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1 EL DERECHO PENAL ECONÓMICO DESDE EL ANÁLISIS ECONÓMICO DEL DERECHO PENAL: ¿ES POSIBLE LA DISUASIÓN? Íñigo Ortiz de Urbina Gimeno Universitat Pompeu Fabra 1.- Introducción La importante presencia social de los escándalos económicos y el incremento del número de supuestos en los que, con éxito o no, se reclaman responsabilidades de naturaleza penal, han puesto al Derecho penal económico de indiscutible actualidad. Al tiempo, la rama del Derecho penal que de él se ocupa vive un presente académicamente dulce: asentada desde hace años su (relativa) independencia conceptual, en un momento en el que se detecta cierto cansancio académico con la argumentación dogmática “deutscher Prägung” basada en la elaboración y reelaboración de la teoría jurídica del delito, el Derecho penal económico parece haberse convertido en el último refugio de este modo de teorización 1 . Es posible e incluso probable que ambos fenómenos no sean independientes, y la mayor intervención práctica del Derecho penal en la economía haya ofrecido importantes incentivos a los académicos penales para dirigir sus esfuerzos hacia un ámbito caracterizado por una complejidad técnica que premia sus esfuerzos con una incidencia práctica muy superior a la alcanzada en otros 2 . En esta contribución, sin embargo, el ámbito del Derecho penal económico no se analizará desde el punto de vista de la dogmática jurídico-penal, sino desde un punto de vista distinto y complementario: el del análisis económico de la política criminal y, en concreto, el de las penas. Ceñir el análisis a la parte puramente punitiva de la política criminal frente a estos 1 Sobre los desafíos que el Derecho penal económico supone para la dogmática tradicional, v. Silva, Jesús: “Introducción: lo teórico y lo experimental en la teoría del delito”, en Silva/Miró (Dirs.): La Teoría del Delito en la Práctica Penal Económica, 2013, pp. 33-66 (especialmente pp. 37-39, sobre las características del Derecho penal económico que tensan especialmente la teoría jurídica del delito). 2 Las recompensas no se restringen a la siempre reconfortante relevancia práctica del quehacer teórico. A su vez, el mayor valor práctico de las construcciones teóricas, en un ámbito en el que los sospechosos/imputados/acusados suelen gozar de una capacidad económica muy superior a la usual en el ámbito penal, ha supuesto un importante incremento del valor de mercado de los académicos jurídico-penales. Éste, unido a la actual situación de descenso de los sueldos en las universidades públicas y a un cierto sentimiento de abatimiento colectivo, ha favorecido el espectacular incremento de la contratación de

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El derecho penal económico desde el análisis económico del derecho penal: ¿Es posible la disuasión?. Artículo académico escrito por Iñigo Ortiz de Urbina

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Page 1: El derecho penal económico desde el análisis económico del derecho penal: ¿Es posible la disuasión? por Iñigo Ortiz de Urbina

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EL DERECHO PENAL ECONÓMICO DESDE EL ANÁLISIS ECONÓMICO DEL DERECHO PENAL: ¿ES POSIBLE LA DISUASIÓN?

Íñigo Ortiz de Urbina Gimeno

Universitat Pompeu Fabra 1.- Introducción

La importante presencia social de los escándalos económicos y el incremento del número

de supuestos en los que, con éxito o no, se reclaman responsabilidades de naturaleza penal,

han puesto al Derecho penal económico de indiscutible actualidad. Al tiempo, la rama del

Derecho penal que de él se ocupa vive un presente académicamente dulce: asentada desde

hace años su (relativa) independencia conceptual, en un momento en el que se detecta

cierto cansancio académico con la argumentación dogmática “deutscher Prägung” basada

en la elaboración y reelaboración de la teoría jurídica del delito, el Derecho penal

económico parece haberse convertido en el último refugio de este modo de teorización1. Es

posible e incluso probable que ambos fenómenos no sean independientes, y la mayor

intervención práctica del Derecho penal en la economía haya ofrecido importantes

incentivos a los académicos penales para dirigir sus esfuerzos hacia un ámbito

caracterizado por una complejidad técnica que premia sus esfuerzos con una incidencia

práctica muy superior a la alcanzada en otros2.

En esta contribución, sin embargo, el ámbito del Derecho penal económico no se analizará

desde el punto de vista de la dogmática jurídico-penal, sino desde un punto de vista distinto

y complementario: el del análisis económico de la política criminal y, en concreto, el de las

penas. Ceñir el análisis a la parte puramente punitiva de la política criminal frente a estos

1 Sobre los desafíos que el Derecho penal económico supone para la dogmática tradicional, v. Silva, Jesús: “Introducción: lo teórico y lo experimental en la teoría del delito”, en Silva/Miró (Dirs.): La Teoría del Delito en la Práctica Penal Económica, 2013, pp. 33-66 (especialmente pp. 37-39, sobre las características del Derecho penal económico que tensan especialmente la teoría jurídica del delito). 2 Las recompensas no se restringen a la siempre reconfortante relevancia práctica del quehacer teórico. A su vez, el mayor valor práctico de las construcciones teóricas, en un ámbito en el que los sospechosos/imputados/acusados suelen gozar de una capacidad económica muy superior a la usual en el ámbito penal, ha supuesto un importante incremento del valor de mercado de los académicos jurídico-penales. Éste, unido a la actual situación de descenso de los sueldos en las universidades públicas y a un cierto sentimiento de abatimiento colectivo, ha favorecido el espectacular incremento de la contratación de

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delitos, sin tener en cuenta otras posibilidades, tan importantes o más, supone sin duda una

importante restricción3. Entiendo, sin embargo, que ésta resulta adecuada, dado que la

intervención en el sector económico mediante la amenaza de penas es el tipo de respuesta

más pedido en la actualidad. Adelantando acontecimientos, en el texto que sigue y de la

mano del análisis económico mostraré por qué una política basada sólo en el incremento de

las sanciones está abocada al fracaso. A pesar de lo que la anterior frase pueda sugerir en

una primera lectura, sin embargo, no sostendré que no deba incrementarse la presión

punitiva en este ámbito, tampoco que no deba intervenirse jurídico-penalmente y, menos

aún, que deba “desregularse” (o siquiera “autorregularse”). La clave de la frase está en el

“sólo”. Frente a lo sostenido por los planteamientos más extremos, la prevención por medio

de la amenaza de pena es posible, siempre que la estrategia no se reduzca al incremento

nominal de las sanciones en el texto de la ley.

2. El análisis económico de las penas

I. El método del análisis económico del Derecho

Dada la muy limitada difusión del análisis económico del Derecho (en adelante, AED) en

nuestro país4, de modo especial en el Derecho penal5, no estará de más recordar sus

penalistas académicos por despachos profesionales. La anterior reflexión se ofrece como descripción, en modo alguno como crítica (que, en cualquier caso, debería ser autocrítica). 3 Entre estas destacan las relativas a su tipificación (qué comportamientos deben ser tipificados y cómo), las posibilidades de prevención mediante instrumentos no jurídicos (sea por medio de las normas sociales o de la autorregulación) o mediante instrumentos jurídicos no penales (a través del Derecho administrativo sancionador, dirigido principalmente a incrementar los costes esperados de estas conductas, o de instituciones civiles, dirigidas a disminuir su ganancia esperada, como la responsabilidad civil derivada de delito o la llamada “participación a título lucrativo”) o, finalmente, mediante institutos penales pero no punitivos (como el comiso). 4 Me referí a la cuestión en Ortiz de Urbina Gimeno, Íñigo: “Análisis económico del Derecho y política criminal”, en Revista de Derecho Penal y Criminología, nº especial 2, 2004, pp. 32-34. En los casi diez años transcurridos, la situación apenas ha cambiado. 5 V. Ortiz de Urbina Gimeno (obra citada en nota anterior), p. 33: “En nuestro país, y en general en el ámbito europeo, los penalistas no han siquiera comenzado a ocuparse de las propuestas del AED, y la inmensa mayoría de las referencias a este enfoque presentan una misma caricaturización del mismo según la cual se trataría de una perspectiva analítica que conduce a penas draconianas y en general a desconocer los derechos de los individuos; por ello (evidentemente), debe ser rechazada”. También en torno a esta cuestión la situación sigue básicamente inalterada: ciertamente, el análisis económico del Derecho ha aparecido en las contribuciones de algunos autores, pero su escasa influencia se verifica fehacientemente reparando en su completa ausencia (salvo error u omisión) de todos los manuales de Derecho penal editados en España.

