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1 EL CONTEXTO DE LOS PROBLEMAS DE DROGAS: Cuando lo que menos cambia son las políticas Ponencia Eusebio Megías Valenzuela Seminario RIOD Madrid, Mayo 2018

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EL CONTEXTO DE LOS PROBLEMAS DE DROGAS:

Cuando lo que menos cambia son las políticas

Ponencia Eusebio Megías Valenzuela

Seminario RIOD

Madrid, Mayo 2018

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La importancia del contexto en la construcción de los problemas. El “caso drogas” en España.

La importancia de la representación social.

Está fuera de toda duda la importancia del contexto en el que los problemas se desenvuelven,

a la hora de definir, catalogar, vivir e incluso sentir esos problemas. Los ejemplos

demostrativos son incontables, tanto desde la perspectiva individual como desde la social. De

ahí el riesgo de caer en reduccionismos intolerables cuando se pretende la “objetivación de los

problemas”; mucho más cuando esa “objetivación” se eleva a la condición de categoría,

apoyándose en una presunta verdad o evidencia científica. Resulta básico para la comprensión

de los conflictos analizar el contexto, macro y micro, en que se dan y que, en buena medida,

los conforma.

Son múltiples los factores y niveles incluidos en lo contextual: personales, micro y

macrosociales, ideológicos, políticos, geoestratégicos, etc., de tal manera que resulta obligado

acotar y concretar a qué nos referimos en cada situación concreta; sin que ello niegue que los

diferentes niveles se interrelacionan e interactúan en una construcción dialéctica de la

totalidad.

Pues bien, al hablar del “caso drogas” en España, en lo que nos fijaremos concretamente es en

ese aspecto del contexto constituido por la representación social. Definimos como tal “el

conjunto sistemático de nociones, valores y creencias que permiten a los sujetos comunicarse

y actuar, y así orientarse en el contexto social donde viven, racionalizar sus acciones, explicar

eventos relevantes y defender su identidad”. Es por tanto algo que va mucho más allá de la

mera percepción, implicado aspectos actitudinales, motivacionales y pulsionales, que

comprometen el comportamiento.

No creo que sea preciso argumentar extensamente la importancia que esta representación

tiene para la construcción de los problemas de drogas. Baste referir dos ejemplos, de impronta

contraria: la ausencia de conciencia pública (y de respuestas) sobre los problemas con el

alcohol en España pese a la magnitud de los síntomas objetivables, y la visión y reacciones

exasperadas ante otros problemas de indudable menor importancia objetiva (drogas

sintéticas, por ejemplo).

Crisis de drogas en España. El pánico moral dominante.

Es un tópico señalar que en España siempre se consumieron drogas, muy diversas, y siempre

hubo problemas derivados o relacionados con esos consumos. Sin embargo, una crisis de

drogas como tal (recordemos las cuatro condiciones que subraya Juan Gamella: consumo

epidémico de una droga, problema de salud pública, alarma ciudadana y reacciones

características que contribuyen a la definición) no comienza hasta finales de los años ’70.

Entonces se extiende un consumo, heroína por vía parenteral, que afecta sobre todo a franjas

juveniles de zonas territoriales especialmente vulnerables, que rápidamente se combina con

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graves problemas de salud pública (VIH, hepatitis…), y sobre todo que provoca una intensa

alarma ciudadana cuando se mezcla, de manera más o menos manipulada, con fenómenos

delictivos y de inseguridad. Hasta tal punto es dominante esa alarma que llega a condicionar

un clima de pánico moral, que a su vez determina múltiples reacciones caracterizadas por la

primariedad, la confusión, el miedo y el voluntarismo.

Es una época en la que una ciudadanía espantada y que se siente indefensa contempla a las

drogas como el mal absoluto, con el que no hay convivencia posible porque se asocia con la

muerte, frente al que no se sabe bien qué hacer. De ahí que las demandas ciudadanas

consistan en una movilización de poco más calado que la pura protesta y que se fantaseen (y

se exijan) soluciones totales y definitivas, más o menos mágicas. Por eso florecen todo tipo de

recursos, basados en la corrección, el ejemplo y la admonición, muchos de ellos de carácter

religioso o pseudoreligioso, sin la menor base no ya científica sino sencillamente lógica. El

paradigma asistencial es exclusiva y excluyentemente la abstinencia, haciendo imposibles otras

salidas de carácter intermedio, y se protege esa abstinencia con recursos extremos, ya sean de

internamiento residencial o de rigidez terapéutica (recordemos los contratos terapéuticos, una

fórmula sin más virtualidad que la de expulsar del circuito asistencial a quienes no estaban

abstinentes). Se defiende una “sociedad libre de drogas”, y esa pretensión se traslada a un

clima comunicacional que, lejos de cualquier atisbo de eficacia, no sirve más que para

tranquilizar, ya decíamos, mágicamente, a quienes lo alentaban.

Obviamente, en el caldo de cultivo de esa representación, la figura de la persona consumidora

resulta fácilmente estigmatizada (es siempre una persona drogadicta, sospechosa de

delincuencia o, al menos, de marginalidad, de dudosa recuperación, susceptible de ser

encarcelada o vigilada), y se pide que los consumos sean objeto de un tratamiento represivo,

incluso penal, sintonizando en eso con la presión internacional y tratando de modificar la

jurisprudencia española que ni siquiera en la época franquista penalizó los consumos como

tales. No se llegó a la penalización pero se arbitró un abanico de sanciones administrativas,

como solución intermedia.

