el cristianismo ya las religiones
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UNIVERSIDAD CENTROAMERICANA
“JOSÉ SIMEÓN CAÑAS”
EL CRISTIANISMO Y LAS RELIGIONES
EN JACQUES DUPUIS Y JOSEPH RATZINGER
TRABAJO DE GRADUACIÓN PREPARADO PARA LA
FACULTAD DE CIENCIAS SOCIALES
Y HUMANIDADES
PARA OPTAR AL GRADO DE
LICENCIATURA EN TEOLOGÍA
POR
FRANCISCO ANTONIO SEQUEIRA MORALES
AGOSTO 2013
SAN SALVADOR, EL SALVADOR, CENTROAMÉRICA
UNIVERSIDAD CENTROAMERICANA
“JOSÉ SIMEÓN CAÑAS”
RECTOR
Ing. Andreu Oliva de la Esperanza, S.I.
SECRETARIA GENERAL
Licda. Silvia Azucena de Fernández
DECANA DE LA FACULTAD DE CIENCIAS
SOCIALES Y HUMANIDADES
Mtra. Mercedes Isabel Rodríguez de Burgos
DIRECTOR DEL TRABAJO
Mtro. José Vicente Espinoza Cabrera, S.I.
I
Índice
1. Introducción………………………………………………………….………….…………….1
PRIMERA PARTE:
El cristianismo y las religiones en Jacques Dupuis……………….……………………….…...2
Capítulo I: Jesús, la Iglesia apostólica y las religiones………...………………………………..3
1. Jesús y las religiones……………………………………………………………………………3
2. La Iglesia apostólica y las religiones…………………………………………………………...4
Capítulo II: En la encrucijada del concilio Vaticano II…………………………………………7
1. La teología sobre las religiones antes del concilio Vaticano II………………………………...7
1.1 La teoría del cumplimiento en J. Daniélou y H. de Lubac……………………………………7
1.2. La presencia inclusiva de Cristo: K. Rahner y R. Panikkar………………………………….8
2. El concilio Vaticano II, ¿una línea divisoria?...........................................................................10
3. El magisterio conciliar………………………………………………………………………..12
Capítulo III: El cristianismo y las religiones en la teología reciente………………………….14
1. Cambios de paradigmas………………………………………………………………………14
2. Otros modelos y más allá……………………………………………………………………..15
3. Hacia un modelo de pluralismo inclusivo…………………………………………………….17
Capítulo IV: El Dios de la alianza y las religiones……………………………………………..19
1. La historia universal de la salvación………………………………………………………….19
2. Las alianzas de Dios con los pueblos…………………………………………………………20
Capítulo V: Muchas veces y de muchas maneras……………………………………………..24
1. El Dios de la revelación………………………………………………………………………24
2. Palabras y Palabra de Dios ……………………………………………………………………25
Capítulo VI: La Palabra de Dios, Jesucristo y las religiones del mundo……………………..29
1. La acción universal de la Palabra en cuanto tal………………………………………………29
2. Universalidad de la Palabra y centralidad del acontecimiento Jesús………………………….32
Capítulo VII: El único mediador y las mediaciones parciales……………………...…………34
1. Salvador universal y mediador único……………………………………………...………….34
2. Mediación y mediaciones………………………………………………………..……………37
Capítulo VIII: El reino de Dios, la Iglesia y las religiones…………………………………….41
1. Reino de Dios e Iglesia: ¿identidad o distinción?.....................................................................41
2. La Iglesia y las religiones en el reino de Dios………………………………………………..43
Capítulo IX: El diálogo interreligioso en una sociedad pluralista….………………………...48
1. El fundamento teológico del diálogo………………………………………………………….48
2. Los desafíos y frutos del diálogo……………………………………………………………...50
II
Capítulo X: La oración interreligiosa…………………………..………………………………53
1. Orar juntos: ¿por qué?...............................................................................................................53
2. Orar juntos: ¿cómo?..................................................................................................................54
SEGUNDA PARTE
El cristianismo y las religiones en Joseph Ratzinger…………………………………………57
Capítulo XI: La unidad y la pluralidad de las religiones. El lugar de la fe cristiana en la
historia de las religiones………………………………………………………………………..58
1. Planteamiento del problema…………………………………………………………………..58
2. El lugar del cristianismo en la historia de las religiones………………………………………59
3. Mística y fe……………………………………………………………………………………61
4. La estructura de los grandes caminos religiosos………………………………………………63
5. Interludio………………………………………………………………………………………64
Capítulo XII: Fe, religión y cultura………………………………………………….…………67
1. Fe, religión y cultura………………………………………………………………………….67
2. Inclusivismo y pluralismo…………………………………………………………………….72
3. El cristianismo, ¿una religión europea y helénica? Abrahán y Melquisedec…………………74
4. Diferenciación de lo cristiano…………………………………………………………………76
5. La oración multirreligiosa y la oración interreligiosa…………………………………………77
Capítulo XIII: Las nuevas problemáticas surgidas durante el decenio de 1990. Sobre la
situación de la fe y la teología hoy…………………..…………………………………………80
1. Tres crisis: la teología de la liberación, el relativismo y el retroceso de la cristología……….80
2. El recurso a las religiones de Asia ……………………………………………………………81
3. Ortodoxia y ortopraxis………………………………………………………………………...82
4. Dos consecuencias del relativismo: la New Age y el pragmatismo en la cotidianidad eclesial.82
5. Las tareas de la teología. Perspectivas………………………………………………………...83
Capítulo XIV: ¿La verdad del cristianismo?..............................................................................86
1. La fe, entre la razón y el sentimiento………………………………………………….………86
2. El cristianismo, ¿la verdadera religión?.....................................................................................88
3. La fe, la verdad y la cultura: reflexiones en torno a la Fides et ratio…………………………91
Capítulo XV: Verdad, tolerancia y libertad…………………………………………………...94
1.1. Fe, verdad, tolerancia………………………………………………………………………..94
1.2 Libertad y verdad…………………………………………………………………………….96
Capítulo XVI: Convergencias y divergencias………………………………………………….99
1. Perspectiva………………………………………………...…………………………………..99
2. La concepción del reino de Dios……………………...……………………………………...100
3. El cristianismo en el marco del pluralismo actual…………………………………………...101
4. La noción de la mediación de las religiones…………………………………………………102
5. La oración interreligiosa…………………………………….……………………………….102
III
Conclusión……………………………………………………………………………………104
Bibliografía…………………………………………………………………………………….107
1
Introducción
El ser humano vive hoy en un mundo interconectado y globalizado. Las religiones no
escapan de esta realidad. El cristianismo ya no está al centro de la sociedad, aún en países de
mayoría cristiana como los centroamericanos. En estos países la presencia del Islam aumenta y el
recurso a las tradiciones orientales es cada vez más frecuente. Esta realidad urge a adentrarse en
una pregunta emergente y urgente para el cristiano hoy: ¿Cuál es el lugar y la misión de la fe
cristiana en medio de la pluralidad de expresiones religiosas actuales? El presente trabajo tiene
por objetivo indagar en esta cuestión a partir de dos autores, Jacques Dupuis y Joseph Ratzinger.
La primera parte de este trabajo presenta la perspectiva de Jacques Dupuis. El autor en la
obra El cristianismo y las religiones. Del desencuentro al diálogo busca fundamentar un
pluralismo religioso de principio, desde el cual se debe situar la relación del cristianismo con las
religiones del mundo. En los tres primeros capítulos realiza un balance general de la cuestión
histórica de la teología del diálogo interreligioso desde los tiempos primitivos a los actuales. Los
capítulos cuatro a ocho establecen el fundamento bíblico-teológico para la nueva perspectiva del
diálogo interreligioso propuesto en dicha obra. Finalmente, los dos últimos capítulos establecen
perspectivas y prácticas para el diálogo interreligioso en la actualidad.
En la segunda parte se presenta la mirada de Joseph Ratzinger a partir de su libro Fe,
verdad y tolerancia. El cristianismo y las religiones del mundo. Los cinco capítulos que la
constituyen pueden resumirse en dos grandes secciones. La primera está compuesta de dos
capítulos en los cuales se establece la unidad y pluralidad de las religiones, y el lugar específico
del cristianismo entre ellas desde la perspectiva de fe, cultura y religión. La segunda sección, en
tres capítulos, plantea el tema de la verdad del cristianismo partiendo de la situación teológica de
la década de 1990, para terminar con un análisis sobre la fe, la tolerancia y la libertad.
Al final, en la tercera parte, se presenta el balance valorativo de ambas obras a través de
la presentación de las convergencias y divergencias entre los autores, y las conclusiones del
presente trabajo.
2
PRIMERA PARTE
El cristianismo y las religiones
en Jacques Dupuis
En la primera parte de este trabajo se presenta la obra El cristianismo y las religiones. Del
desencuentro al diálogo de Jacques Dupuis. Aquí se sigue la misma estructura del libro en diez
capítulos. Estos son: Jesús, la Iglesia apostólica y las religiones; en la encrucijada del concilio
Vaticano II; el cristianismo y las religiones en la teología reciente; el Dios de la alianza y las
religiones; Muchas veces y de muchas maneras; la Palabra de Dios, Jesucristo, y las religiones
del mundo; el único Mediador y las mediaciones parciales; el reino de Dios, la Iglesia y las
religiones; el diálogo interreligioso en una sociedad pluralista; y la oración interreligiosa. El
objetivo del autor, expresado por el mismo en la introducción de su obra, es fundamentar la
praxis del diálogo interreligioso en lo que denomina pluralismo religioso de principio.
3
Capítulo I
Jesús, la Iglesia apostólica y las religiones.
Este capítulo busca aclarar la postura bíblica respecto a las religiones. Para ello Dupuis se
servirá de una reinterpretación de textos que suelen interpretarse contra las religiones, y de otros
textos omitidos hasta ahora en la reflexión teológica sobre la relación entre cristianismo y las
demás religiones. También establecerá cuál fue la relación entre cristianos y paganos a la luz del
acontecimiento pascual.
Según J. Dupuis, en el Antiguo Testamento conviven dos posturas frente a las religiones.
La fundamentalista considera todas las demás tradiciones religiosas de los pueblos circundantes
como idolátricas. La otra, se encuentra en formulaciones implícitas de apertura a las religiones
del mundo. Por su parte, el Nuevo Testamento hace depender su concepto de las religiones del
acontecimiento Cristo y de la auto-comprensión de la Iglesia durante los tiempos apostólicos. Por
tanto, un estudio serio de la Escritura obliga a ser cautelosos a la hora de la interpretación
correcta de los textos, para no caer en unilateralismos. Este ha sido un riesgo siempre presente en
el desarrollo teológico, el cual por mucho tiempo sostuvo valoraciones negativas de las
religiones, incluso más fuertes que las encontradas en la Escritura. Más aún, la Iglesia hoy es
siempre cautelosa ante cualquier afirmación positiva de las religiones, pues mantiene incólume la
afirmación de la unicidad del cristianismo como verdadera religión (cfr. CR 39-42)1.
1. Jesús y las religiones
Para el autor afirmar que Jesús era judío es un dato fundamental. De la lectura de los
evangelios se deduce que él no buscó fundar una nueva religión, sino renovar y plenificar el
judaísmo dentro del horizonte del reino de Dios. El Reino es el tema central en su predicación.
Se trata de un reino que es de Dios; se trata de Dios mismo presente por medio de las acciones de
Jesús, y orientado preferentemente hacia los despreciados sociales. Lo central de este Reino es el
Padre, no Jesús. Él es consciente de ser mensajero e iniciador, con su persona, de la renovación
de la Alianza, y que esto significaba la universalidad de la salvación; aunque también habla en su
momento de una misión dirigida exclusivamente a Israel (cfr. CR 43-46).
1 A partir de este momento citaré la obra de J. Dupuis, El cristianismo y las religiones, colocando entre paréntesis
la sigla CR seguida del número de página.
4
En los evangelios encontramos diversos textos que hablan de la entrada de los gentiles en
el reino de Dios. Los relatos de la fe del centurión (cfr. Mt 8,5-13), la mujer cananea (cfr. Mt
15,21-28) y los diversos milagros realizados a paganos indican que el Reino está ya presente,
pues una fe auténtica es posible en todas partes, no solo en Israel (cfr. CR 47-49).
Entre el Reino y el movimiento de Jesús no hay identificación. Este está a su servicio,
pues su tarea es anunciarlo. Con todo, no se puede obviar la presencia sustancialmente menor de
la categoría reino de Dios en el resto de los escritos neotestamentarios. Sin embargo, no por ello
se puede afirmar que haya desaparecido en la predicación apostólica. Significa, más bien, que
entre Jesús y el Reino se ha dado una identificación, y así se abre el horizonte de la universalidad
del Reino. Esta universalidad está atestiguada sobre todo por la relación de Jesús con los
samaritanos, a quienes pone como ejemplo de fe y caridad fraterna (cfr. Lc 10,29-37); a
propósito de su encuentro con la samaritana abre la puerta a la adoración en espíritu y verdad
(cfr. Jn 4,1-45); de los diez leprosos (cfr. Lc 17,11-19) solo el samaritano agradece y glorifica a
Dios; y Jesús acepta la misión de aquel que exorcizaba en su nombre pero no pertenecía al grupo
(cfr. Mt 9,38-39). Todo esto indica dos cosas: 1) que la fe salvífica es accesible a todos desde
ellos mismos y, 2) que los extranjeros participan también de la misión de Jesús relativa al reino
de Dios (cfr. CR 49-54).
Por tanto, todos pueden, desde la perspectiva jesuánica, entrar en el reino de Dios por la
fe y la conversión, pues este supera toda frontera. De hecho, Jesús no emitió juicio alguno sobre
el valor de las religiones. Él indicó que su doctrina estaba dirigida no a un grupo exclusivo, sino
abierta a todos, como muestra el contexto de las bienaventuranzas de Lucas 6,17 (cfr. CR 55-57).
2. La Iglesia apostólica y las religiones
Una vez establecida la relación de Jesús y el Reino con las religiones, Dupuis establece la
relación entre la Iglesia apostólica y las religiones. El punto de partida es la constatación del paso
del Jesús histórico (el cual pensaba en la instauración de la justicia del Reino a través de su
persona, y por la fe y la conversión de las gentes) al nuevo empuje que recibe el movimiento de
Jesús a partir de los acontecimientos pascuales y la pregunta ineludible de su relación con las
religiones paganas con las que entró en contacto (cfr. CR 58-60).
5
Pablo afirma que todos los seres humanos se encuentran ante el juicio (cfr. Rm 2,1-11), y
la razón está en la ley inscrita en el corazón de todo hombre por la cual incluso los paganos
pueden obrar espontáneamente según la Ley (cfr. Jr 31,33; Rm 2,14-16). Por tanto, según la
doctrina paulina, los gentiles alcanzan la salvación de modo misterioso pues viven en el Espíritu
de forma inconsciente e imperfecta por no estar revestidos de Cristo (cfr. Rm 2,26-29). Esto
significa dos cosas: 1) la fe se encuentra implícita en las obras, y 2) las religiones traslucen la
salvación en virtud del ordenamiento de todo lo creado a Cristo. Sin embargo, no se puede pasar
por alto la tensión presente en el Nuevo Testamento entre lo universal y lo particular y definitivo
de Cristo. Lo importante es constatar que la Iglesia primitiva abrió la posibilidad de diálogo entre
la Iglesia y las religiones. Esto supuso ver los destellos de verdad en ellas, y el aprendizaje de
aquellas cosas que permitieron un mejor testimonio de fe (cfr. CR 60-63).
El apóstol, además, reconoce la apertura a la fe por parte de los gentiles. La lectura
paralela de Hch 14,11-18 y Rm 1,18-32 muestra que ya en las primeras comunidades existía la
doctrina de la manifestación de Dios en la naturaleza como revelación divina. De la lectura de
Hechos se deduce que las religiones tienen un valor, y que estas encuentran el cumplimiento de
sus aspiraciones en Cristo. De la lectura de Romanos se sigue que la autorrevelación de Dios a
todos los pueblos acontece por el cosmos. Las citas paulinas de Epiménides y Arato confirman
un reconocimiento a la búsqueda griega de Dios a la vez que indica una nueva estrategia
misionera: el acercamiento de posturas. En conclusión, en el Nuevo Testamento se encuentra un
valor positivo de las religiones. Este valor positivo consiste en la búsqueda de Dios, lo cual es
don suyo. Por tanto, se está primariamente no ante un discurso filosófico, sino de fe; sin
embargo a las religiones les falta la plenitud que se encuentra solo en Cristo (cfr. CR 63-66).
No solo Dios se revela como el Dios desconocido pero accesible a todos, Dios, afirma el
Nuevo Testamento, no hace acepción de personas. En Hechos 10,11-18 se relata el encuentro de
Pedro y Cornelio. Este texto señala la piedad de este como anterior a su conversión, y establece
la pureza no solo de los alimentos sino de todo hombre. Así Pedro, lo mismo que Pablo, echan
mano del principio Dios es imparcial establecido en Deuteronomio 10,17. De este modo se abre
la puerta para superar las barreras humanas y entrar en los terrenos de Dios donde todos son
iguales (cfr. CR 66-68).
6
En conclusión, aunque se debe admitir que en la Escritura, particularmente en el Antiguo
Testamento, hay expresiones claras que establecen un juicio negativo sobre las religiones,
también se debe afirmar que desde el Nuevo Testamento la perspectiva cambia notablemente.
La praxis y la predicación de Jesús dejan que en el horizonte del Reino la salvación está abierta a
todos por la fe y la conversión no a una religión específica sino al Dios del Reino. La Iglesia
apostólica no hace sino seguir el desarrollo coherente de la praxis de Jesús. Ciertamente existe la
tensión entre lo universal y lo particular y definitivo de Cristo, pero esto no impide reconocer
que Dios se manifiesta a los hombres a través de su razón y de la naturaleza, pues Dios es
imparcial. Sin embargo, queda establecido que aunque hay en ella revelación, carecen de lo
definitivo: Cristo.
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Capítulo II
En la encrucijada del concilio Vaticano II
El capítulo anterior mostró que la Sagrada Escritura, de manera particular el Nuevo
Testamento con la praxis de Jesús y el anuncio del Reino, deja espacio para la acción de Dios en
las religiones del mundo. La Iglesia primitiva siguió esta línea de diálogo especialmente con el
mundo heleno. Ella buscaba conciliar tanto la universalidad de la salvación ofrecida en Jesús,
como lo particular y definitivo de Cristo. Este segundo capítulo muestra cómo con el concilio
Vaticano II se ha dado un proceso de cambio de la reflexión en torno al diálogo interreligioso.
La cuestión ha pasado de ser primordialmente soteriológica, a preguntarse por el valor de las
religiones en sí.
1. La teología sobre las religiones antes del concilio Vaticano II
Dupuis inicia exponiendo las corrientes teológicas sobre las religiones antes del Vaticano
II en dos binomios de autores: J. Daniélou – H. de Lubac y K. Rahner - R. Panikkar.
1.1. La teoría del cumplimiento en J. Daniélou y H. de Lubac
Daniélou y de Lubac siguen la denominada teoría del cumplimiento. Daniélou se
pregunta fundamentalmente por la manifestación progresiva de Dios a la humanidad. Sin
embargo, limita la economía salvífica a la tradición judeo-cristiana. Las religiones sirven de pre-
historia de la salvación, aunque admite que forman parte del único designio salvífico de Dios. Se
basa en una clara distinción entre lo natural y lo sobrenatural o, religión y revelación. Se trataría
de órdenes diferentes. Las religiones pertenecen al orden natural y la tradición judeo-cristiana al
orden sobrenatural. Todas las religiones participan de la alianza cósmica presente en la creación,
simbolizada en el relato de de Noé (cfr. Gn 9,8-17). Pablo en su carta a los Romanos 1,19-20
retoma esta idea y sostiene la manifestación de Dios a todo ser humano, aunque culpa a este de
no haberle reconocido y haber caído en la idolatría. De este modo las religiones se convierten en
una mezcla de verdad y error, fruto del esfuerzo humano por conocer a Dios, cuyo valor estriba
en servir de fundamento a la revelación histórica. Sin embargo, el cristianismo es el único
camino universal y normativo de salvación. Por tanto, aunque fuera de la Iglesia es posible la
salvación, de esto no se sigue un papel positivo de las religiones en el orden de la salvación, sino
una situación límite (cfr. CR 79-82).
8
De Lubac realizó trabajos que cotejaban el cristianismo con otras religiones. En su obra
planteó la singularidad y unicidad del cristianismo con respecto a las demás religiones tanto en
doctrina como en mística. Al igual que Daniélou distingue, aunque no separa, lo natural de lo
sobrenatural. Lo natural, sostiene, es el deseo humano de unirse a lo divino, lo sobrenatural es la
acción gratuita de Dios que satisface este deseo. Ambas cosas se han unido en Jesucristo, pues
“en él y por él lo sobrenatural no sustituye la naturaleza, sino que la informa y la transforma”
(CR 83). De modo análogo pasa con las religiones y el cristianismo. Las religiones del mundo
responden a la naturaleza religiosa del ser humano, mientras que el cristianismo, en virtud de la
Encarnación, es la religión sobrenatural. Así, en las religiones del mundo hay semillas de verdad;
al cristianismo corresponde desvelarlas, asumirlas, purificarlas y transformarlas. La razón de este
planteamiento la encontró en T. de Chardin para el cual, según de Lubac, la economía salvífica
tiene un orden. Por tanto, debe existir un único polo o eje y este es el cristianismo, camino único
de salvación. Según de Lubac la salvación llega a los miembros de otras religiones como
respuesta divina a sus aspiraciones humanas. La religión natural en sí no tiene valor alguno
soteriológico. De otro modo se debería hablar de caminos paralelos de salvación, y de este modo
se destruiría la unidad de la economía de la salvación (cfr. CR 84).
Por su parte Dupuis corrige a De Lubac en su afirmación del cristianismo como único
camino de salvación. Para el autor, T. de Chardin afirma que el único polo no es principalmente
el cristianismo, sino Cristo. Esto implica que la escatología consistirá en la cristificación
universal. Con esto no se elude el hecho de que toda consideración salvífica de las religiones en
sí debe enfrentarse necesariamente con Cristo y la religión fundada en él (cfr. CR 85).
1.2. La presencia inclusiva de Cristo: K. Rahner y R. Panikkar
Para Dupuis el objetivo principal de la teoría de la presencia inclusiva de Cristo está en la
búsqueda de la superación de las dicotomías entre la búsqueda humana de Dios y el esfuerzo de
Dios por salir al encuentro del ser humano. Dentro de esta teoría, las religiones del mundo son
caminos verdaderos de salvación por Cristo, presente misteriosamente en ellas de forma oculta
pero real (cfr. CR 86).
Según Dupuis, Rahner denomina esta presencia oculta de Cristo en las religiones con la
expresión cristianismo anónimo. Para este autor lo fundamental está en que Dios creó al ser
humano en una condición histórica concreta y lo ha destinado a la unión con él. Este deseo de
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Dios del ser humano es algo concreto y activo, no simplemente metafísico. La experiencia de
Dios se historiza en las diversas tradiciones religiones, y por lo tanto son sobrenaturales. El papel
específico del misterio cristiano consiste en mostrar que en Jesús se ha realizado histórica y
definitivamente la autodonación de Dios a la humanidad. Rahner hace coincidir la historia de la
salvación con la historia de la humanidad, de este modo todo ser humano experimenta el
ofrecimiento de la gracia hecho en Jesucristo de forma consciente o inconsciente. Esta presencia
parcial de la salvación obrada por Cristo en las religiones les confiere a estas un carácter
anónimo. Al cristianismo le compete comunicar el conocimiento explícito de Cristo. Todas las
religiones salvan. La diferencia consiste, según Rahner, en la consciencia subjetiva. La
consciencia de ser cristiano está presente en unos y ausente en otros (cfr. CR 86-89).
Que tanto el cristianismo como las demás religiones salven no iguala los regímenes de
salvación. Al cristianismo explícito pertenecen la escucha y adhesión por la fe al Evangelio, la
economía sacramental, la realidad eclesial, y todo ello referido a Jesús. El cristianismo anónimo
permanece como una realidad fragmentaria que tiene en sí misma la dinámica de adhesión al
cristianismo. Sin embargo, el misterio de salvación está realmente presente en ambas partes. Por
tanto, por cristianismo anónimo se entiende no que las otras confesiones religiosas profesen un
cristianismo implícito, sino que en ellas es accesible la salvación en Jesucristo siempre y cuando
se abran de alguna manera desconocida a la autocomunicación de Dios. Cristo actúa realmente
en las personas dentro de la religión a la que pertenecen (cfr. CR 89-90).
En su lectura de Panikkar, Dupuis toma como punto de partida la afirmación de este sobre
Cristo como origen y meta también del hinduismo. Panikkar sostiene que Cristo no le pertenece a
las religiones sino a Dios, y las religiones le pertenecen a Cristo aunque de modo diverso. El
encuentro del hinduismo con el cristianismo significaría una conversión. Por conversión no
entiende el paso de una religión a otra, sino su purificación al pasar por el tamiz cristiano.
Cristo, en esta perspectiva, es el símbolo más poderoso de la humanidad plena, divina y cósmica.
Pero este no es el único nombre que puede recibir, es traducible con otros nombres según las
tradiciones religiosas. El nombre Cristo indica el Misterio indivisible, y todas las tradiciones
religiosas representan una parte de este (cfr. CR 90-92).
Panikkar establece su propia distinción entre fe y creencia. La fe es la experiencia
religiosa fundamental. La creencia es la expresión de esa experiencia dentro de una tradición. El
10
contenido de la fe es el Misterio, común a todas las religiones, al que denomina realidad
cosmoteándrica. Esta es la trascendencia experimentada por el ser humano en el cosmos. El
contenido de la creencia son los mitos religiosos, estos concretizan la expresión de la fe y por
tanto tienen el mismo valor. Por tanto, todas las religiones coinciden en el plano de la fe. De esto
se sigue que en el diálogo interreligioso no se puede poner paréntesis a la fe, pero sí a las
creencias (cfr. CR 93).
La postura de Panikkar, para Dupuis, hace problemático el lugar del Jesús histórico
dentro de la fe cristiana. Los primeros cristianos confesaron sin ambigüedad la identidad entre el
Jesús pre-pascual y el Jesús pascual. Jesús es el objeto real de la fe cristiana, inseparable de
Cristo. Panikkar los diferencia en sus categorías fe (Cristo) y mito (Jesús), aunque sostiene que el
cristianismo es consciente de Jesús como el camino. Una reducción de Jesús a mito resulta
incompatible con la fe cristiana. La pregunta que se le hace es si no se debe afirmar más bien que
Jesús es el camino. El autor afirma que este es el punto de discrepancia entre Rahner y Panikkar:
el misterio de Cristo (cfr. CR 93-94).
2. El concilio Vaticano II, ¿una línea divisoria?
El concilio de Florencia (1442) había definido para la Iglesia el axioma extra ecclesiam
nulla salus. En 1547, el Tridentino abría un poco las puertas definiendo la posibilidad de
salvación para los que se encuentran fuera de la Iglesia por el bautismo de deseo. La Iglesia por
siglos no tocó el tema de las demás religiones, y menos de forma positiva. El Vaticano II es el
primer concilio que habla de las demás religiones de manera positiva con cautela. El Concilio
buscó destruir los prejuicios y valoraciones negativas del pasado, y fundamentó tanto el
ordenamiento de los individuos no cristianos a la Iglesia como la relación entre esta y las
religiones no cristianas (cfr. CR 95-97).
El concilio Vaticano II centra su enseñanza en dos problemas: 1) la salvación individual
de aquellos y aquellas que pertenecen a otras tradiciones religiosas, y 2) el posible significado de
dichas religiones en la economía de la salvación, y el papel salvífico que desempeñan para sus
miembros. La novedad está en la segunda cuestión. El Concilio pasa de la afirmación tradicional
sobre la posibilidad de la salvación fuera de la Iglesia, a la afirmación de la seguridad de dicha
salvación para aquellos que, sin culpa, desconocen el Evangelio, lo cual es posible por la acción
universal del Espíritu Santo (cfr. CR 97-98).
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El Concilio habla sobre la relación entre cristianismo y las religiones en los documentos
Lumen Gentium (16-17), Nostra Aetate (2) y Ad Gentes (3; 9; 11). En cada uno de ellos se
abordan tres temas: 1) la salvación para quienes están fuera de la Iglesia; 2) Los valores
auténticos en los no cristianos y sus tradiciones religiosas; y 3) el aprecio de dichos valores que
tiene por consecuencia una actitud hacia ellos y ellas, y sus religiones (cfr.CR 98).
Lumen Gentium afirma que la disposición positiva de los no cristianos para llevar una
vida recta es obra de la gracia y confiera la salvación. Además, reconoce claramente la misión de
la Iglesia de anunciar el evangelio, pero esto no supone la desaparición de los ritos y culturas de
los pueblos, sino su purificación y perfeccionamiento (cfr.CR 98).
Ad Gentes reconoce el valor positivo de los esfuerzos religiosos en las tradiciones no
cristianas por buscar a Dios; pero estas requieren ser iluminadas por el evangelio. Ellas
constituyen muchas veces una preparación para el verdadero Dios que las ha suscitado. Que en
ellas esté presente el Dios verdadero se reconoce en virtud del bien que hay en ellas. Por tanto, se
deben descubrir las semillas del Verbo ocultas en estas a través del diálogo sincero (cfr. CR 99-
100).
Por su parte Nostrae Aetate sitúa el encuentro de la Iglesia con las religiones del mundo
en el ámbito del origen y destino común de los seres humanos, de las grandes preguntas que la
persona humana se realiza. El documento reconoce sin ambages la Verdad presente en las
religiones palpable en la forma de obrar y vivir de sus creyentes. Por esta razón la Iglesia las
respeta y desea promover sus valores espirituales y culturales, al tiempo que reconoce que su
misión consiste en anunciar la plenitud de la vida religiosa en Cristo (cfr. CR 100-101).
Para el autor la doctrina del Concilio ha recibido interpretaciones que divergen entre el
reduccionismo y el maximalismo. Algunos autores lo interpretan desde la reducción de las
religiones a una preparación al evangelio en su sustrato natural. Otros afirman, por el contrario,
que las religiones en sí mismas son caminos verdaderos de salvación. En los documentos
conciliares se encuentra una mezcla de la teoría del cumplimiento y de la teoría de la presencia
inclusiva de Cristo, que algunos autores (como Knitter) consideran ambigua. Para Rahner el
mérito del Concilio estriba en llevar la cuestión más allá de la salvación de los no cristianos, a la
valoración positiva de las religiones en sí. Sin embargo, como señala Maurier, un límite
12
importante es el eclesiocentrismo conciliar, que pudiera llevar a pensar que reconoce como
positivos aquellos elementos que están en ella y es capaz de reconocer en las religiones. El gran
problema sigue siendo la recepción actual de la doctrina conciliar. El riesgo es detenerse en la
letra de los textos que presentan una postura más cerrada en expresiones que hoy suenan mal en
el contexto renovado (cfr. CR 102-104).
3. El magisterio conciliar
La categoría diálogo aparece con Pablo VI en la encíclica Ecclesiam suam. En ella
explica que la función de la Iglesia consiste en prolongar el diálogo de Dios con la humanidad en
cuatro niveles: 1) con el mundo; 2) con las otras religiones; 3) con las demás iglesias cristianas; y
4) dentro de la misma Iglesia. Al hablar del diálogo interreligioso enfatiza que no se puede hacer
equivalente el cristianismo con las demás religiones, pero no por ello se niegan los valores
espirituales y morales presentes en ellas. Sin embargo, permanece con fuerza la noción del
cristianismo como la religión verdadera. Evangelii nuntiandi reafirma esta pretensión del
cristianismo, y significa un retroceso con respecto a Ecclesiam suam y al Concilio en cuanto
retoma la teoría del cumplimiento en su forma clásica, y desaparece del documento la categoría
diálogo (cfr. CR 105-107).
