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2 El cosmos copernicano 1.1. De Ptolomeo a Copémico Trece siglos median entre los dos grandes astrónomos que fueron Ptolo- meo y Copérnico. Durante ese dilatado tiempo tienen lugar profundísimas transformaciones de carácter político, social, económico, religioso, etc., sobre las que los historiadores han escrito gruesos volúmenes. En el campo de la astronomía, sin embargo, no puede decirse que se diera una revolución para- lela. Lo que Copérnico aprendió de esta disciplina en las universidades de Cra- covia y de Bolonia no era mucho más de lo que se sabía en Alejandría a la muerte de Ptolomeo. Sus conocimientos de física tampoco excedían gran cosa de lo enseñado por Aristóteles. Pero ello no quiere decir que la actividad mate- mática, astronómica, física y cosmológica estuviera detenida siglo tras otro has- ta llegar al Renacimiento. Tal como se expondrá en las páginas que siguen, la recuperación, comentario y crítica del saber griego ocupó a los árabes prime- ro y a los europeos medievales con posterioridad. 2.1.1. La caída del Imperio romano de Occidente Si partimos de la época de Ptolomeo (siglo II d. C.), no es posible citar nin- gún astrónomo relevante entre este momento y la caída del Imperio romano. Cabe pues hablar de una lenta decadencia del saber que se convertirá en fran- co retroceso hasta llegar a su desaparición en Occidente con el inicio de la Edad Media. No es momento de analizar en detalle las razones que contribu- yeron a ese cataclismo intelectual. A modo de puro ejemplo puede citarse la entrada en escena de un movimiento neopitagórico desde finales del siglo II y neoplatónico desde mediados del siglo III con un fuerte componente místico- 93

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2El cosmos copernicano

1.1. De Ptolomeo a Copémico

Trece siglos median entre los dos grandes astrónomos que fueron Ptolo­meo y Copérnico. Durante ese dilatado tiempo tienen lugar profundísimas transformaciones de carácter político, social, económico, religioso, etc., sobre las que los historiadores han escrito gruesos volúmenes. En el campo de la astronomía, sin embargo, no puede decirse que se diera una revolución para­lela. Lo que Copérnico aprendió de esta disciplina en las universidades de Cra­covia y de Bolonia no era mucho más de lo que se sabía en Alejandría a la muerte de Ptolomeo. Sus conocimientos de física tampoco excedían gran cosa de lo enseñado por Aristóteles. Pero ello no quiere decir que la actividad mate­mática, astronómica, física y cosmológica estuviera detenida siglo tras otro has­ta llegar al Renacimiento. Tal como se expondrá en las páginas que siguen, la recuperación, comentario y crítica del saber griego ocupó a los árabes prime­ro y a los europeos medievales con posterioridad.

2.1.1. La caída del Imperio romano de Occidente

Si partimos de la época de Ptolomeo (siglo II d. C.), no es posible citar nin­gún astrónomo relevante entre este momento y la caída del Imperio romano. Cabe pues hablar de una lenta decadencia del saber que se convertirá en fran­co retroceso hasta llegar a su desaparición en Occidente con el inicio de la Edad Media. No es momento de analizar en detalle las razones que contribu­yeron a ese cataclismo intelectual. A modo de puro ejemplo puede citarse la entrada en escena de un movimiento neopitagórico desde finales del siglo II y

neoplatónico desde mediados del siglo III con un fuerte componente místico-

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religioso, probablemente de influencia oriental. Pitágoras y Platón son aso­ciados con las doctrinas de brahmanes, judíos y magos, arrojando un resulta­do no excesivamente favorable para la ciencia en general y para la ciencia de los cielos en particular. Los escritos herméticos de los siglos II y III son buena prueba del interés preferente de ciertos sectores por temas de carácter religio­so, como el de la salvación, frente a otros más terrenales, lo que irá en detri­mento de los segundos.

La conversión del cristianismo en la religión oficial del Imperio romano, a comienzos del siglo IV (año 320), no contribuyó a mejorar las cosas. El deseo de conocimiento de la vida futura aglutinó muchos más esfuerzos que el de la vida intelectual; y para satisfacer este deseo el saber pagano resultaba de poca utilidad.

Pero lo que decididamente barrerá la ciencia griega de la mayor parte del continente europeo durante seis siglos es la división del Imperio romano y la disolución de su parte occidental. Finalizando el siglo IV muere el emperador romano Teodosio (395). Su vasto Imperio, que se extiende desde España has­ta el Tigris y desde el norte de África hasta el Rhin y el Danubio, es dividido entre sus hijos Honorio y Arcadio. Este último pasa a gobernar la parte orien­tal, que incluye Grecia y Egipto. Su centro político se sitúa en Constantino- pla (antiguamente Bizancio).

Hasta la invasión turca de 1453 prevalecerá este Imperio, al principio con el nombre de Imperio romano de Oriente y, a partir del siglo XI con el de Impe­rio bizantino (en esta época se había reducido a Constantinopla y zonas limí­trofes). Dos circunstancias favorables concurren. La primera tiene que ver con el hecho de que grandes focos de la cultura griega, como Atenas y Alejandría, quedan de este lado oriental. En consecuencia, se dispondrá ininterrumpida­mente de las obras de Platón, Aristóteles, Ptolomeo, etc. La segunda consiste en que la lengua que se emplea es el griego (sólo los documentos oficiales se escribían en latín), de modo que puede accederse a la lectura de las mencio­nadas obras en el idioma en que fueron escritas.

Muy distinta suerte corre la parte del Imperio romano que hereda Hono­rio. En la segunda mitad del siglo V, los pueblos que habitaban al norte del Rhin y del Danubio (pueblos germanos) ocuparon las provincias occidenta­les. El resultado fue la fragmentación de los territorios hasta entonces bajo dominio romano y la gradual constitución de los reinos germánicos de Euro­pa, germen de los estados europeos. La caída del Imperio romano en el año 476 se ha tomado como punto de referencia para señalar el fin de la Edad Anti­gua y el comienzo de la Edad Media. Desde el punto de vista cultural, la des­ventaja con respecto a la parte oriental es abrumadora. Ni retuvieron las obras

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clásicas griegas, a excepción de una traducción parcial del Timeo, ni hubieran sido capaces de entenderlas por hablar únicamente latín (y por no saber leer la gran mayoría de la población durante la Alta Edad Media). Quedaron aban- donados a sus propios recursos, por cierto, muy escasos.

Es un tópico referirse al período comprendido entre los siglos V y X como una época de barbarie, anarquía e incultura. Prácticamente lo único que puede destacarse es la labor de los enciclopedistas latinos tales como Capella (siglo IV- V), Boecio (siglo VI), Casiodoro (siglo V-VI), Isidoro de Sevilla (siglo VI-VII), Beda el Venerable (siglo VII-VIIl). La realización de compilaciones del conjunto de las ciencias logró mantener algo del gran edificio intelectual construido en la Anti­güedad. Se trataba, con todo, de una tarea llena de lagunas e inexactitudes, cuan­do no de claros errores.

En esas circunstancias no puede esperarse ningún tipo de contribución a la astronomía. Muy al contrario, lejos de la perfección alcanzada por Ptolo- meo y sus predecesores, en algunos casos se volvió a concepciones muy pri­mitivas del universo que ya los griegos del siglo V a. C. habían superado. Así, partiendo del Génesis, hubo quienes asumieron la idea de un mundo plano, en forma de tabernáculo, dejando de lado toda cuestión técnica. Pocos se atre­vieron a defender la esfericidad del cosmos, al ser considerada una tesis cos­mológica pagana incompatible con las Sagradas Escrituras.

Si los europeos occidentales permanecieron apartados de la ciencia griega (que es tanto como decir de la ciencia a secas) durante tantos siglos, otro pue­blo, ajeno por completo a la historia de Grecia, sí iba a beneficiarse de los logros intelectuales de esta última. Se trata de los árabes, oriundos de la tórrida y semidesértica península de Arabia.

2.1.2. El Islam y el saber griego

En el siglo VII Mahoma había llevado a cabo la unificación política y reli­giosa de las tribus semitas que habitaban la mencionada península de Arabía, la prédica de la guerra santa iniciada por el Profeta y proseguida por los califas (lugartenientes del Profeta) les permitió conquistar Persia, Siria, Egipto. Poste­riormente llegarían hasta España y parte de Francia por un extremo y hasta la India por el otro. En rigor, quienes llegaron a Europa no fueron tanto gentes oriundas de Arabia, como un heterogéneo conjunto de pueblos seguidores de la religión de Mahoma. Debería pues hablarse más de islamitas o musulmanes que de árabes a pesar de que el uso haya consagrado este último término.

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Desde la perspectiva filosófica y científica lo más relevante de estas con­quistas fue su contacto con sirios y persas, a través de los cuales accedieron a la cultura helénica. La fundación, a mediados del siglo VIH, del Califato inde­pendiente de Damasco por Abderramán I (transformado posteriormente en Califato de Córdoba) aseguraría su presencia en España durante más de siete siglos. Desde aquí, desde la parte más occidental de Europa, volvería a entrar en ella el saber perdido que se había generado al otro lado del Mediterráneo. Pero esto no sucederá hasta el siglo XII.

Entre tanto, los cristianos medievales occidentales, según se ha dicho ya, no realizaron el menor progreso en las ciencias. Lo sorprendente es que tam­poco lo hicieran los cristianos del Imperio romano de Oriente o Imperio bizan­tino. Pese a que dispusieron de todo el legado griego, su contribución se limi­tó a compilar las obras, copiarlas, comentarlas, etc. No hay pues una producción original que perfeccione y haga progresar la herencia recibida. Pero de todas maneras cumplieron un importante papel al preservar el saber griego y difun­dirlo entre persas, sirios y árabes (Taton, 1971: 584 y ss.). En todo caso resul­ta claro que a lo largo de la mayor parte de la Alta Edad Media no es el mun­do cristiano, ni occidental ni oriental, el que se interesó de manera activa por dicho saber. En cambio, no puede decirse lo mismo de los árabes.

La ciencia musulmana, pese a incorporar importantes elementos de ori­gen hindú y persa, se construye y gira en torno a la ciencia griega. Este pro­ceso tiene lugar entre los siglos VIII y XIII, momento en que cederá el “testi­go” a los cristianos medievales de Europa. A lo largo de todos estos siglos de liderazgo musulmán, dos ciudades van a desempeñar sucesivamente un papel en cierto modo similar al que tuvo Alejandría en la Antigüedad: Bagdad en Oriente (hasta finales del siglo IX) y Córdoba en Occidente (a partir del siglo X).

Bagdad, fundada por la dinastía de los abbasidas en la segunda mitad del siglo VIII, llegó a convertirse en el centro de la vida cultural con una Acade­mia de Ciencias que recogió la herencia del Museo alejandrino. Otras ciuda­des importantes fueron Damasco y El Cairo. La transmisión del acervo cul­tural a Europa no se realizó, sin embargo, desde la Bagdad de los abbasidas, sino desde la Córdoba de los omegas, y en general desde la España musulma­na (y también desde Sicilia, bajo dominio árabe hasta el año 1095). Sevilla, Córdoba y especialmente Toledo aglutinaron personas de muy diversas pro­cedencias que acudían allí en busca de los escritos de autores helenos conoci­dos sólo por referencias indirectas. Si en Oriente la lengua siríaca sirvió dt puente entre el griego y el árabe, en España las traducciones al latín de las obra:

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griegas se hicieron a partir de versiones árabes, únicas disponibles (sólo en Sici­lia pudieron realizarse directamente del idioma original).

A veces el castellano sirvió de lengua intermedia de modo que los escritos griegos en árabe fueron vertidos primero al castellano y luego al latín. Fácil­mente se adivinan las transformaciones que a lo largo de este largo viaje filo­lógico habrían de sufrir las páginas salidas de la mano de Aristóteles o Ptolo- meo, por ejemplo. Pero en cualquier caso la existencia por primera vez de un texto latino, más o menos fiel, desempeñó la fundamental misión de permi­tir su difusión por Europa occidental, asegurando a ésta un impresionante renacimiento cultural que desde luego no habría tenido lugar sin el acceso a la ciencia y la filosofía de la Grecia Antigua. Todo ello ocurrirá a partir del siglo XI, con posterioridad a la caída de Toledo en manos del rey cristiano Alfonso XI (1085).

Pero antes de pasar a los cristianos medievales, conviene decir algo acer­ca de lo que fue la aportación musulmana a la astronomía. En el año 820 la obra de Ptolomeo Gran Composición Matemática de la Astronomía (Almages- to) fue traducida al árabe en Bagdad. A lo largo de todo el siglo IX matemá­ticos y astrónomos fundamentalmente de Bagdad y de Damasco (ciudades en las que se construyeron sendos observatorios astronómicos) se preocupa­ron por obtener nuevas observaciones y desarrollar técnicas que permitieran calcular las posiciones de los astros. La introducción de los números arábigos facilitó la tarea. El objetivo era construir nuevas tablas astronómicas que per­feccionaran las de Ptolomeo.

El nombre más conocido en esta línea es el de Al-Battani (o Albategnius) (segunda mitad del siglo IX), quien dijo dedicarse a la astronomía a fin de corre­gir ciertos errores que observaba en los libros de los antiguos, usando para ello los métodos de Ptolomeo. Esos errores aludían sobre todo a las posiciones y movimientos de los astros en la eclíptica. En conjunto su trabajo se inscribe, lo mismo que el de otros contemporáneos suyos, dentro del marco de una astronomía de carácter puramente técnico que sólo aspiraba a mejorar el cono­cimiento empírico del Cielo. El punto de partida obligado era el estudio del Almagesto, obra que se conocía, se comentaba, se usaba para los fines propios de esta disciplina, pero cuyas consecuencias cosmológicas y físicas no se toma­ron en consideración.

Esta neutralidad, sin embargo, no era unánime. Así, por ejemplo, el astró­nomo de la primera mitad del siglo IX Thabit ibn Qurra o el físico del siglo XI Alhazén (Ibn-al-Haytham) se plantearon el problema de la naturaleza físi­ca del conjunto de esferas y círculos que es necesario suponer para describir el

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comportamiento de los astros. El libro que sirvió de guía y en el que se inspi­ra el Resumen de Astronomía de Alhazén es la Hipótesis de los Planetas de Pto- lomeo. Dada la incompatibilidad existente entre el modo ptolemaico y el modo aristotélico de describir el mundo, la pregunta por la existencia real de los entes geométricos no podía sino reabrir el conflicto helenístico entre astronomía y cosmología expuesto en el capítulo anterior (epígrafe 1.8.2).

En pura teoría, un estudioso de los cielos tenía ante sí tres vías posibles:

1. Atender a la astronomía geométrica prescindiendo de la física (Al-Bat- tani).

2. Tratar de acomodar la física a la astronomía de Ptolomeo (Thabit ibn Qurra o Alhazén).

3. Supeditar la astronomía a la física construida por Aristóteles.

Si los dos primeros caminos fueron en general seguidos por astrónomos árabes de Oriente, el tercero fue emprendido con entusiamo por astrónomos arábigo-occidentales de Al-Andalus a lo largo del siglo XII. Avempace, Aben- tofail, Averroes, Al-Bitrugi (Alpetragius) o el judío Maimónides, entre los más conocidos, optaron abiertamente por la crítica a Ptolomeo en nombre de Aris­tóteles. El rechazo del Almagesto, con sus excéntricas y epiciclos, condujo así a los autores hispano-árabes a recorrer hacia atrás la distancia que separaba a Ptolomeo de Eudoxo.

En el Occidente cristiano tendrá amplia difusión, a partir del siglo XIII, la Teoría de los Planetas de Al-Bitrogi en la que se defendía un sistema astronó­mico basado en esferas homocéntricas. En principio, ello restablecía la simé­trica descripción del mundo que propugnaron los helenos (cuerpos celestes que giran, absolutamente todos, alrededor del centro único del mundo ocu­pado por la Tierra). Ahora bien, al tratarse de una astronomía cualitativa, se hacía extraordinariamente difícil el cálculo y la predicción de los fenómenos celestes. Hombres tan significados como Averroes desautorizaron, sin embar­go, toda teoría astronómica que no fuera construida sobre los pilares de la físi­ca (que en aquel momento era la aristotélica). Por tanto, se opusieron al Alma- gesto y a las Hipótesis de los Planetas ¿ lo Ptolomeo, decantándose en favor de la obra de Aristóteles Del Cielo.

En el mismo siglo en que los árabes de Al-Andalus escribían sus tratados y comentarios sobre cuestiones astronómicas y cosmológicas, los europeos comenzaban la mayor aventura traductora de todos los tiempos, que pondría

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a su alcance la ciencia y la filosofía griegas. En 1085 Toledo y en 1091 Sicilia dejaron de estar gobernadas por musulmanes para pasar a control cristiano. Allí se encontraban las grandes obras de Euclides, Aristóteles, Apolonio, Galeno, Ptolomeo, etc. (bien en la lengua original en Sicilia, bien en versiones árabes en Toledo) que los descendientes del Imperio romano de Occidente habían per­dido hacía ya tanto tiempo. Se inició entonces un verdadero éxodo de traduc­tores que aspiraban a trasladar al latín las obras maestras de la Antigüedad. Como resultado, sólo algunas décadas después de la conquista de Toledo y Sici­lia era ya posible leer en esta lengua los escritos físicos y astronómicos de Aris­tóteles y Ptolomeo.

En el año 1160 el Almagesto era traducido en Sicilia directamente del griego por un autor desconocido. Quince años después (1175) Gerardo de Cremona traducía esta obra del árabe al latín en Toledo. Él mismo puso también en lengua latina a Euclides, Apolonio y al propio Aristóteles (Physicay De Cáelo), entre otros. A lo largo de un siglo, desde Italia y desde España, la poderosa cultura helénica y helenística fue adentrándose por territorios europeos. El medio de penetración fue una institución típicamente europea creada en esta época, la universidad. A partir de este momento, hay que dirigir la mirada a lo que sucede, culturalmen­te hablando, en el Occidente cristiano.

2.1.3. Los cristianos medievales y el renovado conflicto entre astronomía y cosmología

La recuperación del saber griego obligó por primera vez a los cristianos a enfrentarse a una astronomía (Ptolomeo) y a una cosmología (Aristóteles) dig­nas de tal nombre. A mediados del siglo XIII estas materias, junto con la físi­ca y las matemáticas, se incorporaban a los programas de estudios de las jóve­nes universidades de la Europa occidental, destacando París y Oxford. Concretamente, en las facultades de artes (así se denominaban las facultades en las que se estudiaban las diversas ciencias de la Naturaleza y las matemáti­cas) se enseñaba la Física y el Del Cielo de Aristóteles, el Almagesto y las Hipó­tesis de los Planetas de Ptolomeo. Pero también se manejaban los tratados ára­bes de Alfarabi, Alhazén, Averroes, Alpetragius o Maimónides (éste último, pese a ser judío, escribió igualmente en árabe).

Con la lectura y el estudio de estos autores la polémica estaba servida. En el nuevo horizonte intelectual no sólo se tenían que armonizar los puntos de vista de astrónomos y cosmólogos, sino que además había que pasar las tesis

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griegas sobre el mundo por el filtro del pensamiento cristiano. En efecto, en el campo de la astronomía era preciso decidir entre las esferas homocéntricas (en la versión de Alpetragius) o entre los epiciclos y excéntricas de Ptolomeo y Alhazén. Lo cual a su vez era consecuencia de la necesidad de adoptar una posición en el conflicto secular que enfrentaba a la astronomía ptolemaica con la cosmología y la física de Aristóteles, conflicto que había sido agudizado por árabes como Averroes. Pero, para acabar de complicar las cosas, resultaba ade­más que no era ni mucho menos clara la concordancia entre ciertas afirma­ciones filosóficas y cosmológicas de Aristóteles con la doctrina de la Iglesia. Entre ellas merece citarse la que se refiere a la eternidad del mundo sin nece­sidad de suponer acto creador alguno por parte de Dios. Este filósofo pagano describe una Naturaleza autosuficiente en la que no tienen cabida, ni la crea­ción de la materia desde la nada por un ser superior, ni las intervenciones extra­ordinarias posteriores de ese ser superior en forma de milagros.

Si la vida universitaria no suele ser nunca apacible (en contra de lo que pudiera parecer desde fuera), en el siglo XIII esto resulta una evidencia. Espe­cialmente ilustrativo es el caso de la Universidad de París, escenario de enco­nadas luchas entre filósofos y teólogos. Sobre ella pesó la prohibición ecle­siástica de enseñar la filosofía natural de Aristóteles durante casi cincuenta años. Tras durísimos enfrentamientos de unos con otros, en el año 1277, E. Tempier, obispo de París, condenó bajo pena de excomunión doscientos diez y nueve “errores execrables” difundidos en la facultad de artes. Muchos de los postulados objeto de condena (la cual permaneció hasta 1325) eran de inspi­ración aristotélica, como por ejemplo el referido a la unicidad del mundo o la imposibilidad del vacío, los cuales supuestamente limitaban la omnipotencia divina. En contra de Aristóteles, se afirmaba ahora que Dios pudo crear una pluralidad de mundos en el espacio vacío. La condena de 1277 representó el triunfo de la facultad de teología sobre la de artes, y su repercusión rebasó ampliamente el limitado ámbito de la institución parisina.

Cuestiones de filosofía natural, como la existencia de uno o varios mun­dos o la naturaleza y realidad del espacio, podían y debían ser sometidas a dis­cusión. Como resultado tal vez se concluyera lo mismo que Aristóteles, o tal vez no. El problema no estaba en modificar ciertas tesis de la Física, sino en establecer por decreto, desde la teología, cómo era el mundo físico. Los filó­sofos naturales no podían refugiarse en el recurso de mantener la teoría de la doble-verdad de Averroes, según la cual la verdad filosófica y la verdad teoló­gica no tienen necesariamente que coincidir, de modo que una misma pro­posición podría ser verdadera y falsa a la vez (verdadera en filosofía y falsa en

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teología, o al revés). El monopolio de la verdad caía ahora decididamente del lado de la teología.

