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REMBERT WEAKLAND

EL CANTO EN LA LITURGIA

En una entrevista publicada recientemente en Vida Nueva (n° 1937 del 19.03.94), el que fue Abad primado de los benedictinos, Rembert Weakland, afirmaba a propósito del éxito sin precedentes alcanzado por el LP de los benedictinos de Silos: "Aquello que oímos también puede llevarnos a sentir la trascendencia. Los monjes de Silos han demostrado que el canto es un camino para encontrar a Dios". En el presente artículo, el actual arzobispo de Milwaukee (USA) subraya la importancia de que en el canto litúrgico se den cita la estética, la experiencia profunda de fe y el sentido del misterio.

El canto y los símbolos en la liturgia, Phase 199 (1994) 45-58

Para comenzar dos observaciones previas. La primera, que discutimos sobre cosas que nos son queridas. Pese a los treinta años de vida de la Constitución sobre la liturgia del Vaticano II, se sigue discutiendo sobre la liturgia y en especial sobre el canto. Es un signo de esperanza: como creyentes, estamos preocupados por nuestra oración comunitaria y queremos que se mejore.

La segunda, que las generaciones actuales no parecen vayan a encontrar una solución unánime, que guste a todos. Nadie escoge la época de la historia en la que nace. Y a nosotros nos ha tocado vivir en una época de economía global y de trasiego cultural, una época en la que las culturas cambian y se yuxtaponen rápidamente. Por esto nuestras generaciones han de acostumbrarse a vivir en medio de esa ambigüedad de culturas fluctuantes y a menudo opuestas.

En este contexto cultural ¿cómo resolver los problemas que presenta nuestra liturgia y en especial el del canto litúrgico? Si queremos orientarnos hacia el futuro y construirlo, es importante que dilucidemos qué es lo que queremos y cuáles son los valores que han de primar. Como católicos, no podemos dejar de lado nuestra propia tradición litúrgica. Hemos de estar al día, pero no podemos dejar el porvenir a las fluctuaciones del azar.

El canto en la Iglesia

Los cantos son parte integrante de la acción litúrgica. Y la liturgia es ante todo un acto de fe. No es, por supuesto, un espectáculo. Cuando los jóvenes dicen que la liturgia es aburrida pueden tener razón. Pero ¿no resultan aburridos otros aspectos de la vida, cuando no se viven por dentro o no se participa plenamente en ellos? La liturgia resultará siempre aburrida, si no nos comprometemos en ella, si no nos consideramos como actores, personas que oran unidas en Cristo bajo la acción del Espíritu.

La liturgia tampoco es un ejercicio terapéutico. Se oye a menudo: "no me dice nada", "no saco ningún provecho". Este componente utilitario forma parte de nuestra cultura. Pero hay que reconocer que la liturgia no pretende ser una sesión de terapia de grupo. Puede sí aportar una esperanza y una confianza mayor. Pero su objetivo principal es la renovación espiritual de la comunidad y, por consiguiente, de los individuos que la constituyen. El canto litúrgico no puede ser sino una alabanza a Dios, sin que se pretenda un efecto terapéutico sobre la comunidad.

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La liturgia tampoco es una forma de intimidad humana, a menos que sea con Jesucristo. En nuestra cultura la intimidad constituye el más alto nivel de las relaciones sociales y todos parecen buscarla. La liturgia reúne a todos los que se congregan en una unidad, pero esta unidad es profundamente espiritual y no le cuadra sin más el nombre de "intimidad". Es magnífico que la gente quiera tener el sentimiento de pertenecer a un grupo que celebra, pero la mayor parte del tiempo esa relación permanece sólo a nivel de fe.

No creo que sea sano ir siempre en busca de una comunidad de fe donde uno pueda encontrarse como en su casa, con personas que compartan su misma sensibilidad. Sucede a menudo que la liturgia nos provoca y nos obliga a mirar la cara oculta de nuestra realidad. Liturgia no es sinónimo de consuelo. A veces la liturgia es muy exigente y el nivel de consuelo muy bajo. No es necesario que nuestros cantos tengan siempre cadencias y letras sentimentales y reconfortantes.

Nuestra liturgia -y el canto, parte esencial de ella- ha de poner el acento en la unidad que encontramos gracias a la acción del Espíritu de Jesús. Esta unidad nos viene dada por el bautismo. La liturgia nos hace tomar conciencia de ella y nos ayuda a vivirla en el mundo. Celebramos la liturgia porque, en virtud de nuestro bautismo, somos llamados por Dios a ser un pueblo santo y un sacerdocio real. Nuestro canto litúrgico ha de hacernos conscientes de esta unidad profunda que ya existe.

