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EL DESPERTAR DE LOS CHINOS JUAN PEDRO CAVERO ANATOMÍA DE LA HISTORIA

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Las mejoras económicas y sociales conseguidas por China en las últimas décadas no deben ocultar la degradación a la que se ven sometidos sus habitantes como consecuencia de la pervivencia del totalitarismo comunista.

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EL DESPERTAR DE LOS CHINOS

JUAN PEDRO CAVERO

ANATOMÍA DE LA HISTORIA

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Publicado bajo una licencia Creative Commons 3.0 (Reconocimiento – No comercial – Sin Obra Derivada) por:

Juan Pedro Cavero Coll, 2011.

Anatomía de la Historia, 2011. ISSN: 2174-8977 www.anatomiadelahistoria.com [email protected]

Edición a cargo de:

José Luis Ibáñez Salas

Diseño:

Anatomía de Red

BY NCCC €

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y a puristas pero que, en general, me ha dado buenos resultados.

En concreto, propongo a los alumnos que com-paren el PIB con una tarta y la renta per cápita con el trozo que tocaría de ese pastel repartién-dolo a partes iguales entre los comensales presen-tes. Si un estado quiere ser influyente e importante en el mundo, añado a quienes me escuchan, uno de los modos más eficaces de conseguirlo es aumen-tar el tamaño de su tarta y teóricamente, por tan-to, agrandar el trozo de la misma que corresponde a cada habitante. Trasladando el ejemplo al ámbito macroeconómico puede afirmarse que el cálculo del PIB no solo sirve para conocer la mayor o menor importancia de una economía sino que constituye, como sabemos, un buen instrumento para compa-rar la situación económica de un país a lo largo de los años, así como para cotejar las economías de los distintos estados. La renta per cápita, por su parte, sigue siendo el indicador más utilizado para medir el grado de riqueza o pobreza de un país.

Sin embargo, para evitar malentendidos, es pre-ciso decir a los alumnos que el PIB no es el único parámetro para determinar el poder y la influencia de una nación, y que el bienestar de sus habitan-tes tampoco depende exclusivamente de la renta per cápita correspondiente (entre otras cosas porque, en la vida real, unas veces por razones justas y otras in-justas, los trozos de tarta no son iguales para todos). De modo más o menos consciente y sin pretensión de ser exhaustivos, nuestra jerarquía mental sobre el poder de los estados suele tener en cuenta facto-res muy variados y con frecuencia interrelacionados, que podríamos clasificar del siguiente modo:

El reto de medir el poder y el desarrollo

Uno de los desafíos y responsabilidades que se presentan a quienes, como yo, trabajamos en el va-riado campo de la educación es llegar a ser un buen formador. Ello conlleva, entre otras obligaciones, tratar – y en lo posible lograr – que los estudiantes adquieran los conocimientos necesarios para desem-peñar en el futuro una fructífera labor profesional. Si conseguirlo exige al alumno entender determina-das nociones, para alcanzar este objetivo resulta de gran utilidad al profesor recurrir a ejemplos que ilus-tren lo que pretende enseñar.

Cuando a los alumnos de Geografía e Historia de Educación Secundaria Obligatoria y de Geo-grafía de España de Bachillerato explico los con-ceptos producto interior bruto (PIB) y renta per cápita, suelo comenzar diciéndoles que entendemos por PIB el valor monetario de los bienes y servicios fi-nales producidos por una economía nacional en un pe-ríodo determinado, y que llamamos renta per cápita a la relación entre el PIB de un país y sus habitantes.

Tras la perorata no resulta extraño que los más pequeños y – con más frecuencia de la que desearía – muchos de los mayores reflejen su incomprensión con divertidas caras de asombro. “¿Qué estará di-ciendo este?”, se preguntarán. Probablemente, a sus edades y ante conceptos tan abstractos mi reacción debió de haber sido similar. Desde hace años, para salvar tales obstáculos y hacer entender esas defini-ciones utilizo un símil que puede chirriar a expertos

El despertar de los chinos Por Juan Pedro Cavero Coll

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mas y ha sido propugnado por numerosos intelec-tuales a lo largo de la historia. La originalidad del mandatario butanés consistió en acuñar el concepto de FNB para tratar de cuantificar la satisfacción de sus ciudadanos, así como en convertir la consecu-ción de la felicidad – entendida ésta más como un estadio espiritual que material – en objetivo político prioritario en un mundo ya entonces impregnado de los materialismos capitalista y comunista.

Jigme Singye Wangchuck, cuarto rey de Bután, expresó su deseo de aumentar en su país lo que llamó la “felicidad nacional bruta”. Sus conciudadanos, aseguró, prefieren la

felicidad a la sola riqueza.

Con esos antecedentes y años después, el eco-nomista paquistaní Mahbub ul Haq (1934-1998), ayudado por su colega indio Amartya Sen (nacido en 1933), trató de especificar nuevos criterios para evaluar el desarrollo de un país, partiendo de un principio inspirador: los ejes centrales del proceso son las personas y no la producción. Para reflejar el bienestar de los ciudadanos de un estado (más que para cuantificarlo o medirlo, que también) los mencionados economistas elaboraron un índice de desarrollo humano (IDH) – dato numérico, por tanto – expresado mediante un valor entre 0 (míni-mo) y 1 (máximo). El IDH se obtiene teniendo en cuenta tres dimensiones básicas de la persona (la sa-

• Factores físicos: ubicación del país, extensión territorial, clima, relieve, calidad del suelo y del subsuelo, etc.

• Factores económicos: disponibilidad de ma-terias primas, desarrollo industrial, volumen comercial, iniciativa tecnológica, potencial fi-nanciero, eficacia organizativa, etc.

• Factores humanos: cantidad de población, grado de distribución y de alfabetización de los habitantes, influencia histórica, prestigio cultu-ral, etc.

• Factores políticos: seguridad interior, estabili-dad, cohesión interna, capacidad militar, efica-cia diplomática, etc.

Por lo que respecta al difícil reto de determinar el grado de desarrollo de los estados, las antiguas clasificaciones basadas exclusivamente en la renta per cápita han quedado obsoletas ante los resulta-dos obtenidos al evaluar con parámetros derivados de la noción de desarrollo que ha ido imponiéndose en las últimas décadas. La ampliación de este con-cepto debe mucho a Jigme Singye Wangchuck, rey del pequeño país asiático de Bután desde 1972 hasta abdicar en su hijo en 2006. Poco después de su coronación, Wangchuck reivindicó – influido por el budismo y quizá contrariado por la deficien-te imagen exterior de su reino – la primacía política de aumentar lo que denominó felicidad nacional bruta (FNB) sobre lo que en su opinión suponía el limitado empeño de concentrarse en hacer crecer el PIB. El monarca butanés aseguraba, con razón, que los ricos no siempre son felices, mientras las perso-nas felices sí suelen considerarse ricas. En la actuali-dad, frente al mero esfuerzo por acrecentar su PIB, el reino de Bután prioriza el crecimiento de la FNB, cuyos pilares básicos son, en ese país, el desarrollo socioeconómico equitativo, la preservación y pro-moción de la propia herencia cultural y espiritual, la conservación del medio ambiente y el establecimien-to de un buen gobierno.

Ciertamente, el mensaje fundamental del rey Jig-me Singye – los bienes materiales no dan la felicidad y esta es más importante que aquellos – no consti-tuye una novedad, pues se deduce con facilidad del contenido doctrinal de las principales religiones del mundo, millones de personas lo aceptan sin proble-

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«La búsqueda de ese otro fin es el punto de en-cuentro entre el desarrollo humano y los derechos humanos. El objetivo es la libertad del ser humano. Una libertad que es fundamental para desarrollar las capacidades y ejercer los derechos. Las personas deben ser libres para hacer uso de sus alternativas y participar en la toma de decisiones que afectan sus vidas. El desarrollo humano y los derechos humanos se reafirman mutuamente y ayudan a garantizar el bienestar y la dignidad de todas las personas, forjar el respeto propio y el respeto por los demás.»

Pues bien, según la información que en 2011 el PNUD ofrece por países y sus conclusiones, Asia Oriental – encabezada por la República Popular China (en adelante, China) e Indonesia – es la re-gión que más ha avanzado en el IDH desde 1970. Sobre las tres últimas décadas, en concreto, el men-cionado organismo especifica en referencia a China lo siguiente:

«Entre 1980 y 2010 el IDH de China creció en un 2,0% anual, pasando desde el 0,368 hasta el 0,663 de la actualidad, lo que coloca al país en la posición 89 de los 169 países para los que se dispo-nen datos comparables. El IDH de Asia Oriental y el Pacífico (OR) como región ha pasado del 0.391 de 1980 al 0.650 de la actualidad, por lo que China se sitúa por encima de la media regional.»

Animados por los excelentes resultados económi-cos del gigante asiático – las cifras del crecimiento de su PIB conllevan una inmensa acumulación de capital – y por su creciente presencia internacional, en los últimos años los medios de comunicación del mundo entero han multiplicado la información que ofrecen sobre China. También nosotros queremos sumarnos a ese esfuerzo aunque, eso sí, compartien-do de vez en cuando con los lectores de Anatomía de la Historia algunas de las reflexiones que afloren en nuestra mente a la vista de los hechos

Enormes posibilidades

Situada entre los 53°30’ y los 4° de latitud norte (5.500 km entre ambos puntos) y entre los 135°5’ y los 73°40’ de longitud este (5.200 km de una a otra coordenada), China cuenta en la actualidad con una

lud, la educación y los ingresos) expresadas y actua-lizadas en función de varios indicadores (entre otros, la esperanza de vida al nacer, el promedio de años de educación, los años esperados de instrucción y el PIB per cápita).

Desde 1990 el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) – institución pertene-ciente a la Organización de Naciones Unidas (ONU) – publica anualmente un Informe sobre Desarrollo Humano que incluye un IDH basado en el modelo elaborado por Mahbub ul Haq y Amartya Sen. Los miembros del PNUD reconocen que estos datos no ofrecen una información global de la situación de un país ni del bienestar de sus ciudadanos, pero son también conscientes de las bondades de tales refe-rencias: una de ellas es que el IDH ofrece resultados más completos sobre el desarrollo que las medicio-nes basadas solo en el PIB y en la renta per cápita; otra ventaja es que la difusión internacional de los datos de cada Informe genera una competencia polí-tica entre los gobiernos del mundo entero para me-jorar los puestos de sus respectivos países; y un tercer aspecto positivo es que los informes provocan reac-ciones múltiples, al aportar al debate internacional temas de tanta importancia como la libertad política y la justicia social.

Mapa del Desarrollo Humano en 2010. En azul los países más desarrollados y en blanco y en rojo, los menos. La frontera china incluye los territorios del Tíbet, invadido por

China desde 1950.

