el camino a casa

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el camino a casa

Trabajo de grado para optar por el título deMaestro en Artes Visuales con énfasis en Expresión

Plástica y GráficaPontificia Universidad Javeriana

Mayo de 2016

Santiago Hurtado salazar

asesor: diego benavides

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ElCAMINO A CASA

Primera Edición: Mayo de 2016 Fotografías: Santiago Hurtado Salazar

www.facebook.com/veckatimest06Diseño y diagramación: Santiago Hurtado Salazar

Mantarraya Editorial

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índice

introducción......................................................5

1. Hogar de la infancia.....................................14- El pasado...........................................................................................15- 502...................................................................................................20- Peregrinaciones..................................................................................22

2. Viajes / Errabundeo.......................................33- Amazonas Nocturno..............................................................................38- La tradición del treintauno.................................................................52- Errabundeo .........................................................................................59

3. La idea de contemplar y construir...................67- Trece días............................................................................................69- Construir..............................................................................................75

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introducción

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Introducción

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Incertidumbre.

E l tiempo es una bomba que jamás estalla, un cronómetro que cuenta hasta el infinito. No tengo la certeza de esta afirmación,

porque, a pesar de pensar que los días no me empujan hacia mi destino, siento en mis adentros, el afán por llegar a un lugar que no sé, a intentar concretar una idea que jamás voy a tener clara. Y entonces me muevo, empiezo a caminar en un paisaje donde la niebla no me deja ver el horizonte, no me permite observar mas allá de unos metros hacia delante y atrás.

Cualquiera diría que es una situación poco favorable, sería mejor detenerse y esperar a que la bruma se apacigüe, a que se disipe en el aire el velo que no me deja avanzar con seguridad. Pero cada hora que pasa todo se vuelve más denso, el lugar se inunda con miles de telarañas blancas hiladas por la incertidumbre que crece con los años. No hay más remedio que moverse; sólo queda errabundear unos cuantos metros hacia la dirección que mi intuición dicte y observar cómo nuevos paisajes entran en mi campo de visión.

Lo peor, es que no me siento incómodo con la idea de no saber lo que estoy haciendo o hacia donde me dirijo. Tal vez es porque me aterra la idea de tomar una decisión que a la larga no pueda revertir, escoger un camino que no me permita dar marcha atrás, elegir una vida donde no haya cabida para el error o donde las posibilidades se pinten a sí mismas en blanco y negro. Me es casi imposible comprometerme a una idea que me amarre a una realidad ya establecida, enfrentarme con una preconcepción de las cosas y en el camino darme cuenta que no todo sale como yo me lo imagino:

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que no todo puede ser como yo quisiera que fuese. Por eso, después de 23 años de luchar contra la marea de mis propias emociones entendí el valor de la incertidumbre.

Es normal no saber.

Está bien tener dudas siempre y cuando se tenga el valor de enfrentarse a sí mismo para resolverlas, de encontrar en su pasado y en sus alrededores, la respuesta que se anhela. En el proceso de caminar se encuentran pistas, detalles que indican hacia donde ir.

Ahora, me enfrento a mi propia incertidumbre. Emprendo una búsqueda eterna cuya finalidad no es clara, mucho menos estoy cerca de encontrarla; y dentro de todo, me siento cómodo con no saber siquiera si es remotamente posible dentro de las realidades en las que me encuentro. Existe en mí una nostalgia, un sentimiento que se mueve entre el espectro de la felicidad y la tristeza.

He decidido comenzar un viaje en aras de encontrar significados, vínculos: un propósito. Siempre he mirado hacia el cielo cuando necesito buscar respuestas, he escuchado el rugir de las olas, el susurro de los árboles meciendo y consintiéndose los unos con los otros. He sentido los granos de arena rodar por las inmensas dunas del desierto, mirado cómo la luna crece y desaparece, cómo los peces nadan en la otra dirección cuando me zambullo en un lago, y a los cangrejos caminar de un lado a otro, dueños de la tierra y el mar.

Pensé en el lugar que por tantos años ha constituido mi hogar, aquel que me suscita las emociones más reales y sentidas, donde mis ansiedades desaparecen y el miedo queda supeditado por las

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Introducción

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ganas de vivir, por el deseo de cumplir los sueños, ese sitio en donde mi identidad yace. Donde mi padre nació, que me ofreció desde pequeño como un lugar de ensueño. El mar, ha sido y siempre será el lugar de donde salí. Mi hogar natal.

Recuerdo los paseos con mis hermanas en el plató de una camioneta azul con rayas blancas, del conjunto en donde vivíamos en Santa Marta. Siento todavía las ráfagas de aire refrescante producidas por la velocidad del automóvil, las carreteras áridas que teníamos que cruzar para llegar al mar. Recuerdo las ruinas de un parque infantil cuyo pasto amarillo desaparecía al igual que la pintura que recubría las paredes de las casas. Da vueltas en mi cabeza una cadena que gira y gira atada a su poste, buscando el balón que tiempo atrás se elevó en uno de sus extremos. Me acuerdo cómo se veía el mar la primera vez que lo vi; saliendo por entre dos montañas color verde oliva que albergaban brotes de cactus, y a lo lejos, distintas antenas rojas y blancas. Y el océano azul e infinito, borroso en el horizonte y mezclado con el cielo.

Extraño mi cuarto con recelo, me hace falta sentarme en la cornisa de la ventana y tomar el sol bajo el gigante árbol de mangos que le daba cobijo a cientos de murciélagos cuyos chirridos alegraban mis noches en vela. Sueño con poder subir de nuevo los cinco pisos de cualquiera de las torres, abrir la reja prohibida y mirar la ciudad desde lo alto; esconderme ahí cuando el mundo parece desentenderme. Deseo ver como se hunden mis pies en el barro formado entre los arboles, y cómo después de días de verano se quiebra el piso en distintas formas. Quiero volver a sumergirme tres metros en la piscina, a quemar años viejos y a estallar triquitraques. Ahora que soy más grande, aunque probablemente menos sabio, me surge una necesidad imperativa de buscar lo que hay más allá.

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Con los años, el hogar de la infancia fue perdiendo su magia inicial; los deseos de esa época han sido cumplidos y ahora, entrando a un momento distinto de la vida, se crean en mí nuevas metas: empezar a construir mi propio espacio en el mundo. Y creo que la manera en que lo estoy construyendo, es buscando en el mundo los ladrillos que van a componer la estructura. Seguir errabundeando esta vez, para encontrar los insumos, los detalles que conformarán esta identidad cambiante, este lugar que no descansa sus cimientos en la tierra, sino en mi espalda, un hogar ambulante.

No quisiera tener que definir algo a lo cual no le he encontrado una respuesta absoluta, mucho menos elaborar una teoría que se pueda establecer como una verdad.

Todo lo que viene es especulación. Hablar del hogar resulta terreno arcilloso, llevo tantos años pensando en su significado y no logro encontrar una definición estática para describirlo. Se asocia con los lugares en los que vivimos, donde se descansa la cabeza en la almohada y se dejan las pretensiones junto con los zapatos afuera del cuarto; donde la piel se siente cómoda con los huesos que recubre, donde los vacíos se sienten con mayor intensidad y la alegría con mayor espesor. Aquel lugar donde podemos dejar fluir los sentimientos y buscar el auxilio de una fuerza divina, mágica y ancestral; como si las lágrimas fueran conjuros de brujería y la sal que brota de ellas, el material del que están compuestas las estrellas. Puedo decir con certeza que he sentido esto varias veces en mi corta vida.

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La primera vez sucedió a mis cuatro años. Vivíamos en ese entonces en un apartamento en frente del Parkway, pero la vista daba hacia el lado contrario. Mi cuarto era el más alejado de todos, y para llegar donde mis padres tenía que recorrer la sala, el comedor, la cocina, el cuarto de mis hermanas, un largo corredor y una puerta oscura. Amaba mi pequeña madriguera; tenia una salita con muebles de colores y un baño para mí solo, con una separación de acordeón café, demasiado endeble para ser considerada una puerta de verdad. Una noche entre tantas, fui víctima de una fiebre suficientemente alta como para darle alucinaciones a cualquiera. Y yo, que desde esa edad suelo desvelarme observando la luna en la oscuridad, era más susceptible a los miedos infantiles. De la nada, una horda de pirañas inundan mi cuarto. Mi único impulso consiste en correr hacia la habitación de mis padres. Es el trayecto más largo que he recorrido. El apartamento crece, las distancias se tornan más largas, las alturas, sublimes. El tiempo se detiene mientras las pirañas, poco a poco invaden el lugar con sus filosos dientes, exagerados por mi mente infantil. Muy similar a un viaje de hongos.

Por más terrible que haya sido esta experiencia, fue acá donde me sentí vivo por primera vez, ese recuerdo grabó en mi cerebro el plano de mi primer apartamento.

Con cada centímetro que mi cuerpo se expandía, el espacio respondía creciendo exponencialmente. Al transcurrir los años el pequeño mundo que solía ser mi apartamento en el centro de la ciudad, fue expandiéndose metro por metro. Descubrí que existe un mundo afuera de la enorme puerta verde que me separaba a mí

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de un universo desconocido, que esperaba con ansias el momento en que mis zapatos de bebé dieran el primer paso afuera. Lo que no se esperaba es que me tardase unos catorce años más en entender su inmensidad, y lo posible que era recorrerla. Tal vez es la adolescencia, o la vida misma la que lo empuja a uno a buscar sus caminos. Después de vivir tantos años entre la prueba y el error, algo tendré que haber aprendido. Las lecciones cesan de entrar en la cabeza sin antes una pizca de incertidumbre, de desconfianza; esta es la época, en mi caso un poco tardía, en la que empecé a cuestionar aquellas situaciones y pensamientos que el universo va mandando, que las figuras de autoridad imponen y nuestros héroes cumplen ciegamente. De repente y sin dar cuenta, dejan de gustarnos los sacos que la abuela ha tejido para navidad, los cuerpos abandonan su levedad y nuestras madres se vuelven incapaces de alzarnos, de hacernos volar. Ya nunca más tendría que alzar los brazos para encontrar las manos de mis guías. Me miro al espejo y ya no tengo que subir escalones para encontrar mi reflejo.

Y por mucho que quise luchar por mantenerme inocente, por guardar en mi alma un pedazo de mi infancia, eventualmente llegó el momento en que tuve que soltar mis fantasías irrealizables; nunca iba a poder volar por el universo, no iba a despertar al siguiente día con un par de aletas y mucho menos con la vida resuelta, y lo peor del caso, mis padres definitivamente no la iban a solucionar por mí. Así que con la terquedad que siempre me ha caracterizado, me puse los zapatos de adulto y empecé a buscar pistas, a rastrear huellas de caminos ya recorridos y abrirme paso entre paisajes no explorados.

Hoy es el día en que todavía me cuesta andar en esos zapatos, mis pies aunque más grandes, no alcanzan todavía a llenarlos, y comparándolos con los mocasines maltrechos y experimentados de mi

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Introducción

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padre, o los tacones altos y resistentes de mi madre, definitivamente mis improvisadas botas no dan a la par. Pero poco a poco voy entendiendo cómo funciona el mundo, cómo este cambia junto a mí, y definitivamente nos vamos convirtiendo en una misma entidad, en la que el espacio me transforma y yo lo transformo a él. Así es cómo al andar, al ir caminando y observando, mis botas se endurecen, van mejorando sus materiales y dejan huellas más profundas.

