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» Continúa en la página 2 Dos camioneros un camino DANIELA REA El sastre de los Beatles AURA ESTRADA ANDRES CLARIOND RANGEL IVÁN TREJO RMAQUIAVELLY 14/15 _Opinión 5_Historia Nacional 8 _Historia Internacional / ELBARRIOANTIGUO @ELBARRIO ELBARRIOANTIGUO.COM Año Uno/Número Tres Del 19 al 25 de Mayo de 2013 Made in Monterrey POR ALMA VIGIL EL CAFÉ IGUANA NO HA MUERTO ¿Por qué no han sido resanados 42 impactos de bala de la fachada del sitio más importante del rock en Monterrey? U na pareja de jóvenes per- manece junto a la ven- tana principal del Café Iguana. Entre la plática y la cerveza, se besan y se ríen. De pron- to advierten la llegada intempestiva de una camioneta por la calle Diego de Montemayor. De su interior se ba- jan cuatro hombres. Tres llevan armas cortas y uno carga un cuerno de chivo. Todo sucede muy rápido: el comando desata un tiroteo en la entrada del bar. “Fue un ruido impresionante”, recuer- da Tess, la joven que estaba con su no- vio en la ventana. Lo que a ella le pa- reció una balacera eterna, duró menos de cinco minutos, de acuerdo con otros testimonios recopilados sobre lo que sucedió aquella noche

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Tercera entrega 'El Barrio Antiguo'

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Page 1: El Barrio Antiguo No. 3

» Continúa en la página 2

Dos camioneros un caminoDANIELA REA

El sastre de los BeatlesAURA ESTRADA

ANDRES CLARIOND RANGEL

IVÁN TREJO

RMAQUIAVELLY

14/15 _Opinión5_Historia Nacional 8 _Historia Internacional

/ELBARRIOANTIGUO

@ELBARRIO

ELBARRIOANTIGUO.COM

Año Uno/Número TresDel 19 al 25 de Mayo de 2013

Made in Monterrey

POR ALMA VIGIL

EL CAFÉ IGUANA NO HA MUERTO

¿Por qué no han sido resanados 42 impactos de balade la fachada del sitio más importante del rock en Monterrey?

Una pareja de jóvenes per-manece junto a la ven-tana principal del Café Iguana. Entre la plática y

la cerveza, se besan y se ríen. De pron-to advierten la llegada intempestiva de una camioneta por la calle Diego de Montemayor. De su interior se ba-jan cuatro hombres. Tres llevan armas cortas y uno carga un cuerno de chivo. Todo sucede muy rápido: el comando desata un tiroteo en la entrada del bar. “Fue un ruido impresionante”, recuer-da Tess, la joven que estaba con su no-vio en la ventana. Lo que a ella le pa-reció una balacera eterna, duró menos de cinco minutos, de acuerdo con otros testimonios recopilados sobre lo que sucedió aquella noche

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Se trató de una ráfaga de plomo en la entrada principal, donde se

hallaban los encargados de seguridad, Pablo César Martínez y Fermín Gerardo Sánchez, mejor conocidos como Pablote y El Enano por los asiduos del epicentro del rock en Monterrey.

La música de fondo de la sala prin-cipal siguió sonando durante un par de minutos, en los que la mayoría de los asistentes se tiraron al piso, entre la os-curidad y una nube de polvo y pólvora que dejó la balacera en la que fallecieron Pablote y el Enano.

Cuando la música dejó de oírse, en medio del silencio, alguien gritó: “Vá-monos a la verga, hay un chingo de muertos”. Tess y su novio salieron por la entrada principal junto con otro grupo. Vieron a los cuatro hombres que murie-ron a causa del ataque, tirados en la ban-queta. Con cuidado, saltaron por encima del ensangrentado cuerpo de Pablote y huyeron del lugar.

A principios de 2013, pintaron de nuevo la fachada verde olivo del Café Iguana. Pero aún no han sido resanados los 42 impactos de bala que permane-cen allí desde la noche del 22 de mayo del 2011, cuando ocurrió el ataque que ocasionó el cierre del lugar.

Para resanar un balazo, explica un experimentado albañil del centro de la ciudad, primero hay que limpiar el área del impacto y remover los pequeños pe-dazos restantes de metal. Luego se pre-para con agua una mezcla de cemento y arena del número cinco. Ésta se aplica con una llana, una herramienta que tiene una superficie plana y lisa para aplastar el amasijo sobre el sitio del im-pacto. Con dos pasadas es suficiente para resanar un balazo en la pared. Luego hay que esperar a que el material haya fraguado y, con una esponja fina o una pieza de hielo seco de alta densidad, se talla hasta conseguir el acabado poroso de las paredes en los exteriores. Si es en el interior, la mejor opción es hacerlo con yeso. Pero en el interior del Café Iguana sólo quedó un impacto de bala, que tam-poco ha sido resanado.

El negocio de resanar balazos creció en Monterrey luego de que a finales de 2006, el ex presidente Felipe Calderón, tras su cuestionada elección, declarara un estado de guerra en contra del narco-tráfico en México. Para curar las heridas de bala en las paredes de la capital de Nuevo León, los albañiles cobran alre-dedor de 200 pesos por impacto resarci-do. Algunos de estos obreros regiomon-tanos pueden ser de los pocos pobres beneficiados con la guerra librada en Monterrey.

El tiroteo que ocurrió frente al Café Iguana no fue un caso aislado. En El Ba-rrio Antiguo, el seis de diciembre de 2010, mataron de dos balazos en la nuca al propietario del San Pedro Night Club, ubicado en Morelos y Dr. Coss; el seis de mayo de 2011, acribillaron a un hombre afuera del Monasterio Antiguo, en la esquina de Padre Mier y Dr. Coss. Suma-das a la serie de secuestros, extorsiones y peleas ocurridas en El Barrio Antiguo, estas agresiones hicieron que muchos de los negocios aledaños fueran cerran-do sus puertas entre 2007 y 2012.

La decoración interior del Café Igua-na consistía en máscaras autóctonas afri-canas y mexicanas dispuestas a lo largo de los muros. Un acuario, un Cristo de más de un metro de largo, mesas con pedazos de azulejos de colores, y el azul y rojo de las paredes creando formas tri-bales, eran también parte distintiva del lugar. El Café Iguana fue un importan-te foro para la música en vivo en el que se presentaron Apocalyptica, Anthrax, Sisters of Mercy, Misfits, Disolución So-cial, Marky Ramone, Panteón Rococó, Los Caligaris. Easy Star All Stars, Dread

Mar I, Gondwana y Rocken, el proyec-to alterno de Gustavo Cerati entre otros. También se dieron ahí las primeras pre-sentaciones en México de Brujería y Babasónicos; Dj’s como Psychotic Mi-cro, Menog y Protoculture y una lista kilométrica de artistas del mismo calibre se presentaron en este lugar, en el cual estuvo incluso Shakira, quien lo rentó para celebrar una fiesta privada duran-te una gira. En gran medida, junto con algunos otros foros que cerraron sus puertas poco tiempo después, el recinto de la calle Diego de Montemayor fue el corazón del rock en Monterrey.

El Café Iguana –explica Xardiel Pa-dilla, director de La Rocka, el periódico rockero local por excelencia– fue el sím-bolo del auge de este género en Monte-rrey. Su cierre provocó que las tocadas se fueran esparciendo y adaptando en otros lugares más seguros y “sordeados” como patios, cantinas, casas, escuelas y bares de otros municipios.

Durante sus 20 años de existencia, el Café Iguana, situado en el número 927 de la calle Diego de Montemayor, alber-gó a más de 200 trabajadores.

Rodrigo Ríos Rodríguez, conocido como Foni, es el dueño del Café Iguana. Es rockero desde que a los 12 años escu-chó su primer disco de Pink Floyd, The Wall. Pero este metalero de 46 años, pa-dre de una niña de cuatro años y de un niño de ocho, además de ser esposo de Norma Andrea de 36 años, es también un arquitecto confirmado. Con la cabeza rapada y la barba rasurada, se parece al skinhead Davey de la película Romper Stomper. Foni, cuyo apodo deriva de Funny Face debido a su sonrisa perma-nente, emprendió el proyecto del Café Iguana en 1991, con la idea de volverlo un centro cultural. Aunque al principio quiso vender cafés, los precios de las máquinas expendedoras de esta bebida lo asustaron tanto que finalmente sólo conservó el nombre original del proyec-to. Nunca vendió una sola gota de café.

Pablo César Martínez, con su impo-nente altura y poderosa complexión, llegó a pedir trabajo al Café Iguana a los 18 años. Desde entonces fue el en-cargado de la seguridad del lugar, hasta convertirse en la mano derecha y amigo de Foni. A pesar de su apariencia ruda, tatuado y perforado, se salió siempre del estereotipo del cadenero prepotente,

cuentan los que lo conocieron. Pablote pocas veces usó la fuerza para resolver algún problema. Entre las paredes del Café Iguana conoció al amor de su vida, una chica con la que tendría dos hijos, que ahora quedaron huérfanos de pa-dre. Al momento del ataque, Pablote resguardaba la entrada del lugar, como cada noche desde 1993. Tenía 36 años cuando lo mataron.

El Enano –irónico apodo para un hombre de casi dos metros de altura- siempre fue serio, reservado y relajado. Nunca se lío a golpes con nadie. Duran-te diez años ayudó a Pablote a cuidar la entrada del Café Iguana. Usaba una barba prominente que resaltaba entre su cabello rizado y oscuro. Cuando lo mataron tenía 31 años, una esposa y una hija pequeña.

II

En el área de conciertos del Café Igua-na, el fotógrafo Israel, especializado en foros rockeros, captura con su cámara al

Dj regiomontano Redline, quien calien-ta el escenario, previo a la presentación del Dj de progressive house psicodélico, Juicybits, venido especialmente del Dis-trito Federal para festejar los 20 años de existencia del lugar. Israel no escuchó ningún balazo. Cuando estallaron las descargas automáticas, se encontraba en el escenario del fondo trabajando, y lo único que oyó fueron los beats pro-gressive trance de Dj Redline, hasta que de repente vio una estampida de cerca de 50 personas correr y saltar la barrera que separaba al público del escenario. Cuando volteó y se percató de que Dj Redline había desaparecido, también corrió. Unas 80 personas, contando los 30 que ya estaban ahí, se refugiaron en los camerinos. Durante varios minu-tos no abrieron la puerta. Nadie sabía a bien qué había pasado. En el desvarío en el que estaban nadie hablaba. Todos prestaban atención al mínimo acon-tecimiento de su entorno y a lo que decían los empleados que se veían tan asustados e incrédulos como ellos. “Nos sentíamos seguros ahí, casi nadie hizo nada por irse hasta saber que no hubie-ra desmadre afuera”, rememora el fotó-grafo. Unas 15 personas lo intentaron, pero regresaron despavoridos porque los sicarios volvieron por los cuerpos. Cargaron a Pablote y a dos cuerpos cuya identidad nadie reconoció: dos alba-ñiles de Tlaxcala que eran clientes del Café Iguana, según indicó un noticiero local. El Enano, con su último aliento de vida alcanzó a esconderse detrás de un coche. Del cuerpo de Pablote ya nunca se supo nada. Horas después llegó el ejército y declaró la zona “segura”.

Tras el ataque al Café Iguana, la ma-yoría de los bares y restaurantes que en medio de la guerra aún permanecían abiertos en El Barrio Antiguo, deci-dieron cerrar. Antes del acontecimiento ya lo habían hecho otros como El Gara-ge, un antro alternativo-indie, que dejó de abrir sus puertas luego de que el 16 de junio del 2010, un comando entrara y secuestrara a dos chavos de los cuales oficialmente no se sabe nada hasta la fecha.

Además, durante 2010 y 2011 fue-ron clausurados otros sitios como el Ibex Rock Bar, El Riviera, el Café Negro, El Tinieblo y el Chills & Fever. El Wayé se mudó al Tecnológico, antes de cerrar definitivamente.

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Para curar las heridas de bala en las paredes de la capital de Nuevo León, los albañiles cobran alrededor de 200 pesos por impacto resarcido. Algunos de estos obreros regiomontanos pueden ser de los pocos pobres beneficiados con la guerra.