La declaración Nostra aetate del concilio Vaticano II basó la relación de la Iglesia con las
religiones sobre un doble elemento común entre todas las personas y pueblos: 1) el origen común
en Dios, y 2) el destino común salvífico de toda la humanidad. El aporte específico del Juan
Pablo II fue el énfasis puesto en la presencia operante del Espíritu Santo en la vida religiosa de
los no cristianos y sus tradiciones, como lo afirma en Redemptor hominis nn. 6 y 12. Esta acción
de la Tercera Persona de la Trinidad se realiza en la oración auténtica, las virtudes y valores
humanos, la sabiduría de sus tradiciones religiosas, y el diálogo y encuentro entre los miembros
de cada religión. En Dominus et vivificantem profundiza su pneumatología, y enseña que el
Espíritu Santo actuaba ya antes de la economía cristiana ordenando las cosas a Cristo, y hoy hace
que se derive de Cristo a todos, el acontecimiento salvífico. En Redemptoris missio el Papa
afirma que la salvación en Cristo es accesible fuera de la Iglesia. Sin embargo, en algunos
pronunciamientos el Papa también echa mano de la teoría del cumplimiento. En Novo millenio
adveniente establece la diferencia entre el cristianismo y las religiones como entre el plano de la
13
revelación y la gracia divina, y las aspiraciones naturales del ser humano, reproduciendo la forma
clásica de dicha teoría (cfr. CR 107-111).
La afirmación más positiva en el ámbito magisterial ha sido dada en el documento
Diálogo y anuncio. Reflexiones y orientaciones sobre el diálogo interreligioso y el anuncio del
Evangelio de Jesucristo escrito de forma conjunta por el Pontificio Consejo para el Diálogo
Interreligioso y la Congregación para la Evangelización de los Pueblos. Este documento abre las
puertas, aunque con cautela, al reconocimiento de una mediación parcial en las religiones para la
salvación de sus miembros por medio de las prácticas de sus propias tradiciones religiosas (cfr.
CR 111-112).
En conclusión, antes del concilio Vaticano II los teóLogos debatían dos teorías distintas
sobre la relación entre la Iglesia y las religiones del mundo. Por un lado estaban los que sostenía
la teoría del cumplimiento, según la cual el ser humano tiene un deseo ontológico de Dios
satisfecho a través de las diversas religiones, pero solo en la tradición judeo-cristiana es Dios
quien sale al encuentro del ser humano, revelándose. Por el otro están los que sostienen la
presencia inclusiva de Cristo en las religiones, y aunque divergen en el nivel cristológico,
coinciden en que Cristo está presente en las religiones de manera latente. En los textos
conciliares se mezclan ambas posturas. Su gran mérito consiste, como lo señaló Rahner, en salir
del tema soteriológico para pasar a la valoración positiva de las religiones en sí. El desarrollo
magisterial posterior no es monolítico. Los pontífices vacilan entre ambas teorías, aunque es
claro que hay un camino iniciado hacia una mayor apertura, sobre todo a nivel de documentos de
las congregaciones vaticanas.
14
Capítulo III
El cristianismo y las religiones en la teología reciente
En el capítulo anterior se establecía la existencia de dos corrientes teológicas principales
sobre el diálogo interreligioso antes del concilio Vaticano II: la teoría del cumplimiento y la
teoría de la presencia inclusiva de Cristo. El Concilio supuso un punto de inflexión en la
reflexión al salir del problema soteriológico en las religiones no cristianas. El desarrollo
magisterial posterior al Concilio no ha sido uniforme, vacilando entre posturas más cautelosas en
los pontífices y más abiertas en los dicasterios romanos. El presente capítulo introduce los
cambios de paradigmas teológicos dentro de la reflexión sobre el diálogo interreligioso después
del concilio Vaticano II, para luego preferir la noción de un nuevo paradigma posible llamado
inclusivismo pluralista.
1. Cambios de paradigmas
Para Dupuis, el primer gran cambio de paradigma es del eclesiocentrismo al
cristocentrismo. Barth tenía un concepto negativo de las religiones, este fue retomado por sus
discípulos. Para ellos, estas constituían vanos intentos de autojustificación. Esta posición aún
pervive sobre todo en las iglesias pentecostales de Estados Unidos. La afirmación central de
estas consiste en que la aceptación del Evangelio y la confesión explícita de la fe en Jesucristo
son necesarias para la salvación. Esto implicó para la teología un descentramiento de la Iglesia y
una reconcentración en el misterio de Cristo. La Iglesia pasa a ser misterio derivado de Cristo.
Por tanto Cristo y la Iglesia no están al mismo nivel en el orden de la salvación (cfr. CR 116-
118).
El segundo cambio de paradigma está en el paso del cristocentrismo al teocentrismo, o
pluralismo, representado fundamentalmente por Hick. En este cambio de paradigma se rechaza la
centralidad de Cristo en orden a la salvación. En esta perspectiva el centro es Dios. Por tanto, la
idea cristiana de Cristo como única mediación universal constitutiva de la salvación queda
sustituida por múltiples caminos de igual valor salvífico, a pesar de sus diferencias. Todos son
caminos que conducen de modo diverso a Dios, y por tanto salvan. Si el cristianismo desea
entablar un diálogo sincero con las religiones lo primero que debe hacer es renunciar a su
15
pretensión de unicidad para la persona y obra de Jesucristo. La universalidad de Jesús radica en
el atractivo que su mensaje puede tener de cara a las aspiraciones humanas (cfr. CR 118-121).
2. Otros modelos y más allá
La crítica al paradigma teocentrista consiste en achacarle la imposición de la imagen del
Dios monoteísta a las religiones a las que esta idea de Dios es totalmente extraña. Hick, según
Dupuis, ha corregido su postura proponiendo lo que ha denominado centramiento en la Realidad
con el cual indica que todas las religiones están orientadas a lo que consideran como Absoluto
divino. Esta búsqueda universal de las tradiciones religiosas hace que sean equiparables. Para
este autor Dios, en último término no es personal ni impersonal. Toda consideración del
Absoluto en estos términos ha de ser considerada como mito. El lenguaje religioso es meramente
superficial, lo realmente importante es la búsqueda de la Realidad suprema y del amor y
compasión que de allí se desprende. Por tanto, todas las religiones son capaces, en clave
soteriológica, de transformar a las personas de tal manera que pasen del autocentramiento al
centramiento en la Realidad (cfr. CR 121-122).
Knitter por su parte propone sustituir el paradigma teocéntrico por el reinocentrismo o
soteriocentrismo. Todas las religiones, según este autor, son propuestas, caminos, de salvación o
liberación para el ser humano. Por tanto, todas ellas son signos visibles de la presencia del reino
de Dios en el mundo, pues contribuyen de modo diverso al crecimiento de este Reino entre las
personas y pueblos. La teología de las religiones pasa así de estar centrada en Cristo, a centrarse
en el Reino bajo la dinámica de la escatología. Para Dupuis, el mérito de esta propuesta está en
incluir a los seguidores de las distintas tradiciones religiosas en el reino de Dios en la historia, y
de hacer visible la colaboración necesaria entre cristianos y no cristianos en el crecimiento
escatológico de este. Sin embargo, el problema cristológico queda sin resolver. No se puede
obviar que el reino de Dios irrumpe históricamente con el acontecimiento Cristo. Por tanto,
teocentrismo, cristocentrismo y reinocentrismo no pueden erigirse como paradigmas diversos,
sino como aspectos de una misma realidad (cfr. CR 122-123).
Otros modelos propuestos como sustitutos del cristocentrismo son el logocentrismo y el
pneumatocentrismo. El primer modelo sostiene que la revelación misma atestigua la acción
universal del Logos en la historia del mundo. En todo momento y circunstancia la Palabra salva,
y no necesariamente la Palabra encarnada. Así lo afirman A. Pieris y también C. Molari. En este
16
modelo se separa la Palabra de la persona de Jesús, abriendo la puerta a dos economías de la
salvación paralelas: una para los cristianos por medio de Jesucristo, y otra para los no cristianos
por medio de la Palabra. El problema con esta postura radica, según nuestro autor, en que si bien
es cierto que hay que afirmar la presencia universal del Logos antes de la encarnación, como
afirma el prólogo de Juan, también es cierto que esta presencia siempre, en la tradición cristiana,
ha sido vista referida al acontecimiento Jesucristo. El logocentrismo no se puede contraponer al
cristocentrismo, pues ambos se reclaman mutuamente al haber una única economía de la
salvación (cfr. CR 124-125).
Knitter sostiene también la necesidad de una teología de las religiones pneumatológica
para sacar el debate de los límites del inclusivismo, exclusivismo o pluralismo. La razón de
preferir un pneumatocentrismo está en que el Espíritu Santo no conoce los límites del tiempo y el
espacio, con los que sí hay que enfrentarse necesariamente en la cristología. El Espíritu ha estado
presente universalmente en la historia del mundo, inspira en todos los seres humanos la
obediencia de la fe salvífica. La distinción entre las dos manos de Dios presente en los padres de
la Iglesia posibilita hablar de dos canales o economías de salvación distintas. Dupuis
problematiza esta postura preguntado si es posible separar la pneumatología de la cristología. Es
cierto que el Espíritu actúa siempre antes y después del acontecimiento Cristo, sin embargo la
acción de Cristo y del Espíritu, si bien diferentes, son inseparables. Por tanto, separarlos en dos
economías distintas resulta insostenible (cfr. CR 125-127).
Los paradigmas expuestos parecen incompatibles entre sí. Los paradigmas fundamentales
son el cristocentrismo, eclesiocentrismo y teocentrismo. Los demás tratan de ser sustitutos del
teocéntrico. El problema estriba en que estos paradigmas se vuelven inapropiados a la hora de
acercarse a las religiones orientales debido a las formas epistemológicas distintas entre oriente y
occidente. Dupuis propone abandonar el debate sobre la unicidad y abrirse con gratitud al
pluralismo religioso como “signo de la sobreabundante riqueza del misterio divino que se
desborda sobre la humanidad” (CR 128). Una propuesta para superar las pretensiones
conflictivas de la unicidad se perfila en la declaración de la Asociación Teológica India de 1989.
Esta declaración advierte que el acercamiento teórico proviene de una sociedad acostumbrada a
una cultura religiosa monolítica y ofrece un punto de vista más bien académico y especulativo.
Su propuesta está en abrir el encuentro y diálogo vivos. Se trata de pasar de una teología del
17
diálogo a una teología para el diálogo, o – como afirman otros autores – crear una teología en
diálogo (cfr. CR 130).
Según J.L. Fredericks es necesaria una moratoria temporal dentro de la teología de las
religiones para realizar un estudio comparativo de estas. Este autor propone validar la teología
cristiana de las religiones desde su fidelidad a su propia tradición y su capacidad de estimular a
sus fieles a mantener relaciones positivas y provechosas con los otros. Toda valoración del
significado de las religiones no cristianas resulta insatisfactoria en el momento presente; sin
embargo, esto no significa el cese de la reflexión sobre la relación entre cristianismo y las
religiones. Lo importante aquí es evitar todo fundamentalismo y relativismo, abriendo la puerta a
la afirmación de la propia identidad religiosa no en contraposición sino en el encuentro con los
otros (cfr. CR 130-131).
3. Hacia un modelo de pluralismo inclusivo
Los paradigmas expuestos hasta este momento están centrados en el tema cristológico, y
las discrepancias entre ellos se fundamentan en sus posturas sobre los dos axiomas
fundamentales de la fe cristiana: la universalidad de la voluntad salvífica de Dios, y la necesidad
de la mediación de Cristo. El primer cambio en estos está vinculado al paso de la centralidad de
la Iglesia a la centralidad de Cristo. El segundo, rechaza la mediación constitutiva universal de
Cristo para la salvación, afirmando que él es camino para los cristianos, pero no implica que no
existan otros caminos igualmente válidos. Estos cambios han sido posibles gracias al influjo de
una cristología revisionista. A partir de esta surge la urgencia de plantear la necesidad de volver
a examinar e interpretar el testimonio unívoco del Nuevo Testamento sobre el significado
universal de Cristo. Sin embargo, Dupuis se pregunta sobre la pertinencia de contraponer
teocentrismo a cristocentrismo, pues en la teología cristiana ambas realidades se implican
mutuamente. Es Dios el que ha puesto a Cristo en el centro de su designio salvífico para la
humanidad. Más aún, toda cristología baja debe llevar por el dinamismo de la fe a una cristología
alta. La tradición cristiana es unánime en ubicar la singularidad de Jesús en su identidad personal
con el Hijo de Dios (cfr. CR 132-135).
Una propuesta de salida es un paradigma que no renuncia al inclusivismo que constituye
un no negociable para la teología cristiana, combinado con el pluralismo teocéntrico. Se trata de
la búsqueda de un pluralismo inclusivo de la teología de las religiones (cfr. CR 136).
18
Para que este nuevo paradigma sea posible es necesaria la interacción con las otras
religiones para que sea verdaderamente una teología interreligiosa. Se debe tomar conciencia que
la tesis de la única religión verdadera fue superada con el Concilio. Por tanto, la relación entre
cristianismo y las demás religiones debe plantearse desde la clave de la interdependencia mutua.
Para esto se propone un modelo integral que parta de una cristología trinitaria (cfr. CR 137).
En este modelo cristológico se pone de relieve las relaciones interpersonales entre Padre-
Hijo-Espíritu Santo, inherentes al misterio de la persona de Jesús. Esto implica que Jesucristo
nunca sustituye al Padre. El Padre permanece como único absoluto, origen y centro de toda
realidad. La realidad humana de Jesús es finita y contingente, pero es realmente Hijo de Dios.
Sin embargo, Dios está siempre más allá de Jesús. Entre Jesucristo y el Espíritu Santo no hay
separación, por tanto tampoco hay dos economías distintas, y su distinción personal y unidad
esencial son fundamentales para evitar todo cristomonismo. Se trata, en fin de cuentas, de
armonizar la centralidad del acontecimiento histórico Cristo con la universalidad y dinamicidad
del Espíritu Santo para explicar cómo Dios se manifiesta y dona a sí mismo en las culturas y
religiones no cristianas (cfr. CR 138-142).
En conclusión, la teología del diálogo interreligioso se ha debatido después del Concilio
alrededor de tres paradigmas fundamentales: inclusivismo, exclusivismo y pluralismo. Todos
estos paradigmas convergen en su preocupación fundamentalmente cristológica, y este es
justamente el punto de divergencia entre los mismos. Dos son los puntos centrales que discuten:
la voluntad salvífica de Dios y la universalidad salvífica del acontecimiento histórico Cristo. No
han faltado modelos que buscan proponer alternativas, particularmente al pluralismo. Sin
embargo, al analizarlos, adolecen de un aporte real que les permita salir de los planteamientos
del teocentrismo. Una propuesta alternativa se encuentra en un inclusivismo pluralista que
permita salvaguardar lo esencial de la fe cristiana, sin mermar la apertura real a las religiones del
mundo. La posibilidad de tal intento está en la formulación de una cristología trinitaria, en la
cual se ponga de relieve las relaciones entre la Trinidad inmanente y la Trinidad económica de
cara al diálogo interreligioso.
19
Capítulo IV
El Dios de la alianza y las religiones
En el anterior capítulo se mostró el desarrollo teológico del diálogo interreligioso después
del concilio Vaticano II. Los autores debaten entre tres paradigmas fundamentales: inclusivismo,
exclusivismo y pluralismo. Este debate tiene sus raíces en las opciones cristológicas que se hacen
dentro de cada paradigma sobre la cuestión soteriológica y la universalidad del acontecimiento
Cristo. La propuesta nueva consiste en elaborar un modelo de inclusivismo pluralista de cuño
trinitario que sirva de nuevo paradigma alternativo a los ya mencionados. Este capítulo muestra
la existencia de una única economía universal de la salvación que inicia con la creación del
mundo y no es separable de la historia profana. Esta unidad se fundamenta en la revelación de
Dios como Trinidad.
1. La historia universal de la salvación
El autor se pregunta si coincide o no la historia profana con la historia de la salvación.
Contra Barth que sostendría la no coincidencia, Dupuis afirma que lo primero a afirmar es que la
historia de la salvación no se puede retrotraer simplemente hasta la vocación de Abrahán. Esto
sería limitar la economía salvífica a la historia sagrada. Algunos autores como Daniélou y H.U.
von Balthasar fueron de la opinión que las religiones constituyen una suerte de prehistoria de la
historia de la salvación y no son parte de ella, sino que conducen a ella. La consecuencia de esta
visión son dos perspectivas divergentes: 1) Dios se muestra por una suerte de revelación natural
sin que por esto haya salvación posible; 2) durante la prehistoria la salvación era posible aunque
la revelación permaneció oculta hasta Abrahán. Sin embargo, el autor insiste en la coincidencia y
misma extensión entre la historia de la salvación y la historia profana. La razón se encuentra en
la existencia de una sola historia de la economía de la salvación, de la revelación y del
ofrecimiento de la fe. Esto implica que esta historia salvífica debe historizarse en la historia de
los seres humanos. Esta concreción histórica se ha realizado en la tradición judeo cristiana que
reconoce la intervención de Dios en la historia a través del carisma profético. Esto significa que
otras tradiciones religiosas también pueden tener este carisma profético (cfr. CR 146-149).
Que Dios se manifiesta en otros pueblos y tradiciones religiosas está atestiguado en el
Antiguo Testamento. Deuteronomio 2 afirma que Yahvéh otorga una tierra prometida a otros
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pueblos. Amós 9,7 afirma la posibilidad de otros éxodos comparables a los de Israel. En Isaías
19,22-25 Dios se refiere a Egipto como pueblo suyo. Todo esto sugiere prudencia a la hora de
trazar una línea definitiva entre la historia general y la historia de la salvación. Tras semejante
diferenciación se esconde el riesgo de creer que tras la revelación cristiana todas las demás
tradiciones religiosas han sido superadas y abolidas. Por el contrario, las tradiciones religiosas
extra bíblicas no pueden ser excluidas a priori de la historia de la salvación. Para realizar esta
inclusión es necesario abandonar la idea de la distinción entre lo mítico y lo histórico, máxime
cuando se le concede carácter histórico a lo bíblico y mítico a todas las demás tradiciones
religiosas (cfr. CR 149-152).
Se debe caer en la cuenta de la verdad del mito. No solo los hechos rastreables en la
historia son portadores de verdad. El mito es, según Eliade, la narración de una historia sagrada
acontecida en un tiempo primordial. Por su parte, B. Griffiths define el mito como el relato que
expresa en términos simbólicos, nacidos del inconsciente, la imagen que las personas tienen de
Dios y del misterio de sus existencia (cfr. CR 152).
Para ser justos, se debe reconocer que tanto en las tradiciones religiosas extra bíblicas el
mito resulta fundante y fundamental. Pero la Escritura atestigua que tales mitos pueden ser
portadores de un mensaje divino. Así el Génesis presenta mitos como el de la creación, la alianza
con Noé como mitos que revelan a Dios. Más aún, las narraciones de Abrahán y Moisés tienen
ellas mismas un fondo mítico innegable. Por tanto, la evolución de la concepción mítica a la
histórica no puede leerse como si anulara uno y dejara a la otra como única expresión de lo
divino. También la religión cósmica expresa la comunicación de Dios con los pueblos a través de
las historias y leyendas (cfr. CR 152-53).
2. Las alianzas de Dios con los pueblos
En el relato bíblico la gran categoría que define las relaciones de Dios con la humanidad
es la de alianza. Esta es siempre una iniciativa gratuita de Dios por la cual entra en una relación
personal con los seres humanos sin méritos de parte de estos. El relato de la creación es
presentado como una alianza (cfr. Gn 1-2). El ciclo de Noé establece una alianza entre Dios y la
humanidad (cfr. Gn 9,1-17). La alianza con Moisés está detallada en Ex 19-24. Y Jeremías
31,31-34 predice una nueva alianza. Esta será la categoría retomada por el Nuevo Testamento
para explicar el acontecimiento Cristo (cfr. CR 153).
21
San Ireneo afirma que las alianzas se relacionan como modos de la intervención divina en
la historia de la humanidad por medio del Logos. De esta manera se convierten en logofanías que
vendrían a ser la prueba para la irrupción del Logos en la historia por la encarnación (cfr. CR
154).
La alianza con Noé manifiesta claramente que Dios se manifiesta a través de fenómenos
naturales. El relato simboliza el compromiso personal de Dios con la humanidad y las naciones.
Esto indica ya que Dios interviene en la historia de todos los pueblos, y constituye el
anteproyecto de las alianzas con Abrahán y Moisés. Por tanto todos los pueblos, incluido Israel,
tienen la base común de la alianza con Dios y su voluntad salvífica (cfr. CR 156).
La relación entre la antigua alianza y la nueva alianza la aclara Juan Pablo II. El Papa
afirmó en 1980 en un discurso en Maguncia que la antigua alianza nunca fue derogada. Sin
embargo, la tradición cristiana ha sostenido, con frecuencia, justamente lo contrario. El concilio
de Florencia (1442) declaró la abrogación de las prescripciones mosaicas por la promulgación
del evangelio. Rahner explica este texto diciendo que esto es cierto solo cuando la promulgación
allí mencionada ha llegado realmente a los individuos y ha suscitado en ellos la conciencia de la
obligación moral de responder positivamente al ofrecimiento del evangelio. Pablo enseña en
Romanos 9-11 que Israel se salvará al final, pues estaba convencido que era y seguirá siendo el
Pueblo de Dios, pues Dios es siempre fiel. De hecho, Lohfink sostiene que el dato
neotestamentario es más sutil que lo que desearía la tradición cristiana. En realidad, según la
perspectiva de este autor, la nueva alianza no es diferente de la antigua. La función de la nueva
alianza es desvelar el esplendor del Señor plenamente. Se trata de una única alianza, de un único
designio salvífico desplegado en dos tiempos que al final convergerán en la escatología (cfr. CR
156-159).
En el diálogo entre judíos y cristianos, por tanto, hay que evitar dos posturas extremas.
La primera consiste en una mera sustitución de la antigua alianza por Cristo y sus promesas. La
segunda es la impresión errónea de dos caminos paralelos para la salvación. La solución cristiana
es presentar un único designio salvífico, una sola alianza y dos caminos interrelacionados dentro
de la única economía de salvación. De allí se sigue que no existe dicotomía entre la salvación
para los judíos y los cristianos. La salvación llega por la alianza concluida por Dios con Israel y
llevada a su culmen en la persona de Jesucristo. De modo análogo sucede con las religiones. Las
22
demás religiones, simbolizadas en la alianza con Noé, conservan su valor permanente, pues esta
no ha sido cancelada (cfr. CR 159-160).
El proceso de manifestación de Dios en la historia conforma el modelo de cristología
trinitaria. El acontecimiento Cristo, desde la óptica cristiana, constituye el punto central del
desarrollo histórico del único plan de salvación. Esto no significa un cristomonismo, pues su
centralidad supone y aumenta la universalidad de la presencia activa de la Palabra y del Espíritu
en toda la historia de salvación (cfr. CR 161).
Ya el Antiguo Testamento atestigua la acción mediática de la sabiduría y de la ruah en las
intervenciones personales de Dios en la historia. El Nuevo Testamento revelará la identidad
personal de estos medios, profundizando progresivamente en el carácter personal del Hijo y del
Espíritu, distintos dentro del misterio de Dios tripersonal. Juan, en efecto, enfatiza en su prólogo
la acción universal del Logos divino antes de la encarnación. El Espíritu está presente en la
humanidad, la creación y la recreación. La acción de la Palabra y del Espíritu se combina en una
sola historia de salvación. Rahner, a este efecto, señala que la acción universal del Logos y del
Espíritu antes de la encarnación apunta siempre a Cristo. Por tanto, se puede afirmar que los
distintos elementos que constituyen la economía de la salvación son trinitario-cristológicos. Esto
significa su condicionamiento recíproco, pues lo que Cristo obra está unido al actuar del Logos y
del Espíritu. Esto supone tener conciencia que se está en un plano distinto al del conocimiento
humano. En el conocimiento divino “todo es continuo y coexistente, simultáneo y
correlacionado” (CR 163).
La estructura de la economía de la salvación sigue a la estructura de la Trinidad y sus
relaciones interpersonales. Es decir, la Trinidad económica prolonga la Trinidad inmanente. Si
Dios es tripersonal, entonces solo se puede comunicar de esta manera triforme. La estructura
ternaria está ya atestiguada en la creación. Dios crea por medio de su Palabra en el Espíritu (cfr.
Gn 1). La misma estructura se encuentra en la historia de Israel. Dios interviene en esa historia
concreta por medio de su Palabra, y el Espíritu posee a algunas personas para hacer de ellos
instrumentos de Dios. Si esto es cierto para la historia sagrada, debe ser cierto para la historia
profana. Además, si Dios se comunica por medio de su creación, y el Dios tripersonal ha
decidido comunicarse a todos los seres humanos, esto debe significar que el ser humano debe
estar aferrado de alguna manera a la estructura trinitaria. Por esta razón, la teología cristiana se
23
ha esforzado por buscar los vestigia trinitatis en la creación y en la actividad espiritual del ser
humano. Por tanto, se ha de considerar que la historia de la salvación es el origen de todas las
cosas en Dios por su Palabra en el Espíritu, y su retorno a Dios por la Palabra en el Espíritu. De
allí que la acción del Espíritu sea universal y presida el destino de la humanidad (cfr. CR 164-
165).
Para Dupuis, el límite de esta perspectiva estriba en sus consideraciones realizadas
fundamentalmente desde una teología trinitaria alta. Sin embargo, su mérito, considera, está en
clarificar el modo como el Dios tripersonal asume la realidad religiosa extra bíblica en su
comunión (cfr. CR 165).
En conclusión, este capítulo muestra cómo no hay más que una única economía de la
salvación continua. Esta economía de la salvación inicia no con la historia sagrada judeo-
cristiana, sino que coincide con la historia profana. Esto en virtud de la creación y de las alianzas
que Dios ha hecho con los hombres y con Israel. La misma Escritura atestigua cómo Dios
incluye a los demás pueblos dentro de su plan de salvación. Esta unidad en la historia de
salvación encuentra su fundamento en la revelación de Dios como Trinidad. La Trinidad
económica prolonga la Trinidad inmanente, y es desde esta realidad trinitaria de Dios que se
comprende la acción salvífica de Dios como única y coherente en toda la historia de las culturas
y los pueblos, donde él mismo se manifiesta gratuitamente.
24
Capítulo V
Muchas veces y de muchas maneras
En el capítulo anterior se mostró que la historia de la salvación y la historia profana
conforman una unidad, pues Dios se manifiesta a todos los pueblos y no solo a Israel. De hecho,
Dios ha realizado alianzas no solo con Israel, sino con todos los pueblos. Así lo muestra el relato
de Noé. La manifestación universal de Dios se enraíza en la Trinidad. Una cristología trinitaria
hace posible explicitar la apertura de la manifestación de Dios a la humanidad, sin detrimento de
la importancia del acontecimiento Cristo. El presente capítulo pretende mostrar cómo Dios ha
hablado verdaderamente de muchas y distintas maneras al ser humano. Dios es uno. La historia
de salvación es una. Por tanto, Dios habla de manera diferenciada y progresiva a la humanidad.
La plenitud de esa revelación es Cristo, pero eso no se opone a encontrar palabras de Dios en las
escrituras de las naciones.
1. El Dios de la revelación
Para Dupuis, muchos de aquellos que sostienen las tesis pluralistas afirman que todas las
tradiciones religiosas tienen fundamentalmente al mismo Dios indeterminado. El nombre y
concepto que de este se tenga no es lo fundamental. Lo realmente importante es la realidad y las
experiencias articuladas por esta son las mismas. Por tanto, todas las tradiciones religiosas tienen
el mismo valor y son igualmente salvíficas. Este planteamiento hace surgir la pregunta “¿Qué
Dios, qué identidad, qué religión?” (CR 170).
Para poder responder a esta pregunta se debe tener en cuenta: 1) la distinción entre la
identidad divina y la comprensión que de ella tienen los seres humanos, sea esta comprensión
obtenida por la reflexión humana o por la revelación; y 2) la distinción entre religiones proféticas
(monoteístas) y místicas (orientales). Las primeras remiten su origen a la fe de Abrahán, lo que
garantiza una cierta identidad entre el Dios judío, islámico y cristiano. El panorama cambia con
las segundas debido a la cosmovisión tan variopinta de la que provienen. Todo esto hace que las
religiones ofrezcan un abanico de posiciones y términos que son discrepantes o francamente
contradictorios entre sí. Por tanto, la posibilidad de una reductio ad unum sería una lectura
cristiana que los miembros de las demás tradiciones religiosas no estarían dispuestos a aceptar.
Sin embargo, afirma el autor, el cristiano solo puede pensar en la automanifestación de Dios, aún
25
dentro de las demás tradiciones religiosas, en clave de un monoteísmo trinitario (cfr. CR 170-
172).
Las tres grandes religiones monoteístas acentúan la unicidad de su Dios y afirman su
enraizamiento en la fe de Abrahán. Sin embargo, la idea de Dios es distinta en cada una de ellas.
El cristianismo afirma que prolonga el monoteísmo israelita en el desarrollo de la doctrina
trinitaria; el judaísmo asevera sobre todo la acción del Todopoderoso en la historia,
particularmente en la experiencia del éxodo; el islam sostiene fundamentalmente la trascendencia
del Señor, Creador todopoderoso. La razón de esta diferencia está en los acontecimientos
paradigmáticos que la fundamentan. Israel tiene por acontecimiento paradigmático el éxodo; el
cristiano, el acontecimiento Jesucristo; y el islam, la Palabra eterna dicha por Dios y recogida en
el Corán por medio de Mahoma. Sin embargo, las tres convergen en la mística. Los grandes
místicos de estas tres religiones buscan al Dios trascendente e inmanente. Lo que une el mensaje
de los tres profetas es la invitación al ser humano para buscar y encontrar al Dios único (cfr. CR
173-175).
Por su parte, las tradiciones religiosas orientales no expresan su experiencia religiosa,
habitualmente, en términos de relación personal. Así, para la mística advaita hindú lo importante
es despertar a la propia identidad; para el budismo el centro está en la contemplación y la
meditación. La diferencia entre estas y las monoteístas radica en que las primeras cultivan las
búsqueda de la intasis (la búsqueda del Absoluto en el interior del hombre), y las segundas
cultivan más bien el éxtasis (encuentro con el totalmente otro). Sin embargo, aunque los
conceptos de Dios y las experiencias religiosas son distintos, el encuentro es el mismo pues es
Dios quien toma la iniciativa y espera la respuesta de fe por el ser humano. Esto significa para la
teología cristiana de la experiencia religiosa admitir que Dios se dona y revela en toda
circunstancia. La razón teológica es la unicidad de Dios, tal y como se ha revelado a Israel (cfr.
Dt 6,4). Dios es el mismo, sea el totalmente otro o el Yo dentro del yo. Esta realidad polar es
patente en la tradición cristiana. Dios es, a un tiempo, el Padre en los cielos y también el interior
intimo meo de Agustín (cfr. CR 175-178).