La liturgia y el canto han de situarse en la perspectiva del símbolo. La liturgia es una acción simbólica, no una representación dramática. Pero los símbolos que utiliza no tienen sentido sin la fe. A las acciones simbólicas de la vida ordinaria, les damos una nueva significación cuando, en la liturgia, comemos o bebemos o imponemos las manos o hacemos una unción con aceite.

Los símbolos -y las palabras son también símbolos- no existen independientemente de la cultura. Algunos símbolos, como los que acabo de mencionar, parecen ser trans-culturales, pues se les puede encontrar en muchas culturas y parecen constitutivos de la condición humana. Otros pueden ser más particulares y no se les puede comprender fuera de una cultura determinada. Se falsearía totalmente el mensaje imponiéndolos a otra cultura.

La música es uno de esos símbolos que viene determinado por la cultura. El canto de la Iglesia no es nunca auténticamente trans-cultural. Además en cada cultura musical se encuentran símbolos que trascienden las palabras y poseen una significación más profunda. Así, por ej., existen maneras diferentes de cantar un mismo salmo. Algunos han adoptado la forma de himno. El himno expresa unidad y por eso exige que toda la asamblea participe. El mismo salmo puede ser cantado en forma de responsorio. La respuesta supone un diálogo entre un "nosotros" - la asamblea- y un "ellos", que puede ser un solista o el coro. Las dos funciones son distintas. No se puede cantar un himno como respuesta a una lectura. Perdería el sentido de respuesta. Este ejemplo nos muestra las posibilidades que ofrece un mismo texto a distintas formas de canto, según sea la propia cultura.

Pero los símbolos litúrgicos no deben sólo unir a la comunidad local con su propia herencia cultural. Deben unirla también con la Iglesia universal. Para expresar esa unidad, en cada celebración oramos por el Papa, hacemos memoria de los vivos, de los

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difuntos y de los santos. Los símbolos, pues, y los cantos no son egocéntricos, sino que se abren a la Iglesia y al mundo.

Pero nuestro símbolo y nuestro canto ha de llevar también la carga de la dimensión trascendente presente en la liturgia. La liturgia es un momento fuerte de nuestra vida. Nada se le parece. Implica un encuentro con lo que es santo. Si Dios es uno de los actores, la carga de esta dimensión trascendente debe ser transmitida también por los símbolos y, en particular, por la música. Este aspecto de la renovación litúrgica ha sido descuidado. A menudo hemos estado tan preocupados por formar comunidades, que a veces hemos perdido de vista la dimensión de fe que las coloca por encima de lo que es puramente humano.

Para expresar ese elemento trascendente, antiguamente la Iglesia apeló a la experiencia estética. La estética no era considerada como un sustitutivo de lo trascendente, sino como su soporte simbólico. Nuestras generaciones recelan de la estética y la tildan de elitista. En la edad media y en la época renacentista no hubiera sucedido así. Porque entonces los artistas estaban mucho más cerca del pueblo en sus expresiones culturales. Pero, si la estética no entra en la música y, más en general, en la liturgia, el peligro está en caer en la mediocridad y en la vulgaridad. De hecho, la queja más común hoy, por lo que respecta al canto litúrgico, es su enorme mediocridad. Mi herencia benedictina me ha persuadido de lo importante de esa dimensión estética en nuestras celebraciones litúrgicas.

Necesitamos una memoria litúrgica, si queremos que los símbolos litúrgicos, incluida la música, sean eficaces. Como miembros de la Iglesia tenemos parte en una herencia, que comienza con el Evangelio, pero que incluye el AT. La celebración gira en torno al misterio pascual. Pero nuestra memoria colectiva le añade toda la historia de la salvación.

La música empleada por la Iglesia afianza la memoria colectiva. Para ella la repetición del símbolo es algo muy importante, aunque esto, a primera vista, vaya contra la cultura occidental. Pero ¿en qué mundo más extraño nos encontraríamos, si cada domingo se cambiara todo? A algunos les gustaría. Es un poco como si quisiéramos satisfacer con la música nuestra necesidad de cambio, porque no podemos hacerlo con la estructura y el contenido. Cambiamos demasiado a menudo de música en la liturgia. Y esto, litúrgicamente, es un desastre. Hay tal cantidad de versiones diferentes, por ej., de las partes dialogadas de la Misa, que ya no es posible ninguna memoria colectiva. Imaginémonos por un momento que del "cumpleaños feliz" existieran distintas músicas. Sería el caos. En cambio ahora, incluso los que no tienen oído saben la melodía. Porque hay una memoria colectiva.

