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EL CID, PERSONAJE MOZÁRABE La grandeza del Cid obliga a transferir el es- tudio de su personalidad del plano psicológico ai histórico. Su perfil sólo adquirirá la dureza necesa- ria para no estar a merced de las interpretaciones pasionales cuando se le considere como una necesi- dad histórica. Cuando se le vea erguido no sobre unas reacciones personales, motivadoras de heroís- mos y de entusiasmos egregios, sino sobre unos pos- tulados culturales que lo aclaren y conviertan en símbolo. Y no símbolo de abstracciones, más allá de las exigencias meramente históricas, como de la lealtad, del valor, del amor a la Patria, sino cifra y resumen de concretos y reseñables movimientos co- lectivos con su marco cronológico. No son valores éti- cos los que juegan al calibrar una personalidad tan «n el ápice de la publicidad como la del Cid, capaz de provocar adhesiones tan desmedidas como las de sus mesnaderos, y odios y recelos como los que des- pertaba entre los cortesanos. En el drama del Cid debe de haber algo más profundo y auténtico que la pura sugestión personal por muy hazañosa que se exhiba y que nos dé la clave de tantas simpatías y rencores tan obstinados. Con medidas puramente hu- manas y sin dimensiones históricas es imposible ex- 109

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EL CID, PERSONAJE MOZÁRABE

La grandeza del Cid obliga a transferir el es-tudio de su personalidad del plano psicológico aihistórico. Su perfil sólo adquirirá la dureza necesa-ria para no estar a merced de las interpretacionespasionales cuando se le considere como una necesi-dad histórica. Cuando se le vea erguido no sobreunas reacciones personales, motivadoras de heroís-mos y de entusiasmos egregios, sino sobre unos pos-tulados culturales que lo aclaren y conviertan ensímbolo. Y no símbolo de abstracciones, más allá delas exigencias meramente históricas, como de lalealtad, del valor, del amor a la Patria, sino cifra yresumen de concretos y reseñables movimientos co-lectivos con su marco cronológico. No son valores éti-cos los que juegan al calibrar una personalidad tan«n el ápice de la publicidad como la del Cid, capaz deprovocar adhesiones tan desmedidas como las desus mesnaderos, y odios y recelos como los que des-pertaba entre los cortesanos. En el drama del Ciddebe de haber algo más profundo y auténtico que lapura sugestión personal por muy hazañosa que seexhiba y que nos dé la clave de tantas simpatías yrencores tan obstinados. Con medidas puramente hu-manas y sin dimensiones históricas es imposible ex-

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plicar la reiterada desconfianza real y la propensión,,digamos ex-céntrica, del Cid, y su afición por las em-presas marginales a las que exigía los destinos delos estados cristianos españoles. En esta voluntadde singularidad del Cid y en esta aprensión de Al-fonso hay algo más que motivaciones de tipo perso-nal. Algo más que un complejo de envidia o de odio.Grandes fueron las hazañas del Campeador, y, sinembargo, su huella en las rutas históricas de Es-paña fue tan leve que casi desapareció con su muer-te. Su esfuerzo gigantesco no se ayuntó hombro conhombro con los de otros adalides contemporáneos.Allí queda solitario y encumbrado, teniendo queser recog-ido por la poesía para que resulte modélicono desde un punto de vista nacional, sino humano.Y la fidelidad y la bravura y hasta el amor conyu-gal se consignan como virtudes individuales de estehombre extraordinario, desplazado, según la poesía,.en virtud de la entereza de estas mismas virtudes,de las nacionales decisiones de la Corte. Y así hacorrido por la literatura este héroe insolidario, su-geriendo conflictos y fervores capaces de ser dra-matizados y exaltados poéticamente, afín a los ti-pos épicos cuya preeminencia se encuentra más alládel tiempo y del espacio. Esta misma aptitud de poe-tización lo desintegra del bloque nacional, donde to-dos los esfuerzos de una época tan crítica como lade la vida del Cid se-consumían y desindividualiza-ban en empresas colectivas. La singularidad de nues-tro héroe no proviene de un heroísmo excepcional,sino de la soledad de sus hazañas.

Hay en el fondo de toda poesía popular un cantoal rebelde. Se canta a aquél tocado directamente por

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los dioses, cuyo esfuerzo proviene de un destino-personal y cuyos heroísmos no los provoca ninguna

• genérica obligatoriedad. Los tipos épicos plantansiempre sus tiendas en los bordes de los campamen-tos. Y sus pesares y sus ímpetus hazañosos rara vez:coinciden con las fortunas y con las miserias de suclan. A estos protagonistas de poesía los rodea entodos los momentos una aureola de desterrados. Enel fondo de sus heroísmos se sienten solitarios y cer-cados por la misma grandeza de su personalidad-Todos ellos —y el Cid no es una excepción-—• reali-zan empresas que por gigantescas que sean se ex-tinguen con su vida. Su eficiencia no alcanza mu-cho más allá del radio de acción de su brazo. Poreso el capítulo más melancólico es aquel de la dis-persión de los compañeros del héroe cuando, faltos.del destino hazañoso que los encuadraba, se encuen-tran sin tierra ni ideales que los sustenten.

Esta, poetización no es más que la sublimacióndel aislamiento. Allá quedan los héroes aislados, en-tregados a -sus rencores. Pero los aqueos son desba-ratados bajo los muros de Troya, y el Rey de Leóntiene que levantar el sitio de Zaragoza. Lo poetiza-ble de su heroísmo proviene precisamente de esazona de insularidad y desvío de la obligación colec-tiva. Se ve entonces al • héroe entregado a sus pro-pias fuerzas, ausente de ese contagio de poder queemana de una organización estatal con su ruta des -flanqueada a todas las asechanzas.

La aventura es siempre extravío. Y el pueblo,siempre sedentario, aposado sobre la gleba, ve, coauna nostalgia que hace derivar en canciones al hombremarginal, al que marcha sesgado a la ruta de su fiero-

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po. En él se simboliza un disconformismo que al poeti-zarse rebasa los concretos motivos históricos que lo su-gieren. Y cifra en el personaje solitario unas virtu-des que, en cierta manera, disculpen y justifiquensu soledad. Lo hace moverse siempre en clima dra-mático. Su destino encrespa la normalidad cada vezque intenta apartarse de las hazañas singulares. Sudesarraigo es su tortura y, al mismo tiempo, la ra-zón de ser de sus triunfos. Y su fatum estriba ensu incapacidad de legalidad, en una reiterada obs-tinación de todos los elementos a un encaje normaldel héroe en su tiempo. Porque el fondo de amar-gura de estos, héroes radica en esa contradicciónentre sus anhelos y sus hazañas. Esto es muy pe-culiar de los héroes germánicos, con los cuales elCid poetizado tiene muchas analogías. Una espe-ranza de fidelidad rebrota siempre, pero se ve dificul-tada por la inaccesibilidad de monarcas a quienesservir. En el fondo de su alma, pese a los desbordan-tes botines, sienten la intrascendencia de sus haza-ñas. Quedan estas hazañas prendidas en perviven-cías poéticas. Pero inoperantes históricamente.- Unaseriedad de desterrado sombrea los momentos mástriunfales. Y es precisamente sobre las nuevas tie-rras conquistadas con sólo la eficacia personal delhéroe donde surge reavivado el recuerdo de los vie-jos campos natales. En vano las rutas victoriosassatisfacen ios apetitos poéticos del pueblo. Una en-trañable desazón obliga al héroe a mirar como ex-trañas aun aquellas venturas que ha conquistado•con su esfuerzo.