2. Palabras y Palabra de Dios
Para el autor, revelación, profetismo y escritura sagrada son expresiones relacionadas
aunque distintas entre sí. Revelación es toda automanifestación divina. El carisma profético
26
consiste en la interpretación de la historia en clave de intervención de Dios en ella. Esta
intervención muestra su voluntad divina sobre determinado pueblo. La fuente de este carisma es
la experiencia mística. Por ella, el profeta se sabe portador de una palabra de Dios. Visto así, el
profetismo no es exclusivo de Israel. Profetas también han sido Mahoma, Zoroastro (cfr. CR
181-182).
El problema más serio está en relación con las escrituras sagradas. Estas son “palabras
pronunciadas por Dios para los seres humanos en el curso de la historia de la salvación” (CR
182). Para los cristianos, estas tienen a Dios mismo por autor. Dios es quien ha inspirado al autor
humano, si bien respetando su actividad como verdadero autor; y esto no significa la conciencia
del autor de ser movido por el Espíritu a escribir. Más bien, muchas veces los hagiógrafos fueron
redactores o compiladores de la tradición oral o escrita recibida de otros. Así pues, como indica
Rahner, se trata de un libro de carácter comunitario en tanto en cuanto es palabra de Dios para la
comunidad eclesial. En este, ella reconoce su propia fe y la palabra de Dios que la fundamenta.
Por tanto, la Escritura es elemento constitutivo de la Iglesia. Con esto, la cuestión es ¿puede
haber acción del Espíritu en las escrituras consideradas como sagradas por otras tradiciones
religiosas? Y si la hay ¿de qué forma es palabra de Dios? (cfr. CR 184).
La experiencia profética presente en las naciones es obra de Dios. Solo a él pertenece la
iniciativa de encontrarse con los seres humanos. Por tanto, toda experiencia religiosa de los
sabios y videntes está guida por el Espíritu. Además, las escrituras sagradas de las naciones
tienen carácter social en tanto en cuanto contienen la herencia de una tradición religiosa en
desarrollo, y, como se ha expuesto, esto no ocurre sin que Dios tome parte en ello. Por tanto, en
todas estas escrituras se contienen palabras de Dios. De esto no se sigue que todas estas palabras
sean palabras de Dios, sino que contienen también muchas cosas que son palabras sobre Dios.
Por tanto, ellas no son la palabra decisiva para la humanidad (cfr. CR 184-185).
Desde la perspectiva del Nuevo Testamento la palabra decisiva de Dios al mundo es la
pronunciada por él en Jesús el Cristo (cfr. Hb 1,1). La Dei Verbum lo comenta afirmando que
Cristo, con su vida, muerte y resurrección, es a un tiempo mediador y plenitud de la revelación.
Sin embargo, advierte que la plenitud no se debe confundir con su transmisión a través del
Nuevo Testamento. Esto significa que sin perder el carácter normativo, el Nuevo Testamento no
constituye la plenitud de la palabra de Dios a la humanidad. Solo Jesucristo es personalmente
27
esta plenitud en virtud de su identidad personal con el Hijo de Dios. Solo por esta razón es que
tiene conocimiento inmediato de su Padre. Aún así, su revelación de Dios parte de una
experiencia humana única e insuperable. La experiencia de Dios realizada por Jesús, el Verbo
encarnado, no tiene comparación alguna con otra experiencia humana de Dios. Esta es la
diferencia con los profetas. Estos anuncian una palabra recibida de Dios. Las palabras de Jesús
son palabras de Dios. Por esto, la revelación en Jesús es central y normativa para el cristiano.
Sin embargo, sigue siendo limitada en razón del carácter contingente y condicionado de la
naturaleza humana asumida por el Verbo en la encarnación. La conciencia humana de Jesús no
agota el conocimiento de Dios. Esto solo es posible en la vida intra-divina de la Trinidad. Por
tanto, las palabras de Jesús no contienen la totalidad del misterio divino. Suponen solamente la
plenitud de la revelación de este misterio expresada en palabras humanas, con lo cual aparte del
límite antropológico hay que añadir el límite lingüístico (cfr. 185-188).
Por tanto, Dios – aún después de la revelación en Jesucristo – sigue siendo un Dios
escondido. Lo contrario sería anular la fe. La revelación acontecida en Jesús tiene una intensidad
singular, pero no agota el misterio de Dios. Esta es una revelación plena, aunque limitada e
incompleta hasta el día de la consumación final. Por tanto, es perfectamente posible afirmar sin
error que Dios se sigue manifestando a sí mismo por medio de los profetas y sabios de las
religiones del mundo. Ninguna de ellas iguala la revelación hecha en Jesús el Cristo. Pero sí que
Dios sigue hablando al mundo en la actualidad (cfr. CR 189-190).
Por tanto, se puede afirmar que Dios, además de haber hablado por medio de los profetas
del Antiguo Testamento y haber hecho su revelación definitiva en Jesucristo, ha dicho palabras
iniciales suyas a todos los seres humanos a través de los profetas de las naciones. Es decir, la
palabra decisiva no excluye otras palabras, sino que las supone. Por tanto, las escrituras sagradas
de las religiones del mundo constituyen diversas formas y maneras en las que Dios se revela a
los seres humanos. Esta comunicación se da en tres períodos, aunque no hay que tomarlos en
sentido cronológico estricto. El primero, es la comunicación de Dios a los corazones de los
videntes de las naciones. El segundo, la revelación oficial de Dios por medio de los profetas del
Antiguo Testamento y la respuesta humana que suscita. En el tercero, Dios pronuncia su palabra
definitiva en Jesucristo, a quien se ordenan los dos períodos anteriores, y cuya transmisión oficial
se encuentra en el Nuevo Testamento (cfr. CR 190-191).
28
En consecuencia, aún reconociendo que en las escrituras sagradas de las naciones hay
palabras de Dios, estas no gozan del mismo carácter oficial del Antiguo Testamento, preparación
histórica inmediata para el acontecimiento Cristo. Estas escrituras, las de las naciones, sin ser
revelación pública tampoco son revelación privada. Su función social indica que son palabras de
Dios a los profetas y videntes para los pueblos de la tierra (cfr. CR 191).
Si bien es cierto que las categorías teológicas de inerrancia e inspiración de las escrituras
solo convienen a las Sagradas Escrituras, también lo es que se puede hacer un uso analógico de
palabra de Dios, sagrada escritura e inspiración con respecto a las escrituras sagradas de las
naciones. Esto se ha de hacer atendiendo al carácter progresivo y diferenciado de la revelación.
Así, en coherencia con la existencia de una sola historia de la salvación sellada por la acción del
Espíritu, se debe afirmar que en todos los períodos de la revelación divina es Dios quien actúa
con su verdad. Por tanto, la revelación es progresiva y diferenciada. Entre la Sagrada Escritura y
las escrituras sagradas de las naciones no hay oposición sino complementariedad. Esto se debe a
que es el mismo Dios que habla, y todo lo que viene de Dios es verdad. Para los cristianos, el
criterio de discernimiento de esta verdad es Cristo. El trabajo consiste en descubrir en las
escrituras de las naciones los aspectos del misterio divino no evidenciados con fuerza en la
Biblia; v.gr. el Corán hace tomar consciencia de la majestad y trascendencia divina, y el budismo
de la inmanencia de Dios en el mundo. Esto no es afirmar que ellas llenan vacíos en la revelación
cristiana. Indica más bien a Dios manifestándose realmente a los otros, y que esta manifestación
verdadera implica una relación de complementariedad asimétrica con la revelación cristiana (cfr.
CR 192-195).
En conclusión, las tradiciones religiosas occidentales y orientales son dos modos diversos
humanos de comprender y acceder a Dios. Sin embargo, a pesar de las diferencias, las
experiencias religiosas de fondo dejan entrever que es Dios mismo quien se revela. Estas
experiencias de lo divino en los pueblos y culturas han quedado plasmadas en las escrituras
sagradas de los mismos. Estas deben ser consideradas, por tanto, como palabras de Dios en
forma analógica a las escrituras sagradas judeo-cristianas. Dios es uno, lo mismo que su plan de
salvación. Sin embargo, la revelación es de carácter procesual y progresivo. Los diversos
estadios no se anulan mutuamente sino que se suponen y se complementan de forma asimétrica.
29
Capítulo VI
La Palabra de Dios, Jesucristo y las religiones del mundo.
El capítulo anterior mostró como Dios ha hablado verdaderamente de muchas y distintas
maneras al ser humano. De la unidad de Dios se sigue la unidad de la historia de la salvación. De
allí que esta historia se identifique con la historia profana. Por tanto, se puede afirmar que Dios
habla de manera diferenciada y progresiva a la humanidad. La plenitud de esa revelación es
Cristo, pero ello no se opone a encontrar palabras de Dios en las escrituras de las naciones. En
este capítulo se establece la unidad, identificación y distinción entre la Palabra de Dios y Jesús
de Nazaret. La comprensión clara de la vinculación entre estas tres palabras en el marco del
misterio de la unión hipostática de la Palabra con Cristo, permite hablar de una acción de la
Palabra más allá del acontecimiento histórico Cristo, sin que por ello se desplace su lugar central
y valor universal. Para hacer esto, se buscan los fundamentos bíblicos, patrísticos, magisteriales
y teológicos que permiten mostrar que tal acercamiento es posible dentro de la teología cristiana.
1. La acción universal de la Palabra en cuanto tal
El autor inicia afirmando la fe de la Iglesia que sostiene la inseparabilidad e identidad
personal entre la Palabra de Dios y Jesús el Cristo, y afirma esta singularidad que confiere a
Cristo su significado universal con la expresión unión hipostática. Sin embargo, continúa, sin
renunciar a esta unión, es posible hablar de una actividad de la Palabra en cuanto tal más distinta
de su acción en la humanidad de Jesús, resucitado y glorificado. Para explicar esto es preciso
comprender que la Palabra de Dios (el Logos) no es distinta de la que se encarnó en Jesucristo.
No obstante, se debe afirmar dos cosas: 1) la Palabra en cuanto persona divina pertenece al
misterio de la Trinidad inmanente, y 2) la encarnación constituye un hecho histórico, y por tanto,
limitado en las coordenadas de tiempo y espacio. A partir de la primera consideración, se debe
afirmar que la Palabra actúa antes y después de la encarnación (cfr. CR 199-200).
En el Antiguo Testamento la Sabiduría aparece operante en toda la historia de la
humanidad. La revelación constituye un don de esta, que culmina con la canonización de la Torá.
Paulatinamente Israel fue comprendiendo la Sabiduría como el designo salvífico de Dios, y
fundamento de la creación, la historia y existencia de Israel. En el libro de Job la Sabiduría es la
personificación del designio divino, que trasciende toda la creación (cfr. Jb 28,1-28). Proverbios
30
Pr 8,22-31 la personifica, y hace que su voz llame a los seres humanos a escucharla y aprender
de ella, constituye una hipóstasis del designio divino y, por tanto, fuente de vida y esperanza para
la humanidad. El Sirácida afirma que Israel es capaz de reconocer en la cultura y religiones de
los pueblos una concreción de la palabra salvífica de Dios (cfr. Si 24,1-32). Por su parte, el libro
de la Sabiduría indica la interconexión entre esta y el Espíritu. Gracias a este Espíritu ella se
convierte en don salvífico permanente (cfr. Sb 9,1-18) (cfr. CR 200-201).
Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento se da una relación de cuasi-
identificación entre la Sabiduría de Dios y su Palabra. El prólogo del evangelio según Juan tiene
fuertes matices sapienciales aun cuando privilegió el concepto de Logos. Juan afirma la presencia
y acción universal del Logos en la historia antes de la encarnación, y su permanente actividad
después de la resurrección de Cristo. Según X. León-Dufour, afirma Dupuis, el autor del cuarto
evangelio sostiene que el Logos ha actuado desde el inicio de la creación e instaura una relación
personal entre Dios y los seres humanos, presente en toda la historia de la salvación. Con la
encarnación acontece un cambio radical en la forma en que Dios se comunica con la humanidad:
la revelación de Dios se expresa en el lenguaje y existencia de hombre, esto permite que esta (la
revelación) se exprese de forma inteligible y posibilite la comunión definitiva con él. Sin
embargo, la acción concreta del Logos en Jesús no anula su acción universal en y desde la
creación, sino que esta continúa en el presente (cfr. CR 202-204).
Por tanto, desde el dato de la Escritura, se puede hablar de una acción universal de la
Palabra antes y después de la encarnación y redención, distinta aunque no separada del
acontecimiento Cristo. Esto concuerda con la afirmación de Calcedonia sobre la inseparabilidad
y distinción entre las operaciones del Verbo. En este punto es importante evitar cualquier índole
de monofisismo. La Palabra, aún encarnada, es Dios y sigue participando del misterio de la
Trinidad inmanente (cfr. CR 204-208).
Por su parte, los padres de la Iglesia retomaron el lugar preeminente dado a Dābār o
Logos en el mundo semítico y griego. Justino afirma el rol cosmológico del Logos en cuanto
dýnamis de Dios, por tanto, creador y organizador del mundo. No se trata de un demiurgo, sino
del Padre que actúa en el Hijo. Dios se manifiesta en su Palabra, y esta manifestación es más
amplia que la economía cristiana. Para él, existen tres tipos de conocimiento religioso: el de las
naciones, el judío y el cristiano. Sin embargo, la única fuente de todo este conocimiento es solo
31
el Logos, y las diferencias en el conocimiento religioso se deben a las diversas formas de
participación en él, por tanto se puede decir que cuantos viven en la Verdad son cristianos en
tanto y cuanto participan y viven conforme al Logos. Por tanto, todos viven de él aunque no
participen de él plenamente. Y esto se da en razón de que él mismo ha sembrado en todos una
semilla de su palabra (spermatikós Logos). Por tanto, no se trata de un fruto racional humano,
sino de la participación del ser humano en la Palabra (cfr. CR 208-212).
San Ireneo incorporó la economía premosaica dentro de la historia de la salvación. Para
él, la historia gira en torno a la idea del Logos revelador. El amor de Dios a los seres humanos
crea a estos para que puedan vivir; las manifestaciones por las que Dios se revela se dan de
forma progresiva a través del Logos, que vendría a ser lo visible del Padre que permanece
siempre como invisible y desconocido, y sin embargo manifestado en el Hijo. La primera de
estas manifestaciones históricas y personales es la creación misma. A esta revelación siguen las
economías judías y cristianas. Para Ireneo, todas las teofanías del Antiguo Testamento son
verdaderas logo-fanías por cuanto eran preparación para su venida en la carne. Estas constituyen
anticipos de la cristo-fanía. En la economía antigua el Logos era visible solo a la mente, en la
nueva economía se hace visible, por la encarnación, a los ojos de la carne. Sin embargo, las dos
manifestaciones son esencialmente distintas. El Logos siempre revela al Padre, por la
encarnación se convierte en sacramento del encuentro con el Padre, y en este sentido constituye
la cima de la manifestación de este a la humanidad (cfr. CR 212-215).
Por su parte, Clemente de Alejandría siguiendo a Ireneo sostiene que toda manifestación
del Padre es por medio del Logos. Su aporte específico estriba en los dos niveles que establece
para el conocimiento de Dios. Mientras Justino e Ireneo afirman que todo conocimiento de Dios
es por su Palabra, Clemente afirma que existe un conocimiento de Dios posible desde la razón
natural, y otro conocimiento distinto a este es el que se da por la acción del Logos por el cual las
personas son introducidas en los secretos de Dios. Para Clemente, esta acción del Logos se
extiende fuera de la tradición judeo-cristiana. Afirma, además, que la filosofía griega es alianza
con Dios y plataforma de Cristo. De este modo establece que existe una economía diversa para el
mundo griego. Sin embargo, esta – al igual que la economía judía - debe ceder paso a Cristo.
Más aún, Clemente afirma que si esto es así, también debe serlo a fortiori para las sabidurías
32
orientales. El Logos que actúa en el judaísmo, actúa también en los filósofos y poetas griegos, y
es el encarnado en Jesucristo (cfr. CR 215-217).
Los Padres concibieron al Logos como principio de inteligibilidad de la creación, el
mundo y la historia, y uniendo esto a la tradición de la Escritura sobre la Palabra de manera
audaz, invitan a reconocer la acción de esta fuera de los marcos de la tradición judeo-cristiana.
Esta presencia sería una pedagogía divina, una preparatio evangelica. Esta preparación no queda
anulada por la encarnación, sino que sigue presente hasta que la persona sea interpelada por el
mensaje cristiano. Por tanto, se puede decir que el Logos sigue actuando de forma iluminadora y
salvífica aún después de su encarnación y resurrección (cfr. CR 217-220).
2. Universalidad de la Palabra y centralidad del acontecimiento Jesús
Según Dupuis, el tema de la presencia activa universal de la Palabra en cuanto tal, y el
valor salvífico universal del acontecimiento Cristo giran en torno a tres palabras: separación,
distinción e identificación. La acción de la Palabra en cuanto tal no es separable de la Palabra
encarnada históricamente en Jesucristo, pues al tiempo que se identifican también se distinguen.
Por tanto, las perspectivas de logocentrismo y cristocentrismo no son contrapuestas, sino
complementarias (cfr. CR 220-221).
Esta unicidad y universalidad del acontecimiento Cristo se funda en su identidad personal
de Hijo de Dios. Si bien es cierto que la cristología ha de proceder desde abajo, siempre ha de
conducir a una cristología alta, de tal modo que no se detenga en el ser humano Jesús, sino que
suba hasta el misterio de Dios. La especificidad de la persona de Jesús no está constituida por el
mensaje del Reino, su opción por los pobres o su denuncia de la injustica. Lo específico de Jesús
es que por el misterio de la encarnación Dios entró en la historia de forma definitiva, sellando así
el pacto decisivo con los seres humanos. Cristo es el sacramento del Padre de forma única e
insustituible. Por tanto, se debe afirmar con toda claridad la unión hipostática
independientemente del estado kenótico o glorificado de Jesús (cfr. CR 221-223).
La teología paulina atribuye la primacía en la economía de la salvación a la Palabra
encarnada, tanto en el orden de la creación como de la re-creación. Sin embargo, el
acontecimiento Cristo es histórico. Por tanto, es limitado por las coordenadas de tiempo y
espacio. Esta limitación no contradice el estado glorificado del Resucitado presente en todo
33
tiempo y lugar. No obstante, este acontecimiento culminante de la revelación en tanto y cuanto
limitado, no agota el poder revelador y salvador de Dios. La Palabra manifestada en Cristo
constituye el modo más completo y adecuado de la revelación divina a la humanidad, pero
también implica sus propios límites e imperfecciones en virtud de la realidad de la encarnación
(cfr. CR 223-224).
Por tanto, la obra salvadora de Dios, que es siempre unitaria, no prescinde nunca del
acontecimiento Cristo. Pero de esto no se sigue que la economía de la salvación se vincule
exclusivamente con la persona histórica de Cristo. La gracia, adopta diversas dimensiones. Esto
a razón del poder mismo de la Palabra en cuanto tal, nunca agotada en la persona de Jesús, que
actúa más allá de los límites impuestos por la encarnación. Esto posibilita vislumbrar en las
religiones del mundo, semillas de “gracia y verdad” (Ad gentes 9) que realmente son caminos de
salvación para sus creyentes. Esto es así porque estas han sido sembradas por el Logos y no son
meros residuos, sino verdadera manifestación de Dios germinal. Estas experiencias de la Verdad
divina de los pueblos del mundo es lo que ha quedado codificado en sus tradiciones religiosas
(cfr. CR 224-226).
34
Capítulo VII
El único mediador y las mediaciones parciales
El capítulo anterior estableció la unidad, identificación y distinción entre la Palabra de
Dios y Jesús de Nazaret. La comprensión clara de la vinculación entre estas tres palabras en el
marco del misterio de la unión hipostática de la Palabra con Cristo, permite hablar de una acción
de la Palabra más allá del acontecimiento histórico Cristo, sin que por ello se desplace su lugar
central y valor universal. En este capítulo se muestra cómo Cristo es salvador universal y
mediador único, sin que por esto se nieguen el valor salvífico que se encuentra en las religiones
del mundo. De hecho, Cristo es la mediación en la que se fundamentan las mediaciones parciales
de la salvación. La Palabra y el Espíritu actúan realmente allí donde se concretiza el ágape, signo
de la acción de Dios en el ser humano, y de la respuesta del ser humano a Dios.
1. Salvador universal y mediador único
Para Dupuis la tesis pluralista parte de la crítica histórica a los textos de la Escritura. A
partir de esta lectura se llega a una reformulación de la cristología radical. Esta nueva
formulación se debe a la distancia insalvable entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe, y este
último constituiría una falsificación del mensaje de Jesús. De este modo, la Iglesia habría pasado
del teocentrismo al cristocentrismo. Por ello, hoy sería necesario hacer el proceso inverso. Entre
los que sostienen esta postura se encuentran dos actitudes de fondo diferentes: una propugna la
necesidad de relativizar las pretensiones de unicidad del Nuevo Testamento pues es un texto
predominantemente destinado al mundo judío; la otra reconoce la afirmación de la unicidad de
Cristo como salvador; sin embargo, se pregunta si eso debe ser sostenido en los tiempos actuales
(cfr. CR 237).
Los textos bíblicos en los cuales se afirma la unicidad salvadora de Cristo (v. gr. Hb 4,12;
1Tm 2,5-6; Jn 14,6) son impugnados a razón del condicionamiento histórico y las modalidades
lingüísticas de estos. Además, se afirma que la interpretación de la experiencia de Dios en
Jesucristo como definitiva, es producto de la mentalidad apocalíptica de la época. Esta
mentalidad es una realidad culturalmente limitada, y si la interpretación sobre Jesús se hubiera
realizado en otro contexto, el resultado sería otro. Más aún, si Pablo (de quien se afirma es el
responsable principal de las afirmaciones sobre la unicidad de Jesucristo) hubiera conocido las
35
tradiciones místicas orientales, hubiese matizado sus afirmaciones a menudo tan absolutas. Otra
razón para matizar la unicidad y universalidad de Cristo está en la articulación joánica en torno a
la encarnación. Esta es una modalidad de pensamiento mítico carente de toda significación
literal. Por último, argumentan que el discurso de unicidad de Jesucristo es uno de conveniencia
para la supervivencia dentro de un contexto de persecución, su objetivo sería persuadir a un
discipulado decidido (cfr. CR 238-239).
Con todo, la afirmación cristiana de la unicidad de Cristo no implica la condena de las
religiones del mundo y sus figuras salvíficas. La fe cristiana confiesa que Jesucristo no solo es
camino de salvación para el individuo, sino que el mundo y la humanidad han sido salvados y
encuentran salvación en él y por él. Esta afirmación implica que de cara al diálogo interreligioso
la fe cristiana encuentra su punto de partida en ella misma y no puede poner su fe nunca entre
paréntesis. La consecuencia de esto es la dinamicidad necesaria de cara a la interpretación de la
Sagrada Escritura, actualizándola. Ella constituye la norma normans pero de forma dinámica, no
estática; es decir, necesita ser reinterpretada en el contexto específico del diálogo entre las
religiones. Esto es posible porque el mensaje revelado no es una verdad monolítica. La Palabra
de Dios es una realidad compleja, y en ella misma se afirma que la sabiduría ya había tomado
posesión de todo pueblo y nación antes que se encarnara la Palabra en Jesús el Cristo. Por tanto,
los cristianos deben encontrar en el encuentro interreligioso las dimensiones novedosas que Dios
ha dado de sí mismo en otras comunidades de fe (cfr. CR 239-242).
Las cristologías revisionistas parten de la tesis según la cual entre el Jesús histórico y el
Cristo de la fe hay una distancia insalvable. Sin embargo, la unicidad constitutiva de Cristo está
sólidamente cimentada. Es, ciertamente, un dato de fe y por tanto está fuera del ámbito de la
demostración empírica. No obstante, la fe cristiana se fundamenta en la persona histórica de
Jesús en un movimiento de continuidad discontinua. El resucitado es el mismo Jesús. Con la
pascua, la existencia humana de Jesús experimenta una transformación real sin dejar de ser el
mismo Jesús. La continuidad discontinua adquiere un significado distinto cuando se habla en
relación al kerigma primitivo que tenía una cristología funcional y la posterior cristología
ontológica. Paulatinamente se pasó en la Iglesia del nivel funcional al ontológico, por el propio
dinamismo de la fe. Pero además, adquiere otro significado cuando se pasa del ontológico al del
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dogma cristológico. Entre ambas existe una continuidad de contenido, pero discontinuidad en el
lenguaje (cfr. CR 242-243).
Sin negar la universalidad y unicidad constitutivas de Cristo, hay que admitir la
radicalidad de la particularidad de Jesús en virtud de la encarnación. Afirmar lo primero no
implica suprimir lo segundo. Esto significa asumir que la particularidad histórica de Jesús
impone límites al acontecimiento Cristo. Esto implica, por ejemplo, que la conciencia humana de
Jesús, en cuanto Hijo, no agota el misterio de Dios, ni su poder salvífico. Dios sigue estando más
allá de Jesús, sacramento universal primordial de salvación. Jesús como experiencia histórica
limitada es sacramento, por voluntad de Dios, que muestra al Padre, más no lo suplanta. Por
tanto, es la expresión máxima de la comunicación de Dios, pero no la única. Desde una
cristología trinitaria, esto significa afirmar que Dios salva por su Palabra antes y después del
acontecimiento de la encarnación. Otras figuras salvíficas son iluminadas por la Palabra o
inspiradas por el Espíritu como señales de salvación para los creyentes de otras religiones. La
inseparabilidad hipostática no quita en nada la distinción entre la Palabra y la persona histórica
de Jesús. Por tanto, se puede decir que separar el Jesús particular del Cristo universal es eliminar
al Cristo de la revelación cristiana. Según Dupuis, Schillebeeckx expresó esto afirmando que la
manifestación singular y única en Cristo, es también contingente de tal manera que Jesús al
tiempo que revela también oculta a Dios. C. Duquoc, afirma en la misma línea que Dios al
revelarse en Jesús des-absolutiza toda particularidad histórica haciendo posible de este modo
encontrar a Dios en toda historia real (cfr. CR 245-248).
En relación con el Espíritu Santo hay que afirmar su acción universal antes y después de
Cristo. Como se ha afirmando antes, la economía salvífica es una. Cristo es siempre el punto
culminante de esta historia de salvación. Sin embargo, el Dios que salva es tripersonal, lo cual
significa que cada una de las personas divinas actúa de manera distinta. Como afirmó Ireneo,
Dios salva con sus dos manos: la Palabra y el Espíritu. Esta diferenciación hace que surja la
pregunta ¿la comunicación y acción del Espíritu se realizan solo a través del resucitado o
también supera sus límites? (cfr. CR 249).
Pablo señala que el Espíritu es Espíritu de Cristo porque es comunicado por el resucitado,
y la obra de este Espíritu es establecer la relación personal entre el ser humano y el Señor (cfr.
Rm 8,9). Su acción consistiría en insertar la vida divina en la vida de los hombres a través de
37
Cristo, obrando así la filiación por adopción por medio de la humanidad resucitada. Sin embargo,
el Espíritu es designado por el mismo Pablo como Espíritu de Dios. Si luego de ver la acción de
la Trinidad económica se eleva el pensamiento a la Trinidad inmanente, el Espíritu se presenta
como procedente del Padre por el Hijo. Por otro lado, san Ireneo, siguiendo la imagen del Dios
alfarero de Isaías 64,6-7, hace referencia a las dos manos de Dios para indicar la inseparabilidad
y distinción entre estas. Ambos, Palabra y Espíritu, coinciden en una sinergia de dos acciones
distintas que producen el único efecto salvífico de Dios. Por tanto, la acción del Espíritu no se
agota ni se restringe a la comunicación de este por el resucitado (cfr. CR 249-250).
Ante la tendencia cristomonista occidental, Oriente ha sostenido que el Espíritu no es
reducible a una función de cara a Cristo. Sin embargo, ante el riesgo de afirmar una economía
distinta para el Espíritu se debe reconocer la inseparabilidad entre Palabra y el Espíritu. Para
algunos autores, la causa de la reducción funcional del Espíritu en la teología occidental se debe
al filioque, el cual hace pensar en una suerte de subordinación intolerable dentro de las relaciones
perijoréticas. Esto podría significar una identificación errónea entre el Espíritu y el resucitado, o
la opinión que su función consiste únicamente en la comunicación del resucitado. Contra estas
opiniones, el Vaticano II afirmó la presencia y acción del Espíritu antes de la glorificación de
Cristo (cfr. Ad Gentes 4). Se trata del mismo Espíritu presente en la Encarnación, y no constituye
una alternativa a Cristo, sino que ha de comprenderse siempre en relación a Él tanto antes como
después de la glorificación (cfr. CR 252-253).
2. Mediación y mediaciones
Una de las consignas en el discurso pluralista de la teología de las religiones es el de
varios caminos hacia una meta común. Este se fundamenta en la certeza cristiana de que la meta
última, sin importar contextos históricos y religiosos, es Dios. Sin embargo, el pensamiento
cristiano tradicional se ha negado a ver en las religiones del mundo caminos de comunicación
personal de Dios y, por tanto, de salvación (cfr. CR 254)
Para el autor, la economía de la salvación es única y a la vez polifacética. Sin prescindir
nunca del acontecimiento Cristo, no se deja limitar exclusivamente a él, como tampoco la acción
del Espíritu se limita a su efusión por el resucitado. Por tanto, el poder salvador de la Trinidad
alcanza a todos los hombres dentro de su tradición religiosa. La razón de esta afirmación es de
cuño antropológico. El ser humano es esencialmente histórico, por tanto, en cuanto espíritu
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encarnado siempre se expresa necesariamente a sí mismo, y esto en coordenadas espacio
temporales. Por tanto, la vida religiosa del varón y la mujer no son estados espirituales, sino que
requiere de símbolos, prácticas y ritos religiosas que la concreten. Por tanto, toda fe se expresa
necesariamente en una determinada religión. Más aún, el ser humano es un ser social. Por tanto,
el ser humano religioso no existe sino en relación con una comunidad religiosa concreta en la
cual existen tradiciones particulares. Si a esto se añade que muchos miembros de las diversas
tradiciones religiosas tienen auténtica experiencia de Dios, se debe concluir que en todas las
tradiciones religiosas en sí mismas, se encuentran rastros del encuentro entre Dios y el ser
humano. De este modo, la dicotomía entre vida religiosa y religión es insoportable. La
dimensión objetiva y subjetiva de la religión debe ser distinguida pero no separada. En los libros
sagrados de las religiones hay memoria de la experiencia concreta de la Verdad (cfr.CR 258-
260).
Establecida la dimensión antropológica, se debe establecer la reflexión teológica. Para los
cristianos, toda experiencia auténtica de Dios lo es en Jesucristo. De hecho, la salvación consiste
en esta comunicación personal de Dios al ser humano acontecida de forma concreta en Cristo, y
cuyo signo eficaz es su humanidad. Sin embargo, la trascendencia absoluta de Dios marca la
naturaleza de la presencia divina de cara a los seres humanos. En el centro del misterio de Cristo
está la condescendencia de Dios para con la humanidad. Esto implica que Cristo es la visibilidad
sacramental más alta y completa de la salvación. Las experiencias concretas de Dios hechas por
los seres humanos se realizan, pues, en el marco de este sacramento primordial, y por ello
constituyen camino y medio de salvación para los miembros de las distintas tradiciones
religiosas del mundo. Esto significa admitir una gradación en los modos de la mediación de la
presencia de Dios para la humanidad. La gracia se encuentra presente en las prácticas religiosas y
ritos de las religiones, pero no al mismo nivel que en los sacramentos cristianos. Lo que no se les
puede negar es poseer una cierta mediación de la gracia (cfr. CR 260-262).
