italianos dieron un per­fecto timo vendiéndole, con toda clase de religiosos pretextos, dos barras de cobre que él creía de oro.

Más adelante fue el Nuncio quien se esforzó mucho por elevar la vida espiritual del clero, pues el pobre cura de aldea, que tiene que trabajar para ganarse el pan de cada día, se abandona y estropea con harta facilidad. El carácter bonachón de este clero rural se evidencia en la siguiente anécdota que católicos serios me relataran innumerables veces. El párraco del pueblecito de Subachoque refería con vivos colores la Pa­sión de Cristo. y como los indios que le estaban escuchando co­menzaran a sollozar ante todos los escarnios y dolores sufridos por el Salvador, hubo de exclamar el buen cura: "Pero no llo­réis; si de Bogotá a Subachoque se miente tanto, ¿ qué será desde Jerusalén a Bogotá ?". Esto, por cierto, no quita para que a los tontos se les embaucara con el cuento de la prisión del Papa y que hasta se les vendiera paja de su celda a precios consi­derables.

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Pese a la prepotencia de la Iglesia, muchos bogotanos se hallaban apartados de ella -la mayoría íntimamente, solo unos pocos de manera pública-o Esto tocaba en especial a la juven­tud universitaria, a algunos cientos de artesanos y a unos pocos hombres de ciencia. El número de los valerosos adversarios era muy exiguo. La mayor parte siguen con sus prácticas religiosas, aunque ya no crean en la eficacia de las mismas. Van a misa, confiesan y reciben los sacramentos en el lecho de muerte, sin que les inmute ese formalismo hipócrita. La Iglesia no pide más. Cuando se trataba de pecadores recalcitrantes, pero importan­tes por su cargo o posición, acudíase al experto y fino Nuncio, quien ingeniaba alguna fórmula, y con ella se satisfacía al en­fermo. Este, abjurando de sus errores, volvía al seno de la Igle­sia. La tolerancia que realmente existe se debe menos a la re­flexión que a una bonachona indolencia. Pero, al menos, y pese a la reacción del clero católico el año 1885 y a la presión ejer­cida sobre todas las conciencias, se logró tanto, que la nueva Constitución de 1886 -la cual declara como religión de la Na­ción la católica, apostólica, romana- garantiza la libre prác­tica de los otros cultos y confirma solemnemente, por lo menos en el papel, el principio de la libertad de credo y de conciencia.

De Bogotá se ha dicho con alguna razón, que es un conven­to en armas, pues, junto a la Iglesia, mandan las fuerzas arma­das o más bien sus jefes. Colombia cuenta con un ejército re-, guIar de algunos miles de hombres, con efectivo variable, hallán-dose en la capital las mejores fuerzas. Estos soldados, la Guar­dia Nacional, en su mayor parte indios y mestizos, reclutados en cualquier parte y raramente en virtud de ley, constituyen un núcleo militar en torno al cual pueden agruparse en las re­voluciones las tropas urgentemente alistadas. Naturalmente, al igual que en España, los oficiales, en especial los de alta gra­duación, están en proporción enorme respecto de la tropa. De generales hay también multitud, pese a que en cada revolución,

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y a cada cambio de gobierno, muchos de ellos quedan "amorti­zados", como decía una vez un paisano nuestro. El conocimien­to personal de varios militares me hizo sentir estima, en diver­sas ocasiones, por el espíritu de la oficialidad colombiana.

Tales fuerzas son el apoyo formal del gobierno, sobre el que éste puede laborar con confianza; a menos que algún soborno o la perspectiva de una mejora de vida y sueldo más alto lleve a los pícaros mestizos a echarse en brazos de otro que ofrezca más. La instrucción es larga y penosa, y de cuando en cuando, en la Plaza de Bolívar, las tropas exhiben su arte en grandes paradas y desfiles. Solo el arma de Artillería se hallaba enton­ces estancada en la minoría de edad, pero sería muy convenien­te disponer allí de algo por el estilo de nuestra Artillería de montaña. Todas las mañanas, una numerosa unidad se dirige en uniforme de gala a hacer el relevo de la guardia en el Palacio Presidencial, desfilando con bandera y al compás de sus mú­sicas.

El efectivo de la tropa constituye el barómetro para deter­minar la situación política. Si se produce un incremento de va­rios miles de hombres, hay peligro a la vista: el Presidente no se siente seguro, o cree estar procediendo mal. Como París para Francia, Bogotá es para Colombia el centro de la actividad po­lítica. Aquí coinciden todos los hilos de la organización de los partidos, y, en particular durante épocas agitadas, es febril el ajetreo de los comités. Los días de elecciones son, para las tro­pas y para la población, fechas duras y difíciles, en las que siempre se piensa con alguna preocupación. Mis observaciones se refieren especialmente a aquella fase política en que se tra­taba de mantener a toda costa en su supremacía al llamado par­tido liberal. Los partidos, por lo demás, no pueden echarse nada en cara; lo que ahora se dice del partido adversario que acaba

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de llegar al poder es cosa que raya en lo increíble, y en la ac­tualidad los liberales han tenido que anunciar varias veces la abstención electoral.

Por los años ochenta, el cuadro que se ofrecía era el si­guiente:

En diferentes puntos de la ciudad, y por entero al aire li­bre, se instalan pequeñas mesas y tras ellas toma asiento el res­pectivo jurado electoral. En torno, los soldados con bayoneta calada. El jurado tiene ante sí una lista impresa de las perso­nas capacitadas para votar. Estas van desfilando una tras otra, sin hallarse provistas de papel de identificación alguno, y de­positan su voto en la urna. Automáticamente se tacha en la lis­ta el nombre del votante. Ahora bien, está al entero arbitrio del público y del jurado si un determinado individuo puede votar o no; pues muchos, estudiantes sobre todo, se atreven a dar su vo­to en diferentes urnas, Y en cada sitio se llaman con distinto nombre. Si luego se presenta el verdadero votante, se encuentra tachado en la lista y, a pesar de todas las protestas, tiene que retirarse humillado Y escarnecido. Estas escenas provocan siem­pre gran alboroto. Si se acerca a la mesa uno que se llama, por ejemplo, Suárez, y se sabe que ese Suárez es un anciano conser­vador, en tanto que aquel que vota con su nombre es un joven liberal, entonces estalla un espantoso griterío: "j No, no, no, no es él!", exclaman unos. "Sí, si, sí, él es !", chillan los otros. Se reparten golpes, salen a relucir revólveres, hay empujones y apreturas, se pita y se vocifera hasta dejarle a uno aturdido. Según la composición del jurado correspondiente, puede votar o no el pseudo-Suárez. Si se trata de elegir un candidato liberal y el pseudo-Suárez va a votar por él, se le permite llegar hasta la urna; de lo contrario, se ve obligado a retirarse. Es raro que en días de elecciones no se juegue con el revólver. Por fortuna, estos artefactos, la mayoría de las veces, no dan en el blanco,

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y las desgracias son de menor cuantía. Pero la inquietud de los ánimos es tanto mayor cuanto que las tropas están dispuestas a acudir a la primera señal de alarma y a hacer fuego sin con­sideración sobre la inobediente multitud, como ha acontecido en diversas ocasiones. Si hay que elegir un candidato liberal y se encuentran más votos conservadores que liberales, entonces se vuelca la urna y se disuelve el jurado, o este proclama des­pués del recuento: "Quien escruta, elige!". Las elecciones son, pues, desgraciadamente, en Bogotá como en toda Colombia, un juego dirigido por la gente más gritadora, por aquellos que es­peran alcanzar del nuevo presidente favores o cargos, por los más insidiosos elementos y los más astutos fabricantes de cati­linarias. Este juego electoral es convenido previamente por los políticos profesionales de los clubes. Tal es la opinión arraiga­da de más antiguo entre los colombianos, y como sus votos ca­recen, pues, de valor, muchos hombres honorables, los mejores ciudadanos precisamente, no acuden ya a las urnas. Fue tam­bién significativo que nuestro Rector retuviera en esos días a los internos, acuartelados como tropas en el edificio de la Uni­versidad. Cuando las elecciones no se desarrollan libre y hones­tamente, no hay democracia posible, yeso lo mismo en Colombia que en cualquiera otra parte. Así acontece que los derrotados en los comicios recurren, con aparente derecho, a la revolución co­mo medio para derrotar al presidente en tal forma elegido.

De forma sombría se advierte siempre la perspectiva de la cercana explosión de una guerra civil; al caer la tarde los sol­dados marchan en formación por las calles de la ciudad y de­tienen a todo pobre diablo que cae incautamente en sus manos, respetando al que lleva sombrero de copa o va bien trajeado. La persona así capturada es puesta entre dos filas de bayonetas; la marcha continúa hasta haber reunido veinte, a menudo cua­renta o cincuenta, de estos infelices. De ese modo, amarrados a veces como reses destinadas al matadero, se les conduce al cuar-

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tel, donde quedan presos y donde se les obliga a enrolarse para la guerra. Muy raramente logra librarse el individuo tan violen­tamente reclutado, y muchas personas influyentes no consiguen eximir del servicio militar a sus criados, a sus obreros, a sus cocheros. .. Ocurre con harta frecuencia que los soldados se introducen en las casitas de los pobres habitantes de las afueras y sacan al hombre de la cama, dejando a la mujer y a los hijos en total desamparo. El ciudadano de ideas nobles queda depri­mido ante escenas semej antes y sufre en el alma con ellas. Pero el indio que se ve ya con su gorra militar, con su fusil al brazo, y acaso con su guerrera de colorines, termina por ceder ante el destino que le ha tocado; hasta se siente orgulloso como defen­sor de la Patria, y no es raro que ese recluta se quede definiti­vamente en el cuartel aunque se le ofrezca la libertad. Contra­sentidos de la vida humana ...

A las seis cae la noche sobre Bogotá. Se cierran los comer­cios y concluye la jornada. Las calles principales brillan ahora con la luz eléctrica, que, después de varios intentos fallidos, alumbra ya debidamente. Una gran central eléctrica, construí­da por la fábrica de maquinaria "Oerlikon", provee de energía y luz a la población e industrias de Bogotá. La energía se ob­tiene del torrencial río Bogotá, algo más arriba del Salto de Tequendama. La mayor parte de las calles se iluminaban antes con luz de gas; pero de vez en cuando se hizo necesario acudir a otros medios de alumbrado, pues fallaba el servicio de gas o resultaba deficiente.

Así que se regresa a casa después del habitual paseo ves­pertino, hacia las siete de la tarde, las calles están ya bastante vacías. A las ocho los tambores de la guardia redoblan el toque de retreta, desfilando desde el Palacio Presidencial a su cuar­tel, acompañados del agudo son de las trompetas. Después de este musical deleite se sumerge todo en el silencio de una peque­ña ciudad. Ese silencio se rompe los jueves y domingos por la

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noche, en que las dos bandas de regimiento, más de treinta mú­sicos cada una, tocan la retreta bajo grandes faroles, especia­les para este viejo uso. La retreta, en este caso, es un concierto de selecto programa. Los músicos son expertos y con larga prác­tica en su arte, y existe entre ellos gran espíritu de emulación. A menudo se escuchan obras de los grandes maestros en exce­lentes interpretaciones, especialmente oberturas, tocadas con conocimiento y fidelidad. Como pieza final, cada banda ofrece una composición nacional, un vals, un bambuco o un pasillo.

Esa música nacional me atrae muchísimo. Siempre me ha emocionado profundamente con su espíritu unas veces suave, otras ferozmente impetuoso, otras melancólico y triste. Me se­ducía escuchar las serenatas que los músicos del país ofrecían a una hermosa en alguna calle de la ciudad. La bandola, a la que, si la tocan manos diestras, pueden arrancarse sonidos de la pu­reza de campanillas y violines, el tiple, tan melodioso como acompañamiento, y la seria y grave guitarra, formaban un conjunto realmente artístico. En los últimos años, recuerdo, algunos de aquellos músicos habían llegado a perfeccionarse de tal modo, que eran capaces de interpretar de memoria y con auténtica expresión clásica las más difíciles oberturas. Inolvi­dable será para mí la última noche pasada en Bogotá y en la que, pese a las críticas circunstancias, los mejores de aquellos modestos músicos de la capital quisieron darme una prueba de pleno reconocimiento a la simpatía que yo siempre les había de­dicado. Unos diez de ellos se reunieron en un conjunto integrado por dos bandolas, algunos tiples, dos guitarras, un violín y un violoncelo. A eso de las once llegaron ante mi hotel y me dieron una serenata que resonaba maravillosamente en el silencio noc­turno. La elección de las piezas respondía a la vez a un gusto sentimental y clásico. Entre los músicos había uno ciego, que tocaba la guitarra y cantaba, acompañado con voz de contralto por un muchachito hijo suyo; un dúo en verdad emocionante,

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enternecedor. Cantaban cosas de amor, de fidelidad, de pasión, de doncellas graciosas radiantes como joyas, puras como la azu­cena; cantaban la ausencia, y el encuentro, y todas las tempes­tades de la vida ...

La calma de la noche es interrumpida a cada cuarto de hora por la aguda pitada de los serenos, que, envueltos en un largo gabán, armados de sable y organizados militarmente, apa­recen en todas las esquinas en cumplimiento de su servicio de vigilancia y se controlan unos a otros mediante señales de sil­bato. Los serenos desempeñan también oficio de bomberos, pero en esa calidad apenas sí tienen quehacer alguno, pues en Bogo­tá son muy raros los incendios. Esto se deberá tal vez a que el fuego no se propaga rápidamente a tales alturas, o acaso al hecho de no existir compañías de seguros. Por tal razón las bombas de incendios de la capital se hallan en estado tan lamen­table. En un pequeño incendio, largamente comentado por la prensa, no fue posible, durante casi una hora, encontrar una boca de riego. Otra vez se estuvo buscando en vano la bomba de extinción, y resultó que el entonces ministro de guerra se la había llevado a su finca para regar.

La policía está encargada de la custodia, especialmente la de los comercios. Pero se puede afirmar que los hechos de vio­lencia no son más frecuentes en Bogotá que en cualquier otro sitio. Una sola vez, que fue la noche de una tempestuosa jorna­da electoral, hube de salir armado a la calle. Por lo demás, aun­que durante algún tiempo viví fuera de la ciudad (a una media hora de camino, que era de lo más distante entonces), teniendo que atravesar la calle caliente, o sea la calle de las pendencias y la gente de cuidado, no fuí jamás objeto de la menor hostili­dad. A pesar de que las noches son bastante frías, me encon­traba con frecuencia pobres gentes acurrucadas o enroscadas como erizos, que dormían profundamente a las puertas de las

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casas o sobre la misma acera. Desde las diez, como dice un es­critor colombiano, Morfeo reina en casi todos los hogares. Ape­nas sí se conoce la vida de restaurantes o casas de comidas, usual entre nosotros. Tan solo un café, "La Rosa Blanca", atraía entonces a la gente joven para jugar al billar, para la charla o para el alegre comer y beber. Ahora se han establecido ya varios restaurantes. Fuera de ello, había abiertas no más que unas cuantas tabernas, donde se bebe de pie, y también al­gunos lugares de juego, de los cuales, a falta de diversiones más apropiadas, hay muchísimos, por desgracia, en Bogotá, par­ticularmente después de una guerra, sazón en la que tantos aven­tureros aspiran a mejorar su suerte. En dichos locales se juega lotería o un juego nacional, el tresillo. Cuando por la mañana, algo después de las cinco, me dirigía a dar mi primera lección del día, la de las seis, a veces veía todavía luz en las casas de juego de la Plaza de Bolívar, y reflexionaba sobre todas las pa­siones y los dramas que en los corazones de los jugadores y de sus familias estarían sucediéndose.

Maravillosas son las noches de Bogotá. Las estrellas según cálculo de Humboldt, lucen con intensidad cuatro veces mayor que en nuestros países. A mediados de octubre de 1882 pasó durante varias noches sobre el cerro de Guadalupe un cometa enorme y de magnífico brillo.

Un océano de luces surge en la noche. De un lado, se dibuja en excelsa simplicidad la Cruz del Sur; del otro, fulge casi jun­to al horizonte la Estrella Polar. La Vía Láctea se desenrolla como una ancha cinta encendida, y destaca minuciosa sobre el cielo, un cielo, pese a la oscuridad, todavía espléndidamente azul. Un especial encanto tiene el blanco y delicado resplandor de la luna llena; tan clara y nítidamente ilumina la ciudad, que, sin otra luz, resulta posible leer cómodamente y reconocer todos los objetos. De vez en cuando rompe la quietud de la no-

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che un cohete que sube silbando hacia el firmamento y que, con la escasa resistencia del aire, se remonta a mucha mayor altura que en nuestros países. Bogotá es un lugar a propósito para grandes quemas de fuegos artificiales. Pero ¿ qué es aquí cual­quier arte humana frente a la majestad de la misma naturale­za? Con profunda nostalgia pienso hoy en el excelso espectáculo de aquellas noches de luna, en aquel magnífico cielo estrellado.

Satisfechos, y después de una animada sucesión de suge­rencias y datos, acabamos la lectura del precedente capítulo so­bre la vida de Bogotá por los años ochenta del pasado siglo. Ahora nos preguntamos cómo serán las cosas hoy día en esta capital, una de las más peculiares y más apartadas del resto del mundo. Por descontado, algún aspecto se allanó y adaptó ya a la gris homogeneidad de las ciudades populosas. El ferrocarril, desde el Magdalena, ha alcanzado ya las alturas bogotanas, y él trae a la altiplanicie andina las muchas mercancías de uso diverso que se precisan en el cotidiano vivir. La nueva genera­ción ha podido instalarse con mayor comodidad y contar con más modernos acondicionamientos de vivienda. En las casas de las viejas familias tradicionalistas encontramos todavía los pe­numbrosos salones de recibimiento con espejos franceses y ve­necianos, el lujo de las antiguas vajillas de plata españolas y la generosidad de las posibilidades domésticas que permite a la señora de casa improvisar una comida para media docena, para una docena incluso, de huéspedes inesperados, y ello con las más finas atenciones.

Pero si el recién llegado consigue superar la primera im­presión de que Bogotá hubiera perdido el carácter propio y el ornato de los pasados tiempos sin poseer todavía las ventaias de la nueva época, podrá ser que, al penetrar con ecuánime ob-

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se'rvacton en el ambiente actual, advierta sO?-prendido que mu­chcLs cosas permanecen inalte'rables en s'/.(, antiguo estado. Hoy día sigue llamando en p1'ime1' lugar la atención del extranjero la hegemonía de los "blancos y los que quisieran serlo" sobre la gron masa de la población, y toda una serie de hechos confi'rma que {(el patrimonio sirve para dar prestigio a cualquiera". El orden social se ha mantenido idéntico. En ocasiones festivas, en las reuniones siguen sonando exclusivamente los antiguos nom­bres de las buenas familias. En comparación con tiempos ante­riores se nota, afortunadamente, una mayor elasticidad y cor­dialidad en las relaciones ent1'e familias conservadoras y libe-1"ales. Los 'ricos van dejando, en creciente p1"oporción, las casas de dos plantas, estructuradas pO?" lo común en torno a varios patios interiO?"es, para t1"aslada1"Se a edificios de varios pisos y dotados de instalación moderna. En compensación, se hacen construír en las cercanías de Bogotá pequeñas casas de campo, donde grandes y chicos pueden disf1'Utar los domingos la delicia del sano y fresco aire de la sabana. Los actos públicos son ahora más numerosos. En el teatro del gobierno se suceden continua­mente las compañías visitantes y empieza a elevarse poco a poco el valor de las representaciones. La musa ligera, pese a la ini­cial oposición de la Iglesia, ha hecho su entrada en las tablas. Pero toda pieza debe ser sometida a una censura bastante rigu­rosa. Con extraordinario esfuerzo, el Director del Conservato­rio ha impuesto la celebración de conciertos sinfónicos, llenando así un muy sensible vacío en la vida cultural. Pero, a pesar de todo, el bogotano auténtico no ha perdido la afición por las audi­ciones en familia, 11 con motivo de las festividades religiosas o en otras ocasiones tienen lugar algunas celebraciones y veladas íntimas, vedadas a los más de los forasteros .

En cuanto a la descripción de los personajes típicos de la vida urbana, notaremos que el simpático cachaco, representante de la libre y desenfadada soltería, ha pasado a formar marcada

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minoría frente al pepito, el haragán de oficio. Por desgracia la cifra de los que llenan todo el santo día de conversaciones i;'ge­niosas o vanas, matando realmente el tiempo, es todavía muy grande en Bogotá. Por tal razón, el extranjero que fue testigo de la miseria 'reinante tras la guerra mundial, y que se lanzó por el mundo a ganarse duramente la vida y a cooperar en la forja de una nueva edad, podrá ser que se sienta separado POt'

un profundo abismo de los muchos charlatanes que en Bogotá se encargan de esfumar la impresión de una seria voluntad de trabajo. Esos caballeros se encuentran a toda hora por las es­quinas de la ciudad cumplimentando a los transeuntes, y en especial a las damas, con sus continuas atenciones. Sus afortu.­nadas ocu'rrencias vuelan a menudo con la 'rapidez del viento pues el bogotano tiene verdadera vena satírica, sin llegar po; ello a la ofensa. Junto a la dorada superabundancia de tales chis­tosos de esquina, el gran número de hombres serios a quienes se encuentra, en bancos, casas comerciales y fábricas, dedicados a fatigosa tarea, producen una impresión tanto más marcada y de tanta mayor sorpresa. A pesar de ello, parece que, frecuen­temente, el extranjero se abre camina con más rapidez que el natural, gracias a una actividad consciente e incansable. Entre los emigrantes de todos los países hay propietarios de florecien­tes empresas, que harto fácilmente despiertan luego envidias y rivalidades. Si bien estos sentimientos no se hallan en la buena sociedad, el extranjero no deberá hacerse sin más a la idea de que le van a recibir con los brazos abiertos. Las nobles tradi­ciones de la vieja hospitalidad española, que tienen continua y entusiasta cita en El Dorado, han sufrido ya en las ciudades al­guna que otra merma. Hay que admitir, no obstante, y del modo más abierto, que de ello se debe culpar a más de un vagabundo indeseable que ha perjudicado ya mucho el buen nombre de los extranjeros afincados en el país. En el campo, por el contrario, sigue bastando una pequeña recomendación para que cualquier recién venido sea objeto de conmovedoras atenciones entre las

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viejas familias hacendadas. El pueblo inculto de la ciudad y del campo, que por instinto se coloca frente a los ricos y que ve en todo extraño, sin más juicio crítico, un señor de buena posición, cree a menudo estar cumpliendo una misión patriótica al tomar en estos casos una posición adversa al forastero. Pero el trato personal con la gente de la calle, con limpiabotas, vendedores de periódicos, policías y todos los que se dedican a servir, da lugar a cambios en la mayoría de las ocasiones. En efecto, el extran­jero libre de prejuicios y criado en contacto diario con gentes de todos los estratos sociales, suele estar en mejor situación que los aristocráticos colombianos para comprender la suerte de los pobres indios y de la multitud de los niños sin padre.

En una obra sobre Colombia, la referencia a la vida reli­giosa merece, sin duda, amplio espacio. Lo que observó el autor de El Dorado corresponde todavía hoy a la realidad, y de modo invariable. Es exacta en particular la afirmación de que al final de las últimas revoluciones -que terminaron todas, sin excep­ción, con la derrota de los liberales- pudo comprobarse siem­pre un robustecimiento del influjo eclesiástico. Por eso los mis­mos colombianos designan a su país como el bastión de la Iglesia Católica en Suramérica, y parece que no yerran a este respecto. Pero las relaciones entre la Iglesia y el Estado constituyen un asunto interno y requieren, a lo sumo, una exposición en el sen­tido de la acogida que puede esperar el extranjero de otra con­fesión. En este aspecto, el forastero puede estar seguro de una gran tolerancia por parte de la población culta y también de la Iglesia y sus ministros. La gran masa del país se muestra indi­ferente frente a los que no participan de su fe, por lo mismo que casi nunca llega a tener conciencia de que en el país pueda

. haber también alguien no cat6ltco. Pero si de forma ostensible se practican ritos propios de otras confesiones, ello podría tener consecuencias poco gratas, sobre todo en regiones muy aparta-

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das de los núcleos urbanos. En todo caso, los ejemplos de into­lerancia son sumamente raros, y el gobierno los condena seve-1'amente.

En un determinado aspecto, sin embargo, deberían guar­darse muy bien, en interés propio, las personas adscritas a otros credos. Las bodas se realizan en Colombia exclusivamente por la Iglesia Católica. El matrimonio civil, en verdad, es teórica­mente posible, pero una excepción tal representaría, por tradi­ción, que determinadas clases sociales no considerarían válido el enlace. El que quiera prescindir, pues, del matrimonio cató­lico, hará mejor en trasladarse provisionalmente para la boda a Panamá, a Curazao o a Europa. Por supuesto, el matrimonio celebrado en el extranjero por contrayentes de otra religión es reconocido en Colombia como válido, pues la legislación en este punto es tan avanzada como la de cualquier otro país. Deberá también meditarse el casamiento con una persona de nacionali­dad colombiana. A veces, entre gentes aventureras, juvenilmen­te audaces, existe la errada creencia de que el matrimonio cató­lico con una colombiana excluye los efectos legales del matrimonio civil por faltar la confirmación de la autoridad respectiva. Pero no ocurre así. Como el matrimonio canónico tiene en Colombia plena validez, es reconocido también como tal en el Estado de origen. En cambio, dicho Estado podrá también considerar co­mo anulable ese matrimonio, conforme a su derecho, si bien el matrimonio religioso excluye en Colombia el divorcio. Nunca se condenará suficientemente la desaprensiva actitud de ciertos extranjeros al entende1' que la promesa otorgada ante otra Igle­sia no reclama 1'espeto y seriedad.

La inmigración a Colombia es factible para cualquier per­sona honorable y sana. Se 1'echaza tan solo a los perturbadores del orden, a los enfermos, y a veces también a los de raza ama­rilla o negra. Un más severo control de policía, hace poco im-

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plantado, exige del ext'ranjero su inmediata presentación ante la autoridad. Esta disposición, que al principio se aplicaba con dU1·eza algo excesiva, se hace cumplir ahora de modo entera­mente razonable y . p'roporciona al que a ella se somete las 1Jen­tajas de la más plena libertad de residencia.

En principio, a todo extranjero se le considera bien venido a Colombia y, en tanto que respete las leyes y no se inmiscuya en los asuntos internos del país, es objeto de excelente acogida y de toda clase de consideraciones.

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5. -LA VIDA CULTURAL

Solitario y como aislado del mundo se siente uno al princi­pio sobre la Sabana de Bogotá. El lector de estas páginas, a quien el cartero trae varias veces al día noticias, periódicos, revistas, libros, apenas si considerará el acontecimiento que su­pone en aquella capital la llegada del correo. Dos o tres veces por mes llegan a Bogotá los envíos postales europeos, estable­ciendo el enlace con la patria. Dichos envíos no se reparten a domicilio, sino que cada uno va a recogerlos a la única oficina de correos existente. El que desea más rápido servicio, alquila un apartado. La llegada del correo se anuncia mediante banderas de colores que se izan en el gran mástil de la esquina del edifi­cio donde está la oficina, siendo distintos los colores según la dirección de los correos arribados. Cuando, después de inquieta espera, se mira subir la bandera roja, blanca y roja con nueve estrellas negras, signo del correo de ultramar, los presunto~ destinatarios se apresuran a retirar sus mensajerías, y dejo a la imaginación de cada cual la expectativa, el afán con que, por lo común en el mismo patio de correos, se devoran las primeras nuevas y luego, ya en casa, vuelven a degustarse.

Este sistema tenía también sus grandes ventajas. Uno se preparaba para la recepción y el despacho de la correspondencia y podía señalarse horas y días para la lectura. En tal sentido, los años que allí pasamos no fueron años perdidos; por el con-

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trario, la materia de lectura se disfrutaba con más activa aten­ción que en nuestro país, donde estamos saturados de ella. Los nuevos libros y revistas se recibían allí con ánimo muy diferente; eran los mejores amigos, y, toda vez que en Bogotá, no solo los extranjeros, sino también muchos colombianos, siguen exacta­mente las novedades literarias, resultaba siempre, si se sabía dar con las personas apropiadas, un vivo intercambio de ideas sobre lo leído.

Esta vida cultural es tanto más notable por cuanto que hasta 1738 no se estableció en Bogotá la primera imprenta, lle­vada allí por los Jesuítas, y hasta 1789 no apareció el primer periódico colombiano. La actual cultura puede explicarse solo por la coincidencia de varias circunstancias felices, como buena disposición, lengua, prensa y educación.

Es cosa no discutida que los criollos poseen una gran inte­ligencia natural y afición a los estudios y a las artes. No obs­tante, se ejercitan preferentemente en las ciencias especulativas, donde hallan la posibilidad de desenvolver teorías y disentir sobre toda clase de temas filosóficos y religiosos. Los terrenos que reclaman gran esfuerzo, paciencia y benedictina asiduidad, como las matemáticas, las ciencias experimentales o la historia trabajada en sus fuentes, se ven demasiado preteridos. Lo que realmente place al bogotano, siempre deseoso de novedades, es el aprendizaje de idiomas y la lectura de novelas, poesía y pe­riódicos, como también componer epigramas y muy lindamente torneadas estrofas; en fin, dedicarse como aficionado a los asun­tos más diversos. Así ocurre que la lectura y traducción de los productos espirituales de pensadores europeos son harto más frecuentes que -aparte las bellas letras- la creación de cosas originales. En esta recepción de la producción europea, los bogo­tanos tienen el buen auxilio de eXl.!elentes librerías, como la Librería Colombiana, que tiene existencias, con gran cantidad de

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títulos, de las principales obras del mundo, y cuenta, sin duda, con todas las novedades bibliográficas. Las librerías constituyen el punto de cita de la gente culta; por vanidad o por afición, se compran muchos libros, y la mayoría de ellos, a no dudarlo, se leen. Por mucha superficialidad que aun exista, por mucho que se de la formación a medias, aunque solo unos pocos hombres selectos posean un riguroso sentido científico, y aunque no se halle todavía introducida la llamada "exactitud germánica", es, sin embargo, muy cierto que entre una minoría, relativamente pequeña pero muy inquieta y vivaz, se advierte la capacidad de conocimiento y el interés por todas las novedades y creaciones del espíritu; del espíritu francés en primer término, luego del español y del inglés. Y ello, como apenas en lugar alguno de Suramérica. Hay que agregar que en este apartamiento, en la naturaleza montañosa y primaveral, el pensamiento saca a veces consecuencias de más inexorable lógica que en Europa, donde la inteligencia es mantenida a raya por tan fuertes ligaduras de toda índole.

El trabajo intelectual es ayudado por la vigorosa, colo­l'ista, armónica lengua española, el mejor legado de los con­quistadores. Cierto que el trato con otras culturas, especialmente la francesa, ha introducido poco a poco en el lenguaje toda clase de vocablos y giros extraños, como ocurre en Argentina. A esta adulteración del idioma opone el bogotano un dique al tener a gala hablar el español con pureza y lo más académicamente po­sible, escribiéndolo, si cabe, aun con mayor fineza y corrección. Como guardián de esta limpieza literaria actúa la Academia Colombiana, fundada ellO de mayo de 1871, y correspondiente de la Real Academia de Madrid. Constituye una sociedad de doce literatos, la mayoría de los cuales gozan de fama, pero no todos de talento. En efecto, varios: de los mejores escritores liberales se hallan excluídos de este rancio gremio.

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En la literatura se manifiestan dos distintas tendencias. La una es rigurosamente clásica y vive, no solo en la lengua sino también en las ideas y criterios, casi como en los tiempos de un Felipe n. El estilo enfático y rebuscado, el prurito de alam­bicar imágenes lo más "ingeniosas" posibles, el modo de expre­sar en forma abstracta y retorcida hasta las cosas más comunes, y el comenzar toda disertación, todo estudio o artículo por lo menos, los griegos y los romanos, si es que no les toca pagar el pato a los babilonios y a los egipcios, ... todo ello ha ganado a tal especie de escritos el sarcástico nombre de literatura fósil. La otra tendencia se debe a literatos jóvenes, fogosos y de talen­to, que aspiran sobre todo a dar expresión al pensamiento de su época, y que, por tanto, se fijan más en la agudeza del conte­nido intelectual que en las exterioridades verbales. Quien se cuenta entre los adscritos a esa última corriente es hostilizado, claro está, por los académicos, o, al menos, mal mirado por ellos, gente que cree tener en arriendo toda la gloria literaria.

La prensa diaria es un medio formativo de primer orden en todo país nuevo. Por entonces aparecían en Bogotá nada menos que de veinte a treinta publicaciones periódicas, tanto políticas como de contenido científico, pero solo una salía diariamente. Muchos de los periódicos políticos tenían una brevísima exis­tencia, desapareciendo ya al segundo o tercer número. Como los periódicos nQ podían vivir del mismo modo que los nuestros, o sea a base de noticias del día y telegramas, concentraban su energía en los artículos de fondo, en estudios literarios, traduc­ciones, desahogos líricos y crónicas locales. Especial mención merece el "Papel Periódico Ilustrado" (tres años de publicación), editado con gran constancia y sacrificios por el pintor Alberto Urdaneta, ya fallecido; pese a la cierta tosquedad de la parte gráfica, el periódico estaba lleno de valiosas aportaciones a la historia de la cultura y era entonces la única revista quincenal de Colombia. La prensa política experimentó una total trans-

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formación después de la revolución de 1885. Antes, había goza­do de la más absoluta libertad, y de ella hizo uso en forma tan descomedida, que sus excesos resultaban desvergüenzas hasta para cualquier europeo amplio y comprensivo. Más tarde, en lugar de hacer legalmente responsables de sus contravenciones a los redactores, el cambio ocurrido en dicho año determinó que las cosas fueran a dar en el extremo opuesto, obstaculizando la libertad de las actividades periodísticas. La prensa pasó a de­pender enteramente del arbitrio del gobierno, que suspendía pe­riódicos y metía a los periodistas en la cárcel o los deportaba, de manera que hasta los conservadores moderados solicitaron la promulgación de una ley menos rígida. En un país que se halla todavía en su menor edad, la libertad de prensa es de lo más necesario, e imprescindible como válvula de seguridad del meca­nismo estatal.

El cumplimiento de la misión de la prensa depende del grado de cultura de los ciudadanos, y a su vez esa cultura es la que restituye a sus proporciones justas las exageraciones y las inexactitudes de la prensa. Pero en Colombia, donde muchos admiten todavía como verdad definitiva todo lo que va en letra de molde, falta mucho por hacer en materia de educación, en !o que atañe a la gran masa del pueblo. Solo los presidentes libe­rales, en particular los que gobernaron durante los años 1870 a 1875, dedicaron a la escuela primaria toda su atención, alcan­zando notables resultados. Desde que el partido independiente empezó a regir los destinos del país, disminuyó la preocupación por ese problema y vino a decaer, de manera extraordinaria, la enseñanza toda. Sáquense conclusiones de los siguientes datos: el año 1873, en el apogeo de la administración liberal, había, solo en el Estado de Cundinamarca, 218 escuelas, con 10.789 alumnos. El año 1883 había 163 escuelas, con 10.624 alumnos, y es necesario anotar que ese número de escolares se refería únicamente a los inscritos y no a los que realmente asistían a

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las clases. En dicho Estado de Cundinamarca se adeudaba a los maestros en 1884 casi año y medio de sueldo, de manera que la mayor parte de ellos, aunque por sentido del deber siguieron tra­bajando en sus escuelas, se veían obligados a buscarse otras ocu­paciones. Las letras de cambio con que se les pagaron algunos meses, solo podían hacerse efectivas acudiendo a los usureros. N o puede sorprender, pues, que resultara difícil sostener los centros de formación de maestros y maestras, cuanto más que la mala administración del Estado hacía imposible cubrir con regularidad todas las obligaciones al respecto. Pero, precisamente en cuanto a esos centros de formación, hubiera sido muy de lamentar la suspensión de actividades. En particular la escuela de maestras se distinguía por los magníficos logros alcanzados, y a ella ingresaban muchachas de~ pueblo y de la clase media, que así podían dar satisfacción a su anhelo de saber, pasando además a ocupar una mejor posición social. Los exámenes que presencié demostraban en casi todas las alumnas un grado ver­daderamente admirable de seguridad, de claridad mental y do­minio de la materia; sin embargo, su aplicación servía para la obtención de un diploma poco menos que, en la práctica, falto de todo valor. Esto me probó una vez más que, concretamente la juventud femenina de Colombia, posee espléndidas dotes y que sería un verdadero pecado regatear le el sustento espiritual que reclama. Las escuelas especiales para señoritas no rebasan el nivel medio de nuestra instrucción primaria ni facilitan un verdadero y sólido saber.

En virtud de la libre competencia y de la posibilidad de abrir, sin más, un centro docente todo aquel que contara con la confianza de los padres, era también muy considerable el nú­mero de los colegios privados -diríamos mejor "pensiones pri­vadas"-, donde los alumnos viven en régimen de internado y la materia de enseñanza viene a corresponder a la de nuestras "escuelas medias". El año 1883 existían en Bogotá, aparte de los

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establecimientos públicos y el seminario sacerdotal, doce colegios para muchachos y nueve para muchachas. Algunos de esos cen­tros, como el antiguo Colegio de don Santiago Pérez, quien desde su cátedra fue ensalzado al sillón de Presidente de la República, eran como pequeñas academias. Según las ideas del respectivo propietario, estas escuelas se hallaban tajantemente diferencia­das en el aspecto político. Las más aristocráticas y "pías" esta­ban dirigidas, en su mayoría, por eclesiásticos.

La formación universitaria propiamente dicha se adquiría en el Colegio de Nuestra Señora del Rosario, en la Universidad Nacional y en la Universidad Católica. La concesión de diplo­mas era enteramente libre; alguna escuela privada: podía expe­dir, por ejemplo, el título de doctor en jurisprudencia. Pero los tres centros universitarios citados, por razón de su efectiva com­petencia y por su posición, tenían facultad para otorgar los gra­dos generalmente reconocidos. La Universidad Católica era re­ciente creación del Nuncio Papal Agnozzi, expulsado de Suiza en tiempos del Kulturkampf. Esta mantenía la rivalidad frente a las otras dos universidades, cosa de la que los profesores nos alegrábamos, pues de ahí surgía la emulación. El Colegio del Rosario, fundado en 1651 por el monje y arzobispo Cristóbal de Torres, se componía de una especie de liceo o gimnasio y de una Academia de Derecho, donde se estudiaba más rápidamente que en la Universidad. El Rosario tenía entonces una dirección sumamente progresista.

La Universidad Nacional era, indiscutiblemente, la prime­ra de Colombia. Nuestra Universidad había corrido ya suerte muy diversa. En 1610 fundó el Arzobispo Bartolomé Lobo Gue­rrero una academia a la que llamó Colegio de San Bartolomé y que encomendó a los jesuítas. Estos comenzaron la enseñanza con diez becarios. Su actividad abarcaba principalmente el estu­dio del latín, la filosofía (en lengua latina), el derecho civil

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romano, el canomco, la moral y la teología dogmática. Estos eran los estudios clásicos de entonces. La enseñanza del derecho público y político había sido prohibida por el gobierno. Solo tras las borrascas de las luchas de independencia se llegó a producir un nuevo incremento de los estudios. La academia pasó al Estado de Cundinamarca, que en 1867 la entregó a la Nación con el propósito de fundar una universidad nacional de los Estados Unidos de Colombia. Esta se estableció, en efecto, y a fines de 1884 se fusionaron con ella la Escuela de Agronomía, la Escuela Militar, en la cual se formaban unos doscientos cadetes y que hacía a la vez de Escuela de Ingenieros, y finalmente la Escuela de BeBas Artes, donde, bajo experta dirección, se enseñaba dibu­jo, pintura y grabado. La Universidad adquirió consistencia por la LeY de 23 de marzo de 1880, que creó ya un ministerio nacio­nal de instrucción.

En el año 1882, cuando yo comencé allí mis actividades do­centes, la Universidad constaba de cuatro facultades: la Escuela de Literatura Y Filosofía, la Escuela de Derecho o de Jurispru­dencia, la Escuela de Ciencias Naturales Y la Escuela de Medicina. (No existía facultad teológica, pues los sacerdotes se formaban en Seminarios). Rector era el Ministro de Instrucción. Bajo su autoridad había dos rectores propiamente dichos, de los cuales uno dirigía las facultades filosófica y jurídica (instalada en el viejo edificio del Colegio de San Bartolomé) y otro las facultades de Ciencias Naturales y Medicina. El control de toda la admi­nistración Y funcionamiento interno correspondía al Consejo Académico, que se elegía por el Presidente de la República entre ciudadanos de mérito Y constaba de nueve miembros. De la Es­cuela de Derecho diré solo que los poco numerosos estudiantes trabajaban con notable aprovechamiento Y que luego, como abo­gados Y políticos, hacían honra a su profesión. La Escuela de Ciencias Naturales era utilizada, principalmente por médicos, para estudios preparatorios, pero faltaban en ella buenos labo-

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ratorios y colecciones. La facultad de Medicina propiamente dicha, o sea la Escuela de Medicina, era sin duda la mejor ins­talada y al frente de ella trabajaban excelentes profesores; casi todos ellos habían hecho en Europa su examen de estado, en París principalmente. Los estudiantes se destacaban por la apli­cación, la buena conducta y el aprovechamiento en su trabajo. Desde 1882 contaban con una sala de disección, que se construyó en esa fecha en el patio del Hospital Municipal, y allí tenían material de sobra para sus estudios.

Por último, la Escuela de Literatura y Filosofía, obliga­toria para todos los estudiantes, se componía, como su nombre da a entender, de una facultad filosófica y de la parte literaria, equivalente ésta a un gimnasio, liceo o, tal vez, pro-gimnasio. Esto explica la gran cifra total de alumnos matriculados en algunos cursos de la Universidad, nada menos que seiscientos quince el año 1884. Para toda la Universidad existía la dispo­sición de que el estudiante no pudiera seguir más de cuatro materias anuales; cada una de éstas comprendía seis horas a la semana. A los más jóvenes el Rector solo les permitía matricu­larse, comúnmente, en dos o tres materias anuales. Después de haber acabado con éxito los cursos correspondientes, podían to­mar otras tres o cuatro asignaturas (dieciocho o veinticuatro horas semanales), cuyo orden sucesivo se hallaba fijado exacta­mente. Así, de manera metódica, se iba avanzando a materias cada vez más difíciles. En estos cursos (español, francés, inglés --cada lengua dividida en tres años-, aritmética, álgebra, geo­metría, geografía general y de Colombia, cosmografía, física, retórica, historia patria) se trabajaban a fondo los respectivos objetos del estudio. En el mejor de los casos, esto es, si el alumno aprobaba cuatro materias por curso, los estudios duraban seis años; pero lo usual era que se extendieran por mucho más tiem­po, dado que se solía empezar con menos de cuatro asignaturas anuales, y debido también a que no siempre se llegaba a hacer

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el grado y a que se tomaban con carácter complementario diver­sas materias facultativas (latín, griego, alemán, taquigrafía, cálculo mercantil, religión), a las cuales había que asistir y eran asimismo tomadas en cuenta a efectos del tiempo obliga­torio. Hay que agregar que esos cursos de carácter voluntario tenían escasa asistencia de alumnado, lo que era de lamentar, sobre todo en el caso del latín, pues esta lengua facilita mucho, naturalmente, la penetración en el español, siendo además im­prescindible para el estudio del derecho romano. El curso de religión no llegó a darse nunca, pues no hubo eclesiástico que quisiera venir a nuestra Universidad.

Como culminación de la escala de materias, había un curso de biología, o sea principios generales de la historia natural, un curso de sociología, un curso de filosofía y dos cursos de historia universal. N o existía, como se ha visto, una facultad de filosofía enteramente separada de la escuela de literatura, si bien esa facultad se hallaba representada por tres profesores (el de biología, el de sociología y yo). Todos los futuros juris­tas y médicos debían pasar por nuestras clases. Habida cuenta que la mayor parte de los alumnos ingresaban a la escuela de literatura a la edad de diez años, aproximadamente, mis esco­lares estaban entre los dieciseis y los veinte años, y los había de veintiseis, o sea más viejos que yo. A veces asistían a las lecciones señores ya de alguna edad. También en cuanto al color de la tez había gran variedad dentro del alumnado. Los más diferentes matices se ofrecían a mi vista, desde el blanco rosado de los tiernos jovencitos de Bogotá, hasta el negro más intenso; los negros mostraban, dicho sea de paso, un ardiente afán de apren­der. Los ojos más distintos me miraban, y las dentaduras eran también de gran diversidad.

Cuando un profesor franqueaba la puerta de la Universidad o penetraba en los claustros del antiguo edificio conventual, el

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bedel hacía sonar los timbres. Los estudiantes debían colocarse ordenadamente junto a la puerta del aula para entrar en ella tras el profesor. Se trataba, en su mayoría, de grandes salas con ventanas de escasa altura. Yo daba mis clases en el sitio que ocupó antaño la gran capilla del convento.

Como imperaba el principio, conveniente para Bogotá, de no dejar en demasiada libertad a los estudiantes, éstos se halla­ban sometidos a una tutela bastante estricta. Regla general para todos era que el alumno no fuese admitido a examen ni pudiese pasar a las materias superiores, cuando pesara sobre su con­ciencia uno de estos hechos: tener cien faltas de asistencia in­justificadas o el mismo número de ceros por insuficiencia en los estudios; o bien veinte malas notas de conducta; o bien cien faltas de asistencia por motivo de enfermedad. Todo ello debía tener constancia en el registro que llevaba el catedrático. De los correctivos que podían imponerse cuando, como significativa­mente se decía en los estatutos, "no bastare el estímulo del ho­nor", citaremos dos tan solo: primero, el arresto en el calabozo, donde los jóvenes holgazanes y tunantes podían dedicarse a re­flexionar sobre sus insolencias entre las cuatro paredes del desnudo y tenebroso encierro, castigo que hacía siempre una fuerte impresión sobre todos; la otra pena era la expulsión. Esta última estaba reservada a los alumnos que hubieran hecho uso de armas para herir o amenazar a sus compañeros, o que intervinieran en alguna perturbación del orden público.

Para los alumnos menores de dieciséis años, existía en el Colegio de San Bartolomé un internado bajo la inspecci6n de un Vicerrector. Entonces vivían allí unos ochenta alumnos, sobre todo muchachos de lugares distantes, cuyos padres no se decidían a dejarlos en entera libertad por las muchas tentaciones a que habrían de hallarse expuestos. La disciplina era allí verdadera­mente militar y en extremo rígida. De nueve a diez de la mañana

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y de dos a tres de la tarde estaba cerrada la Universidad, pues a esas horas se servían las dos comidas principales. A partir de las seis de la tarde ya nadie podía salir; los domingos, siempre que se hubiera observado buena conducta. Se jugaba, se hacía gimnasia y se tomaban baños frecuentemente y con gran frui­ción, de manera que todos aquellos jóvenes tenían un aspecto vigoroso y saludable. Los muchachos de talento que hubieran cursado por lo menos tres años en una escuela primaria pública y que se hubieran distinguido por las calificaciones logradas, recibían también ayuda por medio de becas, para lo cual, según el reglamento, nunca aplicado a ese propósito, se comprometían a trabajar más tarde durante tres años al servicio del gobierno. Pero como la vida, vestidos, etc., eran en Bogotá muy caros, muchos estudiantes menesterosos recibían además auxilios de sus respectivos Estados o Departamentos, que prometían bastar para la educación gratuita, si bien no siempre lo lograban. Preci­samente estos estudiantes pobres, eran nuestros mejores alum­nos y nos daban gran satisfacción. Mas, a menudo, tenían que limitarse a estudiar lo imprescindible para terminar rápidamen­te y arribar pronto al buen puerto de una profesión segura.

También los profesores de la Universidad, que se contaban entonces en número de cuarenta y tres, se hallaban sujetos a severas normas, toda vez que los rectores disponían su nombra­miento y podían recomendar su destitución; en caso de ausencia injustificada, se les debía retirar el sueldo del día correspondien­te. Pero en la realidad, las cosas eran menos, minuciosas y formalistas. El Rector procedía solamente contra los profesores que habían incurrido en manifiesta desidia o abandono de sus obligaciones, de lo cual se daban algunos casos; por lo demás, la autoridad rectoral actuaba benignamente, pues la retribución de los profesores era tal que, en la mayoría de los casos, había que darse por satisfecho con que acudiera a explicar sus leccio­nes. En efecto, solo tres profesores, en toda la Universidad, esta-

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ban consagrados exclusivamente a la docencia. Los demás tenían que ganarse la vida mediante la acumulación de varios cargos y desempeñaban las más variadas ocupaciones; eran funcionarios jueces, diputados, políticos, ingenieros, periodistas, escritores: médicos atareadísimos, y dedicaban al profesorado no otra cosa que sus ocios. Pero el poder dar clases en la Universidad era una distinción muy solicitada.

y ahora hablemos de las clases mismas. Si bien, según las razas, eran diferentes las capacidades intelectuales, los estudian­tes tenían por término medio, una gran inteligencia y daban muestras de extraordinario y rápido poder de captación, si la exposición del docente era clara y, a ser posible, infundida de un cierto aliento poético. Era un verdadero placer darles clase. Las contradicciones, verdaderas o aparentes, eran descubiertas en seguida en las clases y utilizadas por ellos como consulta en las horas dedicadas a repaso o discusión. Casi todos tenían además una memoria fuera de lo común, ejercitada desde muy pronto y continuamente, una memoria que lo retenía todo, pues, al contrario que en Europa, no había recargo de tareas, ni, por consiguiente, fatiga. Exceso de materias o de trabajo, cosa que de cierta parte se reprochaba a la Universidad, no se notaba, en todo caso, entre los estudiantes. A muchos les faltaban los necesarios conocimientos básicos para la formación científica: otros se debatían esforzadamente contra una cantidad de pre­juicios religiosos y políticos que consigo traían; otros, en fin, aprendían demasiadas cosas de memoria y pensaban poco, falta esta favorecida por el hecho de que la mayor parte de los profe­sores tomaban como base de sus lecciones algún texto, expli­cándolo durante una media hora y dando a aprender un determi­nado trozo. Esta materia de enseñanza era luego, por muchos, repetida de carrerilla en los exámenes, aunque, de cierto, no por todos comprendida.

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Especialmente aplicados eran nuestros estudiantes de los últimos cursos, en tanto que, según referencia de los maestros de la Escuela de Literatura, los alumnos de las primeras clases -muchachos todavía en edad de travesuras- dejaban muchí­simo que desear. Cuanto mayor iba haciéndose el estudiante, tanto más crecía su alto pundonor, y bastaba con apelar a él para manejar adecuadamente a aquella juventud académica. Por ello no me resultaba tampoco necesario registrar como un dómine las faltas de asistencia de mis alumnos, ni mucho menos tenía que consignar malas notas de atención o cunducta, pues de des­obediencias, groserías, desórdenes no tuve jamás ocasión de que­jarme. Alguna intervención abusiva, harto posible dada la con­dición estudiantil, astuta y gustosa de bienquitarse, podía ser rechazada con facilidad por medio de una respuesta mordaz­mente satírica. Cuando, a partir del segundo año, pude ya dar mis clases en español, el intercambio de ideas se hizo mucho más vivo, lo mismo que el ascendiente e influjo sobre mis oyen­tes. Si el profesor se tomaba trabajo en sus lecciones y no se mostraba como un charlatán o un ignorante, esto es, si enseñaba lo que realmente sabía, podía estar seguro del cariño y el respeto de los alumnos. Pero, j ay de aquel que fuera pillado en un fallo o una incongruencia! Nuestro estudiante, crítico hasta el exceso, exigente, amigo de tener siempre la razón, aficionado a disputas y orgulloso, sabía descubrir el punto flaco y explotarlo con sumo rigor. Aparte de esto, casi todos los profesores tenían algún apodo; yo no podía estar quejoso al respecto, pues me llama­ban simplemente "el suizo". Nuestros defectos salían a relucir especialmente en los llamados "epitafios", coplas burlescas en forma de inscripción sepulcral para cada uno.

En el trato con los compañeros, los estudiantes eran dema­siado engreídos como para que entre ellos pudiera crearse una auténtica y grata camaradería. Entre esos jóvenes no existen las asociaciones estudiantiles, que de modo tan duradero influ-

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yen sobre el carácter de sus miembros y donde se crean amis­tades indestructibles. Tampoco se distinguen por una indumen­taria propia; únicamente en ocasiones solemnes, además del traje negro y el sombrero de copa, lucían sobre el pecho un pequeño escudo de colores con el emblema de la Universidad.

Los estudiantes, en general, y ya como habitantes del Tró­pico, bebían menos que nosotros; pero en cambio el dios del Amor les martirizaba más con sus traviesos dardos, y, dada la poética disposición de aquellos jóvenes, se cometían infinidad de aten­tados en forma de canciones líricas. Existía también el espíritu de cuerpo, provocado precisamente por las diferencias de opinión política. A nuestra Universidad asistían, casi sin excepción, jó­venes liberales y de tendencia radical, y por ello era muy abo­rrecida por la gente retrógrada. Librepensadores en su mayoría en cuanto a las cuestiones religiosas, de extrema izquierda en lo político, nuestros estudiantes se daban abnegadamente a su partido al estallar las guerras civiles. Constituían siempre uno de los elementos más activos, fogosos y sacrificados durante las revoluciones, y más de uno hubo que selló con temprana muerte sus convicciones, pasando a ser exaltado como héroe. Respeto y admiración se tributaba a los que el año 1876 habían resultado heridos por las balas de los conservadores.

El año escolar duraba desde febrero hasta prinCIpIOs de di­ciembre con una interrupción de algunos días en Semana Santa , , luego catorce días a continuación de la fecha de la Independencia (20 de julio), y algunas festividades religiosas, además de la onomástica de los respetables rectores. En noviembre tenían lugar los exámenes, que durante tres semanas proporcionaban a los profesores un agotador trabajo de varias horas al día. Todo estudiante era examinado de cada materia separadamente' la prueba, oral, duraba por lo menos veinte minutos y estab; a cargo de un jurado de tres examinadores. Yo examinaba ordi-

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nariamente de francés (los tres cursos), así como de latín y alemán, en la Escuela de Literatura; y de filosofía e historia en la Escuela de Filosofía. Puedo decir que se exigía mucho y que las continuas irregularidades del curso se vengaban luego en los mismos estudiantes.

A lo largo del curso tenían lugar de vez en vez "exámenes de grado", pruebas orales que presidía personalmente el Minis­tro de Instrucción, con un jurado de profesores mayor que de ordinario y una duración de dos horas. Con especial solemnidad se entregaba el diploma al que había salido bien de la prueba, y con ello se le confería el título de doctor en Derecho, en Medi­cina, en Ciencias Naturales. Obtiene el doctorado, pues, todo el que aprueba un examen de esa índole, y como ello ocurría con casi todos los catedráticos, a todos, de ordinario, se les daba el tratamiento de "doctor".

Los exámenes de fin de curso culminaban en una seSlOn solemne de la Universidad en el Aula Máxima. Hablaban en tal ocasión el Presidente de la República, el Ministro de Instrucción y algún profesor, y sus discursos, además del buen contenido, eran de la más fina perfección retórica. Se hallaba presente el Cuerpo Diplomático y lo más selecto de la sociedad bogotana, también señoras, pues merecía la pena oír a oradores tan distin­guidos. A los mejores estudiantes se les entregaban recompensas consistentes en obras de gran valor.

Digna de mención es también la Biblioteca, vinculada a la Escuela de Literatura y Filosofía. Esta Biblioteca fue formada en algunos años por el rector (más tarde con mi modesta ayuda), a base de los créditos del gobierno -algunos miles de francos al año- y de los ingresos habituales de la Universidad. Era una biblioteca curiosa por su concentración y selecto contenido. En unos mil quinientos volúmenes, reunían las mejores obras mo­dernas en literatura, historia, filosofía, economía política, juris-

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prudencia, y ello en las lenguas principales, además de los diccio­narios y enciclopedias de imprescindible utilización. Completaban el contingente una docena de revistas europeas, principalmente francesas e inglesas. Esta biblioteca donde yo pasaba las tardes, servía excelentemente para nuestro trabajo.

Así funcionaba la Universidad. Víctimas, más tarde, de la reacción que siguió a la revolución de 1885, fue "reorganizada" dentro de un espíritu muy diferente.

* • *

Muy valiosa para el investigador de historia era la Biblio­teca Nacional, con unos cincuenta a sesenta mil volúmenes; en ella se encuentran las fuentes de la historia colombiana. Pero los manuscritos se hallaban muy desordenados en el Archivo Nacional, y sin duda harán falta todavía fatigoso esmero y trabajo hasta organizar ese fondo y publicar lo más importante de él, pasando luego a la formación de una Historia de Colombia rigurosamente científica. Por lo que atañe a los archivos y a todas las colecciones, se advertía en Colombia un abandono ver­daderamente notable. Muchos documentos fueron hurtados, o simplemente algún aficionado se los llevó a su casa, malem­pleando así muy importantes y valiosos materiales. De igual modo, el Museo Nacional, que antes contaba con una serie bas­tante rica de piezas antiguas, fue objeto de expolios durante varias guerras civiles.

En Bogotá existían distintas sociedades científicas, como la de Medicina y la de Ciencias Naturales, pero hubieron de sufrir la inseguridad de la época. Para muchos hombres de saber -co­mo Rafael Nieto París, sobresaliente matemático, mecánico y astrónomo- faltaba entonces el estímulo. Por eso no se llegó a constituír una sociedad arqueológica, pese a la importancia

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que su fundación hubiera tenido para el estudio de las antiguas culturas. Y, no obstante, había entre mis colegas personas de notabilísimas dotes y de amplia ilustración. Así, por ejemplo, los dos rectores -el doctor Vargas Vega, conocido fisiólogo y pedagogo, y el doctor Liborio Zerda, químico e investigador de la antigüedad-; el doctor Camacho Roldán, sociólogo; el estadista doctor Santiago Pérez y el doctor Roberto Ancízar, economistas; los doctores Alvarez, Manuel Ancízar, Rojas Garrido y J. I. Escobar, maestros de filosofía y filósofos; don Alberto Urdaneta, maestro de arte, pintor, dibujante y promotor de la vida artÍs­tica en Bogotá.

Este sería realmente el momento de hacer honor a toda la literatura colombiana (científica y de creación) con unas anota­ciones críticas. Pero, si bien debo declarar que he leído con apa­sionado interés la mayoría de las obras principales, el comentario correspondiente habría de ocupar demasiado espacio o, por su brevedad, no dejaría satisfecho al lector. De todos modos, al objeto de no dejar un vacío en estas notas, me limitaré a citar algunos nombres.

Como eruditos en el campo de las ciencias naturales desta­can el botánico y geólogo Mutis (nacido el año 1732 en Cádiz, muerto en 1808 en Bogotá) y su discípulo Caldas (nacido en 1770, fusilado en Bogotá por los españoles el año 1816), un autodidacta instruído en sus viajes y que dejó asombrado a Alexander von Humboldt por los conocimientos y observaciones a que había llegado en materia de botánica, química, astronomía y etnología, así como por la invención de algunos instrumentos, como el hipsómetro. Entre los lingüístas y gramáticos, Cuervo ha alcanzado gran celebridad con la publicación de un diccionario etimológico de la lengua española. Como historiadores hay que citar al Obispo Piedrahita, con su Historia de 1 a Conquista (1688), a José Manuel Restrepo, autor de la mejor historia de

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la Guerra de la Independencia, a Gutiérrez (memorias), Verga­ra y Vergara (historia de la literatura), Groot (historia de la Iglesia), y Quijano Otero. La ciencia geográfica se halla repre­sentada por los nombres que siguen: Zea, al que se ha llamado "el Franklin de Suramérica", los coroneles Joaquín Acosta y Codazzi, cuyos manuscritos puso en limpio Felipe Pérez, Ancízar ("Peregrinación de Alpha") y Mosquera.

En las bellas letras encontramos, ante todo, al impulsivo José María Samper, que puso su infatigable pluma y elocuencia al servicio de casi todos los géneros y también de sus diferentes evoluciones políticas y religiosas. Citaremos también a su muy culta esposa, doña Soledad Acosta de Samper, escritora de temas populares y femeninos, de marcada tendencia religiosa. La poé­tica novela "María" de Jorge Isaacs (de ascendencia israelita) tiene justa fama y se ha traducido a otras lenguas. Una novela costumbrista, "BIas Gil", llena de fuerza y que por su intención recuerda al "Martin Salander", es obra del satírico Marroquín.

Muy numerosos son los autores de pequeños relatos y des­cripciones, los llamados "artículos de costumbres", que, al estilo de las narraciones breves de Jeremías Gotthelf o J oachim, pre­sentan tierras y gentes con notable ingenio y humor. Anotamos tan solo los nombres de Emiro Kastos (Juan de Dios Restrepo), David Guarín, Ricardo Silva y Ricardo Carrasquilla. La literatura dramática es bastante extensa, pero Colombia no ha dado toda­vía ningún gran autor teatral.

Los poetas hacen legión, como prueba ya la colección "Par­naso colombiano". El pueblo de Colombia se distingue por sus dotes poéticas. Cané expresó muy bien, como razón de este fenó­meno, que Colombia está "cerca del cielo". Si bien es cierto que se escriben muchas cosas medianas y banales, no puede ignorarse que en Colombia han nacido magníficos poetas. Nombraremos

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en primer lugar a Arrieta, del que copiamos las siguientes apa­sionadas estrofas:

Dices que para olvidarme te ha bastado un solo instante, que mi recuerdo de amante te es indiferente ya.

Pues olvídame, si puedes, porque el dardo del pasado en el corazón clavado para siempre llevarás (1).

La dicha del amor ha sido tratada de tal modo por Arrieta en otro poema, que parece escucharse una purísima música:

Sentados sobre la yerba a las orillas del río con amante desvarío me acariciabas ayer.

De tus labios el murmullo al besar sobre mi frente se confundió dulcemente con el del agua al correr.

Tu mano estaba en las mías, y mi cabeza en tu seno, el cielo estaba sereno cual la dicha de los dos.

(1) Estos versos, lo mismo que todos los que siguen, figuran en la obra traducidos al alemán, a veces en forma muy pintoresca y curiosa. (N. del T.).

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T e inclinabas en mi oído con amorosa dulzura y palabras de ternura me murmuraba tu voz.

Citaremos además al fogoso Arboleda, a J. E. Caro, Grego­rio Gutiérrez (comparable a Albrecht Haller), Rafael Pombo, Obeso (que, él mismo de raza negra, da a sus obras sobre ese motivo una patética expresión). Pero especialmente hay que mencionar a Rafael Núñez, cuya notable trayectoria política, como veremos, solo resulta comprensible por haber vivido y escrito entre un pueblo de soñadores e ideólogos.

El manantial lírico no se agota en Colombia en la letra de molde, sino que brota sin cesar en las canciones populares, inédi­tas en su mayoría. Son estas canciones estrofas de versos cor­tos con los que el pueblo expresa, en palabras ingenuas y direc­tamente encaminadas al corazón, sus pensamientos y su sentir más íntimos, lo que nos permite mirar a través de ellas el fon­do del alma popular. Con la reproducción de algunos de estos cantares, obra de desconocidos poetas, creo proporcionaré sa­tisfacción a más de uno de mis lectores.

En primer lugar, algunas reflexiones de carácter tragicó­

mico:

Ojos verdes son la mar, ojos azules el cielo, ojos garzos purgatorio y ojos negros el infierno.

Por un tropezón que dí todo el mundo murmuró; todos tropiezan y caen, ¿ cómo no murmuro yo?

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Cuando alguno quiere a alguna y esa alguna no lo quiere, es lo mismo que encontrarse un calvo en la calle un peine.

Dicen que el águila real pasa volando los mares. i Ay, quién pudiera volar como las águilas reales!

Si yo fuera pajarito, a tus hombros diera el vuelo picara de tu boquita . .. La lástima es que no puedo.

Lo que más se canta en Colombia es el amor, el siempre loado y siempre injuriado. La expresión de los ojos es su direc­ta revelación:

Tus ojos son dos luceros, tus labios son de coral, tus dientes son perlas finas sacadas del hondo mar.

Como hay abismos profundos en el fondo de los mares, los hay también en tus ojos con calmas y tempestades.

Son tus ojos noche y día, luz y sombra a un tiempo son, negros como las tinieblas y brillantes como el sol.

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A nteanoche me soñé que dos negros me mataban, y eran tus hermosos ojos que enojados me miraban.

Los desengaños y las infidelidades han inspirado a la poe­sía popular las estrofas siguientes, ora juguetonamente satíri­cas, ora trágicas, ora resignadas o transidas de dolor:

Esta calle está mojada como que hubiera llovido; son lágrimas de un amante que anda por aquí perdido.

i Qué alta que va la luna y un lucero la acompaña! i Qué triste se pone un hombre cuando una mU.ier lo engaña!

M e quisiste, me olvidaste y me volviste a querer, y me hallaste tan constante como la primera vez.

El árbol de mis amores era coposo y lozano; la indiferencia lo heló, los celos lo deshojaron.

Ayer pasé pO? tu puerta y me tiraste un limón, el agrio me dio en los ojos y el golpe en el corazón.

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Pero hay también enamorados que se consuelan pronto y no cesan en las aventuras; almas donjuanescas:

El amor que te tenia era poco y se acabó, lo puse en una lomita y el aire se lo llevó.

Por esta calle vive la huerfanita. ¡ quien viviera con ella, la probecita!

Un esposo ejemplar reacciona de este modo:

Mi mujer y mi mulita se me murieron a un tiempo. ¡Qué mujer ni qué demonios!, mi mulita es lo que siento.

Todo la psicología del amor se descubre en estas coplas:

Con todas me divierto, me rio y hablo. Tan solo a la que quiero la miro y callo.

Ya mis ojos te han dicho que yo te quiero. Si ellos son atrevidos yo no me atrevo.

Dame, niña bonita, lo que te pido: un abrazo y un beso, con un suspiro.

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Tu coraz6n partido yo no lo quiero " yo cuando doy el mío, lo doy entero.

Si quieres que yo te quiera, ha de ser con condición que lo tuyo será mío y lo mío tuyo no.

Un amante regocijado canta:

Tiene la que yo quiero un diente menos, por ese portillito nos entendemos.

Profunda y noble pasión respiran las dos últimas coplas que aquí anotamos:

Si la piedra, con ser piedra, al toque del eslab6n brota lágrimas de fuego, ¿qué será mi corazón?

Desde que te ví, te amé, y todo fue de improviso; no se lo que fue primero, si amarte o haberte visto.

Un pueblo que así canta y que sabe expresar su sentir y sus pensamientos en imágenes de tal naturalidad y espontáneo vigor, es sin duda un pueblo capaz de cultura.

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Si nuestro padre comienza la descripción de la vida cultural de Colombia con la llegada del correo del extranjero, desea pre­sentar así, en una acertada estampa, los fuertes vínculos espi­rituales que unen a Colombia con Europa. Queremos suponer que los perfeccionados medios de comunicación de nuestro tiem­po -que hacen que un telegrama llegue a Bogotá al día siguiente, y una carta por avión en menos de tres semanas- han debido de estrechar en gran medida las relaciones espirituales con el Nuevo Mundo. Esta lógica consecuencia no es necesariamente exacta, por cuanto la enorme influencia económica de los Esta­dos Unidos se hace también perceptible en el orden cultural. Cierto que Colombia está muy lejos de permitir el desplazamien­to de su clásico español ni aun siquiera dejar que se impregne de expresiones inglesas; pero no puede negarse que la prensa obtiene sus noticias por mediación norteamericana y que ello, en cierto sentido, determina una influencia sobre la opinión pú­blica. De este modo, por ejemplo, la situación europea se des­cribe en Colombia tal como la acostumbra a ver el ciudadano común en los Estados Unidos, de lo que a veces resultan lamen­tables prejuicios.

Prescindiendo de este carácter unilateral en la información extranjera, la prensa colombiana posee un nivel muy aprecia­ble. Es, en verdad, asombroso que hasta en periódicos de poca importancia se advierta una impecable dirección. Como es na­tural, junto a las breves noticias del servicio informativo nor­teamericano, las referencias y comentarios de la actualidad po­lítica colombiana ocupan un espacio muy superior. Pero las más de las veces están escritos con ingenio y en forma atractiva y acompañados por caricaturas, tan certeras como chistosas, de los personajes conocidos. Sería demasiado larga la enumeraci6n de todos los peri6dicos de los distintos lugares del país, aunque nos limitásemos a los más importantes. De los que salen en Bo­gotá, citaremos, del lado conservador, el "Nuevo Tiempo", y

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del lado liberal "El Tiempo" y "El Espectador". Tampoco de revistas se escasea en Colombia. Las publicaciones de esta clase, que antes eran señaladamente artístico-literarias, han seguido la tendencia, también entre nosotros aceptada, del magazine; y, como "Cromos" o "El Gráfico", conceden gran valor a los gra­bados. Pero existe además una serie de buenas revistas científi­cas, entre las que citaremos, en el dominio bancario y de las finanzas, la "Revista del Banco de la República", como publica­ción de economía la "Revista de Indust1"Ías" (publicada por el Ministerio de Comercio), y como la mejor revista técnica agríco­la la "Revista Nacional de Agricultura", de la Sociedad de Agri­cultores de Colombia.

La cuestión de la enseñanza es en Colombia, sin duda, ob­.feto de gran atención y esfuerzos por parte de todos los círculos dedicados al porvenir nacional, si bien los éxitos no correspon­den todavía a als enseñanzas. En verdad, mientras no se observe estrictamente la enseñanza obligatoria, el número de los analfa­betos no podrá ser reducido a un límite tolerable. La enseñanza primaria necesita de grandes mejoras. Las actividades en este sentido han hallado en el cine un nuevo e inesperado colabora­dor. El pueblo, que hasta hace poco no tenía, en general, la me­nor idea del resto del mundo y que, por lo tanto, no podía C0111r

parar su propia situación con la de los otros pueblos, se ha entregado ahora al cinematógrafo con entusiasmo casi conmo­vedor. Trátase de imaginar el efecto que hará en el alma de un indio el mirar por primera vez en la pantalla la inmensidad del mar. Gigantescos buques le llevan a tierras lejanas, su anhelo se despierta ante la vista de trenes y aviones; se siente trans­portado súbitamente a las grandes ciudades, con su tráfico ver­tiginoso, su lujo y su confort. Automáticamente compara su ranchito con aquellos palacios, ve cómo la mujer blanca guisa con gas y electricidad, en tanto ellos apenas sí pueden contar a diario con un fuego de leña al aire libre. En fin, toda la civili-

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zación se le aparece de pronto en medio de un esplendor fabu­loso. ¿Será, pues, de admirar que estas gentes sencillas no pien­sen en otra cosa que en el cine, placer barato, accesible a casi todos, y que cada detalle sea tomado como pura verdad aunque se trate de las peores películas norteamericanas de sensación? Es verdad que el cine puede dar lugar a aberraciones y excesos, pero en un país donde el pueblo se halla sediento de cultura las ventajas son mucho mayores. El cine contribuye también a la disminución del analfabetismo, pues es necesario saber leer par ra disfrutarlo completamente. Esto es cosa que han compren­dido antes qu,e nadie los muchachitos abandonados, los gamines; aprenden a leer por sí mismos y sacan partido a sus conocimien­tos haciéndose pagar el cine por personas mayores a cambio de leerles los rótulos de la película. Es seguro que ya ningún poder sería capaz hoy día de desterrar de Colombia el cine. Casi al mismo tiempo que él, el gramófono ha hecho su entrada triun­fal en el país. El influjo de su música en la educación del pue­blo es, ciertamente, menos poderoso, pero la estimación de que goza raya también en lo increíble. Hasta en los pueblecillos más apartados se encuentra hoy algún gramófono con unos pocos discos, lo que trae algo de amenidad a la vida cotidiana de la gente. Sin embargo, existe un inconveniente y es que el fon6-grafo ha llegado casi a desplazar los instrumentos vernáculos, como el tiple, la bandola y la guitarra, que apenas ya sí se escu­chan. La radio es todavía poco conocida en Colombia, por no existir emisoras en el país y no haberse logrado hasta ahora la buena recepción de las estaciones extranjeras.

Las clases más acomodadas siguen obligadas a educar a sus hijos en casa o llevarlos a los colegios particulares. Incluso los centros de enseñanza secundaria son exclusivamente, en Bo­gotá y en las demás ciudades grandes, escuelas de carácter pri­vado, que, como por ejemplo el "Gimnasio Moderno", se sostie­nen con la aportación de familias ricas. Existen además gim-

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nasios dirigidos por institutos religiosos, como son, especial­mente en Bogotá, los grandes centros de enseñanza de los J esuí­tas y de los "Hermanos Cristianos", comunidad francesa muy activa en Colombia. En estos colegios pueden obtener el grado de bachilleres los ióvenes de las clases pudientes. Las Universi­dades, por el contrario, son establecimientos públicos de valor 1'econocido, en los que a veces enseñan también profesores ex­tranieros llamados al país para ese fin. Como se comprenderá, también numerosos estudiantes colombianos desean matricular­se en las más famosas universidades europeas para, no en últi­mo término, trabajar en los grandes laboratorios e institutos de investigación. El Ministro de Instrucción colombiano ha dictado recientemente tmas disposiciones, de renovada severidad, en re­lación con los certificados de estudios secundarios que se expi­den en Colombia, y se ha hecho cargo de los exámenes, al objeto de que los estudiantes colombianos puedan de ese modo, y con base en los acuerdos de reciprocidad, matricularse sin dificultad en nuestras universidades. La autorización del ejercicio profe­sional en Colombia para los graduados de universidades extran­jeras se halla sujeta, sin embargo, a determinados requisitos según normas especiales. Así, por ejemplo, los extranieros que deseen eiercer en Colombia la profesión médica han de someter­se a una estricta prueba a cargo de especialistas, y necesaria­mente en lengua española.

En cuanto a los gastos dedicados a museos y bibliotecas y en cuanto a la instalación de estos centros, no se ha hecho nin­gún progreso de gran importancia. Los esfuerzos del país si­guen dirigiéndose en primer lugar a la creación de nuevas vías de tránsito y a la implantación de mejoras técnicas. Para la conservación, ampliación y empleo de las colecciones de valor científico faltan medios de todavía mayor monta que los que son de necesidad vital para las obras ferroviarias y las de carre­teras. Las colecciones más importantes pertenecen a institucio-

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nes privadas, por ejemplo a los "Hermanos Cristianos", que, en­tre otras cosas, han realizado y dirigido diversas excavaciones en la Sabana de Bogotá. A las generaciones venideras les que­dará aún mucho por hacer en el dominio de las antiguas cultu­ras, y en ello han de encontrarse con un campo de actividad todavía poco explotado en Colombia.

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6. - CORRERlAS

Es orgullo del colombiano saltar sobre un ligero corcel de ondulante cola -hombre y cabalgadura finamente equipados­y salir galopando, o, bien pegado a la silla, dejarse mecer cómo­da y gentilmente por el paso del bello animal. Los bogotanos no son excepción en este punto, y eligen por lo común el domingo para sus cabalgaduras. El sombrero de ancha ala y copa puntia­guda (el jipijapa, que entre nosotros llaman equivocadamente "de Panamá") está impecablemente blanco; los zamarros, de piel de tigre o de oso, o bien de goma gris, son nuevos; limpia se halla la ruana. Como defensa de los posibles aguaceros, llévase un buen impermeable oscuro; para atravesar los fríos pasos de montaña, un sobretodo de lana (bayetón). Tampoco deberá faltar un pañuelo de seda al cuello. Completan el equipo espuelas con ruedecillas del tamaño de una moneda de cinco francos, y estri-1>os de cobre, a veces dorados, de forma parecida a la de unas 1>abuchas y afilados en la punta.

Como mis compañeros de la colonia extranjera no solían tener caballo a causa de lo caro que resultaba mantenerlo, nues­tros esparcimientos dominicales eran de otra índole. Durante los dos primeros meses dispusimos de un fusil "Vetterli" y nos dedi­cábamos a tirar al blanco; el último año de mi permanencia en el país, mis camaradas salían a menudo de caza, y traían, por lo regular, buen botín de becadas y patos salvajes, que a la

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noche siguiente eran servidos en sencillo banquete de confra­ternidad. En esas ocasiones reinaba siempre el mejor humor, y de labios de algún jocoso comensal se escuchaban de vez en cuando regocijadas historias de cazadores o bandidos. Había un abate francés que se hallaba de paso a la sazón, y que, pese a residir lejos de nuestro hotel, llegaba siempre a tiempo, condu­cido por un finísimo olfato, siempre que se había cobrado pieza. Su magnífico humor hacía nuestras delicias.

El domingo lo dedicaba, siempre que me era posible, a rea­lizar excursiones por los alrededores. Para bañarme en agua corriente había que ir hasta muy lejos, y el baño era además incómodo y frío. En cambio los montes que coronan la ciudad, y el Boquerón, que se abre paso entre ellos con su fresca natu­raleza alpina y su tumultuoso torrente, constituían la meta de mis paseos favoritos. A cualquier hora del día estaba dispuesto a escalar aquellas alturas. Mi cima preferida era el Guadalupe (3.255 metros), a donde llegaba, por lo general, después de hora y media de camino. La recompensa era siempre una magnífica vista de la Sabana. N o me hartaba de mirar el panorama de Bogotá entre las cinco y las seis de la tarde cuando el sol, desde Occidente, derramaba su luz sobre la llanura y la ciudad inun­dando todos los objetos y detalles. Como hormiguitas se veía a los bogotanos en su ir y venir por calles y callejas. Las lagunas reverberaban a lo lejos y las montañas se diluían en un azulado vaho invernal. A estas horas no eran ya visibles las siguientes cumbres nevadas de la Cordillera Central, que entre las seis y las siete de la mañana se alzaban majestuosas por encima de la planicie.

En esos domingos me encontraba a veces con una familia bogotana comiendo al aire libre. En el cerro de La Peña, con motivo de la fecha del santo de aquella ermita, se montaban tiendas de campaña y resultaba una especie de fiesta de los

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tabernáculos. Toda la cortesía y amabilidad de los bogotanos hacíase patente en aquella ocasión; el extranjero era siempre invitado a participar del refrigerio, y pronto comenzaba a brotar aquel humor chispeante, como solo lo he visto entre los buenos parisinos en los domingos del Bosque de Bolonia. El pueblo, espe­cialmente, se mostraba en toda su naturalidad, se entregaba gozoso al festejo, bailaba y, a menudo, se embriagaba también, desgraciadamente, produciéndose disputas y escenas de celos. Yo asistía con frecuencia a fiestas semejantes, apropiadas en parti­cular para observaciones psicológicas, y me deleitaba con le bambuco y las demás tonadas populares. Tampoco dejaba de subir a Monserrate el día de su fiesta, pues todo aquel movi­miento resultaba de un gran pintoresquismo. Ya en la subida se encontraban casetas y toldos, verdaderos campamentos de gitanos, en los que se preparaban guisos con qué restaurar las fuerzas de los romeros, pues el ascenso era para aquella gente más duro que para nosotros, acostumbrados ya a la subida y liberados del violento sacudir del corazón ante el rudo esfuerzo. Las campanas de Monserrate resonaban sin cesar, los cohetes surcaban la altura y por la noche había gran iluminación, que desde la ciudad ofrecía un aspecto magnífico. Me agradaba espe­cialmente en estas fiestas el comportamiento, afectuoso-sin insis­tencia, de los obreros, a cuyos brindis había que corresponder. (*) .