También hay que decir que esas demandas y movilizaciones sociales promovidas por la alarma

se tradujeron en una presión social, luego política, que motivó la puesta en marcha del Plan

Nacional sobre Drogas en 1.985. Un Plan que, en su voluntad fundacional, pretende ser para

todas las drogas y primar la prevención, y que a la vuelta de los años se demuestra que fue un

Plan para la heroína, que puso todo el énfasis en los recursos asistenciales. Una demostración

palpable de la fuerza de la representación social que, al margen de pronunciamientos

formales, lo que priorizaba eran las maniobras que proporcionaran tranquilidad y seguridad.

Los primeros cambios en la representación. El difícil aprendizaje de la convivencia.

Menos de una década después de la puesta en marcha del Plan Nacional sobre Drogas ya eran

perceptibles claros cambios en la situación. Por un lado, las políticas implementadas habían

permitido la rápida puesta en marcha de recursos públicos de intervención, de diversos tipos;

y apoyándose en la financiación de las administraciones, un tercer sector muy dinamizado

había completado la red con numerosos dispositivos especializados; a la vez, el desarrollo de

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másteres en varias universidades españolas habían permitido la formación de muchos

profesionales y avanzar en la profesionalización de la red, impulsando la desaparición de los

recursos mesiánicos que proliferaron con las primeras respuestas. Desde 1990 fue

evidenciándose un envejecimiento en todas las cohortes de personas heroinómanas, lo que

claramente parecía apuntar a un inicio de control de la epidemia.

Finalmente, la percepción de los avances señalados fue contribuyendo a calmar la alarma

colectiva, aminorando la preocupación e inseguridad ciudadanas; todo ello sin hacer referencia

a los factores más generales, económicos, políticos, etc., que abundaron en la tendencia

descrita. A su vez, esta tranquilización permitió que se fueran abriendo paso estrategias que al

inicio, por las demandas exasperadas, habían sido imposibles; así, pudieron irse

implementando estrategias de reducción de riesgos y daños que, desde los comienzos de la

última década del siglo, crecieron de forma acelerada y exponencial.

Por este camino aparecieron unas representaciones sociales, todavía no dominantes, que

defendían no ya un enfrentamiento totalizador y sin fisuras con las drogas sino diversas

fórmulas de convivencia con las mismas; convivencia, que no necesariamente aceptación.

En el primer estudio sistemático sobre representaciones sociales sobre drogas en España

(Megías, E. et al. (2000) “Percepciones Sociales sobre Drogas en España”, cuyo campo se

realizó a finales de 1998, aparecen con rotundidad dos perfiles básicos en la población: uno

mucho más temeroso, indefenso, confrontado radicalmente con las drogas, demandante de

soluciones radicales y de políticas de control riguroso; otro más proclive a matizar los riesgos,

más reconocedor de algunos efectos positivos en las drogas, menos preocupado, partidario de

políticas más flexibles. Evidentemente estas dos posturas básicas se segregaban en subgrupos

posicionados de manera matizadamente diferente, siempre predominando las actitudes más

sintónicas con el primer perfil, rechazador, que, además, encajaba mejor con el discurso oficial.

Lo más significativo resulto ser el análisis de la génesis de esas posturas diferenciadas. Las

variables que más discriminatorias se mostraron en este sentido fueron la ideología y la edad.

Respecto a la ideología poco hay que decir que no sea sobradamente conocido, por mucho

que no infrecuentemente no se mencione: en la percepción de las drogas, por encima de la

pretensión de objetividad, priman los componentes ideológicos, cosa que no extraña en una

cuestión donde entran en juego la libertad, la seguridad, el placer, la prohibición, la fantasía

de trascendencia, etc., etc. En relación con la edad, lo más sugerente fue la sugerencia de que

esta variable intervenía no sólo a través de su componente psicológico evolutivo, cosa que

siempre se creyó, sino por medio de un mecanismo (descrito básicamente por Domingo

Comas) que situaba en primer plano el proceso de socialización. La hipótesis defendía que las

posturas frente a las drogas se discriminaban por la circunstancia de haberse socializado o no

en un contexto en el que la presencia del “fenómeno drogas” tuviera una presencia actuante.

En este sentido, la barrera de la socialización se situaba en el momento de la emancipación de

la familia de origen, y el punto de partida para la presencia en la sociedad española del

“fenómeno drogas” se establecía en el periodo 1973-1979. De esta manera la cohorte que se

había socializado antes de esa franja etaria (en el momento de la encuesta tenían más de 52

años) se situaban en el perfil de confrontación, y quienes lo habían hecho después (en el

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momento del trabajo de campo tenían menos de 45 años) eran más proclives a las fórmulas de

convivencia.

El sustrato teórico de la hipótesis evolutiva resultaba plausible: las personas y grupos sociales

que se socializan en un contexto marcado por las “drogas” tienen muchas más oportunidades

de objetivación, conocen consumidores, incluso han consumido, conocen los efectos, saben de

primera mano de los peligros y de los beneficios; en resumen, han podido construir frente a

las drogas una idea mucho más ajustada, menos estigmatizada, menos manipulada, que la de

aquéllos que sólo vivieron el fenómeno desde la lejanía y la incomprensión.

No es extraño que ese perfil descrito, donde estarían sobrerrepresentadas las personas

jóvenes y también, dicho sea de paso, las más formadas, diera paso a unas fórmulas de

convivencia con las drogas que, a partir de ese momento, iban a adquirir un desarrollo

progresivo.

A vueltas con la normalización del consumo.

A lo largo de los años ’90 continúa ese proceso de avance hacia la objetivación, al tiempo que

se institucionaliza lo que se dio en llamar la dinámica de normalización. En última instancia, de

lo que se trataba era de incluir los problemas de drogas en el espacio común de problemas,

despojándolos de ese halo de especificidad destructiva con que los había connotado la crisis

de finales de los años 70.

