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EL CONVENIO ARBITRAL CONFERENCIA Pronunciada en la Academia M atritense del Notariado EL DÍA 13 DE FEBRERO DE 2003 POR BERNARDO MARÍA CREMADES SANZ-PASTOR Abogado del Ilustre Colegio de Madrid

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EL CONVENIO ARBITRAL

CONFERENCIAP r o n u n c i a d a e n l a A c a d e m i a

M a t r i t e n s e d e l N o t a r i a d o

EL DÍA 13 DE FEBRERO DE 2003

POR

BERNARDO MARÍA CREMADES SANZ-PASTORAbogado del Ilustre Colegio

de Madrid

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SUMARIO

I. INTRODUCCIÓN

II. EL CONVENIO ARBITRAL, PIEDRA ANGULAR DEL MODERNO DERE­CHO DE ARBITRAJE

III. EL CONVENIO ARBITRAL, VERDADERO CONTRATO

IV. EL CONTENIDO FACULTATIVO DEL CONVENIO ARBITRAL

A) L e y a p l i c a b l e b i e n a l f o n d o d e l a s u n t o o a l p r o p i o p r o c e d i m i e n t o

B) El l u g a r d e l a r b i t r a j e

C) L e n g u a d e l a r b i t r a j e

D ) D e c i s i ó n a r b i t r a l e n d e r e c h o o e n e q u i d a d

E ) A r b i t r a j e a d h o c o i n s t i t u c i o n a l

F) L a d e s i g n a c i ó n d e á r b i t r o s

G) L a c o n v e n i e n c i a d e a d o p t a r u n a c l á u s u l a t i p o d e a r b i t r a j e

H) El o r d e n p ú b l i c o , l í m i t e d e l a a u t o n o m í a d e l a v o l u n t a d

V. EFECTOS DEL CONVENIO ARBITRAL

A) E f e c t o s p o s i t i v o s d e l c o n v e n i o a r b i t r a l

B) E f e c t o s n e g a t i v o s d e l c o n v e n i o a r b i t r a l

C) P a t o l o g í a d e l c o n v e n i o a r b i t r a l

D ) M e d i d a s c a u t e l a r e s

VI. EL CONVENIO ARBITRAL EN UNA ECONOMÍA GLOBALIZADA

A) A m o d o d e c o n c l u s i ó n

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I

INTRODUCCIÓN

Comienza la vigente Ley de arbitraje n.° 36/1988, de 5 de diciembre, en su artículo primero diciendo que «mediante el arbitraje las personas natu­rales o jurídicas pueden someter, previo convenio, a la decisión de uno o varios árbitros, las cuestiones litigiosas surgidas o que puedan surgir en materia de su libre disposición conforme a derecho». Quiere resaltar, pues, desde el principio que los elementos claves del arbitraje son el convenio, el sometimiento por dicho convenio a la decisión de uno o varios árbitros de cuestiones litigiosas surgidas o que puedan surgir y la libre disponibili­dad de dichas materias conforme a derecho.

El arbitraje nace como genuina manifestación de la autonomía de la voluntad y siempre dentro de los límites propios de su ejercicio estableci­dos por el ordenamiento jurídico.

Es fácil perseguir en la historia del derecho la evolución del arbitraje, pero tengo la fírme convicción de que ello nos lleva a un ejercicio intelec­tual de difícil utilidad práctica a la hora de analizar el arbitraje en su actual conformación y desarrollo. Es más, la gran característica del momento actual del arbitraje en España consiste precisamente en la ruptura que la vigente ley de arbitraje de 1988 supuso con el derecho histórico tradicio­nalmente diferenciador de la cláusula y el compromiso arbitrales. La con­figuración del convenio arbitral como punto único de partida en el arbitra­je es de reciente configuración en nuestro ordenamiento jurídico.

El moderno derecho arbitral en España arranca, sin lugar a dudas, de la ratificación de los tratados en materia de arbitraje comercial internacional cuyo texto, de acuerdo con el mandato constitucional formó parte del orde­namiento interno español, una vez publicado oficialmente en el Boletín Oficial del Estado (artículo 96 de la Constitución). Ya sé que esta afirmación

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resulta altamente polémica y más en el foro en el cual la estoy pronuncian­do, la Academia Matritense del Notariado.

La Gaceta de 15 de enero de 1930 publicaba el instrumento de ratifi­cación del convenio de Ginebra sobre reconocimiento y ejecución de sen­tencias arbitrales de 26 de septiembre de 1927, que en su día fue objeto de consideración jurisprudencial y doctrinal. Sin embargo, fue a partir de la publicación en el Boletín Oficial del Estado de 4 de octubre de 1975 del convenio europeo sobre arbitraje comercial internacional, hecho en Ginebra el 21 de abril de 1961, cuando con toda propiedad se puede decir que arranca en España el actual y moderno derecho de arbitraje. Después en los Boletines Oficiales del Estado de 9 y 11 de julio de 1977 se publi­ca igualmente el instrumento de ratificación del convenio sobre el reco­nocimiento y ejecución de las sentencias arbitrales extranjeras, hecho en N ueva York el 10 de junio de 1958. Posteriorm ente y después de enormes reticencias políticas y diplomáticas, España se incorporó al convenio de W ashington de 1965 (BOE del 13 de septiembre de 1994), accediendo al modernísimo sistema de arbitraje interestatal en materia de inversiones del Banco M undial. Nuestro ordenamiento jurídico abandonaba las tesis propias del sistem a de autarquía e incorporaba nuestra autonomía con­tractual a la apertura que nuestra democracia iba a realizar a la coopera­ción e integración internacional. Lejos quedan ya las reticencias de nues­tros M inisterios de Asuntos Exteriores y de Justicia que en su momento vieron la ratificación de estos tratados como una pérdida de soberanía en el concierto internacional.

La jurisprudencia de nuestros jueces y tribunales ha sido modélica en este punto. Frente a las reticencias legislativas y sobre todo doctrinales de corrientes muy consolidadas en nuestros maestros del derecho, la jurispru­dencia española ha sabido hacerse eco de la osmosis que la economía y el derecho tienen como fenómeno natural. Es la consecuencia lógica de la aproximación a la realidad de nuestros juzgadores, que no tuvieron incon­veniente en aceptar el cambio que la realidad del tráfico mercantil interna­cional estaba imponiendo en la contratación de nuestros empresarios. Rompiendo una inercia de décadas, la Sala Primera del Tribunal Supremo dicta un auto el 11 de febrero de 1981, modificando diametralmente la línea jurisprudencial anterior de prácticamente denegar el exequátur a los laudos arbitrales extranjeros para su ejecución en España. La decisión comentada, tuvo el valor de enfrentarse a los tradicionales alegatos de la empresa espa­

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ñola que se oponía a la ejecución de laudos arbitrales extranjeros diciendo que la protección del empresario español por la negativa habitual a la eje­cución de los laudos extranjeros en España no podría encubrir «un des­precio inadmisible de los más elementales principios del tráfico jurídico internacional». En un régimen de libertad efectiva, el empresario que se somete a un arbitraje mercantil internacional debe estar y pasar por las consecuencias de la decisión del tercero o los terceros libremente elegidos como decidores de su contienda, sin que el juez español tenga por misión la de tutelar los intereses de la empresa española sino la de aplicar el dere­cho, también el derecho internacional y las manifestaciones contractuales de la autonomía de la voluntad en el tráfico mercantil internacional. Después de la mencionada decisión de nuestra Sala Primera del Tribunal Supremo, cambió la línea jurisprudencial de nuestro Alto Tribunal de forma radical en torno a la concesión de los exequátur de laudos arbitrales extranjeros en España. Pero también sirvió de norte en la decisión de ju e­ces y tribunales en el control de eventuales recursos frente a decisiones arbitrales, en las decisiones judiciales de apoyo al procedimiento arbitral e incluso en la adopción de medidas cautelares solicitadas por las partes en un procedimiento arbitral.

La ley de 1988 daba al traste con los fundamentos anacrónicos de la ley de 1953. La constitución vigente exigió cambios radicales en los postula­dos sobre los que se asentaba la organización política y jurídica de la España de 1953. Lejos quedaba ya el monopolio jurisdiccional del Estado y las trabas sin sentido al arbitraje en una España democrática. Sin ir más lejos, la legitimación del arbitraje institucional iba a vertebrar la médula del actual arbitraje en España.

La mejor doctrina jurídica española ha sido reticente a los cambios arbitrales. Bastaría recordar en este momento al inolvidable profesor Federico D e C a s t r o , quien publicara ya en su fase de madurez un verda­dero artículo soflama en torno a los peligros que las nuevas orientaciones de arbitraje parecían introducirse en la España de finales de la década de los setenta. Entendía el maestro D e C a s t r o al arbitraje como una fuga del derecho a favor de las empresas multinacionales y en perjuicio de los ver­daderamente débiles. Las predicciones del gran maestro no se han cum pli­do y hoy el arbitraje, tanto a nivel nacional como internacional, goza de muy buena salud. (El arbitraje y la nueva «lex mercatoria», Anuario de Derecho Civil, 1979, tomo XXXII, págs. 619 y ss.).

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En otro ámbito, la doctrina mercantilista deja todavía entrever sus fuer­tes recelos ante el arbitraje y muy especialmente ante el arbitraje societa­rio. Incluso después de claras y contundentes decisiones también de la Sala Primera del Tribunal Supremo y de resoluciones de la Dirección General de los Registros y del Notariado dando el total espaldarazo a la validez de las cláusulas de arbitraje en estatutos sociales inscritos en el registro m er­cantil, se siguen editando nuevas ediciones de los más famosos manuales de derecho mercantil cuestionando o en su caso cercenando el arbitraje societario.