En uno de esos días de festejo, un amigo mío y yo tuvimos la fortuna de presenciar un fenómeno natural que no olvidare­mos nunca. Eran las siete y cuarto de la mañana. N os encon­trábamos un poco al costado de la cima del Monserrate. Bajo nuestra vista ondulaba un mar de - neblina que ocultaba toda la ciudad; se hallaría de quince a veinte grados sobre el hori-

* Actualmente se está construyendo, en este monte, por una casa suiza, el primer funicular de Colombia.

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zonte. De improviso, un majestuoso arco iris tendió su curva en la niebla abarcando todo el Boquerón. A unos diez pasos dElante de nosotros veíamos la comba de un segundo arco iris de unos diez metros de diámetro. También sobre el mar de neblina y dentro del arco menor, estaban nuestras dos sombras, poco más o menos de tamaño natural, y tan nítidamente silue­teadas, que podía percibirse cualquier movimiento. El fenómeno, al que los físicos llaman "anthelio", duró unos cinco minutos. Luego se dispersó la niebla, fue elevándose lentamente y descu­brió a Bogotá a nuestros pies en todo el esplendor de la mañana.

Durante mis años de Bogotá me corrí y recorrí la Sabana en todas las direcciones. La cosa, sin embargo, no es fácil, pues puede llegar a resultar monótona. Faltan los arroyos murmura­dores, falta propiamente el adorno del arbolado, faltan, sobre todo, los pájaros, de los que solo el gorrión se ve saltar de un lado para otro. El polvo y el crudo viento hostigan al viajero en sus andanzas, y las cabalgaduras se fatigan pronto por aquella planicie. También el hombre, a lomos del cansino caballo o mula, acaba por sentir agotamiento; deja de observar o se pone melan­cólico. En cambio, no hay nada más sano que recorrer los largos caminos de la Sabana, bien de mañanita y a lomos de un caballo impaciente y vigoroso. El encuentro más frecuente es el callado indio caminando bajo su carga o aguijoneando con largas pérti­gas guarnecidas de hierro a los bueyes que, curvados bajo el yugo, arrastran las altas carretas de dos ruedas. Se pasa por muchos pastizales y cercados y junto a portones que dan entrada hacia las casas de campo situadas fuera de la carretera.

A unas dos horas de Bogotá, caminando en dirección a Honda, se encuentra Fontibón, la huerta que abastece a la capi­tal. Luego, sobre un gran puente de piedra, se pasa el río Funza, o Bogotá, que atraviesa toda la Sabana y que aquí tiene unos 3 metros de profundiad y 60 de anchura. Se llega a Tres Esquinas

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y a Cuatro Esquinas, que son, como su nombre indica, encruci­jadas, y en ellas hay grandes ventas donde los naturales beben su chicha, su mistela o su aguardiente. Gallardos mayordomos, finqueros o pequeños terratenientes de la Sabana, gente curtida por el sol y el viento y como fundidos en una pieza con sus rápidos y fuertes caballos, se acercan y preguntan algo, tal vez de las nuevas que hay por la ciudad, mientras el viajero aguarda que le sirvan su desayuno, siempre frugal, casi siempre malo. Cerca de Tres Esquinas está Funza, un pueblecillo de famosa historia, que fue capital del Zipa, y modernamente, por algún tiempo, lugar principal del Estado de Cundinamarca. En dos horas de caballo se llega a Subachoque, situado al Noroeste, y tres cuartos de hora más allá, en medio de un verde y fértil valle, se encuentra la fundición llamada "La Pradera".

Esta fundición, que yo visitaba con frecuencia, utiliza las inagotables riquezas de hierro y hulla existentes en aquella de­presión. El hierro se extrae de la tierra mediante excavación y sin gran esfuerzo; la primera fundición da ya un 65 por ciento, o más, de hierro puro. Pero yo he visto en la misma mina trozos de mineral casi sin mezcla alguna, lo que indica que la naturaleza debió de anticipar aquí el proceso de obtención. Algunos trozos de hierro tenían la forma de una granada de artillería y en su interior hallábase agua. Los primeros explotadores de esta em­presa, la familia Arango, que fueron de una extraordinaria labo­riosidad, tuvieron que invertir un capital relativamente grande, pues su "sueño dorado" era fabricar, aquí en lo alto de los Andes, rieles para vía férrea. Imagínese lo que costó el transporte de las grandes calderas de vapor, cilindros y demás material desde Norteamérica a la altiplanicie, hasta dejar listas las instalaciones precisas para el laminado de los carriles. Estos, en efecto, se llegaron a fabricar, y el día en que ello aconteció fue de gran fiesta para los propietarios, los obreros, el ingeniero jefe (un norteamericano) y los representantes en el Congreso, que por

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primera vez veían en marcha una empresa de primer orden impulsada por la constancia y el esfuerzo de unos grandes capi­talistas. Las alabanzas entusiastas no escasearon; pero los com­pradores. .. En 1885 estalló la revolución. Los empresarios ha­bían hecho cuanto les fue posible; su fundición solo en tiempos venideros llegaría a dar frutos. El trabajo del hombre ha de enfrentarse siempre con tremendas dificultades, aunque las ri­Quezas naturales sean gigantescas y aunque el esfuerzo realizado ;e distinga por su energía, su atrevimiento y hasta su audacia.

Algo al Norte de Bogotá se encuentra el lugar de Chapinero, un pueblecito formado principalmente por pequeñas quintas o villas, que los bogotanos ricos alquilan para pasar en ellas tem­poradas de campo. Chapinero florece con rapidez, y hoy se halla ya unido a Bogotá. Quien lo puso de moda fue el difunto Arzo­bispo Arbeláez, que poseía allí una hermosa casa de campo y que concibió el plan, realizándolo también en parte, de construír un gran templo en honor de la Virgen de Lourdes, por lo que a Chapinero se le llamaba por algunos "Chapilurdes". Hubo em­baucadores que hablaron de apariciones de la Virgen María y quisieron presentar a una mujer con señales de estigmatización, que no tomaba alimento alguno; pero, cosa que honró mucho al entonces Arzobispo, parece que éste exigió un estricto examen de los hechos y desbarató el engaño.

Desde Chapinero se rodaba entonces en horribles jaulas cerradas -llamadas coches- por la mala carretera que iba ha­cia el Norte, muy fangosa en tiempo de lluvias. Esta vía llevaba a Zipaquirá, a unas siete horas, y a mitad de camino aproxima­damente, se cruzaba el río Funza por el gran Puente del Común, obra de los colonizadores españoles digna de especial mención. El puente data de 1792 y se debe al Virrey Ezpeleta. Es una gran obra de piedra de 31 metros de longitud, con cinco arcos. En región tan virgen y tan escasa en construcciones de mampos­tería, produce enorme impresión hallarse de pronto con algo de

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semejante envergadura. Es interesante también contemplar, desde una pequeña eminencia cercana al río, el movido tránsito que se desarrolla sobre el puente; resulta casi estremecedor ver a aquellos indios, niños también entre ellos, llevando a cuestas haces de leña de no menos de dos metros de diámetro. Esta leña, varas de unos 20 pies, cubre casi por entero al que la transporta. Como la carga es negra y húmeda, el aspecto de los indios es aún más mugriento y sucio que de ordinario. Recuerdo que una vez un bogotano hizo pesar el haz de leña que transportaba una indiecita de catorce años. Eran 175 libras. Tales pesos soportan sobre sus espaldas durante horas enteras, sin dar señal de can­sancio.

Zipaquirá, adonde ahora se llega desde Bogotá en dos horas de automóvil, merece particular mención por sus grandes sali­nas, situadas en las verdes colinas que destacan sobre la ciudad. En ellas se han abierto grandes galerías. La sal que allí se obtiene es en algunos puntos de una claridad y transparencia como jamás he visto. La importancia de las salinas de Zipaquirá es notoria si se considera que la sal ha de ser transportada, como producto indispensable, a otros departamentos lejanos, por tratarse del único gran depósito de esta substancia que existe en Colombia. Por ello sería muy fácil para el gobierno monopo­lizar la venta de la sal. Zipaquirá, en otro orden distinto, cons­tituye también una nueva y notable excepción, pues posee un hospital limpísimo y oculto entre hermoso arbolado. El cemen­terio, emplazado sobre la ciudad, es muy pintoresco. Toda la región circundante, cuando luce el sol, resulta muy grata y apacible; los pastos presentan una yerba alta y jugosa, y con ellos contrastan los sembrados amarillos. Desde aquí pueden rea­lizarse correrías a tierra caliente, a Pacho sobre todo, que se halla en un profundo valle, ya de cara al Magdalena, y que es famoso por sus confortadores baños y por una fundición de hierro.

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Desgraciadamente, no tuve ocaSlOn de viajar más hacia el Norte, a Boyacá, al lugar de peregrinaciones de Nuestra Señora de Chiquinquirá y al Estado de Santander, cuyo pueblo, sanas gentes de montaña, enérgicas y de espíritu progresista, realiza un activo comercio y ha logrado abrirse caminos hacia el Magda­lena, el Golfo de Maracaibo y Venezuela.

En cambio, nos queda aún por describir la excursión clásica a la Sabana de Bogotá, o sea la visita al Salto de Tequendama, la cascada que debe considerarse como la mayor maravilla natu­ral de Colombia. La Sabana de Bogotá fue en edades remotísimas un lago de 150 kilómetros cuadrados de extensión y una profun­didad de unos 60 metros, como atestiguan todavía numerosas huellas. En Soacha, a tres horas de Bogotá, se han hallado huesos de mamut. La vara mágica de Bochica, héroe benefactor de los chibchas, rompió, según la leyenda, las rocas que contenían al lago en dirección suroeste respecto de Bogotá. Las aguas se precipitaron entonces en formidable cascada, se vació el lago, y su fértil suelo dio lugar a aquella civilización que habría de asombrar a los conquistadores españoles.

Lento y fangoso discurre de Norte a Sur el río Funza o Bogotá a través de la Sabana. Después de describir un arco a la altura de Canoas y luego de regar los predios de ricas hacien­das, al llegar a la casa de campo llamada Tequendama, a unas cinco horas de Bogotá, vira de súbito hacia Occidente. Las mon­tañas se acercan entre sí. Al curso del río opónense ahora bloques de roca como arrancados a los montes por un terremoto. Pero las aguas parecen no reparar en nada y avanzan presurosas; bullen en espumas, se agitan en espirales, se retuercen formando miles de pequeñas cascadas, cauces y torbellinos. A una hora escasa de la catarata, el río llega a ensancharse en un pequeño lago de montaña, dentro del espacio redondo que el batiente furor

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de la corriente fue formando con los años C' ). Ya reunido, el caudal discurre ahora con nuevo ímpetu, estrechado hasta 16 metros y cruzando cada vez más veloz entre los peñascos. Un sonoro tronar anuncia ya de lejos el desplome. Después de correr otros 4 kilómetros, hallándose ya a 400 metros por debajo de la altura de Bogotá, alcanza repentinamente el borde de las rocas, pierde pie y, con toda su líquida masa, se arroja en un ancho de más de 20 metros, primero a un pequeño escalón de 9 metros, luego, en un arco de inmensa grandiosidad, hasta la pavorosa hondura, una hondura que se esconde alojo humano. Abajo, en efecto, las aguas, que ya llegaban en espumosas gotas, se pulve­rizan por entero y hacen alzarse de continuo blanquecinos velos de niebla.

Esta singular cascada tiene unos 146 metros, o sea casi tres veces más que la mayor de las cataratas del Niágara. Cierto que estas son superiores por la cantidad de agua. Pero el paisaje que' rodea al Salto de Tequendama es mucho más grandioso y peculiar. Esta cascada cae sobre una piscina de rocas cuyas níti­das líneas no parecen sino trazadas por mano de hombre; tal es la exactitud de los dos magníficos semicírculos tallados en las verticales raqueras murallas, resplandecientes de tonos multico­lores. En esas murallas crece a intervalos el verdor o brotan árboles extrañamente enraizados. A una media hora del Salto, llegan casi a cerrarse en una sola las dos líneas curvas, y, por un angosto paso, el río todavía encrespado y vehemente penetra al paisaje del valle desde la cautividad de la cordillera. Y por el valle seguirá aún rugiendo y agitándose durante largo tra­yecto. Me parece imposible que esta hondonada en forma de anfi­teatro se excavara de una vez al abrirse paso el salto; imagino,

( *) Se hallan señales del nivel del agua hasta 126 metros pOF encima del actual lecho, de modo que esa debió ser la altura de la caída.

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más bien, que las aguas retenidas por el último reborde de la cordillera, se acumularon aquí por mucho tiempo y, formando profundos remolinos, cavaron poco a poco la hondonada, como vemos en la acción de los glaciares. Finalmente se desprendió el último y débil dique y salieron las aguas, quedando como lugar del salto aquel banco de rocas por sobre el cual se precipita la corriente al fondo del cráter.

No hemos agotado todavía las bellezas del Tequendama. Arriba, en el arranque de la cascada, la vegetación responde a las circunstancias climáticas, es sobria y casi adusta. A la iz­quierda, un magnífico robledal se extiende por una ladera que sube hasta unos cien metros. Pero allá en el fondo, bajo la ac­ción continua del vapor y de las gotas pulverizadas, ha surgido una espléndida vegetación tropical, que se ve lucir con fasci­nantes matices. Enormes lianas rojas y bambúes mécense allí bajo un perpetuo rocío; pájaros de colores bañan en la niebla su brillante plumaje. Un vaho cálido sube bienhechor hasta nues­tra tierra fría. Como si el cielo quisiera acrecentar la belleza del paisaje, en las primeras horas de la mañana -las mejores para contemplar el Salto- se refracta de continuo en la cascada y en los velos de finísimo polvo líquido, y miles de lucientes arco iris embelesan la mirada.

Al Salto puede llegarse por ambas orillas. Desde la margen derecha, la que da frente a Bogotá y que se alcanza en cuatro horas y media de camino, la catarata se mira de costado. Ten­diéndose en el suelo en un determinado punto de la muralla de roca, y alargando la cabeza, contémplase el espectáculo en toda su grandiosidad. Pero los sentidos se trastornan, se siente la atracción del rugiente caudal, y, en un estremecimiento de pavor, querríase acompañar a la corriente en su caída. Es como si un espíritu nos gritara: j Abajo! ... Desde la orilla izquierda se ve mejor la cascada. El mes de febrero de 1884, un amigo y yo

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fuimos de los primeros, o los primeros, que entre las personas no militares pisaron el camino abierto sobre el banco roquero a la altura del Salto. Esta empresa fue obra de un batallón de Bogotá bajo la dirección del coronel Atuesta, competente inge­niero. En parte se trataba de un sendero apenas todavía transi­table; pero las dificultades nos importaban poco, por el placer, esperado aunque no bien imaginado, que nos aguardaba al fin de nuestra marcha. Partimos del extremo de la línea curva del lado izquierdo, desde donde disfrutamos un hermoso panorama de las tierras tropicales. De pronto llegamos a una saliente, y la cascada se nos ofreció de frente en toda su majestad. ¡Qué inagotable desenfreno, qué incesante bramar y desparramarse de las aguas, qué juegos de irisados colores! Blancos copos, alargadas vetas, se soltaban y desprendían en vapores y brillos de tonos diversos. Ora la niebla ocultaba el Salto, ora un mágico poder parecía ir a disipar todos los velos. Estos, por fin, se desgarraban; aparecía de nuevo la tempestuosa corriente. Allá abajo, veíasela huír clara y purificada.

Nunca podré olvidar aquella mañana del 3 de febrero de 1884, tanto más por cuanto durante la noche anterior nos habían ya conmovido otras vivas impresiones. El batallón a que hemos hecho referencia había establecido un campamento arriba del Salto, y a él se retiró después de los trabajos del día. Mi amigo y yo, tras siete horas y media de caminata, habíamos llegado, fatigados y silenciosos, hasta el campamento militar. Eran como las nueve de la noche, y los centinelas nos echaron el alto. Reco­nocidos inmediatamente como gente de paz, recibiéronnos muy cariñosamente los oficiales, a los que hizo no poca gracia nuestra original idea de peregrinar hasta aquellos lugares. Hacia las diez, y después de haber tomado alguna colación de la cocina del campamento, se nos condujo a una de las tiendas y nos fueron adjudicados dos camastros. Un frío aterrador reinaba en aquellos montes. Más abajo retumbaba el Tequendama. Apenas habíamos

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entornado los párpados, tratando de dormir algo en medio de aquel frío y propicios ya al apacible descanso, despertonos un ronquido descomunal. En nuestra tienda se había introducido un soldado y, envuelto en su capote de campaña, dormía tran­quilamente sobre unos cajones. Como gente forastera en el campamento, no íbamos a arrojarle de allí. El soldado siguió en sus formidables ronquidos, y no nos quedó más remedio que contar las horas y minutos que restaban. Fuera hacía guardia un cordón de seis centinelas, quienes, para mantenerse vigilan­tes, se iban gritando cada dos o tres minutos, y según la orde­nanza, sus números respectivos: jUno!, j dos!, j tres!, ¡cuatro!, j cinco!, j seis!; y lo hacían en todos los tonos posibles, el prime­ro desganado, el segundo alegre, el tercero melancólico, el cuarto casi soñoliento, el quinto tratando de darse ánimo, el sexto con un grito prolongado y sordo. N os alegramos mucho cuando a las cinco la trompeta dio la señal para saltar del lecho y, entume­cidos todavía, tuvimos ocasión de sorber una taza de café. Rego­cijadamente se nos aclaró la historia del roncador del batallón. El terrible instrumento sonoro pertenecía a un joven recluta que a causa de aquella su mala costumbre no era ya soportado en ninguna tienda de campaña, por lo que, amparado en la noche, habíase deslizado en el sitio de la impedimenta, donde a nosotros se nos aposentara. Reímos, naturalmente, con los demás, y nos gozamos mucho de poder ya calentarnos el cuerpo con un paseo matinal por el recién abierto camino y de elevar también algo la temperatura del espíritu ante la vista del Salto.

El Tequendama resulta siempre una impresionante mara­villa. Algunos temerarios han intentado ya descender por las peñascosas paredes hasta el pie mismo de la cascada. Pero uno de los que osaron tamaña empresa, llegando bastante cerca del Salto, me aseguró que por nada del mundo se atrevería jamás a repetir el descenso.

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Solamente Bolívar, el Libertador, se mantuvo grande y majestuoso frente a la grandeza y majestad del Salto. y de modo, en verdad, inexplicable. Muy cerca de la caída, existe en medio del río un peñasco como de 2 metros cuadrados de superficie y que, cuando el nivel es bajo, emerge del agua, que­dando, en otro caso, completamente cubierto. El Libertador llegó al Salto en compañía de un numeroso grupo de personas. Uno le preguntó: -"¿Hacia dónde se dirigiría, mi general, si llegaran los españoles?" -"Hacia allá" -exclamó Bolívar saltando con botas y espuelas a la piedra que surgía en medio del agua. Difí­cil me parece llegar de nuevo a la orilla sin tomar carrera, y no temblar ante aquella fragorosa corriente. j Qué gran fortaleza de ánimo hace falta para semejante acción! Nuestra generación, de nervios tan flojos, no sería capaz de ello. La anécdota es de tal magnitud que se siente la tentación de confinarla a los domi­nios de la fábula. Pero testigos presenciales la sostienen, y la consignan respetables historiadores.

El Salto de Tequendama ha sido cantado por cada uno de los innumerables poetas colombianos, y también por extranjeros. El lírico éxtasis que su vista produce ha engendrado una inmensa cantidad de imágenes y comparaciones, de retóricos giros y fra­ses estupefacientes. Feliz aquel que no visita el Salto con la idea de hacer un poema y con el propósito de entusiasmarse a toda costa, sino que sencilla y llanamente, pero conmovido en lo hondo, mira este portento de la Naturaleza y lo guarda dentro de sí como inolvidable estampa de la grandeza de la Creación.

El Tequendama salta, como dicen los colombianos, de la tierra fría a la tierra caliente. j La tierra caliente!: he aquí la meta de todos los que, cansados de la eterna primavera de la altiplanicie bogotana, añoran, por la ley de los contrastes, otra nueva vegetación, otro nuevo clima. Tierra caliente es el lugar adecuado para cuantos desean fortalecer con un verano artificial

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sus energías decaídas por la anemia; o recobrar por medio de baños y caminatas, por el descanso o el adecuado movimiento, el vigor de sus nervios fatigados; o, en fin, hacer una vida pura­mente vegetativa y reponerse de anteriores esfuerzos. Llegadas las vacaciones nos sentíamos atraídos por aquellas tierras, de­seosos de olvidar las penalidades de las diarias tareas y trajines. Eran en especial reconfortantes y hermosas aquellas noches de tierra caliente, en las que uno, a la puerta de casa, se balanceaba en su mecedora mirando el cielo estrellado.

En mis primeras vacaciones, que fueron en diciembre de 1882, bajé hacia el Sur con algunos amigos colombianos, diri­giéndonos desde Bogotá al valle del Magdalena. ¡ Qué de prepa­rativos hasta reunir el equipo de montar y tener listas todas las guarniciones y detalles, hasta alquilar una buena cabalgadura, hasta hallarse adecuadamente empaquetado y repartido el poco equipaj e para la expedición! Ciertamente, si una sola persona invierte días enteros en los preparativos de un viaje, ¿ qué tal les irá a los padres de familia que en diciembre salen de Bogotá con todos los suyos para establecerse en una casa alquilada al efecto a unas cuantas horas de la capital? N o en vano se ha descrito tantas veces el martirio de ese Santo Job de la vida familiar hasta que chicos y grandes, hijos, hijas y mamá, y luego todas las sirvientas, se hallan sentados en sus respectivas mulas o caballos, hasta que los víveres y los necesarios enseres domés­ticos han sido embalados y cargados sobre las bestias y hasta que al fin la caravana se pone en marcha despaciosamente, yendo a la cabeza de ella el solícito patriarca. Así cruzan las calles de Bogotá, seguidos por mil curiosas miradas de gentes dispuestas a sacar faltas a este o el otro detalle del equipo o de los animales, y nada parcas en las críticas y murmuraciones. Pero ¡ qué delicia cuando ya todo ha pasado y Bogotá es no más que una cinta de brillos en el horizonte de la Sabana! ...

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El camino hacia el Magdalena, o sea la carretera general hacia los Estados del Tolima y Cauca, abandona la altiplanicie en el lugar denominado "Boca de Monte", a unos 25 kilómetros al Suroeste de Bogotá. Solo muy de mañanita aparece despejada la vista de las tierras bajas; las más de las veces avanzan nieblas grises y frías que ascienden desde el desfiladero. Hay que cabal­gar en zig zag entre la densidad de la niebla; cada jinete, envuel­to en su ruana va pegado inmediatamente al anterior, y a cada curva parece haber desaparecido el de adelante. Todo el ambiente es de un gran romanticismo. Pero algunos cientos de metros más abajo nos envuelve ya un aire más tibio, los oídos ensordecen un tanto por la mayor afluencia de sangre; el pecho, de momento, se siente algo oprimido, para ir ensanchándose luego poco a poco. Vuelve a lucir el sol y con él hácese visible un panorama que ensancha también el espíritu. Abajo, ante el albergue de Tambo, se mira el valle del río Bogotá, el que se ha precipitado en el Salto de Tequendama y que ahora discurre entre fértiles tierras. A nuestro frente, ya dividido el Bogotá, se extiende la Mesa de Juan Díaz, planicie verde y de marcadas aristas, que se eleva unos 500 metros sobre el fondo del valle. En la lejanía, la ingente masa cónica del Tolima levántase más allá del curso del Magda­lena. Una gran cantidad de azuladas cadenas montañosas, un sinnúmero de bosques. Después de pasar por Tena, sitio de clima agradable y que fue lugar de esparcimiento del Zipa, acumu­lándose allí antaño muchos tesoros, se asciende a la Mesa. De camino, se encuentran numerosos ganados que van a los pastos de tierra caliente o son llevados a la capital. Pronto se llega a la pequeña ciudad llamada así mismo La Mesa, a una altitud de 1.281 metros y con una temperatura media de 23 grados. En ella se siente algo de ese calor húmedo propio de muchos lugares del Trópico. La Mesa comercia muy activamente en miel (la melaza o jugo condensado de la caña de azúcar), que se obtiene en las haciendas de la región circunvecina. Todos los martes hay

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aquí un gran mercado, que se celebra en medio de gran anima­ción en las rectas calles de la localidad, las cuales llaman la atención por el bello arbolado, naranjos sobre todo, que las ador­na. El número de mulas de carga que anualmente entran y salen de La Mesa se calcula en muchos millares. Ello, unido a la cir­cunstancia de existir aquí un Banco, da idea de la importancia de esta pequeña población, a la que solo una falta puede señalarse: el no tener baños. Esto obliga a descender de La Mesa hasta uno de los dos ríos que por ambos lados discurren; y en la cabalgada, que no es corta, se sufre el consiguiente calor. En este punto suele pasarse la primera noche cuando se viene de Bogotá.

Varias veces volví a pasar a caballo por La Mesa con motivo de una estancia de varios días en una hacienda cercana, perteneciente a la familia Arango, en la finca denominada Junca. Esta propiedad se extendía desde la divisoria de aguas de la cordillera hasta el río Bogotá, y daba excelente ocasión, que con gratitud aproveché, de conocer los diferentes productos de aque­lJa región y las circunstancias sociales de la misma. El valle es ya notablemente cálido; la caña de azúcar presenta magníficos ejemplares y se cultiva de forma metódica. En Junca vi una fábrica de azúcar, verdaderamente modelo. El trapLche, o molino de caña, no era trabajosamente movido por el procedimiento tradicional de lentos bueyes, de continuo aguijados y girando en círculo sin cesar, ni tampoco era un molino de madera. Se habían suprimido igualmente las ruedas dentadas, que desperdician har­ta fuerza, y se utilizaba la impulsión por vapor. El material empleado era el hierro, y los largos y pulimentados rodillos fun­cionaban así: uno arriba y dos abajo, girando a un tiempo todos ellos. La caña era introducida por indígenas en la maquinaria, se la recibía, ya trabajada, por el lado opuesto y se la volvía a hacer pasar a la inversa por el molino, de modo que el prensado era muy perfecto. Los residuos se aprovechaban como combus-

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tibIe. Es claro que los indios han de tener cuidado de no acercar demasiado la mano o el brazo a los traidores rodillos; mientras se hace detener la máquina, ya esta ha magullado un brazo. Sin más, con un machete que se halla preparado al efecto, le cortan al infeliz el miembro malherido.

Durante el trabajo se cantan coplas muy bellas y graciosas. Es una especie de canto alternado entre las mujeres que trabajan en los rodillos, las molineras, y los que cortan la caña, así como los que alimentan las calderas, y demás operarios.

Las molineras comienzan así:

Molé, trapiche, molé, ?nolé, pues si sos tan guapo, que la hornilla tiene leña y el fondo quiere guarapo.

A esto responden los obreros, sobre tema por entero dife­rente, como sabiendo que el vehemente acucio al molino encierra, en el fondo, otros pensamientos:

i El tiempo que yo perdí cuando me puse a quere1'! Hubiera sembrado caña, ya estaría para moler.

Pero las mujeres no reparan en el nuevo motivo, sino que continúan animando a la máquina:

Molé, trapiche, molé, molé la caña morada, moléla a la media noche, moléla a la madrugada.

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Los hombres se avienen ahora a cantar algo del infatigable molino, pero no se desprenden de su melancólico tema, antes bien le dan un trágico carácter :

La caña con ser que es caña, también siente su dolor. Si la meten al trapiche le muelen el corazón.

El jugo de la caña es conducido, a unos veinte pasos del molino, a grandes calderas de cobre calentadas por debajo con fuego, de modo que el agua va evaporándose. De la primera caldera, el caldo es conducido a otra situada a menor altura, y así sucesivamente hasta llegar a la quinta y última caldera, bajo la que arde el fuego más fuerte y donde se obtiene la deseada condensación; es ya la miel. Esta melaza se va vertiendo luego en moldes de forma rectangular, cuyo contenido corresponde a una libra de peso. Convertido en una masa sólida, el azúcar recibe el nombre de panela y se toma como alimento, sin más que masticarla; calma la sed y tiene buen sabor. Utilízase tam­bién para la elaboración de guarapo o chicha.

Muy interesante fue para mí presenciar, la noche de un sábado, el pago de los jornales. Los obreros se habían congre­gado en grupos ante el gran depósito de melaza. Ardían allí bujías de sebo, que con mezquina y temblorosa luz alumbraban los más diversos colores, figuras, cuerpos y vestidos. Uno tras otro iban surgiendo de la oscuridad los trabajadores, recibían su dinero del jefe, al que daban gracias, y acercábanse luego a los grifos del citado depósito, del cual se les ponían uno o dos cazos del espeso jarabe en una vasija que cada cual a ese efecto llevaba. Seguidamente desaparecían silenciosos en la noche. De esta melaza hacen luego sus bebidas embriagantes o sus dulces. El jornal se 10 gastan casi siempre en borracheras. Las estancias

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de esta gente, es decir las casitas donde viven y que pertenecen a la hacienda, son los mismos miserables ranchos que se encuen­tran por todas partes. No puedo decir que se tratara mal a los jornaleros; al menos los propietarios de Junca, se comportaban de modo muy justo.

Pero toda esta población está integrada por servidores. Los campos pertenecen a terratenientes o a señores feudales. El año 1850, una ley suprimió, con mal entendido liberalismo, el antiguo sistema español de los resguardos de indígenas, según el cual los indios habían conservado una parte del país como propiedad inalienable. En pocos años, del pequeño propietario se hizo un arrendatario, y pastos las tierras de labor. A ello se agrega la acción del clero, que, aunque con gran dificultad, extrae a cada cual el diezmo correspondiente. Por tal razón estas gentes trabajan tan solo para obtener lo más necesario; son laboriosas por condición, pero muy disipadas. Sus enemigos son la viruela y las serpientes; todos los años sucumbe alguien a la mortal pi­cadura de las víboras. Ciertos de estos reptiles son tan venenosos que producen la muerte en pocos minutos.

Característica me pareció la conducta de mis amigos de la hacienda en relación con las serpientes. El propietario, un hom­bre que rebasaba la cincuentena, encanecido en el trabajo, confe­saba sentir un miedo horrible a esos animales. Una vez, delante de su casa, escuchó que un pájaro piaba temerosamente. Lo sacó de entre la yerba y se dio cuenta horrorizado que el ave llevaba enganchada una serpiente que en ella había hecho presa. Todo lo contrario le pasaba al hijo de uno de mis estudiantes. Yendo en mula por una plantación de azúcar, la primera vez que fui a la hacienda, espantamos una serpiente de más de un metro de larga. Era un animal de magníficos colores y, según supe, de especie muy venenosa. Yo puse espuelas a mi mula; mi joven amigo, on cambio, saltó del caballo como atraído por un imán

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y se lanzó tras la serpiente metiéndose entre la maleza. Pero el ofidio había escapado vivo. El muchacho se sentía siempre impelido -así me lo declaró el insensato de él- a abalanzarse sobre toda serpiente que veía; y no experimentaba miedo alguno. "Tenía" que ir hacia el reptil.

Al medio día íbamos, por lo común, a tomar el reconfortante y plácido baño en uno de los pozos en que espumoso se precipi­taba (una caída de algunos metros) un arroyo de montaña; otras veces íbamos al río, en cuyas orillas, sobre extenso pra­derío, se practicaba la cría de caballos y mulas. Cabalgando una hora y media en sentido opuesto, es decir, desde el río hacia los montes, llegábase a una de las mejores plantaciones de café, "Antioquia" era su nombre, en clima relativamente fresco. La calidad del producto es allí exquisita. En ese sitio vi también las diferentes máquinas para el tratamiento del fruto (secado, descerezado, mondado), máquinas que, si bien eran de género muy primitivo, me sirvieron para comprender el gran cuidado que requiere la obtención de un grano limpio y bueno.

Desde La Mesa, continuamos ahora hacia el río Magdalena. Por un camino bastante pedregoso que corre casi todo el tiempo a lo largo de la cresta de una montaña, en dos horas de recorrido a lomo llégase al lugar de Anapoima. En el trayecto nos sorpren­dió una tempestad acompañada de fuerte aguacero, con lo que tuvimos ocasión de probar la utilidad de los impermeables y zamarros. Pero había algo no especialmente tranquilizador: los rayos caían cerca, muchas veces debajo de nosotros, pues ya se ha dicho que íbamos por la altura.

Tan fresca y como recién hecha que se despierta la Natu­raleza después de una tempestad semejante, siempre anunciando la paz con su arco iris, j y qué desagradables son las consecuen-

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cias para el viajero! Los caminos vuélvense muy difíciles; con el fango, es casi inevitable que las bestias resbalen, cosa bastante peligrosa.

Anapoima (678 metros) tiene ya una temperatura media de 27 grados. Por sus manantiales sulfurosos, acuden a ella muchos procedentes de Bogotá. No hay duda de que pudiera existir un camino llano desde las cordilleras; bastara para ello seguir uno de los ríos que rodean a La Mesa. Pero quien busque caminos llanos en este país, se equivoca de medio a medio. Ya los españoles comenzaron a preferir las alturas, al objeto de tener buenas vistas y poder tomar las medidas oportunas como defensa contra los asaltos de los aborígenes. Los colombianos se han limitado a conservar los senderos utilizados por los espa­ñoles. Son vías que, en lugar de hacer rodeos para dirigirse a su término con la menor pendiente posible, llevan al caminante por lo alto de todas las cumbres, cosa que no dej a de tener sus ventajas para el amante de la Naturaleza. Pero las bestias se cansan y el viaje resulta muy lento.

Pasado Anapoima, desciéndese a un profundo valle, Supatá, y desde aquí, sudando a mares y bajo un sol abrasador, se vuelve a subir a una nueva cresta, para bajar nuevamente hacia Las Juntas. Aquí vi por primera vez, cruzando en largas filas el camino, aquella clase de hormigas que transportan grandes car­gas. Cada insecto lleva entre las mandíbulas una hoja fresca Pero esta es varias veces mayor que el cuerpo del animalejo: y como la carga va en posición vertical, parece un ala verde.

La Juntas es el lugar donde se unen los ríos Apulo y Bogotá. El primero de ellos trae unas aguas muy oscuras. Arboles gigan­tescos dan sombra a la orilla y enmarcan la humildísima venta, en la que, acostados sobre una gran mesa, pasamos la noche, con la consiguiente protesta de nuestros maltratados huesos. Un baño en el Bogotá nos refrescó un tanto. No lejos del sitio en que nos

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bañábamos, una negra estaba lavando algunos vestidos. Tras ella ardía en la orilla una pequeña hoguera, y sobre esta pendía una olla donde se cocían unas sopas. Con el motivo que fuera, la negra fue a remover una vasija de barro medio rota que había allí cerca al pie de un árbol, y debajo apareció enrollada una pequeña sierpe venenosa, a manchas negras y amarillas. La mujer se dirigió velozmente al fuego, tomó un leño ardiente y con él, entre chasquidos y humo, deshizo con fiero gesto la cabe­za del reptil. Del modo más plástico y violento se representaron allí las palabras de la Biblia: "Pondré enemistad entre ti y la mujer y entre tu semilla y su semilla; una mujer aplastará tu cabeza" ... , etc. La negra, fuerte y hermosa, tornó a su ocu­pación.

El camino va abora, hasta el pie de las peladas estribaciones de la cordillera. Por primera vez vi allí la tarabita, que sirve para cruzar el río. Como en ese trayecto no hay puente alguno sobre el Bogotá, y existen a su margen izquierda grandes potre­ros, o praderas, se ha hecho necesario el paso, el cual se practica por medio de un cable tendido entre ambas orillas. De este cable cuelga, por medio de una polea, un cesto redondo enlazado a su vez con ambas márgenes por una cuerda. El pasajero se instala en el cesto y, mediante un impulso, suele llegar hasta la mitad del río; desde la otra orilla tiran luego del vehículo colgante, y así cumple su cometido tan primitiva instalación. Hay que ad­vertir que durante las luchas de la independencia cruzaron ríos en tales tarabitas unidades enteras del ejército. Solo un soldado español negóse en tiempos a entrar en el cesto, pues, según declaró, babía prometido servir a su señor en mar y tierra, pero no en el aire.

Al tercer día por la mañana, después de pasar por el animado lugar donde están la barca de trasbordo y la venta de Portillo,

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llegamos a Tocaima (508 metros). Esta pequeña ciudad, fundada ya en 1544 a orillas del Bogotá, más tarde, y debido a una inundación (1673), hubo de ser reconstruída sobre un pedregoso cerro que allí se eleva dominando el río, así que ahora se halla en clima muy cálido, con una temperatura media de 27 grados y medio. El agua potable se trae del río, por lo que siempre está caliente y turbia. Luego se la conserva en jarras o bote­llones, enormes vasijas de barro cocido donde se mantiene relati­vamente fresca, y de allí se la extrae con cazos. Tocaima era entonces un lugar de descanso y de baño muy preferido por las familias bogotanas. Además hay fuentes curativas con mu­cho contenido sulfuroso, las que, al parecer, obran maravillas en las enfermedades de la piel. Por lo demás, la vida en este lugar, no muy simpático y donde dicen que hay reyertas resulta un tanto monótona. Para desgracia de Tocaima, el año 1884 se declaró allí una fuerte epidemia de fiebres, a causa, según se dice, del imperfecto enterramiento de algunos cadáveres, pues el cementerio está asentado sobre roca. Murieron entonces mu­chas personas conocidas, entre ellas, víctima de la asistencia a los enfermos, el bondadoso cura de Tocaima, doctor Rojas, que me inspiraba un gran respeto por su celo verdaderamente cris­tiano y por su caridad.

Cuando por las tardes íbamos a la iglesia, porque esta visita servía para ahuyentar el aburrimiento y no dejaba de despertar interés, veíamos allá atrás, bajo el arco sombrío, al rollizo párroco que rezaba el rosario con sus fieles. Estaba de espaldas a nos­otros, de pie ante un gran atril. Dos pilluelos de Tocaima, des­calzos y sin otra prenda de vestir que unos pequeños calzones, le alumbraban con velas. Otros dos muchachitos agitaban incen­sarios; pero de cuando en cuando se sentaban en el suelo y soplaban sobre el incienso hinchando mucho los mofletes. Los de

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las velas no atendían a la ceremonia y se volvían a mirar a los otros dos. y en su distracción, caíaseles el brazo y bajaban de altura las velas. El cura, que seguía leyendo, extendía entonces las manos, palpando en la oscuridad, hasta atrapar a los mozal­betes y atraerlos de nuevo hacia el atril ... Este iluminado grupo, de tan lindo aspecto en medio de la iglesia sombría y llena de fieles en atropellado rezo, aquella mezcla de cómica inocencia y de gravedad, componían una estampa cuya gracia no olvidaré nunca.

Tales momentos de grato abandono nos venían muy bien, por lo demás, para poder apurar luego el fuerte trago que nos esperaba. Mi amigo y colega era administrador, por nombra­miento del Estado, del Lazareto de Agua de Dios, o sea el hospi­tal de los leprosos, que se hallaba a unas dos horas de Tocaima en dirección al Magdalena. El iba en visita oficial y yo me agre­gué como acompañante. A los leprosos los tenían antes, en gran número, en Tocaima; pero un día la población, en airado tumulto, los obligó a abandonar la pequeña ciudad sin hacer excepción con ninguno de ellos. Hallaron refugio en Agua de Dios, donde el gobierno había mandado construír, en calidad de "hospital", algunas barracas de paja. Con el médico del lazareto recorrimos, pues, la estación sanitaria, en la que permanecimos dos días. Los alimentos los llevamos con nosotros y comíamos por el cami­no para no tener que hacerlo a la mesa de los enfermos. Pasamos primero el río Bogotá por un puente colgante no muy bueno, y luego seguimos hacia el pueblo por terreno principalmente de pastos y sin árboles, donde el sol caía de modo abrasador. Una parte de los leprosos vivían en casitas en medio de la población; otros estaban alojados en largas barracas, en las que recibían la asistencia, bastante mezquina, que les dispensaba el gobierno. Sensible era, sobre todo, la falta de agua y de baños suficientes. Hágaseme gracia de la descripción de los leprosos y de los dife-

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rentes estados de la enfermedad. Mientras mi amigo resolvía asuntos técnicos y dirimía discordias de las que suelen produ­cirse entre tales pacientes, yo me dedicaba a leer poemas de Lamartine a un joven y culto bogotano -joven, sí, y, en tiempos, de belleza muy notable, pero ahora envejecido y afeado por la enfermedad y su progresiva destrucción. La lectura duraba horas enteras, y aquellas poesías, en su sublime religiosidad, parecían infundir gran consuelo al pobre leproso.

Ya de regreso, aconteció que en el camino, en una venta muy abandonada, nos encontramos con un joven estudiante de la Universidad, que se hallaba en el más lastimoso estado. Bajo aquel sol de fuego había sufrido una fuerte insolación y yacía allí con el rostro horriblemente enrojecido. Nuestra sola presen­cia y una fricción de la cabeza con aguardiente le tranquilizaron mucho, y al día siguiente pudo ya continuar el viaje, atribuyendo a nosotros su salvación, cuando lo único que hicimos fue darle ánimos y disponer lo más necesario. Igualmente agradecidos se mostraron los leprosos a quienes, aparte del médico y el sacer­dote doctor Rojas, nadie diera prueba de afecto y cariño. A los ojos de otros aprensivos colombianos pareceríamos poco menos que héroes por haber osado llegar a aquel espantoso recinto de la enfermedad, y los periódicos comentaron nuestra "hazaña" en forma que nos desagradó por lo excesiva.

Diez días más tarde llegaban a Tocaima, por el mismo ca­mino y en sendas cabalgaduras, cuatro viajeros. Eran los que siguen: en primer lugar, el doctor Salvador Camacho Roldán, colega mío en la Universidad y librero, uno de los más cultos colombianos, un verdadero Catón de la República, exigente con­sigo mismo, pero tolerante con los demás, carácter íntegro y rectilíneo, y persona que había ostentado con mérito sobresa­liente las más altas dignidades, como Ministro de Hacienda y

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de Agricultura, y a la sazón la de Senador de la República. * Era el otro viajero el doctor Manuel Pombo, conocido como representante del tradicional genio bogotano y de la alegre sa­biduría de la vida. Los otros dos que a Tocaima llegaban éramos el hijo del doctor Pombo y yo. Queríamos hacer una visita en Ibagué a otro representante, modesto, pero no menos original, de la literatura colombiana, el señor Juan de Dios Restrepo. Partiendo de Tocaima, y por camino llano, pero con un calor de fuego, en ocho horas se alcanza el Magdalena en Girardot. Atravesamos la hacienda del doctor Camacho, llamada Utica. La casa de campo está a un cuarto de hora del camino, arrimada a las últimas estribaciones de la cordillera. Su dueño pasó aquí muchos años dedicado a la agricultura, pero ocupándose tam­bién en serios estudios, hasta adquirir aquella ilustración y aque­lla elaborada asimilación de lo leído que a menudo me llenaban de asombro. i Y cuánto trabajo y esfuerzo gastó también en vano aquel amigo, aquel hombre infatigable en la labor!; en torno a su casa de campo se ven las diferentes cubas y tinas de cemen­to que, con grandes desembolsos, habían sido instaladas para la obtención de la anilina. Grandes extensiones de terreno fueron plantadas de añil, el vegetal origen de esa substancia y que tan especial esmero exige. Un día se inventó el azul de Prusia; los colores artificiales de anilina desplazaron a los naturales, y los

* Emiro Kastos. en otras ocasiones muy parco en el elogio, escribe de él: "Inteligencia elevada, carácter lleno de entereza, corazón apasionado y entusiasta, en el cual el uso del mundo no ha marchitado las creencias generosas de la juventud, trato sencillo pero lleno de distinción, todas estas cualidades y otras muchas hacen de Salvador Camacho Roldán uno de los hombres más notables, queridos y respetables del país".

(N. del T.): La cita corresponde a la primera carta que Emiro Kastos dirigió al doctor Manuel Pombo y que apareció publicada en "El Tiempo", número 196, de 28 de septiembre de 1858. Figura en Artículos escogidos. nueva ed., Londres, 1885, publicados por Juan M. Fonnegra, (Escritos colombianos) .

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productos colombianos, encarecidos a causa de los costos de transporte por el Magdalena, no pudieron ya competir. Las pér­didas fueron de millones.

En Girardot, que era en tiempos una pobre aldea a orillas del Magdalena, un gran puente tiéndese ahora sobre el río; nos­otros tuvimos que cruzarlo todavía en canoas. El caudal pre­senta allí unos 200 metros de anchura, pero la corriente no es impetuosa. A un tiro de carabina más arriba del punto de la opuesta orilla que debe ser alcanzado, se desensillan ya las mu­las. Las monturas se cargan en unas canoas estrechas y de unos 30 pies de largo, construídas de un tronco hueco. Los pasajeros embarcan y se acurrucan entre las monturas o sobre ellas; cada uno, desde la embarcación, sostiene del ramal a dos o tres bes­tias. Ahora la canoa se separa de la orilla, y las mulas son arrea­das hacia el agua con fuertes gritos, de modo que tienen que ponerse a nadar. Tranquila deslízase la canoa sobre la turbia superficie. Las bestias resoplan y jadean, luchando aguerridá­mente contra la corriente, A veces se adelanta una de ellas, se enredan las cuerdas entre sí y es necesario desenmarañarlas rá­pidamente desde la misma canoa para impedir que alguna mula haga hundirse a otra. Al llegar a la orilla, los animales suelen comenzar a revolcarse en la arena, y en tales con.diciones es ne­cesario ensillarlos de nuevo. En los cálculos del viaje, esta tra­vesía a nado les es contada a las mulas como media jornada de marcha. Toda la operación del cruce del río pareciome la pri­mera vez extraordinariamente poética. Pero cuando más tarde me tocó tener yo mismo del ronzal a los animales y pasar miedo por ellos, desapareció la aureola literaria, y la travesía pasó a resultarme enojosa.

Al otro lado del río, en Flandes, tenía un gran almacén el amigo a quien veníamos a visitar, el señor Restrepo. En algo más de un día cubrimos la etapa hasta Ibagué después de cru­zar las anchas llanuras del valle del Magdalena, sabanas estéri-

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les en las que solo mezquina yerba crecía y donde de vez en cuando surgía un ranchito con una plantación de tabaco.

Magníficas ceibas y cauchos daban sombra a las haciendas solitarias, en las que a la noche no podíamos, como en otras comarcas de Colombia, ufanarnos de una hospitalaria acogida, pues solo de mala gana se nos daba un sitio donde dormir y, esto aún más difícilmente, alguna sopa como refrigerio. El di­nero no resuelve nada con estas gentes. En descargo suyo hay que decir que las muchas revoluciones les han hecho descon­fiados a todo hospedaje, voluntario o por necesidad. Junto a los árboles vense aquí y allá curiosas construcciones que dan la im­presión de troncos huecos, quemados y agujereados en algunas partes, de los que solo quedara la corteza. Al aproximarse se advierte que son grandes hormigueros, ahora vacíos, construÍ­dos sobre una base de tierra. Tales ruinas dan testimonio de la asombrosa laboriosidad de esos animales y de su ingenioso instinto.

El panorama nos compensa del horrible calor. Al Este, en lontananza, ondulan las líneas azules de la cordillera; hacia el Sur la llanura parece no acabarse; al lado de Occidente se alza, sin transición alguna, el macizo de la Cordillera Central, domi­nada por el ingente Tolima. En el primer término el río Coello ha excavado profundamente su cauce en la desértica llanura, y por el valle asoman gallardas palmas, cocoteros y pastos ubérri­mos. El paisaje de rocas que acompaña el curso del río podría corresponder más bien al Sur de Francia que a Colombia. Es una estampa de Provenza, ancha, abierta, soleada. Ahora ha salido la luna y proyecta su delicado resplandor sobre los gla­ciares y cumbres nevadas del Tolima, que brillan con una luz mágica. Rendidos al final de la jornada, dormimos magnífi­camente sobre el suelo de barro apisonado, o sobre una mesa; de colchón hacen nuestros zamarros, de almohada la silla de montar.

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Al mediodía siguiente hacemos la entrada en Ibagué, cuya torre miramos ya desde hace tres horas. La pequeña ciudad capital del Departamento, tiene pocas casas notables, pero sí: en cambio, algunas buenas escuelas; entre ellas dos para maes­tros, pertenecientes al Estado del Tolima. Ibagué se halla en­cajada en un entrante de la cordillera, determinado por la de­presión de los ríos Combeima y Chipalo. El verdor de los campos y praderas penetra hasta las mismas calles de la ciudad. El clima es excelente y benigno (20 grados).

Cordial acogida, vida en familia, excursiones a los alrede­dores -que son tierras fértiles y ricas en minerales-, paisajes de plácido halago para los sentidos, baños en el cristalino Com­beima, que trae agua helada de las alturas del Tolima, gratas conversaciones aliñadas con el humor y el ingenio de los tres literatos amigos, los cuales, tiempo atrás habían convivido ya en Bogotá durante algunos años ... , todo esto llenó los días felices de la permanencia en Ibagué. En el jardín de nuestro amigo, detrás de la casa, había muchos árboles: naranjos, man­gos, tamarindos, nísperos, donde anidaba gran cantidad de pá­jaros, mirlos sobre todo.

Una noche nos dieron una serenata. Eran músicos que do­minaban la guitarra, el tiple y la bandola como verdaderos vir­tuosos y tocaban acertadamente incluso algunas obras clásicas. Al escuchar los primeros compases, nos levantamos de la cama, y, envueltos en las largas mantas y con el sombrero puesto, hici­mos pasar a los músicos para ofrecerles el consabido trago de brandy. Los brindis improvisados que se dijeron en aquella noc­turna y extraña reunión fueron tan graciosos como atrevidos.

No pudimos asistir a un baile que en honor nuestro habían organizado en la Sala de la Casa Municipal los estudiantes que se hallaban de vacaciones en !bagué. Causa de esta imposibili­dad fue que el doctor Camacho Roldán debía salir a toda prisa

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para Bogotá, pues había fallecido el Presidente de la República, doctor Zaldúa, (22 de diciembre de 1882), y en la capital se temían desórdenes. De mala gana nos despedimos de nuestro hospitalario amigo y de la querida y linda ciudad. Pese a que el viaje de regreso lo realizamos por igual camino que a la ida, de ninguna manera nos resultó aburrido o monótono; la gran ri­queza de detalles y de posibilidades nuevas es tan grande en Colombia, que nunca habrá de lamentarse allí el hacer dos veces el mismo itinerario.

Un triste episodio cerró nuestro viaje. Al pasar de regreso por Tocaima, me encontré con un suizo y un belga, y me dejé convencer para pasar con ellos algunos días en aquel horno in­candescente. Nuestra resistencia a las enfermedades contagiosas fue sometida a dura prueba. Al lado de nuestra habitación del hotel yacía un hijo del propietario del mismo, atacado de fiebre amarilla. La cosa nos fue ocultada, pero la presumimos. El enfermo, un hombre de treinta años, sucumbió al mal, entre grandes sufrimientos, unos días más tarde. Aún hubimos de ayudar a llevarlo al cementerio. Pero al día siguiente nos pusi­mos ya en camino. Allí se siente uno más indiferente a los peli­gros, se es mucho más fatalista que en nuestra tierra ...

En mi programa quedaba todavía una excursión, la visita de una de las cosas más notables de Colombia. Lo realicé, en compañía de un estudiante, el año 1883, pues quería evadirme de las solemnidades oficiales que habían de celebrarse en Bo­gotá con motivo del primer centenario del nacimiento de Bolívar, el Libertador.

A una jornada de Bogotá, hacia el Sur, se encuentra la pequeña ciudad de Fusagasugá, en un ameno valle que invita al veraneo, un remanso de delicia en medio de las cordilleras. Des­cendiendo a un barranco por el cual se vació en tiempos un lago situado en lo alto de los Andes, se llega a dar frente a la ciudad.

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Aquella vez nos sorprendió la noche en el camino. Mitad me­drosos, mitad embelesados, cabalgábamos en la oscuridad del bosque. Seguíamos desconocidos senderos, mientras danzaban en torno las luciérnagas y retumbaba en nuestros oídos toda la Sonora vida animal. Al siguiente día, después de un baño en las frescas aguas del río euja, por las alturas que dominan el valle de Fusagasugá nos encaminamos al Pandi, situado a seis horas más al Sur. Allí encontramos alojamiento en una casita, lo cual fue posible porque no hicimos uso de especiales miramientos. Yo pedí un tiple y me puse a entonar algunas canciones, a pesar de que el hambre nos devoraba, yeso despertó tal confianza que, por fin, al cabo de dos horas, humeaba ya sobre la mesa una pequeña y modestísima colación. y ya que con paciencia había sido ganada, la aceptamos también con suma paciencia.

A la mañana siguiente visitamos en primer lugar una de las maravillas de esa región, la Piedra de Pandi, un gran bloque de forma prismática cuadrangular, (20 metros de lado y 15 de alto). En la parte superior de esta piedra los aborígenes del país inscribieron en color rojo una serie de jeroglíficos, los cuales han resistido por varios siglos el influjo de la intemperie. Estos signos -por desgracia, todavía no descifrados- representan las más extrañas figuras, entre ellas el sol y las interpretaciones primitivas del escorpión, del lagarto y de la rana. Esta última era para los indígenas una deidad de suma importancia, pues anunciaba las fecundantes lluvias y también las inundaciones. Toda vez que la lluvia se presentaba en determinadas épocas del año, la rana significaba también las fases lunares, en tanto que el águila, como mensajera del buen tiempo, era el símbolo del verano, de la estación en que brilla el sol.

A unos veinticinco minutos del pueblo, el camino tuerce bordeando una peña, e, inesperadamente, llégase a un puente como otro cualquiera, con el cual parece habremos de haber lIe-

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gado a algún zanjón seco. i Nada de eso! Desde las barandillas y entre el exuberante verdor que las flanquea se contempla un rocoso barranco de 84 metros de hondura y de 10 o 15 metros de ancho. Por el espantable fondo de esta grieta empuja su espumo­so y blanco oleaje el río Sumapaz, que tiene aquí una profundi­dad de 18 metros. El río, como se nota en las paredes de pizarra y piedra del barranco, se incrust6 aquí mediante violentísima erosión al desplomarse las aguas del gran lago de Sumapaz. Descendiendo junto a la pared de pizarra que queda a la dere­cha del puente, contémplase un curioso espectáculo. A unos 13 metros por debajo del puente se descubren los restos de la pri­mitiva continuidad geológica: dos enormes bloques de pizarra que, avanzando el uno frente al otro, llegan a unirse sólidamente por medio de un tercero, el cual encaja como la clave de un arco. Es el puente natural de Icononzo. Sobre éste, y penetrando en los flancos de la grieta, se alza de lado y lado un bloque de roca de 2.60 metros de espesor, el cual forma como un arco g6tico, de 1.40. así que entre su ojiva y' la ba se de pizarra queda una abertura. Este último bloque, cuyo volumen fue calculado en 200 metros cúbicos por el investigador André, se halla todo re­cubierto de verdor, destacando bella y extrañamente sobre el negro hueco del barranco. La peña que constituye arco tan peculiar es la famosa Cabeza del Diablo, la cual rod6 desde arri­ba. librándola de la destrucci6n el puente de pizarra que ahora constituye su sostén. Solo a seis metros del bloque pasa el puente artificial de mader~. Allí abajo revolotean bandadas de pájaros, guapacos, que con sus agudos picos se encargan de atacar a quie­nes, como hizo nuestro paisano Notzli el año 1875, osan descen­der a la profundidad sostenidos por cuerdas. Tirando piedras al fondo, se consigue espantar a los guapacos. La garganta viene a tener la longitud de una hora de camino. Desde el puente se prolonga aún como un cuarto de hora.

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, Alegremente nos despedimos de aquel formidable espec­taculo de la naturaleza para dirigirnos de nuevo hacia el sol cabalgando por la altura que enfrente se alza. A una hora de ascenso, se ve bajar un torrente que da la impresión de ser el último resto de un antiguo glaciar, y que ha arrastrado la tie­rra, dejando al descubierto las lisas rocas; sobre éstas, a su vez, ha practicado huecos de profundidad equivalente a la altura de un hombre, que constituyen auténticas bañeras naturales. Se hallan dispuestas unas sobre otras, de modo que el agua se vier­te sucesivamente en graciosos y bullidores saltos. En estos ori­ginales baños, con un agua que baja a temperatura de hielo y se caldea bastante en las rocas, nos solazamos a nuestras anchas en la espléndida libertad de la Naturaleza.

El día había de traernos todavía nuevas sorpresas. Cabal­gando por un pedregoso y angosto sendero, llegamos finalmente a la cima de la montaña, desde donde presenciamos un gran panorama de lo que fuera dominio de los belicosos y aguerridos indios panches. Estas gentes dieron mucho que hacer a los aborí­genes de la altiplanicie bogotana y también a los españoles. La cresta en que nos hallábamos y la situada frente a ella rodean el valle de Fusagasugá, para, más abajo, unirse estrechamente entre sí. De ese encierro tuvo que escaparse el río, ya antes bastante incrementado, y lo hizo por la barranca o boquerón del Desaguadero, que bordea los flancos del llamado Cerro del Muer­to. Nuestro viaje no sigue esa ruta, sino que, al estilo español, tenemos que ir por lo alto de la montaña, cosa de la que no nos arrepentimos, pues al descender por la opuesta ladera llegamos a la más espléndida selva virgen, toda de gigantescas encinas y llena de profundísima sombra. El sendero avanza sobre altas plataformas de piedra que parecen haber sido dispuestas arti­ficialmente en forma de escalera. Las más raras mariposas, pero en especial unas de color azul y del tamaño de la palma de la mano, revuelan en torno nuestro, aleteando, nos acarician tan

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confiadamente cercanas, con una inocencia tan ajena a la hu­mana maldad, que nos sería imposible robar a una sola de estas criaturas su divino gozo de vivir. Para hacer aún más completa la estampa, tras nosotros venían dos indias, la una mejor arre­glada, a lomos de una mula, y la otra, sin duda su criada, arre­mangada y a pie. Eran dos figuras ingenuas y de hermosas formas, de rostro expresivo y ojos radiantes. La que parecía ser sirvienta tañía con infantil gracia un caramillo construído rústicamente de cuatro o cinco cañas ensambladas. Los sonidos estaban faltos de toda melodía, eran cualquier cosa menos mú­sica, y , sin .embargo, me llegaron al corazón. ¿ Quién fuera in­sensible a aquella poesía, a aquel primitivo encanto? Fascinados, nos detuvimos. Ellas saludaron sonrientes, siguieron cuesta aba­jo y desaparecieron en la selva.

El bosque iba haciéndose poco a poco menos espeso. Al borde del camino crecía café, cacao, maíz, de modo, al parecer, espontáneo y sin cultivo alguno. ¿ Por qué no se ven muchas más plantaciones en estas fértiles laderas de las cordilleras colom­bianas? Esto se nos explicó, dejando aparte la pereza de la gen­te, por la omnipotencia de los latifundistas, que se enriquecen a costa de los pobres indios y que, sobre todo mediante antici­pos, saben aprovecharse de sus cosechas de maíz y de arroz. Feudalismo, pues, y miseria, junto a la formidable fuerza crea­dora de la naturaleza. Por último, llegamos a la llanura arenosa por donde el río Fusagasugá corre a juntarse al Magdalena. A la orilla hay un pueblo, especialmente pobre, llamado Melgar, donde por única colación diósenos una tacita de chocolate; y así, bastante hambrientos, hubimos de tendernos en la dura cama. Al día siguiente atravesamos el río, el cual riega mejor la orilla derecha y ha formado allí uno de los más hermosos palmares que vi en toda mi vida. Luego subimos por la llanura de Los Limones, cuyo recorrido lleva varias horas y donde, so­bre pastos un tanto pobres, se apacientan centenares de cabe-

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zas de ganado. Avanzando ora por el valle de algún río, ora por frío y aromoso bosque, después de muchas revueltas del cami­no fuimos a parar otra vez a Agua de Dios, el pueblo de los le­prosos. Allí, mi compañero de viaje se declaró dispuesto a de­jarme y seguir él solo la ruta si yo persistía en el propósito de hacer una pequeña visita a aquellas pobres criaturas. Nos diri­gimos nuevamente a Tocaima. .

El último día de nuestro viaje de regreso (25 de agosto de 1883), viaje que aceleramos a causa de los rumores de una próxima rev0!ución, al llegar a la Sabana de Bogotá viniendo de La Mesa se nos preguntó dónde había tenido lugar la batalla. Nosotros no sabíamos de batalla alguna, y no menos asombro nos produjo el saber que en Bogotá se había escuchado durante el día un retumbar como de fuego artillero, y que, dada la rei­nante inquietud política, creyóse hubiera habido ya luchas en la región de La Mesa.

Pero nuestra extrañeza fue aún mayor cuando un mes más tarde se nos dio la posible explicación de aquel incomprensible fenómeno. El día citado se había producido en Java, o sea en nuestros antípodas, la terrible erupción de los volcanes, que costara la vida a tantos miles de personas. Algunos colombianos pretendían haber incluso calculado que el tiempo que el sonido debió necesitar para transmitirse a través de la masa de la tierra, correspondía exactamente a la diferencia entre la hora de la catástrofe y la de la supuesta batalla.

Todas estas excursiones las realicé en compañía de colom­bianos, con lo cual, como suele ocurrir en tal clase de correrías, los llegué a conocer a fondo, y también, las más de las veces, a estimarlos mucho. Dicho sea también, en su alabanza, que tu­vieron suma paciencia conmigo hasta que en cierta medida lle­gué a alcanzarles en el arte de viajar rápida, segura y agrada­blemente.

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7. -CONQUISTA DEL PAIS. POBLACION ABORIGEN.

RAZAS

La historia de Colombia es rica en acaecimientos interesan­tes y asombrosos. La conquista del país, en primer lugar, nos muestra gigantescas expediciones llenas de extraordinarios y heroicos hechos.

Cuando el Papa Alejandro VI, otorgó en 1493 a los Reyes Católicos, Fernando e Isabel, el dominio sobre las tierras recién descubiertas, los españoles no aguardaron a escucharlo dos ve­ces, y, en efecto se quedaron con todas las posesiones de Amé­rica.

Pero mientras que el imperio de los aztecas, Méjico, quedó conquistado en 1521 por Hernán Cortés y el de los incas, Perú, en 1524, por Pizarro -en tiempo, pues, relativamente breve- hu­bieron de transcurrir casi cuarenta años, repletos de empresas extraordinariamente difíciles, de batallas y escaramuzas sin cuento, hasta que Colombia cayera enteramente en manos de aquellos conquistadores y aventureros, gentes ambiciosas de dominio y botín, a cuyo tesón y bravura no podemos regatear nuestra admiración.

Alonso de Ojeda, procedente de Venezuela, y acompañado de Américo Vespucio, llegó el año 1499 al cabo de la Vela, en la gran península de la Goajira. Bastidas penetró hasta la des-

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embocadura del río Magdalena, que fue descubierto el año 1501 en la festividad de la Santa que le dio nombre. Cristóbal Coló~ exploró luego en su cuarto viaje la mayor parte de la costa oc­cidental hasta Costa Rica, pero buscó en vano el istmo desde el cual, según su creencia, habría de tocar en el mar de las Indias orientales. El mirar por primera vez el Océano Pacífico estaba reservado al audaz Vasco N úñez, que el 25 de noviembre de 1513, cerca de Panamá, dejando atrás a los que le acompaña­ban, subió a una altura para saludar jubilosamente la quieta superficie. Después que sus compañeros hubieron competido en rápida carrera hasta la costa, el descubridor penetró en las aguas armado de espada y lanza y tomó posesión del nuevo océa­no en nombre de la Reina, retando a personal desafío, según el uso español, a todo aquel que lo pusiera en tela de juicio. Solo en 1522 llegó a hacerse una expedición a lo largo del litoral pacífico, abriéndose camino a los conquistadores del Perú, Pi­zarro y Almagro. La conquista del istmo y las costas de ambos mares que bañan a Colombia duró en total veintitrés años. El interior fue explorado primero por el alemán Alfínger, gober­nador de Maracaibo, que pasando por Ocaña llegó a lo alto de los Andes, pero murió cuando estaba de regreso. Heredia fundó en 1522 la ciudad de Cartagena, emprendiendo desde allí gran­des expediciones al valle del Cauca. Este valle fue recorrido luego en todas direcciones y conquistado por César, por Vadi-110 y por el luego Mariscal Robledo, que llegó de Quito por el Sur. Entretanto, se preparaba uno de los más curiosos e inte­resantes acaecimientos que presenta la historia. Como los por­menores de la fundación de Bogotá son poco conocidos, vamos a referirla con mayor detenimiento.

La expedición principal hacia el interior la emprendió des­de Santa Marta, en el mes de agosto de 1536, el licenciado y justicia mayor don Gonzalo Jiménez de Quesada, con 820 hom­bres de a pie y 85 caballos, en tanto que sus oficiales, con 5 na-

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ves y 200 hombres, deberían seguir aguas arriba el Magdalena. Esta expedición por el río resultó casi completamente aniquila­da. Quesada, en tanto, avanzó, en medio de continuas luchas con los indios, a través de la impenetrable selva tropical, llena de plantas espinosas y apretados troncos, llena de arañas vene­nosas, de gusanos, escorpiones y serpientes, de murciélagos y de mosquitos. Los soldados, con los cuerpos heridos y los vesti­dos desgarrados, se alimentaban de frutos y raíces; parece que la expedición hubo de comer hasta el cuero de sus equipos. Unos se habían quedado ciegos, otros caminaban cojos, otros eran arrebatados, hasta de las hamacas donde dormían, por los ti­gres, que menudeaban cada vez más en su ataque a los expedi­cionarios. Con frecuencia amenazaban amotinarse las tropas; pero el tesón inconmovible del jefe empuj aba sin descanso el avance por las altas cumbres que hoy día se tienen por inacce­sibles para personas a pie, cuanto más para jinetes, y que, por tanto, quedan lejos y abandonadas de toda comunicación. Un día los expedicionarios divisaron desde una alta montaña cam­pos extensos, grandes sembrados de maíz y papa, árboles fru­tales y huertos de flores. Y en aquella grata región, fresca y abundante en agua, se veían también alegres pueblos. Los in­dios, aterrorizados por el estampido de las armas y fuera de sí ante la vista de los caballos, que creían formar un solo ser con el jinete, teniéndolos por criaturas superiores, se sometieron casi sin ofrecer resistencia y se humillaron como ante dioses al poder de los conquistadores. Les trajeron de comer y beber, les trajeron caza, palomas y liebres y toda clase de raíces, les pre­sentaron incluso algunos viejos y niños para que los mataran, pues tuvieron a los españoles por antropófagos. Extendían pa­ños a su paso, quemaban incienso y derramaban por el suelo a manos llenas oro y esmeraldas. En el reparto recibió mil pesos cada uno de los soldados. Los conquistadores habían llegado al país de los chibchas o muiscas, a las altiplanicies de Tunja y

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Bogotá, un imperio que, como veremos después, poseía una cul­tura relativamente desarrollada.

Luego que los pacíficos habitantes de la Sabana quedaron sometidos, no sin que dejaran de cometerse algunas innecesa­rias crueldades y asesinatos en la persona de sus jefes, dispuso Quesada construír una ciudad en algún punto favorable y ade­cuado. Eligió para ello el lugar de esparcimiento del Zipa (Teu­saquilla probablemente). A este sitio llamolo Quesada Santa Fe por su semejanza con la villa del mismo nombre que en la~ cercanías de Granada fundaron Sus Católicas Majestades Isa­bel y Fernando en las guerras contra los moros. Quesada mandó levantar en Santa Fe doce cabañas de paja en torno a una igle­sia, con techo también de paja. El día 6 de agosto de 1538, dos años después de ponerse en marcha desde la costa, se dirigió Jiménez de Quesada al sitio de la fundación. Todos descendie­ron de los caballos y él, arrancando algunas yerbas, tomó pose­sión de aquellos lugares en nombre del Emperador Carlos V. Un notario levantó acta de la posesión, donde se establecía tam­bién que todas las tierras descubiertas llamaríanse en adelante Nuevo Reino de Granada, por su parecido con el reino español de igual nombre. En la pobre iglesuela que era templo de la ciudad y donde se alza hoy la Catedral Primada, dijo la primera misa el Padre Las Casas, primo del famoso defensor de los negros (1).

Ya contaba Quesada con retornar a España y anunciar allí solemnemente sus descubrimientos y conquistas, cuando algu­nos indios trajeron la curiosa noticia de que por el Sur se acer­caba una gran tropa, magníficamente armada, de gente blanca con mucho séquito de indios y numerosos caballos. La noticia se confirmó. Era Sebastián de Belalcázar, un teniente de Pizarra, que había tomado parte en la conquista del Perú y que desde

(1) Sic. (N. del T.)

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allí venía avanzando hacia el Norte en busca de un país de fabulosa riqueza. En Quito, la actual capital de El Ecuador, habíasele presentado un indio, quien le dijo que su amo y señor el Rey de Cundinamarca, o Cundirumarca (altura donde habita el cóndor), (1) poseía las más grandes riquezas, tales que recu­bría su cuerpo con polvo de oro y luego se bañaba en un lago sagrado para ofrecer así a los dioses un sacrificio grato a sus ojos. Esta noticia, basada en hechos reales, se considera como el origen de la leyenda de El Dorado, corriente entre los hom­bres de la Conquista, de donde formamos el proverbial Eldorado y que tantas desgracias trajo a los pobres aborígenes de Colom­bia por la búsqueda que de aquellos tesoros escondidos efectua­ron los españoles con insaciable codicia. BelaIcázar tomó para su expedición doscientos soldados españoles, pero llevaba además grandísimo número de cargueros y servidores indios. Tras terri­bles penalidades llegó con ellos hasta el valle del Magdalena, después de haber cruzado la Cordillera Central, y a la Sabana de Bogotá se encaminaba cuando lo detuvieron los mensajeros de su más afortunado predecesor en aquellas tierras.

Pero, casi al mismo tiempo, llegó a Santa Fe otra nueva, todavía más extraña: también por el Sureste, de los Llanos, y procedente de Venezuela, hallábase en marcha una expedición de españoles al mando de un capitán no español, Nicolás de Federmann. Este, alemán de nacimiento, había salido del Cabo de la Vela, en la costa atlántica, para hacer diversas correrías por los Llanos (1536), y, abandonando con una expedición auxi­liar, a su jefe Espira o Spira, se desvió de la ruta y se dedicó por cuenta propia a empresas conquistadoras. Poco faltó al aven­turero para sucumbir, pues no solo tuvo que luchar con los animales salvajes y con las fiebres propias de aquel clima, sino

(l)Condur: cóndor; ¡na: altura; marca: estal' encima; ca: aquella,

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también con los aguaceros y con los ríos torrenciales henchidos por la lluvia. Su tropa quedó diezmada. Cansado ya de tener que avanzar siempre a lo largo de la cordillera, resolvióse Fe­dermann a ascender hacia el país de los chibchas, del que tenía referencia, así que hubo de subir por los caminos más escarpa­dos. Del clima abrasador de los Llanos llegó hasta la altura de tierra fría, estando a punto de helarse con toda su gente al cruzar los páramos, o pasos de montaña. Jiménez de Quesada buen diplomático, se los tuvo a bien con la maltrecha expedició~ de Federmann, a quien pagó 10.000 pesos en oro. Cuando ya no existía riesgo de que las otras dos expediciones se unieran contra él y le disputaran el territorio conquistado, con lo cual hubiera habido gran derramamiento de sangre entre los espa­ñoles, o hubiesen muerto acaso todos ellos a mano de los indios Jiménez de Quesada invitó a ambas tropas para que vinieran ~ reunirse a Santa Fe.

El encuentro tuvo lugar. La nueva ciudad vio, pues, en febrero de 1539 el más raro espectáculo que historiador alguno pudiera soñar. Los soldados de Jiménez de Quesada, que ya se habían repuesto algo de sus fatigas, se hallaban ataviados con mantas (vestidos de cáñamo y algodón, también a veces de lino) y tocados con gorra, todo ello recibido de los chibchas. Las gentes de Federmann ofrecían el más deplorable aspecto; pare­CÍan haberse escapado de la isla de Robinson. (1) Durante tres años habían caminado por la selva; semidesnudos y debilitados por el hambre, fustigados de las fiebres, se cubrían mezquina­mente de pieles de leopardo, de jaguar, de oso o de venado. La tropa de Belalcázar, bien alimentada y bien vestida, avanzaba, con boato de magnates del Perú, luciendo túnicas de púrpura y seda orladas de oro y con ligeros sombreros puntiagudos en

(1) Sic. (N. del T.)

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los que, a los rayos del sol, brillaban penachos de los más variados colores. Iban cargados de oro y joyas y seguíales rica impedi­menta, con tiendas, vituallas y vasijas de oro y plata. Sus armas tenían incrustadas las más raras piedras preciosas, y en todo mostraban un aire altivo y de victoria. Según una crónica, las tres expediciones que, llegadas de puntos tan distantes, cele­braban aquel maravilloso encuentro, constaban cada una de cien­to sesenta hombres, más un monje y un clérigo. Había multitud de caballos, que eran vendidos por Belalcázar a precios fabulosos. Pero otras cosas importantes venían también con las tropas recién llegadas; las de Belalcázar traían cerdos, que desde en­tonces quedaron en la Sabana; y el capellán de Federmann, Juan Verdejo, había conseguido salvar del hambre y mucha necesidad de sus compañeros algunas gallinas que mostraba allí triunfal­mente.

Sobre la curiosa parada destacaban los tres caudillos. Belal­cázar, radiante de adornos y riqueza como un sátrapa asiático, solo que mucho más bravo y audaz. Con solo un puñado de hom­bres, se había batido hasta aquí entre indios antropófagos que le atacaban encarnizadamente y en número muchísimo mayor. y él era solo el hijo de un pobre leñador de Andalucía, y un obrerito cuando abandonó su casa. Era Belalcázar hermoso y de fuerte complexión, de talante guerrero, alegre y lleno de andaluza sal, fino en sus maneras y hombre de gran tacto polí­tico y agudeza de observación, el de más talento de aquellos tres conquistadores.

Federmann, cuyo lugar de nacimiento no es conocido, era también de aventajada estatura y rostro blanco y bello, orlado de rojiza barba, muy diestro en toda clase de ejercicios, tan cortés y suave que jamás se le oyera decir mala palabra, tan piadoso y compasivo que nunca fue acusado por sus enemigos de codicia, crueldad o cualquier acción sangrienta. Era además locuaz y comunicativo, y sus soldados lo adoraban.

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Jiménez de Quesada, por último, era un hombre de cuaren­ta y tantos años, de pequeña estatura, y un apóstol de la ciencia, que afortunadamente nos hizo legado de sus crónicas. Aunque no fue guerrero de profesión, acreditó talento militar y se com­portó como antiguo veterano, y era así mismo de gran coraje personal, pero tenaz y paciente, venerado y popular entre sus soldados, pues mostraba siempre la mejor intención, usando, de otra parte, el rigor máximo. Siempre prudente y avisado, parece que alguna vez se mostró injusto y cruel, pero, sin duda, más bien obligado por la dureza de las circunstancias que a causa de natural ferocidad.

Tan pronto como por orden de Jiménez de Quesada estuvie­ron construídas en el Magdalena las naves que se habían menes­ter, los tres rivales partieron río abajo hacia España. ¿ Alguno de los tres imaginaba su trágico destino? Jiménez de Quesada, ya de regreso en Colombia, murió pobre y enfermo de lepra, después de vanos intentos de dar con El Dorado. Sus restos yacen en la Catedral de Bogotá. Belalcázar fue acusado y preso más tarde, falleciendo en Cartagena, humillado, triste y agobia­do por los sufrimientos, cuando se hallaba en camino hacia Es­paña. Federmann se ahogó en alta mar.

Estos hechos de guerra han de despertar en nosotros, en gran medida, el interés por los adversarios, por los verdaderos hijos del país. Por desgracia, es imposible reconstruír exacta­mente la historia de la cultura de los aborígenes suramericanos y en particular la de Colombia. Los españoles, en lugar de reunir para la ciencia los diferentes legados, recuerdos, etc., coleccio­nando los documentos respectivos y conservando los monumen­tos, destruyeron con ciego fanatismo todas las reliquias de aque­lla primitiva edad "como restos idólatras, anticristianos, inspi­rados por el demonio", y trajeron al país por única dote la horca y el arcabuz. Unos cincuenta millones de indígenas, según cálcu-

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los de algunos investigadores, sucumbieron, en las Antillas y en el continente, a los perros amaestrados traídos de fuera (los cuales se lanzaban sobre los pobres indios), a las armas de fuego de los españoles y a manos de los encomenderos, funcionarios y señores feudales. La población de Colombia era, antes de la llegada de los españoles, de ocho a diez millones de habitantes. Las guerras y los malos tratos, así como las enfermedades traídas de Europa, disminuyeron pronto esta cifra hasta un mi­llón. Aquel que quede confuso y sorprendido ante semejante descenso, sin llegar a comprender que así fuera, bastará ponerle de presente que en la isla de Santo Domingo vivían por las fe­chas del descubrimiento un millón de habitantes, los cuales en dieciséis años quedaron reducidos a 60.000. Estos fueron repar­tidos; al cabo de otros seis años, restaban solo 14.000 habitantes. Se cuenta también que, en Colombia, familias enteras de los indios tunebos se suicidaron despeñándose, y que otras muchas gentes de las tribus de los agateos y cocornes se ahorcaron en masa para escapar a la opresión de los españoles. Tampoco, pues, debe admirarnos que el número de las tribus indias habi­tantes en territorio colombiano se fije en unas mil; pero estas, al tener lugar el descubrimiento, poseían los más diversos grados de civilización.

Los más civilizados eran los chibchas, sometidos por Jimé­nez de Quesada, cuya cultura no era muy inferior a la de los aztecas y los incas y que bien merece más detallada referen­cia. (1) Su reino abarcaba una extensión que Acosta señala aproximadamente en seiscientas leguas cuadradas; tenía cuaren­ta y cinco leguas de longitud y de doce a quince (2) de anchura.

(1) Véanse más datos en el básico trabajo del doctor Liborio Zerda El Dorado. Estudio histórico, etnográfico y arqueológico de los Chibchas. (Bogotá, Silvestre, 1883), al que aquí nos atenemos.

(2) La legua equivale aquí a 4,83 Kms.

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A cada legua cuadrada correspondían unos 2.000 habitantes así que la población total, bastante densa sería de 1.200.000 al~as. El nombre de chibchas no se ha explicado con seguridad, y por ello me eximo de dar aquí las distintas opiniones. Pero se los llama también muiscas, o sea gente, personas, de donde los espa­ñoles, por corrupción de esa palabra, dijeron moscas, pues como tales se aparecieron, en apretado enjambre, a la llegada del intruso europeo.

Los chibchas vivían en limpias cabañas con cubierta de paja (tygttua) de forma circular, configuración que habían elegido por su adoración a la luna llena. Las diferentes piezas eran am­plias, ventiladas y bien repartidas en habitaciones y cámaras para almacenar frutas. Tenían puertas de cañizo, con una especie de cerrojo de madera. En las casas eran usuales las esteras, y en cuanto a muebles, bancos tallados y el camastro llamado bar­bacoa. En torno a la cabaña iba una cerca de madera o de tierra. La vista de conjunto de los poblados, de los que se destacaban por su altura las casas de los caciques, era algo tan suave y grato, que Jiménez de Quesada dio a esta región el nombre de Valle de los Alcázares.