La riqueza – insiste el PNUD citando a Aristó-teles para explicar el concepto de desarrollo humano – no es un fin, sino un medio para conseguir otro objetivo. En su portal de Internet, el organismo in-ternacional amplia la exposición de dicha noción con la siguiente paráfrasis (el subrayado es nuestro):

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cuyo límite meridional es la cordillera del Himalaya. Al norte y este de esa meseta se sucede una segun-da grada de altiplanicies de menor altura y algunas depresiones. Finalmente el tercer peldaño, más bajo, desciende hacia el litoral.

Las precipitaciones desmesuradas ocasionadas por los monzones suelen desencadenar catástrofes.

Tan extenso y variado territorio, fruto de una lar-ga historia geológica, explica la enorme diversidad natural que se dispersa por la geografía china. Gra-cias a las mejoras tecnológicas, buena parte de esa diversidad constituye en la actualidad un cúmulo de recursos, esto es, de medios disponibles – biológi-cos, minerales, terrestres y acuáticos – para resolver las necesidades humanas materiales. Ilustraremos lo anterior con algunos datos. Más de 106.000 y 32.000 especies de animales terrestres y marinos y de plantas superiores respectivamente, algunas ex-clusivas, proclaman la extraordinaria riqueza bioló-gica del territorio. También el subsuelo esconde un rico patrimonio: tercer país por reservas de los 45 principales minerales del mundo (en 12 de ellos el primer puesto) y con depósitos probados de 160, China puede jactarse de contar, en términos genera-les, con una tipología completa de esas valiosas sus-tancias inorgánicas.

La superficie nacional, cada vez más aprovecha-da y digna de mejores cuidados, se distribuye entre otros ecosistemas en praderas (aproximadamente, 40%), bosques (20% y en aumento, gracias a los masivos programas de forestación) y zonas de cul-tivo (algo más del 10%, en parte necesitada de irri-gación). Gracias a la topografía inclinada, el aire hú-medo costero penetra en algunas zonas del interior del país. Cabe no obstante distinguir, de sureste a noroeste, cuatro grandes áreas hidrológicas: húmeda

superficie de 9.596.961 km² (aproximadamente, 97% terrestre y 3% marítima e incluyendo el Tíbet, territorio ocupado por orden del gobierno chino desde 1950 e ilegítimamente anexionado). Con-tando con el Tíbet, por tanto, China sería el cuarto país más grande del mundo, muy por detrás de la inmensa Federación de Rusia (más de 17 millones de km²) y algo inferior a Canadá y a Estados Uni-dos, segundo y tercer países respectivamente en esa clasificación y ambos con casi 10 millones de km².

El gigante asiático cuenta con más de 18.000 ki-lómetros de costa y 7.600 islas y tiene frontera te-rrestre de norte a sur con países tan distintos como Corea del Norte, la Federación de Rusia, Mongo-lia, Kazajistán, Kirguizistán, Tayikistán, Afganistán, Pakistán, la India, Nepal, Bután, Myanmar, Laos y Vietnam. A mayor o menor distancia pero separados de China por el mar se encuentran además Corea del Sur, Japón, Filipinas, Brunei, Malasia e Indone-sia, todos ellos situados en Asia, el continente más grande y poblado del planeta.

Gracias a la enorme extensión de China, tanto su clima como su relieve son muy variados. De nor-te a sur se suceden, en general, las zonas templada fría, templada, templada cálida, subtropical (estas tres últimas, con variación estacional, las más exten-sas), tropical y ecuatorial. Las diferencias de hume-dad introducen también variaciones pues, si la pre-cipitación media anual del país ronda los 630 mm por metro cuadrado, la zona continental del norte es semidesértica mientras las áreas meridionales – y especialmente los territorios costeros surorientales – sobrepasan los 1.000 mm gracias a las lluvias provo-cadas en verano por el viento monzón.

Por lo que respecta a la orografía, cinco son las unidades de relieve características de China: las montañas, las mesetas, los cerros, las llanuras y las depresiones, ocupando la mayoría de dichas unida-des grandes extensiones de terreno y originando por tanto paisajes propios. Simplificando, podría decirse que la topografía del país desciende en altura desde el suroeste hacia el este, hasta llegar a la costa, en tres grandes escalones. El superior, en la zona suroc-cidental, lo forma la enorme y elevada meseta Tibe-tana Qinghai, llamada también la azotea del mundo,

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Contrariamente a la idea general que a veces se tiene, la población china no es homogénea. Los han son el grupo étnico mayoritario (más de 1.200 millones de personas y del 91% del total), pero el gobierno chino reconoce además la existencia de 55 etnias minoritarias (más de 125 millones), algunas situadas en la zona norte y la mayoría en la parte meridional del país. Por lo que respecta al medio de comunicación verbal y escrito, los chinos utilizan diferentes lenguas pertenecientes por sus similitudes – léxicas, morfológicas, fonéticas o sintácticas – a la familia sino-tibetana, formada por dos grandes ra-mas: las lenguas sínicas (esto es, los llamados dialec-tos chinos) y las tibeto-birmanas.

Los dialectos chinos (mandarín, wu, minnan y minbei, cantonés, jin, xiang o hunanés, etc.) y sus respectivas variedades se hablan fundamentalmente en el centro, el este y el sur del país. Entre ellos cabe destacar el chino mandarín – subdividido a su vez en diversos dialectos más o menos homogéneos – por ser la lengua materna más hablada del mundo, al ser utilizada por más del 70% de los han (más de 850 millones de personas) y conocida por otros 300 millones. En concreto, el dialecto del chino manda-rín empleado en buena parte de la zona oriental del país – incluyendo Pekín – y también denominado putonghua o ‘lengua común’ es el idioma oficial de China, además de ser uno de los seis oficiales de la ONU y el medio habitual de expresión en la ense-ñanza reglada del país. Ello explica su pujanza y su creciente influencia como instrumento de comuni-cación nacional.

Caracteres en chino mandarín, la lengua materna más hablada del mundo.

(32% del territorio), semihúmeda (15%), semiseca (22%) y seca (31%). Ello explica que actualmente unas 80 ciudades, más de 20 millones de personas y de 10 millones de cabezas de ganado mayor (bo-vinos, caballos, etc.) sufran en diverso grado los per-juicios de la escasez de agua.

Pero aunque muy desigualmente repartidos, los 6 billones de m³ de precipitaciones anuales que re-cibe el territorio chino explican la existencia – por desgracia decreciente en los últimos años – de más de 67.000 km² de lagos, el escurrimiento de 2,7 billones de m³ de agua de las corrientes fluviales y un volumen total de 2,8 billones de m³ de recursos acuáticos. Las lluvias llenan el caudal de numerosos ríos (más de 1.500 cuentan con cuencas superiores a 1.000 km²), muchos de los cuales nacen en la men-cionada meseta Tibetana Qinghai y deben salvar por tanto, en el largo recorrido hacia su desembocadura en el este, pronunciadas pendientes. Todo ello con-vierte a China en uno de los países con mayores reservas mundiales de recursos hidroeléctricos. Tras salvar los grandes obstáculos orográficos y más serenas, las aguas fluviales prosiguen su curso hacia el océano Pacífico, facilitando las comunicaciones y siendo a menudo aprovechadas para regar cultivos. Ello explica el secular protagonismo alcanzado por el Yangtsé o río Largo (6.300 km) y el Huanghe o río Amarillo (5.464 km), principales corrientes de agua dulce del país.

Y puestos a hablar de recursos, sin duda alguna el mayor de China es su población que, como sa-bemos, también puede considerarse desde una pers-pectiva económica. Con aproximadamente 1.350 millones de habitantes a mediados de 2011, el país asiático es el más poblado del mundo (casi el 19,5% del total), seguido de la India (1.215 millo-nes y 18%) y muy por delante del tercer clasificado, Estados Unidos, con 315 millones (4,5%). En con-creto, la población de China es superior a la suma de los habitantes de Estados Unidos, Indonesia, Brasil, Pakistán, Nigeria y Bangladés, naciones que siguen a China y a la India en la lista de las más pobladas del planeta. Ciertamente, tal número de personas puede suponer una pesada carga social para el país, pero es el fundamento de su colosal influencia mundial y ofrece, además, enormes posibilidades de desarrollo.

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o tratar de descubrir en ellos idénticos patrones de conducta carece de sentido. Ya indicamos además que en China hay decenas de etnias, cada una de las cuales conserva su propio bagaje cultural. Sin em-bargo, participar de un pasado similar y de pareci-das tradiciones (al menos, los grupos mayoritarios) justifi ca aludir a un retrato de grupo de los chinos y a una especie de mentalidad común, aunque esta no siempre exista y tantas otras veces choque con las personalidades de muchos individuos.

La población mayoritaria han coexiste en China con muchas otras etnias.

Tampoco faltan las razones físicas para agrupar a los miembros de las etnias chinas mayoritarias, per-tenecientes a la raza mongólica y caracterizados, entre otros rasgos, por tener los ojos pequeños y oblicuos, la nariz chata y el cabello negro y lacio. In-cluso suele suceder que, una vez identifi cados como chinos los miembros de una minoría inmigrante y por supuesto los propios nativos del gigante asiático, cueste a los occidentales diferenciar a unos de otros, como también ocurre a la inversa. Ello se debe a lo que se ha dado en llamar el ‘efecto de otras razas’ (other race eff ect en inglés y conocido por sus siglas, ORE), es decir, a la mayor difi cultad para reconocer personas de otros grupos raciales.

De todos modos, como ya indicamos, persiste en China el uso de otras lenguas. En el Himalaya, al sudoeste, se hablan lenguas tibetanas incluidas en la rama lingüística sínica; en el sudeste conviven gran variedad de lenguas, procedentes de diversas familias (daica, miao-yao y austroasiática, así como la sino-tibetana); y en la isla de Taiwán – donde en 1949, como veremos, los perdedores de la guerra civil pro-clamaron la llamada República de China, considera-da territorio nacional sublevado por los comunistas del continente – además del uso mayoritario del chino mandarín, las minorías aborígenes hablan len-guas austronesias emparentadas con otras zonas del sudeste asiático. Suele suceder que cada etnia tiene su propia lengua si bien, a veces, por razones histó-ricas, miembros de una misma etnia hablan lenguas distintas o han adoptado otra (en la actualidad, por ejemplo, la casi totalidad de los más de dos millo-nes de manchúes son sinohablantes y ya no usan el manchú).

Respecto a los dialectos chinos antes menciona-dos – muy irregularmente distribuidos, por cierto, según criterios demográfi cos y geográfi cos – es pre-ciso recordar que, en determinados casos, el térmi-no dialecto tiene un signifi cado distinto a la acep-ción que acostumbra a emplearse. En efecto, suele hablarse de dialecto para referirse a las variedades de una lengua que, aun presentando ciertas distincio-nes en el vocabulario, en la fonología e incluso en la sintaxis son sin embargo inteligibles por los ha-blantes de dichas variedades. Pero el criterio de in-teligibilidad no es aplicable a los dialectos chinos, pues en muchos casos sus respectivos hablantes no se entienden. Tampoco faltan las diferencias de es-critura, aunque sus caracteres tienen en común no ser alfabéticos sino pictográfi cos e ideográfi cos. Por todo lo anterior, numerosos lingüistas consideran más adecuado afi rmar que el chino es una familia de lenguas que sostener que constituye una única lengua con variedades regionales.