El arbitraje moderno se ha introducido en nuestro ordenamiento juríd i­co en estas últimas décadas como algo verdaderamente distinto de lo que el arbitraje ha sido en nuestra historia del derecho incluso en su fase más reciente. Aparece como una alternativa de la autonomía de la voluntad a la solución de los litigios distinta de la solución judicial. Lejos quedan ya los tiempos de enfrentamiento entre jueces y magistrados con el mundo arbi­tral, a quien se veía como competencia desleal desde el sector privado. Hoy, jueces y magistrados están convencidos de que las llamadas fórmulas alternativas de solución de litigios, entre ellas el arbitraje, son manifesta­ciones de la autonomía de la voluntad como cualquier otro fenómeno con­tractual. No pretenden suplantar la función constitucional atribuida a los jueces de decidir y ejecutar sus decisiones. Con razón se ha dicho que los jueces y los árbitros han venido a ser verdaderos socios en la solución de los litigios. Cuando diferentes partes desean someter a arbitraje sus deci­siones, también quieren que su voluntad sea respetada por todos y garanti­zada por el poder judicial.

El moderno derecho del arbitraje surge, pues, en los últimos años con una füerza y vigor renovada. El convenio arbitral es la piedra angular de cual­quier arbitraje como resalta el artículo primero de la ley de arbitraje. ¡Qué lejos quedan las viejas polémicas doctrinales para encuadrar el arbitraje en uno u otro sector de la ciencia o del ordenamiento jurídico! El arbitraje no es ya una parte del derecho civil o del derecho procesal como pretendieron nuestros maestros en la facultad de derecho. Incluso los profesores de dere­cho internacional, sea público o privado, no han tenido inconveniente en revisar sus posturas clásicas al respecto. El arbitraje internacional ha crea­do una verdadera jurisprudencia y un conjunto de principios que permiten sin exagerar decir que el contenido del más moderno derecho internacional surge como consecuencia de tantas decisiones arbitrales que se están dic­

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tando hoy en día a lo ancho y a lo largo de la geografía mundial, sin que se sepa ni se pueda saber si son derecho civil, mercantil, procesal, derecho internacional público o privado. La internacionalización y, si se me perm i­te la utilización del término, la globalización de la economía ha obligado al jurista a responder con el conjunto de normas, jurisprudencia y doctrina que constituyen el moderno derecho arbitral.

II

EL CONVENIO ARBITRAL, PIEDRA ANGULAR DEL MODERNO DERECHO DE ARBITRAJE

Por el convenio arbitral, nos dice el artículo primero de la ley de arbitra­je «las personas naturales o jurídicas pueden someterse a la decisión de uno o varios árbitros las cuestiones litigiosas surgidas o que puedan surgir en materia de su libre disposición conforme a derecho». El convenio arbitral, ya lo veremos más adelante, «obliga a las partes a estar y pasar por lo esti­pulado» (artículo 11 de la ley de arbitraje). Es decir, el convenio arbitral tiene carácter vinculante para las partes en litigio. Ahí radica la gran dife­rencia con el derecho histórico español en materia de arbitraje, que diferen­ciaba la cláusula arbitral del compromiso. La cláusula arbitral era una obli­gación de comprometer llegando incluso la doctrina legal de nuestro Tribunal Supremo a decir que la cláusula arbitral no era suficiente base para excepcionar de arbitraje en un proceso que se hubiera iniciado en violación de lo convenido en dicha cláusula. La cláusula arbitral, la obligación de comprometer, exigía para vincular a las partes a la decisión de los árbitros una formalización voluntaria de carácter notarial o judicial del compromiso.

Es curioso ver cómo los países de origen hispánico han heredado esta diferenciación de nuestro derecho histórico que sólo ha sido superada por la introducción del convenio arbitral a través de los tratados internaciona­les en materia de arbitraje comercial internacional o por la adaptación de la legislación doméstica a semejanza de la línea seguida por la ley española de arbitraje de 1988. En esta superación de nuestro derecho histórico ha radicado la larga marcha jurisprudencial, legislativa y doctrinal en materia de arbitraje en los países de la comunidad hispánica.

El artículo 5 de la ley establece que el convenio arbitral deberá expre­sar la voluntad inequívoca de las partes de someter la solución de todas las

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cuestiones litigiosas o de algunas de estas cuestiones. Por ello, insiste en que el convenio ha de expresar igualmente la obligación de cumplir la deci­sión de los árbitros.

La ley de 1988 introdujo, igualmente, una gran novedad al permitir que se sometieran al convenio arbitral las cuestiones litigiosas surgidas o que puedan surgir. Nuestro derecho histórico entendía que sólo se podían someter al compromiso arbitral las disputas surgidas ya, prohibiendo como así lo hacía la ley de 1953 el arbitraje de controversias futuras. El com pro­miso arbitral pretendía trabar la litis y sólo respecto de controversias cono­cidas y determinadas. El espíritu latente en el convenio arbitral es bien dis­tinto, ya que se introduce en la vida contractual de las partes con vocación de futuro. Precisamente esa vocación de futuro es la que da estabilidad contractual, garantizando a las partes que en caso de controversia siempre habrá un tribunal arbitral que pueda dirimir de acuerdo con la voluntad de lo establecido en el contrato. Los contratos se firman en el optimismo de una negociación que parece ventajosa para ambas partes, pero hay que cumplirlos también en los momentos de dificultades en su fase que puede ser larga de ejecución. Las partes quieren que en el momento del conflicto no sea necesario discutir cómo se va a articular el procedimiento arbitral sino que prefieren delimitarlo de antemano.

El convenio arbitral puede, además, hacer relación a controversias sur­gidas o que puedan surgir de relaciones jurídicas determinadas, sean o no contractuales. Las partes pueden muy bien establecer en su convenio arbi­tral qué tipo de conflictos se van a someter a los árbitros, sea de naturale­za contractual o extracontractual. El convenio arbitral puede concertarse como cláusula incorporada a un contrato principal o por acuerdo indepen­diente del mismo. Ambas modalidades son muy frecuentes. Es muy im por­tante a la hora de redactar los diferentes contratos de una relación jurídica el que haya unidad e identidad de convenio arbitral para así evitar la pato­logía que supone la contradicción al respecto en distintos contratos o la diferenciación de procedimientos arbitrales para diferentes materias. Suele también ser normal que una relación jurídica cristalice en diferentes acuer­dos contractuales y que sólo uno de dichos contratos contenga un convenio arbitral; cuando dicho convenio arbitral se incluye como cláusula de un contrato marco es lógico que nadie dude de la eficacia global de dicho con­venio arbitral. Las dudas surgen cuando el convenio arbitral aparece en un contrato que se pueda calificar de marginal, como puede ser el caso de

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acuerdos iniciales en una relación contractual que cristalizan en un puro y simple acuerdo de confidencialidad en la negociación que llevará a la firma de un contrato ulterior.

A su vez también el convenio arbitral puede incluirse en un único docu­mento suscrito por las partes pero puede ser el resultado de un intercambio de cartas o de cualquier otro medio de comunicación. Lo importante es que haya un cruce de oferta y aceptación de arbitraje por las partes. Cuestión ésta que, como es lógico, el tribunal tendrá que verificar al comienzo de su actuación pues sólo existiendo convenio arbitral válido y vinculante cabe hablar de jurisdicción arbitral.

En algunos organismos de administración arbitral se utiliza la llamada «acta de misión». Tal es el caso, por ejemplo, del arbitraje en la Cámara de Comercio Internacional. Existiendo un convenio arbitral las partes com pa­recen ante la Corte Internacional de Arbitraje de la Cámara de Comercio Internacional solicitando la puesta en marcha de un procedimiento arbitral. Nombrados los árbitros, establece el reglamento que la primera de sus fun­ciones es confeccionar y firmar con las partes un acta de misión donde se recojan una descripción de los conflictos que separan a las partes y las pre­tensiones que solicitan de la decisión arbitral. Dicha acta de misión no debe ser confundida con el compromiso arbitral de nuestro derecho histórico, ya que el convenio arbitral legitima directamente para la constitución del pro­cedimiento arbitral y en el caso de que una o varias de las partes no firmen el acta de misión la Corte Internacional de Arbitraje tiene facultades para autorizarla y poner en marcha el procedimiento arbitral sin el consenti­miento o la firma de una o varias de las partes afectadas. El acta de misión no es sino un documento facilitador y aclarador del procedimiento.

III

EL CONVENIO ARBITRAL, VERDADERO CONTRATO

Por el convenio arbitral «una o varias personas consienten en obligar­se, respecto de otra u otras a... prestar algún servicio» (artículo 1254 del Código civil). Las partes contratan los servicios de uno o varios árbitros y, eventualmente, los de una institución que administre el procedimiento arbi­tral. Así lo indica claramente el párrafo primero del artículo 16 de la ley de arbitraje: «la aceptación obliga a los árbitros y, en su caso a la corporación

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o asociación a cumplir fielmente su encargo incurriendo, si no lo hicieren en responsabilidad por los daños y perjuicios que causaren por dolo o culpa». En los arbitrajes encomendados a una corporación o asociación el perjudicado tendrá además «acción directa contra la misma, con indepen­dencia de las acciones de resarcimiento que asistan a aquella contra los árbitros».

El arbitraje para ser válido deberá ajustarse a las prescripciones de la ley de arbitraje. Sin embargo, las partes pueden pactar la intervención diri­mente de uno o más terceros y pueden aceptar expresa o tácitamente su decisión después de emitida, siendo el acuerdo válido y obligatorio para las partes si en él concurren los requisitos necesarios para la validez de un con­trato, según lo indicado en el artículo 3 de la ley de arbitraje. De esta forma, nuestra legislación distingue claramente lo que es arbitraje, respecto de cuestiones litigiosas, del arbitramento irritual del que hablan los italianos o el fu lling gaps (relleno contractual) de los anglosajones. No es lo mismo una cuestión litigiosa surgida en la interpretación o ejecución de un con­trato que la voluntad clara de las partes de dejar la fijación o señalamiento de algunas de las condiciones esenciales del contrato en manos de un ter­cero cuya labor no es tanto de solucionar cuestión litigiosa alguna sino de com pletar el contrato. Este tercero actúa no en su calidad de árbitro sino de mandatario de las partes. Y tal condición es respetada por la ley de arbi­traje en su artículo tercero.

