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El barco fantasma

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El barco fantasma

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El barco fantasma

Editorial Gente Nueva

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Agradecemos la colaboración de Adrián Guerra Pensado,que nos facilitó las versiones al español de El barco fantasmay El amante diabólico. Asimismo, la colaboración brindadapor Rafael J. Padilla en el cotejo de las obras en inglés.

La versión al español de El país de los ciegos fue tomadade la traducción de Alfonso Hernández Catá, publicadapor la Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1985.

Edición: Norma Padilla CeballosDiseño y composición: Nydia Fernández PérezIlustración de cubierta: Duchy Man ValderáDiseño de cubierta: Armando Quintana Gutiérrez

© Sobre la presente edición: Editorial Gente Nueva,solo para Cuba, 2006

ISBN 959-08-0867-0

Instituto Cubano del Libro, Editorial Gente Nueva, calle 2 no. 58,Plaza de la Revolución, Ciudad de La Habana, Cuba

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El barco fantasma

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RICHARD BARHAM MIDDLETON, cuentista, poeta y ensayistainglés. Nació en Staines el 28 de octubre de 1882 ymurió en Bruselas el 1 de diciembre de 1911. Se crióen el seno de una familia acomodada de la clase me-dia inglesa, y desde pequeño mostró una gran sensi-bilidad. En su juventud, imposibilitado por razoneseconómicas de realizar estudios superiores, comenzóa trabajar en el Royal Exchange Assurance Corpora-tion Bank (1901-1907), labor que abandonó para de-dicarse a escribir. Un estudioso de su obra ha dichode él que «fue la personificación poética del estereoti-po romántico, un bohemio que apenas vivía de lo quele reportaba la venta de sus escritos a importantesperiódicos de la época, un joven de un talento exqui-sito que jamás fue reconocido en vida, un hombreque pasó por la pobreza, que no fue correspondidoen su amor […] y que a la edad de 29 años decidióponer fin a su vida justo cuando estaba a las puertasdel éxito». Después de su muerte fueron publicados,entre otras obras, The Ghost Ship (1912) y The DayBefore Yesterday (1912). La historia que presenta-mos —El barco fantasma— es una fantasía humorís-tica, la más conocida de este autor, recogida en nu-merosas antologías de relatos.

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Fairfield es un pequeño pueblo que reposa cerca dela carretera de Portsmouth,1 a medio camino entreLondres y el mar. Los forasteros que se topan con élpor accidente, de vez en cuando, dicen que es unlugar bonito y de apariencia anticuada. Nosotros,los que vivimos allí y lo consideramos nuestro ho-gar, no creemos que tenga nada especialmentebonito, pero no desearíamos vivir en ningún otrositio. Supongo que tenemos grabadas en nuestrasmentes las siluetas de la taberna y de la iglesia, ylos campos que lo rodean. Sea lo que sea, jamásnos sentimos cómodos lejos de Fairfield.

Sin duda, los cockneys,2 con sus enormes casasy sus calles repletas de ruido, pueden llamarnos1Ciudad del condado de Hampshire, al sur de Inglaterra, situadaen la isla Portsea, en el canal de la Mancha. Una vía principalcomunica Longres con esta ciudad, donde se halla una de las ba-ses navales más importantes de Gran Bretaña. (Todas las Notasson del Editor.)2Todo nativo de Londres, especialmente los que habitan la populosazona de East End.

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provincianos si quieren; pero, digan lo que digan,es mucho mejor vivir en Fairfield que en Londres.El médico dice que, cuando va a Londres, su almase siente aplastada por el peso de los edificios, yeso que él es un cockney de nacimiento. Tuvo quevivir allí cuando era un niño muy pequeño, peroahora ya sabe qué le agrada más. Ustedes, caba-lleros —quizá alguno venga del mismo Londres—,pueden reír si gustan, pero creo que un testimoniosemejante vale más que un buen puñado de argu-mentos.

¿Aburrido? Bueno, es posible que lo encuentrenaburrido, pero les aseguro que he estado escuchan-do esos chismes sobre Londres que ustedes llevancomentando durante toda la noche, y no son ab-solutamente nada comparados con las cosas queocurren en Fairfield. Pero esto se debe a nuestramanera de pensar y porque nos ocupamos solo denuestros propios asuntos. Si alguno de sus londi-nenses se sentara un sábado por la noche en elprado, cuando los fantasmas de los jóvenes muer-tos en la guerra tienen cita con las damiselas quereposan en el camposanto de la iglesia, no podríacontener su curiosidad, inmiscuyéndose, y enton-ces los fantasmas tendrían que irse en busca dealgún lugar más tranquilo. Pero nosotros los deja-mos ir y venir a su antojo, y no armamos ningúnalboroto; en consecuencia, es Fairfield la región deInglaterra donde habitan más fantasmas. Yo les

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doy mi palabra de que los espíritus, al igual quelos seres humanos, enseguida saben cuál es el lu-gar idóneo para vivir.

Pero, en fin, debo admitir que cuanto voy a con-tarles a continuación fue un suceso bastante ex-traño, incluso para este rincón del mundo, dondeal menos tres jaurías de perros fantasmas salen acazar regularmente durante toda la temporada, ydonde el bisabuelo del herrero se pasa toda la no-che herrando los corceles de los caballeros muer-tos. Esta, con seguridad, es una cosa que nuncaocurriría en Londres, por culpa de la manía de loslondinenses de meterse donde no los llaman, perohe aquí que nuestro herrero [su bisnieto] reposacon tranquilidad acostado arriba y duerme tan pro-fundamente como un cordero. Una vez que le do-lía mucho la cabeza, les gritó a los de abajo que nohiciesen tanto ruido, y por la mañana encontróque ellos le habían dejado una vieja guinea1 sobreel yunque, a modo de disculpa. Ahora la lleva siem-pre colgada de la cadena del reloj. Pero debo seguirmi relato; si empiezo a contarles todos los sucesosextraordinarios que tienen lugar en Fairfield, noacabaría nunca.

Todo vino a raíz de la gran tormenta que hubo enla primavera del noventa y siete, el mismo año quetuvimos dos grandes tempestades. Esta fue la pri-mera y la recuerdo bien, pues descubrí, por la1Antigua moneda inglesa de oro.

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mañana, que se había llevado el techo de paja de mipocilga, lanzándolo al jardín de la viuda con lamisma facilidad con la que el viento arrastra unacometa infantil. Cuando miré por encima del seto,la viuda —la viuda del difunto Tom Lamport— es-taba escardando sus capuchinas1 con un pequeñoazadón. Después de estar con ella un rato, me fui aLa Zorra y las Uvas; quería contarle al tabernerotodo lo que ella me había dicho. El tabernero seechó a reír, porque es un hombre casado y conocemuy bien al sexo débil.

—En cuanto a eso —dijo—, la tempestad ha arro-jado algo en mi huerta. Creo que es una especie debarco.

Me quedé sorprendido hasta que me explicó quetan solo se trataba de un barco fantasma y que,siendo así, no tenía por qué estropear sus nabos.Llegamos a la conclusión de que el viento debía dehaberlo traído desde el mar, en Portsmouth, y lue-go nos pusimos a charlar de otras cosas. Se habíancaído dos lajas de pizarra2 de la casa del párroco, ytambién un árbol enorme en el prado de Lumley.Fue una tormenta realmente extraordinaria.

Creo que el viento había dispersado a nuestrosfantasmas por toda Inglaterra. Durante días y días1Las hojas tiernas de esta planta se comen en ensalada y tienen elmismo sabor picante del berro.2Roca de grano fino que se divide con facilidad en hojas planas ydelgadas para revestir el suelo y techar las casas.

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fueron volviendo como buenamente pudieron, encaballos maltrechos y con los pies tan adoloridoscomo uno pueda imaginarse, y estaban tan felicesde regresar a Fairfield, que algunos de ellos, al ca-minar por las calles, se ponían a dar gritos de ale-gría como si fueran niños pequeños. El terrate-niente dijo que el bisabuelo de su bisabuelo —desdela batalla de Naseby—,1 nunca le había parecido tandescalabrado, y él es un hombre muy instruido.

Entre unas cosas y otras, debió de transcurriruna semana antes de que todo volviera a la nor-malidad, y entonces una tarde me crucé con el ta-bernero en la pradera; su rostro estaba cargado depreocupación.

—Me gustaría que me acompañaras a echar unvistazo a ese barco que hay en mi huerta —dijo—;me da la sensación de que realmente se está apo-yando con demasiado peso sobre los nabos. No quie-ro ni pensar lo que dirá mi parienta cuando lo vea.

Lo acompañé vereda abajo, y desde luego quehabía un barco en medio de su huerta, pero eraun barco muy raro, de un tipo que nadie ha vistosobre las aguas desde hace más de trescientosaños, y menos aún plantado ahí solitario, en me-dio de un sembrado de nabos. Estaba todo pintado1Batalla decisiva de la Guerra Civil inglesa, en la que se enfrentaron,el 14 de junio de 1645, las tropas monárquicas de Carlos I —rey deInglaterra, Escocia e Irlanda (1625-1649)—, y las del Parlamento,liderado por Oliver Cromwell, que resultaron victoriosas.

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de negro y cubierto de relieves, y tenía un enormeventanal corrido que iba de un lado a otro de lapopa y que era exactamente igual al que hay en elsalón del terrateniente. Unos cuantos cañoncitosnegros adornaban la cubierta y asomaban por lastroneras, y tenía todas las anclas bien sujetas so-bre la tierra firme. En muchas tarjetas postales hevisto las maravillas del mundo, pero jamás hubierapodido imaginar nada parecido a aquello.

—Me parece muy sólido para ser un barco fantas-ma —dije, al ver que el tabernero estaba muy preo-cupado.

—Yo diría que está entre lo fantasmagórico y loque no lo es —contestó, dándole vueltas al asun-to—, pero va a estropear algo así como cincuentanabos, y mi parienta querrá que lo saque de aquí.

Nos acercamos y tocamos uno de sus costados;estaba tan duro como el de un barco de verdad.

—Seguro que hay gente en Inglaterra que consi-deraría todo esto bastante curioso —dijo.

Ahora bien, no es que yo sepa mucho de barcos,pero creo que aquel buque fantasma pesaba unasbuenas doscientas toneladas, y me daba la impre-sión de que había venido con el propósito de que-darse. Por tal razón yo me compadecí del pobretabernero, que era un hombre casado.

—Ni todos los caballos de Fairfield serían capa-ces de sacarlo de mi campo de nabos —dijo, mi-rando al barco con el ceño fruncido.

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En ese momento oímos un ruido en la cubierta;miramos hacia arriba y vimos que un hombre aca-baba de salir del camarote de proa y nos mirabacon toda la tranquilidad del mundo. Llevaba ununiforme negro con viejos galones dorados, y en lacintura portaba un enorme sable enfundado en unavaina de bronce.

—Soy el capitán Bartholomew Roberts —dijo, convoz de caballero—, y estoy aquí para reclutar vo-luntarios. Creo que he llevado el barco un pocolejos del puerto.

—¡Del puerto! —gritó el tabernero—. Pero si estáusted a más de ochenta kilómetros del mar.

El capitán Roberts ni tan siquiera pestañeó.—¿Cómo? ¿Tan lejos? —dijo tranquilamente—.

Bueno, carece de importancia.El tabernero se puso un poco inquieto al oír esto.—No quisiera ser un vecino descortés —le res-

pondió—, pero me gustaría que no hubiese traídosu barco a mi sembrado. Comprenda que mi mu-jer aprecia en gran medida estos nabos.

El capitán cogió una pizca de rapé1 del interiorde una preciosa cajita de oro que había sacado delbolsillo, y luego se limpió los dedos, de maneramuy elegante, con un pañuelo de seda.

—Tan solo voy a estar aquí unos meses —dijo—,pero me sentiría muy contento si un testimonio demis buenas intenciones pudiera apaciguar a su1Tabaco en polvo.

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buena señora —y una vez dichas estas palabras,se quitó un gran broche de oro del cuello de lacasaca y se lo lanzó al tabernero.

Este se puso colorado como una cereza.—No puedo negar que a ella le gustan mucho las

joyas —consintió—, pero es demasiado por mediosaco de nabos.

Y en verdad era un broche realmente precioso.El capitán se echó a reír.—¡Qué va, hombre, qué va! —exclamó—. Es una

venta obligada, y usted merece un buen precio.Demos por zanjado el asunto.

Y deseándonos los buenos días con una leve in-clinación de cabeza, dio media vuelta y volvió aentrar en el camarote. El tabernero caminó veredaarriba con el aspecto de un hombre al que le hanquitado un peso de encima.

—Esta tormenta me ha traído un poco de suerte—dijo—. A mi parienta le va a encantar este bro-che. Es mucho mejor que la guinea del herrero.

El noventa y siete fue el año del jubileo, el añodel segundo jubileo1 —¿lo recuerdan?—, y hubograndes celebraciones en Fairfield, de modo queno tuvimos mucho tiempo para preocuparnos delbarco fantasma; aunque, dicho sea de paso, nun-ca fue costumbre nuestra entrometernos en cosas1El segundo jubileo fue denominado Jubileo de Diamante de 1897,por celebrarse el sexagésimo aniversario de la ascensión de la rei-na Victoria al trono de Gran Bretaña (1837-1901).

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que no nos conciernen. El tabernero, mientrasescardaba los nabos, vio a su inquilino un par deveces más y le deseó los buenos días. Y su mujer,todos los domingos cuando iba a la iglesia, lucía elbroche nuevo. Pero por aquel entonces no acos-tumbrábamos mezclarnos mucho con los fantas-mas, excepto el tonto del pueblo —¡pobre inocen-te!—, que no sabía con exactitud la diferencia quehabía entre un fantasma y un hombre. El día deljubileo, sin embargo, alguien le explicó al capitánRoberts por qué repicaban las campanas de la igle-sia, y él izó la bandera y disparó sus cañones comoun buen y leal inglés. En realidad aquellos caño-nes se dispararon y una de las descargas abrió unboquete en el establo del granjero Johnstone, peroa nadie le importó mucho en una ocasión tan se-ñalada y llena de regocijo.

Solo después de concluidas nuestras celebracio-nes empezamos a darnos cuenta de que algo ibamal en Fairfield. El zapatero fue el primero que mecontó algo de esto una mañana cuando nos vimosen La Zorra y las Uvas.

—¿Conoces tú a mi tío bisabuelo? —me preguntó.—Te refieres a Joshua, ese fantasma tan pacífico

—le respondí, ya que lo conocía bien.—¡Pacífico! —exclamó, muy indignado—. ¿Pací-

fico, dices? ¡Pero si llega siempre a casa a las tresde la madrugada, tan borracho como un magis-trado y despertándonos a todos con su alboroto!