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principales premisas teóricas. Para ello se ha de comenzar por subrayar el distinto

significado de lo “económico” para el Derecho penal económico y para el AED. En la

expresión “Derecho penal económico” la economía es el objeto de estudio, que laxamente

podemos definir como el conjunto de actividades que tienen que ver con la producción,

distribución y consumo de bienes y servicios. En el AED, por el contrario, la expresión no

se refiere al objeto investigado, sino al método usado en la indagación, que es la economía

como disciplina académica. En su caracterización más admitida en la actualidad, ésta se

define como “la ciencia que estudia el comportamiento humano como una relación entre los

fines y los medios escasos susceptibles de usos alternativos”6. En otras palabras, la

economía como disciplina se encarga del análisis de la racionalidad instrumental. Así pues,

mientras que en la expresión “Derecho penal económico” la economía funciona como

objeto, en la expresión “AED” funciona como método. ¿En qué consiste tal método?

Como otras muchas disciplinas sociales, el AED tiene una vertiente positiva (relativa al ser:

descripción, explicación y predicción) y otra normativa (relativa al deber ser). El análisis

positivo se efectúa de la mano del supuesto económico de conducta (el célebre homo

oeconomicus), mientras que el normativo se lleva a cabo utilizando como baremo la noción

de eficiencia.

i. AED positivo: el enfoque de la elección racional aplicado al Derecho

Desde el AED se afirma que el método jurídico clásico, ocupado de forma predominante

con el análisis formal de normas y sistemas jurídicos, ha descuidado la cuestión de las

hipótesis de comportamiento de los sujetos a los que se destinan tales normas7. El AED, por

el contrario, entiende poder realizar un importante aporte mediante la formulación de

hipótesis sobre cómo responderán los sujetos a los incentivos ofrecidos por el ordenamiento

6 Robbins, Lionel: The Nature and Significance of Economic Science, 2ª ed., 1935, p. 16. 7 Así, por ejemplo, Pastor Prieto, Santos: “Sistema jurídico y ciencias sociales: análisis económico del derecho y jurimetría”, en Añón et al (coords.): Derecho y Sociedad, 1998, pp. 274-275 y Kornhauser, Lewis A.: “The New Economic Analysis of Law: Legal Rules as Incentives”, en Mercuro (ed.): Law and Economics, 1989, pp. 28.

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jurídico8, un análisis para el cual sigue el enfoque de la elección racional. A pesar de la

ubicuidad de las referencias a este enfoque, no resulta fácil encontrar una definición o

exposición de en qué consiste, ni en sus aplicaciones en el Derecho ni en sus proyecciones

sobre otros campos. Resulta por ello muy útil recuperar la muy explícita presentación de

Kelley9, para quien las explicaciones/predicciones realizadas en clave de elección racional

tienen la siguiente estructura:

1.- Se identifica los agentes (sujetos individuales, grupos) asociados con una situación o un

fenómeno que se pretende explicar;

2.- Se identifica los objetivos de esos agentes en la situación de que se trate;

3.- Se delinean las características del entorno que pueden ayudar a los agentes a conseguir

sus objetivos o impedir que lo hagan;

4.- Se indaga el tipo y la calidad de la información de los agentes sobre ese entorno;

5.- Se identifica los cursos de conducta que los agentes pueden tomar para conseguir sus

objetivos, teniendo en cuenta las barreras que les impone su entorno y su grado de

conocimiento de éste;

6.- Se identifica, dentro de estos posibles cursos de actuación, aquellos que consiguen los

objetivos del agente de modo más eficiente;

7.- Finalmente, se predice que el agente tomará el curso de conducta que es racional, o se

explica la elección del agente mostrando que era su mejor elección.

Se trata, claro está, de una simplificación de la realidad: todos sabemos (también los

economistas) que las personas no funcionamos del modo descrito. Sin embargo, el uso de

supuestos simplificadores es imprescindible en todas las ciencias no formales, tanto en las

8 Estos incluyen: a) los producidos por las normas y sus modificaciones formales (derogación o aprobación de una nueva norma); b) los que se derivan de cambios en la conducta realmente exigida sin suponer una efectiva modificación del ordenamiento jurídico formal (por ejemplo, mediante un cambio de interpretación jurisprudencial); c) los originados por las concretas políticas de aplicación de una norma y los cambios que experimentan (por ejemplo, la decisión de incrementar/disminuir la persecución de un cierto tipo de delitos o infracciones administrativas). 9 Kelley, Stanley: “The Promise and Limitations of Rational Choice Theory”, en Friedman (ed.): The Rational Choice Controversy. Economic Models of Politics Considered, 1996, p. 96.

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sociales como en las naturales10, de modo que la cuestión relevante es si estos supuestos se

acercan lo suficiente a la realidad que nos interesa indagar, siendo además posible que

dichos supuestos funcionen adecuadamente en unos contextos y no en otros11.

ii. AED normativo: el escurridizo concepto de “eficiencia”

El AED se vincula, por propios y extraños, con el concepto de eficiencia. Este término, sin

embargo, se utiliza de forma polisémica, también por propios y extraños12. Las nociones

más extendidas son tres: eficiencia en el sentido de Pareto (una medida es Pareto-eficiente

si con ella se mejora a alguien sin perjudicar a nadie), eficiencia Kaldor-Hicks (una medida

es eficiente en sentido Kaldor-Hicks si quienes ganan podrían compensar a los que pierden

y seguir obteniendo beneficios) y eficiencia en sentido instrumental (relación medios-

fines).

Dadas las severas limitaciones de las otras dos nociones13, aquí nos va a interesar la noción

de racionalidad instrumental o de medio(s) a fin(es). En este sentido, se considera que se

actúa eficientemente cuando (a) con los medios de los que se dispone se satisface la

máxima cantidad de fines –es decir, se tasan los medios y se maximiza los fines- o,

alternativamente, cuando (b) se consigue un fin (o fines) con el menor costo posible -en

esta ocasión, se tasan el/los fines y se minimizan los medios precisos para conseguirlos-14.

10 En palabras de quien es uno de los mayores expertos en metodología de las ciencias sociales en nuestro país: “Al fin y al cabo, la ciencia teórica, por su poder de abstracción, hace siempre supuestos irrealistas (sic), y creo que no es una crítica muy inteligente de la teoría económica el limitarse a acusarla de que sus supuestos son irrealistas (sic)” (Domènech, Antoni: “Algunos enigmas de la racionalidad económica”, en García Albea et al -coordinadores.-: Los límites de la globalización. 2002, p. 77). 11 “Aunque conozco muy pocos economistas que realmente crean que los supuestos conductuales de la economía reflejan con precisión el comportamiento humano, la mayoría sí cree que tales supuestos son útiles para construir modelos del comportamiento en el mercado y, aunque menos útiles, son todavía el mejor instrumental para el estudio de la política y para el resto de las ciencias sociales” (North, Douglass C.: Institutions, Institutional Change and Economic Performance, 1990, p. 17). 12 Lo pone de manifiesto González Amuchástegui, Jesús: “El análisis económico del Derecho: algunas cuestiones sobre su justificación”, en Doxa nº 15-16, vol. II, 1994, p. 933: “Los economistas suelen poner mucho énfasis en que las normas jurídicas sean eficientes. Qué es lo que con ello quieren decir es cuestión controvertida”. 13 Imprescindible, Sen, Amartya: On Ethics and Economics, 1987, pp. 32-34. Trato el tema con más detalle en Ortiz de Urbina Gimeno (supra nota 3), pp. 44-48. 14 Así, conforme a la primera posibilidad de articulación del concepto de eficiencia, imagínese que la política criminal tuviera un presupuesto asignado de 100 millones de euros (medios tasados). La investigación sobre la eficiencia indagaría cómo usarlos para conseguir la mayor prevención (suponiendo, como parece razonable,

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La mayor parte del análisis normativo que se lleva a cabo desde el AED se detiene en las

consideraciones de eficiencia en sentido instrumental, sin complementarlas con ulteriores

reflexiones de tipo ético15. Esto suele alienar a los críticos, en opinión de los cuales el AED

resulta fatalmente incompleto. Sin embargo, la crítica es injusta, toda vez que nada impide

acceder desde este análisis instrumental al peldaño ulterior del razonamiento práctico, el

ético, y utilizar las consideraciones axiológicas como estancia de evaluación y aprobación

(o no) de las conclusiones obtenidas en el análisis instrumental.

II. El método y sus implicaciones político-criminales

El análisis económico del delito, y en general de la política criminal, participa del doble

análisis, positivo y normativo, que ya hemos visto caracteriza al AED.