Si el convenio arbitral es verdadero contrato, requiere, como es sabido en base al artículo 1261 del Código civil, consentimiento, objeto cierto que sea materia arbitral y causa de la obligación que se establezca.

El consentimiento se manifiesta por el concurso de la oferta y de la aceptación sobre la cosa y la causa que ha de constituir el contrato de arbi­traje. La ley de arbitraje, ya lo hemos visto, indica de forma clara que el convenio arbitral deberá expresar la voluntad inequívoca de las partes de someterse a arbitraje; incluso el convenio debe incluir mención expresa de la obligación de cumplir la decisión arbitral.

Los términos tan tajantes del artículo 5 de la ley de arbitraje española no impiden que también en nuestro derecho se pueda hablar de consenti­miento expreso y de consentimiento tácito al arbitraje. El fenómeno tan frecuente hoy en día del arbitraje multiparte tiene igualmente cabida en nuestro derecho. Igual lo tiene el arbitraje en el caso de grupo de empresas,

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cuando intervienen diferentes filiales en una relación jurídica. En ambos supuestos, la vinculabilidad del convenio arbitral a empresas que formal­mente no pactaron la cláusula arbitral pero que de hecho intervinieron en la relación jurídica base del arbitraje se convierte en una cuestión de prue­ba fáctica que tienen que valorar los árbitros a la hora de aceptar o denegar su propia competencia para incluir a una u otras sociedades en la relación jurídico-arbitral.

La aceptación tácita del arbitraje tiene que deducirse de inequívocos facta concludentia que permitan a los árbitros extender la relación procedi- mental a sociedades que no firmaron de fonna expresa el convenio arbitral.

Es frecuente también, muy especialmente en los arbitrajes de consumo, que la relación arbitral surja de una oferta pública de someterse a arbitraje y de una aceptación concreta del consumidor. Una empresa acepta someter a arbitraje cuantas cuestiones puedan surgir por ejemplo, con su clientela. La protección al consumidor lleva al legislador a numerosas cautelas. La más relevante de todas ellas es la incluida en la Ley 7/1998, de 13 de abril, sobre condiciones generales de contratación en la que (disposición adicio­nal primera) se considerará que tendrán el carácter de abusivas las cláusu­las que supongan «la sumisión a arbitrajes distintos del de consumo, salvo que se trate de órganos de arbitraje institucionales creados por normas legales para un sector o un supuesto específico».

Todos estos temas relativos al consentimiento en el convenio arbitral tienen enorme importancia, ya que no se trata sólo de cuestionar la exis­tencia de un contrato por faltar un requisito esencial para su validez, sino que al ser el convenio arbitral nulo el laudo que se dictare podrá ser anula­do de acuerdo con lo establecido en el párrafo primero del artículo 45 de la ley de arbitraje.

El Código civil, al hablar del objeto de los contratos indica que «pue­den ser objeto de contrato todas las cosas que no están fuera del comercio de los hombres» (artículo 1271). La ley de arbitraje, como hemos visto, precisa que las cuestiones litigiosas sometidas a arbitraje deben ser sobre «materias de su libre disposición conforme a derecho» (artículo primero). Por eso, establece a continuación en su artículo segundo que «no podrán ser objeto de arbitraje: a) las cuestiones sobre las que haya recaído reso­lución judicial firme y definitiva, salvo los aspectos derivados de su eje­cución; b) las materias inseparablemente unidas a otras sobre las que las

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partes no tengan poder de disposición; c) las cuestiones en que, con arre­glo a las leyes, deba intervenir el M inisterio Fiscal en representación y defensa de quienes, por carecer de capacidad de obrar o de representación legal, no pueden actuar por sí mismos».

El apartado b es quizás el que más problemas plantea en la práctica. Sin embargo, existe una tendencia expansiva del arbitraje, tanto en las deci­siones de los árbitros sobre su propia competencia como en las normas reguladoras y en las decisiones de los tribunales en diferentes países. Tal es el caso, por ejemplo, del derecho comparado en materia de arbitraje en temas de propiedad industrial, donde queda claro que no puede someterse a arbitraje las cuestiones relativas a la inscripción registrai de su titulari­dad, pero si a las consecuencias mercantiles de las relaciones entre partes. Lo mismo sucede en otros ámbitos, como es el caso del derecho de la com ­petencia; el hecho de que las normas comunitarias o domésticas regulado­ras del derecho de la competencia sean cuestión de orden público no em pe­ce a la competencia de los árbitros para aplicar directamente el derecho imperativo o para dilucidar las relaciones mercantiles entre partes como consecuencia de la regulación al respecto. Lo mismo se pudiera decir de otros temas cuya implicación de orden público es evidente, como es el caso por ejemplo de las regulaciones de medio ambiente; cada vez suele ser más frecuente encontrar a tribunales arbitrales encargados de dilucidar las consecuencias contractuales de las obligaciones nacidas en m ateria de medio ambiente, sin perjuicio de la imperatividad de las normas o de la correspondiente imposición de sanciones por su infracción, ya sea en el orden administrativo o judicial.

La causa del convenio arbitral no puede ser otra, en palabras del articu­lo 1274 del código civil, que «el servicio que se renumera» de los árbitros o de la institución arbitral en la solución de los litigios planteados.

Es bien conocida la liberalidad de nuestro código civil en materia de form a de los contratos, estableciendo el artículo 1278 que «serán obligato­rios, cualquiera que sea la forma en que se hayan celebrado, siempre que en ellos concurran las condiciones esenciales para su validez». La ley de arbi­traje establece en su artículo 6 que «el convenio arbitral deberá formalizar­se por escrito». Añadiendo, además, que se entenderá que el acuerdo se ha formalizado por escrito «también cuando resulte de intercambio de cartas o cualquier otro medio de comunicación que deje constancia documental de

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la voluntad de las partes de someterse al arbitraje». La ley de arbitraje no hace sino recoger en este punto la obligación contraída por el Estado espa­ñol al ratificar el convenio de Nueva York, en cuyo artículo segundo se dice que cada uno de los Estados contratantes reconocerá el acuerdo por escrito e indicando también que existirá acuerdo por escrito si así se dedujera de un canje de cartas o telegramas.

La obligación de que el convenio arbitral figure por escrito está plante­ando hoy en la práctica del arbitraje comercial internacional numerosos pro­blemas hasta el punto de que la Uncitral ha incluido en su plan de trabajo con carácter prioritario la consideración del requisito de la forma escrita del acuerdo de arbitraje. La práctica ha llevado a una flexibilización de dicho requisito, como así lo recoge la Uncitral en el planteamiento del problema.

Hoy también la ley de arbitraje y los convenios internacionales en mate­ria de arbitraje comercial internacional plantean el tema de si la «constan­cia documental de la voluntad de las partes de someterse al arbitraje» incluye también la contratación en el comercio electrónico. En el derecho español la Ley 34/2002, de 11 de julio, de servicios de la sociedad de la informa­ción y comercio electrónico indica en su artículo 24, párrafo segundo, que «en todo caso, el soporte electrónico en que conste un contrato celebrado por vía electrónica será admisible en juicio como prueba documental». La prueba de la celebración de un contrato por vía electrónica estará a lo esta­blecido en la legislación sobre firma electrónica. En nuestro caso, lo regu­lado por el Real Decreto Ley 14/1999 de 17 de septiembre; su artículo ter­cero no deja dudas sobre los efectos jurídicos de la firma electrónica.

La intervención de fedatario público es garantía de seguridad jurídica en el tráfico mercantil. Cabe preguntarse si en determinados casos el con­venio arbitral requiere la intervención de fedatario público. Pudiera ser el caso de un convenio arbitral que afectara a actos y contratos que tengan por objeto la creación, transmisión, modificación o extinción de derecho reales sobre bienes inmuebles (artículo 1280, párrafo primero del código civil). No parece ser esa la interpretación de la vigente ley de arbitraje, sin per­juicio de que el laudo arbitral que se dicte en su momento deba ser proto­colizado notarialm ente de acuerdo con lo establecido en el artículo 33, párrafo segundo de la ley de arbitraje. Precisamente esa protocolización es la que permitirá en su caso el acceso al registro de la propiedad del laudo arbitral. Cuestión distinta es la relativa al arbitraje societario, ya que sólo

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por la vía de la protocolización notarial el convenio arbitral tiene acceso al registro mercantil; de manera que la simple obligación de formalizarse por escrito el convenio arbitral, como establece el artículo seis de la ley de arbi­traje, puede convertirse en una conveniencia indispensable para las partes de incluir el convenio arbitral en escritura pública para así tener acceso a la publicidad registrai que convierte los acuerdos entre accionistas en vin­culantes frente a terceros.

IV

EL CONTENIDO FACULTATIVO DEL CONVENIO ARBITRAL

El convenio arbitral constituye la verdadera carta magna de todo even­tual procedimiento arbitral. Por eso es muy importante que las partes dejen muy claro en la redacción del mismo sus opciones. El arbitraje es m ani­festación de la autonomía de la voluntad y por lo tanto en la redacción del convenio arbitral cristaliza el procedimiento deseado por las partes.