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—¡Ese no puede ser Joshua! —exclamé, pues lotenía por uno de los más respetables fantasmasjóvenes del pueblo.

—Es Joshua —dijo el zapatero—, y como no andecon más cuidado, se va a encontrar de paticas enla calle una de estas noches.

Debo decir que este comentario me sorprendió,pues no me gusta oír a un hombre ofendiendo asu propia familia, y además, me resultaba difícilcreer que un jovencito tan responsable como Joshuase hubiese dado a la bebida. Pero justo en ese mo-mento entró el carnicero Aylwin, y parecía tan en-fadado que apenas atinaba a beber su cerveza.

—¡Pequeño tonto! —no paraba de decir, y trans-currió un buen rato antes de que el zapatero y yonos diésemos cuenta de que el carnicero estabahablando de un antepasado suyo que murió enSenlac.1

—¿Está bebiendo? —preguntó esperanzado el za-patero, pues a todos nos gusta sentirnos acompaña-dos en nuestras desgracias. El carnicero asintió tris-temente.

—¡Si será tonto! —exclamó, vaciando su jarra deun trago.1En la colina de Senlac ocurrió una de las batallas más trascen-dentales en la historia de Inglaterra: la Batalla de Hastings (14 deoctubre de 1066), entre el ejército dirigido por Harold II, rey sajónde Inglaterra, y una fuerza invasora capitaneada por el duque deNormandía, el futuro Guillermo I (el Conquistador), que resultóvictorioso.

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Bueno, después de aquello mantuve mis oídosbien abiertos, y pude descubrir que se repetía lamisma historia por todo el pueblo. Apenas si ha-bía un solo fantasma, entre los más jóvenes quemoraban en Fairfield, que no volviese a casa dan-do tumbos, a las tantas de la madrugada y repletode alcohol. Me acostumbré a despertarme por lanoche y oír cómo pasaban tropezando por delantede mi casa, cantando canciones indecorosas. Lopeor de todo fue que nos resultó imposible mante-ner en secreto el escándalo: la gente de Greenhillempezó a hablar del «ebrio Fairfield», y les enseña-ron a sus hijos una canción sobre nosotros:

En el ebrio Fairfield, en el ebrio Fairfield,pan y mantequilla ya no quieren usar.¡Ron para el desayuno, ron para la comida,ron en lugar de té y ron para cenar!

En nuestro pueblo todos tenemos buen carácter,pero aquello no nos agradó.

Pronto nos enteramos a dónde iban a beber nues-tros jóvenes amigos, y el tabernero se disgustó mu-chísimo al saber que su inquilino actuaba tan mal;pero su mujer no quería ni oír una sola palabraacerca de devolver el broche, así que no le era po-sible echar al capitán. Y con el tiempo las cosasfueron de mal en peor, y a cualquier hora del díase podía ver a aquellos descarriados jóvenes dur-miendo la mona en la pradera del pueblo. Casi to-das las tardes un carro fantasma solía acercarse

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al barco traqueteando con un cargamento de ron, yaunque los fantasmas más viejos parecían menosinclinados a aceptar la hospitalidad del capitán, losjóvenes, en cambio, no dejaban pasar la ocasión.

Así las cosas, una tarde mientras yo estaba dur-miendo la siesta llamaron a la puerta, y cuandoabrí me encontré con el párroco, que parecía muyserio, como si tuviese ante sí una tarea con la cualno se sentía a gusto.

—Voy a hablar con el capitán acerca de todasesas borracheras que hay en el pueblo, y quieroque me acompañe —dijo sin más.

En realidad no puedo decir que la visita me agra-dara mucho, e intenté convencer al párroco de que,después de todo, ellos eran solo un montón de fan-tasmas, lo cual no tenía mucha importancia.

—Vivos o muertos —exclamó—, yo soy respon-sable de su buena conducta; así que voy a cumplircon mi deber y a detener este desorden continuo.Y usted va a venir conmigo, John Simmons.

El párroco era un hombre muy persuasivo, porlo tanto fui.

Bajamos hasta donde estaba el barco, y mien-tras nos acercábamos podíamos ver al capitán to-mando el aire en la cubierta. Cuando vio al párro-co se quitó el sombrero con gran cortesía, y lespuedo decir que me sentí bastante aliviado al com-probar que aún guardaba el debido respeto por los

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hábitos. El párroco respondió a su saludo y hablócon voz fuerte y decidida:

—Caballero, me gustaría intercambiar unas pa-labras con usted.

—Suba a bordo, señor, suba a bordo —respon-dió el capitán, y adiviné, por el tono de su voz, quesabía perfectamente a qué habíamos venido.

El párroco y yo trepamos por una especie deescalerilla muy incómoda, y el capitán nos llevó aun gran camarote en la parte de popa, el mismoen el que se abría aquel gran ventanal corrido. Erael lugar más maravilloso que ustedes hubiesenpodido ver en toda la vida, rebosante de vajillas deoro y plata, espadas con engarces de piedras pre-ciosas en las empuñaduras, sillas de roble talladoy enormes cofres que parecían estar a punto dereventar bajo el peso de las guineas allí acumula-das. Incluso el párroco parecía sorprendido, y nose negó demasiado cuando el capitán sacó dos co-pas de plata y las llenó de ron. Probé la mía, y nome preocupa admitir que su sabor modificó porcompleto mi punto de vista sobre el tema que noshabía llevado hasta allí. Aquel ron no era malo, nitenía nada de sospechoso, y juzgué ridículo cen-surar tanto a los muchachos por beber un licorsemejante. Parecía que por mis venas corrían a lavez la miel y el fuego.

El párroco le planteó con franqueza el asunto alcapitán, pero yo no presté mucha atención a lo que

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decía; estaba ocupado tomando a sorbos mi trago ycontemplando, a través del ventanal, las idas y ve-nidas de los peces que nadaban por entre los nabosdel tabernero. En esos momentos me pareció la cosamás normal del mundo que estuviesen allí; aun-que, naturalmente, más tarde pensé que aquelloera la prueba de que en realidad se trataba de unbuque fantasma.

Pero, incluso entonces, me asombró bastante vera un marinero ahogado que flotaba en medio delaire, por los alrededores del barco, con el pelo y labarba llenos de burbujas. Era la primera vez queveía algo de esta naturaleza en Fairfield.

Durante todo el tiempo que pasé contemplandolas maravillas de las profundidades, el párroco lehabía estado diciendo al capitán Roberts cómo eraque no había ya ni paz ni descanso en el pueblopor culpa de las malditas borracheras, y que losfantasmas jóvenes estaban dando un malísimoejemplo a los más viejos. El capitán escuchaba congran atención, y solo interrumpió un par de vecespara decir algo acerca de que los niños son soloniños, y que a los jóvenes les gustaba irse de juer-ga. Pero cuando el párroco terminó su discurso, elcapitán llenó de nuevo nuestras copas de plata yle dijo a él con mucha elegancia:

—Yo lamentaría mucho causar algún tipo de pro-blema allá donde soy tan bien recibido, y usted sesentirá muy satisfecho al oír que mañana por la

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noche me haré de nuevo a la mar. Y ahora bebanustedes a la salud de mi próspera travesía.

Así que nos incorporamos y brindamos en suhonor, y aquel ron tan puro me pareció como elaceite hirviendo en mis venas.

Después de aquello, el capitán nos enseñó algu-nas de las curiosidades que había traído de leja-nos países; y sé que estábamos muy asombrados,aunque luego no podía recordar con claridad loque habíamos visto. Y un poco más tarde me en-contré andando con el párroco por el sembrado denabos, contándole las maravillas de las profundi-dades que yo estuve observando a través del ven-tanal del barco. Él se dirigió a mí en tono severo:

—Si yo fuera usted, John Simmons —dijo—, meiría directamente a casa y a la cama.

Él tiene una forma de decir las cosas como no sele ocurre a ningún otro hombre, así es nuestropárroco, y yo hice lo que me decía.

Bueno, al día siguiente empezó a levantarse unvendaval, y cada vez soplaba con más y más fuerza;hasta que, a las ocho en punto de la noche, escu-ché un ruido y me asomé para mirar al jardín. Metemo que ustedes no van a creerme, incluso a míme resulta tremendamente raro, pero el techadode paja de mi pocilga había vuelto a caer por se-gunda vez sobre el jardín de la viuda. Decidí queera mejor no quedarme a oír lo que iba a decirmela viuda sobre el tema, así que eché a andar a través

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de la pradera en dirección a La Zorra y las Uvas.El viento soplaba tan fuerte que yo iba de un ladoa otro bailando de puntillas como una jovencitaen la feria. Cuando llegué, el tabernero tuvo queayudarme a cerrar la puerta; era como si una do-cena de cabras estuviesen empujándola para in-tentar meterse dentro y escapar de la tormenta.

—Es una poderosa tormenta —dijo él, mientrasme servía una cerveza—. He oído que una chimenease ha derrumbado en Dickory End.

—Resulta admirable cómo estos marineros co-nocen el comportamiento del tiempo —respondí—.Cuando el capitán dijo que iba a partir esta noche,pensé que necesitaría una racha de viento parallevar el barco hasta el mar, pero esto es algo másque una racha.

—Pues sí —dijo el tabernero—, en verdad se mar-cha hoy por la noche; y fíjate, aunque se haya por-tado tan bien conmigo en lo que respecta al alqui-ler, no creo que sea una gran pérdida para elpueblo. No comulgo con esos señoritingos que sehacen traer su bebida desde Londres, en lugar deayudar a los comerciantes locales a ganarse la vida.

—Pero tú no tienes un ron como el suyo —dijepara sacarlo de sus casillas.

Su cuello empezó a ponerse colorado por encimade la camisa; temí haber llegado demasiado lejos,pero enseguida recobró el aliento con un gruñido.

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—John Simmons —dijo—, si has venido hasta aquíen semejante noche borrascosa solo para decirmeuna sarta de estupideces, has perdido el viaje.

Bueno, claro, tuve que apaciguarlo alabando suron; y que el cielo me perdone por jurar que el suyoera mejor que el del capitán. Pero es que los labiosde los vivos, excepto los del párroco y los míos, ja-más han probado un ron semejante. El caso es que,de una manera u otra, conseguí tranquilizarlo, y acontinuación tuvimos que tomar un vaso de sumejor ron para comprobar su calidad.

—¡A ver si puedes paladear otro mejor! —gritó, yambos alzamos los vasos en dirección a los labios.Pero nos quedamos boquiabiertos a mitad de ca-mino, pues el viento, que hasta entonces habíaestado aullando afuera como un perro rabioso, sevolvió de repente tan melodioso como el coro de losniños en la Nochebuena.

—Seguro que no se trata de mi Marta —susurróel tabernero. Marta era su tía abuela, que vivía en eldesván de arriba.

Fuimos hasta la puerta, y el viento la abrió contanta fuerza que el tirador se incrustó en el yesode la pared. Pero a eso no le prestamos mucha aten-ción en aquel momento: por encima de nuestrascabezas, navegando con delicadeza entre las es-trellas azotadas por el viento, viajaba el navío quedurante todo el verano había anclado en la huertadel tabernero. Las escotillas y el ventanal corrido

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de popa resplandecían de luces, y desde las cu-biertas llegaba el rumor de canciones y violines.

—¡Se ha ido! —gritó el tabernero por encima delrugido de la tempestad—, ¡y se ha llevado a la mi-tad del pueblo consigo!

Solo pude asentir con la cabeza, pues mis pul-mones no son tan fuertes como el cuero de losfuelles.

Por la mañana pudimos comprobar el poder dela tormenta, que, dejando a un lado mi pocilga,había causado los suficientes destrozos como paramantener al pueblo ocupado durante una buenatemporada. Aunque bien es cierto que los jóvenesno tuvieron que cortar leña para la chimenea aquelotoño, ya que el viento había cubierto el bosque conmás ramas de las que eran capaces de acarrear.Muchos de nuestros fantasmas fueron dispersa-dos por ahí; pero esta vez muy pocos volvieron,pues todos los jóvenes habían embarcado con elcapitán, y no solo fantasmas, ya que el tonto delpueblo también había desaparecido. Nos imagina-mos que se habría colado de polizón, o tal vezenrolado de camarero, porque para otra cosa novalía.

El pueblo anduvo bastante trastornado un tiempocon los lamentos de las jóvenes fantasmas y las que-jas de los familiares que habían perdido algún ante-pasado, y lo más gracioso era que, precisamentequienes más habían protestado por el comportamiento

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de los jóvenes, ahora los echaban en falta más queningún otro. No me compadecía del zapatero o delcarnicero, que iban de un lado a otro diciendo cuántoechaban de menos a sus queridos muchachos, perome producía gran lástima escuchar a las pobres yafligidas chiquillas, vagabundeando por la prade-ra al anochecer y clamando el nombre de sus ena-morados. No me parecía justo que perdieran a sushombres por segunda vez, después de haber re-nunciado a la vida, con toda seguridad, para reu-nirse con ellos. Sin embargo, ni siquiera los fan-tasmas están tristes para siempre, y al cabo deunos meses, cuando estuvimos plenamente conven-cidos de que los que se habían ido en el barco yano volverían nunca, dejamos de hablar del asunto.

Y he ahí que un día —un par de años después,diría yo—, cuando toda aquella historia estabacompletamente olvidada, ¿quién dirán ustedes quevenía dando tumbos por toda la carretera de Ports-mouth…? Pues aquel chico idiota que se marchóen el barco sin esperar a morirse para ser un fan-tasma como es debido. Jamás, en toda su vida,verán ustedes un muchacho como aquel. Llevabaun enorme y mohoso machete colgando de unacadena a la cintura, y tenía todo el cuerpo tatuadocon colores brillantes, de tal forma que su caraparecía el muestrario de una tienda de mujeres.En la mano sujetaba un hatillo lleno de conchasextrañas y de pequeñas monedas muy antiguas y

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bastante curiosas. Se acercó al pozo que había allado de la casa de su madre y se sirvió un trago deagua, tan tranquilo como si no hubiese estado enningún sitio digno de mención.

Y lo peor de todo es que seguía tan tonto comosiempre, y por más que lo intentamos, no pudimosobtener nada coherente. Solo dijo una serie de ton-terías sin sentido, como el castigo de pasar pordebajo de la quilla del barco o ir caminando por laplancha de este, y no sé qué sobre crímenes san-grientos; cosas todas que un marino decente debeignorar por completo. Así que a mí me dio la im-presión, a pesar de sus modales, de que el capitántenía más de pirata que de noble marinero. Perosacar algo coherente de aquel muchacho era tandifícil como pedirle peras al olmo. Siempre repetíaun cuento estúpido que se le había quedado gra-bado en el cerebro, y si uno se ponía a escucharlodaba la sensación de que era la única cosa que lehabía pasado en toda su vida.