Obviamente esto se hizo posible por la concomitancia de diversos elementos. Señalaremos

algunos. En primer lugar, el ya iniciado declive de los problemas que se vivían como

prioritarios: la mala imagen del consumo de la heroína y de sus consumidores hizo que

descendiera claramente el número de quienes se iniciaban (por eso las poblaciones

envejecían), el uso parenteral fue sustituyéndose por el fumado (con la correspondiente

disminución del riesgo para la salud pública), se extendieron mucho los programas de

sustitución y de reducción de riesgos (con lo que no sólo mejoraron los indicadores sanitarios

sino que también lo hicieron, y muy significativamente, los correspondientes a seguridad

ciudadana), y disminuyó la vivencia de desamparo de las personas afectadas y, sobre todo, de

sus familias y su entorno (se acortaron las listas de espera para la atención, se diversificó la red

de recursos…), etc., etc.

Por supuesto, el trascurso de los años fue incrementando el número de personas que, según

la hipótesis evolutiva, se habían socializado en una cultura de las drogas, y que

consiguientemente tenían la posibilidad de visualizar los problemas desde una perspectiva más

objetivadora; una sociedad que, a esas alturas, ya llevaba más de veinte años de convivencia

forzada con la crisis, había ido moderando su miedo, redimensionando su impotencia,

revisando sus paradigmas. Secundariamente, también de forma lógica, cedió en parte el

interés mediático por el tema, y ante todo se le fue despojando de matices dramáticos. El

resultado de todo ello fue que, en una dinámica creciente, la población española se iba

despreocupando de los problemas de drogas, que dejaron de tener presencia prioritaria en la

parrilla de preocupaciones sociales, hasta llegar a desaparecer.

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El correlato de todo lo anterior fue la observación, enunciada en distintos textos, de que, al

margen de los problemas de consumos que pudieran seguir existiendo, lo que estaba

finalizando, si no había ya finalizado, era la crisis de drogas.

Por supuesto que esta situación, que en los análisis indirectos resultaba innegable, no impedía

que en las proclamaciones formales siguiera habiendo una proporción muy significativa de

españoles y españolas que seguían manteniendo posturas confrontadas, al menos en ese

plano de lo formal, con los consumos. En el segundo corte de las investigaciones sobre

percepciones sociales (Megías, E. et al., 2004) aparecen cinco tipos ideales en función de sus

posturas: el catastrofista (18,6%), representante de los perfiles más temerosos de la situación

anterior; el totalizador contra “la droga” (26,8%), muy similar al anterior, del que se diferencia

por entender que “droga” era sólo lo ilegal, rescatando las virtudes positivas del tabaco y del

alcohol; el trivializador (3,0%), que niega los riesgos de cualquier consumo; el permisivo

experimentador (25,8%), que aun reconociendo riesgos entiende que hay elementos positivos,

al menos explicativos, en la experimentación; y el normativista pragmático (25,6%), defensor

de la seguridad pero que cree que esa actitud permite, incluso exige, fórmulas variadas de

convivencia con las drogas. Como se ve, un abanico de posturas claramente expresivo de la

diversidad posible cuando la disminución del peso del estigma unidireccional permite emerger

las otras variables discriminadoras, la ideología, la experiencia propia, el hábitat, la

concomitancia con otras dificultades…

La progresiva eliminación de la vivencia de “crisis” permitió aflorar otros elementos: la

desaparición de postulaciones teñidas de ingenuidad y de voluntarismo (el “no” sin fisuras a

las drogas, los espacios “libres” de drogas…), el cuestionamiento de instrumentos y recursos

sin justificación técnica, el mejoramiento de la imagen de los consumidores (ya no son

necesariamente “toxicómanos” y, si lo son, son enfermos), la disminución de los esfuerzos de

las administraciones frente a los problemas de drogas (también presupuestarios, ¡ay, dolor!),

la preocupación por problemas hasta entonces ignorados (el alcohol en los jóvenes, las nuevas

sustancias), el intento de revivir la alarma, tanto por la creencia de que empezaban a

desatenderse problemas como por la defensa de intereses corporativistas, y que siempre se

vio frustrado, etc., etc.

Ni que decir tiene que todo lo anterior facilitó que, de forma clara, fueran aumentando los

consumos, no los de heroína, y de manera más discutible, que se incrementasen los problemas

(una de las maniobras dirigidas a “resucitar” la crisis fue la identificación de consumo y

problema, como si fueran sinónimos). A su vez, los recursos asistenciales, muchos de ellos ya

sin la sobrecarga asistencial de los años anteriores, iniciaron un proceso de diversificación de

estrategias y objetivos, tanto en el campo de las drogas (programas frente a problemas de

alcohol, programas para adolescentes, programas preventivos…) como en el de los conflictos

concomitantes (violencia entre iguales, TICs, colectivos marginales…).

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Aparece la legitimación del consumo.

Ya iniciados los años 2000, sobre ese proceso sectorial que hasta aquí hemos intentado

describir, incide una circunstancia macro que supone una nueva fase en las representaciones

sociales sobre drogas en España. Comienza una etapa en la que se vive un desarrollo

económico importante y, sobre todo, se instala la convicción de que ese bienestar económico

es una constante, que permite vivir una promesa de futuro con escasos límites. En los distintos

textos que, en esa época, analizan los estilos de vida, los valores sociales y los modelos de

desarrollo, se señala la instalación en la sociedad española de la convicción de que todo es

posible y alcanzable, que se tiene derecho a casi todo lo que parezca deseable, que además lo

deseado debe ser gratis y sin consecuencias negativas, y que si esas consecuencias indeseadas

se daban alguien las iba a solucionar. Es claro que todo ello era producto de unas dinámicas

sociales de las que todos participamos y que, lejos de ser corregidas, fueron alentadas por

unas estrategias de comunicación, económicas, políticas, etc., que se beneficiaban del proceso.