Servíanse los chibchas de primitivos utensilios de piedra y madera, con la consiguiente fatiga, pues, según prueban mu­chos hallazgos de objetos, estos aborígenes no habían salido todavía de la edad de piedra, hallándose los más en el neolítico. Es cierto que ya explotaban las minas de oro y plata, que fun­dían los metales y utilizaban el cobre, pero no conocían la alea­ción del bronce, por no existir estaño en Colombia. Tampoco el hierro les era conocido; pero hacían cerámicas de tierra co­cida, modeladas con buen gusto y adornadas con motivos a base de líneas rectas y curvas, e incluso con figuras en relieve. Espe­cialmente hábiles eran en combinar el oro con la plata y el cobre, en soldarlos y trabajarlos -moldeándolos entre finas piedras-,

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en forma de placas de oro y en delgados hilos. Sus engarces de caracoles y conchas, sus brazaletes y collares, sus diademas y vasos eran célebres, al igual que sus repl:esentaciones del sol, de la luna y del hombre (actitud e interpretación artística pare­cidas a las de Egipto) y lo mismo que las figuras de animales y de toda clase de objetos. Cosa, por lo menos, insegura es si las láminas de oro, que han sido halladas en pequeño número, fueron realmente una de las monedas de los chibchas, lo que les situaría por encima del estadio cultural de los aztecas e incas. Como medidas conocieron, por de pronto, el paso y el palmo.

Los chibchas practicaban predominantemente la agricul­tura. Plantaban mucho maíz, papa y batata; la parte azucarada de los alimentos la tomaban del maíz y la miel. Toda esta raza era, por necesidad, extraordinariamente sobria y laboriosa, pues no poseían ganado que les pudiera auxiliar en las labores o servirles de alimento, y también porque sus sembrados dependían mucho de los cambios climáticos y podían fácilmente malograrse, por lo cual construían graneros públicos. Prueba de la diligencia y sobriedad dichas era que no solo tenían abundancia de produc­tos, sino que además acudían con ellos a los mercados de tribus vecinas, donde les daban a cambio oro, pescados y frutos. El comercio, por tal causa, era entre ellos muy floreciente y por entero libre, de modo que podía realizarse un intercambio na­tural de todos los productos de la zona alta y de la baja. A pesar de ello, los chibchas no cayeron en la molicie, sino que se man­tuvieron valerosos y arrojados, a lo que contribuyeron mucho las continuas guerras con sus vecinos, los temidos muzos, coli­mas y panches.

Cuando iban de camino mascaban la hoy de nuevo reivin­dicada hoja de coca (llamada haya), que calmaba su sed y su hambre y que les permitía superar todos los esfuerzos. Los cronistas españoles, empero, les reprochan su ebriedad; pero

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las orgías y bacanales de los chibchas eran en ellos una expresión de alborozo y solo tenían lugar en ocasiones especialmente so­lemnes, sobre todo en las fiestas religiosas. El vestido de los chibchas eran unas camisas de algodón que les llegaban a la rodilla; las mujeres se rodeaban el cuello con un pañuelo (liquira), que no llegaba a ocultar el pecho, y de las caderas a la rodilla cubríanse con un paño (chircate), también de algodón.

Los chibchas, como todos los pueblos primitivos, rendían culto a objetos inanimados, pero sus concepciones de los dioses depuradas ya de un extremoso fetichismo, tenían un sello d~ poesía y noble elevación, como 10 prueba el que escogieran para lugares del culto las grutas, cascadas, lagos y montañas, y en especial las lagunas escondidas entre las alturas andinas. Tenían ritos públicos, una medición constante del tiempo y una casta sacerdotal hereditaria y netamente definida. Los futuros sacer­dotes eran encerrados desde la juventud en casas al efecto y sometidos a riguroso ayuno y silencio, de modo que el padre de los historiadores de Colombia, el Arzobispo Piedrahita (+ 1688 en Panamá) dice de ellos lo que sigue: "Viven tan castos y célibes, que a nosotros, indignos servidores de Dios, pudieran avergonzarnos". Los sumos sacerdotes o jeques habitaban en el apartado valle de Iraca, (cerca del actual Sogamoso), la Roma de los Chibchas, donde se hallaba el más rico de todos los tem­plos, construído de madera y recubierto de refulgentes láminas de oro, y donde los conquistadores creyeron haber descubierto el Dorado. Por desgracia, este templo parece fue incendiado por los soldados españoles; según otra tradición, los mismos sacer­dotes chibchas habrían arrojado antorchas encendidas al pene­trar los españoles en el templo.

Sus ideas sobre la formación del mundo y del hombre eran muy notables. Creador del Universo fue Chiminigagua, en cuyo regazo reposaba la luz; le seguían en jerarquía divina el sol y

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la luna, con la legión de las estrellas. El mundo fue poblado por una primera pareja humana. Ella era una mujer de extraordina­ria belleza, surgida de una laguna que está al Norte de Tunja, y su nombre fue Bachue o Banche. Esta llevaba de la mano un niño de tres años, el que luego sería su esposo, y engendrador de cinco hijos, los antepasados de los chibchas. El bienhechor de estos, el dios que intervino directamente en su vida, fue Bochica, un hombre blanco de luengas barbas y de cabellos anu­dados, el cual subió de los Llanos a la Cordillera para enseñar a los desnudos habitantes la civilización, cultivos, vestimenta y las distintas artes, pero que luego se retiró en soledad a hacer penitencia durante dos mil años, al cabo de los cuales desapare­ció sin dejar huella. Con Bochica enlazan también varias leyen­das locales de diluvios, así como la separación de las rocas para abrir paso al Salto de Tequendama.

Según otra fábula, una deidad menor, Chibchacum, dios de los agricultores y mercaderes, inundó por maldad o descuido la altiplanicie de Bogotá, de manera que los habitantes hubieron de huír a los montes y contemplar tristemente allí el gran estra­go. Acudieron entonces a Bochica, y este apareciose una tarde a la caída del sol, en un arco iris y llevando en la mano una vara de oro; con ella, nuevo Moisés, golpeó las rocas, de modo que estas se abrieron, precipitáronse las aguas del valle formando el Salto de Tequendama, y la Sabana quedó seca. Airado Bochica por el comportamiento de Chibchacum, le condenó a llevar a cuestas la Tierra; pero de tiempo en tiempo este Atlas de los chibchas se cambia la carga de un hombro a otro, resultando así los terremotos y temblores, explicación verdaderamente in­genua y poética. De acuerdo con otra leyenda, fue la primera mujer quien causara la inundación, y una tercera versión se la atribuye a la bella pero malvada esposa de Bochica, llamada Huitaca. Bochica entonces la arrojó lejos de sí, y ella pasó a ser la luna, que ahora alumbra a la Tierra.

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Algunos obispos españoles quisieron ver en este Bochica una imagen del Apóstol San Bartolomé, otros la de Santo Tomás que allí habría predicado el Evangelio, y esto es cosa que acep~ tan hasta algunas personas "instruídas".

Los chibchas creían en la inmortalidad de la carne. Por tal motivo enterraban a los muertos junto con sus objetos pre­ciosos y con los que prefirieron en vida, y a los personajes principales los sepultaban incluso con sus mujeres favoritas y les proveían de abundantes bebidas y viandas para el camino. Las almas de los difuntos iban en primer lugar, por un tenebroso barranco, a un lugar de prueba situado en las entrañas de la tierra, cruzaban luego un río sobre balsas de tela de araña -por lo cual la araña era animal sagrado- y arribaban por fin a un país de campos sembrados, donde volvían a encontrarse con sus deudos. Se han hallado muchas tumbas (guacas) con toda clase de objetos artísticos, y las momias, algunas en buen estado de conservación, en posición acurrucada, con vestiduras de colores y ricos adornos. Son notables también los lugares de devoción donde se exponían las vasijas sagradas, en las cuales, después de varios días de riguroso ayuno, depositaban los fieles sus presentes en oro y esmeraldas. No más que al sol, y muy raramente, ofrecíanse sacrificios humanos. La sangre de las víc­timas teñía las piedras del altar a los primeros reflejos del astro del día.

Como en la religión, también en la forma de gobierno se hacía notoria la transición a ideas más elevadas. Sin embargo, el gobierno, de modo semejante al del Japón en la antigüedad, era despótico. El jefe supremo, el Zipa de Bacatá (Funza) tenía poder sobre vidas y haciendas. Hay que advertir solo que junto al Zipa ejercían magistraturas los caciques, el más poderoso de los cuales, el Zaque de Tunja, sostenía con él frecuentes guerras. El Zipa dictaba leyes y ejercía la suma función de justicia. Nadie

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podía mirarle al rostro. Además de la esposa que solemnemente le era entregada, tenía otras muchas mujeres, ofrecidas por las familias principales. Por lo demás, lo imperante casi de modo general entre los chibchas era la monogamia, y el amor paterno y el filial constituían para ellos virtud santificada.

El gobierno era hereditario, pasando el poder al sobrino, y, a falta de este, al hermano del Zipa. El respectivo heredero era encerrado por diez años en uno de los templos dedicados al sol, donde vivía en absoluta continencia, no pudiendo salir de allí más que bajo la luz de la luna. Muerto el Zipa, al sucesor se le hacía jurar, sentado en un trono de oro y con una mitra sobre la cabe­za, que gobernaría bien a su pueblo.

Según relato del ameno cronista Fresle (1636), el Jefe de Bacatá, un vasallo, debía cumplir como condición, después del ordinario ayuno, viajar en un día de fiesta hasta la magnífica Laguna de Guatavita (situada a 3.199 metros de altitud y con una periferia de 5 kilómetros y una profundidad de 40 metros). Esta laguna trataron en vano de desecarla muchos españoles, gastando en ello todo su patrimonio. (Según otros investigadores, el sitio de esta ceremonia era la solitaria Laguna de Siecha, que también, y con idéntico fracaso, se intentó desecar). El mencio­nado jefe iba rodeado de los sacerdotes; todos se hallaban des­nudos y con el cuerpo espolvoreado de oro. En medio del religioso silencio del pueblo que rodeaba la laguna, avanzaba hasta el centro de ella la balsa de los dignatarios, en la que se habían colocado vasijas con humeantes inciensos. Ofrendábanse enton­ces a la divinidad los ricos presentes que se traían, y comenzaban las abluciones. A una señal determinada, se levantaba un formi­dable clamor; sonaban flautas, caramillos, tamboriles; se sucedía un general regocijo y entonábanse canciones en alabanza de dio­ses y héroes, de batallas y pueblos. En medio de aquella alegría, dos ancianos con redes de pescar en las manos y situados a la

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entrada del recinto donde tenía lugar el gran festejo, ofrecían a los chibchas el símbolo admonitorio de la muerte. Estas tradi­ciones sobre la ablución de los hombres cubiertos de oro dieron firme asidero a la creencia del Dorado. Pero, en nuestro tiempo, existía ya la tendencia a desplazar todo ello, de acuerdo con Humboldt, a los plenos dominios de la fábula y del mito, cuando fue hallada en Siecha una lámina de oro de 9 centímetros y medio de diámetro en la cual aparece representada una balsa con diez figuras humanas, destacando como principal la de un cacique. El hallazgo reproduce fielmente la solemnidad aquí descrita y confirma la tradición de "El Dorado".

A especial desarrollo y perfección había llegado la legisla­ción de los chibchas. Propiedad y sucesión eran conceptos some­tidos a ley. Se castigaba con la muerte a los asesinos, corrupto­res y adúlteros. A estos últimos se les aplicó además la pena de ser enterrados vivos, junto con reptiles venenosos, colocando luego en aquel lugar una gran piedra para que aplastara la me­moria del culpable. El ladronzuelo era azotado, al ladrón de mayor cuantía o al reincidente se le daba el castigo de la ceguera. El deudor moroso tenía que poner a su puerta un hombre con un tigrillo o un gato montés, y era obligación suya sustentarlos hasta haber pagado la deuda. El cobarde debía vestir por algún tiempo ropas de mujer y dedicarse a ocupaciones domésticas. Los bienes de los que morían sin dejar sucesión iban a parar al fisco. Una ley especial sobre el lujo determinaba quién podía ostentar adornos.

Poseían los chibchas un ej ército rigurosamente organizado, así como fortificaciones. Hay relatos de batallas en las que in­tervinieron de setenta a cien mil hombres. Su armamento lo cons­tituían mazas, dardos, hondas y arcos para flechas; por eso fueron pronto vencidos por los españoles.

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La lengua de los chibchas, que los conquistadores no trata­ron de conservar, se distinguía por su claridad y riqueza. (Una gramática de la misma fue publicada en Madrid en 1619 por P. Bernardo de Lugo). También algunos jeroglíficos han quedado, como el de la piedra de Pandi. La mayor parte, empero, de los muchos testimonios de aquella civilización resultaron destruídos. Luego, y durante largo tiempo, muchas riquezas consistentes en trabajos en oro y figuras de ídolos fueron vendidas al extran­jero por colombianos ignorantes y acabaron bárbaramente fun­didas. Solo hoy día existe el cuidado de salvar los últimos restos de aquel tesoro; preocupa también el esclarecimiento del proble­ma de la procedencia de los aborígenes, y va ganando en vero­similitud la sospecha de que fue la raza amarilla la que tuvo un nexo de relación con la cultura de los chibchas.

Pero hay un antaño y un hogaño. Es natural que el estudio de la civilización primitiva incite a parangones con la actualidad, y pronto se advierte que sería inexacto querer ver en todos los indios de hoy descendientes invariables de los chibchas, pues en la colonización ocurrió con frecuencia que grupos más avanzados desaparecieran también más rápidamente por razón de su mayor debilidad. Como nuestras correrías ofrecieron buena y grata oca­sión para observar los diversos tipos raciales, agreguemos aquí algunas referencias sobre tales cuestiones, con especial atención a los indios propiamente dichos, pues del habitante de los Llanos, del antioqueño y del negro nos ocuparemos más adelante con diferentes motivos. En este capítulo nos auxiliamos de las esti­mables anotaciones aportadas por José María Samper.

Los habitantes primitivos de Colombia no constituyeron un todo etnográficamente unitario. Su carácter, sus costumbres y su grado de cultura varían según el origen e historia respectivos, y también según el lugar de afincamiento. Entre los tipos racia­les los había rojizos, bronceados, cobrizos, casi negros (estos en

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las tierras bajas), así como amarillos en las altitudes medias, y otros de tez considerablemente blanca (blanquecinos). Solo en virtud de la conquista se entremezclaron y confundieron algo estos grupos étnicos. Por lo común, los menos civilizados, tribus a veces muy salvajes, viven en los valles de poca altitud, y los más avanzados, en las montañas y mesetas. El clima más suave de estos últimos lugares, su cielo más alegre, calman las pasio­nes y dejan tiempo libre a la cultura, pues el cuidado del cuerpo no acucia a toda hora ni la vida se reparte solo entre el comer y el dormir. Muy valientes eran los indios de la zona templada, cuya pretensión era siempre apoderarse de las regiones más altas y agradables; tenían poca industria y su agricultura era rudi­mentaria, viviendo principalmente de la caza y del botín de guerra.

Comencemos por describir el indio actual de la fría altipla­nicie, al que llaman hoy muisca y es, en mayor o menor medida, el descendiente de los chibchas. Es de pequeña o mediana esta­tura, grueso, ancho de hombros y achaparrado; su tórax es, por lo regular, de gran amplitud, y fuerte musculatura; su fuerza reside en la nuca, en los hombros y las piernas, por lo cual no suele ser buen jinete ni buen corredor. En c.ambio, resiste cami­natas de muchos días y puede transportar las más pesadas car­gas. Su piel es cobriza oscura, como requemada del sol, y aper­gaminada, de modo que las reacciones emotivas no resultan per­ceptibles. El cráneo es mesocéfalo, la cara redonda, más ancha que larga, la frente estrecha, baja y plana. Los pómulos son salientes, la nariz más bien pequeña y ancha, los ojos, también pequeños, miran tímidos y astutos, los labios son gruesos y páli­dos, hermosa la dentadura, el cabello negro, liso y apretado, con la particularidad de no encanecer jamás. Al viejo se le distingue del joven por otros detalles, como las arrugas. El indio auténtico es imberbe. En conjunto, no es propiamente una raza hermosa.

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El muisca es un caso típico de insensibilidad y apatía a causa de una opresión de siglos. De su situación no se da clara cuenta, y es paciente y laborioso; tiene amor al dinero y lo ahorra, pero no hace buen uso de él. Apenas ha logrado una modesta holgura, la primera guerra se encarga de aniquilarle la cosecha; le quitan las vacas y las mulas y ya no las vuelve a ver. Lo mismo acontece con las gallinas. y otra vez torna el muisca a su anterior miseria. De ello viene su fatalismo sin límites; a ello se debe también, por otro lado, su no menos gran­de desconfianza. En el fondo no es todavía cristiano, sino un idólatra y un adorador de santos, y se halla dominado por la más enorme superstición; acepta todo lo maravilloso con suma credulidad, y venera al cura como a un semidiós. Trata siempre de eludir toda pregunta directa, y la respuesta que da al hombre blanco, no se concreta en un "sí" o un "no", sino que utiliza el significativo y pícaro "¿quién sabe?" El humilde tratamiento que dedica a los superiores es el de "mi amo", lo cual califica la diferencia social mejor que muchas largas explicaciones. El muisca gusta de una vida tranquila y apartada y es fiel a su hogar y a su mujer. Esta es más amable y agradecida que el hombre, más accesible a ruegos, más benigna, menos hipócrita y algo menos fría que él; es, sobre todo, buena madre.

El muisca no se lanza a ninguna acción audaz, entusiasta o apasionada en la que él haya de dar el primer impulso. No ofrece tampoco una resistencia directa, sino que se entrega a su destino y obedece ... como un muerto. Reclutado a la fuerza, déjase llevar al combate, atacando de mala gana; pero una vez que se le ha adjudicado un puesto, no cede en forma alguna en su defensa y permanece allí como clavado. La sociedad no es precisamente su bienhechora, y por eso no la entiende como tal. El muisca no quiere vincularse a nada ni comprometerse a obli­gaciones de ninguna clase. El alcalde le parece innecesario; el maestro le resulta un enigma; el recaudador de contribuciones,

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un enviado del infierno; el encargado de la censura, un corrup­tor; el médico que le vacuna a la fuerza, un monstruo. Los ser­vidores pertenecientes a esta raza sustraen fácilmente objetos sin valor y dinero suelto, pero, en cambio, se les pueden confiar sumas grandes, o dejarlas a su alcance tranquilamente sin temor a que vayan a cometer un hurto. Ni pendenciero ni vengativo, ni comunicativo ni servicial, ni cobarde ni emprendedor, ni de­pravado ni vicioso (a lo sumo, un tanto propicio a entregarse al quitapesares de la embrutecedora chicha), el muisca es todavía un incompleto elemento de civilización, una roca a la que queda aún por arrancar el agua mediante la varita mágica de la inte­ligencia.

El indio de las altitudes medias en las vertientes de las cordilleras andinas -por ejemplo, el del grupo racial de los pan­ches- tiene ya piel más clara, si bien algo broncínea. Compa­rado con el muisca, es de cabello menos negro, tiene mirada vivaz, frente alta y abombada, nariz ya un poco aguda, figura de cierta elevación y esbeltez; las formas están mejor acusadas, la voz es más resuelta. Los vestidos usuales son de indiana o de algodón, preferentemente de tejidos ligeros y colores claros. El panche, algo más orgulloso que el muisca, se porta mejor en el ejército, aunque al principio no es muy valeroso y suele rehuír el peligro en las revoluciones. Es amigo del jolgorio del baile y de las fiestas; su bebida favorita, el guarapo. Mucho más inteli­gente y con más aprecio de la libertad, a su superior no le dice "amo", sino "patrón", toma parte en las elecciones y vota, si puede, por los liberales. Le gusta mo~erse por el país haciendo oficio de arriero o vendedor. No le dIsgusta la artesanía, y así se dedica a fabricar sombreros de paja, cigarros, esteras ... ; elabora azúcar, planta frutales y flores. Su sentimiento religioso, abierto e ingenuo, raramente degenera en fanatismo; tampoco teme demasiado al cura, y a veces hasta se atreve a hacer burla de él. Conocen esas gentes una gran cantidad de cuentos, muy

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tiernos y sentimentales, que solo después de repetidos requeri­mientos llegan a relatar, cosa que hacen tímidamente y con una ingenuidad encantadora. Este indio es un tipo pacífico y afec­tuoso, simpático, hospitalario, fuerte y viril. Las mujeres son lindas, suaves y atractivas.

El indio de tierra caliente no puede ser diferenciado exacta­mente en cuanto al color, pues tan pronto es bronceado como de un magnífico tinte moreno, de un tono amarillo de cera o de otros matices distintos como consecuencia de los cruces. Por lo común, los cabellos son ya algo crespos, los ojos reflejan pasión, el andar es rápido y garboso, un tanto sensual en las mujeres. Más que la religión se hacen presentes aquí la libertad, la inde­pendencia y la política. Las pasiones se levantan en altas llama­radas y se repliegan luego sobre sí mismas. Las peleas son fre­cuentes, sobre todo en cuestiones amorosas. Estas gentes son más moderadas y más limpias que en la altiplanicie, pero más libres en sus hábitos. Pasan la vida en medio de una desemba­razada alegría y contentos, también con un cierto lujo. El traba­jar se justifica casi únicamente por lograr los medios para gozar y divertirse. Se pesca, se caza, se monta a caballo, se nada, se baila, se fuma, se toca la guitarra y la bandola, se canta, se juega a los naipes ... La bebida habitual es aquí el aguardiante o el ron de caña, o sea el licor que se extrae de la caña de azúcar, más una parte de anís. En suma, les gusta lo que en forma rápida anima y satisface. Al extranj ero se le acoge bien y con cordial sinceridad.

Hablemos algo ahora de las razas mixtas. Del mestizo, o sea la mezcla de indio y blanco, y al que ya hemos encontrado repetidamente, podemos prescindir aquí, aun cuando sintamos la tentación de presentar, en especial, al mestizo del Alto Magda­lena, al habitante de N eiva y su comarca. Son gentes vigorosas y de esbelta figura, que se dedican con gusto y afición a las

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faenas agrícolas o a la ganadería, y a menudo emprenden viajes de negocios. Se distinguen por su modestia, sencillez y amabi­lidad, están abiertos a todo lo nuevo y bueno. Son además tran­quilos, casi rayando en la falta de vivacidad, y bastante senti­mentales.

Un tipo interesante es el mulato colombiano, en lo exterior más próximo al negro, pero que por otras cualidades delata mayormente la ascendencia blanca. Del negro ha heredado la resistencia y la fuerza para soportar trabajos duros; de los espa­ñoles, un natural hasta cierto punto heróico, pero también arro­gante y parlanchín, el espíritu de la galantería -que hace apa­recer menos brutal la sensualidad del negro-, y además el sen­tido poético, y la terrible soberbia del "caballero", que no permite menoscabo a la dignidad o al honor. El mulato es tan bondadoso y dócil, cuando se le trata adecuadamente, como descarado, colé­rico e ingobernable cuando se cree despreciado u ofendido. El excitable y revoltoso mulato, tan inquieto, inconstante, y tan libre además en cosas de religión, en Colombia ha aprendido a amar la movilidad. Por tal motivo, se halla presente en todas las revoluciones y constituye en ellas un factor humano difícil de dominar, distinguiéndose por su bravura. A los superiores les dice "señor", lo que indica que se halla ya en un escalón más elevado, o al menos, que lo cree así. El afán de progreso, la emulación, el deseo de refinarse, de llegar a ser persona cono­cida y figurar socialmente, han llevado ya a puestos directivos de la vida pública a muchos hombres de esta inteligente raza. Educación e intereses materiales habrán de facilitar al mulato los necesarios medios para dirigir su avance; tiene tan buenas dotes para ilustrarse y medrar, que no puede dudarse del futuro que le aguarda.

Menos satisfactorias son las posibilidades del zambo, que llama "blanco" a su jefe o dueño y con ello expresa ya instin-

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tivamente la gran diferencia que existe entre, de un lado, las razas inferiores de los negros y los indios ~e las que él pro­cede- y, de otro lado, los blancos .. El zambo se siente todavía en estado de semibarbarie, y así es en efecto. Casi todos los de esta raza habitan en el valle del Bajo Magdalena, donde ya los encontramos como bogas (o barqueros), en medio de la miseria y en un clima donde, según expresión de un poeta, el sol y la tierra se abrazan con inmensa lascivia. Decidido y valiente frente a los peligros de la naturaleza, el zambo tiembla ante la vista de un fusil o un revólver; capaz de soportar todas las fatigas, más que cosa alguna le importan la bebida y las mujeres; canta en medio de los peligros y muere en medio de loco frenesí. Su lengua es un revoltijo difícilmente comprensible y lleno de gro­serías e improperios. Solo el avance de la civilización lo sacará poco a poco del aislamiento, y con ello de su atrofia y su indife­rencia, haciendo el debido uso de la gran energía corporal que lo distingue.

Ninguna raza puede en Colombia prescindir enteramente de las otras. Las mezclas y cruces son necesarios en un país de tan enormes diferencias. En realidad, las razas fundamentales encuentran grandes dificultades para dominar con carácter ex­clusivo. Al blanco le falta capacidad de resistencia al clima; el indio está aquejado de indolencia, fruto de su larga explotación; al negro le perjudican sus malos instintos todavía no domeñados.

Poco a poco, por la fuerza de las circunstancias, ha de irse formando un tipo común de colombiano. Si el blanco contribuye de forma predominante con su inteligencia, su enérgica volun­tad, sus muchas buenas prendas congénitas y la multitud de valores de la tradición, si el negro añade algunas gotas, no muchas, de su capacidad de adaptación a la naturaleza tropical, junto con su fecundidad y su sentido poético, y si a ello se

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suma la resistencia y la tenacidad de los aborígenes, entonces llegaría a cristalizar una raza bastante homogénea, la cual, iden­tificada con el país, habría de dar a este honra y provecho.

Tal fusión podría consumarse, tal vez, para dentro de un siglo. Mayor capacidad vital, más iniciativa, un más enérgico espíritu de independencia y de empresa, un menor grado de fanatismo y superstición, un sentido más maduro de la demo­cracia, serían el resultado natural de esa mutua penetración de razas. Y con ello se crearían las bases imprescindibles de un desarrollo político más tranquilo y sosegado.

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8. - EN LOS LLANOS

A las cinco de la madrugada del día 7 de diciembre de 1883, cuatro jinetes sobre rápidos corceles galopaban por las calles de Bogotá, envueltas todavía en la oscuridad nocturna. Del irre­gular empedrado saltaban chispas bajo los cascos de las cabal­gaduras. Misterioso y oscuro como la noche, esperaba el futuro ante nosotros. La idea de ir a recorrer una región desconocida, cuyos riesgos se duplicaban en la imaginación, llenaba nuestro pecho de un espanto casi placentero, de un miedo que atraía, pues nos sentíamos tan valientes y animosos como amenazados y en apuro. Se levantaban en la fantasía las viejas historias leídas en la niñez con afán devorador, aventuras de caza, con leones y tigres, con indios salvajes, con manadas de reses y rebaños de búfalos. .. El fantasma de la fiebre amarilla nos hacía muecas horribles y nos llenaba de mortales presentimien­tos. Era como si viéramos a Bogotá por última vez, como si diéramos el último adiós a la civilización... Silenciosos, casi sombríos, seguíamos cabalgando, arrepintiéndonos por algún mo­mento de la expedición que íbamos a emprender. Pero nadie miraba atrás. Cuando a eso de las seis rompió súbitamente el día, estábamos ya sobre el camino que desde Bogotá sube, en dirección Sur, por las laderas de la Cordillera Oriental. Los espíritus comenzaron a tranquilizarse y despertó el puro gozo de vivir. Bromeando y cantando, dejamos la ciudad.

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Era, en verdad, un buen grupo, gente joven y de excelente humor, constituído por dos estudiantes de medicina, ya de los últimos cursos, por un estudiante de bachillerato, de diecisiete años, y por mí. Uno de los futuros médicos, Alberto, y el mu­chacho más joven, Simón, eran hijos del mayor propietario de tierras y ganados en la parte de los Llanos que nos proponíamos recorrer. Una familia que se había distinguido por su laborio­sidad. Cabeza de ella era el doctor Emiliano Restrepo, quien por su incansable celo, gran saber y hábil desempeño en sus funciones de abogado, había llegado a ocupar una sobresaliente posición, especialmente entre los juristas y en la política libe­ral. El otro estudiante era natural del Estado de Cauca y le lla­maban "el negro Abadía". Este mulato, aplicado y listo en los estudios, y tan servicial como oportuno y chistoso, resultaba un excelente compañero de viaje. Se reunía allí lo que es tan difícil de hallar junto en estas ocasiones: conocimientos previos sobre la comarca que se va a visitar, don de observación, personalidad agradable, afectuosa y sana, así como la conveniente seriedad, para no dar la razón al proverbio ''Mentitur qui muItum vidit".

Después de tres horas y media de dura cabalgada, alcanza­mos la altura del paso de la Cordillera Oriental, esto es, el des­censo del terreno que como una rampa se endereza hacia la Sabana de Bogotá. Nos encontrábamos en el Boquer6n de Chi­paque (3.223 metros sobre el nivel del mar). Soplaba un viento helador. Tiritando nos arropamos con nuestras ruanas y trata­mos de avanzar lo más rápidamente posible, pasando ante la pobre cruz de madera que a nuestra izquierda se alzaba en aque­lla altura. Por pedregosas cañadas se descendía hasta el vane, oculto bajo densa niebla. Pronto nos separamos del camino y avanzamos a la izquierda hacia una casa de campo que distaba como un cuarto de hora y pertenecía a una hacienda, todavía en clima bastante frío, administrada por el hijo mayor de la fa­milia Restrepo, Félix.

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Los peones, tanto indios como indias, se habían agrupado igual que gitanos, en torno a grandes calderos, para tomar el desayuno. Este consistía en una sopa de papas, arroz, maíz y yuca. Cada cual se iba sirviendo con su cuchara. Los indios de esta región son parecidos a los de la Sabana de Bogotá. En tiem­pos fueron súbditos del Zipa de Bacatá, hallándose, pues, bajo iguales leyes políticas y religiosas que los chibchas. Y, como estos, siguen siendo hoy día pacíficos y dóciles. Curiosos son los apellidos que llevan, pues los españoles no tenían a mano patro­nímicos para todos; muchos se llaman según lugares (Bogotá, Chipaque, Boyacá) o también con apellidos como Piernagorda, Chizo, Ladino.

Después de tomar un sencillo desayuno, seguimos bajando hasta llegar al pueblo de Chipaque. Su cuadrada plaza se encuen­tra en un declive y la rodean una capillita, una iglesia más gran­de y un edificio oficial. El pueblo se halla en medio de muy verdes y crecidos pastos y de campos de cereales. En torno a las casas, se ve gran número de gallinas y cerdos, a los que se ali­menta con el mucho maíz que allí se cosecha. De algunos años a esta parte, Chipaque ha progresado mucho en la agricultura: hoyes un ejemplo de fertilidad y de trabajo.

Seguimos bajando, y luego de una hora, aproximadamente, cambiamos nuestros caballos por mulas, pues el camino empieza allí a ser más difícil. En rápida pendiente llegamos hasta el valle del Cáqueza, que corre ya por región cálida, entre tierras que exhalan los más gratos aromas. Pero el pueblecillo de Cá­queza, cosa curiosa, no fue construído a la orilla misma del río. sino a unos 300 metros sobre él, así que están en cuesta todas las calles y hasta la plaza, en la que se levanta una enorme hi­guera. Desde aquí se disfruta una hermosa vista de los macizos peñascos que llaman los Organos.

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Nos damos cuenta de que el río se va incrustando cada vez más profundamente pero sólo arrastra tierra de la margen que no se halla cultivaba. A la izquierda, donde las orillas caen abrup­tamente, y que solo más arriba forman escalones, asoma de vez en cuando, bañado por el sol entre las plantaciones, el alegre ran­chito de algún indio. A la orilla derecha amarillean hermosos campos de caña y grandes maizales. Ahora no seguimos el río para, a lo largo de él, salir del valle (si bien el sentido práctico del señor Restrepo ha visto ya la posibilidad de ese camino na­tural y hasta lo ha trazado), sino que, al estilo de los itinerarios españoles, cabalgamos con gran derroche de fuerzas por los co­llados que van paralelos al Cáqueza, especialmente por el Alto de Guatoque.

Van descubriéndose innumerables pliegues y arrugas de la cordillera, y todo ello parece querer inclinarse hacia el Oriente. Es un verdadero laberinto de cimas, una delicia o un susto para el geógrafo de profesión.

Ante nosotros vemos abrirse un gran valle, del que sale el río Negro; junto a la erizada montaña de Santa Ana se encuen­tra con el Cáqueza, y ya unidos discurren por entre amari­llentas, empinadas y calvas laderas, en las que ni siquiera pu­dieron sembrarse pastos, sin duda a causa de los bárbaros des­montes practicados en esos tiempos.

Cantando y disparando sobre las becadas que saltan de entre las matas y arbustos del camino, va transcurriendo el tiempo, y así salvamos por fin la última loma que encajona el valle. Hacia las cinco de la tarde bajamos por un inclinado camino a cuyos lados crecen bellos cactus. Cuando el sol des­aparece tras los montes, llegamos a una posada, donde, después de algunos tratos con la pa.trona, se nos sirve una modesta, co­lación y se nos adjudica un lugar para pernoctar, todavía más modesto. Dos de nosotros duermen fuera, en hamacas, en la parte

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cubierta del patio; y los otros dos han de acostarse en el suelo en un cuartucho maloliente y sin ventilación y tramar la co­rrespondiente amistad con las sabandijas. Nos tenemos que ir acostumbrando a dormir en hamacas, cosa que fatiga mucho hasta haber aprendido a adoptar la posición conveniente. Se trata de no tenderse a lo largo sino oblicuamente, de modo que la hamaca esté lo más tensa posible en la parte central y la cabeza no quede demasiado alta. Nos reímos del alojamiento pro­curando convencernos, como Don Quijote, de estar aposenta­dos en un "fermoso castillo". También nuestras cabalgaduras estuvieron mal en punto a comida, y al día siguiente trotaban con la cabeza baj a.

A las siete y media de la mañana nos ponemos en marcha nuevamente y pasamos por una primera prueba. No lejos de la posada había antes un puente de hierro sobre el río, estrechado allí entre dos bloques peñascosos. Al lugar le llamaban sencilla­mente "el Puente de Hierro". La obra se había encargado, a muy alto costo, en los Estados Unidos, pero, lean y asómbrense uste­des, la longitud del puente se calculó demasiado por 10 bajo, de modo que los extremos del mismo se apoyaban sobre los machones de una extensión de solo algunos centímetros. En lugar de cuidar esmeradamente la obra, se la dejó arruinar, y los vecinos del pueblecito de enfrente, Quetame, llegaron en su tontería y mal­dad a desear la destrucción definitiva de aquel paso. Y ello aconteció al fin. Un día el puente se dobló por la mitad y se precipitó en el cauce. Ahora hay un cable que va de un pilar a otro, y del cable pende una canastilla para el transporte. Pero nosotros hubimos de pasar el río con los caballos. Afortunada­mente, el caudal no era muy grande y nos evitamos esperar dos o tres días enteros, cosa que les toca a quienes se encuentran con una crecida. Recibimos algunas instrucciones y nos echamos al río. El agua les llegaba a los animales hasta la mitad de la montura, de modo que nosotros, en lugar de cabalgar, íbamos

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tendidos sobre el lomo del caballo. El jinete debe imponerse el no mirar al agua sino a su cabalgadura. En caso contrario, puede marearse y entonces está perdido. Todos los años hay al­gún inexperto que resulta arrastrado por la corriente. Parece que el agua no se mueve, sino que constituye una superficie quie­ta; el jinete, en cambio, por esa ilusión de los sentidos, cree ser el que desplaza con la misma velocidad de la corriente.

Con una sensación extraña, alcanzamos la otra ribera. Por lo menos, se nos iba algo la cabeza. Solo después de adquirida una cierta práctica, podíamos cruzar ríos en tales condiciones sin experimentar trastorno alguno.

El resto del camino, excepcionalmente, ha sido trazado bien, por los ingenieros del gobierno, a lo largo de la ladera de la margen del río, y la ruta discurre sin grandes subidas y bajadas, pero la anchura es solo de un metro; por lo demás, el camino se va ciñendo a los entrantes determinados por los pequeños arro­yos que allí pasan. N o existe pretil, así que cuando a alguno de los animales le da de pronto por cocear, tenemos que desmontar­nos como precaución para no ir a parar a las negras aguas que corren allá abajo a varios cientos de metros de nuestro camino.

Hoyes 8 de diciembre, día de la Inmaculada Concepción, cuya devoción se ha introducido en Colombia con notable ra­pidez. En todas las casas, hasta en las más míseras, se ven paños que como banderas penden de palos o mástiles. Son en su ma­yoría colgaduras de muselina blanca adornadas con cintas azules. y los pobres, los que no pueden adquirir esas cosas, se sirven de pañuelos blancos o de colores, de colchas de cama o de cortinas; sobre estas prendas se sujetan en todo caso una o dos letras de papel dorado. Y las gentes de pobreza aún más extrema cuelgan solo manojos de frutillas de colores encendidos o ramilletes de flores' el ornamento de la naturaleza. ,

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Hacia Monte Redondo, en cuya ladera ha puesto lndalecio Liévano un trapiche con maquinaria de hierro, el camino se hace muy interesante. En el río Negro desemboca ahora el río Blanco, que baja del páramo de Sumapaz. A lo largo de las pedregosas márgenes de este río debió subir en 1538 el alemán Federmann, con sus ciento cinco hombres y algunos caballos, desde los Llanos a la Sabana de Bogotá.

Penetramos por el amplio valle transversal de Chirajara, por cuyo fondo resuena un impetuoso torrente que ha arrastra­do hasta bloques de roca. El camino discurre ahora por las pen­dientes del valle describiendo un arco como de media legua. Al­gunas partes en las que se produjeron desprendimientos de tie­rras, han quedado reducidas a la anchura de una veredita, de modo que uno no puede tropezarse con alguien que venga en sen­tido opuesto, pues no habría manera de cederle el paso, y por eso la mirada se dirige al abismo no sin cierta preocupación. Desde el otro lado del semicírculo vemos animales cuyas grandes cargas pasan rozando la ladera, y ellos siguen adelante, sin el menor susto, y superan aquellos peligrosos lugares, demostrando una vez más la incomparable seguridad de una buena mula.

El siguiente trayecto del camino fue construído en la roca, sobre abismos y en una anchura de dos a tres metros. El autor de la obra es un ingeniero del gobierno, Dussán. N o puede ne­garse el mérito de esta realización -poco imitada, desgraciada­mente, en Colombia-, sobre todo si se tiene en cuenta que duran­te los trabajos los obreros tenían que descolgarse con cuerdas desde la selva virgen que cubre aquellas alturas, al objeto de hacer en la roca las perforaciones precisas para las voladuras con pólvora.

La pared rocosa retrocede, la ladera del valle se hace más accesible, algunas de las aguas que bajan de la montaña tienen tan maravilloso marco de matorral y selva, que constituyen

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verdaderas joyas del paisaje. Junto a la hermosura, el peligro. Anotemos que los puentes de madera que cruzan las torrenteras -y que constan de una, o a 10 más dos vigas, y encima tablas y tierra, sin protección de pretil alguno-- no se hallan siquiera en buen estado, y a menudo han de soportar la carga de los des­prendimientos de tierras. Un puente en tales circunstancias, por el cual pasamos, se hundió a los dos días al cruzar sobre él un ganado.

Al atardecer llegamos a Susumuco, una hacienda del señor Restrepo. Abajo, en el valle, hay una casita con un trapiche. y después de un cuarto de hora de subida, en medio de una región de pastos que parece un paisaje suizo, se encuentra la casa de campo de esa familia, que en clima tan tonificante suele pasar de cuando en cuando algunos meses. El valle es angosto; enfren­te hay bosque muy denso, un amplio paraje de caza en el que campa el jaguar. En las cercanías de Susumuco, donde vi los primeros árboles de la quina, hay una magnífica cascada que se desprende por una hendedura de las rocas.

El domingo, 9 de diciembre, encontramos muchos rebaños de ganado vacuno que en grupos de veinte o treinta reses eran llevados a Bogotá. Avanzaban lentamente, entre el constante griterío de los mayorales, deteniendo a menudo la marcha de nuestras cabalgaduras. El traslado de los pobres animales dura por 10 menos siete días, y son grandes las privaciones que pasan por la falta de piensos y abrevaderos, pese a que de propósito se han cultivado algunos pastos junto al camino. Es tan dura la fatiga, tan fuertes las lesiones de las pezuñas, que a veces, hasta los animales más rollizos llegan flacos y débiles a la Sabana, ocurriendo que, con los cambios de temperatura, contraen en­fermedades pulmonares, y no es raro que sucumban a la tu­berculosis.

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Los pájaros nos dan particular gozo, sobre todo los mochi­leros, de amarillo y brillante plumaje, que van y vienen a sus nidos, parecidos a bolsas colgadas en lo alto de las palmeras, y los diminutos colibríes, que volando, dejan tras sí como una este­la de colores.

Hoy día, terminado ya el camino, bastante ancho, que de Susumuco a los Llanos trazara el señor Restrepo, debe de dis­frutarse a placer la hermosura de aquellos parajes. La nueva vía sortea los lechos de los torrentes, a los que antes había que bajar casi verticalmente en una profundidad de hasta cien pies. El ca­mino actual, excelentemente proyectado y cuyas ventajas pudi­mos apreciar por haber experimentado todavía una parte del casi impracticable camino viejo, lleva hasta la última eminencia de la Cordillera, el Alto de Buena Vista. La pendiente máxima es del doce por ciento, pero en general no suele pasar del cinco por ciento.

En la altura dicha se habían colocado en el camino, y cayendo oblicuamente sobre éste algunos troncos de enorme tamaño, de manera que el jinete tenía que echar pie a tierra, desensillar la cabalgadura y pasar agachándose por debajo de aquella barrera. Al otro lado, junto a sus caballos, había unos cuantos bizarros personajes, propietarios llaneros, que habían salido a nuestro encuentro para darnos la bienvenida. Después de cambiar cordia­les saludos, nos volvimos a contemplar el paisaje.

¿ Cómo describir nuestro asombro y nuestra delicia al ver extendida súbitamente ante nosotros la inmensidad de los Llanos? Es difícil imaginarse la grandiosidad y magnificencia de este panorama, que queda indeleblemente grabado en el recuerdo de quien lo contempla. Nos hallamos en las últimas estribaciones de la cordillera, solo 700 metros sobre el nivel del mar y en una región de formidable selva virgen. A la derecha vense ríos que por abruptos barrancos irrumpen en la llanura. Y a la izquierda,

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la cordillera, que se va perdiendo hacia el Norte y que todavía lanza algunos ramales sobre los Llanos, como bastiones avan­zados por la azulada lejanía. Son las montañas de Medina, sepa­radas de la cadena principal por un desfiladero. y ante nosotros, en un perfecto semicírculo cuyo radio mide treinta leguas, i los Llanos! No se podría imaginar contraste más impresionante y fuerte que el que forman las macizas, inextricables cordilleras, que ascienden hasta la región de las nieves perpetuas, y esta uniforme llanura tropical. Grande y mayestático es el Océano en su soledad y en su totalidad armónica. Más grande y conmo­vedor es el espectáculo de los Llanos. Rígidas y muertas son las olas, como una imagen del horror y de la fuerza ciega. Los Llanos tienen movimientos de color y diversidad sin fin; son una imagen de la vida, que no predica al hombre su total impotencia, sino que, al menos, despierta en él esperanzas como las que se alzaron entre los compañeros de Colón al escuchar el mágico "¡ Tierra!, i Tierra !". A los Llanos se los considera uniformes. Vistos desde aquí, no lo son. En efecto, innumerables ríos cruzan lentamente la llanura como cintas de plata que parecen enrollarse sobre sí mismas en la lontananza. Todos esos ríos están orlados de espesa selva, de suerte que luchan entre sí tres diferentes colo­res: primero, el gris espejeante de los ríos; luego, el jugoso verdegrís de los pastos, más intenso en la fecunda época lluviosa; por último, las sombras oscuras de los bosques, manchas que rompen la continuidad del verdor. y por sobre todo ello está la conmovedora virginidad de la Naturaleza, que sublimemente nos pone ante la mirada algo unitario y como creado de una sola pieza, algo que en su misteriosa inmensidad e inagotabilidad parece recordarnos la propia insignificancia y simbolizar el sumo poder.

Después de un descenso de hora y media llegamos a Villavi­cencio, lugar principal del territorio de San Martín. Este pueblo, recostado en la cordillera y no fundado hasta 1842, consta de

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una calle bastante larga, que está trazada en dirección a los montes y recibe los vientos que desde ellos soplan, de una gran plaza cuadrangular cubierta de yerba, y de algunas callejas afluentes. Unos cuantQs centeIl;ares de personas hablitan las poco notables casas del lugar, con cubierta de paja (ranchos), con suelo de simple tierra apisonada y muy primitivas en todos los demás detalles. Sumamente sencilla es también la iglesia, asimismo con techo de paja y piso de tierra; parece un granero grande, al fondo del cual se hubiera levantado un modesto altar rodeado de algunos malos cuadros. El correo y la sede del go­bernador y del juzgado se alojan en ranchos parecidos. Pero está muy lejos de nosotros dar una intención de burla a esta descrip­ción, pues para ello tenemos sobrado cariño y estima por los vecinos de Villavicencio. Aquellas buenas y fieles gentes nos acogieron y atendieron, en medio de su sencillez, con una obse­quiosidad y gentileza nada comunes. El mismo trato recibirá allí todo viajero que les sea simpático. Recuerdo que la excelen­te ama de casa que nos prodigó sus cuidados como huéspedes de don Ricardo Rojas, a la sazón socio principal del señor Res­trepo, y la cual hizo gala de sus variadas artes de cocina, nos dijo adiós con lágrimas en los ojos, dando una prueba de la afectuosa fidelidad de aquellas personas, que siempre tuvimos ocasión de comprobar.

Villavicencio está a algo más de veintiuna leguas de Bogotá, distancia que cubrimos en dos días y medio. Pero los hijos del señor Restrepo y otros llaneros han llegado a hacer este recorri­do, en algunos casos, en solo unas diecisiete horas y sin detenerse, pero cambiando varias veces los caballos. La población está a 455 metros sobre el nivel del mar y tiene una temperatura media de 28 grados centígrados. Parece ser que Federmann mandó hacer en estos lugares una fragua, al objeto de herrar sus caballos para la subida de la cordillera. Los alrededores han sido antes selva virgen, que se extendía en una ancha franja a lo largo de la

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cordillera. Las talas han hecho más ameno el actual paisaj e. Es frecuente la sensitiva (Mimosa púdica), que cierra sus péta­los al más ligero roce.

Antes de recorrer los alrededores, vamos a dar alguna noti­cia general sobre los Llanos. En territorio colombiano se dividen en tres partes: las inmensas llanuras del Caquetá, los Llanos de San Martín (donde nos encontramos) y los de Casanare, al Norte. Por estas llanuras, que comprenden casi dos tercios del territorio total de Colombia y son veinte veces mayores que Suiza, extienden sus afluentes el Orinoco, al Norte, y el Ama­zonas, al Sur. Aquí viven aún en estado salvaje unos cien mil indios, y la cifra quizá se quede corta. El territorio de San Martín, el del centro, perteneció antes al Estado de Cundinamarca; en 1867 se separó de éste, pasando al gobierno de la Unión, y desde 1868 es administrado por un gobernador, nombrado directamente por el Presidente de la República. En 1886 volvió al Departamen­to de Cundinamarca. Su extensión es, según unos, de 117.000 ki­lómertos cuadrados, y según otros de 105.000. El Orinoco, a cin­cuenta leguas, marca al Este la frontera con Venezuela. Su afluente principal es el Meta, con doscientas veinte leguas de longitud. Una maravillosa red de ríos grandes y pequeños riega la fértil región; es raro caminar más de cuatro horas sin en­contrarse con alguna corriente de agua. Los jesuítas fueron los primeros en fundar colonias en estas regiones, y los beneficios fueron muy considerables. Al ser expulsada de Colombia la Compañía de Jesús en 1773, se perdieron los resultados de la colonización. Hasta hace veinte años no se dio nueva vida a este territorio, gracias, especialmente, a las gestiones y trabajo del Dr. Restrepo, que en todo momento ha representado con en­tusiasmo los intereses del país, haciéndolo también en el Congre­so en su calidad de Comisario. .. Los habitantes civilizados se han establecido a lo largo de la cordillera y solo lentamente van penetrando en los Llanos propiamente dichos, por el Oeste desde

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Colombia, y por el Este desde Venezuela. También junto al Meta han afincado ya gentes blancas, de modo que este río constituye una vía natural de comunicación con otras tierras y países.

Las correrías realizables podían dirigirse, bien hasta las últimas avanzadillas de los habitantes civilizados, o sea metién­dose en los Llanos a unas veinte o treinta leguas de Villavicencio, o bien a lo largo de la cordillera, por donde se extiende, como hemos dicho, una franja de la exhuberante selva tropical con predominio de muchas clases de palmas, del árbol de la quina y del caucho. Pero en años anteriores se ha esquilmado, entre los árboles de la quina, la buena especie de la China lancifolia. Para obtener la corteza del mismo se abatía, sin más, el árbol, abrien­do así la gallina para arrebatar el huevo de oro que todos los días estaba poniendo. También los árboles del caucho eran cor­tados, en lugar de hacerles las incisiones y recoger en vasijas la leche que fluye para luego concentrarla mediante la evapo­ración del agua y la eliminación de las impurezas.

Después de abandonar Villavicencio y de dejar atrás el arroyo Parado, cuyas transparentes aguas invitan a bañarse en él, y luego de atravesar la primera gran hacienda "El Triunfo", de los señores Restrepo y Rojas, se llega, algo al Norte del pueblo, al río Guatiquía, que, descendiendo de los montes, corre a unirse al Meta. Por aquí tendrá de 60 a 80 metros de anchura, su agua es muy clara y la corriente bastante torrencial, y hay gran abun­dancia de pesca. La ribera derecha es escarpada. El Dr. Restrepo había hecho tender sobre el río un cable por el que, mediante una polea, se deslizaba un cesto colgante, y así se efectuaba el transbordo de pasajeros. La máquina estaba entonces en repa­ración, así que hubimos de vadear el río, a unos cinco minutos más abajo de donde está el cable, por el llamado "Paso"; la profundidad no es allí mucha, pero la corriente sigue siendo bastante impetuosa. Al llegar a la otra orilla se penetra por una grandiosa selva.

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Troncos de ochenta a cien pies de altura y de varios metros de diámetro elévanse allí majestuosos, envueltos en una maraña de plantas trepadoras, fantástica orna~entación que contemplan admirados los ojos. Se ve el bíblico cedro, el ébano, el sándalo, la caoba, el dividivi, el indestructible guayacán, el diomate, el aro­moso áloe y distintas variedades de palmas. Atrae enseguida la atención el corneto, cuyo esbelto y pulido mástil se levanta hasta una altura de 28 metros. Las raíces suben unos doce metros por el tronco y lo rodean abajo formando como un embudo, como una pirámide de fusiles. El fruto de este árbol tiene el aspecto de un gran racimo de uva de la altura de un hombre y pesa, según André, de 50 a 80 kilos. Se alzan también allí la palma corozo, de cuyas fibras se tejen vestidos, y la denominada cumare, de la que se hacen cuerdas muy resistentes. Pero la palma más útil es la Mauritio flexuosa, llamada comunmente moriche, que alcanza de 15 a 20 metros de altura y es de hojas abundantes en forma de abanico, cuyo conjunto se extiende como una som­brilla. Estas hojas son las que se utilizan preferentemente para techos. La medula del árbol da una especie de pan; también los frutos son comestibles. Del tronco se extrae el vino de palma, y de las hojas se hacen cordeles, redes, hamacas. La madera es de fácil corte y se emplea en la construcción; de ella se fabrican también arcos para lanzar flechas. El indio del Orinoco tiene, pues, en esta palma un recurso de universal utilidad.

La selva se va aclarando poco a poco. En torno yacen gran cantidad de troncos medio carbonizados; otros se alzan todavía como altas columnas, testigos de una desaparecida magnificen­cia. Para conservar las plantaciones ha habido que quemar la selva, operación que se llama desmonte. Ahora llegamos a una pradera bien cuidada y con agua abundante, cuya yerba, deno­minada pará, crece sobre un suelo húmedo y rico en humus y llega hasta la altura de los hombros.

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Más allá de los potreros o pastos está la casa de la familia Restrepo. Esta morada, muy amplia, cómoda y bonita, domina la hacienda llamada "La Vanguardia". En torno a la construc­ción va un corredor desde cuya parte oriental se disfruta de una magnífica vista de los Llanos, especialmente de la misma finca, que es muy hermosa. En 1871 creó el señor Restrepo esta ha­cienda en medio de densísima selva virgen. Su espíritu empren­dedor, su constancia y su indomable energía son merecedores de alta estima y admiración.

Gracias a las gentilezas de mi hospitalario huésped y de sus hijos, y gracias a las frecuentes cabalgadas por las hacien­das, me fue posible tener una idea bastante exacta de la vida en los Llanos. Por las noches teníamos entretenidas y útiles con­versaciones con referencia especial a ese tema. La temperatura a tales horas era sumamente grata, el cielo aparecía lleno de estrellas. Los cocuyos brillaban por la oscuridad, y miles de gusanitos de luz mantenían encendidas sus pequeñas linternas. El lejano horizonte se alumbraba de relámpagos. De vez en cuando se veía en lontananza el desencadenarse de una tempes­tad en medio de las densas nubes. y los rayos hacían incesantes guiños de luz. Lo que más admiración me producía era que las centellas no cayeran en vertical u oblícuo zigzag sobre la tierra, sino que se movieran horizontalmente, de suerte que todo el semicírculo de la lejanía era como una línea de fuego. Hasta se dio el caso de que los rayos se escindieran en extraños trazos curvos y que algunos de ellos describieran magníficas serpenti­nas lanzadas en inclinado giro hacia la altura.

N os íbamos a dormir bastante pronto, y lo hacíamos en hamacas y con las ventanas abiertas. Nos arrullaba el aleteo de las palmas de abanico, y con ellas se armonizaba también el su­surro de algunos cocoteros traídos del Estado del Tolima, A eso de las seis me despertaba y salía en seguida al aire libre. Rojo como fuego, se alzaba el disco del sol sobre la lejana línea del

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horizonte, en la que se apreciaba con toda claridad la curvatura de la tierra. El sol era de un tamaño inusitado y su brillo no hería los ojos. El giro del astro se iniciaba velocísimo. Hacia las siete de la mañana tenía ya a nuestra vista su tamaño normal y había alcanzado su cálida radiación. También a primera hora salíamos a caballo. Los hacendados tenían que ocuparse del ga­nado, echar un vistazo a los pastos y plantaciones, había que sembrar y recolectar.

Al principio, para proporcionarse uno de los principales pro­ductos alimenticios, y pensando también en la cría del ganado de cerda, se sembraron extensísimos maizales. El cultivo es de suma facilidad: la estación seca, el verano, comienza en los Lla­nos con el mes de diciembre y dura hasta mediados de marzo, o sea no más de tres meses y medio. Los ríos han reducido su caudal; el aire es claro y transparente; las noches, estrelladas y magníficas. Este buen tiempo 'se aprovecha para la tala de bos­ques o para iniciar el cultivo de tierras. El grano de maíz es in­troducido sencillamente en el suelo fertilizado por la misma ceni­za. A partir de mediados de marzo empiezan a caer constantes aguaceros, los cuales imposibilitan todo trabajo al aire libre. Esta otra estación, el invierno, se interrumpe por solo unas dos sema­nas en el mes de agosto, en las cuales se recolecta el maíz sin que haya sido necesario estirpar la cizaña. ¡ La cosecha multiplica por ciento cincuenta hasta trescientos la cantidad sembrada! Sobre este suelo se da luego una buena clase de yerba, o puede hacerse una nueva siembra de maíz, cuyo resultado es tan excelente como el de la primera. De agosto a fines de noviembre vuelve a llover, de modo que en los llanos -salvo los pocos días secos del mes de agosto- el tiempo lluvioso reina, por lo menos, durante ocho meses al año; pero se pueden obtener dos cosechas.

El arroz se cultiva de forma todavía más simple. Si no se le quiere introducir de modo directo en ]a tierra, se procede de]

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siguiente modo: cércase un trozo de terreno y, en vez de ararlo, se meten en el cercado unas cincuenta o sesenta reses vacunas al objeto de que remuevan lo más posible la tierra. Cuando esta da la sensación de hallarse convenientemente suelta en una pro­fundidad de dos a tres pulgadas, el arroz se siembra a voleo al caer la primera lluvia. Entonces vuelve a meterse el ganado, y algunos hombres a caballo 10 histigan y lo hacen correr de un lado para otro dentro de la cerca, de modo que las pezuñas vayan comprimiendo la simiente entre la tierra. Al cabo de cuatro meses se cosecha un arroz de excelente calidad y en proporción de ochenta a ciento cincuenta por uno respecto de la siembra.

El mayor asombro ante la inaudita fertilidad de esta comar­ca al pie de la cordillera fue el que me produjo la visita a la hacienda denominada "El Tigre", a la que desde "La Vanguardia" se llega en media hora de caballo. El camino va entre selva de poca altura, donde revuelan las más bellas mariposas azules, del tamaño de la palma de la mano. Cuando, a través del espeso follaje que bordea el sendero, cae súbitamente sobre sus alas un rayo de sol, el efecto es de verdad fascinante. Al llegar al próxi­mo claro de selva penetramos a un cañaduzal; las cañas, del grosor de un brazo, alcanzan alturas de 2 a 4 metros. Y se plantaron j hace solo diez meses! El trapiche allí construído, con buena y alta chimenea y rodillos de hierro, compensa sus es­fuerzos al señor Restrepo con pingües beneficios, pues hasta hace poco la panel a tenía que bajar a este Eldorado desde el mercado de Bogotá. Menos afortunada me pareció una plantación de cacao que allí vi, si bien esta planta se cría en los Llanos en forma silvestre en pequeñas mazorcas de hasta treinta granos.

Pero no acaba aquí la relación de las riquezas de estas co­marcas. La cordillera encierra otros nuevos tesoros. En "La Vanguardia" se encuentra mucho mineral de hierro. Bloques de esta substancia que en nuestros países tendrían gran valor se utilizan allí para construÍr tapias. Hay además enormes yaci-

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mientos de hulla que se encuentran todavía sin explotar. En la cordillera hay también petróleo y oro, como el que aparece en las arenas de los ríos.

Mas como si la Naturaleza hubiera no querido omitir obse­quios, ha dado al hombre hasta un banco de sal. Por un difícil camino de bosque nos dirigimos a esa salina, situada al Norte de Villavicencio y a cuatro horas de él. La Salina de Upín, que en cualquier otro lugar tendría un valor incalculable, se encuentra en una angosta garganta, entre bosque y a la izquierda de un arroyo de montaña. El banco de sal, cuya altura es de 9 metros, se halla cubierto por una capa de tierra, la cual ha ido cayendo de los empinados flancos de esta depresión. Con el agua que a su vez escurre desde arriba, se ha formado una verdadera cloaca, de tal modo que la sal, realmente de transparencia cristalina, se aparece aquí muy negra. Al empezar en diciembre el verano, es necesario ante todo, quitar la capa de barro, 10 cual se practi­ca con pico y pala por obreros que, a causa de este insano traba­jo, caen a menudo enfermos de fiebres. Arrojando el lodo al río, puede empezarse ya la extracción de la sal. Los sucios fragmen­tos de esta substancia van a parar a un mísero tinglado, al que llaman almacén, donde se la acumula. El precio de la sal resulta, de todos modos, bajo, y así conviene que sea, pues los llaneros necesitan abundante sal para sus ganados. Una comprobación de la gran insuficiencia práctica de esta industria es que el in­greso anual de la Salina de Upín y el de la cercana Salina de Cumaral es solamente de algo más de 10.000 pesos, pero advir­tiendo que los gastos se elevan a 4.000 pesos. Ello hace posible que desde Venezuela sea importada sal, que traen por el río Meta aguas arriba. Si los Llanos, que sería lo natural, cubrieran sus propias necesidades con la suficiente sal que poseen, los precios resultarían más bajos, se favorecería el desarrollo gana­dero y hasta se podría exportar parte de ese producto.

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No hemos terminado de apreciar el contenido del cuerno de la abundancia, que la Naturaleza ha volcado en forma de tantos dones sobre esta región. Es natural que aquí crezca muy bien el plátano o banano, el fruto más útil de toda la comarca. Constituye el alimento principal del pobre y determina que ningún hombre pueda morir de hambre en América. Extraordinariamente rica es aquí la cosecha, y variadísimas las especies, desde el gran plátano hartón, hasta el dulce manzano, llamado así por su sabor y que es de un suave color carne. El plátano puede prepararse de maneras muy diferentes: frito, cocido, tostado, asado. Al igual que la yuca y la tavena, plantas aquí muy frecuentes, el plátano es un alimento saludable.

Frutas hay allí relativamente pocas, pues en los Llanos se ha descuidado un tanto la plantación de frutales. Pero no faltan la naranja, el limón, el aguacate, ni tampoco el mango, el caimi­to y el caimarón. La aromática, aunque muy pegajosa, crema de esta última apenas si la podría imitar un buen confitero. En otra clase de plantas, citamos la vainilla, que se podría cultivar en gran escala, la zarzaparrilla, la ipecacuana, la tagua (o marfil vegetal), la copaiba, de la que se extrae un valioso aceite, el cumare, el palo brasil y diferentes bálsamos y resinas. No puede omitirse el tabaco, que se da bastante bien.

Producto principalísimo es, empero, el café, de excelente sabor. Se produce y exporta en grandes cantidades. Visité dos cafetales, el de Ocoa y el que llaman "El Buque", plantado y cultivado por el inteligente y culto médico doctor Converso El número de plantas de cafeto asciende a unas ochenta mil. Gene­ralmente, por el centro del cafetal atraviesa una avenida flan­queada de árboles frutales. Paralelas a esta van las filas de los cafetos, los cuales se hallan distribuídos en intervalos regulares de dos metros y medio; las plantas más pequeñas están a la sombra de palmas bananeras. Se cuenta con máquinas para el

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descerezado y con una maquinaria desecadora muy práctica. Así, pues, tiene hoy justa recompensa la diligencia y cuidado del propietario, que durante años hubo de luchar aquí contra los rigores del clima y poner en peligro su salud en aquel terreno esquilmado. El señor Convers manda actualmente café a Bogotá y lo exporta a Europa, enviándolo por el río Meta.

Pero, j cuántas cosas podrían lograrse aún en esta prIVI­legiada tierra! En los bosques hay todavía ocultas, o muy poco conocidas, multitud de plantas medicinales, como el cordoncillo, que es un gran cicatrizante. Existen también muchas plantas que podrían dar un superior rendimiento. Un día me preguntó un llanero sobre la clase y modalidad de cultivo que requiere el árbol de la canela, a lo cual, por desgracia, no pude respon­derle. La muestra que me trajo era deliciosa, pero todavía sus­ceptible de mejora y selección. i A la obra, generaciones veni­deras! El mundo no es todavía estrecho, y la Naturaleza está muy lejos de ser para vosotros una madrastra.

A mediados de diciembre hubimos de hacer una correría para adentrarnos en los Llanos. Se trataba de pasar unos días en el hato denominado "Los Pavitos". El camino, en principio, viene a representar unas dos horas de caballo a través de selva y en dirección Este. Pero invertimos bastante más tiempo en el recorrido. Como acababa de cesar la época lluviosa, la canal natural que constituía el malísimo camino se hallaba llena de agua y barro y este, que se desplazaba por la hendidura, traía cantidad de miasmas y vapores mefíticos, producto de las muchas substancias vegetales en descomposición. Más que cabalgar, lo que hacíamos era ir tendidos sobre las mulas para no meternos en el agua, que llegaba hasta la mitad de la montura. Pero el suelo, además de ser resbaladizo, estaba repleto de raíces, de suerte que las bestias andaban tropezando de continuo y enre­dándose a veces entre la retorcida maraña. Teníamos que hacer

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uso de toda la habilidad posible para mantenernos sobre las mulas y ayudar a estas a no caer. Cuando el camino era suma­mente malo y lleno de almohadas (elevaciones llamadas así por su forma y que, atravesadas en el camino, solo dejaban sitio para profundos charcos intermedios), había que desviarse y meterse por la maleza, la cual nos azotaba rostro y manos, al tiempo que nos calaba la humedad.

El único alivio de amenidad en esta lucha contra el camino fue el encuentro con una gran tropa de monos aulladores, que saltaban alegres de rama en rama. Estos simios van general­mente en grupos de veinte o treinta, grandes y chicos, y es famosa su inteligencia y el amor maternal de las hembras. Dos de mis compañeros de viaje abrieron fuego sobre los monos. Una cría cayó a tierra, y a ello siguió un estremecedor aullido de la madre, que seguía en el árbol, encima de nosotros, mien­tras todos los demás animales huían despavoridos. Alcanzada por más disparos, la mona se mantuvo por unos segundos asida al árbol y luego cayó pesadamente junto a nosotros. Era un animal de color gris negruzco, como de tres pies de largo y dos de alzada. Lo dejamos allí, pues la carne no es comestible por tener, según dicen, un cierto sabor desagradable. Ya entonces me repugnó semejante inútil matanza y me dolió la muerte de aquellos seres.

Apenas habíamos salido de la selva y llegado a la que llaman Boca del Monte, cuando hicimos un alto en el camino. Después de calentarme bien los pies friccionándolos con aguardiente, cambié mi calzado y mis medias por otros que para tales casos traía, lo que constituye un medio preventivo contra las fiebres. Seguimos cabalgando y llegamos a las grandes llanadas de Apiay, que se dilatan entre el Rionegro y el Guatiquía en una extensión de unas dieciocho leguas a lo largo y unas diez a lo ancho, y donde, según Restrepo, pueden pastar cuarenta mil reses vacu-

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nas y cuatro mil caballos. Pero estas llanuras no constituyen una superficie enteramente homogénea, pues tan pronto atrave­sábamos una extensión de pastos (sabanas) cuyo recorrido lle­vaba su buena media hora y cuya vegetación, en tierra bastante seca, era una yerba grisácea de unos dos a cinco pies de altura, como llegábamos a un trozo de bosque, crecido solo allí donde corría agua, por lo común a lo largo de un arroyo. Las distintas sabanas, divididas entre sí por estos pedazos de bosque, eran, pues, porciones de pradera más o menos grandes, pero tan seme­jantes las unas a las otras, que una persona inexperta no podía distinguirlas, estando en gran riesgo de extraviarse si no se con­taba con un guía. En todo el camino, que duró cinco horas, no en­contramos más que un mísero y solitario hato. Al caer de la tarde, cuando el sol doraba con sus rayos las sabanas, llegamos a nuestro lugar de destino.

"Los Pavitos" era un rancho con cubierta de hoja de palma y tenía dos compartimientos: la "sala", en la que había una mesa y algunas sillas con asientos y respaldos de cuero crudo, y un cuartito contiguo con dos catres de madera. Detrás del amplio patio, donde triscaban y bullían diversos animales de corral, había otra cabaña, que albergaba la cocina. y más allá, junto a un arroyo como de diez pies de ancho, claro y de lenta corriente, se alzaba un bosque, o, mejor, un soto. A la derecha del rancho, varias cercas (talanqueras) de madera de palma o de bambúes limitaban espacios de diferente extensión destinados a encerrar el ganado.

Al día siguiente me llamó especialmente la atención la piel de una boa constrictor de veinte pies de larga y de uno y medio o dos de ancho. La habían matado por allí cerca cuando pusieron el hato. Gran asombro me causaron algunos detalles cuando el grupO viajero fue a bañarse en el vecino arroyo. El jefe de la expedición, mi compadre Fernández -así llamaba yo a aquel

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excelente amigo, hombre como de cuarenta años- se desnudó y empezó a echar piedras en el arroyo. A la pregunta de por qué hacía aquello respondió sonriente que era para ahuyentar a las serpientes que de ordinario había por allí. Acto seguido tendióse a la larga en el cauce del arroyo, que no pasaría de un pie de profundidad. Confieso que al principio me atemorizó aquel baño, sobre todo porque el arroyo se hallaba cubierto de vege­tación, y las muchas raíces de los árboles se antojaban otros tantos reptiles a la exacerbada fantasía. Pero acabé por meter­me también en la fresca corriente. Nunca con tanta claridad como entonces comprendí que el hombre es un esclavo de la costum­bre. A la tercera vez me había habituado ya de tal modo a bañarme en aquel lugar y al requisito de tirar las piedras, que ni siquiera pensaba en las serpientes. Más aún, el último día antes de emprender la partida de allí, nos bañamos tranquilamente a las tres de la madrugada, en plena oscuridad, antes de poner pie al estribo. Entonces lo encontré enteramente natural; hoy día, al recordarlo, experimento una cierta sensación de extra­ñeza.

Por lo demás, en los Llanos suele perderse el miedo a los peligros, pongo por caso el de las arañas venenosas, del tamaño de un puño, y de las mismas serpientes. Estas últimas solo en rarísimos casos atacan al hombre; por ejemplo, si se llega a pisarlas. Por lo común huyen de él. No son excepción en esto la serpiente de cascabel ni la venenosa equis, en cuya piel parece estar grabada esa letra. Para curar las picaduras de estos ani­males, los supersticiosos llaneros tienen oraciones ex profeso. El doctor Convers, persona digna de todo crédito; refería el mucho quehacer que en sus cafetales le daban las serpientes. A veces le había apetecido irritarlas y ponerlas furiosas, lo que la gente de allí dice torearlas. La serpiente silba y se retuerce, y con ojos iracundos, parece irse a lanzar sobre el hombre, que le muestra un pañuelo o un trapo cualquiera y que, al arrojárselo luego

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violentamente al reptil, es mordido con rabia por este; sus dien­tes quedan tan fuertemente clavados que, incapaz ya de soltarse, perece allí mismo a manos del llanero. Por lo común, un golpe con una varita bien flexible es 10 mejor para hacer inofensiva a la serpiente. En los Llanos encontré, en verdad, muchas huellas de estos animales, pero pocas veces los vi a ellos mismos.

Uno de los próximos días iba a tener lugar el acontecimiento principal de nuestra permanencia en los Llanos, o sea la herran­za, marcado de hierro del ganado vacuno. Ya a las tres de la madrugada marchábamos a lomos de rápidos y resistentes caba­llos, y nos dispersamos en amplio círculo, a algunas horas de distancia, con el fin de reunir los rebaños. Al amanecer descu­brimos ya las reses, que en grupos de doce a veinte pastaban separadas en las diferentes sabanas. Dos o tres jinetes rodeaban a galope tendido a cada pequeña manada y espantándola la obli­gaban a sumarse a las reses ya reunidas. A veces se escapaba un animal, y uno de los llaneros había de galopar tras él media hora, y a veces más, hasta darle alcance. Poco a poco iba crecien­do el número de las reses, de suerte que hacia las diez de la mañana habíamos juntado ya un rebaño de más de mil cabezas. y ahora el gran tropel mugía sonora e incesantemente. A segui­do, la larga y tumultuosa columna comenzó a correr hacia el hato para su encierro en los cercados correspondientes. A la ca­beza marchaban dos jinetes, cuatro a los flancos y otros dos a retaguardia. Después de acabado el encierro nos pusimos a des­ayunar, y se entenderá fácilmente con qué magnífico apetito lo hicimos luego de aquella fatigosa y veloz cabalgada de varias horas.

A continuación se pasó a clasificar las reses. Las de más años quedaron en el primer corral, que era el mayor. Después seguían los animales más jóvenes y de menor tamaño, y final­mente, en la última corraliza, se encerró a los terneros nacidos

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durante el año y que estaban aún por marcar. En medio de cada cercado había un gran pedazo de sal, y fuera de esto no se daba a las reses alimento alguno, el mugir era incesante por ello, su­mándose además las quejas de los ternerillos separados por pri­mera vez de las madres.

Había que proceder a marcar con el hierro a estas reses jóvenes, pasando luego a adjudicarlas a sus dueños, contarlas y calcular así el aumento del hato. A tal efecto, mozos semi­desnudos se lanzaban en pos de los terneros y los agarraban por el rabo. De un tirón, realizado con rara habilidad, el animal era arrojado al suelo, quedando precisamente de costado, mo­mento en que con toda rapidez le ataban las patas. Luego venían a él con el gran hierro candente cuya forma dibujaba, por ejem­plo, una R, y se le aplicaba al flanco. El atemorizado animal podía ya salir corriendo. La pericia que hacía falta para atrapar a las reses y derribarlas la comprendimos bien cuando algunos de nosotros pretendió hacer lo mismo. Los terneros, todavía tan pequeños, tenían una fuerza tan grande, que el torpe domador se veía arrastrado con toda facilidad por el apisonado suelo del corral, de suerte que más de uno de mis compañeros de viaje ofrecía un lamentable aspecto. Como los señores Restrepo y Fer­nández tenían el hato en común, los animales se iban adjudi­cando alternativamente a cada uno de los dueños, señalándolos con letras distintas.

A pesar del constante trabajo de la gente, de cuyas frentes corría a chorros el sudor, la faena no pudo darse aquel día por terminada. El ganado quedó, pues, encerrado durante toda la no­che, en un inacabable mugido de hambre, de sed y de anhelos de libertad. A la mañana siguiente quedó listo el trabajo, y hacia las once abriose por fin la entrada de la talanquera prin­cipal. Yo me había subido a un poste de veinte pies de altura junto a la abertura, de tres metros de ancho, de la cerca, con

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el fin de contemplar la salida del rebaño. Todavía al recordar aquel espectáculo experimento una sensación de mareo. Apenas retirados los palos de la entrada los animales se apiñaron para escapar. Un bosque de cornamentas se apareció a mis pies y el suelo empezó a retemblar como en un terremoto. Con toda fuerza hube de agarrarme al movedizo poste para no ser víctima del vértigo y caer al suelo, lo que hubiera tenido la muerte por con­secuencia. Poco a poco fue aplacándose el estruendo de la presu­rosa manada. Con extraña rapidez volvieron a reunirse los gru­pos sueltos que habían sido juntados el día anterior, y, guiados por su jefe natural, saltaban hacia los pastos respectivos des­pués de haber calmado la ardorosa sed en una gran laguna próxi­ma. Al cabo de media hora no se veía una res en torno al rancho.

Igual acontecimiento repitiose al siguiente día, pero las reses que hubimos de reunir fueron solo unas setecientas, cosa que hicimos en otra parte del hato y a eso de las nueve de la mañana. Todo el hato sumaba algo más de dos mil cabezas. Al mediodía matamos un magnífico y gordo ternero. Según las reglas, se le preparó convenientemente, se le espetó entero en un enorme asador y se le colgó sobre un crepitante fuego. Al cabo de algunas horas estaba el asado a punto y la grasa escu­rría ya de la rica carne. No creo haber probado nunca cosa más sabrosa que aquellos trozos de carne separados sencillamente a tiras con un cuchillo y llevados con los dedos a la boca mientras el jugo corría por la barbilla... Un espectáculo de primitiva l1aturalidad, una estampa auténtica de la vida del llanero.

Al otro día volvió a dejarse en libertad a la segunda parte de la vacada. Pero quedaron encerrados algunos becerrillos, pues varios de ellos tenían heridas, en las que insectos dañinos habían puesto sus huevos y otros se hallaban atormentados por las garrapatas. Se limpió, pues, a los animales, ya que las oraciones y conjuros no habían dado resultado. Era enternecedor ver cómo

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las madres de los ternerillos rondaban celosas por las cercanías mugiendo lastimeramente. Por las noches venían a amamantar a sus crías. Pocas vacas son estabuladas con el fin de ordeñarlas y utilizar su leche para beberla o fabricar queso; la mayor parte de ellas están en completa libertad y dan de mamar a sus hijos. La vacada se reproduce con gran rapidez. En cuatro años, así calcula el llanero, se duplica una cantidad de ganado vacuno por el estilo de 10 que hemos visto, descontando anualmente una décima parte constituída, poco más o menos, por los animales viejos sacrificados, los que mueren, los que se venden por sepa­rado o los que devora el jaguar.

El trabajo del llanero consiste, precisamente, en acostum­brar al ganado a vivir en el hato y en amansarlo en forma ade­cuada. Para ello, no solo hay que dar sal a los animales, vendar­le las heridas que se hacen luchando unos contra otros, sino que además es necesario observarlos cuidadosamente durante cuatro meses y recogerlos todas las noches hasta que se hayan habitua­do a quedarse en las sabanas vecinas y a recibir cualquier clase de auxilio en el hato, o bien buscar allí algún miembro extra­viado del rebaño.

Por razón de los muchos peligros a que se halla expuesta, la raza se ha hecho inteligente. Al ocurrir inundaciones de la parte baja de los Llanos durante el "invierno", el ganado huye a zonas más altas. Para protegerse del jaguar se colocan a veces en apretados grupos y dispuestos en círculo con las cabezas ha­cia afuera, de modo que los cuernos forman una valla. A los animales jóvenes se les pone en el interior del círculo y no es frecuente que el jaguar se atreva a sacarlos de un salto de aque­lla astada fortaleza. Es también interesante la confianza del ga­nado en el pequeño halcón que llaman garrapatero y que posán­dose sobre las reses les extrae las garrapatas para comérselas.

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En general, la raza vacuna introducida por los españoles es grande y fuerte. La cabeza es pequeña, los ojos miran con cierta vivacidad, el cuello es extraordinariamente esbelto, la piel limpia y brillante. Los cuernos son más bien cortos y de bella curvatura. Por naturaleza este ganado es además bastante manso. ¿ Será que el clima, lo mismo que al hombre, ha llegado a infundirle una cierta indiferencia? Nunca oí que un toro furioso acometiera a nadie. Por supuesto, con un caballo ligero sería posible escapar a la embestida. Ultimamente, mediante la importación de semen­tales de Hereford, se ha tratado de mejorar la raza. Gracias a la rápida multiplicación de los rebaños, la riqueza principal de los Llanos está en la ganadería.

También merecería la pena explotar la cría caballar y mular, pues las razas allí existentes son bonitas, ágiles y de una resis­tencia poco común. Si se considera que durante quince años de guerra de independencia (1810 a 1825), tanto los españoles como los republicanos se llevaron casi todos los animales de la región llanera, habrá que reconocer que esas comarcas son excepcio­nalmente adecuadas para dicha rama de la ganadería. También la oveja y la cabra darían buen rendimiento.

Casi todas las tardes, entre las cuatro y las cinco, salíamos de caza. Hacia la puesta del sol salen del monte los muchos corzos y ciervos que allí se crían, para apacentar se en grupos en los crecidos pastizales. Se avanzaba a caballo hacia alguno de esos montes, o sea pedazos de bosque, se hacía alto a unos cientos de metros, y luego había que deslizarse a pie en direc­ción a la pieza. El ojo de azor de mi compadre Fernández des­cubría los animales a mucha distancia. Para la vista normal del hombre de ciudad, era imposible distinguir su color entre la yerba. El cazador experto se iba derecho hacia el venado; y no tardaba en alcanzarlo el disparo mortal, lo cual nos deparaba un magnífico banquete. Cuando uno fallaba la puntería, los ani-

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males se dirigían hacia el monte en frenéticos, formidables sal­tos. A mí, falto de verdadera rabies venatoria, aquello me pare­cía lo más hermoso y juzgaba que los brincadores fugitivos habían merecido sobradamente su libertad.