Hay una misteriosa coincidencia de todos losmitos heroicos en el carácter expiatorio de ias ha-

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zanas. Se convierten así en trabajos cuya áspe-ra realización purifica al desterrado, que sólo deesta manera puede advenir a la gracia de los dio-ses. En este esfuerzo, la poesía popular, con oscurasmotivaciones, quiere ver la sanción de su singulari-dad. La insolidaridad de los egregios sólo a costade renovados y altivos sacrificios es posible mante-nerla. Pero la musa popular carente de visión histó-rica tiene que explicar el desvío del protagonista porcausas estrictamente personales y genéricas. Son ac-titudes humanas intemporales que han de conmovera las generaciones en la intemporalidad del poema.

Pero esta excepcionalidad de los hombres señe-ros con aficiones colectivas tiene que basarse en te-ínas también colectivos. Si contemplamos la vida deestos héroes en función de los movimientos históri-cos de su tiempo, nos encontramos con que han re-presentado algunos de esos estados de opinión quepor su carácter retardatario o innovador han sidoexcéntricos al entonces imperante. Quedan así es-tos hombres, exentos de caprichosidad, subordina-dos a una dimensión histórica que no los despoetiza,pero nos lo aclara. Ellos, tan solitarios y desarrai-gados de su vida, quedan después de esta explica-ción homogéneos con su generación, adscritos al cua-dro de fenómenos con justificación histórica. Sobreel pavés de la poesía estos hombres se nos aparecensimbolizando corrientes culturales que quizá no ha-yan coincidido con la fluencia normal de su época,pero que han sido, sin embargo, lo bastante vigoro-

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sas para su recuerdo poético por el pueblo. Y a juz-gar por los ejemplos que de estas heroizaciones noshan quedado, podemos formular casi con valor deley que los héroes poematizados encarnan anhelospopulares que se ven contradichos y violentados porotras fuerzas políticas que acaban por predominar.La nostalgia por estos héroes es la del pueblo porsus ideales. En la perenne melancolía que anida enel fondo de estos expatriados, revive el pueblo susdecepciones. Un sentido tradicional de la vida es elque generalmente encarnan. Nuevas exigencias cul-turales los desplazan de la dirección de la sociedad,y allá queda en la poesía, justificando esos islotessueltos de sus hazañas con motivos puramente hu-manos, capaces de ser intuidos genéricamente.

Con estas prevenciones advengamos al Cid y noslo encontraremos efectivamente situado en la entra-ña de una de las actitudes culturales que se disputanen su tiempo la dirección de España. Es ya tópicala consideración de este siglo xi como uno de losmás críticos de nuestra • historia. Con él se inaugurauna mentalidad que ha de continuar durante todala Edad Media, eclipsada a veces, otras triunfante,pero alentando siempre a nuestros mejores monar-cas y políticos. En este siglo España' entra en la ór-bita del europeísmo, sacudiéndose heroicamente ara-bizaciones y orientalisinos que desde hacía tres si-glos conformaban lo mejor de nuestra cultura. Lostestimonios culturales del siglo x son netamente deabolengo musulmán. Es extraña, y sólo comparablea las modernas adaptaciones misionales de la icono-grafía cristiana a las culturas exóticas, la encarna-ción de las ideas más ortodoxamente romanas en

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formas afro-andaluzas. Las miniaturas de este siglonos revelan una sociedad arabizada en donde la pa-sión más explosiva y delirante se expresa en rit-mos lineares y cromáticos de inspiración oriental. Esaterrible violencia espiritual que acreditan estas figu-rillas desorbitadas de los códices continuará en elsiglo siguiente, pero ya uniendo estas formulacio-nes árabes con tipos expresivos europeos. Pero enel siglo x existe en toda España una unidad de for-mas, a lo menos en su radical normación, que per-mite adscribir nuestro país al ciclo cultural musul-mán. La intensidad de la mozarabización de Españaobliga a considerar todas las manifestaciones artís-ticas de esta época no como peculiares de una escue-la, sino de un período. No había opción para la sen-sibilidad. Todas las necesidades expresivas se des-arrollaban dentro de una atmósfera que condiciona-ba su mozarabismo. Junto a la corriente culturalafro-andaluza, no había otra que pudiera equilibrar-la ni a la que acogerse en nombre de ningún prin-cipio político. El tradicionalismo visigodo —en elrito, en la letra— se había consustanciado con unacultura cuyas formas expresivas eran de inspiraciónárabe. Se afianzaba así la insolidaridad de Españacon el resto de Europa, al estar garantizadas estasformas andaluzas con un núcleo tradicional del másegregio recuerdo. El barroquismo formal mozárabealbergaba una continuidad de los modos visigodos,que iban muy bien, por otra parte, con las aspiracio-nes de la monarquía asturiano-leonesa, a suceder yrepresentar a la monarquía visigoda. Pero estadualidad, que tan patéticamente conforma la historiade España, iba muy pronto a rectificar desde su raíz

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todo el aparato cultural mozárabe. Una vez más laevolución histórica de España se realiza por tajan-te sustitución de los contrarios, por 'un desplazamien-to de los modelos andaluces por sus antagónicos eu-ropeos. No es Córdoba sino Roma la que dirige enel siglo siguiente la cultura española. El siglo xi esun siglo en España que pudiéramos llamar ístmico.Nunca los pasos pirenaicos han sido cauce de tanfecundas transvasaciones. La fuerza política gra-vita también sobre esta tierra liminar que es enton-ces ei sistema medular de nuestra cultura. Con San-cho el Mayor se inaugura no solamente un sistemapolítico, sino una mentalidad que ha de dar sns fru-tos mejores en las generaciones siguientes. La enor-me fuerza expansiva de Europa, que luego ha deencontrar su escape en las Cruzadas, en este siglo xise vierte sobre España y la des-orienta. Una sed ele-mental de proselitismo y de placeres trae a Españados Cruzadas que se extinguen en su inexperienciamás que en su incontinencia. Pero estas bélicas van-guardias son lo menos eficaz de un férreo sistemaingenuo e integral, que rígidamente, sin cisuras nicontemporizaciones, incorpora la España cristianaa la órbita europea.