Algunos autores (Grant, 1983: 171) han destacado que, como conse­cuencia de la condena de 1277, se desarrolló entre los filósofos una cierta “actitud positivista sofisticada”, que les permitió pronunciarse sobre los más diversos temas con tal de hacerlo de modo hipotético. Es decir, pudieron dis­cutir y razonar acerca de proposiciones físicas cuya verdad o falsedad ya había sido decidido por la Iglesia, e incluso poner de manifiesto la verosimilitud de la posición contraria. La condición para disfrutar de esta peculiar libertad de pensamiento era considerar que sus conclusiones no pasaban de ser un ejer­cicio de la imaginación, sin aplicación a la Naturaleza. Éste es el caso de los profesores de la universidad de París, Juan Buridan, Nicolás de Oresme o Alberto de Sajonia, quienes en el siglo XJV barajaron importantes argumen­tos en favor de la rotación de la Tierra, pero sin llegar a concluir que dicha rotación fuera real.

No todos los hombres de Iglesia, sin embargo, dieron muestras de una intransigencia comparable a la del obispo de París. El ejemplo más relevante de lo contrario es el de Tomás de Aquino (1225-1274), al que llegó incluso a alcanzar la condena de 1277 una vez que ya había fallecido. Este dominico fue el gran defensor de la conciliación entre razón y fe. No hay dos tipos de ver­dad, como había sostenido Averroes, sino una sola. Pero, por ello mismo, lo conocido por las solas luces de nuestro intelecto y lo revelado por Dios no pue­den estar en contradicción.

Fruto de esta actitud de consenso fue su enorme esfuerzo de armonización de la poderosa y fecunda filosofía aristotélica con la teología cristiana. Exten­sos y profundos comentarios de la obra física y cosmológica de Aristóteles tra­taron de poner de relieve que no existía incompatibilidad entre la concepción del mundo de este filósofo griego y las enseñanzas contenidas en la Biblia y en el magisterio eclesiástico. El enojoso postulado de la eternidad de la materia lúe rechazado debido a que ningún tipo de prueba era posible aportar en su favor. Partiendo de que la verdad es única, puesto que la fe sostiene la falsedad de dicho postulado y la razón no puede probar lo contrario, se concluye que el mundo ha sido creado por Dios.

La “cristianización” del pensamiento aristotélico, gracias a medievales como Tomás de Aquino o Alberto Magno, jugó un papel decisivo en la cultura euro- |>ea al facilitar la aceptación de un sistema físico y cosmológico cuya superio­ridad era manifiesta. Aun cuando la revolución científica posterior se llevará a cabo precisamente en oposición a tal sistema, la importancia de su recepción

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en Occidente es indiscutible. El hecho es que, a partir del siglo XIII, la cos­mología dominante es la aristotélica, sin que quepa hablar de alternativas dig­nas de tenerse en cuenta.

Esto quiere decir que para la mentalidad de los últimos siglos de la Edad Media el cosmos es concebido como esférico, geocéntrico, único (pese a que llegue a pensarse que, en virtud de la omnipotencia divina, no necesariamente ha de haber un solo mundo), con las estrellas y planetas alojados en esferas concéntri­cas. El número de esferas que se toma en cuenta no es el de cincuenta y cin­co, como en Aristóteles, sino simplemente ocho (elevándose a once en oca­siones). Entre las estrellas, en la periferia, y la Tierra, en el centro, se localizan los demás cuerpos en el orden ya conocido: Saturno, Júpiter, Marte, Sol, Venus, Mercurio y la Luna (figura 1.7). Se mantiene la distinción entre un mundo etéreo supralunar, el Cielo, y un mundo sublunar mezcla de los cuatro ele­mentos. Este orden cósmico no es eterno ni indestructible sino dependiente de la acción de Dios. En conjunto se trata de una sencilla representación que satisface la natural curiosidad por saber cómo es el mundo del que formamos parte. Quizá radique en ello la extraordinaria implantación que llegó a tener en toda Europa, siendo los filósofos escolásticos sus más fervientes defensores.

Ahora bien, a nadie podía ocultársele que este seductor esquema cosmo­lógico no resistía la menor contrastación con las observaciones celestes. Cuan­do en la Antigüedad helénica se introdujo a fin de salvar las apariencias, el número de esferas en juego fue muy superior a ocho (o a once). Pero aun así la dificultad de acomodarse a las variaciones de brillo y de diámetro de los pla­netas llevó a plantear su sustitución por excéntricas y epiciclos (epígrafe 1.5.3). Finalizando la Alta Edad Media, el problema permanece igual. En consecuencia, tras un período de revuelo inicial originado por la traducción latina de la Teo­ría de los planetas de Alpetragius (en la que se defendían de un modo peculiar las esferas homocéntricas), la mayor parte de los matemáticos y astrónomos se decantó en favor de los círculos excéntricos de Ptolomeo.

¿Concentricidad o excentricidad? ¿Giran todos los cuerpos celestes en tor­no a un único centro físico especificado por la propia Naturaleza (el centro del mundo en el que reposa la Tierra) o lo hacen alrededor de múltiples puntos geométricos arbitrariamente fijados por los astrónomos? ¿Cómo es realmente el cosmos? Puesto que la teoría de Aristóteles y la de Ptolomeo hacen afirma­ciones incompatibles, ¿cuál de ellas es la verdadera y cuál es la falsa? La res­puesta más generalizada sería ésta: la teoría cosmológica de Aristóteles es ver­dadera, en tanto que la teoría astronómica de Ptolomeo no es ni verdadera ni falsa. Una y otra se interrogan de modo distinto acerca del Cielo.

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La cosmología trata de conocer la estructura global del cosmos, el modo como se distribuyen todos los cuerpos celestes. Sus proposiciones pretenden dar cuenta de la configuración del mundo en su totalidad (orbis totalis). Si se adecúa a éste tal como es, será verdadera; en caso contrario será falsa. En cam­bio, la astronomía tiene como tarea observar sistemáticamente, computar y predecir los movimientos de las estrellas y de cada uno de los planetas. Para salvar las apariencias no hay que suponer que las hipótesis geométricas que for­mulan son verdaderas, sino únicamente que son útiles al fin propuesto. Ese fin puede ser algo tan fundamental como corregir los importantes errores que el calendario juliano había ido acumulando, hasta lograrse su reforma.

La filosofía de la ciencia actual denomina realista a la concepción de las teo­rías científicas que considera a éstas como un conjunto de enunciados de los que es posible predicar la verdad o la falsedad. Por el contrario, llama instru- mentalista a la posición según la cual dichas teorías científicas son sólo instru­mentos o herramientas válidas para organizar el material sensible disponible y predecir datos futuros. En este último caso, la expresión salvar las apariencias, aplicada a la astronomía, pierde su sentido platónico profundo (desvelar el ver­dadero orden del mundo bajo las confusas apariencias) y se convierte exclusi­vamente en la posibilidad de anticipación del movimiento de los astros. Según esto cabe decir que la interpretación de la cosmología de Aristóteles fue realis­ta, en tanto que la interpretación de la astronomía de Ptolomeo fue instru- rnentalista o positivista.

En principio pudiera pensarse que este pragmático enfoque del problema existente entre teorías inconciliables acerca de los cielos evitó la confrontación entre cosmólogos y astrónomos. Sin embargo, no fue así. Hanson ha subra­yado que los diferentes objetivos de una y otra disciplina “se desarrollaron en la mentalidad medieval como si fueran constitucionalmente diferentes. [...] Así, en cuestiones celestes se podía tener, o bien una descripción y predicción matemáticas, o bien una comprensión y explicación cosmológica; pero no ambas cosas a la vez” (Hanson, 1978: 182).

Este asunto dividió a los eruditos y a las propias universidades en las que normalmente éstos realizaban sus investigaciones. Las facultades de artes (en las que se enseñaba física, cosmología, geometría y astronomía, además de lógi­ca) fueron escenario de las disputas entre quienes reclamaban la prioridad de los estudios físico-cosmológicos (se trata de los denominados físicos, cosmólo­gos o peripatéticos) y quienes ponían el acento en las técnicas de cálculo, pres­cindiendo de toda consideración física (eran los matemáticos, astrónomos o pto- lemaicos).

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Esta situación de conflicto se fue agudizando conforme nos acercamos a la época de Copérnico, esto es, a los siglos XV y XVI. Durante mucho tiempo, los receptores medievales del Almagesto no estuvieron en disposición de aden­trarse en los vericuetos geométricos de la obra. Lo que más bien se populari­zó fue una versión muy simplificada de la combinación ptolemaica de círcu­los debida a Sacrobosco (siglo XIII). Su obra La Esfera, así como ciertos tratados árabes, constituyeron los casi únicos textos que se manejaron con profusión. No es de extrañar, por tanto, que deba aguardarse al siglo XV para hallar algún progreso o aportación original a las técnicas de Ptolomeo, en especial en la Universidad de Viena.

Aun cuando, desde mediados del siglo XIII, en los planes de estudio de las universidades se incluyeron tanto la Física y el Del Cielo de Aristóteles como el Almagesto y las Hipótesis de los Planetas de Ptolomeo, la mayor parte de la producción literaria medieval consistió en comentarios sobre las dos obras aris­totélicas. La forma que normalmente adoptaron esos comentarios fue la de las célebres quaestiones, en las que se planteaban y resolvían ciertos temas o pro­blemas de filosofía natural a partir de la cita de un texto. Los escolásticos con frecuencia se sirvieron de ese método para exponer sus puntos de vista deci­didamente aristotélicos.

Especial atención merece el modo condicional o hipotético que esas quaes­tiones adoptaron en el siglo XIV, particularmente en sectores con tendencias empiristas o nominalistas opuestas al realismo tomista. Así, en el punto de par­tida se formulaba una hipótesis contraria a la aceptada como válida por la opi­nión dominante de la época (por ejemplo, podía postularse el movimiento de la Tierra). A continuación se esgrimían los llamados argumentos principales en su favor (argumentos en defensa del movimiento terrestre). Sin embargo, al final el autor no concluía conforme a esos argumentos principales, sino que se atenía a la concepción habitual (reposo de la Tierra). Esto era así porque los razonamientos se planteaban de manera hipotética en cuanto puros ejercicios dialécticos, sin pretensión de demostrar la falsedad de ciertas tesis físicas o cos­mológicas consideradas verdaderas hasta este momento. Ya se comentó ante­riormente que la condena de 1277 trajo consigo esta forma ciertamente pecu­liar de libertad de pensamiento que, si bien no produjo ningún tipo de revolución intelectual, acostumbró a las mentes a ciertas reflexiones en favor del movi­miento terrestre. Copérnico se beneficiará posteriormente de ese relativo espí­ritu crítico.

Entre los casos más relevantes de la manera de proceder descrita se cuen­tan los autores mencionados en páginas precedentes vinculados a la Universi­

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dad de París: Juan Buridan (ca. 1300-1358), quien desempeñó el cargo de rec­tor de dicha Universidad, Nicolás de Oresme (1328-1382) y Alberto de Sajo­rna (ca. 1316-1390), también rector de la universidad parisina. Los tres inte­gran la denominada escuela de París, muy próxima a la posición filosófica de Guillermo de Occam. Sus disquisiciones pusieron de manifiesto algo funda­mental que recuerda lo que será la empresa galileana: es imposible demostrar fehacientemente, tanto que la Tierra se mueve, como lo contrario. Lo único que cabe decir es que puede moverse. La última palabra, sin embargo, la tiene la teología. A la luz de la razón establecemos la posibilidad del movimiento terrestre, pero a la luz de la revelación afirmamos su permanente reposo (sobre la escuela de París véase el epígrafe 2.3.4).

En virtud de todo lo dicho hasta ahora, cabe afirmar lo siguiente. Tras la gradual recuperación del saber griego gracias a la mediación de los musulma­nes, los mejores esfuerzos de los cristianos de los siglos XIII y XIV se orientaron a asimilar las tesis físicas y cosmológicas del gran Aristóteles. Al igual que en el siglo IV a. C., el hombre de la Baja Edad Media piensa que ocupa el centro de la gran esfera celeste. A su alrededor estrellas y planetas se desplazan con movimiento uniforme y circular, debido a que están alojados en esferas con­céntricas en rotación. El mundo pues es un conjunto de esferas, unas dentro de otras, con un solo centro común a todas ellas. El hecho de ser habitantes del único cuerpo pesado o grave nos garantiza que podamos contemplar el espectáculo celestial estando inmóviles en dicho centro. Si la Tierra es la mora­da de los seres humanos, las esferas planetarias lo serán de seres angélicos. Todos, ángeles y hombres, tienen su lugar en este cosmos greco-cristiano crea­do por la voluntad libre y soberana de Dios.

A lo largo de estos dos siglos de estudio, aceptación y discusión de la obra de Aristóteles, la astronomía geométrica no tuvo un desarrollo paralelo. Se sometió a examen la cuestión de la realidad física de los círculos excéntricos de Ptolomeo (acordándose en general el negársela), pero no se mejoraron los cálculos haciendo uso de tales círculos. Hasta el siglo XV no encontramos una contribución al perfeccionamiento de las técnicas desplegadas en el Almages- to. La Universidad de Viena será el escenario más importante de tal empresa gracias al trabajo del austríaco Georg Peuerbach (también escrito Peurbach) (1423-1461) y del alemán Johannes Müller (1436-1476), conocido como Regiomontano y discípulo del anterior. Conforme nos acercamos al final del siglo XV, el centro de mayor actividad, en lo que a astronomía se refiere, se des­plaza a la Universidad de Cracovia. En ella Marcin Bylica y Wojeiech de Brud- zewo continuarán la tarea de sus colegas de Viena. En esta universidad polaca es

Teorías del Universo

en la que Nicolás Copérnico iniciará sus estudios en 1491 cuando Brudzewo era uno de sus profesores.

Con frecuencia se han señalado dos tipos de razones para comprender por qué se produce concretamente en el siglo XV un progreso de la astronomía en Europa. En primer lugar, hay que señalar la urgente necesidad de una reforma del calendario juliano, cuestión tan grave que en realidad exigirá la reforma mis­ma de la astronomía (epígrafe 2.2.2). En segundo lugar, no pueden dejar de mencionarse los afanes viajeros de portugueses y españoles que concluirán en 1492 con el descubrimiento de América. Los osados navegantes precisaban que los astrónomos y geógrafos pusieran a su disposición mejores mapas terrestres y celestes. El perfeccionamiento, por tanto, de las tablas astronómicas era de suma importancia.

El gran ptolemaico que fue G. Peuerbach, profesor de astronomía y mate­máticas en la Universidad de Viena, que emprendió junto con su discípulo Regiomontano la revisión de las Tablas Alfonsinas. Dichas tablas habían sido encargadas en el siglo XIII por Alfonso X de Castilla y León y fueron utiliza­das hasta el siglo XVII. Venían a sustituir a las Tablas Toledanas, elaboradas cuando Toledo estaba bajo dominio musulmán y traducidas en el siglo XII por Gerardo de Cremona. Tanto Peuerbach como Regiomontano llegaron a domi­nar las técnicas del cálculo del Almagesto como nadie antes lo había hecho. Ello les permitió comprender también sus errores y limitaciones, tratando de esta­blecer en qué medida esos errores podían deberse a deficiencias en las sucesi­vas traducciones de la obra de Ptolomeo. La normalización de dichas traduc­ciones, cotejándolas con el original griego, se convirtió en un objetivo para Peuerbach que la muerte le impidió culminar.

Regiomontano fue el que llevó esa empresa a término a lo largo de los sie­te años que permaneció en Italia. Asimismo completó una obra iniciada por su maestro, Compendio del Almagesto de Ptolomeo, que sería ampliamente difun­dida a lo largo de las décadas siguientes (Copérnico se encontrará entre sus lectores). El otro gran texto de astronomía ptolemaica fue la Nueva Teoría de los Planetas de Peuerbach, en la cual ensayó la posibilidad de localizar las excén­tricas y epiciclos en esferas cristalinas materiales siguiendo los pasos de Las Hipótesis de los Planetas de Ptolomeo. Es decir, quiso mostrar que las herra­mientas de cálculo de la astronomía no eran meras hipótesis geométricas sino entidades con realidad física.

Una vez más surge el intento de conciliación entre cosmología y astro­nomía con resultados siempre inciertos. Y también de nuevo se pone de mani­fiesto que cuando se aspira a conocer cómo es realmente el mundo, la res­

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El cosmos copemicano

puesta es invariablemente la misma: un conjunto de esferas. En la Universi­dad de Viena, Peuerbach trataba de encajar en esferas sólidas los imprescin­dibles círculos excéntricos de Ptolomeo sin los cuales no hay cálculo ni pre­dicción posibles.

En la misma época, sus colegas averroístas de las universidades de Padua y Bolonia seguían un camino bien distinto. Negando toda validez a los círcu­los ptolemaicos, pretendían una astronomía basada en esferas homocéntricas por ser éstas las únicas que resultan enteramente compatibles con los postula­dos de la física. Así, aristotélicos averroístas como Alessandro Achillini (Sobre las esferas, 1484) o Girolamo Fracastoro (Homocéntricas, 1538) y Gianbattis- ta Amico (Sobre los movimientos de bs cuerpos celestes conforme a los principios peripatéticos, 1536), se apartarán de Ptolomeo en busca de una mejor expre­sión de la teoría de Eudoxo. Pero ningún tipo de tablas astronómicas es posi­ble hacer con las esferas homocéntricas porque éstas no se adaptan a las obser­vaciones.

¿Viena o Padua? ¿Ptolomeo o Aristóteles? ¿Astronomía o cosmología? ¿Pre­dicción matemática o explicación física? Éstos son los graves dilemas a los que tratará de enfrentarse un desconocido estudiante, primero de la Universidad de Cracovia (cuya orientación era muy similar a la de Viena), y después de la universidad de Padua. Ese estudiante se llama Nicolás Copérnico. De la nece­sidad de poner fin a esta escandalosa situación de conflicto en la que se edu­ca y que se prolonga desde hace tantos siglos, surgirá la reforma de la astro­nomía. No decimos reforma de la cosmología o de la física, sino únicamente de la astronomía. Pues el hecho es que la más radical reelaboración de esta última disciplina se llevó a cabo en defensa de la concepción griega del cosmos y, por tanto, en el marco de la antigua cosmología.

z.2. Copérnico y la reforma de la astronomía

Constan ti nopla, año 1453. Los turcos toman la ciudad poniendo fin al longevo y debilitado Imperio bizantino. La artificiosa división de la historia en edades nos permite señalar el comienzo de la Edad Moderna. Paradójicamen­te, el último siglo de franca decadencia de estos descendientes del Imperio romano de Oriente coincide en Occidente con el comienzo de un período de renovación cultural conocido como Renacimiento. Diez años antes, Johann Gutenberg había inventado la imprenta (1443); casi cuarenta años después Colón descubrirá América (1492). Entre tanto acontecimiento importante hay

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JAVIER ECHEVERRIA

fiarse el plan general de esta Enciclopedia se acordó destinar dosvolúmenes al período que va del Renacimiento a la Ilustración;después de concluido el primero se tiene la impresión de queharían falta varios volúmenes más, tal es la riqueza del períodoestudiado y los constantes sacrificios de espacio a que se han vistoobligados sus redactores". Terminado el segundo volumen, esaimpresión persiste. Aun así, estos dos volúmenes abordan la mayorparte de temas y autores relevantes, sin perjuicio de que algunosgrandes pensadores no han sido tratados a fondo, ni de que po­drían haberse incluido muchos más.

En cualquier caso, el recorrido es lo suficientemente amplio y,a veces, detallado, corno para que Jos lectores y lectoras de estosdos tomos de la EIAF dispongan de una buena introducción alpensamiento moderno, hecho desde una perspectiva histórica, esdecir, ateniéndose a los problemas que preocuparon a los pensadoresmodernos, y no a lo que hoy en día se llama modernidad. Otrosvolúmenes de laEnciclopedia abordarán este problema, que es propiode la filosofía de finales de siglo xx, y no de la filosofía moderna.El nivel medio de las contribuciones que aquí se publican muestrabien el alto nivel que ha alcanzado la historia de la filosofía queelaboran los pensadores iberoamericanos con vocación universalísta.Se trata de exponer lo que el pensamiento iberoamericano actualpuede aportar a la historiografía universal de la filosofía moderna.Por ello se estudian ante todo autores italianos, franceses, inglesesy alemanes, sin aludir apenas a los filósofos españoles e iberoame­ricanos de esta época, que los hubo, y muy significativos, pero sinalcanzar la influencia mundial que tuvieron los pensadores aquíestudiados. Otros volúmenes de la EIAF permitirán colmar estalaguna, que es coherente con el diseño mismo de estos dos volúmenesy con el de la Enciclopedia Iberoamericana en general.

Como editor suplente, dedico este volumen a la memoria delprofesor Ezequiel de Olaso, que fue su principal iniciador, ademásde impulsar desde el principio el proyecto general de la EIAFcomo miembro de su Comité Académico. En algún mundo posibleEzequiel hubiera podido compilar personalmente estas páginashasta el final, y no dudo de que el resultado hubiera sido mejor.La responsabilidad de las deficiencias que sin duda habrá en estaobra son exclusivamente atribuibles a quien firma este prólogo,por no haber sabido interpretar bien el diseño del profesor deOlaso. Conste mi agradecimiento a todos los autores que colabo­ran en este volumen por el alto nivel de sus artículos y mis dis­culpas a quienes, teniendo sobrados méritos para poder habercolaborado, tuvieron que ser descartados de este volumen.

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LA REVOLUCIÓN COSMOLÓGICA:DE COrÉRNICO A DESCARTES

Miguel Ángel Granada

La publicación en 1543 de la obra de Copérnico titulada Dereuolutionibus orbium coelestíum, dio lugar a una radical transfor­mación de la cosmología que es denominada con frecuencia «ce­volución científica" o «revolución copernicana». De resultas deeste proceso, del que Copérnico fue un detonante en virtud de lasimplicaciones revolucionarias de su obra (más allá de su propiaconciencia y voluntad) y que encontró su clausura teórica sólo conla publicación en 1687 de los Principia mathematica philosophiaenaturalis de Newton, disciplinas científicas como la astronomía yla física salieron radicalmente transformadas. Además, esta revolu­ción que dio origen a la «ciencia moderna» estuvo estrechamentevinculada a la gestación de la filosofía moderna, es decir, a larenovación de las concepciones epistemológicas y ontológicas, asícomo a las conexiones teológicas de todo ello. En este trabajoestudiaremos la renovación de la imagen del universo en el perío­do comprendido entre Copérnico y Descartes y atenderemos,además de estos dos autores, a algunos momentos sobresalientesen el proceso, especialmente a las ideas cosmológicas de GiordanoBruno, johannes Kepler y Galileo Galilei.