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En los años 80, el rock en Monte-rrey, al igual que en el resto de Méxi-co, fue un género subterráneo. Luego de que el ex presidente Gustavo Díaz Ordaz prohibiera cualquier concentra-ción juvenil en el país tras la matanza del 68 en Tlatelolco, el rock fue uno de los géneros más afectados. Lugares como el sótano del Hotel Monterrey en la calle Zaragoza, el Casablanca Roc-kandroll en Hidalgo, el Factores Mu-tuos sobre Aramberri, La Pared en 5 de Mayo, gimnasios, universidades, casas, patios y bodegas, fueron sedes de nu-merosas tocadas improvisadas durante toda una década.

Por eso, en los 90 en Monterrey –dice Homero Ontiveros, tecladista del grupo de ska Inspector- ocurrió un momento histórico muy particular. El público ansiaba otros sonidos y pro-puestas, cuando coincidieron muchas bandas de diferentes géneros como El Gran Silencio, Zurdok, Control Mache-te, Inspector, Cabrito Vudú y Plastilina Mosh en territorio regio. Todos estaban entrelazados y se toparon en distintas plataformas de El Barrio Antiguo. Incluso surgieron en esa época medios de comunicación rockeros: en la tele-visión, Juan Ramón Palacios comenzó con Desvelados; en radio, Zoraida Ro-dríguez condujo el programa Siglo XX y

nació la revista Lengua que después se convertiría en La Rocka. Casi al mismo tiempo emergieron el Café Iguana, La Tumba y el Skizzo. En el inicio de los noventa, estos tres lugares fueron los principales foros de rock en la ciudad. Años más tarde el Skizzo se inclinaría por la electrónica y La Tumba por la tro-va, dejando al Café Iguana como el sitio más importante del rock en El Barrio Antiguo.

Ahora, en el Centro ya no casi no hay nada de aquella rica vida musical que se desató en los noventa. Sólo que-dan abiertos el Mc Mullens e, irónica-mente, La Tumba. Pero el rock subsiste en otros espacios, en barrios y casas que se han transformado en escenarios rockeros recientemente. Uno de ellos es La Cueva de Osos, un patio-bodega de la colonia Cumbres inaugurado el 14 de abril del 2012. Con su decoración de murales de artistas urbanos locales como Netoplasma, Ácaro y Smok y su poca iluminación fluorescente, resume la esencia del rock and roll. Desde su apertura es sede de toquines de bandas y dj’s nacionales y extranjeros. Además es foro para nuevas propuestas musica-les que han surgido a pesar de la vio-lencia en Monterrey, como Cremalle-ras, Dave Rata y Vegan Cannibal.

En San Pedro, municipio “blin-dado” por el ex alcalde Mauricio Fer-nández, que presume de su seguridad permanente, se mudaron y se crearon varios bares rockeros como el Nachos & Gangas, El Gómez Bar y el Sergio’s, una cantina adaptada para las tocadas. En abril de 2013 se mudó para allá el An-trópolis, ahora llamado Danzettería y se creó una copia del Café Iguana, tam-bién dirigida por Foni, en la calle Beni-to Juárez, en el Centro de San Pedro.

El Café Iguana de San Pedro, a dife-rencia del de El Barrio Antiguo, está compuesto por un único cuarto con ca-pacidad para 120 personas. Pero las más-caras, la pecera, los azulejos en las mesas, las caguamas en bolsa de papel, las pizzas, el repertorio musical de Stone Temple Pi-lots, Depeche Mode, Caifanes, entre otros rasgos, siguen estando presentes en el sitio.

Salvo que en el Café Iguana de San Pedro no hay ni un solo balazo en la fa-chada.

III

En el patio del Café Iguana pla-tica un par de amigos, en medio del sonido progressive trance que se en-tremezcla con la música roquera que suena en el resto del sitio.

Foni, cuyo apodo deriva de Funny Face, debido a su sonrisa permanente, emprendió el proyecto del Café Iguana en 1991, con la idea de volverlo un centro cultural. Aunque al principio quiso vender cafés, los precios de las máquinas expendedoras de esta bebida lo asustaron tanto que finalmente sólo conservó el nombre original del proyecto. Nunca vendió una sola gota de café.

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Ella se toma una cerveza y fuma un cigarro; él quiere unas galletas y sale a la tienda El Paso, situada a unos cuantos metros del Café Iguana, en la esquina de las calles Diego de Monte-mayor y Morelos. Ella lo espera. Ese día el Café Iguana está tranquilo, aunque la velada forma parte de los festejos del 20 aniversario, durante los cuales, casi todas las noches han estado hasta reventar. A medianoche, Alejandra, la chica que toma su cerveza, oye una se-rie de detonaciones que atraviesan la música. Se queda paralizada, en estado de shock. Reacciona y se mueve hasta que ve a un grupo de personas corrien-do entre el humo proveniente de la entrada principal. No hay gritos ni his-teria. El único ruido que recuerda ha-ber oído, además de los balazos, fue el de las botellas quebrándose con el mo-vimiento de la gente. Sube de prisa por las escaleras ubicadas a un lado del es-cenario del patio y se esconde en la te-rraza. Otras 15 personas tienen la mis-ma idea. Cuando se acaba la balacera, un chavo alterado, con lágrimas en los ojos, sube corriendo los escalones y les avisa que ya se fueron los atacantes, pero que mataron a Pablote. “Creo que fui la primera en salir del lugar”, dice Alejandra. Bajó de la terraza y salió por una puerta localizada junto a los baños que conectaban al Café Iguana con el Salón Morelos, otro bar también per-teneciente a Foni. “Ahí también había personas tiradas en el piso, escondidas donde se pudiera”, relata. Alejandra se fue directamente a su casa, mientras que su amigo, el de las galletas, perma-neció en la tienda en el momento de la balacera. Estando a unos metros de la entrada del Café Iguana, vio los cuer-pos inertes en el suelo...

Es mayo de 2013. Están por cum-plirse dos años de aquella balacera y ahora el interior del Café Iguana luce sin movimiento. Foni reabrió este día para que lo recorran un grupo de ci-neastas, activistas y cronistas de El Ba-rrio Antiguo. Durante mucho tiem-po, le aterró la idea de visitar el local. Gruesas capas de polvo cubren todo: las paredes, las lámparas, las mesas, las tres barras, los dos escenarios y la terraza. Montones de hojas secas rosa pálido caídas del árbol de bugambilia del patio, y botellas de cerveza tiradas adornan el piso. En la segunda barra, a un lado de los baños, aún continúa la jarra para las propinas, aunque en su interior sólo hay más polvo. En el sa-nitario de mujeres todavía está el mis-mo papel en los despachadores desde la noche de la balacera. Sin embargo, también hay arreglos ligeros que se han hecho en los últimos meses: Foni decoró con azulejos multicolores unas mesas que solían ser de cemento, en el área de la pecera. Desde hace algunos meses, al interior del local, se ve un ligero vaivén de trabajadores. En ju-nio reabrirá sólo una noche sus puer-tas para una función especial de cine documental, pero Foni espera poder rehabilitar completamente el sitio a partir de octubre.

Lo que no se tiene contemplado remozar son los balazos de la fachada, porque son un símbolo de lo que vivió la ciudad. Cuando reabra el Café Igua-na, los 42 impactos incrustados en la pared verde olivo y en su marco, serán un símbolo doloroso del renacer de El Barrio Antiguo, y de que el rock tam-poco ha muerto en Monterrey.

Fotos: Alma Vigil (2013)

En el inicio de los noventa, tres lugares fueron los principales foros de rock en la ciudad. Años más tarde el Skizzo se inclinaría por la electrónica y La Tumba por la trova, dejando al Café Iguana como el sitio más importante del rock en El Barrio Antiguo.

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DOS CAMIONEROSUN CAMINO

POR DANIELA REA

¿Cómo es la soledad de un hombre que se pasa la vida viajando miles de kilómetros sentado detrás del volante

de un mamut de fierro?

Al camionero Siete Mares le gustaría morir salvando a una hermosa mujer perdida en la carretera, o estrellándose a toda velocidad contra su propio ros-

tro en el espejo retrovisor. Eso dice. Pero lo más pro-bable es que Siete Mares muera del mal del riñón después de pasar la mitad de su vida sentado frente al volante de un tráiler que transporta plátanos.

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El oficio más nómada resulta así el más sedentario: le ha dejado una

barriga que casi roza con el volante, el vientre más común entre los camioneros de México, y aunque no es alto ni fornido, visto sentado en la cabina de su tráiler Siete Mares luce poderoso pero no es sólo eso lo que más atrae de él, sino el porte con que conduce su camión, como el de un rejonea-dor dirigiendo a su caballo. No parece un hombre rudo, ni grosero, lo que se puede esperar de un camionero. Menos cuando presume con la fotografía de sus hijos, un niño y una niña, y entonces su cara se ilu-mina con una sonrisa tenue e íntima, que contrasta con el amarillo de sus dientes descubiertos cuando bromea con otros ca-mioneros o las meseras de un paradero.

Hace unos años, recuerda, mientras

surcaba la carretera a bordo de su tráiler Freightliner y la estela del sol lo guiaba a Tijuana, Siete Mares tenía dos días sin dor-mir, y su brazo temblaba sin control sobre la palanca de velocidades, una esfera de plástico en forma de nalgas de mujer que se encendían cuando él las tocaba. Había par-tido de un pueblo en México en la frontera con Guatemala, y a pesar de la penumbra de la autopista, alcanzó a ver a una mu-chacha pidiendo un aventón, y abrió la puerta. No por nada Siete Mares tenía ese apodo, que para los camioneros significa “el que anda de cuerpo en cuerpo”, en una alusión más anfibia a los marineros que andan “de puerto en puerto”. Aún recuerda que se llamaba Rosa y que era maestra de escuela. Siete Mares la saboreó nomás de mirarla y por un momento se olvidó del cansancio. Así llegaron al paradero de la mujer, un poblado a veinte kilómetros al sur de la Ciudad de México. Antes de azo-tar la puerta tras de sí, Siete Mares recuerda que ella le dejó la invitación abierta a su casa cuando volviera. Le quedaban aún tres días y medio más de ruta por delante.

Siete Mares evoca esta historia mien-tras conduce al puerto de Veracruz, donde volverá a cargar más plátanos. El hombre se llama José Luis Chico y nació en Chia-pas, uno de los estados más empobrecidos, donde también parió la guerrilla del Ejér-cito Zapatista de Liberación Nacional. Sus manos brincan del timón a su teléfono ce-lular para mandarle un mensaje a su espo-sa. Siete Mares dice que la extraña y que es la única forma para compartirle su camino, desde que ella decidió no acompañarlo en sus viajes prolongados o por rutas peligro-sas. Meses atrás, un trailero había muerto con su mujer e hijos en un accidente de carretera, y la familia quedó sepultada en la cabina del camión, en un barranco en la sierra de Oaxaca. Si no se comunicaran por teléfono, dice Siete Mares, los reencuentros

se irían en hacer el inventario de que cada uno vivió durante la ausencia. Ahora va a bordo del Abuelo, ese camión que, a pesar de tener 12 años aún presume un flaman-te color sangre. Lo llama así en honor a su abuelo paterno, ya muerto, el primero de la dinastía Chico que decidió tomar este oficio por la carretera. Por adentro, su cubil es sen-cillo, y no lo ha saturado con recuerdos de sus travesías: Siete Mares solo necesita su Coca-Cola y sus Marlboro para calmar al cansancio; el retrato de sus hijos, que son su brújula para no perder el rumbo y una caja de discos compactos que incluye desde cumbias y música norteña hasta un con-cierto de los Creedence, esa banda de rock estadounidense que se hizo famosa con la canción ¿Alguna vez has visto llover?, el disco favorito de este camionero para atra-

vesar los desiertos en las madrugadas.Ahora, en las tres semanas que ya lle-

va de viaje sin volver a su casa en Guadala-jara, Siete Mares ha juntado diez mil pesos, unos mil dólares transportando mercancía y haciendo uno que otro negocio ilícito en su ruta. Es decir, esquivando casetas de peaje y comprando tickets falsos, o dándole de beber combustible diesel de contraban-do a su camión, un negocio muy común entre los traileros del sureste de México. “No hay de otra, la vida en el camino está cabrona y uno debe aprender a domarla”, dice Siete Mares con una voz tan caverno-sa como el rugido del motor de su Freight-liner. Así justifica la corrupción de la que es, al mismo tiempo, juez y parte.