Como se indicó anteriormente, Cristo está presente de modo inclusivo en las religiones
pues su historicidad no agota su acción en cuanto Logos. Además, siguiendo la afirmación de Ad
Gentes 9, los elementos de gracia y verdad presentes en ellas son obra de la acción conjunta de la
Palabra y el Espíritu. Por tanto, las religiones sí que comunican la gracia salvífica al tiempo que
expresan la respuesta del hombre a esta oferta, por la fe (cfr. CR 262-264).
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El criterio de discernimiento sobre la bondad y verdad de las religiones es el espíritu
cristiano impreso en ellas. Entendiendo por este Espíritu no los elementos contingente de la fe
cristiana, sino los frutos del Espíritu, los cuales no son monopolio de la tradición cristiana. Entre
estos frutos, tiene la primacía la ley del amor como indicador de la escucha y respuesta humana a
la Palabra de Dios inscrita en el corazón de cada varón y mujer. Para que este amor sea salvífico
debe ser gratuito, incondicional y universal (tiene por objeto tanto a amigos como enemigos);
además, debe reconocer el valor personal del otro y, de manera implícita, de un Absoluto
trascendente. Esto es verdad para las escrituras judías en las que la fidelidad a la Alianza se
traduce en amor al prójimo. También el Corán indica que, basados en la actitud de Dios
compasivo y misericordioso, los fieles deben ejercer el precepto de la caridad en principio a
todos los musulmanes y también, según algunos intérpretes, a todas las personas. También las
tradiciones asiáticas manifiestan de manera clara la exigencia universal del amor, así lo muestran
las tradiciones hindúes, budista y confucionista. Sin embargo, la razón que estas encuentran para
este precepto no se encuentra en la noción de un Dios personal, por lo que no necesariamente
equivale al concepto cristiano de la caridad (cfr. CR 264-267).
No obstante el fundamento, el amor en acción es siempre signo de la acción de Dios en la
persona, y de la respuesta de la persona a la acción de Dios en su vida. Por tanto, el amor es el
signo inequívoco de la salvación universal. Así pues, las tradiciones religiosas deben contener en
sí mismas elementos de revelación, que aunque incompletos, abren al ser humano a la
autodonación y revelación plena de Dios. Es en Cristo en quien Dios se une a la humanidad con
un vínculo irrevocable de amor. Por esto el amor salvífico solo encuentra su fundamento
teológico decisivo en Cristo. Por tanto, todo amor salvífico reproduce el amor de Dios que ama
al hombre en el Hijo encarnado (cfr. CR 269).
En conclusión, la única mediación y el valor universal de Cristo es un dato de fe no
negociable para los cristianos. Sin embargo, esto no implica la condena de las tradiciones
religiosas. Más aún, la consideración de una cristología trinitaria obliga a descubrir y admitir
que Dios actúa por su Palabra y su Espíritu en todas las naciones y religiones. Cristo, en su
concreción histórica, constituye el culmen de la autodonación y revelación de Dios al ser
humano, pero no agota el misterio de Dios. De hecho, en virtud de la encarnación, Dios ha
hecho posible que ninguna concreción histórica se erija en absoluta. Dios salva a los seres
40
humanos allí donde se encuentren, y lo hace por la acción de su Palabra, que es la misma Palabra
encarnada, y su Espíritu. Esta afirmación es posible no solo desde la consideración
antropológica, sino desde la teológica. El amor de Dios manifestado a los hombres salva. Y esa
salvación universal se historiza en las acciones concretas de agapé que manifiestan la acción de
Dios en el ser humano, y la respuesta de este a la obra de Dios en su vida.
41
Capítulo VIII
El reino de Dios, la Iglesia y las religiones
En el capítulo anterior se presentó a Cristo salvador universal y mediador único, sin que
por esto se nieguen el valor salvífico que se encuentra en las religiones del mundo. Él es la
mediación en la que se fundamentan las mediaciones parciales de la salvación. La Palabra y el
Espíritu actúan realmente allí donde se concretiza el ágape, signo de la acción de Dios en el ser
humano, y de la respuesta del ser humano a Dios. Este capítulo trata sobre la relación que existe
entre la Iglesia, el reino de Dios y las religiones. Para esclarecer esta relación se establecen dos
preguntas fundamentales que jalonan todo el capítulo ¿el reino de Dios se identifica con la
Iglesia? y ¿cuál es el papel de la Iglesia y las religiones dentro del reino de Dios?
1. Reino de Dios e Iglesia: ¿identidad o distinción?
Dupuis parte de dos constataciones en torno a la relación entre Iglesia y reino de Dios. En
la primera afirma dos identificaciones respecto a la Iglesia. Hasta no hace mucho la teología
sostenía que la Iglesia se identificaba con el reino de Dios, y también que la totalidad de la
Iglesia se identificaba con la Iglesia católica romana. En la segunda, constata que la teología ha
redescubierto la realidad escatológica del Reino. De allí se desprende la necesaria distinción
entre el Reino en su plenitud y el Reino como presencia real en la historia. Este reino de Dios
establecido en el mundo por Cristo es una realidad en desarrollo, cuya plenitud se alcanzará al
final de los tiempos (cfr. CR 272-273).
La identificación Iglesia-Reino cambió a partir de la constitución Lumen Gentium del
concilio Vaticano II. En ella se afirma que la Iglesia subsiste en la Iglesia católica. Esta nueva
formulación abrió las puertas para encontrar elementos de gracia y verdad en las demás
tradiciones cristianas. Sin embargo, el autor sostiene que esta constitución es ambigua cuando
afirma: “[La Iglesia]…constituye en la tierra el germen y principio de este Reino” (Lumen
Gentium 3). Por tanto, la identificación permanece en los documentos conciliares, si bien un
tanto matizada. Redemptoris missio de Juan Pablo II es el primer documento en afirmar con
claridad la distinción entre Iglesia y reino de Dios ya presente en el mundo. En este documento
se afirma que el Reino es interés de todos los seres humanos pues él mismo consiste en la
liberación y transformación de la historia y la sociedad; por tanto, la Iglesia se coloca en servicio
42
a este Reino. Su papel consiste en difundir los valores del evangelio que expresan el Reino y
ayudan a los seres humanos a acoger a Dios. Por tanto, se puede afirmar que el reino de Dios
traspasa los muros de la Iglesia. En consecuencia, los miembros de otras religiones pueden ser
miembros de este bajo la condición que vivan sus valores y los difundan por el mundo. Así el
Reino se distingue claramente en su dimensión histórica y escatológica, y no se identifica con la
Iglesia (cfr. CR 272-275).
Por tanto, cristianos y miembros de las demás religiones comparten un mismo misterio de
salvación en virtud de esta universalidad del reino de Dios. Este misterio de salvación en
Jesucristo llega a todos por caminos diferentes. Los otros acceden al Reino por la vivencia de los
valores de este; por la obediencia a Dios en la fe y la conversión; y la apertura a la acción del
Espíritu. La teología de la liberación ha enfatizado el puesto central de los valores del Reino. La
ultimidad del reino de Dios en la vida de Jesús se acerca a todos los hombres que comparten los
valores fundamentales de amor y justicia. Además, cuando ellos se abren a la acción del Espíritu
se abren a la realidad del Reino. Sin embargo, este reinocentrismo no desplaza al
cristocentrismo, pues Cristo y Reino se implican y necesitan mutuamente. El Reino del que
participan todas las religiones es el inaugurado por Cristo, y lo hacen en la medida en que
realizan los valores de este Reino en sus tradiciones y prácticas religiosas. Estas tradiciones y
prácticas, como se ha dicho en otro capítulo, contienen en sí mismas algunos influjos
sobrenaturales de la gracia. Cuando los fieles de las religiones responden a tales elementos de
gracia, encuentran salvación y se hacen parte del reino de Dios (cfr. CR 277-279).
La cooperación de cristianos y no cristianos en la construcción del reino de Dios tiene
una orientación horizontal y vertical. Horizontal, en la lucha por la causa de los derechos
humanos y por liberación integral de todos y todas, especialmente los marginados. Vertical, en la
promoción de los valores religiosos y espirituales. De allí que la dimensión humana y religiosa
sea inseparable en la construcción del reino de Dios (cfr. CR 279).
Sin embargo, la Iglesia sostuvo por siglos el axioma extra ecclesiam nulla salus. Este
axioma de origen patrístico fue incluido en documentos oficiales de la Iglesia. Así se encuentra
en el concilio Lateranense IV (1215), y en el decreto para los coptos del concilio de Florencia
(1442). Sin embargo, en su origen este axioma se refería de manera exclusiva a herejes y
cismáticos, separados de manera culpable de la Iglesia. Su ampliación para englobar también a
43
los paganos es muy posterior. Esta ampliación se basó en la falsa concepción de la promulgación
universal del Evangelio de forma acabada. Esta persuasión entró en crisis con el descubrimiento
del nuevo mundo. A partir de este momento los teóLogos se preocuparon de desarrollar teorías de
una fe implícita con las que bastaría para salvar a los que nunca habían escuchado el Evangelio,
hasta llegar a la promulgación de la doctrina del bautismo de deseo hecha por el concilio de
Trento. De allí que hoy sea necesario replantearse el significado de este axioma que Pío XII llegó
a llamar dogma de la Iglesia. En este sentido, Dupuis afirma que para Y. Congar el axioma no
tiene sentido en forma literal y explicarlo necesita mucho rodeo, por tanto es mejor olvidarlo.
No obstante, el valor de este axioma se encuentra presente en el concilio Vaticano II. En él se
afirma a la Iglesia como necesaria para la salvación en cuanto sacramento de Cristo, e instituida
por él mismo como instrumento universal de salvación (cfr. CR 280-281).
La Comisión Teológica Internacional en 1996 en el documento El cristianismo y las
religiones afirmó que el concilio Vaticano II hizo suyo el axioma en cuestión al hablar de la
Iglesia como necesaria para la salvación. Dupuis disiente con la Comisión. El autor afirma que el
axioma y la formulación del Vaticano II distan en mucho, siendo así que en la formulación
conciliar queda claro que la pertenencia explícita, pública y visible a la Iglesia no es requisito
sine qua non para salvarse. Además, sigue Dupuis, la Comisión no convence cuando intenta
situar el axioma en su contexto original, dirigiéndolo solo a herejes y cismáticos. El autor se
pregunta si es posible hoy afirmar este carácter parenético del axioma por el cual se intenta
disuadir a los fieles de abandonar la Iglesia. ¿Se puede negar la salvación a un católico que
siguiendo la voz de su conciencia decide convertirse a otra tradición religiosa? Esto sería
abrogarse el papel de juez de las conciencias, cosa que solo compete a Dios. Además, el mismo
papa Juan Pablo II empleó el axioma con diversos matices, v.gr.: sin Iglesia no hay salvación; y
no pocos teóLogos actuales acusan un concepto en extremo eclesiocéntrico detrás de este axioma
(cfr. CR 281-284).
2. La Iglesia y las religiones en el reino de Dios
El concilio Vaticano II afirma el papel necesario de la Iglesia en orden a la salvación. La
Redemptoris missio, en esta misma línea, afirma el papel específico y necesario de la Iglesia en
relación con el reino de Dios. Sin embargo, ninguno de estos documentos aclara el significado y
alcance de estas afirmaciones. El autor advierte sobre dos posturas extremas a evitar. La primera
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consiste en ubicar la Iglesia al mismo nivel que Cristo en el ámbito soteriológico. La segunda
minimiza la necesidad y universalidad de la Iglesia como una función salvífica exclusiva para
sus miembros. La primera sería una radicalización del axioma, y la segunda implicaría admitir
caminos paralelos de salvación (cfr. CR 284-285).
Para buscar un camino medio entre ambas posturas extremas el autor propone considerar
dos cuestiones: 1) la pertenencia u ordenamiento a la Iglesia y 2) la mediación universal de ella
con respecto a los que viven fuera de la misma (cfr. CR 285).
Con respecto a la primera, la teología preconciliar identificaba la Iglesia con el Reino, en
consecuencia para que los otros pudieran salvarse era necesario que participaran de algún modo
en ella. Se distinguía entonces entre miembros de realidad y miembros de deseo en la Iglesia. El
concilio Vaticano II, como se indicó antes, mantuvo en parte esta identificación y estableció
distinciones precisas en relación con las personas que viven en situaciones diferentes con
respecto a la Iglesia. Así, el Concilio establece que los católicos están plenamente incorporados
a la Iglesia; los catecúmenos lo están unidos por voto; los no católicos están unidos a ella,
aunque incorporados a Cristo; los pueblos de la tierra están ordenados a ella de diversas
maneras, aunque no especifica el cómo esto se realiza. De este modo se afirma que los miembros
de las religiones del mundo pueden salvarse por Cristo sin pertenecer a la Iglesia. Este
ordenamiento de ellos a la Iglesia se debe a que solo en ella está la plenitud de los bienes y
medios de salvación. Su papel específico y necesario no queda claro en los documentos de la
Iglesia, y estos mismos son cautelosos a la hora de hablar del tema. Por tanto, no se puede
excluir a priori cierta mediación parcial de las propias tradiciones religiosas dentro del valor
único y universal de la mediación de Cristo; no obstante, esto no puede sugerir la idea de una
equiparación de funciones entre las tradiciones religiosas del mundo y la Iglesia (cfr. CR 285-
288).
En cuanto a la segunda, se debe afirmar que la Iglesia ejerce la mediación salvífica a
través de la proclamación de la Palabra y la economía sacramental. Estos dos aspectos no
alcanzan a los miembros de las demás religiones. Ciertamente, la Eucaristía es la realización
plena de todos los sacrificios antiguos, pero su gracia no es salvación para los que están fuera de
la Iglesia, sino que es unidad para los miembros de la Iglesia. Sin duda, en ella se ora e intercede
por la salvación de todos, y por esta razón ella misma es una acción misionera. De allí la
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pregunta sobre si esta intercesión puede ser considerada mediación universal en sentido
teológico. Respecto a Cristo, se afirma que él es mediador universal a través de su humanidad
resucitada, causa eficiente e instrumental de la gracia para todos y todas. La Iglesia ejerce una
mediación derivada, a través del anuncio de la Palabra y la economía sacramental. Su oración e
intercesión no son mediaciones en estricto sentido. Estas pertenecen al orden moral y no al
eficiente. Esto significa que la Iglesia ora, Dios es quien salva. Por tanto, el que los otros estén
ordenados a la Iglesia se ha de entender en el orden de la finalidad y no de la eficiencia. La
finalidad es la salvación, y por tanto todos se ordenan a ella en tanto y cuanto Dios le ha confiado
el depósito de su Palabra y los sacramentos que salvan (cfr. CR 289-291).
Según el autor, esto es lo que designa el cristianismo anónimo de Rahner. Esta noción
designa una relación con Cristo en el orden de la gracia y la salvación, y no intenta designar una
relación directa con la Iglesia. El principio es la salvación universal obrada por Cristo. Por esta
acción universal todas las personas son ya parte del pueblo de Dios. Por esta razón ellas están
ordenadas a la Iglesia, en donde actúa de modo privilegiado el Espíritu Santo. Sin embargo, esta
acción del Espíritu no se restringe a la Iglesia con sus ministerios e instituciones. Su presencia y
acción salvífica trascienden los muros de esta, pues él actúa desde el principio en la historia de
los seres humanos y sigue actuando entre los que no pertenecen a la Iglesia. Por tanto, se debe
afirmar que el ordenamiento a la Iglesia no significa una mediación universal. La gracia actúa
también donde no está presente la Iglesia, pero ella es el signo sacramental universal de la
presencia de la gracia en el mundo (cfr. CR 292-293).
El concilio Vaticano II definió la Iglesia como “sacramento universal de salvación”
(Lumen Gentium 48). Posteriormente se le ha considerado también como sacramento del reino de
Dios. Para comprender esto último vale hacer uso analógico de la distinción clásica de la teología
sacramental entre sacramentum tantum, res et sacramentun y res tantum. Es decir, entre el signo
sacramental, el efecto eclesial del sacramento y el efecto segundo de la gracia. Esto es decir con
respecto a la Iglesia que una cosa es el signo de la Iglesia, otra el llegar a ser miembros de ella, y
otro el ser miembros del reino de Dios. La Iglesia es sacramento (sacramentum tantum) en su
aspecto visible institucional; la gracia que significa (res tantum), contiene y confiere, es la
pertenencia al reino de Dios, comunión con el misterio salvífico de Cristo; y entre ambos, está la
realidad intermedia (res et sacramentum) de la relación entre los miembros de la comunidad y la
46
Iglesia. Estos participan del Reino a través de su pertenencia a la Iglesia. Siendo esto así, y
siguiendo la teología sacramental clásica, es posible llegar a la realidad significada (res tantum)
sin pasar por la parte intermedia (res et sacramentum). Esto significa que otros pueden acceder al
Reino sin pasar por la Iglesia, sin que por esto la Iglesia deje de ser signo eficaz (cfr. CR 293-
294).
Entonces, la afirmación del Vaticano II según la cual el reino de Dios está presente
actualmente en la Iglesia en misterio, ha de entenderse no en el sentido de presencia anticipada
de la consumación final, sino en sentido de presencia mistérica o sacramental. La Iglesia es signo
en el mundo del reino de Dios. Este signo es eficaz por medio de la Palabra y los sacramentos.
Ella es necesaria para el Reino, más no indispensable. Los otros forman parte del Reino y de
Cristo sin tener que ser miembros de la Iglesia. Más aún, el que ella sea sacramento del reino de
Dios, no le confiere un carácter mediador universal de la gracia a favor de las religiones del
mundo. Como se indicó anteriormente, la gracia actúa dentro de las mismas tradiciones
religiosas del mundo. La Iglesia es signo de la obra salvífica continua que Dios obra en el
mundo en Cristo. Ella no es el Reino, sino que da testimonio de este por su palabra y sus
sacramentos, anticipándolo con su praxis. Por tanto, se debe decir que la Iglesia es servidora del
Reino. Le sirve al difundir los valores evangélicos y promover el reino de Dios a través de su
testimonio y acciones comprometidas con la promoción humana, y el compromiso con la justicia
y la paz (cfr. CR 294-297).
La misión de la Iglesia cobra nueva luz a partir de una perspectiva cristocéntrica y
reinocéntrica. La única mediación, como afirma el Nuevo Testamento, corresponde a Cristo.
Todas las demás son mediaciones derivadas y parciales. Por tanto, la función de la Iglesia es la
de testimonio, servicio y anuncio del reino de los cielos. Su finalidad es remitir todo a Jesús y al
reino de su Padre. Su tarea es significarlo, haciendo visible y palpable el misterio. Por tanto, ella
no monopoliza el reino de Dios, sino que lo comparte y transmite a todos los seres humanos (cfr.
CR 297-298).
En conclusión, la Iglesia no es el reino de Dios. Por mucho tiempo la teología los
identificó. Sin embargo, el concilio Vaticano II inició un proceso de distinción que se ha
profundizado paulatinamente. Todos los seres humanos son partícipes del reino de Dios de
formas diversas. Por tanto, la salvación es accesible a todos dentro y fuera de la Iglesia. Ella es
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necesaria para la salvación y para el Reino, pero no los monopoliza. Su tarea no es la de ser
mediadora, sino servidora del Reino con su testimonio, palabra y sacramentos. Dios obra en ella
de forma privilegiada, y la ha constituido sacramento universal de salvación y del Reino. Pero
esto no es obstáculo para admitir que Dios y su Reino actúan más allá de los límites eclesiales.
La Iglesia tiene por tarea significar el Reino, pero no sustituirlo.
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Capítulo IX
El diálogo interreligioso en una sociedad pluralista
En el capítulo anterior se distinguió entre Iglesia y reino de Dios. Se afirmó también que
todos los seres humanos son partícipes del reino de Dios de formas diversas y, por tanto, la
salvación es accesible a todos dentro y fuera de la Iglesia. Ella es necesaria para la salvación y
para el Reino en cuanto sacramento de estos, y no como mediadora pues esto corresponde solo a
Cristo. Ella es servidora del Reino con su testimonio, palabra y sacramentos; y este Reino
traspasa sus fronteras y actúa en todas las religiones y en todas las personas. Este capítulo
presenta los fundamentos teológicos del diálogo interreligioso a partir del desarrollo teológico y
magisterial posterior al concilio Vaticano II. Una vez establecido el fundamento, se presentan los
desafíos y frutos del diálogo interreligioso.
1. El fundamento teológico del diálogo
El concilio Vaticano II en el número uno de la declaración Nostra Aetate establece un
doble fundamento teológico para el diálogo interreligioso: todos los seres humanos han sido
creados por Dios y todos tienen por fin a Dios mismo a través de la salvación en Jesús el Cristo.
Es notable la ausencia de la dimensión pneumatológica. Sin embargo, afirma Dupuis, esto se
debe a que el Concilio descubrió la acción y frutos del Espíritu de manera progresiva, y este
desarrollo se encuentra contenido luego en la constitución Gaudium et spes. De hecho, la acción
y presencia del Espíritu en las demás tradiciones religiosas es un redescubrimiento posconciliar.
En efecto, esta dimensión no se menciona en Evangelii nuntiandi, que se limita a constatar que el
Espíritu estimula la Iglesia y la hace idónea para cumplir su misión evangelizadora (cfr. CR 304-
305).
Juan Pablo II es el que aportó de forma importante a esta noción. El papa afirma que la
creencia firme de los seguidores de otras religiones es obra del Espíritu que trasciende los
confines del Cuerpo Místico (cfr. Redemptor hominis 6). Cuando en 1986 justificó ante los
miembros de la Curia romana el acontecimiento de la Jornada mundial de oración por la paz ya
celebrada, echó mano del doble fundamento para el diálogo interreligioso aportado por el
Vaticano II, y a partir de él aseguró que se percibe un misterio de unidad que es más radical,
básico y determinante que las diferencias existentes. En ese mismo discurso añadió el elemento
49
de la presencia activa del Espíritu en la vida religiosa de los otros, particularmente en la oración.
Toda oración auténtica, afirmó, es producida por el Espíritu Santo presente de forma misteriosa
en todo ser humano. Esta última idea teológica la profundiza el papa en la encíclica Dominum et
vivificantem. En ella enseña que el Espíritu está presente y activo en el mundo, en los miembros
de las religiones y en sus mismas tradiciones religiosas. Toda oración auténtica, los valores y
virtudes humanas, la sabiduría religiosa, el diálogo y encuentro entre sus fieles, son fruto de la
acción del Espíritu (cfr. CR 305-306).
De allí que, como señala el documento Diálogo y anuncio (1991), el diálogo
interreligioso tenga un fundamento teológico y no solo antropológico. La Iglesia entabla un
diálogo de salvación con todos, pues Dios mismo ha entablado este diálogo con toda la
humanidad desde siempre. A este fundamento hay que añadir el otro de la universalidad del reino
de Dios, discutido por el autor en el capítulo anterior. La teología del diálogo interreligioso tiene
por tarea mostrar cómo los otros participan de este Reino en el mundo y la historia. Dupuis
afirma que es en la praxis sincera de su propia tradición religiosa como los miembros de las
demás religiones responden a Dios que les llama, y así se hacen miembros activos del Reino; por
tanto, sus tradiciones mismas contribuyen de forma misteriosa en la construcción de este. En
consecuencia, se debe admitir que el diálogo se realiza entre personas ya vinculadas por el
Reino, y por tanto ya se encuentran en comunión dentro del misterio de salvación. Se mantiene la
distinción en el nivel del sacramento, pero la comunión en la realidad salvífica es más importante
y fundamental. Por tanto, el diálogo es posible porque el Reino es una realidad compartida ya en
el intercambio recíproco (cfr. CR 307-308).
¿Qué sucede con la misión evangelizadora de la Iglesia? Diálogo y anuncio tienen entre sí
una relación dialéctica; una tensión entre el todavía no de la Iglesia que camina junto con otros a
la plenitud del Reino y el ya de la Iglesia que es sacramento del Reino en el mundo y la historia.
Dupuis señala que en este punto no se puede estar de acuerdo con P.F. Knitter que propone
limitar la misión de la Iglesia al diálogo y al testimonio de la propia fe. Según Knitter, afirma
Dupuis, una cristología constitutiva aunque sea inclusivista excluye per se toda posibilidad de
diálogo auténtico. Solo la cristología pluralista, que niega el carácter constitutivo de la salvación
de Cristo, posibilita un diálogo real. Contra esta postura, el autor afirma que una cristología
constitutiva puede ser inclusiva, abierta al reinocentrismo y al diálogo sincero, y deja espacio
50
para el anuncio del Evangelio. Jesús es constitutivo para la salvación del mundo, pero deja
espacio para otras figuras salvíficas y tradiciones religiosas en las que Dios esta presente y
operante por su Espíritu. Así, el reino de Dios es más grande que la Iglesia y esta destinado a ser
construido por todos. Entonces, el diálogo forma parte integrante de la misión evangelizadora de
la Iglesia, pero no la agota (cfr. CR 308-312).
2. Los desafíos y frutos del diálogo
Las condiciones de posibilidad del diálogo interreligioso han sido tema importante de
debate. P.F. Knitter, entre los pluralistas, defendió el paso del cristocentrismo al teocentrismo,
afirmando que toda idea preconcebida sobre la unicidad constitutiva de Jesucristo era un
obstáculo para el verdadero diálogo interreligioso. Dupuis, por el contrario, sostiene que, por
honradez en el diálogo, no se puede realizar una epoché de la propia fe. Quienes participan en el
diálogo se comprometen en él desde la integridad de su fe. En el diálogo no se puede renunciar a
la identidad religiosa del mismo modo que no se puede renunciar a la vida personal. Esta
identidad religiosa es don recibido de Dios. Es más, no basta con evitar cualquier compromiso o
reducción de la propia fe. Se debe evitar todo sincretismo y eclecticismo en la búsqueda de
terreno común. Y esto porque no se pueden ocultar las contradicciones existente. El verdadero
diálogo debe reconocerlas y afrontarlas con paciencia y responsabilidad, pues solo así se puede
comprender la diferencia y apreciar las convicciones diferentes a las propias. Por tanto, si los
cristianos no pueden ocultar su fe en Jesús, también deben reconocer el derecho de sus
interlocutores a mantener sus convicciones personales. Solo así puede ser un diálogo entre
iguales (cfr. CR 312-313).
Además de lo ya mencionado, el diálogo exige conciencia de lo relativo para no
absolutizarlo. En clave cristiana esto quiere decir que la plenitud de la autorevelación de Dios
acontecida en Jesús no debe ser entendida de forma cuantitativa, sino cualitativa. Esta plenitud
no significa que el misterio de Dios este agotado, sino que en Jesús la intensidad de las
relaciones con el Padre y el Espíritu alcanza su plenitud en su humanidad. Pero no por esto se
agota el misterio divino. La humanidad de Jesús sigue siendo una realidad limitada y
contingente. Solo Dios es absoluto (cfr. CR 313-314).
La integridad de la fe personal requiere también de la comprensión y la empatía con el
otro como condiciones sine qua non para entablar el diálogo interreligioso. Sin embargo, surge la
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pregunta sobre si es posible compartir dos confesiones religiosas diferentes, es decir, tener doble
pertenencia religiosa. Esto parece en principio imposible. Toda fe religiosa constituye un todo
indivisible y requiere la adhesión total de la persona. Ser cristiano no es solo reconocer y
promover sus valores, sino entregar a Jesús totalmente la propia existencia como el propio
camino a Dios. Sin embargo, la experiencia dice que esta doble pertenencia es posible. Muchos
cristianos logran incorporar en su propia experiencia de fe elementos de otras experiencias
religiosas. Además de esto, la doble pertenencia religiosa se puede entender como ser cristiano
dentro de una cultura específica (v.gr. cristiano hindú). Así el problema sería el de la
inculturación de la fe y doctrina cristiana en un ambiente cultural concreto. Pero en lo que
respecta a la vinculación entre la fe de otro cuño religioso y la fe cristiana, se trataría de
encontrar los elementos de aquel compatibles con el cristianismo y que pueden ser integrados en
el mismo, y aquellos otros que contradicen formalmente la fe cristiana y no pueden ser
asimilados. Con todo, en el diálogo interreligioso lo fundamental es que los interlocutores hagan
lo posible por entrar en la experiencia y visión general del otro (cfr. CR 314-316).
Algunos autores, como A. Pieris, según Dupuis, ven una relación de complementariedad
y corrección mutua entre el cristianismo y el budismo. Según esta perspectiva, ambas
tradiciones representan dos polos de una tensión psicológica entre el ágape cristiana y la gnosis
budista. J.A.T. Robinson habla de dos ojos de la verdad y la realidad, uno sería el cristianismo y
otro el hinduismo, y esta polaridad sería análoga a la existente entre lo masculino y lo femenino.
Así establece una relación de reciprocidad entre ambas religiones. Por su parte, J.B. Cobb
sostiene que entre cristianismo y budismo se da una transformación mutua en una suerte de
ósmosis entre ambas. Panikkar, por su parte, rechaza todo eclecticismo. Para él el misterio
cosmoteándrico es común a todos, pero las creencias son diferentes. Entre estas se da una suerte
de fecundación cruzada que las enriquece mutuamente. Sin embargo, en tiempos más recientes
el mismo Panikkar ha superado la fecundación cruzada para dar lugar a una comprensión más
profunda que supera la identidad doctrinal de los interlocutores (cfr. CR 316-318).
Con todo esto, se puede afirmar que el agente principal del diálogo interreligioso es el
Espíritu Santo que actúa en todas las tradiciones religiosas. Además, es el mismo Dios el que
actúa la salvación de todos y todas, y es totalmente trascendente e inmanente. Por tanto, los
interlocutores del diálogo dan y reciben en ese proceso. La plenitud de Cristo no los dispensa de
52
descubrir los elementos de verdad y gracia que Dios ha dispuesto en los otros. El cristiano en el
diálogo enriquece y purifica su fe; profundiza en el misterio de Dios a partir de elementos que no
había percibido con claridad o son transmitidos de forma difusa por el cristianismo; y se ve
obligado a revisar los presupuestos de su fe, arraigando o derribando concepciones de Dios.
Ninguna parte puede pretender la conversión de su interlocutor. Se trata más bien de una
conversión mutua más profunda a Dios. En definitiva, se necesita de teologías que tomen en
serio las diferencias, las asuman y resuelvan en el diálogo y la cooperación (cfr. CR 318-321).
En conclusión, el diálogo interreligioso tiene su fundamento teológico en el misterio de
unidad que brota del origen común del ser humano en Dios por la creación y en su destino
común: Dios mismo. Este diálogo no sustituye la misión de la Iglesia de anunciar el Evangelio,
sino que forma parte fundamental de esta misión. Y esto porque la Iglesia, para ser fiel a Dios y a
ella misma, no puede renunciar a la unicidad constitutiva de Cristo, pero no por ello puede negar
la acción y presencia de Dios en las tradiciones religiosas del mundo. Por otro lado, el diálogo
supone una serie de desafíos. Por un lado está el desafío del compromiso y la apertura. El
diálogo para ser sincero no puede caer en eclecticismo y sincretismos para obviar las diferencias.
Para que este sea verdadero debe tomar en serio al otro, y respetarlo lo mismo que el otro debe
respetar al cristiano. Además requiere un ejercicio de comprensión y empatía con el otro y su
tradición religiosa, para esto es necesario entrar en la medida de lo posible en su experiencia
religiosa. La consecuencia de todo esto es el enriquecimiento recíproco de los interlocutores. El
diálogo no busca convertir a los interlocutores a la tradición religiosa de uno u otro, sino que
facilita la mutua conversión a Dios y el enriquecimiento de su propia fe.