¿Y qué hay de los chinos? ¿Comparten una misma idiosincrasia como colectividad? A pesar de la su-puesta uniformidad que en ellos podemos percibir los occidentales y de tantos lugares comunes difun-didos al respecto, también los chinos – como los de-más seres humanos – difi eren entre sí y generalizar

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y en las artes plásticas, en el teatro, la música y la danza, en los dragones y en los proverbios, hoy los chinos asombran al mundo inundando los mercados con sus productos y extendiendo allende sus fronte-ras el gusto por su tradición culinaria.

Generalmente considerados reservados y servicia-les, supersticiosos y guardianes celosos de sus tradi-ciones, los chinos, su cultura y su país atraen cada vez más interés y más turistas. En varios idiomas cir-culan por internet consejos de viajeros experimenta-dos alentando a los nuevos visitantes a China a evitar el desconcierto si, durante su estancia, advierten que no pocos nativos escupen u orinan en la calle; otros animan a no extrañarse por el caos circulatorio; los hay que recuerdan la conveniencia de regatear ges-tualmente y sin cansarse para abaratar el precio que se pague por las mercancías que ofrecen los merca-dillos; y no faltan los que recomiendan pegarse por completo a la espalda de quien se tenga delante para impedir que algún caradura se cuele tan pancho en cualquiera de las muchas colas que se forman.

Shanghái, edificios viejos con mercadillo en primer plano y, al fondo, barrio moderno.Un contraste típico en las actua-

les ciudades chinas.

Pero muchos turistas subrayan también la exce-lente acogida con que fueron recibidos, la afabilidad de las gentes, la belleza de tantos espacios naturales y, en definitiva, los buenos recuerdos que guardan de aquel viaje y el enriquecimiento cultural que les reportó. Cómo olvidar la portentosa construcción de los miles de kilómetros de la Gran Muralla, el suntuoso complejo edilicio de la Ciudad Prohibida de Pekín, la armonía paisajística del Palacio de Vera-

Aceptada científicamente la existencia del ORE, los investigadores han ofrecido varias causas para ex-plicarlo. Entre ellas se encuentran, siempre sin ge-neralizar, la infrecuente convivencia con personas de otras razas y la tendencia humana a clasificar según criterios grupales, incluidos los rasgos físicos. Algu-nos estudios científicos han determinado además que la intensidad de nuestra actividad cerebral varía según contemplemos un rostro de nuestra raza o de otra. Otras investigaciones han revelado que asiáticos y europeos difieren en el modo de realizar el recono-cimiento facial. Hasta hace poco se pensaba que los seres humanos compartíamos el proceso triangular de visualización del rostro (primero un ojo, después el otro y finalmente la boca). Sin embargo, los re-sultados de las pruebas efectuadas parecen confirmar que, si bien los europeos efectivamente miramos por partes, los asiáticos funcionan de forma distinta. Así explica el hecho Roberto Caldara, psicólogo exper-to en el ORE:

«Los europeos son muy individualistas y los asiá-ticos son muy colectivistas; ellos toman las decisio-nes en grupo y no le dan tanta importancia al indivi-duo. Esto influye en su modo de percibir el mundo, de forma que miran a la nariz porque para ellos es de mala educación mirar a los ojos y porque es el me-jor punto para obtener una representación global del rostro. Al estar en el centro de la cara, se puede ver todo al mismo tiempo. Sin embargo, nosotros los occidentales miramos por partes: primero un ojo, después otro y por último la boca.»

Sea como fuere, lo cierto es que la idea que mu-chos occidentales tenemos de China y de sus habi-tantes aglutina éxitos y fracasos del pasado y del pre-sente y ese tinte de exotismo que impregna a cuanto, de una u otra manera, consideramos ajeno a nuestras costumbres. En general, contemplamos a los chinos como orgullosos herederos de una cultura milenaria, entre cuyos logros se encuentra el invento del papel y de la imprenta, la brújula y la pólvora. Una so-ciedad tradicionalmente agraria que, sin embargo, alcanzó la maestría en la elaboración de la porcelana, en las técnicas de hilado y en la confección de teji-dos de seda. Grandes aficionados al juego, duchos en la medicina herbolaria y en la acupuntura, creado-res de una singular estética plasmada en la caligrafía

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también neolíticas de Hongshan (4000-2500 a.C) y Liangzhu (3.200-2.000 a.C.).

Los tiempos históricos y las fantasías se mezclan en las tradiciones que pretenden esclarecer los orí-genes de la civilización china. Como los griegos, también los chinos recurrieron a mitos para hallar respuestas a sus preguntas existenciales y a otros in-terrogantes menos trascendentes. Según esa mitolo-gía, los perfiles básicos de la civilización china se re-montan a la época predinástica de los muy longevos Tres Augustos o Huang (Fuxi, Nüwa y Shennong) y Cinco Soberanos o Di (Huangdi, Di Zhuanxu, Di Ku, Di Yao y Di Shun). En concreto, Fuxi y Nüwa – habitualmente representados con cuerpo huma-no y cola de serpiente o dragón – son considerados, respectivamente, padre y madre del género humano y a Fuxi, además, se le atribuye la invención de la escritura, la pesca, la caza y los Ocho Trigramas, un modelo de líneas rectas y discontinuas usadas para adivinar e interpretar hechos.

Nüwa y Fuzi, representados a la manera tradicional.

Poco sabemos de la dinastía Xia, primer linaje (hacia el siglo XXI-siglo XVII a.C.) afianzado en el gobierno de un territorio (zona central del país),

no y el elegante Puente de los Diecisiete Arcos de la misma localidad, los miles de estatuas de guerreros y caballos del célebre Mausoleo de Qin Shi Huang, la ciudad vieja de Lijiang…

No hace falta sin embargo haber visitado el país para saber que las pasadas generaciones chinas han sufrido desprecios sistemáticos en los tiempos di-násticos y que las actuales, ahora por culpa de los comunistas, continúan aguantando carros y carretas.

La China dinástica. Sumisión de la población

La presencia de homínidos en suelo chino se re-monta al Paleolítico Inferior y al menos a dos millones de años, antigüedad de los más remotos vestigios que hasta ahora se conocen (hombre de Renzidong). Otros eslabones primitivos de esa cadena son – por orden cro-nológico y con la fecha estimada entre paréntesis – los hombres de Yuanmou (1,7 millones), Nihewan (1,5 millones), Lantian (800.000) y Pekín (400.000). Ma-yor es la abundancia de restos de homínidos de tiem-pos más recientes (por ejemplo, los hombres de Dali, Fujian y Dingcun, cuya datación ronda los 300.000, 200.000 y 100.000 años respectivamente). Habría que esperar hasta el 40.000 para el advenimiento de los pri-meros Homo sapiens, uno de cuyos mejores represen-tantes es el hombre de la Caverna Superior (18.000), ya en la última fase del Paleolítico.

Los primeros cultivos, aprovechando semillas de arroz y poco después también de mijo, aparecieron hace unos 10.000 años. En el VIII milenio a.C. co-menzó el proceso de sedentarización, que se extendió desde las culturas asentadas junto al río Amarillo, y el milenio siguiente se inició la domesticación de ani-males. Cada vez más numerosos y localizados princi-palmente en llanuras aluviales, los yacimientos reve-lan que conforme pasaban los milenios el Neolítico se afianzó y fueron incorporándose a la vida de las aldeas nuevos avances técnicos: asentamientos más comple-jos, herramientas de piedra pulida, objetos cerámicos variados y de creciente calidad, mejores útiles de pes-ca… Dicho progreso puede apreciarse en los hallaz-gos pertenecientes a la duradera cultura de Yangshao (5000-3000 a.C.), cuya influencia alcanzó áreas del centro, norte y noroeste de China, y en las culturas

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Con escasas etapas intermedias de caos y des-membración, las distintas épocas históricas chinas pueden identificarse con la duración de las dinastías, algunas coetáneas por gobernar al mismo tiempo en diversos territorios del país.

Aprox. XXI-XVI a.C. Xia1700-1027 a.C. Shang1027-771 a.C. Zhou del Oeste770-221 a.C. Zhou del Este770-403 a.C. Periodo de Primavera y

Otoño403-221 a.C. Periodo de los Estados

Combatientes221-206 a.C. Qin206 a.C.-8 d.C. Han del Oesteago-25 Xin25-220 Han del Este220-280 Los Tres reinos220-265 Wei221-263 Shu229-280 Wu265-316 Jin del Oeste317-420 Jin del Este386-533 Dinastías del Norte386-533 Wei del Norte534-549 Wei del Este550-577 Qi del Norte535-557 Wei del Oeste 557-588 Zhou del Norte420-589 Dinastías del Sur420-478 Song479-501 Qi502-556 Liang557-588 Chen581-617 Sui618-907 Tang907-960 Las Cinco Dinastías907-979 Los Diez Reinos960-1127 Song del Norte y reino

Liao (947-1125) al norte1127-1279 Song del Sur e Imperio

Jin en China del Norte1279-1368 Yuan (mongoles)1368-1644 Ming1644-1911 Qing (manchúes)

según afirman crónicas muy posteriores a su exis-tencia. Nos han llegado muchas más noticias de la dinastía Shang (1600-1027 a.C.), sucesora de la anterior y que también recurrió a la fuerza para im-ponerse a las tribus circundantes. Pues bien, desde los tiempos de aquellas primeras monarquías hasta el triunfo de la república en 1912, los chinos no deja-ron de sufrir de una u otra manera los rigores de una rígida sociedad organizada para mayor gloria de sus soberanos, en la que los reyes o los emperadores y sus ancestros fueron progresivamente enaltecidos hasta ser encumbrados a la categoría de semidioses.

Qin Shi Huang (260-210 a.C.), primer emperador de la dinastía Qin, mandó hacer más de 7.000 figuras de guerre-

ros y caballos para su mausoleo.

Gracias a esa argucia y a la fuerza de las armas, las familias monárquicas o imperiales que, durante milenios, se sucedieron en el poder con más o me-nos continuidad contribuyeron con sus decisiones – unas veces acertadas y otras no – a forjar buena parte del sustrato cultural de la China actual. Un sustrato sin duda original ya que, en general, se for-mó más con las aportaciones autóctonas que asimi-lando contribuciones foráneas. Incluso los sistemas de pensamiento importados de otras zonas de Asia, como el budismo, pronto se adaptaron y alcanzaron peculiaridades propias. Respecto a las relaciones con occidente, la principal vía de comunicación con esa zona, conocida como Ruta de la Seda – especial-mente activa durante la Edad Media – sirvió más para dar a conocer a las civilizaciones árabe y cris-tiana las innovaciones chinas (el papel, la brújula, la pólvora, la porcelana) que para ejercer una influen-cia significativa en la cultura del país asiático.