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1. El Hogar de la infancia

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"Pensar que se pueda venir al mundo en un lugar que en un principio no sabríamos nombrar siquiera, que se ve por primera vez y que, en este lugar anónimo, desconocido, se pueda crecer, circular hasta que se conozca su nombre, se pronuncie con amor, se le llame hogar, se hundan en él las raíces, se alberguen nuestros amores, hasta el punto que, cada vez que hablamos de él, lo hagamos como los amantes, con encantos nostálgicos, y poemas desbordantes de deseo." (GOYEN. CARERI, 2002)

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Por qué se regresa a la infancia en momentos difíciles? ¿Cual es el atractivo de mirar por la ventana al pasado? Fui ese niño pequeño

que creía ser más grande que los demás, cuyas respuestas eran siempre correctas y acertadas eran sus visiones del mundo; ¿cómo podrían estar equivocadas si mi sentidos eran tan claros?

Me han repetido varias veces que desde pequeño he sido así de obstinado, cuando una idea se planta en mi cabeza, crece como una enredadera que no permite que ninguna otra opinión penetre en el cerebro, mucho menos que intente podar y controlar su crecimiento. Nunca sentí la necesidad de que me explicaran las cosas.

El pasado

Ante los ojos de un recién nacido, el mundo se presenta como un espectro de infinitas posibilidades de asombro. En el coche en el

que va, sus ojos se maravillan con manchas de colores y rastros de movimientos, escucha claramente la voz de sus padres y el sonido de la ciudad con inusual momentum. Lo hipnotiza el movimiento de un lado a otro de la cola de un perro, se asusta con el aleteo de las palomas cuando lanza el maíz demasiado cerca de su cuerpecito.

No recuerdo con claridad el clima de la ciudad de Bogotá, pero entre mis recuerdos de los noventa habitan imágenes borrosas en las que predomina un color blanco grisáceo sobre el fondo de todas las casas, parques y calles en las que viví. Ese color que lentamente ha sido reemplazado por un azul claro tradicionalmente asociado con los climas de trópico. En ese entonces todavía aparecía aquel viento templado que sonrojaba las mejillas de cualquiera menor de seis años.

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Viví un tiempo corto en el edificio de la familia, un extraño espacio de tres pisos que se caracterizaba por un claro desorden de la personalidad; en treinta años había pasado por hotel, empresa de viajes turísticos, oficinas odontológicas y como el hogar de mi familia en ese momento. No tengo memoria alguna de este lugar en mi infancia pues pocos años después de mi nacimiento nos mudamos a otro lado; mi primera pisada en aquel edificio de Palermo sucede trece años después.

Para mamá fue distinto. Este espacio vio nacer a sus tres hijos, albergaba los primeros años de Marta y Andrea, y sobretodo, ella las había albergado dentro de si misma en este lugar. Sus memorias empezaron a invadir y conquistar cuarto por cuarto. En aquella habitación amamantó por primera vez a Marta, vio sonreír a su hija Andrea al observar el perro que adoptó y sintió el amor de su compañero de viaje, la otra mitad de sus hijos.

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Sin darse cuenta, mandó una señal a los astros; tejió un velo sobre toda la edificación y lo condenó a ligarse a nuestros cuerpos, a obligarnos a pasar por el.

Una tarde como cualquier otra, Sonia decide ir a recoger a su hijo menor al jardín infantil. Son las tres de la tarde y ya debía estar por salir. La travesía era corta, y ella disfrutaba de hacerla, sus hijas mayores estaban sanas en casa y sólo faltaba Santiago para completar el retrato familiar. Al llegar, lo recoge entre sus brazos, lo alza sin mayor esfuerzo y le planta un beso en sus enormes mejillas, él sonríe.

Ella sube los tres pisos con su hijo en los brazos y llega agitada al cuarto, decide poner al bebé en su alcoba y sentarse en la sala a tomarse un tinto negro cargado y sin azúcar, a platicar con alguien que pueda articular de regreso en la conversación; todo el trayecto de la escuela hasta acá había sido un monólogo para arrullar a su bebé.

Todo está muy callado, sospechosamente silencioso. Santiago suele hacer más ruido que esto, a menos de que esté concentrado en alguna travesura. Los ojos de Sonia se abren al unísono con la puerta. Las paredes habían sido manchadas de rojo, el edredón estaba cubierto de un pigmento graso, y el niño, fatigado de haber escalado varios cajones, esculcado en la caja de maquillaje donde los coloretes habían sido llevados a la boca y al espacio con sus manos. Con un grito, se queda quieto y sus enormes ojos la miran fijamente, preguntándose el por qué de la furia de su madre ante tan magnífica hazaña. Un impulso. Un momento de curiosidad infantil. El espacio había recibido información nueva. Sonia tuvo que pintar de blanco las paredes, mandar el edredón a la lavandería y el tapete fue echado en el camión de basura un jueves por la tarde.

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Me plasmé a mi mismo en este espacio, firmé con mi esencia este lugar. Una marca pulsante que estallaría en el futuro. Pero en ese momento, nos estábamos trasladando unas cuadras más al sur, al apartamento del Parkway.

Tan sólo era otro bebé de los principios de los 90 en la capital de Colombia, una ciudad entre cerros y sabanas, humedales y bosques frondosos, una meseta inundada que, de un día para otro recibió el golpe de Bochica y liberó su caudales por una grieta en el Tequendama. Una ciudad con precipitaciones que duran días, vientos que soplan por meses y temperaturas bajas la mayoría del año. A pesar del inclemente frio y el aspecto del lugar y sus personas, Bogotá albergó las experiencias de mi infancia, mis primeros pasos y palabras, mis travesuras y curiosidades, me formó como un pequeño niño citadino acostumbrado a los días nublados y grises.

Domingos fríos en casa, viendo por la ventana el patio trasero del vecino una fuente antigua taparse lentamente por las flores moribundas de un gran árbol. Nadie salía a jugar ahí y mi padre me decía que en el piso de abajo, vivía un anciano solitario y por eso no estaba limpia el agua de la que muchos pajaritos iban a beber. Los fines de semana mis hermanas jugaban entre ellas, y yo me mantenía ocupado haciendo rodar pequeños carros por el tapete, los muebles y las paredes. En las semanas pasaba mis horas en el colegio al otro lado de la ciudad, entre montañas, toboganes, casitas de plástico, y un pequeño pero antiguo bosque de árboles donde se alcanzaba a ver todo el patio de recreo.

¿Qué tanto más podría decir de la vida cotidiana y citadina de un infante que siempre tuvo todo al alcance de sus manos? Disfruté

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de ciertos privilegios por ser el hermano menor, por haber nacido después de todos, por formar parte de un núcleo familiar sin problemas económicos. Vivía en una zona privilegiada y atendí el mismo colegio desde los seis hasta los diecisiete; abrazado y protegido en una burbuja impenetrable y hasta ese entonces, irrompible.

Las memorias de esta época se manifiestan a través de emociones, son imágenes que están en la parte de atrás de mi cabeza, en ese punto donde la luz se dispersa y enfocar resulta difícil. De las pocas manchas de colores logro distinguir los espacios hasta donde llegó mi firma. Reconozco los varios intentos de mis padres por encontrar aquel hogar ideal. La casa soñada que ambos desearon construir,

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querer tejer el lecho en donde plantarse hasta llegar a la vejez, resultó ser un deseo inalcanzable. Ninguna de las moradas tenía la tierra fértil en donde cultivar el sentimiento de un lugar cálido.

A mis siete años, nos volvimos a mudar. Esta vez a un apartamento más moderno, ubicado en el norte de Bogotá, en el quinto piso de un edificio: “Molinos de San Patricio”. De nuevo otro corredor más que cruzar, otro espacio para habitar, una nueva cueva para pintar con los dedos los primeros glifos.

502.

En su esencia, el quinientos dos sabía su condición de morada temporal. Aunque gozaba de brillantes pisos de mármol, de

corredores sinuosos y de extensas praderas de alfombra tersa, este lugar fue rápidamente vaciado de la presencia de mi familia; la época sin embargo, los años pasados bajo su manto son claves para mi identidad.

Papá trabajaba para Avianca, como odontólogo provisional para los pilotos de dicha aerolínea, por lo que como recompensa, le regalaban tiquetes aéreos a cualquier parte del país; siendo el oriundo de Santa Marta, se volvieron mas frecuentes los trayectos a dicha ciudad. Íbamos allá dos veces al año, cuando mis vacaciones del colegio lo permitieran y nos quedábamos uno o dos meses en un apartamento en un conjunto llamado Silvia Rosa.

El Silvia Rosa, ubicado cerca al centro de la ciudad, se compone

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de cuatro bloques esquineros, que crean una plaza en el centro. Estos bloques se dividen en dos torres de cuatro o cinco pisos, cuyos corredores y escaleras se encuentran abiertos para la ventilación, y tiene también una puerta para acceder al techo, usualmente cerrada. Alrededor de estos edificios hay senderos en baldosa roja, y jardines que rodean el perímetro con grandes árboles. Las paredes son, en su mayor parte de un color extraño producto entre el rojo, naranja y rosado, y tiene ciertos detalles en amarillo ocre.

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PEREGRINACIONES

Era de noche, tal vez de madrugada, o eso pensaba yo, porque había sentido las horas pasar en el avión hacia Santa Marta; nunca he logrado conciliar el sueño

a más de diez mil pies de altura. Esa vez solamente volábamos mi papá y yo, por alguna razón mis hermanas y mi mamá no viajarían hasta mucho después. Al aterrizar, cogimos un taxi para el Silvia Rosa y en cuestión de 45 minutos estaba arrullado por la humedad y el constante sonido de las olas.

Abrí los ojos. Me levanté en la cama del lado derecho de mi cuarto, junto a la ventana que daba a la plaza, al gran árbol de mangos que llegaba casi hasta el tercer piso del edificio. El ventilador estaba en su velocidad máxima pero mi papá me había puesto la cobija café que usualmente pateaba en medio de la noche. Salí y recorrí el corredor para llegar a la cocina, donde mi papá estaba concentrado en su desayuno, guineos con queso costeño y mantequilla. Me senté a esperar a que estuviera listo mi plato mientras observaba el entorno. La puerta de enfrente estaba abierta al igual que la gran ventana de la sala, creando una ráfaga de viento que mantenía el apartamento fresco; siempre me había cuestionado el por qué en la costa mantienen todo el tiempo las puertas abiertas, sin miedo a que extraños vean dentro de sus hogares, como si fuera una invitación a cualquier vecino o transeúnte para ver su morada. Y además, los patrones se sientan cobrando la entrada, exponiendo sus enormes barrigas al universo.

- ¡Hay una salamandra ahí! ¡Mira!- le dije a mi padre sin obtener respuesta.