También becadas, patos y pavos encontrábamos a menudo por las grandes lagunas de agua fangosa y rodeadas de árboles. Por allí resonaban nuestras ambiciosas descargas. Un tiro de mi revólver suizo me ocasionó una vez sincera pena. En uno de aquellos estanques nadaba una garza blanca, una "gentil garza". Uno sugirió la idea de matar al ave y como la cosa era difícil, el juego nos resultaba divertido. Ya la garza estaba herida, cuan­do una bala de mi revólver la alcanzó en el cuello. El animal se alzó convulsivamente, extendió las alas, abatió el cuello y murió. Se me alabó el disparo, pero me quedé triste. Habíamos cobrado caza bastante y dejamos allí la garza, la gentil garza.

Después de ocho días de vida nómada y venatoria, íbamos a regresar a Villavicencio para pasar allá la fiesta de Navidad. A las tres de la madrugada pusímonos en marcha después de habernos bañado. Las cabalgaduras, que conocían bien el sen­dero, avanzaban vigorosamente con el aire fresco de la noche. Cada jinete seguía en silencio al de delante sin ver al que enca­bezaba la hilera. En la lejanía el cielo aparecía rojizo en algunos puntos como iluminado por resplandor de incendios. En efecto, eran algunas sabanas a las que se había prendido fuego para que al arder su seca y alta yerba dejara espacio al pasto fresco y reciente que el ganado buscaba con ansiedad. Un cómodo y nada dispendioso cultivo ...

Entre las cuatro y las cinco fueron apagándose las estrellas y el cielo comenzó a clarear ya por Oriente. Pero a las cinco, curioso fenómeno que muchas veces he observado, durante unos diez minutos parece que la noche combatiera una vez más con el día y que ahora pretendiese juntar todas sus fuerzas para la

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lucha. De nuevo vuelve a reinar la oscuridad. Pero súbitamente cesa la resistencia. La ancha franja de claridad que luce por el Oriente va haciéndose mayor, las nubes se perfilan más nítida­mente, primero en blanco, luego en gris bronce, después en rojo claro y rojo carmesí. A las seis, precedido de haces de fuego, surge el sol. Los pájaros, loros y pericos, y los grandes y relu­cientes guacamayos, gritan y parlotean frenéticamente. Los pe­queños colibríes, las tominejas, pasan y repasan veloces con su plumaje de colorines. Todo ha cobrado nueva vida, y el jinete, sobre su cabalgadura que relincha alegre, se siente invadido de un indecible bienestar. j Oh gozo de la mañana, oh dorada li­bertad!

Han llegado las navidades y con ellas la maXlma fiesta del año para los colombianos y para los llaneros. La Nochebuena es la meta de todos los deseos, el tiempo en que van al pueblo principal a presenciar el, en su opinión, incomparable culto y a efectuar sus compras para todo el año. Durante varias noches se habían celebrado procesiones en la plaza de Villavicencio, de­lante de la iglesia; la gente las había acompañado llena de devo­ción y se había llevado en andas las viejas y sagradas imágenes. Se lanzaban cohetes, viejos fusiles y mosqueteros repletos de carga eran disparados junto a nuestras orejas. Había en todas las cosas un gozosa vibración.

En esta ocasión conocí, en calidad de pastor de su grey, al Padre Vela, al que como persona privada había estimado ya mucho. "El Pater", como familiarmente se le llamaba, era un fraile dominico, alto, fornido y que andaría por los cuarenta años. Tenía un rostro expresivo y cariñoso, de rojas mejillas, llevaba, con permiso de la superioridad, una hermosa barba cerrada. El Padre Vela, en su hábito blanco y negro, era una espléndida y varonil figura. Pero casi nunca, por razón de los rigurosos calores dE' aquella región, llevaba el hábito de la Orden; con indumentaria

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civil parecía más bien un recio molinero. Gustaba mucho de montar a caballo y compartir la vida de los llaneros; él era un llanero en el mejor sentido de la palabra. Tenía también un mo­desto hato, criaba ganado y lo vendía. Tenía que hacerlo ya por el motivo de que el gobierno no pagaba puntualmente la ayuda correspondiente a su mezquino sueldo y porque los habitantes de los Llanos no eran de especial largueza para con su clérigo. La cura de almas era allí cosa de cada cual, pues hecho ya el pueblo a pasar la mayor parte del año sin el consuelo de la iglesia y acostumbrado hasta a efectuar los entierros sin auxilios del clero cuando el Padre se encontraba ausente, su sumisión y respeto ante lo eclesiástico no era cosa muy señalada. Por esta causa, cualquier clase de fanático y cualquier cura de los que siempre llevan la religión en la boca, pronto hubiera quedado fuera de lugar en los Llanos. El Padre Vela, en cambio, con su natural rectitud, se había conquistado la plena confianza de la gente. También en sus viajes por el río Meta supo inspirar res­peto y veneración a los indios salvajes de aquellas riberas, de modo que siempre había algunos que se hacían bautizar por él. Servicial y tolerante en toda ocasión, el Pater podía ser consi­derado como un consejero y educador de Villavicencio y sus contornos.

Como el templo, junto con la espiritual edificación y piedad, ofrece en aquellas regiones la única oportunidad de distracción, era siempre muy visitado y más en Nochebuena. Las mu­jeres se hallaban acurrucadas sobre el suelo de tierra. Un armo­nio, en el que no era inconveniente interpretar hasta música bailable, elevaba con sus sones el ambiente de la fiesta. Hasta algunos tocadores de guitarra y tiple, muy buenos en su arte, hacían sonar en la iglesia tonadas populares para exaltación y gloria de la Noche Santa. Era en su conjunto una bella fiesta popular, llena de naturalidad y de cordial alegría, en la que todos participaban.

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A las navidades siguió una mayor calma. Para pasar el tiem­po se organizaban, de cuando en cuando y en plena calle, bárba­ras riñas de gallos, espectáculo que nos infunde horror, que nos inspira repugnancia. Los gallos de los Llanos son de buena raza y valientes, de afiladas espuelas y de gran fiereza y saña. Solo cuando se halla ya muy maltrecho cede el más débil el campo de batalla.

Esta extraña conducta, mitad en son de regoCIJO, mitad con tintes de barbarie, nos da pie para presentar de una manera más conexa y ordenada el tipo del llanero. El habitante de los Llanos, si bien tostado por el sol tropical, es generalmente de tez blanca; hay que anotar, sin embargo, que su raza constituye un mestizaje de blanco y de indio. Por lo regular, es muy mus­culoso y de buena complexión. No es raro encontrar hombres de mejillas encarnadas, mientras que las mujeres, en aquel clima, tienden a empalidecer. El hijo de los Llanos es en grado sumo un amante de la libertad. En la guerra de la independencia esta región dio los mejores soldados, gentes de heroico valor en el combate. Pocas veces los españoles resistieron el ímpetu de los tropeles de caballería de los llaneros, sucumbiendo en gran nú­mero frente a sus lanzas y sus sables. El llanero es tan feroz en la lucha que se le ha llamado "artista de la muerte". Después de la victoria, sin esperar recompensa ni paga, desea volver en seguida a sus tierras, pues ama los Llanos con verdadera pasión y encuentra el mayor gozo en la existencia nómada, pese a los muchos peligros que esta ofrece y que él bravamente supera. Nada con excepcional destreza, le place sobremanera dedicarse a todas las habilidades y faenas de la doma de caballos. Es abierto y franco y ello se expresa en la nobleza de su mirada. Su honradez y probidad son proverbiales. Con los buenos es hu­milde y altanero con los orgullosos. Es sensible y no olvida fácil-

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mente las ofensas, sin llegar a ser vengativo. Es amigo de bromas y de dar chascos; de la especie de estos da idea el suceso si­guiente:

El año de 1876 llegó a los Llanos de San Martín el viajero francés André. Injustamente, sin duda y tal vez a causa de la diferencia de idioma, los llaneros lo tomaron por hombre arro­gante, descontento con todas las cosas y siempre propicio a opi­nar desfavorablemente. y pensaron: "Aguarda, y ya verás cómo te quitamos esa aspereza para con nosotros". Dicho y hecho: En las cercanías de Villavicencio, 10 llevaron hasta un lugar don­de había gran cantidad de avispas salvajes, que pican horrible­mente. Acto seguido huyeron con sus cabalgaduras, escondién­dose tras de la vegetación. El viajero, en tanto, llegó enteramente desprevenido, junto con su compañero, hasta el sitio peligroso, donde fue atacado por los enfurecidos insectos. "j Hormiguill, hormiguill !", dicen que gritaba. Los llaneros se morían de risa. André, en su crónica de viajes Tour du Monde, escribe que en los Llanos hay una especie de avispas que atacan al hombre sin necesidad de sentirse hostilizadas. En realidad, no es así. Lo que he contado es la verdad de los hechos referidos por los mismos que en ellos participaron.

Todos los movimientos y ademanes del llanero son vivos y se hallan llenos de una cierta gracia natural. Es hombre cortés y apasionado, a su manera peculiar, generoso con su querida o su mujer, pero siempre Don Juan y aficionado a conquistas. Al juego y a las diversiones se entrega con predilección en las raras ocasiones que para ello se le brindan. En el hato "Los Pavitos" conocí a un muchacho de unos dieciséis años, chico despierto, que trabajó allí por medio año y se había ganado así algunos dólares. Este mozo, casi un niño todavía, llegó a Villa­vicencio para aquellas navidades y en una taberna que había frente a nuestra casa se puso a beber anisado y a entonar can-

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cioncillas acompañándose con una pequeña guitarra. Tocó toda la noche, sin cesar; cantó y bebió de lo lindo; de mañana, entre las seis y las ocho, seguía cantando. " A las tres de la tarde nos lo encontramos por allí cerca, cabalgando tan tranquilo y ya de vuelta para el hato. De todo el dinero de los jornales tra­bajosamente ahorrado, solo le había quedado para comprarse un sombrero pardo de fieltro que nos mostró sonriente. De arrepen­timiento por el dinero malgastado y por la noche pasada en claro, no daba la muestra más leve; al contrario, iba tan ufano como contento.

Especial talento tiene el llanero para hablar y para com­prender con rapidez. Gusta mucho del humor sarcástico y de la mofa. Tiene predilección por el canto, la poesía y la música, pero exagera sus pensamientos y solo muestra sencillez en las comparaciones con la Naturaleza; en otros casos, se le va la mano en la expresión. Sus heróicas estrofas (galerones) tratan bombásticamente del toro, del caballo, de la lanza, la mujer, el desafío. Tan pronto se habla de coger caimanes bonitamente con la mano, como de matar tigres de un sopapo o enviar a un toro, con solo un puntapié, a unas cuantas millas de distancia. Todas estas imágenes, en las más originales coplas de dos o cuatro versos, las improvisa el llanero con asombrosa facilidad y acierto. Su canto lo acompaña con matracas (tubos con piedras o semillas dentro, con los que se lleva el compás), con el tiple o la bandola. Su voz es fuerte, para que se escuche de bien lejos y habla en un tono cadencioso y alargado.

En el llanero se hace manifiesto el estado de transición entre nuestra cultura y la barbarie del indio sin civilizar, entre ley y libertad absoluta, entre sociedad y soledad, entre la total independencia y todas nuestras restricciones, en parte condicio­nadas por la misma civilización, como moda, disposiciones de policía, etc. Sobre la actitud del llanero en punto a cultura da

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graciosa referencia la anécdota que sigue y que fue publicada por el periódico "La N ación" de Bogotá, de probado catolicismo:

Un día llegan a un pueblo del interior dos llaneros muy igno­rantes y ven por primera vez un templo. El primero que se atreve a entrar, contempla admirado las preciosidades que en­cierra la iglesia y en ella se encuentra con el cura. Este le pre­gunta de dónde viene y hace otras indagaciones por el estilo, deseando saber también cómo anda el hombre en materia de religión. "¿ Crees -interroga el sacerdote- que Nuestro Señor Jesucristo fue escarnecido y crucificado y que al tercer día re­sucitó?" El llanero responde con evasivas y busca la primera ocasión de ausentarse de allí. Fuera se encuentra con su com­pañero y le dice: "Tú, anda con cuidado si es que vas a entrar a la iglesia. j No digas nada!, porque parece que andan haciendo pesquisas por un asesinato que hubo" ...

Así es el llanero, un tipo humano en Íntima vinculación con la Naturaleza, una mezcla de civilización y primitivismo. Sus ojos, tan pronto chispean de fieras pasiones como reflejan la máxima mansedumbre e ingenuidad. Si se le trata cariñosa­mente, es el más tranquilo, desinteresado y fiel de los hombres y el mejor de los amigos. Si se le agravia, se convierte en un tigre. En él, casi todo es instintivo; no conoce la larga reflexión, la conducta ponderada y armonizante del hombre de superior cultura.

Pero todavía nos quedaba por conocer a los llaneros de verdad. .. Al día siguiente del de Año Nuevo de 1884, fecha que había transcurrido muy en calma y que tampoco es feste­jada en demasía por tratarse de un tiempo que cae en verano, nos pusimos de nuevo en marcha hacia "Los Pavitos". La cabal­gada fue de dieciséis horas, casi sin hacer alto y en dirección al Meta. De comer, apenas conseguimos nada. Pero sabían exqui­sitamente los trozos de panela que habíamos conservado en los

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bolsillos de los zamarros y que, al parecer, son manjar que calma la sed y el hambre. Pasamos por delante de La Loma, una altura de unos 20 metros, situada en la mitad de la llanada y casi enteramente cubierta de selva. Por ser la única colina de esta clase, se la ve a muchas leguas de distancia. De vez en cuando , a lo largo de las corrientes de agua, veíamos hileras de palmas que formaban como columnatas de templos, como altas naves de alguna catedral. Y en torno a las lagunas surgían verdaderos anfiteatros y rotondas de la palma moriche.

A la segunda jornada, a eso de las diez de la mañana, pene­tramos en una zona de espesa yerba que llegaba al pecho del jinete. El avanzar resultaba sumamente trabajoso a las bestias. Por un rato creímos habernos extraviado de la senda y nos aco­metió una cierta inquietud al no ver más que cielo y yerba en torno nuestro. Al final, por unas palmas que asomaban en la lejanía, pudimos orientarnos. Mientras nos esforzábamos por seguir adelante entre la alta yerba, vimos muy cerca de nosotros un tapir o danta que escapó en seguida. En la situación en que estábamos no se nos ocurrió perseguirlo. Su carne, además, se­gún dijeron, no es particularmente sabrosa.

Por aquel tiempo los vientos alisios comenzaban a soplar del Este, o sea desde el lado del litoral y nos proporcionaban un aire relativamente fresco. Estos vientos de verano, que se mantienen durante seis horas diarias, son gratísimos en medio del calor del trópico. Después de atravesar hacia el medio día una región desértica, bastante seca y arenosa, además llena de serpientes, nos acercamos a uno de los brazos del río Negro, que ahora en la llanura discurre lento y perezoso. Como hace allí una vuelta larga pero muy cerrada y como la península que resulta se halla totalmente cubierta de selva, resultaba una deli­cia cabalgar en la fresca sombra y con el río a ambos lados, el cual, de vez en vez, lanzaba vivos destellos a través del follaje.

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Alrededor de las dos de la tarde llegamos al vértice del meandro. El río tendría allí una anchura de treinta metros. Gritamos muy fuerte hacia la opuesta orilla para anunciar nues­tra llegada, pero nadie apareció. Después de media hora de es­pera nuestro amigo Abadía, el caucano, decidiose a buscar un vado por donde cruzar con nuestros animales o bien tratar de proporcionarse alguna barca que pudiera haber en la otra ribera, lo cual parecía bastante probable. Se arrojó, pues, al agua, cruzó a nado el río y encontró una canoa que era hecha de un tronco hueco, en la cual pusimos las monturas; así pasamos al otro lado, obligando a nadar a las bestias. Ascendimos por la pequeña altura que se lanza en aquella margen y después de cabalgar por espacio de veinte minutos llegamos al hato llamado "Yacuana", situado en medio de los Llanos y que consta de un rancho con su correspondiente techo de paja de palma, de una cocina y de muchos cercados. Esto formaba el centro de una gran propiedad, en la que, calculando aproximadamente, pastarían unas diez mil cabezas de ganado. Antonio Rojas, prototipo del auténtico lla­nero, nos recibió y nos dio la bienvenida.

Con sorpresa grande supimos que acabábamos de correr un grave riesgo: A unos veinte metros arriba del lugar donde Aba­día soltó la canoa había un vado muy fácil y por desgracia des­conocido. Entre este y el lugar de la canoa habitaba un enorme caimán que el día anterior había atrapado un perro del hato y se lo había comido tranquilamente. A pesar de haberle puesto muchas trampas con carne envenenada, no obstante de muchos ardides y persecuciones, no se había podido acabar con el mal­vado huésped. Abadía, por tanto, al pasar a nado el río había corrido no solo el peligro de que le alcanzara la descarga de un pez eléctrico, de los que hay muchos allí, y de que al quedar paralizado le arrastrara la corriente, sino que además pudo ser pasto del acechante caimán. Nos congratulamos mucho de que

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no hubiera ocurrido a nuestro amigo tamaño percance y tomamos nota de aquella seria admonición.

Cuando esa misma noche nos hallábamos alrededor del ran­cho charlando y tendidos unos en el suelo y otros en chinchorros (hamacas tejidas de red), exclamó súbitamente Antonio Rojas: -j Ya están allí, al otro lado del río ! Nos esforzamos en vano aguzando el oído para percibir algo hacia aquella parte. Antonio seguía escuchando, luego afirmó con aplomo: -"Es el negro Bri­zuela, que viene para marcar el ganado". Nos tendimos pegados a la tierra y espiamos con la máxima atención cualquier movi­miento o ruido. Nada se oía. Antonio dio una gran voz, luego afirmó que los tardíos visitantes traían consigo algunos perros y que al cabo de un buen rato llegarían a nuestro rancho. Solo cuando los dos hombres se hallaban ya muy próximos nos dimos cuenta de su presencia. Si yo no hubiera presenciado y compro­bado personalmente tan asombrosa demostración de agudeza de oído, hubiese tenido por cosa inverosímil que Antonio pudiera distinguir unas voces a media legua de distancia, así fuera de noche y en medio del mayor silencio. Mis amigos y yo no tuvi­mos, pues, otro remedio que admirar sin reservas la excelencia del órgano auditivo de los llaneros.

N uestro rancho era sencillísimo, pero extrañamente amo­blado. Yo dormía en un camastro que tenía una doble capa de pieles. Las había de jaguar, de puma (el león americano), de oso negro y también de oso hormiguero, cuyos pelos son largos y erizados como de paja. Nos dormimos con la fantasía llena de soñadoras imágenes y gozamos de un magnífico descanso noc­turno. Este, empero, se vería turbado violentamente durante la segunda noche. De repente sonó un grito de alarma, "j fuego !" Nos despertamos en medio de una espantosa humareda. Cogí mis anteojos, que tenía allí al lado y en el mismo instante sentí en la mano una penetrante punzada. Nos plantamos fuera de

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un salto, medio adormilados todavía y sin darnos cuenta de nada. Entre tanto, el fuego estaba ya apagado. La vela que tenía­mos para alumbrarnos y que estaba puesta en el cuello de una garrafa de mimbre se había quedado encendida en el improvi­sado candelabro cuando nos retiramos a dormir. El contenido de la vasija, que era melaza de caña, comenzó a arder y a causa del humo que desprendía salieron espantadas de su refugio unas grandes avispas que anidaban en el techo, bajo la cubierta de paja y se arrojaron contra sus supuestos agresores. Otra vez, un "hormiguill". .. Abadía fue el primero que sintió la picadura y el primero, por tanto, en despertarse. Y él dio la voz de alarma, afortunadamente a tiempo de librarnos de males mayores, pues el ranchito hubiera ardido como una casa de naipes. Las pica­duras se inflamaban de forma asustante y eran muy dolorosas. A Abadía las avispas le habían picado en la cara y sin preten­derlo hacía unas muecas que provocaban gran hilaridad.

Entre cinco y seis de la mañana se presentó Antonio Rojas ante nuestro lecho con una totuma de café que bebimos con fruición. Es el mejor café que he tomado y todos los que se hallen en el mismo caso habrán de confirmar este juicio, perso­nal, no obstante, e influído por el tiempo, las circunstancias y el carácter de la vida en aquellas tierras.

Hacia las seis nos levantábamos y tomábamos un vasito de aguardiante de una botella dentro de la cual habían puesto unas hierbas que decían eran buenas contra el ataque de las fiebres. Luego montábamos un buen rato. Solo más tarde se tomaba el desayuno. Durante este, los asientos no eran de lo mejor: unos se acomodaban en el suelo, otros en caparazones de tortuga terres­tre, animal que se captura y se ceba para comerlo luego como selecto manjar. Por último, la concha sirve de taburete. Vi tor­tugas de 60 centímetros de largo y 45 de ancho, cuyas capara-

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zones eran magníficos como recipientes para usos diversos, aun­que su presentación no tenía nada de bello y eran de un color gris terroso.

La principal excursión que íbamos a realizar desde "Yacua­na" tenía por objetivo el río Meta, el mayor de los afluentes del Orinoco, al cual se llegaba a caballo en unas dos horas y media de recorrido en dirección Norte. Ya en camino, desayunamos bajo un pequeño cobertizo (cuatro palos y un techo de paja), donde había varias cala veras de tigre, y yo, no sin gran esfuerzo logré arrancar de ellas algunos dientes auxiliándome de uno~ guijarros. Con tal motivo, contáronse historias diversas de la caza del tigre, las cuales ahorro al lector, pues en Europa se las recibiría con sonrisas de incredulidad o sarcástica suficien­cia, aunque ostentan el sello de la verdad para quien las escuchó de labios de los llaneros en relatos de suma naturalidad y sen­cillez.

Charlando alegremente, é.t eso de las dos de la tarde tocamos en el río Meta por el lugar llamado "La Bandera". Estábamos a unas cuarenta y cinco leguas de Bogotá y a ochocientas sesenta y dos de la desembocadura del Orinoco en el océano. Saliendo del bosque que acompaña al río y que se hunde siguiendo la depresión de la orilla, llegamos a un banco de arena que se levan­ta como unos ocho pies sobre el agua. El Meta tiene aquí unos doscientos metros de anchura y es romántico y salvaje como el Bajo Magdalena. Al igual que este, trae aguas turbias y cenago­sas. Aquí campa también el caimán y tuvimos ocasión de ver a un talludo representante de estos feos malhechores del río que nadaba tranquilo allí abajo. Atamos a unos árboles nuestros caballos y mulas, nos despojamos de los zamarros y sentándonos sobre ellos contemplamos el gran espectáculo natural que se ofrecía, charlamos plácidamente acerca del futuro del río.

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El Meta es hasta aquí generalmente navegable, si bien los muchos meandros y bancos de arena solo permiten el paso de pe­queños vapores. Grande es la importancia de esta vía de comu­nicación. Ahora para llegar aguas abajo hasta Ciudad Bolívar o Angostura, en el Orinoco -punto que alcanzan aún desde el mar los vapores grandes- se gasta un mes entero a bordo de incó­modas lanchas a remo o a vela y sufriendo el fuerte calor y la tortura de los mosquitos. Al navegar aguas arriba y con viento desfavorable, el viaje resulta todavía más largo. En vapor se abreviaría muchísimo. Desde el embarcadero donde ahora nos hallamos, un buen jinete podría llegar a Bogotá en tres o cuatro jornadas. El transporte de cargas llevaría ocho días. El interior de Colombia tendría, pues, dos grandes vías de acceso: la del Magdalena y la del Orinoco-Meta. Por ello un comerciante fran­cés, el señor Bonnet, introdujo por el Meta gran cantidad de mercancías, atraído por la prometida exención de aduanas que debía de compensar en cierto modo el gran riesgo de las opera­ciones. Con esta perspectiva de ventajas comerciales era ya solo cuestión de unos meses la llegada de un vapor que el señor Bonnet había pedido. Pero el Gobierno suspendió la libertad aduanera de aquel "puerto", afectando del modo más sensible a todo espí­ritu de empresa o iniciativa en tal sentido.

Hablamos además de toda suerte de cazas y cacerías, entre ellas de la del jabalí o cafuche, animal que, con su típico andar y el hocico bajo atraviesa aquellos bosques en grandes manadas. Detenidos por un tiro o por cualquier otro ataque, levantan la vista y, j ay de aquel que no acierte en seguida con uno de los paquidermos que guían la enorme piara! Se lanzan todos contra él, rodean el árbol a que haya logrado encaramarse, deshacen con los colmillos el tronco, caen sobre el infeliz y lo despedazan. Pero el que en la cercanía de los cafuches se sube a un árbol, así no sea a mayor altura de un metro y permanece allí sin

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hacer movimiento alguno, pasa inadvertido a la manada y la ve seguir su camino.

Luego de esta charla nos pusimos a disparar sobre unas zanquilargas cigüeñas que estaban en la otra margen del río y a enviar algunas balas al caimán visto al principio. Entre tanto se empezó a escuchar un ruido semejante al golpeteo de la~ pezuñas de un rebaño que fuera acercándose. A un tiempo, los dos llaneros se pusieron en pie como movidos por un resorte y con rostro inquieto gritaron: "¡ Los cafuches, los cafuches!" Acto seguido: "¡ Los caballos, los caballos!" Los cuatro bogota­nos nos precipitamos sobre las seis cabalgaduras mientras ambos llaneros tomaban los fusiles y corrían hacia el boscaje. A toda prisa y con harto apuro logramos embutirnos en los zamarros, soltar los animales, saltar sobre ellos y lanzarnos a todo galope ladera arriba, por entre los árboles, hacia campo abierto. Como yo llevaba mi revólver, torné a poco para unirme a los dos llane­ros y librar junto con ellos la lucha. Llegué en el preciso instante en que los animaluchos daban media vuelta y salían huyendo en desaforada carrera. Los disparos de nuestras armas lograron herir todavía a algunos; nos encontrábamos en una zanja de unos dos metros de ancho y solo uno de profundidad. Los dos llaneros estaban al lado por el cual venía la manada y uno de los paquidermos había cruzado ya el obstáculo. Mi compadre Fernández, en el nerviosismo, se olvidó de un detalle mecánico de su fusil, que consistía en tocar un determinado muelle antes de apretar el gatillo. Un cafuche llegó a clavar sus dientes en la pierna de Antonio Rojas, que sangraba con bastante abundan­cia, pero con unos cuantos buenos tiros se logró hacer retroceder a la temible tropa. La retirada nos resultó enigmática, pues estos animales no desandan su ruta. Solo podíamos explicarnos aque­lla suerte por el hecho de que uno de los má ' pequeños, el que iba a la cabeza, sería el jefe de la banda, pese a que no tenía una mancha blanca en la frente, como al parecer es lo más común.

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Si muere el guía escapan todos, cosa que entonces debió de ocu­rrir. Los fugitivos se hallarían, en número de trescientos a cua­trocientos y sus saltos eran tales que hacían retemblar la tierra. También nosotros temblábamos; matamos un ejemplar de buen tamaño y el pequeño "cabecilla" de la manada, dejando malhe­rido a otro. En nuestras filas se registraron como bajas la herida de Antonio, la muerte de un perro y las lesiones graves de otro can menor, un precioso animalito negro que estaba lleno de des­garraduras. El resto de la jauría, esto es unos treinta perros pe­queños y feos, pero muy fieles y bien enseñados a cazar, salieron ilesos de la aventura.

Con algún esfuerzo arrastramos hasta la orilla los cadá­veres de los dos jabalíes. El mayor pesaría, sin duda, varios quintales. Era más pequeño que los que he visto en Europa, pero tan feo como ellos y con los mismos afilados colmillos.

Llamamos a los compañeros que se habían quedado con los caballos. Se descuartizaron los cafuches, separamos los dos ja­mones de cada uno de ellos y convenientemente atados los colo­camos sobre las cabalgaduras, detrás de la silla. El resto de la carne se quedó allí y emprendimos el regreso. Yo tomé sobre la montura al perrito herido, que se quejaba lastimero. Al día si­guiente murió.

En el hato probamos la carne de los cafuches, que, contra 19. opinión general, nos pareció buena y jugosa. Pero no comimos mucho, pues nadie tenía demasiado apetito al pensar en el pasado accidente que tan mal pudo haber terminado. Si llegamos a tre­par a los árboles nuestras cabalgaduras, asustadas, hubieran co­menzado a cocear contra el tropel de ]os cafuches. Estos hubie­ran mirado entonces hacia arriba, lo que representaba cercarnos inmediatamente. Al río no podíamos lanzarnos por temor al cai­mán, además, una simple broma jocosa de uno de los nuestros estuvo a punto de traernos graves males. El joven estudiante

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Simón Restrepo había venido preparando a todos durante el via­je diferentes chascos y jugarretas propias de su edad. Una de sus víctimas concibió el propósito, cuando estábamos a la orilla del Meta, de tomar represalia haciéndole por su cuenta otra broma parecida. Y así, le soltó la cincha de su caballo; cuando a toda prisa salimos luego galopando por la espesura, la montura del joven Restrepo se deslizó junto con el jinete. Ni este, por suerte, sufrió daño alguno, ni el caballo salió huyendo. Pero el travieso muchacho tuvo que arreglárselas para ensillar rápida­mente en medio del peligro y proseguir la galopada.

En los dos días siguientes hicimos todavía algunas excur­siones con distinto rumbo. Una de ellas tuvo por objeto visitar la laguna Dumasita, que tiene como cinco leguas de longitud y es un verdadero lago. j Y qué lago tan singular! Los palmares lo enmarcan graciosamente; en sus pantanosas orillas habitan grandes serpientes boas. Disparamos sobre muchos patos sal­vajes que por allí revolaban y no dieron la menor señal de que­rer huír. Yo vi que uno de ellos estaba como a treinta pasos de distancia, sobre terreno aparentemente seco. Por fortuna me previnieron de acercarme a cogerlo, pues de repente se alzó un bulto desde el pantano y el pato desapareció en el acto. Desea­mos a la boa una buena digestión.

Por último, al tercer día fuimos a Caño Pachaquiaro, en el camino que conduce a la finca de la Compañía de Colombia -la mayor propietaria de esa parte de los Llanos- y al pue­blecito de San Martín. A eso del mediodía nos encontrábamos ya ante el citado caño, o sea un riachuelo que con buen tiempo fluye con la misma claridad cristalina que uno de nuestros arroyos de montaña. Si no nos hubiéramos hallado en extremo acalo­rados habríamos tomado un baño en aquellas aguas tan tentado­ras. Afortunadamente no lo hicimos. Media hora poco más o menos llevábamos sentados en la cálida ribera del caño, ya ha-

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bíamos comenzado a preparar la comida cuando vimos algo que se movía entre la corriente; hicimos fuego y pronto distinguimos un cuerpo que flotaba hacia la orilla. Era un pequeño caimán de la especie que llaman cachirro, la cual pasa los saltos de agua y puede remontar los ríos hasta su curso superior. Hicimos toda­vía varios disparos sobre el animalucho herido. Cuando estaba ya cerca de la orilla yo me adelanté y le dirigí verticalmente un balazo al cráneo, que pareció quedar atravesado. Sacamos a tierra el supuesto cadáver. Era un animal de cuerpo estrecho, como de un metro de largo, pero de terribles y amenazadoras fauces. Imagínese nuestro susto cuando el caimán empezó a sa­cudir la cola contra la arena. Uno le ató una cuerda a esa parte del cuerpo y removió de un lado para otro al animal, el cual se debatió todavía unos diez minutos y con tanta fuerza que una vez derribó a uno de los nuestros. Por fin murió. Esto sirvió para darnos una idea de la vitalidad de los grandes caimanes.

En estas excursiones nos acompañó también un muchacho, al que quiero dedicar algunas palabras. Se llamaba Maestre. ¿ De dónde vendría este nombre? Maestre pertenecía a una tribu de indios salvajes, de la cual nos hallábamos a no más de una jornada de camino. Aquellos indios se acercaban de continuo al hato a robar ganado. A causa de la soledad en que se encon­traba Antonio Rojas, quien contaba solo con un pequeño número de gentes, trataba de estar a bien con los salvajes, dejando para más tarde la aplicación del castigo, pues otra cosa hubiera con­ducido únicamente a que un día le quemaran la casa. Yo podría referir muchas cosas de esas tribus sin civilizar, los guahivos, salivas, cabres, achaguas, chucurnas ... , según relatos fidedig­nos que escuché. No lo hago porque es mi propósito relatar solo lo visto personalmente y no imitar a ciertos viajeros de los que se con toda seguridad que no estuvieron entre aquellos salvajes y no obstante, llenan páginas enteras acerca de ellos, presen­tando incluso documentos gráficos. El único indio salvaje visto

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por mí fue Maestre. Antonio Rojas iba una vez a caballo por el campo y hallándose en las cercanías del poblado indígena vio salir de entre la fronda a un muchachito que llorando le pidió protección. El padre había sido muerto por alguna venganza y el niño quedaba en situación de expósito. Antonio lo tomó consi­go y le enseñó algo de español. El muchacho ayudaba a trabajar en el hato y lo hacía lentamente pero con mucha voluntad. Un año antes, el Padre Vela lo había instruído rápidamente en la doctrina de Cristo y lo había bautizado. Ahora era ya un mocito de buen ver y contextura vigorosa, como de dieciséis años, muy moreno, de cabeza grande y casi cuadrada, cabellos negros y la­cios, anchos hombros y magnífica musculatura, un hijo de la Naturaleza en el verdadero sentido de la palabra. Pero Maestre era muy silencioso, como que casi no hablaba y 'en su rostro flotaba de continuo una sombra de melancolía, que ni una sola sonrisa disipaba. A muchas preguntas, siempre amables, respon­día con brevedad y en tono de evasiva. Seguía a Antonio como un perrillo. Cuando el amo iba a VilIavicencio, distante dieciocho horas a caballo, y le ordenaba que le esperase al pie de una palma del camino, estaba seguro de que a la vuelta se encontraría a Maestre tendido junto al árbol que le señaló, así tuviera que aguardarle durante horas. Tenía la extrema paciencia que ca­racteriza a todos los de su raza. Más tarde nos contaron que un día, lleno de nostalgia de su tribu, hubo de declarar a Antonio que deseaba regresar a ella para casarse.

Muy pronto se nos echó encima el día de la marcha, pues nos habíamos acostumbrado ya perfectamente a aquel género de vida y nos encontrábamos como el pez en el agua. Emprendi­mos el regreso pasando por "Los Pavitos" y allí pasamos el día de Reyes. Cuando nos hallábamos en el patio desayunando y en el momento de acabar con una gallina asada, del más apetitoso color dorado, se presentó un mensajero con la noticia de que el tigre, o sea el jaguar, había destrozado en la última noche un

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ternero del hato vecino. Dar un salto, tomar las armas, ensillar las cabalgaduras, juntar los perros, todo esto fue obra de unos pocos minutos. En compañía del mensajero salimos para el hato mencionado que se hallaba a una hora de camino. El sol abrasa­ba. Hacia la una de la tarde estábamos en el lugar del asalto. La manada pastaba tranquilamente. Los perros con fuertes aulli­dos, nos condujeron hasta un lugar donde la yerba aparecía pisoteada y con manchas de sangre. Se veía que en aquel sitio se había lanzado el tigre sobre la presa y luchando contra su resistencia desesperada, había conseguido llevarla hacia el bos­que. Seguimos el rastro sobre la yerba hasta encontrar a unos ochenta pasos el cadáver del ternero. Tenía el pecho abierto, porque el tigre desgarra siempre en primer lugar esta parte de la res, ya que para él es la más apetecible. Colgaban fuera las entrañas y los gallinazos se congregaban para devorar el suculento manjar. Cuatro hombres se vieron en apuros para levantar algunas pulgadas del suelo el cuerpo del animal; así era de pesado. También el tigre se había fatigado en la faena de arrastrar la carga hasta la espesura y a unos sesenta metros de esta tuvo que abandonar el botín. Puede ser también que se saciara en el banquete o que alguna cosa le hubiera ahuyentado, contando seguramente con regresar la noche próxima.

N os adentramos en el bosque. "Pero, ¿ dónde está el perro tigre?", gritaron a un tiempo de todos lados. Por un descuido imperdonable, habíamos dejado en "Los Pavitos" al más nece­sario de los treinta o cuarenta perros, el que tenía que rastrear las huellas del jaguar. Hubo que mandar por él al hato. Hasta las tres no llegó. Husmeó por largo rato y aullaba desesperada­mente. Luego se lanzó hacia el bosque, toda la jauría tras él y a continuación los cazadores. Dos horas enteras anduvimos de un lado para otro, los unos con el gatillo del fusil presto, yo con el revólver montado. Por el bosque no había camino alguno; el que no seguía a toda prisa a los de adelante, los perdía en seguida

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de vista y se quedaba desamparado en la espesura sin más medio de orientación que los ladridos de los perros. Cualquier roce de unos matojos podían hacer disparar el arma. Cierto que no había que temer que el jaguar, harto como estaría, fuera a atacarnos' , eso 10 hace tan solo cuando se halla hambriento. Tampoco había que contar con que saltara sobre nosotros desde las ramas de algún árbol. Estaría agazapado, sin duda, en algún escondrijo. Pese a todo, fueron dos horas de bastante inquietud. La búsque­da, por desgracia, resultó infructuosa. El perro tigre cogió el rastro a hora demasiado avanzada de la tarde. El sol, en toda su fuerza, había disipado el olor de las huellas y hubimos de emprender el regreso sin éxito alguno. Pero a los pocos días, después de haber matado otro becerro, cayó por fin el jaguar y nos regalaron la piel.

La caza del jaguar no es tan peligrosa como de ordinario se cree. Los perros rastrean el camino de la fiera y la acorralan contra alguna peña o árbol, donde ella se hace fuerte. Entonces la sitian en semicírculo y empiezan a ladrar furiosamente para que no escape. Ocurre a veces que algún perro se aventura demasiado, alza el jaguar sus zarpas, atrapa al atrevido can y lo destroza. En toda cacería de esta clase sucumben algunos perros. Los cazadores, siempre en cierto número, se acercan has­ta la jauría y disparan por encima de ella hasta acabar con el felino, que raramente se decide a saltar. Solo es necesario con­servar la sangre fría. Otra cosa es cuando el jaguar ataca en campo descubierto. Aquel a quien esto acaece debe, con pre­sencia de ánimo, mantenerse en la convicción de que justo, cuan­do el tigre ejecuta el largo y bien medido salto sobre la presa bay que lanzar un grito bien fuerte, con lo cual el animal se sobrecoge, pierde la seguridad del ataque y va a caer junto a la persona atacada. Este es el instante de hacer un rápido movi­miento y clavar a la fiera en el costado el machete o la lanza. Esto se cuenta de una mujer de los Llanos que en el decisivo ins-

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tante arrebató a su marido la lanza de la mano y mató así al jaguar. El compadre Fernández, digno de todo crédito, refería que una vez, yendo con otros dos, se encontraron en los llanos de Apiay con un tigre a una distancia como de cien metros y que, acercándose a él, lograron echarle el lazo, muy recio y reforzado con cuero de res, de manera que el animal quedó prendido por el cuello. Seguidamente Fernández puso espuelas a su mula para que el tigre no pudiera alcanzarlo. Entre tanto, uno de sus compañeros consiguió atrapar de una pierna al ani­mal, también por medio de lazo y se puso a tirar en sentido opuesto. Entonces, el tercero del grupo se fabricó rápidamente una lanza clavando en un palo su cuchillo y con ella atravesó el corazón del animal, cuyo cuerpo se hallaba distendido entre los dos lazos.

Repletos de todas estas aventuras y relatos llegamos a Vi­llavicencio, donde la familia Rojas se quedó muy admirada al verme regresar tan sano y contento, pues al partir había tenido un ataque de fiebre; ahora comprobaban que había superado todas las correría¡=:. Como prevención, todos tomamos quinina y puede ser que no fuera en vano porque, con gran pesar, hubimos de saber que unos días más tarde, en la misma finca "Y acuana", cerca del Meta, habían sido acometidos por unas fuertes fiebres algunos de los peones que contrataron para marcar las reses. La enfermedad les atacó, tal vez, por haberse mojado mucho o por el esfuerzo excesivo. Y en el mismo ranchito donde nosotros vivimos tan sano~ y felices, habían muerto unos días después dos hombres y un muchacho. Otro de los peones, al cabo de año y medio seguía aauejado de fiebres. Las víctimas eran habi­tantes de la región, no recién llegados como nosotros. Estas desgracias pusieron una amarga sombra sobre todo lo aconte­cido y vivido.

Mis impresiones de los Llanos puedo resumirlas del modo siguiente:

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Es cierto que a los Llanos no puede calificárselos precisa­mente de insalubres. Son más sanos de lo que se dice, al menos durante los meses secos. Basta con abstenerse de toda clase de excesos, observar la mayor mesura, sobre todo en cuanto a bebi­das espirituosas y evitar estar demasiado al sol, como también las mojaduras, especialmente las de los pies. Es suficiente, según el método usado allí, tomar a tiempo vomitivos para la limpieza del estómago y administrarse luego quinina, friccionarse con aguardiente, llevar solo ropa de lana, acostarse pronto, madru­gar y bañarse de la manera más adecuada posible. Y así puede salirse bastante bien de la experiencia de los Llanos. Mas para aquel que deba vivir siempre en aquella región, no cabe decir que las condiciones de vida sean de entera salubridad. Ello se comprueba especialmente en las mujeres, todas de semblante pálido y anémicas, que envejecen rápidamente. Es exacto que los Llanos tienen una temperatura bastante uniforme y que el calor que allí se soporta no es demasiado agobiante -como ocurre en otros lugares del valle del Magdalena, por ejemplo en Honda-, pues las lluvias, los vientos que soplan por los ríos, así como los alisios, contribuyen a refrescar la atmósfera. La temperatura media es de 27 grados e junto a la cordillera. Los mosquitos molestan poco, las garrapatas, en cambio, que trepan por los pantalones y se incrustan en la carne, son huéspedes muy ingratos. Es cierto también que, en puridad, son pocas las partes de los Llanos que se inundan por entero, si bien el agua se mantiene por mucho tiempo en los charcos, particularmente en los llamados "caminos" a través de la selva. Tampoco se puede negar que las tierras son en extremo baratas y que allí basta trabajar unas pocas horas al día para poder vivir, no solo con un pasar suficiente sino con gran holgura. Es verdad, por último, que todavía incontable número de hectáreas son terreno baldío, o sea campo sin cultivo ni dueño y que los inmi­grantes que gocen de salud pueden enriquecerse mediante la agricultura.

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Mas todo esto no impide que destaquemos los aspectos des­ventajosos de los Llanos. La tierra es fértil, pero solamente a lo largo de la cordillera, donde está la gruesa capa de humus. En las verdaderas llanuras las plantas herbáceas son todavía de valor bastante escaso y, de todos modos, tienen que irse mejo­rando adecuadamente con el tiempo, además de remover la tie­rra mediante las oportunas operaciones de arado. Para ello falta aún mano de obra; la gente no quiere trasladarse allí porque a la larga no conseguiría soportar el clima y porque poco a poco se produce un debilitamiento del organismo a causa de las fie­bres. Faltan además las vías de comunicación necesarias y por ello los productos no tienen la buena salida que en otro caso podrían alcanzar. Se planta solamente lo imprescindible y el cam­po sigue siendo pobre. Añádase que la propiedad no está siempre bien delimitada, lo cual da lugar a procesos que, dentro del primi­tivismo de la justicia en estas regiones, se convierten en verda­dero tormento de quien los sufre. La propiedad del suelo, por otra parte, debería estar mucho más repartida, pues los lati­fundios no satisfacen nunca las condiciones de un cultivo ade­cuado. Es excesivamente esperanzado creer que hoy día podrían vivir en el territorio de San Martín seiscientas mil reses -cuán­to menos los tres millones que señala André-, pues para su cuidado sería necesario también un determinado número de hom­bres. Para el alimento de ese ganado harían falta además dis­tintas plantaciones de las que hoy existen.

"Solo el trabajo transformará los Llanos", dice la consigna del admirador de esa región. Es cierto. Pero en la Naturaleza, todo lo que el hombre alcanza es a costa de duros sacrificios. Habrá que contar también con holocaustos de vidas humanas hasta que los Llanos vayan haciéndose lentamente accesibles a la civilización, hasta que se hallen ocupados y colonizados por las gentes más capaces, ya se trate de colombianos llegados de la cordillera, o ya ele venezolanos o brasileños que desde la costa

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avancen hacia los Andes subiendo por las cuencas de los ríos. Solo donde el hombre haya perdido ya a muchos de sus seme­jantes, tan solo allí, por raro que esto pueda sonar, resultará un clima sano y habitable, en virtud de las necesarias experien­cias. Los poquísimos habitantes que hoy día pueblan los Llanos son merecedores, pues, a toda gratitud como pioneros de la Hu­manidad. En efecto, tenemos por seguro que en los siglos veni­deros los Llanos serán asiento de centros de civilización que, auxiliados por una peculiar red de comunicaciones fluviales, po­drán proporcionar sustento y felicidad a millones de seres.

La tarde del domingo 23 de enero de 1884 echamos una últi­ma mirada a las innumerables cumbres de la cordillera que con sin par grandiosidad se alzaban en torno nuestro y contempla­mos de nuevo allí abajo la Sabana de Bogotá. j Qué seria y aus­tera nos parecía ahora aquella región, la altiplanicie sin árboles, de color verdeoscuro, con sus tranquilos ríos y lagunas! Y, sin embargo, aquel paisaje nos llenaba de delicia el corazón, pues al cabo de mes y medio de correrías iba a acogernos un núcleo de cultura, íbamos a penetrar en una ciudad. Cuando avistamos Bogotá con sus torres y el extenso mar de su caserío nos reco­rrió una sensación de deleite como ante la contemplación de un espejismo. Con frío, pero conservando una cierta actitud de au­dacia, entramos a galope y en bandolera nuestras carabinas de caza, a través de las calles repletas de paseantes domingueros. Con una indecible sonrisa miramos al primer señor de sombrero de copa que surgió en nuestro camino. Alegremente íbamos salu­dando a los amigos y camaradas.

Pero nuestros ojos se negaban a adaptarse a las propor­ciones de la ciudad. La Plaza de Bolívar, o sea la Plaza Mayor, nos pareció pequeña; las calles, angostos callejones. En efecto, durante tanto tiempo no habíamos medido con los ojos más que largas rutas y anchas planicies. j Qué pequeño, limitado y

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comprimido nos resultaba todo cuanto veíamos! Con razón. Nues­tra mirada se había ensanchado con la contemplación de tanto prodigio de la Naturaleza, de tanta experiencia y aventura y volvíamos a la vida civilizada con un campo visual más amplio, con el corazón más libre y abierto, con un sentido más viril y una más práctica concepción de la vida.

En el año 1922, los dos hijos varones del autor quisieron seguir las huellaR de su padre y (pese a los repetidos consejos en contra que escucharon), ver por sí mismos cómo andaban las cosas por los Llanos al cabo de tan largo tiempo. ¡Qué pocas transformaciones se habían operado! En Bogotá, el mismo des­conocimiento del país, y la misma indiferencia o temor de cono­cerlo. El viaje a través de gargantas y montes hasta llegar a la gran llanura correspondía de tal modo a la descripción de El Dorado -salvo las mejoras en los pasos de los ríos, salvo también pequeños detalles-, que el relato de la cabalgada a Villavicencio equivaldría a una simple repetición. Solo con la llegada a dicha ciudad y con la elección de una nueva ruta ha­cia el Meta, puede aspirar a alguna atención y estima la si­guiente crónica de este otro viaje a los Llanos.

"La pequeña ciudad de Villavicencio, capital de los Llanos de San Martín y de la Intendencia del Meta, tiene una vida muy animada, pues a ella acuden a hacer sus compras y a ver gente todos los colonos de la región. Nuestra llegada, como la de antaño, produce curiosidad, pues es raro que los extranieros de la capital baien a los Llanos. Es, por tanto, cosa natural que nos presentemos a las principales autoridades y que informe­mos sobre nuestro viaje, aunque solo sea por satisfacer el in­terés del gobernador. Este gobernador, el general Jerónimo Mu­tis, se ocupa inmediatamente, de la manera más gentil, en

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ayudarnos en los preparativos para la continuación de nuestro viaje. Ahora nos enteramos de que en Villavicencio apenas si se pueden conseguir caballos, pues sucumben muy pronto al in­sano clima. Mucho más resistentes son, en cambio, las mulas, que por tal motivo son usadas allí abajo no solo como acémilas sino también, en general, como cabalgaduras. Después de pro­porcionarnos las bestias y un peón conocedor de aquellos cami­nos, nos retiramos a nuestro alojamiento para preparar donde dormir, pues el cuarto que se nos ha adjudicado en esta primera posada de Villavicencio tiene por único mobiliario dos sillas; en la pared hay unos cuantos ganchos pa'ra sujetar las hama­cas. Dormir en la hamaca no es cosa fácil, y nos alegramos cuando a las dos de la madrugada golpea la puerta nuestro peón trayendo ya los animales ensillados. Atravesamos silen­ciosamente en la noche por las calles de la quieta ciudad. A poco de abandonar la población nos recibe ya la selva, en la que los rebaños han ido abriendo unos pocos caminos. En los lugares pantanosos nuestras bestias se hunden a menudo hasta la panza, y cuando consiguen librarse del atolladero, el guía ha desapa­recido en la oscuridad. Pero, con seguro instinto, cada animal va siguiendo al otro y sabe dar con los mejores puntos del ca­mino. De cuando en cuando llega a nuestros oídos un rugido sordo, y no podemos imaginarnos sino al jaguar, que anda en busca de presa. Y las plantas parásitas que se enroscan y cuel­gan de los árboles siguen remedando a gruesas serpientes que fueran a lanzarse sobre el confiado jinete. Al pasar el río Ocoa encontramos a algunos llane'fos que se encaminan a Villavicen­cia. Las horas se hacen interminables en la nocturna selva.

A eso de las seis de la mañana salimos a la abierta llanura, y en el mismo instante se pasa súbitamente de la noche profun­da al claro día. Un resonar parecido a un trueno prolongado se extiende en torno nuestro; es el sinnúmero de los monos aulla­dores, que saludan el nuevo día. Ya la encendida bola se alza

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en la inmensa lejanía del horizonte y sube rápida mientras avan­zamos hacia ella entre la alta y seca yerba de la llanada. Esta, pO't donde nos va meciendo el acompasado trote de las mulas, queda orlada a ambos flancos por la selva virgen que acompaña los cursos de los ríos; solo hacia Oriente se abre y deja ver de trecho en trecho las copas de pequeñas islas de arbolado, que al acercarnos van elevándose poco a poco sobre la línea del hori­zonte. Así, de cuando en cuando, seguimos fijamente en la lon­tananza una o dos altas copas, y, una vez alcanzado el diminuto oasis, buscamos nuevos puntos de referencia. En esos islotes de arbolado reina una gozosa vida, pájaJros multicolores y toda una variadísima fauna. Soberbias garzas se remontan al aire cuando nos aproximamos. En las pequeñas lagunas se ve al ga­nado en libertad, metido en el agua hasta los corvejones, entre garzas, patos y otras aves acuáticas. Un ruido que llega de lo alto de unas palmas nos hace levantar la vista, y nos encontra­mos con dos pequeños monos a los que hemos turbado en su ta­rea de arrebata't cocos y que nos miran con fijeza y perplejidad. Luego, en movimientos rapidísimos, se enlazan con el rabo a los esbeltos t'toncos y se dejan resbalar por ellos hasta que, a la altura de los bajos arbustos, se alejan veloces entre carcajadas burlescas.

Así van tmnsc'll't1~iendo las homs en continua variedad de sucedidos, pero poco a poco experimentamos las molestias de la cabalgada bajo los perpendiculares rayos del sol tropical. Al cabo de más de siete horas de camino nos encontramos con el primer poblado humano, el hato "Hindostán", una finca cui­dada solo pO?' peones indios y propiedad de los hermanos V ás­quez, nuestros futuros anfitriones. El capataz nos invita a de­tene?'nos, y agradecidos disfrutamos de la fresca sombra, donde nos obsequian pO't primera vez con guarapo, una bebida agri­dulce, buena para cal?nar la sed, que se obtiene por fermenta­ción de la melaza de la caña. Un baño en las ondas del cristalino

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río Humea conf01"ta el cuerpo fatigado y nos hace encontrar especialmente deliciosa la siesta que echamos a continuación. A las tres de la tarde, todavía bajo los rigores del ardiente sol, montamos de nuevo y continuamos la marcha hacia el Este. El camino sigue ahora pegado al río, de modo que muy a menudo hacemos largos trechos entre la espesura, del alto de un hom~ bre, sufriendo así menos las inclemencias del calor. Pero luego vienen otra vez grandes extensiones de yerba reseca, que pare­ce no eSpe1"ar otra cosa que el que le prendan fuego . Por fin, hacia el crepúsculo, aparecen las construcciones, las cuales más semejan tinglados que casas, de la finca denominada "Barran­cas", en la confluencia de los ríos Ocoa y Humea. En la hacienda encontramos a Misael y Rubén Vásquez, dos aguerridos y fuer­tes llaneros, que nos saludan como viejos amigos y nos acogen amablemente pO?' huéspedes suyos. La mayor parte del año la pasan estos hombres allí abaio en los Llanos y solo raramente suben a la capital para disfrutar las ventajas de la civilización, pero a ningún precio desea1"ían cambiar la libre existencia lla­nera p01' el lujo y conf01't de la ciudad. Con tan cordiales gentes se hace amistad en seguida, U en su finca nos movemos como en nuest1"a propia casa. Lo p1"Ímero que nos seduce es, otra vez, el río, al que saltamos gozosamente desde la alta orilla. Pero nos cohibe un cierto temo'/' de atravesa1' nadando la corriente, pues no está desca1"tada la pos'ibilidud de un encuentro con el caimán.

Los peonelS !J criados de la hacienda se hallan todos dedic~ dos a la p1'eparación del pescado, p'ues los hermanos V ásquez acababan de llega?' de una afortunada correría en la que han obtenido como botín cientos de grandes peces de aspecto pare­cido al del salmón, que ahora son puestos a seca'r al sol, después de abri1'los y limpiarlos. La comparación de este pescado --ca­chama es su nombre- con el salmón no es cosa a'rbitraria, pues se trata también de una especie que hacia fines del verano llega

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de lejos para remontar el Meta hasta su curso superior y el de sus afluentes y desovar, antes del comienzo del invierno, en las claras corrientes que bajan de la montaña.

Después de habérsenos agasajado con increíbles cantida­des de pescado, arroz y plátanos cocidos, el banquete se cierra con el habitual café, y poco después todos se entregan al des­canso. La profunda oscuridad de la noche se interrumpe en torno con un raro brillo de la lejanía. Son los fuegos que se propagan por las partes secas de la llanura. La visión del furioso incendio es de una espantable grandiosidad. Extensiones de leguas que­dan totalmente arrasadas y en ellas muere todo ser vivo que no logró huír a tiempo.

Nadie duerme bajo techado, a consecuencia del gran calor, sino que se cuelgan las hamacas bajo el cobertizo abierto que rodea la casa. Cada hamaca se envuelve p'reviamente en el mos­quitero, de manera que uno se desliza bajo la red defensiva y, una vez dentro, se acondiciona convenientemente la colgante cama. Como cualquier movimiento que se haga repercute auto­máticamente en la viga donde se han afianzado las hamacas, transmitiéndose en seguida a las que ocupan los Ot'fOS compañe­ros, la noche transcurre en medio de un conside'rable vaivén. Ya a la una de la madrugada están en pie los dueños de la hacienda, pues proyectan una excursión de tres días, por vía fluvial para encrecentamiento de su botín de pesca. Hasta estar listos todos los preparativos, se hace de día, y nosotros, en calidad de espec­tadores, somos testigos de la romántica pa1"tida de los expedi­cionarios. Dos canoas largas y estrechas son cargadas de provi­siones para el viaje; luego se instalan en ellas los pasajeros y lo hacen con sumo cuidado para evitar el vuelco de las embar­caciones. Especial emoción reviste el acto de llevar a bordo a la cocinera, mujer de increíble peso, cuya lengua, además, no se

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da un momento de tregua, a pesar del inmenso susto que está pasando. Por fin, zarpan las canoas, y, entre jubilosos saludos , la expedición desaparece por la próxima revuelta del río.

Ahora ha sonado también para nosot1'oS la hora de la par­tida, y nos ponemos en camino hacia Puerto Barrigón. Se nos han agregado dos nuevos compañeros de viaje que desean, lo mismo que nosotros, agregarse al correo que va hasta el bajo M eta. A ellos les queda todavía como un mes de viaje hasta lle­gar a su punto de destino, una finca del territorio de Arauca. Después de abandonM' "Barrancas", llegamos de nuevo a la abierta llanura sin caminos, cuyos confines se pierden a nues­tra vista con la sola interrupción de unos grupos de árboles aislados y alguna manchas de selva virgen. A pesar de que las mulas llevan un trote vivo y animoso, el repetido compás del movimiento termina por producir soñe1'a, sobre todo porque el sol está quemando despiadadamente sobre nuestras cabezas des­de primera hora de la mañana. Parece también que todo el mun­do animal se ha refugiado del calor en alguna parte, pues, fuera de algunos patos y otras aves que vemos en una laguna, no des­cubrimos fauna de ninguna clase. A eso del mediodía nos vol­vemos a aproximar a la selva virgen que acompaña el curso del río Humea, y avanzamos ya por tupida jungla rodeados de toda la maravillosa vegetación de las regiones pantanosas del tró­pico.

Al cabo de una hora, poco más o menos, alcanzamos el talud de la orilla y volvemos a ver el río . Pero Puerto Barrigón, a orillas del Humea, nos decepciona un tanto, pues este lugar cons­ta de un simple tinglado o cobertizo, sin paredes, y de un tra­piche bastante abandonado. La gente que anda por allí no des­pierta, por su aspecto, demasiada confianza.

Abajo en el río está amarrada una lancha de forma plana, un bongo, que es la que lleva el correo por vía fluvial, bajando

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el río Humea y el Meta, hasta el territorio de Arauca. Solo tres veces por mes hace el 'recorrido uno de estos bongos, de manera que nos sentimos muy satisfechos de llegar a tiempo y poder tomar parte en la travesía. La tripulación está constituída por tres indios "sin falsificar" al mando del capitán y timonel, don M elitón Estrada, que, a pesar del nombre español, es también un indio auténtico. Además del nombre, don Melitón ha recibi­do, como sumo patrimonio de civilización, la grandeza de un ve?'dadero hidalgo, y sus actitudes están llenas de dignidad. Don M elitón aguarda horas y horas la llegada del convoy de mulas que trae el correo, y entretanto apenas sí cambia una palabra con los semisalvajes mestizos que nos rodean. También de nos­otros hace caso omiso hasta cerciorarse de que vamos a recono­cer su autoridad de mando como comandante de una lancha oficial. Luego de ser admitidas por conformes las autorizaciones que nos extendieran las autoridades de Villavicencio, y no ha­biendo impedimento para continuar viaje a bordo del bongo, ordenamos a nuest'ro peón que con las mulas se adelante por tierra, camino más corto, hasta Puerto Cabuyaro. Nosotros he­mos de reco'rre'r unos 100 kilómet?'os río abaio para llegar a dicho punto, término de nuest'r'a travesía.

P01' fin, ent1'e el continuo g'rite1'ío de los u:n'ie'f'os, sale del bosque la columna que transporta el correo hasta el bongo, y comienza la prolija entrega de los sacos y paquetes a don Me­litón. Así empieza a anochecer y se hace p1'eciso retrasar la sa­lida hasta el día siguiente, De este modo tenemos el placer de pasa?' una noche bajo el hú medo calor tropical de Puerto Barri­gón y en medio de muy dive?'sas gentes, colgando nuestras ha­macas, entre las de los tipos más siniestros, de las vigas que sostienen el techo del tinglado.

Todavía de noche, nos t1'asladamos al bongo con toda nues­tra impedimenta, Poco después, don Melitón hace sonar un ca­racol 1'arísimo por su forma, y avisa con ello la partida de la

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embarcación. Silenciosamente nos deslizamos en la noche. Los tres indios de a bordo hacen avanzar por medio de las pértigas y corriendo a un lado y otro por la parte de proa. Don M elitón va erguido ante la rueda del timón, y a sus pies estamos acurru­cados mi hermano y yo, además de los otros pasajeros que ayer se nos incorporaron para el viaje fluvial.

Al alborear nos hallamos sobre el ya espacioso curso del río, en medio del más soberbio paisaje de selva. Alta e impene­trable espesura nos acompaña por ambas orillas. A menudo ve­mos gigantescos árboles descuajados que han ido a derribarse sobre el río y parecen querer cerrarnos el paso. Pero don M e­litón, con experta mano, sabe guiar' el bongo a través de todos los obstáculos y riesgos. A trechos, sin embargo, es tal la can­tidad de troncos incrustados en el cauce, que la muy cargada embarcación no puede escapar a su funesta suerte, y encalla sin remedio entre broncos crujidos. Tripulación y pasajeros tienen que aligerar'se de ropa, saltar al agua y, uniendo todas sus fuer­zas, sacar a la lancha del atolladero. Se olvidan entonces todas las ter'ribles historias de caimanes y de peces carnívoros o car­gados de electr"icidad, .. De cabeza nos arrojamos a las frescas aguas, despertando con ello la infantil admiración de los indios, Que parecen no haber' visto cosa tal entre gente blanca. Río abajo prosigue alegr'emente la travesía, de cara al próximo obs­táculo, el cual ser'á sor'teado hábilmente o, si nos atascamos de nuevo, dar'á ocasión a otr'o refrescante baño.

Hacia el mediodía llegamos a la desembocadura del Humea en el Meta, el mayor y todavía poco conocido afluente del Ori­noca. Lo alcanzamos todavía en un punto muy alto de su curso, donde la anchura viene a ser como de 200 metros. Ahora, a fines del verano, no lleva mucha agua, pero el profundo corte de las orillas permite deducir claramente que en tiempo de lluvias se convierte en un río formidable. Pr'onto don Melitón efectúa una maniobra hacia tierra, y amarramos para preparar nuestra co-

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mida en un lugar cercano a un pequeño grupo de ranchos. Ve­mos acercarse a algunos indios, que, embarcándose en sus estre­chas canoas, se dedican a pescar armados de arco y flecha. A poco, un muchacho consigue ensartar, mediante hábil y certero flechazo, un pez negro de forma triangular. Con triunfal gesto nos muestra su botín, cobrado por tan prehistórico sistema.

Tras la breve escala, el bongo se pone de nuevo en movi­miento sobre la clara corriente del magnífico río. Nadie sabe lo que hayal otro lado de la selva que nos rodea; nuestros acom­pañantes aseguraron que el Meta constituye la frontera de la civilización y que a nuestra derecha comienza ya la región ha­bitada por los indios salva§es. De cuando en cuando vemos algún ser humano que de pie en la orilla mira acercarse nuestra em­barcación y que al hallarnos más próximos desaparece con hosca actitud en la selva. Estos son, pues, los indios salvajes, que, en rigor, solo se distinguen de nuestros acompañantes por no ha­berse convertido todavía a la fe cristiana.

Desfilan nuevas estampas llenas de una sosegada y encan­tadora belleza en medio del paisaie de la selva virgen. Apenas el aleteo de un ave huidiza turba la profunda quietud de estos lu­gares. Una vez pasamos pegados a una llanura en llamas, más tarde nuestros compañeros descubren la "reina de los ríos", una clase de pez de la cual pasan a nuestro lado, río arriba, dos grandes eiemplares. A nosotros nos parecen delfines, iguales a los que saltan en torno a los barcos en la cercanía de las Anti­llas, y nos asombra mucho encontrar a estos raros animales en el agua dulce del Meta, a mil kilómetros del mar.

No nos faltan, pues, distracciones, y las horas pasan con gran rapidez. Pero, cuando ya contamos con llegar a Puerto Ca­buyaro antes de oscurecido, don M elitón ha considerado conve­niente que hagamos noche en medio de la selva. De pronto, se­ñala con la mano a un extenso banco de arena y declara que

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a~lí vamos a montar nuest1'O campamento. Asombrados, pero sm hacer oposición alguna, vemos cómo el bongo se arrima a la orilla y saltamos alegremente a tierra a tiempo que, súbita­mente, se echa encima la oscuridad. Todos los objetos del cam­pamento, lo mismo que algunas raíces y ramas clavadas en la arena, se esfuman en imprecisos contornos, y ya es plena noche.

Grande es el encanto de esta nocturna calma tropical en la remotísima y olvidada ribera del Meta, mirando sobre nosotros la Cruz del Sur en medio de un mar de luceros, y junto a nos­otros la tripulación plácidamente recostada en la arena aún ca­liente y en torno a la chisporroteante fogata. ¡Felices hijos de la naturaleza para quienes esta noche es igual a otras mil no­ches y que no necesitan cuidarse de cosa alguna, rnientras nos­ob'os, pobres blancos, todavía hemos de colgar trabajosamente en algunas ramas el mosquitero para buscar el descanso bajo su cálida envoltura!

A ún falta mucho para la salida del sol, cuando ya los tri­pulantes se dedican a preparar la partida, y abordamos todos nuevamente el bongo. Antes de zarpar, don Melitón pregunta en el silencio, corno ob edeciendo la ley de un viejo uso: (t ¿ Con quién varnos ?", Y los tres indios responden desde el extremo de la embarcación: "Con Dios". Estas sencillas palabras, de boca de los humildes indios, dan a la travesía una religiosa solemni­dad en medio de la selva todavía sumida en el sopor nocturno.

Al cabo de unas pocas horas, en las que con la llegada del día nos posee de nuevo el antiguo gozo, vemos asomar ya en el terraplén de la orilla las bajas casas de Puerto Cabuyaro. Sal­tamos a tierra, sacamos las mont'l¿ras y el resto del equipo de viaje y buscamos a nuestro peón, al que por fin encontramos, todo soñoliento, detrás de una cabaña. Entretanto, don Melitón

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se ha p?'esentado en la plaza del luga?', pe1'O apenas s'i lo reco­nocemos, pues aparece con un flamante traje blanco y entera­mente poseído de su dignidad de capitán del bongo,

Puerto Cabuyaro es un apartado poblado tropical, que, apar­te de la iglesia, cuenta solo con un pequeño número de cabañas o barracas, y a pesar de ello, sueñan aquí con un futuro de nú­cleo comercial como última escala de la navegación por el Meta, En efecto, hasta este punto (300 metros sobre el nivel del mar) el río es navegable para vapores fluviales, que podrían llegar desde las plazas portuarias del océano Atlántico siguiendo el curso del Orinoco. Hasta hace poco, prestaba servicio regular a Puerto Cabuyaro un vapor que traía mercancías con destino a Bogotá, las cuales se transportaban hasta la sabana, a lomo de mula, por un costo relativamente pequeño. Pero cuando el go­bierno estableció además un puesto de aduanas en el reciente puerto de importación, el movimiento a través de este lugar tuvo un fin prematuro, y el pueblo quedó otra vez abandonado y fal­to de actividad.

Después de despedirnos cordialmente de nuestros compa­ñeros de viaje y tras corta escala en Puerto Cabuyaro, subimos a lomo de las mulas, ya entretanto repuestas de su fatiga, y nos disponemos a cubrir en solo dos jornadas, si ello es posible, el largo camino de más de 100 kilómetros que nos separa de Villa­vicencio. Esto constituye, sin embargo un esfuerzo formidable, toda vez que una cabalgada de doce o más horas no es cosa fácil en medio del calor tropical. Nada, pues, tiene de extraño que de las visiones de la monótona llanura, lentamente desarrolladas, queden en nosotros no más que unas pocas impresiones. Pero al segundo día hemos llegado de nuevo a la proximidad de los montes, pues las cordilleras se introducen aquí profundamente por las tierras llanas. El último trecho del itinerario atraviesa ahora por selva montañosa, donde la oscuridad nos sorprende de modo repentino. Es ya noche cerrada cuando con nuestros ago-

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tados animales llegamos, p01' fiu, a lc~ tumultuosa corriente del Guatiquía, que hemos de cruza'r' para llegar hasta Villavicencio. Constituye una arriesgada audacia lanzarse al caudaloso río donde ni vado ni fondo pueden ya descubrirse y teniendo qU~ fia1'se ciegamente el jinete al instinto de su fatigada cabalga­dura. Pe1'O pasamos el río y, aliviados, entramos en Villavicen­cio, remansado en su nocturna calma , . ,

Ultimamente se advierten esfuerzos para hacer accesibles los Llanos por medio de ferrocarril y carretera. En tanto que la vía férrea, "Tranvía de Oriente", busca solo la penetración en la montaña siguiendo el límite de la altiplanicie, la carretera para automóviles pasa ya de Chipaque y llega hasta Cáqueza. Pero las verdaderas y grandes dificultades de ambas vías de comunicación empezarán a surgir en los estrechos pasos y abis­mos de más abajo de Cáqueza. Parece que habrán de transcurrir todavía muchos años hasta que la romántica cabalgada de los Llanos pertenezca definitivamente a la Historia,

Los Llanos siguen siendo una región del futuro. Para la colonización y el cultivo organizado no ha llegado aún el mo­mento, pues a los colonos les faltaría la posibilidad de vender sus productos agrícolas con la conveniente ventaja. El camino hacia los grandes mercados lo abrirá un día la navegación por el Orinoco y sus afluentes, entonces habrá de producirse tam­bién, por sí misma y sin forzamiento, un~ colonización más densa de los Llanos, donde, gracias a la gran cantidad de agua, existen insospechadas posibilidades de cultivo. No es, por ello, mera casualidad que Colombia, poco después de su entrada en la Sociedad de las Naciones, haya defendido en primer lugar la libre navegación en las grandes vías internacionales (en este caso el Orinoco con sus afluentes Arauca y Meta). En la ga­rantía de la libre salida al mar desde todas las regiones del in­terior del continente está la clave del futuro desarrollo de esos territorios de Colombia.

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9. - LA LIBERACION y EL LIBERTADOR

Después de pasar la Conquista como un huracán sobre la civilización aborigen, las colonias fueron consideradas durante tres siglos por la metrópoli española como tierra conquistada; la población, con su suelo, se repartió entre los conquistadores y se la aniquiló, en todo el sentido de la palabra, por medio de un cruel sistema de explotación. Con los indígenas americanos se manifestó el mismo desdén por las otras razas y el mismo intolerante fanatismo contra las gentes de otra creencia demos­trados por los españoles con la expulsión de treinta y ocho mil familias judías y con la eliminación de tal vez una cuarta parte de la población española, constituída por los colonos moriscos. Las colonias hispanoamericanas, por ello, albergaban en su seno bastantes más gérmenes de descontento, odio, descomposición e injusticia que las colonias inglesas de Norteamérica, donde tenían vigor las mismas leyes que en la metrópoli y que se con­sideraba en todo lo posible, con política prudencia, la necesidad de una libre regulación de las circunstancias. Por ese motivo el choque fue en el Sur más intenso que en el Norte y más dura­deras las consecuencias. Era inevitable una ruptura violenta de los lazos. Esto es lo que se desprende de una ojeada general a las circunstancias de la época.

En orden a lo político, en las colonias dominaban casi exclu­sivamente los españoles europeos. Los cargos públicos no eran

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accesibles a los indígenas ni a los criollos. La cerrada centrali­zación en presidencias y virreinatos (1), que abarcaban comar­cas inmensas y apenas o escasamente relacionadas entre sí, así como la total dependencia, en cuanto a legislación y jurisdic­ción, de la Corte Española y del Consejo de Indias -que no conocía las necesidades de cada región y que solo con lentitud resolvía los negocios-, ahogaban toda capacidad política de re­solución. Hay que añadir que las autoridades civiles entre sí , y estas con respecto a las eclesiásticas, se hallaban en disensión constante. La libertad personal y los fueros, tan desarrollados f:n España, lo mismo que la opinión pública, no eran allí tolera­dos. El acceso a las posesiones de América se haCÍa casi imposi­ble a los otros europeos no españoles; las colonias se hallaban rigurosamente separadas del resto del mundo, de modo que te­nían de este un concepto enteramente erróneo. Una gran irre­flexión y egoísmo por parte de los funcionarios ponían su sello a la administración. La imposición de muy altas cargas tribu­tarias, en especial los impuestos sobre las ventas, oro y siempre 01'0, era la consigna de los españoles. Por eso no existía amor patrio, ni fidelidad en las funciones públicas, ni afecto de los gobernados hacia los gobernantes; en una palabra, entre la auto­cracia de una parte y la sumisión de la otra, no había progreso.

En el aspecto cultural y social las cosas no estaban mejor. La enseñanza pública se encontraba enteramente desatendida y se daba en forma fragmentaria e incompleta, obstaculizada ade­más por la Inquisición, establecida en 1571 y por la prohibición de introducir y leer los escritos calificados de heréticos. Los bienes de las personas sospechosas eran embargados y sus fami-

(1) La Nueva Granada se segregó en 1563, como Presidencia, del Virreinato del Perú y en 1719 se la elevó a Virreinato independiente, reduciéndola otra vez a Presidencia el año 1724. Hasta 1740 no fue el Virreinato su definitiva forma de gobierno.

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lías expuestas al general desprecio. Con las abjuraciones a la fuerza se fomentaba la hipocresía. Eran grandes el fanatismo y la superstición de las masas, solo aparentemente convertidas al cristianismo, que en el fondo continuaban siendo idólatras y que de la religión no conocían mucho más que al cura o monje que las explotaba. Agreguemos que la población estaba corrom­pida por el mal ejemplo de tanto aventurero inmigrante, de tanto noble arruinado y falto de escrúpulos, de tanto soldado brutal; corrompida estaba la gente por la mendicidad, por la usura y el juego, por las loterías, por la dilapidación de las fortunas rápida­mente logradas, por los torcidos procesos y la justicia venal y turbia, por un sistema de espionaje y delación, por la aplicación de torturas, por las lidias de toros y las luchas de gallos y no en último lugar por el desprecio de la honra y virtud de las mujeres del país. Con la palabra y la pluma el Padre Aguilar señaló durante mi permanencia en Bogotá esos ejemplos de co­rrupción de los tiempos pasados. Los esclavos, tanto los traídos de Africa como los indios, hacían la mayor parte del trabajo. Las mejores tierras se hallaban reunidas en poder de unos pocos o se convertían en bienes de la mano muerta. Al comenzar la revolución el clero tenía casi la mitad de las propiedades raíces. La servidumbre de los aborígenes dificultaba también la nece­saria y deseable mezcla de razas. No había libros útiles que divulgaran la instrucción, pues, por ejemplo, la lectura de la Historia de América de Robertson estuvo castigada con pena de muerte. Algunos libros entraban de contrabando. El alimento espiritual estaba constituído por la teología, el derecho canónico y todo el confuso cúmulo del derecho civil en el que ya no se orientaban ni los mismos legisladores.

En el terreno económico y político dominaba el monopolio bajo todas las formas imaginables; hasta la extracción del pla­tino y la obtención de la corteza de quina se hallaban monopoli­zadas. La plantación de olivos y vides estaba prohibida bajo

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pena de muerte. Diferentes fábricas de paños, vajillas y sombre­ros fueron destruídas por mandato real. Los productos del co­mercio no podían ser intercambiados libremente y según las le­yes de la demanda, pues solo cabía su importación desde la metrópoli o su exportación a la misma. Sevilla era a estos fines el único puerto de embarque y desembarque de mercancías. To­dos los años zarpaban para Portobelo dos flotas mercantes escol­tadas por navíos de guerra. Los artículos importados debían recorrer las regiones en una dirección estrictamente señalada; en cada lugar se dejaba una determinada cantidad, hiciera falta o no allí. Así se crearon núcleos de tráfico enteramente artificia­les. Como único principio económico se tenía la explotación de las minas de oro y plata. Por malos caminos, que siguieron siendo malos, se llevaban a lomo de mula los sacos de oro -riqueza de unas pocas familias- para ya no volverlos a ver.

Se objetará tal vez que el cuadro aquí pintado tiene tonos demasiado sombríos. Muy a gusto, precisamente en calidad de europeo, desearla poner colores más alegres y señalar, por ejem­plo, el hecho de que Alexander von Humboldt, al emprender en 1801 sus famosos viajes a las regiones equinocciales, encontrara en Bogotá un círculo de eruditos en el que figuraban el botánico Mutis y el astrónomo Caldas. Pero estos rayos de luz aislados no bastan a suavizar la impresión de conjunto de que las colo­nias españolas vivieron tres siglos en la miseria y la ignorancia, de que eran bastiones clericales cuyos macizos muros no podrían allanarse mediante reformas, sino que habrían de ser volados por las revoluciones. En la propia metrópoli, por lo demás, tampoco había imperado siempre la paz durante el tiempo de la domina­ción española, pues la revolución la llevaban y llevan los espa­ñoles en la propia sangre. Con esta exposición de lo que fue un sistema feudal teocrático-absolutista culpamos menos a un deter­minado pueblo civilizador que a la totalidad de una época.

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Diversos levantamientos de mayor o menor magnitud, como el de los Comuneros del año 1781 en Colombia, demostraron a los dominadores españoles que habían pasado los tiempos de la callada obediencia. En la escena universal reinaba la agitación. N o es que la guerra norteamericana de liberación hiciera una impresión grande sobre los emotivos suramericanos. De un lado, las noticias sobre esos acontecimientos se reservaban bastante y eran poco conocidas, de otro lado, se trataba de una revolución un tanto prosaica. Cosa muy distinta ocurrió con el gran drama de la cosmopolita Revolución Francesa, proclamadora de la igual­dad y la libertad de todos los hombres.

El año 1799 N ariño hizo imprimir y repartir secretamente en Bogotá la proclamación de los derechos del hombre, tal como había salido de la Asamblea Constituyente Francesa. El espí­ritu que emanaba de aquel texto entusiasmó los ánimos y los dispuso a la acción.

El impulso para la revolución suramericana lo dio el con­flicto de España con Napoleón. Bonaparte exigió del rey Carlos IV -o más bien de su favorito Godoy, el Príncipe de la Paz, aborrecido por el pueblo-- el libre paso de las tropas francesas hacia Portugal. Los ejércitos franceses al mando de Junot atra­vesaron la frontera. Para salvar a su favorito de la irritación de las fieles masas populares, Carlos abdicó el 19 de marzo de 1808 en favor de su hijo Fernando VII. Napoleón invitó a padre e hijo a Bayona para tratar de remediar sus desavenencias; allí logró el francés el éxito de su intriga en el sentido de inclinar a Carlos IV a retirar su abdicación, pero llevándole luego a una nueva renuncia al trono de España, esta vez en favor de los napoleónidas. El débil Fernando reconoció este di­plomático golpe de fuerza y fue internado en Francia.

Pero Napoleón no había contado con el heroismo del pueblo español. Varias juntas organizaron la guerra popular y de gue-

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rrillas contra la invasión. La Junta de Sevilla envió también mensajeros a las colonias para pedir a estas ayuda y, en particu­lar, el envío de dinero. Al mismo tiempo se les concedía que cada sección del imperio colonial mandara a España un repre­sentante en Cortes; unos dieciocho millones de americanos ten­drían en total nueve diputados, ni siquiera libremente elegidos. No obstante, de manera magnánima, los americanos entregaron a los españoles veintiocho millones de dólares; al propio tiempo pidieron en casi todas partes el establecimiento de parecidas juntas en América y la equiparación del número d~ represen­tantes. Mas como en España se negó la igualdad d~ derechos de las colonias respecto de la metrópoli, ello por temor de que los americanos aspirasen a la preponderancia política, en hispano­américa fue haciéndose cada vez mayor el afán de llegar a un orden propio.