En su vertiente positiva, el análisis se desarrolla según el esquema del enfoque de la

elección racional, presuponiendo que los delincuentes y el resto de los sujetos que

participan o se ven afectados por la política criminal y el fenómeno delictivo16 responden

de forma racional a los incentivos, tanto de carácter positivo como negativo. Existe amplio

acuerdo en que el primer uso sistemático de este tipo de análisis se debe a Beccaria y

Bentham, quienes lo utilizaron (con éxito) para criticar los sistemas penales de su época.

Ambos autores basaron su análisis positivo en una concepción antropológica del hombre

que la prevención sea una finalidad de la política criminal, aunque desde luego no la única). Por el contrario, en la segunda posibilidad se nos daría un objetivo, por ejemplo, una reducción del 5% de la delincuencia, o de la incidencia de un concreto delito (objetivo tasado), y el análisis de eficiencia iría dirigido a determinar cómo invertir nuestros recursos para conseguir tal objetivo con el menor gasto posible. 15 Lo constata Sunstein, Cass: “On Philosophy and Economics”, en Quinnipiac Law Review 2000, pp. 335-336. Un lúcido análisis de las justificaciones más habituales entre los analistas económicos del Derecho para hacerlo, y de sus problemas, en Bayón Mohíno, Juan Carlos: “Justicia y eficiencia”, en VVAA: Estado, justicia, derechos, 2002, pp. 262-268. 16 V. por ejemplo Ehrlich, Isaac: “Crime, Punishment, and the Market for Offenses”, en Journal of Economic Perspectives, vol. 10, nº1, 1996, p. 46, quien incluye en la interacción a los delincuentes, las instancias de aplicación de la ley, los vendedores o consumidores de bienes y servicios de procedencia ilícita y las potenciales víctimas. La lista se puede ampliar a todo posible participante en el proceso de imputación de responsabilidad criminal, como por ejemplo los abogados.

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como ser sensual y racional guiado por su propio interés17, y su análisis normativo en la

teoría ética utilitarista. A pesar de tan distinguido inicio, sin embargo, el ascenso del

positivismo criminológico y sus planteamientos más deterministas (sean de corte biológico,

social, o mixtos), sepultó este modo de análisis basado en la racionalidad, que ya no

resurgiría hasta casi doscientos años después, en 1968, cuando Gary Becker publicó su

seminal artículo “Crime and Punishment: An Economic Approach”18 y sentó las bases

sobre las que se ha edificado el resto de la literatura.

Becker dividió su análisis en torno a dos extremos: el estudio de la decisión de delinquir

(que tiene que ver con el análisis positivo) y el de la eficiencia en la asignación de los

recursos en la prevención del delito (que tiene que ver con el análisis normativo en

términos de eficiencia instrumental).

i. La decisión de delinquir

Cuando de las relaciones de Gary Becker con otras disciplinas se trata, la palabra “tacto” no

es lo primero que le viene a uno a la mente. Así explicaba este autor a los criminólogos

cómo iba a quedar el campo de los estudios del delito tras la aparición de los economistas:

“Una teoría útil del comportamiento criminal puede prescindir de las más especiales

teorías de la anomia, de inadecuaciones psicológicas o de la herencia de rasgos

especiales y, simplemente, extender el análisis de la decisión usual entre los

economistas”19, el cual “asume que un sujeto comete un crimen si su utilidad

esperada supera la que obtendría usando su tiempo y otros recursos en otras

actividades. Algunas personas, entonces, se convierten en ‘criminales’ no porque su

17 Sobre la prevalencia de este modelo de hombre en la obra de los autores ilustrados v. Torío López, Ángel: “El sustrato antropológico de las teorías penales”, en Revista de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid, junio de 1986 (Estudios en Honor al Profesor Luis Jiménez de Asua), pp. 671-673. 18 Becker, Gary: “Crime and Punishment: An Economic Approach”, en Stigler (ed.): Chicago Studies in Political Economy, 1988, pp. 537-592 (publicado originalmente en 1968, fecha por la que se cita) 19 Becker (supra nota 18), p. 538.

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motivación básica difiera de las de otras personas, sino porque lo hacen sus costes

y beneficios”20.

A partir de esta noción se puede construir una función que pone en relación el número de

delitos que comete un sujeto con la probabilidad de que su conducta sea detectada y objeto

de condena, el castigo que se le impondrá en caso de ser condenado y otras variables, como

la renta que puede obtener mediante otras actividades (legales o ilegales) o su

predisposición a cometer un acto ilegal21.

Como puede inferirse de lo anterior, las penas, que son incentivos negativos, no son el

único medio de prevenir el delito. La teoría de la elección racional también predice que una

mejora de los incentivos positivos, por ejemplo mediante una mejora de las posibilidades

laborales, tendrá así mismo efectos preventivos. Sin embargo, y dado el objeto que me he

marcado en este trabajo (mostrar los resultados del análisis económico de las penas), me

ceñiré a esta única posibilidad preventiva, reiterando una vez más que tal restricción se

debe únicamente al objetivo de esta contribución y en ningún caso es reconducible al

método del análisis económico del Derecho. Éste, bien al contrario, no sólo puede, sino que

obliga a indagar las posibilidades de los incentivos positivos (y en general de los no

punitivos)22.

ii.- La asignación eficiente de los recursos sociales en la prevención del delito

20 Becker (supra nota 18), p. 545, énfasis añadido 21 Variable esta última que estará fuertemente mediada por sus planteamientos éticos, como subrayan Karstedt, Susanne/Greve, Werner: “Die Vernunft des Verbrechens. Rational, irrational oder banal ? Der ‘Rational-Choice’-Ansatz in der Kriminologie”, en Bussmann/Kreissl (eds): Kritische Kriminologie in der Diskussion, 1996, pp. 190-191) y Montero Soler, Alberto/Torres López: Economía del delito y de las penas. Un análisis crítico, 1998, p. 21. Así mismo, es oportuno recordar que de hecho los planteamientos éticos varían tanto con los distintos tipos de delito como con las circunstancias de su comisión, como puede verse considerando los distintos escrúpulos morales con los que se contempla la decisión de hurtar en el pequeño comercio del barrio y la de cometer ese mismo delito en unos grandes almacenes (Clarke, Ronald V./Cornish, Derek B.: “Rational Choice”, en Paternoster /Bachman -eds.-: Explaining Criminals and Crime. Essays in Contemporary Criminological Theory, 2001, p. 27). 22 En este sentido, Montero/Torres (supra, nota 21), pp. 50-51 y Ehrlich (supra, nota 16), p. 65, quien califica de “error habitual” entender que la teoría “sólo se refiere a los incentivos negativos, cuando los positivos pueden albergar una mejor promesa para ‘solucionar’ el problema del delito”.

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El análisis positivo de las penas en términos de homo oeconomicus nos indica que, dada

una probabilidad suficiente de ser castigados, los eventuales delincuentes resultarán

disuadidos. La siguiente cuestión (siguiendo dentro del modelo y no contrastándolo todavía

con la realidad), es la de la eficiencia. En este punto, la percepción más usual entre los

penalistas es que el objetivo del análisis económico es acabar con el delito y que para ello

sigue una lógica preventivo-general negativa con tendencia a la intervención policial

masiva, la exasperación punitiva y el recorte de derechos y garantías. Sin embargo, la

preocupación del análisis económico no es acabar con el delito, sino otra muy distinta, que

resumió brillantemente Becker en su artículo fundacional:

“¿Cuántos recursos y cuánto castigo debería usarse para aplicar diferentes tipos de

legislación? Expresado de forma equivalente pero quizás más extraña: ¿cuántos delitos

deberían permitirse y cuántos criminales deberían dejar de ser castigados?”23.

Es decir: la cuestión para el AED no es establecer un sistema de “tolerancia cero” y

prevenir todos los ilícitos, sino, antes bien, utilizar sólo aquellas medidas preventivas cuyos

costes no superen sus beneficios, incluso aun cuando ello suponga, contra el “mito de la no

impunidad” conforme al que funcionan los sistemas de justicia penal, dejar de perseguir

algunos (o muchos) delitos. La idea, por tanto, es minimizar los costes del delito, tanto los

de los delitos en sí mismos como los costes de prevención, sean estos públicos o privados,

y sea cuál sea la estrategia de prevención24.