El convenio puede ser genérico, remitiendo el arbitraje a la vigente ley de 1988 o tener mayores especificaciones. En la medida en que las rela­ciones jurídicas subyacentes sean más complejas, las partes deberán preci­sar mayores detalles de forma que la experiencia arbitral de sus redactores llevará a una más artesanal redacción. En principio, ese suele ser el caso en los supuestos de arbitrajes internacionales, especialmente si intervienen estados soberanos o entidades públicas que puedan plantear en su día pro­blemas de soberanía y las correspondientes excepciones de inmunidad, tanto de jurisdicción como de ejecución de las decisiones arbitrales.

La realidad suele ser muy rica por lo que la clasificación de la casuísti­ca de posibles opciones a tener en cuenta en el convenio arbitral suele ser difícil de esquematizar. Sin embargo, pudiéramos decir que las opciones más importantes a tener en cuenta en el momento de la redacción del con­venio arbitral pudieran ser las siguientes:

A) L e y a p l i c a b l e , b ie n a l f o n d o d e l a s u n t o o a l p ro p io p r o c e d im ie n to

Al redactar el convenio arbitral la gente sin experiencia no piensa en la importancia de la selección clara de una ley aplicable. A la hora del con­flicto, cuando el tribunal arbitral tiene que decidir, es cuando aparece la

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importancia de la elección con todas sus consecuencias. Para poner un ejemplo bien frecuente, baste considerar en la compraventa las diferentes regulaciones en materia de vicios ocultos. La sorpresa surge cuando a lo mejor una operación entre Francia y España llega a ser de consecuencias radicalmente distintas según se haya optado por el derecho español o por el derecho francés.

Por supuesto, la selección del derecho aplicable al procedimiento ten­drá los límites marcados por el orden público del derecho procesal del lugar donde se vaya a desarrollar el procedimiento arbitral. Hay cuestio­nes que son claramente de orden público y que no pueden ser derogadas por las partes.

B ) E l l u g a r d e l a r b it r a je

La selección del lugar del arbitraje importa en el desarrollo del proce­dimiento arbitral. En primer lugar, como hemos indicado, el lugar del arbi­traje puede tener consecuencias sobre la aplicación de las normas procesa­les. Además, en el caso de que hubiera problemas para la fijación de la ley aplicable al fondo del asunto, los árbitros y consecuentemente los tribuna­les judiciales que eventualmente tuvieran que intervenir pueden tener la tendencia de, al menos, analizar qué dice la legislación del lugar donde el arbitraje tiene lugar.

C) L e n g u a d e l a r b i t r a j e

En el caso de un arbitraje transnacional puede resultar de importancia la selección de la lengua en la que deba desarrollarse el procedimiento arbi­tral. No se entiende muy bien por qué muchos arbitrajes de España o de América Latina se desarrollan en idiomas distintos al nuestro. Probable­mente por falta de previsión de las partes. Sin duda, en muchos casos por la importancia que los bufetes sobre todo anglosajones tienen y sobre todo han tenido en el mundo del arbitraje. El hecho de que las partes pacten que el arbitraje tenga lugar en un idioma concreto determina gastos de traduc­ción, condiciona qué tipo de despacho de abogados va a representar a las partes y sobre todo es un elemento a tener muy en cuenta a la hora de selec­cionar a los árbitros. La experiencia nos dice que un árbitro con buen cono­cimiento de nuestro idioma español tiene no sólo conocimientos psicológi­cos del quehacer diario en el mundo de los negocios en nuestro ambiente,

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y una mayor facilidad para comprender formas de reaccionar en el mundo latino. Hablar el español implica para un extranjero el esfuerzo de acercar­se a conocer nuestra forma de vida, a nuestra cultura, nuestras reacciones psicológicas en determinados momentos. Muchas veces, partes españolas o latinoamericanas cargadas de razón no son capaces de convencer a un árbitro anglosajón o centroeuropeo por la presunción en la mente de no pocos de que en caso de duda el incumplidor es la parte hispánica.

D ) D e c is ió n a r b it r a l e n d e r e c h o o en e q u id a d

El artículo 4 de la ley de arbitraje establece que los árbitros decidirán la cuestión litigiosa con sujeción a derecho o equidad, según su saber y entender, a elección de las partes. El legislador de 1988 optó, en caso de silencio de las partes al respecto, por la idea de «los árbitros resolverán en equidad, salvo que (las partes) hayan encomendado la administración del arbitraje a una corporación o asociación, en cuyo caso se estará a lo que resulte de su reglamento». El legislador español se inclina, en caso de silencio, por el arbitraje de equidad, sin duda, por la idea de que la gran mayoría de los arbitrajes domésticos son de escasa cuantía y de no gran dificultad jurídica. Por eso optó en la línea del arbitraje de consumo y de las cámaras de comercio por el arbitraje de equidad, según el saber y enten­der de los árbitros.

E) A r b i t r a j e a d h o c o i n s t i t u c i o n a l

Esta es otra de las grandes novedades de la ley de 1988. Hasta enton­ces el llamado arbitraje institucional, el encomendado a una institución de arbitraje, estaba prohibido en nuestro derecho arbitral. A partir de entonces, el artículo 10 de la ley de arbitraje establece que «las partes podrán tam ­bién encomendar la administración del arbitraje y la designación de los árbitros, de acuerdo con su reglamento a: a) corporaciones de derecho público que puedan desempeñar funciones arbitrales, según sus normas reguladoras; b) asociaciones y entidades sin ánimo de lucro en cuyos esta­tutos se prevean funciones arbitrales».

Esta fue una de las grandes batallas en torno a la ley de 1988. El régi­men anterior, en la articulación del monopolio jurisdiccional del Estado, no podía permitir lo que hoy se ha convertido en verdadera espina dorsal del movimiento arbitral en España y en los países de su entorno. Al negociar

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un contrato las partes no prevén las eventualidades que puedan surgir al cabo de los meses y de los años. Sólo la presencia de una institución arbi­tral en el contrato, como opción arbitral, permite una estabilidad, sin que la relación contractual pueda verse afectada por circunstancias personales de los árbitros. La ley de 1988 ha ido quizá un poco lejos en esta postura, ya que en su artículo 38, párrafo segundo, dice que «no procederá a la forma- lización judicial del arbitraje si los árbitros hubieran sido designados direc­tamente por las partes y todos o alguno de ellos no aceptasen o se imposi­bilitasen para emitir el laudo o si la corporación o asociación a la que se encomendó la administración del arbitraje no aceptase el encargo». En estos casos, salvo que las partes lleguen a un acuerdo, quedará expedita la vía judicial para la resolución de la controversia. Y digo que ha ido un poco lejos porque las partes pudieron muy bien pactar su voluntad de someterse a un arbitraje ad hoc y sin embargo eventualidades de los árbitros o de las instituciones arbitrales dejan sin valor el acuerdo arbitral de las partes.

La ley de 1988 insiste en que las instituciones de arbitraje serán corpo­raciones de derecho público o asociaciones y entidades sin ánimo de lucro. En su momento estuvo pensando sobre todo entre las primeras a las cám a­ras de comercio y los colegios profesionales, deseando evitar que se cons­tituyeran asociaciones y entidades cuya única finalidad fuera la mercantil del obtener lucro por la administración de los arbitrajes.

Gran importancia tiene en el arbitraje institucional los reglamentos arbitrales de las instituciones a las que se encomienda la administración del arbitraje, pues las partes al optar por el arbitraje de una determinada insti­tución no hace otra cosa sino asumir contractualmente el reglamento de dicha institución como contenido integrante del convenio arbitral. De ahí la importancia de que sus reglamentos y ulteriores modificaciones sean protocolizados notarialmente.

La corporación o asociación quedará obligada, desde su aceptación, a la administración del arbitraje. Hasta el punto de que, como indica el artículo 16 de la ley de arbitraje, el perjudicado en un arbitraje tendrá acción directa contra la institución administradora con independencia de las acciones de resarcimiento que asistan a aquélla contra los árbitros.

En el mundo actual del arbitraje ha hecho fortuna el Reglamento de Arbitraje de la Uncitral aprobado por la resolución 31/98 de la Asamblea General de las Naciones Unidas de 15 de diciembre de 1976, verdadero

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reglamento de arbitraje ad hoc. Son bastantes frecuentes los arbitrajes que no se encomiendan a institución alguna y que sin embargo las partes por referencia al reglamento de Uncitral incorporan una detallada regulación del funcionamiento arbitral. En concreto, muchos de los arbitrajes en los que intervienen estados soberanos, entidades públicas o empresas estatales utilizan esta forma de arbitraje ad hoc.

Las partes pueden, pues, optar por un arbitraje ad hoc o institucional, constituyendo en ambos casos parte integrante del convenio arbitral la referencia que pudieran hacer a los correspondientes reglamentos de fun­cionamiento arbitral. Expresamente indica el artículo 9 de la ley de 1988 que «el contenido del convenio arbitral podrá extenderse a la determina­ción de las reglas de procedimiento», de forma qúe si nada hubieran pac­tado las partes sobre ello, en cualquier momento lo pueden hacer median­te acuerdos complementarios al contenido del convenio arbitral.

F) L a d e s ig n a c ió n d e á r b i t r o s

Como es lógico, uno de los temas de mayor importancia del convenio arbitral es la designación de los árbitros. Con acierto se ha dicho por la mejor doctrina del derecho comparado que el arbitraje vale lo que valgan los árbitros que intervienen. Ellos son los que van a conducir el procedi­miento y los que van a llegar a conclusiones. De ahí que sea de capital importancia que gocen de la confianza de las partes.

Los árbitros podrán ser designados en el propio convenio arbitral ad personam o bien estableciendo el procedimiento para su designación en el momento en que surja la controversia. Una de las novedades más impor­tantes de la ley de 1988 fue la contenida en el párrafo segundo del artículo 9 cuando dice que «las partes podrán deferir a un tercero, ya sea persona física o jurídica, la designación de los árbitros». La ley anterior de 1953 era tajante al prohibir la deferencia a un tercero de la designación de los árbi­tros, en lógica consecuencia con la prohibición del arbitraje institucional.

