el asunto zoo luisa villar

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Una joven periodista tiene quebuscar un tema con gancho para sunuevo reportaje. Por casualidad oyela conversación de unos policíassobre unas extrañas muertes. Sinpensárselo dos veces se lanza aseguir la pista que conduce hasta elzoo. Este libro se conjuga conmaestría la intriga y el humorconsiguiendo captar y mantener a lolargo de la obra el interés de suslectores.

Luisa Villar

El asunto zooAla Delta (1987-1990) 111

ePub r1.0Hoshiko 17.10.13

Título original: El asunto zooLuisa Villar, 1990Diseño de portada: José Antonio VelascoIlustradora: Emilio Losada

Editor digital: HoshikoePub base r1.0

A Pablo Villar Soler.

Una historia para elDelta

Recorrí los periódicos másprestigiosos de la ciudad, y en todosellos encontré periodistas como yo, queaguardaban ser recibidos para vendersus artículos. «Difícil», solía pensar altraspasar el marco despiadado de la salade espera de una nueva redacción. En elDelta me acogieron con una propuesta.El jefe de redacción leyó en voz alta eltítulo del artículo que le llevaba: «Elniño rinde en el colegio según sualimentación», dejó las cuartillas sobre

la mesa en un ademán despectivo y —con bigote, corpulento, más biengordinflón— se sentó junto a ellas paradecir:

—No me sirve. Necesito algo demás interés.

Aquel tipo hablaba con tantaseguridad que apenas me atreví asusurrar:

—Siempre había creído que laalimentación de los niños…

El gordinflón me cortó sin cambiarla expresión de su rostro, y en el mismotono de voz continuó su discurso:

—Hay demasiada competencia y elDelta es un periódico medio. Si

queremos sobrevivir, nuestros artículosdeben tratar de temas que se venden hoy.¿La alimentación? Claro, tiene uninterés, pero eso ya lo cubren nuestrosperiodistas de plantilla. La hoja deconsumo está cubierta para toda lasemana, a no ser que ocurriera algoimprevisible: una catástrofe relacionadacon algún producto alimenticio, algo así,en fin. Sin embargo, el articulo es bueno;creo que eres una buena periodista y teharé una proposición. Dentro de tresdías conmemoramos nuestro aniversariocomo periódico. Sacaremos un númeroespecial —ampliado, vaya— para elque necesitaré nuevas colaboraciones.

Si me traes una historia, la tienesvendida. Pero, eso si, una historiatrepidante, que haga vibrar… Un roboextraordinario, una guerra que acaba deestallar… que acaba de estallar, eso es,porque luego una guerra no vende unpimiento. En fin.

«Es mejor que nada», pensé al salira la calle. Se había hecho tarde y entréen el primer bar que me salió al pasodispuesta a comer, como otras veces,unos bocadillos y algunos cafés.Mientras tanto, no dejaba de darlevueltas al asunto. ¿Qué historiasatisfaría al gordinflón del Delta, ydónde la encontraría?… Hablaría con

Andi, un extraordinario fotógrafo deprensa con quien solía trabajar. Tal veza él se le ocurriera alguna idea.

Por aquellos días Andi no dejaba dellamarme por teléfono; quería pedirmealgo —lo presentía—, pero no seatrevía. Me citaba en un café,charlábamos de nada en concreto, yluego nos despedíamos sin más. Durantela semana me había citado en un café delbarrio, en un espléndido café de la callede Goya, en la Gran Vía, en un café deSerrano…

Pero a la salida de cada uno de ellosnos habíamos despedido sin que él seatreviese a confesar qué quería. Empecé

a pensar que se trataba de dinero y asíse lo comuniqué por la noche, cuandome llamó por teléfono para citarme enotro café. Respondió muy ofendido:

—No necesito dinero. Es decir, sique necesito, siempre necesito dinero,pero no estoy tratando de pedírtelo. ¿Dedónde sacas eso?

Le pregunté qué le sucedía y por quéme citaba constantemente. Comorespuesta, volvió a citarme. En estaocasión en un café junto al lago de laCasa de Campo: el Verde Café.¡Excelente! ¡Yo aprovecharía parapedirle ayuda en relación con elreportaje que me había encargado el

gordinflón del Delta!Caía la tarde y el color rojo del

cielo se perdía por el sur, cuando unapareja de la policía nacional hizo suaparición en el café junto al lago, dondeAndi y yo nos encontrábamos desdehacia rato. Primero oímos el ruidoexacerbado de las motos, los fogonazosde los tubos de escape, y después eltintineo metálico de la Campanilla quecolgaba de un hilo sobre la puerta.Entonces entraron los policías.

—¡Dos cafés! —pidieron conurgencia.

Mientras tanto, Andi buscabamonedas por todos y cada uno de sus

bolsillos intentando reunir ladesorbitada cantidad de ciento ochentapesetas por un té. Podía ayudarle aencontrar las monedas. Muy sencillo:bastaba con abrir mi bolso y completarla cantidad. Pero lo hacia condemasiada frecuencia y, por otra parte,él me había invitado.

—¿Qué? ¿Nada? —preguntó elcamarero que servia la barra, cuando lapareja de la policía uniformada se situóen uno de los extremos.

Aunque el joven camarero se habíaexpresado en un tono de saludocotidiano, pensé que su pregunta serefería a un hecho concreto. Esto me

hizo sentir curiosidad.Los polis se frotaron las manos,

miraron los cafés recién servidos ymovieron la cabeza en un ademán dedesconcierto.

—¡Nada! —exclamaron los dos a untiempo.

La tarde pasaba y, una vez más, Andino se decidía a plantear qué deseaba.Entonces le hablé del Delta, de lapropuesta que me había hecho el jefe deredacción. Necesitaba una historia dedeterminadas características: fuerte,emocionante; algún suceso… ¿Mepodría ayudar?… Dijo que buscaría ensu material de archivo… «Y, por otra

parte, siempre está la realidad»,pensaba yo mientras nos disponíamos asalir. En efecto, si Andi no encontrabaen su archivo el asunto apropiado, lejosde darme por vencida, lo buscaría en lamismísima realidad. Esa realidad aveces compleja y brutal y, en cualquiercaso, siempre embrollada yconmovedora.

Había anochecido; el Palacio Real,las plateadas cúpulas de San Franciscoel Grande y los viejos tejados apenas sedistinguían a lo lejos como unamisteriosa bruma.

Andi, como si lo hiciera a propósito,se inclinó para atarse el cordón de los

zapatos y, en aquel instante, oímos unfrenazo y el golpe seco de la puerta deun coche, y otra puerta que se cerraba.Eran policías sin uniforme. Cuando noscruzamos con ellos, parecíanenfrascados en una extrañaconversación. Me hubiera gustado sabera qué se referían, pero hube deconformarme con oír sólo algunas de suspalabras.

—Ni siquiera degollados; nada, niun signo de violencia —comentaba unode ellos cuando pasaron junto a nosotroscaminando en dirección al café. Losmiré y sentí algo familiar. Luego mevolví para mirarlos, absorta en sus

misteriosas palabras.Por la noche no dejé de darle vueltas

al asunto, y a la mañana siguientedesperté con la frase «Ni siquieradegollados» dentro de mi cabeza. Mepreguntaba dónde no había aparecido niun signo de violencia, y quién o quiénesni siquiera habían amanecidodegollados. Recordé a los cuatropolicías, y otra vez me invadió aquelsentimiento de algo familiar. ¿Quésucedía? ¿A qué se debía aquellasensación?