De nuevo, se ha de insistir en que para minimizar los costes mencionados se puede actuar

utilizando medidas de muy distinto tipo, acudiendo tanto a estrategias preventivas que

afecten a los incentivos negativos como a los positivos: el objetivo es lograr una

distribución de recursos tal que el último euro gastado en una medida arroje el mismo saldo

preventivo que el gastado en la más efectiva de las demás. Si éste no es el caso, entonces

procederá transferir recursos de una medida preventiva a otra25. Sin embargo, cumpliendo

23 Becker (supra nota 18), p. 538. 24 Cooter, Robert/Ulen, Thomas: Law and Economics, 5ª ed., 2007, p. 510. 25 Donohue III, John J./Siegelman, Peter: “Allocating Resources Among Prisons and Social Programs in the Battle Against Crime”, en Journal of Legal Studies, vol. XXVIII, enero de 1998, p. 2. En su contribución los

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con mi auto-impuesta restricción, en esta contribución voy a ocuparme sólo del análisis de

eficiencia de las distintas posibilidades punitivas, y lo haré distinguiendo dos cuestiones: la

eficiencia comparativa de los distintos tipos de pena y la eficiencia comparativa de distintas

configuraciones de la misma pena.

- La cuestión del tipo de pena ideal siguiendo consideraciones de eficiencia presenta una

respuesta unívoca: la pena ideal es la de multa. A esta conclusión se llega considerando los

costes que acompañan a las distintas sanciones. Mientras que mantener a una persona en la

cárcel le cuesta dinero al Estado, al tiempo que se lo hace perder al preso y, en su caso, a su

familia, obligarle a pagar una multa engrosa las arcas públicas26. Comparada con las

interdicciones, la multa es también superior, puesto que, si bien una interdicción (una

prohibición de conducir o una prohibición de ejercer una determinada profesión, por

ejemplo) tienen un claro contenido aflictivo para el sujeto, no proporcionan beneficios

directos al Estado27 y, además, la verificación del cumplimiento tiene unos costes

administrativos (de vigilancia del cumplimiento) que no tiene la verificación de que se ha

pagado la multa (el Estado sólo tiene que mirar su cuenta o incluso exigirle al sujeto que le

haga llegar el recibo del pago). Finalmente, la multa también triunfa con comparación con

los trabajos en beneficio de la comunidad. Éstos, al igual que la multa, son en principio

aflictivos para el sujeto que los cumple, al tiempo que útiles para el Estado. En principio, se

dice, sin embargo, porque el trabajo en beneficio de la comunidad puede provocar

ineficiencias en el mercado de trabajo, y lo hará más precisamente cuanto más útil sea el

autores analizaron, de un lado, los costes anuales de la política de encarcelamiento, así como sus efectos inocuizador, rehabilitador y preventivo general; de otro, los costes y beneficios de distintos programas sociales, la mayoría de los cuales no estaban expresamente dirigidos a prevenir delitos (curiosamente, ninguno de los que pasó el análisis coste-beneficio en este aspecto tenía como finalidad tal prevención). A continuación, los autores compararon los costes y beneficios de dos opciones político-criminales: la posibilidad de continuar la política de encarcelamiento masivo y la de invertir el dinero que costaría tal política en los programas de intervención social primaria que se han mostrado más efectivos (Íbid., pp. 31-43). Los autores muestran que sería posible obtener mejores resultados preventivos con esta segunda opción, que además ve reforzado su atractivo cuando se piensa en lo que denominan “beneficios ancilares” de los programas de intervención social primaria, esto es, las mejoras en la situación de aquellos que participan en ellos distintas de su no participación en actividades delictivas, como puedan ser mejoras laborales, en la autoestima, en su vida en comunidad, en sus relaciones familiares, etc. 26 Salvo que los costes administrativos del cobro superen el montante de la multa. Sin embargo, incluso en ese caso el Estado se ahorra los costes de la ejecución penal (la pena de multa, tras su pago, no genera ulteriores costes). 27 Sí indirectos: si el sujeto es un conductor peligroso o un profesional negligente, el no ejercicio de la conducción o la profesión tendrá como beneficios la disminución del riesgo en tales actividades.

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trabajo que se encargue a los penados: si es realmente necesario, tal trabajo debería ser

llevado a cabo por el sector público con sus propios recursos o por el sector privado, pero

no por el sector público a coste cero.

Así pues, en términos de eficiencia la multa es superior al resto de las penas usualmente

establecidas por los Códigos penales actuales. Esto, sin embargo, no significa que tal

sanción no tenga importantes problemas. Así, y para empezar, existen delitos que, por su

contenido expresivo, desafían la imposición de una pena pecuniaria (piénsese en delitos

sexuales o contra las personas de carácter grave: ni siquiera una multa confiscatoria se vería

como una sanción adecuada). Además, siempre habrá sujetos que no pueden pagar multas,

y para ellos no quedaría otra opción que acudir a otras penas. El problema, siendo de la

mayor relevancia, es común a todo análisis político-criminal que pretenda utilizar la pena

de multa como sanción y que pretenda hacerlo en sociedades en las que algunos o muchos

de sus miembros tienen dificultades económicas. Insistir en que el problema es general a

toda punición basada en multas no pretende insinuar que estamos ante un “mal de

muchos...” lo que, como es sabido, sólo consuela a los tontos. Pienso más bien que lo que

se muestra es una inusual persistencia del problema que nos obliga a reformular la

pregunta: ¿estamos dispuestos a dejar de utilizar este tipo de sanciones por el hecho de que

en ocasiones produzcan quiebras del principio de igualdad? En la discusión sobre el

igualitarismo en teoría ética se suele discutir sobre la denominada “levelling down

objection”: si la igualdad es un valor absoluto, ¿significa esto que en una sociedad con un

99% de población invidente habría que cegar al restante 1%? Evidentemente, estamos ante

ejemplos distintos, pero el núcleo de la discusión es común: ¿cabe imponer a un sujeto una

sanción distinta a una multa que puede pagar con el argumento de que otros sujetos que han

cometido el mismo delito no pueden pagar la multa e indefectiblemente tendrán que

someterse a la otra sanción? Se responda como se responda la cuestión, sin embargo, cabe

recordar la conclusión previamente alcanzada: ceteris paribus, el AED se inclina por la

pena de multa, no por ninguna otra, mucho menos la de prisión.

- Dado que, según se adelantó, no siempre será posible responder al delito con la pena más

eficiente, la de multa, la siguiente cuestión es, dentro de cada tipo de pena, cómo ha de

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configurarse ésta desde el punto de vista de la eficiencia. El AED comienza su análisis de la

pena apuntando que tanto los costes como los beneficios que resultan de la comisión del

delito son magnitudes variables e inciertas (si bien los costes suelen ser más inciertos que

los beneficios, por la sencilla razón de que la mayoría de los delitos tiene una probabilidad

de condena inferior al 50%). Ello obliga a acudir a la noción de “valor esperado”.

Centrándonos en los costes, y dentro de éstos sólo en las sanciones legalmente previstas28,

el valor esperado de una sanción se obtiene en principio multiplicando su magnitud por la

probabilidad de su imposición. Así, desde el punto de vista del homo oeconomicus, el valor

esperado de la sanción de un delito que tenga prevista una pena de diez años de cárcel y

para el cual la probabilidad de condena se sitúe en un 10% será de un año (10 X 0,1), valor

esperado que coincidirá con el de una pena de dos años cuya probabilidad de condena se

sitúe en el 50% (2 X 0,5). Dado que el valor esperado de ambos productos es el mismo, y

siempre siguiendo dentro del modelo del homo oeconomicus, ambas combinaciones

pena/probabilidad tendrán el mismo valor disuasorio. Sin embargo, sus costes son bien

distintos.

Conseguir una probabilidad de condena más elevada supone invertir en los actores del

sistema de justicia penal: en los cuerpos policiales, en el ministerio fiscal y en la

judicatura29. Conseguir una pena más elevada, sin embargo, no tiene más costes que lograr

reunir a un número suficiente de parlamentarios un día dado y que estos voten a favor del

mencionado incremento30. Volviendo al ejemplo propuesto, la pena de 10 años de prisión

con una probabilidad de condena del 10% es más eficiente que la pena de 2 años con una

probabilidad de imposición del 50% porque exige menos inversión en el sistema de justicia

penal.

28 Se prescinde por ahora de otros posibles costes para el delincuente, como puedan ser, en el terreno de las sanciones, los efectos reputacionales, que en ocasiones pueden tener mayor entidad que los legales y cuya inclusión tiene consecuencias en el análisis. 29 De hecho, en todos ellos: sin el incremento en policía no se puede incrementar la probabilidad de condena (por falta de sospechosos detectados a los que juzgar), pero un incremento del número de policías y arrestos sin ministerio fiscal para acusar o jueces para juzgar y eventualmente condenar es igualmente estéril. 30 Es por esta razón por lo que se ha podido afirmar que “el aumento de las penas apenas requiere mayores recursos sociales” (Pastor Prieto, Santos: Sistema Jurídico y Economía, 1989, p. 170).