La empleada me sirvió el desayuno con un café con leche que luego procedí a echarle al plátano. Al terminar, fui y me senté un rato en la sala, viendo por el ventanal, el muro que separaba el conjunto de la ciudad. El reloj de péndulo

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sonó tres veces. Debe ser mediodía, pensé. Me puse las sandalias para no quemarme la suela de los pies y decidí salir a la plaza a caminar un rato. Al lado derecho, habían unos pequeños arbustos con flores rosadas pequeñas y alargadas; las gemelas del segundo piso me dijeron que si las arrancaba y les quitaba el filamento delgado, podía succionar la flor y encontrar miel.

Jesús, el niño del apartamento de al lado, llegó en ese momento, arrancó una de las flores y me explicó el procedimiento. Fue tan sólo una gota de un liquido dulce y transparente. Seguimos caminando por las zonas verdes, donde jugábamos con otros amigos a escondernos entre los miles de recovecos de todos los edificios. A eso de las tres de la tarde, cuando me encontraba trepado entre ramas, un par de gotas en mi cabeza me hicieron mirar hacia arriba y vi que una gran nube gris se plantó en la mitad del cielo. Pensé inmediatamente que me había venido persiguiendo desde Bogotá y bajé lo más rápido posible para

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encontrar resguardo. Qué acción mas inútil de mi parte, porque al bajar del árbol y salir de la sombra, me sorprendió la temperatura de la lluvia, era cálida y no venía acompañada de vientos fríos de montaña. Empecé a mirar a mi alrededor y todos los niños habían salido de sus casas a mojarse, a jugar. En cuestión de minutos cesó de llover y de nuevo todo estaba seco.

Al entrar a la casa fui directamente al cuarto donde estaba mi papá, estaba durmiendo plácidamente en su cama, boca arriba. Entré a su cuarto sigilosamente, a pesar de que el ruido del ventilador era lo suficiente para que no me escuchase. Pero yo siempre había jugado a escabullirme y perseguir a los demás sin ser percatado; me puse a su lado izquierdo, y con una voz suave lo desperté.

-Papá….Pá….despierta.

Dejó de roncar. Abrió los ojos y con la mirada me preguntó que necesitaba.

-Son las dos, me tienes que llevar a las clases de natación.

Hizo un murmullo de aprobación, se puso sus chancletas speedo y una camiseta blanca para tapar su barriga del mismo color. Caminamos hacia el Toyota. El carro gris estaba parqueado en frente de la camioneta de los vecinos y en ese entonces gozaba de un color vibrante y olor a nuevo.

-Ese carro tiene dos años menos que tú. Me dijo entre risas.

-Mí tía Martha me dijo que ese carro iba a ser mío cuando cumpliera dieciocho, ¿cómo nos lo vamos a llevar a Bogotá?

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- No te preocupes por eso. Todavía falta mucho tiempo.

Papá solía ser más condescendiente cuando estaba en la costa. En sus ojos se perdía la mirada racional y concentrada que me observaba en Bogotá. Su cuerpo se comportaba menos tenso y parecía que sus pasos encontraban el ritmo de la ciudad. Al verlo en Santa Marta su actitud parecía menos intimidante, perdía su figura autoritaria y se convertía en un chamán con infinidad de conocimientos y experiencias que impartir.

Pensaba que el calor y la humedad se le entraban por los poros y lo infectaban con la alegría de regresar al lugar que lo vio nacer. Era un reflejo corporal que se activaba a través de los viajes a su ciudad natal. Este era su eterno retorno. Su cuerpo, a pesar de residir en Bogotá, se elevaba con la mente cuando volvía donde sus recuerdos viven, donde pasó su infancia, ese lugar que lo unió a su hermana. Me he preguntado varias veces qué siente mi padre al ver el mar. ¿Será que entre ola y ola, se encuentran las imágenes de su infancia? ¿Si con el sonido blanco de la espuma se arrulle hasta dormir plácidamente?¿ O lo tiene siempre presente en sus oídos a pesar de no vivir cerca? ¿Podría ser que Marta y yo hayamos heredado de él algún tipo de destino ligado a las infinitas playas? ¿O la costumbre impartida por José ante sus hijos evolucionó en un llamado emocional a explorar las profundidades del océano?

Cuando volví a visitar el Silvia Rosa, en el 2016, la realidad adulta me golpeó de manera inesperada. Los edificios, que antes solían ser torres infinitas y magnificas, se convirtieron en bloques sencillos de cuatro pisos, mas bien pequeños, y con toda la pintura corroída por el tiempo. Los árboles ya no eran enormes, sus hojas no eran tan

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frondosas y verdes como las recordaba. La cárcel distrital está a tan sólo dos cuadras, y la piscina olímpica en la cual solía tomar mis clases de natación ha sido abandonada al deterioro por más de ocho años. La playa que solía visitar sigue conservándose, pero a su alrededor hay construcciones de hoteles de más de veinte pisos.

¿Qué tan fieles entonces, son los recuerdos que cargamos en la memoria? Es normal añorar el pasado; en los momentos de tranquilidad, cuando el cuerpo se encuentra sumergido en una niebla sutil, se eleva una atmósfera apacible, donde el rocío permanece intacto por la mañana, llega el olor fresco de los árboles y nacen los cantos de las aves. La mente se eleva y casi sin ser invitados, llegan nuevamente los recuerdos de acciones pasadas. Surgen deseos de volver a esos momentos porque solamente recordamos la felicidad que nos produjeron. Es así como se construye el ideal hogar de la infancia, donde la memoria descansa, que se vuelve un templo para el onirismo, para la imaginación y la nostalgia.

Este es un lugar que no se encuentra propiamente en la cabeza, pero tampoco está dentro de los confines de lo tangible. El hogar de la infancia es, en su esencia, el primer cimiento que va a configurar la identidad del habitante.

En medio del bosque tupido y espeso que es el cerebro, hay un templo antiguo que ha sido reclamado por varias especies de enredaderas. Tantos caminos hay que hace años se dejó de intentar construir una ruta turística. Pocas memorias se atreven a emprender tan fatídico destino: recorrer los laberintos para encontrar aquel espacio en el que se descansa.

Hay una luz que emite este santuario prístino. Acá se puede escapar del ajetreo cotidiano, del tráfico de pensamientos que genera

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embotellamientos en horas pico, del constante sonido de los carros y los buses. Este templo permite proyectar las memorias propicias para salir de una situación estresante, como pensar en los días calurosos de la costa mientras se toma un café, esperando bajo la lluvia helada bogotana, el transporte para empezar la rutina; quizás en el trayecto se pase por un barrio conocido, en donde se solía jugar en el parque de allá, con los columpios, a ver quien podía darle la vuelta al mundo.

Esta construcción es una oda al pasado que cada ser humano eleva a punta de barro, uñas y agua. Que al pasar el tiempo entierra también sus raíces cada vez más profundo. Sus armarios y cajones se llenan de objetos y experiencias, de recuerdos que han cumplido con las reglas para ser atesorado, crean espacios contenidos que incitan a soñar, a crear y re-crear las memorias, en esta especie de escenografías de ensueño que edifican las bases para vivir en el mundo.

“La casa natal es más que un cuerpo de vivienda, es un cuerpo de sueño. Cada uno de sus reductos fue un albergue de ensueños. Y el albergue ha particularizado con frecuencia la ensoñación. Hemos adquirido en él hábitos peculiares de ensueño” (BACHELARD, 1958)

¿Cuál es entonces mi hogar de la infancia? Puedo decir que es un constructo de muchos espacios, lugares físicos que ponen a trabajar las memorias que me constituyen, que definen mis gustos, mis pensamientos, ideologías, experiencias, etc.… Las imágenes borrosas de Bogotá, mis primeros años en los varios apartamentos y el tiempo que pasé en el Silvia Rosa, se mezclan para crear un solo espacio en donde el encuentro de estos fuese posible: el presente. En mi cabeza, basta con caminar unos cuantos pasos para encontrar la orilla del mar, dar vuelta unos diez pasos a la izquierda, subir las escaleras y mirar

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por la ventana, para ver el agua de la fuente del vecino ondular ante la presencia de una mirla bebedora. Pensé en el tipo de circunstancias que se prestan para viajar a este espacio tan sagrado e íntimo. Por ejemplo, cuando la soledad aparece sin ser anunciada, sin tocar el timbre. Ese día en el que el ocio falla con la tarea de llegar puntual a una cita, y se ve uno comprometido a estar en una situación en la que preferiría no encontrarse nunca. Momentos de dolor, tristeza o incomodidad, situaciones que rebosan de ansiedad y estrés, cuando el presente se vuelve demasiado real para poder ser vivido. Qué otro remedio hay, sino escapar a un lugar seguro en la mente y encontrarse otra vez de inquilino en los albergues del pasado.

Y no hay mejor anfitrión que él. Dada esta razón, es muy posible quedarse ahí mas tiempo del necesario. Caer en la trampa de utilizar este tiempo fuera para escapar de las responsabilidades de crecer y las obligaciones de habitar el mundo, y no como una salida para mirar las cosas desde otra perspectiva. Intento no juzgar a nadie que sea culpable de esta acción, muchas veces acudo a la silla del porche mientras veo la vida pasar, esperando que por alguna razón fuera de este mundo, se solucionen los líos que tanto miedo me da afrontar.

Podría quedarme unos cuantos días más. Ahora está lloviendo y el regreso a casa es largo; la fogata está encendida y las ventanas empañadas. Escucho el rugir de la ciudad, aparecen desenfocados los anuncios de las tiendas, se avecina la oscuridad de la noche, y en la realidad, no se ven las estrellas. Mientras que acá, en este resguardo, los recuerdos de los cielos mas poblados que he visto se reproducen una y otra vez.

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“¿Sabes tú que en la ciudad me asustan estos huracanes nocturnos? Diríase que en su orgullo de elementos, ni siquiera nos ven. Mientras que una casa solitaria, en medio del campo, la ven, la toman en sus brazos poderosos y así la endurecen, y allí quisiéramos estar fuera, en el jardín que muge, y por lo menos nos asomamos a la ventana, y aprobamos los viejos árboles iracundos que se agitan como si el espíritu de los profetas estuviera en ellos.” Rainer María Rilke.

De nuevo atrapado en el pasado. Otra vez estoy recreando historias, generando narrativas de lo sucedido y cuentos de las cosas que viví y que daría millones por revivir, o por lo menos, ser capaz de maravillarme ante el mundo de la misma manera en que lo solía hacer cuando era niño. Definitivamente el peligro inevitable de quedarse estancado en la casa de la infancia es real; es tan cómodo que olvido fijarme en el tiempo. El reloj se desvanece ante los ojos incapaces de concentrarse en el movimiento de las manecillas. Podría quedarme días enteros revisitando el Silvia Rosa, y analizando cómo, después de tantos años, las memorias conservan el filtro embellecedor y poético de la imaginación infantil.

Con el tiempo, los cotidianos viajes a la costa se hicieron menos frecuentes. La hermana de mi papá, una mujer que en su juventud se fascinaba por los viajes, había renunciado a la batalla contra su memoria; después de tantos años echados al olvido, su deteriorada mente encontró su fin. Martha, mi tía, había sido una mujer que se encontró recorriendo el mundo, ese mismo que entre delirios nocturnos me relataba. Me contó de sus odiseas a Egipto, París, a algún lugar dentro de las junglas africanas. No se me pasó por la mente, en ningún momento, cuestionar la veracidad de sus monólogos.