53
Capítulo X
La oración interreligiosa
En el capítulo anterior se afirmó que el diálogo interreligioso tiene su fundamento
teológico en el misterio de unidad del ser humano. Este diálogo forma parte inherente de la
misión de la Iglesia, pero no la sustituye. Por otro lado, se asentó la necesidad de afirmar la
propia en reconocimiento, respeto y empatía mutua entre los interlocutores, que tiene por
consecuencia el enriquecimiento mutuo. En este capítulo se aborda el tema de la oración
ecuménica desde dos perspectivas: 1) las razones teológicas para hacerlo y 2), la forma concreta
de realizarla.
1. Orar juntos: ¿por qué?
El autor sostiene que el fundamento teológico de la oración común entre las religiones se
encuentra en la declaración Nostra aetate del concilio Vaticano II. En esta se afirma el misterio
de unidad de todo el género humano en virtud de su origen y destino común. De hecho, el papa
Juan Pablo II justificó el acontecimiento de Asís de 1986 en este misterio de unidad, al que
añadía la presencia activa y universal del Espíritu Santo en toda oración sincera, en todas las
tradiciones religiosas. En otras palabras, todas las tradiciones religiosas están unidas
profundamente en el Espíritu Santo. De allí que se pueda concluir que la oración común no solo
es posible, sino también deseable. A estas consideraciones, se debe añadir la universalidad del
Reino, del que participa toda la humanidad, el cual fue inaugurado por Cristo (cfr. CR 327-328).
A los cuatro elementos fundamentales señalados (creación y redención; presencia activa y
universal del Espíritu; y coparticipación del reino de Dios) hay que añadir la consideración de las
religiones del mundo como dones de Dios a los pueblos. Esta idea no ha resultado habitualmente
cómoda al cristianismo. Le resulta difícil aceptar a las demás religiones como caminos válidos de
salvación, de unión con el Dios de Jesús, el Cristo. Ni siquiera el concilio Vaticano II se atrevió a
llamarlas caminos de salvación. Sin embargo, esta idea no es extraña a la Escritura. Dupuis
señala que G. Odasso en su libro sobre las religiones según la Biblia encuentra que en ella se
distingue entre las religiones en sí y la corrupción de estas por los seres humanos. El duro juicio
contra el politeísmo y la idolatría se deben a la perversión hecha por el hombre a estos dones
divinos. Para Odasso, las religiones son expresión del designio de Dios. Este designio único de
54
Dios es el realizado en Cristo para toda la humanidad y que tiene su cumplimiento en la gloria
del Reino. Por tanto, se puede afirmar que las religiones no son única y fundamentalmente un
esfuerzo antropológico y cultural para buscar a Dios, sino que son los diversos modos por los
cuales Dios sale al encuentro de la persona humana (cfr. CR 228-230).
2. Orar juntos: ¿cómo?
Para el autor, antes de determinar la forma de la oración común, se debe ser consciente de
las diferencias entre las diversas tradiciones religiosas, con el fin de explicitar las razones por las
cuales se debe regular la praxis y el modo concreto de la oración común. Es fundamental un
discernimiento pastoral que tenga presente las situaciones y circunstancias implicadas. La
oración en común no es solo materia doctrinal, es decir, de las palabras que se pronuncian, sino
que ha de tener en cuenta el lugar en que se realiza, el tiempo que se le dedica y los gestos que se
realizan (cfr. CR 330-331).
La oración común entre cristianos y judíos se fundamenta en la continuidad de su
monoteísmo, aunque no se puede obviar que el cristianismo desarrolló, a partir de la fe judía, un
monoteísmo trinitario. Sin embargo, ambos adoran al mismo Dios. Además, ambos se
fundamentan en la alianza mosaica, que nunca ha sido derogada, de la que participan ambos,
aunque con diferencias. Entre ambos pueblos no hay sustitución, sino que están indisolublemente
unidos. Su oración conjunta consistirá en el reconocimiento de este vínculo mutuo en la
economía de salvación, y en el agradecimiento a Dios por sus dones gratuitos e irrevocables. Los
cristianos no pueden olvidar que Jesús fue judío, y oró como judío; la Iglesia apostólica siguió la
praxis de Jesús; y la Iglesia hoy sigue nutriéndose de la oración judía a través de los salmos. Más
aún, la oración de Jesús puede ser adoptada por ambos pues está profundamente inspirada en la
espiritualidad hebrea (cfr. CR 331-333).
En lo que respecta a la oración entre cristianos y musulmanes, el Secretariado vaticano
para los no cristianos en sus Orientaciones para un diálogo entre cristianos y musulmanes
publicado en 1981, no excluye la posibilidad de oración común salvando toda forma o apariencia
de sincretismo o recuperación indebida. El magisterio ha reconocido cada vez de forma más
explícita el fundamento común en la fe de Abrahán de las tres religiones monoteístas. Este
fundamento común no implica que las tres compartan el mismo concepto de Dios. El
cristianismo prolonga el monoteísmo israelita, pero lo desarrolla en la doctrina trinitaria.
55
Mientras que el islam reivindica que completa y purifica la corrupción sufrida por el monoteísmo
con el desarrollo de la doctrina trinitaria cristiana. No obstante, se mantiene siempre su
fundamento común en la autorrevelación de Dios a Abrahán. Además, permanece el principio
enunciado sobre el contenido de palabras de Dios en las escrituras de los pueblos. Por tanto, en la
oración en común entre musulmanes y cristianos se deben expresar solo aquellas convicciones
comunes, y utilizar bien los salmos, la oración de Jesús o la faitha. El convencimiento de fondo
es que sin oración, sin espiritualidad la ecumenicidad no es posible (cfr. CR 336-337).
Con respecto a las demás tradiciones religiosas que no comparten la fe de Abrahán, la
cuestión de la oración en común se hace más complicada. Una de las principales razones es la
diversidad de datos y cosmovisiones que ofrecen. Por ejemplo, entre las corrientes teístas es
posible pensar la participación en una oración común, pero con la corrientes no teístas es
necesario proponer la meditación común. Se hace pues insoslayable plantear la cuestión de la
relación de la Realidad absoluta afirmada por las religiones asiáticas y el Dios de las religiones
monoteístas. El mismo autor indica que en diversas partes de su obra señala que toda experiencia
religiosa auténtica es ciertamente la del Dios revelado por Cristo, no obstante los conceptos
discrepantes de la divinidad. Por eso, es legítimo pensar la posibilidad de dirigir en común una
oración hacia el Absoluto que siempre está más allá de toda representación mental. La oración en
común es hacer que todos se encuentren en el Espíritu de Dios presente y operante en todos. Si
todos los pueblos forman una misma comunidad y coparticipan del Reino; si todos están
llamados a la promoción conjunta de los valores del Reino de justicia, paz, libertad, fraternidad,
fe y caridad; entonces, a pesar de las profundas diferencias doctrinales, hay que afirmar un
sustrato teológico común y una comunión anticipada. Para la oración común, así establecida, el
autor propone el uso del Cántico de las criaturas de san Francisco de Asís, o del himno al Dios
desconocido atribuido a Gregorio Nacianceno, o fragmentos de las Upanisad y del Bhagavad
Gītā, en los que se expresa la impenetrabilidad del misterio divino, siempre más allá de toda
comprensión humana (cfr. CR 337-340)
En conclusión, la oración común es posible e incluso deseable. Su fundamento teológico
se encuentra en cinco aspectos: la creación y la redención; la presencia activa y universal del
Espíritu santo; la coparticipación de todos los pueblos en el reino de Dios; y la consideración de
todas las religiones como dones de Dios. Los aspectos prácticos de la oración en común deben
56
tomar en cuenta las diversas circunstancias y personas con las que se realizan. La oración común
entre las tres tradiciones monoteístas es posible porque se fundan en la autorrevelación de Dios a
Abrahán, y la respuesta de este a Dios en la fe, sin que por esto se pase por alto las diferencias en
el concepto de Dios que entre ellas existe. Con las tradiciones orientales es posible la oración o
meditación común cuando se enfatiza la trascendencia absoluta del Dios siempre mayor.
57
SEGUNDA PARTE
El cristianismo y las religiones
en Joseph Ratzinger
En la segunda parte de este trabajo se presenta la obra Fe, verdad y tolerancia. El
cristianismo y las religiones del mundo de Joseph Ratzinger. El autor divide el libro en dos
secciones para un total de cinco capítulos. Seguimos la estructura de los capítulos del libro. Estos
son: la unidad y la pluralidad de las religiones. El lugar de la fe cristiana en la historia de las
religiones; fe, religión y cultura; las nuevas problemáticas surgidas durante el decenio de 1990.
Sobre la situación de la fe y la teología hoy; ¿la verdad del cristianismo?; fe, verdad y tolerancia.
El objetivo del autor es mostrar el lugar específico del cristianismo en las religiones del mundo,
y fundamentar el diálogo interreligioso en el marco de una adecuada comprensión de la fe, la
religión y la verdad.
58
Capítulo XI
La unidad y la pluralidad de las religiones. El lugar de la fe cristiana en la
historia de las religiones
En este capítulo J. Ratzinger se pregunta sobre el lugar del cristianismo dentro de la
historia de las religiones. Para ello, primero constata la situación del problema actual sobre el
lugar del cristianismo entre las religiones del mundo que experimenta la persona contemporánea
con respecto al discurso cristiano. Luego estudia el lugar que ocupa el cristianismo en la historia
de las religiones, señalando las diferencias fundamentales entre los tres caminos religiosos
existentes y sus estructuras fundamentales.
1. Planteamiento del problema
Ratzinger inicia afirmando que la posición del cristianismo en la historia de las religiones
ha sido un tema de reflexión fundamental desde ya hace tiempo. En efecto, el cristianismo ve en
Cristo la única salvación real y definitiva para el ser humano. A partir de este postulado es
posible tomar dos posturas: 1) las religiones son provisionales y precursoras del cristianismo, o
2) considerarlas como opuestas a la verdad, contrarias a Cristo. La primera postura ha sido vista
con claridad de cara a las relaciones con el judaísmo. Sin embargo, asumirla con respecto a las
demás religiones del mundo ha sido posible en tiempos recientes. De hecho, se puede afirmar
con seguridad que el pacto realizado con Noé confirma la verdad oculta de las religiones míticas.
Dios realiza su reinado en la dinámica propia del cosmos. El relato de los Magos de oriente
indica también que ellos encontraron a Cristo por medio de su religión. Sin embargo, también la
Escritura testimonia una dura crítica contra los falsos dioses, fabricados por los gentiles. Por
tanto, se puede afirmar que en la Escritura se encuentran ambas posturas: la de la apertura y la
del rechazo a las religiones del mundo (cfr. FVT 18-20)2.
La teología reciente ha iluminado el concepto de provisionalidad de las religiones al
indicar que aún después de Cristo es posible vivir legítimamente en la historia antes de Cristo, es
decir, en lo provisional. De este modo, el cristiano se encuentra en una relación de sí y no con
respecto a las religiones. Sí, porque tiene consciencia que en el mito y el cosmos habla Dios y
2 A partir de este momento citaré la obra de J. Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia. El cristianismo y las religiones del
mundo, colocando entre paréntesis la sigla FVT seguida del número de página.
59
ellos también encaminan a Dios. No, porque sabe que estas son recursos para asegurarse a sí
mismo en contra de Dios, en lugar de la entrega plena a él. El cristianismo no se declara a favor
de lo religioso. El no cristiano a las religiones indica una opción de rebeldía de aquel que
escucha la voz de su conciencia (cfr. FVT 20-21).
Para el ser humano contemporáneo esta concepción de las religiones como precursoras o
provisionales, por parte del cristianismo, suele interpretarse como arrogancia. Además, suele
comprenderse como una lucha partidista entre las religiones del mundo. Por ello, tiende a pensar
en ellas como algo que en último término son y significan lo mismo. Este concepto es
evidentemente estático, y previene del paso de una religión a otra al esperar que cada cual
permanezca en la suya, la viva a conciencia, pues es idéntica a las demás. Por tanto, rechaza todo
intento de misión. Además, las religiones son un universo de símbolos que intentan decir lo
mismo, aunque difieran en lo concreto. De este modo, lo importante sería descubrir la unidad de
fondo, y así se realizaría la unidad sin suprimir la diversidad. Ante esta perspectiva, J. Ratzinger
dice que el teólogo cristiano parece ser dogmatista e inmovilista porque pretende siempre tener la
verdad, aunque exprese esta convicción de modo diverso más o menos dialogante. Por tanto, el
teólogo cristiano, si está convencido de que el cristianismo es la religión del futuro, debe
preguntarse de forma insoslayable cuál es el papel que ocupa este en la historia de las religiones
(cfr. FVT 21-23).
2. El lugar del cristianismo en la historia de las religiones
El autor inicia indicando que la primera impresión que se tiene ante las religiones es la de
pluralismo ilimitado. Esta constatación hace que, por un lado, se plantee de entrada la
imposibilidad de la verdad; y, por el otro, se plantee la identidad oculta de las religiones, las
cuales, aunque diferentes en sus símbolos externos, son idénticas en sus grandes símbolos
fundamentales y el significado que a estos otorgan. La historia de las religiones demuestra que en
el pasado las divinidades eran traducibles entre sí, y las figuras de los dioses se intercambiaban
entre las religiones. A partir de estas impresiones, se desarrolla la de una identidad suprema, la
cual tendría su origen, según la filosofía de la religión moderna, en la experiencia interior de lo
divino tal y como ha sido vivida por los místicos de todas las edades y regiones. Para toda
religión bastaría lo místico, el contacto directo de lo divino transmitido luego a aquellos no
60
capacitados para tal experiencia. De este modo habría religiones de doble piso: uno para los
místicos y otro para los que no alcanzan tal experiencia (cfr. FVT 23-24).
¿Es legítimo propugnar esta interpretación mística de la religión? Sin duda, esta
interpretación logra captar de forma correcta gran parte de la fenomenología religiosa, e indica la
secreta unidad en el multiforme mundo de las religiones. Sin embargo, se le puede acusar de una
simplificación errónea. Al ojear la historia de las religiones, se constata que esta historia es todo
menos estática, que hay un progreso incesante y no una mera repetición simbólica, y que la
mística se quiebra a favor de una estructura que cristaliza un camino determinado entre muchos.
De hecho, la primera etapa corresponde a las religiones míticas que poco tienen que ver con la
mística. Estas son el campo preliminar de la historia de la religión. El primer gran paso de las
religiones fue desde pequeñas experiencias dispersas a la formulación del mito de gran
envergadura. El segundo paso fue, justamente, la evasión del mito. Esta evasión adoptó tres
modalidades:1) la forma mística, en la que el mito entra en crisis y se convierte en símbolo de la
vivencia de lo inefable; 2) la revolución monoteísta, que rechaza el mito y afirma la absolutidad
del llamamiento divino; y 3) la ilustración, que desbanca el mito considerándolo pre científico, y
pone en su lugar la absolutidad del conocimiento racional. Este tercer camino, propio de la Edad
Moderna, supone la finalización de la historia de la religión aunque está ligado necesariamente
con ella. El futuro de la religión está en relación directa con su posibilidad de instaurar su
relación con este tercer camino (cfr. FVT 25-27).
Por tanto, se puede afirmar que no existe una identidad general entre las religiones, ni una
pluralidad carente de relaciones. Se ha de afirmar, más bien, la historicidad de las religiones, y
por tanto, su devenir y evolución, el factor universal de relación y el de las diferencias reales e
irreducibles. La crítica de la razón histórica de la religión, expuesta anteriormente, busca
ubicarse entre la pluralidad y la identidad ilimitada de las religiones. En efecto, la afirmación de
la absolutidad pertenece a los tres caminos expuestos, no solo al monoteísmo. Con esto se puede
enfrentar el principal malentendido entre el cristianismo y la gente de hoy, que repele la
afirmación de la absolutidad sostenida por el cristianismo en base a la relatividad histórica. Para
ellos y ellas, el simbolismo y espiritualismo que relativiza los enunciados de las religiones y
afirma la validez suprema de los mismos, sería la única y verdadera experiencia espiritual. El
error de esta visión radica en su aparente solución al supuesto punto de vista partidista cristiano.
61
La solución no es tal, pues se afirma una apertura suprapartidista hacia todo lo religioso ordenada
hacia su propia estructura religiosa. Es la absolutización de la vivencia espiritual sin imágenes.
Por tanto, viene a decir lo mismo que el cristianismo con respecto a la absolutidad del
llamamiento divino escuchado en Cristo (cfr. FVT 27-28).
Por lo que respecta a la ilustración, esta sostiene la absolutidad del conocimiento racional
científico. La ciencia se convierte en la concepción del mundo y la vida, y esta absolutidad se
torna en exclusiva y, por tanto, niega la absolutidad religiosa, sea mística o monoteísta. Ahora
bien, esta absolutidad, en la cual se postula que el ser humano solo conoce dentro de unos límites
categoriales de estricta validez, es imposible de fundamentar y la misma experiencia lo
desmiente. Por eso, afirmar esta absolutidad racional es posible desde la mediación de la decisión
religiosa. Por tanto, el verdadero problema religioso interno se produce únicamente dentro del
camino de la mística y de la revolución monoteísta (cfr. FVT 28-29).
3. Mística y fe
Para Ratzinger, optar por el camino de la mística o el de la revolución monoteísta es algo
que no puede hacerse simplemente desde el cálculo racional. Hacerlo supondría aceptar sin más
la absolutidad del camino racional. Esta decisión es de fe, la cual se sirve de normas racionales.
La ciencia lo único que puede llegar conocer es la estructura de ambos caminos y su relación
mutua (cfr. VFT 29).
Por mística se entiende no una forma de piedad, sino como un camino dentro de la
historia de la religión. Se trata de una actitud que no admite entidad alguna supra-ordenada sobre
sí, sino que considera las experiencias misteriosas y sin imágenes como la única realidad en el
campo religioso. Las corrientes religiosas asiáticas se fundamentan en este trasfondo. La
característica fundamental es que el místico se sumerge en la inmensidad del Todo-uno o en la
nada, según se aprecie desde una teología positiva o negativa. Las diferencias son provisionales.
Lo definitivo es la experiencia interna de unión e identidad. Desde esta perspectiva, las religiones
pertenecen al mundo de lo provisional y, por tanto, todas son iguales. El presupuesto dogmático
es la identidad Dios-mundo, fondo del alma y Divinidad. De allí se sigue que la persona no sea
algo último, y por tanto a Dios no se le considera como persona. En la mística la separación yo-
tú se derrumba (cfr. FVT 30-31).
62
Por el contrario, en la revolución monoteísta el papel central no lo desarrolla el místico
sino el profeta. Lo definitivo no es la identidad, sino la alteridad; encontrarse ante Dios que llama
y dona la Ley. El autor advierte que esta revolución monoteísta no abarca todo monoteísmo. Se
excluye toda creencia primitiva de un único Dios, y todo monoteísmo ordenado a la mística y
abierto más bien al monismo. En estos monoteísmos no se da una revolución, como en Israel,
sino una evolución que no llega a derribar a los demás dioses, sino que los armoniza. Tanto el
monoteísmo israelita como el de Zaratustra fueron verdaderas revoluciones que derrocaron a los
dioses del mito, y de este modo abrieron un camino propio dentro de la historia de las religiones
(cfr. FVT 31-32).
Como se observa, ambos caminos gozan de estructuras totalmente distintas. En la mística
prima la interioridad. Dios es sujeto pasivo, y la religión consiste en el ser humano que se
sumerge en Dios. Dios no actúa. Solo existe la mística de la persona humana que camina hacia la
unión. En el camino monoteísta la perspectiva es la inversa. El hombre es sujeto pasivo ante la
acción de Dios. Dios llama al ser humano y le abre el camino de la salvación a través de la
respuesta obediente de este a Dios. Más aún, se da una contraposición entre mística y revelación.
Desde la mística, la revelación es un imposible. Para el monoteísmo, lo característico es la
revelación (cfr. FVT 32-33).
Con estas consideraciones se refuta a aquellos que consideran el monoteísmo como una
mística estancada. Esta habría olvidado derribar el mito del único Dios. El monoteísmo en
realidad es un camino en sí mismo con una estructura totalmente diferente a la mística,
fundamentado en la experiencia de la actividad y personalidad de Dios. Sin embargo, también
está la postura contraria. La mística sería un paso previo para llegar a encontrarse con el otro
Absoluto. El camino místico estaría tentado por quedarse en la etapa de la unión. Solo después
de un estado doloroso podría el místico desligarse de sí mismo para entrar en la genuina
trascendencia y entrega. Ambas consideraciones muestran que el diálogo fructífero es apropiado
para superar esta dualidad entre monoteísmo y mística, evitando toda absorción del monoteísmo
en un sincretismo místico, y toda absolutización falsa y mezquina de las formas históricas
occidentales de cara a las religiones místicas (cfr. FVT 34).
63
4. La estructura de los grandes caminos religiosos
La principal diferencia entre el camino místico y el monoteísta es el del sujeto pasivo. En
el primero es Dios, en el segundo el ser humano. Otra diferencia es el carácter histórico de la fe
profética, y el carácter no histórico del camino místico. Además, la mística se expresa
únicamente en símbolos. Lo fundamental no es la vivencia en sí, sino el contenido. De esta
manera se relativiza todo lo temporal. Al contrario, el profeta se siente afectado por el llamado
divino y se establece una relación de carácter histórico; por tanto, se trata de la fe en un
acontecimiento. La mística se rebela contra el tiempo concreto, mientras que el monoteísmo se
rebela contra el retorno al tiempo mítico (cfr. FVT 35-36).
A partir del enfoque anterior, resultan sorprendentes las diferencias entre los patriarcas y
profetas de Israel con los grandes fundadores de las religiones. Sin duda alguna, cuando se
comparan la historia de Abrahán, Isaac, Jacob y Moisés con los grandes fundadores de las
religiones del mundo, como Buda, Confucio o Laotsé, no se puede menos que asentir a que los
primeros dejan mucho que desear frente a la grandeza de los segundos. Agustín de Hipona llegó
a afirmar que la Biblia era indigna de compararse con la dignidad de los escritos de Marco Tulio
Cicerón. En efecto, no se puede soslayar el hecho de que los patriarcas y profetas de Israel no
son grandes personalidades religiosas. Justamente en esto radica la singularidad de la revelación
bíblica. Dios no es intuido por grandes místicos, sino que es experimentado como el que actúa.
El Dios de la Escritura permanece escondido para el ojo exterior e interior, aún para la persona
más pura. El hombre por su esfuerzo no puede acceder a él. Es Dios quien busca al ser humano
en su historia mundana y entra en relación con él. Por ello la mística de la Biblia no es de
imágenes sino de palabras, no de intuiciones de seres humanos, sino de palabras y obras divinas.
No es el encuentro de una verdad, sino del obrar de Dios que crea la historia. Por tanto, lo
definitivo, afirma J. Ratzinger en consonancia con su lectura de Daniélou, es la obediencia a la
palabra de Cristo; porque es posible que fuera del cristianismo se encuentren mayores
personalidades religiosas que dentro de este (cfr. FVT 36-38).
Finalmente, ante la distinción de religiones de dos pisos. El autor afirma que esta es una
distinción no reconocida dentro del cristianismo, y sin validez dentro del mismo. En efecto, todas
las religiones conocen una cierta diferenciación entre los santos y la gente piadosa corriente. Sin
embargo, esta no es una distinción fundamental, sino secundaria. El problema radica en
64
considerar al místico como el único poseedor de la verdadera religión. Sin embargo, si lo
definitivo es el llamamiento de Dios, entonces todos se encuentran en la misma situación pues la
primera mano corresponde solo a Dios. Los creyentes son oyentes de ese llamado. (cfr. FVT 38-
39)
5. Interludio
Ratzinger, profundizando en lo antes expuesto, considera que la denominación camino
místico y camino monoteísta no es suficiente, prefiere hablar de mística de la identidad y
comprensión personal de Dios. Esta diferenciación responde a la pregunta fundamental sobre si
Dios es en último término alguien que está frente a los seres humanos, de tal manera que lo
supremo de la religión es la relación que llega a ser unidad sin suprimir la diferenciación entre el
Tu y el Yo; o si lo divino está más allá de la persona, y la meta de esta es la unión y disolución
en el Todo-uno. Sobre esta disyuntiva, señala el autor, J. Sudbrack profundizó en los escritos del
Pseudo-Dionisio Areopagita como el que tendió el puente más importante para unir Oriente y
Occidente. Sudbrack sigue el camino de M. Buber que pasó de una mística de la unidad a la
afirmación de la no mezcla en la unidad, y señala cómo Levinas considera como equivocada la
idea de la disolución de lo múltiple en una unidad que absorba todo. De hecho, afirma que la idea
de la infinitud de Hegel hace que el rostro del Otro se disuelva en una totalidad innominada. A
esto hay que oponer la experiencia personal de la unidad del amor, más elevada que la identidad
informe (cfr. FVT 41-42).
En esta misma línea, señala el autor, H. Bürkle mostró, a partir de la praxis social, que el
concepto persona es irrenunciable y supremo; y señala, además, que la defensa del valor y
dignidad propia y de los otros es solo posible si se fundamenta en Dios. A esto se añade, según
Bürkle, el problema del bien y el mal. Desde la concepción de la mística de la identidad la
diferencia entre bien y mal es relativizada, considerándolas como realidades complementarias y
necesitadas la una de la otra. En cierto modo bien y mal se producirían mutuamente. Por su parte,
en la comprensión personal de Dios, los opuestos hacen referencia el uno al otro y crean una
sinfonía; sin embargo, es la irrupción de la contradicción la que rompe la armonía,
destruyéndola. Contra Hegel y Goethe, el mal no es una faceta del todo, sino la destrucción del
ser. El mal no pertenece a la dialéctica del ser, sino que lo destruye (cfr. FVT 42-44).
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Dentro de la teología de las religiones existen tres posiciones fundamentales:
exclusivismo, inclusivismo y pluralismo. El exclusivismo está representado por K. Barth, y
sostiene que la fe cristiana salva de manera exclusiva, por tanto, las religiones del mundo no
constituyen caminos de salvación. Barth fundamenta su postura en la diferencia entre fe y
religión. La religión sería opuesta a la fe, pues sería obra humana para elevarse a Dios. La fe es
un don de Dios al ser humano. Las obras del ser humano no salvan, sino el poder bondadoso de
Dios. Con este trasfondo, afirma J. Ratzinger, D. Bonhoeffer proyectó un cristianismo sin
religión (cfr. FVT 44-45).
El autor contradice estas ideas. La fe requiere concretarse en la religión, aunque no se
reduce a ella. Tomás de Aquino, indica Ratzinger, habló de la religión como necesaria en cuanto
tal, pues es subdivisión de la virtud de la justicia, aunque es distinta de la virtud infusa de la fe.
Sin embargo, los autores antes citados tienen razón en cuanto a la necesidad de diferenciar con
claridad entre fe y religión. En efecto, se suele hablar de distintas formas de fe en todas las
religiones, y sin embargo, el contenido de este concepto comprende formas distintas, y hasta
contrapuestas, en las diversas religiones (cfr. FVT 45-45).
El principal representante del inclusivismo es K. Rahner. Esta perspectiva propone la
presencia del cristianismo en todas las religiones, y todas las religiones se encaminan al
cristianismo. Por este ordenamiento hacia el cristianismo, las religiones adquieren valor
salvífico, pues llevan oculto el misterio de Cristo. De esta manera se salva la afirmación
fundamental para el cristianismo de que solo Cristo y la unión con él tienen fuerza salvífica.
Además, esta propuesta permite explicar la necesidad de la misión. Las religiones presentan de
modo impreciso aquello que en Cristo y en la fe en él se ha hecho visible (cfr. FVT 46).
Por último, la posición pluralista está representada por J. Hick y P. Knitter. Desde esta
postura, la salvación ya no procede de Cristo, y Cristo deja de pertenecer a la Iglesia. Ellos
postulan que el pluralismo de religiones es un bien querido por Dios y son verdaderos caminos
de salvación. Cristo tiene un papel preeminente, pero no exclusivo. Existen algunos intentos de
mediación dentro de esta postura como la iniciada por J. Dupuis, pero los pluralistas lo reputan
más bien como inclusivista. J. Ratzinger afirma que su propia crítica consiste en plantear la
precipitada identificación del problema de las religiones con el tema soteriológico (cfr. FVT 47-
48).
66
En conclusión, se ha mostrado que el tema del lugar del cristianismo entre las religiones
del mundo es un problema que ocupa a los teóLogos desde hace tiempo. No se trata solo del
tema soteriológico, sino de pensar seriamente el tema de la provisionalidad de las religiones con
respecto al cristianismo. Para poder hablar y comprender esta noción de la provisionalidad, se
debe partir de la historia de las religiones. Hay tres caminos fundamentales que rompieron con
las religiones míticas y llegan a nuestros días: la mística, la revolución monoteísta y la
ilustración. De estos tres, los dos primeros son los religiosos. Cada uno de estos dos caminos
religiosos tiene una estructura distinta. No se les puede equiparar sin más, como pretenden los
modernos. En la historia de las religiones hay una verdadera evolución hasta llegar a estos dos
caminos (los cuales son, dicho sea de paso, necesario para llegar a la absolutidad de la razón). La
fe cristiana no puede renunciar a la absolutidad de Cristo, que desde su perspectiva es lo
fundamental. Sin embargo, no se puede negar la validez del camino místico, sino que el
cristianismo debe reconocer su diferencia con respecto a este, para poder entrar en diálogo con el
mismo.
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Capítulo XII
Fe, religión y cultura
En el capítulo anterior se estableció el lugar del cristianismo entre las religiones del
mundo. La razón crítica de las religiones muestra tres respuestas a la crisis del mito: la mística, la
revolución monoteísta y la ilustración. El papel del cristianismo entre las religiones del mundo
no es un problema principalmente soteriológico, sino de lo que significa realmente como camino
diverso y nuevo entre estas. En el presente capítulo se busca encontrar el fundamento del derecho
del cristianismo a la misión y su capacidad para ella, sin que por ello se erija en superior a todo
lo demás, buscando el fundamento en el análisis fenomenológico entre fe, religión y cultura,
hasta llegar a las posibilidades y criterios para la oración en común entre las religiones.
1. Fe, religión y cultura
El cristianismo tiene conciencia de un encargo misionero universal dado por el mismo
Señor resucitado (cfr. Mt 28,19s). Desde el primer momento ha buscado transmitir una fe que
nunca ha considerado como pertenencia exclusiva, sino a la cual todos los seres humanos tienen
derecho. El punto de partida de este universalismo no es político, sino teológico. Se fundamenta
en la certeza de haber recibido el conocimiento salvador y el amor redentor. La misión es la
transmisión obligatoria de aquello que se dirigía a todos y del que todos y todas estaban
necesitados. Sin embargo, en la actualidad esta certeza ha sido puesta en entredicho. La razón es
histórica. Se considera la historia de la misión como una de alienación y violencia. La petición de
perdón de 1992 realizada por el papa Juan Pablo II responde a las justas acusaciones contra los
pecados cometidos por Europa en el proceso de conquista de América Latina. En última
instancia lo que se plantea es la validez y verdad de la fe cristiana y la legitimidad de la misión
(cfr. FVT 51-52).