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En cuanto a los costes de ejecución, si se considera el delito desde el punto de vista social,

esto es, como fenómeno general, mientras el coste esperado de la sanción sea el mismo, los

costes de ejecución no variarán en una u otra combinación. En la combinación “2 años de

prisión/50% condena” habrá más delincuentes cumpliendo sanciones más leves, mientras

que en la combinación “10 años de prisión/10% condena” tendremos a menos delincuentes

cumpliendo sanciones más graves, pero el monto total de las sanciones impuestas será el

mismo. Imaginemos que en un año se han cometido 100 delitos de robo con fuerza en las

cosas, y que en el sistema “A” la probabilidad de condena es del 10% y la pena de 10 años,

mientras que en el sistema “B” la probabilidad de condena es del 50% y la pena de dos años

de prisión. Como es fácilmente comprobable, en ambos sistemas el número total de años de

prisión a los que cada año se condena a los delincuentes de uno y otro sistema es el mismo,

100, aunque la distribución sea distinta (el primer sistema condena a 10 personas a 10 años

cada uno, el segundo condena a 50 personas a 2 años cada uno).

Si el análisis se detuviera en este punto, la respuesta a la pregunta sobre la estructura más

eficiente de la sanción no podría ser sino una: la sanción ideal es aquella cuya gravedad

tiende al infinito y cuya probabilidad de imposición tiende a cero. Una conclusión de lo

más deprimente y que pondría en serios apuros la viabilidad del análisis económico como

método de análisis e informe de la política criminal, puesto que tales sanciones serían con

total seguridad lesivas del principio de proporcionalidad y por lo tanto inaplicables en

nuestros sistemas31.

Una primera limitación a esta conclusión es, podríamos decir, “interna” al modelo. Se trata

del problema denominado “disuasión marginal”. Para ejemplificarlo, piénsese en la

situación que se produce al prever penas muy elevadas para delitos de gravedad media. Si

un delito de gravedad media (pongamos: robo con violencia) se castiga con una pena muy

elevada (pongamos: de veinte a treinta años de prisión), se podría incentivar a quien comete

el robo con violencia a la comisión de otros delitos, teniendo en cuenta que, confrontado

31 No se daría sin embargo la “intervención generalizada del sistema de justicia penal” ni la “tolerancia cero” que habitualmente se asocian con el AED: si la probabilidad de imposición de la sanción es reducida también lo será la intervención policial y la de los órganos judiciales; en cuanto a la “tolerancia cero”, sistemas como los expuestos de hecho toleran delitos que podrían evitar.

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con la elevada pena del delito menos grave, puede considerar que tiene poco que perder con

la comisión del más grave, y quizás algo que ganar (así, en el caso del robo con violencia,

la comisión de un homicidio puede incrementar las posibilidades de fuga o servir para

dificultar la ulterior identificación del delincuente). De este modo, cobra sentido mantener

cierta proporcionalidad entre los delitos y las sanciones y castigar los delitos más graves

con penas más graves. Con todo, las limitaciones más importantes a las conclusiones de

eficiencia alcanzadas no tienen un origen interno al modelo, sino externo al mismo.

III. Del modelo a la realidad: la investigación empírica sobre la disuasión

i. Los estudios sobre la disuasión y la relación entre probabilidad y severidad

La cuestión de si el Derecho penal tiene o no efectos preventivos, objeto de especulación

desde hace siglos, alcanzó un cenit de acaloramiento en los años setenta que, aprovechando

las ostensibles mejoras en los métodos de investigación empírica, llevó en 1978 a la

estadounidense National Academy of Sciences a encargar un informe a varios expertos. En

su introducción al informe (cuyo título no deja espacio a la duda sobre su contenido:

“Disuasión e incapacitación: estimación de los efectos de las sanciones penales sobre las

tasas de delito”), los editores, ante la limitada validez de los estudios empíricos disponibles

y el número de explicaciones alternativas que podían explicar los resultados, optaron por

ejercer lo que ellos mismos denominaban “cautela científica” y alcanzaron la conclusión de

que “todavía no podemos afirmar que las pruebas disponibles aseguren una conclusión

positiva sobre [los efectos de] la disuasión”32.

En los años que nos separan de dicho estudio, la disponibilidad de estudios más fiables

conducidos siguiendo distintos métodos de investigación empírica ha llevado a una nueva

32 Blumstein, Alfred/Cohen, Jacqueline/Nagin, Daniel: Deterrence and Incapacitation: Estimating the Effects of Criminal Sanctions on Crime Rates, 1978, p. 7. En las pocas ocasiones en las que se alude a este estudio la cita suele cortarse en el mismo punto en el que se ha cortado aquí. Lo cierto, sin embargo, es que la frase continuaba: “Nuestra reticencia a extraer conclusiones más fuertes no supone un apoyo para la posición que afirma que el Derecho penal no disuade, dado que las pruebas existentes con seguridad apoyan la posición que afirma que tiene efectos disuasorios antes que la que afirma que no los tiene” (Íbid). Lo anterior es sólo un ejemplo más del grado de distorsión que en este tema introducen los distintos posicionamientos axiológicos.

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situación33. Por un lado, existe un amplio consenso en que la existencia de un sistema de

justicia penal tiene importantes efectos disuasorios, lo que los criminólogos trabajando en

este ámbito han llamado “disuasión total” (o “absoluta”)34. Distinto es el caso de la llamada

“disuasión marginal”, entendida aquí como el efecto disuasorio de las variaciones parciales

o específicas de las políticas sancionadoras (incluyendo las modificaciones de las

disposiciones legales)35. Aquí las conclusiones extraíbles de la investigación empírica

apuntan a la existencia de importantes dificultades que, incluso cuando son superadas,

abocan a efectos disuasorios moderados.

Siendo más específicos, en la actualidad existe acuerdo en que la disuasión guarda una

correlación positiva con tres factores36: la gravedad de la sanción, su probabilidad y la

rapidez de su imposición. Así, las modificaciones político-criminales que lleven a penas

más graves, más probables o de imposición más rápida tendrán efectos disuasorios37. Ahora

bien: esto no significa que el modelo del AED basado en el homo oeconomicus sea una

buena descripción de la realidad, y de hecho no lo es. Recuérdese que para este modelo las

penas eran costes esperados, producto de la gravedad y la probabilidad de la pena, variables

(esto es fundamental) que consideraba intercambiables, de modo que los cambios en la

33 Mientras que en la década de los setenta la investigación se limitó casi exclusivamente a investigar los efectos de las penas privativas de libertad y la pena de muerte sobre las tasas de delincuencia, lo cual se hacía de la mano de análisis de regresión. Desde entonces, además de ampliarse los métodos mediante los cuales se analiza el efecto disuasorio de la prisión y la pena de muerte, la investigación se ha ampliado a los efectos de la actividad policial y al estudio de cómo las diferencias en la percepción de los sujetos sobre el riesgo de sanción se traducen en distintas magnitudes de efectos disuasorios. Para un magnífico resumen de todas estas líneas de investigación, v. Apel, Robert/Nagin, Daniel S.: “General Deterrence: A Review of Recent Evidence”, en Wilson/Petersilia (eds.): Crime and Public Policy, 2011, pp. 411-436. 34 En este sentido, Doob, Anthony/Webster, Cheryl Marie: “Sentence Severity and Crime: Accepting the Null Hypothesis”, en Tonry (ed.): Crime and Justice vol. 30, 2003, passim, v. especialmente p. 144, y von Hirsch, Andrew/Bottoms, Anthony E./Burney, Elizabeth/Wikström, P-O.: Criminal Deterrence and Sentence Severity. An Analysis of Recent Research, 1999, passim, por ejemplo p. 47. 35 Por ejemplo: si subimos una pena de 5 años de prisión a 6 años de prisión, ¿qué efecto tiene este cambio sobre la disuasión? El efecto que tenga (presumiblemente un muy leve aumento de la disuasión) es la “disuasión marginal” en el sentido criminológico del término. 36 Por todos, Paternoster, Raymond: “How much do we really know about criminal deterrence?”, en The Journal of Criminal Law and Criminology, vol. 100, n. 3, 2010, pp. 783-784. 37 La correlación positiva “celeridad-disuasión” sólo se da cuando la celeridad se define como el tiempo entre la comisión del ilícito y su castigo. Por el contrario, la muy escasa investigación empírica disponible (Paternoster –Íbid., p. 816- llega a decir que “no sabemos virtualmente nada sobre los efectos de la celeridad”) sugiere que la relación entre la tardanza en el cumplimiento efectivo del castigo ya impuesto y la disuasión es la contraria, esto es, y al menos para penas privativas de libertad, que se consigue más disuasión cuanto más se tarda en ejecutar la sanción ya impuesta. Al respecto, Paternoster (Íbid., 811, n. 246 y 815, n. 276).