La ley toma en esta materia una lógica medida de prevención cuando dice que «será nulo el convenio arbitral que coloque a una de las partes en cualquier situación de privilegio con respecto a la designación de los árbi­tros» (artículo 9, párrafo tercero, de la ley de arbitraje). Por supuesto, la nulidad del convenio arbitral implicará en su caso la nulidad del laudo que se dicte en su día si con arreglo al artículo 45 se iniciara el correspondiente

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procedimiento de anulación. ¿En qué consiste esta «situación de privile­gio»? Es algo que le corresponde delimitar a la jurisprudencia, para así evitar la posibilidad de que ciertas empresas o personas puedan prevaler­se de sus especiales relaciones con las instituciones de arbitraje.

G) L a c o n v e n ie n c i a d e a d o p t a r u n a c l á u s u l a t ip o d e a r b i t r a j e

Las instituciones más consolidadas de arbitraje suelen recomendar la conveniencia de utilizar una cláusula-tipo para así evitar situaciones inde- seadas. Salvo que una persona sea muy conocedora en la materia, norm al­mente suele ser peligroso el intentar mejorar dicha cláusula tipo. La expe­riencia nos dice que la gran variedad de cláusulas defectuosas ha dado lugar a numerosos conflictos, muchas veces insolubles.

H ) E l o r d e n p ú b l ic o , l ím it e d e la a u t o n o m ía d e l a v o l u n t a d

Hasta hace bien poco, los operadores del tráfico mercantil internacio­nal y los actores principales del arbitraje se ocupaban poco del orden públi­co internacional. Pocas sentencias arbitrales se dictaron en las últimas décadas abordando el problema de la corrupción y casi siempre los árbitros preferían echar la vista a otro lado.

Hace pocas semanas tuvimos un coloquio en la Cámara de Comercio Internacional para analizar estos problemas y se vio que en la jurispruden­cia del arbitraje realizado en el marco de la Cámara de Comercio Inter­nacional hubo unos 25 casos en los cuales los tribunales de arbitraje tuvie­ron que enfrentarse a casos de corrupción. En muy pocas, poquísimas, sentencias se llegó a una decisión por los árbitros en consonancia con las alegaciones de corrupción. La falta de prueba fue en la mayoría de los casos la razón por la que no se tuvo en cuenta las situaciones de corrupción. Si la alegación de corrupción la efectúa el deudor exclusivamente para liberarse de sus obligaciones y de cumplir sus compromisos, es lógico que el tribu­nal exija la prueba de dichas alegaciones. Cosa, muchas veces, difícil de realizar. Hoy se puede decir que la concienciación de los árbitros ha cam­biado. Junto a los casos de corrupción, aparecen los supuestos de lavado de dinero, casos relacionados con tareas próximas al terrorismo, o los fraudes corporativos que han llevado al colapso de grandes corporaciones. La sen­sibilidad social y jurídica ha cambiado, muy probablemente después de los atentados del 11 de septiembre. Y este es el momento en el cual los árbitros,

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en su actividad decisoria, tienen más en cuenta las exigencias de los dere­chos humanos o, por ejemplo, las implicaciones en el tráfico mercantil inter­nacional del trabajo prohibido de menores.

En temas puramente domésticos, ya lo hemos indicado, la legislación protectora del consumidor, la protección del medio ambiente o el derecho de la competencia está creando un orden público que difícilmente puede ser ignorado por los árbitros en su tarea decisoria.

Sin duda este orden público, en unos casos nacional y, en otros, verda­deramente transnacional, encuadra el convenio arbitral en el verdadero marco de la autonomía de la voluntad. El objeto del convenio arbitral debe estar exclusivamente entre las materias de libre disposición de sus partes. Cuando roza los límites del orden público permite cuestionar la validez del propio convenio arbitral y ulteriormente la nulidad del laudo que se dicte. Para poner un ejemplo bien concreto pudiera plantearse la siguiente situa­ción: las partes en base a un convenio arbitral solicitan de los árbitros un laudo indicándoles de entrada o a lo largo del procedimiento arbitral que desean un concreto laudo de común acuerdo con las partes. Si ese laudo pudiera ser considerado como parte de un entramado de lavado de dinero procedente del crimen, no cabe la menor duda de que los árbitros deberían negarse a firmar dicho laudo arbitral. Las circunstancias nunca son tan cla­ras y las dudas surgen en la decisión de los árbitros. Lo que no cabe nin­guna duda es que el convenio arbitral tiene sus límites donde acaba la auto­nomía de la voluntad y esta acaba donde comienza lo que se puede llamar orden público nacional o transnacional.

V

EFECTOS DEL CONVENIO ARBITRAL

El convenio arbitral tiene unos efectos entre las partes, fundamental­mente para vincularles a su deseo de someter a la decisión de uno o varios árbitros los litigios, impidiendo a los jueces y tribunales conocer de tales cuestiones sometidas a arbitraje. Son sus llamados efectos positivos y negativos. Especial relieve tienen tales efectos en el caso de lo que pudié­ramos llamar cláusulas de arbitraje patológicas. Todo ello ayudado por las medidas cautelares tanto en vía arbitral como judicial.

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A) E f e c t o s p o s i t i v o s d e l c o n v e n i o a r b i t r a l

1. El artículo 11 de la ley de arbitraje, redactado en parte por la dispo­sición final octava de la ley de enjuiciamiento civil, indica que «el conve­nio arbitral obliga a las partes a estar y pasar por lo estipulado». Es decir si alguien ha sometido a la decisión de uno o varios árbitros cuestiones litigiosas, no puede cuando surjan estas negarse a cumplir lo pactado. La ley de 1988 fue un paso adelante en la protección del convenio arbitral en contra de todo tipo de rebeldía estratégica. Con palabras del citado auto de la Sala Primera del Tribunal Supremo de 11 de febrero de 1981 la «incom- parecencia no tiene otro fundamento que la unilateral y antijurídica volun­tad de negarse al cumplimiento de los compromisos contraídos y a reco­nocer la jurisdicción que libre y espontáneamente aceptó, con un desprecio inadmisible de los más elementales principios del tráfico juríd i­co internacional». A diferencia del régimen jurídico anterior, el convenio arbitral tiene su eficacia desde el momento en que se pacta sin necesidad de form alización alguna.

En ocasiones, los efectos positivos del convenio arbitral originan difi­cultades enormes, por lo que se hace necesario una mayor cautela en la redacción de sus términos. Estoy pensando especialmente en los casos de pluralidad activa o pasiva de partes en el convenio arbitral. En el derecho español se plantea con toda crudeza en los casos de arbitraje en los temas intrasocietarios y muy especialmente en los conexos con la impugnación de acuerdos sociales. Me refiero a la situación consolidada después de la resolución de la Dirección General de los Registros y del Notariado de 19 de febrero de 1988 y de la sentencia de la Sala Primera del Tribunal Supremo de 18 de abril de 1988. La Dirección General de los Registros y del Notariado decía que «un pacto compromisario extrasocial o no inscri­to vinculará sólo a los contratantes y sus herederos, pero si se configura como estatutaria y se inscribe, vincula a los socios presentes y futuros. El convenio arbitral inscrito configura la posición de socio, el complejo de derechos y obligaciones que configuran esa posición, en cuyo caso toda novación subjetiva de la posición de socio provoca una subrogación, la de la anterior, aunque limitado a las controversias derivadas de la relación societaria». La Sala Primera del Tribunal Supremo da un paso más adelan­te estableciendo que «esta Sala estima que en principio no quedan exclui­das del arbitraje y, por tanto, del convenio arbitral la nulidad de la junta de accionistas ni la impugnación de acuerdos sociales; sin perjuicio de que si

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algún extremo está fuera del poder de disposición de las partes no puedan los árbitros pronunciarse sobre el mismo, sopeña de ver anulado total o parcialmente su laudo... El carácter imperativo de las normas que regulan la impugnación de acuerdos sociales no empece el carácter negocial y, por tanto, dispositivo de los mismos...».

La vieja ley de sociedades anónimas estableció de forma clara que «todas las impugnaciones basadas en causa de anulabilidad que tengan por objeto un mismo acuerdo se sustanciarán y decidirán en un solo proceso» (artículo 119, párrafo segundo). Introducida una cláusula de arbitraje en los estatutos sociales e inscritos éstos en el registro mercantil la acum ula­ción de acciones arbitrales en impugnación de los acuerdos sociales no puede tener hoy más base que el convenio arbitral. De ahí la importancia de una correcta redacción de los pactos estatutarios en los que sobre la m ateria resulta altamente aconsejable acudir al arbitraje institucional. Las Cámaras de Comercio han pactado con el Consejo General del Notariado y con el Colegio de Registradores una cláusula estatutaria de arbitraje societario, que por lo demás ha recibido también el refrendo expreso de la Dirección General de los Registros y del Notariado para evitar así cual­quier duda en la práctica (Resolución de 1 de octubre de 2001). El texto de dicha cláusula es el siguiente:

«Toda controversia o conflicto de naturaleza societaria, entre la socie­dad y los socios, entre los órganos de administración de la sociedad, cual­quiera que sea su configuración estatutaria y los socios, o entre cualquie­ra de los anteriores, se resolverá definitivamente mediante arbitraje de derecho por uno o más árbitros en el marco de la Corte Española de Arbitraje del Consejo Superior de Cámaras de Comercio, Industria y N avegación de España, de acuerdo con su reglamento y estatuto, a la que se encomienda la administración del arbitraje y la designación del árbitro o del tribunal arbitral».

2. Todas las impugnaciones de acuerdos sociales o decisiones adopta­dos en una mism a junta o en un mismo consejo de administración y basa­das en causas de nulidad o de anulabilidad se sustanciarán y decidirán en un mismo procedimiento arbitral.