Días después de llevar a aquella maes-tra de escuela, Siete Mares recuerda haber regresado de Tijuana y buscado la casa de la muchacha. Dice que le abrió la puerta el padre de aquella mujer. “Hay algo que debo decirle – se acuerda que le anunció-: Rosa se murió hace un año. Y usted no es el primer camionero que viene a buscarla”. Al parecer todos la describían de la misma manera. Había muerto en la carretera. Siete Mares recuerda que aquel señor le dijo que ella venía en un tráiler en marcha, y que el camionero abrió la puerta y la empujo. Desde entonces, todos los hombres a quie-nes ella había conocido en aventón llegan a buscarla hasta su casa. Cuando acaba de contar esta historia, Siete Mares suelta una carcajada. Dice que ese tipo de historias son moneda corriente entre traileros.

Los camioneros son personajes de pe-lícula, y filmes como El diablo sobre ruedas de Steven Spielberg han afilado esa repu-tación suya de sospechosos y temibles. En la película basada en un relato de Richard Matherson, un enorme y oxidado camión sin conductor a la vista persigue y acosa a David Mann, un pacífico vendedor que conduce su automóvil por las solitarias

carreteras del sur de California. Pero los camioneros también fueron dignos per-sonajes de historietas y de telenovelas de Televisa, y no pueden escapar a su estatus de ordinarios y mujeriegos en la bolsa de valores social. Al doblar la esquina del si-glo XX, los tráilers dejaron atrás a los trenes en el transporte de mercancías. Para José Chimal, un escritor de argumentos de his-torietas sobre camioneros, son una mezcla de grasientos mecánicos de autos con cow-boys al estilo Clint Eastwood.

Por un tiempo los traileros se convir-tieron en un ejemplo del progreso. México entraba en ese entonces al Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá, y gran parte de la ropa, alimentos y electro-domésticos llegaban a los hogares gracias a ellos. Los camioneros se volvieron un mito.

Televisa descubrió un nicho de cultura po-pular no explotado y lanzó su telenovela Dos mujeres un camino, con Erik Estrada en el papel de Juan Daniel Johnny Villegas. La telenovela puso de moda a los camio-neros entre el público de América Latina y reivindicó la imagen de rufianes que la so-ciedad tenía de ellos. “Hasta deteníamos la marcha para ver la telenovela en los para-deros”, dice Siete Mares mientras avanza en su ruta rumbo a Veracruz, en un tramo de selva encajado entre las montañas, una ciu-dad que suele bailar al ritmo de la cumbia, como la que ahora retumba en la cabina de su tráiler.

Siete Mares siempre maneja su tráiler encomendándose a la divinidad: “Voy con Dios. Si no regreso, estoy con él”, reza un le-trero en su parabrisas. Empezó a creer en los camiones cuando era niño y acompañaba a su padre en sus viajes por el norte de México. Lo que más le impresionaba, recuerda, era ese movimiento en el que su padre trenza-ba sus brazos y desde ahí, controlando todo desde el espejo retrovisor, domaba al mas-todonte para estacionarlo. Ése es el movi-miento que resume el poder del camionero. Como él, la mayoría de ellos toma este oficio por herencia. Su propio hijo que ahora tiene siete años, lo hará también cuando crezca. Siempre y cuando, advierte el camionero, termine antes una carrera técnica, la misma condición que Siete Mares debió obedecer de su padre. A diferencia de él la mayoría de los camioneros no terminó la secundaria. Otros, dice, escogen el oficio por irse con la finta de volverse rudos, encontrar mujeres y tener dinero fácil.

Pero dentro del gremio del gran ti-món hay clases. A primera vista, dice Siete Mares, los traileros parecen definirse por el camión que conducen: los de la marca nacional Dina y los destartalados modelos de más de veinte años versus los tráilers nuevos e importados como el Kenworth

Los camioneros son personajes de película, y filmes como El diablo sobre ruedas de Steven Spielberg han afilado esa reputación suya de sospechosos y temibles. Pero los camioneros también fueron dignos personajes de historietas y de telenovelas de Televisa, y no pueden escapar a su estatus de ordinarios y mujeriegos en la bolsa de valores social.

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cuyo último modelo es computarizado y equipado con clima, frigobar, televisión y DVD. Siete Mares afina su primera clasifi-cación: explica que la diferencia de estatus está en cómo se ve el chofer y cómo luce su tráiler. Dice que hay parias del volante que reprochan a los que, como si fuera una traición de clase y como si se tratase de cal-zados lustrados, se preocupan por lucir sus vehículos y cuerpos limpios. Siete Mares es uno de esos traidores que en su cuerpo no tiene rastros de su oficio. Tampoco su trái-ler burgués, en cuyo pulido el camionero se gasta el mismo dinero que le alcanzaría para comer en una semana.

Una vez el actor Sylvester Stallone en-carnó a un camionero sentimental. Su pelí-cula Yo, el Halcón es la historia de Lincoln Hawk, un trailero que debía ganar un con-curso de vencidas, es decir, de hacer fuerza

con el brazo, para recuperar su tráiler y el amor de hijo perdidos. El gremio sólo se reconoce en esa ruptura familiar que na-rra la película, tan normal por sus vidas nómadas. Siete Mares rechaza la imagen de villanos que presentan las películas como Breakdown, donde Kurt Russell in-terpreta a Jeffrey Taylor, un hombre cuya esposa es raptada por un grupo de chófe-res de tráilers. Pero también hay historias reales que los asocian al crimen, como el caso de Hugo Baldomero Medina, El señor de los tráilers, ese líder del Cártel del Golfo que distribuía droga a través de una flota camionera y que ahora cumple una con-dena de 30 años en prisión. Chimal, quien lleva más de una década escribiendo sobre los camioneros en la historieta Los Ases del Volante, dice que el origen de estas histo-rias donde son presentados como patanes o, por el contrario, como héroes tiene más que ver con resolver el misterio de cómo sobreviven a tantos días de soledad en el camino.

El de los camiones es un trabajo que nunca se siente tan solitario como cuando se descompone el tráiler a mitad de ruta. Siete Mares, recuerda que una madrugada se le fundió el motor por falta de agua y acei-te. Quedó varado en Cumbres de Maltrata, a mitad del tramo México-Veracruz. Sin posibilidad de arreglarlo, tuvo que esperar dos horas a que apareciera un compañero solidario. Sí. El de los camioneros es un gre-mio desorganizado y de hombres solidarios. Hace un tiempo unos traileros de Chiapas que intentaron sindicalizarse fueron despe-didos de una empresa particular. Querían un contrato colectivo y un seguro social para la familia. Siete Mares, hace cuentas y los 20 mil pesos –unos dos mil dólares- son insuficientes para repartir en un hogar de esposa e hijos, amantes ocasionales y cuida-

dos de su camión. “Somos indispensables. Si no nos desveláramos manejando, la leche que toman no llegaría a tiempo, o no ves-tirían la ropa que traen puesta”, recuerda Siete Mares quien cree que el despido de los traileros de Chiapas es otra prueba más de cuánto se desprecia a los camioneros.

Rumbo a Veracruz Siete Mares se aca-ba de detener en un paradero de Rincona-da, un pueblo a casi 300 kilómetros de la ciu-dad de México, esperando a una mujer que es su amante “Puedes ser infiel, pero no des-leal”, se justifica y otra vez muestra la foto-grafía de sus hijos, esa que lo acredita como un hombre de bien. Siete Mares cuenta con devoción cómo su hija lo ayuda en el ritual de preparar su maleta cuando sale de viaje. Ella sabe que su padre sólo necesita cami-setas, pantalones de mezclilla, trusas y al menos siete pares de calcetines limpios. En

una cabina que arde más que la carretera a Veracruz, el confort de un trailero es como la última voluntad de un condenado al infierno. Por ahora, mientras espera a esa mujer del camino, Siete Mares lee a Salgari, uno de sus escritores favoritos. Dice que los camioneros son “bien hijos de la chingada, pero justos” como los Tigres de Malasia esos personajes de Salgari.

El camionero Vicente Barragán no quiere morir en la carretera y llevar como cruz un letrero de “No rebasar”. Se resiste a adivinar su cuerpo despedazado sobre el asfalto, anónimo pero tan público como ser reducido a una cifra de daños materiales. Vicente Barragán, un trailero que lleva más de la mitad de su vida en los caminos, dice que para conjurar ese posible destino lleva en el retrovisor de su camión una estampa de San Judas Tadeo, el santo de los imposi-bles. También un retrato de su hija de tres años que presume de un vestido de encaje como una princesa. Una vez, creyendo amar a una mujer del camino, abandonó a su esposa y a su hija. A fin de cuentas, este segundo matrimonio acabaría en un fraca-so. Es difícil construir un hogar cuando la historia comenzó en la cabina de un tráiler. Junto a esas dos imágenes, Barragán tiene una tercera: es una fotografía de él mismo, posando de espaldas. El retrato es de más de una década atrás. Allí viste una camiseta negra y una gorra azul, y aunque estuviera de frente sería irreconocible. Él mismo pidió que se la tomaran el día que hizo su primer viaje por la carretera, cuando recién había cumplido los 20 años. “Mirando al futuro” le llama a ese retrato. Dice que cuando muera le tomarán otra fotografía, y que entonces será de frente. “Será porque entonces sólo tendré pasado”. Atrás había quedado aque-lla noche en que lo asaltaron, en el año 2000, cuando el sueño lo obligó a detener su

tráiler que antes iba a noventa kilómetros por hora en la autopista Ciudad de México-Querétaro, en el centro del país. Barragán re-cuerda que abrió la puerta, cuando un gol-pe reventó su cansancio. Eran dos hombres con pistolas los que treparon encima de su camión y lo obligaron a conducir de vuelta sobre la pista. Cuando había avanzado unos 200 metros, la pistola clavada en su nuca le indicó a dónde girar. Fueron ahorrativos en sus palabras: “Si abres la boca, entra la bala”. Los ladrones ya habían desconectado el radar satelital del tráiler. Vicente Barragán perdió así a su ángel de la guarda, pero sólo le robaron los electrodomésticos que trans-portaba a Querétaro. Los asaltantes resulta-ron ser policías federales, quien según él, en agradecimiento por su silencio le asegura-ron después protección perpetua.

Pero Vicente Barragán dice que ya no

sabe en qué dirección queda el futuro. Por-que el futuro, afirma, existe cuando se espe-ra algo, y él siente que ya no puede esperar nada. Sólo llegar a un destino y luego volver a regresar y después volver a marcharse y así hasta siempre. “Un trailero es un marino en tierra, un vaquero de asfalto, un bandido que nunca está en casa”, sentencia. Ya lo había comentado Siete Mares camino a Ve-racruz: “En este trabajo nunca hay descanso. Nunca un camino final. En cada destino, empieza otro”. Aun así Vicente Barragán se resiste a vivir siempre en la carretera.

Ahora el camionero está en la Central de Abastos de la Ciudad de México en es-pera de que le descarguen los limones que transporta. Este lugar clavado en el oriente de la ciudad, su patio trasero nunca está va-cío. No lo abandona el olor a frutas podridas ni el fluir de comerciantes y de cargadores ni el bramido de los camiones en constante maniobra. Aun así el camionero Barragán dice que se siente solo. Más que cuando con-duce su mercadería por la carretera. Aquí aprovechará para dormir más de las cuatro horas diarias que en promedio duermen los traileros, aunque a veces se pasan hasta tres días enteros sin tocar una cama. En sus paradas un camionero puede leer algún periódico o una revista pornográfica, y bus-car a una mujer que lo quiera, a quien no le pide belleza. Vicente Barragán se conforma con mirarla desnuda, según dice, y alcanzar el orgasmo sin prisas, y, si se puede, por unos pesos más, que ella acepte descansar junto a él, aunque fuese unos minutos, una vez que hayan terminado. La única condición que Barragán le pide es que no escape a su cuerpo aceitoso, a su cabello relamido con su propio sudor, a su mirada viscosa y a su barba a medio crecer: una mancha más so-bre su piel.

“Puedes ser infiel, pero no desleal”, se justifica y otra, vez muestra la fotografía de sus hijos, esa que lo acredita como un hombre de bien. Siete Mares cuenta con devoción cómo su hija lo ayuda en el ritual de preparar su maleta cuando sale de viaje.

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POR AURA ESTRADA

¿Qué busca cuando lee La Iliada y La Odiseaun hombre que cose su ropa desde los siete años?

EL SASTRE DE LOS BEATLES

Del 19 al 25 de Mayo de 2013Monterrey, N.L.