Leí con avidez el diario de lamañana, pero no encontré en él nadasospechoso. Un accidente ferroviario y

el choque de un autobús escolarllenaban la página de sucesos. Nadasobre degollados, ni sobre trágicodesenlace acaecido cerca del café dondehabía estado con Andi la tarde anterior.Contra lo que yo sospechaba, nadaparecía haber ocurrido. Tal vezconvenía olvidarse de aquello. Pero ¿ysi se trataba de una historia sucedida enalguna parte; una historia real, trágica oemocionante y, por lo tanto, válida paracubrir el reportaje que me había pedidoel periódico?… Hummmmm.

Los días eran espléndidos en aquelfinal de octubre. Las hojas de losárboles caían tristes, como signo

inequívoco del otoño; pero latemperatura no había descendido, nihabían aparecido las lluvias ni el vientopropios de la época; por el contrario, semantenía un sol primaveral y, hastacierto punto, veraniego.

—Pretenden lo imposible; nuncaseremos Europa con este clima —solíarepetir Andi.

Aquella espléndida mañana invitabaa pasear. Por eso tal vez, o inducida porla frase: «Ni siquiera degollados», queno se iba de mi mente, salí a la calle yme dirigí a la Casa de Campo paravisitar el Verde Café. Tenía la sensaciónde que los policías lo frecuentaban, y la

esperanza de que el joven camarero mefacilitara alguna información. Era comoiniciar una investigación, sólo que talvez no hubiera ningún misterio.

Una vez frente al café, dudé y paseépor los alrededores hasta que, al fin,opté por entrar en él y ver quéaveriguaba.

Detrás de la barra se encontraba eljoven camarero de la tarde anterior. Afalta de otra actividad, el muchacho lessacaba brillo a unos vasos con ciertaparsimonia. Dudé nuevamente. Pero lepedí un café y, una vez servido, lepregunté si había ocurrido algo por allíen aquellos días.

—Nada que yo sepa —respondió elchico limpiando los vasos—. ¿Por aquí,dice? Si hubiera sucedido algo, yo creoque nos hubiéramos enterado.

La posibilidad de encontrar algunainformación parecía desvanecerse conaquella respuesta. El joven habló conseguridad y calló después, sin dejar desacarle brillo al cristal. Aquel afán depulcritud chocaba con el conjunto delbar: cajas amontonadas por todos lados,mesas de formica desconchadas, techocochambroso y paredes ahumadas.

Un nuevo camarero hizo suaparición. Se trataba de un hombre demediana edad, dedicado a servir la

terraza. Entró por la puerta del fondo —cuya vista daba al lago— y se situó en elextremo inmediato de la barra. Era unhombre pequeño, de aspecto peculiar.Mirándolo desde atrás, su cabeza era tanplana que daba la sensación de uncírculo cubierto por una masa de pelomuy oscuro. Pero de perfil presentabauna frente prominente. Dejó una bandejavacía en el mostrador y se echó sobre él,cruzando los brazos y las piernas. Asíinstalado, me miró sin dejar de morderun palillo de dientes. También yo lomiré. La piel era oscura y cetrina, llenade pequeñas cicatrices. Cuando sucompañero lo puso al corriente, retiró

de los labios el palillo de dientesempapado de saliva, y se encogió dehombros para exclamar:

—¡Por aquí, qué va a suceder!Hizo un pequeño silencio, que

resultó un tanto incómodo, ymaquinalmente moví la cucharilla, quesonó con exagerada estridencia dentrode la taza casi vacía.

—Pero, bueno, ¿qué es lo que quieresaber en concreto?

El camarero de la terraza destapódos botellas de refresco, las colocósobre la bandeja y empezó a limpiarselas uñas con el palillo de dientes.

—Crímenes, atracos, algún extraño

suicidio… Cualquier cosa que hayapodido suceder —respondí.

—Mire… —dijo el camarero de labarra mientras el otro, bandeja en mano,regresaba a la terraza—. Por aquísuceder, suceder, nada. Entre semanapoca gente, ya lo ve —a excepción demi, no había nadie en el interior delcafé. Y fuera, en la terraza, sólo un parde parejas, a cierta distancia la una de laotra—. Los fines de semana tenemosmucho público, sí. Pero ocurrir,ocurrir… nada, ya le digo que nada.Unos pájaros amanecieron muertos hacepoco. Pero ni siquiera eso ha ocurridopor aquí.

—Y dice usted que unos pájaros…—Unos patos, creo. Amanecieron

muertos, si.—¿Muertos?—En el zoo. Ya le digo que por aquí

no ha sucedido nada que nosotrossepamos.

De manera que en el zoo habíanamanecido unos patos muertos… ¿Cabíapensar que la policía investigara unasunto de semejante naturaleza? Nicrímenes, ni robos, ni extrañossuicidios… Pagué mi café; de allí nosacaría más información. No me sentíadecepcionada. Simplemente ocurría quea veces buscaba cosas que no existían;

eso era todo.Cuando regresé a casa, Andi me

había dejado mensajes en el contestadorautomático.

—Hola, soy Andi. Quiero hablarcontigo. ¿Regresarás pronto a casa?Piiii, cric.

—Hola, soy Andi; llámame cuandollegues, he de hablar contigo. Piiii, cric.

—Hola, Andi otra vez…Marqué su número de teléfono, pero

tardaba en contestar.—Hola —dijo al fin—. Ah, eres tú.

Espera un momento, estoy al borde de lalocura.

Oí cómo dejaba el teléfono y

exclamaba, terriblemente enfadado: «¡Ala cama ahora mismo!». Pequeño Andise encontraba con él, seguro. En estecaso tardaría un poco. Esperé hojeandoel periódico pacientemente: sección dePolítica nacional… Internacional…Sociedad… Local… Local… Madrid…Pero ¿cómo no me había dado cuenta alleer el diario por la mañana?…

TRES GANSOS MUERTOSEN EL ZOO

En la madrugada de ayertres gansos fueron encontradosmuertos en el zoo. Aunque hastael momento se desconoce lacausa que ha provocado lamuerte de estas simpáticasaves, según fuentes consultadaspor la redacción de esteperiódico, la respuesta pudieraencontrarse en la aparición deun virus de efectos fatales. Losgansos «Careto» o «Moscovita»son aves sociables einteligentes que se crían en el

Ártico, y en invierno emigranhacia el sur. Según la teoría delvirus, este se encontrabaaletargado en el organismo delas especies mencionadas y sereactivó de pronto debido a lasituación climatológica: faltade lluvias, un veranoexcesivamente prolongado, yaltas temperaturas en plenootoño. Las mismas fuentesconsultadas han quitadoimportancia al triste suceso,catalogando el virus como«fácilmente aislable», por loque no es previsible una

epidemia. En torno a esta teoríase desarrollan lasinvestigaciones.

La información del camarerocoincidía con la nota de prensa. Tresgansos muertos, sí. Sin embargo, meresistía a creer que la policía estuvierametida en un asunto de semejantenaturaleza. Porque la policía andabametida, ¿o no andaba metida en aquelasunto?

La voz de Andi me hizo cerrar elperiódico en un movimiento mecánico.

—Perdona que te haya hecho esperar—dijo—. Me toca niño, ya sabes; me

toca todo el mes. Le acabo de dar lacomida y no se quería ir a la cama. Meviene bien que se duerma, así puedotrabajar. —Lo sabía.

—¿Cómo? No se oye bien.—Digo que lo sabía —subiendo el

tono de voz—. ¡Que lo sabía! ¡Te heoído hablar con él!

—Oye, antes de que me preguntes:en relación con el asunto del Delta, aunno he podido mirar en el archivo.

—Escucha, ¿has leído la prensa?Una cosa sobre gansos, gansos muertos.

—¿Gansos? Pues, no. Ya se va lavoz otra vez… ¿Cómo?… No, no oigonada, tira del cable. ¡Vaya cafetera que

tienes!—Qué quieres. He de avisar a la

telefónica para que lo arreglen, peroando siempre mal de tiempo. Y, además,se me olvida. ¿Se oye bien ahora? Tedecía que unos gansos…

—Para gansos estoy yo —la voz deAndi ondulaba, se alejaba y venía.