3. La Corte Española de Arbitraje no nombrará árbitros o árbitro en su caso en los procedimientos arbitrales de impugnación de acuerdos o de decisiones hasta transcurridos 40 días desde la fecha de adopción del

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acuerdo o decisión impugnada y, si fueren inscribibles, desde la fecha de su publicación en el boletín oficial del registro mercantil.

4. En los procedimientos de impugnación de acuerdos sociales la pro­pia Corte Española de Arbitraje fijará el número de los árbitros y designa­rá y nombrará a todos ellos.

5. Los socios, por sí y por la sociedad que constituyen, hacen constar como futuras partes su compromiso de cumplir el laudo que se dicte.

De esta forma se pretende la acumulación de procedimientos arbitrales y su consolidación en un solo procedimiento. La Corte Española de Arbi­traje nombrará a todos y cada uno de los árbitros y además esperará el transcurso de los 40 días establecido por la ley para la impugnación de los acuerdos anulables. Por supuesto, que se trata de una cláusula-tipo reco­mendable y son las partes con el asesoramiento del fedatario público quie­nes deben dar la redacción definitiva para lograr el buen funcionamiento del convenio arbitral en este tipo de conflictos.

El arbitraje aparece con frecuencia en numerosos proyectos de ley de forma directa o indirecta. De ahí la conveniencia de llamar la atención del legislador de cara al futuro para evitar situaciones contradictorias. El arbi­traje tiene su regulación específica y habría que evitar su replanteamiento legislativo en diferentes ocasiones. Sin ir más lejos, en el Parlamento se encuentra hoy el proyecto de ley concursal, en cuyo artículo 51, dedicado a los procedimientos arbitrales se puede leer lo siguiente: «los convenios arbitrales en que sea parte el deudor quedarán sin valor ni efecto durante la tramitación del concurso, sin perjuicio de lo dispuesto en los tratados inter­nacionales». Los tratados internacionales dicen lo contrario y no deja de ser una cierta barbaridad jurídica entender que los convenios arbitrales puedan quedar sin valor ni efecto por el hecho de la tramitación del concurso.

En parecidos términos, podríamos analizar la regulación de arbitraje contenida en la ley de marcas o en el actual proyecto de ley de protección jurídica del diseño industrial. Por no olvidar tampoco, podríamos m encio­nar también la específica regulación que del arbitraje se realiza en la vigen­te ley de arrendamientos urbanos o en la ley general para la defensa de con­sumidores y usuarios, o en la de ordenación del seguro privado, o en la de ordenación de los transportes terrestres, o en la ley de propiedad intelec­tual, o en la ley general de cooperativas, o en la ley del deporte, o en la ley

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de servicios de la sociedad de la información y de comercio electrónico. Todas ellas son muestra clara de la tesis que venimos manteniendo. El legislador debería quedarse satisfecho con una buena ley de arbitraje en temas de derecho privado y evitar la proliferación de su regularización en diferentes textos legislativos. Todo ello no conduce sino a la confusión y a la contradicción en detrimento de la seguridad jurídica.

B) E f e c t o s n e g a t i v o s d e l c o n v e n io a r b i t r a l

El convenio arbitral, además de obligar a las partes a estar y pasar por lo estipulado «impedirá a los tribunales conocer de las cuestiones litigiosas sometidas a arbitraje en el convenio, siempre que la parte a quien interese lo invoque mediante declinatoria» (artículo 11, párrafo 1 de la ley de arbi­traje en su redacción actual por la Ley de Enjuiciamiento Civil).

Los efectos negativos del convenio arbitral son, pues, claros: las partes deben resolver sus litigios en arbitraje y los tribunales no podrán conocer de los mismos.

Este es otro ejemplo claro de las consecuencias en materia de arbitraje de los vaivenes de la política legislativa española. La ley de 1988 fue clara al respecto en su artículo 11. Sin embargo, la ley de enjuiciamiento civil al regular el juicio de menor cuantía y en aras a una mayor agilización per­mitió al demandado todo tipo de excepciones. El demandado se vio en la práctica obligado a contestar a la demanda ad cautelam por si el juzgador no admitiera la excepción de arbitraje. La consecuencia fue una variopinta generación de jurisprudencia de los juzgados y tribunales españoles con gran inseguridad para los litigantes que en su día habían incluido en sus contratos convenios arbitrales.

La Ley de Enjuiciamiento Civil, con acertado criterio remachaba en su artículo 39 que «el demandado podrá denunciar mediante declinatoria la falta de competencia internacional o la falta de jurisdicción por pertenecer el asunto a otro orden jurisdiccional o por haberse som etido a arbitraje la controversia». Además de regular de forma clara el funcionamiento de la declinatoria y de reiterar en los artículos 63 y siguientes la m ención a la declinatoria por haber sido sometido el asunto a arbitraje, se vio en la obligación de redactar de nuevo el artículo 11 de la ley de arbitraje inclu­yendo la indicación de que los tribunales estarán impedidos de conocer las

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cuestiones litigiosas sometidas a arbitraje en el convenio «siempre que la parte a quien interese lo invoque mediante declinatoria».

Por supuesto, las partes pueden renunciar por convenio al arbitraje pac­tado, quedando expedita la vía judicial como indica a continuación el párra­fo segundo del aludido artículo 11 de la ley de arbitraje. Añadiendo que «en todo caso, se entenderán que renuncian cuando, interpuesta demanda por cualquiera de ellas, el demandado o todos los demandados si fueran varios, realicen después de personados en ju icio cualquier gestión procesal que no sea proponer en forma la declinatoria».

C ) Pa t o l o g ía d e l c o n v e n io a r b it r a l

La redacción del convenio arbitral puede no ser clara o ser considerada como defectuosa si en la ejecución del convenio surgieran dudas, su solu­ción puede encontrarse en la decisión del propio tribunal arbitral, en el marco de la institución administradora del arbitraje o incluso en vía judicial.

Tanto la ley de 1988 como los tratados internacionales sobre arbitraje comercial internacional refuerzan la competencia decisoria de los tribuna­les de arbitraje. En esa línea camina el principio de la autonomía de la cláu­sula arbitral, incluso respecto del contrato en el que hubiera sido incluido: «la nulidad de un contrato no llevará consigo de modo necesario la del con­venio arbitral accesorio» (artículo 8 de la ley de 1988).

Planteadas ante los árbitros dudas por las partes sobre su competencia, la normativa nacional e internacional tiende a reforzar su competencia, incluso sobre la de los jueces y tribunales estatales. En esta línea se sitúa el convenio europeo sobre arbitraje comercial internacional hecho en Ginebra el 21 de abril de 1961 y publicado su instrumento de ratificación en el Boletín Oficial del Estado de 4 de octubre de 1975. Hablando de la declinatoria ante el tribunal arbitral por incompetencia en su artículo 5, párrafo tercero, se dice que «el tribunal de arbitraje cuya competencia fuere impugnada no deberá renunciar al propio conocimiento del asunto y tendrá la facultad de fallar sobre su propia competencia y sobre la existencia o validez del acuerdo o compromiso arbitral o del contrato, transacción u operación de la cual forme parte dicho acuerdo o compromiso». Por supuesto, todo ello sin perjuicio de que ulteriormente se pueda plantear la eventual nulidad del laudo arbitral ante el tribunal estatal competente.

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Tampoco puede olvidarse en este punto lo dispuesto en el párrafo 3 del artículo segundo del Convenio sobre el reconocimiento y ejecución de las sentencias arbitrales extranjeras, hecho en Nueva York el 10 de junio de 1958: «el tribunal de uno de los estados contratantes al que se someta un litigio respecto del cual las partes hayan concluido un acuerdo en el senti­do del presente artículo remitirá a las partes al arbitraje, a instancia de una de ellas, a menos que compruebe que dicho acuerdo es nulo, ineficaz o inaplicable». Es decir, corresponde a la jurisdicción estatal, a nuestros ju e­ces y tribunales, comprobar que el convenio arbitral pueda ser nulo, inefi­caz o inaplicable. Con lo cual se insiste en la seguridad jurídica que supo­ne el control judicial sobre la autonomía de la voluntad y, en concreto, sobre la voluntad de las partes de pactar un convenio arbitral.

Ante la institución administradora del arbitraje, suelen plantearse numerosos problemas de interpretación del convenio arbitral. En principio, la institución es un organismo puramente administrativo y sus decisiones no tienen carácter jurisdiccional remitiéndose a la decisión de los árbitros que se designen en su momento y por laudo arbitral las cuestiones plantea­das. Sin embargo, muchas demandas interponen en ausencia de convenio de arbitraje o en los casos de arbitraje multiparte interpretando extensiva­mente el convenio arbitral para incluir en el procedimiento a personas o empresas que formalmente no han suscrito el convenio, pero cuya conduc­ta permite deducir su eventual inclusión en el procedimiento arbitral.

La Cámara de Comercio Internacional, en su reglamento de concilia­ción facultativa y de arbitraje, en vigor desde el 1 de enero de 1988, indi­ca en el séptimo y octavo de sus artículos la decisión a tom ar por la Corte de Arbitraje en caso de ausencia de convenio arbitral. Si entiende que prim a fa c ie no existe entre las partes ningún convenio de arbitraje referido a la CCI, al no contestar la parte demandada, así lo informará a la dem an­dante. Cuando una parte alegue una o varias excepciones relativas a la existencia o la validez del convenio arbitral, la Corte, previa verificación prim a fac ie de la existencia de este convenio puede decidir, sin prejuzgar la admisibilidad ni el fundamento de estas excepciones, que el arbitraje pueda tener lugar. En este caso, corresponde al árbitro determinar sobre su propia competencia. Es decir, siendo los árbitros que se designen en su día por la institución los únicos competentes para enjuiciar sobre su propia competencia, la Corte Internacional de Arbitraje de la CCI tiene facultades decisorias sobre si estima que existe o no prim a fa c ie el convenio arbitral.