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Soliloquios que sus sueños dejaban escapar, que llegaban a mis oídos despiertos por sus silenciosos pasos. En sus últimos años, mi tía alcanzó a quedarse conmigo en mi alcoba del quinientos dos; mi padre -aunque nunca lo dijo -, quería tenerla cerca y acompañarla día tras día, mientras ella perdía fragmentos de sus recuerdos y sus viajes se hacían más y más abstractos. Su presencia fue para mí una ausencia, tenía brillantes destellos de lucidez provenientes de un cuerpo invisible, silencioso y nocturno. Su silueta blanca y encorvada caminaba lentamente por el quinientos dos, susurrando palabras, intentando agarrarse a los viajes que aún permanecían con ella. Anhelé ir al pasado y poder verla en todo su esplendor, cuando sus ojos brillaban con la promesa de un futuro y no con la expresión nostálgica de un pasado que se borra. Cuando su condición empeoró, decidieron que lo mejor es que fuera a descansar a su ciudad, al apartamento del Silvia Rosa, donde al menos estaría en espacios familiares. La muerte no demoró en alcanzarla y con ella, el fin de las peregrinaciones a la costa.

Estaban embargando el quinientos dos. No entendía por qué, pero teníamos que mudarnos a otro lado, y el tercer piso del edificio familiar estaba vacío. Así que no había otra opción. Sólo recuerdo el Toyota salir del parqueadero con las ventanas de atrás infestadas de ganchos de ropa y entre los espacios restantes, cajas y cajas con las pertenencias preparadas para el trasteo. Se podría decir que la decisión no fue algo que me tomase a la ligera; había construido partes de mí mismo en el quinientos dos, y dejaba atrás las amistades que había forjado con esfuerzo. Regresamos al mismo lugar de donde salimos.

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Implacable fue la resistencia que ejercí a pesar de encontrarnos ya habitando el edificio. De todos los integrantes de mi familia yo era

el único que, para ese entonces, no se beneficiaba de vivir ahí. Marta empezaba la universidad que quedaba a unas veinte o treinta cuadras, a Andrea le faltaba solo un año para graduarse y mi Papá tenía que bajar un piso para llegar a su consultorio. Como Sonia manejaba el Toyota, me llevó un día a dar una vuelta por los alrededores.

Le dije a mi madre que mis amigos vivían al otro lado de la ciudad, en esta casa jamás iba a tener privacidad, puesto que es más oficina que morada y cualquier empleado podía utilizar los atajos para llegar mas rápido al otro lado. Además, nuestros escapes a la playa se acomodaron en el olvido. Es muy difícil llamar hogar a un espacio al que se es forzado a vivir e imposible la tarea de crecer cuando no se quiere expandir las raíces.

- Pollito, la situación está un poco complicada ahora, yo sé, a mi tampoco me gusta no tener privacidad, pero esperemos a que mejoren las cosas. – dijo calmadamente mi mamá.

Como cualquier otro adolescente, me rehusé a establecerme. En vez de emplear el tiempo encontrando espacios únicos y secretos en este laberinto de edificio, me recluí a mi habitación. Para mí, este lugar no era inclusivo, carecía de todos los elementos para ser llamado hogar. La puerta era una sola para ambos espacios, al entrar por el enorme arco de vidrio encontraba dos direcciones: derecho para las oficinas, arriba para el apartamento. Pero por la parte de atrás, donde existen otras escaleras, la barrera entre consultorio y casa se torna difusa y ambigua. Los utensilios de cocina se guardaban en archivadoras y los mesones eran sostenidos por mesas de noche azules que solían guardar maquinaria para odontología. Por otra parte, la nevera no había cabido por el corredor y fue forzada a establecerse

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en el comedor. Todo lo que pensé que constituía un hogar físico , aquí era hibridado con el espacio laboral de mi padre. No habían espacios claros ni limites establecidos.

No creí que debía culpar a las hormonas de la insatisfacción que sentía. La privacidad y comodidad que se siente al estar en familia se veía afectada todos los días por el ruido de los trabajadores, por el constante zumbido de la maquinaria que manda aire presurizado a las sillas, y la puerta de enfrente abrirse y cerrarse cada 30 segundos.

-¿Por qué no mejor instalan una puerta giratoria!? ¡Qué mierda!

Me resigné a habitar este lugar, pero a lo largo de los años la situación empezó a asentarse. Era claro que esta morada no era temporal, y todos en la familia encontraron su espacio y lo hicieron suyo dentro de poco tiempo. Veía a Marta traer a sus amigos a beber en la cocina y fumar cigarrillos en el techo, y Andrea encontró al amor de su vida, volviéndolo parte de la familia. Yo tenía deseos más grandes, y por sobretodo, mas inútiles. Había algo dentro mío que quería colonizar la casa y con los años, los pensamientos negativos se convirtieron en sueños de modificar este espacio.

De pronto había sido la firma que años atrás realicé inconscientemente. Mi cuerpo reconocía los espacios pero mi cabeza no hallaba ninguna imagen con que ligarlo. Encontré resguardo en la enorme planta que mi padre cultivó años antes de mi nacimiento. El pequeño jardín que con esmero había mantenido, a pesar del edificio encontrarse vacío por años, se convirtió en un altar natural, similar al templo del pasado que

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albergaba mis memorias cubiertas por musgo, bromelias y enredaderas. Empecé a encontrarle cierto encanto al barrio, a las casas de tipo inglés que predominaban en toda la calle. Estas son los restos de una época victoriana en Bogotá, del lugar donde los más adinerados solían vivir. Las antiguas haciendas se dividieron en tres o cuatro casas, pero aún se alcanza a notar que permanecen conectadas.

Los usuales recorridos con mi perro se convirtieron en pequeñas peregrinaciones personales. Caminar por entre las calles de Teusaquillo, con la excusa de tener una mascota que sacar, para así escaparse y ver la historia de las casas, resultó ser un respiro necesario. Por más distintas que pudiesen ser, estas edificaciones contenían dentro de su estructura, una prueba del paso del tiempo.Físicamente los ladrillos se veían gastados, y en sus adentros los habitantes componían la ultima pieza esencial para armar una narrativa en torno al espacio. Con estos insumos me imaginaba qué tanto había cambiado todo, tanto las casas como sus inquilinos.Y lo más importante es que estos espacios para contemplar eran sólo míos. Me permitía a mi mismo tener estos respiros, momentos de silencio, cuando la mente logra calmar las voces de la razón. Los oídos cobran protagonismo, el espacio empieza a conversar con aquel que esté dispuesto a escuchar. Los árboles bailan y las casas se transforman en rostros cuadrados.

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Y todos los espacios de nuestras soledades pasadas, los espacios donde hemos sufrido de la soledad o gozado de ella, donde la hemos deseado o la hemos comprometido, son en nosotros imborrables. Y, además, el ser no quiere borrarlos. Sabe por instinto que esos espacios de su soledad son constitutivos. Incluso cuando dichos espacios están borrados del presente sin remedio, extraños ya a todas las promesas del porvenir, incluso cuando ya no se tiene granero ni desván, quedará siempre el cariño que le tuvimos al granero, la vida que vivimos en la guardilla. (BACHELARD, 1958)

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Este era mi espacio de soledad. Hacía un recorrido espacial, sin destino como los dadaístas y sin rumbo, como los nómadas. Me percaté que al caminar, la mente se alivia del peso de un cuerpo inmóvil y se dedica a pensar en situaciones más grandes que él, en cosas más importantes que requerían de un contacto directo con el espacio para poder ser suscitadas. Por primera vez, encontraba por fuera de la casa, un espacio que me hacía sentir el corazón vivo, latiendo ante la expectativa de encontrar una nueva experiencia que vivir.

Al mismo tiempo empezaron mis viajes con el colegio. Tuve entonces la oportunidad de aplicar estos trayectos mentales y físicos en distintos escenarios del país, acumulando lugares cada vez más lejanos, agregando nuevos espacios que recorrer.

Amazonas Nocturno

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Me despertó un golpe en la puerta de la habitación a las 4:30 de la mañana. Era Pedro, el profesor de historia, avisándonos a

todos que era la hora de adentrarse en la jungla. La noche anterior actué el papel de bogotano sin ritmo, frente a un conjunto de garotas que bailaban entre la frontera de Colombia y Brasil. Me retumbaba la cabeza con las memorias danzantes y también por el tortuoso reto de mantener los ojos abiertos para ver los primeros rayos del sol pegar en el rio.

Alcancé a observar el Amazonas en el vuelo de Bogotá a Leticia, pero me distraje hablando con Ana en el avión. Luego de una noche en la ciudad, nos subimos a la lancha y un par de horas más tarde, al volver a tierra firme, entramos a la selva.

Era un trayecto de un kilómetro para llegar a la reserva. Me acordé del momento en que le dije a mi madre que me aterraba la idea de adentrarme en la naturaleza. No entendía, pues Andrea visitó hace dos años este lugar llegando sana, salva y feliz, y además, todo lo que yo llevaba del ciclo escolar en Biología fue destinado a estudios sobre el ecosistema tropical húmedo. En Bogotá todo sonaba menos real, la selva parecía salida de un cuento infantil en donde el escenario se prestaba para la magia, y aun así, los posibles peligros de perecer o extraviarse supeditaban la emoción ante la incertidumbre. Hacía meses que venía tomando tiamina para repeler los insectos y semanas antes del viaje me vacuné contra la fiebre amarilla.

Pese a todas las precauciones mi cuerpo no pudo evitar su reacción. Gotas de sudor frio se resbalaban por mi rostro, haciendo el viento más helado al contacto. Me alejé del grupo y fui a mirar el rio una vez más antes de entrar. En el cielo, una bandada guacamaya

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alteraba los colores. Sus alas rojas y azules volaban por encima de los arboles, y yo, desde más arriba, observaba el vaivén que realizaban.

Vi el horizonte, y a lo lejos estaba el sol en su mayor esplendor, pegándome en todo el medio del cráneo . Respiré y procedí a seguir al grupo.

Lo primero que se me vino a la cabeza fue el inmediato frescor que sentí al estar bajo el domo que entretejían las hojas de los arboles más grandes. En cada rincón se veían animales. Los ruidos de aves, monos e insectos se incrementaban con cada paso que daba. Cualquier rama que quedase atrapada en mi camisa me hacía saltar y sacudirme para prevenir que algún bicho pusiera sus huevecillos dentro de mi piel, o una araña mordiera mi cuello sin cesar. Entre los arboles se percibía una que otra vez, el movimiento de un mono, saltando de un lado a otro, anunciando con aullidos una presencia extraña.

-No voy a poder dormir esta noche- le dije a uno de mis compañeros de clase.

-Fresco que las camas tienen un toldillo duro que no deja que se entre ni una mosca.

-Sí, ¿pero y afuera? ¿qué estará pasando allá afuera? Usted ya ha escuchado los mitos de la zona.

-Pero eso son, mitos. Relájese y disfrute, no vaya ser que por ansioso se lo lleve La Curupira.

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Esa noche pude conciliar el sueño rápidamente. No me preocupaba tanto estar en la reserva, porque sabía que en un par de días, me iba a enfrentar a la selva con el cuerpo desnudo. Pero esa mañana solamente tenia en mente que al caer la oscuridad iríamos en búsqueda de caimanes. Desayuné un lulo con azúcar y fui al muelle a buscar una chalupa para navegar por el lago.

