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Barcelona • Madrid • Bogotá • Buenos Aires • Caracas • México D.F. • Miami • Montevideo • Santiago de Chile

El cEmEntErio

dE las hEspéridEs

Lindsey Davis

Traducción de Gema Moral Bartolomé

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Título original: The Graveyard of the HesperidesTraducción: Gema Moral1.ª edición: junio 2017

© Lindsey Davis, 2016 First published in Great Britain in 2016 by Hodder & Stoughton a Hachette UK Company© Ediciones B, S. A., 2017 Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España) www.edicionesb.com

Printed in SpainISBN: 978-84-666-6125-6DL B 8128-2017

Impreso por Unigraf S.L.Avda. Cámara de la Industria nº38,Pol. Ind. Arroyomolinos nº128938 - Móstoles, Madrid

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidasen el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

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DRAMATIS PERSONAE

En casa...Flavia Albia una novia felizTiberio Manlio Fausto muy convencional, su afortunado novioJulia y Favonia hermanas de Flavia Albia, organizan la

bodaPor parte de la novia demasiados parientes para mencionarlos

a todosPor parte del novio el taimado tío Tulio, la desaliñada tía Va-

leria, la desdichada Fania Faustina, el grosero Antistio, tres niños lloricas

El fabuloso Estertinio un citarista que extasíaGenio el afamado cocinero (que no cocina)Larcio un capataz digno de confianzaEsparso y Sereno dos obreros bobaliconesTrifo un heroico vigilanteLares y Penates torcidos

y fuera de casa...Julio Liberal el próspero dueño de una tabernaEl viejo Tales un popular tabernero (fallecido, gracias

a Dios)Rufia moza de taberna para todo (desapareci-

da misteriosamente)Nipio y Natal dos mozos de taberna libidinosos (que

aparecen demasiado)Artemisa y Orquiva dos vírgenes (en serio) de DardaniaMenendra una comerciante (que no parece hon-

rada)Nona la mujer sabia (en su negocio, no pre-

guntes)

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Costo la mejor apuesta para un sacrificio reli-gioso

Paso, Erasto y Víctor que realizarán el sacrificio con:Nieve una oveja (para el caldo del día si-

guiente)Estaberio un complaciente augur (pídele lo que

quieras)Silvino un enterrador que no tiene mucho tra-

bajoPrisca la abuela de todo el mundoGavio uno de sus nietos, proveedor de mármolSus padres muy orgullosos de élAglaya, Eufrósine, Talía las Tres Gracias, muy grandesApio mano derecha, honradoLépida y Lepidina propietarias de un puesto de comidaLas macedonias proporcionan otros serviciosChía una macedonia muy jovenRodina una madre ambiciosaMorelo oficial de la Cuarta Cohorte, burdo pero

efectivoMacer de la Tercera Cohorte, igual de burdo

pero menos efectivoJuventus [información confidencial censurada]Manteca abuela de las Tres GraciasUna cena con pollo probableLos egipcios mercaderes de productos muy solici-

tadosRabirio un criminal debilitadoRoscio su pujante heredero (que se mantiene en

segundo plano, pero no por mucho tiempo)

Galo no quiere saber dónde están enterrados los cuerpos

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ROMA

25 de agosto, año 89 d.C.

Ocho días antes de las calendas de septiembre(a.d. VIII Cal. Sept.)

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Todo el mundo sabía que había una moza de taberna muerta y enterrada en el patio.

El Jardín de las Hespérides era una taberna típica, aunque bastante grande, situada en la esquina de una calle bulliciosa, con dos mostradores de mármol, cinco hornacinas para tina-jas de comida, tres estantes llenos de jarras agrietadas, una lista de precios ilegible colgada en una pared desconchada y un desvaído fresco de mujeres desnudas que parecía pintado por un artista tímido que nunca hubiera visto a nadie desnu-do. Las mujeres representadas en él formaban una nerviosa fila de tres, apiñadas bajo ramas nudosas de las que colgaban frutas deslucidas. Hércules se disponía a cumplir con su tarea de robar las manzanas, observado por una serpiente aburrida en lugar de Ladón, que debería de haber sido un temible dra-gón de cien cabezas que nunca dormían. Sin duda, la serpien-te era más fácil de dibujar. Las legendarias manzanas de oro estaban tan picadas que yo personalmente no habría enviado a Hércules a trepar por el árbol para robarlas. Bajo tanta por-quería, resultaba difícil saber si sencillamente era arte malo o si la pintura se estaba despegando de la pared.