Son las nueve de la no-che de un viernes cuan-do Manuel abre las puertas del restaurante

de comida mexicana La Terraza en un centro comercial cercano al aeropuerto de Nashville, Ten-nessee. Lleva un traje sastre azul marino y una pañoleta blanca y esponjada sorprendentemente larga para un hombre que ya ha entrado en los setenta. La senci-llez de su atuendo nos muestra los destellantes diseños que Ma-nuel ha confeccionado para las estrellas, aunque durante una Semana de la Moda del otoño en Nueva York, una entrevistado-ra de la cadena televisiva CNN

lo definió como “la persona más famosa sobre la que nunca has escuchado”. Y es que Manuel es famoso sólo entre los famosos. La lista de clientes a quienes ha vestido a lo largo de una larga y brillante carrera es una corte de músicos de la estatura de Elvis Presley, Ricky Nelson, Gram Par-sons, Gene Autry, Roy Rogers, Dolly Parton, Johnny Cash, Bob Dylan, Elton John, Keith Urban, Marty Stuart, Los Beatles, Chica-go, The Flying Burrito Brothers, los Tigres del Norte; actores como James Dean, El Llanero Solitario, John Travolta, Sylvester Stallone; políticos como Ronald Reagan y Bush padre.

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Desde que era un joven recién llegado a los Ángeles, un joven

desconocido y lleno de ambiciones, Ma-nuel Cuevas ha gravitado alrededor de algunas de las figuras que han definido la cultura popular norteamericana del siglo XX pero, a pesar de que ha prestado sus servicios a una clientela internacio-nal, su nombre es poco conocido fuera de ciertos círculos sureños. El porqué de su relativo anonimato es menos intere-sante que preguntarse cómo es que un oriundo de Coalcomán, Michoacán, llegó a codearse con la crema y nata de la mú-sica y la moda del Oeste, contribuyendo y transformando una tradición cuyos co-mienzos podemos rastrear en la década de los veinte.

Antes de entrar a La Terraza, Manuel sacude el agua de su paraguas. Viene hu-yendo de una lluvia torrencial que tal vez demore la llegada de su sobrina y su marido desde Los Ángeles, a quienes Manuel va a recoger después de cenar. “¡Hola Manuel!”. Los saludos vienen de las meseras mexicanas, colombianas, ticas, delgadas, regordetas, bonitas y no tan bonitas. Se acercan una por una, como por turnos, dejando a un lado la comanda para plantarle un beso al re-cién llegado comensal, quien devuelve los saludos con sentido entusiasmo. Los besos y saludos no paran una vez que Manuel se sienta a la mesa y pide una orden de aguacate, tortillas calientes y de plato fuerte un filete de pescado a la plancha. El restaurante no es modesto, es un espacio grande flanqueado al costado izquierdo por una parrilla alargada don-de se ve a los cocineros trabajar sin parar; el lugar está a reventar. La clientela, una mezcla variada de anglosajones y latinos. Familias nucleares y extendidas junto a parejas jóvenes, delgadas y sin hijos. Una mesera distinta a la que tomó la orden, trae el plato de aguacate seguida de una tercera que sostiene en una mano el pla-to de tortillas. “De maíz ¿verdad?”. Ma-nuel muestra una sonrisa traviesa, pareja y blanca. Tan blanca como la melena y la pañoleta, un contraste con su rostro mo-reno y bronceado: “Claro”. “¿Y tiene fiesta

mañana?”, la sonrisa de Manuel se repite, siempre espontánea. Se tienta el bolsillo del saco y extrae una invitación. Hace muchos años que cada Cinco de Mayo Manuel organiza una fiesta que el tiem-po ha hecho famosa en la tierra de Al Gore. Sin embargo, la fiesta no es más que una de las manifestaciones de la reputa-ción que Manuel ha labrado a lo largo de una carrera que empezó en Los Ángeles, allá por la década de los setentas. O aun antes en Michoacán allá por los cuarenta.

Llegué a la tienda de Manuel en Nashville el viernes al mediodía. La casa que alberga la tienda y el estudio de tra-bajo es una casa victoriana que no está le-jos de Music Row, la calle principal para la vida nocturna. Antes de que la ocupa-ran los diseños de Manuel, la casa fungió por un tiempo como un burdel. Hoy en día carece de las exóticas y llamativas marquesinas que iluminan la calle prin-cipal del honky-tonk – la música típica del sur y el suroeste estadounidenses y también el tipo de bar donde se toca-. La tienda de Manuel se anuncia con un le-trero simple que, en letras blancas contra un fondo negro, deletrean su nombre. Aun en horas de servicio, las puertas de la tienda están cerradas. Tal vez porque ésta no es cualquier tienda y los precios van de los cientos a los miles de dólares. Hay quienes han gastado sus ahorros de toda la vida en una camisa bordada con un diseño de Manuel.

La primera planta está dividida en cuatro habitaciones. Las primeras dos albergan los diseños de Manuel: faldas cortas de piel con bordados de cactus y flecos que cuelgan del dobladillo; cha-quetas de cuero también bordadas; bo-leros estrechos, adornados con intrinca-dos diseños; abrigos largos, como los que usaba Johnny Cash, negros, grises, azules. Una tercera habitación resguarda una de las colecciones que ha contribuido a la reciente atención que han recibido el nombre y el trabajo de Manuel. Se trata de cincuenta chaquetas. Cada una re-presenta un estado de Estados Unidos y está bordada con distintivos que según el juicio del diseñador, caracterizan cada región de su tierra adoptiva.

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_Historia Internacional“Durante mucho pensé en cómo de-

volverle, agradecerle a mi tierra adoptiva. A México lo llevo en el corazón, pero fue aquí y no allá, donde me dieron las oportu-nidades”, dice con orgullo, y tal vez con un poco de melancolía, mientras me muestra algunas reproducciones de las chamarras, en compañía de una pareja de admirado-res que llegaron desde Tulsa para la fiesta del Cinco de Mayo. Es la primera vez que vienen y a pesar de las demoras a raíz del mal tiempo lograron llegar a la meca de la cowboy couture. Alrededor de Manuel se comportan con reverencia. Escuchan cada palabra con atención y asienten con la cabeza. Se encuentran frente al hombre que algunos han llamado el “Rembrandt del oropel”. La pareja debe rondar los cin-cuenta. Son delgados y atractivos, aunque hacen una pareja dispareja. Él es alto y cau-cásico, ella bajita y de pelo oscuro. Cuando Manuel me presenta, les cuenta orgulloso, “Ella viene de Nueva York para hacerme una entrevista”. La pareja sonríe y asiente, mientras Manuel me toma del brazo, lue-go del hombre, me abraza y me planta un beso en la frente, un gesto que repite con la mujer que se le ponga enfrente

REMBRANDTMientras toma llamadas en la cuarta

habitación, en la parte trasera de la tienda, la pareja me habla con solemnidad sobre el significado del trabajo de Manuel. “Es un artista, un genio”, dicen y miran la ropa que cuelga a nuestros costados y también en las paredes y en los techos. “Te cambia el estilo de vestir y la manera de ver la ropa”. Esto no es poca cosa para Manuel viniendo de los directores del Museo de las Américas en Tulsa, donde ahora se ex-ponen las chaquetas en una exhibición titulada Star-Spangled Thank You Tour, que pasó primero por el museo Frist de Tennessee y a la cual asistió Constance Gee, amiga de Manuel y esposa del rector de la Universidad de Vanderbilt. El paso de la tienda al museo no es uno pequeño.

Manuel regresa entusiasmado, como niño con juguete nuevo. Sonríe una sonri-sa pícara, “era mi sobrina que viene con su marido de LA”. Cada año, un día antes de la fiesta, los amigos de Manuel que se cuen-tan por los cientos, viajan desde donde sea que estén y se dan encuentro en la tienda para unas copas de tequila. Pero este año el mal tiempo parece amenazar la tradi-ción. Para las cuatro de la tarde, la pareja se ha ido al hotel y Manuel espera con an-sias noticias de sus convidados. “¿No han llamado?” pregunta inquieto a Lauren, una de sus asistentes, una mujer joven

(como todas las que trabajan para Manuel excepto su costurera, María Inés Pérez, que ha trabajado para el más de 14 años, lo que quiere decir que empezó cuando era joven), de piernas largas y bien contornea-das. “No, Manuel, nadie ha llamado”, con-testa Lauren, sin desviar la mirada de la computadora. Detrás de su escritorio está la escalera que conecta el primer piso con el segundo, donde de pronto aparece una chica con el pelo oscuro vestida en una minifalda que más bien parece faja segui-da por un mulato de pelo rapado. La chica es Lalie Kavulich, otra de las asistentes de Manuel. Desde hace varios años Manuel

tiene estudiantes haciendo algo así como el equivalente al servicio social en el siste-ma educativo mexicano, que acá llaman “internships”. Lalie hizo su internship con Manuel hace más de cuatro años pero amó tanto el trabajo del mexicano que le pidió que la contratara. Y Manuel la con-trató. El chico que la sigue es Philip, otro intern, de voz dulce y delicada

Manuel me señala la parte de arri-ba y me pregunta si quiero un tour, a lo que de inmediato contesto “sí, por favor”. Mientras subimos las escaleras, Manuel me cuenta de su amor por “las letras” y que sus libros favoritos son La Ilíada y La

Odisea. “Y ¿por qué? Le pregunto. “Pues porque yo quería ser como Telémaco y recorrer el mundo” contesta sin titubeos. Subimos las escaleras y nos encontramos en una cocina bañada de luz. Tazas de café, jarras de limonada. Después de la cocina están los cuartos de trabajo. En uno está Carlos, un mexicano del Distrito Federal que llegó recientemente a trabajar con Manuel. Un chico dulce, aunque un poco loco. Carlos está cortando y midiendo telas. En un cuarto contiguo está María, cosien-do. María también es mexicana, lleva 14 años trabajando para Manuel. Y no sólo cose, como me entero al día siguiente en la fiesta, sino que también cocina. María es una mujer callada, un poco tímida, pero los ojos se le iluminan cuando habla de su trabajo con Manuel. Después pasamos al lugar donde Manuel diseña. Es un cuarto más bien desordenado. Contra cada pared hay estantes repletos de telas. Aquí y allá, trajes a medio terminar, telas cortadas y lis-tas parta cortar. El centro de la habitación está ocupado por una mesa del tamaño del cuarto. Sobre ésta descansan los dise-ños de Manuel. “Primero pinto a mano sobre la tela el diseño que se me ocurre”, y que normalmente incluye flores (muchas veces rosas) o cactus o algún tipo de planta (como la marihuana), “después se impri-me el diseño y luego se cose y se borda”. Luego del breve recorrido, encontramos un pequeño rincón donde charlar.

El quinto de 11 hermanos, Manuel aprendió su oficio a los siete años, como antídoto para su carácter perezoso. Adolfo su hermano mayor “lo vio flojo” y le en-señó a coser. “De ahí no paré. Desde niño me hacía toda mi ropa”. Manuel tiene una voz ronca, terrosa y cigarrera. No se puede estar quieto mucho tiempo; sentado en un recoveco de la casa victoriana que alberga su estudio y su colección prêt-à- porter, tamborilea los dedos encima de las telas y los estoperoles que brillan como diaman-tes o piedras preciosas en cajitas de plástico que están por todas partes. Se levanta de la silla. Está de espaldas a una pequeña ventana, el sol blanco de un día nublado ilumina su pelo a contraluz. Se sienta de nuevo y comienza su historia. “A los siete años me mudé a vivir con mi tío en Coli-ma. Ahí me crie. Mi tío era muy filósofo” y fue él quien que le sembró la costumbre de leer. Su hermano Adolfo “desapare-ce” (y éste es uno de tantos hoyos negros que minan su leyenda) y Manuel tiene su “llamado”. Aprende a trabajar el cuero y la plata; aprende hacer calzado además de trajes, sillas de montar, piel, trajes para novias, quinceañeras, debutantes. “Mi ambición era aprender, me uní a un grupo de teatreros, pero no me gusto la pobreza” dice sin disculpas. “Yo siempre fui alzado hasta las cachas”. Pero no desaprovechó la vida itinerante. Así, haciendo vestuarios Manuel recorrió la República Mexicana. Por ahí de principios de los cincuenta, con el gobierno de López Mateos, llegó al Dis-trito Federal, pero lo encontró “esnobista” y pequeño para sus ambiciones que más tarde lo llevarían a Los Ángeles.