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en el siglo I a.C. llevó el budismo a China, donde fue arraigando conforme pasaron las centurias hasta ser al presente la religión más profesada en el país. Por tener al menos unas ideas básicas que aceptar, unas normas éticas que cumplir y unos ritos que ce-lebrar, el budismo es una religión, aunque paradóji-ca, ya que niega la existencia de la divinidad. Por eso se le ha llamado la religión de la no-religión. La aspiración budista por la introspección no impidió la propagación de un culto público y, con el tiempo, se multiplicó la construcción de templos a los que acudían peregrinos ávidos de consuelo espiritual.

Cercano a la ciudad de Luoyang el Templo del Caballo Blanco, del siglo I d.C. es, según la tradición, el primer

templo budista de China.

No es de extrañar. Pobreza, enfermedades, inun-daciones, hambrunas y omnipresencia de la autori-dad imperial eran algunas de las taras de la socie-dad china que no solventaba el régimen político tradicional. Procedentes de la región nororiental de Manchuria, la dinastía Qing (1644-1911) – cuyos miembros pertenecían a una etnia minoritaria en el país – llevaban siglos gobernando sobre los chinos, mayoritariamente de etnia han. Poco hubiera im-portado la diferencia étnica si, en la práctica, dicha distinción no hubiera sido determinante para obte-ner ciertas prebendas políticas, económicas y socia-les.

Pero no fue así. Si bien los Qing habían aceptado el confucianismo y conseguido la colaboración de la clase autóctona más pudiente, la estirpe gobernan-te y sus seguidores manchúes se convirtieron en un quiste social privilegiado – entre otras ventajas, no pagaban impuestos – y evidenciaron su sentimiento de superioridad imponiendo a los chinos, el grupo mayoritario, prescripciones discriminatorias que im-pidieron la cohesión de ambas etnias: por ejemplo,

En esa sucesión de dinastías y de centurias fue conformándose la variada cultura china, especial-mente vinculada a la cotidianidad de la vida agraria y salpicada de costumbres influidas, según los casos, por el confucianismo, el taoísmo y el budismo o por originales mezclas de los anteriores. Las ense-ñanzas de Confucio (551-479 a.C.) llegaron a ser fuente de inspiración para multitud de generacio-nes. Principalmente recopilado por sus discípulos, el pensamiento de este sabio chino, más filosófico-moral que religioso, guarda cierta semejanza con los preceptos conductuales básicos propugnados por al-gunos filósofos griegos, también presentes en la ética preconizada por los judíos y los cristianos. El men-saje central del confucianismo no resuelve cuestiones existenciales, pero es muy sencillo: hemos de tratar de vivir virtuosamente. Hay sin embargo determi-nadas máximas confucianas que, con el tiempo, fa-vorecieron la consolidación de hábitos ya entonces presentes en la sociedad china. Es el caso de la cuasi sacralización de las tradiciones de los antepasados y de la exhortación a acatar la herencia cultural de los ancestros, costumbres que, según algunos autores, contribuyeron a modelar una sociedad conformista y tendente al quietismo.

El taoísmo, la otra gran escuela del pensamiento chino tradicional – dividido a su vez en varias co-rrientes – se inspira entre otras fuentes en los escritos filosóficos de Lao-Tsé (siglo VI a.C. o, según otros historiadores, siglo IV a.C.). Con un cuerpo doc-trinal más profundo que el confucianismo, el taoís-mo propugna buscar lo esencial en nuestro interior para alcanzar la paz mental, el sosiego y el vacío. La vacuidad es, precisamente, uno de los sentidos del tao que, además de armonía universal, es también camino, sendero virtuoso para llegar a la inmorta-lidad, entendida ésta como longevidad en plenitud. Además de sus consecuencias éticas, el sentido de la disciplina y la tendencia a la introspección que conlleva la práctica del taoísmo empaparon también la cultura china.

Otro tanto cabe decir del budismo, fundado por Siddharta Gautama (siglo V a.C.) en el noroeste de la India y en la actualidad diversificado en numero-sas tendencias. Como tantas veces, el comercio ejer-ció de vehículo trasmisor de ideas y probablemente

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Tuan, denominado en occidente Rebelión de los Bóxers (1898-1901) o ‘boxeadores’, como llamaron los británicos a los insurgentes por el ritual de artes marciales que practicaban para, en su opinión, ha-cerse invulnerables a las armas. La creciente insatis-facción de la población, frecuentemente manifestada en brotes de violencia, hacía adivinar que se acercaba el final de los Qing como dinastía imperial.

El comunismo al poder. Guerra civil e invasión del Tíbet

El progresivo descontento de la pequeña burgue-sía y de grupos de intelectuales fue aprovechado por Sun Yatsen, médico, ideólogo y político chino que canalizó la decepción y consiguió impulsar la llama-da Revolución Xinhai (10 de octubre de 1911-2 de febrero de 1912), que acabó con la abdicación de Puyi, el último emperador. Fundador del Partido Nacionalista de China – conocido como Kuomin-tang, transcripción de una parte de su nombre en la lengua original – Sun Yatsen llegó a ser el primer presidente de la República de China (del 1 de enero al 1 de abril de 1912), puesto que traspasó al am-bicioso Yuan Che-Kai para salvar el nuevo sistema político. Che-Kai, un reconvertido procedente del régimen imperial, trató sin éxito de establecer una dictadura durante el tiempo de su mandato (1912-1916).

A la izquierda, Puyi, último emperador de China (1908-1912) y, a la derecha, Sun Yatsen, primer presidente

de la República (1912) y fundador del Kuomintang.

Varios jefes militares de las provincias, los Seño-res de la Guerra, se organizaron de forma autóno-ma y comenzó un periodo de anarquía (1916-1928) aprovechado por Japón para conquistar Manchu-

prohibieron los matrimonios mixtos y la residencia de chinos en Manchuria, separaron los barrios de las poblaciones de una y otra procedencia en las urbes del resto del país y obligaron a los súbditos chinos a diferenciarse por el vestido y a raparse la cabeza según la costumbre manchú, aunque debieron dejar-se una trenza en la parte posterior de la cabeza para hacer reconocible su identidad étnica.

Ya en el siglo XIX, los Qing trataron de contro-lar las numerosas revueltas que se producían en la zona central del país y tuvieron, además, que en-frentarse al pertinaz interés británico por introducir ilegalmente en China opio procedente de sus pose-siones coloniales de la India. La negativa inglesa a cesar el contrabando desencadenó las dos Guerras Anglo-chinas (1839-1842 y 1856-1860), también llamadas Guerras del Opio, en las que la potencia imperial europea fue vencedora. La derrota forzó a China a firmar el Tratado de Nankín (1842), por el que entre otras cargas el país asiático abrió cinco puertos al comercio británico y cedió a perpetuidad la isla de Hong Kong al Reino Unido.

Se sucedieron nuevos y humillantes pactos que China hubo de firmar no solo con Reino Unido sino también con Estados Unidos, Francia, Rusia, Portu-gal, Japón, Italia, el Imperio Austro-húngaro, Bélgi-ca, España y Países Bajos. Estos y otros acuerdos que las potencias dominantes hicieron firmar a varios países asiáticos fueron denominados posteriormente Tratados Desiguales, por las condiciones de inferio-ridad en que esas naciones tuvieron que rubricarlos. Para China, en particular, estos compromisos supu-sieron significativas concesiones territoriales y eco-nómicas y evidenciaron además la decadencia de la dinastía Qing, preocupada también por las revueltas populares, la debilidad del ejército y el caos admi-nistrativo.

Durante sus últimas décadas de existencia, la mi-lenaria China imperial se encontró sumida en una profunda crisis que dejó muchos cadáveres por el camino. Unos veinte millones de muertos había causado aplastar la Rebelión Taiping (1851-1862 e incluso después), de carácter religioso y social, y más de 50.000 víctimas mortales acabar con el an-ticolonialista y patriótico movimiento de los Yi he

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tradas por sus huestes forzaron un relativo cese de hostilidades entre los nacionalistas y los comunistas chinos, así como el inicio de unas acciones de resis-tencia contra el invasor. Estas acabaron con la sali-da de las tropas ocupantes tras su capitulación el 9 de septiembre de 1945, una semana después de la firma por los representantes japoneses de la rendi-ción oficial de su país, en una ceremonia presidida por el general McArthur, comandante supremo de las Fuerzas Aliadas en la Segunda Guerra Mundial. Japón tuvo que devolver a China la soberanía sobre Manchuria, Mongolia Interior y las islas de Taiwán y Hainan.

Chiang Kai-shek (izquierda), Mao Zedong (derecha), dos modos de entender China. Uno y otro gobernaron du-rante décadas, el primero en Taiwán y el segundo en China

continental.

Acabado el enfrentamiento armado con Japón, en junio de 1946 se reinició la guerra entre los nacio-nalistas y los comunistas, dirigidos respectivamente por Chiang Kai-shek y Mao Zedong. El ejército co-mandado por este último se hizo de modo progresi-vo con el control del país y el 1 de octubre de 1949 Mao proclamó la República Popular de China, refugiándose casi dos millones de nacionalistas en Taiwán. La llegada de tantos chinos continentales huyendo del comunismo provocó una sublevación de la población local isleña cuya represión se saldó con miles de víctimas. Y además nació un anómalo problema territorial, pues en esa isla Chiang Kai-shek fundó la República de China, considerada por sus ciudadanos la verdadera representante de China en el mundo.

La preeminencia que Mao dio al desarrollo del comunismo en China continental durante el perio-do posterior a la guerra civil – coetáneo al conflicto

ria. Del caos también se beneficiaron comunistas y nacionalistas. En 1921 Mao Zedong, entre otros, fundó el Partido Comunista Chino, que pronto ganó influencia entre el campesinado pobre. En es-tos primeros años, sin embargo, el predominio de los ideólogos de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) en los comunistas chinos era fun-damental. Por tanto, aún no se había producido la adaptación teórica y programática del marxismo a la realidad social de China, un país con numerosos trabajadores agrarios pero en aquella época escaso de obreros.

Mientras, en el sur, Sun Yatsen, presidente de un autoproclamado Gobierno Nacional, a pesar de no ser marxista logró apoyo soviético para formar con los comunistas un frente contrario a los caudillos de las provincias septentrionales. A medida que fue conquistando territorios en el norte su sucesor y nuevo jefe del Kuomintang, Chiang Kai-shek, cre-ció la oposición de este tanto a los comunistas infil-trados en su partido como a los demás.

En 1928 las fuerzas del Kuomintang conquista-ron Pekín, dando comienzo a una etapa de gobierno (1928-1949) viciada por la continuidad del enfren-tamiento entre las tropas nacionalistas y comunistas. Para escapar de las primeras, los soldados comunis-tas, integrados en el llamado Ejército Rojo se vieron obligados a realizar del 16 de octubre de 1934 al 20 del mismo mes de 1935 la denominada Larga Mar-cha, viaje de más de 12.000 km – concluido por unos 30.000 hombres de los supuestos 100.000 que aproximadamente lo iniciaron – desde el sur hacia la provincia noroccidental de Shaanxi, controlada por ellos. En enero de 1935 los dirigentes comunistas celebraron la importante Reunión de Zunyi, ciudad de la provincia de Guizhou, en la que reconocieron la jefatura en el partido de Mao Zedong y refren-daron su estrategia de considerar al campesinado como motor principal de la revolución comunis-ta. Al hacerlo, China empezó a marcar un camino propio de acceso al comunismo, diferente del mo-delo soviético basado en asambleas representativas de obreros, soldados y campesinos.