El siglo xi marca en la quebrada línea de lahistoria española un ápice de europeísmo. Su em-puje juvenil y tan consciente de sentido univer-sal, durará todavía dos siglos. Pero ya a finesdel XIII la turbadora influencia del Sur volverá amozarabizar a España. Ahora, sin embargo, nosencontramos con una vigorosa decisión antiislámi-ca que resume y, en cierta manera, consume nues-tra Edad Media. Pues puede decirse que con ella

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se agota también nuestra capacidad de ofensiva con-tra los árabes. El istmo vitaliza a España en estesiglo xi en cuanto es acogedor de iniciativas unifi-cadoras con la Europa cristiana. España es el focode atracción de todo el cristianismo apasionado deEuropa. Por los puertos aragoneses descienden gue-rreros normandos, borgofíones y provenzales. Porlos pasos navarros desfilan las caravanas mendican-tes e iluminadas de los peregrinos que van a Santia-go de Compostela. Y con una mentalidad de ofen-siva, se apuran aquí occidentalismos, y la culturaeuropea impone a España sus modos más definidose inexorables.

Ya a mitad del siglo x.i el viraje artístico es tanradical que hace suponer una sensibilidad vuelta deespaldas a la tradición más inmediata. A los espa-cios entrecruzados y de aliento corto, al moduladopreciosista del claroscuro en los interiores mozára-bes, sucede la amplitud espacial, la onda larga, lasperspectivas solemnes de la Catedral de Jaca. Y estadecisión de romanismo es tan incontenible 3̂ va tanincrescendo, que la generación siguiente a la de losarquitectos de Sancho' Ramírez concreta sus idealesen el monumento más modélico de la arquitecturaeuropea de su tiempo: en la Catedral de Santiago.El fallo sobre su sincronismo con los monumentosproceres de la arquitectura románica francesa, es eljuicio más definitivo sobre la coincidencia de formasde expresión con las contemporáneas europeas. Cuan-do alguna vez, como sucede en el Beato del Burgode Osma y el de 1047 de la Biblioteca Nacional o enel Crucifijo de Don Fernando, se utilizan ténicas yaun formas mozárabes, es para que sirvan de cauce

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a estados de sensibilidad, a apetencias expresivas depánico dinamismo, de desaforadas ambiciones espi-rituales completamente antagónicas con el materialárabe que las informa.

Otro tanto sucede con la política. El sistema áeconvivencia con los reinos musulmanes, que suponeel régimen de parias, es contradicho por las ambi-ciones y el sentido, digamos totalitario, de la polí-tica europea. Se inaugura ahora, con decisión nacio-nal exclusivista, la reconquista. Que es de tierra. Detierra sobre la que crecen • pueblos y catedrales ensolidaridad romana con los demás pueblos de Euro-pa. Los nobles pasan del humilde papel de cobra-dores de los parias al de adalides y vigías en Ex-tremaduras. A la tolerancia comprada con oro, a laacomodaticia fluctuación de los límites, sucede lafijación de unas tensas fronteras, que no son másque puestos avanzados para irradiar nuevas "cam-pañas. Las dos porciones de España —"las dosreligiones"— se dan cuenta del planteamiento ab-soluto de la lucha, y mientras los islámicos se suel-dan a África por medio de las falanges almorávides,los cristianos se dejan dirigir por una clerecía galaque les impone la inexorabilidad y sentido ecuméni-co de unas consignas que eran entonces las de todaEuropa culta. Los reyes leoneses y castellanos, cons-cientes de la inestabilidad de las fronteras, cesandesde ahora de tener la corte adscrita permanente-mente a una ciudad. Hasta fines del siglo XIII supolítica está subordinada a las exigencias de la re-conquista. Este sentido de la guerra contra el Islam,como una cruzada que imponen a España los obis-pos, abades y santos extranjeros aquí radicados, ex-

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plica la singularidad de nuestra Edad Media conesos accesos de purismo europeo,' en los que el Occi-dente extrema agresivamente sus calidades más esen-ciales y depuradas. Y también esas desganas y re-blandecimientos, durante los que el Islam vuelve atintar de orientalismo todas nuestras actividades crea-doras.

En esta segunda mitad del siglo xi la luchase plantea no como un pugilato de poder que pudieraresolverse con pruebas de sumisión del vencido, sinocomo la oposición de dos culturas incompatibles ycuyo signo de victoria era la posesión de la tierradel vencido. ¡Lástima que rio se extremara esta opo-sición y no se ampliara también a uña incompatibili-dad racial! Se hubiera evitado que el mudejarismosombrease y corrompiese las puras y fuertes formaseuropeas y habría desaparecido así ese sedimento mo-risco que nos impide entrañarnos sin reservas conlas empresas culturales de Occidente. Y nuestrastorres lucirían pétreas aristas vivas, en lugar de des-migajar al sol las moriscas labores de arcilla.

Pero antes de extirpar ios reinos árabes fue nece-sario uniformar y hacer auténticamente ecuménica lacultura de nuestros reinos cristianos. Para ello erapreciso que esta cultura estuviese abierta a las su-gestiones romanas y que los extranjeros pudieranencajarse en sus destinos y hasta dirigirnos comoen tantas ocasiones sucedió, durante el siglo xi. Launicidad del siglo xi en Europa (esta tendencia ca-tólica que garantizó la posibilidad del magno inter-cambio entre todas las mentes de la Edad Media yque determinó el carácter universal que la teologíay el arte tuvieron en esta época) fue fomentada por

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el extraordinario Papa Gregorio VII, que quería ads-cribir al Patrimonio de San Pedro a las nacionesde Occidente. La unidad del dogma exigía la uni-dad de rito. Y en España existía desde la época vi-sigoda un rito que se designó como mozárabe y quetuvo que ser sustituido por el romano después deenérgicas contradicciones. Asimismo la unidad delengua y de. cultura exigía también unidad de letrapara que todos los escritos fueran comunicables. Ya la letra mozárabe, de abolengo visigodo, la susti-tuyó la letra francesa, que permitía el intercambiode manuscritos. Desaparecidas estas dos peculiari-dades que nos aislaban del resto de Occidente, lacultura española pudo recibir y asimilar ese ímpetude ofensiva que produjo en la segunda mitad de estesiglo ese florecimiento de santos y de cruzados. Des-aparecen de nuestros códices las ardidas figuras es-tilizadas con sentido rítmico orientalizante y son sus-tituidas por graves personajes concebidos con unacierta monumentalidad de sentido arquitectónico. Ylos ámbitos de nuestras iglesias se aclaran y se con-forman a una diafanidad basilical acorde con lasensibilidad clásica.