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Esta, en apariencia, decisión administrativa de la Corte puede tener efectos decisivos en el ulterior procedimiento arbitral, que ni siquiera puede ini­ciarse ante una decisión de la Corte. No se olvide que la Corte no tiene fun­ciones jurisdiccionales, sino que su labor se limita a la administración del arbitraje y como parte de la misma al nombramiento del o de los árbitros.

Esta actuación de la Corte ha levantado una fuerte polémica que, sin duda, puede acabar en los tribunales de justicia si se entendiera que no constituyen ya solamente decisiones administrativas sino que su carácter decisorio y sus consecuencias en el procedimiento arbitral son de tal natu­raleza que puedan ser consideradas como verdaderamente jurisdiccionales. En tal caso, la parte afectada pudiera defender su punto de vista indicando que se ha lesionado su derecho de defensa en vía administrativa y sin ver­dadero procedimiento contradictorio ante el juez arbitral, que por el con­venio de arbitraje pasa a ser su juez natural.

El valor y eficacia del convenio arbitral puede ser planteado en vía jurisdiccional cuando su redacción tenga omisiones o contradicciones que impidan la puesta en marcha del procedimiento arbitral con toda claridad. El título sexto de la ley de 1988, titulado «de la intervención jurisdiccio­nal» se ocupa de estos supuestos a través de lo que con bastante impropie­dad designa como procedimiento de «formalización judicial de arbitraje». Sin duda esta expresión poco afortunada procede de la anterior y derogada ley de 1953, en la que la cláusula arbitral debía ser convertida en compro­miso arbitral, sino se hiciera voluntariamente ante notario, por vía de for­malización judicial del arbitraje. Este procedimiento que se realiza ante el juez de prim era instancia del lugar donde deba dictarse el laudo, sólo podrá ser rechazado judicialm ente cuando el juez «considere por los documentos aportados que no consta de manera inequívoca la voluntad de las partes (artículo 42, párrafo primero, de la ley de 1988).

D) M e d id a s c a u t e l a r e s

Suscrito un convenio arbitral, puede que antes de comenzar o iniciado ya el procedimiento arbitral una o varias partes crean conveniente solicitar la adopción de medidas cautelares para asegurar la efectividad de la sen­tencia arbitral estimatoria que se dictare en su día. Las medidas cautelares pueden, pues, servir para garantizar la eficacia del futuro laudo arbitral. Pero, además, para garantizar que los medios de prueba a presentar en su

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día ante el tribunal de arbitraje no desaparezcan o, en general, para conse­guir un mayor aseguramiento de los medios de prueba.

La ley de 1988 prescindió conscientemente de las medidas cautelares en tom o al arbitraje. Su silencio sobre la materia fue resaltado al suprimir el Ministerio de Justicia en los borradores del proyecto de ley los artículos que hacían mención a tales medidas cautelares. La ley de 1988 fue sin duda un texto revolucionario en la época y tuvo que someterse a la transacción política entre partidarios y detractores del sistema arbitral.

Ello no obstante, la jurisprudencia de jueces y tribunales fue generosa en la concesión de medidas cautelares por aplicación analógica de los precep­tos relativos a las medidas cautelares en los procedimientos judiciales, siem­pre que la parte solicitante cumpliera los requisitos establecidos al efecto.

La inseguridad jurídica de tal omisión legislativa fue clara en perjuicio de quienes firmaban convenios arbitrales respecto de quienes se sometían a la jurisdicción ordinaria. Tal situación discriminatoria termina con la nueva ley de enjuiciamiento civil, cuyo artículo 722 aborda de forma clara y expresa las medidas cautelares en procedimiento arbitral y litigios extranjeros:

«... podrá pedir al tribunal mediadas cautelares quien acredite ser parte de un proceso arbitral pendiente en España; o en su caso, haber pedido la formalización judicial a que se refiere el artículo 38 de la ley de arbitraje; o en el supuesto de un arbitraje institucional, haber presentado la debida solicitud o encargo a la institución correspondiente según su reglamento».

Con arreglo a los tratados y convenios que sea de aplicación, también podrán solicitar de un tribunal español la adopción de medidas cautelares quien acredite ser parte de un proceso jurisdiccional o arbitral que se siga en país extranjero, en los casos en que para conocer el asunto principal no sean exclusivamente competentes los tribunales españoles.

En consecuencia, caben ya las medidas cautelares para quien acredite ser parte de un proceso arbitral en España o en el extranjero. La ley de enjuiciamiento civil ha acabado de forma clara y definitiva con esta discri­minación del arbitraje frente al procedimiento judicial.

El convenio arbitral, pues, tiene una eficacia que permite acudir al auxi­lio judicial en solicitud de medidas cautelares, tanto en relación a medios de

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prueba dentro del procedimiento arbitral como para garantizar el definitivo cumplimiento del laudo que eventualmente se dicte en el procedimiento arbi­tral. Las partes pueden, igualmente, solicitar del tribunal arbitral las medidas cautelares que consideren oportunas. Este tribunal tiene facultades, en el marco del convenio arbitral, para adoptar las decisiones que considere opor­tunas. Tales decisiones pueden adoptarse por vía de resoluciones procesales o incluso como laudos provisionales o parciales, cuya eficacia quedará garantizada por los medios que el ordenamiento jurídico otorga a los laudos arbitrales. Este tipo de medidas cautelares solicitadas del tribunal arbitral son muy frecuentes y son cumplidas voluntariamente por las partes afectadas en base a la gran autoridad que el convenio arbitral otorga a los árbitros.

VI

EL CONVENIO ARBITRAL EN UNA ECONOM ÍA GLOBALIZADA

La doctrina se encuentra unida al indicar que el título X de la ley de 1988, titulado «de las normas de derecho internacional privado», constitu­ye la parte más endeble de la misma. Cuatro escasos artículos pretenden regular la capacidad de las partes para otorgar el convenio arbitral, la ley por la que se rige la validez del convenio arbitral, la ley aplicable en el lla­mado arbitraje del derecho y, por lo demás, una remisión genérica pero altamente significativa al título preliminar del Código civil.

Destaca el interés reiterado del legislador por condicionar cualquier decisión en materia de derecho internacional privado en temas de arbitraje al hecho de que «siempre que tenga alguna conexión con el negocio ju rí­dico principal o con la controversia». La pluma redactara del título X de la ley de 1988 se remite también al título preliminar del Código civil, donde no puede olvidarse que su artículo 10 párrafo quinto indica, sin el más mínimo rubor, que «se aplicará a las obligaciones contractuales la ley a que las partes se hayan sometido expresamente, siempre que tenga alguna conexión con el negocio de que se trate».

Laten detrás de esta insistencia las reticencias que acuñara el llorado profesor De C a s t r o hacia la libertad confígurativa del derecho internacio­nal en el mundo de los negocios, sea de carácter privado y sobre todo si se incluyen connotaciones de derecho público. Don Federico luchó en los últimos años de su vida, como aparece reflejado en su largo artículo ya

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citado, contra los grandes y poderosos molinos de viento azuzados por los vientos tenebrosos de las grandes empresas multinacionales, entendiendo que la soberanía de los estados estaba siendo gravemente amenazada. La llamada «fuga del derecho» aparecía a los ojos del maestro civilista como la articulación instrumentada en el mundo del derecho internacional eco­nómico de los grandes intereses en perjuicio de los más débiles. Las cons­trucciones de la época en tom o a la lex mercatoria sobre la que discutía el mundo arbitral azuzaba unos recelos propios de épocas ya periclitadas.

Con toda propiedad se puede decir que los preceptos de la ley de 1988 han quedado derogados por los tratados internacionales suscritos por España en materia de arbitraje. Una vez publicados en España sus instru­mentos de ratificación forman «parte del ordenamiento interno» (artículo 96 de la Constitución española) y sus disposiciones «solo podrán ser dero­gadas, modificadas o suspendidas en la forma prevista en los propios tra­tados o de acuerdo con las normas generales del derecho internacional». La incoiporación jurídica de España a la globalizada cooperación e incluso integración internacionales ha dado al traste con los supuestos fundamen- tadores del antaño vigente régimen de autarquía.

España se está convirtiendo cada vez con mayor frecuencia en una atractiva sede para importantes arbitrajes internacionales. Las partes en liti­gio vienen aquí precisamente por la cultura que en materia de derechos humanos y de seguridad jurídica otorga nuestro sistema democrático, para recordar las palabras del Rey Juan Carlos en el discurso navideño de las pasadas fiestas. Lo único que les puede ahuyentar es precisamente la falta de confianza que recoge esa insistencia en la necesidad de conexión con el negocio jurídico principal y el espíritu de recelo que anidaba en sus redac­tores hacia las consecuencias jurídicas de la globalización económica.

España ha ratificado, entre otros muchos textos, el convenio europeo sobre arbitraje comercial internacional hecho en Ginebra el 21 de abril de 1961, cuyo artículo 7 regula el derecho aplicable por los árbitros al decidir la controversia, regulando que si no existiere indicación por las partes en lo con­cerniente al derecho aplicable, «los árbitros aplicarán la ley procedente de conformidad con la regla de conflicto que los árbitros estimaren apropiada en el caso en cuestión». En cualquier caso, «los árbitros tendrán en cuenta las estipulaciones del contrato y los usos mercantiles». El derecho internacional privado de la ley de 1988 pretendió establecer límites a la autonomía de la

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voluntad por el recelo de la llamada «fuga del derecho». El moderno derecho internacional arbitral refuerza la confianza en la decisión arbitral, incluso autorizando a aplicar la ley procedente de conformidad con la regla de con­flicto que los árbitros estimaren apropiada en el caso en cuestión. La mens legislatoris de las nonnas de derecho internacional contenidas en la ley de 1988 respecto al convenio arbitral inspiró igualmente a los ordenamientos jurídicos de los países hermanos en la América Hispana. La cláusula Calvo y la doctrina Calvo han mantenido durante décadas una parecida regulación en todos estos países. Era la lucha conjunta para la defensa de la soberanía del Estado, frente a intentos de domiciliar la solución de los litigios al margen del monopolio interno jurisdiccional del Estado.