—Espera, busco la página y te leo lanota. No te retires, no tardo.

Dejé el teléfono momentáneamente ybusqué la página local del periódico.Pero cuando me dispuse a hablar conAndi, una voz ajena se habla introducidoen la conversación.

—Oiga, ¿servicio de sepelio?

Andi:—Esto es una conversación privada,

¿quién es usted?Voz ajena:—¿No es ahí la M-30, servicio de

sepelio?Andi:—No, ¡hasta ahí podíamos llegar!

María ¡Eh, María!… ¡Ya se me haperdido!

—Estoy aquí, Andi, te oigo, ¿nopuedes oírme?

Voz entrometida:—¿A qué teléfono llamo?Andi:—¿Cómo que a qué teléfono llama?

¿Es que marca usted a voleo?… Pero,vamos a ver, ¿usted quién es?, ¿adóndellama?, ¿qué quiere?… Yo estabahablando con una amiga, con unacompañera de trabajo, vaya; y de prontola he perdido. Tenía que decirle algomuy importante, ¡a ver qué hago ahora!

—Andi, soy yo, te oigoperfectamente, ¿con quién hablas?

Voz:—Verá, llamaba a los servicios de

sepelio de la M-30. Nos ha ocurrido unhecho luctuoso…

Andi:—¡Pero a qué número!…—Abonado 1085. Ha ocurrido

anoche; es decir, más bien demadrugada.

Andi:—No, no. No me refiero al número

de esa abominable sociedad. Digo que aqué teléfono llama.

—Al siete…—Pues, no, aquí no es. Este número

no empieza por siete.—Ah, ¿no?—No.—Entonces, ¿no hablo con el

servicio de sepelio de la M-30?—No, ya le digo. María, eh, tía,

¿dónde te has metido?—Andi, si estás ahí y me escuchas,

cuelgo y me llamas. No oigoabsolutamente nada y tenemos quecomentar el asunto de los gansos. Mepropongo investigarlo, ¿sabes? Tal vezencontremos una historia interesantepara el Delta; siempre sera mejor que untema viejo sacado del archivo…

Colgué, pero el teléfono quedómudo. Realmente urgía llamar a latelefónica. Por cierto, de nuevo mequedaba sin saber que quería Andi.

Un viejo amigoA la entrada del zoo apenas se veía

gente. Sólo un coche blanco seencontraba aparcado junto a los cactos,con dos hombres en su interior en actitudvigilante. Pensé que se trataba de un parde agentes de policía y, tras mirarloscon disimulo, me dirigí hacia laventanilla para sacar mi billete deentrada. Quería visitar los gansos,observarlos de cerca. Pero resultaríaimposible aquella tarde. Uno de losagentes salió del vehículo y,acercándose a mi, me explicóamablemente que el zoo estaba cerrado.

Con un gesto me invitó a mirar lataquilla, sin personal en su interior.

—Lo siento —exclamó el policía,siempre amable.

Sus palabras me disgustaronenormemente. Desplazarme hasta elparque zoológico había supuesto unalarga es pera en la cola de un autobús, ydespués el gasto de un taxi.

No estaba dispuesta a renunciar tanfácilmente. Insistí, protesté… El policíaempezaba a impacientarse. Me miro dereojo y, poniendo fin a la conversación,exclamó inflexible:

—Vuelva otro día.Sin otra opción, me dispuse a

retirarme, aunque con la intención demerodear por los alrededores. Y, al darla vuelta, oí una voz que parecíadirigirse a mí:

—¡Alicia!No me llamaba Alicia y continué mi

camino.—¡Alicia!Se trataba del otro agente, el más

joven, que había salido del vehículo yahora lo tenía frente a mi. Lo mirédesconcertada. Vestía un traje muyceñido, perfectamente planchado y degrandes rayas. Sus zapatos eran negros yrelucientes como el charol, y despedíaun fuerte olor a perfume. Me producía un

sentimiento de algo familiar, pero…¿quién era?

—¿No me reconoces? ¿No teacuerdas de mí? ¡Pero Alicia! —exclamó él.

—No me llamo Alicia, sino María,María Mayo.

—¡María Mayo! —exclamó entresorprendido y satisfecho—. ¿No merecuerdas? Haz memoria. Te daré unapista: Instituto Hermanos Pinzón. Alicia,Mabel, Juan, María Mayo y… García.

¡Diablos, García! Sí, ya lorecordaba. En la época del instituto,García era un adolescente siemprepálido y algo tímido, cuyo gusto en el

vestir apuntaba ya hacia el de unperfecto hortera. Desde entonces no lohabía vuelto a ver, y me sorprendíareencontrarlo convertido en policía.Nunca había sido un amigo de verdad;simplemente un conocido. Por eso, parasaludarlo sólo extendí la mano en ungesto de cortesía. Pero él tiró de ella yme estrechó entre sus brazos.

—¡Qué alegría, cuánto tiempo, cómote va! —exclamó.

—¡Cuánto tiempo, cómo te va, quéalegría! —respondí—. De manera quepolicía.

—¿Periodista?… Ah, periodista.Una vez finalizados los saludos, lo

miré abierta y francamente para decir:—Necesito saber qué ocurre aquí,

García; tú podrías ayudarme.Vi cómo cambiaba el gesto cordial

de su rostro y afloraba en sus ojos unaexpresión de desconcierto. Sus mejillasenrojecieron levemente y, después de unprolongado silencio, exclamó con ciertoaturdimiento:

—Entonces tú no has venido al zoopor… casualidad.

Le dije que no, y que siendo élpolicía, indudablemente tampoco.Comprendí tarde mi falta de tacto: elresto del tiempo García se mostródemasiado esquivo.

—Vamos, García —insistí—. Soyperiodista, sé que algo ocurre aquí…

Realmente no lo sabía, peroresultaba divertido. Y, por otra parte,aquel aturdimiento, aquella torpezainicial en sus palabras me hacíansospechar. Tal vez él sabía más de loque pretendía hacerme creer. Por esoacepté su invitación para ir a cenaraquella noche. Nos citamos a las diez.

Tenía un montón de asuntospendientes, pero, cuando llegué a casa,todo quedó postergado. Lo másimportante era prepararme para la cena.¡Y tenía tantas cosas que hacer alrespecto! Limpiarme el cutis con lechede pepinillos. ¿Dónde habría dejado laúltima vez la leche de pepinillos?…

En… Ah, ya, detrás de los libros deaquella estantería. No escatimaríaningún esfuerzo para deslumbrar aGarcía. Y un traje muy especial. Sí, mepondría un traje muy especial paraaquella velada. Y cuidaría el peinado.No, no escatimaría ningún esfuerzo. Miobjetivo era deslumbrar a García ysacarle todo tipo de información.Hummm. Comprendía a Mata Hari… ¿Yun chal?… No, un chal me parecíaexcesivo. Al fin y al cabo, el restauranteque le había sugerido era de poca monta.Uno chino escondido en un rincón deMadrid. No solía frecuentarlodemasiada gente y allí hablaríamos

tranquilos.

* * *

El restaurante estaba lleno. Al entraren él y ver aquella multitud, Garcíaexclamó irónico:

—¿No decías que apenas teníaclientes este restaurante?

No comprendía qué había podidosuceder. El público era joven en sutotalidad; parecía una excursión deestudiantes de provincias, o un viajecultural con la cena concertada; algo así.«Demasiado ajetreo para unaconversación tranquila», pensé. Pero

antes de que yo sugiriera querenunciáramos a este restaurante ybuscáramos otro lugar, García caminabaya entre las bolsas deportivas de losexcursionistas, sus paquetes y algunasprendas de abrigo. Todas las mesas seencontraban repletas, a excepción de unagrande y redonda para seis comensales;allí se sentó García, a pesar de queéramos solamente dos. Estaba situada alfondo del comedor, junto a un arquitoredondo, tapado con una endeble cortinaque se abría y bamboleaba cada vez queel personal del restaurante cruzaba porallí.