La conquista de buena parte del litoral marítimo chino por el ejército nipón y las matanzas perpe-

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Al año siguiente el joven Dalái Lama, presionado y falto de apoyo internacional, tuvo que firmar un tra-tado por el que el Tíbet se transformó en “provincia autónoma” de China. Una autonomía entendida al modo comunista que pronto dejó en papel mojado las promesas – respetar el sistema gubernativo tradi-cional del territorio y la autoridad del Dalái Lama, contar con su permiso para introducir reformas y no inmiscuirse en cuestiones religiosas – del pacto im-puesto a los tibetanos desde una posición de fuerza.

Durante los años cincuenta del siglo pasado fue aumentando la presencia militar comunista en el Tíbet y mejoraron las comunicaciones con el estado invasor. Algunas reformas, ciertamente, moderni-zaron costumbres ancestrales. Pero las órdenes que llegaban de Pekín no tardaron en evidenciar que los chinos y los tibetanos se relacionaban como conquis-tadores y conquistados respectivamente. Así lo per-cibió también la población autóctona, cuyo rechazo a la invasión fue en aumento. Dispuestos Mao y sus seguidores a evitar más problemas, en 1959 nuevas tropas comunistas chinas entraron en el Tíbet, per-petraron sangrientas matanzas y ocuparon por com-pleto el país. Miles de tibetanos fueron asesinados y otros miles – entre ellos el Dalái Lama – buscaron refugio en el exilio. Los comunistas chinos redo-blaron entonces su empeño por destruir la cultura tibetana – por ejemplo, solo quedan unos cuantos monasterios budistas de los más de dos mil existen-tes antes de la invasión – y ordenaron trasladar al Tíbet a miles de familias chinas, principalmente de la etnia han.

El Tíbet, un estado independiente hasta la invasión china en 1950

Durante centurias el Tíbet había logrado mantener su independencia aunque, como tantas otras nacio-nes del mundo, no faltaron recelos en las relaciones con sus vecinos y el país tampoco fue ajeno a las influencias externas e incluso a las invasiones. Con China, por ejemplo, el Tíbet llegó a formalizar entre los años 821 y 823 un tratado fronterizo y de paz.

En el siglo XIII el Imperio mongol invadió China y el Tíbet, aunque en este último territorio el emperador

armado de Corea (1950-1953), en el que Mao ayu-dó a sus correligionarios de dicho país – permitió a Taiwán sortear la invasión del Ejército Popular de Liberación, fuerzas armadas al servicio del Par-tido Comunista de China continental. En los años siguientes y a principios de la década de los sesenta se produjeron nuevas tensiones, pero Estados Unidos, en plena Guerra Fría y temeroso del avance comu-nista en la zona, atendió las sucesivas llamadas de Taiwán para velar por su independencia. Salvaguar-dando la ficción de representar al conjunto de la po-blación china, el fundador del país – y a su muerte otros miembros del Kuomintang – mantuvieron una férrea dictadura de creciente éxito económico. Du-rante los años noventa Taiwán fue democratizándose progresivamente, proceso que ya puede considerarse terminado. Pero las autoridades de China continen-tal siguen afirmando que Taiwán forma parte de su territorio nacional y, por tanto, no renuncian a su soberanía.

La mayoría de los tibetanos consideran al Dalái Lama un ser sagrado.

Más conflictiva es la cuestión del Tíbet, amplio territorio de escasa población y religión principal-mente budista que, hasta mediados del siglo XX, mantuvo su independencia política. Por orden de Mao, ávido de extender tanto su revolución como las fronteras chinas, el Tíbet fue invadido en 1950.

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teger a la población autóctona de posibles invasores (los mongoles y los gurjas) y de agitaciones internas. Ello se tradujo en un creciente intervencionismo chi-no en las relaciones exteriores del Tíbet que, de todos modos, salvaguardó su independencia, como ocurre a cualquier estado satélite influido por una potencia extranjera.

En 1904 tropas británicas invadieron sangrienta-mente el Tíbet que, dos años después, se convirtió en protectorado británico en virtud de un tratado entre el Reino Unido y China. En 1910 el ejército impe-rial chino trató de recuperar su influencia en el Tíbet conquistando el territorio. Pero la guerra civil china iniciada en 1911 forzó la vuelta de las tropas ocupan-tes a su país y el Dalái Lama recuperó el control del territorio.

La atención prioritaria que para las potencias occi-dentales y especialmente para China tuvieron sus propios conflictos internos y el estallido de las dos guerras mundiales permitieron al Tíbet pasar a un plano secundario y, a pesar de las dificultades, man-tener su independencia hasta 1950, fecha de su in-vasión por un ejército comunista chino obsesionado por cumplir a rajatabla las órdenes de Mao Zedong.

Desde entonces, la Asamblea General de las Nacio-nes Unidas ha aprobado sucesivas resoluciones – en-tre otras, las 1353 (XIV), 1723 (XVI) y 2079 (XX) – condenando los abusos a los derechos humanos perpetrados por China en el Tíbet e instando al go-bierno comunista chino a respetar las libertades fun-damentales de los tibetanos, incluyendo el derecho de autodeterminación.

La muerte de Mao, ciertamente, contribuyó a rebajar las tensiones, pero el país sigue invadido. El Premio Nóbel de la Paz Tenzin Gyatso – XIV Dalái Lama, jefe del gobierno tibetano en el exilio y cabeza del budismo tibetano – y sus compatriotas exiliados lle-van décadas tratando de mantener viva en el mundo la llama de las reivindicaciones del pueblo tibetano. Unas reclamaciones que, a pesar de los interesas crea-dos por el enorme peso económico de China, cuen-tan con un creciente apoyo en la opinión pública in-ternacional.

ocupante acabó nombrando regente a un destacado monje, a cambio de bendiciones y enseñanzas religio-sas. El modelo – similar en ciertos aspectos a un pro-tectorado – se basaba en la relación monje-benefactor (chö-yön) y su mayor peculiaridad consistía, precisa-mente, en mantener la relación de igualdad entre las autoridades mongolas y las tibetanas. Aunque en la actualidad el gobierno chino considera dicho pacto como una relación de vasallaje, la realidad es que las autoridades del Tíbet gozaron en esa época de unas ventajas que no tuvieron por entonces los chinos en su propio territorio, también invadido por los mon-goles. De hecho, la relación entre los mongoles y los tibetanos continúa siendo cercana y amistosa, facili-tada por las afinidades raciales, culturales y religiosas entre ambos pueblos.

Las autoridades del Tíbet también entablaron relacio-nes con la dinastía china Ming (1368-1644). Gober-nando este linaje en China, nació en el Tíbet Sonam Gyatso (1543-1588), tercer Dalái Lama, aunque el primero en ser reconocido en vida como tal. El mis-mo tratamiento se confirió a título póstumo a las dos supuestas reencarnaciones anteriores a Gyatso, todas ellas y sus sucesoras consideradas por los budistas ti-betanos emanaciones del Buda de la Compasión (las palabras dalái y lama significan, respectivamente, ‘océano’ y ‘maestro espiritual’; pero a veces, cuando ambos vocablos van juntos, se traducen libremente como ‘Océano de Sabiduría’).

Desde 1642, gracias a la ayuda proporcionada por el jefe mongol Altan Khan y su ejército en virtud de la relación chö-yön, el gobierno del Tíbet pasó a ser con-trolado por los sucesivos Dalái Lamas y, por tanto, dejó de ser monárquico. El mismo tipo de relación fundamentó también los contactos entre los Lamas y varios miembros de la familia Qing, la dinastía de origen manchú que conquistó y gobernó China du-rante varios siglos (1644-1911). En virtud de dicha relación, el Lama dirigía espiritualmente al empera-dor manchú y este correspondía garantizándole pro-tección. La situación político-jurídica del Tíbet no quedaba afectada y el territorio siguió manteniendo su independencia.

En el siglo XVIII tropas chinas entraron en el Tíbet, aunque el objetivo inmediato fue, según parece, pro-

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Según la Constitución de 1954, esa democracia popular que es el Estado se basa en la alianza de los campesinos y los obreros y se organiza mediante una jerarquía de asambleas – de las que emanan los órga-nos de gobierno, justicia y administración – en cuya cúspide se encuentra la Asamblea Popular Nacio-nal (APN). No hay, pues, división de poderes. La APN, compuesta por 1226 miembros y convocada solo unos días de primavera y otoño, acabó limitán-dose en la práctica a ratificar las decisiones ya adop-tadas por su Comité Permanente, integrado por unos 150 comisarios. El poder ejecutivo o Consejo de Asuntos de Estado, dirigido por un presidente o jefe del gobierno, es nombrado por la APN a pro-puesta del presidente de la República. Respecto a las minorías nacionales, la Constitución afirma que dis-frutarían de una autonomía compatible con la uni-dad estatal.

El 20 de septiembre de 1954 los miembros de la Asam-blea Popular Nacional aprobaron la primera Constitución

comunista de la República Popular de China. Fieles al tota-litarismo marxista, estos aplaudidores asambleístas constitu-

cionalizaron la dictadura y taponaron la democracia.

Mientras, la política económica del país seguía siendo dubitativa y sus resultados negativos. Se buscaban soluciones compatibles con la ortodoxia marxista capaces de eliminar o cuanto menos paliar las numerosas carencias de la población. Reforzado por los apoyos recibidos y ya presidente de la Repú-blica, Mao no tardó en poner en marcha uno de esos empeños suyos que tanta pobreza y muertes ocasio-naron. Un desgraciado rasgo de la personalidad que compartía con el difunto Stalin, cuya defensa provo-có entre Mao y Kruschev – principal dirigente de la URSS y empeñado en abandonar el estalinismo – un alejamiento que acabó rompiendo las relaciones chi-no-soviéticas en 1960. Para entonces, sin embargo,

Consolidación del comunismo maoísta. Sometimiento de la población.

Volvamos a los tiempos inmediatos a la revolu-ción. Mientras los nacionalistas marcaban su propio rumbo en Taiwán, los comunistas chinos, invadido ya el Tíbet, procuraron poner en práctica sus ideas en China continental. Para empezar, eran necesarias la unificación política del país, la estabilidad institu-cional y la consecución de un desarrollo económico mínimo que permitiera cubrir las necesidades bási-cas de la población. Esto último trató de conseguir-se mediante planes quinquenales, el primero de los cuales (1953-1957) primó la industria sobre la agricultura y aceleró el control estatal de los medios de producción. La afirmación del poder en las pro-vincias acabó consiguiéndose a mediados de los años cincuenta. Y la Constitución de 1954, primera del régimen comunista, posibilitó tanto la transforma-ción del Gobierno provisional en permanente como la definición de una estrategia que seguir. Deudo-ra de la Constitución de 1936 de la URSS, la carta magna china de 1954, teóricamente en vigor hasta mediados de los años sesenta, se convirtió en refe-rente de las futuras constituciones chinas de 1975, 1978 y especialmente de 1982, actualmente opera-tiva.