Las circunstancias han cambiado radicalmente. Todos estos países han suscrito acuerdos multilaterales y regionales en materia de inversión. Sobre todo, han firmado centenares de tratados bilaterales para el fomento y la protección de las inversiones. En todos ellos los estados parte de tales ins­trumentos de derecho internacional público efectuaban, como garantía ju rí­dica de las inversiones que pretendían atraer, una oferta pública de some­timiento del estado receptor de las inversiones al arbitraje internacional de determinadas instituciones, principalmente la del Banco Mundial, o al arbi­traje ad hoc regulado por el reglamento de arbitraje de la Uncitral, aproba­do por la Asamblea General de la Naciones Unidas del 15 de diciembre de 1976. España, al igual que todos estos países, después de muchos recelos ratificaba el convenio de Washington de 1965, incorporándose al centro de arbitraje del Banco Mundial.

En virtud de todos estos instrumentos de derecho internacional público se han ido articulando numerosos arbitrajes de derecho internacional pri­vado y en ocasiones también con fuertes connotaciones de derecho inter­nacional público.

El convenio arbitral de todos estos procedimientos en materia de inver­siones surge, pues, de la oferta pública realizada por el estado receptor de las inversiones y la concreta aceptación del inversor por el hecho mismo de formalizar su demanda de arbitraje. Es decir, arbitrajes de derecho inter­nacional privado florecen con el fundamento de tratados de derecho interna­cional público. Los estados soberanos son demandados por personas físicas o jurídicas privadas. Se ha roto en consecuencia el protagonismo exclusivo de los estados en el derecho internacional público.

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Estos arbitrajes están generalizándose al ampliarse los conceptos ju rí­dicos tradicionales. Inversión a los efectos de estos tratados de protección de inversiones, es un contrato de construcción de autopista. Expropiación, en cuanto violación de la protección internacional dada a la inversión, no es lo que a los efectos internos pueda entenderse por expropiación forzo­sa, pues en estos tratados se configura un concepto laxo de expropiación, existente en aquellos casos en los que se prive de una forma directa o indi­recta a la inversión de su valor económico.

Inversores españoles, especialmente en Latinoamérica, están utilizan­do este mecanismo de configuración jurídica del convenio arbitral. Pero también se han dado inversores extranjeros en España que han puesto en marcha procedimientos de arbitraje con el mismo fundamento, logrando incluso la condena del Reino de España obligado a sentarse en el procedi­miento arbitral como demandado y en ocasiones condenado por trato dis­criminatorio del inversor extranjero, como ocurrió en el laudo arbitral cita­do a instancias del Sr. Maffezzini contra el Reino de España en el centro de arbitraje del Banco Mundial.

La economía globalizada del momento en que nos ha tocado vivir ha traído como consecuencia una respuesta específica del mundo del derecho para la solución de los conflictos internacionales. Los recelos soberanistas han desaparecido por criterios prácticos de los gobiernos. Una frondosa red de tratados multilaterales, regionales o bilaterales regulan hoy el arbitraje comercial internacional, auténtica respuesta jurídica para la solución de los conflictos en una economía globalizada. Se han difuminado los límites del derecho internacional privado y público que estudiáramos y enseñáramos hasta hace bien pocos años en las facultades de derecho. El arbitraje, como parte fundamental del nuevo derecho internacional económico, ha dado lugar a numerosísimas sentencias arbitrales que hoy constituyen el conte­nido de ese nuevo derecho internacional que olvidara lo que hasta hace muy poco fue un conjunto de normas de conflicto más producto de la acti­vidad intelectual que de la fértil creatividad del mundo de los negocios.

A) A MODO DE CONCLUSIÓN

El convenio arbitral surge como genuina manifestación de la autonomía de la voluntad a la hora de determinar por las partes, con un litigio presen­te o eventual, cómo desean que sea solucionado. La ley de 1988 supuso,

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realmente, un cambio revolucionario de régimen jurídico en materia de arbitraje. El legislador caminó a rastras de una incontestable nueva situa­ción económica y política de la economía española; y lo hizo, además, for­zado sobre todo ante los cambios jurisprudenciales de jueces y tribunales, influidos fuertemente por la osmosis de la realidad social de nuestros empresarios y de sus asesores jurídicos.

La libertad de contratación del arbitraje resalta frente a los límites de sistemas anteriores. Libertad que, como es lógico, vino acompañada de la responsabilización de los operadores en el arbitraje internacional, princi­palmente los árbitros y las instituciones arbitrales.

Esta es, en algunos sectores todavía una batalla no finalizada. Hemos visto, especialmente, la situación jurisprudencial y la reticencia doctrinal en España en materia de arbitraje societario. El Tribunal Supremo y la Dirección General de los Registros y del Notariado legitiman la inscripción registrai de la cláusula estatutaria de las sociedades españolas pactando el arbitraje para litigios intrasocietarios. Incluso cuando se planteen cuestio­nes que puedan ser consideradas como indisponibles y por lo tanto no sus­ceptibles de arbitraje, hoy corresponde a los árbitros, primero, y después a los jueces en la labor de control de legalidad de la actividad arbitral des­pués, la competencia y jurisdicción para determinar qué materias son y qué materias no pueden ser sometidas al arbitraje. El registrador tras esta ver­dadera doctrina legal, no puede al calificar una escritura que contenga una cláusula arbitral entrar en la discriminación de qué materias deben ser o no susceptibles de arbitraje. Ello corresponde en su momento a los árbitros y a los jueces que tuvieran que juzgar en base al convenio arbitral estatuta­riamente pactado.

En el momento actual el convenio arbitral refleja, sin duda, una nueva forma de entender jurídicam ente la convivencia. Los profundos procesos de desintermediación, desformalización y desregularización en España del derecho de los negocios han dado lugar a la aparición de una nueva filoso­fía del derecho. El convenio arbitral forma parte de un gran entramado que, con terminología anglosajona podría clasificarse como técnicas para la solución alternativa de los conflictos, alternativa de la solución tradicional por vía judicial. Frente a la confrontación en la que se inspiraron nuestros maestros del derecho, dada su indudable inspiración en la lucha por el derecho que describiera Jhering, hoy el convenio arbitral y su moderna

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regulación forma parte del diálogo y de la negociación como elemento determinador de la solución de los conflictos.

Este Gobierno ha incluido en su programa la modificación de la ley arbitral de 1988. Si bien es verdad que ha sido contradictorio en diferentes momentos: frente a sus iniciales deseos de reforma parcial, habló después de incluir en una «macroley» de arbitraje cuantos sistemas arbitrales exis­tan en nuestro ordenamiento incluyendo incluso el arbitraje administrativo. Parece que hoy el Ministerio de Justicia se encuentra elaborando un nuevo proyecto integral de reforma de la ley de 1988, inspirado fundamental­mente por el criterio de hacer de nuestro país una sede atractiva de arbitra­je para el mundo de los negocios. Ya hemos resaltado la importancia que tuvo la ley de 1988 y sus cambios realmente revolucionarios; también hemos indicado que algunos temas no han sido afortunadamente tratados por dicha ley en su fase de transacción política y legislativa para superar las diferentes confrontaciones que la promoción legislativa en 1988 plan­teaba. M uy críticos hemos sido, sobre todo, en el tratamiento del derecho internacional privado regulador del convenio arbitral en la ley de 1988. Pero en este momento de anunciadas reformas, creo que debe imponerse la cautela y la prudencia que se contienen en los mensajes enviados por el Consejo Superior de las Cámaras de Comercio, Industria y Navegación de España pidiendo que se reforme la ley de 1988 en lo que sea necesario y conveniente pero que no se cometa el error de hacer tabla rasa de lo adqui­rido normativamente en 1988 y desde entonces jurisprudencialmente en aplicación de los preceptos de la ley. Existe una muy rica jurisprudencia de nuestros jueces y tribunales y también de los muchísimos laudos arbitrales que se han dictado en aplicación de la ley de 1988. La tentación de todo M inistro de Justicia es la de creer que por el cambio legislativo se van a obtener unos beneficios que no pudieran conseguirse de otro modo. En concreto, entiende el mundo del arbitraje en España que sería mucho más eficaz pensar en la especialización de jueces y tribunales de justicia en materia de arbitraje.

Hoy que el proyecto de ley orgánica para la reforma concursal, que camina paralelo al proyecto de ley concursal, introduce el juzgado de lo mercantil, sería muy conveniente que entre sus competencias figurara la de conocer de cuantas actuaciones judiciales tuvieran lugar con ocasión de la ley de arbitraje. La especialización de los jueces y tribunales en materia de arbitraje es sin duda el único camino seguro para conseguir que España sea

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un verdadero centro internacional de arbitraje. Cualquier actuación que haya que realizar judicialm ente en temas de arbitraje es una verdadera m ie­ta, pues las demandas al respecto serán solucionadas sin ningún criterio conocido salvo el aleatorio de la opinión del juez que tocara por reparto, según su conocimiento o desconocimiento de los temas arbitrales.

Conviene reformar la ley de 1988. Eso es un tema admitido por todos. Pero quizá sería más práctico reformar parcialmente lo que sea necesario o conveniente de la ley de 1988 complementando las reformas legislativas con una eficaz especialización judicial en materia de arbitraje. Todo ello reforzaría la credibilidad del convenio arbitral en esta sociedad ya tan democráticamente madura como es la española del momento que nos ha tocado vivir.

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