Tampoco puede negarse que esta deriva, que con la perspectiva actual es fácil descalificar, se

acompañó de elementos positivos relativos a las libertades ciudadanas y a los derechos

individuales y colectivos.

En todo caso, respecto a lo que aquí nos ocupa, lo que se produjo fue un clima de valores

sociales que sintonizaban plenamente con la funcionalidad de las drogas. Para romper los

límites, para cumplir la fantasía de la estimulación, para aproximarse al desiderátum del placer

continuamente renovado, para ampliar el disfrute presentista, nada parecía tan sintónico

como los consumos estimulantes, festivos, evasores, o vivencialmente transformadores. Esos

consumos, antes estigmatizados, pasaron a ser un factor de inclusión, que se suponía

encajaba con lo socialmente deseable. Con la condición, eso sí, de que se ajustaran a lo que

marcaba el discurso colectivo, las condiciones que los legitimaban. Esta legitimación dependía

de dos variables esenciales: la edad y las circunstancias del consumo. Había una edad para

consumir; hacerlo antes o después de los límites etarios, marcados con más o menos

flexibilidad, suponía un consumo extraño, improcedente, sospechoso de anormalidad o de

patología. Igualmente, así como la presencia de las drogas en los momentos de ocio, de fiesta,

resultaba correcta y era un signo de normalidad, que aparecieran en los espacios y tiempos del

trabajo era visto como inequívocamente extraño y sospechoso. El discurso colectivo no paraba

en sutilezas y poco importaba que cada quien se encontrase incluido en los rangos de edad

marcados, o que encontrarse mil razones para entender que el momento o la situación de su

propio consumo resultaba legitimable.

El crecimiento de las prevalencias durante toda esta etapa encajaba perfectamente con los

estilos de vida. No era obstáculo que el bienestar económico no impidiera que muchas

personas, sobre todo jóvenes, tuvieran salarios precarios: los salarios, insuficientes para

independizarse, en buena parte se volcaban en el mercado del ocio. Naturalmente, los usos

más estigmatizados (otra vez la heroína y los hábitos residuales de las viejas personas

heroinómanas) no entraban en el juego de las legitimaciones. Estas circunstancias y personas

se situaban decididamente al margen de lo social, e incluso servían de coartada en tanto que

eran vistos como algo anormal, que subrayaba la propia normalidad. Con una terminología

provocadora pero muy descriptiva, en los últimos años del siglo XX y los primeros del XXI, en

España, en lo que se refiere al fenómeno “drogas”, parecían existir dos parques temáticos: el

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gran espaciotiempo de la diversión del fin de semana, que se achacaba básicamente a los más

jóvenes, y el ghetto terrible de algunas zonas marginales de las grandes ciudades, esos

mediáticos “supermercados de la droga”, donde se encerraban las, afortunadamente no

muchas, no personas (al menos, no personas sociales).

Los consumos como fenómeno cultural.

En este juego de legitimaciones, en este encaje finalista entre las drogas y el entramado de

valores sociales, va perdiéndose la catalogación de problema de los consumos. O, más

exactamente, se va disociando la percepción sobre los consumos: algunos de ellos, los que se

sitúan al margen de la legitimación, son “anormales”, propios de personas con problemas

físicos o morales; son estigmatizados y segregados y se convierten en salvaguarda, en tanto

que negativo, de la propia “normalidad”. Otros, los legítimos, son algo “natural”, íntimamente

admisible, manejable, emergente de un modelo social en el que disfrute del bienestar resulta

no sólo comprensible sino hasta cierto punto admirable.

Por esa vía, el constructo sobre el consumo llega a ser visto, antes que como problema, como

fenómeno cultural, explicable, comprensible y funcional, por mucho que, eso no se podía

negar, pudiera ser causa de problemas. Como tal fenómeno cultural no precisaba de

justificaciones puntuales; no era preciso hipotetizar unas motivaciones personales

diferenciadas; se consumía bajo el paraguas de una explicación “social”: las cosas eran así por

razones de las dinámicas colectivas y lo que podía resultar extraño era cuestionar esos

automatismos. Esta explicación de los usos de sustancias psicoactivas quizás sea parcial (por

supuesto que lo es; las representaciones sociales nunca cambian en bloque) y radical, pero

creemos que indica una tendencia indiscutible en aquellos años. O si no, más allá de las

preocupaciones puntuales, y por supuesto sinceras, que los comportamientos de sus propios

hijos e hijas procuraban a los progenitores, ¿no es cierto que esos padres y madres daban por

sentado que los adolescentes, el grupo de pares de sus hijos, consumían e iban

inevitablemente a consumir en su “marcha” del fin de semana? ¿Alguien se imaginaba ese

fenómeno social, la “marcha”, desprovisto de los ritos de consumo? Si a alguien se le

preguntaba qué valores, qué motivaciones impulsaban a alguien a emborracharse de vez en

cuando, a fumar unos “porros”, a “meterse una raya” o a “comerse” alguna vez un “ácido”, la

respuesta masivamente mayoritaria (no estamos inventando, este es el resultado empírico de

una investigación ) era: “Ah! Esos son los jóvenes”.

Las derivaciones de estos cambios en la representación resultaban obvias: aumento de los

consumos lúdicos, despreocupación real no desmentida por proclamaciones formales de “lo

malas que son las drogas”, pérdida del interés colectivo por la cuestión, desatención mediática

salvo hacia los dos “parques temáticos”, el botellón y los supermercados de la droga,

tendencia a derivar la atención de los problemas a las redes generales , donde se atienden los

problemas derivados del funcionamiento social, énfasis en las estrategias oficiales de control

mantenidas en parte por inercia, y para hacer honor a lo políticamente correcto, y vuelco de

las posturas sociales que se hacen mucho más proclives a la flexibilización del tratamiento

legislativo y normativo (con algunas excepciones: las sustancias consumidas por los

marginales, las propias de “toxicómanos”; el tabaco, que despierta todo el victimismo de los

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“fumadores pasivos”; y esos epifenómenos, mediáticos y minoritarios, que periódicamente

despiertan un pico de alarma colectiva, “drogas caníbales”, “burundangas” y similares).