I. NICOLAS CorÉRNICO (1473-1543)

1. Antecedentes y edición del De revolutionibus

Aunque el De reuolutíoníbus se publicó el mismo año de la muertede Copérnico, la obra estaba ya terminada en 1530. Sabemosincluso que el astrónomo polaco había redactado antes de 1514

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MIGUEL ÁNGEL GRANADA

un opúsculo que permaneció inédito: el llamado Commentaríolus,En él exponía los principios de su astronomía-cosmología (concre­tamente el heliocentrismo y el triple movimiento de la Tierra:anual, diario y de declinación) y daba los sistemas de círculos (conla longitud del radio de cada uno) que permitían explicar o salvarlos fenómenos o apariencias del movimiento planetario, a partirde los principios indicados, con un respeto escrupuloso del prin­cipio secular de la astronomía -la regularidad o uniformidad delmovimiento circular planetario COJi respecto a su centro- que enla astronomía ptolemaica se había abandonado de hecho con laconsiguiente corrupción histórica de la disciplina. En este opúscu­lo Copérnico ofrecía, por tanto, los principios}' líneas generalesde una reforma de la astronomía, dejando «para una obra másamplia» (el De reuolutionibus, aquí mencionado al menos comoproyecto) el pleno desarrollo matemático de la misma (Copérnico,1969; 1983)1. En otro opúsculo posterior que también permane­ció inédito hasta el siglo XIX, la denominada Carta contra \\!erner(dirigida en junio de 1524 a su amigo Bernard \X'apowski a peti­ción de éste), Copérnico criticaba la explicación del lento movi­miento de precesión de los equinoccios dada por Johannes \Verneren su obra De motu octavae sphaerae (Nuremberg, 1522) y con­cluía con las siguientes palabras:

¿Cuál es, por último, mi opinión acerca del movimiento de laesfera de las estrellas fijas? Dado que es mi intención presentar mispuntos de vista en otro texto, he considerado innecesario e impro­pio extender mi comunicación (Copérnico, 1969, 121).

Sin embargo Copémico no pensó publicar el De reuolutioní­bus, anunciado también en este opúsculo. La razón de ello era eltemor a la reacción negativa de teólogos y peripatéticos (filósofosnaturales) ante una astronomia-cosmologfa que parecía contrade­cir la letra de la Escritura y los principios de la física y teoríaaristotélica del movimiento; pero también su adhesión a una teo­ría pitagórico-platónica de la comunicación oral a sujetos capacespor su formación teórica e integridad moral de emitir un juicioautorizado. La divulgación, no obstante, de la tesis del movimien­to de la Tierra, sin duda como consecuencia de la circulación delCommentariolus y de las referencias verbales de unos a otros,llegó bastante lejos: en 1533 hasta Roma, donde tuvo lugar unaexposición ante el papa Clemente VII; en 1538 a \Vittenberg,donde suscitó la curiosidad del joven profesor de matemáticas de

1. Las referencias bibliográficas aparecen recogidas al final del capítulo.

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LA REVOLUCiÓN COSMOLÓGICA

la universidad Georg-Joachim Rheticus (1514-1574), el cual obtu­vo permiso de su maestro Melanchton para efectuar un viaje deestudios que concluyó con la visita a Copérnico en Frauenburg (aorillas del Báltico).

Copérnico permitió al joven matemático la lectura del manus­crito de su De reuolutionibns, quizá esperando ejercer el magisteriopitagórico, y el resultado fue la conversión entusiasta de RheticusalaastronoITÚa-cosmología copernicana. Rheticus redactó en el plazo~e breves meses un resumen-exposición del De reuoíutíonibtts que,SIn duda con la aprobación de Copérnico, se publicó en Danzig enmarzo de 1540: la Narratio prima (una segunda edición aparecióen 1541 en Basilea). El joven discípulo redactó también un Tratadosobre el movimiento de la Tierra y la Escritura (que permanecióinédito y desapareció muy pronto hasta su recuperación y publi­cación en fecha reciente; véase Rheticus, 1984) en el que defendíala compatibilidad de la cosmología coperriicana con la Biblia. Lainsistencia de Rheticus y otras personas de su entorno llevaron a~opérnico a permitir la publicación. El De reuolutioníbus se publicófinalmente en Nuremberg en 1543 en la imprenta de]. Petreius(en 1566 apareció una segunda edición en Basilea, acompañada dela Narratio prima) con dos prefacios: uno del editor final, el teólogoreformado Andreas Osiander, famoso por su intransigencia antipa­pal, quien decidió anteponer a la obra una misiva anónima (parano perjudicar la recepción de la obra en ambiente católico): «Allector sobre las hipótesis de la presente obra); en esta misiva sepres~ntaba la obra -de acuerdo con una tradición secular, muyarraigada todavía en la época, de estricta separación entre astro­nomía matemática y cosmología (ísica- como una propuesta deastronomía matemática destinada a predecir las posiciones plane­tarias mediante cálculos matemáticos elaborados desde unos prin­cipi~s (el movimiento de la Tierra) puramente hipotéticos, carentesde dimensión física. El otro prefacio era la dedicatoria del propioCopé.mico al papa Pablo III, redactada en junio de 1542, en la cualse afirmaba la unidad de astronomía y cosmología, esto es ladimensión cosmológica o física de la astronomía y, por tanto: elcarácter real o físico de los principios astronómicos (centralidad solary movimiento terrestre) que permitían establecer un cálculo correctode los movimientos planetarios de acuerdo con el axioma de launiformidad del movimiento circular.

Los dos prefacios anunciaban ya las dos 'líneas de la recepciónfutura de Copérnico: la mayoritaria hipotético-instrumentalista,que toleraba a Copérnico a costa de eliminar sus implicacionesrevolucionarias en física y filosofía; la minoritaria, que denunciaba

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la tergiversación del editor y afirmaba la astronomía copernicanacomo un discurso físico, con la consiguiente necesidad de refor­mar la física e incluso la ontología por la manifiesta incompatibi­lidad del movimiento de la Tierra con el aristotelismo.

2. Astronomía y cosmología en la obra de Copérnico

El De reuoíutioníbus era una obra de astronomía matemática y sedirigía, por tanto, como la instancia apropiada para entenderla yevaluarla, a los matemáticos (astrónomos). Lo señalaba explícita­mente el propio Copérnico en su prefacio al papa Pablo III dicien­do que «las matemáticas se escriben para los matemáticos» (Copér­nico, 1982, 95) con el fin de desautorizar una condena inmediatade su obra desde la esfera teológica. Con ella Copérnico pretendíacumplir -y estaba seguro de haberlo, conseguido- el propósitoenunciado en los opúsculos anteriores: ofrecer un modelo geomé­trico de los movimientos celestes acorde con la experiencia (csal­var los fenómenos») y, por tanto, restaurar la astronomía, reali­zando así un deseo general de la cultura contemporánea al quehabían intentado dar satisfacción sin éxito en el siglo anteriorPeurbach y Regiomontano mediante un retorno al auténtico Pto­lomeo, al verdadero Almagesto, a través de un programa en buenamedida filológico de restitución de la astronomía ptolemaica.Copérnico, ciertamente, había construido el De reuolutioníbus so­bre el modelo del Almagesto, ofreciendo una réplica del mismo, esdecir, un tratamiento exhaustivo de todos los problemas de laastronomía matemática, lo cual convertía su obra en un sustitutoperfecto de la obra del astrónomo alejandrino. En el libro segundoestudiaba el movimiento diario y daba un completo catálogo es­telar de las 1022 estrellas existentes para la tradición (sin tomaren cuenta el hecho de que los descubrimientos geográficos estabanenriqueciendo el cielo austral) distribuidas en las 48 constelacio­nes, un catálogo en el que las diferencias con Ptolomeo eranmínimas, en el libro tercero trataba de la precesión y del movi­miento anual aparente del Sol; en el cuarto se ofrecía la teoría dela Luna y en los dos últimos se explicaba los movimientos enlongitud y latitud de los cinco restantes planetas. Y 'si Ptolomeohabía antepuesto al Almagesto un primer libro cosmológico desti­nado a establecer la imagen física del universo y a demostrar losprincipios físicos sobre los que se fundaba la astronomía matemá­tica (figura esférica, finita, del mundo; geocentrismo e inmovilidadde la Tierra central, principios establecidos también por Aristóte­les en el De caelo), lo mismo hacía Copérnico con su libro prime-

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ro; si Prolomeo había añadido al libro primero unos capítulosmatemáticos en los que exponía el utillaje matemático necesariopara el desarrollo de la astronomía, lo mismo había hecho final­mente Copérnico añadiendo los capítulos 12-14 del primer libro.Esta característica del De revolutíoníbus de nuevo Almagesto, derestitución e incluso renacimiento de una disciplina matemáticadecaída en el curso de los siglos, fue reconocida muy pronto porlos contemporáneos, que recibieron a Copérnico como un «nuevoProlomeo». Es lo que afirmaba Rheticus en la dedicatoria de laNarratio prima y lo que reconocerá Erasmus Reinhold en su edi­ción comentada de las Tbeoricoe novae planetarurn de Peurbach(\Xlittemberg, 1542L antes de la aparición del De reuolutíonibus ytras la lectura de la exposición de Rheticus.

Sin embargo, la restauración de la astronomía que el Derevclutíonibus ofrecía iba en contra de Ptolorneo y de la tradi­ción secular. Copérnico ofrecía una solución nueva del problemade los movimientos planetarios: rechazaba rotundamente el viejomodelo de las esferas homocéntricas que autores recientes comoGiovan Battista Amico (De rnotibus corporum coeíestiurn iuxtaprincipia peripatetica sine eccentricis el epícyclis, Venecia, 1536)y Girolamo Fracasroro (Homocentrica, Venecia, 1538) habíanintentado rehabilitar desde la rígida ortodoxia aristotélica demovimientos exclusivamente concéntricos y de una armonía deastronomía y filosofía natural a través de la plena subordinaciónde la primera. Quería también romper con el modelo ptolemaícode excéntricas y epiciclos, aun reconociendo que conseguía sal­var gran parte los fenómenos, por su violación del principio dela uniformidad del movimiento circular con respecto a su centroy porque no había podido descubrir «lo más importante, esto es,la forma del mundo y la exacta simetría de sus partes» (Copérni­ca, 1982, 92 s.).

Ahora bien, de hecho la astronomía copernicana seguía siendouna astronomía de excéntricas y epiciclos. Su novedad con respec­to a Ptolomeo residía en su respeto fiel del principio de la unifor­midad y sobre todo en los principios físicos o cosmológicos apartir de los cuales se desarrollaban los modelos de excéntricas yepiciclos: el heliocentrismo y el movimiento de la Tierra -nuevoplaneta- lejos del centro ocupado por el sol. La novedad deCopérnico era, por tanto, fundamentalmente una novedad cosmo­lógica y sólo secundariamente una novedad astronómico-matemá­tica. La reforma de la astronomía matemática tenía lugar medianteuna tesis cosmológica o física (heliocentrismo, movimiento terres­tre) que la astronomía tradicional --que establecía la independen-

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cia de la disciplina frente a la filosofía natural~ nunca hubieraadoptado porque su independencia era sólo relativa y porque de(acto ~~eptaba como verdad física el principio cosmológico de lainmovilidad de la Tierra central. Por su parte, si Copérnico refor­maba los principios de la forma que lo hacía, no era ampliandoal máximo el límite de lo «suponible» o «imaginable» hasta unaseparación total frente a la cosmología (ésta será precisamente larecepción que Osiander llamará a hacer de la astronomía coper­nicana), sino estableciendo una cosmología nueva e incompatiblecon aquélla (la aristotélica) asociada explícita o implícitamente ala astronomía matemática ptolemaica.

Esta cosmología nueva se presentaba: 1) apelando a la auto­ridad filosófica antigua, a aquellos pitagóricos que habían esta­blecido una rotación de la Tierra (Heráclides, Ecfanto) o unatraslación (Filolao), Con lo cual la cosmología heliocéntrica teníaun cierto carácter de renacimiento de una verdad profunda ysagrada perdida en el curso del tiempo por imposición de unaopinión vulgar; 2) como el descubrimiento de «lo más importan­te, la forma del mundo y la exacta simetría de sus partes», queel ptolemaísmo era incapaz de alcanzar, pues cuando se conjun­taban las teorías de cada planeta para una composición global elresultado era .un «monstruo- físicamente imposible (Copérnico,1982, 93), mientras que el orden heliocéntrico de las esferasproducía «una admirable simetría del mundo y un nexo segurode armonía entre el movimiento [la duración del período] y lalongitud de las órbitas, como no puede encontrarse de otromodo» (Copérnico, 1982, libro 1, cap. 'l O, 119)j 3) medianteuna argumentación física desarrollada en el libro primero paraestablecer la realidad física del movimiento terrestre frente a lateorización contraria de Aristóteles en De caek» y de Ptolomecen el primer libro del Almagesto, aunque Copérnico reconocía-r-cierto es que ante la cuestión límite de la finitud o infinituddel universo- que no era un filósofo natural (Copérnico, 1982,110); Y 4) a partir de un optimismo epistemológico, es decir, dela confianza en que la inteligencia humana puede descubrir elorden del mundo (cuanto menos la estructura del sistema plane­tario y sus movimientos), una confianza que Copérnico expresaremitiéndose a Platón y a la función de la astronomía comodisciplina que nos eleva hasta Dios mediante la contemplaciónde las cosas celestes (Copérnico, 1982, 97 s.: introducción al!i~r? ~rimero o~itido en la edición impresa seguramente pornucratrva de Osiander) y señalando también que la machinamundi «ha sido construida por Dios para nosotros), (Copémico,

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1982, 93), es decir, para que el hombre a través de la contem­plación astronómica descubra su verdadera configuración física.

Ello muestra que Copérnico no aceptaba la separación tradi­cional de principio entre astronomía (matemática) y cosmología(filosofía natural) y el consiguiente. reparto de tareas entre ambas:cálculo matemático con independencia de la cuestión de la verdadpara la primera; descubrimiento de la verdadera configuración de!universo para la segunda, disciplina no matemática. Y para queCopérnico no haya aceptado esa separación ha podido ser decisivoe! que no fuera un astrónomo profesional o un profesor universitarioobligado a cumplir un determinado cometido en el marco de lasrelaciones tradicionales entre las disciplinas (cf. Westman, 1980, 106ss.). Astrónomo vocacional, Copérnico (canónigo ti hombre de laIglesia dedicado a la administración de una diócesis y también alejercicio de la medicina) postula una nueva relación entre astrono­mía y cosmología, una relación que tiende a la unificación e iden­ti ficación: la astronomía matemática en su despliegue consecuentea partir del principio operativo del movimiento de la Tierra descubrey formula la verdad cosmológica y puede inferir conclusiones sobrela filosofía natural (física) revolucionarias, es decir, modificadorasdel contenido tradicional de esta disciplina. Y esto es lo que aportaen concreto el libro primero, en el que Copérnico modifica deci­sivamente la física (aristotélica) para ponerla al servicio de la as­tronomía matemática heliocéntrica, actuando en contra de la tra­dicional jerarquía entre las disciplinas, según la cual la física eraanterior a la astronomía y procuraba a ésta los principios a partirde los cuales ella desarrollaba su cometido calculatorio.

3. El problema teológico y físico del movimiento de la Tierra

Que Copérnico era plenamente consciente del problema teológicoy físico que su principio de una Tierra en movimiento planteabaa la cultura contemporánea (preocupación que sólo tiene sentidosi el principio es una tesis física verdadera) y que ello era la causade su resistencia a publicar, lo muestra la carta de Osiander aCopérnico del 20 de junio de 1541, en la cual el futuro editorregistra el miedo del astrónomo polaco «a la reacción negativa deteólogos y peripatéticos» (Elena, 1985, 129; Osiander, 1988,333­335).

¿Qué actitud adoptó finalmente Copérnico ante el problemateológico y escriturístico? En toda la obra sólo efectúa una refe­rencia breve, pero inequívoca al mismo. En la conclusión de laepístola al papa afirma:

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Si por casualidad hay mataiológoi [charlatanes] que, aun siendoignorantes de todas las matemáticas, presumen de un juicio sobreellas y por algún pasaje de las Escrituras) malignamente distorsio­nado de su sentido, se atreven a rechazar y atacar esta estructura­ción mía) no hago en absoluto caso de ellos) hasta el punto de quecondenaré su juicio como temerario (p. 95).

Se trata de un juicio somero, taxativo) como si Ccpérnico noquisiera detenerse excesivamente en la cuestión por considerar lademora peligrosa. No obstante establece con claridad tres pun­tos: 1) el juicio sobre su obra (matemática) corresponde no a losteólogos en tanto que tales, sino a los matemáticos (en el enten­dido de que la astronomía matemática-cosmología responde alproblema de la verdad e incluye la filosofía natural); 2) si losteólogos, desde la teología (Escritura) y en la ignorancia de laastronomía, enjuician la obra negativamente, su juicio carece devalor: tales individuos son charlatanes, cuyo discurso vano esirrelevante y cuyo juicio es temerario; 3) los pasajes escrirurtsti­cos contrarios en su letra al movimiento de la Tierra (por ejem­plo ]osué, 10, 12-14, aducido por Lutero) no pueden ser presen­tados como autoridad frente a la astronomía y su principio.Copérnico apela aquí a la separación disciplinar (teología-Escri­tura/astronomía) y señala incluso que la lectura literal de la Es­critura en este caso es «una distorsión malévola de su [verdade­ro] sentido". Copérnico no dice más en 1542, pero podemospensar que el tratado de Rheticus Sobre el movimiento de laTierra y la Escritura (seguramente redactado en Frauenburg, an­tes de septiembre de 1541; pero a diferencia de la Narratioprima, inédito) recoge también la opinión de Copérnico (Rheti­cus, 1984). En suma: frente al problema teológico, la vía deCopérnico no era la de Osiander (privar de dimensión cosmoló­gica a la astronomía), sino establecer el verdadero ámbito de laEscritura: la Biblia no da un conocimiento científico de la natu­raleza, sino la voluntad y la promesa de Dios a los hombres convistas a la salvación; una enseñanza moral y teológica que seacomoda a la inteligencia (rudimentaria y sensible) de la mayoríade los hombres. Esta teoría de la acomodación -de base por lodemás patrística- adquirirá carta de naturaleza en los paísesreformados gracias a la autoridad de Calvino (su Comentario alGénesis fue decisivo en este punto, aunque el reformador no eracopcrnicano ni hacía mención de este problema); en los paísescatólicos será propuesta, con distintos matices, por Giordano Bru­no (La cena de las cenizas, diálogo IV; desde una acomodaciónde tipo «averroísta" y maquiaveliano] y por Galileo (Carta a

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LA REVOLUCiÓN COSMOLÓGICA

Cristina de Lorena de 1615) sin los elementos peligrosos de Bru­no). Ello na impidió -como veremos- la condena inquisitorialdel De reuolutíonibus y del movimiento de la Tierra en 1616

(Granada, 1996b). ."Pero el problema de la cosmología coperntcana era también y

sobre todo un problema físico) el de su incompatibilidad con lateoría aristotélica del movimiento. é Cómo puede ser que la Tierrase mueva con el perfecto y regular movimiento circular de loscuerpos celestes, si es un cuerpo pesado, grave) cuyo movi~li~n~o

natural es el rectilíneo hacia el centro del mundo? El prmcrptocopernicano estaba en contradicción con tesis fundamentales de lafísica aristotélica y en particular con el principio de que el com­portamiento de .un cuerpo o elemento en términos de movimient.oo reposo viene determinado por su naturaleza (por su composI­ción ontológica o sustancial) y por el lugar natural en el cosmosfinito que le corresponde ontológicamente. De a~í se seg~í~ quea un cuerpo o elemento le corresponde un único movmuento(circular o bien rectilíneo hacia o desde el centro) y ello conindependencia de la cantidad con que se presente el cuerpo encuestión. ASÍ) el movimiento de una partícula de tierra (un grave)será el mismo que el de la totalidad de la Tierra, y en la obser­vación del primero tenemos la evidencia para inferir el comp,or­tamiento de la tierra total: un movimiento rectilíneo de la perife­ria al centro y ulteriormente el reposo indefinido en el centr~ delmundo finito; todo ello necesariamente, ya fuera por necesidadabsoluta (según Aristóteles en De caelo, 1, 2-4; Il, 13-14) ya fu,crapor necesidad secundaria en virtud de la libre elección p~r DIOS,dentro de su potencia absoluta, del orden natural tpotencia orde­nada) que configura la realidad de acuerdo con lo co~ocido porAristóteles (según la distinción escolástica entre potentta absolutay ordinata de Dios; véase Courtenay, 1990; Granada, 1994a). Elmovimiento circular y uniforme es imposible (en uno u otro sen­tido) a la Tierra y por el contrario es exclusivo del elementoceleste (el éter o quintaessentia). Argumentos más específicos yconcretos, más físicos, como la necesidad (no manifiesta en laexperiencia) de una trayectoria oblicua en la caída ~e los gr~vesy de un movimiento de aire) nubes y objetos en el arre (aducidospor Aristóteles y Ptolomeo), si la Tierra se desplazaba con ~l ~elozmovimiento diario, se derivan de la teoría general del movtrmentoy de su substrato ontológico.. ~

Consciente del problema, Copérmco trata de' fundamentar ft­sicamente el movimiento de la Tierra mediante rectificacionesconcretas de la teoría aristotélica del movimiento. Se trata) no

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obstante, de rectificaciones incompatibles con dicha teoría y portanto inaceptables para ella; son modificaciones que muestran deforma inequívoca la voluntad cosmológica de Copérnico, pero queno llegan a alcanzar el carácter de una teoría física global. En todocaso ponen de manifiesto que la cosmología copemicana sólopodía ser verdadera si la física aristotélica era falsa y que, porconsiguiente, los copernicanos realistas (los que no se limitaban auna mera recepción instrumentalista del De reuolutionibus comocálculo geométrico a partir de hipótesis) debían destruir la físicatradicional incompatible con la cosmología copernicana y elaboraruna física nueva de la que se siguiera el movimiento de la Tierraen torno al Sol como un hecho natural. El desarrollo de estabatalla traerá consigo la destrucción del cosmos tradicional y elpaso al universo homogéneo indefinido, si no infinito, de la nuevafísica, en suma: la revolución" científica.