Los criollos más ricos y prestigiosos, así como muchos nobles -no, por cierto, pobres aventureros ambiciosos de botín- y además muchos elementos del bajo clero, destacados intelectua­les y artesanos, son elegidos ahora por las masas populares para formar parte de las juntas. Estas se hacen cargo del gobierno, si bien en nombre del legítimo y "muy amado" monarca Fernan­do VII, cautivo a la sazón. Esta fórmula se adopta para no asus­tar a las masas con la palabra de la franca sublevación contra España. En realidad, entre las gentes de más decisivo influjo impera ya el propósito de lograr la independencia. Casi sin excep­ción, los magistrados españoles pierden la cabeza, ceden aparen­temente al principio, pero de manera inhábil tratan de derrotar con sus tropas el movimiento. Casi en todas partes la acción de resistencia acaba, ya en los primeros días o meses, con la ex­pulsión de las autoridades españolas. El movimiento se consuma primero en Buenos Aires el año 1809, luego en Quito, más tarde en la Nueva Granada, o sea Colombia (yen particular el 20 de

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julio de 1810 en Bogotá) (1), en Venezuela, en el Alto Perú y Chile, en el Perú y por último en Méjico y América Central. A pesar de las enormes distancias y en la imposibilidad de concluír acuerdos, la revolución se produce como por propio impulso, tiene en casi todos los sitios igual carácter y acontece, con diferencias escasas, al mismo tiempo, el año 1810, cuando la monarquía española se hallaba acéfala y la mayor parte de la metrópoli ocupada a causa de la directa intervención napoleónica.

Pero, inmediatamente, la anterior falta de vida política se hace sentir en el hecho de que entre los patriotas -como se llamaban los partidarios de la revolución- empiezan a surgir rivalidades y odios y no consigue constituÍrse un poder central fuerte, capaz de salvar al país en aquella agitada situación. Cartagena, la fortaleza del Atlántico, no quiere someterse a Bo­gotá y levanta la bandera del federalismo, de la casi total inde­pendencia de los estados y provincias del país. Consecuencia de ello es la anarquía. La irreflexiva abolición de los tributos deja al gobierno falto de medios para la resistencia y le obliga a la funesta solución de emitir papel moneda. En el interior de Co­lombia el estado de Cundinamarca es el primero en darse una constitución (primavera de 1811), donde se reconoce todavía como rey a Fernando VII, pero bajo la sofística condición de que ejerza el gobierno desde Bogotá. Este ejemplo es imitado en casi todas las provincias. El 27 de noviembre de 1811 se suscribe el primer tratado federal, según el modelo de la cons­titución de los Estados Unidos y lo firman cinco provincias, las "Provincias Unidas de la Nueva Granada", entre las que Cundi­na marca no figura. Hacia el final de 1811 se proclama en Carta­gen a (11 de noviembre) y en Quito la total independencia de España.

(1) El virrey Amar es nombrado al principio presidente de la Junta de Gobierno que se nombra en Bogotá la noche del 20 al 21 de julio, pero ya el día 25 es apresado por el pueblo y expulsado del país el 15 de agosto.

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La regencia española había ordenado entre tanto (31 de agosto de 1810) el bloqueo de la costa de Venezuela y dado ya la señal de ataque. La propia naturaleza pareció querer oponerse a la insensata agitación de los patriotas. El día jueves Santo de 1812 un espantoso terremoto destruyó muchas ciudades y pue­blos de Suramérica. Cientos de personas que se encontraban en los templos quedaron enterradas entre las ruinas. Fácil resultó a los españoles interpretar este golpe del destino, para la masa fanática e ignorante, como una voz del cielo ante el ataque infe­rido al trono y a la metrópoli. Venezuela y poco después Ecuador, volvieron a perderse.

En tanto que los jefes de las tropas españolas no juzgaban necesario cumplir la palabra dada a todos los patriotas que se entregaban, deportando y fusilando sin tregua para, como decía el general Monteverde, no tener que vigilar a los rebeldes ni cuidarse de su sustento, desatose en Colombia una feroz guerra civil entre centralistas y federalistas, guerra que vino a desviar aún más de la causa de la libertad al quebrantado pueblo. Pero entre tanto llegaron de Venezuela a Colombia algunos patriotas exilados, entre los que se encontraba Simón Bolívar, que cam­biaron algo la fortuna de las armas. A fines de 1812 Bolívar tomó las ciudades y pueblos del bajo Magdalena, venció al enemigo cerca de Cúcuta con solo cuatrocientos hombres y después de haberse elevado hasta mil los efectivos de su división, pidió permiso el 15 de mayo de 1815 ante el congreso de Cartagena para emprender una campaña de liberación del país venezolano. Empezó, pues, aquella homérica expedición de la que ha dicho con justicia el historiador César Cantú: "Con quinientos reclutas mal armados y peor vestidos extendió Bolívar por América la revolución, mientras que Bonaparte, al propio tiempo, apoyado en quinientas mil bayonetas dejó sucumbir la revolución en Europa".

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Ha llegado el momento de iluminar más de cerca la figura de Bolívar y de relatar los azares de su existencia. Simón Bolí­var nació en Caracas, capital de la actual Venezuela, el 24 de julio de 1783. Venía de una noble familia y sus antepasados habían sido concejales de la ciudad. Siendo él de dos años de edad, murió su padre. Su madre le hizo recibir una instrucción relativamente buena consistente en lengua española, latín, mate­máticas e historia, pero sin que el muchacho demostrara apli­cación. A la muerte de la madre, su tutor, en 1799, lo envió a España con el fin de que completara su educación. Conoció allí bastante de cerca las intrigas de la corte y empezó a estudiar con vivo interés, haciendo grandes progresos en la formación de su espíritu. En 1801 Bolívar marchó a Francia, donde se saturó de ideas republicanas y muy en especial, de admiración por Napoleón Bonaparte, gran caudillo de una fuerte república. Después de algunos meses regresó de nuevo a Madrid, donde casó con Teresa Toro y Alaira; acompañado de su excelente esposa se embarcó para la patria, lleno de felicidad y pletórico también de la esperanza de disfrutar de una idílica paz hogareña. En 1803 unas fiebres malignas le arrebataron a su esposa; con el fin de hallar distracción viajó nuevamente a Madrid y luego a París, donde fue testigo de la exaltación de Napoleón al trono imperial, cosa que le llenó de tristeza y de aversión al hombre por quien tan idólatra admiración había sentido. De continuo, durante aquellos viajes por Europa, pensaba en la liberación de su patria. En el Monte Aventino, en Roma, jura ante Simón Rodríguez, su acompañante y maestro, "libertar la patria o mo­rir por ella". Después de haber visitado las principales ciudades de los Estados Unidos regresó, en 1806, a Caracas y se ocupó en la administración y mejor cuidado de sus numerosas y buenas fincas.

En abril de 1810 fue uno de los decisivos paladines de la revolución y el gobierno provisional lo envió a Europa en misión

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diplomática, en especial con el fin de inclinar a Inglaterra en favor de la liberación de las colonias españolas. Allí recibió, sin duda, buen consejo y palabras de adhesión, pero ninguna clase de apoyo efectivo. Vuelto a Venezuela con el barco lleno de armas, Bolívar obtuvo los primeros laureles militares, como co­ronel de los patriotas, en la represión del alzamiento de la ciudad de Valencia. Por entonces tuvo lugar el funesto terremoto que hemos mencionado. Díaz, historiador leal a la corona, relata que pocos minutos después de la catástrofe pasó por la iglesia de la Trinidad, de Caracas y vio por allí a un hombre que en mangas de camisa y con sangre en el rostro salía de entre las ruinas. Díaz le gritó: "¡ Mira, rebelde, cómo hasta la Naturaleza se pone en contra de vuestros malos propósitos!" A lo que Bolívar, pues él era el que se había salvado entre los escombros, repuso de esta manera: "Si la Naturaleza misma se nos opone, pelearemos contra la Naturaleza; si los hombres se nos enfrentan, peleare­mos contra los hombres y si ... " La horrible blasfemia que siguió -añade Díaz- no quiero repetirla aquÍ.

A consecuencia del terremoto perdió Venezuela el noble caudillo de los patriotas, Miranda. La historia acusa a Bolívar de, por rivalidad, no haber hecho todo lo posible para la salva­ción de la patria y hasta de haber tomado parte personalmente en el apresamiento de Miranda por oficiales republicanos, con lo que el patriota fue a caer en poder de los españoles, muriendo en Cádiz después de cuatro años de prisión.

Bolívar, gracias a la recomendación de un amigo español, pudo escapar de Venezuela y llegar hasta Cartagena, donde em­prendió su campaña del bajo Magdalena y hacia tierras venezo­lanas contra seis mil veteranos españoles. Ya no era posible volverse atrás, pese a que la Constitución Española de 1812 con­cedía a la población blanca de las colonias iguales derechos que a la peninsular. En fogosas palabras se dirige Bolívar a los vene­zolanos ansiosos de libertad:

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"Soy uno de vosotros; arrancado prodigiosamente por el Dios de las misericordias de manos de los tiranos que nos agobian, vengo a redimiros del duro cautiverio en que yaceis. .. Prostemaos delante de Dios omnipo­tente y elevad vuestros cánticos de alabanza hasta su trono, porque os ha restituído el augusto carácter de hombres".

El 15 de junio de 1815 dio en Trujillo aquel terrible decreto E:n que declara guerra a muerte a los españoles. Irritado por sus actos crueles y sus infidelidades, les manifiesta que no habrá perdón para español ninguno y que todos los que caigan en sus manos serán degollados sin piedad. "Americanos -dice al final de su proclama-, contad con la vida, aun cuando seais culpables. Españoles y canarios, contad con la muerte, aun cuando seais inocentes" .

y estas amenazas se cumplieron. No se hicieron cautivos. En la batalla de Mosquitera fueron matados en revancha los dos mil quinientos españoles que allí habían peleado, sin excluír a los heridos. En tres meses el pequeño ejército de Bolívar había recorrido doscientas cincuenta leguas y librado quince batallas. El 6 de agosto de 1813 Bolívar hizo su entrada a Caracas sobre un carro tirado por doce doncellas. El tigre de las batallas se acreditó de magnánimo vencedor. El 14 de octubre fue nombrado capitán general y se le otorgó el título perpetuo de Libertador con inherentes poderes dictatoriales.

Pero entonces se tornó el destino. Fernando VII había l'e­gresado a su país. Napoleón se hallaba derrocado, España era ya libre. El falso y suspicaz monarca que, lleno de ideas despó­ticas anuló por un golpe de estado la liberal constitución de 1812, exigía la incondicional sumisión de las colonias bajo su real autoridad. Le apoyaron los gobiernos reaccionarios de Eu­ropa, que prohibieron los envíos de armas a Suramérica. Los españoles llamaron en su auxilio a los aguerridos llaneros de Venezuela y Colombia, prometiéndoles la entrega de los bienes

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pertenecientes a los patriotas. Se desencadenó una lucha feroz y llena de alternativas. Corrieron raudales de sangre. Al ocupar los españoles en San Mateo el edificio donde se hallaban los depósitos de pólvora del ejército republicano, el heroico Ricaurte hizo volar la casa, quedando allí enterrado junto con sus enemi­gos. Bolívar triunfó en Carabobo, pero fue vencido en Puerta y Aragua de Barcelona por el general español Boves y allí se inmolaron tres mil setecientas personas de ambos sexos y de todas las edades, además de setecientos treinta patriotas que se hallaban heridos. A estos golpes se sumó la rivalidad de los jefes militares, que inutilizó victorias como la de Maturín, donde los patriotas se impusieron contra fuerzas seis veces superiores.

Venezuela perdiose nuevamente. El Libertador se embarcó decepcionado para Cartagena. Allí le esperaba una triste noticia. Bogotá no había querido reconocer la nueva constitución; se hacía inevitable una guerra civil. Bolívar debió someter la ciudad. Con dos mil hombres se dirigió otra vez a la costa para atacar nuevamente a los españoles. Pero sus fusiles no pasaban de qui­nientos, mientras que Cartagena contaba con abundantes per­trechos. Por rivalidad frente al gobierno federal y frente a Bo­lívar, que tenía en aquella ciudad enemigos mortales, Cartagena negó al Libertador los necesarios auxilios. Indignado por tal proceder Bolívar acometió imprudentemente la ciudad con la fuerza de las armas y la sitió durante un mes con sus tropas, desmoralizadas por la fiebre, el hambre y la falta de equipo y vestuario. Esta guerra civil costó más víctimas que lo que valían los auxilios solicitados por Bolívar. Tal aturdimiento y obceca­ción tomaría venganza con el tiempo.

El general español Morillo había llegado a América con 56 navíos, trayendo 10.800 hombres, buena tropa de refresco, ade­más de 4.200 soldados de infantería de marina, y comenzó a cercar a Cartagena después de que Bolívar, a quien no se quiso

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dejar ir contra los españoles, había entregado sus tropas al go­bierno republicano y se había embarcado para Jamaica. Durante ciento ocho días resistió Cartagena. Todos los objetos de cuero, todo el calzado habían sido comidos por la sitiada guarnición; la ciudad era un montón de ruinas; de 18.000 habitantes, 6.000 habían muerto. El 6 de diciembre de 1815 hubo de rendirse la Ciudad Heróica. Algunos cientos de patriotas fueron atraídos a la ciudad con la promesa de una amnistía, y una vez allí los mataron.

En el interior de la república miraron cruzados de brazos esa destrucción de la ciudad de Cartagena. Hundiose el ánimo de los patriotas, las ideas de la reacción fueron ganando terreno y se dejó a la opción del presidente entrar en negociaciones con los españoles. Sin particulares dificultades, Morillo el Pacifica­dor, sometió al país.

Si Morillo hubiera mantenido su promesa de perdonar a los patriotas, entonces las colonias, cansadas de anarquía y de los malos resultados prácticos de la independencia, se habrían man­tenido unidas a la metrópoli. Pero Morillo quería ser el duque de Alba de Suramérica. Suya era esta declaración: "Para sub­yugar a las provincias rebeldes solo existe un medio: hay que arrasarlas, lo mismo que en la Conquista". Así empezó una serie de crueldades sin igual en la historia. En Colombia fueron muer­tos entonces, por lo menos, unos siete mil patriotas. Después de caer Bogotá en manos de los españoles (16 de mayo de 1816), fueron fusiladas allí ciento treinta y cinco personas, la mayor parte gentes de alta estima por su ilustración, contándose tam­bién entre ellas algunas mujeres. Al sacrificio de estos mártires hay que agregar un gran número de exilados y deportados, entre ellos noventa y cinco sacerdotes; muchos fueron enviados a la selva o tuvieron que trabajar en la construcción de caminos, sucumbiendo a las privaciones. Confiscáronse los bienes de los

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republicanos y a las mujeres de estos se las hizo objeto de toda clase de ignominias. Fue cierta la frase de Zea: "El océano que separa ambos mundos no es tan grande como el odio que dividió a los dos pueblos". Al colmarse aquella dura prueba de infortunio se comenzó a elevar de nuevo el sentido patriótico.

Bolívar no había permanecido inactivo en Jamaica. Entre otras cosas, pudo escapar al puñal de un asesino pagado. El 30 de marzo de 1816 emprendió desde allí, con siete barcos, una nueva expedición sobre la costa venezolana. La formaban solo doscientos cincuenta hombres, los más de ellos oficiales colom­bianos. Al principio le fue adverso el dios de la guerra, pues faltaba armonía entre los jefes, de modo que en 1817 tuvo que hacer ejecutar a uno de ellos, Piar, para evitar que cundiera la indisciplina. Mientras la fortuna en la lucha se presentaba toda­vía indecisa, Bolívar, lleno de inquebrantable fe en el triunfo de su causa, comunicó a los granadinos el 15 de agosto de 1818 que pronto correría a liberarlos. El 20 de noviembre declaró la inde­pendencia de la República de Venezuela, organizó el gobierno civil y convocó a los patriotas a elecciones para un congreso que había de deliberar en Angostura. Este congreso se reunió a prin­cipio del año 1819. Allí depuso Bolívar sus poderes, mas, a ruego especial de los diputados, se le invistió de nuevas e ilimitadas facultades. Ya llegaban los primeros mil doscientos hombres de las tropas reclutadas en Inglaterra, especialmente en Irlanda y que formaban la llamada "Legión Británica", la "Legión Irlan­desa" y el "Batallón Albión", que luego, con un efectivo total de cinco mil hombres habrían de combatir valientemente en favor de la independencia.

Unánimemente fue aceptado el plan de El Libertador de atacar al enemigo en la propia Colombia. Dos mil colombianos a las órdenes de Santander (entre ellos mil llaneros) y mil vene­zolanos fueron reunidos con los contingentes británicos. Tratá-

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base, nada menos, que de avanzar a través de los Llanos com­pletamente inundados y ascender, pasando por las cordilleras coronadas de nieve, a las altiplanicies, de casi 9.000 pies de altura, de Tunja y Bogotá, donde aguardaba a los atacantes un bien pertrechado y disciplinado ejército español compuesto por tres mil infantes y cuatrocientos jinetes. No hay pluma capaz de describir las penalidades sufridas por los patriotas en esta marcha a través de los regiones tropicales cruzadas por corrien­tes de agua, donde ya los caballos resultaban inservibles, para subir luego por los heladores pasos andinos. La hazaña de Aníbal en los Alpes sería aventajada por esta. No ha surgido todavía un Tito Livio capaz de ensalzar dignamente la expedición. Nunca apareciose el Libertador más activo y grande que cuando se trataba de reunir a los rezagados y de allegar nuevos auxilios.

Una vez en la altiplanicie, El Libertador, mediante audaces y geniales movimientos militares y una marcha de flanco llena de peligros, supo introducirse entre el ejército español y la ciu­dad de Bogotá, para, el 7 de agosto de 1819, ofrecer batalla en el puente de Boyacá, terreno desfavorable al general Barreiro al mando de los realistas. Terrible fue el encuentro de los tres mil quinientos veteranos españoles y los dos mil patriotas. Mas a las pocas horas hubieron de rendirse los mil seiscientos espa­ñoles que quedaban. Un oficial llevó a Bogotá la noticia de la derrota, y las autoridades españolas entregaron a toda prisa la ciudad, dejando incluso una suma de 700.000 dólares en la Casa de la Moneda. Ya ellO de agosto de 1819 entró Bolívar en Bogotá, a la cabeza de sesenta llaneros, bajo una verdadera lluvia de flores. Había terminado la "Campaña de los setenta y cinco días".

Después de asegurar Bolívar la continuidad de su victoria, dirigiose a Caracas con el fin de aplacar allí las contiendas entre los republicanos, cosa que esta vez le fue posible. Ante el Congre-

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so de Angostura relató personalmente su campaña y, como única recompensa, solicitó el permiso de retirarse a la vida privada hasta el día en que la patria volviera a necesitarlo de nuevo. Pidió al propio tiempo la creación de una gran república consis­tente en la Nueva Granada y Venezuela. El 17 de diciembre de 1819 se promulgó la ley fundamental para esta república, deno­minada la Gran Colombia, eligiéndose a Bolívar como su primer presidente.

Pero faltaba todavía mucho para la liberación del país. Había que traer armas del extranjero, satisfacer a los numerosos acreedores de la recién creada república y obtener nuevos recur­sos monetarios. Solo unos siete mil quinientos republicanos se oponían a las tropas escogidas de los españoles, compuestas por unos decinueve mil hombres. Pese a las protestas de los ciudada­nos libres, Bolívar hizo alistar cinco mil esclavos en las filas del ejército. Siendo iguales ante la ley y el derecho, debían serlo también ante el peligro y dar su sangre como compensación por el recién logrado honor de la ciudadanía. Sumamente favorable a las colonias fue la circunstancia de que el día de Año Nuevo de 1820 se alzaron en Cádiz, con Riego y Quiroga, las tropas des­tinadas a embarcar para América, exigiendo la vigencia de la Constitución de 1812.

Tras nuevas luchas, el 26 de noviembre de 1820 se inició una tregua de seis meses entre Bolívar y Morillo, así como un tratado para que la guerra se hiciera dentro de una mayor huma­nidad. Morillo manifestó el deseo de conocer personalmente a su valeroso adversario, y, en efecto, tuvo lugar una entrevista entre el "Libertador" y el "Pacificador", en la que ambos se abrazaron según el caballeresco uso español. Un año después de la procla­mación de la República de Colombia, Morillo abandonó desalen­tado el continente americano, donde tanto duelo y desolación extendiera.

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Bolívar no dejó expirar el plazo de la tregua y anunció al general español la reanudación de las hostilidades. El 24 de junio de 1821 dio con seis mil hombres la segunda batalla de Carabobo, cuya victoria se alcanzó principalmente por los ataques de la caballería efectuados por el invencible general Páez. En tanto que este último sometía enteramente a Venezuela, de manera que el 15 de noviembre de 1823 dejaban los últimos españoles el suelo entonces colombiano, Bolívar ponía por obra su grandioso plan para la liberación del Perú. El héroe de la lucha argentina de independencia, el "Protector" San Martín, atacó a los españo­les en el Sur del Perú, de manera que estos no pudieron hacer frente al propio tiempo a las tropas de Bolívar que se acercaban por el Norte. Avanzando por el valle del Cauca, libró Bolívar el 7 de abril de 1822 la victoriosa, pero extraordinariamente san­grienta batalla de Bomboná, en la que el número de muertos y heridos superó al de los vencedores. El mariscal Sucre triunfó, por su parte, en la falda del volcán Pichincha, de modo que en virtud de estas dos batallas quedó liberado todo el Sur de Colom­bia. El actual Ecuador se incorporó como tercer miembro a la República de Colombia; esta fue reconocida oficialmente poco después por los Estados Unidos.

El primero de septiembre de 1823 entró Bolívar en Lima, capital del Perú y allí le fueron conferidos los máximos poderes, cosa tanto más necesaria por cuanto dos presidentes republica­nos se estaban hostilizando violentamente sin reparar en los veintidós mil hombres de las tropas españolas que se les en­frentaban. La irritación ante la traición flagrante de aquellos hombres, que negociaban secretamente con los españoles, la nece­sidad de acabar con ellos, aparte de algunas malas noticias pos­traron en el lecho a Bolívar. Pero, en medio de su gravedad, hubo de contestar a uno de sus amigos, que le preguntó qué pensaba hacer en tal situación: "¡ Triunfar! Dentro de tres me­ses estaré en Potosí". En Potosí, o sea muy lejos, junto a la

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frontera meridional del Perú. Como ya antes le ocurriera, el Libertador fue tenido por loco en vista de tales aspiraciones. Pero él era el hombre capaz de llevar a término el plan conce­bido. Con su ejército emprendió una marcha de doscientas leguas hasta el llamado Alto Perú, sobre los Andes, con el propósito de enfrentarse allí al enemigo. El 6 de agosto de 1824 tuvo lugar la batalla de Junín, en la que novecientos jinetes republicanos se batieron contra mil doscientos jinetes realistas. No se disparó un tiro. Solo se escuchaba el golpe de las lanzas y el blandir y chocar de los sables. Esta victoria fue sellada por la que en Ayacucho obtuviera el noble Su ere, mano derecha de Bolívar. En ella fue donde el joven general Córdoba dio la famosa voz de mando: "j Adelante la División, armas a discreción y paso de vencedores!" Todos los mariscales y generales realistas, dos mil hombres y mucho botín cayeron en manos de los vencedores; mil ochocientos españoles quedaron en el campo de batalla. Ya en abril de 1825 se cumplió la visión del Libertador de que un día habría de clavar la bandera de la libertad en, la cima nevada del Potosí.

A principios de agosto de 1825, las antiguas tierras del Alto Perú declararon su independencia y el 11 de agosto tomaron el nombre de Bolivia en señal de agradecimiento al Libertador. A este Estado, creación suya, dio Bolívar una constitución, el llamado "Codex Bolivianus", que contiene su credo político. Se­gún él, el país debería ser gobernado por un presidente elegido con carácter vitalicio y que gozaría de inmunidad, debiendo él mismo designar a su substituto y sucesor. Tres cámaras, elegi­das por solo una décima parte de los ciudadanos, constituirían el poder legislativo.

A causa de esta obra se distanciaron de Bolívar muchos republicanos que se preguntaban si para llegar a tal resultado merecían haberse hecho tan grandes sacrificios. En vano acari-

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ció Bolívar planes encumbrados y en vano convocó a Panamá el 22 de junio de 1825 un congreso diplomático para crear una unión de todos los estados americanos del Centro y el Sur, o sea los Estados Unidos de Suramérica. El fracaso de estos proyectos, así como las sospechas que suscitaron, fueron haciendo palidecer poco a poco el alto prestigio del Libertador. No hay duda tampoco de que fue funesta para él la permanencia en Lima, donde se le nombró Protector vitalicio del Perú, así como las muchas lisonjas y testimonios de aplauso, y el ilimitado poder que ejerció durante cinco años. Solo tras largos titubeos logró evadirse de aquella seducción. Partió entonces a Bogotá, donde se hicieron magnífi­cos preparativos para tributarle un digno recibimiento. Cuando uno de los altos magistrados que a caballo salieron a su encuen­tro le hablaba de Constitución y de Ley en el discurso de salu­tación, Bolívar puso espuelas a su caballo y se alejó de allí. Esto, según me contaron, dejó una muy mala impresión.

En el interior de Colombia los partidos se hacían guerra del modo más violento. Unos deseaban un fuerte poder central y militarista ejercido por Bolívar, así como el mantenimiento de la unidad de toda Colombia frente a las ya incipientes ve­leidades de escisión; otros veían como única solución una fede­ración de estados con relativa independencia de los distintos miembros; otros, en fin, deseaban instaurar una monarquía. La cuestión religiosa, además, constituía una manzana de discordia, pues, mientras los unos querían declarar oficial la religión cató­lica, los otros aspiraban a proclamar la libertad de confesión. El ejército se hallaba corrompido, agotado el tesoro, perdido el crédito.

Bolívar se había hecho atribuír poderes extraordinarios, que le fueron retirados por el Congreso Federal en su sesión del 8 de abril de 1826. Bolívar fue abiertamente acusado de abrigar pla­nes ambiciosos. Estas encontradas posiciones vinieron a estallar

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en la Convención de Ocaña (9 de abril de 1827), donde los federalistas tenían mayoría. Cuando, después de acordada la re­visión de la ley fundamental, fue adoptado el sistema federativo , la minoría, que estaba integrada por partidarios de Bolívar, aban­donó el congreso y determinó así la incapacidad de este para resolver. Por todas partes actuaban los agentes de Bolívar y exigían se anularan las resoluciones de la convención y la entre­ga del poder dictatorial al Libertador. Manifestaciones públicas en tal sentido celebráronse en Bogotá y en más de la mitad de los lugares y pueblos de la República. Infelizmente, Bolívar cedió a estos estímulos y publicó en agosto de 1828 una proclama en la que se instituía la dictadura del "Libertador Presidente", al que secundarían seis ministros. Aconteció esto en un momento en que los bolivianos rechazaban ya el "Codex" del Libertador, le retiraban el título de presidente vitalicio y se sustraían a su influjo.

Despertó en Bogotá aquel espíritu que veía en Bolívar un César. Y empezó a tramarse una conspiración en la que figura­ban especialmente elementos extranjeros, revolucionarios fran­ceses y probablemente también algunos españoles. Por miedo a ser descubiertos, los conjurados se decidieron ya el 25 de sep­tiembre de 1828 a llevar a efecto su siniestro plan, el asesinato de Bolívar. Un grupo de artilleros, doce civiles y los conjurados asaltaron el palacio a las once de la noche, mataron a los guar­dias y se precipitaron al dormitorio de Bolívar. Pero este se deslizó por la ventana a la calle y fue a esconderse bajo el arco del pequeño Puente del Carmen. (A menudo, no sin una cierta emoción, he pasado de noche sobre ese puente, evocando aquel hecho, no ciertamente heroico, del Libertador). Los conj urados salieron corriendo y gritando por todas las callejas: "¡ El tirano ha muerto!" Pero los regimientos leales se habían adueñado ya de la ciudad, apresando a los amotinados. Bolívar salió de debajo del puente y fue aclamado con entusiasmo por el pueblo. Su

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venganza fue sangrienta. Trece conjurados, entre ellos varios altos oficiales, fueron pasados por las armas; a los otros acu­sados se les encarceló o deportó. Hasta el general Santander, vicepresidente de Colombia durante largos años, que había admi­nistrado muy bien el país durante la ausencia de Bolívar y le había enviado ayudas al Perú, fue condenado a muerte y luego desterrado, pese a que en la opinión de casi todos los colom­bianos era por completo inocente.

Bolívar, a consecuencia de la conjuraclOn de septiembre, se hallaba moralmente aniquilado; el abismo entre sus parti­darios y sus enemigos parecía ya insalvable; el poder militar se reforzaba a costa del civil; la desconfianza en su política era cada vez mayor. Los peruanos declararon la guerra a los colom­bianos, atacando a su Libertador; si bien fueron rechazados y recibieron en Tarqui (27 de febrero de 1829) el adecuado castigo.

Cansado ya de tanta decepción, Bolívar pensó en la nece­sidad de buscar el apoyo de alguna potencia extranjera. Pero sus ministros fueron todavía algo más lejos y concibieron el plan de instaurar en Colombia una monarquía, pensando en primer lugar en un príncipe de la Casa de Borbón (!). Consultaron confi­dencialmente a los representantes diplomáticos de las distintas naciones y la respuesta fue aprobatoria. El propio Bolívar se declaró abiertamente en contra del plan. ¿ Quién iba a ser el monarca, dado que los ingleses no se hallaban dispuestos a tran­sigir con un Borbón? Aristocracia, no la había; los toscos gene­rales, que en su mayor parte procedían de las clases de tropa, hubieran resultado ridículos en el papel de cortesanos. La opinión del pueblo estaba dividida; la mayoría entendía que la indepen­dencia no se había conquistado para cambiar una dinastía por otra, mientras los demás veían en la monarquía la única forma de gobierno con garantías de solidez. Bolívar escribió a sus mi­nistros: HA los representantes del pueblo les compete regir los

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destinos de Colombia y determinar los medios y caminos para lograr su grandeza. A mí me compete someterme a su voluntad, cualquiera que ella fuere. Esta es mi invariable resolución". La respuesta no es clara ni suficientemente concreta. Puede enten­dérsela como una ambigüedad o como una franca repulsa. ¿ Esta­ba Bolívar mezclado en aquel plan o lo había inspirado él mis­mo? .. , Solo después hablará en tono más enérgico a sus minis­tros, que querían dimitir a causa del fracaso de sus planes: "Si algún día un trono se levantase en Colombia o en cualquiera parte de América, la primera espada que saltaría de la vaina para com­batirlo, sería la de Simón Bolívar". Acerca de estas transforma­ciones de Bolívar sigue imperando todavía una cierta oscuridad, que yo no conseguí esclarecer después de realizar en Bogotá dife­rentes pesquisas. Según una fuente propicia a Bolívar, el sueño de este hubiera sido un régimen centralista, unitario y fuerte, pues tanto la monarquía como la libre federación de Estados le parecían soluciones imposibles.

Llegamos ya al último acto de la dramática, trágica trayec­toria del Libertador.

La gran República de Colombia se había convertido en un insostenible ente estatal. No ofrecía suficiente margen de acción al ambicioso afán de tantos generales. Ya hacía mucho tiempo que Páez había mostrado en Venezuela antojos de separación. Ahora blasonaba con el anuncio de que iba a liberar a Colombia de sus opresores Y hasta amenazaba con la guerra. De Venezuela llegaban numerosos requerimientos en el sentido de separarse de Colombia ese Estado, no reconociendo ya la autoridad de Bo­lívar. Como éste no salía adelante con el propósito de llegar todavía en vida suya, a una disolución de Colombia dentro de un espíritu conciliatorio, decidió retirarse de la actividad pública. Mas para demostrar que eran falsas las intenciones monárquicas que se le habían imputado, le importaba mucho ser reelegido

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presidente bajo la nueva Constitución, que había sido concluída el 3 de mayo de 1830, pues solo de mala gana estaba dispuesto a abandonar aquella magistratura. Para gran dolor suyo, empero, se eligió otro presidente y al Libertador se le hizo saber que haría mejor en salir de Colombia. Por unanimidad acordó el congreso asignarle una pensión anual de 30.000 dólares, de la que Bolívar, por desgracia, había menester, porque él, millonario antes de la guerra, no disponía ahora de dinero ni siquiera para dirigirse al exilio. El 8 de mayo partió el Libertador para la costa. Desesperado de la salvación de la patria, se lamenta de este modo: "Yo creo todo perdido y la patria y los amigos suma'­gidos en un piélago de calamidades. .. Los tiranos de mi país me lo han quitado y yo estoy proscrito".

En la costa fue mudo y triste testigo de la descomposieión de su obra. El 22 de septiembre de 1830 Venezuela se declaró república independiente. Poco después siguió el Ecuador, pero este, por lo menos, ofreció asilo al Libertador y le honró pública­mente. En contra de su promesa, Bolívar no abandonó el terri­torio colombiano, lo que dio a sus difamadores ocasión para nue­vas sospechas. Pero por mucho que todo pareciera desafiarle a un último combate, por mucho que le hostigara su misma patria, Venezuela, declarándole fuera de la ley y pidiendo su expulsión de Colombia, por mucho, también, que se le instaba desde Bogotá para que regresase, Bolívar supo resistir a la tentación. Enfer­mó y su enfermedad tomó caracteres alarmantes. De Santa Marta se retiró a la Quinta de San Pedro Alejandrino, donde le brindó albergue el hospitalario caballero don Joaquín de Mier.

En la lucha de los partidos se produjo súbitamente una religiosa calma al circular por todo el país, con rapidez increíble, la noticia de la muerte del Libertador. El 17 de diciembre de 1830, el mismo día en que once años antes había visto coronado su sueño con la fundación de Colombia, el mismo día en que hacía diez años dejara el país Morillo, su más feroz adversario,

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exhalaba Bolívar su último suspiro en la cálida costa colombiana. Las postreras palabras de su testamento rezan así: "Mis últi­mos votos son por la felicidad de la patria. Si mi muerte contri­buye para que cesen los partidos y se consolide la unión vo , ,

bajaré tranquilo al sepulcro".

El deseo del Libertador 110 se ha cumplido. Su muerte no desarmó las pasiones. Solo en un sentimiento se hallan hoy uni­dos los suramericanos, el sentimiento de la gratitud hacia su gran héroe, Bolívar. Ya en 1832 sus cenizas fueron llevadas con gran pompa a Caracas y en muchas ciudades de Suramérica y hasta en el Parque Central de Nueva York, se levanta su estatua. Su nombre figura en París en el Arco del Triunfo. La exaltación, más, la divinización del héroe de la Guerra de Independencia se manifestó especialmente hace poco con ocasión de celebrarse el centenario de su nacimiento el 24 de julio de 1883. La hondura de los sentimientos expresados, particularmente en Colombia y Venezuela, sorprendía a cualquier observador. Esa divinización tiene también, por descontado, su aspecto negativo. La figura histórica de Bolívar va cediendo sitio a un personaje romántico; la realidad no puede ya luchar contra la leyenda. Si bien los docu­mentos relacionados con Bolívar se han reunido en veintidós volúmenes y en dos volúmenes una parte de su correspondencia, si bien han aparecido ya diferentes biografías del Libertador, todavía queda mucho que aclarar acerca de su vida y la historia no ha llegado a emitir un juicio definitivo sobre él.

Bolívar era de mediana estatura, seco y nervudo, las cam­pañas le habían tostado la tez y disipado el color de las mejillas. Su rostro era ovalado; sus ojos, extraordinariamente vivos y penetrantes, destellaban fuego; una recia nariz aguileña, una ancha frente, una boca ligeramente contraída, daban atractivo e interés a su semblante; en el trato común era alegre y franco; amigo de fiestas y regocijos, no perdía, sin embargo, la mesura.

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Poseía Bolívar una fogosa fantasía y al escribir 10 hacía con magníficas imágenes, que todavía hoy nos fascinan. Mayor aún que su imaginación era su voluntad; él fue la voluntad personificada de la Guerra de Independencia. Solo a su férreo tesón resultaba posible vencer a más de cuarenta mil soldados españoles, tropa excelente y con buenos mandos, cosa que realizó por todos los medios, unas veces humanamente, otras con fero­cidad. Sus acciones bélicas nos sobrecogen frecuentemente y en aquella proclama en que declara a los españoles la guerra a cu­chillo vemos, desgraciadamente, un extravío de la humana razón, que solo las circunstancias hacen disculpable.

Bolívar, al igual que todos sus conciudadanos, era orgulloso y de suma altivez. Especialmente en su juventud aquel orgullo, junto con la envidia, le llevó a cometer errores que afearon algo su vida, intachable y limpia en todo lo demás. También sabía dominarse, su rivalidad y celos frente a los compañeros de lucha se equilibraban por una gran fidelidad de amigo, por su genero­sidad y abnegación.

Como ciudadano es Bolívar incomparable. "Prefiero el título de Ciudadano al de Libertador, porque este emana de la guerra, y aquel emana de las leyes. Cambiadme, Señor, todos mis títulos por el de buen ciudadano". Sus virtudes de ciudadanía resplan­decen en el hecho de que en la administración de dineros públicos, no solo fuese económico y parco sino que además procediese con gran rigor y que al cabo de catorce años de mando en Colombia y Perú hubiera de morir pobre, después de haber ofrendado a la patria en momentos críticos todo cuanto poseía, riqueza y gloria.

En su pensamiento religioso era Bolívar muy libre y rendía un cierto culto a la divinidad; respetaba la religión católica y como fiel católico murió.

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Bolívar está considerado como uno de los hombres más dota­dos para la organización. Como soldado acreditó una asombrosa tenacidad y constancia y como jefe le distinguía una rara pa­ciencia, hallándose al propio tiempo devorado de aquel sagrado fuego que todo lo arrebata. Era singular su prudencia para elegir a los subordinados y colocarlos en el cargo conveniente. Sus sol­dados lo idolatraban.

Más discutido que en ningún otro aspecto lo es Bolívar en su calidad de estadista. Odia los pequeños negocios administra­tivos, aborrece el escritorio y no llega a comprender los mez­quinos celos, intrigas y enredos de los políticos de profesión. Particularmente en la primera época de su carrera política, Bo­lívar habla el severo lenguaje de la democracia: "Tan solo el pueblo conoce su bien y es dueño de su suerte, pero no un poderoso ni un partido ni una fracción. Nadie sino la mayoría es soberana. Es un tirano el que se pone en lugar del pueblo y su potestad usurpa". Dos grandes prototipos trataba Bolívar de juntar en sí: el de Washington y el de Napoleón. Admirando a ambos, al segundo de estos lo imitó más que al primero. En toda su concepción política se ve demasiado al militar. Aspira sobre todo a un gobierno fuerte, por lo cual descuida el elemento civil y se halla más que dispuesto a poner mano al sable. De vencido pasó a vencedor, y vencedor quiso quedar en la política. El, que tan a menudo disfrutó de poderes extraordinarios, desea, sin embargo, servir a su patria; pero al propio tiempo desea mandarla siempre, dominarla siempre, sin dejar sitio a otros. Las decepciones que como hombre de Estado hubo de sufrir provenían del desprecio de una ley: que el dominio de una sola persona, por bien inspirada que esta se halle, actúa al fin de forma opresiva y se siente como una carga. Las decepciones mencionadas no tienen, pues, su origen en acontecimientos ex­ternos, ni tampoco en el difícil carácter de sus compatriotas, sino, sobre todo, en sus propias faltas. El mismo, al reaccionar contra

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la libertad, fue quien más perjudicó su obra. Bolívar, personifi­cación de una ambición noble y magnánima, pero insaciable, puso demasiadas veces a prueba su popularidad. Fatigó a la suerte y hubo de hundirse en la pesadumbre.

Mas Bolívar, que con su genio rompió el letargo de tres siglos, se alza dignamente junto a los grandes caudillos de la antigüedad y de los tiempos modernos, pues él devolvió el dere­cho de la libre determinación a países que, con una extensión de cinco millones y medio de kilómetros cuadrados, albergan hoy a más de diez millones de seres. Vendrán nuevos siglos y se convertirán en una apoteosis del gran Libertador de pueblos.

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10. - COLOMBIA. AÑOS DE APRENDIZAJE

El Libertador bajó tempranamente al sepulcro. La Gran Colombia se había deshecho, se habían separado Venezuela y Ecuador. ¿ En qué ha empleado Colombia el siglo que lleva de independencia nacional? Fundamental, interesante pregunta.

Después de larga y lamentable confusión y después de de­rrocar el dominio militar de los llamados intrusos, el 21 de no­viembre de 1831 se discutió y elaboró una constitución para el maltrecho país y el 29 de febrero de 1832 fue expedida la Carta Fundamental de la Nueva Granada. El poder ejecutivo corres­pondía a un presidente, elegido por cuatro años y no reelegible, así como de un Consejo de Estado que integraban siete miembros designados por el Congreso.

La Nueva Granada invitó a Venezuela y Ecuador a fundar juntamente con ella una liga de las tres repúblicas hermanas, sobre la siguiente base: solución pacífica de todas las diferencias por medio de un tribunal de arbitraje (esta idea, pues, había llegado ya hasta allí) ; estricta prohibición del comercio de escla­vos; prohibición de negociar separadamente con España o efec­tuar modificaciones territoriales sin el conocimiento de las otras repúblicas coaligadas; por último, garantía de los respectivos gobiernos en el sentido de asegurar una forma republicana, popu­lar, colectiva, responsable y alternativa. Esta propuesta, por

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desgracia, no fue escuchada ; Venezuela la rechazó orgullosa­mente. Solo se llegó a un acuerdo en cuanto a la distribución entre las tres repúblicas de la deuda producida por la Guerra de la Independencia (más de cien millones de dólares).

Para el nuevo período de 1833 a 1837 fue elegido presidente el jefe de los patriotas constitucionalistas y opuestos al dominio militar, el que envuelto en la conspiración contra Bolívar, fuera desterrado luego del país; hablamos del general Santander. Este, cuya enorme estatua de bronce se alza hoy en una de las más bellas plazas de la ciudad, ha dejado a la posteridad muchas obras, aunque acaso procedió algo rígidamente contra los parti­darios de Bolívar y contra el clero y a pesar de tener sobre sí la culpa de imperdonables actos de fuerza, como el asesinato del general Sardá. Santander es el fundador de la escuela prima­ria en la república, logrando la creación de escuelas para veinte mil niños, sin dejar de tener presente la educación de las mucha­chas. Puso en manos de los profesores universitarios de su tiempo el texto de Bentham sobre legislación y el de filosofía de Tracy, de la antigua escuela sensualista de Condillac; con estos dos libros de combate fue robustecido el movimiento liberal.

La opinión conservadora, sin embargo, obtuvo en 1837 una decisiva victoria con la elección del conservador liberal Márquez como presidente. En vano acudieron los liberales al recurso de la revolución (1840). Aunque los partidos se hallaban casi a la par, triunfó finalmente, después de sangrienta lucha, el bando del gobierno, que, robustecido, hizo elegir de nuevo para el si­guiente período presidencial a uno de los suyos, el general Pedro Herrán, amigo que fue de Bolívar (1841-1845). Bajo la pacífica administración de Rerrán, que fomentó la industria y la educa­ción, se llevó a cabo el 20 de abril de 1843 una revisión de la ley fundamental, la que, al objeto de aumentar el poder central, admitía también al Congreso a los funcionarios y les daba dere-

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cho a ser elegidos. El presidente electo para el nuevo mandato , el general Tomás C. de Mosquera, primeramente conservador, pero inspirado por la ideología liberal, jefe después de los libe­rales y hombre de los más diversos destinos, supo conseguir uno de los mejores períodos que en la administración ha conocido el país (1845-1849). Implantó en serio la navegación de vapores por el Magdalena, hizo acondicionar las tierras del istmo de Pa­namá para la construcción de la línea férrea, redujo el ejército al efectivo mínimo y lo dedicó a abrir caminos, mejoró los servi­cios de correos, introdujo el sistema métrico decimal en las me­didas y la moneda, hizo formar en el Colegio Militar los prime­ros ingenieros bajo la dirección de personal extranjero de gran competencia, y dispuso una amnistía general que permitió a los desterrados el regreso a la patria.

El partido liberal, que se había recuperado entre tanto, al­canzó mayoría en la elección para presidente (1849-1853) cele­brada por el Congreso y que recayó en el general López. Este debilitó en favor de los Departamentos el influjo del poder cen­tral, robustecido antes por los conservadores, descentralizó la administración e implantó la plena libertad de prensa, de modo que llegaron a difundirse entonces como cincuenta publicacio­nes políticas. Se abolió la pena de muerte para los delitos polí­ticos, se suprimió la aduana de Panamá y se comenzó allí la construcción del ferrocarril, se declararon libres el comercio de tabaco y la exportación de oro, dando un gran auge a estas ramas de la economía. Los jesuítas, que, arrojados de España por Carlos III en 1767, habían regresado al país en 1844, fueron ahora expulsados de Colombia; se declararon suspendidas las rentas eclesiásticas, lo mismo que el derecho de asilo y el fuero sacerdotal, y a los cabildos se les dio facultad para nombrar a los curas párrocos. A López corresponde la gloria de haber efec­tuado la total liberación de los esclavos, hasta entonces no lo­grada en todos los sitios (el número de los esclavos oscilaba

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entre diez mil y veinte mil); y de ese modo, no solo quitó a los espíritus las cadenas de la censura, sino que libró a los cuerpos de los pobres negros de las ligaduras de sus amos. Con ello quedó consumada la obra a la que con energía y elocuencia se consagró el venerable sabio Félix Restrepo (1760-1832) desde el principio de la Guerra de Independencia.

López introdujo además el sistema de jurados en los tribu­nales de justicia y redujo en un quinto las tarifas aduaneras. Colombia fue el primer Estado que, bajo la administración de dicho presidente, permitió el tráfico de buques de naciones ex­tranjeras, por sus ríos y demás aguas, hasta el interior del país. Insistió en la confiscación de los bienes eclesiásticos y en la soberanía estatal. Si se hubiera continuado la política introdu­cida por el antecesor, Mosquera, el comercio libre hubiera pro­porcionado ferrocarriles y carreteras, mientras que ahora, para la construcción de las vías férreas, es necesario hacer llegar capitales del extranjero si es que realmente se desea que las líneas queden terminadas.

A pesar de que López superó una conspiraclOn conserva­dora promovida por Ospina, imponiéndose además a la hostili­dad del clero, y aunque inauguró la época más importante en el desarrollo político de la República, así como las reformas más audaces y de mayor trascendencia, no fue capaz de impedir la escisión dentro del propio campo. Todavía bajo el dominio conservador, se pretendió convertir por la fuerza a las ideas de ese partido a los estudiantes de la Universidad, muy avasallados a la sazón y cuyo rector, además, era un eclesiástico estrecho de miras. Los estudiantes fundaron entonces una asociación de­mocrática empapada especialmente en el ideario de la revolución de julio. Uno de sus principales dirigentes, primero agitador furioso y luego ultramontano, presentaba como un hecho la coin­cidencia de los principios democráticos con el más puro cristia-

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nismo, y en su entusiasmo predicaba que ya Cristo había pade­cido en el Gólgota por esas ideas, a causa de lo cual se bautizó al partido con el nombre de "los GÓlgotas". El General López asistía a las sesiones de estos ardorosos estudiantes y así los fue ganando para sus fines.

En tanto que los viejos liberales se oponían a reformas ente­ramente razonables, tenían miedo de la inmediata liberación de los esclavos, medida que a su entender debía implantarse paula­tinamente. Los de este grupo querían conservar un ejército muy numeroso, para la correspondiente represión de los conserva­dores; eran partidarios de la pena de muerte, y en esto llegaban tan lejos que pensaban extenderla a toda una gran serie de in­fracciones. La joven escuela, en cambio, pedía las máximas li­bertades, que, con su ayuda, fueron en efecto implantadas por el general López.

Después del mencionado e infeliz alzamiento de los conser­vadores acaudillados por Ospina, los viejos liberales o progre­sistas -que ahora se habían vuelto reaccionarios- opinaban que a los revoltosos y agitadores se les debía tratar con todo rigor mediante destierro, confiscación de bienes, etc., con el fin de exterminarlos por entero, para lo cual sería necesario un ejér­cito permanente de, por lo menos dos mil quinientos hombres. Solicitaban además el mantenimiento de la pena de muerte y hasta la prisión por deudas. Los jóvenes "gólgota s", empero, pedían libertad para todos y que se aprovecharan con tolerancia y mesura las ventajas de la victoria; se resistían obstinada­mente contra los medios preconizados por los viejos liberales, ahora llamados "los draconianos", no sentían temor alguno ante la separación de la Iglesia y el Estado ni ante ninguna de las reformas grandes y de amplias miras. Gracias a su proceder, resultado de una gran firmeza de convicciones -y pese a la desconfianza con que los miraba el nuevo presidente, Obando, quien aspiraba a gobernar con el apoyo de los draconianos y

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del ejército-llevaron a término la ley fundamental de más pro­fundo sentido liberal que conocen las repúblicas hispanoame­ricanas, la Constitución del 21 de mayo de 1853. En virtud de esta la Iglesia quedó enteramente separada del Estado; se des­pojó de fórmulas y requisitos eclesiásticos a todo acto civil; se sancionó el sufragio universal, directo y secreto; se suprimió la prisión por deudas; se separaron del ejecutivo los poderes legislativo y judicial y se dispuso la total descentralización (con­cretamente, se retiró a las autoridades federales la facultad de nombrar los gobernadores de las provincias). El matrimonio civil quedó autorizado por la ley de 20 de junio de 1853, se tras­pasó a los municipios la propiedad de los cementerios, se redujo el ejército en activo y se disminuyeron las tarifas aduaneras.

En balde se opuso a estas reformas el presidente, general Obando (1853-55), llevado al poder por los antiguos progre­sistas. Las reformas fueron acogidas, y aún más por cuanto los escasos representantes conservadores no adoptaron frente a ellas una actitud verdaderamente hostil, pues los gólgotas dispusieron al propio tiempo la elaboración de una ley de amnistía, según la cual los obispos desterrados podrían regresar de nuevo a la patria. Esto constituía para los conservadores motivo suficiente para confiar en que el retorno de aquellos prelados, junto con la mayor libertad de movimiento creada por la separación de la Iglesia y el Estado, traería consigo el comienzo de una restau­ración del antiguo predominio conservador.

Al estallar luego una revolución militar acaudillada por Melo, y habiéndose declarado abolida la Constitución el 17 de abril de 1854, se culpó a Obando de haber favorecido el golpe, formole causa el Senado y se acabó por destituírIo, después de una guerra civil de seis meses, en que la ciudad de Bogotá fue tomada por los liberales en lucha contra el bando militarista. (N o me atrevo a decidir si la acusación hecha a Obando era o no justificada, pues las opiniones sobre el particular siguen

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estando muy divididas). Los dos restantes años del período presidencial fueron completados por Manuel María Mallarino, vicepresidente conservador, muy moderado, que formó un gabi­nete mixto (1855-1857), redujo a 300 hombres el ejército activo y mantuvo una gran austeridad económica. En 1855 el Congreso aprobó por unanimidad un proyecto según el cual Panamá pasa­ría a constituír un Estado autónomo, tan solo en ciertos aspectos dependiente de la Nueva Granada. Este hecho, que se consumó de manera pacífica y tranquila, sirvió de precedente a otras decisiones. El 11 de junio de 1856 se creo el Estado de Santander, y en 1857 se discutió en el Congreso una nueva Constitución, adoptada al año siguiente, según la cual, junto a los dos Estados dichos, se delimitaba el territorio de otros seis, existentes luego como departamentos y que eran los de Antioquia, Bolívar, Boya­cá, Cauca, Cundinamarca y Magdalena. Al propio tiempo la Re­pública, en lugar del nombre de Nueva Granada, pasaba a osten­tar el de Confederación Granadina (28 de mayo de 1858).

La división del partido liberal llevó a la presidencia, en mo­mentos tan decisivos para la organización nacional, al conser­vador doctor Mariano Ospina, de formación sofística y escolás­tica y antiguo conjurado contra el gobierno López. Si bien en la nueva Constitución, imitada de la norteamericana, se reconocían a los Estados todos los derechos no expresamente adjudicados al poder nacional, y pese a que la decisión sobre cuestiones de competencia entre el poder de la Confederación y el de los Esta­dos se reservó exclusivamente al supremo órgano jurídico de la nación, Ospina promulgó contra todo derecho, una ley (8 de abril de 1859) inspirada por su unitarismo y en interés del go­bierno central conservador. Esta ley transfería a los poderes na­cionales, retirándosela a los Estados, la intervención en los escru­tinios de las elecciones para miembros del Congreso y para la Presidencia de la República. Contra esta y parecidas medidas elevó violenta protesta el partido liberal, amenazado en su propia

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existencia. Y cuando Ospina auxilió dos revoluciones, si bien sofocadas luego, contra los gobiernos de los Estados de Santan­der y Cauca, cuando se reunió el congreso ultraconservador for­mado bajo el influjo de la nueva ley electoral y cuando esta cámara dio una ley de orden público que confería al poder cen­tral facultades para imponerse a los gobiernos de los presidentes de los Estados y hasta para suspenderlos en sus funciones, entonces resultó ya inevitable la borrasca. Los Estados liberales de Santander, Bolívar, Magdalena y Cauca dieron en suponer que solo el poder de las armas podía salvarlas del peligro inten­cionadamente provocado. Así se desencadenó la más prolongada e inútil de las revoluciones que ha visto Colombia, la de los años 1860 a 1863.

El 3 de septiembre de 1859 Ospina declaró el estado de guerra en toda la nación. El 8 de mayo de 1860, el general Tomás C. de Mosquera, gobernador del Estado del Cauea, expidió, a raíz de un ultimátun dirigido a la Presidencia el 18 de abril, el famoso decreto en que declaraba haber recibido de la autoridad legislativa de su propio Estado facultades para separarlo tempo­ralmente del gobierno de Bogotá hasta que este volviera a la normalidad constitucional. Se había producido el caso de guerra y con ello, un peligroso ejemplo para el futuro. Ospina atacó personalmente al Estado de Santander y salió vencedor en la sangrienta batalla del Oratorio. Después de numerosas contien­Obando, los predecesores de Ospina en la Presidencia. A una batalla seguía otra batalla. Los liberales triunfaron, al mando del general Gutiérrez, en una lucha de siete días librada en Boyacá; el ejército vencedor, después de la dura batalla de Suba­choque, ganada por Mosquera, uniose a este y el 18 de julio das, Mosquera pasó la Cordillera Central y se unió con López y de 1861 fue tomada por los federalistas la ciudad de Bogotá. En aquella ocasión Mosquera hizo fusilar a tres altos magis­trados, sin juicio alguno.

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Mosquera, que durante la guerra fue reconocido como cau­dillo de la misma, constituyó un gobierno provisional, en el que se dio el título de "Presidente provisorio de los Estados Unidos de Nueva Granada, supremo director de la guerra". Los hechos más importantes de ese gobierno, cuyas consecuencias todavía hoy se hacen sentir, son los que siguen: la constitución de Bogotá en territorio federal; la separación de Cundinamarca de un nuevo Estado, el del Tolima; la expulsión de los j esuítas; la expropia­ción y subasta, o la venta a cualquier precio, de todos los bienes de manos muertas; la supresión de las casas conventuales y, por último, la designación del país con el nombre de Colombia. Tras continuada guerra, el 4 de febrero de 1863 se reunió por fin la Convención Nacional de Rionegro, estrictamente liberal y convo­cada por Mosquera, que promulgó el 8 de mayo de 1863 la trascendental Constitución de los Estados Unidos de Colombia. Primer presidente de estos fue el general Mosquera y el segundo, el doctor Manuel Murillo, uno de los mejores diplomáticos y estadistas del grupo radical (1864-1866). Hubo numerosas revo­luciones en los diferentes Estados, en las que unas veces los liberales y otras los consevadores trataban de derrocar, o derro­caban, a los respectivos gobernantes; el presidente iba recono­ciendo como hijos de la voluntad popular a todos los gobiernos surgidos de esas conmociones (hasta el nuevo gobierno conser­vador de Antioquia), todo ello por la teoría de los hechos consu­mados. A pesar de 10 dicho, la enseñanza fue mejorada notable­mente bajo el mandato de Murillo y los bienes de manos muertas todavía no subastados se adjudicaron a los cabildos municipales.

En el año de 1866 ocupó la presidencia por cuarta vez el general Mosquera. Movido de su carácter despótico y de sus antojos autoritarios, pronto mostró el poco respeto que sentía por las leyes. Durante su ausencia de dos años había contratado en Europa empréstitos y adquirido barcos de guerra por sumas fabulosas, sin contar para ello con el consentimiento de la nación.

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(El producto de la posterior venta de dichos barcos ascendió apenas a la décima parte del dinero que se ma1emp1eó en ellos). Mosquera quería proseguir aún con la subasta de los bienes de manos muertas, a objeto de hacer de nuevo candente la "cues­tión religiosa". Como el grupo liberal-radical le hacía abierta y dura oposición, como la opinión pública estaba en contra suya y el Congreso tampoco coincidía con él en los decretos -parti­cularmente en el criterio acerca del papel del poder central al producirse revoluciones en los Estados-, Mosquera declaró sus­pendidas sus relaciones con la Cámara y se proclamó dictador el 29 de abril de 1867. Pero ya a los veintiséis días de este hecho, un grupo de ciudadanos eminentes lo tomaron preso durante la noche en su palacio (conjuración del 23 de mayo de 1867) y lo encerraron en el Observatorio Astronómico. Acusado luego ante el Congreso, se le enjuició y destituyó, por último, fue condenado al destierro.

Antes de concluír el período presidencial de Mosquera fue abolida por el vicepresidente general Acosta la ley sobre inspec­ción de cultos y todo desacato por parte de los eclesiásticos quedaba bajo la competencia de los tribunales ordinarios para su oportuno castigo. En ese tiempo se creó la Universidad Na­cional. Los gobiernos siguientes fueron presididos por ilustres ciudadanos del grupo radical. Bajo su mandato, yeso se lo debe conceder la misma envidia de los enemigos, tomó la enseñanza un auge no visto hasta entonces. El general Santos Gutiérrez, triunfador de Boyacá en la revolución de 1860, el general Eus­torgio Salgar, personaje muy simpático, el doctor Murillo en su segundo mandato presidencial (1872-1874) y el doctor San­tiago Pérez (1874-1876) fomentaron la escuela primaria, ]os bancos, las exposiciones nacionales, ]a redacción de los princi­pales códigos ... , y trataron de poner orden en la desastrosa situación de las finanzas, particularmente en la normalización de la deuda exterior. Esta se elevaba a la ingente suma de 33

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millones de dólares, la cual (bajo Murillo) se redujo, empero, a 10 millones mediante acuerdos con los acreedores respectivos. Durante el período presidencial de Santiago Pérez la Univer­sidad siguió en continuo desarrollo y en 2.000 escuelas públicas recibían instrucción 48.000 niños y 21.000 niñas. Por medio de una economía arreglada y ahorrativa se hubiera logrado esta­blecer el equilibrio entre los ingresos y los gastos, obteniéndose incluso algunos remanentes regulares, a no ser por la división de los liberales y por las nuevas revoluciones que pusieron al país casi al borde de la ruina. En el mandato de Santiago Pérez produjéronse también insurrecciones contra el gobierno central, que se prolongaron durante cuatro meses, en Panamá, Magda­lena y Bolívar.

Pero la revolución más sangrienta que ha conmovido al país fue, sin duda, la que se desarrolló bajo el siguiente mandatario presidencial, Aquileo Parra (1876-1877). Este fue elegido por el Congreso, no sin alguna violencia, por no haber obtenido mayoría ninguno de los candidatos liberales. El Estado de An­tioquia, cuyo gobierno conservador se había armado desde tiem­po atrás mediante la constante adquisición de material bélico, y el Estado del Tolima, declararon la guerra al gobierno nacio­lIal, tomando como pretexto la ley por la cual el ejército activo se había aumentado hasta 3.000 hombres y se eliminaban de la enseñanza las lecciones de religión. La revolución (agosto de 1876) produjo un nuevo estancamiento en los esfuerzos del comercio colombiano, en el pago puntual de los créditos de la deuda exterior y en la reducción del tipo de interés de los bancos. La escuela primaria sufrió también en esta revolución profundas heridas, todavía no curadas por entero. Frente a las guerrillas conservadoras surgidas en casi todos los Estados, el gobierno de la unión juntó un ejército de 25.000 hombres. Las huestes conservadoras de Antioquia fueron vencidas en la terrible bata­lla de Garrapata al pretender penetrar en el liberal territorio

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del Cauca, por la región de Los Chancos y cuando se disponían a pasar la Cordillera Central para marchar sobre Bogotá con una tropa de 14.000 hombres. En el lugar de la lucha se hallan enterrados valerosos estudiantes liberales de la Universidad. Los revolucionarios sufrieron finalmente otra derrota en el centro de la República, en la Donjuana.

La revolución de 1876 fue breve, pero funesta. Costó al país, por lo menos 10 millones de dólares. Los dos partidos se enfrentaron en la forma más violenta, el clerical luchó apoyado por la religión y bajo la dirección de eclesiásticos, contra las escuelas ateas del gobierno. La derrota de los revolucionarios pareció definir la situación para largo tiempo. Pero nueve años más tarde (1885) vuelve a cambiar la escena política: estalla otra guerra civil, los vencidos de 1876 pasan a ser ahora los vencedores y recogen implacablemente los frutos de la situación modificada en provecho suyo.

¿ Cómo pudo consumarse semejante transformación? El proceso es tan típico y característico que merece ser considerado con algún detalle.

Los pueblos, como los hOll).bres, pasan por épocas de creci­miento y de decadencia, de viril energía y desarrollo y de enfer­miza descomposición e impotencia. Grato debió de ser el cuadro que ofreciera Colombia por el comienzo de los años setenta y que le ganó en la América Hispana la honrosa conceptuación de ser una escuela, un país en que la instrucción en general se hallaba por encima de la de todos esos pueblos. A Bogotá llegó a dársele el nombre de "la Atenas de Suramérica". Entonces, como ya vimos, se elevaron considerablemente el crédito finan­ciero y el moral de la República; la exportación superaba en millones a la importación; el país era rico y floreciente. Los presidentes eran sencillos servidores del Estado y la administra­ción se regía del modo más honorable. Pronto, empero, se hizo

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notar la misma CrlSIS economlCa que en Europa. Se acabó casi enteramente la exportación del añil, del tabaco y de la quina, en tanto que no era ya posible acallar las nacientes necesidades, ni el incremento del lujo. Ahora se ponía de presente toda la deficiencia de las instituciones políticas, mucho menos visible en los tiempos de prosperidad. Ya desde 1863 se hallaba en candelero el partido liberal, aunque bien le hubiera venido algún cambio de aires, sobre todo hallándose en clima tropical donde tan fácil es encenagarse y corromperse. Aquel año, triunfantes los liberales después de la guerra de tres años librada a las órdenes de Mosquera, hicieron una constitución ideal, abolieron la pena de muerte y dieron a cada uno de los nueve Estados la casi absoluta autonomía, con derecho a importar armas por su cuenta, a sostener un ejército y a administrarse indepen­dientemente, aunque en el interior estallaran revoluciones y fue­ran derrocados gobiernos.

Al poder central le correspondía tan solo la acuñación de la moneda, las disposiciones sobre pesas y medidas, la dirección de los asuntos exteriores y el cobro de los derechos de aduana. Si los Estados hubieran tenido tiempo de progresar en su inde­pendencia, de reunir y administrar bien sus ingresos y de sacar adelante a hombres políticamente bien preparados, la ley funda­mental de la Confederación habría resultado provechosa todavía por algún tiempo. En contra de lo dicho, los Estados dilapidaron sus recursos Y se dedicaban a reclamar todas las posibles apor­taciones de la administración central para cualquier obra de importancia. Despertáronse de este modo las codiciosas ambi­ciones de una mala especie de políticos que comenzaron a entre­garse a la holgazanería y deseosos solo de vivir bien, no toma­ban muy en serio los preceptos de la moral. Los Estados se separaban además unos de otros a causa del cobro de peajes y pontazgos, en lugar de dejar entera libertad al tránsito por todo el país. Cada Estado se hacía sede de exclusivismo y la distri-

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bución del presupuesto respondía a criterios partidistas; allí nacían las frecuentes revoluciones, instauradoras de gobiernos ilegales y apoyados en la fuerza. En una palabra, la agitada vida política que imperaba en la nación estaba llena de intrigas, manejos y tendencias anárquicas.

Cuando en el año 1875 se dividió en dos el partido liberal a causa de las elecciones para la Presidencia, surgió el hombre que había de dirigir durante dos decenios, con sin igual y funesto poder, los destinos de Colombia: Rafael Núñez. Los medios influ­yentes de la política del país le habían hecho venir de Liverpool, donde en su cargo de cónsul vivía contento, feliz y disfrutando de un alto sueldo, para presentarlo como candidato a la Presi­dencia de la República. Por sus excelentes crónicas publicadas en periódicos de Colombia y de otros países de Suramérica, Núñez se había hecho un gran prestigio como hombre de Estado, político y sociólogo. Pero al llegar este a Bogotá, resultó que la camarilla del gobierno decidió elevar a la presidencia al enton­ces ministro de hacienda, Parra, y dejó plantado al candidato viajero. Núñez, sin embargo, no se asustó y desde ese momento empezó a efectuar negociaciones secretas con el partido ultra­montano. Una gran parte de los liberales se puso del lado de Núñez; eran los que se hallaban descontentos con el gobierno, al que llamaban "el Olimpo radical" y deseaban un dominio más moderado de todo el partido. La elección popular entre Parra y Núñez, al que apoyaban los conservadores, quedó indecisa y el Congreso votó la mayoría para el primero de ellos. Los conser­vadores consideraron que la ocasión era propicia para un cambio de sistema y se lanzaron al movimiento antes citado, la para ellos infortunada revolución de 1876. Núñez dejó colgados a los conservadores y ayudó en la región de la costa a los liberales con la socarrona observación de que no se iba a embarcar en una nave destinada con seguridad al hundimiento.

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Acabada la revolución, fue ensalzado a la presidencia en 1878 el vencedor de Los Chancos, general TrujilIo, hombre débil al que Núñez gobernaba enteramente. La división de los libe­rales se hizo más marcada que nunca y se formó contra los radicales un partido de "independientes", que pedían ante todo tolerancia frente a los vencidos conservadores, amnistía, elimi­nación del exclusivismo y elecciones más limpias. A los indepen­dientes se afiliaron en principio los liberales más desinteresados y valiosos. Pronto, sin embargo, vino a mostrarse que el grupO de los independientes aspiraba también al mando exclusivo y que lo pretendía lograr por todos los medios, más malos que buenos, a causa de lo cual volvieron a separarse los liberales de mayor pureza y rectitud. Había motivo para tal separación, pues Trujillo, durante los años de 1878 y 1879, hizo mayores estragos que nadie anteriormente en los dineros del Estado, gas­tó nueve millones de pesos más de los que ingresaron, dejó de pagar, por primera vez al cabo de muchos años, los intereses de la deuda exterior y consintió que el populacho apedreara en Bogotá el congreso radical y que los gobiernos radicales de dos Estados fueran derrocados y sustituídos sin más por elementos del partido. Rafael Núñez, que entre tanto había sido presidente del Estado de Bolívar, había allanado, pues, el terreno para llegar a la Presidencia de la República. Siete de los nueve gobier­nos estaban en manos de los independientes. Los radicales opu­sieron una candidatura nada afortunada y resultaron vencidos en las elecciones.

El primero de abril de 1880 ocupó Núñez el sillón presi­dencial. Digno de alabanza es que durante los dos años de su primer mandato reinara la tranquilidad en el país, si bien con el apoyo de cinco mil bayonetas -una cifra hasta entonces no alcanzada por el ejército en tiempo de paz-, que hizo entrar a Colombia en la Unión Postal Universal, que estableció rela­ciones diplomáticas con España y que (si bien en interés político

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de su partido) procuró elevar la universidad. Hay que advertir que la paz lograda lo fue a costa de enviar al extranjero como "diplomáticos" a muchos personajes de la política o encadenán­dolas a su poder por medio de dádivas; el balance de dos años arrojó el espantoso contraste de 11.700.000 pesos de ingresos frente a 30.300.000 de gastos. Guardamos silencio sobre el modo y manera en que fue allegado y empleado durante ese período un empréstito de 3 millones de pesos, sobre cómo fueron im­portadas monedas de níquel sin realizar el ajuste correspondien­te y cómo se especuló con valores del Ferrocarril de Buena­ventura. Pese a todo ello, el Congreso, integrado por partidarios de N úñez, acordó presentar a éste un voto de gracias por su excelente gestión al frente del gobierno (febrero de 1882); a esto, no obstante, se llegó solo tras una semana de durísima polémica oratoria.

Como sucesor de Núñez fue elegido unánimemente por el pueblo el jurista doctor Zaldúa, hombre de 71 años a la sazón, probo e irreprochable aunque algo falto de flexibilidad . El ya achacoso anciano fue objeto de dura resistencia por parte del Congreso. En el tesoro no quedaba un solo centavo, aunque debía haber todavía dinero para seis meses. Contra su promesa, Núñez se había hecho elegir como vicepresidente y como seguro sucesor en la presidencia. Pero Zaldúa no quería ceder ni mo­rirse. Se rodeó de buenos consejeros, como el eminente estadista Miguel Samper, a quien nombró ministro de Hacienda y que se ganó la especial confianza del sector comercial a causa de la libre suscripción de un empréstito. En mayo de 1882, Núñez, escarnecido e injuriado por la prensa y en multitud de coplas satíricas, hubo de salir de Bogotá de noche y con sigilo como un fugitivo cualquiera.

Núñez parecía estar juzgado definitivamente y descartado ya como político. Yo lo vi en su dignidad suprema como presi-

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dente, pero también en los momentos de su humillación. y tuve la seguridad de que le estaban reservadas todavía "grandes cosas"; tan profunda impresión me había hecho.

Rafael Núñez tenía entonces 57 años, era pequeño y ya algo inclinado hacia adelante, pero bastante ágil aún. Cuando me presentaron a él en Palacio me quede asustado de su delgadez y de lo pálido de su semblante y tuve la convicción de hallarme ante un tísico de gravedad. No sabía que, según expresión de uno de sus biógrafos, algunos de los años de Núñez debían contarse dobles. Su cabeza era grande y huesuda; una barba cerrada, ya muy gris, le ensombrecía el rostro. La nariz aguileña se adelantaba hacia una boca de feas líneas. Los azules ojos miraban profundos, penetrantes e inquisitivos. Era una figura inquietante, y esa sensación se acrecentaba con la presión de su fría y húmeda mano, a cuyo contacto se estremecían, según propio relato, los más de sus visitantes. Rafael Núñez era bas­tante reconcentrado y sombrío, pero sus preguntas eran tales que descubrían inmediatamente la potencia intelectual de aquel hombre extraordinario. Núñez decía de cuando en cuando frases cargadas de sentido y de una gran fuerza de convicción. En los demás casos, su voz era débil y lento y sin especial brillantez su estilo oratorio. Todo delataba en él al hombre de anhelos insaciados, al hombre convencido de su propio valer, ambicioso y dominador. A los radicales, que habían jugado con él y que eran sus más encarnizados enemigos, los abonecía con toda el alma.

¿ Qué cosa había conferido a este hombre tanto poder e influjo sobre la nación? Su espléndido talento de escritor y de poeta y su conocimiento del hombre y de la vida. Núñez había escrito profundos ensayos de política, jugando en ellos de tal modo con las palabras, que no podía negársele la admiración. El dúctil político había sabido acuñar auténticas consignas y

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frases de efecto para dejar boquiabierto al gran público irre­flexivo. Para cada nueva situación política hallaba la palabra justa, y por ello escribía mucho y siempre en el momento deci­sivo. Con sus poemas, obras que atestiguan un alto vuelo espi­ritual, lograba arrebatar a las masas. Algunas de sus compo­siciones tienen una filosófica hondura y ejercen peculiar encanto, pues el poeta se ofrece en ellas en toda su imperfección. Unas veces, como en "Que sais-je", uno de los poemas más célebres, lamenta su escepticismo y su duda. La ciencia es solo una vaci­lante escala en que pasamos de un error a otro. Todo es niebla y caos, nadie puede encender el sol de la verdad, nadie consigue fijar los límites entre el bien y el mal, entre lo cierto y 10 incier­to. En otra ocasión canta en conmovedoras estrofas su amor a la madre. Añora los tiempos de la niñez, querría ser todavía un muchacho, y entona un himno a la "dulce ignorancia" con que, estremecido de piedad, entraba en una catedral, sin presen­tir las feroces dudas del supuesto saber de más tarde. En este poema va a parar a la afirmación materialista de que "el cerebro segrega el pensamiento, como la caña miel ... " Canciones eróti­cas llenas de ardorosa pasión alternan en este agitado espíritu con estrofas a la virtud y a la inocencia, que arrancan lágrimas a nuestros ojos. Cuando ese torturado corazón de poeta declara sus secretos en una inmensa riqueza de imágenes, se siente uno conmovido y se hunde en profunda meditación o en estremecido ensueño. Lo que nos seduce del poeta es acaso lo incompleto de su personalidad, su alusión al arrepentimiento, a su existencia desordenada, a su alma semejante al Mar Muerto, ya ni capaz de 10 bueno o lo malo, capaz solo de morir; ante esas quejas olvidamos sus circunstancias familiares, en parte tan ingratas; ante sus profundas ideas olvidamos también la aplicación a la política de aquel escepticismo suyo que todo lo invade, la pérdida de la fe en la justa recompensa o castigo y la falta de toda clase de escrúpulos.

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Núñez fue una personalidad muy peculiar, plena de ascm­brasa frescura de espíritu en medio de un gigantesco desgaste nervioso. Personalmente tímido, mas con el vigor suficiente para dominar a toda una nación, era de un natural mefistofélico al que se rendía fatalmente quien tuviera que tratarlo a menudo' , sabía persuadir a sus partidarios de que procedía con entero altruísmo y desinterés, solo por el bien común y por puro patrio­tismo y amor a la paz. A estos partidarios no les inspiraba, en el fondo, ni cariño ni veneración, pero sí, indudablemente, un respeto sin límites por su sabiduría y por su manifiesta fuerza de voluntad. Los enemigos le reprocharon su doblez, su traición a la causa liberal y sus deserciones, además de su egoísmo, pero temían la agilidad de serpiente que le era propia, su claridad mental y sus éxitos. Quien de tal modo puede atraer sobre sí el odio y la admiración de los partidos, es, sin duda, un hombre extraordinario.

Apenas habían transcurrido algunos meses desde aquella partida nocturna, cuando el anciano presidente Zaldúa enfermó y agotado en su continua lucha con el mal aconsejado Congreso, inclinó definitivamente la cabeza el 22 de diciembre de 1882. Como el primer vicepresidente, Núñez, se hallaba en la costa, hubo de hacerse cargo del gobierno el segundo vicepresidente, Otálora, débil instrumento de los políticos profesionales; su ges­tión de quince meses fue tal que acabó por tener enfrente a toda la opinión pública. Murió de pesadumbre al ser presentada en el Congreso, en abril de 1884, una moción en el sentido de formarle causa por mala administración y malversación de fondos.

Entre tanto, el primer domingo de septiembre de 1883 ha­bían tenido lugar las nuevas elecciones a la Presidencia. En Bo­gotá fueron especialmente tumultuosas. Núñez, que contaba con la mayor parte de los Estados, triunfó fácilmente sobre el can­didato ocasional de los radicales, Wilches. Hasta el 7 de agosto

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de 1884 no tomó Núñez poseSlOn de su cargo. Todo el mundo ponía en él grandes esperanzas; recibiósele nuevamente con los brazos abiertos. Es cierto que no pudo obtener empréstito alguno, cosa que intentó con Lesseps, y llegó, pues, con las ma­llOS vacías. Pero llegaba también como amo de la situación, mi­mado o temido por todos los grupos. Para el observador sagaz era cosa indudable que Núñez pensaba en afirmar totalmente su dominio sobre aquel flaco y arruinado cuerpo estatal y que trataba, sobre todo, de modificar la constitución federal de 1863 en el sentido de una mayor centralización, de una organiza­ción más rigurosa y de la prolongación del período presidencial. Núñez tuvo que preparar la revisión con una tónica de limitación de las libertades, pues se hallaba necesitado del apoyo de todo el partido conservador.

Por todas partes se hacía patente un movimiento -solo invisible para quien se empeñara en estar ciego a la realidad de las cosas- en pro de una restauración de signo clerical. Los eclesiásticos habían robustecido notablemente su poder du­rante los años últimos, sabiendo aprovechar adecuadamente la libertad de movimientos que les proporcionaba la total separación de la Iglesia y el Estado. Los templos se veían siempre llenos, muchos liberales volvían a encomendar de nuevo a los religiosos la enseñanza de sus hijos; la Universidad Católica, fundada por el Nuncio Agnozzi, halló buena acogida; los publicistas de la escuela ultramontana utilizaban un lenguaje mucho más inso­lente y hostilizaban con mayor violencia a nuestra Universidad Nacional. En el Estado del Cauca hasta se habían suprimido algunas clases de física y química, por hallarlas en contradicción con la doctrina de la Iglesia. Al fin se permitió a algunos jesuítas el regreso al país, y en seguida comenzaron con su trabajo de zapa.

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La crisis económica, la presión que se operaba sobre el co­mercio y el tráfico, el turbio panorama del tiempo venidero, las continuas disensiones dentro del partido liberal, las desavenen­cias entre los políticos, la degradación de los independientes, la humillación de los radicales por la desafortunada candidatura presidencial de Wilches ... , todo esto había de dar lugar a una conmoción por el estilo de la que en Bélgica, en circunstancias bastante parecidas, se había producido ya. Núñez tenía sobradas condiciones de estadista como para no darse cuenta de ello, aco­modándose a ese movimiento retrógrado. Pero, ¿ cómo iniciar y llevar a cabo la revisión constitucional, con la que, en el fondo, todo el mundo se hallaba de acuerdo? La mencionada Constitu­ción de 1863 había establecido la norma de que para efectuar una modificación de la misma era necesaria en el Senado la conformidad de todas las delegaciones de los nueve Estados, integrada cada una por tres miembros; había que ganarse, pues, a, por lo menos, dos senadores de cada Estado, cosa imposible dada la actitud federalista, hostil a toda reforma, que observa­ban algunos radicales. En vez de publicar un programa sobre la revisión, obligando a Núñez a definirse, los radicales se com­portaron más bien como impugnadores del propósito, lo que COn­trarió todavía más a la opinión pública. Podía pensarse solo en dos salidas: o había que confiarse a la eficacia del dinero, y dinero no lo había, o era necesario llegar a una solución de fuerza (derrocar gobiernos radicales en los Estados o apresar senadores de ese mismo grupo).

Resultaba curioso que fuera tan exiguo el número de per­sonas que veían acercarse el oleaje de la revolución; más curio­so todavía -en medio de aquella conmoción, de suma ejempla­ridad histórica-, que no fuera Núñez quien comenzara el conflicto bélico, acaso deseado en silencio por él, sino que los radicales, en el colmo de la obcecación, se adelantaran a tomar las armas. En caso de que estos hubieran sido los atacados, no

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habrían salido, en verdad, vencedores, pues el partido liberal se hallaba harto dividido, débil e impotente, y el vuelco era además inevitable, pero al menos habrían perdido honrosamente. Mas, de este modo, los radicales violaron la ley antes de esperar a que la violara Núñez y se lanzara abiertamente al golpe de Estado. Tronaban contra el "traidor" Núñez, que había hecho dejación de las ideas liberales, en tanto que él no había demos­trado todavía con ningún acto ser el reaccionario que decían; le dejaron, pues, el bonito papel de representante de la legalidad, del orden agredido y del derecho vulnerado.