Ante esta deriva, los problemas que van apareciendo adquieren un tono diferencial. Por un

lado, ya lo decíamos, pasan a ser vistos menos como las emergencias conflictivas de un

“problema global y específico”, el de “la droga”, y más como las derivaciones y consecuencias

de un comportamiento colectivo problemático, igual que la velocidad en las carreteras, los

excesos alimentarios o la práctica imprudente de deportes de riesgo. Esto conlleva la aparición

de unas líneas de pensamiento oficial que debilita la continuidad de los recursos específicos

montados al socaire del Plan Nacional sobre Drogas; lo que, a su vez, más allá de la inevitable

merma de calidad, al menos inicial, de la asistencia de los problemas que pervivan, supone el

despertar de una grave inquietud en las organizaciones del Tercer Sector afectadas.

La inquietud descrita, y la lógica consecuencia de buscar aspectos justificativos de la tarea,

llevaron a algunas de estas organizaciones (“No hay mal que por bien no venga”, Franco dixit)

a percibir una nueva dimensión de la realidad de los problemas; constataron que estos

problemas nunca aparecían aislados, como una entidad cerrada. Los problemas de drogas, en

su génesis y en su desarrollo, van dialécticamente entremezclados con factores sociales,

estructurales y culturales, con otros conflictos diferenciados (disfunciones en la socialización,

desajustes en el desarrollo personal, alteraciones de la interacción, etc.), y con otros riesgos

psicosociales entre los que los médicos o los psicológicos no son necesariamente los más

importantes. Claro que abrirse a esa nueva realidad, más compleja, condicionaba la necesidad

de cambios en la manera de trabajar, en todos los ámbitos pero primordialmente en el de la

prevención.

Fijándose en esta tarea de la prevención salta a la vista que anticiparse a unos problemas que,

al menos en su origen, hunden las raíces en los valores colectivos, que forman parte, nos guste

o no, de lo cultural, conlleva modificar sustancialmente los parámetros de análisis, los

objetivos de la acción, las estrategias de intervención, los recursos operativos, los agentes de

mediación, incluso el marco comunicacional y las propuestas sensibilizadoras. Como también

resulta evidente que la normalidad con que se percibe la presencia de drogas, legales o

ilegales, en ciertos ritos sociales, obliga a cambiar el fin último de la prevención (lo de las

ciudades o la juventud “libres de drogas” se convirtió en una proclama que, más allá de inane,

que ya lo era, resultaba ridícula en la medida en que la ciudadanía no la creía posible, incluso

llegaba a dudar de que fuese algo deseable).

La pena fue que esta necesidad de revisión, esta “refundación” de los recursos, este esfuerzo

de conceptualización se hicieron especialmente evidentes justo cuando era más complicado

llevarlos a cabo: cuando impactó en España la crisis social y económica.

El impacto de la crisis

Tras una década de ese panorama socioeconómico descrito, en 2008, aparece de forma aguda

una importante crisis determinada, más allá de factores globales, por la quiebra de la

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“burbuja” de la deuda, más pública que privada (por mucho que se achaque a los españoles

haber vivido “por encima de sus posibilidades”), concretada en la “burbuja del ladrillo”.

Ante esa crisis, la primera reacción de los españoles es “no darse por enterados”; se ignora una

situación que, de momento afecta sobre todo a grupos muy concretos, antes que a nadie a los

inmigrantes económicos de los últimos quince años. La crisis se interpreta como algo

episódico, que forma parte de los ciclos económicos esperables, y que no exige nada más allá

que “agazaparse” en espera de que las aguas vuelvan a su cauce. Este espejismo tranquilizador

se hace añicos en Mayo de 2010 cuando el gobierno reconoce oficialmente la debacle y pone

en marcha unas medidas, muy duras, que (éstas sí) afectan a muchísimos ciudadanos y

ciudadanas.

Enseguida, en el ámbito del “sector drogas”, surgen algunas preguntas inevitables. Desde el

conjunto del sector: “¿cómo afectará esta crisis a los consumos?”. Desde las ONGs, la cuestión

lógica: “¿cómo se verán afectadas las organizaciones?”. Ante la primera cuestión, parecía de

sentido común una respuesta: puesto que habrá menos dinero para todo, se reducirá el

consumo lúdico y experimental; y puesto que habrá más estrés, aumentarán los usos

funcionales de las sustancias que sirven para calmarlo, el alcohol y los psicofármacos. Si la

crisis se prolongaba, habría que ver cómo evolucionaba todo. La respuesta a la segunda

pregunta era también desgraciadamente previsible: algunas organizaciones del sector

desaparecerían y el resto tendrían que enfocar gran parte de sus esfuerzos en la tarea de la

supervivencia, con menoscabo de otras exigencias.

La evolución de las cosas pareció demostrar el acierto de ambas premoniciones. Las

prevalencias de prácticamente todas las sustancias, sobre todo en los tramos más propios de

la experimentación, fueron disminuyendo (no hay datos fehacientes sobre el otro aspecto de

la primera respuesta, el presunto aumento del uso de psicofármacos y alcohol). Y, las ONGs

reaccionaron como estaba previsto (no era difícil adivinarlo); un ejemplo muy esclarecedor es

el de la peripecia de la PODA, plataforma de organizaciones que trabajaban en drogas y

adicciones, que se creó con el objetivo explícito de analizar, debatir, consensuar y proponer a

las administraciones un modelo de intervención revisado y ajustado a los nuevos, más

complejos, desafíos, y que vivió una penosa andadura por causa de la lógica desatención de

unas instituciones absorbidas por la búsqueda de la supervivencia, hasta su disolución al cabo

de tres años (por cierto, cediendo sus activos a la RIOD).