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probabilidad podrían compensarse con cambios en sentido inverso en el rigor de la pena.

Esta intercambiabilidad de dureza y probabilidad es esencial para alcanzar la conclusión de

que, en términos de eficiencia, la pena ideal es una pena muy elevada con una probabilidad

de imposición muy baja: de no resultar perfectamente intercambiables probabilidad y

dureza, las rebajas en la probabilidad podrían afectar de forma importante a la disuasión, y

de modo derivado también a la eficiencia de la pena.

Pues bien: en contra del modelo basado en el homo oeconomicus, las personas no

reaccionamos de modo idéntico y ni siquiera similar a las variaciones en la probabilidad de

ser sancionados y a los cambios en la magnitud de la pena imponible en caso de sanción.

Por el contrario, existe consenso en que reaccionamos de modo mucho más pronunciado a

los cambios en la probabilidad38, lo que tiene como consecuencia inmediata que cae la

conclusión en términos de eficiencia alcanzada por el modelo de AED basado en el homo

oeconomicus: no es cierto que en términos de eficiencia la pena ideal sea una pena muy

elevada con una probabilidad muy baja, porque con ese nivel de probabilidad la disuasión

se resiente de forma decisiva y en ningún caso se puede hablar de intercambiabilidad entre

probabilidad y dureza de la sanción39.

ii. Una nueva objeción: los requisitos de la disuasión según Paul Robinson

En una obra reciente Paul H. Robinson ha planteado un novedoso e importante desafío a la

teoría de la disuasión40. Hasta el momento, las críticas a la teoría de la disuasión se basaban

en sus modestos resultados en el frente empírico. Además de hacerse eco de estos,

Robinson da un paso más y, en clara contraposición al carácter genérico y más bien amorfo

38 La conclusión, a la que se llegó en los años setenta mediante estudios en los que se empleaban análisis de regresión, ha sido corroborada por los estudios sobre la percepción de la disuasión (“disuasión perceptiva” –perceptual deterrence-). V. Apel/Nagin (supra nota 32), pp. 412-413. 39 Este resultado empírico no tiene por qué condenar a los modelos económicos del delito, que por el contrario pueden acomodarlo fácilmente. Eso es precisamente lo que ha hecho el más prestigioso analista económico del Derecho penal, John Donohue, que insta a los analistas económicos del Derecho a moverse desde una perspectiva “Beckeriana” (la dureza de la sanción y su probabilidad de imposición son magnitudes intercambiables) a una “Beccariana” (la probabilidad importa más, de hecho mucho más). Al respecto, v. Donohue, John: “Economic Models of Crime and Punishment”, en Social Research 74, 2007, pp. 379-412. 40 La obra es Distributive Principles of Criminal Law, 2008 (existe traducción al castellano, de Manuel Cancio Meliá e Íñigo Ortiz de Urbina, publicada en 2012 con el título Principios distributivos del Derecho penal).

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de buena parte de las críticas a la teoría de la disuasión, desarrolla una poderosa descripción

detallada de las circunstancias que pueden hacer que la disuasión fracase, mostrando que

están lejos de ser pocas41. En concreto, Robinson habla de la existencia de tres grupos de

requisitos de la disuasión, cuya ausencia o existencia parcial se erige en un “obstáculo para

la disuasión”:

- El primero de ellos es el “obstáculo del conocimiento del Derecho”. La teoría de la

disuasión es una teoría sobre la disuasión a través de normas jurídicas que presupone que

las personas conocen tales normas, exigiendo además las teorías más sofisticadas (como el

AED) que tal conocimiento sea muy preciso. Las investigaciones empíricas, sin embargo,

demuestran que el conocimiento del Derecho de las personas legas es muy limitado y,

desde luego, no llega en la gran mayoría de los casos al conocimiento de las concretas

consecuencias jurídicas de la conducta ilegal42.

- El segundo problema es el “obstáculo de la elección racional”. Incluso asumiendo que las

personas conozcan la regulación legal, hay diversas circunstancias que dificultan que

puedan movilizar dicho conocimiento de forma racional en el momento de decidir sobre la

comisión del delito. Circunstancias tales como el deficiente auto-control en el sentido de la

teoría general del delito de Gottfredson y Hirschi43, el consumo de drogas (legales o

ilegales) y la comisión del delito en grupo dificultan e incluso imposibilitan la elección

racional en el momento decisivo: el inmediatamente previo a la comisión del delito44.

- Finalmente, y de nuevo asumiendo que se dan los anteriores dos requisitos, restaría

superar el “obstáculo del coste neto percibido”. En línea con los desarrollos de la teoría de

la disuasión denominados “disuasión perceptiva” (perceptual deterrence), Robinson

subraya que para que funcione la disuasión no importa la realidad objetiva del sistema de

justicia penal, sino cómo la perciba el sujeto que está en disposición de actuar de forma

delictiva. En este sentido, muestra cómo los elementos componentes del coste percibido,

gravedad, certeza y rapidez, son difíciles de producir por el sistema de justicia penal, al

41 Lo que sigue es un muy apretado resumen del capítulo 3 (“Does Criminal Law Deter?” -¿Disuade el Derecho penal?), pp. 21-71, de la obra citada en la nota anterior. 42 Íbid., pp. 24-27. Entre otros, Robinson refiere estudios de prisioneros en los cuales sólo una minoría de estos (22%) afirma haber sabido con seguridad la pena del delito en el momento de cometerlo. 43 V. de modo general Gottfredson, Michael/Hirschi, Travis: A General Theory of Crime, 1990. 44 Íbid., pp. 28-31.

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menos para todos los delitos y en todos los momentos, y aún más difíciles de computar

adecuadamente por los seres humanos45.

La estructurada y documentada exposición de Robinson funciona sin duda alguna como una

buenas lista de problemas de la disuasión. Sin embargo, y al margen de que algunos de

estos problemas están presentados con algún exceso46, el propio autor nos recuerda que,

pese a todos ellos, él mismo acepta que la existencia de un sistema de justicia penal que

dispensa castigos puede tener efectos disuasorios47. Así pues, la lista de Robinson, antes

que como un rechazo de la teoría de la disuasión puede verse como una checklist o lista de

comprobación de las “cosas que hay que hacer” si se quiere conseguir efectos disuasorios

relevantes48.

IV. Las limitaciones del análisis económico de las penas y el Derecho penal económico:

¿la criminología al rescate?

El juego conjunto de la “disuasión marginal” (supra, apartado II.ii) y los resultados de las

investigaciones empíricas (supra, apartado III) hace inviable el modelo teóricamente

idóneo según consideraciones de eficiencia, conforme al cual las penas debían estructurarse

buscando una muy elevada gravedad de la sanción con una muy baja probabilidad de

imposición, dado que tales penas tendrían efectos preventivos muy escasos. Ahora bien: la

baja probabilidad de condena ha venido siendo una de las características más evidentes de

la praxis del Derecho penal económico. Si a eso sumamos la creciente tendencia al

45 Íbid., pp. 32-48. Esto es debido, por ejemplo, al fenómeno psicológico del “descuento de futuro”, que nos hace tomar menos en serio los sucesos alejados en el tiempo, como es el caso de los últimos diez años de una pena de prisión de treinta, o el fenómeno del “descuido de la duración”, que hace que nuestros recuerdos de las experiencias adversas no se correspondan con su objetividad, debido sobre todo a nuestros problemas para recordar adecuadamente su duración. 46 Así, por ejemplo, para analizar los efectos de la (falta de) rapidez en la imposición del castigo Robinson se apoya en las pruebas obtenidas en experimentos con perros (Íbid., p. 45). Sin embargo, no cabe duda de que la capacidad de los seres humanos de asociar nuestros acciones pasadas con eventos posteriores es incomparable a la de los perros o cualesquiera otros animales: los criminales de guerra que esconden sus delitos décadas después de haberlos cometido son buena prueba de lo anterior. 47 Íbid., p. 50. Se suma con ello a la corriente mayoritaria, v. supra, nota 33. 48 En este sentido es precisamente en el que avanzan las propuestas por autores como David Kennedy y Mark Kleiman, genéricamente conocidas como “disuasión concentrada”, esto es, no dirigida a la colectividad en general sino a concretos grupos de personas e incluso a estos grupos sólo en situaciones concretas. V.