Es natural que unos cambios tan sustanciales yque tan radicalmente contradecían los más íntimospostulados de la tradición española no pasaran sinprotesta. Consta la repulsión encarnizada que mere-cieron de todas las clases de la sociedad. Los milagrosde energía y de tenacidad que los legados pontificiostuiveron que desplegar impusieron al fin las reformasexóticas. Y estas reformas encontraron su mayorresistencia en los territorios leoneses y castellanos.La Catedral de Jaca es un episodio más de la polí-

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tica romanista y antimozárabe de Aragón desdeSancho III, que tiene en Sancho Ramírez su prin-cipal valedor. En León esta política tuvo la fortu-na de estar encarnada en Alfonso VI. En este mo-narca se simbolizan las virtudes que providencial-mente hemos de encontrar repetidas en nuestrosgrandes monarcas de todos los tiempos: ímpetu ex-pansivo frente al Islam, con una significación reli-giosa que imponía la sustitución integral de la cul-tura musulmana por la cristiana y adhesión apasio-nada a las fórmulas exóticas occidentales que obli-teraban todo casticismo y singularida-d y colocaban,a España en la ruta de la civilización europea. Comoen el caso de todos los monarcas con análogas de-cisiones, fueron influencias familiares, sobre todo desus consortes, las que alteraron esas ingerencias ex-tranjeras que de tiempo en tiempo han aparecido enEspaña impidiendo su inmersión en nuestra fatalpropensión mozarabizante. Y en este cruce de lu-chas ideológicas y temperamentales colocamos el pro-blema cidiano.

Nos encontramos así en un climas histórico queaclara la personalidad de nuestro héroe. Pero deia misma manera que los postulados romanos y eu-ropeizantes se interfieren no sólo en sus solucionessmo en sus protagonistas con las tendencias tradi-cionales, así en la conducta del Cid no encontramosuna constante decisión unilateral, sino una adapta-ción a las circunstancias de su época, que, a veces, di-simula el modo vital que le informa. Es posible queno se trate tampoco de una consciente actitud. Perosus fórmulas vitales permiten colocarlo en la entrañade ese problema y adscribirlo a una de las dos partes

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contendientes. Como hemos dicho antes, el tratamien-to psicológico del Cid hay que trasponerlo al planohistórico. Sus direcciones políticas, al estar confor-mes con las de su pueblo, se transforman por lapoesía en virtudes personales. De representante deun estado de opinión pasa a la calidad semidivinade héroe. El recuerdo del Campeador, mantenido eninconcreta atmósfera de admiración, se plasma me-dio siglo después de su muerte en un anecdotario he-roico que simboliza en el Cid virtudes señeras. Yes por el juego y eficacia de estas virtudes por lasque se explican sus peripecias personales. Intente-mos formular su perfil heroico a través de la dra-mática historia de nuestra nación en la segundamitad del siglo xi. El Cid en su necesidad históri-ca; tal es nuestro emplazamiento del problema.

Consideramos al Cid como un prototipo del ca-ballero mozárabe. Asigna.ción ésta que explica supatética y orillada vida de héroe desterrado. Hayen sus relaciones con Alfonso VI algo más que unjuego de envidias y renovados rencores. Se advierteuna insuperable incompatibilidad mutua, que mu-chas veces el corazón quiere salvar, pero que impe-rativos doctrinales lo impiden. Vuelve el Cid a lagracia del rey, y el vasallo, sumiso, muerde las hier-bas de la tierra ancha y en la boca besa al sobe-rano. Pero en seguida, fiel cada uno 'a su poderosa leyíntima, se alejan por horizontes distintos. Ese vagomalestar qué flota en el Poema, ensombreciéndolocon la persistencia del encono real, tiene que ser

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salvado por una clave histórica. Es la única malsanaobsesión en este casto Poema tan terso y grave comola tierra en que se escribió. Tenemos que explicar lainutilidad de los heroísmos cidianos y los desvíos .dela corte hacia las hazañas levantinas de nuestro ca-ballero, por algo más eficaz y consistente histórica-mente que por rurales envidias de tribus vecinas. Yno disminuir su grandeza y su simbólica significa-ción histórica haciendo radicar su excelsitud en algomás cotizable que en modestas virtudes personales.Parece que una fatalidad inexorable lanza al Cidcontra los príncipes cristianos, singularmente con-tra los reyes .de Aragón y los condes de Cataluña,y lo coloca al lado de los árabes. Y no precisamenteen momentos episódicos, a consecuencia de la erran-te necesidad del Campeador de procurarse campopara sus hazañas, como nos muestra el Poema,sino en acciones vitales para el proceso de la recon-quista española, que de haber triunfado es posibleque hubiese cambiado la faz de nuestra Edad Media.

Ya a los veinte años de edad, y en compañía .del in-ianie Don Sancho, ayuda a Almoctadir, rey moro deZaragoza, en la desgraciada batalla de Graus, don-de Ramiro I de Aragón es vencido y muerto porlos musulmanes. El reino moro de Zaragoza, que hu-biera sido presa fácil de los reyes cristianos, pudoresistir hasta la victoria ofensiva de Alfonso I elBatallador, gracias a la protección del Cid. Con des-aliento contempló Sancho Ramírez en 1082 la sali-da del Cid de la frontera de este reino de Zaragozay su conquista de Monzón y de Tamarite. Y otra^ez junto con Mutamin, rey moro de Zaragoza, des-barató el ejército de los condes catalanes, cogiendo

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prisionero al conde Berenguer de Barcelona. Dosaños después el Cid derrota en Morella a SanchoRamírez, el cual pretendía, más que auxiliar a Alha-yib de Lérida, expulsar al Campeador de tierras ara-gonesas y poder forzar así la marcha de la recon-quista y evitar las correrías que en nombre del reymoro hacía el Campeador por tierras cristianas.

La posición estratégica de Zaragoza hacía de estaciudad una de las claves de la reconquista cristiana.Alfonso VI, que tan hondamente sintió su respon-sabilidad imperial, consiguió el reconocimiento porSancho Ramírez no sólo ¡de derecho, sino de factoen su prioridad en la lucha contra el Islam. Y en 1085sitió Zaragoza. El Cid ayudó a evitar- que el mismoaño cayesen Toledo y Zaragoza, pues es lo ciertoque no figuró en las mesnadas de Alfonso y quepermaneció dentro de las fronteras del rey Muta-min de Zaragoza. Y que este fracaso del rey deLeón fue trascendental para las rutas históricas deEspaña, pues impidió que se realizara la unidadnacional varios siglos antes que bajo los Reyes Ca-tólicos y con una comunidad lingüística y sentimen-tal que ya no fue posible conseguir, limitando al Sur.de España la acción reconquistadora de León y Cas-tilla, y abandonando las empresas levantinas, a pe-sar de la reiterada atención que Alfonso VI poníaen estos territorios, como luego veremos. Nueva-mente se vio Zaragoza amenazada en 1092, con unCastellar, puesto por el rey de Aragón cuatro kiló-metros río Ebro arriba. Y nuevamente acudió elCid en socorro del rey moro, interviniendo para elacuerdo de un armisticio entre Mostain y Sancho 'Ramírez.