Paralelamente, la representación social, no podía ser de otra forma, experimentó notables

cambios. Entre los jóvenes se vio afectada por el movimiento de activismo, de desafección

institucional, de ruptura con las adscripciones políticas tradicionales, el bipartidismo, que

determinó la grave situación de desempleo, de precariedad, de inseguridad, de quiebra del

contrato social implícito que venía funcionando desde hacía décadas (“si te formas y no

rompes las reglas de juego, te prometemos trabajo, autonomía y progreso”). En la población

más adulta, que parecía haber asumido el reproche de imprudencia, despilfarro y frivolidad

causantes de la crisis, se evidenció lo que podría calificarse como un retorno a las virtudes

tradicionales; algo que en su momento describimos como “efecto resaca”, un malestar culposo

que te lleva a protestas de cambio de hábitos y a promesas de conversión; y que siempre lleva

a preguntarse si esas vivencias son profundas y duraderas.

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Al menos en el plano del pronunciamiento formal esos cambios en la representación

supusieron un mayor rechazo, un alejamiento del reconocimiento de la funcionalidad lúdica de

las drogas, que incluso se tradujo en una tendencia al endurecimiento normativo; excepto para

el cannabis, que como luego veremos vivía una andadura particular. De hecho, en el último

corte por el momento sobre percepciones sociales (Rodríguez San Julián, E., Megías, E. et al.,

2014), aparecen cinco tipos ideales, que suponen una quiebra, en los sentidos expresados, de

las tendencias de las tres décadas anteriores.

Ya lo decíamos: está por ver si esas actitudes de mayor rechazo se mantendrán en el tiempo, si

el efecto resaca y las buenas intenciones que lo acompañan resultarán más duraderos que lo

que habitualmente son los proyectos que brotan en las situaciones de resaca real, no

metafórica.

¿El futuro?

Parece que la sociedad española está saliendo de esa crisis que tanto golpeó las

representaciones y, aparentemente, las conciencias; si bien no todo el mundo lo consigue y,

quienes sí, lo hacen cojeando sensiblemente.

En el ámbito de los consumos psicoactivos, más allá de los efectos señalados de retorno

formal a la moral más ortodoxa, de búsqueda de soportes normativos rígidos y severos

(obviamente para calmar las inseguridades de todo tipo que se instalaron), de recorte de las

expectativas de bienestar (que hay que ver si se mantienen y en qué medida), nos vemos

resituados frente a los desafíos que el “sálvese quien pueda” de los años críticos impidieron

enfrentar. Tenemos la experiencia de cómo son las cosas en el contexto de la representación

pero no hemos respondido a las preguntas que surgen del análisis de ese contexto.

Ante un futuro lleno de incógnitas, más que aventurarnos a promover cambios concretos, es

posible que lo más lógico sea replantear preguntas a debatir y contestar entre todos y todas

- ¿Cambió el tipo de problemas que se presentan?, ¿su número?, ¿su magnitud?

- ¿Cambió la forma en que estos problemas se perciben socialmente?

- ¿Cambió la forma en que se comunican?

- ¿Cambiaron las demandas sociales al respecto?

- ¿Cambió el perfil de las personas que sufren los problemas?, ¿su número?

- ¿Cambiaron los instrumentos y recursos de respuesta?, ¿su suficiencia?, ¿su eficacia?

- ¿Cambió la metodología de intervención?, ¿se adaptó ésta a los posibles cambios?

- ¿Cambiaron los objetivos buscados con las intervenciones?

- ¿Cambió la interpretación de las causas, de la génesis de los problemas?

- ¿Cambiaron las políticas?

- ¿Hemos revisado nuestros objetivos operativos?

- Aunque nuestra acción sea concreta y acotada, ¿en qué medida nos influye el contexto

global? ¿Tenemos en cuenta esa influencia?

- La intervención preventiva sobre un fenómeno imbricado en la cultura ¿puede ser la

de siempre? ¿realizada por los mismos agentes?

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- ¿Qué hacemos si socialmente deja de percibirse como problema lo que nosotros

creemos que lo es?

- ¿Qué hacemos si dejan de considerarnos necesarios?

- Los objetivos de la prevención ¿deben atender prioritariamente a la reducción o

eliminación de los consumos? ¿o deben fijarse más en las condiciones de la persona,

consumidora o no?

- La diana de nuestra atención ¿debe ser el individuo? ¿el grupo? ¿las sustancias?

Y preguntas de carácter global

- ¿Sigue habiendo “un problema de drogas”, que exija una respuesta común?

- ¿Hay un “problema de drogas” específico, diferenciado, que pueda y deba tratarse

aisladamente de otros problemas sociales?

- Coherentemente con lo anterior ¿debe sostenerse una red de recursos planteada para

dar respuesta específica a unos problemas concretos y diferenciados; que no se ocupe

de otros problemas sociales? ¿tiene que aumentar? ¿tiene que desaparecer?

- Aunque haya problemas comunes ¿las respuestas, las soluciones, pueden y deben ser

comunes y universales?

- ¿Ha cambiado nuestro contexto social? Si lo ha hecho, ¿eso ha transformado los

problemas?

- ¿La ciudadanía espera lo mismo de nosotros?

- ¿Han cambiado los límites de lo posible y lo imposible? ¿de lo deseable?

- Ante la posible desatención social de nuestra tarea ¿debemos reivindicarla? ¿es

preciso esforzarse en mostrar la continuidad y gravedad de los problemas¿ ¿tiene

sentido tratar de reeditar la crisis?