«—Habíamos echado el ancla —decía— junto a unaisla que se llamaba la Cesta de las Flores, y los ma-rineros habían atrapado un montón de loros y es-tábamos enseñándolos a decir palabrotas. Subíany bajaban por las cubiertas, y empleaban un len-guaje horrible. Entonces miramos al horizonte y vi-mos los mástiles de un navío español que estabafuera del puerto. Afuera del puerto estaban cuandoarrojamos a los loros por la borda y zarpamos a

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combatir. Y todos los loros, graznando unos jura-mentos ignominiosos, se ahogaron en el mar».

Así era este chico. Solo decía tonterías sobre unosloros cuando nosotros le preguntábamos acercade la batalla. Y nunca fuimos capaces de lograrque dijera otra cosa, porque, un par de días des-pués, desapareció de nuevo y no lo hemos vuelto aver desde entonces.

Esta es mi historia, aunque les aseguro que cosasparecidas ocurren continuamente en Fairfield. Elbarco no ha regresado jamás, pero según van enve-jeciendo los vecinos, les da por pensar que una deesas noches de fuertes vientos volverá navegandopor encima de los setos con todos los fantasmasperdidos a bordo. Bueno, cuando regrese será bienrecibido. Hay una muchachita fantasma que nun-ca ha perdido la esperanza de volver a ver a suenamorado. Podemos verla todas las noches en lapradera, forzando sus pobres ojos con la ilusión dedescubrir las luces de los mástiles brillando entrelas estrellas. Una chiquilla fiel la llamarían uste-des, y yo estoy pensando que están en lo cierto.

La huerta del tabernero no perdió un penique conla visita, pero todo el mundo dice que, desde enton-ces, los nabos que allí crecen tienen sabor a ron.

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El amante diabólico

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ELIZABETH D. COLE BOWEN, escritora irlandesa, autorade novelas, ensayos y cuentos. Nació en 1899 enDublín, y murió en 1973. Realizó sus estudios en In-glaterra y vivió la mayor parte del tiempo cerca deLondres. Comenzó a escribir cuando tenía veinte años.En sus cuentos cortos y novelas, ella hace énfasis enla vida interna de los individuos sensibles que en-tran en conflicto con su entorno. Su primera colec-ción de relatos, Encuentros, se publicó en 1923 y suprimera novela, El hotel, en 1927. Entre sus librosmás conocidos, Las niñas (1963) y Eva Trout (1968).El amante diabólico es una historia sobre un temasobrenatural, y forma parte de una colección de cuen-tos cortos publicados con el título Ivy Gripped theSteps (1941), que se desarrollan en Inglaterra duran-te la Segunda Guerra Mundial, y aunque no se rela-cionan directamente con esta, sí se reflejan en el re-lato las reacciones de las mentes perturbadas por laviolencia imperante en medio de aquel holocausto.Los personajes, individuos que, bajo la presión de laatemorizante realidad, son llevados a un mundo dealucinaciones.

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Al final del día que había pasado en Londres, laseñora Drover se dirigió a su casa —que estabacompletamente cerrada— para recoger algunas co-sas que deseaba llevarse. Unas le pertenecían, otraseran propiedad de su familia, que ahora ya estabahabituada a la vida campestre. Finalizaba agostoy había sido un día caluroso y con lluvias. En aquelmomento los árboles del paseo resplandecían ilumi-nados por un sol de oro que escapaba en el húme-do atardecer. Y contra el fondo de nubes bajas queya comenzaban a oscurecerse, se recortaban res-tos de chimeneas y parapetos aún en pie. En esacalle que alguna vez le fuera tan familiar, ahora sehabía creado una atmósfera que le era extraña ydesconocida. Solo un gato salía y entraba por loscercados de las casas, pero ningún ojo humanoobservaba el regreso de la señora Drover. Colocán-dose algunos paquetes bajo el brazo, introdujo conlentitud su llave en una cerradura poco dispuestaa recibirla; y, tras darle vuelta, le dio un empujón

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a la puerta trabada, con un golpe de rodilla. Unaire enrarecido la recibió al entrar.

La ventana de la escalera había sido clausurada,ninguna luz penetraba en el vestíbulo. Pero unapuerta que apenas se distinguía, estaba entornada,así que la señora Drover se introdujo en la habita-ción y abrió una gran ventana que allí había. Ahoraaquella mujer común, al mirar a su alrededor, sesintió más perturbada de lo que suponía, por todolo que entonces vio y por los recuerdos que la re-montaron a su vida pasada: la mancha amarillen-ta sobre la repisa de mármol de la chimenea, elanillo que se había quedado junto a un florero so-bre el escritorio, la marca en el empapelado de lapared donde siempre golpeaba el pomo cada vezque la puerta se abría bruscamente. El piano, tras-ladado a un almacén, había dejado unos arañazossobre el piso de mosaicos de madera. Cada objeto,a pesar de que no había entrado mucha suciedad,estaba cubierto por una capa delgada de polvo. Ycomo la única ventilación procedía de la chime-nea, el salón entero había adquirido un olor pecu-liar. La señora Drover dejó sus paquetes encimadel escritorio y salió de la habitación para dirigir-se al piso alto. Los objetos que había ido a buscar seguardaban en un baúl del dormitorio.

Estaba ansiosa por ver en qué estado se encon-traba la casa —el guarda, al que habían encargadola vigilancia de esta y de otras casas de la vecindad,

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estaba de vacaciones, y él sabía que ella no iba a vol-ver. Eso, sin hacer mención de que él no vigilaba conasiduidad, y de que ella no confiaba mucho en él.

La señora Drover había observado algunas grie-tas en las paredes, producidas por el último bom-bardeo, y deseaba echarles un vistazo, aun cuandonada pudiera hacer.

Un rayo de luz se filtraba por una grieta y cruzabael vestíbulo. Se detuvo sorprendida ante la mesa:allí había una carta para ella. Lo primero que pen-só fue: «el guarda ha debido regresar». Pero aunasí, ¿a quién se le ocurriría echar una carta en elbuzón viendo que la casa estaba cerrada? No erauna circular, ni una factura. Y en la oficina decorreos le remitían a su dirección en el campo todolo que llegaba a nombre de ella. El guarda (auncuando estuviera de regreso), no sabía que ella ibaa pasar en Londres aquel día —su visita era unplan inesperado—, por lo que su descuido al dejarabandonada allí la carta, esperando al destinata-rio en medio de la oscuridad y el polvo, le desagra-dó. Enojada, tomó la carta, en la que no aparecíaningún timbre de correo. Pero no era importante…«¿O sabrían ellos…?» Por fin tomó la carta y, sinsiquiera detenerse para echarle una ojeada, se di-rigió rápidamente escaleras arriba; cuando llegó ala que había sido su habitación, encendió la luz.Desde allí se veía su jardín, y otros jardines; el solse había ocultado y las nubes se iban desdibujando

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y encapotando; los árboles y el césped se desva-necían gradualmente con la oscuridad. Su indis-posición para mirar otra vez la carta se debía alhecho de no aceptar que alguien fiscalizara suscostumbres, en particular alguien que la subesti-mara. No obstante, en medio de la impaciencia porla proximidad de la lluvia, la leyó; contenía unaspocas líneas:

Querida Kathleen:No habrás olvidado que hoy es nuestro aniversa-rio, y el día que acordamos. Los años han pasadolenta y rápidamente al mismo tiempo. En vista deque nada ha cambiado, tengo confianza en quehabrás mantenido tu promesa. Me apenó el hechode que dejaras Londres, pero me satisfacía saberque estarías de vuelta a tiempo. Debes esperarme,por tanto, a la hora convenida.Hasta entonces…

K

La señora Drover miró la fecha: era de aquel día.Dejó la carta sobre la cama, y luego la volvió a

coger para releerla. Sus labios, bajo las huellasdel lápiz labial, empezaron a palidecer. Fue tal elcambio que experimentó su propio rostro, que acu-dió al espejo; lo limpió hasta dejar un espacio sinpolvo y se miró con urgencia y con recelo a la vez.El espejo le devolvió la imagen de una mujer decuarenta y cuatro años, de mirada sorprendida bajo

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el borde de un sombrero echado un poco haciadelante, con desgano. No se había empolvado desdeque salió de la tienda, donde estuvo tomando suté a solas. Las perlas que su marido le había rega-lado el día de la boda, colgaban ahora alrededorde su delgado cuello, ocultándose dentro del escoteen forma de V del jersey de lana rosa que llevabapuesto y que había tejido su hermana el pasadootoño mientras todos se hallaban reunidos alre-dedor del fuego. La expresión normal de la señoraDrover era de una angustia reprimida, que lograbacontrolar. Desde el nacimiento del tercero de suspequeños hijos, atacada por una enfermedad gra-ve, le había sobrevenido un tic muscular recurrenteen la comisura izquierda de sus labios, aunque, apesar de ello, podía sostener una expresión queera, a la vez, enérgica y tranquila. Volviéndose deespaldas a su propia imagen, con la misma rapi-dez que había empleado para mirarse, se dirigió albaúl donde se hallaban sus cosas; abrió la cerra-dura, levantó la tapa y se puso de rodillas pararevolverlo. Pero cuando empezó a descargar elaguacero, ella no pudo contenerse y lanzó una fu-gaz mirada por encima de su hombro hacia la cama,donde había dejado la carta. Tras la cortina de llu-via, el reloj de la iglesia, que todavía se manteníaen pie, dio seis campanadas, mientras la mujer,con temor creciente, contaba cada uno de los len-tos toques.

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—La hora convenida… ¡Dios mío! —dijo ella—.¿Qué hora? ¿Cómo pudiera yo…? Después de vein-ticinco años…

La jovencita que hablaba con el soldado en el jar-dín nunca vio completamente su rostro. Había os-curecido ya cuando ellos se estaban despidiendobajo un árbol. Desde aquel entonces sentía, a ve-ces —por no haber podido observarlo bien en aquelintenso momento—, como si jamás lo hubiera vis-to realmente. Ella tenía la certeza de su presenciapor estos escasos y prolongados instantes en losque él apretaba su mano todo el tiempo, sin mu-cha ternura y hasta causarle dolor, contra uno delos botones de su uniforme, a la altura del pecho.La cicatriz dejada por el botón en la palma de sumano era lo único que ella se había llevado consi-go. Esto ocurrió cuando finalizaba el permiso quele dieron a él mientras se encontraba destacadoen Francia, y ella solo deseaba que ya se hubieraido. Era agosto de 1916.1 Habiendo sido llevadapor él hacia aquel lugar, sin siquiera besarla ymirándola únicamente, Kathleen se sintió intimi-dada hasta el punto que creyó ver resplandoresespectrales en lugar de sus ojos. Volviéndose, ob-servó por encima del césped y a través de las ra-mas de los árboles, la ventana del salón iluminada;1A mediados de la Primera Guerra Mundial (1914-1918).

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contuvo el aliento al pensar que podría volver corrien-do a los brazos seguros de su madre y de su herma-na, y llorar.

«¿Qué será de mí? ¿Qué será de mí? Él se marcha».Dándose cuenta de que contenía el aliento, su

prometido le dijo, sin emoción:—¿Tienes frío?—Te marchas tan lejos…—No tan lejos como crees.—No te comprendo.—No tienes por qué —le respondió—. Compren-

derás. Ya sabes lo que acordamos.—Pero aquello fue una suposición. Quiero decir,

en caso de…—Estaré contigo —dijo él—. Más tarde o más tem-

prano. No lo olvides, no debes hacer otra cosa queesperarme.

Solo unos minutos más tarde y ya fue libre deechar a correr por el silencioso prado. Mirando através de la ventana a su madre y a su hermana,quienes de momento no la vieron, comprendió derepente que aquella promesa poco común la sepa-raba del resto de la especie humana. Ninguna otraforma de establecer un compromiso hubiera podidohacerla sentirse tan desamparada, tan perdida. Nopodía haber empeñado un pacto más siniestro.

Kathleen se comportó muy bien cuando, algunosmeses más tarde, conocieron de la desaparición desu prometido, al que dieron por muerto. Su familia

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no solo la apoyó, sino que incluso fue capaz deapreciar su valor sin límites. Ellos no podían la-mentar la pérdida de aquel futuro esposo del cualtan poco se sabía. Esperaban que, al cabo de unaño o dos, ella misma se consolaría; y únicamentese hubiera tratado de consuelo, si todo se hubieracomportado mejor. Pero su problema, lejos de serun simple disgusto, fue algo completamente anor-mal. No tuvo que rechazar nuevos pretendientes,porque estos nunca aparecieron. Durante años notuvo ningún atractivo para los hombres; no obs-tante, cuando ella se aproximaba a la treintena,sus reacciones se hicieron más naturales, hasta elpunto de tranquilizar la ansiedad de su familia.Empezó a sobreponerse, y a los treinta y dos añossintió un agradable alivio al verse cortejada porWilliam Drover.

Se casó con él y ambos se establecieron en unaparte tranquila y poblada de jardines en Kensington.En aquella casa transcurrió su vida y nacieron sushijos, hasta que a causa de los bombardeos de lasiguiente guerra debieron abandonarla. Sus movi-mientos, en tanto era ya la señora Drover, se cir-cunscribían a eso, y ella desechó cualquier idea deque fuesen aún vigilados.

Tal como estaban las cosas, vivo o muerto, el au-tor de la carta solo le había enviado una amenaza.Cansada de permanecer de rodillas y con la espalda

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expuesta a la habitación vacía, la señora Droverse apartó del baúl para sentarse en una silla, cuyorespaldo estaba firmemente apoyado en la pared.La placidez de su antigua habitación, la atmósferatranquilizadora de su hogar de casada en Londres,todo se había evaporado; el encanto había sidoquebrantado por el autor de aquella carta; la casavacía sellaba, aquella noche, años y años de vo-ces, costumbres y pasos. A través de las ventanascerradas oía solamente el rumor de la lluvia sobrelos tejados de la vecindad. Para tranquilizarse, sedijo que había sufrido una alucinación. Durantealgunos segundos cerró los ojos, pensando que ellase había imaginado la carta. Pero al abrirlos, lacarta seguía encima de la cama.