Una vez instalados, el uno frente al

otro en la amplia mesa, se acercó anosotros el camarero, un chinito jovende rasgos serios, y exclamó:

—¿Cuántos ustedes?—Dos. Sólo dos —respondió mi

acompañante.La atmósfera cargada de humo se

hacía irrespirable. García no parecíanotarlo.

—Bueno, aquí estamos —exclamógozoso cuando el chinito se marchó.Luego estiró los brazos sobre el mantely dejo al descubierto los puños blancosde la camisa, cerrados con dos extrañosgemelos en forma de ojos; dos ojosbrillantes y relucientes que me hicieron

pensar en el gusto de García,efectivamente hortera a la hora de vestir.

El chinito regresó. Colocó sobre lamesa una cazuelita de cristal con salsaroja y volvió a Preguntar:

—¿Venil más? ¿Cuántos venil?García me miró sorprendido y

después giró su cabeza hacia elcamarero para exclamar irritado:

—¡Dos, sólo dos! ¡Ya te lo hemosdicho antes! ¡Uno y dos!

Se llevó las manos al pecho y luegooriento un dedo hacia mí:

—¡Uno y dos! ¡Uno y dos!Aquel arrebato provocó un silencio

en el comedor, y un montón de ojos se

volvieron hacia nosotros. El camarero,tan sorprendido como yo, saliódisparado y despareció algo asustado, através de la cortina, que se quedobamboleando en medio del arquito.

Mi acompañante abrió la carta yempezó a leer el exótico menú. Pronto laabandonó sobre la mesa, me miro defrente y exclamó:

—Bien, ¿qué es lo que quieressaber? ¿Qué crees que sucede?… Estoydispuesto a ayudarte.

Me sorprendió tanto su inesperadocambio de actitud, que no supe cómoreaccionar. Él reiteró su oferta:

—Cuéntame lo que creas saber. A

ver qué piezas no te encajan. Te contarélo que desees, si está en mi mano.

Resultaba inquietante el cambio deactitud. ¿Por qué de pronto García mequería ayudar? Me preguntaba si erasincero o se trataba de una comediaestudiada. Quizás él había acudido aaquella cita con la misma intención queyo; es decir, para sacarme información.

Entonces, ¿él también se habíaarreglado de manera especial? ¿Se habíaabrillantado el pelo, repulido loszapatos, colocado aquel par de gemeloscon la intención de hacer también deMata Hari?… ¡Diablos! ¿Me encontraríasobre la pista de un interesante suceso?

… Hummmm. ¡No me fiaba ni mediopelo!

Iba a plantearle lo que pensaba, perouna mujer china de edad avanzada saliódesde detrás de la cortina y se acercóhasta nosotros.

—¿Cuántos venil? ¿Cuántos venil?—preguntó nerviosa.

La mujer no era sólo delgada, sinoescurrida también. Tenía el pelo teñidode oscuro, pero en la raya se veía suauténtico color, completamente blanco.García la miró nuevamente irritado.Aquello era el colmo.

—¡Dos! ¡Sólo dos! —exclamó en unnuevo acceso de cólera—. ¡Lo sabe el

chinito! ¡Se lo hemos dicho antes!¡Somos dos! ¡Uno y dos! No esperamosa nadie más.

La mujer se marchó corriendo,aparentemente asustada, y cruzó elarquito; la cortina, bamboleando, dejó aldescubierto el interior: una especie desala sin más muebles que un mostradoralargado, cargado de platos y bandejassucios. Al ver aquello, García exclamódespectivamente:

—¡Qué marranada!Contrariado por las preguntas de la

mujer, protestó:—¡Se están poniendo pesados los

chinos con tanta preguntita!

Se calmó, y yo aproveché paracomunicarle mis sospechas. Había leídoen la prensa lo del virus, pero no meconvencía. En mi opinión, la policíaestaba investigando el asunto de lamuerte de los gansos y esperaba que élme diera una explicación.

García iba a decir algo, pero elchinito se había acercado nuevamente anosotros y, bloc en mano, aguardaba aque le dictáramos el menú. Mi amigo yalo tenía elegido: ensalada china, aletasde tiburón, y pollo vermicelli… ¿Quésería pollo vermicelli?

—Plato lepleto de aroooooz —respondió el camarero, pronunciando

ligeramente la r en un esfuerzosobrehumano—. Y pollo con ajinomoto.

Yo pedí una ensalada china e intentéreconducir la conversación. Pero miacompañante se adelantó. Dijo:

—Lo que sucede es muy simple. Hanamanecido unos gansos muertos y pareceque la causa es cierto virus. La policíano investiga nada, y si hoy hemos estadovigilando la puerta del zoo, ha sidoporque la dirección del parque hacerrado la entrada sin previo aviso;nuestra presencia intentaba evitarcualquier posible alboroto. No ocurrenada más; te lo aseguro.

¿Qué juego se traía entre manos

García? ¡Diablos, por quién me tomaba!—¡Vamos! ¡Soy periodista! —

exclamé algo enfadada—. ¿Crees quevoy a tragarme una cosa así?

¡Horror, la china había regresado!¿Pero es que entre un chino y otro noiban a dejarnos hilar conversación?

—¿Nadie más venil? ¿Nadie más?—preguntó de nuevo.

—¿Qué le pasa a esta tía? —exclamó García cuando la mujer se diola vuelta para colocar unos tenedores enla mesa de al lado.

La china regresó a nuestra mesa yGarcía se dirigió a ella haciendo unesfuerzo de amabilidad:

—Somos dos, sólo dos. La comidaes excelente. No va a venir nadie más.Todo va perfecto; no hay problemas.

—¡Oh, si ploblema! —exclamó lamujer sin dar ninguna explicación, y tanmisteriosamente como antes, añadió:

—Ploblema venil —y de nuevodesapareció rápidamente detrás de lacortina.

—¡Pero qué pretende esta bellaca!,¿sacarme de quicio? —exclamó García,otra vez al borde del colapso.

Se calmó poco a poco y empezó aengullir a un ritmo trepidante las setas ylos arroces revueltos, las aletas detiburón y el pollo vermicelli. A ratos se

mostraba parlanchín y a momentossilencioso, pero no logré sacarleninguna información sobre el caso.Admitió que habían muerto más gansosde los que mencionaba el periódico,pero esto no aclaraba el misterio.

¿Me sentía indignada o simplementedecepcionada? Desde luego, no habíalogrado mi propósito, pero debíareconocer que tampoco había actuadocon demasiada inteligencia. Garcíanecesitaba saber si yo poseía algún datoque pudiera poner en peligro lasinvestigaciones de la policía; de esoestaba segura. Y, en lugar de utilizaresta duda para sacarle información, ledescubrí ingenuamente que desconocíatodo sobre el caso. Pero ¿me daría porvencida? ¡Diablos, no! Trazaría un plan.Investigaría por mi cuenta hastaencontrar un dato interesante y entoncesle propondría un cambio: yo le

entregaría el dato y él, García, mecontaría la historia de los gansos, todolo que la policía hubiera averiguado…Al menos lo intentaría.

La puerta del local se abrió, y seispersonas adultas fueron recibidas porlos estudiantes con risas y aspavientos.Se trataba de los organizadores de laexcursión, que se habían perdido y,después de una larga búsqueda, cuandoya nos encontrábamos en el postre,dieron con el restaurante. La crecientealgarabía hizo reaparecer a la mujerchina. Las mesas repletas, ¿dóndeserviría la comida a los organizadoresdel viaje? Miró a uno y otro lado hasta

que, inevitablemente, fijó los ojos ennosotros. Su expresión era decontrariedad.