Pero écuál es de momento la alternativa física de Copérnico?Frente a la determinación ontológica, sustancial-material, del mo­vimiento natural, él vincula este movimiento con la forma geomé­trica: el movimiento circular es propio de la forma esférica y, portanto, común a la Tierra y a los astros (con independencia decuál pueda ser su composición material o elemental) en virtud dela forma esférica de estos cuerpos (para la Tierra, cf. Copérnico,1982, 1, caps. 2 y 3) o de las esferas que los arrastran (Copérnicoacepta la creencia tradicional en las esferas celestes portadoras delos planetas, si bien no se pronuncia acerca de su composiciónfísica): «El movimiento de los cuerpos celestes es circular. Pues lamovilidad de la esfera es girar en círculo, expresando mediante elmismo acto su forma, en un cuerpo simplicísimo» (Copémico,1982, 1, 4, 102). La relatividad óptica del movimiento, que yahabían aducido en el siglo XIV los físicos nominalistas a favor dela posibilidad (de potentía absoluta, no de potentia ordinata) delmovimiento diario de la Tierra, es aducida de nuevo por Copér­nico (Copérnico, 1982, I} S} 104 s.}, pero él no infiere sólo laposibilidad no realizada por Dios de un movimiento diario de laTierra, sino la realidad del movimiento diario y anual, introdu­ciendo un nuevo supuesto necesario para éste último: la enormedistancia entre Saturno y las estrellas fijas que hace imposible latraducción visual del movimiento anual de la Tierra en una para­laje estelar (Copérnico, 1982, 1, 5, 104). Por eso:

Si alguien opinara que la Tierra da vueltas, diría que tal movimien­to es natural y no violento [...]. La Tierra está limitada por suspolos r terminada por una superficie esférica. Luego épor qué

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LA REVOLUCiÓN COSMOLÓGICA

dudamos aún en concederle una movilidad por naturaleza con­gruente con su forma, en vez de deslizarse todo el mundo, cuyoslímites se ignoran y no se pueden conocer, y no confesamos sobrela revolución diaria que es apariencia en el cielo y verdad en laTierra? (Copémico, 1982,1, 8, 110).

Copérnico afirma, pues, la realidad del movimiento terrestre,pero a la teoría aristotélica del movimiento que le contradice noopone sino la relatividad óptica del movimiento, la asociaciónarbitraria y problemática del movimiento natural (circular) con laforma geométrica y la ampliación del radio del universo con elcuestionamiento de la forma exterior del mismo, es decir, el cues­tionamiento del límite exterior para la esfera de las fijas: muypoca base física para una novedad de tal envergadura e inclusounas implicaciones (radio enorme del universo, dimensión incog­noscible de la esfera de las fijas) que podían hacer pensar quecuestionaban la posibilidad misma de lo que las introducía, elmovimiento anual de la Tierra en torno al Sol central. Podemoscomprender el rechazo de la dimensión cosmológica de la astro­nomía copernicana, la reducción y uso instrumentalista, la inevi­table confrontación y revolución física que iba a acompañar a suadopción en clave realista. Y ello es verdad a pesar de que Copér­nico se esforzaba pOI neutralizar otros argumentos tradicionales:a la objeción de los efectos observables en el aire de la revolucióndiaria, oponía la concepción de la región inferior del aire comoparte de la Tierra o participante del movimiento de ésta, por loque no tenían por qué producirse efectos perturbadores (Copérni­co, 1982,1,8, 111)j a la objeción de un doble movimiento naturalen la Tierra -el circular y el rectilíneo de los graves- frente alaxioma aristotélico de que «un elemento sólo puede tener unmovimiento simple» (De caelo, 1, 3), respondía negando el carác­ter natural del movimiento rectilíneo y calificándolo de movimien­to propio de las partes que retornan al todo al que pertenecen(Copémico, 1982, 1, 8, 112).

4. El problema de la figura del universoy otros datos perturbadores de la cosmología copernicana

El capítulo 1, 10 de la obra copernicana exponía «el orden de losorbes celestes» y estaba acompañado del famoso diagrama cosmo­lógico que traducía en términos visuales la armonía y simetría deluniverso copernicano. El diagrama (1, 10, 118) presenta una esferade las fijas finita y propiamente esférica, que configura un univer­so finito de acuerdo con la declaración del capítulo primero. Esta

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esfera es inmóvil, puesto que todos los movimientos estelares (dia­rio, precesión de equinoccios) son atribuidos a la Tierra y. a susmovimientos diario y de declinación. El texto atribuye su mmc­vilidad al hecho de que dicha esfera es el receptáculo de todas lascosas, el lugar del universo (Copérnico, 1982, 117). ~on ant~ri?­

ridad (en el capitulo I, 8) se había defendido el movimlent.o diariode la Tierra con el argumento de que éste es más propio de laparte y contenido que del todo o continente (Copérn~co, 1982,112). Estas razones ocultan una dificultad, cuyo tratamiento llevaa consecuencias aun más revolucionarias con respecto al cosmostradicional, que sin embargo Copérnico no llega a aceptar explí­citamente.

En efecto, si el orbe de las fijas es esférico y si por otra parteel comportamiento natural y espontáneo de la esfera es el movi­miento circular, entonces la esfera de las fijas debería tambiénmoverse en círculo y no estar inmóvil. La explicación del movi­miento diario de la Tierra por su forma geométrica se muestra, pues,insatisfactoria o al menos insuficiente y Copérnico se vería abocadoa la índecidibilidad en cuanto al sujeto del movimiento diario, ano ser que se supere la dificultad mediante la huida hacia adelantey rompiendo aun más con la cosmología tradicional: corno sugierehipotéticamente (Copérnico, 1982, I, 8, 110), sin llegar a una afir­mación explícita, podría ser que el orbe de las fijas tuviera figuraesférica y finita sólo por la cara inferior, siendo en cambio infinitoy por tanto carente de figura hacia arriba, por lo cual sería lógi­camente inmóvil. Copérnico corta abruptamente la discusión trans­firiendo el problema de la infinitud del universo a los filósofosnaturales y luego presupone a lo largo de toda la obra la esfericidaddel cielo de las fijas en tanto que lugar y receptáculo; sin embargoreitera que «el límite [exterior] del mundo se ignora y no se puedeconocer» (Copérnico, 1982, 110), por 10 que podemos pensar queello junto con la forma geométrica es la razón para atribuir a laTierra los movimientos secularmente atribuidos a las estrellas.Podernos pensar también que Copémico no excluía e incluso con­sideraba más probable la extensión indefinida de la esfera de las fijas.Si es así, su pensamiento real va más allá de lo dicho a lo largode la obra y de lo señalado en el diagrama, preludiando los desa­rrollos posteriores de copernicanos como Digges y Bruno.

El pasaje nos ilustra sobre otro dato interesante: el problemade la extensión «hacia arriba» de la esfera de las fijas no perte­nece a la astronomía, sino a los filósofos naturales. La reunifica­ción de astronomía y cosmología no llega hasta aquí. El campo dela astronomía es propiamente el del movimiento planetario y se-

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LA REVOLUCIÓN COSMOLÓGICA

cundariamente la topografía del límite interior visible del cielo es­trellado con las estrellas visibles que constituyen el marco de refe­rencia del desplazamiento planetario. Para la solución de los pro­blemas de este campo -que cubre un radio finito- nuestroentendimiento finito es capaz; en cambio, el territorio de la esferamisma de las fijas en su extensión indefinida hacia arriba seríaobjeto de la filosofía (o incluso de la teología). Rheticus en suNarratio prima enfatizará este último punto (Rheticus, 1982, 59 YGranada, 1992a, 47-52).

Por lo demás, la atribución del movimiento estelar a la Tierrapermite a Copémico eliminar todas las esferas sin astros introducidaspor los astrónomos con posterioridad a Aristóteles (Copérnico, 1982,238) Y volver a la situación aristotélica: la esfera de las fijas es laprimera esfera, aunque su extensión es un problema seguramenteinsoluble. Pero al eliminar esas esferas Copérnicc elimina tambiénlas conexiones cosmológicas}' teológicas: desaparece (al menos deldiscurso astronómico legítimo) el cristalino-primurn mobile iden­tificado con las «aguas sobre el firmamento» del Génesis (1, 6-7)Y también el motivo teológico tradicional, ciertamente no astronó­mico, pero asociado a la cosmología, del empíreo o ámbito meta­físico de luz inteligible, sede de Dios, ángeles y elegidos. Ello esconsecuencia de una voluntad firme de limitarse a la problemáticaastronómico-cosmológica, pero es un reflejo también del reajustede la región supraplanetaria producido por el movimiento de laTierra y de los efectos de la extensión indeterminable por el hombrede la región estelar. Para Copérnico patece estar claro --como paraRheticus-c- que la extensión del orbe estelar y de lo que pueda habermás allá no es responsabilidad de la astronomía.

El diagrama copernicano, al conceder a los orbes una extensiónsimilar sin solución de continuidad entre uno y otro) ocultaba unoshechos que resultaban muy problemáticos para la cosmología co­pernicana. No se registraba el enorme espacio vacío entre Saturnoy la esfera de las fijas que venía impuesto por el movimiento anualde la Tierra, ni el hecho de que toda la región comprendida por elorbis magnus (1a órbita anual terrestre) constituía un simple puntoen comparación con el límite inferior del orbe estelar; no se refle­jaba, pues, el hecho de que el sistema solar ocupaba una pequeñaporción del radio del universo, que en su mayor parte estaba vacío.La continuidad de las esferas celestes ocultaba asimismo la existen­cia de espacios vacíos entre las esferas planetarias: 285 radios te­rrestres entre Mercurio y Venus) 3648 entre Júpiter y Saturno (vanHelden, 1985, 46). El resultado era muy perturbador: inclusoomitiendo el problema del enorme espacio vacío entre Saturno y

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las fijas, que será una clara evidencia de disharmonía e irraciona­lidad para los detractores de Copérnico en la segunda mitad del XVI

(será el argumento fundamental de Tycho Brahe), a escala mismadel sistema planetario parecía que no sólo había vacíos entre losorbes, sino que el vacío predominaba sobre el espacio lleno. Escierto que el problema no se explicita ni en Copérnico ni en losastrónomos posteriores y que será Kepler -COIllO veremos- elprimero en plantearlo abiertamente en El secreto del universo(Kepler, 1992, cap. XIV), para ubicar en los espacios vacíos inter­planetarios los sólidos regulares.

5. Los modelos del movimiento planetarioy la presencia de hipótesis en la astronomía copemícana

Si el objetivo de Copérnico era unificar astronomía matemática ycosmología en una astronomía físicamente verdadera y por tantono hipotética (en el sentido que el término hipótesis poseía en latradición de la astronomía matemática: enunciado o construccióngeométrica independiente de su verdad o falsedad física), lo ciertoes que ello vale para los principios fundamentales del movimientode la Tierra y la centralidad solar, pero no ya para los modelosplanetarios propuestos como explicación de los fenómenos. Eneste punto su astronomía era tan hipotética como la tradiciónastronómica. El estatuto hipotético de los modelos planetariosofrecidos queda de manifiesto en el recurso al modelo de excén­trica más epiciclo en el De revolutionihus abandonando el modelobásico usado en el Commentariolus (concéntrico-biepicfclico, con­servado sin embargo para la Luna), en las diferentes alternativaspresentadas a propósito del movimiento anual aparente del Solcon el reconocimiento de que «no es fácil de distinguir cuál deellos existe en el ciejo» (IlI, 15,284-287). Este importante residuohipotético presente en Copérnico terminará siendo reconocido porRheticus y valorado por él como muy perturbador, incluso incom­patible con el programa realista enunciado por Copérnico y conlas aspiraciones del heliocentrismo. Por eso aspirad a liberar laastronomía copernicana de todo resto hipotético, considerandoésta su misión histórica, pero sin alcanzar su objetivo (Burmeister,1967, 1, 160-166).

La tensión entre el Copérnico cosmólogo y el Copérnicomatemático se manifiesta finalmente de forma clara en el contrasteentre la afirmación cosmológica del principio heliocéntrico (el Solocupa el centro del universo y es el centro de los movimientosplanetarios; 1, 10, 118 s.) y la realidad manifiesta en los cálculos

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LA REVOLUCiÓN COSt-l0LÓGICA

matemáticos de un centro del universo vacío (el Sol está en lascercanías) porque los movimientos de los planetas eran calculadoscon respecto al centro del movimiento de la Tierra (Sol medio) yno con respecto al Sol real (Epístola a Pablo 1lI, p. 94).

De esta exposición, necesariamente incompleta, de los rasgosmás sobresalientes de la innovación copernicana se puede colegirque la unificación de astronomía y cosmología no estaba plenamenteconseguida}' sobre todo que el De reuoíutionibus planteaba másproblemas de los que resolvía y estaba lleno de implicacionesdestinadas a plantearse con posterioridad. De ahí que tenga razónKepler cuando califica a Copérnico de «ignorante de sus propiasriquezas» (diviatiarum suarum ígnarusí v de ahí la múltiple y variadarecepción de la obra copernicana en la segunda mitad del siglo XVI.

11. DE COPÉRNICO A BRUNO

Las dos décadas siguientes a la publicación del De revolutionibusno aportaron ninguna adhesión significativa a la cosmología co­pernicana y Rheticus siguió siendo el único ccpernicano realista,si bien desde 1551 estaba alejado del ejercicio público de la astro­nomía (Burmeister, 1967, 1, cap. IV). Eso no significa que la obrade Copérnico no suscitara interés O no fuera leída, puesto que fueobjeto de una lectura muy atenta por el escaso número de mate­máticos que podían evaluarla, tal como testimonian las anotacio­nes manuscritas de los ejemplares de las dos primeras edicionesque han llegado hasta nosotros. La característica universal de estarecepción de Copérnico es clara: silencio cuando no rechazo de­cidido de la cosmología heliocéntrica y estudio muy atento de losmodelos geométricos, es decir, de los componentes matemáticosde la obra.

1. Giouanni Maria Toíosani (ca. 1470-1549)

Teólogo del convento florentino de San Marco, Tolosani es autorde una voluminosa obra teológica titulada De purissima veritatedívíne scripture adversus errores humanos, la cual estaba preparadapara la imprenta, pero quedó finalmente inédita por la muerte delautor. De ella formaba parte en calidad de apéndice un breveopúsculo De coelo supremo immobili et terra ínfima stabili, cete­risque coelis el elementis irüerrnediís mobilibus, redactado en 1546a la muerte de su amigo Bartolomeo Spina, maestro del SacroPalacio vaticano, el cual se había propuesto refutar el De revolutio-

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nibus, Tolosani, autor de varios tratados sobre la reforma del ca­lendario (Rosen, 1975), era también un experto en astronomíay en su opúsculo ---descubierto y editado por Eugenio Garin en1975- efectúa una radical desautorización de la cosmología co­pernicana (el «cielo inmóvil» de que habla el título no es la esferade las fijas o una esfera astronómica, sino el cielo empíreo de latradición teológica).

Lo significativo de esta primera reacción católica e italiana)conectada con altas instancias vaticanas aunque sin el carácter dereacción institucional) es que Tolosani no contempla un posibleuso instrumental del De revolutionibus en el campo de la astrono­mía matemática) sino que considera tan sólo la cosmología cope~­

nicana y atiende únicamente al libro primero. La imagen copern¡­cana del universo -calificada despectivamente de pitagórica apartir de la exposición y refutación aristotélicas en E!e. ~aelo JI) 13­14- eS condenada sin paliativos por su incompatibilidad con laEscritura (Granada) 1991) 95-98) Y con la teoría aristotélica delmovimiento) tenida por Tolosani como enunciación de la verdadfísica.

Ante la patente falsedad de la cosmología heliocéntrica sóloqueda pensar ---dado por otra parte el reconocimiento de la indu­dable pericia matemática de Copérnico-> que se trata de un inten­to de restaurar una cosmología vieja e históricamente superadapor un afán de innovar y ostentar el propio ingenio. A~e~ás,

según Tolosani, Copémico manifiesta un flagrante desconOCimIen­to de la dialéctica al ignorar la relación de dependencia de laastronomía con respecto a la física y al pretender invertir dicharelación rectificando injustificadamente los principios físicos apartir de un axioma astronómico fruto de la imaginación. Frentea ello y en contra de la afirmación de Osiander de una completaautonomía de la astronomía matemática con respecto a la física,T olosani reafirma la necesidad de derivar los principios astronó­micos de las conclusiones necesarias de la física (aristotélica), delas que el menciona dos fundamentales conectando con el comen­tario de Tomás de Aquino al De cae/o: 1) un elemento sólo puedetener un movimiento natural; 2) el movimiento natural es el mis­mo para el todo y la parte, de donde resulta que el movimientocircular de la Tierra es imposible como un movimiento natural ypermanente. La crítica de Tolosani es, pues, importa~te ~or ponerde manifiesto la radical incompatibilidad del coperrncamsmo rea­lista y del aristotelismo, por señalar la imposibilidad física (desdeel aristotelismo) del copernicanismo y la necesidad de una revo­lución física como única vía de afirmación de la cosmología helio-

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LA REVOLUCiÓN COSMOLÓGICA

céntrica. En este sentido y como señala Garin (Garin, 1975,283 s.) essignificativo el conocimiento profundo de la obra de Tolosani porparte de su compañero de orden Tommaso Caccini, el acusadorimplacable de Galileo desde 1611.

2. La «interpretación de \Vittenberg». Me/anebtan y Reinhold

Erasmus Reinhold (1511-1553; alumno de Melanchton y profesorde matemáticas superiores en la universidad de \Vittenberg) expre­só en 1542) tras la publicación de la Narratio prima) sus esperan­zas en que la obra de Copérnico, de pronta publicación, aportaríala necesaria reforma de la astronomía. Tras la publicación se en­tregó a una detenida lectura del De reuolutionibus, testimoniadapor sus anotaciones manuscritas a su ejemplar (conservado en elRoyal Observatory de Edimburgo) y por su extenso comentario,redactado con la intención de publicarlo) pero que debido a lamuerte repentina del autor en 1553 permaneció inédito y anóni­mo hasta su descubrimiento a comienzos del presente siglo. Enambos casos Reinhold deja de lado el primer libro de Copérnico(indicio de que no tenía ningún interés por la cosmología coper­nicana) y se concentra en el análisis minucioso de los restantes)señal inequívoca de que su interés se dirigía a la astronomíamatemática. Reinhold seguía, pues) la pauta de Osiander y recibíael De reoolutionibus como un ejercicio de astronomía destinado asalvar las apariencias planetarias mediante un cálculo matemáticocon independencia de la verdad o falsedad de sus hipótesis y dela cosmología en que se basaba. Se evitaba así todo conflicto conla Escritura y con la física aristotélica) lo que equivale a decir quese privaba a la obra de Copérnico de toda dimensión revolucio­naria o perturbadora; a cambio se conseguía una utilización cal­culatoria y predictiva de la misma y se posibilitaba la asimilaciónde su riqueza matemática. En este espíritu instrumentalista confec­cionó Reinhold las Tablas prusianas (Tubinga, 1551) a partir delDe revolutionibus (Gingerich, 1973).

Así pues) el copernicanismo de Reinhcld se limitaba a unaapropiación de la eficacia matemática del De retoíutionibus, sinadherirse a la cosmología heliocéntrica, tenida sencillamente porfalsa) aunque tal cosa era irrelevante en principio para el astróno­mo. A Reinhold le sedujo especialmente de la astronomía coperni­cana la eliminación del ecuante ptolemaico, es decir) la elaboraciónde unos modelos planetarios cuyos movimientos circulares eranrigurosamente uniformes con respecto a sus centros. Y su recepcióninstrumentalista de Copérnico iba unida a un programa de «inver-

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sión geocéntrica» de dicha astronomía sin ecuantes. Tras la muertede Reinhold esta recepción y programa, denominados por RobertWestman «interpretación de Wittenberg» por haber sido desarro­llados en la universidad en que él y MeIanchton ensenaban (West­roan, 1975), fue continuado por otros astrónomos como CasparPeucer (1525-1602) y johannes Praetorius (1537-1616).

Esta "interpretación de \Vittenberg;; comportaba el reconoci­miento de la falsedad de la cosmología copernicana, cuya riquezaastronómica se trataba de asimilar y convertir al geocentrismo.Que ello es así lo muestra la obra de Philip Melanchton (1497­1560) ínitía doctrinae physicae (\Vittenberg, 1549; segunda edi­ción de 1550). En esta obra cosmológica o física Melanchton, demanera semejante a T olosani, denuncia la falsedad e incluso elabsurdo de la cosmología copernicana, apelando al texto literalde la Escritura y a los consabidos teoremas de la física aristotélica(Mclanchton, 1846, cols. 216-219). Aunque no nombraba explíci­tamente a Copérnico, no había duda posible sobre el destinatariode la crítica de estas columnas redactadas en 1545 (Melanchton,1846, col. 221 y Wohlwill, 1904, 267); la tremenda dureza deljuicio se explica por el carácter de la obra: cosmológica y destina­da a servir de introducción a la disciplina. Lo significativo es queen la segunda edición (1550) Melanchton modifica el texto: eli­mina los pasajes más duros y aun conservando la refutación delcopernicanismo como doctrina física patentemente falsa, introdu­ce un pasaje nuevo en el que -a la manera de Osiander-e- señalaque los «artífices [astrónomos] no pretenden afirmar tales cosas»(\Vohhvill, 1904, 261-262), es decir: cabe un uso no físico delmovimiento de la Tierra, {<por mor dc ejercer el ingenio» en labúsqueda de explicaciones geométricas del movimiento planeta­rio. Esta «interpretación de Wittenberg)), emanada de la necesidadde recoger la eficacia matemática de Copérnico sin enfrentarse asus problemas bíblico y físico, será la que finalmente adoptará en1616 la Iglesia católica.