Existe también una memoria personal. Uno se acuerda más fácilmente de lo que se cantó en su boda que de lo que el sacerdote dijo en la homilía. Y lo mismo ocurre en otros acontecimientos familiares, como el bautismo, la primera comunión o la muerte de los seres queridos. Estos recuerdos personales evocan importantes acontecimientos de la vida, que están estrechamente ligados con la liturgia. Así la memoria personal refuerza la memoria colectiva.

La gente se encuentra a gusto en la liturgia, cuando los símbolos y la música les resultan familiares. Las novedades pueden ir a cargo de la coral. Pero el pueblo ha de poder

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cantar la música que conoce, la que responde a su memoria colectiva y personal. Es importante también que la música y la simbología en general se ajuste a las distintas partes del año litúrgico. Así como un villancico no encaja fuera del tiempo de Navidad, tampoco hay que cantar un aleluya "pascual" fuera del tiempo de Pascua.

Aspectos cristológicos del canto litúrgico

Es imposible sentirse a gusto en la liturgia sin una espiritualidad trinitaria. Casi todas las oraciones, sobre todo en la plegaria eucarística, se dirigen al Padre. Pero las elevamos al Padre, por medio de Jesucristo y movidos por el Espíritu Santo.

El misterio pascual -muerte, resurrección y glorificación de Jesús- es el centro de la liturgia. Por esto toda liturgia es cristológica. El Jesús histórico -el que recorría los caminos de Galilea y Judea predicando, enseñando y realizando milagros- está siempre presente en la liturgia, porque el Cristo resucitado no puede estar separado del Jesús histórico. Sin embargo, es el Cristo resucitado el que actúa en la liturgia.

Por estas razones, no creo que ayude a la memoria colectiva cargar la liturgia con textos donde aparezca un Jesús sentimental. La cultura actual ha sido cautivada por el Jesús histórico a través de musicales y de películas que han cosechado enormes éxitos, pero que a menudo han olvidado al Cristo resucitado. Las Iglesias orientales nos ayudan a recuperar esa dimensión de la liturgia.

¿Cómo puede el canto litúrgico ayudarnos a expresar esta dimensión profunda? En él debe transparentarse el carácter comunitario. Y debe aparecer la dimensión trascendente de la presencia del Señor. No hay que caer en lo lacrimógeno ni presentar un Jesús tan humano que no se diferencie de un héroe cualquiera. Más difícil es el nivel musical. La música más adaptada será la que tenga un carácter más vigoroso y noble, y aporte al mismo tiempo un cierto sentido del misterio. No ha de ser una música "barata" ni ha de estar cargada de connotaciones profanas que distraigan. No conseguiremos nada con una imitación de Broadway, de las baladas de estilo "country" o de los últimos avances en el dominio acústico.

La música litúrgica no puede quedar en mera imitación de lo profano. Ni puede estar a remolque de cada moda de la cultura musical ambiente. Debe vehicular un mensaje de fe diferente y más profundo. Podemos sí estudiar la cultura musical profana, pero sin dejar de lado la especificidad de nuestra liturgia y su tradición.

El Espíritu Santo es la persona olvidada de la Trinidad. Y eso que en toda liturgia la acción del Espíritu Santo determina su realidad más profunda. Sería una lástima que abandonásemos en manos de los grupos de pentecostales y carismáticos la toma de conciencia de la acción vivificante del Espíritu Santo. Debemos agradecerles su aportación. Pero esto se ha de traducir en una mayor sensibilización sobre el papel sacramental que la tradición de la Iglesia asigna al Espíritu Santo. En este sentido hemos de agradecer a las Iglesias orientales el haber conservado mejor el carácter pneumático de la liturgia.

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La liturgia y el mundo

Pero esta concepción ¿no hará que la liturgia sea extranjera a nuestro mundo y a nuestra cultura? Cierto que no podemos vivir en la liturgia una experiencia fuera del mundo. La misión de la Iglesia se dirige al mundo y, por tanto, la liturgia debe alcanzar este mundo. Pero esto no significa que la liturgia tenga que volverse profana. Ella aporta su contribución propia y sin ella le faltaría algo a este mundo. Los que vivieron por los años veinte los comienzos de la renovación litúrgica conocían esta verdad. Esperaban que la renovación litúrgica produjese en los católicos una conciencia social que debía hacerse vis ible en el mundo por sus obras. No hemos colmado todavía esa esperanza. Estamos demasiado preocupados por nosotros mismos y prendidos por la devoción personal durante la liturgia, para poder escuchar su mensaje social.