Antes de dejar la tierra natal, Manuel estudió psicología e historia en un insti-tuto, hoy desaparecido, en Guadalajara. Al terminar sus estudios volvió a su vida itinerante. Viajó a Manzanillo y después pasó una temporada en Baja California, en donde saboreó los primeros frutos de su trabajo al confeccionar ropa para las fiche-ras de una popular discoteca, cuyo dueño era su amigo. “Siempre tuve amistades finas que me ayudaron”, comenta sin ironía. Manuel solía cruzar “al otro lado” –Estados Unidos- buscando telas que lue-go transformaba en vestidos “juveniles y llenos de vida” y que vendía a las ficheras a precios que éstas podían costear. ¿El mo-tivo detrás de esta excéntrica clientela? “Se vestían muy mal –recuerda Manuel-. Yo siempre he querido hacer ropa fantástica, diferente y única”. Es por eso que Manuel no produce dos piezas iguales. Cada tra-je se origina en el cliente al que Manuel estudia escucha atentamente, cuando puede hacer amistad con él y de esa re-colección de datos nace un traje. Así su-cedió con los legendarios trajes negros de Johnny Cash. ¿Pero cómo es que Manuel conoció a Cash?

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“¿Y cómo fue conocer a John Lennon?”, le pregunto curiosa. Manuel se queda pensativo un momento. “Yo siempre he creído en tratar a todos por igual. Dando es como recibimos, hija de mi vida”, me dice en un español que porta algo de norteño

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A mediados de los cincuenta, Manuel llegó a Los Ángeles, la capital de la indus-tria cinematográfica, sin conocer ni a un alma. Pero gracias a que es “un hombre luchista”, como se autocalifica, al poco tiempo de su arribo encontró trabajo como ayudante en la sastrería de un chino, quien pronto se dio cuenta del talento del joven y lo dejó ir. Hollywood se le abrió a Manuel como flor en primavera y fue a caer en manos de la legendaria maestra del bordado, Viola Grae. Con ella refinó su aprendizaje, pero todavía no descubría el verdadero estilo que habría de definir su carrera. La epifanía llegó en un momento más bien incómodo e inesperado y por medio de una mujer, una modelo con quien Manuel salía en aquellos tiempos y quien lo invitó al Rose Parade en Pasa-dena. Enamorado aceptó la invitación, un poco a regañadientes pues la chica le dijo que para vivir la experiencia del desfile había que dormir ¡en la banqueta!, lo que inquietó a Manuel “siempre alzado hasta las cachas”. Al despertar creyó estar aún en un sueño. El brillo y el destellos de los tra-jes y los carros alegóricos desafiando frente a él iluminaron sus ojos como si se tratara de una aparición y en esa banqueta de Pasadena tuvo su revelación. “Ahí dije ‘eso es lo que yo quiero hacer’”. Manuel regresó a LA con una visión. Como su primer patrón en la sastrería china, Viola Grae pronto se dio cuenta del talento de su joven aprendiz y lo dejó ir, esta vez po-niéndolo en manos de nada más y nada menos que del “Sastre de las Estrellas” Sy Devore. Pero a éste pronto lo dejó tam-bién para irse a trabajar con Nudie Cohn, el sastre del Rat Pack: Sammy Davis Jr., Frank Sinatra, Dean Martin, entre otros. En su lista de clientes se encontraban tam-bién Gram Parsons, Hank Williams, Elvis Presley. Con Nudie, Manuel encontró a su alma gemela. Como Manuel, Nudie era un inmigrante. Nacido en Kiev, su fami-lia se estableció primero en Nueva York y después en California, donde creció. Abrió su primera tienda en la Gran Manzana, Nudie for the Ladies, que se especializaba en ropa interior para mujeres del espectá-culo y después regresó a California donde estableció su famosa tienda en el Norte de Hollywood, que llegó a ser conocida como Nudie’s of Hollywood. Dos de sus trajes más famosos son el esmoquin de oro que Elvis Presley usó para la portada de su álbum 50,000,000 Elvis Fans Can t́ Be Wrong (Manuel participó en el diseño y en la hechura) y el infame traje para Gram Parsons en la portada del disco The Gilded Palace of Sin, que lleva bordados de bote-llas de pastillas y hojas de marihuana.

Manuel pasó 14 años trabajando

para Nudie. Ahí conoció a Johnny Cash cuando éste apenas empezaba su carrera con su primer hit Walk the Line. Manuel cuenta que Johnny le pidió nueve trajes para llevar con él en su primera gira y que al recibirlos le llamó por teléfono: “¿Te das cuenta de que todos los trajes son negros?” Manuel contestó con un lacónico y travie-so ”Sí”. A diferencia de otros músicos de la época, Cash no era devoto de las rosas y el oropel. Tal vez el diseño más atrevido que usó confeccionado por Manuel fue el lar-go abrigo de piel oscura adornado con te-las indígenas. También le diseñó una cha-queta de piel con flecos en los hombros y mangas.

Por la misma época, Manuel conoció en un bar a otra figura legendaria: Colonel Tom Parker, famoso por ser el represen-tante de Elvis y la mente maestra detrás de su éxito. En ese primer encuentro, Parker le dijo: “Este músico, Elvis, vale millones. Hay que vestirlo bien”. Manuel pensó que un overol no era mala idea. Y no lo fue.

Pero tal vez la producción más famosa de su época en Hollywood fueron los tra-jes que diseñó para la portada del álbum Sgt. Pepper´s Lonely Hearts Club Band, que salió a la venta en 1967, tres años an-tes de que Manuel dejara de trabajar para Nudie y abriera su propio negocio. Los llamativos trajes militares que llevaban los integrantes de la banda inglesa han hecho historia y quién iba a decir que el autor intelectual es un mexicano nacido en un pequeño pueblo de Michoacán.

“¿Y cómo fue conocer a John Len-non?, le pregunto curiosa. Manuel se que-da pensativo un momento. “Yo siempre he creído en tratar a todos por igual. Dan-do es como recibimos, hija de mi vida”, me dice en un español que porta algo de nor-teño. Después de la entrevista volvemos a la planta baja. Manuel tiene hambre y decide ir a comer algo en el restaurante al otro lado de la calle. Un sitio de comida tex-mex al que igual van policías, que fa-milias y locales.

Al salir de la tienda dos jovencitas ligeramente vestidas se abalanzan sobre Manuel para abrazarlo. A las dos les plan-ta un besito en la boca. Son amigas de Lalie y Lauren y han pasado a saludar. Hablan con Manuel sobre la fiesta de mañana y se despiden con otro beso. Cruzamos la calle un poco de manera atrabancada. En el res-taurante como en la calle, todos conocen a Manuel. Carlos llega un poco después acompañado de Dargee, un protégé de Manuel que dice venir de Inglaterra ex-clusivamente para la fiesta. Nos sentamos a comer y Manuel se dedica a dar leccio-nes de moral a Carlos. “No hagas cosas buenas que parezcan malas- le dice- si un

jovencito se baja de un carro con la no en el pantalón, pues qué va pensar la gen-te”. Las pláticas de esta naturaleza no son infrecuentes. De hecho, parecen ser más bien recurrentes y una parte de la cultura nashvilleana.

Cuando regresamos a la tienda la hija más pequeña de Manuel ha llegado. Viene de Nueva York. “Ella es puro cere-bro”, comenta Manuel. Se saludan cari-ñosamente. Jessi viene acompañada de dos amigas, para aumentar la presencia femenina. Su hija le da un beso a Manuel en la mejilla y le pide las llaves del coche. En lo que ella y sus amigas se van, regresa la pareja de Tulsa y su regreso coincide con la llegada de Rosie Flores, una más de las cantantes que ha vestido Manuel. Rosie, por supuesto, no llega sola: está acompa-ñada de una amiga estudiante de diseño. Poco después llega una segunda pareja también de Texas pero de El Paso, donde tienen uno de los ranchos más grandes de la zona y se dedican al ganado. El hombre, redondo, de barba y bigote blanco, lleva un sombrero, jeans y botas. Su esposa alta y de pelo largo y rubio, también viste jeans botas y aretes y collares de plata. Todos se acomodan alrededor del escritorio de Lauren en algunas sillas y bancas de las paredes cuelgan guitarras y fotografías autografiadas con notas cariñosas hacia Manuel (“ I love you man” y cosas por el estilo), así como portadas de revistas donde ha aparecido (Wallpaper, Cowboy Coutu-re). Manuel saca una botella de tequila Tradicional de un estante y vasos para todos, mientras beben, cada uno compar-te historias sobre el primer traje hecho por Manuel que compraron, como si habla-ran de posesiones preciosas. “Yo encontré a Manuel en las páginas amarillas”, dice Joe el hombre del sombrero.

Tras dejar a Nudie en los setenta, Ma-nuel le pidió ayuda para abrir su propio negocio a otro de sus diseñadores héroes, Nathan Turk, y se volvieron buenos ami-gos. Una de las cualidades de Manuel es que es tan encantador que hace amistad hasta con las piedras. Por esa época, la alta costura vaquera declinaba, por lo que Nathan cerró las puertas de su propio ne-gocio y le ofreció a Manuel sus máquinas de coser. Manuel aceptó y firmó un che-que que Nathan nunca cobró. Así empezó su propio negocio con 26 empleados.

Joe era cliente de Nathan y cuando éste cerró su propio negocio no sabía a donde ir. Encontró a Manuel en las pági-nas amarillas. “El día que llegué a su tien-da había unas muchachitas a las que Ma-nuel les estaba tomando medidas. Traían unas minifaldas de este tamaño – y aquí hace un gesto con las manos, la copa de

tequila en la derecha, y da una carcajada que sacude el lugar-. Y pensé ‘¿Este güey qué es?’ – Refiriéndose a la sexualidad de Manuel – No, yo no pertenezco aquí”. En la tienda de Manuel había unos sillones azules, casi al ras del piso, donde se sen-taba la clientela. Rosie Flores también se acuerda de la tienda. Joe continúa: “Enton-ces Manuel terminó con las muchachitas y se me acercó. Me dijo, ‘será bueno para mí trabajar para ti’ –vuelve a soltar la car-cajada- ‘este tipo está loco’, pensé yo. Pero entonces me tomó las medidas y luego me mandó mi traje. Nunca un traje me ha quedado tan bien”. “Es porque me di cuen-ta que tienes una pierna más larga que la otra”, contesta risueño Manuel, mientras se sirve otra copa de tequila.

En esas estamos cuando llega un trío de vaqueros que se unen al tequila. Pero son taciturnos, más bien callados. La pareja de El Paso pregunta por un buen lugar para comer steak y Manuel les re-comienda La Palma. Allí se van junto con la pareja de Tulsa. Rosie y su amiga se des-piden también y Manuel sale a buscar la camioneta para ir al aeropuerto a recoger a su sobrina y su marido. El trío de vaque-ros se va de juerga, anticipando la fiesta del día siguiente. Llueve a cántaros sobre Nashville.

Entre los habitantes de Nashville, la celebración del Cinco de Mayo se ha con-vertido en un rito de temporada. Ya desde abril empiezan a correr los rumores y las invitaciones. La organización de la fiesta está a cargo de Morelia Cuevas, la hija más grande de Manuel, producto de su primer matrimonio con Barbara Cohn, hija de Nudie Cohn. A finales de la década de los ochenta, Manuel decidió cerrar su tienda en Los Ángeles en donde la moda Western Cowboy dejó de ser tan popular y mudó el negocio y la familia a Nashville, más cerca de su clientela: el mundo de la farándula. Así que sacando cuentas, Manuel lleva casi 20 años haciendo su famosa fiesta. En realidad la fiesta patria es un pretexto para festejar su cumpleaños que, aunque es el 23 de Abril, no se celebra oficialmente sino hasta el Cinco de Mayo.

Contrario a lo que yo pensaba, la fiesta empieza desde temprano y la invitación nos convoca desde la una de la tarde “has-ta que nos amanezca”. En la invitación aparece un mariachi borracho vestido de rojo que reza “Tequila Fest!” y una lista de las múltiples bandas que tocan a lo largo de tarde hasta entrada la noche. La fiesta es en la casa de Manuel, aproximadamen-te a 40 minutos de Nashville. La gente de fuera que no tiene dónde dormir es invi-tada a quedarse en la cabaña para huéspe-des o puede montar una casa de campaña en el escampado.

“Mi ambición era aprender, me uní a un grupo de teatreros, pero no me gustó la pobreza” dice sin disculpas. “Yo siempre fui alzado hasta las cachas”.

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Más y más esta “fiesta” me recuerda a los “reventones” de mi adolescencia. A pesar que habrá comida, la invitación so-licita a los comensales traer su platillo o su bebida favorita, a lo cual casi nadie hace caso. Excepto yo, que llego cargando un six pack de Coronas.