Su mente no lograba desentrañar el aspecto so-brenatural de la aparición de la carta. ¿Quién enLondres podía saber que ella pretendía ir a la casahoy? No obstante, y evidentemente, alguien se ha-bía enterado. Aun cuando el guarda hubiese re-gresado, no tenía razón alguna para esperarla; alcontrario, se hubiera echado la carta en el bolsillopara llevarla luego al correo. Por otra parte, noexistía ninguna señal de que el guarda estuvierade regreso. Pero, ¿y si no era así? Las cartas quese echan a la puerta de las casas desiertas, novuelan ni caminan hacia las mesas de los vestíbu-los. No se quedan encima del polvo de las mesasvacías, como si estuvieran seguras de que van a

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ser encontradas. Para ello se precisaba que unamano humana interviniera, y nadie, excepto el guar-da, poseía la llave. Pero en circunstancias que ellano quería considerar, una casa podía ser penetra-da sin que se usara llave alguna.

Era posible que ahora ya no estuviese sola. Al-guien podía estar esperándola al pie de la escale-ra. ¿Esperándola hasta cuándo? Hasta la «horaconvenida». Al menos las seis no era la hora con-venida, pues ya pasaba de las seis.

Se levantó de la silla y fue a cerrar la puerta.El problema era marcharse. ¿Volando? No, eso

no: tenía que tomar el tren. Como mujer cuya to-tal responsabilidad constituía la clave de su vidafamiliar, no podía regresar al campo junto a sumarido, sus hijos y su hermana sin los objetos quehabía ido a buscar. Enseguida hizo algunos pa-quetes con las cosas que deseaba llevarse. Perotodos aquellos, junto con los de sus compras, abul-taban mucho, lo que significaba que debería tomarun taxi. La idea del taxi la tranquilizó un poco, ysu respiración volvió a la normalidad. «Llamaré untaxi ahora, que no tardará en llegar. Oiré el ruidodel motor y bajaré tranquilamente hasta el vestí-bulo. Voy a llamar. Pero el teléfono está cortado…»Ella no contaba con eso.

Huir…«En realidad él jamás fue cariñoso conmigo. No

lo recuerdo cariñoso en ningún sentido. Mamá

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decía que no me consideraba. Él estaba encapri-chado conmigo, esto era de lo que se trataba, node amor. Amor es desear lo mejor para una perso-na. ¿Y qué hizo él? ¿Solo hacerme prometer aque-llo? No puedo recordar…»

Pero sí lo podía recordar. Recordaba, con tan terri-ble agudeza, que los veinticinco años transcurridosdesde entonces se disolverían como el humo. Ins-tintivamente miró la señal que quedó marcada enla palma de su mano. Ella no solo recordaba todolo que él dijo e hizo, sino la manera en que dejó ensuspenso su existencia durante aquella semanade agosto.

«Todos me decían entonces que no era yo mis-ma». Recordaba, pero en sus recuerdos había unespacio en blanco, como si sobre una fotografíahubiera caído una gota de ácido: le resultaba im-posible recordar el rostro de él…

«Dondequiera que esté esperándome, no lo reco-noceré. ¿Y quién puede echar a correr frente a unrostro que no conoce?»

El asunto era que debía tomar un taxi antes deque cualquier reloj marcase la posible hora delencuentro. Ella iría calle abajo, hacia la plaza, ybordeándola llegaría a la calle principal. Volveríaen el taxi a salvo hasta la puerta de su propia casay pediría al chofer que la acompañara a recogerlos paquetes. La idea del chofer la hizo tomar unadecisión audaz. Abrió la puerta, y desde el descanso

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superior de la escalera, escuchó atentamente. Nooyó nada, pero mientras estaba allí y no escuchabasonido alguno, una ligera corriente de aire subió,invadiéndole el rostro.

Esta corriente de aire venía del sótano; alguien,allá abajo, había abierto una puerta o una venta-na, alguien que había elegido aquel instante paraabandonar la casa.

La lluvia cesó. El empedrado estaba relucientecuando la señora Drover atravesó la puerta princi-pal de su casa para salir a la calle desierta. Lascasas vacías de enfrente reflejaban en sus ojos laimagen de destrucción. Se apresuró calle abajo,intentando no mirar hacia atrás. Pero el silencioera tan intenso —una de esas corrientes de silen-cio profundo de Londres, exagerado este veranopor los daños de la guerra—, que ningún sonidode pasos en pos de los suyos hubiera podido pa-sarle inadvertido. En el lugar donde su calle de-sembocaba en la plaza, donde aún continuaba vi-viendo la gente, ella se percató de la rapidez desus pasos, y comenzó a caminar con más lentitud.A través del espacio abierto al final de la plaza, dosautobuses se cruzaron; unas mujeres, un viajante,ciclistas, un hombre empujando una carretilla: denuevo volvió al flujo normal de la vida.

En el rincón más populoso de la plaza debía es-tar —y estaba— la parada de los taxis. Aquellanoche había un solo taxi, pero este, aunque tenía

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el rótulo de «no ocupado», parecía estar esperán-dola. Sin volverse, el chofer puso en marcha el mo-tor, mientras ella abría la puerta trasera para mon-tarse. Cuando la señora Drover entró en el taxi, elreloj marcó las siete. El taxi se encaminó a la calleprincipal. Para dirigirse a su casa tenía que haberdado la vuelta.

La mujer se acomodó en el asiento, y mientras eltaxi daba la vuelta, ella, sorprendida por aquel mo-vimiento, se dio cuenta de que no había dicho adónde iba. Entonces se inclinó hacia delante paragolpear el cristal divisorio.

Él frenó deteniendo el auto, y al volverse bajó elcristal. El frenazo había lanzado a la señora Droverhacia delante, hasta casi tocar el cristal con el ros-tro. A través de la abertura, conductor y pasajero—separados por no más de seis pulgadas entreambos— permanecieron durante una eternidad mi-rándose el uno al otro. La señora Drover se quedóboquiabierta unos segundos antes de que pudieraarticular el primer grito. Después continuó gritan-do desesperadamente, golpeando el cristal con susmanos enguantadas, mientras el taxi, que acelerósu marcha sin contemplaciones, se internaba porlas desiertas calles.

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El país de los ciegos

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Herbert George Wells, escritor inglés, famoso por susnovelas de ciencia ficción. Nació en Bromley, Kent,el 21 de septiembre de 1866 y murió en Londres el 13de agosto de 1946. Estudió como becario en la Nor-mal School of Science de Londres. En su juventud sededicó a la enseñanza como profesor de Biología ySociología, estudios que se reflejan en su obra. Ade-más desempeñó otras profesiones, como el periodis-mo, hasta que en 1895 pudo dedicarse por completoa escribir. Entre sus más de ochenta obras publica-das, La máquina del tiempo (1895), de éxito inmedia-to; El hombre invisible (1897), La guerra de los mun-dos (1898), llevadas al cine. En los últimos años desu existencia, H. G. Wells se dedicó a recolectar susmemorias en una autobiografía (Experimento de au-tobiografía, 1943) y a impartir conferencias sobre eltema «la carrera en la educación y la aniquilación».Fue uno de los más prolíficos y versátiles escritoresdel siglo XX. En el relato El país de los ciegos, Wellsnos lleva a un mundo extraño que puede ejercer unasiniestra influencia sobre el visitante que viene delmundo real exterior.

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Próximo a trescientas millas del Chimborazo y acien de las nieves del Cotopaxi, en la región másdesierta de los Andes ecuatorianos, se abre el vallemisterioso donde existe el país de los ciegos.

Hace cuatro siglos, todavía el valle era accesible,aun cuando siempre insondables precipicios y peli-grosos ventisqueros lo rodeaban casi totalmente. Ytal vez entonces fue cuando algunas familias deindígenas peruanos se refugiaron en él para huirde la tiranía de los colonizadores españoles. Ocurriódespués la terrible erupción del Mindovamba,1 quehundió durante diecisiete días a Quito en las ti-nieblas; y desde los manantiales hirvientes deYaguaxi hasta Guayaquil, flotaron sobre todos losríos peces muertos. No hubo parte en la vertientedel Pacífico donde no se registraran desprendimien-tos enormes, súbitos deshielos que originaraninundaciones; y la antigua cúspide montañosa del1Volcán imaginario.

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Arauca rodó por la vertiente de la cordillera conruido infinitamente multiplicado de catarata, cególos caminos y formó para siempre una barrera in-franqueable entre el país de los ciegos y el restodel mundo.

En el momento de producirse este terror geológico,uno de los primeros colonos del valle había parti-do con una delicada misión hacia las lejanas co-marcas habitadas; y como al regreso no pudieraencontrar el camino ni abrirse ruta alguna, se vioforzado a dar por muertos a su mujer, a su hijo y acuantos había dejado en la montaña, y a crearseuna existencia nueva; pero las dolencias y la ce-guera lo envejecieron en pocos años, y al cabo fuea terminar sus días oscuramente en una mina.

¿Por qué causa abandonó el refugio adonde fue-ra transportado muy niño, envuelto en harapos,sobre el lomo de una llama? La versión que dio desu peregrinación y de la vida de sus compañerosen el retiro inaccesible, constituyó el origen de unaleyenda perpetuada hasta nuestros días en todala cordillera andina. El valle, según él, gozaba deun clima benigno y contenía cuanto puede necesi-tar el hombre: agua dulce, jugosos pastos, abun-dantes laderas de tierra rica en materias azoadasy cubiertas de coposos frutales. De un lado conte-nían los taludes vastos pinares; y de los otros, al-tas murallas rocosas siempre crestadas de nieve,defendían el valle. Los torrentes del deshielo no

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llegaban a él, sino que se precipitaban hacia las lla-nuras por otros declives; sin embargo, a largos in-tervalos, enormes masas arboladas, desprendidasde las cimas, pasaban cerca del vallecito dondenunca nevaba ni llovía, a pesar de lo cual su vege-tación estaba siempre regada por canales dispues-tos por el sabio capricho de la naturaleza. Todoesto hacía que los rebaños se multiplicaran y quelos hombres vivieran en aquel oasis vida próspera;pero honda preocupación nublaba su dicha: unaplaga extraña no solo hacía nacer sin vista a todossus hijos, sino que se la hacía perder a cuantosniños de edad tierna habían traído con ellos en suéxodo. Y fue precisamente en busca de un ensalmo1

o una droga contra tan terrible enfermedad, por loque al viajero a quien se debe la leyenda, afrontólas fatigas, las zozobras y los riesgos de aventurarsepor gargantas y desfiladeros hacia la llanura.

En aquellos tiempos ignoraban los hombres aúnla existencia de los microbios y el poder contagio-so de la infección, y creían que sus grandes maleseran castigo a sus pecados. Según el cándido emi-sario, aquella aflictiva ceguera provenía de que losprimeros fugitivos —privados de la compañía y elconsejo de un sacerdote—, omitieron al tomar po-sesión del valle erigir un altar a la divinidad; y elobjeto de su viaje era adquirir uno que, no siendo1Modo supersticioso de curar con oraciones y aplicación empíricade varias medicinas.

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demasiado caro, satisficiese la exigencia divina;también quería comprar reliquias, medallas y cuan-tos talismanes pudieran contribuir a mitigar elcelestial enojo. En su bolso de viaje llevaba parapago del santo remedio contra la ceguera, una barrade plata virgen, cuyo origen se negó a explicar; yaunque con la tozudez de un mentiroso torpe ase-guró al principio que ni vestigios del precioso me-tal existían en el remoto vallecito apartado, declaróal fin, con falsía evidente, que sus compañeros deretiro y él, que para nada necesitaban allá las ci-fras de riqueza tan ambicionadas por los demáshombres, habían fundido cuantas monedas lesquedaban para fabricar aquel lingote, a través delcual debían recibir el favor del cielo.

Basta un leve esfuerzo de imaginación para figu-rarse al pobre enviado de la montaña con los ojosya casi oscuros, calcinados del sol y de los reflejosde la nieve, inquieto y torpe entre los hombres co-munes, extraños y ya casi nuevos para él, mien-tras torpemente, volteando entre las manos su som-brero, contaba la historia a un sacerdote que loescuchaba con atención donde la sorpresa iba ven-ciendo a la incredulidad. Nos lo figuramos anhelo-so de emprender otra vez la ascensión hacia supaís, lleno el saco de las piadosas panaceas; y des-pués, cuando estaba ya a medio camino, feliz conel resultado de su misión, suponemos el desenca-denamiento de la catástrofe y su horrendo drama

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al ver cerrados fatalmente por el cataclismo cuan-tos caminos lo podían llevar al lugar donde sus com-pañeros lo aguardaban con ansiedad.

Nada volvió a saberse de sus infortunios, a noser su muerte después de haber rondado en ten-tativas varias y estériles el edén1 de donde no ha-bía sido expulsado por la espada flamígera del án-gel, sino por las nieves infranqueables. El torrenteque antaño bajaba a la llanura en anchurosa vena,desciende hoy repartido por entre rocosas hendi-duras, y el recuerdo, transmitido de generación engeneración, de las palabras torpes y sugeridorasdel desterrado, creó la leyenda de que una raza dehombres ciegos existía en un lugar incógnito de lamontaña; leyenda que se hubiera convertido enmito si una casualidad milagrosa no la hubiesehace poco revelado en todo su horror.

Mientras tanto, la misteriosa enfermedad siguióel curso terrible de sus estragos, afligiendo a los ha-bitantes de la aislada colonia. La vista de los an-cianos se debilitó hasta obligarlos a ayudarse conel tacto para todos sus menesteres; la de los jóve-nes fue decreciendo y tornándose confusa, y losrecién nacidos vinieron ya al mundo sin vista. Sinembargo, la vida era fácil en el solitario vallecito:orillado de nieves y desprovisto de espinosos ar-bustos e insectos venenosos, solo pastaban en él1Según la Biblia, paraíso terrenal, morada del primer hombre an-tes de su supuesta desobediencia.

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las apacibles llamas que, traídas por los primerosmoradores, se habían multiplicado y circunscritoa vivir en la planicie, cercadas por los enhiestoshielos y asustadas por las insondables torrenteras.La lenta gradación del mal impedía a los desven-turados darse cuenta de su infortunio; y estos pri-meros atacados de la plaga sirvieron de guía a losniños ciegos, quienes, gracias a ellos, conocieronhasta los más recónditos repliegues del valle. Ycuando, muertos los ancianos, no quedó ni unosolo que pudiese ver el esplendor del mundo, lavida de la remota colonia no siguió por eso un cursomenos plácido y laborioso.