3. Las novedades celestes de la década de 1570y las [ormulaciones del sistema geo-heliocéntrico

En la década de 1570 se produce una inflexión en la recepción deCopérnico: comienza a abrirse paso la adopción de la cosmologíacopernicana, un proceso que se acrecentará en las décadas siguien­tes, si bien el número de los copernicanos realistas será siempreescaso. Esta inflexión coincide -aunque no se puede decir queesté causada por ello- con la aparición de las portentosas noceda-

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LA REVOLUCiÓN COSMOLÓGICA

des celestes de la estrella nova en la constelación de Casiopea de1572 a 1574 y del cometa de 1577, novedades que vieron incre­mentado su significado portentoso por la asociación con la granconjunción planetaria prevista para 1584 y las expectativas esca­tológicas de advenimiento del fin del mundo en los años inmedia­tamente siguientes a 1584.

El problema que planteaban estas novedades y al cual debíansu significación portentosa, era el de la mutación (generación­corrupción, cambios de cualidad y cantidad) en una región -elmundo supralunar o celeste- que según la dominante cosmologíaaristotélica tenía como único cambio el perfecto movimiento cir­cular y uniforme de sus esferas. Ahora bien, si dentro de la abundantecantidad de tratados y opúsculos dedicados a esos fenómenos uncierto número defendía, en consonancia con la ortodoxia cosmo­lógica aristotélica, el carácter sublunar de los mismos, la aplicaciónde los métodos matemáticos de determinación de la paralaje y, portanto, de la altura celeste de los fenómenos permitió concluir a losastrónomos y filósofos naturales más competentes y avanzados quese trataba indudablemente de hechos celestes: el primero localizadoen la región de las estrellas fijas y el segundo en la esfera de Venus.Evidentemente, esta conclusión no implicaba la adopción de lacosmología copernicana; tampoco implicaba necesariamente el aban­dono de la cosmología aristotélica y de su concepción de una jerarquíacosmo-ontológica según la cual la región sublunar era el reinoexclusivo de la muerte frente a la inmutabilidad del perfecto y divinomundo celeste, puesto que talesnovedades incompatibles con el ordennatural (aristótelico) eran un milagro, una expresión de la potentiaabsoluta o extraordinaria de Dios que transgredía providencialmenteel marco de la potentia ordinata para señalar precisamente a loshombres el advenimiento de los eventos escatológicos. Ésta es pre­cisamente la interpretación que encontramos en los tratados másimportantes sobre la nova de 1572 (los escritos de Tycho Brahe,Cornelius Gernma, Thaddaeus Hagecius, Thomas Digges, MichaelMaestlin") o el cometa de 1577 (los escritos de Brahe, Maestlin,Gemma o Helisaeus Roslin), véase Hellman, 1944; Granada, 1994a;1994h y 1997a.

2. En España Jerónimo Muñoz (profesor de matemáticas en la universidad deValencia) publicó un Libro del lluevo cometa (Valencia, 1573) que fue uno de losprimeros escritos publicados sobre el fenómeno y ejerció un fuerte impacto sobrelos estudiosos europeos (una traducción francesa se publicó además en París en1574). Muñoz, aunque calificaba al astro de cometa; lo consideraba celeste, afín alas estreilas y ubicado en la esfera estelar. Sin embargo, no efectuaba ningunareferencia a un carácter milagroso o sobrenatural y constataba la falsación del dogma

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No obstante, la observación y reflexión sobre el cometa de1577 y los de años siguientes (1580, 1582, 1585, etc.) produjeronimportantes efectos cosmológicos (siempre en autores aislados,puesto que la imposición general sólo se produjo a más amplioplazo): en primer lugar la aceptación del carácter celeste de loscometas y el abandono de la creencia en la existencia de esferasu orbes sólidos portadores de los planetas, que en ellas estabanpresuntamente encajados e inmóviles, así como la adopción de unmedio fluido celeste por el que cometas y planetas se muevenlibremente, fluido que para Christoph Rothmann (en su De come­ta, qui anno Christi 1585 [...] apparuit que permaneció inéditohasta 1619) es aire y para Brahe (en su tratado sobre el cometa de1577, publicado en 1588 con el título De mundi aethereí recell­ticribus phaenomenis) es éter; de esta manera Brahe conservaba lajerarquía cosmológica que en Rothmann ---euyo tratado Braheconocía desde 1586~ se cuestionaba en la dirección de la homo­geneidad (sobre el problema de la prioridad y de la independenciade Brahe en el abandono de las esferas celestes véase Rosen, 1985;Lerner, 1992, cap. 3; Granada, 1996a, caps. 2 y 3; Goldstein­Barker, 1995; Granada, 1997b). En segundo lugar, si la reflexiónsobre el cometa de 1585 y la discusión posterior con Brahe en lacorrespondencia de 1588-1589 pone de manifiesto el copernica­nismo realista de Rothmann (Granada, 1996a, cap. 3), su propiaobservación y reflexión sobre el cometa de 1577 llevó a MichaelMaestlin a adoptar la cosmología copernicana en su Observatio etdemonstratio Cometae aetherei qui anno 1577 et 1578 ccnstitutusin sphaera venerisapparuit (Tubinga, 1578; véase \'7estman, 1972;1973). No obstante, en su tratatc de 1573 sobre la nova de Ca­siopea estaba ya implícita la cosmología copernicana (Granada,1997a), pero en cualquier caso el futuro maestro de Kepler toda­vía conservaba las esferas planetarias.

En tercer lugar, la eliminación de las esferas planetarias per­mitió a Tycho Brahe formular en 1588, en el capítulo octavo dela obra anteriormente mencionada, el modelo geo-heliocéntrico(según el cual la Luna y el Sol giran en torno de la Tierracentral e inmóvil, mientras los restantes cinco planetas se despla­zan en torno al Sol, que los arrastra en su órbita anual) plantea­do no sólo como modelo matemático, sino como cosmologíaacorde con la Escritura y con la física frente al imposible univer­so copernicano. Ese mismo año vio la publicación del Funda-

aristotélico de la inmutabilidad celeste. Este importante texto ha sido reeditado enreproducción facsímil junto con un notable estudio introductorio por Víctor Nava­rro Broróns (Valencia, 1981).

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mentum astronomicum de Nicolás Raymarus Ursus, en el cual sereivindicaba la independencia y prioridad en el modelo geo-he­liocéntrico del universo, con el añadido de la transferencia a laTierra del movimiento diario, la afirmación del aire como fluidoceleste universal y la extensión indefinida de la región estelar. A1588 se remontaba también una tercera versión del sistema geo­heliocéntrico (en este caso similar a la de Tycho, pero conser­vando las esferas celestes) cuya publicación se retrasará hasta1597: la versión de Helisaeus Róslin en su De opere Dei creatio­nis seu de mundo hypotheses (Schofield-jones, 1981; Lerner,1997; Granada 1996a, cap. 5)3.

4. Thomas Digges (ca.1545-1595)

Thomas Digges había publicado en 1573 Alae seu scalae mathe­maticae, una obra dedicada a la nova de Casiopea. Redactada ypublicada cuando la estrella se hallaba todavía en el cielo, perohabía mostrado ya una variación en su bríllo y magnitud, la obrarecogía la adhesión explícita de Digges a la cosmología coperni­cana y formulaba incluso la esperanza de que la observación dedichas variaciones en los meses siguientes pudiera confirmar, aguisa de una paralaje anual, el movimiento anual de la Tierra entorno al Sol. Al mismo tiempo, la evaluación de la nova como«milagro divino que anunciaba la [segunda] venida de Cristo» sedaba unida a una fortísima afirmación de la jerarquía y heteroge­neidad cosmo-onrológica entre el mundo celeste y el mundo su­blunar en que el alma humana se encuentra exiliada de su patriaceleste y encerrada en las cadenas del cuerpo, de las que puede noobstante liberarse y ascender al cielo mediante las alas o escalas dela matemática y astronomía (Granada, 1994b, 11-16; Granada,1997a).

La definitiva desaparición de la nova en 1574 no confirmó latesis copernicana del movimiento anual de la Tierra. Sin embargoDigges publicó en 1576 un opúsculo en inglés titulado A PerfitDescription of the Caelestiall Orbes according to the mast auncien­te doctrine of the Pvtbagoreans, latelye reuiued by Copemicus andby Geometricall Demonstratíons approued en el que reafirmaba sucopernicanismo realista. El opúsculo era en realidad una traduc­ción inglesa de los capítulos más relevantes cosmológicamente delprimer libro del De reuolutioníbus (caps. lO, 7 Y 8; la primera

3. Véase la reproducción facsímil H. Rdslin, De opere Dei creationis seu demundo bypotbeses, prólogo y edición de M. A. Granada, Aurifodina Philosophica,Lecce, 2000.

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MIGUEL ÁNGEL GRANADA

traducción a una lengua vulgar) con algunas significativas e impor­tantes adiciones. Digges rechazaba decididamente la reduccióninstrumentalista del copernicanismo y reivindicaba, frente al em­pirismo aristotélico, la hegemonía de la razón en la búsqueda dela verdad, de lo cual Copérnico era precisamente un ejemploegregio resucitando la antigua cosmología (verdadera) de los pita­góricos (Digges, 1983, 49-51; Jiménez Heffernan, 1997).

La adición más importante que Digges hacía a la cosmologíade Copérnico y que se ponía de manifiesto en un diagrama cos­mológico que iba acompañado de una elocuentfsima leyenda (Di­gges, 1983, 47) era la explícita afirmación de la extensión infinitade la esfera de las fijas) frente a la suspensión de juicio del propioCopérnico:

Nunca podremos dejar de admirar la inmensidad [...] de esa esferainmóvil engalanada por innumerables luminarias, que se extiendeilimitadamente hacia arriba en altitud esférica. De estas luces ce­lestiales sólo podemos ver aquellas que se encuentran situadas enla parte inferior de dicha esfera, pareciéndonos cada vez menoresa medida que están más altas, hasta llegar a un punto donde noalcanza ya nuestra vista y no es capaz de distinguirlas: en virtud deesta prodigiosa distancia la mayor parte de las mismas resultaninvisibles para nosotros. Muy bien podemos pensar que ésta es lagloriosa corte del gran Dios [...] a cuyo infinito poder y majestadúnicamente puede convenir un lugar infinito que supere tanto encantidad como en cualidad a todos los demás (Digges, 1983, 61).

No cabe duda de que la fuente para esta innovación de Oiggeses el texto mismo de Copérnico (1, 8, 110») pero para afirmar loque Copérnico no se atrevía a reconocer Digges se vio estimulado:1) por la interpretación de la aparición y desaparición de la novaen términos de descenso y ascenso de la misma en el seno de unaesfera estelar que se extendía mucho más hacia arriba de lo quenuestra vista podía alcanzar; 2) por la concepción de MarcellusPalingenius StelIatus (autor del poema Zodiacu...s vitae, famosísimoen el siglo XVI y citado por Digges con elogio en el proemio allector) de un empíreo inteligible de «extensión» infinita comonecesaria producción de la infinita potencia divina más allá delmundo corpóreo necesariamente finito y terminado en el primummobile. El copernicano Oigges fundía empíreo y esfera estelar, con[o-que el primero devenía sensible y corpóreo mientras la segundaadquiría un rango de mundo supraceleste, es decir, de ámbitocosmo-oncológico superior al celeste en tanto que sede y moradade Dios, ángeles y elegidos; un ámbito, además, infinito contra­puesto al único sistema planetario finito alojado en su interior y

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LA REVOLUCiÓN COSMOLÓGICA

escindido en los dos grados heterogéneos del mundo celeste ymundo sublunar o región inferior de la Tierra. Aquí estaba elreino de la muerte y en tanto que morada humana expresaba ladistancia que separaba al hombre de la perfección divina «ubica­de» en la periferia infinita estelar, más allá del último planeta. Ensuma: la afirmación diggesiana del infinito no era tanto la afirma­ción de un universo infinito y homogéneo corno la afirmación deun infinito estelar vinculado a la divinidad, heterogéneo con res­pecto a la región inferior del único sistema planetario existente,cuya finitud evidencia su distancia ontológica frente a Dios asícomo la miseria humana, que sólo en la mediación de Cristoencuentra, en última instancia, la redención (Koyré, 1979, 26-30Y 38-41; Granada, 1992a y 1994b; Jiménez Heffernan, 1997).

III. GIORDANO BRUNO (1548-1600)

Las obras cosmológicas de Ciordano Bruno son, fundamentalmen­te, los diálogos en lengua italiana La cena de le ceneri y Del'infiníto universo e mcndi (Londres, 1584); un elenco de Centumet viginti articttli de natura el mundo aduersus peripatetícos (París,1586, base de una acalorada disputa pública en el Colegio deCambrai) que fueron publicados de nuevo más tarde con impor­tantes ampliaciones y con el título de Camoeracensis Acrotismus(\Vittenberg, 1588) y el poema cosmológico De immenso et innu­merabíííbus sen de universo et mnndis (Frankfurt, 1591) que cons­tituye la summa del pensamiento bruniano.

En estas obras Bruno expone su adopción de la cosmologíacopernicana (véase La cena de las cenizas [Bruno, 1584a], 107­109 para un rechazo despectivo de la interpretación de Osiander,calificado de «asno ignorante y presuntuoso»] y sobre todo eldesarrollo radical de la misma en la dirección de un universonecesario y necesariamente infinito y homogéneo, es decir, sin je­rarquías, en el cual nacimiento y muerte (composición y disolu­ción) son manifestaciones universales de la vida (expresiones de lametamorfosis incesante en el seno de la sustancia única), la Tierraes un astro celeste equivalente a cualquier otro planeta (desaparecela representación de la vida humana en términos de exilio de lapatria celeste) y Dios no tiene una relación diferente con las dis­tintas regiones de! universo, sino idéntica con todas en e! universoinfinito y homogéneo que es su retrato, la explicatio necesaria desu infinita potencia, en suma: su expresión o, por emplear un len­guaje teológico, su unigénito y co-susrancial Hijo. Evidentemente

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5La filosofía natural

de Isaac Newton

5.1. La polémica biografía de Isaac Newton

Hijo póstumo de Isaac Newton y de Hannah Ayscough, este ilustre per­sonaje nació en Woolsthorpe, cerca de Grantham, en Lincolnshire, el día de Navidad de 1642. Un segundo matrimonio de su madre con un pastor pro­testante, el reverendo Barnabas Smith, privó a Newton de los cuidados de ésta cuando sólo contaba tres años de edad. Con frecuencia se ha visto en este hecho una de las causas de su personalidad profundamente neurótica, albergando desde muy niño sentimientos hostiles hacia su madre (y probablemente tam­bién hacia las mujeres en general, a las que rehuyó durante toda su vida).

En un principio vivió con su abuela materna, iniciando sus estudios en una pequeña escuela rural próxima a Woolsthorpe. En 1653 Hannah enviu­dó por segunda vez y de nuevo fijó su residencia en la propiedad de los New­ton junto con los tres hijos habidos en su último matrimonio. Sin embargo, al año siguiente Isaac hubo de trasladarse a la más distante escuela de Grant­ham, por lo que pasó a alojarse en casa del farmacéutico de la ciudad. En 1661 ingresó en el Trinity College de Cambridge, institución en la que permaneció primero como estudiante y luego como profesor hasta 1696.

Según se ha comentado ya, en el siglo XVII la universidad había entrado en un periodo de franca decadencia a consecuencia de su defensa numantina de las viejas ideas en filosofía natural. La profunda renovación de esta disci­plina que se venía produciendo tras la publicación de la obra de Copémico a mediados del siglo XVI, no había traspasado las paredes de las aulas. Ello quie­re decir que la enseñanza en las facultades de artes seguía basándose en planes de estudio que tenían como núcleo central la física y la cosmología de Aristó­teles. Obras de este filósofo, tales como la Física o Del Cielo, debían ser leídas

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y comentadas por los estudiantes, cosa que Newton parecía hacer con cierta desgana. Escritos escolares llegados hasta nosotros muestran que su interés se orientaba hacia los modernos, y muy en especial hacia el antiaristotélico René Descartes.

No es de extrañar que la enorme curiosidad intelectual del joven Newton le llevara a volcarse en la lectura de nuevos planteamientos muy alejados de la caduca filosofía escolástica. Así, pese al celo de las conservadoras universida­des por mantener el antiguo orden cósmico geocéntrico, las obras de autores como Kepler, Galileo, Descartes, Borelli, Hobbes, Gassendi, Hooke o Boyle no dejaban de circular de mano en mano. Se tiene constancia de que en la década de los sesenta Newton leyó parcialmente a todos ellos, siendo espe­cialmente relevante la atención que prestó al Diálogo galileano y a los escritos matemáticos, metafísicos y mecánicos de Descartes. Obras de este último, como la Geometría, las Meditaciones Metafísicas y Los Principios de la Fibsofía, fueron estudiadas con atención; no en vano el filósofo francés ofrecía el pri­mer intento de fundamentación de una física nueva sobre bases corpuscula- ristas y mecanicistas que armonizaba bien con la astronomía copernicana.

Ello no quiere decir, sin embargo, que Newton se convirtiera en un carte­siano. De hecho, ya a finales de los años sesenta redactó un opúsculo en latín, De Gravitatione et aequipondio fluidorum (Sobre la Gravitación y el equilibrio de los fluidos [en: Newton, 1978: 89-121, trad. inglesa: 121-156]) en el que criticaba severamente la concepción cartesiana del espacio, la materia y el movi­miento. Pero lo que sí puede afirmarse es que el punto de partida de sus inves­tigaciones celestes no fue, desde luego, la teoría de los movimientos naturales, sino los nuevos planteamientos inerciales. En consecuencia, la pregunta por la causa de los movimientos planetarios curvos no podía dejar de suscitarse. Tal como se analizará en páginas posteriores, Newton evolucionó desde la noción de fuerza centrífuga a la de fuerza centrípeta, y de ahí a la teoría de la gravita­ción universal, la cual constituyó la mayor contribución del siglo a la resolución del problema planetario. Pero eso será ya a mediados de 1680.

En 1665 finalizó sus estudios en artes (recuérdese que era en las facultades de artes donde tradicionalmente se enseñaba filosofía natural, cosmología, astro­nomía o geometría) y en 1669 tomó posesión, siempre en el Trinity College de Cambridge, de la “cátedra lucasiana” de matemáticas (denominada así en honor de H. Lucas, el cual había fundado y garantizado con su fortuna personal la financiación de esa cátedra). En el mismo año de 1665 la propagación de una temible peste obligó a cerrar la universidad. Newton se retiró a su casa de Woolst- horpe durante varios meses, dedicando al menos parte de ese tiempo a la refle-

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La filosofía natural de Isaac Newton

xión sobre la fuerza responsable de los movimientos planetarios. A esta época corresponde el hallazgo de la variación de dicha fuerza en (unción del cuadra­do de la distancia, resultado que obtuvo a partir de la tercera ley de Kepler. Todo parece indicar, sin embargo, que abandonó tan fructíferas investigaciones sobre el problema de la gravitación hasta 1679, momento en que (según confesión propia) se sintió estimulado a retomar estos estudios a raíz de una sugerencia del que fue uno de sus mayores rivales, Robert Hooke.

Tras su reincorporación a la universidad en 1666, Newton orientó su acti­vidad a temas para nosotros tan dispares como el cálculo, la óptica, los estu­dios bíblicos o la alquimia. Con respecto a las matemáticas, aunque de momen­to no publicó nada, a esta época se remonta el origen de los trabajos sobre su famoso método de fluxiones. Cuando se hizo cargo de la cátedra de Matemáti­cas (sucediendo a Isaac Barrow), durante los años 1670-1672 eligió la óptica como tema sobre el que impartir las lecciones a las que estaba obligado por el cargo (tenía que dar una clase por semana, a la que con frecuencia no acudía ningún alumno). Y precisamente en relación con sus investigaciones sobre la luz y los colores tuvo lugar la primera de las numerosas polémicas que jalona­ron toda su vida.

Junto con la construcción de un telescopio de reflexión en 1668, Newton comenzó a realizar importantes contribuciones a la óptica física o estudio de la naturaleza de la luz en un escrito titulado O f Colours. Tanto en éste como en la memoria que presentó el 6 de febrero de 1672 ante la Royal Society, denominada New Theory ofLight and Colours, propuso una novedosa hipóte­sis sobre el modo como los colores del arco iris entran en la composición de la luz blanca solar. Los experimentos con prismas le habían conducido a defender que los colores no se producían como consecuencia de las refracciones o refle­xiones de las superficies materiales, sino que eran propiedades originales de la propia luz blanca, diferenciándose unos de otros por su diferente grado de refran­gibilidad. A partir de aquí concluía la pertinencia de concebir la luz como un tipo de materia con propiedades, esto es, como una substancia con accidentes (y no en términos de propagación de una presión del éter, según la hipótesis car­tesiana). Éste es el origen de las tesis corpuscularistas de Newton, contrarias a la teoría ondulatoria de los fenómenos luminosos defendida por Huygens.

Newton había sido admitido en el seno de la Royal Society en 1672. Sólo una semana después de que esta memoria sobre la luz hubiera sido leída en esta institución, Robert Hooke (encargado desde hacía diez años de la super­visión de los experimentos en la mencionada sociedad científica) emitió un duro informe en el que criticaba el tipo de inferencias realizadas por Newton

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a partir de sus resultados experimentales. Como consecuencia, se inició un agrio debate que duró cuatro años. A principios de 1676 se dio a conocer tam­bién en la Royal Society otro escrito de Newton, An Hypothesis explaining the Properties o f Light; que esta vez fue acusado por Hooke de plagio (en concre­to, le acusó de haberse servido de ideas expuestas por él en su Micrographia).

El obsesivo y paranoico temperamento del que Newton hizo gala duran­te toda su vida le llevó a tomar la decisión (que por fortuna no mantuvo siem­pre) de abandonar la filosofía natural, a la que definió como “una dama dema­siado litigiosa” como para merecer su devoción. Además, rompió toda relación con la Royal Society, muy en especial después de que Hooke fuera nombrado secretario de la misma en 1677, tras la muerte de Henry Oldenburg (antece­sor de aquél en el cargo). Incluso muchos años después, cuando ya tenía redac­tada su gran obra sobre óptica, Opticks, retrasó su publicación hasta el falleci­miento de su eterno rival. Ai parecer, no estaba dispuesto a soportar en este tema ni una sola crítica o acusación más. Le aguardaban, no obstante, otros varios asuntos sobre los que oiría y diría más de lo que hubiera sido aconseja­ble. Las polémicas no habían hecho sino empezar.