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EL CIO, PERSONAJE MOZÁRABE

La acción del Cid en tierras valencianas,- quesegún el Poema es una serie de inauditas proezasque culminan en la toma de la ciudad, es, conforme ala realidad histórica uno de los procesos más lamen-table en las incidencias de la reconquista y una deías muestras más patentes del desarraigo del Ciden la política nacional y de su incomprensión de lasnuevas realidades políticas del mundo cristiano ensu inexorable posición frente al mundo musulmán.En esta etapa de su actuación, el Cid exalta susvalores de héroe, su eminencia humana, todas lascalidades míticas que exige la heroización —hastaun cierto desenfreno y una cierta fatal incontinenciafrente a los tesoros de los vencidos-—, pero falta lahumildad del vasallo, la subordinación de los ímpe-tus de dominio a una política de vuelo amplio quepermitiese la inclusión de las tierras mediterráneasen las decisiones de reconquista de los reyes cris-tianos. El halago con que era tratado en la cortemora de Zaragoza fue el demonio malo del Cid. Laheroica tutela que ejerció sobre este reino musul-mán le impuso obligaciones de pelear contra todosios reyes cristianos que apetecían esta presa. Y, efec-tivamente, la reconquista en la región aragonesa noavanzó hasta la muerte del Cid. En cuanto los re-yes de Al jai cría no contaron con la ayuda de esteformidable adalid, el reino de Zaragoza se desplomóY la reconquista rebasó con Alfonso I la cuenca del•toro. Pero veamos las incidencias de la campaña¿e Valencia, ganada al fin por el Cid a la morisma,pero no para ser incorporada a los reinos cristianosespañoles.

La conquista de Valencia fue una obsesión

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para los reyes leoneses durante el siglo xi. Incluíana esta ciudad en el campo de sus dominios y de susfuturas ambiciones, y veían también en ella un me-dio de comunicación directa con los reinos cristia-nos de Italia. Ya Fernando I le puso cerco en 1065,y quizá la hubiera tomado a no haberle sobrevenidofrente a sus muros la enfermedad que le llevó alsepulcro. Alfonso VI anheló siempre mantener ensus manos el destino de esta ciudad y apoderarse deella con esa feliz mezcla de astucia y de energía quele valió, sin demasiado esfuerzo, la conquista de To-ledo. Y así, al rey que tan melancólicamente le aban-donó esta ciudad, lo colocó como señor de Valenciaen el año siguiente 1086. Fue el famoso Alvar Fá-ñez, el "caballero de prestar" del Poema, el que, alfrente de gran fuerza de castellanos, entró en Va-lencia como protector de Alcadir y lo impuso en eltrono de esta ciudad. Dos años después, en 1088, esel mismo Cid el que entra en Valencia como aliadodel rey moro de Zaragoza, Mostain, sin que su en-trada en la ciudad perturbe el normal dominio mu-sulmán.

Es entonces cuando ocurre una de sus reconcilia-ciones con Alfonso VI, coincidiendo, es cierto, conun enmarañamiento de la política de los reyezuelosy señores moros de Levante, que hizo difícil y en-rarecida la situación. Pero esta superficial reanuda-ción de la amistad fue también extrañamente fatalpara los intereses de la cristiandad. Pues sitiada Va-lencia por Berenguer, conde de Barcelona, se salvópor la llegada del Cid con 7.000 guerreros. Y esteinoportuno regreso motivó que Alcadir continuasedueño de Valencia, y que se retrasase en un siglo y

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medio la incorporación de su reino a los dominioscatalano-aragoneses. Berenguer, que hubiera cristiani-zado, naturalmente, Valencia, huyó antes de pelearcon las huestes de Rodrigo. El Cid recibía un tributode Alcadir, a cambio de una protección tan eficazque hizo volver a su vasallaje a los castillos y ciu-dades vecinas.

Más grave significación tuvo para el porvenirpolítico de España la desgraciada actuación en 1092del Cid, cuando la satisfacción de sus rencores per-sonales sirvió, por rara casualidad, para que nopudiera conseguirse uno de los objetivos naciona-les de más trascendencia: la conquista de Valen-cia por Alfonso VI. Los reyes cristianos, bajo ladirección y señorío del Emperador, se aprestan aarrancar a los árabes la parte quizá más rica y es-tratégicamente más valiosa de la España musulma-na. Y esta empresa debió de tener carácter de cruza-da, pues se unen al rey de Aragón Sancho Ramí-rez, ai Conde de Barcelona Berenguer y a Alfon-so VI, las repííblicas de Genova y de Pisa con susflotas. El rey Alfonso planta sus tiendas frente aValencia. Uno de los primeros objetivos de esta ex-

• pedición fue desplazar al Cid, que era el brazo ar-mado de Alcadir y el obstáculo más decisivo quehabían encontrado siempre para empresas análogas.Y ahora comienza el Emperador por exigir para sílos tributos de los castillos vecinos de la capital quele eran debidos por depender este reino del de Tole-do y que eran pagados al Cid. Este entonces, poralejar el grave peligro en que estaba Valencia y evi-tar su caída en poder de Alfonso y satisfacer ade-mas sus odios cortesanos, invade la rioja castellana

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—territorio de su rival en la corte García Ordó-ñez— y devasta la región tan terriblemente que elrey Alfonso se ve obligado a levantar el sitio de Va-lencia para acudir en socorro de su vasallo castella-no. A poco de levantar el cerco, se presentan fren-te a Valencia las naves genovesas y pisanas que,faltas aquí de objetivos, se sitúan entonces sobreTortosa, mientras el rey de Aragón y el de Barce-lona la atacan por tierra. El Cid, que había asoladola rioja cristiana con sus fuerzas y muchas auxilia-res moras que le habían prestado los reyes morosde Zaragoza y Lérida, vuelve a tierras de Levante.Y las fuerzas cristianas derrotadas se repliegan asus antiguas fronteras. Tuvo este fracaso la conse-cuencia inmediata de Impedir la reconquista defini-tiva de toda la tierra levantina. Lo cual hubiera com-pensado la derrota de Sagra jas y hubiera colocadoante Yusuf un frente compacto y seguido, que fa-talmente —pasado el aluvión almorávide— se hu-biera derramado sobre la España musulmana, frac-cionada, incapaz de resistencia. Quizá la reconquistade toda España se hubiera terminado en este casoen la primera mitad del siglo xn. Y otra consecuen-cia mediata: Alfonso VI, con la desgana' de variosfracasos, se desinteresa de las reconquista de esta re-gión, que políticamente consideraba como suya alestar unida al reino de Toledo, y entonces Valenciacae bajo la esfera de acción de la reconquista cata-lano-aragonesa. Piénsese en las perspectivas tan dis-tintas a las de nuestra historia medieval y moderna,si Castilla hubiera tenido como puerto normal Valen-cia y se hubiera incorporado así a las empresas medi-

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terráneas. Y si Valencia hubiera estado adscrita cul-cuitural y lingüísticamente a la órbita castellana.