-Si vio que esta mañana se montaron las cuatro viejas a la canoa y como a medio lago se empezaron a hundir?

-A lo bien? No, yo estaba en el comedor con Ana.

- Si, y lo más chistoso del caso es que cuando la ultima de todas se encontraba hasta el cuello en agua, uno de esos peces gigantes…como es que se llaman?

- Pirarucú.

- Si, ese. Bueno, uno de esos salió como a dos metros de ellas. Lo que usted hubiera dado por ver la cara de terror de Laura.

Me reí cordialmente y procedí a navegar. Al llegar al otro lado se encontraba la tierra fértil, casi jurásica en su complexión, con plantas que parecían no entender sobre el paso del tiempo. Varios micos tití salieron a una estructura parecida a un paradero de buses, a recibir los pedazos de fruta que había traído desde el comedor. Varios chiflidos llamaron mi atención. En el muelle estaban los profesores, haciendo señas para que volvieran todos al comedor para almorzar.

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Dejé que todos se adelantaran y di un pequeño paseo antes de devolverme. Tomé una bocanada de aire fresco y mis pulmones se expandieron por todo el espacio. No lograba entender qué estaba sintiendo ni qué podría estar generando este sentimiento de tranquilidad, sabiendo que en mi ciudad, concebían la selva como el lugar de mayor peligro por metro cuadrado. Y eso es mucho decir, sabiendo que vivía en Bogotá.

Fui a las duchas luego del almuerzo y me quedé contemplando lo calmado del ambiente. No había tantos bichos como pensé, el clima era húmedo pero reconfortante. Después de cambiarme me reuní con el grupo a esperar el anochecer para ir en busca de caimanes; en verdad, si teníamos suerte encontraríamos babillas.

Ana y yo estábamos en el frente de la lancha, junto con el guía que estaba sentado en la proa. Empezamos a andar suavemente por el lago hacia el norte. Este era mucho más extenso de lo que pensaba, y en cuestión de minutos, las luces de la reserva estaban escondidas entre sombras. Un par de metros después, apagaron el motor de la lancha y sacaron unos remos. Nos pidieron apagar las linternas.

Guié mi mirada al cielo. Miles de millones de luces blancas emergieron de un manto oscuro atravesado por un cúmulo de nubes brillantes en forma de brazo. La luna no habría de aparecerse esa noche; el contraste entonces entre la oscuridad y la luz se incrementaba al segundo. Con toda claridad se alcanzaban a ver los respiros de cada estrella. Oscilaban a tal fuerza que parecían a veces, bombillos que algún niño prendía y apagaba, prendía y apagaba. La vía láctea hacía mas evidente la forma del cielo, una cúpula áurea donde están pintados con luz los astros.

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La canoa se sentía suspendida en el espacio; al apagarse las linternas, el agua reflejó el esplendor del cielo que no era una copia. En su intención se encontraba igualar su contraparte. Destellos naranjas emergieron del cielo aguado, varios pares de almendras brillantes navegaban las olas producidas por la canoa y esquivaban las estrellas cuyos reflejos se distorsionaban por el movimiento. El guía en silencio, logró agarrar una babilla, se la entregó a Ana y ella la sujetó con ambas manos, la izquierda agarró con determinación su mandíbula y la derecha su cola.

Al día siguiente, empaqué mi maleta, y fui a recibir la hamaca y el toldillo que se convertirían en mi hogar por esa noche en la intemperie. Treinta minutos antes de la caída del sol, salimos de la reserva por el costado sur y 2 kilómetros después llegamos al domo de madera donde colgaríamos las hamacas.

- En las raíces de las ceibas se esconde la Curupira. Ya saben, si ven a alguien con los pies al revés, corran en la otra dirección, si no, la selva se los lleva y los pierde por ahí. – nos dijo el indio.

Como si el simple hecho de dormir en medio de la selva no fuese lo suficientemente retador, le enciman historias de terror que suceden en los árboles que rodean el domo. Esa noche no pude conciliar el sueño. Los ruidos de la selva se convirtieron en pasos macabros, y la impotencia por no poder escapar de esa situación me mantuvo alerta. Pasaron las horas, los aullidos y los gritos se mezclaban con el viento y el carraspeo de las hojas. De todas las víctimas que la Curupira podría llevarse, seguro que yo era la presa más fácil. El único, creía yo, que aún se atemorizaba como un niño pequeño frente a la inmensidad de un espacio tan desconocido y vivo como lo es la selva.

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A la mañana siguiente emprendimos una caminata de tres horas bajo el sol. Los guías, entre sus historias de miedo nocturnas, rompían una que otra rama, para marcar el camino ya recorrido, dejando la huella de su presencia por donde quiera que fueran.

-Eso es pa’ recordar el regreso, hermanito. Si no lo hacemos pues nos perdemos y nos lleva la selva pal lado contrario. Si no me cree, pregúntele al indio sobre la noche en que sus orines ahuyentaron las panteras.

Entre risas y chistes se pasaron rápidamente los kilómetros, y en cuestión de nada, nuestras espaldas sudorosas llegaron al puerto. Nos detuvimos a descansar un par de horas en el caserío, almorzar en el comedor comunal y a jugar futbol con los pequeños. Como nunca me han atraído los deportes de balón, y poco me interesaba en ese momento conversar con los lugareños, decidí recostarme sobre un árbol frente a un acantilado donde se veía a lo lejos el rio amazonas y un viento fresco se producía en la sombra. Varios delfines rosados emergieron en distintos puntos; al parecer fui el único en presenciarlo pues todos se encontraban ocupados mientras yo intentaba entender el poder de este lugar.

Antes de viajar a la selva, no había estado propiamente en un espacio distinto a las ciudades. No me había permitido salir de los confines de lo urbano, ni me había cautivado la presencia de la naturaleza. ¿Qué tan hipnotizador puede ser mirar hacia arriba y no encontrarse con las nubes, ni con grandes edificios grises sino seguir con la ojos las infinitas torres de madera cuyas ramificaciones dan lugar al color de jungla?

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“Piano y tambor”

Cuando al romper el día en la orilla del río me detengo a escuchar la voz de la selva,oigo los tambores de la jungla telegrafiando su místico ritmo,urgente, crudo y palpitante como la carne sangrienta todavía,el ritmo de los tambores de la selva,que habla de tiempos primitivos, de la juventud de la tierra,de cuando las fuerzas del hombre eran puras y gloriosas.Oigo los tambores de la jungla, y veo en el sonido a la Pantera presta para saltar,Al leopardo a punto de descargar su golpe.Y oigo, a los cazadores preparando sus arcos, sus flechas envenenadas,su guerra a muerte con la pantera y con el leopardo, bajo elmístico ritmo de los tambores de la selva.

Y mi sangre brinca alborotada, corre por dentro como untorrente de fuego,arrasa los años, y de un golpe me encuentro niño otra vez, acurrucado como un lactante en el regazo de mi madre,vuelto a la selva en la mística música de los tambores,más allá del tiempo, cuando la tierra era fuerte todavíacomo una mujer paridora,y el hombre podía con el león, y la sangre era poderosacomo una piedra.Y luego, el rimo, el ritmo de los tambores de la selvame lleva a pasear serenamente por el bosque, acariciandocon las plantas de los pies, las hojas verdes,

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contemplando las flores silvestres, las cálidas flores de la selva, rumorosas también como los místicos tambores.

Voy por la selva perdido del mundo de los hombres, como unagota de agua colgada de un fruto,como un leopardo adueñado del bosque y de las estrellas de laselva.Y cuando estoy sereno, escuchando plácidamente la música de las hojas verdes,oigo llegar hasta la selva el sonido de un piano, del piano donde alguien toca un concierto sentimental, llenode lagrimas, un concierto traído de tierras lejanas,y la selva se me cierra con nuevos horizontes, limitadapor el diminuendo de las lánguidas notas del piano,y el contrapunto y el crescendo del lejano conciertovan perdiéndose en el rumor de la selva, disolviéndola,hasta que toda la música termina en una frase aguda y fina,como la punta de una daga.

Y me siento extraviado en la mañana,desconcertado en la selva, yendo del piano al tambor, saliendo de una edad poderosa hacia unamas débil,y no se que hacer allí, a la orilla del rio, dubitando, prisionero entre los delicados lamentos del conciertoy el místico ritmo de los tambores de la selva.

Gabriel Okara, Nigeria.

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Había viajado antes, no era la primera vez que entendía el poder de trasladarse a otro lugar, pero el contraste nunca fue tan fuerte hasta ese momento. Encontrarse frente a un lugar tan puro en su esencia y tenebroso en escala, genera en cualquiera un vacío en el estómago. Ni hablar del choque ante tan opuesta cultura, al abandonar Leticia y cruzar el río, el sonido de las campanas de las iglesias fue reemplazado por los ritmos naturales de la selva; y esta vez, no estaban mis padres para presenciarlo conmigo. Estos fueron mis propios viajes, aquellos que por cuestiones ajenas eran puestos en mi camino.

Lo primero que pensé, al regresar a Bogotá luego de una semana en un contexto radicalmente distinto, fue lo poco que había extrañado los lugares que eran míos, ubicados en esta ciudad. No extrañé mis cuadernos de dibujo, ni la consola en la que solía perder el tiempo, mucho menos el computador de la sala, cuando el teléfono perdía su identidad para darle paso al internet. Tampoco sentí la ausencia de mi familia ni la comodidad de andar en carro; de hecho, odiaba pensar en que prontamente tendría que subirme a un monstruo mecánico todos los días hasta el cementerio del norte para llegar al colegio.

Iba a extrañar las mañanas en las que me despertaba rodeado de enormes árboles tropicales; sus troncos invadidos por plantas trepadoras, cuyas hojas bajaban creando cascadas verdes por doquier. También, navegar en una larga canoa los manglares que en épocas secas se convertían en senderos lodosos. Ver a los gigantes sobrevivir tanto en el agua como en el aire. Hallarse donde las victorias se plantan y florecen sus rosados lotos. De seguro haber presenciado estos escenarios de ensueño, causaban este sentimiento de insuficiencia en la ciudad.

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Y, cuando estaba mirando el techo de mi alcoba, extrañé también el mar, las olas que revolcaban mi cuerpo en los soleados atardeceres samarios. Incluso, ansiaba la llegada del domingo, cuando al menos podríamos ir a las afueras de la ciudad a comer postres 5 kilómetros lejos de casa.

Quizás es por la actitud que el viajero se impone cuando se encuentra en otro lugar, como si fuese un huésped en la morada de alguien más. Hay una sensación de bienestar, la ansiedad por el día a día se desvanece ante la maravilla de conocer un lugar por primera vez. Los colores parecen descrestar de la misma manera que lo hacían en la infancia.

En ese momento, aquel sentimiento solo logró confundirme. ¿Cómo era posible sentirse tan a gusto en lugares tan lejos de lo que consideraba como mi hogar? En donde no habían detonantes para acceder al espacio de la infancia, a la morada del pasado. ¿Qué pasaría entonces con mis preciados recuerdos, que se guardaban en aquella bóveda escondida en las profundidades del cerebro? ¿Perderían con el tiempo validez o emoción? ¿Serían estas, lentamente reemplazadas por espacios nuevos y distintos que albergarían experiencias refrescantes?