Con estos antecedentes y tal como ha sido ya relatado (epígrafe 4.7), el 24 de noviembre de 1679 Hooke se decidió a escribir a Newton solicitándole que reanudara sus relaciones con la Royal Society y asimismo pidiéndole su opi­nión sobre la posible descomposición de los movimientos planetarios en uno inercial tangencial y otro orientado hacia el centro a causa de un poder atrac­tivo central. Es posible que la consulta obedeciera al loable deseo de conocer el punto de vista de un experto, o también es posible (como algunos han suge­rido) que con ello quisiera dar a conocer a su enemigo, no sin cierta vanidad, los progresos realizados por él mismo en esa materia.

Sea como fuere, no sorprende que Newton rehusara restablecer el contac­to con esa institución científica, de la que Hooke seguía siendo secretario, y asi­mismo que manifestara, quizá arrogantemente, no haber oído hablar de la hipó­tesis de éste acerca del movimiento de planetas y satélites. A lo que sí se avino es a mantener durante algunos meses una correspondencia en la que ambos analizaron el tipo de trayectoria que un móvil en caída libre describiría si pudie­ra dirigirse sin resistencia el centro de la Tierra. Newton pensaba que el estu­dio de ese tipo de trayectoria proporcionaría una prueba del movimiento diur­no terrestre. Cometió, sin embargo, un error en dicho análisis, que no pasó desapercibido a Hooke. Pero lo importante es que, en el intercambio epistolar al que todo ello dio lugar, este último expuso a Newton dos importantes cues­tiones que posteriormente se convertirían en nuevo motivo de litigio.

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Primero, según se ha mencionado con anterioridad, sugirió una explica­ción del mantenimiento de los planetas en sus órbitas a partir de la inercia y de una fuerza atractiva central, en vez de hacerlo al modo de Borelli, esto es, suponiendo un equilibrio entre gravedad y fuerza centrífuga. Segundo, plan­teó la hipótesis de que la fuerza atractiva decrece con el cuadrado de la distan­cia, aduciendo para ello un argumento que era falso (creía que era correcta una ley de Kepler según la cual la velocidad de los planetas es inversamente pro­porcional a su distancia al Sol, y a partir de esta ley, que sólo es válida en el afelio y en el perihelio, establecía la anterior hipótesis acerca de la fuerza sin advertir que una y otra eran incompatibles). Poco aportaba a Newton esta segunda hipótesis de Hooke, puesto que en los años de la peste él mismo había llegado a ese resultado de forma mucho más satisfactoria. En cambio, con res­pecto al primer punto, el propio Newton reconoció más tarde que la idea de una fuerza de dirección central le había puesto sobre la pista correcta que le llevó a resolver el problema planetario, planteado del modo siguiente: supo­niendo que sobre los planetas actuara una fuerza atractiva central inversamente proporcional a l cuadrado de la distancia, ¿qué tipo tle órbita describirían éstos?

El estímulo fue lo suficientemente poderoso como para que nuestro ilus­tre autor retomara la investigación en filosofía natural (abandonada desde 1666), concretamente en lo referente a la cuestión de los movimientos plane­tarios. Algunos años después de que concluyera esta correspondencia con Hoo­ke, Newton recibió una visita de importantes consecuencias. Resulta que el propio Hooke junto con el arquitecto y profesor de astronomía en Oxford Christopher Wren (1632-1723) y el astrónomo Edmund Halley (1656-1742), descubridor del cometa que lleva su nombre, habían intentado sin éxito res­ponder a la anterior pregunta. Wren había sido nombrado presidente de la Royal Society en 1681, mientras que Halley sucedería años después (en 1719) a John Flamsteed en el puesto de astrónomo real en el Observatorio de Green- wich. Newton parecía ser la persona capaz de resolver el problema matemático planteado (deducir una órbita a partir de la fuerza responsable de su desvia­ción de la recta). Armándose de valor, en verano de 1684 Halley decidió tras­ladarse a Cambridge a fin de entrevistarse personalmente con Newton. Para asombro del visitante, cuando le expuso la cuestión, obtuvo una respuesta inmediata: en esas condiciones el planeta describirá una elipse. Naturalmente, Halley preguntó admirado cómo lo sabía, a lo cual Newton se limitó a con­testar que ya lo había calculado.

No fue capaz, sin embargo, de reproducir en el momento la demostración, de modo que se comprometió con Halley a enviársela posteriormente por escri-

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to. De hecho, lo que en noviembre de 1684 Newton remitió a Londres fue algo más; concretamente envió un pequeño tratado de unas diez páginas, De Motu corporum o Sobre el Movimiento de los cuerpos (del que conservamos redaccio­nes diferentes, contenidas en: Newton, 1978a: 239 y ss.). En realidad estas pági­nas representaban una anticipación muy simplificada de lo que poco después iba a ser la gran obra: Philosophiae Naturalis Principia Mathematica (Principios Mate­máticos de la Filosofía Natural). En abril de 1686 el manuscrito del Libro I (de los tres de que consta esta última obra) ya estaba presentado ante la Royal Sociery. Ésta dio de inmediato el visto bueno a su publicación, pero sin comprometerse a sufragar los correspondientes gastos. Halley se ofreció a pagar la impresión, ade­más de supervisarla.

Pero, como si de una novela de suspense se tratara, lo que Halley había con­seguido no sin habilidad, esfuerzo y dinero estuvo a punto de truncarse debido a la amenaza de una nueva acusación de plagio contra Newton por parte de Hoo- ke. En efecto, éste exigía que se reconociera públicamente, en el prefacio de los Principia, su prioridad en el descubrimiento de la ley inversa del cuadrado. Deso­lado, Halley escribió a Newton haciéndole saber las exigencias de Hooke. Huel­ga decir la respuesta que obtuvo. Totalmente indignado por lo que consideraba una injusta reivindicación de su eterno rival, Newton amenazó por su parte con suprimir el Libro III, en el que se ofrecía lo que todos esperaban, esto es, un nue­vo sistema del mundo a partir de la ley de gravitación universal. Finalmente, fue convencido por Halley para que no dejara el trabajo incompleto, de manera que en marzo de 1687 remitió el Libro II y en abril el Libro III. Después de tantos sobresaltos, el primer ejemplar salía de la imprenta el 5 de julio de 1687 con un prefacio en el que se vertían comentarios elogiosos hacia Halley y en el que no se citaba el nombre de Hooke. Lo único que éste obtuvo fue una irrelevante men­ción de su contribución a la observación de los cielos en la Sección II del Libro I.

A la primera edición de los Principia seguirían otras dos con algunas modi­ficaciones, una en 1713 y otra en 1726, un año antes de la muerte de su autor. La obra reportó a éste un indiscutible reconocimiento, permitiéndole disfru­tar en vida de los honores y de la gloria que sólo suele concederse a los muer­tos. Sin embargo, la consecución de un importante logro no siempre reporta bienestar al protagonista de la historia. El hecho es que, después de la publi­cación de los Principia, Newton entró en un periodo de mayor irritabilidad y paranoia de lo que era habitual en él, llegando a acusar injustamente a ami­gos, como Locke o Nicholas Fatio de Duillier, de tramar a sus espaldas. La situación hizo crisis entre los años 1692 y 1693, cayendo así en una profun­da depresión que le mantuvo totalmente inactivo durante más de un año.

La filosofía natural de Isaac Newton

Cuando se recuperó de la tremenda experiencia que supone “perder la con­sistencia de la mente”, según su propia expresión, Newton no fue el mismo. En 1696 abandonó la universidad de Cambridge (de la que era representante en el Parlamento desde 1689) y se trasladó a Londres para ejercer una activi­dad que nada tenía que ver ni con la docencia ni con la investigación. Se tra­taba de la dirección de la Casa de la Moneda, cuya tarea principal consistía en complicar la vida a los falsificadores desenmascarándolos y conduciéndolos ante la justicia. Cumplió con esta ingrata tarea de manera tan “eficaz” que pro­movió numerosas condenas, incluida la pena capital.

Con ello inició una forma de vida pública que contrasta con los años de retraimiento, soledad y aislamiento que caracterizaron su etapa de Cambridge. Durante el periodo londinense, que se prolongó hasta el fin de sus días, New­ton ya no mostró la misma creatividad genial que impregnó los años anterio­res a la década de los noventa. En 1703, una vez fallecido Hooke, fue elegido presidente de la Royal Society en reconocimiento a sus muchos méritos y a pesar de las difíciles relaciones que había mantenido con esa sociedad cientí­fica. Al año siguiente apareció la primera edición inglesa de su Opticks (a la que seguirían varias ediciones más en inglés y en latín), en la que desarrollaba las hipótesis sobre la luz y los colores establecidas en su juventud. Ya no era tiempo de crear, sino de cosechar éxitos, y también (para ello siempre es momen­to) de usar y abusar de su autoridad desde la presidencia de la Royal Society, tal como el filósofo Leibniz o el astrónomo real de Greenwich, John Flamste- cd, tuvieron ocasión de experimentar en primera persona.

Es bien conocida la controversia que Newton mantuvo con el filósofo y mate­mático G. W. Leibniz (1646-1716) a propósito de la prioridad en la invención del cálculo diferencial. Miembro de la Royal Society desde 1673 y promotor de la Socié- té des Sciences o Academia de Ciencias de Berlín (1700), este ilustre alemán había iniciado, a mediados de la década de los setenta, sus descubrimientos matemáticos basados en el uso de los llamados infinitesimales, si bien no publicó su nuevo méto­do de cálculo hasta 1684. Años después, Nicholas Fatio de Duillier acusó a Leibniz de haber plagiado a Newton, íntimo amigo suyo. La cosa no pasó a mayores hasta que en 1705 este último se persuadió (por razones que no importa detallar) de que, en efecto, Leibniz había hecho pasar por suyas ideas que no lo eran. La historia ha demostrado que no tenía razón al formular tal acusación. Fluxiones e infinitésimos dan lugar a dos métodos distintos, obtenidos independientemente, si bien el algo­ritmo de su contrincante ha resultado ser mucho más operativo.

En su calidad de miembro de la Royal Society, Leibniz tuvo la ingenuidad tic apelar a la sociedad de la que Newton era presidente para que se pronun­

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ciara sobre la cuestión. Se formó un comité integrado por personas supuesta­mente imparciales que en realidad eran fervientes newtonianos. Pero, no con­tento con ello, Newton redactó personalmente el informe de dicha comisión y le dio cuanta publicidad estuvo en su mano. Huelga decir a quién se dio la razón. Parece así que lo avanzado de su edad no era un obstáculo para que el célebre inglés tratara de deshacerse de un rival allí donde éste se presentase.

Una nueva polémica entre uno y otro, o, mejor, entre Leibniz y el newtonia- no Clarke (detrás del cual estaba el maestro), tuvo lugar entre 1715 y 1716, esta vez por motivos de carácter filosófico (Leibniz-Clarke, 1980). La controversia con­sistió en el intercambio de cinco cartas que cada uno dirigió al otro sirviéndose de la mediación de una amiga de Leibniz, la princesa Carolina de Ansbach, (conver­tida por su matrimonio en princesa de Gales). De la lectura de estas diez cartas se desprende la mayor coherencia del razonamiento de Leibniz, que supo llevar a su contrincante a un terreno filosófico en el que aquél se desenvolvía con mayor difi­cultad. En todo caso, no hubo acuerdo y la relación epistolar, que podía haberse continuado indefinidamente, concluyó por razones biológicas. Leibniz falleció dos semanas después de haber remitido a Clarke su quinta carta.

Si amarga file la experiencia leibniziana, peor debió ser la que tuvo que sopor­tar el primer astrónomo real del Observatorio de Greenwich, John Flamsteed (1646-1719), del que ya se habló en el capítulo segundo a propósito de los mapas estelares (epígrafe 2.4.3). Tan pomposo nombramiento en 1676, debido al rey Carlos II, en realidad distaba mucho de compensar en términos económicos. El rey había erigido el observatorio, pero no lo había dotado de dinero suficiente para construir los instrumentos precisos. Ello quiere decir que, si Flamsteed deseaba disponer de lo más elemental, debía costeárselo él mismo. Durante los años en los que Newton redactaba los Principia, constantemente requirió del responsable del Observatorio de Greenwich información sobre los planetas, cosa que éste procuró proporcionarle. Pero el conflicto abierto estalló cuando, una vez publi­cada la obra, Newton se propuso completar su trabajo sobre la difícil trayecto­ria de la Luna. Ya en Londres y desde su puesto de presidente de la Royal Society, comenzó a tratar a Flamsteed como si de su sirviente se tratara, reclamando insis­tentemente datos sobre este astro que el perfeccionista y minucioso astrónomo era incapaz de suministrar al ritmo que el iracundo Newton le exigía. Por otra parte, aquél entendía que el observatorio y él mismo no estaban al servicio de los miembros de la Royal Society y, partiendo de este punto de vista, trató de defenderse de las presiones continuas que recibía.

Pronto Newton puso fin a los afanes de independencia de Flamsteed. En 1710 obtuvo permiso del rey para poder supervisar, desde su puesto en la Royal

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La filosofía natural de Isaac Newton

Society, el trabajo del astrónomo real, lo cual suponía el derecho a visitarle en su observatorio, demandar de él las observaciones que estimara pertinentes o deci­dir sobre la conveniencia de tales o cuales instrumentos (¡que financiaba Flams- teed!). Fácilmente puede adivinarse la frustración de este último, y también su impotencia para oponerse a los deseos todopoderosos del rey y de Newton.

Pero lo peor estaba aún por venir. Se requería a Flamsteed para que completara un nuevo catálogo de estrellas, trabajo en el que éste no escatimó tiempo y esfuer­zos. Sin embargo, se retrasó más de lo previsto. La primera parte estaba acabada en 1704, pero la segunda y la tercera se dilataban. Newton disponía de un catálogo par­cial elaborado por el propio Flamsteed en 1706; cinco años más tarde lo puso en manos de Halley para que lo publicara, no estimando ni uno ni otro que los datos eran patrimonio intelectual de su autor. Cosa muy distinta, desde luego, opinó Flams­teed, ya que no sólo los resultados, sino los propios aparatos de observación, eran suyos. La edición apareció en 1712 ante la indignación del astrónomo real, que logró quemar trescientos ejemplares de los cuatrocientos de que constaba. Finalmente, el primer catálogo de estrellas observadas mediante telescopio se publicó en tres volú­menes con el nombre de Historia Coelestis Britannica de John Flamsteed. Pero, cuan­do esto ocurrió, el desafortunado astrónomo de Greenwich ya había fallecido.

Desequilibrado, misógino, clarividente, implacable, retraído, solitario, genial. Éstos son algunos de los epítetos con los que se ha calificado a New­ton, uno de los mayores científicos de todos los tiempos. Muerto el 20 de mar­zo de 1727, fue enterrado con toda suerte de honores en la Abadía de West- minster. £1 conocido epitafio de Pope da cuenta de la rendida admiración que su obra suscitó en el siglo XVIJ1: “La Naturaleza y las leyes de la Naturaleza per­manecían ocultas en la noche. Dios dijo: Sea Newton. Y la luz se hizo”.

5 .2 . La cara oculta de Newton

A pesar de que el sistema del mundo newtoniano “iluminó” el Siglo de las Luces, Newton dista mucho de ser un personaje ilustrado racionalista. En una conocida semblanza de John Maynard Keynese describe a éste no como el pri­mer científico de la Edad de la Razón, sino como el último mago que enlaza con los babilonios y los súmenos. Y ello poique concibe el universo como un enigma que puede llegar a descifrarse gracias a ciertos indicios presentes en el comportamiento de los cielos, en la constitución de los elementos o en cier­tos escritos de los antiguos (Keynes, 1982: 61 y 64). Ello dejará una peculiar impronta en toda su investigación.

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Desde los años de estudiante en Cambridge hasta la publicación de los Prin­cipia, en 1687, transcurren unos veinticinco años, durante los cuales Newton compatibiliza su vida académica con una actividad que mantendrá celosamen­te oculta. Se trata de la época más fecunda y creativa, en la que obtiene especta­culares resultados en el campo de la matemática, la óptica o la mecánica celes­te. Desde luego, cabe limitarse a dar cuenta del modo más neutro y aséptico posible de tales resultados, pero quizá no carezca de interés tratar de asomarse a la cara oculta de Newton, a ese rostro que él no siempre quiso mostrar en públi­co. El abundante material (en su mayor parte inédito) que dejó escrito permite un acercamiento a esa parte mucho menos conocida de su trabajo.

Son muchas las razones por las que un científico puede dedicar su vida a una tarea tan ingrata y esforzada como es la investigación. Con frecuencia se hace hincapié en la vertiente práctica de toda construcción teórica ligándose estrechamente ciencia y tecnología. En el caso de Newton, sin embargo, el parentesco más importante (aunque no único) se establece entre ciencia, o filo­sofía natural, y teología. Extraños parientes resultan éstos para nuestra men­talidad contemporánea, pero no para el autor de los Principia (como tampo­co para Kepler).

El objetivo que un mejor conocimiento de la Naturaleza persigue, no nece­sariamente es “salvar las apariencias” , entendiendo por tal dar razón de los fenómenos en términos geométricos a fin de poder predecirlos del modo más ajustado posible. Newton busca establecer los principios matemáticos de la filo­sofía natural como parte de un programa más amplio que incluye el estudio de las Sagradas Escrituras, la historia de los pueblos antiguos y su relación con los israelitas, la cronología de sus reyes, la historia de la Iglesia o la alquimia. Los amantes de la cuantificación han calculado que Newton dejó un millón doscientas mil palabras sobre alquimia y casi otras tantas sobre religión, lo cual sobrepasa con creces lo escrito sobre filosofía natural. Asimismo, un acerca­miento al contenido de su biblioteca pone de manifiesto que sus intereses des­bordaban con mucho el estricto campo de esta última disciplina. En efecto, según reproduce Mamiani en su biografía sobre este autor (Mamiani, 1995: 24), el 27,5% de un total de 1752 títulos se refería a temas relacionados con la teología, historia de la Iglesia, estudios bíblicos o controversias religiosas; el 11,6% a matemáticas, física y astronomía; el 9 ,5% a alquimia y química; el 8 ,6% a los clásicos griegos y latinos; el 8,3% a historia, cronología y bio­grafía, y el resto a medicina, literatura, derecho, filosofía y otros.

Lo que desde luego no resulta evidente es la relación que guardan entre sí materias tan dispares como la cronología de antiguos reinados, la Biblia, la

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alquimia o las matemáticas aplicadas a la Naturaleza. Newton aspiraba a poseer el conocimiento con mayúsculas, el enigma que las cosas naturales o reveladas ocultan. A este objetivo se entregó hasta los 50 años más o menos, y lo hizo como cabe esperar de él: obsesivamente, día y noche, sacrificando ocio, sue­ño, alimento, amigos, familia y quizá salud mental. Justo es, sin embargo, reco­nocer que la empresa era digna del más grandioso Fausto soñado por Goethe. Se trataba de apropiarse del secreto último de las cosas capaz de conducirnos a la fuente primera de todo conocimiento y de toda realidad: Dios.

Ahora bien, para lograr tan ambiciosa empresa no hay un camino único. La verdad es una sola, pero a ella se accede por múltiples vías, la mayoría de las cuales se encuentra en el saber de la más remota Antigüedad. La interpre­tación de los textos antiguos constituye, por tanto, uno de los procedimien­tos más indicados para aproximarse a dicha verdad. Entre dichos textos des­taca de modo privilegiado el Libro Sagrado del pueblo israelita, y muy en concreto sus partes más simbólicas: las profecías del Antiguo Testamento y el Apocalipsis de san Juan. A pocos asuntos dedicó Newton tanta atención como a las predicciones sobrenaturales del profeta Daniel o a las revelaciones del apóstol san Juan, en busca de los mismos indicios que también y paralelamente indagaba en el gran libro de la Naturaleza.

La Biblia y la Naturaleza constituyen dos formas de revelación divina; no es de extrañar, en consecuencia, que ambas escondan el mismo mensaje. Aho­ra bien, hay que saberlo interpretar, en un caso a través de un difícil lenguaje mítico y metafórico, en el otro a partir de hechos de diversa índole que perte­necen tanto al campo de la filosofía mecánica como al de la alquimia. Fruto de sus trabajos en filosofía mecánica serán los Philosophiae Naturalis Principia Mathematica, mientras que parte de sus investigaciones bíblicas se recogen en la obra Observations upon the Prophecies o f Daniel and the Apocalypse ofSt. John, publicada postumamente en Londres, en 1733- En cuanto a la alquimia, no sólo leyó y escribió abundantemente sobre el tema, sino que también experi­mentó por sí mismo en un laboratorio que privadamente montó al efecto.

Evidentemente, contrasta la concepción de la Naturaleza que deriva de su consideración mecánica con la que resulta de su tratamiento alquímico. En la primera se trata de un conjunto de partículas inertes desposeídas de todo prin­cipio activo, mientras que en la segunda se opera con agentes capaces de desa­rrollar una actividad espontánea irreductible al modo de actuación mecánico, la famosa piedra filosofal con la que los alquimistas pretendían transmutar los metales en oro constituye uno de estos agentes no mecánicos. Y otro tan­to podría decirse del elixir destinado nada menos que a garantizar la juventud

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y la inmortalidad a los seres humanos. Visto con ojos del siglo X X , se trata de dos empresas antitéticas; situado en la segunda mitad del siglo X V II , podría decirse que el planteamiento tiene un pie en el mágico Renacimiento y otro en la racionalista Ilustración. En todo caso, Newton parece haber convivido con este cuerpo de dos cabezas sin que ello haya perjudicado o estorbado lo más mínimo sus progresos en el campo de la ciencia natural.