Cuando Daniel Hernández, jefe de los radicales del Estado ele Santander y persona de toda honorabilidad, declaró la revo­lución contra el "dictador" -lo cual hizo desoyendo toda clase de consejos y bajo el disgusto producido por la intromisión de Núñez en los negocios de aquel Estado autónomo-, este último pudo lanzar el día 26 de diciembre de 1884 esta significativa proclama a la nación:

" ... solo una intransigente fracción, para hacer, sin quererlo más apremiante la anhelada obra, ha alzado bandera sediciosa contra un go­bierno culpable únicamente de haber buscado, con excesivo candor, el con­curso de todos para la pacificación de los espíritus, dando repetidos ejem­plos de moderación y benevolencia. .. El Gobierno no se limita a defender el depósito que en sus manos se ha puesto; porque este conflicto que comienza, lógico en su fondo, es el fruto inmediato de la insensatez de unos colocada al servicio de la perversidad de otros... En este penoso trabajo de pacificación, las bendiciones de Dios estarán con nosotros ... "

El estallido de una nueva ?'evolución, con el que somb1'ía­mente se cier1'a este capítulo, suminist?'a la ?nejor prueba de que los "años de aprendizaje" de Colombia estaban aún lejos de acabarse. Al lado de la pum y simple solidaridad humana, la 1'epugnancia del auto?" ante el inútil derramamiento de san-

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g1'e se explica por sus propias experiencias, que refie're en el siguiente capítulo y que ocasionaron, en último término, el cese prematuro de su actividad docente y de su permanencia en Co­lombia.

La continuación del 'resumen histó1'ico hasta los días actua­les se halla igualmente bajo la impresión de cosas vividas y que a nuestro padre, lo mismo que a todo hombre que mira más allá de unos estrechos confines, le ocasionaban profundo sufri­miento, Era el horror de la guerra mundial, ¿ Quién se atreve a tener el derecho de juzgar la casi inofensiva gue1"1'a de Co­lombia cuando, pocos años después, los pueblos de Europa des­encadenaron ent're sí otra guerra civil? Y, a la vista de tales acontecimientos, ¿no pueden los colombianos señalar con cierto orgullo el hecho de que en su país reine ya la paz desde hace más de un cuarto de siglo? Así, pues, la historia de las últimas revoluciones y de los inciertos tiempos que vinieron tras ellas pueden escribirse sin que el prestigio de Colombia sufra men­gua en compamci6n con los grandes pueblos civilizados, Por el contrario, podemos advertir con claridad un desarrollo ascen­dente, y ab1-igar la esperanza de que no sufrirá interrupción, La paz inte'rna de Colombia se halla asegurada en tanto que los pm'tidos avancen lo suficiente en su propia superación y depuración como para llevar a plena validez y justa aplicación el derecho de sufragio universal, Esta es hoy la más noble mi­sión de la todavía joven república democrática,

Cuando el pa'rtido gubernamental hubo sofocado con la vic­toria de La Humareda la guerra civil desencadenada por los liberales, Rafael Núñez convocó, el primero de septiembre de 1885, una convención nacional encargada de preparar la revi­sión de la ley fundamental, Los trabajos p'revios fueron confia­dos a Miguel Antonio Caro, quien con anteri01idad había reci­bido de los vencedores instrucciones conC1'etas a ese propósito.

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Núñez se hizo elegi?' nuevamente para la Presidencia el 6 de diciembre de 1885, p?'olongando además su mandato hasta seis años de duración.

La nueva Constitución no entró en vigo?' hasta el 5 de agosto de 1886. Toda ella em obm de aquel demoníaco estadista. Los poderes del P?'esidente tenían carácter extraordinario y resul­taban dignos de una monarquía aristocrática. Se implantaba de nuevo la pena de mue?'te. La dú'ección y organización de la formación escolar quedaba totalmente en manos del clero. Se suprimía la libertad de prensa. La fe católica se definía en la Constitución, y lo mismo sigue ocurriendo en la actualidad, como religión del Estado: "La religión católica, apostólica, ro­mana es la de Colombia". Más tarde se concluyó un concordato con la Santa Sede, en el que el empobrecido país se obligaba a enviar anualmente a Roma una fuerte suma de dinero en ca­lidad de indemnización PO?' las expropiaciones de bienes ecle­siásticos que llevamn a cabo los gobiernos ante?'iores. Detalles más concretos sobre el particular se encuentran en la Ley nú­mero 35 del año 1888, que confi'rmaba los acuerdos firmados con el Papa León XIII. Digna de especial atención em además la Ley número 158 del año 1887, pues en ella se reconocía al de?'e­cho de la Iglesia plena libertad y equiparación junto a la legis­lación civil. Esto se ha 'robustecido de tal modo en el tmnscurso del tiempo, que los efectos legales del bautizo, el matrimonio 'lj la muerte son producidos pm' la Iglesia. Dada la inexactitud de muchos de los ?'egistros eclesiásticos, se han o?'iginado ya pm' ello las mayores dific1lltades de orden jurídico.

En las siguientes elecciones de 1892 Núñez fue confirmado de nuevo como P?'esidente. Pero su salud se hallaba ya muy mi­nada, y como su cm"religionario M. A . Caro había sido designa­do Vicep?'esidente, confió a éste la dÚ'ección de los negocios del Estado. A la, mue?·te de Rafael Núñez, ocu?Tida de manera re-

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pentina el 18 de septiembre de 1894, Caro se hizo cargo del gobierno, con carácter definitivo y también bajo la forma auto­c?'ática. Si bien se habían producido escisiones en el seno del par·tido conservador, no logró éxito una revolución promovida, sin orden ni plan alguno, por los liberales. El año 1898 se vol­vió a elegir Presidente a un conservador, el nonagenario doctor Manuel Sanclemente. Este caduco anciano firmaba solo median­te un sello, que, encomendado a la custodia de sus subordinados se utilizó para cometer los más increíbles abusos. Semejant~ administración se hubiera acabado por sí misma y en breve plazo. Pero otra vez les faltó paciencia a los liberales, y a fines de 1899 estalló al Norte del país una revolución que se cuenta entre las más sangrientas de Colombia. Pese a algunos éxitos iniciales, los liberales hubieron de sucumbir a causa de la falta de unidad en el mando. Los conservadores "históricos" se apro­vecharon de la confusión existente en el país para derribar al conservador "nacionalista" Sanclemente, y el 31 de julio de 1900 elevaron a la suprema magistratura del Estado al Vicepresi­dente José Manuel Marroquín. Contaron para ello con el apoyo clerical.

Para toda persona de recto juicio la administración de M a­r'roquín constituye una de las épocas más negras de Colombia. Este hecho es, a su vez, la única justificación del partido liberal, que, desesperado de la situación, lanzó al país a la guerra civil más terrible de cuantas ha vivido. La matanza duró tres años hasta que, por fin, el 21 de noviembre de 1902, llegó a firmars~ la paz. Este acto tuvo lugar a bordo del barco de gue'rr'a norte­americano "Wisconsin", entre el representante conservador del Gobierno, y los liberales, quienes, teniendo a todo Panamá en su poder', se decidieron a dar' ese paso por razones patrióticas y también po'r miedo de una intervención de los Estados Unidos. El país había quedado arrasado y pobre. Una pésima política de papel moneda hizo imposible el comercio exterior con Co-

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lombia. En esta época de máxima postración hubo de empeza1' Colombia las negociaciones con los Estados Unidos sobre el pro­yecto de abrir un canal a través del Istmo de Panamá. Por en­tonces, empero, no se habían extinguido aún los derechos de la sociedad francesa del canal, en la cual muchas familias colom­bianas perdie7'on también, por am01' a la pat7'ia, enormes sumas de dinero. Mas las negociaciones con los americanos se frustra-1"on ent'retanto, pues las 1'espectivas posiciones resultaron in­conciliables. Con tal motivo se produjo un cierto disgusto entre la; población del Departamento de Panamá, y los Estados Unidos supieron explotar hábilmente en favor de sus planes aquel es­tado de ánimo. Se desencadenó un 71wvimiento que, apoyado "bondadosamente" por Norteamérica, tenía por meta la sepa­ración de aquella parte de Colombia, y cuando el Gobierno se disponía a enviar t1'opas a Colón y Panamá para que restable­cieran el orden, el transporte militar fue impedido por la p1'e­sencia de barcos de guen'a norteamericanos y el bloqueo del fe-7'roca1'ril Colón-Panamá. Esto posibilitó que Panamá se decla­rara independiente el 3 de noviembre de 1903 y que Teodoro Roosevelt, quien se apresuró a reconocer al nuevo Estado, excll1-mara imprudentemente: "1 took Panamá"!

Poco después se efectuaron en Colombia los comwws p1"e­sidenciales, y el magistrado electo, General Rafael Reyes, tomó posesión el 7 de agosto de 1904. El que hacía ahora su entrada en Bogotá era un hombre de recia voluntad y de gran sabiduría práctica. Después de la desviación jurídica del Presidente Nú­ñez en 1884, habían transcurrido veinte años, durante los cuales Colombia fue descendiendo paulatinamente. Las escuelas, anta-1'io florecientes, se hallaban ahora vacías, y la población se había salvafizado en sus cost'/,~mbres y sentimientos. Las riquezas C1'el1-das con la constancia y el ahorro se hallaban destruídas, los campos antes cultivados estaban ahora en pleno abandono, y, en, lo exterior, Colombia había perdido por entero su acatada

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y respetada posición de tiempos anteriores. Sobre este montón de ruinas debía edificar ahora Reyes ,y su capacidad de acción logró realizar en breve lapso cosas verdaderamente notables. n.ur~nte años se le echó en cara, como una vergüenza, que se s'/,rv'/,era de medios dictatoriales, pues el colombiano, pese a los amargos años vividos, es en el fondo un fiel partidario de la forma republicana de gobierno. Pero hoy se reconoce con 1náS justicia que las circunstancias de aquel momento de profunda desO?'ganizaci6n requerían ser mejoradas por obra de una mano fuerte, El mérito principal de Reyes es haber devuelto la paz al país y el habe1'la sabido conservar. Hay que ag1'adecerle ade-1MS: la const1'ucción de la carretera del No'rte, desde Bogotá a Belén, unos 250 kil6metros de recO?'rido; la ampliaci6n de las líneas telegráficas de todo el país; la estabilizaci6n de la mo­neda; la fundaci6n de un banco emisor central, que entonces, no obstante, f?'acasó; el mejoramiento de la navegación por el Magdalena; la fundación de la escuela de cadetes y la reorgani­zación del ejército; la creación de los Departamentos del Atlán­tico, Caldas y el Valle, que permitía una mejor articulación geo­política del país; la colonización de los Llanos y, en especial, de la 1'egión del Putumayo; en conjunto, toda una serie de obras de impoTtancia, que hoy todavía cuentan en beneficio del país.

Pero cuando Reyes, de modo quizás excesivamente desp1'en­dido, pretendi6 acabar con la cuesti6n de Panamá sin tO?nar muy en cuenta toda la fuerza de las razones jurídicas que pesaban a favor de Colombia, y cuando a la mayoría parlamentm'Ía que le e1'a sumisa quiso obligm'la a acepta?' un t1'atado que N o?'te­amé1'Íca, naturalmente, veía con buenos ojos, entonces result6 que los sentimientos del pueblo se consideraron he1'Ídos en lo más p1'ofundo, de modo que desapareció cualquier posible miedo al dictadO?'. Una comisión de estudiantes de todas la.s tendencias políticas reprochó valientemente a Reyes su proceder anticons­titucional, y el hombre fuerte, en un momento de pusilanimidad,

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huyó del país a los pocos días de aquel hecho, Los sucesos del 13 de marzo de 1909 resultan muy instructivos pam el enjui­ciamiento de la mentalidad de los suramericanos, La masa po­pular, políticamente inmatura en general, ante una injusticia cometida con clara conciencia puede alzarse en alas de tal entu­siasmo que ni el miedo a la muerte es capaz de desviarla de su propósito de impone?' a toda costa los amados ideales, Pero si ese sentimiento es correspondido en forrna justa, el pueblo vuel­ve a olvidar pronto su ciega i?'acundia, y en su luga1' aparece la piedad y la humana ternu'fa, Así fue que, al cabo de unos diez años de destierro, el Gene1'al Reyes pudo ret01'na1' a la pa­tria, ya achacoso y enfermo, Y morir allí sin que memorias odio­sas enturbiaran la paz de sus cansados días , Quien vio en el destierro a hombre tan inteligente y voluntarioso, solo pudo, en calidad de persona neutral, lamentar que aquel caudillo no hu­biera ofrecido al país en el te1'1'eno constitucional toda su capa­cidad de acción, y que terminara p01' ser · vícti?na de una desdi­chada y sedienta ambición de pode1'. El General Reyes era una personalidad nada común, llena de un ardoroso amor pat1'io, y precisaménte la compasión hacia aquel país abatido y sin guía fue lo que le llevó a equivoca1'se en cuanto a los medios elegidos para salvarlo,

Una asamblea nacional convocada para celebmr sesiones extraordinarias, volvió, tras la caída de Reyes, a las circuns­tancias de la normalidad constitucional, en pa'rticula1' a la du­ración imp'rorrogable de cuatro años para el mandato del P1'e­sidente, Como nuevo mandata1'Ío (período de 1910 a 1914) el Congreso eligió a Carlos E , Restrepo, estadista antioqueño de clara mente y de sereno y pondemdo juicio, Dos años de conse­cuente trabajo basta7'on a este Presidente civil para pone?' orden en las finanzas, lo que se alcanzó principalmente por justas pero inexorables medidas en cuanto a la recaudación de impuestos, Restrepo probó que también en Colombia es posible obtener

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r"esultados positivos P01" medio de una sabia y tolerante acción de gobierno. La pena de muerte volvió a ser abolida bajo el mandato de este Pr"esidente; Para la ejecución de 'obras de utili­dad pública, se dio acogida en la legislación a la expropiación de bienes p1"ivados, acción jurídica hasta entonces' desconocida. La elección p1"esidencial debería efectuarse ahora por sufr'agio de todo el pueblo .. La ley electoral fue objeto de enmiendas, si bien todavía dista mucho de la perfección y se halla a falta de amplias innovaciones. Por fin, durante el período presidencial de Restrepo se concluyó con los Estados Unidos el tratado Thompson-Urrutia, el cual constituyó la base para el Últerior arreglo del conflicto de Panamá 1/ en cuyo primer artículo expresaba voluntariamente a Colombia su pesa?" ("since'Y'e re­grets") p01' lo sucedido el año 1903,

Respetado y estimado de todos, Restrepo hizo ent'rega de su Ca1"go, en 1914 al conservad01" José Vicente Concha, que, p01' primera vez en Colombia, trabajó con ~m consejo de ministr"os integ1"ado p01' miembros de los diferentes grupos políticos. So­bre el mandato de este ser"eno 1/ digno Presidente no se puede anota1" nada de especial importancia, pues coincidió con los tiem­pos de la Gran Guerra y, a causa del aislamiento de Colombia, las cuestiones candentes fueron solo de índole económica,. En todo caso, debe mencionarse que Colombia fue uno de los pocos países del mundo que contemplaron desde la neutralidad la ca­tástrofe europea, pues una alta capa social e intelectual con afinidad latina hizo contrapeso a la ger-manofilia del ejército. P01" [01"tuna, no hubo allí bar"cos intentados que, como en otros sitios, pudieran haber suscitado la codicia del país.

Pam el ])e1"íodo pr"esidencial de 1918 a 1922 fue elegido Marco Fidel Suárez. De origen muy modesto, aquel h011tbre de incansable laboriosidad se había ido elevando lentamente hasta alcanza1" la supr"ema dignidad en la jemr"quia de s~¿ país. Pese

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a las grandes dotes políticas que poseía, su prepamción en ma­teria económica era insuficiente para el adecuado gobierno de la nación en ese aspecto. En la última época de su administra­ción, él y dos de los ministros de su gabinete fueron encausados por malversación de fondos públicos. A pesar de 'resulta'r ab­suelto por las cámaras que, lo juzgaron como sup'remo tribunal, el Presidente se separó de su cargo a causa de la pública des­ap1'obación, y murió pobre algunos años más tm'de.

En 1922, tras lm'ga t1'egua pacífica, tuvo luga1' nueva y encarnizada lucha elect01'al, esta vez ent1'e el General Beniamín Herrera, candidato liberal, y el Gene1'al Pedro N el Ospina, can­didato conse1'vad01'. Perdieron los liberales por una pequeña diferencia de votos, diferencia que, según ellos, era atribuíble a la iniusticia de los procedimientos aplicados. A pa1·ti?' de enton­ces se abstuvieron de acudir a las urnas. Resultó, pues, elegido el Geneml Ospina, y S1¿ administración (1922 a 1926) se señaló por muchas obras de valG?' positivo, por lo que cuenta entre las mejores de Colombia durante los últimos decenios. En cuanto a los asuntos económicos, empero, Ospina no tuvo motivos de especial preocupación, pues los ingresos del Estado habían as­cendido pO't aquellos años en f01'ma considerable y continuada. A p'rincipios de esta ad1ninistración, el Senado n01'teamericano aprobó por fin el tratado Thompson-Urrutia sob're 1'egulación de la cuestión del Istmo. Los Estados Unidos, después de expre­sar en dicho tratado, como ya vimos, su "sincere regrets", paga-1'on como indemnización la suma de 25 millones de dólares (en cinco plazos anuales), iniciándose así un nuevo auge económico de Colombia. Sobre este extremo hablaremos en un capít'¿¿lo pos­terior, pues los éxitos económicos de Ospina merecen pondera­ción especial.

El año 1926, y sin que mediara lucha electoral, el General Ospina fue relevado al f1'ente del pode?' ejecutivo por su C01're-

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ligionario conservado?' el doctor Miguel Abadía Méndez, cuyo mandato sigue ejerciéndose en la fecha, y PO?' ello no puede se?' enjuiciado.

Con el pacífico desan'ollo inte?'ior de Colombia avanza pa­?'ejamente su prestigio en el exte?'Íor. Recordemos tan solo que Colombia entró desde un principio y con plena convicción en la Sociedad de las Naciones y que en Ginebm, junto con ot'ros pai­ses suramericanos, pesa señaladamente su palab?'a. Además, como se expuso al tratar de las fronteras del país en el Apéndice al capítulo segundo, Colombia ha propugnado decididamente la solución de los conflictos internacionales por la vía del arbitraje, dando al mundo un gran ejemplo de se'rena t'ransigencia 11 de espíritu de conciliación.

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11. - REVOLUCION

Había llegado el mes de dkiembre del año 1884. Y con él, los viajes de vacaciones. Aquel año quería yo partir para los Estados del Cauca y Antioquia con el fin de pasar allí algunas semanas. En particular al valle del Cauca me lo habían ponde­rado como extraordinariamente fértil y rico y como algo digno de verse. j Ojalá no hubiera emprendido aquel viaje! Pero en Bogotá todo el mundo creía que la crisis política suscitada du­rante el otoño en el Estado de Santander era ya cosa resuelta y que los radicales, poco preparados y mal armados, no iban a cometer la insensatez de lanzarse contra el fuerte poder central y contra un presidente como Rafael Núñez. Mas en los movi­mientos cuyo destino es estallar de pronto con una fuerza ele­mental, todo cálculo humano resulta falto de sentido; en tales casos no son ya los hombres los que definen los acontecimientos.

A mediados de diciembre me encontraba en La Mesa en casa de mis compañeros de viaje. El grupo expedicionario lo componían: el joven estudiante de medicina Abadía, que ya me había acompañado por los Llanos; otro estudiante de igual fa­cultad, Tomás Uribe; un caucano, Inocencia Cucalón, que era poeta y político, y, por último, mi amigo Eugene Hambursin, un muchacho belga que enseñaba en la Escuela de Agronomía de Bogotá. Eugene era, en el fondo, persona de carácter noble

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y muy bondadoso, pero, buen radical en su país, reaccionaba como furioso "comecuras" y, a menudo, desconsiderado crítico de los asuntos internos de Colombia.

Nuestro camino discurrió en primer lugar valle abajo, a la derecha de La Mesa, atravesando los más hermosos prados y palmares. Formábamos un grupo muy divertido. Los estudian­tes y Cucalón co'nvinieron en jugar a la guerra, y como todos iban armados, se dirigían a los indios que caminaban por la poco transitada comarca diciéndoles que avanzaban con el plan de in­surreccionar el Estado del Cauca. Ponían unas caras feroces, ocupaban de cuando en cuando alguna cabaña, se llamaban entre sí -con pomposos títulos de general y coronel y metían miedo a la pobre gente, divirtiéndose de modo maravilloso.

Aquel mismo día pasamos al Alto del Copó, una eminencia rocosa en la última estribación de la cordillera, desde donde se nos ofreció un admirable panorama de la Cordillera Central, que en frente se extendía, sobre el valle del Magdalena, cuyo paisaje recordaba el de los Llanos. Ya al oscurecer descendimos hasta el pueblecillo de Casas Viejas, donde hubimos de repartirnos en diferentes alojamientos para pernoctar. j Cuál no sería nuestro asombro al saber que se nos había ya denunciado como revolu­cionarios y que trataban de reducirnos y tomarnos presos duran­te la noche! Por fortuna, pronto se vio que todo aquello procedía de una broma, broma de la que yo, por cierto, me había abste­nido decididamente cuando vi las trazas que tomaba de conver­tirse en cosa seria. Más tarde nos enteramos de que ya se había telegrafiado al Cauca avisando que llegaban de Bogotá seis ofi­ciales con el propósito de levantar en armas a aquel Estado. A esto había conducido el imprudente juego de mis compai'íeros de viaje.

Al día siguiente continuamos bajando, a través de una co­marca bastante triste, por el ancho y pedregoso lecho del río

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Seco hasta llegar a la aldea de Guataquí, a orillas del Magdalena, donde siglos atrás se habían embarcado los caudillos de España, Quesada, Belalcázar y Federmann. La aldea, azotada por las fiebres y de clima sumamente cálido, ofrece una amarga estampa de desolación. La única ocupación de sus habitantes consiste en transportar al otro lado del río a los escasos viajeros que por allí pasan. Allende el Magdalena, junto a los ranchos de Guata­quicito, descansamos un poco a la sombra de unos sombríos árboles y entre tanto dejamos tomar algún aliento a nuestras caballerías. Eug?me, que presumía de buen conocedor de ganado, hacía mofa de mi mula, "la Mirla", un animal pequeño y debi­lucho. A causa del esfuerzo del paso del río, tenía un aspecto en verdad lamentable, parecía flaquísima y poco menos que in­servible como cabalgadura, cosa en la que el crítico, sin embargo, se equivocaba de medio a medio. Después de atravesar a la tarde, en dirección de Ibagué, la llanura que forma el abierto valle, siendo las cuatro llegamos al pueblecillo de Piedras, cuyas viviendas parecían más limpias y cuidadas que las de otros luga­res y cuyos habitantes nos gustaron también. Como el nombre del pueblo indica, este se halla rodeado de piedras, que son cascote lanzado, sin duda, hasta allí por alguna erupción del volcán Tolima, ahora ya apagado. El año de 1595, otro volcán, el Herveo, cubrió de una masa de fango toda la llanura que va a lo largo de la cordillera. En dicha masa han excavado fácil­mente los ríos los profundos cauces que hoy presentan.

La noche la pasamos en un mísero rancho en medio de los pastos y acostados sobre mesas o en el suelo. A la mañana si­guiente seguimos por la llanura, bajo un calor terrible, sin en­contrar más que algunas pocas ventas y los ranchos de Cuatro Esquinas. Los animales, que durante la noche habían carecido de buen pienso, se sostenían ahora malamente. En cuanto a los viajeros, anotemos que nos vimos precisados a ayunar durante dieciocho horas. Hambursin y otro compañero tuvieron que des-

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montarse y marchar a pie por aquel abrasador terreno arenoso y tan mortificados por la sed, que tumbados boca abajo, llega­ron a beber agua de un charco cenagoso. Entre tanto yo cabal­gaba tranquilamente a lomos de mi despreciada "Mirla" y ade­lantándome entré a Ibagué en las primeras horas de la tarde. Envié dos caballos al encuentro de mis compañeros de correría, que llegaron por fin a eso del anochecer. Los estudiantes que se encontraban allí pasando las vacaciones, habiendo tenido noti­cia del viaje, salieron a caballo a nuestro encuentro, en número de unos veinte, hasta una venta situada como a dos leguas de la pequeña ciudad. En la venta habían dado buena cuenta de todas las provisiones allí existentes, de modo que no encontramos ni un solo huevo para el desayuno. Esta vez tuvo lugar el baile en nuestro honor, organizado por los estudiantes y que se celebró en una de las casas principales de la localidad. Allí tuvimos oca­sión de admirar a las bellezas de Ibagué, muchachas de fina esbeltez y ataviadas con el mejor gusto. La ciudad no desmintió tampoco esta vez su gran atractivo. j Se vive tan gratamente allí !. .. La vida transcurre en medio de una paz idílica. Las gentes son tolerantes y amables, casi incapaces de malas pa­siones.

A pesar de los consejos que nos dieron y a pesar también de la situación política -que se había vuelto amenazadora-, a los tres días nos despedimos de Ibagué para proseguir nuestro viaje. La estación estaba lluviosa e intempestiva y se nos anun­ció que los caminos se encontraban en horrible estado por el paso del Quindío, el que por la Cordillera Central conduce hacia el Cauca. Semejantes profecías habían de cumplirse con creces, pues gastamos cinco días y medio en cubrir una distancia de aproximadamente veinte leguas en línea recta. Pero ya había­mos hecho nuestros preparativos: el equipaje se hallaba dispues­to en petacas, especie de cofres de piel y de forma cuadrada, cuyas dos mitades encajan entre sí; y habíamos alquilado un

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buey que, conducido por su correspondiente peón, SerVIrla para el transporte de los víveres, consistentes estos en arroz, patatas, tasajo, o sea carne seca y cortada en largas tiras -que se cuece, o bien se tritura entre dos piedras para comerla sin otra prepa­ración-, además, huevos, grasa y cacao. El 23 de diciembre se puso en marcha la caravana, acompañada de numerosos estu­diantes de Ibagué, los cuales nos dieron escolta una hora de cami­no. Solo después de muchas despedidas y abrazos y luego de brindar con las talladas cáscaras de coco llenas del inevitable brandy, nos separamos a la vista de la ciudad iluminada por el sol del crepúsculo y ya muy profunda allí abajo entre el verdor del valle. Todavía está viva en mí la escena de cuando alegre­mente ascendimos por el monte y desde una eminencia contem­plamos una vez más el valle del Magdalena y la azul Cordillera Oriental, que ya por mucho tiempo no volveríamos a ver ...

Hacia las seis hicimos alto en El Moral, colonia de una fami­lia antioqueña que hospitalariamente nos preparó una sopa y nos hizo en su casita sitio donde dormir, aunque solo en el suelo fue posible ofrecérnoslo. Hacía ya fresco, pues nos encontrá­bamos a 2.052 metros sobre el nivel del mar.

y esta es la ocasión de describir con algún . detalle las granjas de los antioqueños. El Estado de Antioquia posee la raza más vigorosa, resistente y bella de Colombia, la cual, según leyes sociológicas, es también la que por ser la más fuerte de todas, corporal, intelectual y moralmente, podría ejercer una es­pecie de predominio sobre los demás grupos étnicos del país. Los antioqueños son casi enteramente blancos o blancos por completo, en particular las mujeres, solo el trabajo al aire libre les ha bronceado la piel. A este Estado vinieron muchos espa­ñoles a causa de la gran riqueza de minas de oro. Parece que inmigraron además doscientas familias judías que, pese a haber­se convertido al catolicismo, fueron expulsadas de España, lo

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cual, sin embargo, no ha podido ser probado históricamente. Españoles y criollos se mezclaron, pues, con los indios, que en esta región se habían distinguido por su gran valentía y dieron lugar a un tipo diferenciado, en el cual se acusan con más o menos fuerza cada uno de los elementos integrantes.

El antioqueño es musculoso, esbelto y de talla aventajada; sus facciones son regulares y en general hermosas, particular­mente los ojos y la recta nariz. Le caracteriza su aversión a la pobreza y su marcada afición al lucro y la adquisición de bienes. Por tal razón no es belicoso y se inclina a la neutralidad en los conflictos políticos. Mas no es cobarde, como le atribuyen, por el contrario, sabe batirse bien. Toda vez que entiende lo útil que el saber resulta para progresar y tener éxito, acude de buena gana a la escuela. Y, como es inteligente, es también, por lo común, más instruído que la mayor parte de los habitantes de los otros Estados. En la Universidad Nacional, los mejores talen­tos eran en su mayoría gentes de esa raza. El antioqueño es muy trabajador y nada exigente ni pretencioso. Aunque católico ferviente, tiene -dice Emiro Kastos, antioqueño él mismo­la energía y el amor al trabajo propio de los pueblos protes­tantes. Sus profesiones principales son la minería y las faenas del campo. En cuanto a este último trabajo, el antioqueño es el perfecto granjero que no omite esfuerzo alguno en la tala de selva virgen y que gusta, incluso, de esa tarea, pues ella le brinda la posibilidad de una nueva plantación. Y sigue incesan­temente en busca de nuevas tierras. Es el "yankee" de este país. Casi siempre se desplaza de un lado a otro; se ven familias enteras que, a pie, tratan de dar con un lugar propicio donde establecerse. Al antioqueño se le encuentra en todos los Estados de la república y también muy a menudo en el extranjero. Canta y toca la guitarra, tiene en alta estima a sus poetas, cuyas más bellas canciones suele saber de memoria. Como minero y en ge­neral, como hombre codicioso de ganancias, siente pasión por

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el juego. También, con OcaSlOll de algún festejo o solemnidad, rinde culto al licor y en estado de obcecación cae en el delito. No son raras las contiendas a golpes ni las riñas con afiladas navajas barberas, en las que se trata de marcar la cara al adver­sario.

El antioqueño es un verdadero positivista; "Ubi bene, ibi patria" es su divisa. Pero siempre sigue siendo antioqueño y en lo posible conserva el estilo patriarcal. Su vida familiar es ejemplo de perfección y las mujeres son muy virtuosas; viven retiradas como monjas y trabajan incesantemente. En el campo las muchachas van descalzas, por lo cual sus pies son algo gran­des; por lo demás, todo su cuerpo presenta, en general, una bella armonía de proporciones. La familia antioqueña tiene muchos hijos, casi siempre unos doce, pero hay casos en que la prole asciende a treinta y aún más, de tal manera que a veces es difícil distinguir entre sí la madre y la hija mayor. En las sierras del Paso del Quindío viven más de seis mil antioqueños. Después de haber talado el bosque y luego de plantar maíz o sembrar trébol, levantan pequeñas casetas de bambú, que cubren con placas de madera de cedro o nogal. Crían vacas y de manera especial cerdos; hacen queso y melaza y llevan sus productos a los mercados de los lugares vecinos pertenecientes a otros Es­tados, que no podrían pasar sin ellos. En las casitas a que nos hemos referido, todo se halla muy limpio, pero su característica es también la suma sencillez.

Nuestra segunda jornada amaneció lluviosa y turbia. No habíamos avanzado todavía mucho cuando en una depresión del terreno nos hallamos con tan mal camino que el cabalgar resul­taba cosa verdaderamente arriesgada. Profundos surcos (barrea­k-s) cruzaban el camino unos junto a otros con desesperante regularidad; las elevaciones intermedias formaban una especie de almohadas paralelas. El animal lograba salir de una zanja, subía

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un escalón y se chapuzaba en un charco. Yo me apeé y preferí llevar a mi mula "Mirla" por delante. Hice bien, porque poco rato después la mula que montaba mi colega EugEme se hundió en un pozo de barro de tal profundidad que solo asomaba la cabeza de la pobre bestia. El jinete pudo saltar sobre dos ribazos laterales. Nos costó mucho tiempo, en aquel terreno tan empina­do, sacar del atasco al animal y al terminar la operación pare­cíamos auténticos poceros. Así se apeó, pues, mi colega y luego un tercero; seguimos caminando, pero j qué desfile ... ! Los pan­talones nos los arremangamos por encima de la rodilla y nos calzamos una especie de sandalias con las que el pie desnudo pisaba más ligeramente. Como la lluvia caía de modo torrencial, nos pusimos nuestros grandes abrigos de viaje, cuyos bordes 1Iegaban casi al suelo. Ahora podíamos considerar si tuvo razón Emiro Kastos al escribir: "El Quindío como camino, como carre­tera nacional, es algo que no tiene nombre". Por lo demás, nos consolamos con el famoso ejemplo de A. von Humboldt, que en el año 1801 anduvo a pie por estas tierras haciéndose llevar a es­paldas de indios en algunos trechos de la ruta. En el año 1827, Boussingault pasó también por aquÍ. Las observaciones de estos dos sabios son todavía fundamentales.

Alegres y risueños, pese a todos los infortunios, avanzá­bamos chapoteando en el fango, fumando y charlando. Uno contó la historia de aquel viajero que pasando a caballo junto a un charco, vio flotar en este un sombrero. Ordenó a su criado que lo recogiese y cuando el servidor fue a tomarlo del agua, detrás del sombrero salió además una cabeza. Este pertenecía a otro viajero que allí se hallaba hundido. Luego de expresar su reco­nocimiento por la amable atención que le habían dispensado, dijo: -"Ayúdenme, por favor, a sacar también a mi mula, que Está aquí abajo". Y, en efecto, sacaron también a la mula.

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j Qué fácil sería, sobre suelo tan firme, hacer aquí un buen camino! Bastaría con cortar, desde una distancia de algunos pasos de la actual vía de tránsito, la frondosidad que impide el paso del sol y la ruta resultaría practicable. Esto es lo que, con éxito han hecho a unas leguas de Ibagué, pero la tropa que allí se empleó fue pronto retirada. Se le había encontrado una aplicación "más útil". La vegetación penetra tanto en el camino, que solo el buey, con su andar poderoso y constante, puede avan­zar por debajo, acreditándose de nuevo como magnífica bestia de carga. Pero i ay del que ose acercarse demasiado a la linde del camino! Eugene, al tercer día de viaje, fue atrapado por una liana que se le enroscó al cuello y de tal modo que no podía seguir adelante. Por fortuna, consiguió detener a su mula, hasta que el peón, sirviéndose del machete, le libró de la aho­gadora planta.

Por Mediación y por las quebradas de Buenavista y Agua­caliente, atravesamos un abrupto y hueco desfiladero de rocas hasta llegar a Machín y al valle del río San Juan, uno de los afluentes del Coello. No vimos nada de las fuentes sulfurosas y termales, que tienen su origen en el macizo del Tolima y poco o nada de las palmas productoras de cera (Ceroxilon), substan­cia que se aprovecha en la fabricación de cerillas. La lluvia nos impedía contemplar la Naturaleza. Solo un interesante encuen­tro tuvimos: el del correo. Algunas mulas, con pesadas cargas sobre sus lomos, avanzaban en dirección contraria a la nuestra y solo como una media hora más tarde apareció la escolta de los arrieros, algunos de los cuales traían trabucos y carabinas de las que se disparan con yesca; tan grande es la seguridad por estos caminos. Podrían transportarse miles de dólares sin que se produjera asalto ni robo alguno. A mi pregunta de si aquellas armas irían cargadas, me contestaron los hombres del correo: -"N o, ¿ y para qué?" Más de un país europeo podría envidiar aquel paso en punto a seguridad y confianza.

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En Machín pensábamos pasar la Nochebuena. Ante nuestra insistencia, el patrón se decidió a organizar allí un "baile". Hizo avisar, pues, a algunos de los músicos de los contornos para que vinieran con una guitarra, un tiple y una especie de pandero, comunicando también a los granjeros vecinos, que vivían muy diseminados por la comarca, la buena noticia de la fiesta. Des­pués de tomar una modesta cena, a eso de las nueve, iniciose la danza en un angosto cuartito. Cuatro muchachas se hallaban acurrucadas en el suelo. Los músicos estaban arrogantemente sentados sobre unos cajones. A la luz de algunas bujías de sebo se empezó a bailar un bambuco. Solo danzaba una pareja, pero lo hacía con toda el alma. No bailaban agarrados, sino girando en forma parecida a la de una contradanza, acercándose, reti­rándose, unas veces con pasión, otras con graciosos dengues. La mujer tiene una mano apoyada en la cintura y sus pasos describen la figura de un ocho sin dar la espalda al hombre en ningún momento. Su elegante cuerpo se delínea marcadamente dentro del sencillo vestido. Alternativamente se cantaban can­ciocillas populares y al propio tiempo se hacían frecuentes hono­res al anisado. Yo hube de bailar una vez con la mujer del patrón, según las reglas de la hospitalidad. Hacia las diez de la noche me retiré de la fiesta y dormí magníficamente. Mis compañeros, que se habían retirado antes, no pudieron dormir y ya después de la medianoche, decidieron seguir bailando. Al amanecer, según costumbre, la fiesta acabó con una buena paliza que algunos de los asistentes se propinaron en el patio. Hasta que el frío de la mañana fue devolviendo a los borrachos el buen sentido.

El día de Navidad fue, si cabe, más lluvioso que el anterior. Cruzamos el río San Juan, que iba bastante crecido y pasamos por Toche (2.010 metros de altitud) y por Las Cruces, y luego, siempre por terreno pedregoso y difícil, subimos hasta Gallegos (2.659 metros) , a donde llegamos a las tres de la tarde. Había-

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mos caminado casi nueve horas a pie y solo habíamos cubierto una distancia de unas cuatro leguas. En Gallegos tuvimos que prepararnos la comida nosotros mismos y secarnos de la moja­dura. La consabida sopa de arroz con algo de patata, el trozo de carne seca y luego cocida y unos huevos fritos, constituyeron el ya invariable menú. Lo mejor era siempre la taza de choco­late, que, por medio del llamado molinillo, una varilla de madera tallada que se gira entre ambas manos, forma sobre el líquido una capa de espuma grisácea. Pero esta bebida solía estar tan azucarada y diluída con panela, que muchas veces desentíamos si se trataba de agua de azúcar o de cacao. Exquisito sabía a continuación un trago de agua fresca de algún manantial. Como extraordinario, nos permitíamos tomar alguna vez un sabroso bocadillo, o sea compota dura de frutas cortada en trocitos cua­drangulares.

El día siguiente avanzamos entre magníficos, aunque ya no muy tupidos palmares, pasamos por Las Cejas y llegamos a lo más alto del paso del Quindío, el llamado Boquerón, a 3.485 metros sobre el nivel del mar, a cuyo flanco izquierdo se levanta la misma cumbre nevada del Quindío (5.150 metros). Soberbia, casi tanto como el panorama de los Llanos, se abre aquí la pers­pectiva del valle del Cauca. Aparece como una extensión inmensa cubierta de negros y sombríos bosques, donde solo algunos pocos ríos han excavado sus lechos. En la lejanía, formando la rampa del valle, álzase la Cordillera Occidental, uniforme y de un color negro azulenco. Este agreste cuadro podría calificarse cierta­mente de adusto y grave, a no tenderse sobre él aquel cielo único, que parece superar en mucho al de Italia por su rutilante azul y su limpia claridad.

En rápida subida, por un resbaladizo suelo de arcilla roja, llegamos a la pequeña ciudad de Salento. La superior categoría de la población se hacía ya notar por la existencia de telégrafo

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y de farmacia. Bajamos luego hacia el río Boquia, en cuya proxi­midad encontramos buen asilo nocturno en casa de un antio­queño. De' este encantador y verde valle debimos salir a la maña­na siguiente por el Alto del Roble (2.080 metros). Durante varias horas habían luchado hasta allí con el terrible camino nuestras pobres cabalgaduras, sucias ya hasta los ollares. Era un terreno de bosque, arcilloso e inundado. Por el medio día llegamos a Finlandia, una aldea recién fundada y en la que solo 2ntioqueños se habían establecido. Era día de mercado y de misa. La plaza se veía enteramente llena de gente de la nueva colonia, que charlaban sin tregua, interrumpiéndose tan solo para arrodillarse en el momento de alzar. La música eclesiástica era horrible. Un quejumbroso clarinete y una trompeta suspiraban de continuo los mismos compases.

Sopa de maíz, pan de maíz (arepas) y hasta un trozo de pan, amén de los fríjoles y la carne de cerdo, platos habituales de la gente de Antioquia, nos compensaron debidamente de las pasadas fatigas. y a la tarde seguimos el viaje, ahora ya sobre terreno seco, a través de unos bosques magníficos de enormes bambúes y ante los limpios y graciosos ranchitos de los antio­queños. En todas partes obteníamos, por poco precio, leche o pan de maíz.

El Quindío propiamente dicho quedaba a nuestra espalda. El Paso es tan sano, tan puro el aire, que raramente acontece que enferme algún viajero; muchos llegan a afirmar haberse curado allí de dolencias y malestares, lo que en todo caso es atribuíble al mayor ejercicio.

El 28 de diciembre llegamos por fin, después de tres horas de cabalgada, al río La Vieja, que tiene allí 100 metros de anchu­ra. Lo alcanzamos en el lugar llamado "Piedra de Moler" (994 metros de altitud). En la orilla opuesta se veía una casita para el barquero. Del valle del Cauea propiamente dicho nos separaba

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todavía una cadena montañosa de bastante elevación. Justamente de aquellas alturas vimos bajar un grupo de unos veinte jinetes y amazonas que ya de lejos nos hacían señales de saludo. Eran los amigos y parientes de Abadía que salían a nuestro encuentro con el propósito de ofrecernos digno recibimiento y acogida. A nosotros, sucios y mal vestidos expedicionarios, con las claras señales de casi seis días de azarosa marcha, la comitiva que se acercaba nos pareció un cortejo de hadas y de príncipes salidos de las "Mil y una noches". Cuando llegamos a la otra ribera nos impresionó hal1arnos en tan espléndido ambiente, rodeados de tanta civilización y casi no tuvimos palabras para corresponder a la cordial salutación que se nos dispensaba. Sentados sobre la yerba tomamos el desayuno traído por nuestros amigos, que tuvo su buen acompañamiento de vino y hasta algo de champaña. Luego se nos invitó a montar aquellos fogosos y rápidos corceles del Cauca, tan elegantes en el paso de andadura; en seguida, casi sin saber cómo, nos encontramos en la altura de Santa Bárbara, célebre por una victoriosa batalla librada allí por el general liberal Santos Gutiérrez contra los conservadores el año de 1861. Desde aquella cresta se tiene una bellísima vista de la pequeña ciudad de Cartago (989 metros de altitud), situada en medio de prados verdes como la esmeralda entre plátanos y pal­meras y reclinada junto al ondulante río La Vieja, que aquí se ha liberado totalmente de la cordillera y corre a reunirse al Cauca, del que todavía le separa una legua.

Cartago, fundada en 1540 a orillas de otro río, hasta fines del siglo XIX no se estableció en el lugar que hoy ocupa. Esta pequeña ciudad no tiene nada extraordinario. Sus cal1es están trazadas a cordel y empedradas de guijarro puntiagudo, impre­sión esta última que conservo vivamente en el recuerdo, pues a consecuencia de las niguas tenía los pies muy sensibles. La plaza mayor es amplia y cuadrada; sus dos iglesias, insignificantes. En un viejo convento, San Francisco, se hallaba establecido un

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colegio para muchachos. El clima es ya bastante cálido -con una temperatura media de 24 grados-, pero el lenitivo lo ofrece el baño en el río La Vieja. De este caudal se saca también el agua para la ciudad y ello no se hace con tinas o cubos, sino con largas cañas de bambú a las que se han cortado dos o tres seg­mentos.

En Cartago la familia Abadía nos acogió con hospitalidad verdaderamente árabe, o sea en la forma que es proverbial en el Cauca. Particular gusto encontrábamos en los cigarros puros que con finos dedos liaban especialmente para nosotros las hijas de la casa. Era un excelente tabaco, que se cría allí cerca. Duran­te la operación que he dicho charlábamos con las muchachas. Ellas nos entregaban con una graciosa sonrisa el cigarro recién fabricado.

Ingrato había de ser el despertar de aquellas horas idílicas. El día de Año Viejo por la tarde desfiló por las calles algo que llamaban "música" y un hombre leía con sonora voz un pregón en el que declaraba el estado de guerra en el municipio del Quin­día, cuya cabeza era Cartago. Parece que del Norte de la repú­blica y de Bogotá habían llegado noticias inquietantes y que el presidente Núñez había implantado en todo el país el estado de excepción. No podíamos creer en una verdadera revolución y decidimos proseguir nuestro viaje valle arriba hasta Cali y luego, si era posible, a Popayán, para bajar luego hasta el Océano Pa­cífico, a Buenaventura. Solicitamos pasaportes y el joven Aba­día, Eugime y yo partimos alegremente el 3 de enero de 1885 por una región de colinas frondosas y tupidos bosques de bambú.

El valle del Cauca está enmarcado por las cordilleras Occi­dental y Central. El Cauca, principal afluente del Magdalena, con un curso de doscientas setenta leguas de longitud, algo más arriba no pasa de ser un torrente de montaña; pero de Cali a Cartago, en un trecho de unas veinte leguas, el valle se abre

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hasta alcanzar una anchura de ocho leguas aproximadamente. En este trayecto el río es navegable para pequeños vapores, que se transportan desarmados desde el Océano Pacífico. Pero luego las cordilleras van comprimiendo más y más el río y este, al llegar al Estado de Antioquia, se ve obligado a descender desde un nivel de unos 1.000 metros hasta las bajas sabanas de la región litoral, de modo que su corriente se vuelve impetuosísima, forma saltos y hace con ello imposible la navegación. El valle del Cauca no es por igual fértil en todas sus partes. Algunas regio­nes, a causa de la deforestación y también por su estructura geológica, son secas y arenosas; otras se inundan y forman lagu­nas de hasta dos metros de profundidad, lo que las hace entera­mente insalubres por razón de las fiebres. Pero otras regiones, en particular las que distan de media a una legua del río, ya algo hacia la altura y que tienen una gruesa capa de humus, proporcionan al hombre todo cuanto puede crecer en la Zona Tórrida, ello en gran abundancia. Allí se encuentran la mayor parte de las colonias, en tanto que las tierras de las salientes ffi(,ntañas están casi sin cultivar. Existe, pues, un gran parecido entre el valle del Cauca y los Llanos. Aquí, como allí, se queman las resecas sabanas, se cría mucho ganado y se practica con provecho la pesquería. Se halla igual clase de ranchos y granjas o hatos, rodeados de frutales y de grandes guaduas que mecen sus largas hojas en el viento. Se ven también las mismas casas de campo en medio de álamos y de yerba que alcanza la altura de nuestros cereales europeos y es tan espesa y uniforme que parece la hubieran recortado por arriba. Un cielo hermosísimo se tiende sobre este valle de bendición. A la llegada de los con­quistadores, vivía aquí un millón de aborígenes; la actual pobla­ción apenas llega a la mitad, pues la viruela y el sarampión y de otro lado las incesantes guerras civiles, han costado muchas vidas. La población se halla mezcladísima, pues aquí habitan las tres razas; pero hay regiones donde los negros son mayoría,

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mientras que los indios propiamente dichos se han retirado ya hace mucho tiempo de las partes muy densamente pobladas del valle principal, de manera que son mucho más frecuentes las distintas matizaciones de procedencia blanca y negra.

En general, el caucano es inteligente y no le faltan dotes creadoras. En circunstancias normales es pacífico y tolerante, además de comedido y bondadoso, pero cae con facilidad en un apasionamiento que no se iguala en ninguna otra región de la república. En cuanto a su religión y sus convicciones políticas es del más ardiente fervor y lo sacrifica todo, familia, vida, ha­cienda, para lograr la victoria. Por ello, en toda acción de resis­tencia interviene el caucano de forma cruel y destructiva, sin detenerse ante nada. Aquí está el foco de las revoluciones; aquÍ, de ordinario, su último reducto. El Cauca da el principal contin­gente de luchadores en todos los choques sangrientos y los más de los combates se libran con tenacidad y heroísmo dignos de mejor causa. Casi todas las gentes son aquí del temple de su paisano J. H. López, quien, tomado preso por los españoles y llevado al cadalso, lio un cigarrillo con toda tranquilidad ante su sentencia de muerte. (En el último momento se salvó y llegó a ser con el tiempo un famoso presidente liberal). Si a las luchas políticas se agrega aún la lucha de razas en la que los negros, liberados solo desde hace cuatro décadas, desahogan su odio con­tra el blanco, resulta que el Cauca es el escenario de la más fiera crueldad; y lo será de la desolación.

Cabe, pues, resumir así el juicio sobre esta región: El Cauca es una tierra donde fluyen la leche y la miel; mayor todavía sería su bendición si los negros trabajaran más, si las gentes todas se entregaran menos al dolce far ni ente y cultivaran 8US

campos con más esmero, si la Naturaleza no fuera tan generosa con el hombre facilitándole casi por sí misma todo lo necesario, si hubiera, en fin, vías de comunicación por medio de las cuales

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se pudieran intercambiar más rápidamente los productos y lle­varlos a otros países. El Cauca sería entonces un paraíso y acaso no dejarían de tener razón los sociólogos que han calculado en veinte millones (André dice cincuenta millones) la futura pobla­ción de este valle. Pero en la guerra, en la revolución este paraíso se convierte en infierno, en palestra de todas las pasiones y asien­to de toda barbarie. Las gentes amables y bondadosas se vuelven tigres. Su furia es tan grande, que llega al ridículo. En una alocución a los liberales tronaba un orador de este modo: era necesario dar tan duro a los conservadores, que de sus dientes se pudiera hacer una columna conmemorativa. Casi por todas partes se encuentran huellas de ruda devastación y las heridas de las guerras civiles no han cicatrizado todavía. De esto nos damos cuenta ya la noche de nuestra primera escala, alojados por el señor Rentería, un conservador cuya magnífica hacienda fue incendiada el año 1877. Le mataron el ganado, sin utilizar para nada la carne y le arrasaron de tal modo los pastos, que al cabo de ocho años no había conseguido alcanzar el nivel ante­rior de sus bienes y desarrollo. ¿ N o se malogra de esa manera todo espíritu emprendedor? N o es por libre convicción por lo que la mayoría militan en este o en el otro partido, sino porque en uno de ellos tienen que vengar algún hecho de atrocidad. A éste le han matado el padre, al de más allá se le llevaron un hermano, a un tercero le ultrajaron madre y hermanas; en la próxima revolución han de vengar las afrentas. Así ocurre que entre los conservadores encontramos gente librepensadora y en­tre los liberales, católicos fanáticos. Cada cual se rige por la ley de la venganza de sangre.

La primera prueba de que había estallado una revolución se nos ofreció en el pueblecillo de Victoria, cuya población mas­culina se agrupa íntegramente en las guerras en una temida tropa conservadora de caballería. Pasando por una deliciosa saba­na, vimos cabalgar hacia nosotros un grupo de aquellos lanceros.

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Como yo iba en cabeza de nuestra expedición, me hallé, no se cómo, en medio de los revolucionarios. Un señor de entre ellos se dirigió a mí afablemente. Al reunírsenos los de mi grupo, reconocieron en él a un exsenador y general de Antioquia. Este se había propuesto pasarse a pie desde el Cauca a territorio an­tioqueño para hacerse cargo de un alto mando en su Estado. Aquellos jinetes lo habían atrapado en la cordillera y ahora lo conducían a Cartago en condición de prisionero. Ya la circuns­tancia de que este radical nos hubiese saludado nos hizo sospe­chosos de Cartago en adelante.

La suerte de tales prisioneros no era, en modo alguno, envi­diable. Según como se iban produciendo los movimientos de tro­pas, a la primera alarma se los llevaba de uno a otro lugar, a veces humanamente tratados, a veces con pocas consideraciones. Cuando más tarde, en Cartago, llevamos a ese general cigarros puros y algunos alimentos, tuvimos oportunidad de ver por den­tro su prisión. En un angosto cuarto se hacinaban como quince hombres; no hubieran podido estar tendidos todos a un tiempo en el suelo de aquel calabozo. Esto, en tierra caliente, con un tiempo abrasador. Olía allí horriblemente. No es de extrañar que tales presos políticos se dedicaran a madurar planes sinies­tros. No obstante, el trato que se les daba era incomparable­mente mejor que el de antes, pues del jefe ultramontano Julio Arboleda se oye contar a menudo que había mandado fusilar prisioneros para no verse en la necesidad de darles "el pienso" diario. Por hombres de entera veracidad se me relató también con frecuencia que a ciertos prisioneros ricos a los que se trata de forzar al pago de multas en metálico se les da de comer en la prisión, pero se les niega la bebida, con lo cual al cabo de dos o tres días no tienen más remedio que ceder. En la revolución de 1860, según referencia del abate francés Saffrey en Tour du Monde -Saffrey acompañó personalmente a Arboleda-, se dejó

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morir de inanición a algunos prisioneros y luego se tenía a los cadáveres durante algunos días, encadenados junto a los presos que <iuedaban vivos.

No atreviéndonos a cruzar con las caballerías el movedizo puente de bambú sobre el río La Paila -paso previsto, por 10 demás, solo para peatones- cruzamos por un vado y seguimos luego a través del bosque de Morillo, que en tiempos se conside­raba lleno de ladrones. Hoy día existe completa seguridad en todo el Cauca. La familia Uribe, a la que pertenecía uno de los estudiantes de medicina, nuestro camarada de viaje, posee en un bosque una granja a la que de mañana y a la noche acudía el ganado. Allá disfrutamos durante un día aquel estilo de vida campestre. Las casitas eran también extremadamente pulcras y en su bello arreglo se advertía delicadeza de manos femeninas. El viejo señor Uribe, a pesar de sus setenta años, era un deno­dado e incansable trabajador.

Después de este intervalo y con un calor pavoroso, prose­guimos valle arriba, atravesando ora regiones secas, ora tierras de gran fertilidad. Dejábamos atrás miserables, tristes y sucias cabañas; y así, por Bugalagrande, San Vicente y Tuluá, avan­zábamos hacia Buga. Entre los dos últimos lugares y sobre ver­des y pintorescas colinas, se ve a la izquierda del camino el cam­po de batalla de Los Chancos, donde el general Trujillo venció en el año de 1876 al ejército de antioqueños -fuerza cansada, pero que numéricamente doblaba a la suya propia- que había irrumpido en el Estado del Cauca. Nos llamó la atención lo aban­donados que se hallaban todos los caminos y las pocas mulas que encontrábamos. Por lo demás, el camino principal debe de ser muy malo en época de lluvias; puentes no se ve por aquí ni uno. Una plaga está asolando el Cauca desde hace algunos años: la plaga de la langosta. Esta devora enteramente campos

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y setos y se amontona en enjambres por los caminos. Aunque uno se lance a caballo sobre estas saltadoras masas no se llega a aplastar más que unos pocos insectos.

Buga (1.001 metros de altitud, 24 grados de temperatura media) se fundó en 1575. Fue y es un lugar con muchos conven­tos e iglesias, auténtica ciudad española bronca y antipática. El hotel era malísimo ... , pero caro; las camas, cuyas ropas habían servido a otros muchos antes que a nosotros, estaban llenas de bichos.

No lejos de la pequeña localidad nos alcanzó un jinete a galope y quiso examinar nuestros pasaportes, que ya habíamos hecho visar convenientemente. Nos miró con suma desconfianza. No pudimos siquiera preguntar quién era aquel que se arrogaba E:l derecho de hacernos detener en el camino, pues ello hubiera sido todavía más sospechoso. Tocamos en el lugar de Sonso y por su vasta llanura cabalgamos hasta la bella aldea de Cerrito. Por el camino disfrutamos de la delicia de los bosques, su poesía, sus aromas. Corrían por ellos cristalinos arroyos, como el Zaba­leta, sombreado por árboles gigantescos, arbustos y maleza. Ya teníamos ante nosotros aquellos soberbios paisajes caucanos que tan admirablemente describe Jorge Isaacs en su conmovedora novela María; nos encontrábamos en el verdadero escenario de su narración, cuyas idealizadas figuras parecían tomar aquí for­ma tangible.

Desde Cerrito el camino tuerce a la derecha hacia el río Cauca, a cuyo encuentro galopamos durante más de una hora para llegar antes de la puesta del sol a la barca que cruza el río por La Torre, cosa que, en efecto, logramos. Una gran balsa, en la que se podía entrar cómodamente a caballo, atraviesa aquí la ancha corriente, de un amarillento sucio, encajada entre tupi­dos bosques. En la otra ribera dormimos aquella noche en un ranchito, sobre un suelo hecho de caña de bambú triturada.

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El día 9 de enero, después de ocho horas de caballo, llega­mos a Cali, capital del Cauca y su máxima plaza comercial. De lejos Cali ofrece el aspecto de una ciudad mora o judía. Un combo puente de piedra lleva, sobre el río del mismo nombre, h~,sta las enjalbegadas casas de la ciudad, sobre las que se yerguen las cúpulas de dos iglesias. Alzase a la derecha, de modo bastante abrupto, la Cordillera Occidental, que forma una serie de des­nudas sierras parecidas a las pirenaicas; pero en el propio valle, las palmas circundan el caserío. Todo esto, bajo un cielo mara­villoso, crea la pintoresca hermosura de la estampa de Cali. La ciudad fue fundada en 1536. Su temperatura media es de 22 grados y se halla expuesta a los vientos de la cordillera. Cali posee diversos centros de enseñanza secundaria, testimonio de la actividad cultural de la población que ha dado ya al país varias personalidades ilustres. La principal importancia de Cali como gran centro comercial está en su facilidad de acceso desde el cercano litoral pacífico.

En Cali visité a diferentes personas para las que llevaba recomendaciones, gentes unas conservadoras y otras liberales. Como ciudad se hallaba en manos de los independientes, algunos liberales estaban ya escondidos. Nuestra visita a los señores Gaviria, los comerciantes más fuertes del Valle y radicales acé­rrimos, despertó el recelo de la gente, de lo cual no tuve entonces la menor idea. Aparte frases consabidas y lugares comunes, no despegábamos los la bios para hablar de política, ni siquiera había ocasión de hacerlo, pues yo evitaba sistemáticamente ese objeto de conversación. Tanto el Comandante de la plaza (un médico), como los señores Gaviria, me trataban con la máxima gentileza y atención, pero con la desconfianza que es habitual en el país. En las calles gritaban a mi espalda: "¡ Ahí va el enviado de Bogotá!" Los conservadores no me devolvieron la visita, de modo que empecé a barruntar algo malo e insistí a

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mis despreocupados compaüeros de viaje para abreviar la estan­cia en Cali y renunciar al resto de la planeada expedición valle arriba o hasta el Pacífico.

Al tercer día, antes de las seis de la maüana y bajo los naranjos del patio del hotel, montamos en nuestras caballerías y nos encaminamos al río Cauca, que corre por la llanura como a media legua de allí. Mis compañeros parecían querer poner a prueba mi paciencia y ya en un último extremo; tan lenta y cansinamente cabalgaban tras de mí. Respiré por fin cuando una balsa nos transportó al otro lado del Cauca yeso que en la opuesta orilla había soldados. Me sentí salvado de un descono­cido riesgo. . . y en verdad que el riesgo había existido. Tres horas después de nuestra marcha, a las nueve de la mañana, fueron detenidos los señores Gaviria y encerrados por varios días como radicales sospechas, en una estrecha celda de la prisión. Más tarde supe que, telegráficamente, se había dado también una orden de detención contra mí; la orden venía de Popayán, capital del Estado del Cauca, se fundaba en la creencia de que yo había llevado de Bogotá a los radicales de Cali importantes despachos del comité de su partido. Nada habría aprovechado encarecer por todos los medios mi inocencia y Dios sabe por cuánto tiempo las autoridales locales me habrían encarcelado. Anótese, sin embargo, en disculpa de aquella gente, que nuestro viaje valle arriba era una imprudencia, dada la situación reinan­te, pues resultaba fácil suponer cualquier fin oculto y no creer se tratara de un simple viaje de vacaciones. Precisamente en el Cauca hubo extranjeros que tomaron parte en las guerras civiles. Hay que tener presente además que la Universidad Na­cional era muy odiada entre los clericales y que las doctrinas extendidas por ese centro habían sido objeto de muy rudos ata­ques durante los últimos meses.

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Sin ser molestados seguimos nuestro viaje. La gente tenía quehaceres más importantes que andar en mi persecución; de­bían, sobre todo, pertrecharse para el temporal que se avecinaba. Cuando al medio día llegamos a la pequeña ciudad de Palmira, antes célebre por su "tabaco oloroso", dos batallones de soldados, casi todos negros de feroces ojos, se dirigían hacia Buga con banderas desplegadas. Algunos gritaban: "¡ Viva el gobierno legítimo !", mas, en general, el entusiasmo de la tropa no parecía ser muy grande. Iban mal armados, pero marchaban con orgullo. Por lo común estos batallones de negros, con su soldadesca sen­sual, desconfiada, indolente, pero al propio tiempo fanática y tenaz, son el horror de las gentes de bien. Mas no debo ocultar que precisamente en la revolución hice conocimiento con algunos oficiales negros que me inspiraron verdadera estimación por su comportamiento sereno y su actitud de viril y digno orgullo.

Pasamos la noche en una grande y solitaria hacienda, pro­piedad de un conservador, al que íbamos recomendados; recuerdo una discusión en la cual nuestro patrón defendió el criterio de que el deber de la hospitalidad debía cumplirse como cosa sagra­da, aún tratándose de un asesino. Al día siguiente por la tarde entramos a Buga, al tiempo que lo hacía también un escuadrón de lanceros. Estos lanceros eran hacendados de la comarca y su único distintivo consistía en una cinta verde rodeando el som­brero de paja. Llevaban carabinas en bandolera; algunos traían sable. Todos, sujeta al estribo derecho, portaban además la lan­za, que los guerreros de allí saben manejar con terrible destreza. Eran tipos de un aspecto osado y feroz que no hacía esperar nada bueno.

Apenas habíamos llegado a Buga cuando -según noticia que nos llegó el 12 de enero- los radicales se habían insurrec­cionado en la vecina localidad de Tuluá, a tres leguas de camino; habían asaltado de noche los cuarteles de los conservadores, ma-

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tando a más de cincuenta personas y cometiendo en las mujeres indecibles infamias. Con ello se nos retrasó la continuación del viaje y tuvimos que pasar dos días en el malhadado hotel de Buga.

A la mañana siguiente, era un domingo, casi toda la guar­nición de la plaza partió a luchar con los rebeldes. El día trans­currió en medio de medrosa espera. A la tarde llegó por fin la noticia de que Tuluá había sido tomada al mediodía, dispersán­dose a los insurrectos. Dijeron que dos jóvenes de Buga habían sido muertos cuando, arrogantes y quizá un poco bebidos, se precipitaron a galope en la plaza de Tuluá sin esperar al resto del "ejército". Libre de nuevo el camino, me encargué de hacer a la mañana siguiente, en nombre de mis compañeros, la diligen­cia precisa para el visado de nuestros pases, formalidad que había que cumplir en cada localidad donde nos deteníamos. Casi una hora me hicieron esperar sin motivo alguno, hasta que el go­bernador, un político veterano, puso su firma, titubeando, en el documento. Hacia el medio día continuamos la marcha. Mis dos compañeros de viaje cometieron la imprudencia de salir a galope. Se nos detuvo en una de las primeras esquinas y se nos cerró el paso. En un instante nos vimos rodeados de fuerza. Yo pre­senté los pasaportes y nos dejaron marchar. Nos regocijábamos, ya fuel.'a de la ciudad, de haber podido escapar a aquella gente, cuando un jinete nos alcanzó al galope con la orden de que le siguiéramos para presentarnos al alcalde. Fue inútil toda resis­tencia, aunque el alcalde no tenía nada que ver con nuestros pasaportes. En extraña disposición de ánimo volvimos grupas hacia la ciudad. En una de sus calles nos rodeó una muchedumbre hostil. Nunca olvidaré aquellos rostros patibularios de negros y seminegros que nos hacían corro y nos insultaban a media voz. Uno de los más resolutos, en cuya frente estaba grabada la falsa delación como un estigma de Caín, gritó entonces: "Conoz­co bien a estos tres señores; estaban ayer en Tuluá, j y han pe-

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leado con los radicales contra nosotros!" Abadía respondió al hombre aquel y se desesperó tratando de demostrar nuestra inocencia. El patrón en cuya casa habíamos estado el día ante­rior no se atrevió a declarar que no habíamos puesto el pie fuera de Buga; tan intimidado se hallaba. Yo me harté, al fin, de todo aquello y salí a caballo preguntando por el gobernador. En una calle me encontré con él. La chusma me seguía. "¿ Este es el respeto que inspira su firma -dije al anciano-, que se nos oetiene aquí y se nos prohibe seguir libremente nuestro camino? ¿ Qué tiene que ver el alcalde con nuestro pasaporte?" Yo me referí a varios señores ' de Buga que nos conocían bien y sabían que 'éramos extranjeros, profesores contratados por el gobierno y ajenos a la política. Los mismos señores a los que yo había ofrecido y prestado servicio llevando a Bogotá para sus hijos pe­sadas remesas de dinero en plata, se desentendieron ahora tími­damente; ninguno quería responder como testigo. j Maldita gen­tuza! Tras de largas dudas y mucho palabreo declaró finalmente el gobernador que podíamos seguir viajando, pero con la obliga­ción de volvernos a presentar en Tuluá para que nos firmaran de nuevo los pasaportes. Con toda seguridad, abrigaba el plan de hacernos apresar allí, para no sentar el precedente de anular su propia firma. Preocupados nos pusimos en marcha.

Como a una legua de Buga nos encontramos a los "victo­riosos" guerreros que habían puesto en fuga a los rebeldes de Tuluá y que se reintegraban ya a su guarnición. Venían en cabeza los lanceros, gente insolente que lo primero que hicieron fue. . . pedirnos dinero. Les dimos todo lo que llevábamos suelto y nos indignó mucho aquella clase de soldados capaces de diri­girse con tamaña desvergüenza a los viajeros y que, natural­mente, no recibirían lo necesario. A los lanceros seguían unos cien hombres de a pie, armados con viejos y malos fusiles (tam­bién entre ellos, de los antiguos de chispa). Caminaban descal­zos;· uniformes, por supuesto, no tenían ninguno. Solo los oficiales

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llevaban kepis y traían espadines abrochados sobre sus ropas de paisano. Los soldados iban en columna de a uno, sombríos y extenuados; es probable tuvieran hambre. La mayor parte de ellos, sin duda, habían sido reclutados a la fuerza. El grupo más triste venía a continuación. Lo componían unos doscientos hom­bres sin fusiles de ninguna clase, a falta de ello llevaban garro­tes o machetes muy pesados. Eran los más terribles.

Examinados nuestros pasaportes, se los encontró conformes y seguimos adelante. A una media hora de Tuluá vimos algo que hizo estremecer de alegría nuestros corazones. Estaban cor­tados los hilos del teléfono y ello quería decir que no había llegado orden alguna de detención contra nosotros. El gober­nador no me puso obstáculos y me reuní nuevamente a mis com­pañeros, que me estaban esperando fuera de la ciudad con el propósito de, si yo no volvía hacer todo lo necesario para li­brarme.

A pesar del cansancio, ahora ya total agotamiento, de cabal­gaduras y jinetes, tratamos de alcanzar aquella misma noche la hospitalaria y segura granja del señor Uribe, que se ampara en la paz del oscuro bosque Morillo. A no haber contado con un caballo de memoria verdaderamente notable, de cierto nos hu­biéramos extraviado en medio de aquella noche tenebrosa. Pero el animal, a pesar de que nuestro viaje de ida fue la primera ocasión en que hizo aquel camino, se desvió oportunamente del sendero sin que nosotros llegáramos a percatarnos y nos con­dujo derecho hasta la granja. Allí supimos por un conservador, cuya casa estaba junto al cuartel atacado, que durante la rebe­lión no habían sido muertos por los radicales los cincuenta hom­bres que se dijo, ni tampoco se habían cometido crueldades con las mujeres; por el contrario, los hechos habían transcurrido de modo relativamente incruento. Nos contó que los radicales ha­bían tratado muy cortes mente a su esposa al hacer el registro

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domiciliario. Si el deseo de conocer más de cerca aquellos aconte­cimientos no me hubiera llevado a hacer averiguaciones, habría permanecido en la creencia de que realmente fueron un hecho aquellas monstruosidades atribuídas en un principio por los bu­ganos a los insurrectos de Tuluá. La historia se escribe las más de las veces según las exageraciones de los hombres.

Después de un día de descanso nos dirigimos nuevamente hacia Cartago. Cuando llevábamos caminadas como dos leguas por el valle, nos salió al encuentro el padre de Abadía. Iba fugi­tivo, pues Cartago sería ocupada probablemente aquel mismo día por los liberales. Espoleamos nuestras cabalgaduras. Encon­tramos a otros fugitivos; iban gritando que el enemigo se halla­ba ya cerca de la ciudad y que pronto entraría a saco en ella. Tan velozmente galopamos durante casi una hora, que nuestros animales llegaron medio muertos. En Cartago nos hallamos con las puertas de las casas cerradas a piedra y lodo. Las mujeres alzaban y crispaban las manos, lloraban y rezaban. Todo el mun­do se dedicaba a cargar y embalar enseres. Era un cuadro de suma confusión. De modo maquinal imaginé las escenas del sitio de la antigua Cartago. La población masculina salió rápida­mente de la ciudad para hacer frente al enemigo. Luego viose que todo era una falsa alarma, pues tan solo una guerrilla se había adelantado hasta el río y hecho desde allí unos disparos en dirección a la ciudad con el propósito de sembrar en ella la inquietud; luego se retiraron a toda prisa. Durante varios días se produjeron en diversas ocasiones alarmas de la misma especie. Se vivía en continua zozobra.

En tanto, el partido del gobierno juntaba afanosamente tropas, pobres reclutas movilizados de cualquier modo, a los que se entregaban viejísimos fusiles. Lo único que constituía una variación eran las noticias llegadas del escenario de la lucha. i Qué de bulla y disparos, qué de músicas, redobles y vocerío

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cuando se recibían nuevas de alguna victoria! Una de esas nue­vas fue mortal para los radicales. El 19 de enero un batallón de la Guardia Colombiana, la más escogida tropa del Gobierno, llegó a Cali, procedente de Panamá, con objeto de auxiliar al partido gubernamental. Mas en la noche del 19 al 20 su jefe, el coronel Márquez, se pasó a los radicales, quienes, según se afirmaba, lo habían sobornado. Cali cayó de este modo en manos de los radi­cales que ahora, por su parte, movilizaban todos los recursos con el fin de ocupar el valle del Cauca. Con ochocientos hombres --según otros, con mil cien- bajaron contra Buga para atacar a las tropas del Gobierno, o sea a las mismas con las que nosotros nos habíamos cruzado en el camino de Tuluá. Estas últimas, al mando de Juan E. Ulloa se hicieron fuertes en unas colinas sobre la llanura de Sonso; su número, según el propio jefe, fue de solo quinientos hombres, de los cuales doscientos iban armados de trabucos. Durante cuatro horas se combatió allí desde las ocho de la mañana del día 23 de enero. Las tropas regulares no pudie­ron lograr nada en su ataque a las cotas ocupadas por los rebel­des; se dice que los cartuchos de las balas se encasquillaban en los fusiles. El resto de las fuerzas de los radicales terminaron por emprender la huída, dejando en el campo de la acción ochenta muertos, ciento cincuenta heridos y prisioneros y treinta y cinco caballos. La victoria de Sonso tuvo, sobre todo, una importancia moral, pues los caucanos se gloriaron inmensamente de haber derrotado al traidor batallón de la Guardia Colombiana, conside­rado como invencible. Además, en poder de las tropas del Gobier­no cayó gran cantidad de armas y munición, lo que les permitió equiparse. Pronto llegaron de Buga a Cartago como doscientos o trescientos hombres. Entraron a las tres y media de la madru­gada. Aún resuena en mis oídos la lenta marcha militar que una pequeña banda de unos cinco músicos (trompetas y clarinetes) iba tocando al frente de aquella tropa. En la simplícísima melo­día había algo de lastimero y pavoroso, cuya impresión me llegó a la misma medula de los huesos.

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Ahora, la mal armada "División" cuyo efectivo sería como de setecientos hombres, j uzgábase ya lo bastante fuerte como para lanzar una ofensiva contra los radicales del Estado de An­tioquia. Con gran sigilo cruzaron el río La Vieja el día 25 de enero. Mi colega Eugene Hambursin, desoyendo todos los conse­jos en contra, quería regresar a Bogotá. Por más que le quisimos hacer ver que la Escuela de Agronomía no podía estar abierta en tiempo de revolución, nada fue capaz de disuadirle. Yo, por no dejarle marchar solo terminé por agregarme, a regañadientes, llevando también a mi "Mirla", ya descansada y lustrosa. El 26 de enero llegamos al pueblo de Pereira que dista de Cartago como cuatro horas a caballo y que en 1863 fuera fundado por colonos antioqueños en medio de extensos bosques de bambú. Allí se encontraba en avanzadilla la División de Caucanos y no pudimos seguir el camino, pues esperaban al enemigo de un momento a otro. Durante la noche resultó robado del prado donde pastaba, o bien requisado por las tropas, el bonito caballo caucano com­prado por Eugene para el viaje de regreso. Todas las pesquisas que hicimos a la mañana siguiente fueron totalmente inútiles. Entonces acordamos que yo regresara en mi mula a Cartago para notificar de la pérdida al vendedor del caballo y encargarle de su búsqueda. A las dos y media de la tarde, hallándome ya a lomos de la "Mirla" y cuando iba a pedir mi salvoconducto, las cornetas comenzaron de pronto a tocar generala. Por los cerros del Alto del Oso, que rodean a Pereira, se veían bajar apretadas masas de infantería y a la entrada del pueblo zumba­ban ya de recio los disparos. Presencié los preparativos para la lucha y cuando las balas empezaban ya a caer en la plaza puse espuelas a mi mula y me dirigí a Cartago.

No sabía nada de cómo habría terminado el combate de Pereira. Hacia las ocho de la noche estaba yo relatando al padre de Abadía los sucesos de que fui testigo, cuando de pronto lo llamaron aparte. Volvió muy conturbado y me dijo: "Doctor,

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tEngo que huír. Le entrego mi casa para que cuide de ella. ¿ No podría prestarme su mula para salir de aquí? De 10 contrario vaya caer en manos del enemigo". El señor Abadía, si bien hombre todavía vigoroso, debía estar ya bastante por encima de los sesenta años. Me había hecho objeto de la máxima hospi­talidad y por lo tanto no vacilé. Fui a buscar mi mula del pasto y el fugitivo desapareció poco después en la oscuridad de la noche. Lo mismo que Eugene, me quedé, pues, convertido en peatón.

Toda la noche duró la alarma. Se escuchaba la huída de las tropas del Gobierno, que a paso ligero cruzaban la ciudad sin tratar siquiera de defenderla, a pesar de que hubiera sido posible mantener la posición en la línea del río. No pegamos un ojo. Después de las diez de la mañana la ciudad parecía muerta. No quedaba ya ni un solo combatiente. Se recogieron únicamente algunos heridos, a los que el joven Abadía prestó los primeros auxilios ayudado por mí. Un coronel de caballería que negó con la tibia deshecha, demostró especial firmeza y estoicismo y no dejó de divertirnos su excelente humor.

Un día angustioso, en el curso del cual se esperaban saqueos. y una larga noche, durante la cual no nos desvestimos. Al tercer día, siendo las nueve de la mañana, entraron por fin en la ciudad las tropas invasoras. Eran algunos batallones de soldados bien uniformados y en buen orden, a los que había equipado el gobier­no radical de Antioquia, abundantemente provisto de los medios necesarios. Esa fuerza había sido enviada contra el Cauca, leal al Gobierno Nacional, con el objeto de dar tiempo de agruparse a los radicales dispersos de aquella región, si bien estos no supie­ron hacer mejor cosa que proclamar tres distintos presidentes provisionales.

En virtud de las circunstancias yo había pasado a ser el custodia de la casa de don Félix Abadía, ilustre personalidad

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entre los "independientes" de Cartago y adicto al partido del Gobierno. En aquella casa, que era rica y principal, se refugiaron además varias señoras, de modo que, contando con el servicio, negras en su mayor parte, se habían juntado bajo mi protección unas veinte mujeres. Hacia las diez llegó la noticia de que debía­mos desalojar inmediatamente la casa, pues las tropas la necesi­taban para instalarse en ella. N os quedamos de piedra. En seguida me dirigí al recién nombrado alcalde, lo mejor del cual consistía en apellidarse Bueno, pues, por desgracia, con cada súbita conmoción de esta especie, son los elementos más violentos los que van a ocupar puestos elevados. Le dije que no p1día ')er que su decisión definitiva consistiera en arrojar de casa a tantas mujeres y ello en el espacio de una hora; él disponía, sin duda, de suficientes locales públicos para alojar a los militares. Me puso de vuelta y media y comenzó a lanzar denuestos contra el viejo Abadía, su adversario político. No sirvieron de nada mis ruegos a la mejor gente del partido liberal, pues se hallaban muy ocupados o tenían miedo del alcalde, que ejercía sus fun­ciones como un poseso, no les fueran a acusar de excesiva bene­volencia con los "godos". En fin, parecía no descubrirse salida alguna, cuando de repente se nos ocurrió ofrecer al energúmeno otra casa del mismo propietario, 10 que finalmente aceptó. De este modo quedó felizmente conjurado el peligro de ser arro­jados de la residencia. Pero como corrieron rumores de que el señor Abadía tenía tesoros escondidos, se nos hizo un registro, el cual, por lo demás, se produjo muy ordenadamente, pues yo acompañé todo el tiempo al funcionario que lo practicó. Solo S~ llevó algunas sillas de montar.

Los días siguientes los pasé como un verdadero esclavo. En cuanto se me ocurría poner el pie fuera de la casa, corría hacia mí todo un tropel de mujeres y con lágrimas me conmi­naban a que no las abandonase. ¿ Qué iba a hacer? Ante tales lágrimas queda uno desarmado. Así, pues, renuncié a salir. Leía,

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fumaba y dormía casi todo el tiempo en la hamaca. Al cabo de ocho días, por fin regresó Eugime de Pereira y entre ambos nos repartimos la custodia.

Las tropas antioqueñas, que sumarían como dos mil hom­bres y que durante un mes permanecieron inactivas en Cartago, observaban muy buena disciplina. Los soldados no dejaban de pagar nada y se comportaban con cortesía, pero hay que advertir que cuaquier falta se castigaba rigurosamente, por lo común a palos, que se suministraban al infractor en presencia de toda la compañía. Entre esas tropas me encontré con algunos conocidos, antiguos diputados o senadores, que habían estado en Bogotá y también algunos de mis estudiantes. No me costó trabajo, por lo tanto, obtener de aquellos atentos oficiales algunas especiales salvaguardias para la casa que se me había confiado, cosa que les agradecí mucho. Así que la familia Abadía pareció quedar asegurada contra la maldad de los adversarios políticos, se apo­deró de nosotros la impaciencia; toda vez que el camino hacia Antioquia se hallaba libre y confiando nosotros en que desde allí podríamos llegar a la capital, el 8 de febrero nos pusimos en marcha, pese a todos los ruegos y súplicas. Pasado Pereira, cruzamos el interesante puente sobre el río Otún, tocamos en los pueblos de Santa Rosa y San Francisco, muy limpios y situa­dos en las altas pendientes de la Cordillera Central y llegamos al Chinchiná, río fronterizo entre Antioquia y el Cauca. Su cauce se halla tan profundamente excavado que parece querer acen­tuar de modo especial la separación y diferencia entre ambas razas. Un buen camino, si bien muy empinado, lleva de aquí a Manizales, la pujante ciudad, segunda de Antioquia .