La ley fundamental de 1954 siguió las directrices generales establecidas en 1949 en el Programa Co-mún, en parte influenciado en el modelo soviético. El texto del Programa incluye ya la definición del Estado como una democracia popular basada en la alianza de obreros y campesinos y no una dictadura del proletariado – peculiaridad china que expresa el carácter transitorio al socialismo que pretende impulsar el texto – dado el retraso socioeconómico del país asiático respecto a las más industrializadas sociedades de la URSS y de sus países satélites de Europa oriental. Al igual que la Constitución so-viética, la china contempla las formas de propiedad estatal y cooperativa pero, a diferencia de aquella, también reconoce la propiedad privada de los medios de producción y del capital, aludiendo específicamente a la poseída por los campesinos, los artesanos rurales, los trabajadores individuales y los capitalistas.

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Mientras el gobierno optaba por las reformas eco-nómicas para tratar de recuperar el ritmo previo al Gran Salto Adelante, Mao preparaba su reengan-che al poder. Desconfiaba tanto del presidente Liu Shaoqi como de su más cercano colaborador, Deng Xiaoping, embarcados en un proyecto de reconver-sión económica que posibilitara la estabilidad social de un país sumido en la crisis y el subdesarrollo. Ya en 1961 los maoístas habían abortado los tími-dos intentos de instaurar mecanismos de iniciativa privada en las comunas y el propio Mao, en 1962, había criticado el revisionismo. Profundamente con-vencido de las excelencias de sus ideas, el padre de la revolución china no estaba dispuesto a plegarse al testarudo realismo de las cifras económicas.

Concentrados o emocionados y mostrando imágenes de su héroe, mujeres y hombres sostienen ejemplares de Citas del presidente Mao, llamado en occidente el Libro Rojo de Mao, publicado por el gobierno chino dos años antes de la

Revolución Cultural.

Tras asegurarse la fidelidad de los altos mandos del ejército, en 1966 Mao lanzó la Revolución Cul-tural, estrategia de exaltación egocéntrica que exigía la rebelión del pueblo contra la burocracia comunis-ta disconforme con los postulados maoístas. Se ha dicho también que Mao pretendía volver al espíritu utópico de los primeros tiempos y acabar con una

la situación ya era distinta. En efecto, contrariando las disposiciones constitucionales, Mao y sus segui-dores habían embarcado a los chinos en 1958 en el llamado Gran Salto Adelante, un calamitoso pro-grama de reconstrucción económica llevado a cabo durante el segundo Plan Quinquenal (1958-1962).

También en 1958 el Partido Comunista Chi-no aprobó la idea maoísta de implantar comunas populares (nombre tomado de la Comuna de París de 1871), formas de organización socioeconómicas basadas en la propiedad colectiva que combinasen la agricultura, la industria y el comercio, así como la cultura, la educación e incluso la propia defensa. Las comunas, compuestas por unas 22.000 personas cada una, serían un estadio transitorio a la propie-dad de todo por todos. Los maoístas movilizaron a cientos de millones de chinos del campo – comunas incluidas – y la ciudad a producir acero en hornos domésticos. La desviación de importantes contin-gentes de mano de obra no especializada en pro-yectos industriales y de infraestructura, así como la falta de planificación y de incentivos, provocaron una caída de la ya bajísima productividad. Todo fue acompañado por el abandono de muchas tierras cul-tivables y de sequías e inundaciones locales.

El resultado fue el descalabro de la producción agraria y la consiguiente muerte de hambre, según se ha calculado, de veinte a treinta millones de personas. Al menos, aumentaron las disensiones internas en el Partido Comunista y Mao hubo de ceder la presidencia de la República Popular Chi-na a Liu Shaoqi y conformarse con asumir un pa-pel secundario. Al pueblo chino, entretanto, solo le quedaba enterrar a sus muchos muertos, tratar de sobrevivir de la mejor manera posible y esperar que las nuevas órdenes que llegaran de sus auto-ridades fueran menos perjudiciales que las ante-riores. Quien quisiera permanecer en este mundo y no ser eliminado o desaparecer en misteriosas circunstancias debía seguir callando y aguantando por falta de libertad de expresión y porque, como ocurre en la actualidad, resultaba imposible ele-gir otra alternativa de gobierno. Los comunistas chinos negaban a sus compatriotas disfrutar de la democracia.

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Liu Shaoqi, Lin Biao, Zhou Enlai y Hua Guofeng, cuatro hombres que gozaron de la confianza de Mao. El

primero, un astuto revolucionario, ocupó la presidencia de la República Popular China (1959-1968) pero cayó en

desgracia durante la Revolución Cultural. Murió en prisión en 1969, víctima de malos tratos. El segundo, ministro de

defensa en 1959 y heredero oficial de Mao en 1969, falleció en 1971 en un extraño accidente aéreo cuando se cree que escapaba a la URSS tras conspirar contra Mao. El terce-ro, primer ministro (1949-1976) y ministro de Asuntos Exteriores (1949-1958), contribuyó en parte a paliar los abusos del maoísmo, al que permaneció fiel. Enfermo de

cáncer, murió en 1976. El cuarto, primer ministro (1976-1980) y presidente del Partido Comunista (1976-1981),

fue perdiendo apoyo político y en 2008 falleció en Pekín con 87 años, alejado ya de la vida pública.

Durante los años siguientes, China se vio sumi-da en luchas por el poder. Ni que decir tiene que el experimento revolucionario había agravado las dife-rencias entre los comunistas radicales y los modera-dos, partidarios de adaptar la ideología a la nueva coyuntura histórica. Estos últimos, contrariamente a las apariencias, no tardarían en recuperar poco a poco algunas de las parcelas de poder que les habían sido quitadas. Al fin y al cabo, resultaba imprescin-dible dictar medidas de gobierno pragmáticas para

burocracia que se había alejado de lo que en su opi-nión eran las esencias del comunismo. Sea como fuere, los preceptos constitucionales que todavía eran acatados acabaron relegados y la vida se endu-reció más para millones de chinos. Durante meses el ya maltrecho país estuvo al borde de la paralización productiva y el terror se extendió. Muchas de las nu-merosas purgas fueron perpetradas por los incultos y fanáticos Guardias Rojos, como se denominaron los miembros del movimiento juvenil revolucionario recién creado. Políticos, profesores, ingenieros, mé-dicos y directores de empresas, entre otros muchos profesionales sospechosos de heterodoxia, fueron víctimas de esa etapa de error y de horror en la que tanto los miembros de una misma familia como los amigos eran instados a denunciarse.

Castigos infringidos a los considerados traidores durante Revolución Cultural.

El elevado coste económico de la Revolución Cul-tural, la conveniencia de recuperar la estabilidad in-terna, las tensiones con la URSS en la frontera norte mientras al sur la guerra hacía estragos en Vietnam y especialmente la constatación de haber conseguido sus principales objetivos llevaron a Mao en 1969 a decidir el fin de la violencia revolucionaria. El am-bicioso dirigente había recuperado el añorado pro-tagonismo político y así quedó confirmado en el IX Congreso del Partido Comunista, durante el que fue reelegido presidente por unanimidad. El maoísmo se convirtió en ideología oficial del partido y del Estado y sus más fieles seguidores – entre ellos la influyente Jiang Qing, cuarta mujer de Mao y di-rectora de la Revolución Cultural – ocuparon los puestos clave de la administración pública.

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Entretanto, la presión de los reformistas del par-tido condujo a la rehabilitación y posterior ascenso de quien consideraban un prestigioso político, Deng Xiaoping, un superviviente de varias purgas maoís-tas que ya en los años sesenta, como indicamos, ha-bía mostrado su disposión a introducir transforma-ciones económicas en el sistema comunista chino. Aunque Hua Guofeng conservó los cargos de pre-sidente del gobierno y del partido, a fines de 1978 Deng Xiaoping se hizo realmente con el poder, que aprovechó para emprender una laboriosa reforma – más económica que política – análoga a la que años atrás Kruschev había promovido en la URSS tras morir Stalin.

Deng Xiaoping, impulsor de cambios económicos pero acérrimo defensor de su dictadura comunista.

En cuanto pudo, Deng se rodeó de políti-cos dispuestos a saltarse la ortodoxia maoísta cuan-do fuera conveniente – entre otros Hu Yaobang, al que promovió a la Secretaría General del Partido Comunista – y a centrarse en el desarrollo econó-mico, entendido como un proceso de liberaliza-ción progresiva. Su programa, contrario al Gran Salto Adelante y a la Revolución Cultural de Mao, primó la eficacia sobre la ideología pero sin renegar del totalitarismo comunista. Una de las concrecio-nes de esta doctrina fue la formulación del princi-pio “un país, dos sistemas”, decisivo para firmar con Reino Unido y Portugal tratados para la devo-lución de Hong Kong y Macao respectivamente. La colonia británica sería incorporada a China en 1997 y la portuguesa en 1999, manteniendo am-bas su sistema político democrático y su economía capitalista.

acelerar la salida del atasco económico. Así debieron percibirlo también muchos miembros del Partido Comunista pues, en 1973, durante su X Congreso, fueron rehabilitados numerosos dirigentes posterga-dos en la Revolución Cultural.

Jiang Qing, viuda de Mao, en 1981, durante el juicio a la Banda de los Cuatro: “Yo era el perro del presidente Mao. Cuando él ordenaba que mordiese, yo mordía”. Los

procesados (de izquierda a derecha) y sus sentencias: Zhang Chunqiao (muerte), Wang Hongwen (cadena perpetua), Yao Wenyuan (20 años de cárcel) y Jiang Qing (muerte).

Los condenados a la pena capital obtuvieron dos años para arrepentirse, aunque Qing no lo hizo; juzgados de nuevo

en 1983, la sentencia de muerte fue conmutada por cadena perpetua, probablemente para evitar la exaltación de los

convictos en el imaginario popular. Tras años de especula-ciones sobre el paradero de la viuda de Mao, el 4 de junio

de 1991 la agencia estatal de noticias Xinhua dio a conocer que Qing, aquejada de un cáncer, se había ahorcado el

14 de mayo anterior después de llevar más de siete años en libertad.

A pesar de que los maoístas trataron de reforzar su posición consiguiendo en 1975 la aprobación de una nueva Constitución, la más radical de la histo-ria de China hasta la actualidad, el tiempo juga-ba a favor de los partidarios de las reformas. La muerte de Mao el 9 de septiembre de 1976 aceleró este proceso no exento de intrigas que, como otros conformistas, también consintió el nuevo primer ministro Hua Guofeng. El 4 de octubre de ese año fue encarcelada la llamada Banda de los Cuatro, una camarilla de influyentes políticos radicales – integrada entre otros por Jiang Qing, viuda de Mao – a la que se acusó de los más graves abusos de la Revolución Cultural. Con ello dio comienzo una nueva purga política, esta vez de miles de izquier-distas.