La Naturaleza, en definitiva, muestra su secreto al mecánico y al alqui­mista; o, mejor, Dios hace partícipe al hombre de su infinita sabiduría por esos cauces, entre otros. Al menos ésta parece ser la opinión de Newton desde media­dos de la década de los sesenta hasta finales del siglo XVII. Tras la depresión nerviosa de 1693, gradualmente fue perdiendo interés por los estudios alquí- micos hasta abandonarlos por completo hacia 1699, tres años después de que se hubiera instalado en Londres. A lo que no dejó de dedicar tiempo fue a la Biblia, como gran y más importante fuente de revelación divina. Concedía una relevancia especial a lo allí narrado frente a lo afirmado en otras fuentes, ya fueran griegas, egipcias, caldeas o de cualquier otro pueblo de la Antigüe­dad. Ello le llevó a abordar una tarea tan peculiar como pretender mostrar no sólo la primacía moral de Israel, sino la prioridad temporal de los hechos histó­ricos referidos en el Antiguo Testamento, de modo que las restantes civilizacio­nes, incluida la griega, habrían derivado de la hebrea. De ahí que escribiera una obra sobre el orden y las fechas de los antiguos reyes, que se publicó al año siguien­te de su muerte con el título The Chronology ofAncient Kingdoms AmendecL

En el marco de este interés de Newton por culturas y religiones del más remoto pasado, su atención recayó en los lugares en los que se había rendido culto a la divinidad, esto es, los templos. Y como no podía ser por menos, entre todos ellos destacó el de Salomón. En efecto, en su opinión, la forma, dimen­siones y demás características del templo de Jerusalén permitían obtener infor­mación privilegiada sobre los ritos y ceremonias de los israelitas, lo cual a su vez tenía un valor simbólico que habría de contribuir a desentrañar el signifi­cado de las profecías bíblicas. Como fruto de estas investigaciones, redactó en latín un escrito, los Prolegómenos a la parte segunda del LÉXICO D E PROFE­TAS en donde se trata de la forma del santuario judío (de este manuscrito existe una edición castellana bilingüe con el nombre de El Tempb de Salomón: New­ton, 1995. Véase Introducción de Sánchez Ron, especialmente pp. XIX-XX sobre la cronología de Newton y pp. LVII y ss. sobre el Templo de Salomón).

Desde el punto de vista personal y académico, probablemente lo que más influencia tuvo en él fue la conclusión a la que le llevaron sus estudios bíbli­cos relacionados con el Nuevo Testamento. En contra de lo defendido por la

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Iglesia católica en el Concilio de Nicea (325), Newton se persuadió hacia 1669 de la falsedad del dogma de la Trinidad, según el cual Dios es uno y trino. Pasó así a convertirse en un acérrimo defensor de posiciones próximas al arrianis- mo condenado en dicho Concilio y, por tanto, en un hereje. Su juicio sobre los teólogos trinitarios es durísimo debido a que, en su opinión, en el siglo IV se produjo una deliberada corrupción de las Escrituras por parte de los cató­licos, que debilitó la ¡dea de un Ser Supremo único, Señor del Universo, Amo Universal, Dios de Israel, Dios de dioses, Señor de Señores. Estos términos, empleados por el propio Newton, tienden a subrayar el carácter singular e incomparable de Dios Padre, que no comparte su substancialidad con el Hijo, de modo que éste no es una de las tres personas de una misma divinidad. Dios es uno, pero no trino; Cristo tiene un papel subordinado, limitado al ámbito moral. Ningún tipo de mediación se precisa entre Dios y el mundo por Él crea­do. La papista Iglesia romana, contra la que lanza toda suerte de diatribas, es la responsable de la falsificación del auténtico Dios revelado debido a la tergi­versación de los textos antiguos.

El unitarismo fue el secreto mejor guardado de Newton. Nunca hizo públi­cas sus opiniones al respecto. Y razón tenía para ello. En la Inglaterra del siglo XVII, convulsionada por enfrentamientos y guerras entre la monarquía y el Par­lamento, las contiendas por razones religiosas también estuvieron presentes. En el siglo anterior, este país había abrazado la causa protestante separándose de la obediencia a Roma. Y tras la quiebra de la unidad religiosa vendría el cuestionamiento del carácter absoluto de la monarquía. Nociones como sobe­ranía popular, libertad religiosa, derechos de los ciudadanos, libertades indi­viduales comenzaron a hacer su aparición. Pero como nadie parece resignarse a perder aquello de lo que disfruta sin ofrecer resistencia, Carlos I se opuso a las pretensiones democratizadoras del Parlamento. Como consecuencia, se declaró la guerra civil de 1648, que acabó con la ejecución del rey y la decla­ración de la república. Newton tenía 6 años cuando esto ocurría. Tras ese parén­tesis republicano con O. Cromwell a la cabeza, la monarquía fue restaurada en 1660 por Carlos II (hecho que coincide con la llegada de Newton a Cam­bridge). Su reinado duró veinticinco años y estuvo marcado por las persecu­ciones religiosas, en las que las bestias negras eran los papistas y los antitrini­tarios.

Durante el siglo XVII se había extendido desde Polonia a Inglaterra (y tam­bién a Francia) una doctrina conocida como socinianismo (debido a dos ita­lianos del siglo XVI emparentados entre sí, Lelio y Fausto Sozzini). Aparte de otras peculiaridades, los socinianos eran también unitaristas o antitrinitarios,

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de modo que este tema teológico era uno de los que estaban en el centro de las disputas. Aun cuando no consta la influencia de éstos sobre Newton, el hecho es que unos y otros mantenían la misma posición polémica en relación al dogma de la Trinidad. El gran científico inglés optó por no dar ninguna batalla en un asunto que, entre otra cosas, le habría hecho perder su cátedra lucasiana de Matemáticas. Bastante es que lograra no ser ordenado clérigo de la Iglesia anglicana, algo que en principio se le exigía al ocupante de dicha cáte­dra (la norma era habitual no sólo en este caso). La incuestionable honestidad de Newton no le habría permitido jurar en falso, de modo que su expulsión por hereje habría sido inmediata. De todas maneras, por este mismo motivo no pudo acceder al cargo de director del Trinity College (paradojas de la vida: pasó veintiséis años en una institución en la que la Trinidad figuraba hasta en el nombre).

A Carlos II le sucedió en el trono el católico jacobo II, cuyos deseos de res­taurar los viejos poderes reales dieron lugar a la Gloriosa Revolución de 1688, tras la cual perdió su trono. El problema de la aceptación o no del debatido dogma debía resultar cuestión tan polémica como para que el Acta de Tole­rancia que se firmó en 1689, durante el reinado de Guillermo y Ana, a pesar de marcar el principio del fln de las persecuciones religiosas, excluyera a los unitaristas negándoles el derecho a mantener sus propias opiniones.

Newton guardó silencio toda su vida en relación con esta herejía, que, sin embargo, jugó un importante papel en su forma de ver el mundo y la ciencia. En contra de toda posición escéptica, defendió la capacidad de la razón huma­na para alcanzar la verdad. Según se ha dicho ya, ésta es única, pero se logra por caminos diversos y heterogéneos. Ahora bien, no cabe pensar en la posibi­lidad de sostener a la vez ideas falsas con respecto al Creador e ideas verdaderas en relación a lo creado. De ahí que la restauración del antiguo monoteísmo uni­tario debiera contribuir a la instauración de la auténtica ciencia capaz de desve­lar el enigma del universo.

En este sentido, Newton concibe sus propios hallazgos en filosofía natu­ral como su personal contribución al conocimiento del que el ser humano es capaz por voluntad divina. Puesto que no ha podido o no ha querido difun­dir su verdad religiosa antitrinitaria, sí quiere y puede publicar su verdad cien­tífica. Los Phibsophiae Naturalis Principia Mathematica exponen el sistema del mundo que resulta de su consideración mecánica, sin que haya en esa obra más referencia al Dios Todopoderoso único y unitario que la que se permite en las brevísimas páginas del Escolio General añadido a la segunda edición. Pero teología y filosofía natural son al anverso y el reverso de la misma mone­

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da, que a su vez se corresponden con esas dos formas de revelación divina que son la Biblia y la Naturaleza.

5.3. El problema planetario con anterioridad a la redacción de los Principia

Newton se ocupó del problema planetario fundamentalmente en dos épo­cas de su vida: la primera, entre 1664 y 1666, coincidiendo en parte con la gran peste que le obligó a retirarse de la universidad y regresar a su domicilio durante meses; la segunda, en la década de los ochenta, en especial tras la visi­ta de E. Halley en 1684. En ambas etapas el tema se aborda de un modo muy diferente, marcado por la inicial influencia cartesiana y su posterior sustitu­ción por un modo de explicación más próximo al sugerido por Hooke en 1679.

Según se ha puesto de manifiesto a lo largo del capítulo cuarto, tras el aban­dono de la idea de movimiento circular como natural y simple y la formula­ción de un principio de inercia rectilínea, se hacía imprescindible contestar al siguiente interrogante: puesto que en ausencia de influencias externas todo cuerpo permanecerá en reposo o se moverá uniformemente en línea recta, ¿qué iinpide a los planetas comportarse de esa manera? En la primera mitad del siglo XVII, Descartes había dado una respuesta en el marco de su teoría de los vórti­ces. La tendencia centrífuga de los cuerpos celestes es neutralizada por la pre­sión del éter circundante; de la acción conjunta de una y otra resultan los movi­mientos orbitales circulares. La materia sutil que llena los espacios ¡nterplanetarios es, así, la responsable del mantenimiento de los planetas en sus órbitas, y tam­bién de un fenómeno exclusivamente terrestre como es la gravedad.

En la segunda mitad del mismo siglo XVII, Borelli había justificado la esta­bilidad del sistema solar a partir del equilibrio entre el Ímpetus por alejarse del centro de sus movimientos y la gravedad entendida al modo de Copérnico y Cíalileo, esto es, como la inclinación natural de los cuerpos a dirigirse hacia dicho centro (epígrafe 4.5). Por otra parte, de los estudios de Huygens sobre el reloj de péndulo se deducía la posibilidad de aplicar a los movimientos pla­netarios dos elementos dinámicos de igual naturaleza orientados en sentido contrario por relación al centro: la fuerza centrifuga, convenientemente mate- matizada, y la gravedad, entendida al modo cartesiano (epígrafe 4.6). Final­mente, fue Hooke quien introdujo la novedosa idea de combinar la inercia rectilínea con una propiedad atractiva del cuerpo central en virtud de la cual el planeta es constantemente desviado de la recta (fuerza atractiva de dirección central). Inercia y fuerza centrípeta eran, pues, los elementos adecuados para

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resolver el problema planetario, y no gravedad y fuerza centrífuga consideradas en equilibrio (epígrafe 4.7).

Será Newton, y no Hooke, quien ponga de manifiesto toda la extraordi­naria fecundidad de estas dos últimas nociones al ser capaz de deducir de ellas el comportamiento de los cuerpos celestes regido por las leyes de Kepler. Pero tal cosa ocurrirá en la década de los ochenta. Veinte años antes, Newton se desenvolvía en el marco de la descripción cartesiana y, por tanto, en el de la teoría de los vórtices. Esto quiere decir que aceptaba la teoría de la gravedad basada en un éter mecánico y también que esa presión etérea hacia el centro era la responsable igualmente de la neutralización del esfuerzo de un cuerpo por apartarse del centro. Inercia rectilínea, gravedad (en el sentido cartesiano) y fuerza centrífuga constituyeron, por tanto, el punto de partida de sus inves­tigaciones.

Entre 1665 y 1666 Newton alcanzó un importante resultado al lograr cuantificar la fuerza centrífuga con independencia de Huygens y antes de que éste diera a conocer su hallazgo (de hecho Huygens había escrito en 1659 una obra sobre el tema, De Vi centrifuga, que no publicó en vida). Siguiendo un camino distinto al del holandés, llegó igualmente a la expresión: F = mv2lr (véase Westfall, 1980: 207 y 208). Ésta mediría, según dice el propio Newton, la presión o empuje que ejercería un globo en rotación uniforme dentro de una esfera sobre la superficie de dicha esfera, de modo que para calcular la fuerza centrífuga se sirvió de la fuerza de movimiento cartesiana (F - mv).

A partir de aquí tuvo la buena idea de combinar la mencionada ley de la fuerza centrífuga con la tercera ley de Kepler, lo cual le permitió establecer algo fundamental: suponiendo que los planetas recorran una órbita circular en vez de elíptica, las fuerzas centrífugas generadas por ellos variarán como el cuadrado de sus radios o, lo que es lo mismo, como el cuadrado de sus distancias a l Sol. Es importante subrayar que lo que así decrece con el cuadrado de la distancia es un tipo de fuerza, la centrífuga, que hacia 1682 no concederá realidad física; pero eso sucederá cuando haya sustituido la pareja de términos gravedad-fuer­za centrifuga por la de inercia-fuerza centrípeta.

Las aportaciones a la cuestión planetaria a lo largp de 1666 no acaban aquí. Siempre suponiendo que los movimientos planetarios fueran circulares y resul­tado de un estado de equilibrio entre fuerza centrífuga y gravedad tomadas como opuestas, consideró la posibilidad de comparar la aceleración produci­da por la fuerza centrífuga en la Luna (inversamente proporcional al cuadra­do de la distancia a la Tierra, expresada ésta en unidades de radios terrestres) con la aceleración de la gravedad en la superficie de nuestro planeta. Lo que

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Newton quería saber era si podía hablarse en la Luna de una aceleración de la gravedad cosa que permitiría extender la acción de la gravedad terrestre al menos hasta el satélite de la Tierra. Pese a que la hipótesis era correcta, el cál­culo no dio el resultado previsto, probablemente como consecuencia del error existente en aquel momento en el valor del radio de la Tierra y también por desconocer entonces que la distancia debía medirse desde los centros (la for­mulación del teorema de los centros de gravedad es posterior). Abandonó pues esa hipótesis para no retomarla sino años después.

De todos modos, aun cuando la medición de la aceleración de la gravedad en la Luna hubiera resultado coincidente con la de la Tierra, es imposible saber si Newton hubiera sustituido la explicación cartesiana de la gravedad (limita­da a los fenómenos terrestres) por la de un vínculo que liga no sólo a los cuer­pos terrestres con la Tierra, sino a ésta con la Luna y, en general, a todos los cuerpos entre sí. Lo único claro es que hay que esperar a la década de los ochen­ta para encontrar la noción de atracción gravitatoria entendida como una fuer­za centrípeta o de dirección central que obliga a los planetas a caer hacia el Sol con igual aceleración que la de la gravedad terrestre (s¡ no se precipitan sobre el cuerpo central será debido a que contrarresta la tendencia de los planetas a salirse por la tangente en virtud de su inercia).

Durante unos quince años Newton se desentendió del problema planeta­rio. Según se ha visto (epígrafe 5.2), otros temas acapararon su atención, tales como las matemáticas, la naturaleza de la luz, las profecías del Antiguo Testa­mento o los experimentos alquímicos. Cuando volvió a ocuparse de dicho pro­blema, el joven veinteañero se había convertido en un hombre maduro que en 1682 cumplía 40 años, iniciando entonces la década más fecunda de su vida. En efecto, es a lo largo de la etapa siguiente cuando redacta y publica los tres Libros de los Principia, completando así una de las grandes obras del pensa­miento científico de todos los tiempos.

Conforme a lo que se ha comentado ya repetidamente, la ocasión para retomar la cuestión planetaria se la proporcionó Hooke en 1679, al dirigirse a él solicitando su punto de vista sobre una novedosa hipótesis consistente en considerar el movimiento orbital de los planetas como compuesto por un movi­miento inercial en la dirección de la tangente y un movimiento acelerado diri­gido hacia el centro de la correspondiente órbita. En tal hipótesis, gravedad y fuerza centrífuga no eran los elementos dinámicos relevantes.

Esta sugerencia de Hooke se sumaba a los logros obtenidos por el propio Newton trece años antes en relación con ese tema. Además de hallar la fórmula de la fuerza centrífuga con independencia de Huygens a partir de la tercera ley

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de Kepler, había establecido que esta fuerza de alejamiento del centro, que se genera en los desplazamientos circulares, era inversamente proporcional al cua­drado de la distancia al centro de la correspondiente órbita. Incluso había con­siderado la posibilidad de extender la acción de la gravedad terrestre a la Luna (¿quizá tras la observación de la caída de una manzana en el jardín de su casa?). Pero, hasta entonces, Newton se había desenvuelto dentro del esquema carte­siano básico de un equilibrio entre la presión hacia el centro de la materia eté­rea que rodea a los planetas y el esfuerzo de alejamiento de éstos orientado en la dirección contraria.

Pese a la escasa predisposición de Newton a conceder el menor mérito a Hooke, su eterno adversario, apenas puede ponerse en duda el papel que éste jugó en la sustitución de la fuerza centrífuga por la fuerza centrípeta (bautiza­da así por Newton debido a que era contraria a la de Huygens). Como se verá en las páginas que siguen, sin dicha sustitución hubiera sido imposible el trán­sito hacia la noción de atracción gravitatoria universal, en virtud de la cual todos los cuerpos del universo interactúan unos con otros. Aun cuando el desarro­llo de la hipótesis hasta sus últimas consecuencias fue obra de Newton, el pis­toletazo de salida lo dio Hooke.

A principios de la década de los ochenta, Hooke, Wren, Halley y otros barajaban también la fórmula de la inversa del cuadrado de la distancia apli­cada a la fuerza planetaria. Pero lo que no se lograba hallar era la conexión entre esta ley de fuerza y la ley de las órbitas elípticas de Kepler. Éste fue el problema que llevó a Halley, en agosto de 1684, a emprender viaje desde Lon­dres a Cambridge para entrevistarse con Newton (epígrafe 5.1). Al plantearle la cuestión del tipo de órbita que resultaría matemáticamente de la aplicación sobre el planeta de una fuerza orientada hacia el Sol que decreciese con el cua­drado de la distancia, obtuvo una respuesta inmediata: la órbita será una elip­se. Sin embargo, la demostración de la relación entre trayectorias elípticas y fuerzas centrípetas fue remitida por Newton meses después en un opúsculo del que hizo diversas redacciones y que llevaba por título De Motu corporum (en realidad, la solución aportada por Newton no partía de la consideración de la fuerza para hallar la trayectoria, sino, a la inversa, comenzaba por la tra­yectoria elíptica y a partir de ella calculaba la fuerza).

A pesar de tratarse de un obrita de muy pocas páginas, en ella encontra­mos ya los elementos dinámicos principales de los que se va servir en los Prin­cipia para describir el movimiento no inercial de planetas, satélites y cometas. Abandonando definitivamente las explicaciones del movimiento curvilíneo basadas en fuerzas centrífugas, el De Motu se abre con la definición de la fuer­

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za centrípeta (aquí es donde aparece así denominada por vez primera), a la que se añade un fuerza inherente a los cuerpos que les hace perseverar en su movi­miento en línea recta. En virtud de la primera de ellas, los cuerpos se ven obli­gados a caer continuamente hacia el centro; debido a la segunda, oponen resis­tencia a ser apartados de la trayectoria tangencial inercial. De la combinación de ambas (esto es, de la fuerza centrípeta y de la fuerza de inercia) derivan los movimientos planetarios tal y como son descritos en las leyes de Kepler. A estas alturas Newton ha prescindido ya del éter cartesiano basando su estudio, por el contrario, en la ausencia de toda resistencia a los desplazamientos celestes derivada del medio. Aun cuando nada se diga aquí acerca del espacio, ello abre las puertas a la introducción de un espacio vacío absoluto que le aproximará a posiciones atomistas y le alejará cada vez más del tipo de mecanicismo defen­dido por el filósofo francés.

5.4. Pbilosopbiae Naturalis Principia Mathematica

El 5 de julio de 1687 aparecían los Principios Matemáticos de la Filosofía Natural obra denominada así con toda probabilidad por contraposición a Los Principios de la Filosofía de Descartes, carentes de toda justificación matemá­tica. Desde el Prefacio mismo a la primera edición, Newton advierte que su propósito fundamental en este tratado es “reducir los fenómenos naturales a leyes matemáticas” , cultivando así esta disciplina en su relación con la filoso­fía natural. En efecto, a lo que el filósofo natural aspira es a conocer la Natu­raleza, lo cual -en su opinión— no significa otra cosa sino hallar las fuerzas que operan y de las que resulta el conjunto de los movimientos terrestres y celes­tes. De este modo, el comportamiento de la Luna, de los planetas y cometas, de las mareas, de los graves y, en general, de cuanto ocurre en el cielo y en la Tierra puede ser establecido con total precisión. Puesto que la mecánica es el estudio de los movimientos (movimientos violentos en la tradición aristotéli­ca), interesa cultivar esta rama del saber, pero no al modo de la mecánica prác­tica o artesanal (esto es, de las artes mecánicas) debido a que los artesanos sue­len operar con poca exactitud y rigor.

Según afirma en ese mismo Prefacio, lo que pretende construir es “la Cien­cia, propuesta y demostrada exactamente, de los movimientos que resultan de cualesquiera fuerzas y de las fuerzas que se requieren para cualesquiera movi­mientos” (Newton, 1987: 98). Denomina a esta ciencia general de las rela­ciones entre movimientos y fuerzas mecánica racional o teórica para distin­

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guirla de la artesanal. Aquí no es cuestión de cultivar las potencias que ponen en juego las artes manuales para conseguir sus objetivos prácticos, sino de aten­der exclusivamente a las potencias naturales, esto es, a las que la propia Natu­raleza emplea en sus operaciones. Por eso entiende que se halla ante una tarea de carácter filosófico que proporcionará inteligibilidad sobre la estructura glo­bal del mundo, tanto a escala planetaria como local.

Ahora bien, en la medida en que se trata de proceder mediante demostra­ciones precisas, ello exige no disociar matemática y filosofía natural como de hecho hizo Descartes. De ahí el título de la obra de Newton: Principios Mate~ máticos de la Filosofía N atural Sin embargo, la matemática a la que se refiere resulta ser sólo geometría. Muchos años antes de la redacción de los Principia, su autor había creado el método de fluxiones o de diferenciales, a pesar de lo cual no hizo ningún uso de él en la mencionada obra. Ésta fue escrita en for­ma geométrica y no analítica, de modo que la versión de diferenciales e inte­grales con que se conoce actualmente fue introducida en mecánica por otros autores con posterioridad. Lo que sí encontramos es un procedimiento de apro­ximación de las propiedades de una figura a las de otra mediante operaciones realizables hasta el infinito, de modo que en el límite ambas figuras se con­funden. Así, por ejemplo, la multiplicación indefinida de lados de un polígo­no permite considerarlo un círculo por paso al límite, lo cual resultará extre­madamente útil para demostrar el resultado de la acción de una fuerza centrípeta sobre un cuerpo.