—Ploblema llegal —parecía decirmientras se acercaba.

—¡Vámonos de aquí! —supliqué aGarcía. Pero él engulliría antes supostre. Primero las guindas y luego elflan, relamiéndose cucharadilla acucharadilla el almibarado caldillohecho con sirope.

Hacer de canguroTodas las noches, antes de ir a

dormir, solía repasar la cinta delcontestador automático. Pero en estaocasión había llegado a casa demasiadotarde —costó trabajo despedir a García—. Y, por eso, me dispuse a hacerlomientras preparaba el desayuno. Andihabía dejado más mensajes.

—Hola, soy Andi. Son las tres de latarde, ¿volverás pronto? Me urge hablarcontigo. Piiii, cric.

—Aquí la compañía telefónica.Estamos arreglando su línea, perdonenlas molestias. Cloc, cloc, cloc, piiiii.

—Hola, soy Andi. Son más de lasdiez de la noche; si llegas, no me llames,no estaré en casa. Intentaré localizarte,he de hablar contigo antes de las once.Salgo de Madrid, no puedo retrasarlomás. Cric.

—Hola, Andi otra vez. Llamo desdeun teléfono público. Son más de lasdoce. Voy a tu casa; es muy urgente. Piii,cric.

—Hola, Andi. La última vez que tellamo. ¿Se puede saber dónde te metes?Es más de la una y media de lamadrugada y, como no te he podidolocalizar, no me queda más remedio queactuar así. Lo siento. Ya te explicaré.

Cric, cric.Mientras preparaba el café, pensaba

en el comportamiento de Andi en losúltimos días. Sobre todo aquel últimomensaje telefónico me dejabaanonadada. Me preguntaba qué lesucedía y por qué no hablaba claro deuna vez. Por qué me pedía disculpas, y aqué se refería cuando decía que no lequedaba más remedio que actuar deaquella manera. ¿De qué manera? ¿Quéhabía querido decir? La vecina de allado me sacó de dudas. Llamó a lapuerta y, cuando abrí, me hizo saber quela noche anterior alguien le había dejadoun niño para que me lo entregara.

—¿Un niño? —exclamé extrañada.—Lo dejaron en mi casa —dijo la

mujer llena de perplejidad.Entró en su domicilio y, en un

instante, regresó con él. Pequeño Andi,no cabía la menor duda. Se parecía a supadre en los rizos, y en la forma oblicuade la nariz. La vecina hizo que el niñodiera un paso al frente y yo le tomé de lamano. Me disculpé por las molestiascausadas al no encontrarme en casa lanoche anterior cuando Andi le hizoentrega del pequeño, y me despedí tanperpleja como ella.

Pero ¿y el padre del niño? ¿Habíadicho cuándo pasaría a recogerlo? ¿No

había dicho nada acerca de regresar?La mujer me miró de arriba abajo y,

todavía más perpleja que antes, encogiólos hombros para decir que no lorecordaba. Ahora si que nosdespedimos.

¡De manera que esto era lo que setraía entre manos Andi!

¡Por eso me dejaba grabadosaquellos extraños mensajes! ¡Teníamiedo de que me negara a hacerle decanguro!

Pequeño Andi apretaba su manecillacontra la mia… Pero ¿y su padre?¿Cuándo volvería a recogerlo? Almenos llamaría para darme una

explicación. Además me urgía hablarcon él. En el zoo había gato encerrado;no me cabía la menor duda. Y no estabasegura de poder realizar todo el trabajosola.

* * *

En esta ocasión sí logré ver losgansos. La entrada del zoo presentaba unmovimiento normal de personas quellegaban en autocares, taxis o en elservicio de transporte público delparque, para visitar el zoológico. Unasmujeres de edad avanzada se habíansentado sobre los enormes maceteros de

cactos y charlaban animadamente,mientras la mayoría de la gente esperabasu turno de entrada formando una largacola.

Pequeño Andi hablaba poco y medaba la mano caminando a pequeñospasitos. Me preguntaba qué haría con elsi empezaba a llover. De pronto habíadescendido la temperatura y aquellatarde se había convertido en la primera,realmente, del otoño. El cielo, cubiertode grandes nubarrones oscuros, y el airehúmedo y frío presagiaban una intensalluvia.

La tarde era desapacible para visitarel zoo, pero allí me encontraba con el

pequeño de la mano, para continuar misinvestigaciones.

No resultó difícil dar con los gansos.Los había de plumas blancas, marronesy grises, incluso de rayas, y todosparecían muy simpáticos, ¡y bastantealborotadores! Algunos se habíanescapado de su pequeño recinto decésped verde y andaban de un sitio paraotro entre los visitantes del zoo.Parecían diminutos paseantesemplumados que caminaban entre elpúblico con prestancia y naturalidad.Pequeño Andi caminaba entusiasmado.Abandonó mi mano y, metiéndose en elrecinto de los gansos, corrió tras ellos

cogiéndoles el pico, agarrándoles lasplumas y tirándoles de la cola. Las aves,asustadas, no dejaban de correr y saltar,clocloteando y chocando unas con otras.

Con dificultad saqué al pequeño delespacio vallado y luego eché unaprimera mirada escudriñadora a mialrededor. El panorama parecía bastantedespejado. No se veía ningún policía y,desde luego, ni rastro de García. Estome decepcionó en un primer momento,pero aún era pronto; continuaríavisitando el zoo. Tal vez encontrara unapista, algo de interés a lo largo delpaseo.

Una vez frente a los búfalos hindúes,

Pequeño Andi no se quería marchar. Losbúfalos estaban atrincherados detrás deuna especie de inexpugnable fortalezaque los alejaba mucho de nosotros. Y,además, dormían como verdaderasmarmotas. Pero al pequeño le gustabaver cómo dormitaban y oír su hoscarespiración: emitían extraños sonidos yexpulsaban vapores por la boca. El niñose agarraba con fuerza a los hierros dela baranda y se negaba a continuar elcamino.

¡Diablos, teníamos que seguiradelante! ¡Eh, había enormes ososblancos un poco más allá! ¡Vamos, sicaminábamos hacia arriba,

encontraríamos muchos y auténticososos gigantes!

Pequeño Andi, al fin, se decidió acaminar, pero frente a los osos volvió aquedarse extasiado.

—¡Hola, oso! —exclamo al ver eloso grandullón.

—¡Hola, oso! —gritó un grupo decolegialas que se había acercado.

—¿Qué preferís? ¿Venir al zoo oasistir a la fiesta del colegio? —vociferó una de las niñas.

—¡Venir al zoo! ¡Venir al zoo! —gritaron las demás entre risas yaspavientos.

—¡Mirad los osos están verdes! —

exclamó la colegiala más habladora.Se echó materialmente sobre la valla

para observar los osos de cerca, y lomismo hicieron las demás niñas.También yo me aproximé a la valla paramirar los osos. Uno, enorme y blanco,movía la cabeza hacia ambos ladoscomo un autómata. Sus patas parecíaninmóviles, como pegadas en el suelo, yno dejaba de mover la cabeza una y otravez. El oso grandullón, y otros quedormían o jugaban más alejados, teníanen la zona de los glúteos una manchaverde extendida como un mapa. Era unverde musgo, producido por las ovas yotras algas que crecían a la orilla del

lago artificial donde ellos se bañaban.—¡Pobrecitos, están verdes, se van a

morir! —exclamo de nuevo la mismacolegiala.

La niña hablaba con talconvencimiento que me hizo sonreír. Elgrupo escolar se alejó y Pequeño Andi,absorto en los osos, de nuevo se negabaa seguir el camino.