Las cabañas de Manuel están en un pueblito cercano a una gasolinera y ro-deado a los cuatro lados del compás, por llanuras que este año no están tan verdes porque la lluvia no ha caído con la fre-cuencia que debería. Aunque hoy, el cielo promete una tromba. Las dos cabañas es-tán en la punta de una colina ligeramente empinada. Es un terreno muy grande que de trasfondo tiene unos bosques tupidos y tentadores. Para entretener a los niños se ha puesto un tobogán inflable y unos co-lumpios. Para la lluvia, dos carpas blancas a los costados del escenario que descansa al centro y de frente a las dos cabañas. Ma-nuel no está por ninguna parte pero la gente ya se ha sentado en las mesas bajo las carpas y ronda el bufete, una mezcla de comida cubana y mexicana: moros y cristianos, tamales, frijoles, papas fritas. Los cocineros son un par de mexicanos de Veracruz que hablan zapoteco. Me encuentro con Lalie que está en la barra con su novio haciendo de bartender sir-viendo margaritas y destapando cervezas. “¿Dónde está Manuel?”. Lalie me señala el interior de la cabaña principal. Adentro de la cabaña hay aún más comida: los pos-tres. Junto a ellos una máquina de hacer palomitas que más tarde se pondrá a fun-cionar. Detrás de la estancia está una sala decorada con cobijas bordadas y muebles rústicos donde conozco a John Huston, el ingeniero de sonido de grupos como Led Zeppelin, The Who, Patti La Belle, James Brown. También conozco a un artista de San Antonio que me lleva a ver su obra, una bicicleta con adornos al estilo de los alebrijes. Me explica el proceso del recicla-do y que acaba de tener una exposición en Japón. Yo no sé si creerle o reír, así que mejor le pregunto cómo conoce a Manuel. “De cuando viví en Nashville. Manuel es un gran hombre y tiene un corazón de dulce”. “Sí -le digo-, pero ¿sabes dónde está?”. Se encoge de hombros y vuelve a

admirar su bicicleta. Cuando me voy me alcanza a gritar “Mira, esos son los cuernos de Bonanza”, y señala un par de cuernos gigantescos que cuelgan de la pared.

Arriba de la sala hay un tapanco y ahí veo a Dargee, quien me invita a subir. Las escaleras, como el resto de la cabaña, son de madera y del barandal cuelgan más cobijas y algunos cuadros de paisajes ex-traños. Dargee me muestra “el cuarto de invitados”. Cuatro camas de madera, ma-letas y bolsas de dormir en el suelo. Dar-gee, como otros invitados es un hombre extraño. Para empezar, no tiene cejas. Es muy blanco, casi transparente y dice que se ha vestido de negro desde hace 35 años, lo que imagino debe ser su edad, así que le pregunto si se ha vestido de negro des-de que era un bebé. Dargee sólo me mira un poco confundido. “Las dos cabañas están unidas por una especie de puente”, continúa, guiándome hacia él. Y en efec-to, detrás de la puerta hay un pasillo muy oscuro que lleva al tapanco de la segun-da cabaña. Dargee dice ser un productor de música “de muchos hits” que yo debo conocer, aunque nunca me dice cuáles y empiezo a sospechar que el mundo de la farándula es un poco loco y tal vez no fue tan malo dedicarse a las letras. Pero si lo vuelvo a pensar, tal vez da igual. Dejo a Dargee en el “cuarto de invitados” y regre-so a la fiesta.

Cuando vuelvo a la estancia de los postres veo que el trío de vaqueros ha vuelto, pero pasan toda la fiesta dentro de la cabaña o en el porche. Me asomo a la cocina y descubro que es ése el centro de la reunión. Morelia metida en el refrige-rador buscando una cerveza, María en la

estufa calentando las tortillas, y alrededor de ellas hombres y mujeres. Detrás de toda la marabunta alcanzo a ver la melena blanca de Manuel y trato de acercarme. Pero cuando llego, me cierra la puerta en las narices y sólo alcanzo a ver dentro de la habitación (que después descubro que es la de Manuel) a Rosie Flores y una joven-cita de pelo liso y rubio hasta la cintura. María me explica que ella no hizo la comi-da, sólo está ayudando con las tortillas. “¿Y Manuel cuándo va a salir?”, le pregunto. Ella me devuelve una mirada como que-riendo decir “Cómo se nota que eres una novata”. Me entero después que Manuel, una diva que se da a querer, no sale de la cabaña sino hasta muy tarde y sólo para bailar. Mientras Manuel se esconde con aquella rubia misteriosa, Morelia toma el micrófono para anunciar el primer grupo que viene de Cincinnati y toca una can-ción sobre las botas de Manuel que se lla-ma Manuel Boots.

El vocalista, un muchacho de apa-riencia joven, viste una camisa con un bordado de rosas en las solapas. Cuando baja del escenario me cuenta que gastó todos sus ahorros para poder adquirir esta prenda de Manuel. “A mí no me gustaba eso de los brillantes, me parecía, pues, tú sa-bes, que no era lo mío. Pero cuando vi los diseños de Manuel, y cuando lo conocí…”. “Y ¿cómo lo conociste?”, interrumpo. “Por medio de un recado. Un día pasé por su tienda y él no estaba. Vi sus diseños y me fascinaron, así que le dejé una nota dicién-dole cuánto lo admiraba. Tiempo después él me llamó y cada vez que venía a Nas-hville nos veíamos. Nos hicimos amigos. Entonces ahorré y me hice de esta cami-

sa, solo para mí”. En ese momento, por lo nublado del día, la camisa no parece par-ticularmente brillante, pero el bordado es fenomenal. Las bandas (más que nada lo-cales o poco conocidas) siguen desfilando en el escenario, pero casi nadie se atreve a bailar. Los niños juegan en el tobogán y la gente está sentada a las mesas sin mucho qué hacer. La fiesta tiene un aire un poco trágico, como si estuviéramos en el fin del mundo, en medio de la nada, hasta que una mujer con una melena rosa y espon-jada como un nido de pájaros, una mujer regordeta embutida en una falda también rosa y un top verde demasiado pequeño para sus voluptuosidades, toma por asalto la pista de baile. Conforme cae la tarde va llegando más y más gente que, aunque nunca alcanzó los miles que Morelia ha-bía augurado, sí contribuyó a la pronta sequía de cervezas y a una segunda tanda de comida. La lluvia es intermitente y no parece molestar a nadie. La gente empieza a colocar sus tiendas de campaña detrás de las cabañas o se va a recostar un rato a las hamacas amarradas a los árboles. Yo sigo esperando que aparezca Manuel.

Finalmente aparece con una sonrisa enorme y los brazos abiertos para recibir a sus invitados. Una vez que hace su apari-ción, se pasea por toda la fiesta, brindando con un jarrito de barro que le cuelga del cuello y que reparte a los presentes para que brinden con él. Aparecen botellas de tequila a diestra y siniestra. Cerca del bufet encuentro a la pareja de Tulsa, con sus ja-rritos al cuello, listos para brindar. La fiesta arranca de lleno cuando Rosie Flores, una favorita en el sur, sube al escenario para cantar una canción que escribió para Ma-nuel. Luego cae la noche y yo empiezo a preocuparme sobre cómo salir de ahí. Re-greso al cuarto de los postres y me encuen-tro a Philip, quien amablemente se ofrece a llevarme de regreso a la civilización. Y mientras las montañas y las colinas ce-den al concreto y al neón, no puedo dejar de sorprenderme de que esté en una mo-desta colina de Tennessee el hombre que creó los célebres uniformes militares que alguna vez portaron John, Paul, Ringo y George.

El vocalista, un muchacho de apariencia joven, viste una camisa con un bordado de rosas en

las solapas. Cuando baja del escenario me cuenta que gastó todos sus ahorros para poder

adquirir esta prenda de Manuel.

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13_El Ornitorrinco

La orquídea parásita es el nombre que dio el escritor Gerson Gómez a su antología de crónica urbana en Nuevo León.

El texto presentado aquí forma parte del libro lanzado esta primavera por la editorial de la UANL.

(Foto Izq.)J.O Bocanegra. Juanito. “El Niño Médico”. 1912 colección Guadalupe Mauricio Hernández(Foto Sup.Der.) Anónimo. Testimonio de la recuperación de Leopoldo Canales. 1904 colección Óscar Estrada de la Rosa Nuevo Léon, Imágenes de nuestra memoria II. 2004 Conarte

Monterrey, usted quizá lo haya notado, no es precisamente

una ciudad que se distinga por su vida nocturna. Las tres o cuatro boites de no-che con showcitos de medio pelo y el puñado de discotheques no justifican el potencial económico de la ciudad, que podría sostener un intenso ritmo de di-versiones de esta clase. ¿Por qué? La res-puesta es fácil: los happy few de Monte-rrey no son ni más ni menos recatados que los de otras ciudades cosmopolitas semejantes. La diferencia es que los re-giomontanos se sueltan el pelo, pero en privado o fuera de su ciudad. Usted no podría ser la excepción, a riesgo de darse una quemada de tercer grado. Afortu-nadamente, sus millones le permiten trasladarse a las grandes capitales del re-ventón o pagarse placeres clandestinos en su ciudad; bien disfrazándose de Fan-tomas para hacerla de peeping Tom por las noches tratando de sorprender mu-jeres desnudas o por desnudarse a través de alguna descuidada ventana (con la seguridad de que cualquier inoportuna interrupción será neutralizada a base de pesos), bien pagándose encerronas fe-rozmente custodiadas por sus guardaes-paldas, en las que usted sea tratado como sultán por un escogido harén de bellas oficinistas y universitarias que mejoran sus ingresos trabajando horas extras. Si su atrevimiento se lo permite, usted puede hacer del consabido espectáculo una sesión placentera para sus amigos voyeristas, que podrían gozarlo desde el otro lado de los espejos de dos caras ya muy conocidos en el pornomundo. Pero si usted es más sensato optará por alejarse lo más posible de la curiosidad

local para refocilarse a sus anchas en todos los lugares internacionales que se especializan en ofrecer los placeres más paradisíacos y sofisticados que pueda imaginarse.

El que viaja, conoce; el que conoce, desea; el que desea, busca. Con dinero: el que busca, encuentra. Usted puede encontrar todas las sensaciones placen-teras que el comercio underground ha multiplicado y refinado en ciertos sitios.

Empecemos por el erotismo visual, que es el erotismo de nuestro tiempo. El striptease que surgió como audacia máxima en los centros nocturnos de París, Londres y Nueva York, como usted sabe, ha tenido que pulirse con elemen-tos coreográficos y escenográficos para seguir teniendo éxito. Después de Hair y Oh Calcuta!, los espectáculos musicales que produjo la ola desinhibidora de hip-pies y rock durante los setenta, a los y las strip-teasers no les quedó más que apren-der a bailar danza moderna. El striptease se convirtió entonces en un espectáculo apto, casi, para toda la familia. Claro, para toda la familia de otras latitudes. En Monterrey usted, pero sobre todo su esposa, han desaprobado, y si no ha sido así deben hacerlo en la primera ocasión,

todo espectáculo que atente contra la de-cencia y las buenas costumbres. Seguro que su esposa, con la anuencia de usted, capitaneó uno de los comités de damas que fustigaron la presentación de unas negras lascivas que pretendían mostrar-se en Monterrey con el busto (la palabra senos es impropia) al aire en una fun-ción dizque de ballet lleno de convulsio-nes; fue también ella una de las más des-tacadas representantes de la ira de Dios que cayó sobre quienes quisieron – y al fin lo lograron, desafortunadamente- ver la estatua de un hombre desnudo en plena Fuentes del Valle. Todavía considera que hubiera sido un triunfo del recato, nece-sario para educar a la comunidad en las santas enseñanzas, haberle puesto una hoja de parra al David que hoy erige con toda indecencia sobre nuestra avenida San Pedro. Un triunfo semejante hubie-ra sido que a la réplica de la Diana, dona-da a Monterrey por el centro por quién sabe qué oscuras razones, le hubiese sido puesto un taparrabo como el que mandó poner al modelo original la entonces primera dama de la nación, doña Sole-dad Orozco de Ávila Camacho.