En resumen, los Principios Matemáticos de ¡a Filosofía Natural se presentan como un tratado de mecánica en el que se establecen demostrativamente los movimientos de los cuerpos en sus relaciones generales con las fuerzas que los producen. La obra está dividida en tres partes o libros. El Libro Ise ocupa del movimiento de los cuerpos en el vacío, esto es, en un medio carente de toda resistencia. En él jugará un importante papel la noción de fuerza centrí­peta, a partir de la cual se fundamentan dinámicamente las tres leyes de Kepier. El Libro II, en cambio, estudia el movimiento de los cuerpos en medios resis­tentes (fluidos). Constituye de hecho una implacable crítica a la teoría carte­siana de los vórtices. Por último, el Libro III ofrece la constitución del sistema del mundo como consecuencia de la aplicación de la mecánica racional (en la que movimientos y fuerzas se analizan matemáticamente y en abstracto) a la mecánica celeste. Es decir, los resultados de los libros anteriores, en especial del Libro I, se emplearán para conocer y predecir con exactitud los principa­les fenómenos celestes y terrestres, quedando finalmente instituida la famosa teoría de la gravitación universal. Cuando esto suceda, el mundo aparecerá

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como una elegante estructura ordenada en la que nada, ni en los cielos ni en el mar, escapará a la acción de esa fuerza gravitatoria que opera por doquier según una ley inexorable desvelada por Newton.

Es posible, por tanto, un conocimiento racional del universo a partir de principios mecánicos. Después de todo, la Naturaleza es una de las formas de revelación divina en las que podemos encontrar las huellas del Creador. Dios hace a los hombre partícipes de su sabiduría al permitirles desvelar parcial­mente el secreto que las cosas ocultan y aproximarse, así, a la posesión de la verdad. Pero las explicaciones mecánicas tienen sus límites. Al menos eso es lo que Newton manifiesta en un divulgado Escolio General que añadió a la segun­da edición de los Principia. Movimientos regulares como los que observamos en el sistema planetario “no tienen un origen debido a causas mecánicas” ; por el contrario, “tan elegante combinación de Sol, planetas y cometas sólo pue­de tener origen en la inteligencia y poder de un ente inteligente y poderoso” que gobierna el mundo como Señor de todas las cosas. Así, “toda la variedad de cosas, establecidas según los lugares y los tiempos, solamente pudo origi­narse de las ideas y voluntad de un ente necesariamente existente” (Newton, 1987: 782 y 785).

Con estas teológicas reflexiones Newton pone fin a su gigantesca obra sobre filosofía natural. En este Escolio General, y sólo en él, se permite expresar estas opiniones extracientíficas que no menciona a lo largo de las páginas anterio­res y que, por otro lado, tan bien conectan con sus preocupaciones e intereses alquímicos o bíblicos, a los que se ha hecho alusión en el epígrafe 5-2.

Es momento de regresar a las páginas iniciales de los Principia a fin de exponer, en líneas generales, cómo se desarrolla la mecánica racional y su apli­cación a la mecánica celeste; o dicho en otros términos, cómo se llega desde la noción de fuerza centrípeta a la de gravitación universal. Para ello conven­drá tener en cuenta sobre todo los libros I y III. Pero antes es preciso detener­se en dos apartados de la obra, que preceden al Libro I, en los que Newton introduce importantes definiciones de términos básicos en filosofía natural y, a continuación, enuncia sus tres famosas leyes del movimiento.

5.4.1. Definiciones y leyes del movimiento

Según se acaba de indicar, los Principia pretendían convertirse en “la Cien­cia, propuesta y demostrada exactamente, de los movimientos que resultan de cualesquiera fuerzas y de las fuerzas que se requieren para cualesquiera movi­

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mientos” (Newton, 1987: 98). Aplicado esto a la cuestión planetaria, supone investigar las fuerzas responsables de los movimientos de planetas, satélites y cometas, una vez que se ha abandonado toda tentación de acudir a la teoría de los movimientos naturales circulares propios de la filosofía natural tradi­cional. En general, a lo largo del siglo XVII son muchos los autores que se incli­naron por centrar el análisis en las fuerzas centrífugas, lo cual supone atender al esfuerzo que todo cuerpo realiza por apartarse del centro cuando se desplaza en círcub. Newton, sin embargo, propone un radical cambio de perspectiva (de conformidad con la sugerencia hecha por Hooke). Lo importante no es la ten­dencia centrífuga que el propio cuerpo genera en ciertas circunstancias, sino la acción que sobre él se ejerce desde el exterior obligándole a apartarse de b recta.

Así, la explicación de los movimientos celestes, y también terrestres, pasa por una teoría de fuerzas en la que se desvele qué invisible potencia actúa sobre los cuerpos del cielo y de la Tierra impidiéndoles permanecer en su estado, ya sea de reposo o de movimiento uniforme y rectilíneo. Desde la segunda página de la obra, Newton denomina en general fuerza impresa (vis impressa) a esa acción extrínseca capaz de modificar el estado inercial de un cuerpo. A continuación añade que las fuerzas impresas pueden originarse de diversas maneras: por cho­que, por presión o por la fuerza centrípeta (Definición IV). Ello quiere decir que la fuerza centrípeta es un caso particular de la fuerza impresa, pero un caso espe­cialmente relevante, tal como quedará de manifiesto a lo largo de la obra.

En la Definición V se afirma que la fuerza centrípeta es aquella que hace tender a los cuerpos hacia un punto central, bien porque los arrastre, bien por­que los empuje, o por cualquier otra razón. Aquí no se especifica el mecanis­mo responsable de esta acción; pero lo que sí se indica con claridad es que se opone al esfuerzo centrífugo de los cuerpos que giran, evitando que se apar­ten del centro. En concreto, una fuerza centrípeta es la responsable del man­tenimiento de los planetas en sus órbitas, y también de la caída sobre la super­ficie terrestre de un proyectil, ya que, de no actuar aquélla, astros y proyectiles avanzarían indefinidamente con movimiento uniforme en línea recta. Esto implica, y así lo dice de modo explícito, que tanto la gravedad como la fuer­za que aparta en todo momento a los planetas del movimiento rectilíneo son fuerzas centrípetas. Tras un largo camino, que se recorre a lo largo de las pági­nas de los Principia, se producirá algo inesperado: la fuerza planetaria y la gra­vedad se identifican. La noción de fuerza centrípeta conducirá de este modo a la de gravitación universal, permitiendo obtener un resultado que jamás hubie­ra sido posible si hubiera continuado aferrado a la más intuitiva fuerza cen­trífuga, tal como hicieron la mayoría de sus predecesores.

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A consecuencia de la actuación de las fuerzas impresas, siempre de origen extrínseco al cuerpo sobre el que se ejercen, éste se ve obligado a modificar su estado de reposo o de movimiento uniforme y rectilíneo. En cambio, en ausen­cia de dichas fuerzas, el cuerpo persevera por sí mismo en dicho estado. New­ton atribuye la causa de esa perseverancia a lo que en la Definición III deno­mina juerza de inercia, y que considera inherente a la propia materia (vis insita o vis inertiae). El empleo aquí del término Juerza introduce confusión, ya que propiamente no es tal. En efecto, en vez de producir la modificación del esta­do inercia! de los cuerpos, su efecto es justamente el contrario: por un lado garantiza la conservación de ese estado, pero por ello mismo se opone a la acción de cualquier fuerza impresa que trate de alterarlo. En el mejor de los casos sería una fuerza de resistencia que, aunque sólo se ejerce con ocasión de la actuación de un fuerza impresa, es intrínseca al cuerpo mismo. Newton afir­ma que es proporcional a la cantidad de materia y que no se diferencia sino en el modo de concebirla de otra noción introducida por él: la inercia de la masa (o masa ¡nercial).

En el fondo, es posible prescindir de la noción de fuerza de inercia para retener únicamente la de masa inercial, en la medida en que ambos conceptos juegan el mismo papel. A Newton cabe el mérito de haber diferenciado algo que en la época se consideraba inseparable: la cantidad de materia y el peso, asociando, en cambio, dicha cantidad de materia a la masa (Definición I). Peso y masa son proporcionales, pero no son lo mismo (entre otras cosas porque una es constante, mientras que el otro varía con la distancia a la Tierra). La masa se identifica con la cantidad de materia propia de cada cuerpo, en vir­tud de la cual éste tiene la capacidad de oponerse a los cambios de estado, ejer­ciendo así una resistencia a iniciar un movimiento si está en reposo, a finali­zarlo si está en movimiento o simplemente a modificar la velocidad y la dirección del movimiento ya iniciado. Esto pone de manifiesto que no se trata de la iner­cia en el sentido de Kepler, puesto que los cuerpos, abandonados a sí mismos, no se limitarán a permanecer en reposo, sino que perseverarán también en un estado de movimiento ¡nercial equivalente al de reposo.

El nuevo sentido de la noción de inercia (ya se trate de fuerza de inercia o de masa inercial) implica que la mera conservación del movimiento no supo­ne la actuación de una fuerza impresa (en contra de Aristóteles y de Kepler). Muy al contrario, si dicha fuerza se ejerce sobre un cuerpo, éste deja de con­servar su movimiento, produciéndose un cambio (concretamente, se modifi­ca la velocidad y, en consecuencia, la cantidad de movimiento, ambas enten­didas como magnitudes vectoriales). La actuación, por tanto, de una fuerza

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constante no produce un movimiento constante, sino una constante modifi­cación del módulo de la velocidad o de la dirección del movimiento. La fuer­za de inercia, en definitiva, garantiza la conservación del estado inercial, mien­tras que la fuerza impresa es la responsable de su alteración.

El planteamiento de Newton coincide con el de Descartes en lo referente a la tendencia de la materia a conservar su estado de reposo o de movimiento uniforme y rectilíneo (primera y tercera ley de los movimientos de El Mundo o el Tratado de ¡a Luz de Descartes). Pero la radical geometrización de los cuer­pos llevada a cabo por el filósofo francés no le había permitido reconocer una propiedad tan fundamental como la masa inercial, irreductible a la extensión. A su vez, ello le impidió establecer correctamente otra magnitud, la cantidad de movimiento y, por tanto, las reglas que rigen los intercambios de dicha mag­nitud en las colisiones (no sólo fracasó por esta razón, sino también por no tomar en consideración la naturaleza vectorial del movimiento, que quedó adecuadamente establecida gracias a los trabajos independientes de Wren, Wallis y Huygens, promovidos por la Royal Society).

En la Definición II, Newton afirma que la cantidad de movimiento se obtiene a partir del producto de la masa por la velocidad, siendo proporcio­nal a una y a otra. Este producto (que hoy solemos denominar momentum o momento) da cuenta de la clase de fuerza más extendida en la época de New­ton, a saber, aquella que un cuerpo ejerce sobre otro cuando choca con él. Se trata de la fuerza de impulso que se transmite por contacto y de modo instan­táneo entre dos cuerpos cualesquiera, sobre la cual Descartes construyó toda su física.

Resumiendo, podemos decir que, en virtud de la mal llamada fuerza de inercia, todo cuerpo tiende a conservar su estado de reposo o de movimiento uniforme y rectilíneo en el que se halla, oponiendo resistencia a la acción de cualquier clase de fuerza que se imprima sobre él desde el exterior. Esa noción sólo se distingue conceptualmente de la más familiar inercia de la masa o masa inercial proporcional a la cantidad de materia. Por el contrario, la actuación de las fuerzas impresas (que son las fuerzas propiamente dichas) produce la modificación del estado debido a que altera el módulo de la velocidad, la direc­ción o ambas cosas. Puesto que la masa permanece constante, al producirse un cambio en la velocidad, también tiene lugar un cambio en la cantidad de movimiento. Luego la medida de las fuerzas puede establecerse, bien por la velocidad, bien por la cantidad de movimiento que son capaces de generar en un tiempo dado. Newton denomina cantidadaceleratriz a la medida de la fuer­za atendiendo al aumento de la velocidad de un movimiento; en cambio, 11a­

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ma cantidad motriz a la medida de la fuerza en función de la producción de cantidad de movimiento que resulta. A mayor fuerza, mayor velocidad o mayor cantidad de movimiento, de modo que hay una relación de proporcionalidad entre la causa y el efecto.

Tras estas definiciones de masa, fuerza de inercia, fuerza impresa, fuerza centrípeta, etc., Newton escribe un famoso “Escolio a la Definición VIH"en el que se refiere al espacio absoluto, al tiempo absoluto y al movimiento absolu­to, oponiéndolos a los meramente relativos. Se abordará este tema en el capí­tulo 6 . De momento es preferible enlazar las anteriores definiciones con el apartado siguiente en la obra de Newton, que lleva por título “Axiomas o Leyes del movimiento". En él se formulan sus conocidas tres leyes: la ley de inercia, la ley de la fuerza y la ley de la acción y la reacción. Es interesante constatar que dichas leyes son presentadas por Newton como axiomas, esto es, en cuan­to proposiciones primitivas que no pueden reducirse a otras. De hecho, tam­poco se infieren de la experiencia, de lo que resulta que no se obtienen ni deductiva ni inductivamente. Más bien, enuncian en forma de ley lo que ya está contenido en las definiciones de fuerza, movimiento inercia!, etc., debi­do a lo cual algunos autores han pensado que al menos la primera y la segun­da son puras tautologías. En todo caso, de estos axiomas deben deducirse otras proposiciones que han de poder ser sometidas a contrastación empírica, de modo que, en definitiva, la experiencia es la que tiene la última palabra.

El enunciado de las tres leyes es el siguiente:

Primera ley: “Todo cuerpo persevera en su estado de reposo o de movi­miento uniforme y rectilíneo a no ser en tanto que sea obligado por fuerzas impresas a cambiar su estado” (Newton, 1987: 135).

Segunda ley: “El cambio de movimiento [de cantidad de movimiento] es proporcional a la fuerza motriz impresa y ocurre según la línea recta a lo lar­go de la cual aquella fuerza se imprime” (Newton, 1987: 136).

Tercera ley: “Con toda acción ocurre siempre una reacción igual y contra­ria: O sea, las acciones mutuas de dos cuerpos siempre son iguales y dirigidas en direcciones opuestas” (Newton, 1987: 136).

La primera no es sino la ley de inercia expresada en los términos que son fami­liares a todos. Recoge en una sola dos leyes cartesianas, a saber, la de la conserva­ción del estado y la de la conservación de la dirección en línea recta (primera y

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tercera de El Mundo o primera y segunda de Los Principios de la Filosofld). Pero Newton introduce alguna importante modificación. En primer lugar, según se ha visto, la tendencia de los cuerpos a perseverar en su estado ¡nercial es propor­cional no al volumen espacial de los mismos, sino a la masa inercial. En segundo lugar, Newton atribuye la causa de la modificación del estado a cualquier tipo de fuerza que se imprima sobre un cuerpo, ya sea por choque, por presión o por atracción hacia un centro. En cambio, el filósofo francés restringía esa causa al choque, lo cual implicaba que sólo eran admisibles fuerzas de impulso que ope­ran por contacto, y de ningún modo fuerzas de atracción a distancia.

Una vez establecida la tendencia de los cuerpos a conservar su estado en función de su masa inercial, así como la necesidad de una fuerza impresa para alterarlo, procede plantear en qué proporción están esa fuerza impresa (causa) y la consiguiente alteración del estado (efecto). Ello ha de permitir cuantificar una noción hasta ahora puramente cualitativa como la de masa y establecer ciertas relaciones invariantes entre fuerza, masa, velocidad o aceleración. Éste es el contenido de la segunda ley.

Según la ley de la fuerza, tal como fue formulada por Newton, el cambio de cantidad de movimiento es proporcional a la fuerza motriz. O sea, el efec­to es proporcional a la causa, lo cual deriva del modo como ha sido definida la propia fuerza motriz. Tras este enunciado aparentemente trivial se esconde, sin embargo, algo importante. En él no se hace la menor referencia al tiempo durante el cual se ejerce la acción de la fuerza impresa. Parece pues que se tra­ta de una acción instantánea. Ahora bien, la fuerza instantánea es la de impul­so, esto es, la que tiene lugar cuando un objeto colisiona con otro y modifica así de golpe su cantidad de movimiento. Luego, en principio, Newton se esta­ría refiriendo a la noción cartesiana de fuerza, que, por otro lado, es la más usual entre los autores del siglo XVII. Podría simbolizarse así: F - A(mv) (I).

Sin embargo, esto no es suficiente. Newton precisa referirse a la acción continua de la fuerza, ya que, por ejemplo, la constante variación de la direc­ción del movimiento de los planetas exige la actuación de una fuerza asimis­mo constante (centrípeta). Hay que hablar, por tanto, del cambio continuo de la cantidad de movimiento, lo cual exige tomar en consideración el tiempo de actuación de la fuerza. En esta ocasión, la expresión de la medida de la fiierza sería la siguiente: F • A t= A (mv). O también: F - m • Av/At. A su vez, si con­sideramos que el límite de la relación AvIAt no es sino la aceleración instan­tánea, se obtiene la expresión más conocida de la ley de la fuerza, que no se debe al propio Newton: la fuerza se mide por el producto de la masa por la aceleración, o sea, F = ma (2).

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Al pasar de la fórmula (1) a la (2) se accede desde una fuerza instantánea de impulso o impacto que produce incrementos discretos de cantidad de movi­miento (o de velocidad, ya que la masa permanece constante) a una fuerza con­tinua de la que resulta una aceleración constante. Newton realiza la transición de la primera a la segunda haciendo que los impactos se sucedan unos a otros durante intervalos de tiempo cada vez más cortos que, en el límite, tienden a cero. Como se verá en el epígrafe siguiente, este método de límites mediante el que transformará fuerzas de impulso discontinuas en fuerzas continuas de dirección central, jugará un importante papel en la fundamentación dinámi­ca de la ley de las áreas de Kepler y en el establecimiento de una fuerza de atrac­ción centrípeta.

De ello se deduce algo ya mencionado líneas atrás. A diferencia de Descar­tes, Newton admite que las fuerzas impresas que modifican el estado inercial de los cuerpos pueden ser de contacto instantáneo, de contacto continuo o a dis­tancia. Sin embargo, en principio, la segunda ley se refiere a las fuerzas de impul­so instantáneas proporcionales al incremento de la cantidad de movimiento que producen (lo que tal vez es consecuencia de la formación ¡nicialmente cartesia­na de Newton). Sólo mediante el procedimiento del paso al límite, los incre­mentos de tiempo se hacen indefinidamente menores y la sucesión discreta de impulsos llega a constituir una acción continua. Es entonces cuando puede hablarse de la acción de una fuerza constante proporcional a la tasa de variación de la cantidad de movimiento o a la aceleración (con respecto a este tema pue­den consultarse: Cohén, 1983: 192-202 y Barthélémy, 1992:77-89).

En uno y otro caso la masa representa la constante de proporcionalidad de la fuerza de impulso con respecto a la variación de la cantidad de movimien­to, o bien de la fuerza continua con respecto a la aceleración. Pero en ambos supuestos se trata de la masa inercial, esto es, de la propiedad de los cuerpos de oponerse al cambio de estado. La noción de masa gravitatoria aparecerá con posterioridad a la formulación de las leyes del movimiento, ya que requiere haber introducido la fuerza de gravitación universal.

Por último, la tercera ley establece algo sorprendente: a toda acción de una fuerza se opone otra igual que obra en sentido contrario. Así, por ejemplo, si se presiona una piedra con el dedo, éste a su vez es presionado por la piedra; si un caballo arrastra una piedra atada con una cuerda, la piedra arrastra al caballo; etc. En general, todo cuerpo sujeto a la acción de otro ejerce sobre él una fuerza opuesta de idéntica magnitud.

Si nos atenemos a la fuerza de impulso, esto es, a la medida de la fuerza por la variación de la cantidad de movimiento, podemos encontrar los ante-

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cedences de esta ley newtoniana en la segunda ley de Descartes (segunda de El Mundo y tercera de Los Principios de la Filosofía). En efecto, en ella se estable­cía que, al producirse el choque entre dos cuerpos, uno de ellos sólo puede ganar el movimiento que el otro pierde y viceversa, de modo que siempre la alteración de su estado es mutua. Pero Newton no se limita a la fuerza ins­tantánea, sino que aplica la ley igualmente a la fuerza continua. Esto tiene el importante resultado de facilitar la transición de la fuerza centrípeta, continua y recíproca, a la fuerza de atracción.

5.4.2. Mécanica racional (Libro I). De la fuerza centrípeta a la atracción

Tras las “Definiciones” y las “Leyes del movimiento”, Newton da paso a los tres libros que componen los Principia. El objetivo último es explicar los principales fenómenos celestes y terrestres del modo como es propio a la filo­sofía natural, esto es, matemáticamente. Ello a su vez supone construir una ciencia demostrativa de los movimientos en la que se ponga de manifiesto su relación con las fuerzas que los producen. Sólo así se llegará a conocer el modo como operan las potencias naturales o, lo que es lo mismo, la manera como actúa la Naturaleza. Newton desarrolla su programa en dos grandes etapas a las que pueden denominarse respectivamente mecánica racional (Libro 1) y mecánica celeste (Libro III).

La mecánica racional es el estudio puramente matemático de las relacio­nes entre movimientos y fuerzas. En concreto, se analiza la acción constante de fuerzas centrípetas sobre cuerpos considerados en abstracto, esto es, toma­dos únicamente como masas puntuales o puntos-masa y prescindiendo de su tamaño o de su figura. Por su parte, las fuerzas centrípetas se orientan hacia un centro geométrico fijo que no se identifica con el Sol ni con ningún otro astro. Es decir, en esta primera etapa no se trata del comportamiento de los cuerpos celestes que de hecho constituyen nuestro sistema solar, sino del papel de las fuerzas centrípetas en la desviación del movimiento uniforme y rectilí­neo de cualquier móvil. A ello se dedica el Libro I.

Posteriormente se aplicarán los resultados obtenidos con masas puntuales a planetas, satélites y cometas, lo cual permitirá pasar de la mecánica racional a la mecánica celeste. Esto sucede en el Libro III, permitiendo así la transición de la matemática a la física. Entre uno y otro Newton intercala el Libro II, el cual se ocupa del movimiento de los cuerpos en medios que oponen resisten­cia, tal como es el caso de los fluidos. La conclusión es clara: en contra de lo

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