La historia se repetíaconstantemente. Cada vez que nosdeteníamos a ver una especie nueva —osos, rinocerontes, pájaros o jirafas—,el pequeño se quedaba absorto y nohabía manera de hacerle caminar. Seagarraba a los hierros, a los palos o a

los alambres que rodeaban las distintasfamilias, y me veía obligada a tomarloen brazos para continuar el camino.

Dijo que quería pis, y esto mepermitió alejarlo de los avestruces y delaterciopelado ocapi sin que organizaraninguna trifulca. Luego caminamosrecinto arriba hasta llegar al pabellón delos monos. ¿Aquella especie de pozogrande recubierto de hormigón no era elpabellón de los monos? En efecto, en élhabía un montón de estructuras para quesaltaran, treparan y jugaran haciendoequilibrios. Pero se encontraba vacío.

En un zoo, uno de los pabellonesmás visitados por el público es el de los

primates. Resultaba extraño no verlospor allí. Se echaba de menos el ruidoque hacían, la algarabía que formabanjugando unos con otros, trepando poraquellos cables y aquellas estructurasahora vacíos… Resultaba sobrecogedoraquel silencio sepulcral.

De nuevo miré a mi alrededoroteando el panorama. Ni huella depolicía. Pero ¿y los monos?…

Cabras, serpientes, elefantes, ñus,panteras, leopardos, llamas, leones…Pequeño Andi nunca se quería marchar.

¡Eh, hacia arriba había otrosanimales que le iban a gustar más!

Hipopótamos, rinocerontes,

camellos, osos del Tíbet, guanacos…Pequeño Andi pretendía quedarse avivir para siempre con cada uno deellos.

Frente a Chu-lin lo dejé largo rato.Habíamos recorrido la zona principaldel parque y yo estaba muy cansada. Ymucho más cansado debía deencontrarse el pequeño. A falta de unasiento cercano, descansaríamos sobreel redondel de troncos de madera querodeaba a los pandas.

Un papá acompañado de sus treshijos intentaba llamar la atención delpanda bebé.

—¡Eh, Chu-lin! —gritaba una y otravez.

Chang-Chang, el panda grande,separado por una tela metálica, sedivertía subiendo y bajando del troncode un árbol. No sucedía así con Chu-lin;este no se movía. Ni siquiera parecíarespirar.

—¡Eh, Chu-lin! —gritaron tambiénlos niños. Pero Chu-lin seguía inmóvil;ni un leve parpadeo.

—Está enfermo —dijo un empleadoque entraba en aquel momento en el

jardín del panda benjamín. Dio variasvueltas alrededor de él, y limpió elsuelo de las ramas y hojas secas quepodían molestarle. Cuando salió, elpapá le preguntó:

—¿Es verdad que está enfermo?—Sí, bastante enfermo —respondió

el empleado.—Está malito; por eso no se mueve

—dijo el papá a los niños,infantilizando la voz.

—Se hace todo lo que se puede,pero ni come, ni juega, ni se mueve; nomejora —continuó el empleado.

Al oír aquellas palabras, los tresniños estallaron en un océano de llanto.

—¡Aaaaaaag! ¡Aaaaaag!¡Aaaaaaaag!

—¡Vamos, peques! —exclamó elpapá, tomándose a broma la reaccióninfantil.

Para quitarle importancia a laenfermedad del animalito, añadió:

—¡No se va a morir!Pero, al oír la palabra «morir», los

niños arreciaron el llanto:—¡Aaaaaaaaag! ¡Aaaaaaaaag!

¡Aaaaaaaaaag!—No, no se va a morir ni nada —

repitió el empleado, asombrado poraquel llanto.

—¡Aaaag! ¡Aaaag! ¡Aaaaag!

—Lo cuidarán, ya veréis que locuidarán —exclamó el papá.

—¡Aaaaaag! ¡Aaaaaag!—¡Que no va a pasarle nada, ya

veréis que no! —se rascó la cabeza elempleado—. Estos niños… —añadió. Yse alejó caminando lentamente.

Con Pequeño Andi protestandoporque prefería quedarse con lospandas, anduve detrás del empleadohasta que logré entablar unaconversación. Le pregunté por losmonos. ¿Estaban en alguna otra parte?Como empleado del zoo, ¿podíaindicármelo él?

—¿Los monos? ¡Ah, sí, los monos!

—exclamó el hombre, sorprendido. Serascó la cabeza y señaló hacia elpabellón vacío.

Los monos no estaban en el pabellónvacío, y tampoco en ninguna otra zonade las que habíamos visitado; ¿podíadarme una explicación?

El empleado me miródesconcertado, o desconfiado quizás, yyo exclamé prevenida:

—Verá, el pequeño quiere ver losmonitos y…

—Mire —respondió el hombre—,yo no sé nada. Durante algunos días nohe aparecido por aquí. Por enfermedad,claro. A veces se hacen cambios.

—¿Cambios? ¿Qué clase decambios?

El empleado no respondió. Dijo quelo excusara y se metió en el círculo delos pingüinos y las focas, a los que otroempleado les estaba echando de comer.Tiraba colas de pescado al aire y lasfocas, realizando verdaderos ejerciciosgimnásticos, se tiraban a la piscina paracogerlas. Las más ágiles saltaban más ycogían al vuelo más colas de pescado.Resultaban cómicos aquellosmovimientos, y el público daba muestrasde pasarlo divertido. Especialmente ungrupo de mujeres.

—¡Mirad, mirad ésa, cómo se tira la

loca! —gritaban y se carcajeaban.—¡La gorda parece que lleva

peluca!Se referían al elefante marino, una

inmensa mole que no se atrevía a saltardesde el trampolín. A ambos lados de lacabeza tenía cierta flaccidez sebácea enforma de peluquín, y esto le daba unaspecto bastante cómico. De prontosaltó tras una cola de pescado y, cuandocayó en la piscina, el agua se disparó entodas direcciones y nos puso perdidos.Las mujeres no dejaban de reírse acarcajadas, a pesar de que el agua leshabía empapado la ropa.

Pequeño Andi se asustaba del

continuo chapoteo y yo aproveché paraalejarnos de allí.

Iba siendo hora de marcharse. Giréen dirección a la puerta de salida yentonces sentí la sensación de queGarcía es taba cerca. Algo me hacíasentir aquella sensación. ¿Qué era?¡Diablos, su perfume!

Con el pequeño de la mano seguícomo un perro cazador el rastro delperfume, y este me condujo hasta lasalida. En aquel instante lo vi. Se dirigíatambién a la puerta, y hube de retrocederpara no chocar con él en la estrechez deltúnel. En el exterior lo esperaban otrosagentes.

Junto a los cactos había un cocheblanco preparado para partir, con dospolicías sin uniforme sentados en laparte delantera. En el asiento de atrástambién se encontraba un policía, peroe] otro hombre no tenía aspecto dedetective. Me acerqué más y descubríque el hombre iba esposado… Cuandoel coche dio la vuelta, observé que sucara era regordeta y colorada, y que supiel rezumaba sudor por todos losporos. Un hombre regordete y sudoroso,detenido y esposado… García lo siguióen otro coche blanco… ¿Habríadescubierto algo importante?

Tomé un taxi y le pedí al taxista que

siguiera los dos coches blancos. Sinninguna pregunta impertinente, elconductor empezó a conducir sorteandolos cactos y las plataneras, lasseñalizaciones y los olmos, las encinastristes y las acacias alegres por el cantode los gorriones. Las ruedas sedeslizaban sobre las hojas amarillas delos álamos, caídas al suelo y henchidascon el brillo de las primeras aguas delotoño.