Desde esta amarga retirada de los reyes cristia-nos de tierras levantinas, queda el Cid como únicoprotector y aspirante al dominio de este rico país.Y, efectivamente, la guerra que en seguida empren-de contra Valencia no la hace en nombre de nin-gún principio civilizador ni de ningún soberano cris-tiano, sino como vengador del regicidio de Alcadiry aliado de una de las facciones moras. Es así comotoma posesión de esta ciudad y con estas premisasele convivencia y colaboración con los musulmanes•de estilo mozárabe, transcurre su dominación. Domi-nación infecunda desde el punto de vista nacionaly que se extinguió oscuramente sin dejar ningunahuella política ni cultural.

Y vengamos ahora a las hazañas del Cid contralos almorávides, empresas que se han consideradocomo las más patrióticas y eficientes del Cid desdeel punto de vista de la España cristiana. Y adver7

tiremos que su insolidaridad con los príncipes cristia-nos es tan profunda que ni aun en éste trance se avie-ne a participar en la empresa común contra una deías más terribles invasiones que ha padecido España.Ante las amenazas de Yusuf se juntan a las fuerzasde Alfonso VI, las del rey de Aragón Sancho Ramí-rez, las de Alvar Fáñez, que entonces estaban enValencia, y otras de allende el Pirineo. Y ocurre eldesastre en Sagrajas. Y el Cid está ausente de tan-to duelo. Más tarde la ira de Alfonso VI se encres-pa contra el Cü al no acudir éste al lugar convenidoPara unir sus tropas a las del rey que marchaba enauxilio de Aledo. Cierto que las exculpaciones que

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dio el Cid son valiosas. Pero algo más profundo queuna mala interpretación de las incidencias de la rutade los ejércitos separaba a los dos personajes. De laexistencia de una política antiislámica y de solidari-dad entre los reyes cristianos es otra prueba la ais-tencia personal de Sancho Ramírez en auxilio deAlfonso VI contra el cerco que a Toledo había puestoen 1090 el mismo Yusuf. Y gracias a esta colaboraciónYusuf tuvo que retirarse. También el Campeadorestá ausente en este momento crítico.

Para comprender la pasión 3̂ el heroísmo que elCid puso en su lucha contra los almorávides, compa-tible al mismo tiempo con su permanencia y su tu-tela en los reinos moros de Levante, hay que obser-var que los almorávides eran tan enemigos de losreinos cristianos como de los taifas musulmanes re-finados y muelles e inobservantes de las asperezasque imponía el Corán. Ejemplo de este odio a losque Yusuf consideraba como traidores fue la des-graciada suerte de la ciudad de Sevilla, saqueada porlos almorávides y miserablemente cautivo su rey Mo-tamid.

Una ola de terror crece en las reinos musulma-nes ante las amenazas de la invasión almorávide. Escomo aliado y en nombre del rey de Valencia cómoel Cid fortifica Peña Cadiella. Las obras de estagran fortaleza —que luego fue fácilmente rebasadapor los almorávides-̂ — se realizaron con dinero y ope-rarios que proporciona ese rey musulmán. La nuevaalianza de 1092 entre Mostain y el Cid se debió altemor del rey moro de Zaragoza a las incursiones deYusuf. Una vez posesionado de Valencia, el Cidtuvo que enfrentarse con el monarca africano ansio-

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so de reconquistar a toda costa la gran ciudad me-diterránea. Es ahora cuando el Cid, en duelo con elpoder quizá más fuerte entonces, despliega todo suvalor y su maravilloso talento de caudillo y de es-tratega. Y vence a Yusuf en victorias de gran,,im-portancia para la definitiva contención de los afri-canos. Ante el ataque de las tropas almorávides aValencia, por raro y único caso, los príncipes cris-tianos permanecen inactivos. ¿Es acaso que este ata-que tuvo poca importancia a juzgar por las escasasbajas que hubo en el campo cristiano en la batallade Cuarte según un historiador musulmán contem-poráneo? ¿Es acaso porque estos príncipes conside-raron que la insolidaridad y el aislamiento del Cidy su inoperancia en la política nacional hacia in-útiles sus esfuerzos? Quizá el peligro de esta brutalinvasión, quizá también la influencia del obispo clu-niacense Don Jerónimo, francés del Perigord, cuyoardimiento antiislámico exalta tantas veces el Poe-ma, pudieron motivar una mayor decisión de exclu-sivismo religioso en los últimos años del héroe. Pa-rece advertirse al final de su vida una mayor ad-hesión a las ideas europeas de cruzada que tanto ha-bían influido en la política del rey de León.

Queda, pues, planteado el problema cidiano den-a'o de una realidad cultural perfectamente encaja-da en. los episodios de su época. El Cid histórica-mente es un retrasado. Su vida se adapta perfecta-mente a una mentalidad tradicional que había teni-CÍO vigencia en el siglo x y en la primera mitad del

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siglo xi, pero que en su tiempo había sido ya des-plazada de la dirección de los negocios políticos porinfluencias romanistas y europeas. Hemos señaladocomo característica de los héroes de todos los tiem-pos, su actuación marginal a las fuerzas estatales.Esta actuación puede provenir de causas muy diver-sas, pero, desde luego, una de las más eficientes esla de la arritmia temporal. Como una ley sin casiexcepciones puede proclamarse que los héroes ma-nejan conceptos y técnicas de lucha retrasados res-pecto a ios imperantes en su tiempo. Don Quijotebordea la calidad heroica, precisamente por el ca-rácter de rezagado con que plantea sus hazañas. Elhéroe no lo es por la excepciofialidad de su bravura,sino por la excepcionalidad de su situación. Porsu soledad y fatal aislamiento, que marca con unsigno trágico su destino. Caen sacrificadas las fa-langes de todos los ejércitos sin que esta sangrequede consignada en la poesía. En cambio, los mar-ginales, los desencajados, aquellos que arrostran, suincompatibilidad con las formas vitales y culturalesde'su tiempo; son acogidos en el regazo de la poesíay su inevitable fracaso se aureola de calidades he-roicas.

Todas las empresas del Cid están concebidas,como las de Don Quijote, con un siglo de retraso.Su carácter de franco tirador, sus relaciones con losreyes cristianos y con los reyes moros, el sistemade parias con que practicaba la lucha contra el Is-lam y su adaptación y admiración por la culturamusulmana, el carácter inestable de las fronterascon que concebía sustantivamente sus dominios, lafalta de consciencia del valor permanente de los

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reinos cristianos, viéndolos fluctuantes y a merceddel humor personal de sus monarcas..., todo su sis-tema político, en íin, correspondía exactamente alde una mentalidad mozárabe. No es tampoco de ex-trañar esta posición, normal, por otra parte, en grannúmero de las clases directivas españolas. Fue Cas-tilla uno de ios más fuertes baluartes del mozarabis-rno. Quedan de ello muchos indicios. Castellano erael caballero que lidió en favor del tradicional ritomozárabe. Y en ("astilla encontró su derogación iosmayores obstáculos. Castellanos eran los caballerosque siguieron ai Cid en su marcha a cortes moras.La mozarabizacion artística de Castilla fue tan in-tensa que se ha pensado en designar con el nombrede arte condal al arte mozárabe castellano, de Fer-nán González y de su sucesor el conde Garcí-Fer-nández, por la abundancia de restos que se están en-contrando.