El fuego fue conservado y transmitido de padresa hijos en hornillos de piedra. Aunque al principiolos ciegos fueron gente de tosco entendimiento,apenas pulidos con un tenue barniz de civilizaciónibérica, conservaron puro el idioma y vivas las tra-diciones y el sentido de la inmemorial filosofía pe-ruana. Si bien olvidaron muchas costumbres, crea-ron otras; y en su aislamiento llegaron por completoa perder la noción del mundo, que pasó a ser unensueño cada vez más borroso, hasta abolirse ensu conciencia. Para toda labor que no exigiese deinsustituible modo el sentido de la vista, eranhabilísimos; y al cabo surgió entre ellos un hom-bre emprendedor, inteligente y persuasivo, queimpuso las primeras normas de una organizaciónacomodada a la nueva naturaleza; más tarde nació

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y creció otro que obró también como su predece-sor, y gracias a lo continuos esfuerzos de los supe-riores y a la disciplina de todos, la colmena ciegase multiplicó rigiéndose en las cosas fundamenta-les por principios justos, de modo que, al comen-zar la decimocuarta generación a contar desde elantepasado que habiendo partido hacia las llanu-ras con una barra de plata para comprar el socorrode Dios, fue bloqueado por el cataclismo y no pudovolver, el mundo ignoraba por completo la exis-tencia de aquella agrupación humana perdida sinvista entre los hielos. Y fue entonces cuando desdeel mundo exterior, por azar, llegó al país de losciegos el hombre cuyas aventuras vamos a referir.

Núñez era nativo de los alrededores de Quito. An-dariego y emprendedor, había leído libros y recorri-do todo el país hasta el mar, sacando de viajes ylecturas un caudal de perspicaz osadía. Varios in-gleses que iban a intentar la excursión a diversospicos de los Andes lo contrataron para sustituir auno de sus tres guías suizos, que cayó enfermo; yenvalentonados por el éxito de algunas ascensio-nes bastante peligrosas, decidieron acometer la delaltísimo Parascotopetl,1 durante la cual desapare-ció Núñez. El relato del accidente se ha escrito lomenos una docena de veces, y en la versión dePointer, superior sin duda a las otras, tiene acento1Pico imaginario.

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dramático y verídico. El narrador dice que, des-pués de una subida casi vertical con riesgo cons-tante de caer en el abismo, llegaron al borde de laúltima y más honda de las simas que los separa-ban de la cúspide y edificaron para pasar la nocheuna especie de cabaña en un saliente de la roca.De pronto se dieron cuenta de que Núñez no estabajunto a ellos y, llenos de presentimientos pavoro-sos, lo llamaron a grandes voces, que se alejabanen el vasto silencio sin hallar respuesta… Durantetoda la noche renovaron sus inútiles tentativas,unas veces gritando y otras silbando para ser oí-dos por el ausente; y solo cuando la luz del albales permitió descubrir las huellas de la caída, com-prendieron que toda esperanza era vana: Núñezhabía resbalado en el declive de la vertiente, pati-nando durante una extensión enorme y oblicua,en la cual el peso de su cuerpo imprimió un hondosurco y suscitó un alud. La huella iba a perderseen una sima tras la cual la vista ya no podía dis-tinguir nada; y en el fondo, después de largo y fati-goso escrutar a causa de las reverberaciones, cre-yeron entrever, indeterminadas por la bruma, lascopas de unos árboles que emergían de una caña-da angosta: el país de los ciegos. Mas como igno-raban la proximidad y aun casi la existencia deesta comarca legendaria, apenas se fijaron en aquelaccidente del paisaje y, decepcionados por el re-vés, renunciaron el mismo día de la ascensión.

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Pointer hubo de regresar a su patria sin acometernuevas empresas; todavía hoy el Parascotopetl yer-gue hasta el cielo su cabeza inconquistable, y lagruta edificada por los exploradores debió desapa-recer bajo las nieves sin que jamás ningún otrohombre volviese a refugiarse en ella.

Y sin embargo, el guía que todos dieran por muer-to sobrevivió.

Al resbalar se sintió ir envuelto en torbellinos denieve por un plano inclinado de más de mil pieshasta el borde de un precipicio, desde el cual vol-vió a caer por otra pendiente, aturdido y casi in-sensible; y de caída en caída llegó al cabo a unlugar donde su cuerpo se detuvo adolorido peromilagrosamente ileso, envuelto en la bola de nieveque lo había acompañado y salvado convirtiéndo-se en su vehículo.

Cuando recobró el conocimiento tuvo la ilusiónde estar enfermo, acostado en su cama; pero prontosu larga experiencia de excursionista de las mon-tañas le impuso, aunque confusamente, la reali-dad. Poco a poco, para reponerse, se fue librandode su protectora envoltura y vio en lo alto rutilarlas estrellas. Durante mucho tiempo quedó inmó-vil, preguntándose en qué región apartada de latierra se hallaba; luego continuó sus investigacio-nes, y palpándose los miembros comprobó que suchaqueta, algunos de cuyos botones habían salta-do en la violencia de las caídas, se le había arrollado

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en el cuello envolviéndole casi la cabeza. El bolsi-llo donde guardaba la navaja estaba vacío y tam-bién había perdido el pico y el sombrero, a pesarde llevarlo atado con un barboquejo.1 Esta últimacircunstancia le recordó que en el momento de res-balar estaba sacando pedazos de roca para levan-tar el techo de la gruta. Solo entonces se dio exactacuenta de su caída; y alzando la cabeza miró, bajoel lívido claror de la luna naciente que amplificabalas distancias, parte del largo camino recorrido.Sus extáticos ojos contemplaron la inmensa y pá-lida montaña que, de instante en instante, segúnavanzaba la luna en el cenit, destacaba de las ti-nieblas su masa formidable; y la belleza fantásticay misteriosa del paisaje y el recuerdo y la soledad yla desesperanza le oprimieron tanto el corazón, queun acceso convulso de sollozos y de risa se apo-deró de él.

Largo rato permaneció así. Después se dio cuentade que su cuerpo había llegado hasta el límite de lasnieves; y más abajo, al término de un suave declivetransitable, percibió espacios oscuros que debíande ser musgos llanos. A pesar de tener adoloridoel cuerpo y anquilosadas las articulaciones, hizo elesfuerzo de incorporarse trabajosamente, y deján-dose deslizar llegó hasta el lecho vegetal; luego desacar de su chaleco interior la cantimplora de agua1Cinta con que se sujeta por debajo de la barba el sombrero paraque no se lo lleve el viento.

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y vaciarla de un trago, se acostó de nuevo y cayócasi enseguida en sueño densísimo.

El canto de los pájaros en la arboleda lo despertómuchas horas después, y trató de orientarse: seencontraba sobre una meseta triangular al pie deun vasto precipicio abierto en la última vertienteque había recorrido en su caída; ante él una masarocosa surcada por desfiladeros se elevaba a granaltura de este a oeste; los rayos del sol dorabanesa mole en toda su extensión. Del lado libre seabría un precipicio igualmente abrupto, pero, fi-jándose bien, Núñez descubrió entre las junturasde la roca una especie de túnel cubierto de nieve amedio deshelar, por el cual, arriesgándose a todo,emprendió el camino.

El descenso fue menos difícil de lo que supuso, ypronto se halló en otra segunda meseta desde lacual, tras corta ascensión nada peligrosa, pudo lle-gar a una abrupta pendiente cubierta de arbolado.Desde allí vio que todos los desfiladeros desembo-caban en anchas y verdes praderas, en cuyo fondodistinguió claramente un caserío de extraña for-ma. Muy lentamente, pues su marcha a causa dela fatiga y las anfractuosidades del terreno era len-ta, siguió avanzando; pero antes de llegar a la pla-nicie el sol se ocultó, cesaron los cantos de lospájaros y el aire pasó ruidoso y frío por la pétreagarganta. Desde la gélida oscuridad, el valle pa-recía, a lo lejos, más luminoso con su ondulada

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fragancia y su grupo de viviendas; pasos después,el terreno aceleraba su descenso en suaves decli-ves, y entre la hendidura de las rocas, Núñez, buenobservador, vio una gramínea para él desconoci-da. Impulsado por el hambre arrancó varias hojasy se puso a mascarlas con avidez.

Sería ya mediodía cuando, reconfortado algo conel jugo de la planta y con la esperanza, se encon-tró al fin en el límite del desfiladero y pudo dilatarsu vista por la llanura clara de sol. Y como si depronto todos los dolores y las fatigas de su carne,casi suspensas en la zozobra, surgiesen en el ins-tante de salvación, sintió la necesidad de llenar enun manantial su cantimplora vacía y de acostar-se un rato a reposar junto a un árbol, antes de di-rigirse hacia el caserío.

Aquellas casas tenían un aspecto muy extraño, ya medida que Núñez observaba, se daba cuentade que no eran las casas solas, sino el valle enterolo que parecía insólito. Todo estaba dividido en par-celas lozanas recamadas de flores y regadas concuidado delator de un método estricto. A mediapendiente, rodeando el valle, se erguía un mura-llón del que partía un canal subdividido, al llegaral llano, en numerosas acequias. Más lejos, reba-ños de llamas pastaban pacíficamente y, de tramoen tramo de la muralla, se veían cobertizos quedebían servir de refugio a los animales.

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Las acequias desembocaban en el centro del vallepara formar un canal más ancho orillado por ba-randas de piedras casi tan altas como un hombre, ytanto estos canales como los numerosos caminosde piedras blancas y negras, y estrechas acerasmuy cuidadas, daban, en su entrecruzamiento geo-métrico, un carácter extraordinariamente urbani-zado al vallecito. Las viviendas en nada recorda-ban las desordenadas aglomeraciones andinasfamiliares a Núñez: elevadas en filas a ambos la-dos de la calle central, limpia como un espejo, sor-prendían por la total ausencia de ventanas y porla falta de armonía entre sus colores. Ya desde máscerca, pudo ver Núñez que estaban pintadas conuna especie de yeso a veces gris, marrón y hastacolor pizarra y también negro. Y ante esta orna-mentación fantástica, acudió por primera vez lapalabra «ciego» al pensamiento del extraviado, quese dijo:

—El pobre albañil que enluce aquí las fachadasdebe de ser más ciego que un topo.

Descendió por la última ladera abrupta y se de-tuvo a cierta distancia de la muralla que rodeabala ciudadela, cerca del sitio donde las acequiasdesaguaban el sobrante de su caudal en una cas-cada trémula y espumosa que iba a perderse enlas profundidades. Desde allí distinguió en un si-tio apartado del valle, un grupo de hombres y mu-jeres que parecían dormir la siesta al amparo de

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altos haces de heno; a la entrada del poblado al-gunos niños yacían también acostados sobre elcésped; y no lejos del sitio desde donde Núñez losobservaba, tres hombres cargados con cubos pen-dientes de una especie de yugo sujeto a los hom-bros, seguían un sendero que iba hasta el caserío.Estos hombres iban vestidos de piel de llama, botasy cinturones de cuero, y tocados con gorras de telaburda, que les cubrían la nuca y las orejas. Mar-chaban uno tras otro, despacio, bostezando comosi hubieran dormido poco; y producía su aspectouna sensación tan tranquilizadora de prosperidady hombría de bien que, después de un instante deduda, Núñez, irguiéndose para ser mejor visto, reu-nió sus fuerzas y lanzó un grito, que el eco multi-plicó en las sinuosidades del valle.

Los tres hombres se detuvieron moviendo en gestounánime las cabezas como si quisieran ver en tor-no, pero sin detener la atención en el lugar en queNúñez gesticulaba anhelosamente. A pesar de laviveza de su mímica no parecían verlo, pues mi-rando hacia las montañas le respondieron con ta-les gritos, que Núñez, sin dejar de llamarlos a suvez y de multiplicar sus ademanes, sintió que porsegunda vez la palabra «ciego» acudía a su mente.

«Esos idiotas no deben ver» —pensó.Y cuando, después de nuevas voces y una crisis

de irritación, traspuso el canal por un puentecitoque daba a una puerta abierta en la muralla y se

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acercó a los tres hombres, comprobó que, en efec-to, no veían: entonces tuvo la certidumbre súbitade haber llegado al país legendario de los ciegos. Yjunto a esta convicción penetró en su alma unairreflexiva alegría; la alegría del aventurero que sesiente al principio de una nueva andanza.

Aun cuando no podían verlo aproximarse, los treshombres tendieron hacia él las cabezas, como sipercibieran desde lejos el ruido de pasos descono-cidos, y se juntaron medrosamente. Núñez pudocontemplar sus párpados espesos, fundidos casi,tras los cuales no debía existir ya globo ocular, ypudo ver la inquietud pintarse en sus rostros.

—¡Un hombre…! Es un hombre que desciendepor el roquedo —dijo uno de ellos en castellanoarcaico.

Núñez avanzaba a pasos confiados, como el ado-lescente seguro de sus fuerzas avanza por la vida.Todas las narraciones dispersas relativas al sepul-tado valle y al país de los ciegos, se concentrabanen su memoria, y como síntesis jovial acudió a suslabios el refrán: «En tierra de ciegos el tuerto es rey».

Al estar junto al grupo saludó con gran cortesía.—¿De dónde viene, hermano Pedro? —preguntó

uno de los ciegos a otro.—Del lado de allá de las montañas —respondió

Núñez—, de las comarcas distantes donde todoslos hombres ven… Vengo de Bogotá, ciudad que

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tiene miles y miles de habitantes, y he cruzado losaltos montes que no os dejan ver el mundo.

—¿Qué es eso de ver? —murmuró Pedro—. ¿Quéquiere decir ver?

—Viene de las rocas —dijo el ciego que había in-terpelado a Pedro.

Estaba Núñez fijándose en la diversidad curiosade las costuras que unían las pieles, cuando lostres ciegos tendieron hacia él las manos con unsimultáneo ademán, que lo hizo retroceder inquie-to ante los dedos ávidos.

—Deténgase —ordenó el ciego que no había aúnhablado, avanzando hacia él y sujetándolo parapalparlo lentamente por todas partes, en silencio.

—¡Cuidado! —dijo Núñez al sentir dos dedos apo-yarse duramente en uno de sus ojos.

Sin duda este órgano con sus párpados moviblesdebió parecerles algo anormal, pues lo tocaron denuevo atentamente, y el llamado Pedro comentó:

—Extraña criatura, fijaos en que tiene el cabelloáspero como pelo de llama.

—Conserva aún la rudeza de las rocas de dondesale; pero quién sabe si se afine después —res-pondió el segundo ciego palpando con mano suavey húmeda, que se adaptaba a las menores arru-gas, la barbilla sin rasurar de Núñez, quien trata-ba en vano de esquivar los dedos tenaces.

—¡Cuidado! —volvió a decir.—¡Y habla! Sin duda es un hombre.