* * *

Los coches de la policía se alejaronde la Casa de Campo y, tras un breve

recorrido por la ciudad, aparcaron a lapuerta de una comisaría. García y losdemás se internaron en ella, y yodespedí el taxi y entré en un bar situadoen la acera de enfrente, desde dondepodía vigilar si García y los otrosagentes, o el hombre esposado, volvíana salir.

Me preguntaba sobre qué asuntointerrogarían al detenido. ¿Lo dejaríanlibre pronto o pasaría allí la noche?

Pequeño Andi daba muestras decansancio. Sentado frente a mí, en unabutaca de eskay rojo, se entreteníatirando al suelo las migas de un paquetede magdalenas. Derramó el vaso de

leche y empezó a ponerse impertinente.Comprendía su cansancio. ¡Pobrepequeño! Pero teníamos que continuaren el café; vigilaría la puerta de lacomisaría, al menos, durante un ratomás.

Al cabo de un tiempo que se me hizointerminable, el detenido salió de lacomisaría libre, sin policías ni esposas.Se detuvo algo nervioso en medio de lacalle y de un bolsillo de la chaquetasacó un pañuelo para limpiarse la frente.Se arregló la corbata y empezó acaminar. Pagué la consumición y, con elpequeño en brazos, seguí tras él.

Tomó el metro, y nosotros también.

Se bajó en Tirso de Molina. Allídeambuló unos minutos, aparentementedespistado. Consultó su reloj y entró enuna cafetería. Mientras él pedía unacerveza en la barra, yo me senté con elpequeño en uno de los bancos de laplaza. El frío se dejaba sentir conintensidad. Era obvio que el tiempohabía cambiado.

También parecía obvio que aqueltipo regordete y sudoroso tenía que vercon el caso. De lo contrario, ¿por qué lapolicía lo había esposado para llevarloa la comisaría? Sin embargo, acababande soltarlo. Hummmm… ¿Habíademostrado su inocencia, o lo habrían

dejado libre para vigilarlo como yo?…Miré hacia la cafetería y vi un hombrecon pinta de detective. Era un agentealto y más bien delgado, bien vestido,que se había situado cerca de la entraday disimulaba escondiendo su rostrodetrás de un enorme periódico…

El hombre regordete no tardó ensalir de la cafetería. Pero, en lugar dereemprender su camino, se acercó alpuestecillo de una pipera —que seencontraba vendiendo a la intemperie,en medio de la plaza—, comprócigarrillos y, ahora sí, se marchó aceraarriba.

El agente alto y delgado dobló elperiódico y echó a andar en la mismadirección.

¡Cómo me hubiera gustado seguirlos!Pero el pequeño se había dormido enmis brazos y tenía que llevarlo a casa.Pensaba en la dura jornada a la que lohabía sometido. Caminarse el zoo

completo no era el ejercicio adecuadopara casi un dulce bebé. No, no lodespertaría para continuar con misinvestigaciones. Me fastidiabaenormemente, pero debía renunciar.

—¡Taxi! ¡Taxi!Una vez en el interior del coche…—Espere aquí, por favor, no

arranque aún.El taxista protestó. Estábamos en

medio de un cruce y obstaculizábamos lacirculación.

—Aguarde un momento, se lo ruego.Un tipo pequeñajo se acercó a la

pipera. Yo lo conocía… Era un hombrede aspecto peculiar. De perfil tenía una

frente prominente, pero, si uno lo mirabadesde atrás, su cabeza parecía un círculoplano y peludo. También comprabacigarrillos. Cuando se dio la vuelta,pude ver su cara oscura y cetrina llenade pequeñas cicatrices… Sí, lo conocía.¡El camarero que servía la terraza delVerde Café! Mordía, además, un palillode dientes… ¡Diablos, esto sí que era unverdadero hallazgo!

El taxista protestó de nuevo.De acuerdo, de acuerdo, ya nos

podíamos marchar.

* * *

Cuando llegamos a casa, el teléfonosonaba de manera persistente. Abrí lapuerta, dejé al pequeño dormido sobremi cama y corrí a contestar. «Seguro quese trata de Andi», pensé. Y así era.

—¡Eh, soy yo! —exclamó—. Teestarás preguntando que dónde me habrémetido.

Su voz llegaba muy lejana, comoenterrada.

—¡De manera que eres tú! ¡Ah,Andi, a estas alturas no sé ni cómo teatreves a llamarme por teléfono! ¡Pocavergüenza tienes! ¿Crees que puedeshacerme una cosa así?… Aaaaaaa…¿Cómo dices? ¿Que estás en Santander?

¿Y se puede saber qué haces tú enSantander?… Ffffff… ¿En un bosque?¿Y qué se te ha perdido a ti en esebosque?… Zzzzzzz… No, si dejo que teexpliques. Lo que sucede es que no mevale ninguna explicación. Comprenderáscómo me siento… Xxxxxxx… ¿Quecómo me siento? ¡Estoy que trino!Porque me has utilizado. Sí, has abusadode mi paciencia. ¡Oh, sí, cómo me hasutilizado!… Vvvvvv… ¿Que no me hasutilizado? Sí, lo has hecho. A las cosashay que llamarlas por su verdaderonombre… Ssssss… No, claro que no meparece mal que te vayas a Santander afotografiar grullas en ese pintoresco

bosque. Lo que me parece fatal es queme dejes a tu hijo en casa de una vecina.Y sin previo aviso. Cuando te envían unpaquete por correo, al menos te avisanpara que vayas a recogerlo… Bbbbbb…¡Pues claro que tu hijo no es un paquete!El hace pis y come tres veces al día. Yahí está la dificultad. ¿Puedes acasoimaginar el esfuerzo que supone para mísometerme a esa disciplina diaria?…Jjjjjj… ¿Cómo dices?… Hhhhh… Tú,¿qué crees? ¡Pues claro que le doy decomer tres veces al día!…Mmmmmmm… ¡Ya sé que tú le dastodos los días de comer las veces quehace falta! ¡Pero, diablos, tú eres su

padre!… Yyyyy… ¡Y qué culpa tengo yode los problemas con tu mujer!…Tttttt… ¡Prepárate cuando vuelvas!…¿Cómo?… ¡Nada de eso! Mi teléfono seencuentra en perfecto estado. Lo hanarreglado ya; el que no funciona es eltuyo… Rrrrrrrr… ¿Cómo dices? ¿Queno me hablas desde un teléfonocorriente? Entonces, ¿desde dónde mehablas? ¿Que estás en un bosque?¿Desde un casco teléfono? ¿En el fondode una gruta? ¡Pues ese trasto es lo quefalla!

Se perdió la voz por completo.¡Diablos con Andi! Bosque, grutas,grullas, ¿quién le encargaría semejante

trabajito? Y… ¿regresaría a tiempo deayudarme en el reportaje que pretendíarealizar sobre la muerte de los gansos?

Aquella noche no pude cumplir conlas recomendaciones de Andi: no logrédespertar al pequeño para darle decenar.

Yo no tenía apetito. No sólo por elcansancio; sobre todo por aquellaobsesión. Mi mente no dejaba de darlesvueltas a los acontecimientos del día.Tenía la sensación de que todos misdescubrimientos se relacionaban con elcaso, de que había averiguado cosasimportantes. Pero no sabía por qué, niqué conexión existía entre unas y otras.

Y esto me producía una granincertidumbre.

Me preparé un emparedado de quesoy un vaso de leche con cacao y, una vezmás, analicé los datos. ¿Qué teníarealmente?

En primer lugar, un montón degansos muertos y la seguridad de que lapolicía investigaba el suceso. Sí, Garcíase encontraba metido hasta el cuello enaquella investigación.