Sin duda, cuando la taberna estaba abierta la atendían mo-zos que servían con gran lentitud y chicas guapas que hacían

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todo el trabajo. Arriba había una habitación que se usaba para citas; la pareja la llevabas tú mismo o podías pagar a alguien del personal.

De su dueño, un famoso personaje local, un tipo horrible, se creía que había asesinado a la mujer, desaparecida hacía años, y que luego había enterrado el cadáver en el patio, donde los clientes se sentaban al fresco bajo una pérgola. Los habi-tuales se referían a la tragedia con total naturalidad, añadiendo los detalles escabrosos solo cuando querían entablar conver-sación con recién llegados que pudieran invitarlos a beber. Cualquier persona cabal opinaba que se trataba de una leyen-da. Sin embargo, resultaba extraño que la leyenda especificase que el nombre de la moza en cuestión era Rufia.

Unos seis meses antes de que yo entrase por primera vez en aquella taberna, el antiguo propietario había fallecido. El nuevo decidió realizar mejoras. Había estado años esperan-do a que muriera su predecesor, de modo que no le faltaban ideas. En su mayor parte eran horribles. Una empresa de re-formas lo convenció de que necesitaba adecentar el patio; al fin y al cabo, la taberna llevaba el nombre del jardín más fa-moso del mundo. Le aseguraron muy en serio que debía me-jorar aquella zona fría, húmeda y poco atractiva mediante la colocación de una deliciosa fuente que invitara a los bebedo-res a quedarse allí. Afirmaron que resultaría muy fácil hacer-lo. Y si quería ser realmente auténtico, incluso podía plantar un manzano...

El propietario picó. Suele ocurrir.Le prometieron un buen precio por un trabajo puntual.

En su negocio, eso significaba que le cobrarían de más, que los trabajos se eternizarían y que provocarían el caos hasta que, después de semanas de permanecer cerrada al público, el de-sesperado dueño de la taberna acabaría aceptando un canal que perdería agua en un jardín en el que ya no habría espacio

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para poner mesas. El árbol, si llegaba a plantarse, se secaría el primer verano.

Hasta ahí, todo normal.Poco después de que el antiguo propietario apurase su úl-

tima copa en este mundo, la dueña de la empresa de reformas también murió. Soy investigadora privada y ella había sido clienta mía. Unos cinco meses después, el hombre con el que había empezado a convivir decidió que, hallándose cerca de los cuarenta, había llegado la hora de encontrar su primer tra-bajo. Tal vez temía que no le saliera barato mantenerme a base de salchichas de Lucania. Puede que también se hubiera per-catado de que yo, que sí tenía trabajo como informante, sos-pechara a mi vez que él pretendiese vivir del cuento. Fuera como fuese, y dado que conocía al heredero de mi antigua clienta, le compró la casa vacía, junto con su decrépito nego-cio de construcción y su empresa en decadencia. Parecía una locura, aunque de hecho tenía sus razones, porque era de esa clase de hombres. Además, como señaló mi familia, para ha-berse juntado conmigo tenía que ser valiente.

Cuando Manlio Fausto compró el negocio, se encontró con el encargo del Jardín de las Hespérides en los libros. En aquel momento, era el único encargo que tenían sus peones. Se acercaban despreocupadamente a la taberna cada dos semanas con una carretilla llena de materiales de baja calidad, permane-cían allí la mitad del día y luego volvían a desaparecer. El clien-te estaba indignado, como suele ocurrirles a las personas que pretenden reformar su propiedad. No se había dado cuenta de que el negocio había estado a punto de cerrar debido a un fa-llecimiento y a que el heredero era un fabricante de quesos al que no le interesaba en absoluto; tuvo la inmensa suerte de que mi amado acabara siendo el nuevo propietario. Aunque Fausto no había trabajado en su vida, ahora era magistrado. Sabía or-ganizar las cosas. Para empezar, hizo saber a los peones que él mismo en persona iba a supervisar su trabajo.