Esta fue la misión de Jesús en el mundo: vino para salvar. El Vaticano II hace hincapié en el papel de los laicos. Para el Concilio, son los laicos los que llevan a Cristo al mundo. Y "mundo" significa aquí todas nuestras relaciones y contactos cotidianos. Lo cual incluye familia, trabajo y ocio: todo lo que forma el entramado de la vida. Es misión de los laicos acercar la fe a la vida, llevarla a la calle. Para esto, han de estar llenos de espíritu, han de vivir ellos la liturgia.

Una comunidad viva desde el punto de vista litúrgico es consciente no sólo de llevar a Cristo al mundo, sino también de la acción del Espíritu en este mundo. La acción del Espíritu no está limitada a la liturgia y a nuestros actos. El Espíritu sopla donde quiere. Actúa en el mundo precediéndonos a nosotros, arrastrándonos y lanzándonos el reto de edificar el Reino de Dios. San Francisco de Sales decía que el Espíritu que poseemos como bautizados debe reconocer al Espíritu que se encuentra en el exterior y alegrarse en él. Discernir la acción del Espíritu en todo tiempo es una de las tareas de la Iglesia. En todo caso, el Espíritu actúa tanto dentro como fuera de los muros de la Iglesia.

¿Qué tiene que ver esto con el canto litúrgico? Esto significa ante todo que el texto de nuestros cantos deben asegurar a nuestro espíritu esta dimensión de la acción y de la justicia social, conservando a la vez su arraigo en Cristo y en su Espíritu. Si tales textos permanecen en nuestra memoria colectiva, los llevaremos a nuestras calles y a nuestras casas. Hay muchos textos de este tipo en el salterio y en la Biblia. También en las colecciones litúrgicas se encuentran textos, en particular las oraciones de la época en que la liturgia era considerada como comunitaria y no sólo como personal. Por lo que se refiere a la música, aunque soy crítico respecto a la proliferación de versiones, me alegro de las músicas más espirituales y religiosas de uso popular. No me refiero al "rock and roll" o a la música "rap" que echan mano de textos evangélicos. Sino de un tipo de música que reconoce la dimensión espiritual de la persona humana y que escribe para el mundo, de modo que le ayude a reencontrar un destino más alto. Pienso en las obras de inspiración religiosa de Bach, Mozart, Elgar, Liszt, Schumann, Brahms, Fauré. ¿Dónde se encuentran hoy sus equivalentes? ¿En la misa de Bernstein, el Requiem de A.L. Weber, el "Requiero de la guerra" de Britten o el "Nuevo canto en una tierra vieja" de Ch. Willcock?

En definitiva: nuestro anuncio de Cristo al mundo significa que nuestra sensibilidad litúrgica sobre la dimensión trascendente de nuestras vidas debería tener su contrapartida cultural y formar parte de la contribución de los laicos a la cultura. Estoy seguro que si nuestros compositores tomasen en serio esta tarea, esto facilitaría la

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renovación litúrgica en nuestra cultura y en la que se formará en direcciones apenas previsibles. Habría ahí niveles de sentido en nuestra cultura que ayudarían a los fieles en la búsqueda litúrgica de lo trascendente. La memoria colectiva no estaría en contradicción con la cultura de nuestro medio, sino que saldría de ella.

La cuestión fundamental que debe plantearse hoy sobre el canto litúrgico es tal vez la de saber cómo puede aportarnos un sentido que, en esta cultura altamente tecnológica y materialista, nos haga ver que hay algo más allá que responde al deseo y al hambre más profundos de la persona humana. Importa hoy en día no perder esta dimensión y continuar la búsqueda de caminos para concretarla, para fortalecer así la fe de nuestro pueblo y difundirla en el mundo. Espero que nuestras generaciones tendrán la sabiduría, la perspicacia, el valor y la audacia para suscitar ese género de renovación, de forma que el canto de la Iglesia, que es el de Cristo y del Espíritu Santo, pueda resonar en el mundo de hoy y en todas las culturas nacientes.

Condensó: ELISA GARCÍA