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—Sí —murmuró Pedro luego de examinar la telade la chaqueta; y volviéndose con solemnidad aNúñez—: ¡Acabas de entrar en el mundo!

—De salir de él —rectificó el guía—. De este ladode los nevados picos se está fuera de la verdaderatierra y casi a medio camino del sol… Del otro ladoes donde está el vasto mundo que va hasta el océa-no después de doce días de marcha.

Los ciegos apenas escuchaban.—Nuestros padres nos enseñaron que el hombre

puede también ser creado por las fuerzas de la na-turaleza —continuó el ciego más viejo—, por elcalor, la humedad y aun por la podredumbre.

—Llevémoslo a donde están los ancianos —pro-puso Pedro.

—Gritemos primero —dijo el segundo ciego—, novayan los niños a asustarse. ¡Es un acontecimien-to tan extraño!

Los tres ciegos comenzaron a gritar, y, ensegui-da, Pedro lo tomó de la mano y abrió la marchahacia el pueblecito. Núñez, rechazando el ademántutelar, indicó:

—No hace falta que me lleven: veo perfectamente.—¿Cómo que veo…?—Sí, veo todo cuanto me rodea —repuso, cho-

cando sin querer, al volverse, con uno de los cu-bos que llevaban a hombros.

—Sus sentidos son todavía rudimentarios —dijoentonces el ciego más joven en tono de disculpa—.

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Fijaos cómo tropieza y dice palabras faltas de sen-tido. Vuélvalo a tomar de la mano, Pedro.

—Como queráis —respondió Núñez sonriente, de-jándose llevar convencido ya de que carecían hastade la menor noción del supremo sentido de la vista.Y no deseando perder nada de la aventura, se dijo:«¡Bah!, cuando llegue la hora ya les explicaré».

Oyó voces y vio que la gente se agolpaba en lacalle principal. A medida que se acercaba, el pue-blecito le parecía más importante y las fachadasde las casas se precisaban en toda su descabella-da decoración. El primer contacto con los habi-tantes del país de los ciegos puso sus nervios ysu paciencia a prueba. Una multitud de hombresy mujeres lo rodeó palpándolo con manos suaves ycuriosas, oliéndolo, escuchando y repitiendo cadauna de sus frases. Observó con placer que, a pesarde sus ojos muertos, la mayor parte de las mujerestenían rostros agraciados. Los niños y las mucha-chas, amedrentados quizá, no osaban acercarse; yaun cuando él procuraba dulcificar su voz, no po-día igualar las inflexiones cantarinas de los cie-gos. Bien pronto el roce de tantas manos se le hizointolerable.

Sus tres guías permanecían junto a él como pro-pietarios conscientes de la responsabilidad de exhi-bir un ser raro, y repetían cada vez que un nuevociego se aproximaba:

—Es un hombre salvaje que viene de las rocas.

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—De Bogotá —dijo Núñez—, del otro lado de lasmontañas.

—Un hombre salvaje que dice palabras vacías—explicó Pedro—. ¿No lo oyen? «¡Bogotá…!» Su in-teligencia no está aún formada y solo posee rudi-mentos del lenguaje.

Un niño travieso lo pellizcó en una mano y dijo:—¡Bogotá! ¡Bogotá!—Sí, Bogotá. Una ciudad inmensa en compara-

ción a vuestra aldea… Vengo del vasto mundo don-de todos los hombres tienen ojos y ven.

—Se llama Bogotá —repetían muchos en el grupo.—Ha tropezado dos veces mientras veníamos.—Llevémoslo a que lo escuchen los ancianos.Y súbitamente lo empujaron hacia una puerta

que daba entrada a una estancia totalmente oscu-ra, en cuyo fondo brillaba débilmente un hornillo.La multitud se agolpó detrás de él obstruyendo porcompleto la puerta; y antes que pudiera detener-se, Núñez tropezó con las piernas de un hombreque debía de estar sentado, y sus brazos, al ade-lantarse en el movimiento instintivo de proteger elcuerpo de la caída, fueron a golpear un rostro enla sombra. Una interjección de cólera siguió al cho-que, y durante un momento trató de desasirse delas numerosas manos que lo aprisionaban. El com-bate era demasiado desigual y, comprendiéndolo,el viajero permaneció quieto y explicó:

—Es que me he caído, como no se ve nada…

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Sus palabras se desvanecieron en el silencio,como si todos los seres invisibles en torno suyo seesforzaran en comprenderlo. La voz de su conoci-do Pedro fue la primera en elevarse:

—Está aún tan tierno, que tropieza al andar ymezcla a cuanto dice sílabas sin sentido.

Y otras voces dijeron también cosas que no en-tendió completamente. Al fin en un intervalo deldiálogo, preguntó:

—¿Puedo levantarme? Os prometo no haceros mal.Después de corta deliberación le consintieron le-

vantarse. La voz de uno de los viejos inició un in-terrogatorio, y en poco tiempo Núñez expuso a losancianos del país de los ciegos, sentados en la som-bra, las maravillas del inmenso mundo: el cielo,las montañas, las flores… Mas ellos no quisieronaceptar ninguna de sus verdades, rechazándolascon obstinada incredulidad, que empezó a exas-perar al guía. Ni siquiera comprendieron el senti-do de gran número de sus palabras: separados porcatorce generaciones del universo visible, cuantosvocablos tenían relación con el sentido abolido enellos, habían desaparecido de su léxico; y los re-cuerdos de la vida externa se habían atenuado hastaconvertirse primero en cuentos infantiles para luegodesaparecer al fin. El interés de aquellas gentes con-cluía en el cinturón de montañas que aprisionabael valle; y los dos ciegos geniales nacidos en losprimeros siglos de su aislamiento, comprendieron

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que los vestigios de creencias y tradiciones here-dadas de los primitivos colonos sembraban la duday la incertidumbre en los espíritus, y las reempla-zaron con explicaciones que siendo ilusorias eran,sin embargo, más exactas para sus posibilidadesde relacionarse con el mundo. Toda una parte desu poder imaginativo se había atrofiado con lapérdida de los ojos y, en cambio, nuevos dones adap-tados a su oído y a su tacto, habían surgido en ellos.

Lentamente comprendió Núñez que era necio es-perar que su origen y la superioridad indudablede ver le granjearan respeto y estimación. Al notarque rechazaban sus tentativas de demostrar queveía, como si fueran balbuceos torpes de un serrecién nacido, se resignó; y mitad triste, mitad iró-nico, se dispuso a escuchar la lección de los ciegossin rebatirla. El más anciano explicó una teoría dela vida, de la filosofía y de la religión, según la cualel mundo, es decir, el valle sepulto en el anillo demontañas, no fue en la génesis sino huevo vacíoentre las rocas, que comenzó a poblarse tras lentagestación, primero de seres desprovistos de vidasensorial y luego de llamas y otras diversas criatu-ras poco inteligentes; hasta que más tarde los hom-bres y después los ángeles —cuyos cantos y aladopaso percibían sin poder alcanzarlos jamás— apa-recieron. Este último detalle intrigó vivamente aNúñez, y tardó mucho en comprender que el an-ciano se refería a los pájaros.

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El ciego sabio le enseñó también que el tiempo sedividía en dos grandes porciones: el calor y el frío—equivalentes, según él dedujo, al día y a la no-che—, y que se debía reposar durante el calor ytrabajar durante el frío, de tal modo que, de nohaber él surgido de modo inesperado, toda la po-blación dormiría en aquel momento mientras elsol flameaba esplendoroso en la altura. Finalmen-te, demostró que Núñez había sido creado paraadquirir la sabiduría y observar sus reglas, por locual a pesar de su incoherencia ideológica y suandar inseguro, debía no desmayar y tratar de ins-truirse cuanto antes. Al oír estas palabras subióde la multitud, que había permanecido silenciosa,un murmullo de simpatía.

Entonces el viejo declaró que ya estaba muy en-trado el calor, y que convenía a todos retirarse adormir; luego preguntó a Núñez si sabía dormir.Este le respondió que sí estaba iniciado en tan re-parador misterio, pero que antes necesitaba co-mer algo. Le trajeron leche de llama en un cuencoy pan muy salado, y lo condujeron a un lugar fue-ra del caserío en donde pudiera comer y dormirsolo, hasta que el frío, cayendo con la noche desdelas montañas, despertara a todos los habitantesdel país de los ciegos para empezar la invertidajornada de trabajo.

Pero Núñez no pudo dormir: sentado en el mismositio donde lo dejaron, se puso, mientras reposaban

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sus miembros tronchados de fatiga, a meditar enlas imprevistas circunstancias de su llegada; y tanpronto una sonrisa burlona entreabría sus labioscomo una arruga de contrariedad fruncía su ceño.

«¿De modo que inteligencia informe y sentidossin afinar? —se decía—. ¡No saben que han insul-tado al rey y al dominador que el cielo les man-da…! Va a ser preciso conseguir con un triunfoindiscutible la soberanía… Reflexionemos… re-flexionemos…»

Y cuando se puso el sol y empezó a removerse lavida en la aldea, meditaba aún.

Núñez era sensible a la belleza de las cosas, y elreflejo de la luz en las pendientes nevadas y en losaudaces picos de hielo que rodeaban el valle, atraíasu mirar como un espectáculo jamás contemplado.Sus ojos iban, ya a las inaccesibles cumbres, ya alpueblecito y a las florestas circundantes, rápida-mente desvanecidas en la penumbra crepuscular.Y de pronto, al totalizarse las sombras, una fervo-rosa emoción penetró en su ser y desde el fondo desu corazón dio gracias al Creador por haberle con-servado el don de la vista.

Una voz empezó a llamarlo desde el límite delpueblecito:

—¡Eh, eh, Bogotá…! ¡Acérquese!Al oírla, Núñez se levantó con burlona sonrisa.

De una vez iba a enseñar a los ciegos la utilidad

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que los ojos reportan al hombre. Le bastaba es-conderse para que no dieran con él.

—¿Por qué no se mueve, Bogotá? —insistió la voz.Riendo en silencio, Núñez anduvo cuatro o cinco

pasos sobre las puntas de los pies, y enseguida lavoz le advirtió en tono acre:

—¡Bogotá, está prohibido andar sobre la hierba!Ni siquiera él mismo había oído sus propios pa-

sos; así que se detuvo de repente, asustado, y comoel ciego que lo interpelaba llegaba ya por el caminoadonde también él había vuelto, le dijo:

—Aquí estoy.—¿Por qué no vino cuando lo llamé? —lo repren-

dió el ciego—. ¿Va a ser necesario llevarlo siemprecomo a un niño? ¿Es que no puede oír el caminocuando anda?

Núñez repuso echándose a reír:—Puedo verlo.—Ver, ver… Eso no significa nada. Déjese de ton-

terías y siga el ruido de mis pasos.Núñez, contrariado, se dijo: «Ya llegará mi hora».—Poco a poco se corregirá usted —dijo el ciego

con benevolencia—. Tiene aún mucho que apren-der en el mundo.

—¿Es que nunca ha oído decir usted —le preguntóNúñez— que en tierra de ciegos el tuerto es rey?

—¿Qué es eso de ciego? —preguntó el otro enco-giéndose de hombros con tal tono de tremenda ig-norancia que a Núñez le dio frío.

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Cuatro días transcurrieron así, y todavía al albo-rear el quinto el titulado rey de los ciegos perma-necía torpe e inútil entre sus súbditos. Ya se habíaconvencido de que no era tarea fácil imponer sudominio; y mientras urdía un golpe de Estado paraadueñarse del poder, iba sensiblemente habituán-dose a recibir y cumplir las órdenes de todos yadaptándose a sus costumbres. Como para él tra-bajar durante la noche y dormir de día era un sis-tema muy incómodo, decidió que en cuanto estu-viese en el trono ese cambio constituiría su primeracto de gobierno.

Los súbditos dominadores vivían una existencialaboriosa y sencilla, desarrollando cuantos elemen-tos de dicha y virtud están al alcance del hombre.Trabajaban, pero sin dar al trabajo carácter opre-sivo; poseían suficientes vestiduras y alimentospara satisfacer sus necesidades, dividían el tiem-po en jornadas alternas de labor y reposo, distraíanlos ocios con la conversación y el canto, no ignora-ban los tiernos deleites del amor, y atendían aldesenvolvimiento mental y físico de sus hijos. Eramaravilloso ver la confianza, la precisión con quetodos seguían las normas establecidas; cada cosase adaptaba en el valle a la idiosincrasia de aque-lla variedad humana, que siendo secular era paraNúñez tan nueva: los caminos que surcaban laplanicie iban en continuo zigzag y se diferencia-ban por hendiduras de diversas formas, abiertas

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en las aceras que los orillaban; los obstáculos eirregularidades de senderos y prados habían sidosuprimidos desde hacía mucho tiempo, y los sen-tidos, agudizados con el uso impuesto por la ca-rencia de vista, les permitían a una docena de pa-sos no solo oír, sino hasta deducir los gestos. Lasinflexiones de la voz habían reemplazado a las ex-presiones de la fisonomía, y la sensibilidad infini-ta del tacto acrecentaba sus facultades. Maneja-ban la azada, la pala y demás instrumentos delabranza con soltura de expertos jardineros; y suolfato, prodigiosamente útil, discernía las diferen-cias de olores relativas a personas y a cosas comopuede distinguirlos un buen perro. Pastoreabancon mucha pericia los rebaños de llamas, que ba-jaban durante la noche de las rocas en busca depastos y abrigo.

Cuando Núñez decidió reivindicar su puesto deser superior, fue cuando se dio cabal cuenta deleficaz orden que presidía hasta las menores accio-nes de los ciegos. Antes de realizar tentativa algunade violencia, trató de persuadirlos renovando mu-chas veces sus fallidos intentos de hacerles com-prender el sentido maravilloso y profundo de la pa-labra «vista», y les decía:

—Hay una cosa en mí que ustedes no puedencomprender.