Es el trayecto lo importante. Salir de la zona de confort, de su hogar de la infancia donde la seguridad permanece intacta. Había crecido escuchando las historias de hombres y mujeres que emprenden aventuras a lo largo y ancho de todo el universo, cuyo único objetivo es simplemente regresar al lugar, a la persona o al instante que más aman, aquel por el cual son capaces de enfrentarse incluso a la bestia más titánica, de caminar por miles de kilómetros para encontrar algo que remiende lo que se ha averiado. En mi caso, emprendía una aventura sin tener siquiera la certeza de mi lugar en el mundo.

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Tal vez eso era lo que me faltaba, lanzarme al vacío, enfrentarme a los demonios que alimentaban mi miedo a lo distinto e iniciar una odisea, con el simple objetivo de entender los espacios que dejaba atrás, así fuese temporalmente. Recorrer extensos valles, escalar los más rocosos alpes, ver desde arriba kilómetros de tierra e intentar apuntar con el dedo, el lugar de donde venía.

“Al llegar a cada nueva ciudad el viajero encuentra un pasado suyo que no sabía que tenía: la extrañeza de lo que no eres o no posees te espera más al paso en los lugares extraños y no poseídos. (CALVINO, 1972)

No tendría otro viaje significativo en años. Bogotá se convirtió en el escenario principal donde ocurrirían otro tipo de viajes. Dentro de la ciudad está el centro del cual emergen infinidad de odiseas posibles. Lo había dicho Cirlot décadas atrás y estaba sucediendo, veía pasar ante mis ojos un nuevo mundo que se expandía noche tras noche.

el viaje no es nunca la mera traslación en el espacio, sino la tensión de búsqueda y de cambio que determina el movimiento y la experiencia que se deriva del mismo”. “En consecuencia estudiar, investigar, buscar, vivir intensamente lo nuevo y profundo, son modalidades de viajar o, si se quiere, equivalentes espirituales y simbólicos del viaje. (CIRLOT, 1958)

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11:58 p.m del 2011. Dos minutos más y nos lanzaríamos de cabeza al año del apocalipsis Maya. Esperaba con

ansias la llamada de Ana; cansado de hablar con mi familia, mi garganta me empezaba a reclamar su usual dosis de licor. Llevábamos varios años en esta tradición, ser los primeros en vernos al empezar el nuevo ciclo solar, salir de fiesta para luego cada uno regresar a su labor de estudiante de arquitectura.

Una carrera que había elegido desde los cinco años y que creía con fuerza era el llamado del destino; quería construir magnificas estructuras biosostenibles con la vaga pero idealista idea de cambiar el modo de vivir.

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-Si se modifica la manera de habitar el espacio por uno que sea más sostenible con para el medio ambiente, por ejemplo cambiar materiales y aprovechar el espacio natural; entonces se estaría plantando en el espacio un hábito que revitalizaría el valor del espacio natural: el respeto por lo que ya está ahí. -Le dije a los jurados de la universidad, en la entrevista de admisión.

Pero eso había pasado hace años y la academia aplacó mis ganas de seguir estudiando; al parecer mis ideas se salían de un canon remotamente posible. Para sorpresa mía, al revisar todas las materias que había cursado durante los dos años de la carrera, una sensación mezclada entre fastidio, enojo e impotencia se apoderó del momento. En la parte de atrás del cráneo, una idea que estaba germinando introdujo la semilla de la duda. Por eso, hacía un semestre, había aplicado a otra carrera. Me encontré con Ana media hora después del comienzo del año. Nos sentamos en una de las sillas del parque a calentarnos las manos mediante una conversación amena entre humos que exhalamos periódicamente. Era una mezcla de la reacción del aliento caliente al chocar con el frio de la madrugada y varias respiraciones rituales para calmar la ansiedad de la velada por venir. Dividimos el papel en dos, ella iba a ser la guía de la noche mientras yo, ignorante del futuro, tomaría el rol de copiloto.

- Creo que me voy a quedarme solo en artes, Anita.

- Santi, yo siempre te vi más en esa carrera que en arquitectura, como que, te veo más feliz, estás más seguro

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de lo que haces, y eso es una chimba. Yo te apoyo en lo que sea. Tú sabes.

- Gracias, Anita. ¿ Ya estás sintiendo algo? Yo creo que a mi ya me está estallando.

Empezamos a caminar por los parques de la ciudad; ella tenía volcanes y mariposas en el bolsillo; no jugaba con pólvora desde mis épocas en el Silvia rosa. Desde lejos alcanzamos a diferenciar a nuestros compañeros de esa noche. En la entrada había más de cien personas, todas almas jóvenes en búsqueda de bailar sus penas y cerrar un ciclo de ajetreo citadino. Bajo las incesantes luces de colores que adornaban el ambiente, se encontraba el deseo de viajar, esta vez, a una dimensión distinta donde la imaginación tomara el control del navío y surcara los mares de lo imposible. Este espacio se presentaba ante mí como un contenedor. Un sitio que se rehusó a las tradiciones y jamás logró establecerse. El descontrol, la fiesta y el movimiento cavernícola envenenaban sus huéspedes con la furia de un cuerpo libre. Si bien estaba atrapado en la ciudad, en los ámbitos de la rutina gris y sedativa necesaria para aprender a volar, esa noche viajaba en mi mente.

Ana estaba bailando, se había recogido el pelo en una cola de caballo y dejamos nuestras chaquetas en la recepción. Su piel blanca cambiaba de matices al igual que un camaleón intentando mezclarse con el espacio; a veces azul, otras morada y casi siempre rosada. Su cuerpo se movía elegantemente al ritmo de la música, de vez en cuando cerraba los ojos, subía su quijada al cielo y reducía su velocidad considerablemente.

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Y como un golpe en la parte de atrás de la nuca, lo sentí. Una especie de choque sináptico empezó a suceder en el punto donde el cráneo se conecta con el cuello, que luego bajó y se expandió como hierba mala por mi cuerpo. Casi sin ser tomada en cuenta, la mente se encontró dándole ordenes a las extremidades de moverse al ritmo que sus oídos disfrutaban con deleite. Estos lugares que se llenan de gente hipnotizada por la música siempre cargan con una energía imposible de no percibir. Los idiomas cesan de importar, la comunicación regresa a sus raíces gestuales y visuales. No era sólo la música. Si bien he tenido claro desde ese entonces que el baile y el ritmo son los primeros impulsos de rebeldía de la humanidad, también fue clave el espacio que se propició esa noche.

Era como ver una escena de una película de ciencia ficción mezclada con la prehistoria. Los tambores eran cambios en una consola que reveberberaban alargando los sonidos, haciendo eco en las paredes. Todos los presentes fuimos presas del mundano placer de ver el fuego moverse en una hoguera en la que los cuerpos giraban a su alrededor, subiendo las manos y flexionando las rodillas para alabar al cualquier dios pagano del placer. El escenario, prestó para hacer rituales en honor a la noche, expedía los colores cálidos de un fuego digital. Al complacer el eterno goce de bailar, sea cual sea la situación, ocurre un viaje en el tiempo. El piso empieza a vibrar al son de la música que se conecta con los latidos del corazón para sincronizar el cuerpo con el espacio. Las luces de neón se mueven como ojos escaneando lo sucedido, brindando un aire misterioso donde se distorsionan los sentidos y el espacio se transforma.

-¡Salió el mono! -Gritó Ana apuntando al oriente.

El rosado de las luces se estaba expandiendo hacia el cielo, anunciando la llegada del amanecer. En respuesta, el sitio bajó sus

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cortinas trayendo la noche de regreso. Volvimos a viajar en el tiempo y esta vez, quedamos suspendidos en la artificialidad brindada por el lugar. Lo que solía ser un instante, un sabor que dura segundos: el cambio de la noche a la mañana, quedó plasmado por siempre en nuestras mentes. Bailamos en el eterno amanecer, intentando alargarlo lo más posible.

Luego del momento inevitable de partir, fuimos en busca de un parque para sentarnos y nuevamente repetir el ritual con el que comenzamos la tradición Era interesante cómo estos vacíos urbanos rodeados por estructuras que albergan un símil con la naturaleza se convertían en sitios de recarga de energías e intercambios de palabras, tragos o bocanadas de humo. Era más que usual perderse caminando por la ciudad y encontrar estos espacios escondidos.

Más allá de las formas de asentamiento, de los trazados, de las calles y de las casas, existe una enorme cantidad de espacios vacíos que componen el telón de fondo sobre el que se autodefine la ciudad. Se trata de unos espacios distintos de los espacios vacíos entendidos tradicionalmente como espacios públicos -las plazas, los viales, los jardines, los parques-, y conforman una porción enorme de territorio no construido que utiliza y vive de infinitos modos distintos. (CARERI, 2002)

Este espacio de tradición que habíamos construido desde que salimos del colegio era uno que cargábamos a cuestas. Se componía de momentos en los cuales nos reuníamos con extraños que, por ese instante, se convertían en compañeros de un viaje interno. Al cuerpo encontrarse extasiado por la labor de bailar y moverse al ritmo de un sonido externo, las mentes accedían a esos espacios

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que solían estar cerrados, donde los miedos se vuelven fáciles de identificar y por ende, se pierde en ellos el terror sublime de lo desconocido.

Estos sitios son puntos brillantes en el mapa de la ciudad, que como un ente vivo van prendiéndose y apagándose por todos lados, respirando, creciendo y decreciendo. Pocas veces se mantienen en el mismo lugar, pero reaparecen uno que otro día, imperceptibles pero certeros. Suscitan el antiguo ritual del baile, a conjurar y pedirle a los astros por un buen destino y la alegría de cumplir sus sueños; este es un viaje por el tiempo.

Y cuando se viaja, se aprende.

“En la base del viaje hay a menudo un deseo de mutación existencial. Viajar es la expiación de una culpa, una iniciación, un acrecentamiento cultural, una experiencia. (LEED, 1991)

Luego de que la cabeza haya recorrido hasta el punto más lejano en los recuerdos, y el cuerpo se encontrase agotado de bailar, pero alegre por haber dejado de prestarle atención a las preocupaciones rutinarias, llegaba el momento de socializar nuestros encuentros personales. Al son de una música que alivianase la transición entre lo imaginado y la realidad, junto a un buen par de humaradas matutinas, procedí a relatarle a Ana, punto por punto, el cómo irme de fiesta todos los años simbolizaba perder los miedos del pasado ciclo solar y emprender nuevos caminos en los territorios que se iban a desplegar en el futuro.

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Las conversaciones entre Ana y yo iban gestando un espacio de creación. Construimos un lugar en donde nuestros sueños se potenciaban al millón. Un refugio para no perder las metas que sonaban imposibles y lejanas, en cambio, en este espacio se impulsan por nosotros mismos, planeadas con dibujos y quejas sobre la actualidad; sobre aquello que nos hacía hervir la sangre y que queríamos modificar. Era una emoción que se acercaba demasiado a casa; sentía seguridad al remover las barreras del alma y hablar con honestidad. Ella encontró mi hogar y escribió su nombre con marcadores permanentes, como aquellos que ella amaba comprar para rayar las paredes de Bogotá.