Manizales (2.140 metros de altitud, temperatura media, solo 17° C) domina, como un bastión la comarca. La meseta en que se alza la población queda protegida por los cortes que for­man los ríos Chinchiná, Cauca y Guacaica. El paisaje es sublime.

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al cabo de dos horas de búsqueda la encontramos entre la espe­sura comiendo las hojas y ramitas heladas. A eso de las ocho me despedí del batallón y me puse en camino al lento andar de mi extenuada cabalgadura.

El paso de montaña del Páramo del Ruiz va a 3.675 metros de altitud, entre las gigantescas moles nevadas y viejos volcanes del Ruiz (5.300 metros) y del Herveo (5.590 metros). Los gla­ciares cubrieron probablemente en tiempos todo aquel paso, pues se ve mucha masa arenosa Y morrenas, así como gruesos bloques de roca desprendidos. De cuando en cuando, las nieblas ceden por un instante a la fuerza del sol y se hacen visibles las más altas cumbres, sobre todo a la derecha la gruesa capa helada del Ruiz.

Hacia las diez me encontré con algunas compañías de infan­tería enviadas desde Manizales para la protección del paso. Eran gentes, por lo menos, bien armadas y con disciplina. Mataron en pleno campo una vaca, que seguidamente fue asada sobre un fuego. Pese a mi hambre canina y a que estuve mirando durante una hora, no pude limosnear algo de carne, pues si bien el coronel me había invitado amablemente a participar en el banquete, el hecho no acompañó a sus palabras. En la miserable cabaña en que se cobijaban los soldados, ni dinero ni buenas palabras sirvieron de nada al hambriento. Si yo hubiera sabido sacar muelas, los dueños de la cabaña me habrían traído, sin duda, algo de comer, pues no dejarían de tener alimentos escon­didos. Pero no pude hacer nada ante los inflamados carrillos de la hija de la casa, a pesar de que así me lo solicitaron creyén­dome médico.

Hacia el medio día llegué a la altura de las centinelas avan­zadas en el lugar de Yolumbal. La posición era del todo inex­pugnable, pues el camino, tallado en zig-zag, desciende hasta tierra caliente por desfiladeros rocosos y en un trecho de, por

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lo menos, 1.500 metros de longitud. Apenas alcanzadas las últi­mas alambradas allí tendidas y donde se había acumulado gran cantidad de munición, comencé ya mis preparativos para el des­censo. Iba hacia el enemigo, sin saber realmente dónde se encon­traba, teniendo que contar, pues, con la posibilidad de que cual­quier centinela de una avanzadilla hiciera fuego sobre mí al ver que venía del lado de los radicales. Primero abrí y rompí todas las cartas de personas particulares y en las que se contenía alguna noticia de carácter político. Luego, a fin de que se me viera desde lejos, me envolví en el paño de lino blanco que llevaba siempre en la silla para cuando había ocasión de bañarse. Lenta­mente, pero con resolución, cabalgué durante algunas horas y en completa soledad en medio de aquella mortal quietud. Sor­prendido de no encontrar obstáculo alguno, llegué hasta el pue­blecito de Soledad, que hacía todo honor a su nombre, pues pare­cía abandonado.

Durante casi un día, los habitantes de Soledad, conservado­res, habían detenido en su retirada a las tropas radicales, me­diante combates aislados. Se veían los efectos del violento asalto a las casas perpetrado por las hambrientas y derrotadas tropas liberales para conseguir víveres y mantas con qué abrigarse en la marcha por el frío paso de montaña. Era una desoladora estampa de guerra. Naturalmente, los ánimos estaban allí muy excitados y me miraron de forma poco grata. Como una docena de individuos mal encarados, combatientes conservadores, me rodearon preguntándome de dónde venía y a dónde iba. Yo res­pondí concretamente pero sin revelar nada acerca de las posi­ciones del adversario. Preguntáronme también cómo me había "atrevido" a pasar por allí. Yo contesté: "Porque así me gus­ta" (1). Cuando noté que se enojaban con mi descaro, les tran­quilicé con la declaración de que había de llevar auxilios a un

(1) El autor escribe así, en español, su respuesta. (N. del T.)

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amigo herido y que, sabedor de que los colombianos eran perso­nas humanitarias y que, en todo caso, no causaban mal alguno a un hombre desarmado, me había confiado tranquilamente a cruzar aquellos lugares. Eso sí dio resultado y me dejaron libre bajo la condición, pues me tuvieron por médico, de atender a los heridos que había en el pueblo. Acepté y traté de ayudar en ello lo mejor que pude. Toda la noche tuve que pasármela en vela, y por medio de una cuerda larga, até la mula a mi brazo para que no me la robaran del patio en que estaba. Cuando, al amanecer, me dedicaba a echar de cuando en cuando un sueñe­cilla, el animal, ya fresco y despabilado, daba de pronto un tirón y me hacía despertar sobresaltadamente. Al siguiente día no pude partir antes de las ocho, pues me llamaron para que aten­diera a dos soldados radicales heridos que una caritativa mujer había asilado por amor de Dios en su cabaña. Uno de ellos tenía la pierna toda gangrenada y terriblemente deshecha. No había salvación. La herida del otro era en el muslo y no interesaba el hueso.

Dos caminos bajan desde Soledad al Magdalena: el uno pasa por Santana, donde hay ricas minas de plata, y va hasta Ambalema, ciudad en tiempos famosa por sus cultivos de tabaco, pero cuyas factorías se encuentran hoy casi devastadas a causa de una enfermedad de la planta, como también por los estragos de las fiebres entre los hombres. El segundo camino va por el pueblecillo de Fresno hasta Honda. Por este último hube de decidirme. Durante toda la mañana me encontré con individuos armados que se dirigían separadamente al punto de concentra­ción de las guerrillas conservadoras. Apenas había atravesado el hondo valle de Aguacatal, cuya anchura es de unos 400 metros y su profundidad de unos 1.000, cuando tropecé con las primeras tropas regulares y organizadas del partido de Gobierno. Eran fuerzas de la Guardia Colombiana de Bogotá. Los soldados avan­zaban por el camino en columna de a uno; los oficiales iban a

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caballo. Muchos de los soldados llevaban el kepis encajado sobre la copa del sombrero de paja. Tras la columna seguía una caterva de mujeres, pobres indias que seguían a su marido, verdadero o supuesto, a donde el destino lo condujera. Llevan consigo la pequeña caldera de cobre, la oUa, que pueden usar al aire libre y en cualquier parte sobre unas cuantas piedras; en ella preparan la diaria comida; plátanos, papas, algo de carne seca. La abnegación de estas mujeres, a menudo mal tratadas, se ha exaltado con sobrada razón; sin eIlas no podría vivir la tropa, pues no existen unidades de aprovisionamiento de víveres. Hasta las tres de la tarde hube de cruzarme de continuo con todas las fuerzas de los conservadores e independientes que se dirigían a atacar a los liberales. En la totalidad de los casos, me examinaban con sumo interés, pero no se metían conmigo; solo algunos jóvenes que cabalgaban en compañía de dos frailes gordos, me gritaron algunos cumplidos referentes a mi ense­ñanza en la Universidad.

Por fin, hacia las cuatro de la tarde, encontré en Fresno a mi estudiante Arango, recogido en la casita de unos antioqueños. Se hallaba tendido en un largo y ancho banco. Habían transcu­rrido ya cinco días desde que fuera herido y todavía continuaba sin hacerse nada por su curación. La pierna derecha, donde tenía la herida, estaba terriblemente inflamada y de un color azul grisáceo. Yendo en cabeza de su compañía en el ataque a una altura situada sobre el pueblo y ocupada por una guerrilla con­servadora, le entró una bala por la parte superior del muslo y dio con él en tierra. Al siguiente día llegaron médicos de las tropas del Gobierno; uno de ellos le hizo un reconocimiento y declaró que se trataba de una fractura sin gravedad, pero no le extrajo el proyectil, sino que se limitó a abrir un canal para la limpieza de la herida.

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Cuarenta y un días permanecí en aquel pueblecito cuidando al muchacho. Eran tiempos difíciles y me acuerdo con gratitud de las cariñosas gentes de Fresno, que, aunque pobres y azotadas por la guerra, hicieron mucho bien al herido. Los adversarios políticos del muchacho, varios de los cuales le visitaban, com­portábanse con extraordinario tacto, nos apoyaban en todo lo que podían, con dinero y demás auxilios, por lo que me inspi­raban una gran estima. Cuando se vio que los dolores del herido eran cada vez más torturante s se le quitó el vendaje, al cabo de treinta y un días de espera y entonces pudo apreciarse que no había traza de curación. Siguieron días de angustia, en los que la muerte parecía estar segura de su presa. El muchacho era sereno y resignado, pero se apenaba por su madre. Por fin, cuando las cosas estuvieron más seguras, llegó de Bogotá un buen médico enviado por la familia y después de ponerle un vendaje de urgencia, dispuso el traslado del herido a la capital.

La triste caravana se puso, pues, en marcha. Nueve hom­bres debían hacer la dificultosa ruta llevando la camilla del doliente viajero. Cabalgábamos lentamente al lado de él o a continuación. Así llegamos a la ciudad de Mariquita. (547 metros sobre el nivel del mar; temperatura media 27° C.) Fundada en 1550, Mariquita fue pronto famosa por sus grandes edificios, sus bellos conventos y hospitales y por su casa de la moneda. Pero desde 1761, fecha en que se dejaron de explotar las minas de oro que había en las cercanías, la ciudad decayó rápidamente. La casa en que el año 1597 murió leproso Jiménez de Quesada es una triste ruina, al igual que tantas otras mansiones que fueron magníficas. Todo daba la impresión de la destrucción y el abandono. Por los llamados "Llanos" o estepas, de Mariquita, seguimos a lo largo del río Gualí hacia Honda. Por miedo a la fiebre amarilla cruzamos la ciudad a toda prisa, con nuestro herido, entre las nueve y las diez de la mañana; pasamos el Magdalena en un gran champán o lancha y nos encontramos

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ya en el camino de Bodegas a Bogotá, seguido por mí cuando llegué a Colombia. La marcha desde Fresno a Bogotá nos llevó nueve días enteros, mucho si se tiene en cuenta . que uno de los hermanos Arango había hecho el mismo recorrido en dos días y dos noches, si bien utilizando una mula excepcionalmente ligera.

Por fin, el primero de abril de 1885, después de una ausencia de casi cuatro meses, pisé ya de noche las calles de Bogotá para anunciar en la casa de Arango la llegada, al día siguiente, de la triste comitiva. La guardia que había a la entrada de la ciudad me dejó pasar sin obstáculos. Todo parecía desolado y muerto. Nada más que patrullas y "tímido paso de esclavo". Después de cincuenta días dormí por primera vez en una cama.

Mi amigo fue operado varias veces y se salvó por fin al cabo de muchísimo tiempo.

Los acontecimientos se sucedieron con bastante rapidez, pero, para nuestra mentalidad, con una lentitud desesperante. Durante nueve meses enteros estuvimos privados de toda comu­nicación con el mundo exterior y no nos llegaba carta alguna de Europa. Calcúlese lo que esto representa.

En modo alguno se nos molestó en Bogotá a los extranjeros durante la revolución. De noche nos paraban de cuando en cuan­do, pero siempre se nos dejaba en libertad, en tanto que los bogotanos a quienes las patrullas encontraban en la calle des­pués de las ocho de la noche sin que pudieran aducir ningún motivo suficientemente fundado, eran encarcelados sin más dili­gencia. Alguna noche se veía subir por el cielo algún cohete que partía de cualquier escondida casita dé las afueras. Esta señal tenía por fin avisar a los correligionarios del bando anti­gubernamental la llegada de alguna noticia favorable a ellos, noticia que luego se divulgaba verbalmente o en escritos a mano

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y a veces, incluso por medio de su imprenta clandestina. Mas cuando el Gobierno se apuntaba algún triunfo se lanzaban cien­tos de cohetes; si los acontecimientos eran de importancia mayor, se llegaban a poner cañones en la plaza, hasta en las altas horas de la noche y sus estampidos gritaban el vae victis al adversario. Vibraban las charangas, resonaban las bandas de música, esta­llaban petardos, se vociferaban mueras y vivas, la plaza se llena­ba de gentes curiosas, regocijadas o tristes. Era una bulla infer­nal y un bullir del mismo infierno, pues la sangrienta victoria que se celebraba tan ferozmente y de modo tan ajeno al corazón de las madres, era una victoria sobre hermanos.

Una detenida descripción de las operaciones militares de aquella guerra civil sería muy instructiva para la persona fami­liarizada con la situación y circunstancias locales; nosotros he­mos de ser breves. En general, hízose más en largos avances que en audaces hechos de armas, pues, del aturdimiento y con­fusión de los jefes liberales se dieron en realidad muy pocas batallas de grandes proporciones. Era tan malo el armamento, se desperdiciaba tanto la munición, la seguridad de tiro resultaba tan escasa, tan deficiente la artillería, que, afortunadamente, las bajas no estuvieron en relación con el valor personal y la frialdad de temple desmostrados también en esta ocasión. Los vencidos fueron tratados relativamente bien por los vencedores. Las proclamas eran en extremo rimbombantes y se llegó a exa­geraciones enormes: "La Providencia está indignada con los perturbadores de la paz", decían los radicales. "El partido liberal, noblemente apoyado por el conservador y llevado a la desespe­ración por el desorden y la corrupción moral, se hace cargo de la defensa de la legalidad contra la perversión del radicalismo ... " Así se exclamaba por boca del partido gubernamental, que iden­tificaba a los radicales con la intolerancia, el egoísmo, el engaño y la explotación de la república.

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El curso de los acontecimientos fue como sigue: Las tropas del Gobierno se apoderaron, casi sin lucha, del Estado de Antio­quia, al cual se impuso una contribución de un millón de dólares, cobrada con rigor sin precedentes. Entre tanto, fue también atacado el ejército invasor de los antioqueños, (formado por tres mil ochocientos hombres). El ataque lo efectuó el 23 de febrero el general Payán, presidente del Cauca, al mando de dos mil doscientos soldados, agotados y hambrientos, en el lugar de San­ta Bárbara, más arriba de Cartago. Después de un combate de ocho horas, los antioqueños fueron puestos en terrible fuga. Más de seiscientos muertos quedaron en el campo de la refriega; hubo trescientos heridos y doscientos noventa prisioneros. El 24 de febrero se firmó la capitulación de Manizales. A los solda­dos del bando radical se les incorporó a las filas del ejército del Gobierno o se les dejó en libertad; los oficiales que pudieron conservar sus sables fueron enviados a Bogotá. Cuando esta noticia llegó al Norte, donde hasta entonces se había evitado la batalla, los rebeldes de allí embarcaron sus tropas en el Mag­dalena para tratar de decidir la situación en la costa. El general Gaitán, radical, había estado sitiando inútilmente durante seten­ta días, por tierra y mar, a la ciudad de Cartagena; pero el 8 de mayo fue rechazado en un asalto nocturno, con la pérdida de más de trescientos muertos y heridos. Mil quinientos hom­bres del ejército sitiador pudieron salvarse en cinco barcos, que los condujeron a Barranquilla. Las tropas del Gobierno mar­charon entonces hacia la costa desde diversos puntos. Un cuerpo de ejército se hizo a la mar en Buenaventura, en malos barcos y llegó hasta Panamá, pero, desgraciadamente, no pudo impedir la quema de Colón, incendiado por los revolucionarios, negros en su mayoría. A fines de mayo fueron llevadas esas tropas a la ya liberada plaza de Cartagena.

Aparte de esto, a finales de marzo partieron de Antioquia tres mil hombres que, a través de las selvas y sabanas de Ayapel

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y Chinú y después de un mes de heroica lucha con los animales salvajes y el mal clima, penetraron en las llanuras del valle del Magdalena; allí, parte de ellos se unieron a las tropas de Cartagena y parte entraron en posición en la línea del río citado. Los radicales se retiraron a los vapores. Casi un mes estuvieron inactivos los adversarios en Calamar, unos frente a otros, sucum­biendo muchos a las fiebres. Otros dos mil hombres, en seis vapores, pretendieron abrirse paso hacia Santander, punto de partida de la revolución. El embarque lo lograron por la fuerza en Tamalameque (17 de junio), pero perdieron allí a seis de sus mejores jefes, así como la parte principal de la munición y las armas, a causa de la explosión de un barco. Barranquilla fue tomada nuevamente el 23 de julio por las tropas del Gobierno. Al surgir la discordia entre los caudillos de la revolución y des­pués de darse diarias escaramuzas con las tropas del Gobierno que se hicieron fuertes en Calamar y luego también de querer concertar la paz con ellas, el movimiento todo comenzó a desmo­ronarse. La terminación no se señaló por ningún hecho de armas. El 7 de agosto entregó su espada el general Camargo, que antes había emprendido una admirable expedición, en la cual, acom­pañado de su ayudante, siguió aguas abajo en una canoa el curso del Meta y luego el del Orinoco hasta llegar al mar, para des­pués de unos tres meses de azares y penalidades, unirse a los revolucionarios de Barranquilla. El general Gaitán llevó sus tro­pas por tierra a lo largo del río, trató de refugiarse en Venezuela y fue apresado y condenado en Bogotá por un tribunal de guerra a diez años de reclusión en una fortaleza de Cartagena. En Panamá, a donde luego se le llevó, murió a consecuencia de unas fiebres. El resto de los revolucionarios se entregó en El Salado el día 26 de agosto.

El primero de septiembre había quedado definitivamente libre el curso del Magdalena. A mediados del mismo mes las fuerzas unidas del Gobierno entraron a Bogotá, donde se les hizo

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un espléndido recibimiento. La alianza independiente-conserva_ dora había triunfado. Núñez era dueño de la situación y desde el balcón de palacio grit.ó al pueblo allí congregado estas pa­labras memorables: "j la Constitución de 1863 ha dejado de existir !".

y ahora, el resultado último de la revolución: absoluta des­trucción del partido liberal, que tan insensatamente se lanzó a la guerra, echando sobre sí tamaña responsabilidad; ruina por todas partes, las prisiones llenas de liberales, deportaciones a islas del Pacífico (Gorgona), los destierros a la orden del día. Miles de personas sucumbieron, cientos arrastraron durante me­SéS su maltrecha humanidad y quedaron convertidas en verda­deros espectros. Casi todos los bancos se hallaban cerrados, el crédito estaba en baja, el dinero se prestaba hasta al 3 por ciento de interés mensual. Para cubrir las necesidades de mayor apre­mio, el Gobierno se vio obligado a acuñar una mala moneda de plata de 500/ 1.000, que perturbó el mercado monetario; el tráfico sufrió más todavía por haberse puesto en circulación papel mo­neda, muy devaluado y utilizado además abusivamente para fines de especulación. En el transcurso de los años y con el consenti­miento de las autoridades, se pusieron en circulación, por 10 me­nos, 31 millones de dólares en esa clase de billetes; ello se efectuó mediante las llamadas "emisiones clandestinas" y por la difusión de grandes sumas de falso papel moneda. Hubieron de crearse nuevos ingresos y al comercio le tocó sufrirlos. Las tarifas adua­neras se volvieron draconianas, de modo que, según nos consta, la población pobre apenas si podía adquirir las más necesarias prendas de vestir, acaso una camisa por año, pues los salarios no crecían proporcionalmente a la desvalorización del dinero. Después de afirmar que el nuevo sistema de gobierno iba a deter­minar un gran abaratamiento de la vida, la decepción fue muy dura.

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La revolución tuvo todavía otras consecuencias, pues hizo vacilar los sentimientos de fidelidad y fe. Se cometían crímenes antes no conocidos, como el asesinato por móviles de lucro, la falsificación de moneda, el hurto en gran cuantía, aparte el ilegal y escandaloso enriquecimiento de los políticos de profesión, a los que la justicia no puede hacer responsables. Como los fondos existentes hubo que aplicarlos a los gastos del ejército, resultó que el presupuesto para la enseñanza pública se redujo el año de 1886 a solo algo más de 5.000 dólares. Se hizo regresar a los jesuítas y se les entregó el Colegio de San Bartolomé; la vieja Universidad cayó en ruinas, para, solo más tarde, resurgir sobre base distinta y con diferente espíritu. Otros colegios fueron también renovados con un sentido clerical. Diversos conventos fueron edificados o vinieron a habitar comunidades los que esta­ban destinados a otros fines; llegaron igualmente al país comu­nidades nuevas; el patrimonio de la Iglesia creció mediante "vo­luntarias donaciones". La libertad de prensa, más que sujeta a l'estricciones, fue abolida y las publicaciones quedaron a merced del superior arbitrio.

El solemne Tedeum que en la catedral de Bogotá se cantó a fines de 1885 en honor de la victoria (1) del bando guberna­mental, y en el cual Rafael Núñez se hincó de rodillas, tuvo una peculiar significación en virtud de todas las circunstancias dichas. El presidente convocó en noviembre de 1885 una especie de asamblea de delegados, que integraban dieciocho adictos su­yos -dos por cada Estado- para deliberar previamente sobre la nueva Constitución. Era la séptima carta fundamental desde la declaración de la independencia. El carro del Estado experi­mentó un viraje. Se fue a caer en el extremo opuesto. En vez de restringir beneficiosamente las facultades del Estado que exis­tía y en lugar de introducir una dirección central fuerte, pero

(1) Sic. (N. del T.)

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no omnipotente, se promulgó una Constitución por entero uni­taria (el ideal de los ultramontanos), se degradó a los Estados a la categoría de Departamentos y se los entregó a la adminis­tración de gobernadores nombrados en forma directa por el pre­sidente. El Senado y la Cámara de Diputados continuaron exis­tiendo; el Senado, constituído en virtud de elecciones en segundo grado, lo forman veintisiete miembros -tres por cada uno de los nueve departamentos-; la Cámara consta de sesenta y ocho representantes designados por cuatro años mediante sufragio directo (uno por cada 50.000 habitantes). El Congreso, regla­mentariamente, solo puede reunirse cada dos años. Los ministros son libremente nombrados y sustituídos por el presidente; éste nombra también los jueces de la Corte Suprema de Justicia y de los juzgados distritales. La duración del mandato presidencial se prolongó a seis años y como la nueva Constitución entró en vigor el 5 de agosto de 1886, el 7 de agosto del mismo año fue re­elegido presidente Rafael Núñez. Al cabo de los seis años (1892), fue renovado su período presidencial y comenzó, pues, su cuarta presidencia; pero murió el 17 de septiembre de 1894 en la ciudad de Cartagena, a donde se había retirado como "presidente titu­lar" con una elevada pensión; los negocios de gobierno se los había encargado a dos representantes del partido clerical, los vicepresidentes Holguín y Caro, pero hasta la muerte retuvo en su experta y hábil mano la rectoría espiritual del país.

¿ Cuánto tiempo durará la obra de Núñez? Desde entonces, dos desafortunadas e imprudentes revoluciones, las de los años 1893 y 1895, fueron promovidas de parte radical y ambas resul­taron sofocadas rápidamente y sin gloria para los rebeldes. El cuerpo nacional, a causa de esas repetidas sangrías, ha venido a quedar tan anémico, que la servidumbre se acepta entre las masas con abúlica indiferencia (aguantando). Se soporta, se calla de continuo, para de repente volver a vociferar. Más carac­terística es la resistencia que los principios de gobierno de Núñez

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han encontrado entre los conservadores, buenos católicos y par­tidarios también de una justa medida de libertad y, en especial, de una administración honesta.

Deformadas por el favor o el odio de los partidos, las figuras de los gobernantes resultan imposibles de delinear con exactitud. Miguel Samper, varias veces ministro, hombre prestigioso y ex­traordinariamente mesurado y sereno, no puede por menos de juzgar así la situación de su obra Libertad y orden: "En el aspecto político, la forma de gobierno es republicana, pero en el fondo consiste en la reunión del poder en las manos de un esta­dista, que se convierte en una especie de sumo sacerdote".

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12. - EL OCCIDENTE DE COLOMBIA

En el capítulo Revolución, relata nuest'ro padre cómo atra­vesó la Cordillera Centml por el viejo y pintoresco camino de Salento y Toche. El año 1927 hice yo en gran soledad este ca­mino, que hoy apenas se utiliza, y me complací en su original her'11wsura. El primer encuent1'O con la gente de Antioquia hizo allí, evidentemente, sobre mi pad1'e una duradera impresión, moviéndole a emitir un juicio cuya p1'ofundidad y exactitud volvió a sorprenderme en este nuevo v'taje. Entonces la guerra civil le impidió visita'/" más detenidamente el Estado de Antio­quia y describirlo de igual forma en El Dorado, Este involun­tario vacío debe llenarse ahora con una breve exposición del enor­me desarrollo alcanzado p01' los depa1'tamentos occ'identales de Colombia.

La capital ele Ant'ioquia, lYledellín, no solo se halla en una magnífica región, de benigno y agradable clima, sino que ade­más está lo suficientemente alejc¿do de Bogotá para asegurar a toda la provincia una fisonom'ía espiritual p1'opia, El amor al trabajo y un sano espí1'itu indust?"Íoso y emp'/"endedor distinguen al antioqueño y explican el rápido a'uge de esta raza, una raza fuerte, tanto en el aspecto físico C07?'W en el intelectual y moml, Se explica igualmente la pos'ición directiva que Antioquia ocupa entre los ot'/"os trece departamentos. Si al antioq~leño, también en contraste con el bogotano, le faltan quizás la rápida facultad

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de comprenswn, el humor y la facilidad expresiva, con tanta mayor paciencia y tesón se esfuerza por entender y penetrar los problemas centrales de la economía de su tierra. Se halla poseído de una conciencia del deber en favor del común prove­cho, virtud poco desarrollada entre los demás colombianos. Es cierto, sin embargo, que piensa sobre todo en su patria chica. Su sentido cívico le inclina, por otra parte, a la aceptación de puestos públicos honrosos y a prestar servicios a la colectividad. De ello resulta también que M edellín se halla administrada me­jor que cualquiera otra ciudad de Colombia. El abastecimiento de aguas, el alumbrado público, la extensa red de calles, los am­plios terrenos para la feria sema,nal de ganado, la red telefó­nica; todas estas instalaciones son ejemplares en Medellín . La beneficencia privada ha hecho surgir un gran hospital. La Uni­versidad hace visibles progresos, y la Escuela de Minas tiene gran número de alumnos. Muchos de estos centros e institucio­nes fueron c1"eados en los últimos años y subrayan de nuevo el sentido utilitario de los antioqueños.

El departamento de Antioquia debe su auge no solo a un activo estrato superior de su sociedad, sino principalmente a la energía que alienta en las clases populares. El pueblo se pre­senta allí mucho más independiente y más digno que en cual­quier otra parte de Colombia. El cuidado de la propia persona­lidad, ligado a un algo de presunción, se manifiesta especial­mente en el antioqueño en la refinada atención que dedica a la casa y la hacienda. Así, en las afueras de M edellín no se ven las feas cabañas, llenas de mugre, que son tan frecuentes en los departamentos o1-ientales. También las pequeñas poblaciones rurales y las villas y pueblos tienen en Antioquia la ventaja de la limpieza, y el extranjero que va de viaje se enC1¿entra allí bien instalado y atendido. Esto puede deberse a que el propio antioqueño gusta de viajar y, por lo tanto, sabe establecer com­paraciones. Cada vez regresa a su tierra con nuevo orgullo y

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con una cierta displicencia para con las otras regiones del país. De este modo se aclaran también sus ideas políticas federalistas cuando no les acomoda algún decreto del gobierno nacional. A pesar de su indiscutible sentimiento patriótico, el antioqueño es poco querido en el resto del país. Las demás provincias viven con una cierta preocupación de ser inundadas por esta prolífica y laboriosa raza. El extranjero no tiene por qué compa?"tir se­mejantes temores y descubre espontáneamente en Antioquia la estampa futura de una Colombia rica y en rápido y sano des­arrollo, pero en la que, como es de desear, no surja un nacio­nalismo exagerado, que habría de acarrear desagradables con­secuencias.

Antioquia, ciertamente, es rica en minerales de todas clases y posee una. floreciente industria minera. La fecundidad del suelo, con excepción de los valles que van hacia el Cauca, es, sin embargo, menor que en el 1"esto de Colombia. Para la pobla­ción campesina de Colombia resulta también válida la observa­ción que es, sin duda, aplicable en general a Europa, y según la. cual, cuanto más dU1"a es la lucha con la gleba, con tanto mayor cariño se vincula a ella el labrador. La energía, optimismo y vitalidad de estos excelentes ag1"Ículto1"eS salta a la vista en lo prolífico de la. familia antioqueña. Es, pues, de lo más natural que la voluntad de se?" y figurar de estas clases de doce, quince y dieciocho hijos se haga efectiva también en f01"ma de coloni­zación y que haya emprendido su expansión por las tierras me­ridionales próximas. Así se ha hecho cultivable y se ha poblado, en los últimos ochenta años, el departamento de Caldas, con su capital Manizales. Una experiencia casi incomprensible consti­tuye para el europeo el conocer todavía personalmente a los pri­meros colonizadores de las tie'tras donde han surgido pujantes poblaciones como Manizales, Armenia y Pereira, que hoy día cuentan con miles de habitantes.

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El depa1'tamento de Caldas, cuyo suelo es de una ma'tavi­llosa fertilidad, se acerca de continuo a constituír el cent'ro de las regiones cafeteras de Colombia. El caldense conoce bien, sin duda, su procedencia antioqueña, pero, con un entusiasmo casi infantil, se jacta de ser una nueva raza, y procu'ra, en toda clase de asuntos, eclipsar a sus hermanos mayores. En su gran ma­yoría, los de Caldas son labradores y cultivadores de plantacio­nes y siguen siendo más desp?'eocupados en sus modales y más ah07Tativos del tiempo que se dedica a satisface?' las propias necesidades o a cumplir obl1'gaciones de orden soc1:al. Antioque­ños y caldenses se distinguen por su sentido de la vida familia?' y la alta estima en que la tienen. La laxitud de vínculos tan extendida, por desgmcia, en Colombia, apenas se ve en estos dos departamentos. Disciplina y orden reinan en las casas de estas gentes hospitalarias. Mas para nuestra mentalidad resul­ta difícil poner de acuerdo su marcada dependencic~ de la Igle­sia y del clero con su trabajo de pione'ros como libres colonos y cultivadores. Por desg'tacia, el cmsia de este p~leblo por instruír­se y progresar rápidamente abre con demasiada facilidad sus puertas a los dudosos beneficios de la civilización según modelo norteamericano. Pero los avances en materia de enseñanza, en la construcción de caminos y ferrocarriles, en la ganade?'ía 1/ en el cultivo del café, así como en la creación de una pequeñ(~ pro­piedad raíz, fácilmente accesible a las más modestas disponibi­lidades, aseguran a estas 1'egiones unn c1'eciente importancia, Encontramos aquí, por lo tanto, un bienestar más unif01'me y una mayor capacidad adquisitiva que entre la población de los departamentos de la Cm'dillera Oriental.

Si descendemos ahora ])01' las laderas de la Cordillera Cen­tral hasta el valle del Cauca, que en Ca'rtago se abu de pronto ante nosotros en su máxima amplitud, nos encont1'amos con una zonCL de cultivo ele características muy distintas, pero igual­mente p1'óspem. Allí se ven todavía, fincas gigantescas ele 500,

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1.000 o más hectá'reas reunidas en una sola mano, y el latifundio imprime a la región su fisonomía p'ropia. A lo largo de la vía férrea del Pacífico, la cual va desde el puerto de Buenaventura hasta Cali pasando por la Cordillera Occidental, y que desde dicha capital sigue el curso del Cauca hacia el Norte en una longitud de unos 200 kilómetros, se ha ido fm'mando una serie de ciudades que, en punto a actividad y bienestar, superan a todas las demás comarcas. Los habitantes del campo ayudan en el cultivo de las g1'andes estancias como traba/adores ocasiona­les; en las ciudades de Palmira, B~¿ga, Tuluá, Santander, Buga­lag1'ande y Ot1'as se han formado pequeñas empresas industria­les que dan vida y ganancias a la 1"egión. El cálido clima educa a los habitantes en el aseo, y el agua clara de los ríos que se precipitan de las cordilleras hacia el Cauca favorece su sano género de vida. Si, desde la costa del Pacífico, no hubieran lle­.qado en gmn número hasta estos bellos campos los negros traí­dos antaño PO?' los españoles, y si, a causa de la poco feliz mez­cla ?'esultante, no se hubiera producido un proletariado reacio a la civilización, también el departamento del Valle se mantendría a la altu1'a del desarrollo de Antioquia y Caldas. Pero, dadas las cÚ'cunstancias actuales, con el tiempo apenas si será posible evi­tar un conflicto de orden social con los latifundistas, pues ya hoy día se hace sentir la falta de una obediente y bien dispuesta mano de ob1'a.

Más al Sur del país, desciende rápidamente el bienesta1' de la población. Cierto que en Popayán, capital del departamento del Cauca, hallamos de p1'onto un ilustre centro cultural, culti­va4,or de las t1'adiciones y costumbres españolas. Esta mela ciudad, sede universitaria, solo hace dos años se despertó a nue­va vida, cuando el Ferroca'rril del Pacífico penetró hasta su aislamiento. En mayo'r medida que en el Cauca, en las tie'tras altas de Popayán se han opuesto los latifundistas a la creación y desa1'1'olllo de ciudades, pueblos y pequeñas haciendas, de modo

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que allí el comercio ca-rece totalmente todavía de un hinterland con capacidad de absorción. Cuanto más se avanza hacia el Sur, tanto más, según parece, llama la atención la pobreza de los ha­bitantes. El departamento extremo, Nariño, con capital en Pas­to, todavía, desgraciadamente no lo conozco. Como esta región del país no posee una buena salida al mar, y como para llegar a ella hay que inve1,tir desde Popayán cinco fatigosos días de viaje, hoy se ha apoyado económicamente, de un modo espontáneo, en la República del Ecuador. Este fenómeno fue además especial­mente favorecido por el vecino me1'Ídional en virtud de un bien estudiado convenio de aduanas.

Viejos usos y costumb1'es, que se han conse1'vado lo mismo entre los indios pobres que entre las clases superiores de as­cendencia española, confie1'en a la apartada región de Nariño el encanto de lo original e incontaminado. Pero la exploración de estas tierras no es nada agradable, pues ent1'e los poblados, muy lejanos unos de otros, faltan alojamientos aseados, y ade­más son inevitables los molestos viajes en mula, que dU1'an días enteros.

En el N01'oeste de Colombia hay que cita1' todavía la Inten­dencia del Chocó, una gran zona de bosques que, en vi1,tud de su escasa población, no ha sido elevada aún a la categoría de de­partamento y que hasta hace poco carecía casi por completo de importancia en la vida económica del país. Pero al encontrarse platino en la arena del aluvión de los ríos de la Cordillem Occi­dental, esos ten'Íto1'ÍoS adquirieron súbitamente un valor y re­sonancia internacionales. Es interesante a este respecto que las acumulaciones de escombros de las antiguas minas de oro han justificado la sospecha de que los conquistadores españoles en­contraron ya platino, sin que, al parecer, concedie1'an atención a aquel feo metal en bruto. En los ríos Atrato y San Juan, socie­dades mineras norteamericanas e inglesas inspeccionan ahora, con ayuda de las máquinas excavado?'as más modernas, el limo

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de aquellas pe?'ezosas con'ientes, obteniéndose platino en consi­derable cantidad. Pe'ro también los indígenas se dedican a este fructífero 1mbafo, si bien lo hacen de modo muy pr'Ímitivo. Los fornidos neg?'os, únicos capaces de soporta?' a la larga el clima cálido y húmedo de aquellas regiones, se han convertido en bu­ceadores de so'rp'rendente r'esistencia. Todo su equipo se ?'educe a unos g?'andes platos de made1'a de forma aplanada, que, para bucear más rápidamente, suelen lastra?; con piedms. De cabeza se lanzan CL las profundas aguas, llenan los platos con ba?'ro del fondo y reaparecen al cabo de un cier·to espacio de tiempo, que CL los que espemn en la orilla parece infinitamente lar'go. Son­riendo, salen, pues, con su botín a la supe?'ficie. A continuación criban cuidadosamente el barro en busca de platino. Pese a que estos negros son a veces repugnantes, no se puede regatear la admiración a su gmn habilidad. Semefante tar'ea, con su poco de deporte, agrada más al negro que el tmba.io continuado de la agricultura.

Es sabido que Colombia ha venido a ocu1Jar' con el platino, C011'/,O también con las esmeraldas, el lugar' de Rusia, hoy todavía excluída del me'rcado mundial. El año 1927 se expo'rtar'on casi tres millones y medio de dólares de platino del Chocó. La región, sin embargo, obtiene escaso p?'ovecho de esa riqueza mineral, Los extranferos que se dedican a la extmcción de platino se han asegurado ya hace años ventajosas concesiones, y solo pequeños impuestos van a parar al Estado por concepto de esa exporta­ción; igualmente escasa es la importancia de los sala?'Íos de tra­bajo que quedan en el país. Si bien los ext'ranjer'os se han defen­dido hasta cierto punto contra los r'Íesgos del clima mediante habitación sana, comida abundante y vida prudente y arr'eglada, no puede decirse lo mismo, po?' desgracia, en cuanto a la pobla­ción indígena del Chocó, Esta r'egión está considerada, con mo­tivo, como sumamente insana, y hasta el paludismo se presenta

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allí bajo la forma más maligna. Por tal motivo, los blancos se establecen muy a disgusto en esas tie'tras, y solo lo hacen a cam­bio de altas remuneraciones.

Nuestra consideración ace?'ca del Chocó no debe darse po'/"' concluída sin antes mencionar la esperanza que tienen los co­lombianos de construír algún día a través de aquella región un canal que establezca la comunicación entre el Océano Atlántico ?J el Pacífico. Tanto el río Atrato como el San Juan, resultarían navegables para vapores de altura, de tonelaje menor y media­no, solo con practicar d?'agados de escasa importancia, Ent?'e el curso supe?'ior de ambos ríos existe únicamente un pequeño tre­cho por tierra, de unos 20 kilómetros y con pequeñas elevacio­nes, en el cual debería abrirse el cauce del canal, o bien procede?' a supem?'lo PO?' medio de esclusas, A pesar de la ventaja de que los trabajos de construcción no serían de demasiada enverga­dura, hay que anota?' la gran longitud (unos 600 kilómetros) de la travesía ent?'e los dos océanos, por lo cual se discute todavía el sentido económico de la proyectada comunicación. En caso con­trario, y dada la reconocida buena disposición de Colombia, ya los ingleses habrían dado pasos en serio con miras a crear una vía de enlace p?'opia hacia Australia y establecer un contrapeso al Canal de Panamá. Pese a todo, el Chocó es una ?'egión del futuro, que, una vez mejoradas las condiciones de salubridad, ha de P?'op01'cionar todavía a la humanidad más de una sorpresa.

En líneas generales, el Occidente de Colombia se ha des­a1"1'ollado con mayor rapidez que la parte cent1'al y el Oriente del país, La cercanía del mar, con el ya hoy imp01'tante puerto de Buenaventura, así como el acceso ?'elativamente fácil al valle del Cauca, favo?'ecen una intensa colonización, Esas tierras, además, si no libres ente?'amente de fiebres, son en general sa­nas --dent?'o de lo posible en los t?'ópicos-; excepción a este res­pecto es el Chocó y la costa del Pacífico, por lo demás casi des­habitada.

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Las posibilidades de desarrollo del Occidente colombiano son grandes, en virtud de las buenas condiciones que ofrece la naturaleza; las otras 'regiones del país, más difíciles de alcanzar P01" el tráfico internacional, habrán de esfo1"zarse mucho pa1"a ponerse a la altura del avance aquí logrado.

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13.-REGRESO A LA PATRIA

La guerra civil, de la que fui testigo presencial, ejerció por largo tiempo sobre mí una impresión desalentadora, casi para­lizante. No es que hubiera tomado a pecho las considerables pér­didas materiales ocasionadas por la voluntaria rescisión de mi contrato de empleo; más importante era para mí la disensión surgida con el nuevo ministerio de instrucción, provisto con criterio ultramontano y bajo el cual yo no podía ni quería seguir ejerciendo la docencia. La separación fue pacífica, de modo que las relaciones continuaron siendo de lo más cortés y se me des­pidió con brillantes certificados de mi actividad. La perspectiva del regreso a la patria me resultó luego muy agradable, pues sentía ya nostalgia y desde antes me hallaba decidido a perma­necer en Colombia solo dos años más, hasta terminar diversos trabajos que para la Universidad estaba escribiendo. Había to­mado esa decisión a pesar de que el ministro liberal de ins­trucción, Borrero, me anticipó en 1885 la oferta de renovar mi contrato por otros cuatro años. Pero lo que sí me afectó fue el cambio profundo en la actitud toda de la Universidad, el des­tino de los estudiantes, la repentina pérdida de un círculo de actividades lleno de responsabilidad y expuesto a muchos y duros ataques -si bien no de puro carácter personal-, y tanto más honroso por ello.

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No obstante, a fines de diciembre de 1885 dejé sin amar­gura o resquemor el país al que con entusiasmo había dedicado mis energías. ¿ No llevaba Suiza casi seiscientos años de auto­nomía nacional, en tanto que Colombia, solo sesenta años des­pués de su separación de España, se disponía a una vida na­cional propia en medio de muchas más difíciles circunstancias etnográficas y culturales? Pese a todos los signos contrarios, pese a las guerras civiles, pronunciamientos, dictaduras y situa­ciones de anarquía, la obra del Libertador me parecía algo de carácter duradero; a su quejoso interrogante de si no habría estado arando en el mar, respondo yo en forma negativa.

Las repúblicas suramericanas, cuya primera historia es tan triste y cuya existencia se encuentra tan llena de angustiosos afanes, entrarán en un más tranquilo estado de desarrollo. El incremento de la población, la más adecuada mezcla de las tres razas, la construcción de caminos y vías férreas, la educación de las masas populares, la razonable división del trabajo, la creación de un espíritu de empresa que no 10 aguarde todo "de la Providencia y del Gobierno", determinarán poco a poco estados de vida más soportables, tanto más si se considera que el amor a la libertad ha echado ya potentes raíces y que no son raros los ejemplos de virtud CÍvica. Notablemente adaptable a las circuns­tancias aparece el comercio, que en general se caracteriza por su sana contextura; apenas ha terminado una guerra civil, y cuando los extranjeros nos hallamos todavía conmocionados por ella, se ponen enseguida en nueva actividad el comercio y el tráfico y, a no ser por la dichosa política, alcanzarían muy pron­to un estado de florecimiento. También las fuerzas propiamente productivas del país despliegan una redoblada vivacidad. Así -un punto de luz en el cuadro de conjunto- la creación de nuevas plantaciones de café y cacao, como la explotación de las tninas de oro y plata, han hecho innegables progresos después de la última gran revolución. Contratiempos son solo de temer

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en el caso de que se quiera proceder con demasiada rapidez o con excesivas pretensiones. En ningún lugar como en Suramé­rica, lo mejor es enemigo de lo bueno.

En los estados en que no se pueden hacer valer privilegios de sangre, donde la naturaleza los excluye, solo una forma de gobierno es posible a la larga, la forma democrática; pero esta es más difícil de manej ar que ninguna otra. En Colombia, las instituciones democráticas siguen estando solo en el papel. Las más perfectas constituciones quedan sin efecto a causa de las malas leyes; la opinión pública no es todavía un poder. Pero las dictaduras empiezan a ser ya menos frecuentes. También la me­jora de la situación de las clases inferiores es más fácil de llevar a cabo que en otros lugares. Pese a que el desarrollo se produce con intermitencias, pasando, el parecer, repentinamente de lo oscuro a lo claro, yo no he perdido la fe en el futuro de estos países. Es más, en el cíclico caminar de la historia, podrían ve­nir otra vez tiempos en los que la hermandad espiritual de estas repúblicas, a menudo desestimadas, pero nobles y capaces de sacrificio, esté llamada a prestar valiosos servicios a Suiza. Co­lombia es todavía joven, sin experiencia. Colombia se encuentra en camino, pero el pueblo en conjunto, el que luchó por su inde­pendencia y la conquistó, es un pueblo caballeroso, noble y hos­pitalario. En lugar de la divisa "Libertad y Orden" que figura en el escudo nacional, y que hoy por hoy no es todavía norma vigente de su vida, Colombia debería poner estas palabras: "Ca­minos y escuelas". Yeso aseguraría su porvenir.

El viaje de regreso lo hice por Honda, Barranquilla, Colón y Nueva York. En Honda tomé el pequeño tren que lleva hasta el puerto de Caracolí, situado más abajo de los saltos, desde donde zarpaba un vaporcito, el "Stephenson Clarke", apodado "Quiquiriquí" por su estridente pitada. Uno de mis estudiantes me había acompañado hasta allí. En cuatro días hicimos el re-

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corrido por el Magdalena abajo. Las dos primeras noches el va­por hizo alto a causa de los bancos de arena y de los troncos que bajan arrastrados por la corriente, y después el viaje continuó sin interrupción, día y noche; el dormir sobre cubierta, con la brisa reinante y sin mosquitos, era muy reconfortante. El gru­po de pasajeros era, si cabe, más abigarrado y heterogéneo que en mi primer viaje por el río. A medida que avanzábamos, nos iban mostrando los distintos lugares donde los revolucionarios se habían aprestado a su última desesperada lucha, así como las tumbas de los caídos. Esta travesía, por 10 demás, fue para mí muy grata, en contraste con el viaje aguas arriba, pues ahora pude contemplar de nuevo las excelsas bellezas de la naturaleza virgen del Magdalena.

En Barranquilla fui acogido cordialísimamente ]a noche de año viejo en casa de mi compatriota Meyerhans, y allí pasé, hasta la partida del vapor para Colón, algunos días dedicados espe­cialmente al plácido y confiado reposo, doblemente estimable después de tantas borrascas. En el mismo tren en que fui desde Barranquilla hasta la costa viajaban varios revolucionarios, es­coltados por oficiales de] ejército, que iban a salir del país para dirigirse al exilio. Después de una travesía marítima de veinti­trés horas a bordo de un magnífico vapor de la "Royal Mail", llegamos a Colón el 12 de enero de 1886, y el vapor atracó en uno de los enormes muelles en la misma ciudad.

Colón, fundada el año 1851, e insistentemente llamada por los norteamericanos Aspinwall, del nombre de un rico accionista del ferrocarril del istmo, se encuentra en la bahía de Limón, en el ángulo N Ol·oeste de la isla de Manzanillo, formada por un banco de corales. La primera impresión que tuve al desem­barcar en este est upendo puerto, entonces muy movido de trá­fico, fue realmente buena, y esta se confirmó con el estricto control que de los cargadores se hacía. Otro era el aspecto que

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ofrecía la vecina parte colombiana de la ciudad, que nueve me­ses antes, el 31 de marzo de 1885, había sido incendiada durante la guerra civil. Las tropas del gobierno, bajo el mando de Ulloa y Brun, atacaron en esa fecha la pequeña ciudad defendida por los revolucionarios, negros en su mayoría, comandados por Pres­tan. Este puso frente a las balas de los atacantes al cónsul nor­teamericano y a los oficiales de igual nacionalidad de los barcos, a quienes había hecho apresar por negarse a descargar el ar­mamento enviado desde Nueva York. Las tropas del gobierno cercaron por ello la ciudad. Esta fue incendiada entonces por los revolucionarios, originándose un saqueo general en el que intervino toda la chusma internacional que se encontraba en Colón, cosa que atestiguaban bien claramente las muchas cajas de caudales forzadas que por allí se veían. Solo cuando la ciudad estaba ya ardiendo, desembarcaron tropas los buques de guerra norteamericanos, ingleses y franceses. Esas tropas fusilaban sin más a los delincuentes que sorprendían dedicados al robo. Seguidamente, ocuparon los norteamericanos toda la línea fé­rrea a Panamá y no se retiraron hasta la llegada de las tropas auxiliares del gobierno llegadas del Cauca a Panamá el primero de mayo. Antes, los norteamericanos rindieron homenaje a la enseña de Colombia.

Durante ese primer mes después del incendio, se enseñoreó de Colón la más espantosa miseria, de tal modo que las gentes que se quedaron sin techo hubieron de ser acogidas en los bar­cos, donde se abasteció de víveres incluso a las tropas colom­bianas. Mas en la reconstrucción de la ciudad se procedió con rapidez norteamericana; un comerciante que conocí había tele­grafiado a los Estados Unidos, todavía durante el incendio, y antes de que quedara reducida a ceniza la oficina de telégrafos, para encargar el inmediato envío de madera; otro, aun más as­tuto, pidió telegráficamente grandes cantidades de clavos de hierro. Ambos hicieron un negocio que recompensó espléndida-

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mente su ocurrencia. La parte quemada de la ciudad se recons­truyó, pues, a toda prisa y de modo provisional, con sus alma­cenes y hoteles, para lo cual en los primitivos emplazamientos de las casas -hasta el punto en que estos se podían reconocer­alzaron los propietarios más pudientes barracas de madera sos­tenidas sobre postes, formando calles discontinuas.

Colón es mezcla de civilización y barbarie, de limpieza y suciedad, de laboriosidad y holgazanería, y las pasion,es alcan­zan suma exaltación; hay enorme cantidad de garitos de juegos de azar y para la venta de bebidas espirituosas. Por la noche hay una bulla feroz; resuenan detestables y chillones músicas de baile; en los numerosos charcos croan las ranas, y se escu­cha sin cesar el canto de los grillos.

Una vez en Colón, quise conocer más de cerca toda la an­chura del istmo, atravesarlo y visitar tanto el ferrocarril como los trabajos del canal. Así que un día me dije: j A Panamá!

j Qué fácilmente se desliza hoy el tráfico en comparación con otros tiempos! Antaño era necesario meterse hasta Cruces por el río Chagres, lo que se hacía en angostas canoas, y luego, por horribles caminos a través de tristes comarcas pantanosas, se continuaba en mula hasta Panamá. El año 1848 fueron des­cubiertas por nuestro compatriota Suter las minas de oro de California, y toda la caterva de gentes deseosas de aventuras y sedientas de oro comenzó a afluír a aquel país; entre veinti­cinco y cuarenta mil hombres cruzaban año por año el istmo. La inseguridad aumentó de tal manera que el número de per­sonas asesinadas por criminales asaltantes se elevó entre 1848 y 1852 a dos o tres mil. Además de esto, la fiebre amarilla, el cólera y la disentería hicieron terribles estragos. Tales circuns­tancias sugirieron a algunos norteamericanos emprendedores la idea de construír una línea férrea que cruzara el istmo, y este se inauguró ya el año 1855. La obra costó un número descomu-

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nal de víctimas, y no hubiera llegado a coronarse nunca a no ser por haber traído obreros chinos para la ej ecución de los trabajos. Hoy día se dice que debajo de cada traviesa del ferro­carril está enterrado un chino.

Con otro compatriota, Baur, que me recibió muy bien, to­mamos en Colón el tren de viaj eros, cosa que hicimos en plena calle, pues no había estación alguna, y nos acomodamos en uno de los bien ventilados vagones. El tren atravesó el istmo en tres o cuatro horas. No despachaban billetes de ninguna clase. El empleado iba, con su cartera de cuero colgada, cobrando a los viajeros de uno en uno; el precio 10 fijaba a su arbitrio en cada caso. Como nosotros nos apeamos en el trayecto, se nos consi­deró como habitantes del istmo, y por ello pagamos una tarifa relativamente baja. Del dinero recaudado, una parte desapare­ce en la cartera de cuero, otra parte en el bolsillo del pantalón del cobrador. Al expresar yo mi asombro sobre semejante sis­tema de pago se me explicó que la empresa, después de larga consideración, lo había estimado como el mej or método; sabía bien que los empleados se enriquecían de ese modo, pero si fue­ra 11 poner una taquilla en cada estación, tendría que pagar también más empleados, y se robaría aún más dinero. Esos co­bradores son tipos sin escrúpulos. Por aquellos días ocurrió que uno de ellos se enfrentó a un pobre hombre que no quería pagar la cantidad exigida y, tras breve discusión, le pegó sencillamente un tiro y echó el cadáver debajo de un banco. Tal cosa, incluso en el istmo, resultó un tanto fuerte y se detuvo al asesino; pero el día de la vista de la causa encontraron vacío el calabozo.

A la salida de Colón y al marchar sobre el continente pro­piamente dicho, vimos de lejos la desembocadura, unos 100 me­tros de ancho, del canal. Enormes excavadoras, lanzando grandes nubes de humo, trabajaban en aquel fácil primer trecho, ya bas­tante adentrado en la tierra. Grandes barcos, cargados con el

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material extraído, salían para vaciarlo en el mar. Pasamos por el Cerro del Mono, "Monkey Hill, el cementerio de esta región, donde se hallan sepultados miles de obreros del canal. Cruzamos por Mindi, con sus colinas de notable interés geológico, y luego, en Gatún, encontramos al espíritu maléfico del istmo, el río Chagres, que, alimentado por veintiún afluentes y describiendo los más enrevesados meandros, lleva al mar las enormes canti­dades de agua de esta parte del istmo. En la estación lluviosa, pero en especial con los frecuentes aguaceros crece hasta for­mar uno de los caudales de mayor ímpetu. Entonces había el gigantesco proyecto de cerrar mediante un dique la salida del Chagres de la región montuosa, y luego, por medio de desagües y canales laterales, dar suelta poco a poco hacia el mar al agua allí estancada.

Veíamos por todas partes máquinas, locomotoras, carreto­nes, rieles, traviesas, herramientas apiladas, numerosos locomó­viles y extractoras en funcionamiento. Se habían tendido líneas férreas -ramales y trechos auxiliares- en una extensión de red de 350 kilómetros de vía ancha y 200 kilómetros de vía es­trecha. Hasta unos cien metros a ambos lados del ferrocarril se había talado la selva. A lo largo de toda la línea se veían mu­chas cabañas y plantaciones. Las tropas de administración del ejército de obreros estaban constituídas en su mayor parte por chinos. Los pueblos de trabajadores, campamentos, se habían construído preferentemente en los sitios más altos y sanos. Así llegamos a las tres alturas de San Pablo, a Mamei, a lugares con extraños nombres como GOl"gona, Matachín ("Muerte del chino") * hasta la región del río Obispo, y después a Empera­dor y al macizo rocoso junto a Culebra, que la vía atraviesa en un boquete de 80 metros y donde se hallaba previsto otro corte de 87 metros para el canal. Probablemente se había desmontado ya

~, Sic. (N. del T. ) .

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mucho en aquella altura. Desde allí, pasando por Paraíso y Pe­dro Miguel, se descendía a un hermoso valle, para llegar por fin a Panamá.

Panamá (temperatura media, 27 grados C) contaba enton­ces unas 25.000 almas y se hallaba en etapa de crecimiento. Fue la primera ciudad del continente y la fundó en 1519 Pedro Arias Dávila. Como en ella se suponían almacenados los tesoros traÍ­dos del Perú por los españoles, fue frecuentemente atacada por piratas. El célebre Margan la redujo a cenizas el año 1671; tras­ladado su emplazamiento al sitio que hoy ocupa, se la convirtió en una plaza fuerte de singular potencia defensiva. La nave­gación por el estrecho de Magallanes perturbó su prosperidad y sufrió profunda decadencia hasta el descubrimiento de Cali­fornia. Repetidas veces fue asolada nuevamente por incendios. La vieja ciudad, con sus numerosas iglesias y conventos y con sus angostas calles da, en efecto, una sensación de ruina. Los restos de mayor importancia corresponden al nunca concluído colegio de los J esuítas. Digna de mención es la Plaza Mayor con la Catedral de estilo jesuítico; sus dos torres son las más altas de Centro y Suramérica. Hay que citar también el exce­lente hospital establecido por los franceses; tiene quinientas camas, y en él cuarenta hermanas prestan su abnegado auxilio a los muchos enfermos de fiebres. Anotemos también las "Bó­vedas", o casamatas, que se hallan bajo la enorme muralla con­tinua de varios metros de espesor, y por las que se puede hacer un bello paseo matinal. Aquí cabe observar en forma óptima el juego del flujo y reflujo. Durante este último, el mar se retira a tres millas de distancia, con lo que se producen emanaciones peligrosas; luego vuelven a subir las aguas en una altura de 6 metros, y las olas salpican contra los muros. Por ello los vapo­res de altura no pueden llegar a la ciudad, y el verdadero puer­to, Perico, se halla a cuarenta minutos de Panamá. El principal

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lugar de excursiones de los panameños es la preciosa isla Ta­boga, a 16 kilómetros, donde entonces había también un sana­torio.

Estando en Panamá, me sorprendió una mañana, a hora tempranísima, la visita del ingeniero suizo Beyeler, que acaba­ba de salir de unas fiebres y había sido dado de alta en el hos­pital. Por medio de él tuve ocasión de conocer el verdadero es­tado de la obra francesa del canal; Beyeler ha sido también el primero en presentar en publicaciones técnicas exactos infor­mes sobre dicha empresa, contribuyendo a aclarar entre nos­otros esa cuestión.

Ya en Colón, y lleno yo de las más ilusionadas esperanzas sobre el logro de aquella gigantesca obra, experimenté la pri­mera decepción cuando diferentes empleados del canal respon­dieron con indulgentes sonrisas o con miradas irónicas a mis preguntas acerca de la fecha en que se podría terminar la cons­trucción. j Qué ingenuidad hablar de la próxima conclusión del canal! El señor Beyeler, que regresaba a su puesto como inge­niero de una división, diome a conocer la verdadera realidad de los hechos, proporcionándome con ello un gran chasco. En Europa la gente se dej aba halagar por las más doradas ilusio­nes; el que daba una justa referencia del verídico estado de aquella desatinada empresa, tenía que aguantarse incluso las groserías de los ofuscados accionistas o de aquellos que se ha­bían limitado a leer los informes de la propia sociedad. Entre nosotros se sabía todo mucho mejor que entre los mismos tes­tigos directos, hasta que a la historia del corte del istmo vino a agregarse finalmente una nueva página negra.

Ya Carlos V había propuesto esta obra. Leibnitz, Goethe, Pitt, Humboldt y Bolívar habían alentado el mismo proyecto. Pero solo cuando Lucien-Napoleón-Bonaparte Wyse exploró el istmo en los años 1876 a 1878 al frente de una expedición cien-

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tífica, y luego de haber obtenido este, por ley de 18 de marzo de 1878, un derecho preferencial de parte de Colombia para emprender la obra en cuestión, se llegó a dar el paso de crear la "Société civil du Canal interocéanique". Un congreso decidió en París el 15 de mayo de 1879 que, entre diferentes proyectos, el mejor sería el de la construcción de un canal a nivel; fue entonces cuando la citada sociedad, mediante pago de una suma de 10 millones de francos, entregó el 31 de marzo de 1881 a una sociedad del canal legalmente constituída la concesión recibida de Colombia. Sus gastos de fundación ascendieron solo a 25 mi­llones de francos, a los que se agregaban dos millones para el edificio de la administración en París. La sociedad mandó en­tretanto a América de 1.200 a 1.500 funcionarios, a los que se prometieron altas retribuciones, y grandes indemnizaciones en favor de los familiares, para caso de muerte. La sociedad ad­quirió 68.500 de las 70.000 acciones del ferrocarril del istmo. Mientras que esas acciones valían poco antes no más que 80 dólares, se compraron ahora a 250, lo que supuso una ganancia de 60 millones de francos para los especuladores. Seguidamente se adquirieron y almacenaron enormes cantidades de herra­mientas y máquinas. Para proporcionar comodidades al perso­nal directivo se hicieron grandes despilfarros. El constante cambio en la dirección y administración superiores contribuyó también no poco al incremento de los costos y a la lentitud de todas las actividades. Si ya las instalaciones habían devorado ingentes sumas, más aún consumían los trabajos propiamente dichos, en los cuales surgían a menudo dificultades con los di­versos contratistas; el descuido de la administración era tan grande que, en un país asolado por los temblores de tierra, ni siquiera se había practicado una medición exacta ni una correc­ta fijación del trazado.

La amarga verdad fue que el año 1886, de 150 millones de metros cúbicos quedaban por extraer todavía 130 millones, en

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tanto que la sociedad se veía obligada a conseguir dinero en condiciones cada vez más gravosas. No sirvió de nada la visita de Ferd. v. Lesseps, realizada con gran ostentación el 17 de febrero de 1886, si bien el viejo señor hubo de galopar por el istmo y prender fuego a una carga explosiva, espectáculo en el que se dieron la mano el bluff y la astucia, el inconsciente pro­ceder y el cálculo, de parte de los directivos realmente respon­sables. Ya en noviembre de 1887, el proyecto se reducía a la parcial ejecución del canal y al trazado de esclusas, cosa que estaría a cargo de Eifel, constructor de la torre de su nombre. Finalmente se produjo la máxima desgracia económica hasta ahora conocida que haya afectado, en particular, a las clases pobres de Francia. La pérdida fue de mil quinientos millones. El 9 de marzo de 1888, en virtud de sentencia judicial, la so­ciedad fue declarada insolvente, originándose un epílogo jurídi­co que se alargó aún durante años.

A fines de enero me embarqué en Colón en un vapor norte­americano para llegar al cabo de ocho días a Nueva York. Pa­samos por delante de Jamaica, hicimos el bello recorrido entre Cuba y Haití, y luego por el complicado grupo de las Bahamas hacia la Watling's Island, o la Isla de San Salvador, de tanto interés histórico por ser en ella donde Colón miró por primera vez la anheiada tierra. La temperatura fue al principio muy cálida; luego agradable, y solo en la penúltima noche empezó a hacer frío. En el maravilloso puerto de Nueva York apenas sí pudimos salir a cubierta; tan formidable frío nos recibió allí. Con gozO volví a contemplar en la tarde del desembarco los copos de nieve que descendían arremolinándose desde el cielo.

Durante la época del equinoccio, y después de una perma­nencia en los Estados Unidos, regresé a Europa en un vapor de la "Transatlantique". Nos acompañaron fuertes tempesta­des. El 3 de abril de 1886, penetrando ya en Suiza por la her-

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mosÍsima e incomparable entrada del valle del Travers, volví a ver por vez primera la mayestática guirnalda de cumbres ne­vadas de los Alpes y la azul superficie del lago de N euchatel. Un vaporcito se deslizaba por él; llevaba izada la bandera suiza, que ondulaba alegre y orgullosa en el viento de la mañana. ¡La cruz blanca en campo rojo! Una indecible sensación se apoderó de mí; con un movimiento espontáneo, descubrí mi cabeza y saludé a la Patria con silencioso respeto.

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14. - LA SITUACION ECONOMICA DE COLOMBIA

Como se expone en los capítulos históricos de este libro, las colonias de Suramérica no tuvieron baio la dominación es­pañola libertad política ni económica. Y después de alcanzada la independencia, todas las fuerzas se concentraron durante de­cenios, también en Colombia, en la formación y perfecciona­miento del poder público, en tanto que los problemas económi­cos quedaron las más de las veces a merced del azar o de la eficacia de empresas extranjeras. La falta de comprensión exis­tente en Colombia para las tareas y fines económicos del país se hizo manifiesta no en último término en cuanto a su posición frente al exterior. Puede muy bien afirmarse que hasta prin­cipios de nuestro siglo, e incluso hasta la guerra mundial, Co­lombia vivió encerrada en sí misma -en medida más o menos notoria- y no fue afectada por los acaecimientos internaciona­les. De hecho, ninguno de los productos de este país era tan imprescindible que el mundo necesitara proveerse de ellos a to­da costa. Las altas finanzas, por su parte, tuvieron suficientes zonas donde invertir su dinero, y ello con riesgos problable­mente menores y con las mismas perspectivas de beneficio. To­do esto, favorecido Uihor~ por diversM circunstancias, se ha cambiado enormemente en los últimos años. De un lado, no dejó de producir impresión el hecho de que Colombia no hubiera su­frido revolución alguna desde 1903 y que desde esa fecha se hubiera ido amortizando con la más pulcra exactitud la deuda

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pública. La general convicc'/,On de la necesidad de la paz para alcanzar el bienestar propio, creó en el país mismo la mejor base para el florecimiento económico. Más tarde, además, el afán de los Estados Unidos de desplegar una actividad capitalista en Summérica coincidió con la necesidad colombiana de ampliar sus carreteras y ferrocarriles, y con el descubrimiento de su 1'"Íqueza pet1·olífera. Colombia, que además supo conservar las antiguas relaciones con Europa, se destacó súbitamente y de modo notable con los esfuerzos de las grandes potencias dirigi­dos a Suramé't'"Íca.

La siguiente ojeada a las cuestiones económicas de índole interio?' y exterior que han de se?' afrontadas por Colombia p1'e­tende, no en último lugar, llevar a la convicción de la persona que se halla al ma1'gen de estos problemas lo difícil que para un país, valga la expTesión, sorprendido por el desarrollo eco­nómico, 1"esulta dirigir debidamente la explotación de los teso-1'OS de s'/,~ suelo y no Se1" víctima de la propia riqueza.

La exposición de la enmamñada historia económica de Co­lombia entre los años 1884 y 1903 puede ser defada aquí de lado, sin may01" pe1'fuicio, pues las incesantes luchas políticas para­lizaron toda especie de 1J1"ogreso y obstaculizaron en particular, la conversión en suelo cultivable de g1"andes extensiones de te-1"1"enO adecuadas 1Jam la colonización, El acontecimiento de máxima importancia económica sobreviene el año 1903, en que el Geneml Reyes, te1'minada la últi1na revolución, puso fin a la economía del pa,pel moneda introducida como consecuencia de todo aquel desorden. P01' cada 100 millones de pesos papel que se retim1"on de la circldación, invirtió Reyes tan solo un millón de pesos. oro. Esta medida era de una dureza inexorable; hoy día no nos parece ya cosa fue1'a de lo común, porque el apoyo a los val01'es monetm"Íos en EU'l'"opa después de la guerra de 1914 a 1918 1'eclamó sacrificios de muy ·superi01" cuantía. Pero entonces se tenía la imp1'esión de que Colombia, enteramente

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empobrecida y casi sin rentas públicas, no podría restablecerse tan pronto de aquella forzada reforma monetaria. En realidad, casi ningún estado come1"cial de Europa tomaba entonces en se-1-iO la exp01'tación a país tan poco conocido, cuya escasa capaci­dad adquisitiva apenas permitía hacer compras y que solo len­tamente se iba 1"eponiendo de las heridas de las interminables guerras civiles. Pero dent1'o de la misma Colombia se estaba gestando entretanto una profunda transformación cuya impor­tancia y consecuencias económicas, al principio, no eran ni si­quiera calculables. Listos y emprendedores propietarios habían hecho intentos de plantar café en los repliegues de la cordillera, alcanzando en aquella tierra vi'rgen rotundos éxitos. Colombia empezó entonces con el cultivo de café en gran escala y puso así las bases para un definitivo crecimiento económico. ¿ Quién hu­biera sospechado entonces que Colombia iba a ocupar hoy des­pués del Brasil el primer puesto en la exportación cafetera y que llegaría a Se1" el mayor productor del llamado café suave? El espléndido clima propio de las faldas de las cordilleras, en­tre los 1.000 y 1.800 metros de altitud y con la rotación de las dos estaciones lluviosa y seca, pe1-mite la obtención de dos co­sechas al año. Bajo los frondosos árboles que no pierden su follaje iamás, madura lentamente un fruto de máxima finura, pues no tiene la aspereza del café brasileño, que se cría en in­mensos campos de supe1"!icie ligeramente ondulada y sin a1'bo­lado ninguno. Por último, la baratu1"a de la mano de obra per­mite aplicar al fruto, también durante la cosecha, un cuidadoso tratamiento. De este modo el café colombiano ha logrado un buen nomb1'e en el mercado mundial y está iustamente recono­cido como uno de los mejores productos de este ubérrimo país. Más de dos millones y medio de sacos, de 62 kilogramos y me­dio, fueron exportados por Colombia el año 1928, y como las plantas ya viejas no disminuyen en su 1'endimiento al tiempo que surgen de continuo nuevas plantaciones, apenas es contro­lable toda esta riqueza. Si el café puede mantener sus precios

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como en los últimos años, las perspectivas siguen siendo favo­rables. Pero si, de modo semejante a lo acontecido con el azúcar, empezara súbitamente a perder de valor, ello acarrearía mucha miseria "a Colombia. Por ello la preferencia de un producto de exportación constituye siempre gran peligro para el desarrollo de todo un país.

La "situación económica de Colombia se había ido rne.ioran­do paulatinamente en el curso de los años, pe1"O al estallar la guerra mundial, este país quedó también, de 'Un golpe, aislado de toda comunicación con las nac'iones de allende los mares. Las potencias beligerantes necesitaban todos los buques disponibles para las travesías de mayor importancia, de mane?"a que Colom­bia, que no tiene flota me?"cante propia, apenas recibía del ex­terior las me?"cancías más imprescindibles, y ya no podía expor­tar su café. Las cosechas fueron almacenándose en el país, hasta que este riesgo fue a convertirse finalmente en una ventaja, pues, acabada la guerra, todo el café alcanzó una demanda ver­tiginosa; el año 1919 señaló ventas gigantescas a precios nunca vistos. La libre exportación dio por resultado una balanza de pagos extraordinariamente favorable, y el dólar U.S.A., cuya cotización era de 102%. pO't ciento en relación con el peso oro, descendió en enero de 1919 hasta el 84, Pero pronto habría de cambiar la situación. Los viajantes de comercio llegados po'r entonces del exterior encontraron el país desprovisto de toda clase de mercancías, y, a pesar de los elevados precios de la postguerra, no daban abasto con los pedidos, Se evidenció que la industria colombiana se hallaba todavía en sus comienzos, faltando allí las bases que pe'rmitieron a Argentina, Brasil y Chile logra?' su independencia económica durante una guerra que para Europa ?"esultaba suicida. Los artículos comprados Po?" Colombia con afán verdaderamente insaciable, empezaron a afluír al país y a ser rápidamente distribuídos por los diversos mercados, donde se vendían con altos beneficios. Pero aquella

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enorme abundancia de mercancías encontró tan desprevenidas a las comunicaciones, que la época de sequía de principios del año 1920 y el consecuente descenso de nivel en el Magdalena produjeron en los puertos del litoral congestiones de tráfico im­posibles de imaginar por un comerciante europeo. Atestados muy p1·onto todos los almacenes y depósitos, hasta las más valiosas mercancías hubieron de quedar a la intemperie sin protección alguna, perdiéndose sumas de millones. Al no recibir sus pe­didos los respectivos compradores, empezaron a incumplirse los 7)agos. Las cotizaciones de cambio ascendían sin cesar y el dólar llegó a estar a 127 en octubre de 1920; había subido, pues, cua­?'enta y tres puntos en dieciocho meses. En esos momentos es­talló la crisis económica en todo el mundo, arrastrando también a Colombia. Los precios del café bajaban de forma continua. El comercio y el tráfico se hallaban enteramente paralizados y cundía por todas pa?·tes profunda desesperación. Mas el comer­cio colombiano supo mantener en alto su honor y, en medio de los mayores sacrificios, saldó los compromisos con el extran­jero. En aquellos años difíciles, las naciones exportadoras de Europa tuvieron, de cierto, con Colombia pérdidas relativamen­te muy escasas. Esa noble actitud dio, de otro lado, sus frutos, sirviendo de base al actual crédito del país.

Cuando en julio de 1929 hubo de suspende?' pagos uno de los bancos más conocidos de Bogotá, el enérgico Presidente Os­pina dispuso una moratoria general de cuatro días, con lo que ganó el tiempo necesario para que la comisión de expertos nor­teamericanos en finanzas, poco antes llamada por él, pudiera fundar el banco nacional colombiano, Banco de la República. Esta nueva institución, a la que se otorgó el derecho exclusivo a la emisión de billetes y cuya primera reserva de oro fue traída en avión a Bogotá, intervino sin demora en la situación. Ya a los seis meses el peso se hallaba nuevamente a la par con el clóla'r; el país estaba salvado.

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Al propio tiempo comenzaron a subir en el mercado mun­dial los precios de los productos del suelo, y a la cabeza de todos ellos el café. Esta posición de preferencia se explica principal­mente por el hecho de que los Estados Unidos, a causa de la "prohibición", pedían mucho más café que antes. Por ello Co­lombia se rehizo con rapidez sorprendente de su conmoción eco­nómica. La trascendente y grave consecuencia de ello fue, sin embargo, que la suerte del país esté hoy indisolublemente ligada a los precios del mercado mundial y que ya no sea posible a Colombia dirigir por separado su vida económica. Esta cues­tión debería ser mejor considerada por los políticos y economis­tas colombianos. Pero, hasta ahora, los círculos influyentes de Colombia prestaron su atención sobre todo a los aspectos gratos de estas relaciones internacionales y trataron de obtener de ello la posible utilidad. En este sentido, y después de haber dismi­nuído considerablemente las antiguas deudas anteri01'es a la guerra, el Estado ha comparecido recientemente como prestata­rio en el mercado de dinero. y -en el fondo, con íntima S01'­presa de su parte- ha recibido, solícitamente y no muy ca1'OS préstamos de Nueva York. En los últimos tiempos se acudió de continuo a este sencillo medio de los empréstitos del exterior al objeto de encarrilar debidamente un desarrollo económico que, tomando al país con desenfrenado brío, sacudía de su largo sue­ño a todas las fuerzas inactivas y exigía abundantes cantidades de dinero. Si esta transfusión de sangre efectuada desde el ex­terior servirá para 1'obustecer suficientemente a la economía de Colombia dándole fuerza para vivir por sí misma, es cosa que se verá en años venideros. Démonos hoy por conformes con des­cribir este súbito proceso, al tiempo que indicamos sus conse­cuencias.

Hace unos cinco años sonó en Colombia esta consigna: "Cread para el país medios de comunicación y se abrirán posi­bilidades ilimitadas". Esta llamada sacó de su letargo a las fue1'-

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zas latentes, pues hasta el indio analfabeto podía entender la trascendencia del propósito. Lo que para un país como Colombia había de significar semejante convicción, cuyo entusiasmo llegó al pueblo todo, solo pueden juzgarlo exactamente los que han conocido la situación en los años de la anteguerra. Todavía en 1920 las cosas se encontraban en condiciones bastante parecidas a las descritas por el autor de El Dorado. En cuanto a vías fé­'t'reas, solo se habían construído unos 700 kilómetros, repartidos en distintos trechos no relacionados entre sí, y esto en un país t?'einta veces mayor que Suiza. Un tercio de estas vías se halla­ban en manos inglesas, y sus ganancias limpias no constituían otm cosa que una contribución pagada al extranjero. No había, por así decú'lo, ninguna carretera practicable para autos o ca­miones. De las ciudades a?'rancaban en dife't'entes direcciones no más que principios de caminos de, acaso, 5 o 10 kilómetros de longitud; eso era todo. La única excepción era la carretera del Norte, const'ruída por el eficaz y previsor General Reyes; esta vía arrancaba de Bogotá en direción norte y llevaba a Belén de Cerinza, pasando por Tunja; su recorrido comprendía unos 250 kilómetros. La navegación por el Magdalena constituía la ún'ica arteria de comunicación relativamente organizada. Con un buen vapor y siendo alto el nivel del río, era posible llegar en diez días desde la costa atlántica hasta Girardot. Pero tam­bién OCU1'?'ía a veces que, siendo malas las cÍ1'cunstancias, durase el viaje treinta y aún más días. Acerca del actual estado de la navegación fluvial proporciona más 't'eferencias el capítulo "Por el Magdalena".

Hasta hace diez años, el viajar era, pues, en Colombia, cosa extremadamente molesta y pesada. Sendero y mula lo eran todo en la mayor parte de los itinerarios. En tal situación vino a Ocupar el sillón presidencial, el 7 de agosto de 1922, Pedro Nel Ospina, hombre que dedicaría toda su capacidad de trabajo al p1'ogreso económico del país y a la ampliación de las comunica-

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ciones. Había conocido los Estados Unidos en calidad de joven ingeniero, y era el primer Presidente de Colombia que después de la separación de Panamá experimentaba una cierta simpatía hacia aquella nación. Hijo del Presidente anterior, Mariano Os­pina, siguió siendo un fiel secuaz del partido conservador, pero sus ideas eran .menos rígidas que las defendidas por su pad1'e. En breve tiempo se ganó Pedro N el la confianza del país y la oposición liberal le dejó actuar sin ofrecerle especial resistencia. Los cuatro años de su presidencia pueden ya calificarse como los más afortunados que ha vivido Colombia desde fines del pa­sado siglo. Con razón, Ospina quiso en primer lugar poner orden en el presupuesto del Estado antes de entrar a resolver los pro­blemas de las comunicaciones. Y así hizo venir a Colombia U1'La

comisión financiera norteame1"Ícana bajo la dirección del Profe­sor Kemmeret'. Estos técnicos pudieron trabajar, de un lado, so­bre la fú'me base de los 25 millones de dólares que a la sazón hacían efectivos los Estados Unidos en concepto de indemniza­ción PO?' la anterior ocupación de la zona del Canal de Panamá. De otro lado, las cámaras, bajo la impresión de haberse supe­rado la crisis, se inclinaron a aprobar las innovaciones proyec­tadas por la citada comisión y por Ospina. Se contaba, pues, con las condiciones previas para realizar un trabajo provechoso, y la comisión se anotó un gran éxito. Otras varias comisiones ex­tranjeras llamadas más ta1'de p01' Ospina en relación con asun­tos de instrucción, aduanas, ejéTcito, teléfonos, policía y régi­men penitenciario fueron, desgraciadamente, menos afortunadas en su cometido, pues los proyectos aportados no eran de la mis­ma urgencia. Las más trascendentes reformas de la Misión Kemmerer consisten, aparte de Ot1'OS proyectos, en la fundación del banco nacional emisor (Banco de la República) y en la crea­ción de un centro del tesoro con carácte1' independiente. (Con­traloría de la Nación). A estas dos instituciones hay que agra­decer en gran parte el ingente desarrollo de los últimos años.

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Sería prolijo detallar aquí la ley sobre creación y fines del banco nacional. Citemos únicamente que el banco se halla orga­nizado como sociedad privada y que sus acciones son de tres clases: A). Acciones del Estado; E). Acciones suscritas por otros bancos, a causa de lo cual hubieron de participar también las Sucursales de bancos extranjeros en Colombia, pues de lo contrario su esfera de negocios habría resultado legalmente re­ducida; C). Acciones adquiridas por personas privadas. De este modo se creó una gran reserva de oro, garantizándose en forma legal el cobro de los billetes de banco. La estabilidad de la mo­neda colombiana, estabilidad conseguida por ese medio, mani­festó en plazo brevísimo sus benéficos resultados, según indica­mos anteriormente. Además la Dirección del Banco de la Repú­blica ha realizado desde entonces en forma tan feliz el control del cambio extranjero, que en los últimos años el peso oro se ha mantenido a la par con el dólar, salvo insignificantes oscila­ciones.