- ¿Tenemos que posicionarnos ante los avances de la regulación de los consumos?

- ¿Creemos que nuestros criterios, opiniones y preocupaciones son los que deben

orientar las políticas? ¿que priman sobre las lecturas políticas, antropológicas,

económicas, culturales?

Y mil preguntas más, dependiendo del espacio en que cada cual se mueva.

Una mirada diferenciadora. El caso del cannabis.

(El siguiente texto es un extracto del artículo “La representación social del cannabis”, de

Megías Valenzuela, E. et al., en GEPCA, “Cannabis, de los márgenes a la normalidad”, Ed.

Bellaterra, Barcelona, 2017. Ha sido publicado anteriormente en una edición no venal : GEPCA,

“Cannabis: propuesta de un nuevo modelo de regulación”, Ed. Bellaterra, Barcelona, 2017)

No hay ninguna duda de que la representación colectiva del cánnabis y sus consumidores es la

que más cambios ha experimentado de entre todas las relativas a sustancias psicoactivas,

desde la imagen marginal predominante hasta los años 60 a la de producto natural con riesgo

controlable que domina en la actualidad.

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Podrían señalarse diferentes hitos en esa evolución.

1. Consumo marginal y localizado en poblaciones específicas: antiguos legionarios,

personas relacionadas con la pequeña delincuencia, con los “barrios chinos”, etc. Esta

imagen acotada, ajena al “conjunto social sano”, no ponía en riesgo la estabilidad

colectiva, no despertaba especiales preocupaciones y permitía una cierta “tolerancia”,

instrumental y un tanto alienadora.

2. Etapa de ideologización del consumo (no sólo del cánnabis pero muy especialmente de

él), que se va desarrollando claramente en la década de los 60 y buena parte de los 70.

El cánnabis aparece como elemento identitario de un grupo, básicamente un grupo

juvenil, que lo pone al servicio de una contestación global de lo establecido; una

contestación de carácter generacional, social, ritual, política, o de valores y estilos de

vida.

La imagen va disociándose: un grupo minoritario que va consolidando una imagen

positiva del consumo y una mayoría social que, al hilo de un clima comunicacional que

confunde y mezcla todos los aspectos ideológicos señalados, va cuajando una visión

estigmatizada, que tiende a confundirse con otras drogas.

3. El estallido de la crisis de drogas protagonizada por los consumos de heroína desde

finales de los 70 condiciona un clima perceptivo de intensa alarma, casi de pánico

moral, que contamina inevitablemente la imagen del cánnabis, que para una mayoría

social pasa a integrarse de manera muy confusa en el concepto de “droga”, un

concepto alienado por ese pánico moral al que hacíamos referencia (obviamente sin

negar los graves problemas objetivos que afectaron a grupos significativos de

población, sobre todo de jóvenes).

4. La convivencia social con los problemas de drogas va contribuyendo a su normalización

y objetivación. Comienza a advertirse claramente un hiato perceptivo que separa a la

población que se ha ido socializando en contacto con las drogas, que puede tener de

ellas una imagen negativa pero siempre más realista y menos manipulada que aquella

otra que sostienen los grupos que, por su edad, vivieron la crisis de drogas de forma

más lejana y alienada.

El cánnabis comienza a configurarse como el producto que expresa más claramente las

diferencias entre esas dos percepciones.

5. Desde la década de los 90, la sociedad española (en el contexto de un clima social muy

determinado) introduce elementos de legitimación del consumo: básicamente cuando

se tiene la edad apropiada y cuando no supone riesgos para la productividad o para

terceros. Esto suaviza las posturas frente a las drogas y, específicamente, extrema el

proceso del cambio de imagen del cánnabis: producto natural, de riesgos controlados,

legalmente prohibido pero bastante aceptado socialmente. La percepción del

cánnabis, que para una minoría siempre ha estado próxima a la de las sustancias

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legales, comienza a confundirse con la del consumo de alcohol de los jóvenes para una

gran parte del conjunto social.

6. En este momento, en el conjunto de la población española, pueden señalarse

diferentes evidencias en relación con la percepción del cánnabis.

Se señalan riesgos en su consumo, riesgos evidentes, pero menos que los

atribuidos a otras drogas y más próximos a los que se relacionan con el

alcohol.

Su imagen es claramente diferenciada de las de otras drogas: menos peligrosa,

con efectos diferentes (no estimulantes o euforizantes, ni tan relacionados con

el placer como con el “buen rollo”).

La imagen de los consumidores está bastante integrada, sin que lleve

aparejada por sí misma una dinámica de marginación.

Ha evolucionado drásticamente la opinión de la población general sobre el

manejo legal: en este momento, entre 15-64 años, son mayoría quienes

aceptarían fórmulas reguladas de acceso al consumo, y también fórmulas de

venta controlada (a adultos, claro).

También son mayoría en la población general quienes aceptan a los clubs

cannábicos como una forma útil y aceptable de regulación del consumo.

Estas mayorías contribuyen a la conformación de unos “tipos sociales ideales”,

un perfil de ciudadanos y ciudadanas que defienden distintas fórmulas de

regulación del consumo porque ponen en primer plano los efectos negativos

de la prohibición, porque entienden que sería la mejor forma de controlar los

riesgos, porque ven esos riesgos como asumibles y, en todo caso, porque

diferencian totalmente el cáñamo de “las drogas” (sería más como el alcohol).

Obviamente, aunque ya minoritarios, siguen existiendo grupos en

confrontación plena con la sustancia y su consumo; incluso en determinados

perfiles de expertos o responsables institucionales.