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La mejor muestra de la resistencia de los máximos dirigentes comunistas al cambio político en la Chi-na continental fue la masacre perpetrada en la noche del 3 al 4 de junio de 1989 en la plaza pekinesa de Tiananmen. En dicho lugar se habían reunido de-cenas de miles de estudiantes y obreros tanto para rendir tributo al reformista Hu Yaobang, fallecido el mes de abril anterior, como para exigir el fin de la corrupción burocrática y el comienzo de cambios políticos que condujeran a una vida más libre de la población. Las pretensiones aperturistas de Zhao Ziyang, exprimer ministro y por entonces secretario general del Partido Comunista, así como los avances de la perestroika impulsada por Mijaíl Gorbachov en la URSS habían hecho pensar a los chinos mejor informados que tanto ellos como sus compatriotas también podrían beneficiarse de las ventajas de la apertura política.

Esta fotografía de un estudiante chino desafiando a varios tanques desplegados en Tiananmen, portada de la prensa

mundial en junio de 1989, se ha convertido en un símbolo gráfico de la resistencia humana frente a la opresión.

No fue así. Zhao Ziyang fue defenestrado y Deng Xiaoping y Li Peng, primer ministro, ordenaron responder con las armas a los demandantes de tan legítimas peticiones. Cientos de chinos – probable-mente miles – murieron asesinados y muchos otros fueron sometidos a torturas, penas de cárcel y otras formas de represión. La masacre de Tiananmen puso de manifiesto dentro y fuera de China que sus dictadores comunistas pensaban seguir siéndolo a costa de todos y de todo, incluyendo la vida de sus compatriotas. Aterrador error en la biografía de los dirigentes de entonces y prueba del ejemplar proce-der de millares de chinos, lo acontecido en 1989 en

El reformismo político preconizado por Hu Yaobang y Zhao Ziyang sucumbió ante el duro y crudo inmovilismo

propugnado por Deng Xiaoping y Li Peng, promotores de la matanza de Tiananmen.

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nistrativas especiales, como sí lo son Hong Kong y Macao – para ampliarse después desde la costa hacia el interior y el oeste del país siguiendo el cauce de los ríos, además de las zonas fronterizas. En general, los planes y disposiciones estatales que conformaban la economía han cedido el paso a los incentivos econó-micos, administrativos y jurídicos para impulsar la iniciativa privada, y la regulación y el control estata-les directos han disminuido a favor de los indirectos (políticas fiscal y monetaria). El tradicional requisito comunista de que el Estado examine toda cuestión económica y tenga que aprobar cualquier actuación ha desaparecido y, cada vez más, la administración pública se centra en ofrecer servicios e información económica a los agentes sociales. Va desapareciendo la omnipresencia del Estado en la economía.

La reforma del régimen de comercio exterior se ha ido realizando en varias etapas, con medidas dirigidas a ceder poder a los agentes sociales, im-pulsar el sistema de responsabilidad de la gestión, eliminar subsidios a la exportación y liberalizar pro-gresivamente. Un hito en la apertura económica del gigante asiático fue su ingreso en 2001 en la Orga-nización Mundial del Comercio (OMC), para el que tuvo que eliminar con anterioridad numerosas leyes y reglamentos restrictivos a la inversión forá-nea, incluyendo la propiedad de los bienes de pro-ducción. Como resultado de estas transformaciones y teniendo en cuenta el inmenso mercado chino, así como sus bajos costes de mano de obra, el dinero extranjero entró a raudales en todos los sectores económicos, contribuyendo a un espectacular creci-miento que China no hubiera conseguido por sí sola por falta de capital.

Todo ello ha provocado un rápido cambio de la estructura económica china, que en poco tiempo ha multiplicado tanto sus exportaciones como sus im-portaciones hasta alzarse al primer puesto del co-mercio mundial de mercancías. El perfil de dichas transacciones hace de China un país cada vez más parecido a los desarrollados que a los menos avanza-dos, pues las importaciones crecen en materias pri-mas y fuentes de energía – con la consecuente subida de precio de las mismas en el mercado internacional – y la exportación de productos manufacturados, entre los que se encuentran ya no solo productos de

Tiananmen constituyó también toda una proclama del rumbo que seguirían en adelante los comunis-tas chinos: continuar las reformas económicas man-teniendo la asfixiante dictadura que garantizaba su poltrona.

Cazar ratones

Tras resurgir de la marginación de las purgas maoístas y alcanzar el máximo poder político, Deng Xiaoping dispuso abandonar el inútil discurso clasis-ta de Mao y poner en marcha un gigantesco proce-so de reformas económicas y sociales que aún con-tinúa. Las intenciones del astuto Deng quedaron bien compendiadas en una máxima confuciana que pronto se hizo célebre: «poco importa que el gato sea negro o blanco, si caza ratones». El objetivo era lograr un modelo que, un tanto contradictoriamen-te, los comunistas chinos suelen denominar sistema de economía de mercado socialista. El ambicioso cambio de rumbo económico – que no político – fue aprobado en la III Sesión Plenaria del IX Comité Central del Partido Comunista de China, celebrada en 1978.

Dicha sesión decidió empezar la reforma por el campo. Aunque se mantuvo la propiedad colec-tiva, el sistema de comunas populares fue abolido y se adoptó otro basado en la responsabilidad familiar asumida por contrata y en el ingreso en función del rendimiento. El nuevo sistema permitía a los campe-sinos elegir la gestión de la parcela contratada y dis-poner de la mayoría de los beneficios generados tras abonar al Estado un impuesto – progresivamente eliminado – y a la colectividad la parte que le corres-pondiera por derecho. En casi cinco años el modelo se generalizó y la producción se multiplicó. En 2002 se promulgó la Ley de Contrata de Tierras Rurales, que legalizó el derecho duradero de la contrata y ges-tión de las tierras a los campesinos.

Desde 1978 China comenzó también un pro-ceso de apertura económica al exterior en varios niveles. Esta transformación se ha realizado de for-ma gradual tanto en el tiempo como en el espacio: comenzaron a beneficiarse ciudades y regiones li-torales, a las que se concedió el estatuto de zonas económicas especiales (ZEEs) – no regiones admi-

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empresas de capital privado nacional y a particula-res a invertir en bolsa en el exterior. Las empresas públicas, mayoritariamente deficitarias, son cada vez menos numerosas y menos importantes – el proceso sigue en marcha – y algunas de ellas, tras ser privatizadas con mayor o menor transparencia, han emprendido planes de reestructuración que les han conducido a obtener pingües beneficios, muchos de los cuales han sido embolsados por antiguos direc-tivos.

El interés gubernamental por las grandes corpo-raciones no disminuye su atención por las pequeñas y medianas empresas (pymes). La administración pública china es consciente del enorme valor de es-tas entidades en el tejido económico-social del país, de su importancia para general empleo y de su in-fluencia en la modernización de sectores estratégicos como la educación, la ciencia y la tecnología. En consecuencia, se han creados fondos especiales para promover el desarrollo de las pymes, de modo que puedan contar con los cauces pertinentes de finan-ciación de sus actividades.

El sector bancario no ha quedado al margen de los cambios. Se han simplificado los trámites para la constitución de filiales y la realización de opera-ciones financieras por parte de entidades de capital foráneo. Las cooperativas de crédito rurales y los bancos también se han reformado. Numerosas com-pañías aseguradoras y bancos extranjeros han abierto multitud de sucursales en China y la presencia en dicho país se considera ya necesaria para asegurar un volumen de negocio y de beneficios que el mercado occidental difícilmente proporciona en la actuali-dad. Son cada vez más los bancos chinos de capi-tal privado cuyo volumen de depósitos les permiten competir sin problemas con las entidades extranjeras de mayor solera y capacidad crediticia.

Tras años de consumo frenético, el mercado chi-no, especialmente en los más ricos núcleos urbanos costeros, parece haber llegado a una cierta saturación de bienes de consumo duraderos básicos (vivienda, coches de gama baja y media, electrodomésticos) y crecen cada vez más tanto el ahorro – que la política gubernamental estimula a convertir en inversión – como el gasto en bienes y servicios no imprescindi-

mano de obra intensiva sino también otros de alta tecnología y, por tanto, de alto valor añadido.

Los puertos marítimos como el de Shanghái deben am-pliarse continuamente para no saturarse.

El indudable éxito del proceso y los recelos ante los medios empleados han provocado fricciones in-ternacionales. La apabullante presencia de productos made in China en el mercado mundial, el traslado a ese país de fábricas de numerosas multinacionales que buscan ventajas comparativas, las tantas veces fundadas sospechas de plagio y desprecio de paten-tes, marcas y derechos de autor, así como las leoni-nas condiciones impuestas por el Estado chino a las empresas extranjeras para ganar adjudicaciones en los cuantiosos proyectos de infraestructuras y com-pras de bienes de equipo (fabricación en el país y transferencias tecnológicas) han hecho saltar las alar-mas en los gobiernos de muchos países desarrollados y de otros menos avanzados. Los primeros critican los abusos – incluyendo la devaluación artificial del renminbi o yuán, como se conoce en el exterior la moneda china – y unos y otros temen que las inver-siones que llegan a China provoquen paro o pérdida de oportunidades en sus naciones.

El peculiar Estado comunisto-capitalista chino se defiende asegurando que gracias a su apertura mu-chas empresas extranjeras están obteniendo enormes ganancias y recuerda que ha puesto en marcha leyes de protección de la propiedad intelectual que, poco a poco, irán dando frutos. Igualmente, el Estado ha protegido los beneficios de las inversiones de capital y el trabajo directo ya no es el único modo de gene-rar riqueza. El propio gobierno chino estimula a las

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proyectos de construcción que generan grandes plusvalías a inversores privados nacionales y a fun-cionarios corruptos. Las medidas legales introdu-cidas han reducido el proceso, pero sin conseguir eliminarlo. Se ha agravado también la brecha entre ricos y pobres así como entre la cada vez más rica zona oriental del país y las relativamente estancadas regiones occidentales, se multiplican las operaciones de lavado de dinero, el sida muestra una tendencia al alza, la contaminación medioambiental ha crecido a ritmo exponencial y perturba la progresiva depen-dencia de recursos naturales del exterior. Además, la introducción de la mecanización en la agricultura ha provocado la infrautilización laboral de decenas de millones de campesinos que precisan ser recolocados y, entre aquellos que gozan de empleo, muchos se ven sometidos a graves abusos laborales.