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Viajé a principio de año, por los últimos cuatro de universidad. Mis paseos consistieron en acampar en remotas partes del país, todas

rodeadas de paisajes hermosos, alejados del líquido negro y viscoso que expiden las grandes ciudades. Visité una cueva que daba cobijo a centenares de guácharos, acampé en un remoto parque donde no entraban llamadas e intenté formar las constelaciones en el cielo. Me desplacé en un bus por las montañas del Huila. Visité por dos semanas un pueblo escondido en medio del pacífico, pasé unos días en la sucursal del cielo y en otra ocasión, caminé los desiertos y selvas de la costa caribe.

Podría decirse que ya no era un extraño a los espacios del viaje. Mi cuerpo carga con la información de varios lugares y mis pies han avanzado considerablemente su kilometraje. Y el lugar donde residen las memorias, ha ido modificándose, agregando nuevos cuartos, escenas y paisajes. Se reúnen alrededor del templo, haciendo hogueras en las infinitas playas, bailan incesantemente al ritmo de la música y pernoctan en las selvas escuchando los grillos frotar sus patas y a las enormes guacamayas subir y bajar sus alas. Lo que había empezado como un sutil templo que atesoraba las memorias de espacios cerrados, con limites claros y paredes de concreto, ahora expandía su luz y abrigaba los recuerdos de paisajes lejanos, de amistades forjadas por la pasión de recorrer el mundo. Archiva las reflexiones sobre mí mismo, esos momentos cuando intenté mejorar mi forma de ser y mis hábitos, para poder mejorar los espacios de mi vida. Lo único que hasta ese momento no había hecho era viajar completamente solo y sin ningún destino concreto.

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En el 2016, después de cuatro Eneros seguidos de paseos con mis amigos, la situación me forzó a quedarme en Bogotá. Estaba frustrado, me había dicho a mi mismo que tenía que ir a visitar el mar al menos dos veces por año. Lo había logrado en tiempos pasados pero temía que esta primera peregrinación no fuese a suceder del todo. Los meses pasaron y Bogotá logró el cometido de aplacarme cualquier ilusión de viaje. Sabía que tenía que ir a Cartagena para la boda de mi hermana, pero lo veía más como un compromiso familiar que un trayecto activo en búsqueda de mejorarse.

No me esperaba encontrar en el casamiento un recuerdo del pasado, cuando toda la familia gozaba de su compañía y sobretodo, de estar juntos en la misma habitación. Mis padres se habían separado y vivían en lugares distintos de la ciudad, Andrea trabajaba fuera de Bogotá, en un horario de 4am a 5pm y Marta se había ido a vivir a Los Ángeles con su marido. No era muy común verlos a todos, y al percatarme de eso mi mente viajó sin ningún impedimento al templo donde guardaba los recuerdos de mi familia, los trayectos en el carro cuando dibujaba muñecos en las ventanas, de los dichos y canciones que inventábamos con mis hermanas. Recordé las complicidades permitidas entre nosotros y cómo Andrea y yo le mentíamos descaradamente a nuestra madre sobre los paraderos de Marta.

Este espacio de celebración, el ritual que mi hermana deseaba realizar logró revivir, en todos nosotros, las anécdotas de las épocas doradas. Y entre risas, bailes, llantos, y la sensación de estar cerca al mar, recordamos con nostalgia los buenos momentos, volvimos juntos como familia a visitar el templo del recuerdo y recorrimos los hogares rotos que intentamos arreglar; y brindamos por el honesto deseo de que cada uno encuentre y construya su propio lugar en el mundo.

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Después de la boda decidí quedarme unos días por la costa. Fue el comienzo de mi primera aventura en solitario.

La noche siguiente la pasé despierto, acostado en la parte de arriba de un camarote en una habitación compartida con un danés, una japonesa, dos franceses, una americana y yo. Me daba vueltas en la cabeza como existían personas que viajaban miles de kilómetros, aprendiendo una lengua nueva en el camino, con el simple fin de conocer, de disfrutar los espacios que incitan a retar su forma de ver el mundo; obligándolos a adaptarse a un modo de vida distinto: habitar el mundo.

Durante miles de años, cuando era todavía impensable la construcción física de un lugar simbólico, recorrer el espacio constituía un medio estético a través del cual resultaba posible habitar el mundo. El errabundeo iba asociado a la religión, a la danza, a la música y al relato bajo la forma de epopeya, de descripción geográfica y de iniciación de pueblos enteros. El recorrido/relato se convirtió en un género literario relacionado con el viaje, con la descripción y con la representación del espacio (CARERI, 2002)

Errabundear es juntar varios tipos de viajes. Es someter al cuerpo a un traslado físico, mover el cuerpo a otro lugar, salir del hogar. Y, a través de este ejercicio dejar que la mente viaje en sí misma, que los espacios que el cuerpo experimente se traduzcan en memorias, en recuerdos que pueda ligar con el pasado, con los otros espacios ya colonizados.Eso mismo fue lo que me propuse. Si bien no estaba al otro lado del mundo, ni inmerso en una cultura abismalmente contraria a la

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mía; tenía claro el objetivo de este repentino viaje. Era sencillo, regresaría al hogar de mi padre, a Santa Marta y dejaría que la ciudad me hablase a mí, no iba a preocuparme por el futuro ni el destino, y lo más importante de todo era no mentirme a mi mismo, no hacer nada que no quisiera pero tampoco dejaría de vivir por temor a las consecuencias. Iba a escuchar a los espacios hablar y a intentar conquistar al monstruo de la incertidumbre.

No fue desilusión lo que sentí al regresar a Santa Marta, mas bien, fue la realización del poder de la memoria infantil. Ya no frecuentaba los mismos lugares y para llegar a algunos tenía que recurrir a mis propios medios. Los árboles aunque siempre magníficos, no eran ya las guaridas para escaparme del mundo. Y cuando por un impulso infantil decidí comprar un raspado rojo, mi lengua se dio cuenta del engaño de la mente y con un movimiento rápido escupió los restos. Lo dejé a que el sol lo evaporara y me compré una cerveza. No duré mucho en la ciudad cuando me estaba trasladando a más al norte, a Palomino, justo en la entrada a la Guajira.

Había venido unos años atrás con mis amigos. Me gustaba lo sencillo del trazado, la carretera principal pasaba por todo el medio y el resto de las direcciones eran sencillas, al bajar se encontraba el mar, y subiendo estaba el pueblo en las faldas de la selva. Habían pasado ya varios días en los que me dejé llevar por el momento y ya estaba necesitando de un descanso; a pesar de estar de viaje no se puede bailar y beber todos los días.

Así que la primera noche la pasé calmado mirando el mar. Por su parte, el océano rugía con la fuerza titánica de una tormenta. La bandera roja ondulaba rápidamente.

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Era un fin de semana ocupado así que no era el único a merced del mar. Observé y todos los presentes lo escuchaban en silencio, recibiendo la brisa de las olas que chocan en sus cuerpos, moviendo las telas que los envolvían y arrastrando los granos de arena que terminaban por mezclarse con ellos.

Por más que se intente, el mar siempre se va a robar la atención, invita al silencio, me pide que sincronice mi respiración con la de él. ¿Cómo no cuestionarse que hay dentro de esa masa infinita? Y con eso ¿cómo no adentrarme en la interminable masa que existía dentro de mi cuerpo? El océano de pensamientos y emociones se mueven con mis pasos, que al igual que la luna, crece sus mareas cuando está llena.

Me quedé varios días acá, deseé con todas mis fuerzas que el tiempo se detuviera y disfrutar los congelados días en la playa, hasta que mi piel se tornase dorada, y mi pelo reaccionara al ser besado por el sol. Ya el calor no se sentía extraño sino era un abrazo asegurándome el bienestar de un futuro bien vivido. Acá no hay silencio, pero jamás se pronuncian palabras. Nunca tuve que recurrir a mis audífonos porque no quería escapar de aquel espacio. No tenia necesidad de recurrir a mi imaginación para entrar el templo sagrado. Básicamente, porque el lugar físico era de por sí un santuario. Un resguardo natural donde el tiempo se detiene, las razas se mezclan en un lugar que incita la alegría. Solo se tiene que tener los ojos abiertos y el cuerpo dispuesto a llegar cada vez más lejos. Un pueblo que se encuentra entre dos masas infinitas y contrarias: La selva viva e inamovible se acaba al encontrarse con el cambiante y misterioso océano. Es evidente el por qué este lugar suscitó en mi, la acción de contemplar.

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TRECE DÍAS

/Carta a mí mismo/ Martes 29 de marzo del 2016

La Expectativa

Nunca pensé lo mucho que me había perdido de mi mismo. Tal vez, porque ni sabia que estaba andando el camino incorrecto. En los últimos días, me he dado cuenta de la persona que soy, aquella que quiero ser y el potencial al que pueden llegar mis acciones.

He encontrado eso que quiero hacer por siempre: recorrer el mundo entero rodeado de la gente que siente lo mismo que yo siento al observar los paisajes que se despliegan a la vista. Aquellos que se arrullan con el sonido del mar y que, cuando ven las estrellas por el techo de la carpa, les brillan los ojos como faros que evitan tragedias marítimas, que guían el camino más seguro a tierra.

Los eventos que precedieron la boda de mi hermana habían generado en mi una extraña ansiedad que se apodero de mi cuerpo. Bastante llevaba cargando el peso muerto de mis acciones, de eventos inevitables y dolorosos. Me ahogaba la soledad y nuevamente me sentí inseguro de mi mismo, me creí las palabras que tantos personajes me susurraban al oído. En esta vida y la otra, le soy inservible al universo.

Aún así, con el autoestima enterrado seis metros bajo tierra, me propuse hacer una buena labor y que Marta tuviera el fin de semana que se merecía.

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Quisiera poder contar todas las experiencias que viví, todo lo que aprendí como artista y ser humano que habita el mundo. Amaría poder relatar las conexiones que tuve, los momentos en que mi corazón se detuvo por segundos enteros, las miradas profundas, abrazos emocionales, besos enternecedores. Pero eso es solo mío y quedan los recuerdos sin plasmar, flotando en la memoria, conformando un gran pedazo de mi vida, de la persona que puedo llegar a ser si me sigo proponiendo ser honesto.

Fue ahí donde me di cuenta de lo tensionadas que estaban mis manos, como si todavía fuera un mico, agarrado de las ramas de los arboles mientras busca su diario vivir. Para mí, el pasado era el árbol que no había querido abandonar. Aquellas relaciones importantes que había tenido y perdido, que me habían dejado con el corazón roto y sin esperanzas de encontrar gente que valiera la pena, que no fueran a soltar mi mano en el momento más crucial.

Con cabeza fría, me di cuenta de lo mucho que sufrí en las ultimas amistades que forjé. Me echo la culpa una y otra vez, seguro de que lo que sentía era validado por mis acciones. Tal vez los idealicé a tal punto que ninguno pudo cumplir con mis expectativas. No sé, de pronto el del lío soy yo y ellos son solo gente normal, realista y objetiva. Suelo complicar las cosas, me gusta lo complejo y caótico, pues, después de la tormenta puedo renovarme, cambiar ciertas cosas que no funcionan en mí. Aun así, hay momentos en los que me encuentro de nuevo en el pasado, recordando buenos tiempos que ya no van a volver a suceder, con las manos aferradas a las ramas de una amistad que decae con los días.