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incremento de la dureza de las penas aplicables a estos delitos, tenemos que la política

criminal frente al Derecho penal económico tiene mucha semejanza con el tipo de política

de sanciones que se ha concluido que no puede prevenir de forma adecuada. Dado que el

interés social en controlar la delincuencia económica no puede seriamente ponerse en

duda49, urge pensar en alternativas. Para ello, volvamos al análisis económico del Derecho.

El enfoque de la elección racional ha sido en ocasiones comparado con un esqueleto, una

base para la elaboración teórica que ha de ser completado con el músculo proveniente de

otras teorías más específicas. Sin embargo, esta visión y el consiguiente consejo de

colaboración con otras teorías o disciplinas ha venido hasta tiempo reciente siendo desoído

por el análisis económico del delito mayoritario, que suele mostrarse poco interesado por la

colaboración interdisciplinar50. Pero que algo no se haga habitualmente no implica que no

pueda hacerse, de modo que resulta oportuno plantearse los réditos de la aplicación al

análisis que se viene haciendo de conocimientos relativos a aquella parte de la teorización

criminológica que más se parece al objeto del Derecho penal económico, la delincuencia de

cuello blanco. Antes, sin embargo, veamos cuánto se parecen realmente ambos conceptos.

i. Derecho penal económico y delincuencia de cuello blanco

Kennedy, David: Deterrence and Crime Prevention: Reconsidering the Prospect of Sanction, 2008 y Kleiman, Mark: When Brute Force Fails. How to have Less Crime and Less Punishment, 2009. 49 Sobre el daño social causado por la delincuencia de cuello blanco/económica, v. las mareantes cifras aportadas por Nelken, David: White-Collar and Corporate Crime, en Maguire/Morgan/Reiner (eds.): Oxford Handbook of Criminology, 5ª ed., 2012 pp. 625-626. Como recuerda el autor, la lesividad de estas conductas no es sólo de carácter financiero, sino que en ocasiones también afecta de manera directa a la vida y salud de las personas. En el mismo sentido, v. Terradillos Basoco, Juan: “Concepto y método del Derecho penal económico”, en Serrano-Piedecasas/Demetrio Crespo (dirs.), Cuestiones actuales de Derecho Penal Económico, 2008, pp. 12-13. 50 Tal y como han puesto de manifiesto autores que no son en absoluto sospechosos de hostilidad hacia el enfoque de la elección racional, toda vez que son sus principales representantes en criminología, “los modeladores económicos parecen estar poco al tanto de la creciente información empírica sobre el comportamiento delictivo que existe en otras disciplinas; siguen produciendo explicaciones teóricas de la decisión individual que son demasiado idealizadas y abstraen demasiado del problema de la decisión delictiva como para ser una base útil para el trabajo empírico” (Clarke, Ronald/Cornish, Derek: “Modeling Offender´s Decisions: A Framework for Research and Policy”, en Tonry/Morris (eds.): Crime and Justice, volumen 6, 1985, p. 157). Acerca de las relaciones y diferencias entre la criminología basada en la elección racional y el análisis económico del delito llevado a cabo por los economistas puede verse también Clarke, Ronald/Felson, Marcus: “Criminology, Routine Activity, and Rational Choice”, en los mismos (eds.): Routine Activity and Rational Choice, 1993, pp. 5-6).

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El grado de parecido del Derecho penal económico y la delincuencia de cuello blanco

depende por completo de las definiciones que se dé a ambos términos, lo cual resulta

problemático porque en ambos casos existe una apreciable diversidad en la definición.

Comenzando por el concepto que me parece menos problemático, el de Derecho penal

económico, siguiendo a quien puede considerarse el autor más emblemático en la materia,

Klaus Tiedemann, hasta hace unas décadas primaba la noción de los delitos económicos

como “delitos patrimoniales puros con complejidades procesales (probatorias)”51, mientras

que en el momento actual se ha ido asentando la idea de que lo que caracteriza al concepto

es la protección de bienes jurídicos supraindividuales que guardan relación con el tráfico

económico, siendo así mismo importante reparar en el carácter de delitos especiales de la

mayoría de estas infracciones52.

Más complicado resulta determinar qué deba considerarse delincuencia de cuello blanco,

cuestión polémica desde la misma propuesta del concepto por parte de Sutherland. Así,

según la definición inicial del eminente criminólogo estadounidense, hoy unánimemente

considerada insuficiente, la delincuencia de cuello blanco es aquella “cometida por una

persona de elevado estatus en el desempeño de su trabajo”53. Como se puede observar, a

esta definición le falta un elemento esencial: no se dice que el delito cometido tenga que

tener contenido patrimonial y/o móvil lucrativo, de modo que, como se ha apuntado,

literalmente abarcaría casos como los de abusos sexuales a menores por parte de los curas

de la iglesia Católica aprovechándose del desempeño de su profesión, supuestos que

difícilmente vienen a la cabeza cuando se piensa en la delincuencia de cuello blanco54. No

51 Tiedemann, Klaus: Manual de Derecho penal económico. Parte general y especial, 2010, p. 55. 52 Tiedemann, Íbid., pp. 57-59. 53 Sutherland, Edwin: White-collar Crime: the Uncut Version, 1983, p. 7. Cito a partir de la edición de 1983, que como es sabido es la primera “sin censurar” (aparecen los nombres de las reales de las empresas estudiadas por Sutherland, que habían sido omitidos de la edición original en 1949 para evitar demandas por difamación). La misma frase se encuentra en la edición de 1949 (p. 9). Una informativa descripción del desarrollo del concepto desde el discurso presidencial de Sutherland ante la American Sociological Association en 1939, en Geis, Gilbert: “El delito de cuello blanco como concepto analítico e ideológico”, en Guzmán/Serrano (eds.): Derecho penal y criminología como fundamento de la política criminal. Estudios en homenaje al profesor Alfonso Serrano Gómez, 2006, pp. 311-313. Geis también recuerda otro problema de la definición: su inclusión, como “delitos” de cuello blanco, de infracciones administrativas (Íbid., p. 14). 54 Esta definición estaría de acuerdo con la propuesta por Felson, quien, al ver toda la delincuencia desde los lentes de su teoría de las actividades rutinarias, propone abandonar la noción de “delincuencia de cuello blanco” y sustituirla por la de “delitos de acceso especial”, definidos como aquellos “cometidos mediante el

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es éste sin embargo el principal escollo definicional: éste tiene que ver con qué elemento es

el que precisa ser coloreado de blanco, el delincuente o el delito. Más allá de la precisión

teórica, la cuestión importa porque las características de la delincuencia de cuello blanco

varían ostensiblemente según se defina en uno u otro sentido.

La dicotomía “delito/delincuente de cuello blanco” se relaciona con la evolución del

mercado de trabajo, y en concreto con el espectacular aumento porcentual y total del

número de trabajadores en el sector servicios, en muchas ocasiones en posiciones desde las

que pueden llevar a cabo delitos patrimoniales, como la estafa o la apropiación indebida,

que se encontraban entre aquellos inicialmente analizados por Sutherland. Considerar a

estos trabajadores y estos ilícitos delincuencia de cuello blanco supone una cierta

“democratización” del concepto55, cuyo origen último está, puede que de forma inadvertida,

en el propio libro de Sutherland, que en sus páginas finales descripciones de estafas en

contextos profesionales que difícilmente cuadraban con su propuesta de definición (así, por

ejemplo, en la venta minorista de zapatos, que no parece cumplir el requisito de “elevado

nivel social” del autor56). Sin embargo, al tiempo que se “democratiza” la noción, se le

quita la especificidad que otorgaba la referencia al elevado estatus social. Y, una vez se

hace esto, los estudios muestran unos delincuentes de cuello blanco procedentes

predominantemente de la clase media y no de la alta, que exhiben niveles de auto-control

similares a los delincuentes “callejeros”, con una reincidencia detectada mayor de la que se

suponía predominaba en el delito de cuello blanco y con un tratamiento penológico por

parte de las autoridades similar al resto de delitos, en ocasiones incluso más duro57. En

abuso de su trabajo o profesión por el delincuente para conseguir acceso específico a la víctima del delito” (Felson, Marcus: Crime and Everyday Life, 3ª ed., 2002, pp. 93-95, la definición en p. 95). 55 Shover, Neal/Hochstetler, Andy: Choosing White Collar Crime, 2006, p. 6, quienes sin embargo están en contra de este tipo de definiciones. 56 Así, Geis (supra, nota 53), p. 317. 57 Todo lo anterior se recoge en las investigaciones empíricas más importantes de este grupo de autores, desde la primera de ellas (Wheeler, Stanton; Weisburd, David y Bode, Nancy: “Sentencing the White –Collar Offender: Rhetoric and Reality”, en American Sociological Review 47, octubre de 1982, pp. 641-659) hasta la más completa y conocida (Weisburd, David; Waring, Elin y Chayet, Ellen: White-Collar Crime and Criminal Careers, 2001). V. también el resumen de sus propias investigaciones en este sentido que efectúa Benson, Michael: “Carreras delictivas de delincuentes de cuello blanco”, en Guzmán/Serrano (eds.): Derecho penal y criminología como fundamento de la política criminal. Estudios en homenaje al profesor Alfonso Serrano Gómez, 2006, pp.135-155.