Los legisladores, preocupados por el desequilibrio entre el avance económico y el social, abogan cada vez más por un desarrollo sostenible que, sin duda, tendrá su coste. De entrada, el gobierno procura fre-nar estos problemas multiplicando la inversión en educación – la tasa de analfabetismo se ha reducido de forma espectacular – y conformando un sistema de seguridad social que, paulatinamente, asegure los servicios sanitarios básicos a toda la población; asimismo, ha aprobado espectaculares planes de infraestructuras para favorecer tanto la creación de puestos de trabajo como el crecimiento en las regio-nes occidentales – financiados en buena parte me-diante la emisión de bonos estatales rápidamente ab-sorbidos por el mercado – y leyes de protección del medio natural para tratar de salvar áreas naturales en grave peligro y asegurar los recursos hídricos.

Nadie duda de que, aún persistiendo lastres del pasado comunista, China ha realizado un esfuer-zo titánico por cambiar su modelo económico. Las cifras de esta sociedad en transición hablan por sí solas y, en general, las reformas emprendidas pue-den considerarse un rotundo éxito desde el punto de vista cuantitativo. El crecimiento productivo ha sido espectacular, se ha ido creando una clase media antes inexistente y cada vez más chinos disfrutan de unos ingresos que les permiten acceder a bienes y servi-cios que hace solo unos lustros ni siquiera hubieran soñado. En lo económico, de todos modos, queda

bles e incluso de lujo (ropa de marca, joyas, artículos electrónicos sofisticados, vehículos de gama alta, tu-rismo exterior, seguros médicos privados, tratamien-tos de belleza, etc.). Ciertamente, la mayoría de los chinos aún está lejos de alcanzar el nivel de desarro-llo de la población de los países más avanzados del mundo, pero millones de ellos ya lo han logrado y la tendencia lleva a pronosticar que, con el tiempo, este proceso continuará.

El mercado del lujo tiene en China el presente y el futuro asegurados.

Los proyectos previstos por el gobierno para avanzar en el desarrollo alcanzan tal magnitud que pronto acaban influyendo de una u otra manera en el exterior en los distintos sectores involucrados: in-fraestructuras, medios de transporte, industrias elec-trónica, automovilística, farmacéutica, espacial… El avance es imparable. El país ha multiplicado en unos años su PIB y su renta per cápita y el protago-nismo internacional de su economía cada vez más globalizada ya es incuestionable. Con objeto de ace-lerar este progreso, el 1 de enero de 2010 entró en funcionamiento la Zona de Libre Comercio entre China y la Asociación de Naciones del Sureste Asiático (ASEAN), constituyéndose el mayor mer-cado común del mundo por número de consumi-dores (1.900 millones de personas), el tercero por volumen de negocio (tras la Unión Europea y los tres países de América del Norte) y el que goza de mayores expectativas de crecimiento.

El éxito económico está teniendo su cos-te. El auge industrial ha presionado sobre la agri-cultura, cuya superficie y producción se han visto mermadas debido a inversiones descontroladas para

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compartiendo la raíz totalitaria de su causa última, son tan variados como los siguientes:

• En China no hay democracia y tampoco, por tanto, elecciones libres y secretas, multipar-tidismo verdadero ni separación de poderes. Gobierna el Partido Comunista y la decena aproximada de partidos genéricamente deno-minados democráticos son meros títeres del an-terior, pues carecen de poder de decisión.

• Los activistas partidarios de la democracia son vigilados, acosados y, en numerosas oca-siones, también encarcelados; muchos han desaparecido.

• Los abusos policiales – torturas, malos tratos – están a la orden del día.

• Se han denunciado penas de muerte secretas, así como la extracción de órganos de los asesi-nados para realizar trasplantes.

• La política de control de la natalidad impues-ta por el Estado desde 1979 penaliza la libre elección del número de hijos por las parejas: en concreto, se permite un único hijo a las parejas residentes en núcleos urbanos y dos a las que habitan en zonas rurales, siempre que el primer nacido sea una niña o un inválido. Quienes no se atienen a estas órdenes deben pagar una gran multa. Esta coercitiva política antinatalista ha provocado un fuerte aumento del número de abortos y el abandono de millares niñas de-bido a la preferencia del varón, además de ge-nerar un preocupante desequilibrio poblacio-nal de edades y sexos.

• La minoría tibetana sigue sojuzgada y se nie-ga su derecho a la autodeterminación.

• Se controlan los monasterios budistas y sus monjes deben recibir una conformidad oficial.

• Intelectuales y artistas tibetanos han sido casti-gados tras dictarse duras sentencias basadas en falsas acusaciones.

• En el Tíbet, la política lingüística oficial impo-ne la lengua chino-mandarina como principal lengua educativa a expensas del tibetano.

• La minoría uigur residente en la provincia noroccidental de Xinjiang sufre una represión

todavía una magna tarea por delante para equiparar el nivel de vida de la población de China continental a la de sus compatriotas de Hong Kong y Macao y de las naciones más desarrolladas del mundo.

Epílogo

Las mejoras económicas y sociales conseguidas por China en las últimas décadas no deben ocultar la degradación a la que se ven sometidos sus habitantes como consecuencia de la pervivencia del totalita-rismo comunista. Los perversos fundamentos ideo-lógicos de este sistema, que en China aún pervive, se ensañan cotidianamente con la dignidad que merece cualquier chino por su magna condición de ser hu-mano. Las decisiones más importantes que emanan de los gobernantes chinos se estrellan de continuo con la realidad de la vida, con el modo en el que las cosas son por naturaleza, por negarse una y otra vez a aceptar que sus compatriotas no precisan de nadie que reconozca su dignidad y la libertad que esta con-lleva, pues les son inherentes por haber nacido.

Ni el presidente chino Jiang Zemin (1993-2003) ni su sucesor Hu Jintao (desde 2003) se han despeinado para

finiquitar la dictadura comunista y proceder a la democrati-zación política que merecen sus compatriotas.

La recurrente violación de los derechos huma-nos en China suscita preocupación en los gobiernos de los estados más democráticamente avanzados y en un creciente número de organizaciones no guber-namentales, grupos religiosos, centros académicos y, en general, en la opinión pública internacional. Las denuncias que se multiplican en los medios de co-municación extranjeros se extienden a hechos que,

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dre de la revolución. Quizá alguno, todavía, piense que sus compatriotas no son suficientemente adultos para vivir la vida con libertad y que basta con me-jorar su renta per cápita y con estimular su orgullo nacional organizando con ejemplaridad eventos de alcance mundial como los Juegos Olímpicos de Pe-kín de 2008 y la Exposición Universal de Shanghái de 2010.

Se acerca la hora del despertar de los chinos, la hora de su primavera.

Pero seguro que la mayoría de los políticos chi-nos saben que ese mundo cerrado y ficticio en el que ellos viven y quieren apresar a los demás tiene los días contados. Seguro que al cruzarse por los pasi-llos de esos grandes edificios gubernamentales y del partido muchos de esos dirigentes, cortados por el mismo patrón, se reconocen más como compinches que como auténticos servidores de un pueblo para el que han previsto una educación más destinada a formatear cerebros que a formarlos. Por si acaso, el patológico miedo de los gobernantes chinos a cual-quier descontrol mantiene en el país un sistema de vigilancia social persistente y un aparato repre-sivo preparado para asumir medidas drásticas ante cualquier imprevisto. Así se puso de manifiesto en las protestas populares de 1989 en la plaza pekinesa de Tiananmen y en otros sucesos posteriores.

Los tiempos cambian y los avances son impara-bles. En indudable que, para la población, las penas con pan son menos penas. Pero las cargas no son más livianas en los ámbitos de la vida que guardan relación con los derechos humanos básicos. Cada vez más, apremia en China un cambio radical de su estructura política oxidada y oxidante, una revolu-

sistemática y se ve sometida a la asimilación forzosa.

• Miembros del clero católico han sido presio-nados para obedecer en cuestiones religiosas a las autoridades gubernamentales. Algunos obispos han sufrido la persecución y el encar-celamiento por negarse a someterse a las di-rectrices de la iglesia controlada por el Estado, particularmente en lo relativo a la ordenación de sacerdotes.

• Miles de practicantes de la disciplina gimnás-tico-espiritual Falun Gong son perseguidos y muchos han sufrido malos tratos.

• Numerosos inmigrantes extranjeros reciben de las instituciones públicas una atención margi-nal.

• Los chinos no disfrutan de libertad de ex-presión ni existen en su país medios de co-municación independientes.

• El gobierno controla los buscadores nacionales de Internet y ejerce la censura informativa y comunicativa tanto en la actividad de los in-ternautas como en las noticias procedentes del exterior.

• Las asociaciones sindicales contrarias al régi-men comunista están prohibidas y no está re-conocido el libre derecho a la huelga.

• La corrupción de numerosos funcionarios provinciales y locales obliga a muchos chinos a pagar cantidades suplementarias para lograr que sus legítimas demandas sean atendidas.

• Un creciente número de gobiernos temen criti-car la violación sistemática de derechos huma-nos en China por temor a sufrir represalias eco-nómicas tales como la privación de inversiones o la pérdida de contratos para las empresas de sus ciudadanos.

Los políticos chinos saben que gobiernan a un pueblo al que no representan, porque dicha dele-gación exige pasar por esa piedra de toque – inexis-tente en China – que es el sufragio universal, libre, igual, directo, secreto y recurrente en un sistema que garantice el multipartidismo. Quizá algún cándido político chino conserve aún los utópicos deseos de ese maoísmo que una vez le encendió en anhelos de gastar su vida para llevar a cabo el proyecto del pa-

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Hasta ahora, los dirigentes chinos no han querido o no han podido pilotar la transición pacífica hacia un sistema democrático que garantice los derechos y las libertades fundamentales de las personas y no pretenda disolver las señas básicas de la identidad natural. La presión policial puede acallar temporal-mente el anhelo de libertad, pero la naturaleza hu-mana es como es y reclama un trato apropiado. El temor tiene fecha de caducidad.

No hace falta ser cirujano de la historia para saber que así ha ocurrido ya multitud de veces en el pasa-do – la propia revolución comunista fue un fallido intento de alcanzar la liberación – y basta con estar medianamente informado para reconocer en el ansia de libertad y de justicia la razón fundamental de la primavera árabe. A falta de reformas políticas desde arriba será el pueblo chino el que acabe decidiendo cómo quiere configurar su sociedad. Solo falta por ver cuánto tiempo queda para ello.

Juan Pedro Cavero Coll

ción ideológica en el Estado. Sin esta transformación cualquier conquista económica y social queda empa-ñada y nunca podrá lograrse la calidad de vida míni-ma que merece todo ser humano.

No basta con cazar ratones para alcanzar ese bien-estar añorado por todos, que los índices de desarro-llo humano de la ONU tratan deficientemente de cifrar. No basta con crear las condiciones para que los chinos llenen sus bolsillos y cuentas bancarias. Los principios del Estado comunista chino y las ba-ses de su ordenamiento jurídico, así como sus leyes más importantes, son contrarios a la dignidad de los seres humanos. En ese gran país asiático el po-der todavía es totalitario, se basa en la injusticia, im-pide la participación de las personas en la toma de decisiones que afectan a sus vidas y está por tanto enfrentado al Derecho. Tras décadas de apertura y de reformas los chinos siguen siendo siervos del Estado, no ciudadanos. No se les respeta.