Pero no le prestaban oído. En varias ocasionesalgunos parecieron interesarse por sus protestas,

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pero solo con efímera atención, como si se tratarade un sueño pintoresco. Sentados, con la cabezainclinada y vueltos hacia él para oírlo mejor, aten-dían; y él entonces se esforzaba en rasgar las inte-ligencias tenebrosas con un rayo de luz. Duranteuna de esas tentativas reparó en una muchachacuyos párpados, menos rojos, espesos y cóncavosque los de los otros, daban la ilusión de que hu-biese bajo ellos ojos capaces aún de despertar deleterno letargo; y a ella le dedicaba sus mejoresdescripciones y argumentos, con la esperanza deconvencerla antes. Le hablaba de las infinitas be-llezas solo perceptibles gracias a la vista, del es-pectáculo de las montañas, de los esplendores delcielo, de las fiestas fastuosas de colores que el solrealiza al nacer y al ponerse. Y los ciegos lo escu-chaban con incredulidad divertida, que iba poco apoco trocándose en desaprobación. Enseguidacualquiera de ellos, apoyado por todos, le explica-ba que en realidad no existían esas cosas llama-das por él montañas, y que los bordes del enormeembudo de rocas adonde iban las llamas a correr,marcaban el límite del mundo, pues desde allí seelevaba una especie de tapadera inmensa, techodel orbe, de donde caían el rocío y la lluvia. Cuan-do Núñez sostenía exaltado que el universo era in-finito y que ellos no tenían sino una mezquina ideade él, los ciegos ponían caras tristes o irritadas,diciéndole que procurase apartar de sí esas ideas

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perversas. El cielo, las nubes y los astros descritospor Núñez, les parecían incomprensible y espan-toso vacío: toda su cosmología estribaba en la pe-queñez de un mundo cerrado y pulido, según lopercibía su tacto.

Núñez se dio cuenta de que continuar las discu-siones lo exponía a chocar con ellos, y renunció aexplicarles la utilidad abstracta y estética de la vis-ta, limitándose de vez en cuando a insistir acercade las ventajas prácticas.

Una mañana vio a Pedro venir hacia el pobladopor el sendero número XVII, y antes de que estu-viera lo bastante cerca para que el oído y el olfatode los demás pudieran percibirlo, profetizó:

—Dentro de algunos minutos Pedro estará aquí.Uno de los viejos lo reprendió asegurando que

nada tenía que hacer Pedro a aquella hora en eltérmino de la vereda número XVII; y en efecto, comosi Pedro quisiera desconcertar su vista y dar larazón al anciano, torció por una de las sendas la-terales y, alejándose por la vereda número X, sedirigió al muro de la ciudadela. Fatigados de espe-rar la realización del vaticinio, los ciegos se burla-ron de Núñez, quien para justificarse trató de in-terrogar a Pedro después, públicamente. Pero estelo desmintió enfurruñado, y desde ese día le fuehostil.

Tras muchas súplicas obtuvo de los ciegos el sersometido a otra prueba: partió en compañía de uno

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de ellos y fue a situarse sobre una elevación delprado, no lejos de la muralla, desde donde prometiódescubrir lo que ocurriera en el caserío. Sin traba-jo alguno pudo detallar cuantas evoluciones reali-zaron a la intemperie; mas como los hechos de tras-cendencia para ellos ocurrían en el oscuro interiorde sus casas, se obstinaron en que Núñez des-cribiera gestos y hechos para él invisibles, y hubode callar decepcionado, despechado, colérico.

Solo después de esta abortada tentativa y de re-cibir los sarcasmos de todos, tomó Núñez el parti-do de la violencia y decidió armarse de una estacay derribar en un dos por tres a los más discutidores,para convencerlos de la ventaja de tener ojos. Peroen el momento de coger el palo descubrió en elfondo de su ser un sentimiento nuevo de hidalgaternura: le era imposible maltratar a un ciego amansalva.

Tuvo entonces un instante de duda, y con es-panto advirtió que todos los ciegos estaban preve-nidos, como si hubiesen visto su ademán; con lascabezas inclinadas y los puños crispados parecíanesperarlo, y uno de ellos le ordenó brevemente:

—¡Deje ese leño!Núñez sintió un horror indecible que lo debilitó

hasta la médula, y casi fascinado estuvo a punto deobedecer; mas reaccionando de súbito, empujó vio-lentamente al ciego más cercano y salió corriendoenloquecido hasta trasponer la muralla…

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Corrió, corrió a través de las afelpadas praderas,y al fin lo detuvo la fatiga y se desplomó al bordede un camino, víctima de esa excitación que seapodera de los hombres al principio de todo com-bate. Con lucidez instantánea comprendió que parano ser en lo futuro un esclavo, le era forzoso pe-lear, demostrar su fuerza; mas aumentando su per-plejidad se le ocurría que ni siquiera era posiblereñir con gente cuya base mental era tan diferentede la suya… En la lejanía aparecieron varios cie-gos armados de garrotes, y bien pronto dejaronatrás las últimas casas, desplegándose en una filaenvolvente por todos los senderos que llevaban adonde estaba el fugitivo. Avanzaban despacio, inter-pelándose con frecuencia y haciendo a cada ratosimultáneas paradas para olfatear, como si ras-treasen una pista. Al ver sus gestos, Núñez no pudocontener la risa; pero poco a poco la carcajada fuetrocándose en preocupación.

Uno de los ciegos descubrió su rastro en la hier-ba, y agachándose para olerla mejor marchó haciaél. Núñez observó durante cinco minutos el lentodespliegue de aquel cordón humano que iba len-tamente sitiándolo, y su vago deseo de intentar laprueba decisiva se convirtió en frenesí perentorio.Se puso de pie y fue a pasos felinos hasta el muro;después desanduvo cauteloso el camino y halló atodos los ciegos inmóviles, en acecho. Entonces sedetuvo, y durante un largo minuto de ansiedad

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apretó con fuerza el leño homicida. ¿Iba a em-bestirlos? La sangre que golpeaba rítmicamente sussienes parecía acomodarse al tono de estas pala-bras que acudían de nuevo a su imaginación: «entierra de ciegos el tuerto es rey…» Lanzó una mira-da detrás de sí, convenciéndose de que era imposi-ble rehuir el acoso, y un surco vertical ahondó sufrente. ¿Iba a embestirlos?

Una nueva fila de ciegos más lejana y vasta cu-bría la primera saliendo del caserío. ¡No había otroremedio! Y recogiendo el cuerpo para tomar im-pulso, replegada la cabeza y crispadas las manos, sedispuso para el ataque. Una voz detuvo su ímpetu:

—Bogotá —llamó uno de los ciegos—, ¿qué haceusted? Entréguese.

Núñez oprimió con más fuerza su arma y avanzóalgunos pasos. Inmediatamente todos los ciegosconvergieron hacia él.

—¡Al que me toque —juró— lo desnuco…! ¡Lodesnuco sin piedad!

Sin embargo, pasado un instante, juzgó útil par-lamentar y dijo:

—Oíd… ¡Es necesario que me dejéis hacer lo queme venga en ganas…! ¿Sabéis? Quiero proceder ami antojo y pasearme por donde quiera sin quenadie se meta conmigo.

Al oír su voz, los ciegos, sin responderle, se ade-lantaron con los brazos tendidos, a pasos rápidos,como si se tratara de un juego a la vez terrible e

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inverosímil en el que los faltos de vista cazaran aldotado de ella.

—¡Agarradlo! —mandó uno de ellos.Núñez se encontró cercado del todo y gritó con

voz que en vano quería mostrar imperio:—¿Pero no comprendéis que vosotros sois ciegos

y yo veo y puedo trituraros…? ¡Dejadme en paz!—Bogotá, suelta ese leño y no andes sobre el cés-

ped —le respondió uno de los viejos, imperturbable.Esta orden, a la que el tono familiar añadía algo

burlesco, desencadenó en Núñez la ira:—¡Voy a destrozaros la crisma! —dijo sollozando

de emoción—. ¡No me obliguéis a romperos el alma!No sabiendo en qué sentido huir, echó a correr al

azar, sin lograr sobreponerse a la repugnancia degolpear a los ciegos. Decidido no obstante a esca-par, bajó la cabeza y en carrera brusca se dirigióhacia el espacio más ancho entre dos de sus per-seguidores; mas instantáneamente la fila de cie-gos se estrechó para cerrarle el paso; y viendo queiba a ser atrapado, alzó el arma y dejándola caersobre uno, que herido en los brazos dio de brucesen tierra, siguió su carrera… ¡Había escapado!

Pero había escapado solo a la primera fila de ene-migos: otra hilera de ciegos armados de cayados yaperos de labranza se desplegaba ya con metódicarapidez para cortarle la huida, y por si esto fuerapoco sintió que uno de los más ágiles y fornidos loiba alcanzando. Entonces perdió todo escrúpulo, y

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de un colérico golpe derribó al nuevo antagonistay huyó otra vez, exasperado, loco, sin rumbo, esfor-zándose en ver a la vez todos los peligros, hasta queen una de esas vueltas tropezó y cayó sobre la hier-ba. Los ciegos oyeron su caída.

Una de las puertas del muro se le ofreció a lolejos como entrada de un cielo de salvación y, le-vantándose, enderezó hacia ella su carrera. Escalóun puente, gateó por las escarpadas rocas espan-tando a una llama, que se alejó a saltos fantásti-cos, y al fin, sin aliento, pero libre, se dejó caer entierra. Así terminó su tentativa de golpe de Estado.

Durante dos días y dos noches estuvo sin ali-mento y sin abrigo fuera del murado recinto; y enla inquieta soledad meditó mucho sobre las sor-presas de su aventura. Durante el curso de estossoliloquios se repetía con frecuencia y cada vez enun tono de burla más amargo, el proverbio iluso-rio cuyo recuerdo le hiciese sonreír el primer díaorgullosamente: «En tierra de ciegos el tuerto esrey». Reflexionaba sobre todo en la dificultad dehallar medios para combatir y someter a sus opre-sores, y poco a poco iba viendo que no disponía deninguno factible, pues carecía de armas y estabaen la imposibilidad de fabricárselas por sí mismo.Además, los escrúpulos morales volvían poco apoco, como pájaros asustados, al nido de su men-te. ¡No, no podía resolverse a asesinar a seres mar-cados por el infortunio! La llaga de la civilización

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lo había contaminado… A no ser por eso —pensa-ba— y por la falta de armas, acaso el problema nofuera irresoluble: bastaba asesinar a tres o cuatropara dictar condiciones a los otros bajo la amena-za de una carnicería sistemática e impune; perocomo también de matar se fatiga el hombre, y alfinal sería vencido por el sueño… Exploró el bos-que de abetos en busca de algún fruto y de abrigocontra las heladas nocturnas; trató, sin lograrlo,de atrapar una llama para matarla contra algúnsaliente de la roca y comerla, pero se diría quetambién las llamas desconfiaban de él, pues pare-cían espiarlo desde lejos con sus ojos femeniles,prestas a huir lanzando estornudos, en cuantointentaba acercarse. Al fin tomó el partido de re-gresar al valle para discutir los términos de la ca-pitulación. Bordeó el canal con muchas precau-ciones, y a sus llamadas dos ciegos acudieron auna de las puertas del muro.

—¡Estaba loco! —les dijo Núñez humildemente—.Como hace poco que he llegado…

Los ciegos declararon que aquel tono de manse-dumbre era el mejor para reanudar las amistades,y Núñez aseguró que la cordura había vuelto a suespíritu y que estaba arrepentido de las anterioresviolencias. Una súbita crisis de lágrimas, que lodebilitó aún más, redujo los últimos recelos de losdos emisarios, quienes le preguntaron si volvía yacurado de aquella pretensión monomaniaca de ver.

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—Sí —dijo él—. Era una insensatez… La palabra«ver» no significa nada… ¡Menos que nada!

—¿Qué hay sobre nuestras cabezas? —preguntóuno de los ciegos para probarlo.

Y Núñez dijo:—Próximamente a la altura de cien hombres hay

un techo: el techo del mundo… hecho de rocasmuy pálidas y muy suaves… ¡tan suaves!

Nuevos sollozos convulsivos lo removieron, y enun susurro suplicó:

—Antes de seguir preguntándome dadme algo decomer… ¡Estoy desfallecido…! ¡No puedo más!

Sin duda su mísero estado movió a los ciegos aclemencia; en vez de los castigos crueles que te-mía, solo le dieron algunos latigazos, consideran-do la rebelión como otra prueba de su idiotez y suinferioridad general. En cambio le distribuyeronlos trabajos más sencillos y rudos, de tal modoque al terminar cada jornada apenas tenía tiempode acariciar la esperanza de salir algún día de suresignada servidumbre. Poco después cayó enfer-mo, y lo cuidaron con solicitud; a pesar de ello, laforzosa permanencia en el lecho, sin luz alguna, lehizo más triste la enfermedad. Un filósofo ciegovino a sermonear junto a su cabecera, recriminán-dole la pasada locura y reprochándole, sobre todo,con un acento tan conmovido, las dudas acerca de latapa que protegía la gigantesca marmita1 —imagen1Olla de metal, con tapadera ajustada y una o dos asas.

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total para ellos de su mundo—, que Núñez con-cluyó por preguntarse si su claro recuerdo del cie-lo era realidad o producto de una alucinación.

Fue así como Núñez se convirtió en un ciudadanomás del país de los ciegos. Poco a poco los habitan-tes del valle dejaron de constituir un grupo imper-sonal y adquirieron caracteres individuales, conlos cuales se fue familiarizando mientras se esfu-maban las remembranzas del mundo que se ex-pandía del otro lado de los montes. Distinguió en-tre todos a Jacob, su dueño, viejo bondadosocuando no se le contrariaba; a Pedro, sobrino deeste, y su más antiguo conocido, y a la más jovende sus hijas, Medina, una muchacha poco apre-ciada por los demás ciegos a causa de que su ros-tro, vigorosamente delineado, no tenía aquel aireachatado y fofo considerado por los habitantes delvalle como ideal de belleza femenina. Desde el co-mienzo Núñez la juzgó simpática y no tardó enconsiderarla el ser más perfecto de la creación.Medina se diferenciaba de los otros en que sus pár-pados no eran cóncavos ni rojizos, lo cual le dabaa Núñez la ilusión de verlos abrirse alguna vez;además tenía largas pestañas, detalle reputadopor todos como grave deformidad, y su voz —tanacariciadora para él— no satisfacía, sin duda, laexigencia auditiva de los ciegos, por lo que nin-guno la cortejaba… Llegó un momento en que el

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desterrado se dijo a sí mismo que si lograba ha-cerse amar de la muchacha se resignaría a con-cluir su vida en el valle. Durante muchos días espiólas ocasiones de serle útil en menudos meneste-res, y bien pronto tuvo la convicción de que nota-ba su preferencia. Una tarde, sentado junto a ellaen una de las asambleas con que se celebrabanlas fiestas, bajo la penumbra estelar, impelido por lainsinuante dulzura de la música, su mano se atre-vió a estrechar una mano que respondió con suaveternura a su presión; y otra, estando comiendo enla oscuridad, Medina rozó también su mano, ycomo el fuego del hornillo alzase por casualidaden aquel instante una llama, Núñez pudo ver retra-tada la pasión en la dulce fisonomía de la ciega.