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definitiva, “colorear” el delito supone privar al concepto de delincuencia de cuello blanco

de buena parte de su especificidad.

ii) Delitos económicos, y delincuencia de cuello blanco, cometidos por personas de buena

consideración por razón de su posición social

En realidad, la distinción “color del delito/color del delincuente” también se puede observar

en el Derecho penal económico, que, si bien se centra en el delito y no en el delincuente58,

muestra una importante preferencia por el estudio de los supuestos en los que el delincuente

es del tipo descrito por Sutherland, esto es, una persona con buena consideración social

(merecida o no). Las estafas que más nos interesan a quienes nos dedicamos al estudio de

los delitos económicos no las llevan a cabo vendedores de zapatos, sino banqueros, del

mismo modo que centramos nuestra atención en el cohecho cometido por el político a

cambio de favores (“pelotazos”) urbanísticos, antes que en el realizado por un miembro de

la policía local a cambio de dejar estacionar donde no se debe.

Más allá de su atractivo farandulero y las posibilidades de lucro en labores de asesoría,

estos casos son los más interesantes desde el punto de vista de la política criminal, dado que

en ellos se producen los daños más importantes y, al tiempo, la probabilidad de detección

es más baja. Como veíamos (supra, apartado III), las investigaciones empíricas nos

explican que este factor, la probabilidad de sanción, es el más decisivo para que tengan

éxito las estrategias disuasorias. También veíamos que, si bien las pruebas son mucho

menos concluyentes, también la rapidez en la imposición de la sanción se relaciona de

forma positiva con la disuasión. La baja o bajísima probabilidad de sanción que caracteriza

a estos delitos, así como su tortugueante “velocidad” de tránsito por juzgados y tribunales,

hacen extremadamente negativo el pronóstico relativo al éxito de la disuasión.

De las tres variables más relevantes para la disuasión mediante sanciones (probabilidad,

dureza y rapidez), estos supuestos puntúan extremadamente bajo en dos de ellas. La

58 Tiedemann (supra, nota 51) p. 57, lo atribuye a exigencias constitucionales y de seguridad jurídica, pero ello no es en absoluto claro, dado que estamos hablando de una clasificación teórica, que de por sí no puede conllevar diferencias en el tratamiento de los a ella sometidas y, en tanto, carece de relevancia jurídica.

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tentación, claro, está en compensar estas bajas puntuaciones operando sobre la tercera

variable. A diferencia de las otras dos, para bien y para mal la dureza de la pena, según se

vio supra, apartado III.ii, está por completo al alcance y bajo el dominio del legislador:

aprobada la reforma legal, la mayor dureza de la pena a imponer está asegurada59. El

problema, sin embargo, es que los estudios empíricos muestran que la gravedad de la

sanción, en ausencia de una probabilidad suficiente de imposición, tiene escasos efectos

preventivos, de modo que esta vía de actuación, en términos estrictamente disuasorios, no

resulta indicada60.

¿Significa esto que hay que olvidarse de la intervención penal en este ámbito? En mi

opinión, incluso prescindiendo de consideraciones relativas al merecimiento, la respuesta

debe ser negativa. Recientemente han puesto de manifiesto Shover y Hochstetler la

paradoja de que el refinamiento experimentado por el enfoque de la elección racional en

criminología se haya detenido precisamente a las puertas del delito de cuello blanco61. La

aludida falta de reflexión teórica (como veremos enseguida sí ha habido movimientos en la

praxis) resulta efectivamente curiosa puesto que la teoría de la elección racional,

incluyendo la teoría de la disuasión, parecen hechas a medida (o a mejor medida) de este

tipo de delincuencia.

59 Otra cosa es que, por ejemplo por la resistencia de los operadores jurídicos, la reforma no sea aplicada o lo sea sólo a muy limitados supuestos. Esto es un problema grave para los planes del legislador, pero no tiene que ver con la dureza de la sanción sino con su probabilidad de imposición. 60 Puede sin embargo resultar adecuada desde el punto de vista del merecimiento. Conforme lo explica Geis (supra, nota 53), p. 322: “Gran parte del delito de calle debe verse como relacionado en considerable medida con las desventajas experimentadas por personas a quienes les ha tocado una papeleta perdedora en la lotería de la vida. No debe permitirse que estas personas exploten y dañen a otros, pero resulta fácil, al menos para mí, compadecerlas por sus dificultades económicas. Por otra parte, el delito de cuello blanco es cometido con muchas más frecuencia por aquellos que viven muy bien, pero no obstante se ven inclinados a acaparar una cuota aún mayor de riqueza”. Así pues, puede sostenerse que, ceteris paribus, el merecimiento es mayor en la delincuencia de cuello blanco que se viene examinando. Lo anterior, por supuesto, pasa por admitir que el merecimiento debe jugar algún papel entre los fines de la pena. He argumentado que sí debe hacerlo en Ortiz de Urbina Gimeno, Íñigo: “Política criminal contra la corrupción: una reflexión desde las teorías de la pena (o viceversa)”, en Mir/Corcoy (dirs.): Garantías constitucionales y Derecho penal europeo 2012, pp. 385-407. 61 Shover/Hochestetler (supra, nota 55), passim, v. por ejemplo p. 1-4. De forma similar, también se ha apreciado cómo, desde las filas del pensamiento conservador, la tendencia a negar la influencia estructural y a preferir explicaciones volitivas de corte individual del delito se olvida por completo a la hora de analizar el delito de cuello blanco, especialmente el cometido dentro de la empresa: en este limitado ámbito, las explicaciones estructurales y las culturales experimentan un sorprendente renacer y el delito se imputa sin sonrojo alguno a una “mala cultura corporativa” para diluir la responsabilidad individual. V. Nelken (supra, nota 49), p. 626. Este hecho también es criticado por Shover/Hochestetler, Íbid., pp. 157-164.

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En el apartado III.ii supra se apuntó que el esquema tripartito de “obstáculos” a la disuasión

propuesto por Robinson podía funcionar como una hoja de ruta para las pretensiones

disuasorias. Pues bien: de los tres obstáculos referidos (“obstáculo del conocimiento del

Derecho”, “obstáculo de la elección racional” y “obstáculo del coste neto percibido”), la

delincuencia que se analiza se ve mucho menos afectada por los dos primeros que la mayor

parte del resto de delincuencia. Queda, entonces, el tercero, el “obstáculo del coste neto

percibido”, lo que nos devuelve al inicio de este apartado: las estrategias disuasorias

actualmente seguidas contra este tipo de delincuencia no tienen visos de resultar efectivas,

por lo que deben ser sustituidas por otras en las que, sin diluir el efecto preventivo mediante

la previsión de penas muy bajas, se incremente la probabilidad de detección y la rapidez en

la tramitación del proceso.

A este doble objetivo se encaminan desarrollos político-criminales más o menos novedosos

que se promueven resueltamente desde instancias internacionales, como el establecimiento

de la responsabilidad penal de las personas jurídicas, la previsión de responsabilidad de

terceras partes por incumplimiento de deberes de vigilancia, la promoción de la denuncia

interna (“whistleblowing”), la promoción del comiso y otras instituciones de carácter

extrapenal encaminadas a reducir la ganancia esperada del delito e, incluso, las

disposiciones procesales sobre el embargo preventivo de naturaleza “real” para asegurar las

responsabilidades pecuniarias, que tienen como consecuencia que la promoción estratégica

de la larga duración de los procedimientos no sea tan apetecible. Cada una de estas

posibilidades trae consigo riesgos que, por su naturaleza, son elevados62. Sin embargo,

también los tiene el inmovilismo político-criminal en una materia tan socialmente lesiva.

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62 Por poner un único ejemplo, de riesgo penal, la estrategia de responsabilización a terceros está desbocada y camino de estar fuera de control en el delito de blanqueo de capitales, que ha pasado de un justificado ámbito de actuación en supuestos muy graves a una aplicación indiscriminada incluso en supuestos en los que el

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