La reflexión a favor de la universalidad cristiana es urgente en el contexto de la
universalidad tecnológica. Esta nueva universalidad, impuesta por el poder de su capacidad y
éxitos, no ha hecho sino abrir más la brecha entre el Norte y el Sur, los ricos y los pobres,
verdadera desgracia para el tiempo actual. Ante tal contexto, se enfatiza que la fe debe
inculturizarse en la modernidad tecnológica y racional para poder subsistir (cfr. FVT 52-54).
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Europa desarrolló un concepto de cultura independiente del de religión. Sin embargo, en
todas las culturas la dimensión religiosa ha sido parte inherente a las mismas, incluso llegó a ser
su centro determinante de valores, y por ello de su sistema de orden interno. Desde esta
perspectiva, la inculturación de la fe cristiana resulta casi un imposible. En efecto, si se extrae de
una cultura su religión, se le arrebata el corazón y perece. Si se trasplanta un nuevo corazón, es
de esperar que el organismo lo rechace. Por tanto, para que la misión sea posible ha de
comprenderse que entre fe cristiana y las religiones no hay una relación de absoluta alteridad,
sino de apertura mutua. En otras palabras, la inculturación presupone la universalidad potencial
de todas las culturas. Esta solo tiene sentido cuando a la nueva cultura el cristianismo no le
infiere ninguna injusticia, sino que este se abre al nuevo dinamismo cultural para que se
desarrolle en ella (cfr. FVT 54-55).
Cultura es el modo histórico por el cual una comunidad expresa los conocimientos y
valores que marcan su sello sobre la vida de la comunidad. Esto significa que es ante todo un
intento por comprender el mundo y la existencia humana, por tanto tiene un carácter
fundamentalmente existencial. Este sentido del cosmos y del mismo ser humano es posible solo
con los demás, y nunca de forma individual. La comunidad es el presupuesto para el desarrollo
del individuo. La cultura que la persona aprehende se concreta en la praxis de los valores, en la
moral. Y esta cuestión sobre el mundo y el ser humano se encuentra siempre en relación con la
cuestión sobre Dios. Por lo tanto, la cultura supera lo fenoménico para ordenarse a lo último, a lo
divino. Esto se encuentra en su base antropológica, en la cual lo comunitario conserva, desarrolla
y sobrepasa la capacidad del individuo. Por ello las culturas apelan a la sabiduría y tradiciones de
los antepasados como algo revelado. Se pone así de manifiesto no el esfuerzo humano, sino el
contacto fundamental de todo con lo divino. La crisis surge justamente cuando no se logra
conciliar este dato previo supra racional con el conocimiento crítico. Esto significa que la cultura
es comunitaria e histórica, y por tanto procesual y progresiva a través de su transformación por el
encuentro. La diferencia entre culturas cosmo-estáticas e históricas hace referencia a la
concepción de la historia en las mismas, pero esto no niega que en ambas se contemple la
dinámica constante de muerte-vida (cfr. FVT 55-57).
Por tanto, podemos afirmar que la vinculación de la cultura a un determinado sujeto
cultural fundamenta la pluralidad de culturas y sus particularidades. A su vez, la historicidad de
69
las culturas fundamenta su apertura. Estas viven no solo en su propia experiencia cosmológica,
antropológica y teológica, sino que en el encuentro con otras culturas se van purificando y
profundizando mutuamente en conocimientos y valores. Esta transformación no necesita ser
necesariamente violenta o alienante. Puede hacerse también de forma positiva a través de la
aceptación de lo ajeno y el cambio de lo propio. Por tanto, debería hablarse de un encuentro de
culturas o interculturalidad, más que de inculturación. La inculturación supone una fe desnuda
que se puede trasladar de modo indiferente a otra cultura religiosa diferente. Esto es irreal,
porque toda fe supone una cultura y toda cultura articula una religión. El encuentro es posible
solo si existe realmente una potencial universalidad en las culturas, una mutua apertura interna
que permita la interculturalidad fructífera (cfr. FVT 57-58).
Por lo tanto, se puede afirmar sin temor a error que las culturas interactúan y se
desarrollan gracias a la universalidad potencial de cada una. Esto indica que la historia tiende a
unificaciones. Esta unificación es posible porque el ser humano es uno solo, con una misma y
única esencia. En efecto, gracias a esta misma esencia es que el hombre es tocado por la verdad
en el fondo de su ser, y esta verdad se manifiesta en las concordancias esenciales que existen
entre las culturas. Sin embargo, la diversidad puede cerrarse en sí misma debido a la finitud del
ser humano. Todos los conocimientos y culturas conforman un mosaico que muestra la
complementariedad entre unas y otras. Para llegar a la totalidad todas las culturas se necesitan
mutuamente. No obstante este dinamismo unificador, también existe un dinamismo de
separación debido al profundo distanciamiento entre las culturas. Este mismo distanciamiento
impide el conocimiento mutuo y aísla a las personas entre sí, y entre las culturas. Por lo tanto, en
todo análisis serio no se puede caer en la reprobación de las culturas y sus religiones como
idolátricas, como tampoco considerarlas de un modo totalmente positivo, olvidándose de toda
crítica a la cultura y a la religión (cfr. FVT 58-60).
El medio para llegar a la unidad ha de ser el de la verdad común sobre el ser humano. En
esta verdad está siempre en juego la verdad sobre Dios y la realidad. Entre más humana sea una
cultura, más buscará la verdad, la asimilará y ella misma se asimilará a la verdad. La fe cristiana
tiene consciencia de que en sus expresiones culturales existe necesidad de una profunda
purificación y apertura. Pero también es consciente que su núcleo consiste en mostrar la verdad
misma. La situación más desgraciada para el ser humano es el ocultamiento de la verdad, que lo
70
lleva al enfrentamiento con los demás seres humanos al estar alienado de sí mismo y de Dios. La
verdad hace salir de toda alienación que separa. El brillo de la norma común no violenta las
culturas, sino que las conduce a su centro más genuino. Esto no es uniformidad, sino
complementariedad en la diversidad. De esto se sigue que la obligación interna de la misión de
los cristianos responde a que Jesús es la verdad en persona (cfr. FVT 60-61).
Esto implica, para la fe cristiana de cara a las religiones del mundo, constatar que la fe no
existe desnuda, sino cubierta por la cultura. Toda fe crea cultura, es cultura. Es decir, una forma
de vida y de relaciones del ser humano consigo mismo, con los otros, con el cosmos y con Dios.
Por lo tanto, la fe es un sujeto propio, una comunidad de vida y cultura, a la que le denomina
como pueblo de Dios. A diferencia de los sujetos culturales clásicos definidos por la
procedencia, etnia o fronteras, este pueblo de Dios puede existir en diversos sujetos culturales
que no dejan de ser el sujeto primario e inmediato de su cultura. Esto indica que en el
cristianismo la doble identidad es posible, sin que se llegue nunca a una síntesis acabada. En este
sentido, es perfectamente posible ser cristiano y seguir siendo francés, alemán, chino o japonés.
Sin embargo, esto no es posible en las religiones precristianas (exceptuando el budismo), donde
existe identidad e inseparabilidad con respecto al sujeto cultural. Así las cosas, se podría objetar
contra la universalidad potencial de las culturas que el sujeto histórico concreto es la cultura,
mientras que la fe busca una expresión cultural que la encarne. Sin embargo, esto constituye un
error pues rebaja la cultura a una mera estructura formal que puede intercambiarse sin más, y
hace de la fe un espíritu carente de realidad que se remite a la inexpresividad del sentimiento y
del pensamiento puro. Si se toma en serio la definición dada antes de cultura, entonces la Iglesia
es sujeto cultural dotado de fisionomía propia, y por tanto no identificable con sujetos históricos
particulares (cfr. CR 61-63).
Entonces, el encuentro de la fe y su cultura con una cultura extraña no puede simplemente
disolver la dualidad de sujetos culturales. Abandonar la propia herencia cultural para adoptar un
cristianismo aséptico, así como hacer desaparecer la propia cultura para adoptar una ajena, sería
un error. Esta tensión es justamente la que permite el encuentro fructífero entre las culturas.
Ofrecer un cristianismo despojado de dinamismo histórico es un absurdo. El Nuevo Testamento
lleva en sí mismo la dinámica de la historia de la fe israelita, que inicia con la ruptura cultural de
Abrahán que deja atrás la casa paterna; que se entrelaza con el mundo cultural egipcio,
71
babilónico, hitita, sumerio, persa en toda su historia. La Iglesia debe tomar conciencia de ser
sujeto cultural propio, generado históricamente y con diversos niveles. Es sujeto cultural,
además, porque no se trata de un camino individual sino colectivo. La fe conduce hacia el pueblo
de Dios y su historia. El misterio de la encarnación es afirmar que Jesús permanece siendo
hombre por siempre, y esto supone su historia y su cultura. Cristo no puede ser ahora
desencarnado. Justamente por este misterio, él atrae a todos los pueblos hacia sí. Esto significa
que el pueblo de Dios no es una estructura cultural individual, sino que está conformada por
todos los pueblos, porque la identidad primera tiene lugar en Cristo, que resucita de la ruptura de
la cruz (cfr. FVT 63-65).
Para que todo esto sea cierto, también debe ser verdad que Cristo constituye el sentido de
la historia, la revelación de la verdad. Sin embargo, afirmar la verdad en base a unos enunciados
concretos de fe es tenido hoy por arrogancia. En la actualidad la cuestión sobre la verdad es
sustituida por la decisión de la mayoría, pues la verdad como tal es inaccesible para el ser
humano. Esto se prueba por la pluralidad de culturas. Esta multiplicidad confirma el hecho de la
inaccesibilidad de la verdad. Por tanto, la verdad se relativiza, y la praxis asume el rol
fundamental. No es verdad lo sabido, sino lo que se debe hacer. Esta praxis por una sociedad
mejor asume la categoría Reino, pero en sentido profano y utópico. Los paradigmas
eclesiocéntrico, cristocéntrico y teocéntrico aparecen anticuados ante el reinocentrismo, el cual
constituiría la tarea común y punto de encuentro de las religiones. De este modo, se anula la
necesidad del encuentro entre ellas en virtud de una esencia más profunda que las hace
configuradoras de futuro, tarea que les ha sido extraña a las mismas hasta ahora (cfr. FVT 65-
66).
Este relativismo hace que el universalismo cristiano no sea ya obligatorio. La obligación
de la misión cristiana, que transmite un bien (la verdad y el amor) destinado a todos, es vista
como la arrogancia de una cultura que se dice superior. Hoy el imperativo es más bien la
recuperación de las antiguas religiones. Toda crítica hacia ellas (v.gr. sacrificios humanos,
guerras santas, etc.) en la cual se pueda señalar que no en todas las religiones se puede ver el
camino de Dios hacia los seres humanos, y de estos hacia Dios, es mal vista. Algunos propugnan
la creación de una suerte de santuarios naturales para preservar de la corrupción a las demás
religiones del mundo. Sin embargo, hacerlo es despreciar la capacidad del mismo ser humano, y
72
pasar por alto el dinamismo integrador propio de la historia y de la esencia común de los seres
humanos. Es injusto imponer el sueño romántico del mundo previo a la revolución tecnológica, y
ofrecer esta cultura tecnológica como la panacea de todo mal, especialmente a los que no la
conocen. Esta pretendida universalidad de la cultura tecnológica no es un mal; lo es la arrogancia
con la que invade la vida humana pisoteando la religión y la ética, proponiendo un modelo de
supuesto desarrollo, por lo demás fallido, montado sobre el desarraigo espiritual y la destrucción
de las estructuras comunitarias. El contacto de la tecnología con las religiones debe afectarlas en
virtud de su propio dinamismo. No hay nada aséptico a nivel religioso y moral. Si la cosmovisión
es modificada, también lo es la religión. Por ello, resulta contradictorio el desprecio actual al
cristianismo en el afán de mantener lo propio, acusándolo de occidental, cuando a su vez se
promociona apasionadamente la tecnología, que no es menos occidental (cfr. FVT 67-69).
De este modo, las religiones (y con ellas el cristianismo) que señalan hacia adelante caen
por tierra, mientras se considera como fundamental el carácter mágico, aunque perecedero, de las
tecnologías que prometen el control del mundo y de la vida. Europa vive un auge de lo pagano.
Busca descubrir formas de ejercer poder, pero es uno que conduce a la destrucción de la persona
y el mundo. Esto es el desencuentro entre las culturas, pues niega el avance en las religiones y
obstaculiza la síntesis entre religión y tecnología. La tarea del diálogo interreligioso debe ser
reconocer el carácter de adviento de todas ellas, y no solo de la búsqueda de vestigios culturales.
El cristianismo se encuentra con las religiones del mundo justamente en los conocimientos
fundamentales que sustentan la humanidad: el hombre está ordenado a Dios y a la eternidad; la
realidad del pecado, la penitencia y el perdón; la comunión con Dios y la vida eterna; y el
ordenamiento moral fundamental (cfr. FVT 69-71).
2. Inclusivismo y pluralismo
Para Ratzinger, el exclusivismo, como negación de la salvación de todos los no cristianos,
no es mantenido seguramente por nadie. La opinión de Barth no tocaba lo concerniente a la
salvación de las personas, sino al fenómeno de la religión en general. En la actualidad subsisten
dos posiciones en torno a la relación entre cristianismo y religiones del mundo: inclusivismo y
pluralismo. El inclusivismo es rechazado con frecuencia por considerársele una suerte de
imperialismo cristiano. Afirma, sin embargo, que para K. Rahner esta arrogancia cristiana según
la cual todas las religiones se orientan a Cristo, es algo irrenunciable pues la fe cristiana sostiene
73
sin ambages el ordenamiento de todo a Cristo, verdad de todas las cosas y de toda la humanidad.
Y la verdad no es violencia a nadie (cfr. FVT 73-74).
Desde una perspectiva fenomenológica, la idea de la universalidad potencial de las
culturas indica que estas no son bloques estáticos sin relación mutua. La esencia común de todo
ser humano actúa en ellas a través de experiencias e historias diferentes por las cuales el ser
humano se expresa a sí mismo. Por esta esencia común la comunión entre los seres humanos es
posible y, por tanto, es posible la relación entre las culturas, estableciendo contactos y
ordenándose unas a otras. De este modo, el inclusivismo pertenece a la esencia de la historia de
la cultura y la religión, la cual no se estructura en pluralismo riguroso. En efecto, hacer esto
último es negar la unidad de la humanidad y el dinamismo unificador de la historia (cfr. FVT
74).
Desde la perspectiva de la fe este proceso de unificación acontece en Cristo, punto de
referencia de todas las culturas y religiones. La razón está en el carácter revelado de esta fe, que
es producto no de una sola cultura, sino de una intervención de Dios. No obstante, la fe deja
espacio a la sinfonía múltiple de las grandes experiencias espirituales, tal como lo prefigura el
acontecimiento de Pentecostés, en el que se prescribe la pluralidad de lenguas que se entienden
en un mismo Espíritu (cfr. FVT 74-75).
La peculiaridad del cristianismo, desde la perspectiva fenomenológica, consiste en no
haberse asentado en la historia de las religiones como la religión absoluta entre las religiones
relativas. Más bien, durante los primeros siglos buscó su prehistoria en la ilustración,
movimiento de la razón contra una religión ritualista. En efecto, para el Estado el cristianismo
era una suerte de ateísmo, pues negaba la pietas ritualista que funcionaba para su conservación.
Más aún, la noción de semillas de las palabras, que ahora se intenta aplicar a las religiones, en
su inicio hacía referencia a la filosofía, a la que consideraba una piadosa ilustración. Por tanto, el
cristianismo vio su prehistoria en la ilustración, y no en las religiones. No obstante, su
configuración de oración y culto le viene por las religiones, particularmente de la tensión en su
prehistoria interna (la religión israelita) entre la apertura a las formas religiosas de los pueblos y
la ilustración de los profetas. La posición peculiar del cristianismo en la historia de las religiones
se debe a la unión entre ilustración y religión, que las vincula y purifica. Por tanto, la voluntad de
racionalidad es inherente al cristianismo. Por ello, la cuestión de la verdad apremia al
74
cristianismo, y esto es algo que afecta y vincula a toda persona, pues ella misma es peregrina de
la verdad (cfr. FVT 75-76).
El pluralismo de religiones, entendido como yuxtaposición de bloques, no puede ser lo
definitivo. Quizá el término inclusivismo no sea el más afortunado, porque sin duda no se trata de
la absorción de las religiones en una única religión, sino del encuentro en una unidad que haga
posible el paso de pluralismo a pluralidad. A este respecto se abren hoy tres caminos: 1) el
monismo espiritual de la India, el cual ofrece espacio a todas las religiones dejando que su
significación simbólica permanezca, trascendiendo lo concreto de las religiones con la noción de
un Absoluto innominado, no-categorial; 2) la noción cristiana de universalidad, la cual sostiene
que más allá de todas las categorías humanas subsiste la Trinidad y Unidad de Dios amor que
crea. En la Trinidad se reconcilia la noción de unidad y pluralidad, donde lo último del ser no es
el nombre sino el amor por el que Dios llega a la criatura y esta se une a su creador; y,
finalmente, 3) la noción islámica de ser el camino último, pues supera al judaísmo y al
cristianismo al llevar a la simplicidad del Dios único. Al llegar a una religión sin culto y sin
misterio, se constituye en religión universal y meta de todo el desarrollo de la humanidad (cfr.
FVT 76-77).
3. El cristianismo, ¿una religión europea y helénica? Abrahán y Melquisedec
Desde la perspectiva de J. Ratzinger, en la confrontación a la historia de la misión
cristiana en el mundo se recurre con mucha frecuencia a la afirmación del colonialismo religioso
cristiano como parte del sistema colonialista general. Por tanto, si se renuncia al eurocentrismo,
se debe renunciar igualmente a la misión. No obstante, se debe recordar el origen oriental de la fe
cristiana, justo en el centro donde se contactaron las grandes corrientes intelectuales de tres
continentes. De allí que la interculturalidad sea parte de lo propio del cristianismo. Además, en
los primeros años, el cristianismo estuvo reconcentrado en la región del Asia menor, hasta las
invasiones musulmanas. Fue hasta entonces que la mayoría cristiana se concentró en Europa. Sin
embargo, su raíz original permaneció siendo no europea y se convirtió a su vez en una crítica de
lo europeo que no es, bajo concepto alguno, algo monolítico. De hecho, el cristianismo ha tenido
que nacer constantemente a partir de su encuentro con las diversas culturas a lo largo de su
desarrollo. La ruptura cultural es un éxodo que marca, ya desde su prehistoria bíblica, al
cristianismo. Nadie nace siendo cristiano ni lo encuentra sin más como lo suyo propio, aún
75
cuando se desarrolle en ambientes cristianos. El cristianismo inicia con el bautismo, no con el
nacimiento biológico. Por tanto, no emerge del interior del ser humano, del esfuerzo de
profundización en lo propio, sino que le viene de fuera en forma de acontecimiento que le sale al
encuentro. La Trinidad, la encarnación, rompen con la experiencia humana, con la consciencia
de identidad con todo, y abren la posibilidad de superar el pluralismo para llegar al encuentro
con todos (cfr. FVT 78-81).
Al cristianismo también se le acusa de traicionar la Escritura por ser más bien una
amalgama greco-romana. Esta crítica se inició con la reforma protestante y se profundizó con la
Ilustración. Ratzinger afirma que para A. von Harnack, la gnosis constituyó la helenización
aguda del cristianismo y esta ha ejercido su influjo en la historia a través del catolicismo. En la
actualidad los historiadores no aceptan unánimemente esta afirmación. No obstante, la crítica en
clave de helenización sigue fascinando. Quienes sostienen esto afirman que la Escritura expresa
una serie de experiencias religiosas sobre las cuales se desarrolla una praxis de vida recta. La
Iglesia antigua sobrepuso a esta praxis una teoría filosófica de la que brota una ortodoxia, la cual
tuvo sentido en un contexto cultural determinado, y por tanto no obliga a culturas distintas a
aquella en la que nació. Sin embargo, el encuentro entre el pensamiento griego y la fe bíblica
inició dentro del camino bíblico, no exclusivamente con el cristianismo. La crítica filosófica
griega a lo religioso de aquel tiempo se encuentra también en la Escritura, y es notable el influjo
de la primera sobre la segunda. La traducción de los LXX no puede simplemente reputarse como
una versión helenizante de la Masora, sino que constituye una tradición independiente,
testimonio del desarrollo de la fe bíblica. Por otro lado, la explicitación de la fe cristiana hecha
por los primeros concilios no convierte al cristianismo en una doctrina filosófica. Los Padres
comprendieron que el fin de la escritura no era la ortopraxis, sino llevar a los seres humanos la
verdad hecha persona en Jesús, el Cristo. Por esta razón, la Iglesia de los primeros siglos se
esforzó por hacer razonable la fe bíblica, explicándola con categorías filosóficas sin traicionar la
fidelidad a ella. Por ejemplo, la formulación del homoousios no pretende sino tomar al pie de la
letra la revelación, y no en sentido alegórico o metafórico (cfr. FVT 81-85).
Otra crítica, esta vez desde dentro de la Iglesia, versa sobre la errónea concepción del
culto cristiano en clave sacrificial como una recaída en el Antiguo Testamento. Esta crítica se
hace retomando la formulación del canon romano del nuevo misal reformado en la que se hace
76
referencia explícita al sacrificio de Abel, Abrahán y Melquisedec. Sin embargo, afirma J.
Ratzinger, no se puede afirmar una ruptura total entre el cristianismo y el Antiguo Testamento.
Ciertamente, la novedad es categoría cristiana fundamental. No obstante, es una novedad
preparada desde antiguo, y no significa ruptura o destrucción, sino renovación y santificación.
Así, Abel, el primer mártir, es prefigura de Cristo. Abrahán, está dispuesto a sacrificar a su hijo
Isaac y con él el contenido de la promesa, su mismo futuro; aparece en su lugar el cordero,
prefigura de Cristo. Melquisedec, cuyas características fundamentales es la justicia y la paz,
ofrece un sacrificio incruento de pan y vino, en el que se transparenta a Cristo. Más aún, Abel y
Melquisedec son gentiles. Abrahán es el patriarca de Israel. No pocos objetan este tipo de
interpretación de la Escritura, pero sirve para enunciar y justificar la línea continua en la historia
de salvación. Más aún, se aclara de este modo el sentido correcto del inclusivismo. No se trata de
absorción, sino de correspondencia interna a la que se puede designar como finalidad: Cristo.
Tanto gentiles (simbolizados en Abel y Melquisedec) e israelitas confluyen en el Cordero
sacrificado (cfr. Ap 5,6). Se trata por tanto no de un sacrificio de las personas a Dios, sino del
modo como Dios llega a los seres humanos. De este modo, las religiones se encuentran, pero no
por ello entran en un bloque único, sino que permanecen las diferencias y la necesidad en todas
ellas de purificación (cfr. FVT 85-89).
4. Diferenciación de lo cristiano
Sobre la oración común se han redactado diversos textos. J. Ratzinger afirma su
preocupación en torno a las formulaciones de la declaración final Hallazgos de una consulta
sobre la oración interreligiosa de Bangalore del año 1996. Este documento ve en la categoría de
hospitalidad (cfr. Lc 10,7) una razón para compartir la oración y el culto divino con miembros de
otras tradiciones religiosas. Sin embargo, olvidan que la hospitalidad se refiere a un derecho de
los misioneros en virtud del anuncio que realizan del reino de Dios. La no aceptación de los
mensajeros por parte de los pueblos pone a estos últimos bajo la amenaza del juicio. Por tanto, la
hospitalidad como intercambio de actos de culto y oración no tiene asidero en el texto. El texto
busca, y esto lo concede el autor, nuevos caminos más allá del exclusivismo, inclusivismo y
personalismo. Pero en esta búsqueda llegan a insinuar que los límites entre Dios y los dioses,
entre la comprensión personal e impersonal de Dios, no supondrían diferencias pues al final se
piensa en la misma realidad final Absoluta. Esto resulta fascinante, e incluso parece ser más
77
respetuoso del misterio divino, y refleja mayor humildad por parte del ser humano ante lo
Absoluto (cfr. FVT 89-92).
Si esta indiferenciación es verdadera, entonces ambas concepciones de Dios son
intercambiables y la oración cae en el vacio para convertirse en autorreflexión, y no en diálogo.
Abandonar la fe en un Dios personal implicaría que Dios no podría ya conocer, escuchar, hablar
(Logos), no tendría voluntad. Tampoco habría diferencia entre el bien y el mal, serían
simplemente complementarios. Sin embargo, el fundamento de la fe de Israel (y, por tanto, de la
fe cristiana) es la existencia de un único Dios personal. Entre Dios y los dioses no hay punto
intermedio, aún cuando haya verdad en el politeísmo y en la mística de la unidad. Por esto la
Iglesia predica la unicidad de Cristo vinculada a la unicidad de Dios. Cristo no es un avatar de
Dios, sino que es Dios. La Iglesia explicó esta identidad recurriendo a la ontología griega. De
esta no equivalencia se sigue la necesidad de la conversión y la misión. No pocos afirman la
conversión solo como cambio interior y no como paso de una religión a otra. Hablar de
conversión posicionaría al cristianismo en un rango de superioridad con respecto a las demás
religiones, y esto contradice la noción de igualdad entre estas. El cristianismo no puede aceptar
la noción de igualdad, pero tampoco puede creerse superior a los demás. Él confiesa que la
llamada de Dios al ser humano en Cristo, exige obediencia y conversión. Si las religiones son
iguales entonces la misión es imperialismo. Pero si Cristo es un nuevo don esencial de Dios para
la humanidad, entonces para los cristianos es una obligación ofrecer esta verdad a los demás,
respetando su libertad. Solo desde la libertad actúan la verdad y el amor (cfr. FVT 89-94).
5. La oración multirreligiosa y la oración interreligiosa
El diálogo y encuentro entre las religiones lleva necesariamente a la discusión sobre la
oración común. En este respecto se distingue entre oración multirreligiosa e interreligiosa. El
modelo multirreligioso fue el usado en las jornadas mundiales de oración por la paz de 1986 y
2002. Muchos, provenientes de diversas creencias religiosas, que comparten el sufrimiento por
los males del mundo y la falta de paz, y desean ayudar para solucionarlo, se reunieron para dar
una señal conjunta de su anhelo de paz. Ellos, conscientes de su comprensión distinta de Dios y,
por ende, de la oración, sabían que orar juntos no correspondía a la verdad. Por ello decidieron
ofrecer una señal común, pero orar por separado y a su manera. No hay duda que tal práctica
entraña riesgos. Sin embargo, no se puede rechazar del todo. Dos condiciones fundamentales
78
deben haber para efectuar esta enorme responsabilidad del clamor dirigido a Dios en presencia
de todos: 1) este tipo de oración no puede ser lo normal de la vida religiosa, sino que debe
constituir una situación extraordinaria realizada en tiempos de particular necesidad; y 2) aclarar
con toda precisión lo que acontece, con el fin de evitar falsas interpretaciones relativistas como la
promoción de una idea o fe común de y en Dios (cfr. FVT 94-96).
La oración interreligiosa consiste en la reunión de varios provenientes de diversas
creencias religiosas para orar juntos. El autor duda de la posibilidad de celebrar semejante acto
con verdad y honradez. No obstante, sugiere tres condiciones elementales para este tipo de
oración: 1) que exista unanimidad acerca de qué o quién es Dios y, por tanto, sobre el significado
de la oración. La oración común requiere de un destinatario común. Y para que la oración sea
verdadera, esta debe dirigirse a un Dios personal capaz de conocer y amar, de escuchar y
responder, que es bueno y norma del bien; 2) debe existir acuerdo fundamental sobre aquello
considerado digno para orar y el contenido de esta oración (v.gr. el Padre Nuestro); y 3) debe
realizarse de tal manera que no haya espacio para interpretaciones relativistas sobre la fe y la
oración. De cara al no cristiano, esto supone no oscurecer la unicidad de Dios y de Jesucristo
(cfr. FVT 96-97).
En conclusión, fe, religión y cultura son dos realidades intrínsecamente unidas. Todo
cambio en una de ellas afecta a las otras. La historia de las religiones y de las culturas demuestra
una dinámica propia de unificación paulatina. Esta dinámica es posible gracias a la universalidad
potencial de las mismas, y a la esencia común del ser humano. Esto indica que las religiones y
culturas están llamadas al encuentro y al diálogo. Este encuentro y diálogo significa cambios
reales dentro de ellas. Desear que esto no ocurra es negar la dinámica propia de la historia. El
reto principal de este encuentro entre culturas y religiones se encuentra en este momento en el
diálogo con la cultura tecnológica que se impone a pasos agigantados sobre la humanidad.
Afirmar esta relación lleva a pensar en el inclusivismo como la manera más adecuada de
establecer las relaciones entre el cristianismo y las religiones del mundo.
El pluralismo, estaría más en sintonía con mantener la autonomía de las religiones, en una
suerte de santuario natural para ellas. El inclusivismo, lejos de representar una especie de
imperialismo religioso, trata de poner de manifiesto el camino desde el pluralismo reinante hasta
la pluralidad en la unidad. Este inclusivismo se propone desde la fe cristiana. Ella no es, como
79
muchos han querido ver, una realidad europea y helenista, más bien lleva en ella misma el
dinamismo cultural propio de la tradición bíblica en la que se gesta. El cristianismo constituye
una realidad dinámica que no brota del ser humano sino que le viene dada desde fuera por la
revelación. La especificidad cristiana le viene del dato revelado. Por esta razón, no puede
pretender ser igual a las demás religiones, aunque tampoco puede considerarse superior a ellas.
Ella debe mantener la afirmación de la unicidad de Dios y de Cristo como su fisonomía concreta.
Esto supone, a la hora de la oración interreligiosa, la posibilidad de la oración común, sin que por
ello se pueda concluir que todas las religiones son iguales y se dirigen a un mismo Dios de forma
indiferente.
80
Capítulo XIII
Las nuevas problemáticas surgidas durante el decenio de 1990.
Sobre la situación de la fe y la teología hoy
En el capítulo anterior se estableció la relación entre fe, religión y cultura, se mostró la
característica multicultural propia del cristianismo, a menudo acusado de ser exclusivamente
greco-romano, y se estableció la posibilidad y los criterios de cara al diálogo interreligioso. En
este capítulo se abordarán las nuevas problemáticas surgidas en el último decenio del siglo XX
en la relación entre fe y teología.
1. Tres crisis: la teología de la liberación, el relativismo y el retroceso de la cristología
Para el autor, la teología de la liberación surgió en la década 1980 como exigencia
apremiante a la fe de la Iglesia sobre la redención en clave de respuesta nueva, plausible y
práctica. La categoría liberación parecía responder de forma más adecuada a lo que la Iglesia
quería decir con redención. Ante la experiencia de un mundo que a todas luces no concuerda con
el plan de Dios, la fe no puede quedar impasible. Las situaciones del mal en el mundo, según esta
teología, solo pueden superarse por un cambio radical en las estructuras de pecado del mundo.
Para esto, no basta la conversión individual. Se necesita la lucha contra las estructuras de
injusticia. Por tanto, esta lucha se convirtió necesariamente en un proceso político que encontró
en el marxismo sus directrices fundamentales. Desde esta perspectiva, la liberación se convirtió
en una tarea a cargo de los seres humanos, e hizo de la fe una esperanza práctica, acción concreta
y redentora. Sin embargo, el fracaso de los regímenes políticos marxistas sirvió de crepúsculo de
los dioses. La política redentora no funcionó. Y su fracaso condujo al nihilismo y al relativismo
total (cfr. FVT 103-104).