En la explicación de los drásticos cambios perceptivos que se han ido señalando no faltan

intentos de deslegitimación, que atribuyen el proceso a una manipulación intencionada de una

opinión colectiva moldeable y engañada. Es claro que sería ingenuo negar la existencia de

intereses particulares y de estrategias gananciales de determinados grupos (en un sentido u

otro); pero no parece lógico hacer tabla rasa de las vivencias, opiniones y percepciones que

una sociedad (con toda su complejidad y ambivalencia) ha ido acuñando a lo largo de más de

tres décadas de intensa convivencia con una realidad, la de los consumos del cánnabis; como

tampoco se antoja muy legítimo desvalorizar de entrada las posturas del cuerpo social, por

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entenderlo manipulado y por considerarlo incapaz de construir una representación propia y

madura.

Cuando se juega en otro campo: el alcohol

No viene al caso extenderse aquí en consideraciones sobre los consumos de alcohol en España

y los problemas derivados de los mismos. Parece difícilmente objetable el hecho de que estos

consumos condicionan, de lejos, muchos más problemas que las otras drogas psicoactivas

juntas. Tampoco puede negarse que, pese a lo anterior, siempre refiriéndose a España, nunca

se tuvo conciencia social de que eso supusiera un problema y, de hecho, hasta hace

relativamente poco, no hubo ninguna iniciativa preventiva o correctora seria, menos aún por

iniciativa de las administraciones.

Aquí nos limitaremos a apuntar algunas cuestiones que pueden servir de explicación, siquiera

parcial, de lo anterior.

La ausencia de una vivencia de problema en la representación social sobre el alcohol

obviamente se correlaciona con la larga presencia histórica de esa sustancia, con los intereses

sobrevenidos por esa presencia, tanto sociales como económicos, con la amplia y profunda

ritualización de los consumos y con su importancia cultural (no sólo significativa por la

intensidad de los impactos, sino significante en tanto que constructora de cultura).

El contraste entre esa representación y la realidad visible de muchos problemas se ha

explicado tradicionalmente con un sofisma que funcionaba perfectamente como coartada: “el

problema no es beber, es no saber beber”. Por eso, en una observación de “brocha gorda”,

quienes se salían de la normalidad, aquellas personas que “no sabían beber”, que no sabían

hacer lo que se suponía que la inmensa mayoría sí sabía, tenían que estar afectadas de unos

déficits evidentes, de carácter personal, estaban locas, o de carácter moral, eran viciosas; no

era extraño por tanto que las salidas arbitradas para esas personas fueran el manicomio o la

cárcel. Así fue durante mucho tiempo, sin más inquietudes al respecto.

Las llamadas de atención de sucesivos agentes, regeneracionistas, miembros de corporaciones

religiosas, sindicalistas, salubristas, psiquiatras…, cayeron en saco roto, sin modificar ni

siquiera epidérmicamente la representación. Incluso cuando, al correr del tiempo, cuando ya

no era posible seguir negando los problemas, aparecieron intentos, siempre más bien tímidos,

de articular unas normas de control que minimizaran los riesgos, las reacciones corporativas y

en última medidas sociales hicieron estériles esos intentos.

En esta situación, la sociedad española, al filo de los ’80 del siglo pasado, parece despertar de

su modorra y proclama, alarmada, que tenemos un gran problema con el alcohol. A lo que se

refería era a que había surgido una forma de beber en los jóvenes, que se apartaba claramente

de lo establecido, que resultaba muy extraña y que inquietaba enormemente por su rareza y

por combinarse con otras características que subvertían el orden social.

Desde entonces, como el rayo que no cesa, hay un continuo machacar con la advertencia de

los graves problemas que implica esta manera de beber. La bebida de los jóvenes se ha

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convertido en “el problema de alcohol en España” y no se adivina si se trata de una visión

sincera y alarmada, en todo caso manipulada, o es antes que nada una coartada para no

enfrentar los problemas auténticos, los que afectan a toda la sociedad. Lo que en todo caso

parece cierto es que enfrentar la manera de beber de los jóvenes sin entender que tiene sus

raíces en la forma en que lo hace el conjunto social, emprender la prevención dirigiéndose

excluyentemente a las franjas juveniles, como si los mayores no tuvieran nada que ver con la

cuestión, es un falseamiento tan evidente que hace inevitable el fracaso aunque sólo sea por la

deslegitimación de los discursos.

Es algo que merece reflexión. Como también, desde nuestro punto de vista, la merece ese

empeño de los expertos en tratar al alcohol como una “droga”; es obvio que, de acuerdo con

los parámetros de la O.M.S. lo es; también es obvio que una población que se ha socializado en

la cultura del alcohol, que lo vive como algo próximo, cotidiano, nunca va a aceptar que se le

califique como “droga”, que es un término que se reserva para lo extraño. No acaba de

entenderse por qué para hablar de los riesgos del consumo de alcohol hay que empecinarse en

catalogarlos de una manera que produce en muchos un profundo rechazo. Los esfuerzos

dilapidados en esta batalla retórica parecen desproporcionados e ineficientes; no resulta

sensato comenzar un diálogo que se antoja difícil pidiendo al interlocutor que pase por el aro

de una rendición previa, aceptando tu forma de calificar las cosas. Es clara la exigencia de

abordar los problemas de alcohol; pero también parece razonable hacerlo de manera distinta a

como se hace con problemas que se viven mucho más raros, más alejados, menos propios de

lo íntimo y de lo que se reconoce como socialmente útil y aceptado.

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ENLACES DISPONIBLES

(Todos los textos editados por la FAD están disponibles de forma gratuita en su página web)

https://www.fad.es/node/5463

https://www.fad.es/node/5451

https://www.fad.es/node/583

https://www.fad.es/node/3918

https://www.fad.es/node/3917

https://www.fad.es/node/3916http://adolescenciayjuventud.org/que-hacemos/monografias-

y-estudios/ampliar.php/Id_contenido/73899/tipo/9/

https://www.fad.es/node/6415