Pero volvamos a los placeres indi-viduales, que esto ya es harina de otro costal. Por razones de su alta jerarquía us-ted debe conocerlo todo, pues ha ido in-tuyendo que en la esfera de los business hasta los temas más remotos o diabóli-cos un día se truecan en oportunidades. Maneje pues al centavo todo lo que se re-fiere a nudismo. Además de los striptea-se, debe conocer los shows de moda que en la Broadway Street de San Francisco, la Bourbon Street de Nueva Orleans o Time Square de Nueva York se hallan de puerta en puerta. Se han vuelto ruti-narias todas sus variantes: hombre con mujer, hombre con hombre, mujer con mujer, hombres con mujeres y mujeres

con hombres e incluso, de vez en cuan-do, algún hombre o mujer con su mas-cota preferida. Es posible, por razones de edad, que usted se haya perdido algunos de los shows internacionales conocidos por su espectacularidad que existían en la grandiosa Cuba de Batista. Este impor-tante centro de prostibulario fue arrui-nado para siempre por los barbones co-munistas de Fidel, quitándole así todo su sabor guapachoso y festivo a la bella isla. Tendrá que buscar, en este caso, para no quedarse con esa laguna, centros simi-lares en otras partes del mundo: Tánger, Las Filipinas, Corea del Sur, Puerto Rico.

Sólo en Monterrey puede ocurrir que una sala de arte como se hace llamar al cine Buñuel, se dedique a pasar exclu-sivamente películas pornográficas. Pero nadie puede dudar de su éxito taquille-ro. Las colas para entrar a la función de media noche son más largas que las que hay en los países socialistas para com-prar tres litros de leche. Aunque usted, que jamás ha hecho colas en su vida, ni siquiera para comulgar, no pensaría ni por asomo en asistir a una de estas fun-ciones. En ciertos pubs de categoría a los que usted ha ido en Estocolmo, Oslo y Co-penhague ha visto la mejor selección de pornofilms; pero además los mejores de ellos forman parte de su filmoteca parti-cular. En su pantalla gigante usted se los pasa a sus amigos más íntimos. La priva-cidad, tanto fuera del país como en éste, y principalmente en su ciudad, debe usted preservarse sobre cualquier cosa. Más en cuestiones tan delicadas como son las de la moral.

Ensayista, novelista y periodista. Junto a Abra-ham Alfaro, fundó la Iglesia Bautista Unida, en Mon-terrey. Autora de varios libros, entre ellos: Tal cual; vida, amores, cadenas; Nuestro Grupo; Los meros, meros de Monterrey; Manual de conducta para mul-timillonarios, Mi padre, Mi Madre.

Vida nocturnaIRMA SALINAS ROCHA

“Sólo en Monterrey puede ocurrir que una sala de arte como se hace llamar al cine Buñuel, se dedique a pasar exclusivamente películas pornográficas. Pero nadie puede dudar de su éxito taquillero. Las colas para entrar a la función de media noche son más largas que las que hay en los países socialistas para comprar tres litros de leche”

DaguerroTIPOO

NIÑOS REGIOS

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Del 19 al 25 de Mayo de 2013Monterrey, N.L.

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_OpiniónDel 19 al 25 de Mayo 2013Monterrey, N.L.

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«Letras y Letrinas»IVÁN TREJO

Poeta. Editor. Catador de Vodka.@ritrejo

Cualquier evento artístico-cul-tural se cataloga desde hace

ya varios años en producto o servicio cultural, es decir, si se edita un libro, lo consideramos un producto cultural que necesita consumidores, ergo, lecto-res; si tenemos un taller de capacitación artística es un servicio cultural que de igual forma requiere personas afines que asistan. Esto es muy sencillo. Lo complicado es cuando dichos produc-tos o servicios culturales carecen de público, aunado hecho de que la única preocupación de las Instituciones es simplemente erogar un presupuesto ya comprometido.

Antes de tener un producto o servi-cio cultural listo para presentarlo a su público necesitamos plantearlo como proyecto. Un buen proyecto cultural debe tener varios aspectos que a la lar-ga aseguran, si no su continuidad, sí su constante evaluación, es decir, se debe especificar el público meta, a quién va dirigido, determinar el rango histórico de asistencia en eventos similares, cuál es el objetivo medible cuantitativo y las metas cualitativas, dicho de otro modo, generar indicadores que sustenten o no si el proyecto debe continuar, pero lo más importante de todo es que el proyecto tenga una fundamentación real objetiva que parta de una problemática o una necesidad específica.

Todo lo anterior sin duda debe es-tar especificado en las políticas cultu-rales de las instituciones y claramente delimitado para evitar el favoritismo o la verticalidad en la aprobación de los proyectos.

Tomemos como ejemplo a la actual administración del CONARTE, (no con-viene revisar los méritos académicos o artísticos de los funcionarios para estar ahí, porque sería lamentable la enume-ración de ausencias), además de la du-plicación de puestos entre la Dirección de la Casa de la Cultura y el desapareci-do puesto que ostentaba Leticia Herre-ra (y con esto la centralización del coto de poder y favoritismo, por ejemplo, en la designación de jurados), en lo que se lleva de la administración se disminu-yeron las becas del Centro Nuevo León de Escritores de cinco a tres plazas y de 12 a diez meses de beca. Desaparecen el Premio Nuevo León de Literatura que pasa de ser un premio por concurso, a una designación por dedazo, perdón, por reconocimiento a la trayectoria, lo cual quita a los jóvenes la posibilidad de aspirar al premio más importante en materia literaria en el estado.

Se cancelaron eventos como el Ma-ratón de literatura el cual se realizaba en la Macroplaza y estaba destinado a un público no cercano con las letras: en este evento la gente que iba pasando (literalmente) se quedaba a escuchar cuento o poesía. Se canceló también el Encuentro Nacional de Escritores Jó-venes que en su momento ostento el record nacional de público en un even-

to literario, no por nada CONACULTA duplicó el presupuesto asignado del primer al segundo año de realización. En el encuentro se convocaba a univer-sitarios, escritores y aspirantes de todo el país y CONARTE sólo aportaba una mínima parte del dinero. Fue suprimi-da también la serie de lecturas que or-ganizaban en la Casa de la Cultura Pa-labras más, palabras menos, y eso que contaba con una asistencia recurrente.

Todo esto sin contar la desafortuna-da filtración a un medio local, de una opinión de la actual presidenta del con-sejo, que al planear un libro homenaje a Gabriel Zaid por su 80 aniversario, proponía hacer tirajes de 500 libros “al cabo que nadie lee”. De ser cierto dicho infortunio, no sólo evidencia la falta de preparación de la funcionaria para el puesto, sino obviamente el desdén a la gente a la que debe servir y la ausencia de programas de formación de lectores. Ah, pero sí existían, sólo que los cance-laron por befa o altivez. Además, la ra-quítica cantidad de libros hasta ahora editados por el consejo, han sido con el presupuesto del Gremio de Literatura, nada con el presupuesto directo de CO-NARTE.

¡Romeo, Lety! ¡Cómo los extrañamos! Es más que lamentable la centralización y la preocupación por quitar poder de decisión a los vocales. El CONARTE cada vez más es una Se-cretaría de Cultura, menos ese Consejo ciudadano y democrático que se ideó cuando fue concebido.

Ahora sí que los funcionarios ac-tuales, (para mi gusto, la peor adminis-tración en la historia del CONARTE) pueden erigir un monumento a José Emilio Pacheco por su poema “Reu-nión de antiguos alumnos” el cual dice: Ya somos todo lo que odiábamos a los 20 años.

LA BUROCRACIA CULTURAL HACE UN MONUMENTO A JOSÉ EMILIO PACHECO

Para la clase alta de esta ciu-dad, graduarse de alguna

prestigiosa universidad americana se ha convertido en un fin y no en un medio. Ser admitido en Standford o en Harvard es la meta última, el éxito profesional, no una manera de apren-der de los mejores para llegar lejos.

Las grandes empresas que llenan de orgullo a los regiomontanos fue-ron fundadas por personas con po-cos estudios profesionales, pero con un gran empuje y mística de trabajo. Gente austera que no buscaba enri-quecerse para hacer alarde de ello o presumir un título como si fuera una joya en la vitrina.

Los hijos y nietos de aquellos grandes emprendedores hoy coman-dan las empresas familiares. Y aun-que el clamor popular, cargado de ignorancia y envidia, les imputa ser unos vividores y destruir el legado de sus padres, nada puede ser más le-jano de la realidad. La mayoría de las empresas regiomontanas han visto su expansión e internacionalización de la mano de las segundas y terceras generaciones. Con esto se puede con-cluir que el papelito emitido por uni-versidades Ivy League, además de ser un trofeo para presumir, rinde frutos fáciles de observar y medir en el esta-do de resultados de las empresas.

¿Pero cómo quedan las nuevas generaciones de empresarios en lo que a presencia en la comunidad se refiere? No se trata de medir sus apari-ciones en las páginas de sociales, sino su compromiso para ser lo que fueron sus padres y abuelos: una fuente de presión para el gobierno y un referen-te de liderazgo para la sociedad.

En décadas pasadas, cuando el PRI reinaba a sus anchas y era ver-daderamente peligroso criticar al gobierno, los empresarios de Nuevo León se distinguieron por su valentía y su fuerte voz crítica. Hoy que es de-porte nacional tirarle al gobierno, re-sulta difícil de entender que en aquel entonces una crítica al gobierno podía significar el cierre del negocio o el ries-go de la integridad física. Luis Echeve-rría llamaba “Los encapuchados de Chipinque” a los empresarios regios críticos a su gobierno. López Portillo le pidió a más de uno abandonar el país si apreciaba su vida. Sin embargo, los industriales regiomontanos se man-tuvieron en pie de lucha.

Actualmente, sobre todo a nivel local, pululan los gobiernos medio-cres. Lo que antes significaba un ho-nor, hoy cualquiera con la mínima

capacidad puede llegar a alcanzarlo, puede llegar a ser alcalde, diputado o gobernador. Sólo así se explica la me-teórica carrera de Rodrigo Medina: de repartidor de volantes en la primera campaña de su padrino Natividad, a gobernador 12 años después. O el paso de la señora Ivonne Álvarez: de pre-sentadora de videos gruperos a Sena-dora de la República.

Si el pecado de los gobernantes lo-cales fuera solamente su ineptitud y falta de talento, el problema no sería tan grave. Desgraciadamente, la fal-ta de inteligencia que evidencian en ciertas áreas, desaparece para lo que a hacer crecer su patrimonio se refiere. Sin el más mínimo decoro, aprove-chan su posición privilegiada para llevarse su tajada de cuanta obra pú-blica emprenden y servicio contratan. Y ante el desfalco, el siguiente recurso es endeudarse o subir los impuestos.

¿Cómo se han posicionado los principales empresarios frente a esto? Salvo el férreo activismo de algunas cámaras industriales, los grandes empresarios han brillado por su au-sencia. Lo anterior fue evidente en el aumento al ISN, donde nadie de los grandes levantó la mano para de-tener el despilfarro del gobernador. ¿Por qué la apatía en estos tiempos de apertura y libertad? ¿Será que lo pro-hibido siempre es más emocionante y por eso en los años setenta y ochenta alzaban la voz? ¿O será que los MBAs en Estados Unidos les han enseñado a ser más técnicos y preocuparse sólo por el UAFIR de la compañía?

LOS EMPRESARIOS REGIOS

ANDRÉS CLARIOND RANGEL

Cineasta. Analista. Campirano.

[email protected]

«El Reino»

Actualmente, sobre todo a nivel local,

pululan los gobiernos mediocres. Lo que

antes significaba un honor, hoy cualquiera

con la mínima capacidad puede

llegar a alcanzarlo, puede llegar a ser

alcalde, diputado o gobernador.

Se cancelaron eventos como el Maratón

de literatura el cual se realizaba en la

Macroplaza y estaba destinado a un

público no cercano con las letras: en

este evento la gente que iba pasando (literalmente) se

quedaba a escuchar cuento o poesía.

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15_Opinión

[email protected] Aquí recibimos sus crónicas,

comentarios y quejas.

Pese a la violencia

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Era el año 2000. Habíamos em-

prendido el ritual de los vier-

nes: salir corriendo de la prepa para

atacar la cheve 2x1 en La Estación del

Silencio; con mochila y todo. Los mis-

mos rostros sedientos cada inicio de

fin de semana. Sí, haciendo honor a

su nombre solían ambientar ese local

con los Héroes del Silencio, pero siem-

pre terminaban consintiéndonos con

The Doors. “Are you a lucky little lady

in the City of Light, or just another

lost angel... City of Night.” La cantá-

bamos con harto sentimiento pero ni

éramos damitas.