Por su parte, el relativismo se ha convertido en problema central para la fe. Se manifiesta
como resignación ante lo inconmensurable (bajo conceptos de tolerancia, diálogo y libertad) y
como fundamento de la democracia, según la cual todos los caminos o intentos fragmentarios
para llegar a lo mejor. Esto sirve en el contexto político. No existe opción política y social
absoluta. El ordenamiento para el disfrute de la libertad se construye en base a la convivencia
humana, y esta es relativa; además, el relativismo no resuelve los temas de la justicia. El
81
problema estriba en la erección del relativismo más allá de todo límite. En el ámbito teológico,
ha tomado la forma de teología pluralista de las religiones. Esta teología es variopinta y no
fácilmente reducible a rasgos esenciales. Sin embargo, es un producto típicamente occidental,
pero con fuertes contactos con las tradiciones asiáticas. Esto le confiere un fuerte impulso de
actualidad (cfr. FVT 105-106).
Por su parte, el retroceso de la cristología se enraíza en el uso teológico que J. Hick hizo
de la distinción kantiana entre phainomenon y nooumenon. Según esto, la realidad en sí misma
no puede ser aprehendida. Solo se accede a su manifestación a través de la percepción. Esto,
llevado al ámbito teológico, desemboca en una cristología que rechaza la identificación entre
Jesús y Dios, desdeñándola como mítica. Jesús se relativiza a uno más entre los grandes de las
tradiciones religiosas, pues el Absoluto no puede historizarse. En consecuencia, la Iglesia, el
dogma y los sacramentos caen por tierra, pues son mediaciones finitas. La afirmación sobre la
verdad acontecida en Cristo y en la fe de la Iglesia es reputada como fundamentalista y, por
tanto, contraria al espíritu de los tiempos y amenaza a la tolerancia y libertad. La esencia del
relativismo será el diálogo entendido como poner lo propio al mismo nivel que lo demás; lo
contrario de la misión y la conversión. Este relativismo aplicado a la cristología y la eclesiología
se convierte en un mandamiento central de la religión, pues la fe en la divinidad de un individuo
conduciría al fanatismo, y por tanto a la separación entre fe y amor (cfr. FVT 106-108).
2. El recurso a las religiones de Asia
El planteamiento de J. Hick, afirma el autor, vincula la filosofía post metafísica europea
con la teología negativa asiática. Para esta teología, lo divino es inaccesible. Este se manifiesta
en reflejos negativos, permaneciendo absolutamente trascendente. De este modo, el relativismo y
el pragmatismo reciben una confirmación religiosa que les permite renunciar al dogma en aras
del respeto al misterio de Dios y del ser humano. Esto significa, particularmente para la teología
cristiana en la India, despojar a Cristo de su carácter único para situarlo en el mismo rango con
los mitos indios redentores. Este relativismo se presenta como encuentro entre culturas, y de este
modo se recibe casi sin resistencia. Oponerse a ello es visto como oposición a la democracia, la
tolerancia y la coexistencia respetuosa con las demás culturas. El que desea ser fiel a la
revelación y la Iglesia se siente necesariamente desplazado y solo con esta “necedad de Dios”
(1Cor 1,18) (cfr. FVT 108-109).
82
3. Ortodoxia y ortopraxis
Para Hick, afirma J. Ratzinger, el sentido último de la religión es el paso del centramiento
en sí mismo al centramiento en la realidad. Se trata de salir del yo para llegar al tú. Sin embargo,
para llegar a esto se puede prescindir de la religión. P. Knitter, continúa el autor, trata de superar
esto a través de una síntesis entre Europa y Asia, asociando la teología pluralista de las religiones
con la teología de la liberación. La propuesta de Knitter, basada en el marxismo, consiste en la
primacía de la ortopraxis sobre la ortodoxia. En otras palabras, el absoluto es incomprensible,
pero puede realizarse. Así lo comprenden las religiones de la India, que ignoran la ortodoxia (en
el sentido de una dogmática obligatoria) pero sí conocen la ortopraxis (como sistema de actos
rituales necesarios para la salvación). Ahora bien, el problema está en que para la Iglesia antigua
la ortodoxia no se comprende como sistema de doctrinas, sino como la manera correcta de
glorificar a Dios en el culto y con la vida. De hecho, doxa no se entendía como opinión, sino
como glorificación (cfr. FVT 109-111).
La teología moderna comprendió por ortopraxis no la observancia de un ritual. Concedió
a este un sentido ético o político. En sentido ético, significaría la asunción de un ethos definido
con claridad para todos. En sentido político, indica la pregunta sobre la acción política correcta.
Las teologías de la liberación fueron consecuentes con su fundamento filosófico marxista al usar
la categoría ortopraxis para determinar la acción política correcta. De donde se sigue que toda
ortopraxis se fundamente en una ortodoxia, en sentido moderno. Para Knitter, la verificación de
la praxis se da en el camino de la libertad. Sin embargo, deja sin definir la libertad y no
determina aquello que se encuentra al servicio de la liberación del ser humano. El marxismo
fracasó en su intento ortopráxico. También las teorías relativistas parecen encaminadas al
fracaso. O bien llevan a una desvinculación tal que las vuelve superfluas, o terminan
proponiendo normas absolutas en la praxis justamente allí donde no hay lugar para algo absoluto.
El riesgo está en sustituir el misterio, por una religión de la política (cfr. FVT 111-112).
4. Dos consecuencias del relativismo: la New Age y el pragmatismo en la cotidianidad
eclesial
El relativismo de base kantiana, afirma el autor, fundamenta una religión más pragmática
de tonos éticos y/o políticos, pero al mismo tiempo surge una respuesta relativista
antirracionalista denominada New Age. Esta nueva corriente religiosa busca la supresión del
83
sujeto en una suerte de éxtasis cósmico en la que el yo se identifica con el todo cósmico, y
pretende fundamentarse en los avances científicos contemporáneos en todas las ramas de la
ciencia. Oferta una nueva mística en la que la fe en lo absoluto no es necesaria, sino la
experiencia del mismo. Dios se reduce a una suerte de energía mental que domina todo. La
redención consiste, desde esta óptica, en la supresión del yo y el retorno al todo a través del
éxtasis alcanzado por medio de las más diversas técnicas. La persona se recupera a sí misma, los
dioses retornan y se hacen más creíbles que Dios. Esto se concreta en el retorno de las religiones
precristianas, que pretende ser respuesta también al imperialismo político e intelectual cristiano.
Los sacramentos se reducen a símbolos vacíos que no logran transmitir lo numinoso. La “sobria
embriaguez del misterio cristiano” (FVT 114) es sustituida por éxtasis eficaces que hacen sentir a
la persona como dios haciéndole olvidar su finitud. El fracaso de los absolutismos políticos ha
llevado a la atracción del irracionalismo (cfr. VFT 114).
Por su parte, dentro de la Iglesia impera el pragmatismo gris de la cotidianidad eclesial.
Se hacen intentos de democratización de la Iglesia intentado extender el principio de la mayoría
en temas de fe y moral. Un problema estriba en que el consenso de la mayoría no es un absoluto
de fe. El único absoluto para el cristiano es la revelación que viene de Dios a través de la Iglesia
y sus sacramentos. Algunos pretenden que la fe y su praxis sea determinada por cualquier
instancia de forma cuasi partidaria. Otro inconveniente es el litúrgico. La reforma realizada hizo
surgir la opinión de la licitud de la modificación libre de la misma, según el capricho del
celebrante mientras no se cambien las palabras de la consagración. Se postula la necesidad de
una liturgia de menos palabras y de más vivencia, siguiendo las tendencias de la New Age sobre
lo embriagador y extático como preferente sobre la rationabilis oblatio (cfr. Rm 12,1) paulina
(cfr. FVT 115-116).
5. Las tareas de la teología. Perspectivas
J. Ratzinger considera que la teología de la liberación dio a un cristianismo cansado de
dogmas una nueva praxis que hace de la redención un acontecimiento real. Sin embargo, sus
frutos han sido destrucción y relativismo. La New Age propone el abandono del cristianismo
como algo fracasado y sugiere el retorno a los dioses. Desde la exégesis, muchos sostienen que
Jesucristo no se consideró a sí mismo Hijo de Dios. Fueron los cristianos quienes le atribuyeron
este título. Además, la filosofía de cuño kantiano niega la cognoscibilidad del Absoluto. Por
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tanto, a partir del conocimiento humano las afirmaciones cristianos no son plausibles (cfr. FVT
116-117).
Es tarea de la teología reconocer los límites del saber exegético. Este no resulta ser un
conocimiento claro y definitivo. En él hay juicios de valor que van más allá de la simple
constatación del pasado. En no pocas ocasiones la exégesis responde a condicionamientos
filosóficos a priori. El método histórico-crítico es una herramienta, de las mejores, para la
comprensión de los textos. Sin embargo, su alcance, debido a su mismo fundamento filosófico,
es limitado. No actualiza el texto. Lo deja asentado en el pasado, en el ayer, en el otro. Por eso
solo es capaz de mostrar al Jesús de ayer, no al Cristo de la eternidad. La Iglesia no puede
imponer desde fuera una cristología de la filiación divina, pero sí puede y debe exhortar a revisar
la filosofía detrás de este método. Otra tarea de la teología consiste en visibilizar la conexión
entre la fe y el positivismo, haciendo ver que la razón no es estrictamente autónoma, sino que
está condicionada por las diversas conexiones históricas que la rodean. La fe es una ayuda
histórica para corregir la visión distorsionada de la razón, permitiéndole que vuelva sobre sí
misma (cfr. FVT 117-121).
Sin duda, resulta sorprendente que la fe cristiana siga viva ante esta enorme constelación
de ideas. La razón está en que la fe es parte de la esencia humana, y el ser humano es más que los
análisis de Kant y de la filosofía posterior a él. El ser humano sigue anhelando lo infinito. Sus
respuestas nunca le han satisfecho. Solo Dios que rompe la finitud humana para llevarlo a la
amplitud de su finitud es la respuesta a las preguntas sobre el propio ser. Por eso, la fe siempre
encontrará al ser humano (cfr. FVT 121).
En conclusión, la teología ha vivido tres crisis concatenadas. La teología de la liberación
buscó dar a un cristianismo cansado de dogmas una práxis redentora fundamentada en la teoría
marxista. El fracaso de este modelo llevo al relativismo de doble cuño, uno en el que el absoluto
es inalcanzable, y otro que sostiene que todo es relativo en aras del diálogo, la liberad y la
tolerancia. A esto hay que sumarle el retroceso cristológico en el que se niegan las afirmaciones
centrales de la fe en Jesús, el Cristo. En el intento por salir de este atolladero, se ha recurrido a
las religiones asiáticas para encontrar un punto de encuentro que renueve la fe cristiana a costa
de la fe en la unicidad y universalidad de Cristo. Así, se termina contraponiendo de forma
errónea ortodoxia y ortopraxis como si fueran dos realidades opuestas. Todo lo contrario, toda
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ortopraxis requiere de una ortodoxia, y como bien muestra la Iglesia primitiva la ortodoxia (en
cuanto glorificación) es necesariamente al mismo tiempo ortopraxis (verdadero culto a Dios,
tanto con los ritos como con la vida).
En este panorama, surge una nueva forma de religión denominada New Age que pretende
sustituir la sobriedad cristiana, con una mezcla de embriaguez pagana y certeza científica. Lo
fundamental ya no es creer en el Absoluto, sino experimentarlo a través de éxtasis efectivos
alcanzados por técnicas diversas. La tarea de la teología consiste en no absolutizar los métodos
exegéticos reconociendo sus fundamentos filosóficos, que sí son relativos; en mostrar los límites
de la investigación histórico-crítica, por cuya causa no es capaz es de transmitir la fe en Cristo
Jesús tal y como la ha creído, y cree, la Iglesia. La fe cristiana se encuentra en un cruce de
caminos, y sin embargo, sigue vigente. La fe es esencial al hombre, y esta, al igual que la verdad,
siempre le saldrá al encuentro.
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Capítulo XIV
¿La verdad del cristianismo?
En el capítulo previo se abordaron las nuevas problemáticas surgidas en el último decenio
del siglo XX en la relación entre fe y teología desde la perspectiva teológica, filosófica, cultural
y eclesial, señalando al final las tareas y perspectivas para la teología del diálogo religioso. En
este capítulo se aborda el tema de la fe como un diálogo entre fe y sentimiento para explicar la
crisis de esta en la actualidad y presentar la solución cristiana al asunto. Luego se aborda el tema
de la verdad de la fe cristiana y se termina reflexionando en torno a la fe, la verdad y la cultura a
la luz de la encíclica Fides et ratio.
1. La fe, entre la razón y el sentimiento
La relación entre la fe y la ciencia moderna, afirma J. Ratzinger, ha sido de no
contradicción. Más bien se han deslindado en dos esferas distintas. El autor afirma que para
autores como Einstein, Planck y Heisenberg la relación estaba clara. Las ciencias naturales se
ocupaban de saber lo verdadero y lo falso, mientras que la religión se ocupaba de lo bueno y lo
malo. Una se orientaba a lo objetivo y la otra a lo subjetivo. Ambas realidades permanecerían
deslindadas la una de la otra. No obstante, también afirmaban que tal separación entre saber y
creer no podía sobrevivir por mucho tiempo, y llegaron a postular la posibilidad del
desmoronamiento de la credibilidad de las grandes metáforas religiosas, y con ellas sucumbiría
también la ética. Esto se hizo realidad después de la segunda guerra mundial (FVT 123-125).
La ilustración buscó circunscribir la religión dentro de los límites de la razón, pero
fracasó en su empeño de una religión netamente racional. La fe, para ser fuerza que sustente la
vida, debe ser razonable, si no lo hace fenece (como lo muestra la historia de las religiones con la
aparición y desaparición de las religiones). Pero la fe no es solo razón, sino también sentimiento.
En ella se une, relaciona y vincula la totalidad del ser de la persona humana: sentimiento,
entendimiento y voluntad. El problema estriba en el pensamiento actual, hecho sectorialmente.
Es decir, cuando en el pensamiento humano los ámbitos objetivo y subjetivo quedan
incomunicados. La razón especializada en sectores es altamente eficiente, pero no es capaz de
dar respuesta a las grandes interrogantes humanas. Se produce entonces una hipertrofia del
conocimiento tecnológico y pragmático, y una reducción de los fundamentos. La consecuencia
87
de esto para la religión es su desintegración en lo particular, en la busca de poder y satisfacción
de necesidades. Se trata de una búsqueda en lo irracional, mágico y supersticioso, con el peligro
de caer en formas anárquicas y destructoras. A veces esta búsqueda se reputa como una vuelta a
lo religioso. Por el contrario, más que un florecimiento de la religión, constituye formas
morbosas de lo religioso, siendo esto sintomático de la seria crisis de la fe. Dentro de esta crisis
se busca sustituir el fatigado cristianismo con el auge de las religiones asiáticas y el islam. Sin
embargo, quienes entran en esta búsqueda olvidan, que en ambas tradiciones tampoco se ha
logrado en ellas mismas una feliz coexistencia entre lo nuevo y las tradiciones antiguas. La única
solución posible es un nuevo acercamiento entre la fe y la razón (cfr. FVT 126-128).
¿Por qué ha podido el cristianismo sobrevivir a tantos cambios epistémicos y
cosmológicos? En principio porque la fe cristiana no es un edificio epistemológico y
cosmológico acabado, es más bien un camino a ser andado. Este camino es histórico. Este
camino inició con Abrahán. Él tiene conciencia de un Dios que le ha hablado y modela su vida
sobre este diálogo. Su Dios es personal, no nacional o funcional. Por tanto, su poder se
manifiesta siempre a favor de la persona que ha elegido, y no se limita a geografía o ámbito
determinad. Dios es Dios de los suyos. Se trata de un poder transtemporal, esencialmente de
futuro. Esto significa sobrepasar lo presente para fiarse de la promesa (cfr. FVT 129-132).
Finalmente, este Dios presenta su alteridad como santidad y el correlato humano de esta
es la dignidad humana y su integridad moral. La bondad de Dios hacia los seres humanos implica
la no violación de la dignidad humana. Paulatinamente este Dios de los patriarcas se convirtió
en el Dios de Israel. Durante el destierro, Dios mostró su diferencia con respecto a los dioses del
mundo. No se liga a un pueblo, a un culto o un templo. Dios es personal, creador y único. Dios
no es solo de un pueblo, es el Dios de las naciones. El único sacrificio que exige es el del ser
humano dispuesto a vivir conforme a su voluntad. Después del destierro, con la aparición de la
literatura sapiencial, de influencia egipcia y griega, se profundiza el monoteísmo y la crítica a los
dioses. El mundo y la Torá son reflejo de la racionalidad de Dios y su sabiduría. El tema del mal
y el sufrimiento en el mundo, el derecho, el bien y la verdad ocupa un lugar central, sobre todo
ante el sufrimiento del justo. La traducción del Antiguo Testamento al griego hace que este salga
de los límites de Israel y llegue a todos los pueblos de la tierra, y ejerce encanto sobre ellos como
una nueva religión salvífica pues sobrepasa los límites de la razón (cfr. FVT 132-136).
88
Sin embargo, a la fe de Israel le falta algo. Su instrucción moral aún estaba muy
vinculada a formas de vida muy particulares, por lo cual los no judíos quedaban en la periferia de
la religión. Un prosélito no gozaba de la plena pertenencia, reservada a la descendencia de
Abrahán por la sangre. Con el cristianismo se derribó el muro de la pertenencia por la sangre, y
fue sustituida por la adhesión a la persona de Jesús. La particularidad jurídica y moral judía dejó
de obligar. El viejo culto quedó suprimido. El culto nuevo es espiritual. En él Dios y el ser
humano se abrazan y reconcilian. De este modo la universalidad íntegra es una posibilidad
práctica. En Jesús razón y misterio, lo universal y lo concreto se encontraron; sin menoscabo lo
uno de lo otro (cfr. FVT 136-138).
La novedad del cristianismo que impresionó y transformó el mundo antiguo parece
haberse perdido. Una de las razones la encuentra el autor en la autolimitación de la razón a causa
de la universalización de las leyes metodológicas. Estas leyes, de cuño platónico, se fundan en la
creencia sobre un mundo ordenado matemática e intelectualmente. En consecuencia, es posible
descifrarlo, comprenderlo y utilizarlo a través de la experimentación. Por tanto, todo
pensamiento que no tenga asidero en el mundo presente es negado. Esta forma de pensar es
pertinente de cara a las ciencias naturales. Pero es contradictoria cuando se aplica como forma de
pensar ineludible al ser humano, pues niega en el fondo la inteligencia misma. Si el
conocimiento humano es solo experimental, entonces las grandes preguntas sobre la vida que han
ocupado desde siempre a la humanidad son fatuas, dejándolas a merced de un sentimiento
desligado de la razón. Esta separación lleva a desarrollar patologías religiosas y científicas (la
instrumentalización del ser humano por la ciencia). Esto significa la necesidad de volver a abrir
la razón más allá de sí misma. La metodología ha de enfocarse más en la voluntad de llegar a la
verdad, que en el afán del éxito. Para esto es necesario reforzar la capacidad mística del ser
humano moderno que ha desarrollado una hipertrofia de lo exterior, pero ha debilitado en gran
medida su vida interior (cfr. FVT 138-140).
2. El cristianismo, ¿la verdadera religión?
La crisis del cristianismo se basa sobre todo en su pretensión de ser la verdad. En la
actualidad se plantea la cuestión sobre si el concepto verdad es aplicable a la religión, pues todo
indica que el ser humano es incapaz de conocer la genuina verdad sobre Dios. Se trata de un
escepticismo que se ve afianzado por la crítica al cristianismo producto de las ciencias modernas
89
en torno a temas como la creación, el pecado original, la exégesis. A partir de estos datos
científicos se cuestiona la filiación divina de Jesús. Con la crisis metafísica se perdió el
fundamento filosófico cristiano, y la crítica histórica ha hecho de la fe cristiana un conjunto de
valores simbólicos de igual valor a otros en la historia de las religiones. El cristianismo no puede
ser universal por no ser la verdad, sino un producto cultural fundamentalmente europeo. Por
estas razones urge plantearse nuevamente el tema de la verdad del cristianismo. Para ello, el
autor propone dos tareas a la teología: 1) examinar todas las críticas hechas contra la pretensión
de la verdad del cristianismo para poder enfrentarlas; y 2) adquirir una visión total sobre la
esencia del cristianismo, su lugar en la historia de las religiones y en la existencia humana
(cfr.FVT 142-145).
Para efectos de esta discusión sobre la verdad del cristianismo, J. Ratzinger apunta a
Agustín de Hipona en su confrontación con Marco Terencio Varrón sobre la relación entre Dios
y mundo, como un elemento esclarecedor. Varrón afirmaba la distinción entre verdad y religión.
Dios es el alma del mundo y en cuanto tal no recibe culto, por tanto no es objeto de la religión.
El culto está dirigido no a la cosa sino a las costumbres que son creaciones del estado. Por tanto,
esos dioses son creaciones estatales, y la religión es un fenómeno político. Existirían así tres
clases de teología: 1) la mítica, es obra de los poetas que cantan a los dioses, y a esta corresponde
el teatro y establece las fábulas sobre los dioses; 2) la física o natural, es la realizada por los
filósofos que indagan sobre la verdad, y a esta corresponde el cosmos y la pregunta sobre
quiénes son los dioses; y 3) la civil, es la realizada por el pueblo que rechaza a los filósofos (y
con ellos a la verdad) y se queda con la visión poética, a esta corresponde la urbe y el contenido
del culto. El proceso de la teología física lleva a una ilustración que permite la destrucción del
culto y por tanto de la religión, que solo puede tener una justificación política y por tanto no está
ordenada a la cuestión de la verdad (cfr. FVT 145-147).
Agustín situará el cristianismo en el ámbito de la teología física, pues no se basa en mito
alguno ni nació con utilidad política. Más bien, está en consonancia con el análisis racional sobre
la realidad divina. Por tanto, el fundamento del cristianismo no está en la poesía ni en la política,
sino en el conocimiento. En él se adora no al dios creado por el estado, sino a Aquel que es
fundamento del ser. Por tanto, el cristianismo está ordenado a la verdad, y en virtud de esto se
considera a sí mismo universal, y en este sentido no se presenta como religión, sino como
90
verdadero ateísmo que pone en jaque a los dioses del estado. Por eso Justino lo llegó a calificar
de vera philosophia (cfr. FVT 147-151).
Este encuentro entre ilustración y fe corrigió la visión filosófica de Dios. El Dios
cristiano es el Dios por naturaleza, pero la naturaleza no es Dios. De este modo la física y la
metafísica se separan. El Dios real es anterior a la naturaleza. Este Dios a quien antes no se podía
orar, se ha vuelto hacia el ser humano. Justamente por no ser solo naturaleza, es capaz de hablar,
de hacerse historia y salir al encuentro del ser humano. De esta manera el ser humano puede ir al
encuentro de Dios y unirse a él. La gran aceptación del cristianismo en los primeros siglos, lo
que le dotó de un carácter universal fue su síntesis entre racionalidad y moralidad orientada a la
caritas con los pobres y débiles. La crisis del cristianismo se encuentra fundamentalmente en el
nivel epistemológico y no en el institucional. La razón moderna enseña la imposibilidad del
conocimiento de la verdad. Por lo tanto, no es plausible que haya una sola forma y un único
camino obligatorio para todos. Más bien, la verdad se manifiesta en la multiplicidad que refleja
algo de la totalidad. A esta, corresponde un ethos de la tolerancia según el cual todo es fragmento
de la verdad, y por tanto debe estar situado al mismo nivel que lo ajeno en orden a mantener la
armonía de la polifonía de lo inaccesible. Con los nuevos pasos dados por la ilustración a partir
de Descartes se va profundizando en un materialismo que llega a apuntar que solo el
conocimiento surgido de las ciencias exactas merece tal nombre. De este modo, la idea de lo
divino se torna en una hipótesis superflua. El cristianismo ya no tiene lugar en la teología física,
la verdadera teología natural sería solo la noción de la evolución. Dentro de esta perspectiva solo
el budismo, al aseverar la nada como verdad, permanece (cfr. FVT 151-156).
Sin embargo, la discusión entre fe y razón moderna sigue abierta. Esta debe realizarse de
manera objetiva y dialogante. La fe cristiana no se puede oponer a los descubrimientos de la
ciencia sobre todo en los procesos evolutivos. En esta discusión la cuestión abierta es si la causa
es racional o irracional. Ambas son opciones plausibles en la discusión, y la fe debe seguirse
proponiendo como religio vera en la ortodoxia y la ortopraxis que unen razón y amor. La
afirmación cristiana de lo real y verdadero es que la verdadera razón es el amor y el amor es la
verdadera razón (cfr. FVT 156-160).
91
3. La fe, la verdad y la cultura: reflexiones en torno a la Fides et ratio
Para el autor, lo peculiar de la fe cristiana es su consideración de sí misma como la religio
vera de donde brota su tendencia misionera. Si la fe cristiana es la verdad, entonces afecta a
todos los seres humanos, si fuera variante cultural no debería salir de su esfera. Resulta así
ineludible el tema de la verdad, lo cual es eminentemente filosófico. La pregunta por la verdad
no está de moda. Cuando se leen textos preocupa más la comprensión histórica del texto, que la
verdad que enseña; lo primero es científico, lo segundo es improbable e indemostrable, y, por lo
tanto, inoportuno. La pregunta pertinente no es sobre lo que es, sino sobre lo que se puede hacer
con las cosas. Se pasó de la verdad a la praxis, al ámbito de la utilidad. La verdad es
inalcanzable. El lenguaje con sus imágenes son todo a lo que podemos acceder. Se trata de
expresiones de la verdad. Pero la verdad en sí es inalcanzable. Según el autor, ya Platón en Fedro
advertía contra el abuso del método filológico y la pérdida de realidad que este trae consigo. Se
trata de escapar del reino de las interpretaciones infinitas, y salir en búsqueda de la verdad, de lo
real, escondido tras las palabras y lo que estas muestran. Este es el núcleo de la confrontación
entre la fe cristiana y la cultura contemporánea (cfr. FVT 160-166).
J. Ratzinger afirma que se ha criticado como antidemocrática esta encíclica por oponerse
a las leyes del aborto y la eutanasia, calificándolas de carentes de todo fundamento jurídico.
Estas afirmaciones contra la encíclica presuponen que por encima de la decisión de la mayoría
no existe otra instancia. Lo accidental se convierte en absoluto ineludible. Sin embargo, volver al
tema de la verdad es liberar al ser humano del imperio de lo accidental, para que pueda volver a
su dignidad original que se encuentra abierta siempre a la verdad. Ahora bien, para lograr debatir
sobre el método científico ahora impuesto, es necesaria una controversia fundamental a nivel de
la epistemología y metodología científica. Se trata de realizar una crítica a la constitución
cultural actual. La seguridad de buscar y encontrar la verdad nunca es anacrónica, pues devuelve
al hombre su dignidad, rompe los particularismos y las fronteras culturales, acercando entre sí a
las personas a partir de su dignidad fundamental (cfr. FVT 166-168).
Otra disputa entre la fe cristiana y la cultura moderna, sostiene el autor, es la pretensión
de universalidad por parte del cristianismo, fundamentada en la universalidad de la verdad. A
esto se opone la noción de la relatividad de las culturas. Según esta perspectiva, las religiones
son un fenómeno cultural, y por tanto relativo. El cristianismo es asunto europeo. La encíclica se
92
pregunta sobre si la verdad puede enunciarse a todos y todas por encima de las particularidades
culturales, o si esto puede darse únicamente de modo asintótico. En este punto, el documento se
decanta a favor de una comprensión dinámica y comunicativa de la cultura. Estas son capaces de
progreso y transformación, pero también de decaimiento. Están llamadas por su dinamismo
interno al encuentro y fecundación mutua, porque toda palabra humana es portadora del Logos
propio de Dios. La posibilidad del diálogo intercultural se fundamenta en la universalidad del
espíritu humano siempre idéntico. No obstante, la fe cristiana es consciente de ser inculturada
dentro del pensamiento grecolatino. Esta es una herencia irrenunciable. Para el diálogo, es
esencial que las culturas no se encierren en sus diferencias, sino que se abran a la unidad del
espíritu humano (cfr. FVT 168-172).
La cultura sirve de vehículo para la transmisión de la común verdad de Dios. Sin
embargo, es válida la pregunta sobre la canonización de un eurocentrismo en una fe surgida en el
mundo semita. Ante esta interrogante, responde la encíclica afirmando la multiplicidad de
encuentros culturales, religiosos y filosóficos acontecidos dentro de la historia consignada en la
Escritura. Más aún, la Biblia narra la lucha de la fe contra la propia cultura de Israel, contra sus
ideas y deseos, para poder alcanzar la verdad. El Antiguo Testamento constituye el íncipit del
proceso de universalización de la fe, culminado en Jesús. La fe en Jesús es una constante salida
de Dios al ser humano y de este a Dios, en el encuentro entre los mismos seres humanos. El
encuentro con la cultura griega fue producto del diálogo de los padres de la Iglesia con la
filosofía para convertirla en instrumento de la fe, lo cual supuso una crítica a la propia cultura y
pensamiento. En otras palabras, el cristianismo empató con la filosofía y no con el mundo
religioso griego. No obstante, la fe solo puede enlazar con las filosofías que tratan el tema de la
verdad, y no puede hacerlo con las religiones antiguas, aunque ellas sí pueden aportarle
estructuras, formas y actitudes (cfr. FVT 172-175).
Surge entonces el problema soteriológico dentro de las religiones del mundo. Se ha
impuesto el criterio que todas salvan por igual. Esto responde no a la idea de tolerancia, sino a
una teología que postula que Dios puede salvar a todos pues acepta de igual manera la piedad de
todos y todas, no obstante la diversidad e incluso oposición en las exigencias de las religiones.
Esto supone aceptar lo contradictorio como camino hacia el mismo fin y la idéntica validez de
93
todos los contenidos. De este modo vuelve a entrar el relativismo, sustituyendo la cuestión de las
religiones y la salvación, por la buena intención (cfr. FVT 175-177).
Ante esto, el autor considera tres cosas para tratar el tema de la desigualdad de las
religiones y sus peligros: 1) que no se pueden equiparar todas las religiones; algunas gozan de
grandeza moral, otras son morbosas y alienantes, y otras una mezcla de ambas realidades. En el
hinduismo, el islam y el cristianismo esto último es fácilmente constatable. Con esto, queda
indicado la diferenciación interna entre las formas religiosas y dentro de la misma religión es
fundamental para comprender su verdadera altura; 2) el tema de la salvación. Se suele afirmar
que todas las religiones conducen a la vida eterna a condición de una vida recta a nivel individual
y social. Por tanto, la salvación no depende de las religiones, aunque se relaciona con ellas. Más
bien, se convierte en una crítica a la religión, y se vincula de forma directa con “la unidad del
bien, con la unidad de lo verdadero, con la unidad de Dios y el hombre” (FVT 179); y 3) la
conciencia moral y la capacidad del hombre para la verdad. La conciencia es el órgano de la
unidad del ser humano, y a través de ella habla el Dios único. La conciencia moral habla de una
ley inscrita en el corazón de toda persona, pues el ser humano es uno solo. En la actualidad la
conciencia se remite más solo al sujeto, por tanto el bien se hace imperceptible y Dios inaudible.
La moral se relativiza y se imposibilita el establecimiento de leyes morales y religiosas. Para el
cristiano, la moral no solo es garantía de la unidad humana y de la posibilidad de oír a Dios, sino
que supone la obligatoriedad del bien. El hecho de que existan santos en otras tradiciones
muestra que la conciencia obliga y supera lo subjetivo (cfr. FVT 180).