Y aun quizá no fuera aventurado suponer quela rivalidad entre Castilla y León, teniendo en cuen-ta los influjos extranjeros que dominaron en la cor-te, se manifestó como una reacción de tradicionalis-mo —de mozarabismo— contra las fórmulas ultra-montanas de gobierno. Pero es lo cierto que la sin-gularidad y aislamiento del Cid, su despego de lapolítica nacional, de los férreos postulados de re-conquista de Alfonso VI. y de ios reyes de Aragón,si han sido explicados por la poesía por motivos pa-sionales, no pueden ser interpretados por la historiatoas que con la clave de su mozarabismo. Ello libera3-1 Cid de más graves condenaciones por la insolida-ridad de su conducta, siempre a contrapelo de losímpetus reconquistadores de los reyes cristianos. Su

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falta de una integral aversión a los musulmanes esla misma que la de los cristianos mozárabes, bienhallados en las poblaciones moras, adaptados a suscostumbres y cultura, con sus obispos y templos yhasta con su vida civil independiente. Sabemos quelos mozárabes de Valencia intrigaban durante elcerco por la victoria del Cid. Que éste, una vez con-quistada la ciudad, colocó a los mozárabes valencia-nos para defensa de las torres. Fue la época delCid la más abundante en cruzados extranjeros, queacá venían con fervor de universalidad católica y derigor bélico excluyente del Islam en todos sus as-pectos. Quizá la misma inexorabilidad de sus postu-lados hizo fracasar a varias de estas cruzadas. Lasguerras de reconquista, cuando estaban dirigidaspor españoles, contaban con la realidad de la con-vivencia, tolerada durante, siglos con la necesidadde no devastar el país conquistado. Pero, aun cuan-do las cruzadas tramontanas no alcanzaran la efica-cia bélica con que se había planeado, dejaron su hue-lla en la dirección y espíritu que la reconquista tuvoen el siglo xi. Desde este momento, las dos civiliza-ciones aparecieron como excluyentes y la forma ha-bitual de sus relaciones fue la lucha. Pues bien: en-tre los guerreros que acompañan al Cid no figuraningún nombre extranjero, a pesar de los innume-rables caballeros que acá llegan a combatir al Is-lam. Ya D. Ramón Menéndez Pidal. •—en su li-bro admirable La España del Cid— reconoce queestas cruzadas, debieron suscitar alguna protesta dela que no debió estar ausente el Cid. La enemiga delCid a este tipo de política unificadora de todo elOccidente bajo la dirección espiritual de Roma, fue

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recogida hasta por la poesía popular de épocas pos-teriores. Así en el Poema de las Mocedades de Ro-drigo y en los romances, el Cid aparece como airadocampeón de España contra el Pontífice.

Este Cid que se mueve siempre entre moros, nolucha ni se opone inexorablemente más que con prín-cipes cristianos. La parte de su vida más fecunda enhazañas la pasó en cortes moras. Siete años estuvoen la de Zaragoza protegiendo a su rey contra to-dos los ataques musulmanes y cristianos. De enor-me prestigio gnzó entre los moros y cristianos mozá-rabes de la ciudad, hasta el punto de que bajo Mu-tamin, Rodrigo dirigía este reino y lo protegía mi-litarmente. Fue principalmente en su fuerza en laque se apoyó el rey moro de Zaragoza, Moctadir y,después, Mutamin, su sucesor, para negar los pariasque antes pagaban a los reyes de León y de Navarra.Fastuosamente y con exaltación de triunfador es re-cibido en Zaragoza en 1082, cuando derrota, cercade Tamarite, a Alhayib de Lérida y al conde Be-renguer de Barcelona. Sólo un profundo conocedorde las habilidades y sinuosidades de la política delos reyezuelos y señores de castillos árabes, pudo,como hizo el Cid, permanecer diecisiete años entreellos, siendo siempre indispensable a unos o a otrosy cotizando su ayuda con fuertes tributos.

¡Qué diferencia entre esta política infecunda parael porvenir nacional de España y la neta y decididade Alfonso VI! Evidentemente, el genio popularS1 no acertó con los motivos de la incompatibilidadentre los dos personajes, sí estuvo afortunado aloponer la figura del rey, consciente de su imperialsignificación cristiana a la del vasallo, extravagan- _

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te en hazañas de estricta significación personal. Al-fonso VI continuó la línea de política antiárabe desus antepasados Sancho el Mayor y Fernando I.Esta política se vio reforzada por las inspiracioneseuropeas de sus esposas Doña Inés, hija de Guiller-mo, duque de Aquitania, y Doña Constanza, hija ele-Roberto duque de Borgoña. Y por la invasión de le-trados y nobles extranjeros, obispos y santos quegobernaron espiritual y políticamente a España—por el lado de Aragón, la reina Doña Felicia de-Roucy, esposa de Sancho Ramírez, y su séquito,provocaban problemas análogos—, imponiendo unasnormas de intransigencia antiislámica que, aunquerelajadas muchas veces, fueron, sin embargo, laconstante de nuestra Edad Media. Con todas las re-servas, esta mediatización de los extranjeros en ladirección del país cristiano debió provocar reaccio-nes tradicionalistas como la que simboliza el Cid,.de intención algo parecida a la protesta que las co-munidades representan contra la política ecuméni-ca del Emperador Carlos V.

Es el Cid el que se aleja de Alfonso, a pesar de las-honras y perdones de éste, requerido por sus empresaslevantinas. Y más sospechoso para perfilar la significa-ción mozárabe cidiana que el desinterés de Rodrigo porlas guerras de los príncipes cristianos, es la ausencia deéstos de los proyectos de nuestro héroe. Ninguno desus gestos está convalidado nacionalmente por la pre-sencia de los soberanos españoles. El Cid acepta laalianza, en 1096, con Pedro I de Aragón, precisamentecuando este rey tenía como enemigo a García Ordo-ñez, el rival castellano de Rodrigo. Esta intervencióndel espíritu mozárabe en la lucha contra los moros-

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es la única explicación a la enorme duración de lareconquista. Y, por consecuencia, a nuestra desganay falta de aptitud para aceptar con plenitud las pre-misas renacientes.