Para entonces ya habríamos su-

perado ese hueco, esa depresión post

Y2K, y ya ni sé bien de qué hablába-

mos. Probablemente de planes. Pro-

bablemente hacía listitas de quiénsa-

bequé. Siempre se me han dado. Nos

dieron las siete o las ocho de la noche

y tomamos un taxi. A veces nos to-

mábamos el lujo de dormir una breve

siesta, pero ése no fue el día. Siguiente

estación: El Barrio Antiguo. Apenas

comenzaba a efervescer (dice la RAE

que no existe ese verbo pero debería,

¿no creen?).

Compramos unas tutsis y nos sen-

tamos en las escaleras justo frente al

Café Iguana. Esperamos. Esperábamos

poder entrar. Íbamos armadas con un

par identificaciones que, según confiá-

bamos, nos darían la entrada. Cuando

en ese entonces decías que traías una

“id falsa”, no se trataba de una imita-

ción con tu foto y tu nombre, al me-

nos no entre mis conocidos. Era más

bien el viejo truco de apropiarte de

una identificación olvidada-extravia-

da-encontrada. La mía me la dio mi

compañera de juerga. Un día llegó a

la prepa y me dio mi nueva id. Yo me

encargué de memorizar mi nuevo yo,

nombre y dirección, hasta el signo zo-

diacal, pero la foto... Digamos que la

foto me traicionaba. Mi amiga se pa-

recía más a la de la foto cuya id traía,

después de todo se la había quitado

a su hermana mayor, pero no era mi

caso y pese a ello intentamos entrar.

Buscamos el momento oportuno, cla-

ro, cuando a Pablo se le había juntado

ya un grupito que intentaba entrar y

nos mezclamos. Empezaron a pasar

uno por uno; llegó su turno, vieron su

identificación, la dejaron entrar, pero

cuando llegó el mío, Pablo tomó la

credencial, la vio, levantó la mirada,

la volvió a ver, sonrió, movió la cabe-

za para decir que no y me la entregó.

Ni si quiera queríamos ir a buscar

algo, a alguien, sólo queríamos ir a be-

ber y estar. Más estar.

Nos sentamos cabizbajas, nueva-

mente, en esos escalones, los mismos

en los que nos verían muchas noches

más. Igual caminamos un poco por las

calles del Barrio, pero siempre regre-

sábamos al mismo lugar. Dos chicas

achispadas, alegres, un poco tamba-

leantes. No recuerdo en ese entonces

haber sentido miedo al recorrer esa

parte tan seductora del corazón regio.

Sé bien que esto ya se ha dicho has-

ta el cansancio, la cantaleta del “ayer

era mejor”, pero cuando se me invitó a

participar en este oportuno proyecto

me pidieron que me ciñera al núcleo

de Monterrey y de inmediato, con un

dejo añoranza, tal recuerdo me asaltó.Aquella noche pasaron un par de

horas hasta que volvimos a intentar entrar, identificaciones en mano. Pa-blo nos dejó pasar esa vez. Hay algo en la osadía, supongo. El descaro. Así logramos ingresar desde aquel día. Cada que nos encontrábamos a Pablo en sus recorridos adentro del Café, nos sentenciaba, nos decía que nos portá-ramos bien. No hacía falta que dijera mucho. Nos cuidaba. Se le extraña con cariño, a él y a esos tiempos des-preocupados.

«Té deGuaraná»MAQUIAVELLY

Editora. Doctora en Filología. Bailarina de Ballet.@tedeguarana

AYERES DEL CAFÉ IGUANA

...se graduarán aproximadamente 300 estudiantes de medicina en la universidad pública, en junio próximo.

Del 19 al 25 de Mayo de 2013Monterrey, N.L.

Desde la Calle Rojo

Cuando llegué a Monterrey, hace seis años, odiaba la

ciudad. El único amigo que había tenido aquí acababa de suicidarse por las violencias y presiones de ser homosexual en un barrio obre-ro. Monterrey era para mí, sino una ciudad homicida, por lo menos un sitio muerto, atontado entre el calor húmedo, la cerveza, el futbol y los payasos.

Luego, la violencia contenida desde décadas atrás, tapó las calles, quemó el casino y dejó aparen-temente yermo el único sitio que consideré hermoso por sus calles empedradas, las casas de sillar y su autenticidad que lo alejaba del pas-tiche cultural presente en otras áreas (apenas podía soportar al David de San Pedro y la réplica del Caballito de Botero que convivía, en ese en-tonces, con las estatuas ecuestres del Palacio de Gobierno).

El día que dispararon contra el Café Iguana no me sorprendí: fue el desenlace de una historia contada a través de la narrativa de la violencia, el clasismo y la desigualdad. El Café era icónico y las balas parecían bus-car su centro en lugares que dolieran especialmente a los regiomontanos.

A dos años del ataque que sa-

cudió la faz del rock en Monterrey, algo parece estar cambiando. No me refiero a la nueva locación del Café Iguana o de otros muchos antros que migraron a San Pedro, sino a las ac-ciones que grupos civiles y vecinos están realizando para “repoblar” física e imaginariamente nuestro Centro.

La reapertura del Café para pro-yectar un documental es un símbolo fácilmente decodificable: algo está pasando aquí y debe ser contado. Por eso, en esta edición, por primera vez presentamos una crónica local pro-pia, una historia del resurgimiento de El Barrio Antiguo.

CLC

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16_Obituario

_DirecciónDiego Enrique Osorno @diegoeosorno

_AdministraciónAlejandro Regalado

_Comercial Adrián Gallegos

Una publicación de:

Grupo Editorial La RazónJosé María Rojo 440 Sur

Barrio Antiguo

Monterrey, Nuevo León.

Tel. (0052)(81)83429697/98

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Del 19 al 25 de Mayo de 2013Monterrey, N.L.

_Editor AdjuntoDiego Legrand @legranddiego

_Arte y Diseño Oscar Hernández@Ouscher _WebDenise Alamillo@denisealamillo

_Corrección y VerificaciónCaracol López@GasteropodoRoto

_Cronistas

Alma Vigil@almillavigil

Daniela García @d_garcia91

Melva Frutos @fruttzy

_Asistente

Keila Badillo _Columnistas

MaquiavellyIván TrejoAndres Clariond R.

_Distribución

Sergio Ramos

_Consejeros

Andrés RamírezCelso José GarzaGuillermo OsornoJulio V. Chang

Los días de lluvia en Monterrey son un compendio de accidentes viales, ca-lles anegadas y mentadas de madre. Son días de transitar en nuestras cabinas personales, si tenemos la suerte de contar con coche, ya que ésta tampoco es una ciudad para peatones. Uno tiene que cuidarse para no caer en un paso a desnivel inundado, o tratar de evitar un choque múltiple en los puentes de Gonzalitos.

Un lluvioso Sábado de Gloria de Semana Santa, en avenida Revolución, So-fía Villarreal, una chica del sur de Monterrey, chocó contra la tienda de vestidos que se encuentra a un costado de la vía. Se asustó, pero su mejor amiga la confor-tó y permaneció a su lado.

Ambas estaban bajo la lluvia, paradas en la orilla de la avenida, mirando los coches pasar. Ninguna de las dos se movió, pues esperaban a los representantes de seguros que llevarían la diligencia; este choque fue un con-tratiempo para la dueña del vehículo, pero para su mejor amiga, Karen Martínez, hubiera podido significar la muerte.

…Karen Martínez Chapa nació el ocho de di-

ciembre de 1990 y falleció el 12 de mayo. Tenía 22 años y dos hermanos: Félix y Melissa. Al igual que su familia, fue profundamente religiosa. Era maestra egresada de la Normal Miguel F. Martí-nez y trabajó en educación especial. Sus papás, Carmen Chapa y Félix Martínez, dicen que desde siempre tuvo mucho tiempo libre ya que la es-cuela le resultaba muy fácil, así que lo ocupaba cantando en un coro religioso llamado “Fortis” (palabra que en latín significa “fuerte”).

Si uno fisgoneara en el Ipod que dejó, encon-traría de todo: desde la música popular común entra las chicas norteñas, como Pesado e Into-cable, hasta canciones más propias de señoras cuarentonas y señores bohemios, como Juan Ga-briel y José José. Dicen que los clásicos no pasan de moda, ni entre las generaciones más recien-tes. A Karen le encantaba bailar, mucho, todo el tiempo. Cuando bailaba en las bodas, cuenta su papá, “La gente olvidaba a los novios y la veía sólo a ella”.

Con la comida le pasaba un poco como con la música: engullía de todo, desde el norteño ca-brito hasta las enchiladas tan propias de señoras que se juntan en el Sanborns de Morelos. Eso sí, nada de verduras…a Karen no le gustaban las verduras.

Tenía amigos, muchos. Cuando necesitó a seis de ellos, se presentaron 36: un día, de la nada, encontró algunas bolitas en su cuerpo. Le detectaron leucemia. Para su tratamiento se necesitó una enorme cantidad de sangre. El hospital que la aten-dió pidió donadores y en vez del número requerido, fueron muchos más.

En ese Sábado de Gloria, donde la policía no tuvo que ir barrio por barrio multando a los que tiraran agua, porque el cielo se encargó de hacerlo, Karen se quedó auxiliando a su mejor amiga hasta que sus padres, Carmen y Félix, fueron por ella y la obligaron a irse. El doctor le había prohibido estrictamente que se mojara o enfriara, ya que la leucemia que padecía debilitaba las defensas de su cuerpo y hacía que un simple resfriado pudiese desencadenar una neumonía mortal. Ella se fue a regañadientes.

El 12 de mayo, Karen murió por complicaciones de la leucemia linfoblástica.

…La leucemia linfoblástica aguda es un cáncer en la sangre que todavía no

tiene explicación. Ocurre cuando el cuerpo produce demasiados linfocitos in-maduros (linfoblastos). Cuando el cuerpo está sano, los linfoblastos se originan en la médula ósea y el sistema linfático, y cuando maduran se convierten en linfocitos, los encargados de las defensas. Si se padece leucemia linfoblástica, los linfoblastos son demasiados y no maduran, lo que provoca que invadan la san-gre e inflamen los tejidos linfáticos.

Esta enfermedad es común en niños y jóvenes. El porcentaje de pacientes que la superan y viven más de 50 años es de diez por ciento. Las posibilidades de

sobrevivir son bajas. La leucemia linfoblástica es un cáncer de la sangre y como todo cáncer, una traición del mismo cuerpo. Es normal que quien la padezca se sienta enojado, amargado o furioso.

Susan Sontag, en Metáforas sobre la enfer-medad dice que durante enfermedades como el cáncer el cuerpo se concibe como un campo de batalla; libra frente al cáncer un combate encar-nizado del que con frecuencia sale vencido:

“No bien se habla de Cáncer, las metáforas maestras no provienen de la economía sino del vocabulario de la guerra: no hay médico, ni pa-ciente atento, que no sea versado en esta termi-nología militar, o que, por lo menos, no la conoz-ca. Las células cancerosas invaden… colonizan zonas remotas del cuerpo… Por muy radical que sea la intervención quirúrgica, por muy vastos los reconocimientos del terreno, las remisiones son, en su mayor parte, temporarias, y el pro-nóstico es que la invasión tumoral continuará, o que las células dañinas se reagruparán para lan-zar un nuevo ataque contra el organismo”.

Las metáforas que Karen utilizó para conce-bir y hablar de su enfermedad fueron todo me-nos bélicas. La familia asegura que la cosmogo-nía de Karen se basó siempre en el concepto del “amor”.

Karen se atendió en la Clínica 25 del Seguro Social, donde, contradiciendo todas las percep-ciones que se tiene del servicio público de salud en México, el tratamiento y la atención fueron “Algo tremendo”, de acuerdo con Félix Martínez, su papá. Enfermeras y doctores atendieron a su hija puntualmente y con sensibilidad.

Karen tuvo suerte. No siempre es así. El IMSS es una institución que por malos manejos pierde

cerca del 20 o 30 por ciento de sus recursos: esto repercute en el abastecimiento de las medicinas, la atención a personas ancianas o con padecimientos incura-bles, así como en la disposición de personal especializado.

…El día que murió, Karen reunió a los doctores que la atendieron. Les dio las

gracias y rezó con ellos. Cada quién sabe cómo enfrenta la muerte y estos rituales se vuelven indispensables para un paso que algunos tememos por incierto.

En ese último día en el hospital, su madre, la que cuidó minuciosamente que no se empapara bajo la lluvia, recibió agua en la cara: Karen todavía tuvo fuerzas para jugar a mojarla con una jeringa.

Afuera diluviaba.

KAREN MARTÍNEZ CHAPA08/12/90-12/05/13

LA CHICA QUE ESPERÓ BAJO LA LLUVIAPOR CARACOL LÓPEZ