Pero, estos trece días que pasé por fuera y completamente aislado de lo cotidiano, logré soltar las manos, y me di cuenta del mundo que existe cuando mis pies tocan la tierra y empiezan a recorrerla. Ahora que estoy en Bogotá, mi mente da vueltas y vueltas, en pensamientos que van desde los deseos mas viscerales, pasando por los lindos recuerdos de mis experiencias.

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Hemos llegado al presente. No más historias del pasado, no más dulzura embadurnada en la memoria. Ya está establecido el hogar del pasado,

hablé de los espacios de viaje y el errabundeo y he intentado explicar la importancia mental de los lugares físicos que fueron en algún momento, de nuestra propiedad. Ahora sólo queda contemplar.

Subo todos los días al techo de mi casa en Palermo. Sí, la misma que años atrás repudiaba con el corazón. Ahora, mientras fumo, veo las montañas del oriente en todo su esplendor, desde acá puedo ver el centro de Bogotá, y las noches se alumbran con las luces cambiantes de la Torre Colpatria. En épocas de verano tomo el sol acá arriba y me maravillo con las nubes pasar rápidamente, ofreciendo minutos de descanso antes de que la piel vuelva a sentir el ardor de un calor mal ubicado.

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Luego, bajo dos pisos y entro a lo que solía ser una bodega y el cuarto de lavados. Me siento en mi escritorio y contemplo cómo convertí este espacio en un propio santuario a mi trabajo; después de tantos años sin entender el por qué mi padre combinó su labor y su hogar en un mismo espacio, me encuentro actualmente haciendo lo mismo. Empezando a expandir la firma que hace 22 años planté en este espacio.

Estoy cómodo en este lugar, y encuentro tanto espacios de soledad como nuevas experiencias; me he puesto a escuchar la esencia del edificio y ahora entiendo su dinámica.

No quiero darme todo el crédito, ni mucho menos implicar que lo hice sin la ayuda de la gente cercana a mí . Todo esto sucedió gracias a un impulso por conocer el mundo, por ampliar mi forma de apreciar los espacios alrededor mío, y las situaciones que se presentan en ellos. A veces hay que comer mierda para entender el valor de aquello que se tiene.

Y ahora que logro contemplar el valor de las experiencias que tuve en mi hogar en Palermo, recurro a los viajes no como una manera de escapar la realidad ni a la ciudad que puede a veces tornarse insoportable. Ahora son peregrinaciones. Es un errabundeo consciente para ponerle retos a mi identidad. Verme todos los días de mi vida cuestionando las cosas sobre mí que siempre se han comportado como sólidos inamovibles. A partir de recorrer los sitios que mueven las fibras internas y las conexiones que se hacen en el camino tanto con la gente como con los lugares, se puede entender la magnitud del mundo. Se siente la magia que une los extensos pedazos de tierra y el infinito manto azul que es el océano. Los espacios pierden la sublimidad que detiene a muchos de recorrer el mundo, y los extraños se vuelven rostros amables.

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He cumplido con la tarea que mis viajes me habían impuesto. Entendí que el hogar no era un sentimiento que se pudiese ubicar en una casa de cuatro paredes. De hecho, es imposible atribuirle un lugar exacto dentro de un mapa o incluso, dentro de la memoria. Ese sentimiento de calma, de pertenecer a un espacio, de ser quien es en cualquier parte del mundo, depende de mí.

Cada persona tiene la habilidad de hacer el mundo su hogar. El sentirse cómodo con quien se es, aceptando todo lo que la vida le puso en el camino. Ser verdadero a uno mismo convierte el cuerpo en Hogar. Mis brazos y mis piernas albergan el alma que las mueve por el mundo.

Y ahora, que mi identidad se ha establecido y ha amarrado sus raíces por todo mi cuerpo, ¿Qué es lo que hay que hacer?

Es necesario partir de nuevo, seguir explorando el mundo eternamente; entendí aquel peso que había sentido desde el momento en que nací hasta ahora, que me acompañó en toda esta primera travesía de mi vida. Es, simplemente, el peso de mi propio hogar, que poco a poco voy construyendo. De esta manera, entiendo ahora que todo es un ciclo sin fin; ciertos momentos nos transportan al pasado, contemplar el lugar en donde estamos nos trae al presente y brindan claridad, emprendemos caminos en búsqueda de nuestras metas, y, cuando por fin las cumplimos, nuevamente salimos a buscar algo más.

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El acto de andar, si bien no constituye una construcción física de un espacio, implica una transformación del lugar y de sus significados. Sólo la presencia física del hombre en un espacio no cartografiado, así como la variación de las percepciones que recibe del mismo cuando lo atraviesa, constituyen ya formas de transformación del paisaje que, aunque no dejan señales tangibles, modifican culturalmente el significado del espacio, en consecuencia, el espacio en sí mismo. (CARERI, 2002)

Siempre me han gustado las historias y ahora es el momento en que puedo contarlas, deseo construir espacios que no existen en el día a día, lugares imaginados en los que podemos adentrar para entender un poco más de si mismo. Podría llamarlos espacios metafísicos, construidos a partir de aquello que puedo percibir con mis sentidos, y sobre todo, emitir a través de ellos todo lo que siento mío, hacer visible el mar de adentro.

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CONSTRUIR

Me molestan las dualidades. Odio que el mundo divida todo en dos, como si los espectros no existiesen y todos en el planeta fueran razas

puras. He intentado varias veces romper este paradigma aplicando a mi vida unas cuantas dosis de ideas moralmente grises. Esta vez no iba a ser distinta, pero la dualidad con la que me encontraba era mucho menos personal y se tornaba filosófica ¿Cómo iba a a construir un espacio que pudiese ser habitado tanto por el cuerpo como por

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la mente? Mis intenciones de crear un espacio donde las memorias residan a través de detonantes espaciales resultó ser un reto de magnitudes autobiográficas. Así que me enfrenté con mi intimidad e identidad, para así intentar construir un espacio cuyas características físicas pudieran generar eso mismo en sus habitantes. Propuse un espacio, que evidencie mi proceso de vida y que al mismo tiempo pueda generar, a partir de ciertas interacciones, un umbral para el templo de otras personas. Una especie de hibridación de todos los lugares que he habitado y colonizado, que muestran un modo de ver el mundo que intenta conectar con el de otros.

Se trata de construir una escenografía de ensueño, que permita, a partir de la autobiografía, exponer relaciones universales y cotidianas. Este espacio contendría tanto la permanencia como el nomadismo, lo cerrado y lo abierto, el adentro y el afuera.

Sin embargo, esta es una construcción que no termina. Y que, definitivamente no va a colocar su ultimo ladrillo prontamente. Pero al igual que en los viajes, lo importante es el proceso de construcción.

Todos los días me veo enfrentado a esta acción, no sólo en el oficio de artista sino, más que todo en la titánica tarea de ser humano. Desde la era cavernícola, el hombre ha sentido una necesidad por construir. Al igual que las aves que anidan con pedazos de rama que van encontrando, y los castores con sus troncos roídos por sus dientes, los insumos para nuestra construcción están regadas por el mundo.

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Así, en todo sueño de casa hay una inmensa casa cósmica en potencia. De su centro irradian los vientos, y las gaviotas salen de sus ventanas. Una casa tan dinámica permite al poeta habitar el universo. O, dicho de otra manera, el universo viene a habitar su casa. (BACHELARD,1958)

En el transcurso del año pasado, me puse en la tarea de encontrar aquellos insumos. Conduje una deriva similar a la de los dadaístas, en la que deambularía por distintas rutas buscando objetos para empezar con dicha construcción. Los recorridos usualmente se daban buscando nuevas alternativas para ir de mi casa a la universidad y de regreso. Sin embargo, en mi cabeza no iba una idea preconcebida de lo que me fuese a encontrar, iba entonces, a escuchar el espacio y estar alerta a cualquier señal, tanto interna como externa, que me hiciera detener y observar.

Recogí distintos objetos de varios tamaños, puertas, soportes, maderas, armarios, mesas, escritorios, etc.…. Caí en cuenta de que casi todos provenían de las casas de mi barrio y habían sido abandonados a su suerte. Los habían desprovisto de su hogar.

Todos en mal estado, con pruebas del paso del tiempo y con partes faltantes. Vinieron a mí, como si yo hubiera respondido a su llamado de auxilio, rescatándolos de convertirse en chatarra olvidada. No sabría decir con certeza si he logrado ese cometido. En un ejercicio de reconocimiento los observé y dialogué con ellos, escuchando sus sueños de convertirse en algo más, de hacer valer sus cicatrices; no creo que ninguno quiera volver a sus épocas doradas.

Y ahora, ¿qué podría yo hacer por ellos? Los objetos ya habían respondido, e incluso, uno de ellos reapareció días después de perderlo de vista. Lo

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más lógico, era construir un espacio habitado por estos muebles, en donde su historia y la mía se mezclaran para dar un discurso. Estos objetos, no solamente iban a estar contenidos en un espacio construido por mis manos, sino que iban a contener otros lugares. Mis viajes a distintos lugares y los paisajes que quise llevarme en mi maleta pero no cabían.

Representan entonces el intento por plasmar los espacios que he acumulado con los años. A través del arte y la reapropiación de objetos puedo construir un espacio en el que convergen todos mis recuerdos, y sobretodo los paisajes, tanto urbanos como naturales con los que me identifico, esos que logran mover la marea de mis emociones.

Una sucesión de espacios, de épocas ubicadas en distintos sitios donde nos percatamos de nuestra existencia. Eso significa vivir. El presente sucede al contemplar el espacio que nos rodea mientras nos rodea. El hogar, los viajes, la cotidianidad, y la búsqueda por renovarse son sólo otros lugares, no propiamente físicos sino totalmente mentales que se activan al pasar el tiempo. ¿Qué mas pruebas se requieren para darse cuenta de lo vivo que está el espacio?

El espacio aparece como un sujeto activo y vibrante, un productor autónomo de afectos y de relaciones. Es un organismo vivo con carácter propio, un interlocutor que sufre cambios de humor y que puede frecuentarse con el fin de establecer un intercambio reciproco. (CARERI,2002)

Porque al final, esto no es solamente un proyecto de construcción. Es un proceso de vida en el cual he intentado identificar los elementos, los ladrillos que componen mi identidad. Proceso del que, estoy seguro, la mayoría de nosotros atraviesa en algún momento de su vida.

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Bibliografía BACHELARD. Gaston. “La poética del espacio” (1958)

CARERI, Francesco. “Walkscapes: el andar como práctica estética” (2002)

CALVINO, Ítalo. “Las ciudades invisibles” (1972.)

CIRLOT, Juan Eduardo. “Diccionario de símbolos” (1958.) LEED, Erich. “The mind of the traveler. From Gilgamesh to global tourism. (1991)

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Diego Benavides

Este texto fue realizado a lo largo del 2015 y 2016. Hace parte de un trayecto de conversaciones, viajes, anécdotas y tintos junto al guía que aportó y encamino el proyecto

hasta su conclusión.

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Fin

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