Después Fausto se fue a ver al dueño de la taberna, que se

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asombró al recibir la visita de un hombre de buenas maneras que vestía una túnica limpia y le entregaba unos planos revi-sados, además de un presupuesto actualizado y un nuevo pla-zo de finalización. Para colmo, el final de la obra se establecía a finales de agosto, que era ese mismo mes.

Puede que no le entusiasmara tanto recibir una factura por el trabajo hecho hasta entonces. Yo había ayudado a confec-cionarla. No era perfecta, porque nadie había llevado un re-gistro, pero demostraba cómo se iban a hacer las cosas en ade-lante. El tabernero convino en que se le había advertido. No discutió el precio. Solo quería reabrir la taberna y vender be-bidas.

Fausto se estaba probando a sí mismo. Por mi parte, tam-bién me sentí más segura. Jamás habría vivido a sabiendas con un aprovechado, aunque es un error fácil de cometer. Yo mis-ma había tenido varias clientas que me necesitaban para li-brarse de las garras de unos holgazanes. Los holgazanes saben cómo parecer atractivos y también cómo aferrarse a ti.

Sin embargo, tal como yo esperaba y deseaba, mi nuevo compañero se estaba aplicando. Al mes de empezar a vivir juntos, Fausto se encontraba del todo ocupado. Como magis-trado, un edil plebeyo, tenía un trabajo duro, y así seguiría hasta que terminara su año en el cargo, en diciembre. Al pare-cer se estaba labrando un nombre entre los ediles que había junto al templo de Ceres. Lo nunca visto. Cuando lo conocí, se lo pasaba en grande adoptando disfraces harapientos para recorrer las calles y atrapar a los delincuentes en persona. Aho- ra se ocupaba también de los preparativos de los Juegos Ro-manos, una gran fiesta organizada por los ediles que tendría lugar en septiembre. Patrullar los mercados, baños, tabernas y burdeles en persona era opcional (disponía de ayudantes que se ocupaban de eso), pero dirigir los juegos, no.

Fausto también había decidido reformar la casa aneja al negocio de construcción, donde pensábamos vivir. Así que tenía tres trabajos. Algunos días apenas nos veíamos.

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Estábamos enamorados. Yo quería verlo a todas horas. Así que, una mañana en particular en que él se encontraba en el Jardín de las Hespérides, llené un pequeño cesto con exquisi-teces y se lo llevé a la hora de comer. Sí, estaba trabajando en una taberna, pero se encontraba cerrada debido a las obras. Además, me había convencido a mí misma de que solo yo po-día preparar a mi hombre un almuerzo adecuado, dispuesto del modo que a él más le gustaba; Fausto lo aceptó, ponien- do ojitos y murmurando palabras tiernas. No llevábamos mu-cho tiempo juntos. Nos acomodaríamos. Seguramente a la se- mana siguiente ya estaríamos ignorándonos.

Sin embargo, en ese momento seguíamos babeando el uno por el otro, y estábamos sentados juntos en una de las mesas de la taberna, con unos huevos duros y unas olivas en una servilleta. Bebíamos del mismo vaso. Yo le limpiaba el aceite de oliva de su firme mentón y él aceptaba mis atenciones. Le gustaban. No le importaba que nos viesen, aunque sus obre-ros se rieran.

Dedicábamos casi toda nuestra atención el uno al otro, pero éramos personas observadoras. Ambos realizábamos trabajos que dependían de la perspicacia que demostrásemos. Fue una estupidez por parte de dos obreros confiar en que podían salir a hurtadillas del patio sin que nos diéramos cuen-ta de que, entre los escombros que se llevaban en una cesta colgada de una pértiga, asomaban cosas interesantes. Habían encontrado unos huesos.

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