Esto lo decidió a confesarle su amor una nocheen que, sentada junto a la puerta, hilaba un copocon tal lentitud meditativa, que parecía a la luz dela luna una misteriosa estatua de plata. Él se sentóa sus pies y le declaró su amor en palabras senci-llas, exaltadas y sinceras, con voz acariciadora, enun tono a la vez apasionado y respetuoso que ellanunca había oído y que, turbándola deliciosamen-te, le impidió dar respuesta inmediata. Pero Núñezcomprendió que sus palabras habían llegado alfondo de su alma y despertado ecos. A partir deese día hablaban siempre al encontrarse y eranfelices; y el valle se convirtió para él por virtud delamor en su universo; y el mundo del otro lado de

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los montes en donde vivían los hombres una vidade luz, llegó a parecerle una fábula cada vez másborrosa. Tímidamente, después de muchos titu-beos, se atrevió a hablar a su novia de la vista.

La muchacha creyó sus palabras una nueva qui-mera del amor: sin rebatir ni intentar resolver elenigma, las aceptó como otra fantasía poética; ycon indulgencia de enamorada cómplice escuchó,por ser el amado quien las decía, las descripcionesde los astros, de las montañas y la de su mismaserena y pálida belleza. Y Núñez se imaginaba anteel arrobado silencio que Medina animaba y alum-braba en las negruras de su mente, las esplen-dorosas maravillas descritas por él.

Poco a poco el enamorado adquirió confianza ysu amor se tornó menos tímido, hasta el punto deproponerle pedirla en matrimonio a Jacob y al tri-bunal de ancianos que regía el valle; pero ella mos-tró gran sobresalto y le rogó aplazar la demanda.La primera en notar sus amores fue una de lashermanas de Medina, quien los delató a su padre.El proyecto de matrimonio encontró al principiooposición general, no porque los ciegos tuviesenen gran estima a la muchacha, sino porque juzga-ban a Núñez inferior al nivel mínimo de lucideznecesario a todo hombre. Las demás hermanasprotestaron arguyendo que el descrédito de seme-jante unión las alcanzaría; y el viejo Jacob, a pe-sar del afecto que había llegado a cobrar a su siervo

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a causa de su humildad y aun de su misma torpe-za, movió la cabeza denegando. Los mozos se irri-taron ante la idea de aquel matrimonio como anteuna presunta aberración; y uno de ellos se excitótanto, que llegó a injuriar y a golpear a Núñez,quien le devolvió con creces los golpes demostrandopor primera vez que, aun en la penumbra, el don dela vista entrañaba seria ventaja. Después de estapelea nadie volvió a levantarle la mano; pero todosse obstinaron en considerar imposible la boda.

El viejo Jacob, que adoraba a Medina, se enter-necía cuantas veces ella venía a apoyar sobre supecho la cabeza con callado pesar, y la consolabadiciéndole:

—Compréndelo bien, hija mía… Es un idiota…Padece alucinaciones y no sabe hacer nada a de-rechas.

—Lo sé, lo sé… —murmuraba ella—. Pero ya no escomo al principio; se nota que mejora y llegará aponerse bien del todo; es fuerte, padre mío, y es tam-bién muy bueno… Más fuerte y más bueno que nin-guno de aquí… Y me adora, papá… ¡Y yo también!

El pobre viejo, hondamente afligido por la deso-lación de su hija y por su creciente afecto haciaNúñez, fue al fin a interceder ante el tribunal deancianos; y sin atreverse abiertamente a defenderla causa, halló medio de insinuar esta frase:

—Sin duda mejora, y es posible que un día lleguea estar tan sano como cualquiera de nosotros.

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Poco tiempo después, uno de los ancianos mássabios halló la solución anhelada. Era el gran doc-tor, el que curaba los males del cuerpo y del almaa su pueblo; y en su espíritu inventivo y filosófico,la idea de anular en Núñez el influjo de aquellasprotuberancias extrañas que le impelían al extra-vío, debió germinar y medrar como un halago. Enuna de las siguientes reuniones se acercó a Jacoby le dijo:

—He examinado a Núñez y me parece que su cu-ración no es difícil.

—Es lo que yo digo —exclamó jubiloso el padrede Medina.

—Su cerebro está dañado —aseguró el doctor.Los ancianos acogieron con un murmullo admi-

rativo el diagnóstico; y el sabio, preguntándose a símismo para dar más valor a su respuesta, añadió:

—¿Pero de qué mal está dañado?—No lo sé —dijo Jacob de nuevo, melancólico.Y el otro concluyó triunfalmente:—Yo sí. Esas protuberancias nocivas que él lla-

ma ojos y que en los seres perfectos solo existenpara ahondar una bella depresión en la cara, lastiene Núñez tan enfermas, que la dolencia le hapenetrado hasta los sesos. Reparad en que estánenormemente distendidas, tienen una doble fila depelos y además se abren y se mueven. No es preci-so añadir más para demostrar cómo su cerebro ha

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de estar en un estado fluctuante entre la irritacióny el idiotismo sin parar nunca en el fiel de la sen-satez.

—Claro —respondió Jacob.—Para curarlo es preciso intentar una operación

a la vez sencilla y radical: hay que extirparle esosdos cuerpos excitantes.

—¿Y sanará?—Seguramente, y haremos de él un modelo de

ciudadano.—¡Dios te bendiga por tu generosidad y tu sabi-

duría! —sollozó el viejo.Y partió sin demora a anunciar a Núñez la espe-

ranzada nueva; pero el modo con que fue acogidopor este debió parecerle frío e injusto, pues mur-muró decepcionado:

—¡Bien se conoce que no quieres a mi pobre hijacomo ella a ti!

Fue Medina quien armada del amor decidió a sunovio a aceptar la intervención de los cirujanosciegos:

—¿Y eres tú —protestaba él— la que me proponerenunciar al don de la vista?

Ella insistía con lánguida tenacidad; y cada vezque estaba a punto de rendirse, Núñez encontra-ba en el fondo de su ser esta frase de rebelión:

—¡Pero si mi universo es la vista…! ¡Si porque tehe visto te he querido!

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Y como ella bajara la cabeza sin responder, con-fiando ya más en la elocuencia de su gesto que enla de sus frases, Núñez continuó:

—¡Existen tantas cosas bellas en el mundo! Lamás pequeña de las flores es una inmensa mara-villa; y los colores y las formas acarician la vistacomo las cosas sedosas acarician la piel… Los lí-quenes que brotan en las rocas, los reflejos ater-ciopelados, el cielo hondo con sus nubes suavescomo plumosas almohadas, las puestas del sol,los astros, todo, entra por la vista hasta el alma.¿Por qué me pides ese sacrificio, cuando solo pordejar de verte como ahora, con las dos manos jun-tas, debe ser una desgracia horrible ser ciego? ¡No,Medina, si es verdad que me quieres no me exijaseso…! ¿Verdad que ya no me lo exiges?

Se detuvo; el dejo interrogativo de sus últimaspalabras acababa de suscitar en su propia almauna dolorosa duda. Ella insinuó:

—¡No te exaltes así! A veces deseo que…Dejó en suspenso la frase, pero él la instó:—Dilo, dilo…—…que a veces deseo dejar de oírte hablar de

ese modo.—¿De qué modo?—De ese que hablas cuando me cuentas tus sue-

ños de la vista. Tienes una gran fantasía que mehechiza, que me embriaga, pero…

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—¿Pero qué? —dijo Núñez con voz ronca, mien-tras un escalofrío le recorría la médula.

Medina permaneció inmóvil, sin responder; él,para convencerse, aclaró:

—Quieres decir que debo decidirme a que me sa-quen los ojos, ¿no es así?

Y al descubrir por completo el pensamiento de lamuchacha, sobrevino en su alma un huracán decólera; de cólera contra el destino, no contra la ena-morada infeliz que no lo podía comprender, y queen su desventurado mutismo le inspiraba una sim-patía profunda, tierna, hecha casi toda de piedad.

—¡Alma mía, no sufras! —susurró apasionada-mente.

La lividez de Medina le decía claro cuán oportu-no era este consuelo; y atrayéndola contra su pe-cho, jadeante, la besó en las mejillas prolongandodurante un minuto de angustiada emoción aquelabrazo casto y silencioso.

—¿Y si yo hiciera por ti ese sacrificio? —le dijo des-pués con voz dulcísima para saber toda la verdad.

Medina entonces lo apretó contra su corazón ysuspiró convulsivamente, entre sollozos:

—¡Ah, si tú fueras tan bueno, tan bueno de ha-cer eso por mí…!

Durante la semana anterior a la operación que de-bía redimirlo de su inferioridad y elevarlo al rangode verdadero ciudadano del país de los ciegos,

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Núñez no pudo reposar ni dormir. En las horasvibrantes de sol, mientras todos dormían, perma-necía sentado o errabundo, sin lograr distraer elpensamiento del sacrificio cada momento menoslejano. Lo había aceptado ya, había creído más deuna vez estar resignado, resuelto, y sin embargo…Al fin la postrera noche de labor transcurrió, y elsol volvió a dorar las nevadas crestas más fastuosa-mente que nunca, como si quisiera decirle con sumagnificencia: «Esta es la última vez que podráscontemplarme». Antes de ir a dormir, a fingir dor-mir, tuvo una breve conversación con su novia:

—Mañana —le dijo— no veré más.Y ella, oprimiéndole ambas manos con toda la

fuerza de su gratitud y de su amor:—¡Elegido de mi corazón, no te harán sufrir… Y

si sufres un poco será por mí, por mí, que te lopagaré toda la vida con mi cariño!

Lleno de compasión por sí mismo y por ella, Núñezla abrazó, la besó en la boca; y luego, sin dejar deestrecharla, separó la cabeza para contemplar tam-bién por última vez su dulce rostro angustiado.Sin poder contenerse murmuró despidiéndose dela visión amada:

—¡Adiós…, adiós!Después, en silencio, se fue. Y Medina sintió re-

percutir en su corazón el ruido de los pasos que sealejaban con un ritmo tan penetrante de angustia,que sin poder contenerse rompió en sollozos.

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Núñez marchó en línea recta para llegar lo antesposible a un sitio apartado desde donde se domina-ban las praderas salpicadas de blancos narcisos, yesperar allí la hora suprema de su abnegación. Peromientras andaba alzó la vista, y al contemplar lamañana que descendía del oriente como un ángelarmado de oro, le pareció que el mundo ciego delvalle, y él mismo, y la inmolación proyectada, noeran sino infernal pesadilla.

Sin detenerse en la colina elegida continuó avan-zando, traspuso el muro y se aventuró por laspendientes, fija la vista en los arbolados picachosrosados de aurora. Y la belleza infinita del paisaje,como un imán, lo atrajo; y sintió de cada una delas flores, de cada uno de los reflejos, de cada unade las cosas bellas y vivas, venirle el reproche dehaberse, siquiera durante unas horas, resignadoa vivir sin ellas. Pensó en el mundo vasto y libre,en su verdadero mundo; y sintió la visión y la inci-tación de los países lejanos. En la distancia creyóentrever a Bogotá con su calles anchas llenas deluces, animadas bajo la claridad gloriosa del día yvivas aún sin totales tinieblas bajo el luminosomisterio de las noches. Y pensó en los palacios, enlas fuentes, en las estatuas, en las casas blancas,y se dijo que nada significaban tres o cuatro díasde ascensiones cruentas por montañas casi inac-cesibles, con tal de aproximarse siquiera algo a laciudad querida.

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Siguiendo el hilo de su ensueño se puso a imagi-nar un viaje fluvial de muchos días desde Bogotáal mundo múltiple lleno de ciudades inmensas, dedesiertos, de bosques, de mares por donde los bu-ques trazaban una espumosa estela pasando en-tre la bruma dorada ante islas más pequeñas aunque el valle de donde se alejaba, pero desde lascuales se veía no la tapa rocosa imaginada por lafantasía execrable de aquellos ciegos, sino la ex-pansión azul en la cual los astros marchan haciael infinito.

Sus ojos escrutaron el cortinaje de montañas, ysin atreverse a formular del todo su secreto desig-nio, se dijo:

—Entrando por ese barranco hasta aquella bre-cha, iré a salir a los pinos achaparrados que con-tienen la nieve y podré trepar hasta el borde de lasprimeras cimas. ¿Y una vez allí…? ¡Quién sabe!Los otros obstáculos podrán también ser vencidosy llegaré a donde empiezan los ventisqueros… ¿Ydespués? Después serán precisas nuevas y peno-sas ascensiones hacia las crestas magníficamentedesoladas y casi invisibles… ¡Y si tengo suerte…!

Antes de seguir se volvió a mirar el vallecito ycontempló largamente, cruzado de brazos, tratan-do de aislar en su recuerdo la dulce imagen deMedina, que era ya algo menudo e irreal en la es-peranza y en la distancia. Con decisión súbita seencaminó a la cordillera, envuelta en el esplendor

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diurno, y comenzó la ascensión sin detenerse… Alcaer el sol ya había traspuesto tres picachos y es-taba muy lejos del valle terrible. Las pieles de sutraje aparecían rotas en más de un sitio por lossalientes de las rocas, y a través de las desgarra-duras se veía la carne también desgarrada. Perocuando cayó por completo el día y se vio segurosobre una abrigada meseta, una sonrisa feliz alum-bró su rostro.

Desde el sitio donde reposaba apenas se adivina-ba el valle, perdido en el fondo de un lejano y gi-gantesco barranco. Las brumas primero y la som-bra enseguida fueron haciéndolo desaparecer; ycuando aún los altos picachos tenían un postreroro de sol, ya el país de los ciegos, en donde habíaquerido ser rey, era en la lejanía una sombra sinlímites.

Sombra sin límites allá abajo, en las cimas do-radas de sol, y en torno de él una semiclaridadlímpida, incomparable. Vetas verdes jaspeaban lamasa gris de la roca, y refulgentes cristales de hielocontrastaban con los tonos anaranjados de unoslíquenes a la vez minúsculos y magníficos. Lenta-mente, profundas y misteriosas tinieblas penetra-ban en el desfiladero. Masas de oscuridad violáceasiban ensombreciéndose hasta tornarse púrpuras ytransformarse luego en lechosas opacidades. Sobresu cabeza se extendía la infinita bóveda azul… Cesóde admirar este espectáculo y se tendió tranquilo,

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sonriente, como si la sola dicha de haber escapadodel país de los ciegos bastase para llenar su vida.Un rato después los últimos fulgores de luz fueronvencidos por la noche; y Núñez reposó dulcemente,bajo el rutilar innumerable de las estrellas.

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Índice

El buque fantasma/ 5

El amante diabólico/ 29

El país de los ciegos/ 45

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