Durante toda la Edad Media, la sensibilidad es-pañola está proclive a la niozarabización. Fuera dealgunos momentos tensos en que la conquista essentida como una cruzada, y después como postu-lado indispensable para la unidad de España, losreyes castellanos se encuentran compatibles con lavecindad islámica y con el intercambio de sus gus-tos. Pero ahora nos encontramos en una de esasfases de exaltación romanista y europeizante, enlas que, como sucede siempre, los intereses espiri-tuales y territoriales de la España cristiana coinci-den con los modos y anhelos de la civilización oc-cidental. Rango procer y de cotización ecuménica,alcanza así no solamente nuestra política, sino tam-bién nuestros monumentos afines a lo más selecto delrománico y nuestra literatura-, de cuyo contagio eu-ropeo fue víctima afortunada el mismo Cid. Y este"npetu cultural modificó en siglo y medio el inapapolítico de España con más eficacia nacional que to-dos los demás siglos de reconquista. Gran fortunatuvo esta cruzada europea en ser servida por un rej*-tan comprensivo y dócil a las inspiraciones de la ci-vilización romanista como Alfonso VI. El afianzótodos los contactos con la Europa culta. Dispendio-samente protegió a la Abadía de Cluny, aumentan-do el censo que pagaba ya Fernando 1. Gran propul-sor de la peregrinación a Santiago de Compostela,todos los puentes de la ruta de esta peregrinacióniueron por él reparados y continuados. En los es-

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criterios, los miniaturistas habían sustituido las tur-bulentas formas mozárabes por los simples y com-pactos volúmenes romanos. Y en el misal de SanPedro de Osma, uno de .los. santos extranjeros queentonces florecían en España, un calvario de noblesfiguras patéticas sucede a los delirantes orientalismosde la simbología apocalíptica. A su alrededor, todossus subditos —con la excepción del Cid— se agru-pan penetrados de las nuevas decisiones de recon-quista. ¡Lástima que el desbordamiento almorávidecontuviera sus ansias expansivas! Con el ritmo quedespués de la conquista de Toledo llevan sus em-presas, quizá no hubiera quedado a sus sucesoresmucha tarea bélica.

Frente a este rey, que queda en la historia de nues-tra civilización como uno de los más eminentes símbo-los del dramático afán de España por insertarse enla órbita europea, se levanta el Cid persistiendo en untradicionalismo inoperante ante el irreductible plan-teamiento de las nuevas modalidades de la Reconquis-ta. Esta obcecación, servida con una grandeza mili-tar y una habilidad política eminentes, obstaculizó muyseriamente la tarea reconquistadora de los reinos cris-tianos españoles. El mozarabismo de Rodrigo, quizápor hábitos de ambiente en su juventud, se afianzópor su larga y prestigiada estancia en cortes moras.Allí —según consta documentalmente—• gustaba deescuchar la lectura de relatos históricos árabes. Sehabía compenetrado con sus gustos. Y obstinadoen la repulsa de las novedades europeas, no quiso

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aceptar la reforma de la letra, decretada por Alfon-so VI, y en su corte se mantiene la letra toledana. Ysin embargo, el Cid no se dejó vencer por la moliciey los refinamientos de estas cortes moras. De todoslos recuerdos históricos cidianos se desprende un acrey viril perfume de castidad, una austera fortaleza quela mantiene siempre a punto para todas las hazañas.Este contraste es una manifestación más de su moza-rabismo que permitía la convivencia de las virtudescristianas con su adscripción a la cultura y modosárabes. Mozárabe es el apelativo con que lo conocela Historia. Y es digno de observar que este SidiCampeador no despertara interés en los historiado-res cristianos contemporáneos, y sí, en cambio, en losárabes, que recogieron la aureola de heroísmo sobre-humano con que seguramente lo vieron los musulma-nes de su tiempo. Y' cuando la historiografía cristia-na medieval relata las hazañas cidianas, es tradu-ciéndolas de textos arábigos.

Es el poema el que ha impuesto un Cid tandistinto al histórico, acaso por estar compuestomedio siglo después de muerto el héroe, y en ple-no triunfo romanista. Y precisamente el carácterde héroe nacional con que popularmente es aquíconcebido indica el profundo cambio que la sensi-bilidad española había sufrido en este tiempo mer-ced a las nuevas ideas. Sigue habiendo moros ami-.gos, como Abengaldon. Pero en todo el poema triun-fan las ideas romanistas y una gran pugna implaca-ble separa al mundo árabe del cristiano. Cuando elCid abandona las tierras de su rey no es para aco-gerse a cortes moras en las que cotizar su fuerza ysu esfuerzo, sino para buscar en el mundo musulmán

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enemigos a quienes vencer y a cuya costa pudieraprodigar heroísmos. Como todos los héroes, el Cid se-levanta sobre un pedestal de victorias. Que en el Ciddel siglo xii --en pleno fervor de reconquista—• esnatural que lo fuera sobre- los enemigos de la Espa-ña cristiana. Nota esencial en los héroes populares esla simplicidad y unilateralidad de su carrera hazaño-sa, que no es tan indispensable que sea triunfal entodos los momentos como que sea continuada, conuna fatal persistencia en una obstinada dirección. Yasí el Cid poemático conjuga la ingratitud real que,,como una estrella maléfica, pende sobre su cabeza.,con la embriaguez del ímpetu triunfal siempre reno-vado contra las huestes musulmanas. Queda, así, supersonalidad poética sombreada por el ala melancóli-ca" del destierro, pero gallarda al mismo tiempo de-hazañosos botines repetidos. El radicalismo con quelos cruzados traspirenaicos plantean la reconquistapermitió la creación de este tipo heroico, tan afín enel fondo a sus similares europeos. Quizá se deba aesa falta de unilateralidad europeizante, de decisiónimperial, que sólo ha poseído nuestra historia en ra-ros y felices momentos, la parquedad de nuestra lite-ratura medieval en la creación de tipos heroicos. Sóloel Cid se alza señero, prototipo humano de bondad yde bravura. Los auténticos heroísmos y genialidadesestratégicas del Cid histórico fueron aprovechados,para la creación del Cid poemático. Históricamente,el Cid fue un héroe cuya actuación mozarabizante leimpedía ser convertido en personaje popular por esecarácter bidimensional de sus hazañas. Y el siglo XIIcrea ese Cid poético, cuyo empuje de proa contra elinundó musulmán de Levante le convierte en héroe,

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nacional. La poesía, que es siempre más verdaderaque la historia, ha rectificado la híbrida actuación denuestro héroe, consecuencia de su tradicionalismo mo-zárabe, y lo coloca en la lógica de su tiempo, coinci-dente con los proyectos de Alfonso y con los de suobispo D. Jerónimo. Y esta poética rectificación desu personalidad histórica le ha permitido afrontar lainmortalidad y circular por la poesía de todos lostiempos como arquetipo de héroe.

"JOSÉ CAMÓN: AZJSTAR.

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NOTAS

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