En estrecho contacto con el Banco de la República trabaja la Contraloría, por cuanto esta se ocupa de conservar el equili­brio entre los ingresos y los gastos. Sobre la base de los anterio­res estados de cuentas, se formula en cada caso el presupuesto, contándose a lo sumo con ellO por ciento de ingresos suplemen­tarios y no pudiendo superar el total de los gastos al de los ingresos. Cuando el presupuesto es aprobado PO?' las cámaras, la Contraloría tiene el deber de vigilar su cumplimiento y, en especial, denegar todos los gastos que pasen de las sumas pre­vistas. En los últimos cinco años, gracias al favorable desarro­llo económico, los ingresos fueron regularmente mayores de lo presupuestado, de manera que las cuentas públicas cerraron siempre con superávit. Las provechosas consecuencias de estas reformas son, sin duda, claras para quien conoce las peculiares circunstancias de Suramérica. Los diferentes ministerios y otros

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organismos oficiales son objeto de limitación en su libre dispo­nibilidad, con lo que el ciudadano contribuyente puede otorgar su confianza a la administración pública.

Junto a estas medidas para el saneamiento del presupuesto nacional, se intervino también en la economía privada mediante la promulgación de una ley bancaria extremamente severa, que podría servir de ejemplo a algunos estados de Europa. La pro­pia Contraloría está facultada y obligada a efectuar 'regular­mente un control de la gestión de todos los bancos establecidos en el país. Los bancos, por su parte, deben presentar semestral­mente para su examen los correspondientes balances de negocios y publicarlos seguidamente en los diarios. Así, la parte inculta de la población comienza lentamente a tener confianza en los bancos y, por fin, usar de la posibilidad que se le ofrece de hacer imposiciones de ahorro con los correspondientes intereses a su favor. Hoy día la estructura económica del país es ya sana, y ello se debe no en último término a los proyectos de Kemmerer, cuyas reformas, después de algunas mínimas modificaciones, han dado espléndidos resultados.

De los 25 millones de dólares que recibió Colombia de los Estados Unidos como reparación por la pérdida de Panamá, el gobierno ingresó 5 millones en el Banco de la República, obte­niendo, como indicamos antes, un gran resultOJdo. La mayor parte de la indemnización, de acuerdo con las directivas del Pre­sidente, fue adjudicada al Ministerio de Obras Públicas. Pero, según criterio general, los órganos legislativos cometieron en este punto un lamentable error, pues en el ministerio tan gene­rosamente favorecido faltaba un plan de envergadura para la debida inve>rsión de los fondos. En vez de aplicar sistemática­mente aquellos millones en obras de pública utilidad, sin tener en cuenta intereses personales o de partido ni tampoco aspira­ciones demasiado locales, se desparramó toda la riqueza; en vez

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de emprender uno tras otro los diversos proyectos, se empezó a trabajar simultáneamente en los lugares más distintos. Con casi pueril impaciencia, cada departamento se apresuraba a re­clamar su propio ferrocarril, hasta que las autoridades, marea­das por tantas peticiones, terminaban por decir que sí a todos. Así se dilapidaron dineros y energías, y al cabo de algunos años de enormes dispendios, los resultados positivos son más bien escasos. Además, eso poco que se hizo sirve por hoy tan solo a necesidades localmente limitadas, y las diferentes partes del país se ven, como antes, abandonadas a sus propios medios. Bo­gotá sigue sin poder prolongar su ramal férreo hasta el cauda­loso tramo inferior del Magdalena. Cartagena está construyen­do el Ferrocarril Central a través de las fértiles llanuras del de­partamento de Bolívar, pero todavía no ha podido establecer el enlace con el departamento de Antioquia. Medellín quería ex­tender su vía férrea en dú'ección Oeste hasta el río Cauca, para empalmar allí con el Ferroca1'ril del Pacífico; mas para eso ha­brán de transcurrir aún muchos años de esforzados trabajos. Solo Manizales concluyó tenazmente su vía férrea, y en Cartago estableció el enlace con el citado Ferrocarril del Pacífico, de mo­do que en determinados días puede viajarse desde M anizales hasta Buenaventura, o sea hasta el mar.

Las dificultades que se oponen en Colombia a la realización de los p1'oyectos de vías de comunicación, son de magnitud ex­traordinaria. Contribuye a esto que el arrollador progreso ex­perimentado por el tráfico moderno en todo el mundo, ha en­contrado a Colombia en un estado que corresponde al de Europa a mediados del siglo XIX. El observador imparcial reconoce que el clima y las condiciones del suelo 'dificultan, sin duda, en Colombia al desa1'rollo del tráfico, pe'rO que no pO't' eso constitu­yen obstáculos insuperables. Al colombiano, en cambio, le cues­ta liberarse de las realidades actuales, aunque también él se halla convencido de la formidable capacidad de desarrollo y del

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gran futuro de su país. Así ocurre, desgraciadamente, que los ingenieros, al establecer el trazado de una línea férrea, no siem­pre escojan el recorrido que técnica y económicamente sea el mejor, debiendo atenerse a toda clase de circunstancias políti­cas y llevar la vía de población en población, cosa que a menudo resulta sumamente inadecuada. Muchas ciudades pequeñas y pueblos situados en el campo pod'rían muy bien progresar y crecer sin necesidad de hallarse precisamente enlazados a las principales vías de comunicación. En cambio, una vía de recorri­do más correcto podría hacer accesibles en poco tiempo regio­nes favorablemente situadas aunque todavía poco pobladas. Y entonces sería posible ofrecer buenas tie1"1"as a la tan deseada inmigración de granjeros y colonos de sanas características. Sin cuidarse de ello, los colombianos siguen construyendo preferen­temente hoy día pequeñas vías de acceso que irradian en forma oblicua desde el Magdalena a las ciudades; al hacerlo no pien­san que los españoles, en su tiempo, establecieron los poblados con puntos de vista de muy distinta índole.

Necesaria es, ante todo, una "línea del Norte" en la Cordi­llera Oriental, que enlace la sabana de Bogotá con las fértiles altiplanicies de Boyacá y baje luego a las ricas depresiones de los departamentos de Santander del Sur y del Norte, para al­canzar el Océano Atlántico en un buen puerto, como Santa Mar­ta o más al Este. No se sabe todavía si este deseo de un enlace directo de Bogotá con el mar lo realizará la "Línea del Nordes­te", empresa acometida actualmente por Bélgica con admirable eficacia y empuje. Bogotá tiene que comunicar también lo más rápidamente posible, con el Océano Pacífico, máximo por cuanto ese enlace transversal debe superar la Cordillera Central entre ¡bagué y Armenia. No existe la menor duda de que esas dos líneas principales se podrían sostener por sí mismas o, al me­nos, pagar los intereses del capital invertido.

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En lugar de relegar a segundo término ante estas impres­cindibles vías de comunicación las demás exigencias de ferroca­rriles, por todas partes se empezaron obras de semejante géne­ro. El dinero recibido del exterior en forma de empréstitos se ha gastado ya, sin que las mínimas obras realizadas den para abonar los réditos correspondientes. A esto se suma que todas las líneas hasta ahora construídas son de vía estrecha y que ni en las curvas y subidas, como tampoco en los puentes y túneles, se ha pensado en una ulterior transición a la vía ancha (o nor­mal). Si este cambio se hace necesario un día, los actuales tra­zados tendrían que ser modificados en su mayor parte. Ello tiene también capital importancia en cuanto a los muy deficien­tes accesos a las ciudades.

En Europa, la misma vía de ancho normal -la de mayor rendimiento- apenas está en situación de competir con el trans­porte por medio de camiones. ¿Cómo podrá lograrlo más tarde en Colombia la simple vía estrecha, cuyos costos de construcción, por otra parte, son allí incomparablemente más elevados a los de la vía ancha en los países europeos? Parece, por desgracia, una exageración, pero no por ello es menos cierto, que en Co­lombia existen líneas férreas en las que el kilómet'ro de vía es­trecha ha valido bastante más de un millón de francos suizos y que los gastos del trazado y tendido han representado medio millón aproximadamente. N o obstante, los gastos de explotación de estas líneas quedan pronto cubiertos, y ello a pesar de que las tarifas para viaje1'os y mercancías no son especialmente al­tas en comparación con lo usual en Europa. Pero en cuanto a rapidez y comodidad, los trenes de allí son todavía bastante in­feriores a los nuestros. En muchos recorridos funcionan diaria­mente solo uno o dos trenes de viajeros en cada dirección; tam­poco el tráfico de mercancías es muy grande. Las empresas ferroviarias, por tal motivo, pueden mantener en límites redu­cidos sus gastos de personal y para material rodante; mas, por

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otro lado, deberían dedica?' mayor atención a la amortización de las instalaciones . Existe además una ley según la cual los departamentos y las sociedades privadas reciben del gobierno nacional una aportación de 20.000 pesos (100.000 francos sui­zos) por cada kilómetro de vía que se entrega listo para el trá­fico. Esta ley, realmente, ha fomentado mucho la construcción de vías férreas y ha permitido también a los departamentos pobres llevar a cabo grandes planes de tráfico de su propio in­terés .

En el t?'áfico de pasajeTos, la tercera clase va siempre llena en todo el país. Cuando en los días de mercado se lanza sobre los trenes un revuelto enjambre de indios e indias de las clases más pobres para trasladarse a las ciudades, especialmente a Bogotá, uno se pregunta a menudo con preocupación qué nego­cios de tanta urgencia tendrán que resolver allí esas gentes. Horas y horas permanecen sentados, hacinándose en angostos bancos, o se apiñan sobre estribos y plataformas, en verdaderos racimos humanos. La incomodidad no les afecta; mudos, van mirando a la lejanía y viajan como niños, llenándose de gozo ante el más mínimo acontecimiento.

Con extraordinaria ?'apidez, el auto ha sabido imponerse también en Colombia al lado del ferrocarril. El avance triunfal logrado aquí PO?' este vehículo es algo q'ue raya en lo increíble. Hace veinte años llegó el primer auto, arrastrado por cargado­res, hasta la altiplanicie de Bogotá. Hace solo diez años había en la capital muy pocos automóviles pa'rticulares, y hace tres años estos carruaies tenían que ser transportados aún hasta Bo­gotá por medio del ferrocarril, pues no había carretera hasta el Magdalena. Hoy día se mueven, solo en Bogotá, más de mil au­tos (ent're los de tU1'Ísmo y camiones). En todo el resto del país, la importación aumentó igualmente, de tal modo que la cons­trucción de carreteras, descuidada durante decenios, ha tenido

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que. ser acometida ahora con la máxima energía. Todo P1'opie­tarw de auto, lo mismo si disponía de un coche de lufo que de un Ford barato, exigía poder- viafar en él a donde fuese. El go­bierno del país y los de los departamentos hubieron de ceder a la general demanda y construír car1'eteras por todas partes. Pe-1'0, por desgracia, se cometen las mismas faltas que con los ferrocarriles, o sea el proceder sin planes fifos y sin concentra­ción del esfuerzo. Si lo que falta es dinero o paciencia, parece difícil de precisar. Pero una cosa es segura: en todas estas ca­r1'eteras falta la conveniente estructura del piso, y, para llegar más rápidamente al término del 1'ecorrido, las curvas son dema­siado cerradas y las cuestas demasiado pendientes. La nueva carretera se ab1'e inmediatamente al tráfico, hasta que, por lo común, la próxima estación de lluvias se encarga de inter1'Um­pir la circulación; solo al cabo de años se obtiene la conveniente solidez del fundamento. Así acontece que los camiones de cinco toneladas, solo en los trayectos llanos están libres del riesgo de hundirse en el suelo. A pesar de ello, se ve por todas pa1'tes un movidísimo tráfico de camiones, lo cual prueba que muchas re­giones del país se hallaban tan aisladas solo a causa de la falta de buenas carrete1'as. Es un hecho, sin embargo, que la comu­nicación con comarcas lefanas que, gracias al nuevo enlace, pue­den llevar a la capital sus productos, no ha meforado en nada los precios de la cara vida de Bogotá, Por una parte, la mayo?' facilidad de tráfico crea también entre el público mayores ne­cesidades, y por otra parte, el incremento de producción es ab­sorbido por la población 'll1'bana en 1"ápido crecimiento.

Hasta hace unos pocos años, los buenos caballos y mulas emn imprescindibles para el viafe1'o; en inte1'és de este compi­ten hoy día en muchos lugares el fe1'roca'rril y el automóvil. En este joven país se halla en plena actividad la pugna ent1'e el carril y la car1'etem. La gente se lanza aquí a las innovaciones con un entusiasmo libre de todo p1'ejuicio, y no frenado tampo-

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co por la preocupación de que pudieran desvalorizarse antiguas inversiones de dinero. La jubilosa acogida que a todo lo nuevo, dispensa este pueblo, apenas contenido por el peso de las tradi­ciones, es también, acaso, un fenómeno propio del clima tropi­cal, pues parece como si su monotonía despertara en el hombre el afán de cambios, poniendo en su vida y quehaceres una cier­ta inquietud e inconstancia.

Como conductor de automóviles, el colombiano se caracteri­za en general por su rapidez de reacción y su gran audacia. Pero suele exigir excesivo rendimiento del motor y de todo el vehícu­lo, pues no posee el necesario conocimiento de sus últimos de­talles técnicos.

En una ojeada general a la situación económica de Colom­bia, es tan obligado referirse a la "Sociedad Colombo-Alemana de Transportes Aéreos" como cuando se describe el viaje al irlr terior; en efecto, no existe duda alguna de que esa sociedad colombo-alemana de aviación ha superado ampliamente con su actividad el marco de una institución dedicada únicamente a facilitar el tráfico, pudiendo decirse que presta g1'andes servi­cios a todo el país en el aspecto político y económico. El enlace aéreo es el que realmente ha acercado entre sí a las distintas partes de la nación. El gobierno está ahora en condiciones, desde su sede de Bogotá, de establecer contacto con las autoridades de los lugares más alejados, hallándose al tanto de todos los acontecimientos mediante directa información. A la inversa, la capital del país, situada antes en desconocida lejanía, se ha aproximado al mundo y ambiente del resto de la nación. De este modo, no solo se ha robustecido la conciencia de unidad y her­mandad dentro del estado, sino que se ha desarrollado también un sentido de los beneficios y necesidad de la paz en el país. Tampoco en el dominio económico las ventaias obtenidas por Colombia en la aviación se reducen a la rápida y puntual distri-

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bución del correo. Un ejemplo en este sentido lo constituyen los envíos de oro y valores de todas clases, que los bancos, hasta ahora, acostumbraban a realizar con la menor f?'ecuencia po­sible, y que hoy día, con la ayuda de los aviones, pueden prac­ticar más sencilla y económicamente. Con ello consiguieron los bancos de la ciudad mayor libertad de movimiento; en especial los nacionales (entre los que hay que c'Ítar a este respecto el Banco de la República, el Banco de Bogotá y el Banco de Co­lombia) aC1'editaron lo dicho con la fundación de numerosas su­cursales en las ciudades comerciales de los departamentos del Norte y del Oeste del país. Si bien tales fenómenos deben atri­buírse en primer término al favorable desarrollo general, no puede tampoco discutirse que los principales círculos bancarios se han visto animados a ampliar sus actividades en virtud de la seguridad de poder contar con la correcta entrega y recibo de valores gr'acias a las comunicaciones aéreas. Esta confianza en la seguridad y garantías del servicio aéreo se manifiesta de mo­do parecido en la actitud de las compañías de seguros; estas han reducido notablemente las primas para C01'reo aéreo en com­paración con las tasas para envíos normales. Hay que anotar finalmente que hoy vienen a Bogotá, para tomar parte en nego­ciaciones sobre grandes empréstitos, importantes hombres de finanzas del exterior, los cuales, antes de introducidos los vue­los, no hubieran tenido tiempo para el fatigoso viaje hasta el interior del país. A causa de lo dicho, Colombia ha podido repe­tidas veces, obtener sus empréstitos en mejores condiciones. También para los pequeños comerciantes resulta de la utilización del servicio aéreo la no desdeñable ventaja de que los pagos a ultramar se les abonan en cuenta por el destinatario una se­mana antes, con lo que se disminuyen los recargos,

Todas estas favorables repercusiones de las actividades de la "Sociedad Colombo-Alemana de Transportes Aéreos" sobre la situación económica de Colombia no pueden expresarse, cier-

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tamente, en valores rnonetarios concretos; pero se hacen sensi­bles de una mane'ra tan viva, que la Sociedad en cuestión ha sido declarada ya por" el gobierno empresa de utilidad pública, gozando una general e ilimitada confianza.

De todo lo dicho se desprende que solo en los últimos años se ha iniciado en su pleno vigor" el desarrollo económico de Co­lombia. El año 1920 encontré allí la situación casi a idéntico nivel que el descr"ito por" nuestro padre en El Dorado. Si bien el país se halla algo más cultivado y su población es más densa, las encantador·as estampas que se contemplan en los viajes y correrías son iguales a las de entonces. También el carácter" de los habitantes, sobre todo en las comarcas apartadas, sigue sien­do a grandes rasgos el mismo. Pero en las ciudades se va abrien­do b'recha de continuo en las viejas costumbres y tradiciones, y esto se r·efiere especialmente a la costa, donde las peculiarida­des regionales ceden más fácilmente al influjo exter"Íor. También en el aspecto espiritual y cultural se puede observar la misma adaptación. Antes, un viaje a Europa solía ser para el colom­biano la consumación del sueño de su vida y significaba para él un renacer a la cultura. Los Estados Unidos no entraban enton­ces en cuenta como meta de viaje, pues antes que nada se que­r"Ía dar testimonio de descendencia de la Europa 'románica, E s­paña en pr"ime1· lugar. Hoy, sin em,bargo, es ot'ra clase de colombianos la que viaja, y a estos les es indiferente dirigirse al Viejo Mundo o a los Estados Unidos. Los que buscan la rela­ción con la metrópoli de antaño, o sencillamente con el viejo patrimonio cultural, se encuentran hoy en franca minoría. Los demás viajan tras de supe'rficiales diversiones o bien tratan de alcanzar, por medio de nuevos contactos, las inherentes venta­jas en los negocios.

Pem esta frecuencia en los viajes tiene también grandes desventajas desde el punto de vista de la Economía Política. Una extraor"dinaria cantidad de colombianos abandonan de con-

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tinuo su pat1'ia para gastar más a gusto el dinero en el exterio'r. En Colombia, 1·ealmente, se ha elevado mucho el costo de vida , pues en tal sentido operan el proteccionismo aduanero, la fuerte unidad monetaria, el rápido crecimiento de la población y el éxo­do rU1'al a las capitales. Precisamente la permanencia en el ex­t1·anjero de las clases dotadas de alto poder adquisitivo repre­senta a la larga un peligro para el capital nacional; ese peligro es tanto mayor por cuanto faltan datos numéricos y, por tal causa, no se puede prevenir públicamente sobre las consecuen­cias. Estos dineros, disipados improductivamente y sin provecho apreciable, le hacen harta falta a Colombia para su progreso, y en tal sentido no puede callarse frente a los colombianos ricos el rep1·oche de estar p1'efiriendo su p1·opio bienestar a la pros-1Jeridad de la patria.

Parecido desdén por la conservación del patrimonio del Es­tado puede adve1,tirse también en la administración pública, si bien hay que conceder que en Colombia la formación de capital nuevo se pToduce de modo más fácil que en el Viejo Mundo. Sin p1·ofunda reflexión, los círculos responsables han contado, du-1'ante los últimos años, con un constante aumento de los ing1'esos del Estado y con una permanente facilidad en Nueva York. Una disminución 1'elativamente pequeña en los ingresos de aduanas o un anquilosamiento en el mercado monetario tiene que tras­torna?· el equilibrio de la economía estatal. En este aspecto lla­ma especialmente la atención del europeo la forma en que el colombiano C1'ee en la altruísta amistad del socio capitalista nor­teame1'icano; nosotros, en cambio, aprendimos en la época de postgue1Ta que la amistad, incluso la de la nación más rica, se acaba tan pronto como hay que hablar de prórrogas o condona­ciones. Tampoco Colombia se librará de esta amarga enseñanza, y ya se hacen sensibles los presagios de una nueva y dura crisis.

Ent1'e los extranjeros residentes en Colombia se halla muy extendida la opinión ele que la vinculación demasiado estrecha

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a los Estados Unidos podría significar un riesgo para la inde­pendencia económica del país. Cuando hace algunos años se ha­lló petróleo en Colombia, fue muy llamativo cómo comenzó a aflojarse la mano en Wall Street.

En todos los países donde se encuentra petróleo, la historia de la explotación se desarrolla de manera parecida. Por ello, y también para el caso de Colombia, basta la comprobación de que la gran riqueza no solo suele atraer amigos desinteresados. Los únicos yacimientos petrolíferos explotados hasta ahora en gran escala se hallan en Barranca-Bermeja, junto al Magdalena, a unos 800 kilómetros de la costa atlántica. Los campos petrolí­feros pertenecen a los norteamericanos, que han construído un oleoducto a través de la selva y las llanuras, incluso cruzando por debajo del Magdalena, hasta el puerto de Cartagena, con el fin de poder cargar directamente el petróleo en los buques cis­ternas. A pesar de estas costosas instalaciones, Colombia ocupa todavía un puesto muy secundario en la producción mundial de petróleo. Parece, sin embargo, que hay muchos yacimientos es­perando la explotación y que el capital internacional está pen­diente tan solo de que el parlamento colombiano de sob're el par­ticular una legislación que le acomode. Los aspectos jurídicos de los pozos de petróleo requieren más exacta reglamentación. Cuando el petróleo aparece en terrenos baldíos de los pertene­cientes al Estado, este declara de su propiedad los yacimientos 1'espectivos. Ello es aplicable, por ejemplo, a las extensas zonas del golfo de Urabá entre Cartagena y Colón. Pero, aparte de lo dicho, los departamentos, al igual que los propietarios particu­lares, pueden, según la legislación vigente, extender a tercera persona concesiones de petróleos sobre las respectivas propie­dades y en las condiciones que deseen. A este respecto, no obs­tante, el gObierno nacional, apoyado por toda la opinión pública, desea asegurar al Estado dete1'minadas facultades de control, junto con el derecho al cobro de contribuciones. Pero todavía

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está por ver si los patrióticos deseos de los colombianos serán más fuertes que las intenciones de quienes defienden una ilimi­tada libertad de acción, privada e internacional.

Viva luz arroió sobre esta lucha de los más diversos intere­ses el incidente de la llamada "Concesión Barco" (septiembre de 1928), que como hecho significativo reclama una breve refe­rencia. En el siglo pasado se habían adjudicado al General Bar­co, colombiano, grandes extensiones de terreno del departamen­to de Santander del Norte en calidad de concesión por servicios prestados. Con el tiempo, los derechos de esa concesión fueron a parar a manos norteamericanas, pero sin que se hubiera efec­tuado la explotación legalmente establecida. La Corte Suprema de Bogotá declaró vencida la concesión y en consecuencia, auto­rizó al Estado para disponer a su arbitrio de las riquezas petro­líferas de aquellas tierras. Pero como los concesionarios norte­americanos tenían estrecha relación con el Secretario de Esta­do Mellon, la sentencia dio lugar a una "consulta inoficial" de parte del Ministro norteamericano en Bogotá, la cual fue uná­nimemente considerada como inadmisible intromisión en los de­rechos de soberanía de Colombia. El país no ha llegado todavía a una opinión fija sobre si es mejor atraer el capital extranjero mediante una amplia legislación sobre petróleos, produciendo así el bienestar exterior, o si resultaría preferible proceder pru­dentemente acentuando de forma marcada el punto de vista na­cional y asegurando al Estado una participación adecuada en la explotación. Para aclarar la situación, el gobierno colombiano ha hecho venir de Inglaterra un especialista en cuestiones pe­troleras, el cual deberá estudiar sobre el terreno todas las cir­cunstancias Y elaborar las oportunas propuestas para la ulterior legislación sobre el particular. La :'Standard Gil Co." ve en esta medida no más que un ataque de la Royal Dutch Shell que quie­re afianzarse en Colombia y, de paso, pescar en río revuelto. Los hombres de estado de Bogotá se encuentran hoy en situación

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poco envidiable, pues para hacer una política de petróleos ve1'­daderamente nacional les faltan los medios económicos indepen­dientes, con lo cual desaparece también la confianza en las P1'O­

pías fuerzas .

En medio de la lucha por el p1'edominio en las cuestiones del petróleo en Colombia, hombres de finanzas que parecen te­ner 'relación próxima con el Depa'rtamento norteamericano de Comercio han recomendado públicamente guardarse de facilitaT a Colombia nuevas sumas de dinero. Por desgracia, es preciso dar la razón a los autores del escrito en el sentido de que Colom­bia ha forzado excesivamente su crédito . No obstante, el mo­mento del aviso se conside1'ó inoportuno, y el aviso mismo fue interpretado como un intento de intimidación. Si las leyes sobre petróleos, ahora en embrión, se orientan según puntos de vista muy nacionales, parece que la favorable disposición de los Es­tados Unidos en cuanto a empréstitos se tornará súbitamente en la actitud contraria. La desilusión que se ha manifestado en la 01Jinión pública de Colombia contO consecuencia de esa convic­ción tiene, a su vez, aspectos favorables . En efecto, se ha com­p1'endido que la continua utilización de fondos ajenos lleva en sí graves riesgos para la autonomía económica, hasta en el caso de 'un país de tantas riquezas natu'rales como Colombia.

Realizando un examen del gobienw nacional de Colombia, 1'esulta que el actual gobierno y su labo?' administrativa son ?ne­?'ecedores de una incondicional confianza. Los gastos de las mi­siones en el extranjero, así como el presupuesto del ejército se mantienen en una justa proporción 1'especto de los gastos de instrucción, agricultura y, en especial, ob'ras públicas. En cam­bio, se ha demostrado que todas las emp?'esas e indust1'ias pro­pias le salen al Estado demasiado caras. Pa1'ece haber tenido éxito una gran campaña de prensa cont1'a todas las empresas estatales de esa especie. Los trabaios de construcción considera-

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dos como urgentes, en especial las líneas férreas de mayor im­p01·tancia, se confiaron desde ahora a empresas del país y ex­tranjeras, rese1'vándose el Estado tan solo ciertos derechos de controlo inspección. Con la incorporación de la industria pri­vada para la ejecución de obras públicas, se espera también ver más rápidamente convertidos en valores productivos los medios económicos empleados.

Debiera ser ya tiempo de que Europa llegara a decidir si va a tomar parte activa en el desarrollo económico de Colombia. A ese respecto hemos de anotar aquí que el gobierno se com­p01'ta muy leal y correctamente en la adjudicación de trabajos a extranjeros. Es cierto que en los contratos y licitaciones pú­blicas se ponen a menudo condiciones que podrían desanimar a los interesados. Pero si se considera con cuánta frecuencia em­presas desaprensivas han abusado de la confianza del país du­?"ante los últimos cuarenta años, no es para sorp?"enderse ante eventuales medidas de protección que resulten algo mezquinas. Mas una vez suscrito el respectivo contrato, este es cumplido en todo lo posible por el gobierno. Así, repetidamente, ha aceptado la solución en favor de los empresarios en casos de fuerza ma­yO?', siempre y cuando ha llegado a la convicción de que aquellos se esforzaron en servir honradamente al país. Por tal motivo, lJuede recomendarse, tanto al mundo de las finanzas como a las empresas industriales, tomar parte en las licitaciones o concur­sos del gobierno colombiano. De esta manera lo europeo podría voZ.ver a tene?" en Colombia más validez e influencia. El colom­biano sabe agradecer siempre un traba,io bien realizado, y al llega.'r la hora de hacer nuevos enca1'gos o pedidos se acuerda de los proveedores y empresarios acreditados ya Po?" su ante-1'Íor servicio.

En este 1'eSU1nen económico deben figu?"a,t también algunas obse?"vaciones generales sob1"e la inmigración a Colorn,bia. Es cosa bien comprensible que la joven república, con solo siete mi-

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llones de habitantes sob're un inmenso te?"?'itorio, mire con sim­patía el movimiento de inmigraci6n. Pero, por desgracia, no basta de por sí la buena voluntad de las autoridades para regu­lar met6dicamente la afluencia extranjera y ahorrar a los inmi­grantes las decepciones naturales ante una deficiente previsión. Precisamente el loable afán de atraer al país buena inmigración, lleva a los colombianos a hacer, de modo frecuente y espontáneo, descripciones muy optimistas de la situación y perspectivas de los nuevos residentes. Ante todo, es cosa cierta que Colombia no ejerce nunca sobre el excedente de población europea el mismo atractivo de, por ejemplo, la Argentina o el Canadá, pues el cli­ma tropical pone 1Ja determinados límites a la raza blanca. Los emigrantes a Colombia, en especial granjeros y agricultores, deben hacerse reconocer en primer lugar por facultativos para que estos determinen su capacidad de resistencia para la vida en los tr6picos. Si luego se informan sobre las leyes de inmigrar ci6n y demás posibilidades, lo cual puede hacer en las oficinas de propaganda establecidas por Colombia en Londres, París, Hamburgo, Barcelona y Nueva York, y si a base de los datos recibidos se deciden a emprender el viaje, deberían prepararse aún prudentemente para sorpresas como las que siguen:

Las localidades portuarias no están realmente acondiciona­das para la recepción de emigrantes. Tampoco hay nadie allí que se encuentre encargado de atender especialmente, y ayu­darles para continua?" viaje hacia el interior, a los recién llegar dos que no conocen el español y que se ven desorientados con toda su hacienda a cuestas. La inevitable permanencia en la cos­ta colombiana, en el más caluroso clima tropical -que solo re­sulta soportable mediante el máximo confort y con una forma de vida adaptada a normas de salubridad- es algo muy costo­so, y consume tal vez los últimos aho1"ros del inmigrante. Pero el trozo de tierra a cuya asignaci6n tiene derecho según ley, se encuentra en un lugar cualquiera, a días o semanas de camino

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desde la costa, allí en el interior del país. Esa tierra debe ser ialonada y 1'oturada por el nuevo finquero antes de que legal­mente pase a ser de su propiedad; y tales traba/os, como es sabido, resultan muy duros para el europeo no acostumbrado a ellos. Cuando, por fin, y tras grandes sacrificios de tiempo y dinero, han sido superadas también dichas dificultades, suele resultar que la gran distancia desde la colonia hasta la próxima aldea y, sobre todo, la falta de carreteras practicables, excluyen la posibilidad de vender ventaiosamente los productos agríco­las. Pese a que el suelo, muy fértil en casi todas partes, suele dar abundante cosecha, y pese a que el finquero, por esa razón, gana pronto lo necesario para mantenerse él y su familia, en­cuentra dificultades para vender el sobrante de lo producido y mejorar así económicamente.

Estas 1'eferencias llevan por sí mismas a la conclusión de que la inmigración a Colombia solo tiene sentido hoy día para aquellos colonizadores que en su patria han vivido hasta ahora en las más desfavorables condiciones. Puede ser que a ellos les baste la perspectiva de poseer tierra y casa en un Estado libre, en un país del futuro, a cambio de aceptar voluntariamente el aislamiento del mundo y otras duras privaciones. Mas para agri­cultores suizos, alemanes y de países nórdicos, gente con buena instrucción escolar, las gene1'osas disposiciones de las leyes de inmigración no llegan a compensar las desventaias enumeradas. Para los labrad01'es que, además de los conocimientos profesio­nales, traen consigo algún capital, existen, sin duda, buenas pers­pectivas comprando tierra en la cercanía de las poblaciones y a propietarios particulares, e implantando una explotación in­tp.nsiva. En tal caso, lo mismo que a los comerciantes, a1'tesanos y ob1'eros especializados, puede sonreírles el éxito si disponen de suficientes medios y energía para salir adelante en los años, siemp1'e dificiles, de su primera actividad en el país.

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En la p?'esente ojeada a la situación economwa de Colom­bia se ha evitado delibe'radamente la presentación de simples cifras, que pronto quedarían supe'radas, perdiendo así su valo'r. El discreto lector podrá ?·esumir su impresión anotando que Co­lombia es un país de riquísimo subsuelo y grandes ene'rgías hi­dráulicas y que ofrece muchas posibilidades. Favorecido por una larga época de paz, ha penetrado ahora en la etapa decisiva de su desarrollo; pero no dispone todavía de medios propios en su­ficiente cantidad para llevar a cabo rápida y eficazmente todos sus empeños. Así OCU?'re que, a causa del ar·rollador avance en marcha, y también PO?' culpa de medidas imprudentes, resulta casi inevitable la repetida aparición de crisis económicas. Pero la superación de tales contmtiempos se?'á siempre posible gra­cias a la laboriosidad de la mayo?' pa?'te de la población y la p7'ogresiva explotación de las riquezas nat~lrales, de modo que el extranjero establecido en Colombia puede, tranq~tilamente, confiar su destino a este país.

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15. - EXCURSIONES DEPORTIVAS

Para muchos lectores significará, seguramente, un agra­dable cambio de tema el que, en esta época nuestm tan entu­siasmada por toda clase de deportes, hablemos un poco sobre algunas excu'rsiones hechas PO?' mí a regiones colombianas bas­tante desconocidas. Con esos viajes, no solo deseaba ampliar mis conocimientos generales sobre el país, cosa que pretendió nues­tm correría pO?" los Llanos y al río Meta, descrita por mi her­mano Manuel *; PO?" el contrario, ahora trataba delibemdamente de hacer los viajes como experiencia deportiva.

Con una explomción del macizo montañoso del Huila, quise obtener, a grandes rasgos, una visión de la región donde nace el Magdalena. Esta parte me?-idional de Colombia, a pesar de su considerable distancia de Bogotá, fue colonizada ya POt· los es­pañoles. Como última avanzada de la cultum europea puede con­siderarse, a tres jornadas de camino al Su'/" de Neiva, la vieja ciudad episcopal de Garzón. Tanto Garzón como Neiva, tienen todavía templos y Ot1'OS edificios que dan testimonio del ímpetu y energía de los conquistadores, Estos tropeza?'on en aquel tiem­po con un g1'UpO tribal de los indios chibchas o quechuas, que

" El autor de este capítulo se refiere al apéndice del capítulo 89, "En los Llanos", (N, del T.),

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habitaba esa región desde tiempo inmemorial. De estas curiosas gentes quedan todavía figuras de ídolos talladas en piedra, en tanto que en la altiplanicie no se encuentran tales monumentos de cultura.

La penetración en aquella inmensa comarca se facilita a causa de que más arriba de Girardot se extienden aún, cientos de kilómetros, las inmensas llanuras del departamento del To­lima atravesadas por el Magdalena. Solo después de un día de viaje hacia el SU't de N eiva, esas llanuras van pasando de modo imperceptible a un paisaje de colinas; el carácter tropical de la naturaleza va cambiándose poco a poco. Desde hace algunos años ha hecho notables progresos el ferrocarril Huila-Caquetá, lo cual determinará, probablemente, que en 1980 Neiva quede enlazada con Girardot por la línea férrea. Entonces pasará a la historia el romántico pero fatigoso viaje a caballo a través de las este­parias llanuras del alto Magdalena. En cuanto a su constitución geográfica, estas tierras encajan bien en el conjunto del paisaje colombiano. Pero económicamente no desempeñan papel de im­portancia, lo cual, sin embargo, no justifica la indiferencia de los colombianos para esa región del país, que en su mayor parte desconocen. Esas comarcas vivieron un corto tiempo de auge cuando el caucho crudo llegó a alcanza?' tan altos precios que su explotación resultaba útil hasta en las lejanas regiones de los afluentes del Amazonas, por lo que también desde el Magdalena se emprendía el camino hacia allá. Entonces se exploró el Pu­tumayo -los colombianos por el Norte, y los peruanos por el Sur-, y casi se llega a producir una guerra a causa de los liti­gios de fronteras surgidos. Hoy día, la escasa población de aque­llas tierras tiene en la ganadería su principal fuente de recursos.

A esas ?'egiones me dirigí a fines de diciembre de 1927 con mis amigos doctor Clemens Hayoz y Ernst Muhs. Un viaje rico en experiencias nos llevó al cabo de algunos días hasta el lugar

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de La Plata, situado al SU?' de N eiva. Allí dejamos al ' peón con nuestras caballerías y nos encaminamos a pie siguiendo el río de La Plata, el que, según nuestras noticias, debía de tener sus fuentes en el macizo montañoso del Huila. Pero, tanto los ma­pas como las referencias verbales, demostraron muy pronto su inexactitud. El pueblo del Huila, elegido por nosotros como punto de partida para ulteriores expediciones, constaba solo de algunas cabañas, la iglesia y la casa parroquial. En las dos únicas habi­taciones de esta casa, que el cura puso amablemente a nuestra disposición, dormíamos sobre un duro suelo de tablas. En una salida que hicimos en dirección al Huila nos encontramos con indios de pura raza. Estaban construyendo un camino que debe de ir al lugar de Santander, en el valle del Cauca, a través de uno de los pasos que cruzan la Cordillera Central. La disposi­ción y orden de aquellos trabajos nos persuadieron una vez más de la forma carente de todo plan en que el Ministerio de Obras Públicas de Bogotá puede llegar a dar sus disposiciones, con desconocimiento de las circunstancias reales. Aislado totalmente del correo y el telégrafo, accesible, por ambos lados, tan solo después de días a caballo y por imposibles senderos entre terre­no pantanoso, se halla aquí en vías de construcción un trozo de camino como de 15 kilómetros, el cual, por falta de dinero, no puede ser continuado. De seguro que mucho antes de llegar nue­vos fondos, el camino estará invadido por la maleza, resultando ya intransitable.

Nos fascinó ante todo el hallazgo con aquellos indios, saca­dos de sus poblados mediante el atractivo de unos buenos jor­nales. Eran descendientes de aquella tribu guerrera que en tiem­pos atacó a Belalcázar y le mató muchos de sus hombres cuando desde el Ecuador avanzaba hacia la Sabana de Bogotá. Con sus ojos oscurísimos, contemplaban atentamente los indígenas, y no con especial simpatía, a los recién llegados forasteros. Su len­gua, consistente sobre todo en palabras monosílabas, es pobre

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en posibilidades exp'resivas, así que han aprendido además a chapurrear el español. En una barraca destinada a los obreros pasamos con ellos la noche. Como durante casi todo el día habían estado mascando coca, tomaron en realidad poca comida, que era una papilla de maíz y arroz. Esa costumbre está todavía bastante extendida p07' lCb región, y el arbusto de la coca se en­cuentra allí con frecuencia. Sus hojas, 1Jreviamente desecadas, las llevan los indios en bolsas de lana de oveja tejidas a mano y adornadas con bellos motivos geométricos. Los colo'res de esos dibujos, azul, rojo y marrón, son tintes extraídos de diversas plantas y resistentes al lavado y a los efectos de la luz. En la misma bolsa de la coca, los indios llevan un fruto leñoso hueco, en el que guardan algo de cal viva. Las hojas de coca, finamen­te desmenuzadas, se ponen en la boca junto con una pulgarada de aicha cal, y por fermentación se origina un líquido amarillo que pa1'ece provoca una ma1'cada sensación de hartura. En tan­to que los indios, durante horas enteras, apenas cruzaron entre sí una palabra, dándonos una grata impresión por su tranqui­lidad y limpieza, al otro ext1'emo de la barraca había un grupo de mestizos que, congregados en torno a un crepitante fuego, se jugaban, entre bulla y agitado movimiento de naipes, el jornal que tan duramente habían ganado. Y el juego duró hasta muy pasada la medianoche. N o nos quedó ot?'o 1'emedio que portarnos amablemente con los indios y avergonzarnos ele la civilización, rep'resentada por los mestizos.

El mal estado atmosférico, así como la falta de eline?'o y de tiempo, cosas estas últúnas que debíamos a las inexactas infor­maciones recibidas acerca ele precios y distancias, nos obliga­ron a dar por te'rminaclo el viaje antes ele haber 1Jodiclo efectuar un verclade-ro intento de a.scenso al Huila. Solo a muy larga dis­tancia llegamos a percibi?' el brillo de sus glaciares en una clara noche de luna. En el viaje de reg?'eso, llegamos al pueblo de Huila en momento oportuno para presencia?' la celeb'ración del

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Día de Reyes, y pudimos observar lo poco profundo que ha ca­lado en la conciencia de aquella población india el cristianismo que con tanto esfuerzo se le inculcara. La sensación que se expe~ 1-imentaba en la iglesia no era especialmente agradable, a causa de la monótona música con que flautas y tambores desgarraban nuestros tímpanos, as? como por el desahogado comportamiento de las madres indias con sus hijitos. Luego de haber acabado por servir nosotros tres como parangón de los tres Magos del Oriente, trance en que nos puso el pob1"e CU1"a, que más bien pa-1"ecía misione1"0 que párroco, y luego de ver cómo los indios, pese a las reprimendas del sacerdote confundían de continuo los Diez Mandamientos y las doctrinas fundamentales de la Iglesia Ca­tólica, dejamos la casa de Dios con aire cariacontecido y so pre­texto de ir a espantar de nuevo algunas gallinas que se habían metido en ella. Después de los oficios religiosos tuvo lugar una procesión, que más semejaba un desfile de niños que una cere­monia seria. Finalmente se regocifaron los indios con el antiguo juego de la "vaca brava", * en el cual un muchacho cubierto con una piel de vaca es acosado por los que lo 1·odean; en esa diver­sión nos evidenciaron de nuevo aquellas gentes su espíritu ino­cente e infantil.

Después de numerosas privaciones llegamos ot1"a vez a N ei­va y de allí seguimos por el alto Magdalena a Gimrdot. Fue un maravilloso viaje de t1·es días sobre una balsa cubierta y con mi bote plegable, cuya graciosa traza contemplaron pOt" primera vez aquellas aguas y a cuya vista huyeron incluso algunos niños. Los pocos saltos que forma por allí el 1"ÍO los supemmos sin dificul­tades, debido al bajo nivel de las aguas en aquella época. Las poco pobladas riberas nos ayudaron a goza1" en su sublime gmn­deza el encanto p1-imigenio del paisaje fluvial de los trópicos.

* El autor se refiere a la "Tolle Kuh", la vaca loca, brava o furiosa, juego europeo que identifica con el visto en el pueblo de Huila.

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Radiante amanecer, calor abrasador del mediodía, y noches de profunda oscuridad sobre el suave chapoteo de las aguas, que nos hacían preguntar a las estrellas la causa de la eterna in­quietud del hombre. Pero también a nosotros nos deben la res­puesta. Una viva discusió1!- con los poco serviciales hombres de la balsa y una difícil arribada nocturna al puerto de Giradot, que se halla en un punto donde la corriente es muy impetuosa, nos tornaron con demasiada prontitud al suelo de la realidad y de la diaria lucha por la existencia.

Dos intentos de ascender el Tolima, con sus cumbres acora­zadas de duros hielos, fracasaron a causa de las tempestades de nieve y por otros percances. El primer intento lo hicimos ya el año 1922. Salimos de ¡bagué por el valle del Combeima, y al cabo de dos días y sin especiales dificultades, llegamos al Páramo del Tolima, donde se acaba la vegetación y comienza la zona de los glacia1'es. Harto audaces y arrojados, quisimos acometer la cima por el flanco oriental, que es sumamente empinado. Fracasamos. Una tempestad, que nos hizo recordar los temporales de otoño en los Alpes, frustró también una segunda intentona por el lado occidental. Se acercaba el tiempo de lluvias, y, viendo lo inútil de hacer nuevos esfuerzos, hubimos de regresar a [bagué.

En febrero de 1927 volví a preparar con mi amigo Ernst Muhs la subida a aquella montaña. Por desgracia, el camino de aproximación que utilizamos en 1922 se hallaba ahora por en­tero intransitable, y perdimos cuatro preciosos días abriendo paso con los machetes al buey que transportaba nuestra impe­dimenta para, a través de la húmeda zona de selva virgen, lle­gar hasta el páramo. Cuando, después de incontables fatigas y aventuras, pudimos por fin comenzar la escalada de la cumbre, llegamos en efecto hasta el ventisquero; pe1'0, ante una impene­trable cortina de niebla· que se nos opuso, hubimos de iniciar la

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retirada. Abatidos y sin ánimo alguno, renunciamos al desespe­rado intento de ascensión, y de nuevo volvimos las espaldas al Tolima.

Tras de tales experiencias, fue madurando otra vez la ne­cesaria energía y surgió en mí el afán de coronar el desconocido macizo del Cocuy. Pido al lector hacerse debidamente cargo de las dificultades de una expedición de montaña en país tan pobre en medios de comunicación como Colombia; solo de ese modo se apreciará en justicia el valor de nuestro ascenso, el primero que se hizo a aquel monte. Todavía hasta hace cinco años, casi todos los caminos que unían entre sí a los lugares del interior eran en Colombia caminos de herradum. Y si bien hoy día se construyen carretems y el automóvil va imponiéndose en el país, un viaje a una región muy apartada sigue siendo imposible de realizar si no se prepara antes cuidadosamente todo el equipaje para su transporte por mulas, separando debidamente las cargas. Hay que limitarse a lo más imprenscindible, y todas las comodidades se eliminan automáticamente.

Como el viajar resulta tan difícil y tan ca'ro, esto puede servir de explicación de que los colombianos, por lo general, no conozcan su país o que, por lo menos, carezcan de todo sentido para los viajes de exploración. Se limitan a los utilitarios via­jes de negocios o a los que se justifican por acontecimientos fa­miliares. Y si el colombiano culto demuestra tan escaso interés por descubrir las bellezas naturales de su tierra, ¿ cómo habrá de esperarse que el sencillo hombre del pueblo sacrifique a ello tiempo y energías? Cosa indiscutible es, sin embargo, la culpa­bilidad de la escuela en este Q1'den, pues no sabe despertar en el niño el amor PO?' la naturaleza; dificultades y peligros son un atractivo para la juventud si se acierta a presentarle debi­damente el premio que corresponde al esfuerzo propio.

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Así, pues, ocu1'rió que no había en Bogotá persona que nos pudiera da'r alguna concreta información sobre la región del Cocuy. El mapa oficial del departamento de Boyacá, más bien nos perjudicó que favoreció en nuestro intento, pues la ruta de aproximación al objetivo parecía allí corta y cómoda, pero, en lugar de día y medio que habíamos p?'evisto, nos costó nada me­nos que tres días bien colmados, a pa'rtir de la carretera para tráfico de au tomóvil. Yo me había tmído de Suiza picos y trepa­dores, gafas para nieve y botas de montaña, y ello en núme?'o suficiente pam poder equipa?' en la misma forma al imprescin­dible camarada de aquella larga excursión de montaña, Hans Weber, de Ginebm, a quien invité. Este, que se hallaba a la sazón en Bogotá era hijo del conocido alpinista Albert Weber. Los objetos que he mencionado no pueden obtenerse en Colom­bia. Yo disponía también de un termómetro y altímetro, y el jefe del cent1'0 topogTáfico, con quien tenía amistad, me p?'estó ot?·o altímet?"o, muy exacto, pam control. Esos instrumentos, ambos de fab1'icación europea, me dieron, sin embargo, la im­presión de no marcar ya con mucha precisión en el aire extraor­dinariamente fino de la región ecuatorial, y por eso debo coloca?' un gran signo de interrogación junto a la altitud medida (4.960 met?·os). Debo con fesar que mi deseo hubie'ra sido registTar 'un 5.000 y que tengo la íntima convicción de que el Cocuy rebasa el codiciado límite, si bien, en hono?' a la ve?'dad, consigno que el apa?'ato n o llegó a marcarlo. QuieTO supone?", en cambio, que son excesivas las altitudes señaladas en la ca?"ta oficial, que asigna a los volcanes net1ados estas cif?'as: Tolima, 5.600 me­tros; Huila, 5.700, y Cocuy, 5.583. Si bien debería ser fácil efec­tua?' una nueva dete'rminación trigonométrica, vet'ificando así los datos de los sabios Caldas y Humboldt y de otros investiga­dores, es evidente que hace falta desperta?" todavía el interés po?" cosas de tanta impoTtancia. Pero si yo calculo alrededo1' de los 5.200 metros la altura de esas montañas, 1ne induce a ello

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el hecho de que el límite de Zas nieves, especialmente en el Co­cuy, lo hallamos nosotros mucho más abaio de lo que en general se admite. En puntos 1J1"otegidos, la nieve -o más bien el hielo pues el sol t1'opical cOnVie1"te p1'onto toda nevada en hielo ; agua- apaTecía ya en altitudes de 4.350 metros, y a 4.600 podía decirse que la zona de hielo e1'a ya continua. En los lib'ros, por el contm1'"Ío, se suele hablar de los 4.800 a los 5.000 metros co­mo límite de Zas nieves. Además, algunos alemanes que explo­raron el Tolilna con niebla, registra1'on solo los 5.090 metros de altitud. Así pues, o su medición y la nuestm son falsas, y el Huila, Tolima y Cocuy están realmente a unos 5.600 metros, o bien esas montañas son más ba.ias de lo que hasta ahora se suponía.

Yo había mandado a mi c?"iado pam que se adelantam con una pa1·te del equipa.ie hasta el punto donde, a 950 kilómetros de Bogotá, se acaba la carrete?'a practicable para autos. Su mi­sión consistía en limpiar el cuarto del hotel donde habíamos de 1JaSa1' la noche, y busca?' buenas caballe'rías de montura y carga. Aunque el chico, un mestizo de diecinueve años, había hecho siempre impecablemente sus oficios, no tuvo suerte aquella vez con las bestias y su art'"Íero. Nosotros salimos de Bogotá el 19 de julio de 1928 en las primeras horas de la mañana, para evi­tar la fiesta nacional del 20 de julio. N os servimos de los auto­cares de la Compa1íía de Transportes Terrest'res, que desde hace unos tres a1íos ha oTganizado un se1'vicio por la gran ca1Tetera del NO?"te.

PO?" buen camino, y pasando PO?' Tunja -capital del depar­tamento de Boyacá, a 2.850 met1'os de altitud-, llegamos hasta Belén, donde la ca1Tete?"a, muy bien trazada en aquel tmyecto, sube hasta un paso de montaña de 8.400 metros de altu1"a. Des­pués de c1"uza?"Zo, un descenso de igual pendiente, en medio de magnífico paisaje y con inmenso panomma sobre las cadenas monta1iosas de Santande?", nos llevó a eso de las siete de la tarde

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al lugar de Soatá, que se halla a solo 2.045 metros, ya en clima templado. Sin cambiar de chofer, habíamos cubierto una etapa de unos 350 kilómetros, por carretera, en parte, muy difícil. La jornada de doce homs, incluso en profesiones de tan fatigoso esfuerzo, no es cosa 1"ara en Colombia.

Marco, el criado, nos esperaba con la desagradable noticia de que nuestro equipaje se había quedado no se dónde, lo que quería decir que no podríamos emprender la cabalgada al día siguiente muy de mañana, como estaba previsto. Irritación, de­nuestos, llamadas telegráficas son inevitables acompañantes del viajero en tales ocasiones. Nuestras maletas no llegaron hasta las tres de la tarde del día siguiente, y nos fueron entregadas entre som'Ísas como si nada hubiera ocurrido. Nuestro guía, un mocetón alto y recio, se hallaba ya con el ánimo propio de la fiesta nacional y decla?'ó que no había que hablar de ponerse en camino a tales horas, pues el pueblo más p?'óximo distaba seis leguas de donde nos hallábamos. El tiempo me era demasiado valioso para perder así un día entero, y di a entender al mozo con toda cla'ridad que yo era allí el patrón y que, o bien obede­cía inmediatamente, o se iba al diablo. Como era el único que alquilaba allí bestias, adoptó una actitud impertinente. Ni corto ni perezoso, me fui a ' la plaza del mercado, donde después de prolijas negociaciones logré apalabrar un animal de carga, pro­piedad de unos indios que iban a regresar hacia el lugar de Cocuy. y ya a las cuatro de la tarde nos pusimos en marcha, con nuestra bien embastada carga, ante la extrañada curiosidad del pueblo, el cual no salía de su asombro al ver la energía del "miste?'" que había sabido arreglárselos por su cuenta. Todavía no he conseu.uido en Colombia realizar una salida exactamente a la hora acordada. Los gritos no sirven para poner en movi­miento a los peones. No conocen ni el sentido de 'responsabili­dad ni el valor del tiempo. He ?'eferido con tanto detalle esa pe-

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queña experiencia nuestra pí>rque resulta, desgraciadamente un eiemplo t'ipico de la falta de formalidad de la gente trabaiad~ra. El viaiar es aquí un arte, pero todavía no es un placer.

En una marcha de cinéo horas bajamos primero 550 me­tros hasta meternos por un profundo valle, pasamos luego el río Chicamocha, a 1.400 metros de altitud, y luego, por malas sendas, subimos nuevamente para llegar al pueblo de Boavita a 2.200 metros. Ya entrada la noche, oscura como boca de lobo caímos rendidos sobre un duro lecho. '

Pero también la siguiente iornada había de ser sumamente trabajosa, pues estuvimos en camino desde las seis de la maña­na hasta las cinco de la tarde, solo con dos pequeños descansos. Las paradas no tenían tampoco mucha razón de ser, pues solo en un poblado llegamos a conseguir dos huevos crudos, yeso con grandes esfuerzos. Lo fatigoso de Colombia son los cami­nos de herradura con sus continuas subidas y bajadas. Los es­pañoles iban siempre por lo alto de los montes para descubrir más fácilmente cualquier asalto de los indios,. y los colombianos han seguido sirviéndose, sin más 1'eflexión, de esas espantosas vías. Así pues, de la marcha de aquel día, en el cual subimos de 2.200 a 4.050 metros para bajar luego a 2.750, no vamos a cita?' aquí los innumerables ascensos y descensos intermedios que hubimos de realizar. Yo consideraba aquello como un buen entretenimiento para lo que luego vendría, pero Weber, cansa­do y rendido, acabó PO?' subirse a lomos de una acémila. Llega­dos a Cocuy, después de tanta fatiga, hubimos de alo.iarnos en un cuchitril terriblemente sucio.

El p?'opietario de nuestra bestia de carga se había reve­lado como un indio bondadoso y servicial, y afirma conocer el camino conveniente para emprender el ascenso al Cocuy. Por ello le propuse que repartiéramos la impedimenta en dos ani­males al objeto de avanzar más de prisa, alquilarle otras dos

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bestias más y tomarlo a él a jornal. Después de encajarme tam­bién los servicios de un hermano mayor y luego de asegurarse un nunca visto ingreso familiar (2 pesos oro por hombre y ca­ballería, en nuestro caso, pues, 60 f1'ancos por día, más la ali­mentación), logré convencerle, con indecible esfuerzo, para que el domingo por la tarde nos sacara del "hotel" y nos llevara a su rancho, el cual se hallaba como a hora y media de camino en empinada cuesta arriba. Como me había imaginado, el indio era propietario de un buen ranchito, limpio y con un lindo pedazo de campo. Sobre el suelo de tierra apisonada montamos nuestra tienda de dormir, y allí pasamos la noche bastante mejor que en la mugrienta posada de Cocuy.

El lunes 23 de julio partimos muy de mañana, y subiendo por unas bien cultivadas laderas nos encaminamos por el Este hacia nuestro obietivo. A las amenas faldas del monte sucedió p?'onto un pelado valle de altura, que debe se?' dO?1de penetró en la edad glaciar la lengua del gran nevero del Cocuy. Hacia el atardecer, el valle se abrió allí arriba tras una especie de ga1'­ganta, y a derecha e izquierda vimos claramente las enormes huellas de dos morrenas laterales de gigantesca amplitud, las cuales llevan hasta el macizo que todavía se esconde a nuestra vista. De todas partes bajaban corrientes de agua, y hacia nos­otros se precipitaban sonoramente un impetuoso y ya profundo arroyo, que, de cruzarlo con las caballerías, no hubiera dejado de ofrecernos algún riesgo. Decidimos, por tanto, acampar allí, a 3.835 met1'os de altitud, si bien mi deseo hubie1'a sido estable­cernos aún más arriba.

PTonto estuvo montada nuestra tienda y mientras se p?'e­paraba la colación, tuvimos ocasión de contemplar el paisaie a los reflejos del sol poniente. Estábamos en el límite de la vege­tación. Todo lo que rebasaba nuestra altura se alzaba rígido, gris y sin vida hacia el firmamento. La naturaleza es aquí de lo

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más distinto a como se presenta en nuestras montañas en el punto de arranque de los glaciares. En los Alpes, en tiempo de verano, reina en su máxima actividad la vida de los insectos. Las grajillas alpinas * cruzan el aire claro, y las flores que bro­tan en los altos valles de montaña y hasta entre las morrenas , no tienen nada que se les compare en la intensidad de sus tonos y en la gracia de sus formas. Aquí, en cambio, no vive pájaro alguno. El cóndor, tan a menudo nombrado por los poetas, no lo he visto jamás en mis expediciones. Los insectos, parece que no encuentran morada grata en un aire tan fino. Hasta la mosca falta. Mezquinos carrizos y espartos crecen entre las piedras. De nuestras bellas flores alpinas no aparece ni rastro. Solo el frailejón, planta de largo tallo y hojas enteramente cubiertas de una vellosidad lanosa, se presentaba en enormes ejemplares de hasta tres metros de altura. Es un vegetal muy típico del paisaje de la cordillera. En aquel melancólico ambiente, los frai­lejones parecían turbas de penitentes peregrinos escalando len­tamente la montaña. En Suiza, desde cualquier casita de las est1'Íbaciones de los Alpes, miramos a nuestros pies amenos pas­tos de altura y laderas verdes; aquí, el panorama de los valles es inmenso, peTO frio y sin COlO1"es. La pared rocosa que nos 1Jrotegía me hacía rec01'da1", por su altura y su escarpado des­censo, las pendientes del Valle Lauterbrunnen. Todo tomaba proporciones colosales; la quietud que reinaba en torno nos opri­mía. Anocheció. Empezaron a surgir estrellas de tremenda cla­ridad, veladas a cada instante por los jirones de nubes que se movían azotados hacia Occidente, para volver a fascina1"nos lue­go con su b1"Íllo. Revisamos las estacas de nuestra tienda, agitada terriblemente por el vendaval que se desencadenaba. Por fin nos acostamos. A causa del viento, la noche fue fría. Pero el termómetro no bajó de los tres grados sobre el punto de con­gelación.

',' E l grajc de montai'ía o P ilTO CfJ rax . (N, del T.).

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El naciente día había de servirnos para la exploración del terreno, exploración que, si el tiempo lo permitía, esperábamos llevar lo más lejos posible, pues aquí no se cuenta de continuo con días buenos, y el montañero debe estar siempre listo para actuar inmediatamente. A los caballos los habíamos llevado unos 500 metros valle abajo, abandonándolos a su destino en unos pobres pastos que allí había. La tienda y los víveres los dejamos como estaban, pues hasta allá arriba no iba a llegar persona alguna. Seguidamente ascendimos los cinco hasta la morrena principal del helero. Unas tres horas invertimos todavía hasta llegar a la primera mancha de nieve, que estaba a 4.350 metros. Marco controlaba a cada momento la altitud, y fue delicioso con­templar su fascinación al tener el primer encuentro con la nie­ve. Por la noche había caído una nueva nevada y el tiempo no era bueno. Por horas crecía el ímpetu del temporal. Nuestros indios retrocedieron medio helados de frío, y el bueno de Marco casi tenía lágrimas en los ojos al darme la mano. Por una grieta glaciar queríamos llegar por el Sur al ventisquero principal. A cada paso nos hundíamos hasta la rodilla en la movediza capa de nieve. Un viento huracanado nos lanzaba al rostro hirientes fragmentos de hielo. De cuando en cuando teníamos que volver­nos de espalda para tomar aliento. Envueltos en espesa niebla, al cabo de una hora nos dimos cuenta de lo inútil de nuestro propósito y, con gran dolor de nuestro corazón, huoimos de re­nunciar. En el abrigado campamento nos secamos rápidamente, y pronto pudimos recuperarnos con la ayuda de leche conden­sada "N estle" y "Ovomaltina".

Al día siguiente nos lanzamos de nuevo a la empresa. Weber luchaba en vano con el mal de altura. Al cabo de dos horas hubo de darse por vencido, también con gran pesar de mi parte. Subí, pues, yo solo para reconocer el ascenso por el flanco Norte. Pronto llegué a un campo de morrenas como iamás lo había vis­to, tanto por su extensión como por el tamaño de los bloques.

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Seguí escalando más y más y llegue a los 4.600 metros, al punto donde el hielo empezaba a presentarse en masas compactas y a donde permitía la subida un saliente de dura roca con bellas quebraduras (¿andesita?). Todavía una pequeña escalada, y me hallé en una especie de horquilla formada por la roca, mirando asombrado allá abafo un abismo no visto todavía por ofos hu­manos y cuya profundidad me ocultaban las nieblas que desde los llanos se precipitaban hacia los montes. Cedió la tensión de mis nervios. De súbito me acometió una sensación de angustia.

Era ya la una del día. Tuve que regresar' a toda prisa y poner un grandísimo cuidado para no errar la dirección y re­cordar exactamente el camino a fines de un nuevo ascenso. Nada tan fácil para quebrarse una pierna como andar saltando entre la confusión de las morrenas, de bloque en bloque, tan pronto sobre lisas superficies como sobre afiladas aristas. Si resbalaba y me dislocaba un pie, moriría de inanición allí arriba, pues ninguno de mis compañeros tenía idea del sitio hacia donde yo había subido. Ya avanzada lo tarde, me encontraba de nuevo en el campamento. Weber había reg14esado hacía algún tiempo y se encontraba mefor. Le expliqué la ideal subida que había ha­llado, y luego comencé a hacer todos los preparativos para el tercero y último intento.

El 26 de fulio nos levantamos a las tres de la mañana, y a eso de las cuatro cruzamos felizmente, al mezquino resplandor de un farol de mano y con algún violento palpitar de nuestros C01"aZOnes, el impetuoso arroyo ya mencionado. El tiempo había meforado. El viento p e1'sis tía, pero la noche era clara y estre­llada. En el campamento el termómetro no habf.a descendido por bafo de cero. Como ya conocíamos bien la morrena, ascen­dimos muy rápidamente ayudados por el fresco de la mañana. Yo me encontraba muy satisfecho, pues notaba ya que el cora­zón, al cabo de aquellos tres días, se había adaptado bien a la altura. Hacia las cinco y media empez~ a colorearse lentamente

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el cielo y gozamos de nuevo el siempre conmovedor espectáculo de las cumbres nevadas enrojeciendo al brillo del sol. A las siete nos encontrábamos ya en el punto de arranque para el ascenso, a 4.600 metros de altitud. Desgraciadamente habíamos dejado abajo el termómetro. Nuest?"as manos se hallaban entumecidas por el frío y calculamos los 4 grados bajo cero. Al ver que la escarcha sop01"taba nuestro peso y que teníamos suficiente tiem­po, hicimos un alto paTa tomar fuerzas.

Alegres y animosos, nos atamos las cuerdas de escalada, y a eso de las ocho comenzamos a trepar. El primer corte escar­pado lo tomamos en zigzag. Luego resultó más fácil. Pero la delgadez del aire hacía jadear para tomar aliento, y por eso hacíamos paTadas de cuando en cuando. Seguíamos la divisoria de la cumbre pa'ra asegurarnos de los posibles y peligrosos re­bordes de nieve. Todo salió perfectamente. Algo después de las diez y luego de habel' supeTado el último trozo empinado -más fácilmente. por cierto, de lo que pudiéramos esperar- estába­mos sobre la cima del Cocuy. Nos dimos las manos con victorio­sa alegría. ¡Emmos los primeros! Aquí arriba no había estado antes de ahora persona alguna ni gozado de aquel grandioso pa­nOTama. Nadie había palpado con los oios aquellas inmensas lejanías, nadie había experirnentado sobre esta montaña la fuer­za omnipotente de la naturaleza.

Pasada la p1"i1nem sensación de triunfo, 7Jersistía, sin em­bargo, en nosotros, el asomb1"0 ante la imponente y no espe'rada perspectiva. Mientms subíamos, nuestro monte había ocultado la vista de seis o más cumb?"es, todas las cuales alcanzarían, sin duda, los 5.000 metros, en caso de que estuvié'ramos realmente sobre ~¿na montaña de esa ?nisma altuTa. El Nevado del Cocuy se extiende en una longitud que puede calcularse en, por lo me­nos, 15 kilómet't"os, de SU?" a Norte, en el extremo flanco Este de la Cordillera Oriental. Esta montaña, no obstante, es del todo desconocida pa'ta la mayor pa7"te de los colombianos. La situa-

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ción y belleza que la distinguen resultan tan impresionantes debido a que la pared oriental del monte se precipita en escar­pado declive sobre tierra caliente y en una altura de, sin duda, más de mil metros. Fue imposible un cálculo más exacto, a causa de los jirones de niebla que, como un fantástico y enfurecido ejé'rcito, trepaban de continuo por las laderas. Aquí y allá, en tanto, veíamos surgir en el fondo del abismo trozos de negra selva virgen. Por el Sudeste, la cresta del monte descendía ante nosotros para, bastante lejos, elevarse a un monte casi más alto todavía, que en agudo triángulo introduce en los llanos su po­deroso bastión. Nuestro anhelo máximo era acometer la próxi­ma vez el ascenso a aquella última avanzada. A esta sigue por el Sur una formidable pared que recue1"da al Breithorn, cerca de Ze'rmatt" A continuación se levanta otra mole gigantesca y, 're­trocediendo algo, el bellísimo Púlpito, con su regia "Pila bau­tismal" de granito como colocada sobre el hielo. Al Norte se abre el abismo más espantoso. Tendiendo la vista por encima de él, nos encontramos frente a otra ingente montaña, que, sin em­bargo, resulta más fácil de escalar. No puede decirse lo mismo de una escarpada pirámide de hielo -a la que, para diferen­ciarla, denominemos "el Matterh01"n de los Andes"- , pues este monte parece desde lejos muy dificultoso por todo lado. Más allá siguen formas de menor relieve que van perdiéndose lentamente hasta fundirse hacia el Norte con la niebla.

Hacia Occidente, la más fabulosa lejanía que me ha ofre­cido .iamás la naturaleza. Nada se interpone a la mirada. Allá abajo, en lo p1"ofundo, yacían a nuestros pies las morrenas y pulimentos glaciares de la en01"me ent?'ada rocosa. Más atrás se iban articulando lentamente sien'as y laderas, formando va­lles, abriendo barrancas. Y a'rriba la quietud de un inmenso ma'r de nubes sobre el que, a cientos de kilómetros, se destacaban delicadas, espumosas, con irreal belleza, las ondulantes cimas ele la C01'dillera Central. Al Suroeste y al Sur, en cambio, se

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perdía toda posible medida o referencia en un continuo océano de nubes.

No permanecimos allí mucho tiempo. La prudencia exigía el rápido retorno. Pupila, bebe lo que las pestañas retienen. Al­ma, prepárate a la despedida. Memoria, graba en tí imborra­blemente toda esta magnificencia. Espíritu, da gracias al Crear dor que te concedió vivir esta dicha.

El regreso transcurrió bien. En Colombia hay que tomar con tranquilidad las inevitables sorpresas de los viajes, hasta cuando haya de perderse un día entero.

Con esta descripción he pretendido mostrar la forma tan distinta en que tiene lugar un ascenso a las lejanas montañas tropicales. El entrenamiento previo es allí casi más importante que en nuestro país, pues la pobreza de oxígeno de aquel aire impone extraordinarios esfuerzos al corazón y a los pulmones. Además es muy necesario conocer el país y la gente para poder organizar convenientemente la marcha de aproximación hacia el objetivo del ascenso. Es preciso también disponer de mucho tiempo y elegir un buen día entre la cadena de las inestables circunstancias atmosféricas. No contándose con albergue nin­guno como base de la expedición, hay que llevar consigo, en cantidad, víveres, vestidos y mantas, pues, una vez mojadas, las ropas secan difícilmente, y en aquellas alturas no hay que pen­sar en hallar leña por ninguna parte. Caballerías e impedimen­ta le 1·oban a uno la movilidad y no es posible acercarse tanto como en nuestra tierra a la montaña que se trata de coronar. En cambio, me parece que allí es mucho menor el frío en las zonas heladas, de modo que el vivac resulta menos dificultoso. Los recorridos, eso sí, son más largos. Las bellezas son de mar yor grandiosidad, pero la naturaleza se presenta más cerrada y grave. Lo único que permanece igual es el amor, el amor con­movedoramente intenso que despiertan en nosotros las montañas.

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INDICE

1. Por las Antillas Francesas a Colombia ............... .

Las pequeñas Antillas: Point-a-Pitre y Basse-Terre, en Guadaloupe; Sto Pi erre y Fort-de-France, en Martinique. Costa de Venezuela: La Guaira, Puerto Cabello. El des­embarco en Colombia y sus sorpresas. Barranquilla como plaza comercial.

Apéndice: La costa atlántica de Colombia en nuestros días. Importancia de las ciudades de Barranquilla, Cartagena y Santa Marta.

2. Por el Magdalena. Ascenso a los Andes ............... .

El vapor fluvial. Partida en Nochebuena. Los compañeros de viaje. El Magdalena, sus bellezas y sus gentes ribe­reñas. La Sierra Nevada. Puesta de sol en el Trópico. Cai­manes. Selva virgen y estado de primitivismo. Ultimo día del año. Presos en el río. El paso de los Caños. Honda. El Alto y el Bajo Magdalena. Viaje por tierra. La Cordi­llera Central. Las pequeñas ciudades de Guaduas y Villeta. Ultima subida. Paisaje de montaña. La Sabana de Bo­gotá. Viaje en coche por la Sabana. Llegada tras un viaje de cincuenta y un días.

Apéndice: El viaje al interior, en la actualidad. Viaje por el Bajo Magdalena. Los principales, puntos porlua-

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rios y su hinterland. El Alto Magdalena. El aVlOn como medio de transporte. La Sociedad Colombo-Alemana de Transportes Aéreos; sus orígenes y desarrollo. El ferro­carril de Girardot a Bogotá.

3. Colombia y su capital ............................... .

Resumen de Colombia; límites, montañas, ríos, clima, pueblo y razas. Bogotá, su situación, su aspecto. Paseo por la ciudad; casas y lugares, edificios públicos e igle­sias. La vida callejera; tipos populares. Las bogotanas. La plaza de mercado y la vida material. Estaciones y co­sechas, frutos y productos, artículos alimenticios y estimu­lantes. Condiciones de salubridad.

Apéndice: Las actuales fronteras del país. Pérdida de Pa­namá. Rectificaciones de fronteras con Venezuela, Ecua­dor y Perú. Hallazgo de petróleo. Bogotá hoy: tráfico, alojamiento, abastecimiento de aguas.

4. Vida y trajines en Bogotá ........................... .

Los diversos medios sociales. Lujo e instalación de las casas. Fiestas, reuniones, exposiciones y recreos. Colonia extranjera y acogida que se da a los forasteros. Conver­sación y política. Los obreros, los indios, los gamines. Orden público. Cementerios y entierros. La vida religiosa; beneficencia y mendicidad; fanatismo y tolerancia. El ejército. Luchas electorales. Reclutamiento por la fuerza. Bogotá de noche; música y serenatas. SegUl·idad. Paisaje nocturno.

Apéndice: Lo viejo y 10 nuevo. El orden social. Actos públicos. Tipos de la vida callejera. Los extranjeros en Bogotá. Vida religiosa. Inmigración.

5. La vida culturaL .................................... .

La llegada del correo. Disposición natural del colombiano para la cultura; la lengua, tendencias literarias y prensa.

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Escuelas. La formación de la mujer. Academias. La Uni­versidad Nacional; su historia y organización. Rectorado, plan de estudios y disciplina. Profesores y estudiantes. Vida estudiantil. Bibliotecas y sociedades cientüicas. Ojeada a la literatura colombiana. La canción popular.

Apéndice: Influencia extranjera en la vida cultural. La prensa. Innovaciones técnicas: el cine y el gramófono. La enseñanza. Museos y bibliotecas.

6. Correrías ............................................ .

Equipo de viaje. Las montañas y Bogotá; fiestas típicas, romería en Monserrate. La altiplanicie o Sabana. Chapi­nero. Zipaquirá y sus salinas. El ingente Salto de Tequen­dama. ¡En tierra caliente! La Mesa; la vida en una plantación de caña y en un cafetal. Viaje a Tocaima y visita a los leprosos de Agua de Dios. Viaje a Ibagué al pie del Tolima (Cordillera Central); el paso del Alto Magdalena; descanso en una pequeña ciudad. Excursión a la piedra de los jeroglíficos de Pandi y al puente natural de Icononzo. La poesía de la selva.

7. Conquista del país. Población aborigen. Razas ......... .

La Conquista. Héroes y aventureros. Expedición al interior del país. Fundación de Santa Fé de Bogotá. El admirable encuentro de las expediciones de Jiménez de Quesada, Be­lalcázar y Federmann. Destino de estos tres. Exterminio de los indígenas. El reino de los chibchas en la altipla­nicie. Aspectos del país; su cultura, forma de vida, creen­cias religiosas y leyendas. La formación del mito del Do­rado. Gobierno y Legislación de los chibchas. Ejército. Lengua. Los indios de la altiplanicie, de las altitudes me­dias y de tierra caliente; su aspecto, sus usos y costum­bres, su situación social. Las razas mixtas: mestizos, mulatos y zambos. La raza colombiana del futuro.

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8. En los Llanos .................. · ...... ·.··· .. ··· .... . 220 a 283

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Compañeros de VIaJe. Por los Andes orientales, a través del laberinto montañoso de Rionegro. El alto de Buena Vista y el panorama de los Llanos. Villavicencio y sus habitantes. Generalidades sobre los Llanos: Colonización, selva virgen, pastos. Los hatos del señor Restrepo. Noche y mañana en una hacienda. Cultivos. Riquezas minerales. Las salinas de Upín. Frutos y plantas. Al interior de los Llanos: Caminos de bosque; sabanas. La hacienda "Los Pavitos". Vida nómada: Reunión, marca y cuidado de las reses. Ganadería. Navidades en la capital. El llanero; rasgos y anécdotas de su vida. Hacia el río Meta. Un vado peligroso. La hacienda "Yacuana". El Meta y su importancia. Asalto de un rebaño de jabalíes. La lagu­na Dumasita. Indios salvajes: Maestre. Una cacería. Im­presión general de los Llanos.

Apéndice: Un viaje por los Llanos en 1922. Selva y lla­nura. La finca "Barrancas". Puerto Barrigón. La lancha correo y su tripulación. Travesía fluvial. Puerto Cabu­yaro, al final del viaje por el río; posibilidades de desarro­llo. El futuro de los Llanos.

9. La liberación y el Libertador ........................ .

Anomalías políticas, culturales, sociales y económicas en los países hispanoamericanos. Intervención de Napoleón en los destinos de España, y separación de las Colonias. Indole y errores de la revolución suramericana. Simón Bolívar, su vida y sus primeras hazañas. La contrapar­tida; éxitos españoles. Reanudación de la lucha, heroica marcha por los llanos hasta la altiplanicie. Batalla de Boyacá. Avance victorioso hacia Ecuador, Perú y Alto Perú (Bolivia). Desconcierto interno en la Gran Colom­bia. Dictadura de Bolívar y conspiración contra él. Planes de restauración monárquica. Proscripción y muerte del Libertador. Semblanza de Bolívar.

10. Colombia. Años de aprendizaje ........ . .. ....... ..... •

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Pá¡rina

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División de Colombia por la separaClOn de Venezuela y Ecuador. La República de la Nueva Granada. Presi­dencias de Santander, Márquez, Herrán y Mosquera. El gobierno liberal de López; la Confederación Granadina. La guerra de los tres años de los federalistas. La consti­tución de los Estados Unidos de Colombia. Breve dicta­dura de Mosquera. Los presidentes radicales desde 1863. Auge y crisis. La sangrienta revolución conservadora de 1876 y las consecuencias de su represión. La subida de Ra­fael Núñez al poder. Núñez como hombre, poeta y esta­dista; su segunda presidencia en 1884. Se aproxima la revolución de 1885.

Apéndice: El posterior desarrollo histórico y político de Colombia hasta nuestros días. La Constitución de 1886. Los Presidentes Núñez, Sanclemente y Marroquín. La última revolución (1899-1902). Rafael Reyes, el Dictador, sus éxitos y su caída. Los presidentes Restrepo, Concha, Marco Fidel Suárez. Luchas electorales. El presidente Pedro Nel Ospina. Posición internacional de Colombia.

11. Revolución ........................................... .

Unas vacaciones agitadas. Camaradas traviesos. Primer recorrido, hasta Ibagué. Seis días por el Paso del Quindío. La colonización de los antioqueños. Carácter e importancia de este pueblo. Cartago y la hospitalidad caucana. El valle del Cauca, paraíso e infierno. Valle arriba. Estalla la revolución. Los prisioneros de guerra y su destino. En­cantos de la región; la sombría Buga. Cali, centro co­mercial del Cauca. Regreso a Cartago. Lucha en Tuluá. Permanencia obligada en Buga. Encuentros con tropas. Falsa alarma en Cartago. Batalla de Pereira. Ocupación de Cartago por los rebeldes. Continuación del viaje hacia el Estado de Antioquia. La ciudad de Manizales. Por el Paso del Ruiz hacia Fresno, entre las 'tropas enemigas. Mes y medio de cuidados samaritanos a un estudiante herido. Retorno a la capital. Tres trimestres sin comuni­cación con Europa. Bogotá durante la revolución. Trans­curso de la revolución y consecuencias de esta.

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342 a 388

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12. El Occidente de Colombia. POi' Walter Rothlisberger ....

El Departamento de Antioquia. Caracterización de sus habitantes. Industria y agricultura. El Departamento de Caldas y sus habitantes. El Valle del Cauca: Departamen­tos del Valle y Cauca. La obtención del platino en el Chocó. Planes de una nueva comunicacIOn interoceánica por el río Ah'ato y el río San J uan.

13. Regreso a la ¡)atria .............................. . ... .

Cese en el profesorado, y despedida. Juicio de conjunto sobre Colombia y su porvenir. Por el Magdalena abajo. El Istmo de Panamá. Colón, incendiada y reconstruída. El ferrocarril a través del Istmo. Viaje por las obras del canal. La ciudad de Panamá. La Sociedad Francesa del Canal y su quiebra. Viaje a Nueva York. Regreso a la patria.

14. La situación económica de Colombia. Por Walter Roth-

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389 a 397

398 a 410

lisberger . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 411 a 436

El aislamiento económico de Colombia en el siglo XIX. La paz interior corno base del florecimiento. Reforma mo­netaria . El café y su importancia para el comercio. Con­secuencias de la guerra mundial: dificultades de expor­tación e importación. La crisis económica internacional de 1920. Los ferrocarriles y la navegación. Solución de las cuestiones de háfico por el presidente Pedro N el Ospina. El Banco de la República y la Contralol'ía de la Nación. La ley bancaria. La indemnización norteamericana por la se­paración de Panamá; empleo de la suma correspondiente. El tráfico de yiajeros. El automóvil y las carreteras. La "Scadta"; correo y tráfico aéreos. Los colombianos van de viaje. Petróleo: riquezas y explotación. La concesión Barco. Relaciones económicas entre Europa y Colombia. Inmigración.

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15. Excursiones deportivas. Por Walter Rothlisberger .....

En la región donde nace el Magdalena. Viaje de explo­ración al macizo montañoso del Huila. Indios puros. Fiesta de Reyes en una aldea india. Regreso en balsa y canoa plegable. Intentos de ascensión al Tolima. Nuevo objetivo: ¡primera escalada del Cocuy! Viaje hacia el Norte y preparativos para el ascenso. En el desierto pedregoso de las morrenas glaciares. Niebla y tempestad. Nuevo in­tento y coronación de la cumbre. Sobre un monte de cinco mil metros. Panorama sin límites. Dificultades del deporte de montaña en los Andes.

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