En conclusión, la fe cristiana no es solo un sentimiento. Pertenece más bien al ámbito de
la ilustración y a la crítica realizada por la razón a las religiones ancestrales. Ella misma no
empata tanto con las religiones cuanto con la filosofía en cuanto búsqueda de la verdad sobre
Dios, pero se establece no como un sistema de pensamiento sino como camino a andar. En
efecto, esta cualidad racional y crítica de la fe cristiana le otorga su carácter de verdadera y
universal. La crisis de la fe con la razón contemporánea está justamente en el nivel
epistemológico. Si la verdad no puede ser conocida, el cristianismo pierde sentido. No obstante,
la fe cristiana no es una simple religión o cultura, se trata de una crítica a la misma razón. Esta fe
se construye en torno a la verdad, y postula que la esencia del ser humano se encuentra en la
búsqueda de la verdad, cuyo principio y fin es el amor.
94
Capítulo XV
Verdad, tolerancia y libertad
En el capítulo anterior se explicó la fe no solo como sentimiento sino como verdad, por
tanto objetiva y no simplemente subjetiva. Se estableció la verdad del cristianismo y se mostró la
relación entre fe, verdad y cultura. En este capítulo se ofrece un análisis fenomenológico de la
relación entre fe, verdad y tolerancia, y entre libertad y verdad.
1. Fe, verdad, tolerancia
J. Ratzinger, a partir de la lectura de J. Assmann, afirma que la cuestión sobre la verdad y
la falsedad de la religión surge con la diferenciación mosaica. Esto es, hasta Moisés las
religiones diferenciaban entre puro e impuro. Las divinidades eran dadas por supuestas y se
podían traducir entre las culturas por ser deidades cósmicas. Con el monoteísmo surge una anti
religión que niega todo paganismo considerado idólatra, y una conciencia de pecado y anhelo de
redención. Según Assmann, afirma el autor, para eliminar la diferenciación, la cuestión entre la
verdad y la falsedad, bastaría entonces eliminar la diferencia entre Dios y el mundo para
volverlos una misma cosa, y volver al optimismo moral pre mosaico eliminando la noción de
pecado y redención. Wittgenstein, continúa el autor, profundizó esta crítica afirmando 1) la
imposibilidad de la aseveración de la verdad de una religión y 2) la comparación de esta con el
enamoramiento más que con una convicción sobre lo verdadero o lo falso. Bultmann habría
seguido esta línea de pensamiento, afirma J. Ratzinger, cuando afirma que la fe en Dios creador
no significa la realidad de que Dios haya creado cielo y tierra, sino que afirma la comprensión
que el ser humano tiene de sí como criatura. Esto implica para la fe cristiana el abandono de su
pretensión de expresar la verdad, y por tanto dejaría de afectar realmente la vida humana como
tal. La fe serviría para embellecer la vida, pero no ayudaría en nada en los momentos decisivos
de la vida y en la muerte (cfr. FVT 183-188).
El autor afirma que, en realidad, en el politeísmo los dioses no son intercambiables como
lo muestra la historia de las religiones al explicitar las guerras entre los dioses para eliminar unos
e imponer otros, o cuando los dioses de una religión pasaban a ser demonios en otra. Es más, el
tema de la verdad o falsedad de las religiones no surgió con la diferenciación mosaica, sino con
la madurez del pensamiento humano cuando inició su crítica a los dioses en la antigüedad greco-
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romana, con la desmitificación iniciada por filósofos como Sócrates. Si la guerra entre los dioses
pertenece al ser mismo de la divinidad, entonces lo supremo, lo absoluto abarca todas las
contradicciones y la reconciliación, la unidad universal resulta imposible. Hegel, intentó superar
esto introduciendo la síntesis como solución a esta tragedia. Pero esta dialéctica es cruel. Exige
víctimas en el proceso del progreso. El ser humano se convierte entonces en vil material en
manos del cruel dios progreso (cfr. FVT 188-193).
De este modo, la cuestión sobre la verdad es ineludible por ser necesaria para el ser
humano y su vida. El punto de unión entre la Escritura y lo griego es la cuestión sobre la verdad
y el bien, como lo muestra la literatura sapiencial y, más tarde, los padres de la Iglesia. Por tanto,
el politeísmo no es una realidad estática. Expuesto a la crítica de la Ilustración se fue
desmoronando. El monoteísmo ofreció la alternativa con la reconciliación entre fe e ilustración.
Existe una religión verdadera. No obstante, la postura escéptica siempre ha servido de base para
el resurgimiento del politeísmo. Esto es más real que nunca con la ciencia moderna que niega la
posibilidad de verificar la pretensión cristiana de poseer la verdad, y por tanto otras soluciones
son siempre factibles. Así, aparece el budismo ante los ojos modernos como una salida posible al
no pretender poseer la verdad. Sin embargo, no es así. El budismo plantea el asunto de la verdad
sustrayéndola de este mundo en el que no es posible encontrarla. El sufrimiento en el mundo es
producto de la falta de verdad, solo la des-mundanización es capaz de devolver la verdad y, por
tanto, salvar. De allí que, ningún camino dispensa al ser humano de enfrentarse con el tema de la
verdad (cfr. FVT 193-197).
Según el postulado de Assmann, afirma el autor, sería necesario volver a la traducibilidad
de los dioses en aras de la tolerancia. No obstante, para la fe bíblica esto no es posible. El Dios
verdadero desenmascara la falsedad de los demás dioses y muestra la relatividad de su verdad.
Esto se realiza en dos fases: 1) a través de la alianza cristiana con la ilustración, realizada por la
patrística, y 2) la manifestación de la conexión de la fe cristiana con las religiones y los límites
de la ilustración. Esto significa una cierta traducibilidad de los antiguos dioses, como vislumbres
de una etapa definitiva en la que el Dios verdadero se manifestaría. Por otro lado, los temas de la
verdad y el bien no son separables. Conocer la verdad de Dios es condición necesaria para
conocer el bien y el mal. Si este conocimiento es imposible, la vida humana se sume en una
96
tragedia. Solo la concepción bíblica de Dios como verdad que es amor puede erigirse como
garantía suprema de tolerancia (cfr. FVT 197-199).
2. Libertad y verdad
Un valor supremo de los tiempos modernos es la libertad. La religión para ser aceptada
debe aparecer como fuerza liberadora. A la libertad parece contraponérsele la verdad, como
elemento represor. Sin embargo, subsiste la pregunta sobre qué es la verdad y la libertad. El
sentido general de la libertad fue expresado claramente por K. Marx, afirma el autor, como hacer
aquello que a cada cual le venga en gana, y dejar de hacer aquello que no se desea hacer. No
obstante lo halagado de esta propuesta, no responde a la cuestión sobre la vinculación entre la
racionalidad y la voluntad. El comunismo y el nacionalsocialismo se presentaron en el siglo
pasado como opciones políticas para realizar la plena libertad, y fracasaron. El sistema neoliberal
político y de mercado tampoco ha podido responder, pues despoja de libertad a demasiados.
Entonces ¿la libertad y la verdad son imposibles de definir y alcanzar? La libertad ha sido el gran
anhelo del hombre moderno. El gran atractivo de la reforma protestante fue su oferta de libertad
ante la autoridad eclesiástica. La Ilustración buscó sobre todo la emancipación de la razón en el
campo científico y político, y con ello la libertad pasó a ser algo inherente al ser humano, y no
dada desde fuera. Es el inicio y fundamento de los Derechos Fundamentales que protege a la
persona contra la arbitrariedad del Estado. No obstante, sus postulados son metafísicos y no
materialistas, se fundan en la misma naturaleza y finalidad del ser humano. Lo característico es
la reivindicación de los derechos individuales frente a las instituciones del Estado, que aparecen
como opuestas a la libertad (cfr. FVT 200-208).
El marxismo ofrece dos aspectos importantes a la discusión sobre la libertad y la verdad.
1) La libertad es indivisible, o es de todos, o no es. Por lo tanto, lo comunitario debe prevalecer
sobre lo individual. 2) La libertad depende de la estructura de la totalidad del mundo, por lo
tanto, para alcanzarla, es necesario cambiar las estructuras del mundo. Sin embargo, el marxismo
no logró articular de forma real el cambio, sino que lo desvió al mito del hombre nuevo. Sin la
verdad, esta libertad soñada no es posible. Por su parte, la democracia tampoco ha probado ser la
forma correcta de libertad. En ella, la voluntad de imponerse unos a otros constituye el juego
fundamental. Con esto así, pareciera ser que el problema político, filosófico y religioso sobre la
libertad no tiene salida posible. Para poder encontrarla es necesario redefinir al ser humano. J.
97
Ratzinger sostiene que desde Sartre la concepción antropológica ha pasado a ser tema del sujeto.
El ser humano no tiene naturaleza, sino solo libertad. Es un ser dotado de sentido. Perderlo,
constituye su infierno. De esta manera se separa radicalmente libertad de verdad cayendo en la
anarquía. Sin embargo, más que intensificar la existencia del ser humano, esto la aniquila (cfr.
FVT 208-211).
La crisis de la libertad se debe a la concepción unilateral de la misma. Se le ha aislado del
bien y la verdad, y se le ha restringido al derecho individual, arrebatando así su verdad humana.
En el fondo está la pretensión del hombre de hacerse Dios. En otras palabras, busca depender y
ser limitado por nada ni nadie, particularmente Dios. Detrás de este deseo se encuentra una
imagen distorsionada de Dios en la cual este es representado de manera plenamente egoísta. El
Dios real es Trino y Uno. Su esencia es ser-para (el Padre), ser desde (el Hijo) y ser con (el
Espíritu Santo. Justamente este ser de Dios revela el ser del varón y la mujer como desde, para y
con como su figura antropológica fundamental. Por tanto, la libertad queda ligada a la verdad y a
la realidad. De donde se sigue que la libertad humana es siempre compartida, limitada y
sustentada por los demás seres humanos (cfr. FVT 211-215).
Por consiguiente, la libertad necesita constitutivamente de un ordenamiento, al que
llamamos derecho. Este derecho permite la convivencia dentro de las comunidades pequeñas y
del gran tejido social. Para que la norma del derecho sea verdadera debe regirse únicamente por
el bien, y el bien, según H. Jonas, afirma J. Ratzinger, ha de entenderse como responsabilidad.
Esto supone aceptar que hay vinculaciones por encima del individuo, y estas han de irse
purificando teniendo en cuenta la verdad. En esto consistiría entonces la verdadera historia de la
liberación. El autor indica que una propuesta existente es la de alcanzar un ethos mundial como
lo propone Hans Küng. Sin embargo, señala los riesgos que esto entraña al carecer de una
autoridad interna, de una evidencia racional y de concreción eficaz. Pero acierta en proponer la
escucha de las grandes religiones. No obstante, se debe evitar todo consecuencialismo, según el
cual el ser humano es capaz de calcular todas las consecuencias de sus actos; también se debe
evitar caer en la falsa sustitución de la verdad por el consenso, que entraña el peligro de una
arrogancia elitista. La verdad del ser de la persona humana está en su libertad y responsabilidad.
Esta se realiza en coexistencia con los demás, lo que señala a la naturaleza común del ser
humano. Esto significa que la persona ha de vivir como respuesta a lo que es en verdad. Y la
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síntesis de esta verdad del ser humano se encuentra plasmada en el Decálogo. La escucha del ser
humano a la fe no lo aliena, más bien lo abre a lo inescrutable y fundamenta su libertad y su
fuerza liberadora en la historia humana (cfr. FVT 215-221).
En conclusión, no todas las religiones son iguales. El tema de la verdad de la fe surge no
solo con la fe mosaica sino con la desmitologización de la religión hecha por los filósofos
griegos. No es posible el simple intercambio de los dioses entre las culturas en aras de una falsa
tolerancia. La cuestión de la verdad es ineludible de cara al diálogo interreligioso. La tolerancia
cristiana supone una superación de los mitos, asimilándolos dentro de síntesis entre fe e
Ilustración. Esto lleva al tema ulterior de la relación entre libertad y verdad. El pensamiento
moderno las contrapone. Al hacerlo se deshumaniza y coarta la libertad. Esta para ser, debe estar
vinculada con los conceptos de verdad y bondad. La libertad no puede ser irrestricta. La verdad
la restringe en virtud de la naturaleza común de los seres humanos. La fe cristiana ofrece al
mundo la verdad, y con ella el fundamento de toda tolerancia y libertad real y liberadora.
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Capítulo XVI
Convergencias y divergencias
En este capítulo se presenta el balance valorativo de las obras expuestas hasta aquí. Para
ello se presentan las convergencias y divergencias entre los autores en la perspectiva de su obra,
en las consideraciones que hacen sobre el reino de Dios; sobre el cristianismo en el marco del
cristianismo actual; sobre la cuestión de si todas las religiones salvan; y, finalmente, sobre la
posibilidad de la oración interreligiosa.
1. Perspectiva
Tanto la obra de J. Dupuis como la de J. Ratzinger expuestas hasta aquí coinciden en dos
puntos fundamentales. Por un lado, ambos autores manifiestan la necesidad de dar un paso más
dentro de los tres paradigmas en los que se mueve el diálogo interreligioso. Para estos dos
autores, los paradigmas de exclusivismo, inclusivismo y pluralismo han llegado a un momento
de tope en su fundamentación de la relación entre el cristianismo y las religiones del mundo. Por
lo tanto, la tarea fundamental de ambas obras es ofrecer una nueva perspectiva que permita salir
del atolladero actual en la reflexión teológica sobre el diálogo interreligioso. Por el otro, tanto
uno como el otro manifiestan a lo largo de toda la obra una preocupación constante por mantener
la especificidad del cristianismo. Cristo es el único mediador y salvador, y esta mediación y
salvación se realiza a lo largo de la historia a través de su Iglesia. Este dato resulta fundamental
en ambas obras. Es una afirmación de fe. Desde esta perspectiva, ambos autores coinciden en
que el diálogo interreligioso no es posible desde una epoché de la fe. Para que el diálogo sea
fructífero debe iniciar en la afirmación constante de la propia creencia.
No obstante la coincidencia fundamental, ambos autores se distancian en la forma de
abordar el tema. J. Dupuis es partidario de buscar una nueva alternativa paradigmática en el
ámbito de la teología del diálogo interreligioso. Este autor propone un pluralismo religioso de
principio como alternativa dentro de la discusión actual. Según esta perspectiva, el diálogo
interreligioso parte del principio de la manifestación de Dios en todas las culturas y religiones
del mundo en la dinámica de la única historia de salvación que tiene su punto central en el
acontecimiento Cristo. De esta manera el autor busca salir del paradigma inclusivista, el cual es
rechazado por muchos por ser considerado inadecuado frente a la sensibilidad democrática
100
moderna. Por su parte, J. Ratzinger considera el inclusivismo como el paradigma a mantener. Sin
embargo, este paradigma debe ser reformulado si quiere ser significativo en la actualidad. Este
autor no duda en reconocer los límites que se le plantean a este paradigma. Para muchos, y en
esta crítica ambos autores coinciden, el inclusivismo es una manifestación de un cristianismo
helenizado, europeo, colonizador y arrogante. La propuesta de J. Ratzinger es basar el
inclusivismo sobre una doble vertiente filosófica y teológica. Para el diálogo interreligioso no se
puede obviar el dinamismo histórico de unificación de las culturas y las religiones (y esta
reflexión es eminentemente fenomenológica) ni el dato cristiano de la unicidad de la persona de
Cristo en quien confluyen todas las cosas.
Pero también la diferencia de perspectiva radica en el punto de partida de ambos autores.
Mientras J. Dupuis hace un recorrido bíblico e histórico sobre el diálogo interreligioso para
fundamentar su propuesta, J. Ratzinger parte del análisis fenomenológico para fundamentar la
suya. De este modo, Dupuis elabora un itinerario en el que va mostrando cómo el cristianismo se
encuentra ontológicamente abierto al diálogo con los otros a partir de los datos de la Escritura, la
tradición y el magisterio. Ratzinger, se preocupa más bien por demostrar fenomenológicamente
la existencia de dos caminos de fe paralelos, monoteísmo y religiones místicas. El monoteísmo
sería la verdadera revolución, y entre las tres formas de monoteísmo existentes el cristianismo
resguarda la fe verdadera revelada por Dios. Es justamente la noción de la verdad la que permite
la apertura del cristianismo a las demás religiones y viceversa, pues el ser humano está
ontológicamente abierto a la verdad.
2. La concepción de reino de Dios
En ambos autores aparece una referencia directa al tema del reino de Dios, sin embargo,
su comprensión de este es prácticamente opuesta. J. Dupuis establece la diferenciación entre
Iglesia y reino de Dios. El Reino es lo central de la predicación de Jesús, y no se trata de
cualquier reino, sino del Reino de Dios que tampoco es cualquier Dios, sino el Padre de Jesús.
Por tanto, lo fundamental del Reino no es Cristo, sino el Padre. Por lo tanto, el autor indica que
Reino no es monopolio exclusivo de la Iglesia pues todos los seres humanos acceden y participan
de él. El rol de la Iglesia es el de mediación necesario pero no única. Lo fundamental en todo
caso es que es Reino de Dios, y por esta causa traspasa toda frontera, pues a Dios no se le puede
encasillar. Por tanto, los seres humanos pertenecen al Reino no por la afiliación religiosa, sino
101
por la praxis que historiza los valores del Reino presente en todas las culturas y religiones del
mundo, v.gr. justicia, paz, fraternidad y solidaridad.
Por J. Ratzinger, el centro de la historia y de la revelación lo constituye Cristo mismo, no
el Reino. Desde su perspectiva, en la actualidad hay una tendencia para sustituir a Cristo por el
Reino. Esto lo atribuye a la dificultad actual para proponer a Cristo como verdad, y la tendencia
manifiesta de sustituir la verdad por la decisión de la mayoría. El problema estriba en que al
reino de Dios se la ha cargado de sentido profano y utópico. Para muchos, la construcción del
Reino sería la tarea común y punto de encuentro entre las religiones del mundo, pero esto
anularía la dinámica histórica de unificación de las religiones en torno a la verdad, y esa verdad
revelada por Dios es Cristo Jesús.
3. El cristianismo en el marco del pluralismo actual
Ambos autores coinciden en la necesidad de abordar el tema del pluralismo actual, pero
lo hacen desde dos perspectivas distintas. Por un lado, J. Dupuis aborda el tema de la sociedad
pluralista a partir de los datos del magisterio del concilio Vaticano II. El Concilio afirma el
misterio de unidad fundamental del ser humano en razón de la creación y el destino final del ser
humano y el cosmos. Sin embargo, el autor pone una serie de condiciones para el diálogo en el
marco de una sociedad pluralista: 1) no poner entre paréntesis la propia fe; 2) aprender a
diferenciar lo irrenunciable de lo relativo, sobre todo en materia cristológica; y 3) la necesidad de
relaciones empáticas dentro de la práctica del diálogo interreligioso. Más aún, desde la
perspectiva de Dupuis, el pluralismo actual pone al cristianismo en una dinámica de relación que
le permite complementarse y corregirse en el contacto con las religiones del mundo en una suerte
de fecundación cruzada¸ como lo ha querido llamar Panikkar.
La postura de J. Ratzinger es opuesta. El inicia su estudio analizando los problemas
surgidos en la década de los 90. Para este autor, el pluralismo teológico iniciado sobre todo con
la teología de liberación ha conducido al nihilismo y al relativismo total. El relativismo
propuesto por la sociedad pluralista actual engaña al ser humano moderno bajo conceptos de
libertad, tolerancia y diálogo que no hacen sino fragmentar la verdad. Y la cristología
revisionista mal comprendida ha conducido a la separación entre el dogma de la fe y el dato
revelado. La verdad de Cristo y la Iglesia se considera una postura fundamentalista. A esto se le
suma el recurso a las religiones asiáticas como medio para hacer una teología negativa, que ha
102
conducido a la equiparación del cristianismo con los demás mitos religiosos del mundo, y el
desdén por la ortodoxia y el fomento de la absolutización de la ortopraxis. La tarea de la
teología consistiría, desde esta perspectiva, en: 1) ser consciente de los límites del análisis
exegético, sabiendo que la tarea de la Iglesia es ofrecer la fe en Cristo, Hijo de Dios; 2) plantear
con seriedad la cognoscibilidad del Absoluto; y 3) relacionar la conexión entre la fe y el
positivismo moderno, mostrando que la razón no es plenamente autónoma sino siempre
condicionada.
4. La noción de la mediación de las religiones
Ambos autores se preguntan por la mediación soteriológica de las religiones del mundo.
Para J. Dupuis, es claro que en clave cristiana solo Cristo salva. Pero de allí no se sigue la
condena a las tradiciones religiosas del mundo. Es más, desde una cristología trinitaria se debe
afirmar que si bien Cristo es el culmen de la revelación, no agota el misterio de Dios. Dios salva
al ser humano por la acción de su Palabra y su Espíritu, pues lo que salva no es la religión en sí
sino el amor de Dios manifestado a la humanidad. Esta salvación universal se encuentra
historizada en las acciones concretas que hacen realidad el ágape, manifestación de la acción de
Dios en la persona y de la respuesta de esta a Dios.
J. Ratzinger al considerar el tema de la mediación soteriológica de las religiones, afirma
que en la actualidad el criterio predominante es que todas las religiones salvan. En el fondo de
esto está una teología que postula que Dios acepta indistintamente las obras y la piedad de los
seres humanos, más allá de toda religión. Esto supondría aceptar que caminos contradictorios
llevan a un mismo fin, y de este modo se sustituye el tema de las religiones por el de la buena
intención en una vida recta a nivel individual y social. De este modo, se hace imposible postular
la diferenciación real de las religiones y, por consiguiente, al ser todas las religiones iguales el
diálogo interreligioso de fondo carece de sentido.
5. La oración interreligiosa
En cuanto a la oración común ambos autores afirman la necesidad de reconocer la
diferencia existente entre las tradiciones religiosas en materia doctrinal y simbólica. De acuerdo
con Ratzinger para la oración común se debe tomar en serio el tema de la diferencia en la
concepción de Dios. No es lo mismo orar a Dios desde una perspectiva personal, que desde una
impersonal. Esto equivaldría a equiparar la autorreflexión con el diálogo. Y en esto no hay punto
103
intermedio. Por ello distingue entre oración interreligiosa y oración multirreligiosa. La oración
multirreligiosa es aquella en la cual personas de diferentes tradiciones se reúnen para orar juntos,
pero no en conjunto. Para que esto sea posible se deben llenar dos requisitos: 1) que no sea lo
normal de la vida religiosa, sino que acontezca en tiempos de particular necesidad; y 2) que se
aclare con toda precisión lo que acontece, de modo que no se corra riesgo de relativismo. En
cuanto a la oración interreligiosa, el autor afirma que es casi imposible realizarla. Sin embargo,
para que se efectúe deben llenarse, a su juicio, tres requisitos: 1) que exista una idea común sobre
Dios; 2) que exista acuerdo fundamental sobre lo que se puede orar y está contenido en la
oración; y 3) no dar espacio a interpretaciones relativistas de la fe y la oración.
J. Dupuis por su parte afirma, como Ratzinger, la posible realización de este tipo de
oración allí donde hay una idea común sobre Dios. Desde esta perspectiva, la oración
multirreligiosa es posible entre cristianos, judíos y musulmanes atendiendo a los puntos en
común que las tres tradiciones tienen en la fe de Abrahán. En efecto, la Iglesia aún ora con los
salmos de la Escritura que es la oración propia del judaísmo. Lo fundamental es reconocer que
sin oración, la espiritualidad que nutra el diálogo interreligioso no es posible. En cuanto a las
demás religiones, el tema de la oración común es más complicado. Sin embargo, se ha atender al
misterio de unidad de toda la humanidad, a la acción del Espíritu que obra más allá de los muros
del cristianismo, a la coparticipación de todos en el Reino. Por tanto, se debe hablar de una
comunión anticipada entre los miembros de todas las religiones. De este modo, se podría orar en
conjunto con el Cántico de las criaturas de san Francisco de Asís, o fragmentos de los libros
sagrados de las religiones asiáticas que hablan sobre la incognoscibilidad de Dios.
En conclusión, tanto J. Dupuis como J. Ratzinger buscan aportar al desarrollo de la
teología del diálogo interreligioso a partir de una preocupación común sobre los límites de los
paradigmas teológicos vigentes. Ambos coinciden, también, en la necesidad de mantener el
núcleo de la fe cristiana sobre la unicidad de Cristo y el papel de la Iglesia en el misterio de la
salvación. Además, en ambas obras se encuentra la necesidad de la oración común que fomente
la espiritualidad del diálogo interreligioso. Sin embargo, las perspectivas filosóficas y teológicas
no llegan a confluir en ambas obras. Sigue abierta la necesidad de dialogar dentro de la propia fe
cristiana sobre la relación entre exégesis bíblica y la historia del dogma, y entre estas y el diálogo
interreligioso en el marco del pluralismo contemporáneo.
104
Conclusión
A lo largo de este trabajo se ha abordado el tema de la relación entre el cristianismo y las
religiones del mundo. Hasta ahora han existido tres paradigmas para comprender esta relación.
El exclusivismo, que negaba la salvación a todos los miembros de las demás religiones; el
inclusivismo que busca mantener la afirmación de la unicidad y universalidad de Cristo; y el
pluralismo, que intenta encontrar el lugar del cristianismo en medio de las religiones del mundo
otorgándole un puesto igual a las demás religiones del mundo. En medio de esta discusión se
ubican las obras de los dos autores expuestos. Ambos autores pueden ser considerados
inclusivistas. Sin embargo, ellos mismos buscan romper con este paradigma si bien cada uno a su
modo. J. Dupuis intenta moverse hacia un pluralismo religioso de principio, mientras que J.
Ratzinger postula la necesidad de una nueva comprensión del inclusivismo que, manteniendo los
postulados fundamentales de la fe cristiana, pueda ser comprendido de forma más exacta por las
personas hoy.
El papel de la fe cristiana en medio de las religiones del mundo sigue siendo un acto de
fe. El lugar que se le asigne está directamente relacionado con las concepciones cristológicas.
Según sea la forma en que se conciba a Cristo, así será la concepción del diálogo interreligioso
que se tengan. Sin embargo, ambos autores coinciden en la necesidad de mantener firme la fe
cristiana. Según esta, Cristo es el único salvador y mediador. El tema de discusión es el cómo se
realiza esta salvación y mediación, y si esta única mediación y salvación significan
necesariamente la anulación de las demás tradiciones religiosas.
Queda claro que la cuestión de la relación entre el cristianismo y las religiones del mundo
tiene diversas vertientes por las cuales decantar la reflexión. Dependiendo del punto de partida,
así será la reflexión y las conclusiones a las que se llegue. Se puede partir desde el análisis de la
Escritura y del Magisterio, como lo hace Dupuis, o se puede hacer a partir de la pregunta
fenomenológica sobre las religiones, como lo hace Ratzinger. Lo fundamental es aproximar
ambas perspectiva y ponerlas en diálogo. Por un lado, a cada época corresponde ir profundizando
la comprensión de la revelación a través del desarrollo magisterial y teológico. También en cada
época la concepción antropológica cambia, y con ella la forma en que se conciben los fenómenos
humanos. Teología y filosofía son dos hermanas que deben volverse a unir de cara a la reflexión
105
del diálogo interreligioso. No basta con dialogar con la ciencia para defender las posturas teístas,
se debe dialogar ante todo con la filosofía y las teologías mismas, para poder encontrar espacios
de común unión previos al encuentro interreligioso. J. Ratzinger tiene razón al aceptar que nada
puede evitar que el diálogo interreligioso se cuestione por la verdad. La búsqueda común de la
verdad, palabra altisonante en muchos ambientes contemporáneos, debe convertirse en tarea
urgente en el encuentro entre las religiones. ¿Qué verdad tratan de comunicar las religiones del
mundo al ser humano hoy? ¿Qué verdad transmitimos los cristianos hoy? ¿Cuál es la relación
entre ambas? ¿Cuál es la verdad en el amor, con lo cual los cristianos definimos a Dios?
La fe cristiana en cuanto fenómeno configurador cultural ha de tomarse en serio a la hora
de pensar sobre el mundo y el rumbo que ha de tomar la humanidad. Pero esto no basta. La fe
cristiana no es únicamente, considerada desde ella misma, una más entre las religiones. Ella
sigue afirmando que propone al mundo la verdad definitiva sobre Dios y los seres humanos
acontecida en Jesús, el Cristo. Sin duda, estas afirmaciones suenan a imperialismo teológico.
Tanto Dupuis como Ratzinger a lo largo de sus obras han indicado de modos diversos que esto
no es así. La fe cristiana tiene algo de definitivo. Sin embargo, entre lo definitivo y lo
hegemónico hay una gran distancia. La fe cristiana no puede renunciar a su carácter definitivo.
Pero tampoco puede por esto asumirse ella misma como una realidad inmóvil llamada a
convertirse en la religión hegemónica en el globo terráqueo. Por el contrario, este carácter
definitivo de la fe cristiana es lo que la lanza a la misión. Sin embargo, saber que en ella hay algo
que define el ser y el destino de la persona humana se debe no tanto a su contenido dogmático,
cuanto a la dýnamis de Dios el Padre impresa en este mundo por la acción del Logos y el
Pneuma divinos. En esta línea, Dupuis ha facilitado el tomarse en serio la reflexión trinitaria
dentro del fundamento del diálogo interreligioso. Lo definitivo es que la revelación de la
Trinidad acontece en Jesús, y ese conocimiento de Dios amor es salvífico. Una línea de reflexión
es la de unir las categorías de verdad y cristología trinitaria en el marco de la reflexión teológica
fundamental de cara al diálogo interreligioso. Ya no sería lo importante descubrir el papel que
juega el cristianismo en el elenco de las religiones. Lo realmente importante sería la búsqueda
conjunta con las religiones del mundo de la verdad querida por Dios, y que los cristianos
llamamos amor en la Triunidad.
106
Pastoralmente no se puede obviar el hecho de la pluralidad como un signo de los tiempos.
No se trata ya solo del ecumenismo en tierras mayoritariamente cristianas. Cada vez más todas
las naciones del mundo, particularmente en Centroamérica, van viviendo la confluencia de
diversas culturas y, con ello, de diversas creencias. La globalización económica ha impuesto no
solo la cultura del mercado y ha absolutizado los valores que este promueve para fundamentar el
consumo y la expoliación de los recursos naturales y humanos. Ante esto se deben posicionar las
religiones del mundo. Con sus diversas cosmovisiones pueden aportar a esta realidad que está
consumiendo la vida la inmensa mayoría de seres humanos y acabando con el tesoro del planeta
tierra. Intentar esto solo desde la absolutización de la praxis sería un error. El tesoro de las
religiones radica no solo en la praxis que generan, sino en el universo simbólico y
epistemológico que resguardan. El diálogo interreligioso debe iniciarse no desde la confrontación
dogmática, sino desde la preocupación urgente por volver a otorgar al ser humano un
fundamento simbólico, epistémico y práxico que le permita salir del embotamiento causado por
el pragmatismo resignado gracias a la solo técnica, y lo abra a la posibilidad de ir más allá de sí
mismo, al encuentro con el otro/a, con la naturaleza y con la Trascendencia.
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Bibliografía
Dupuis, J., El cristianismo y las religiones. Del desencuentro al diálogo., Bilbao, 2001.
Ratzinger, J., Fe, verdad y tolerancia. El cristianismo y las religiones del mundo., Salamanca,
2005.