En segundo lugar, un hombre habíasido detenido, y posteriormente puestoen libertad. ¿Quién era? ¿Estabarelacionado con la muerte de losgansos? ¿Había provocado directamente

estas muertes? Y en este supuesto, ¿porqué? Y, sobre todo, ¿cómo lo habíalogrado?… ¿Se trataría de un psicópata?… No. Tenía cara de hombre bebedordebido al color rojizo de sus mejillas,pero no de psicópata…

Y, por último, había descubierto auno de los camareros del Verde Cafécomprando cigarrillos, aparentemente,en el puesto de una pipera. Nada deextrañar, de no ser porque esa mismapipera acababa de venderle cigarrillos,aparentemente también, al hombreregordete. Me preguntaba si serelacionarían estos dos hechos, si elcamarero y el hombre regordete eran

cómplices de algo, y la falta derespuesta me producía un enormedesasosiego.

Ya en la cama, aunque deseabaolvidarme de todo y descansar, la menteno me obedecía. Cerraba los ojos eintentaba atrapar el sueño, pero esterevoloteaba como una mariposa. Eraimposible, no lograba dormir. Melevanté de madrugada y, empujada poraquella obsesión, pedí un taxi porteléfono y me dirigí a la Casa de Campo,a aquellas horas oscura como la boca delobo y sin un alma.

Una vez sola en medio de laoscuridad, me preguntaba qué esperaba

encontrar… e instintivamente dirigí lospasos hacia el Verde Café. Algo alejadaaún, vislumbré un tenue resplandor.

Me acerqué más, y entonces vi quealguien entraba y salía, portando algosobre los hombros. Más de cerca, logréverlo nítidamente. Era un individuopequeño y desgarbado, que sacaba deuna furgoneta unos sacos de tamañomediano y los introducía en el café. Lafurgoneta estaba semiescondida entreunos matorrales, lo que obligaba al tipopequeñajo a caminar unos cuantosmetros con los sacos sobre el hombro.Me aproximé a la ventana y, a través desus sucios cristales, observé cómo el

individuo tanteaba una trampilla ybajaba a lo que debía de ser el sótanodel café. Allí dejaba los sacos, yregresaba a la furgoneta a buscar otros.

Al principio no me di cuenta, perode pronto lo conocí. De perfilpresentaba una frente prominente y,mirándolo desde atrás, su cabezaparecía un círculo peludo y plano.Además mordía un palillo de dientes…¡El camarero que servía la terraza!¡Diablos! ¡Luego estaba implicadotambién!… Ahora comprendía algunascosas.

El hombre regordete no se acercó ala pipera para comprarle cigarrillos,

sino para entregarle algo; un objeto. Lacompra de cigarrillos había sido sólo unpretexto. El camarero se acercó a lapipera para recoger dicho objeto, y elpaquete de cigarrillos que adquirióhabía sido también un pretexto, unsimulacro… Luego, efectivamente, erancómplices. Pero cómplices…, ¿de qué?Y la pipera, ¿estaría también implicada?Y, por otro lado, ¿qué clase de objetoera el que uno había entregado y el otrorecogido?

Pensaba que, ateniéndome a lo queestaban viendo mis ojos, el objeto encuestión debía de estar relacionado conaquellos sacos; es decir, con lamaniobra de sacarlos de una furgoneta ymeterlos en el sótano del café. Quizá setrataba de la llave de la furgoneta, o delgaraje donde se encontraba guardada lafurgoneta. Esto era una posibilidad. Perosi la operación consistía en sacar lossacos de un lugar para meterlos enotro…, lo más probable era que lasupuesta llave abriera uno de estos doslugares. Ahora bien, el camarerotrabajaba en el café, y era lógico pensarque la llave de entrada estuviera

cotidianamente a su alcance… Entonces,la presunta llave abriría ¡el lugar deprocedencia de aquellos sacos!… ¡Megustaba la idea! ¡Algo me decía que meacercaba a la verdad!

Cuando el camarero ocultó los sacosen el sótano, bajó la trampilla, apagó laluz del café y cerró la puerta de entrada.Luego, alumbrándose con una linterna,se subió en la furgoneta, la puso enmarcha y, haciendo el menor ruidoposible, se alejó de allí.

De nuevo me había quedado sola enmedio de la oscuridad. Era una nochesin luna, y el cielo y el vacío se uníanformando una negra y gigantesca

oquedad. Caminé sin miedo entre lassombras fantasmales de los árboles ybusqué la salida más próxima de la Casade Campo. Otro taxi me trasladaría acasa.

Al día siguiente localizaría a Garcíapara proponerle un trato: yo le contaríatodos mis descubrimientos y, a cambio,él me daría el resto de la información.

Llegué a casa y, ahora sí, en uninstante me quedé dormida.

* * *

Al despertar, corrí al teléfono:—¿Comisaría X-1 del distrito

quince? Por favor, ¿el agente García?—…—Sí, muy urgente. Que me llame

cuando llegue. Gracias.Pequeño Andi, sentado en el suelo,

sacaba libros de una de mis estanterías,y jugaba a romperles las hojas yesparcirlas por el suelo.

Esperaba la llamada de Garcíadesde hacía más de cuatro horas, perono daba señales de vida. Durante estetiempo no dejé de llamarlo por teléfono.Mis esfuerzos habían resultado inútiles.La voz de un policía siempre mecontestaba que no se encontraba en eldespacho.

—Oiga, es muy urgente. De verdad,necesito hablar con él inmediatamente.

—Sí, sí, le hemos pasado el recado—respondía la voz—. Lo siento.

García se negaba a hablar conmigo;era evidente. Claro que él no podía niimaginar siquiera mis descubrimientos.

Lo volvía a llamar y la misma vozsiempre repetía:

—Lo siento, no está.Pequeño Andi lanzaba hacia arriba

las hojas de mis libros, y estas volabanpor la cálida atmósfera de la habitacióny luego e caían al suelo y se adherían alparqué.

—¡No, no se arrancan las hojas de

los libros! ¡Vamos, vamos, juega con elosito!

Llamaba otra vez a la comisaría yvolvía a recibir la misma respuesta:

—No ha llegado todavía.—¿El agente García?—Se encuentra de servicio. Lo

siento, aún no ha llegado.Más «lo siento», «no ha llegado», y

la mañana que se iba. Y, «si, sí, dígaleque es urgente». ¿Me daría por vencida?¡No! Pero ¿qué podía hacer? Algo,desde luego, y de manera inmediata yeficaz. Me urgía intercambiar lainformación con García antes de que élmismo descubriera lo del camarero. Si

él lo descubría por su cuenta, nunca mefacilitaría los datos que yo desconocía,y que tanto necesitaba para mi reportaje.

Di vueltas y vueltas barajandodistintas posibilidades, y llegué a laconclusión de que lo más eficaz seríadejarle un nuevo recado telefónico. Peroesta vez sería un recado muy especial.Envolví el teléfono en un pañuelo paraque mi voz no fuera reconocida y, unavez más, marqué el número de lacomisaría.

—¿Comisaría X-1 del distritoquince? Escuche con atención: el agenteGarcía, que en la actualidad investiga elasunto de los gansos, se personará en el

Verde Café, junto al lago de la Casa deCampo, esta tarde a las seis. De nohacerlo, se atendrá a ciertasconsecuencias que… pondrían enpeligro su vida… ¿Me ha oído?… Estatarde a las seis.

Llamé en varias ocasiones paradejarle el mismo recado; repetirlo loharía más creíble. Pensé que un mensajede esta naturaleza inquietaría incluso alos policías más experimentados. Pero¿acudiría García a la cita? ¿Produciríaen él la suficiente preocupación?

En el Verde CaféA las seis en punto de la tarde el

Verde Café se encontraba rodeado depolicía motorizada, coches patrulla,jeeps y hasta una ambulancia. Elmensaje había surtido su efecto. Mealegre, pero me pareció excesivo aqueldespliegue policial. Especialmente, laambulancia me tenía intrigada. ¿Para quénecesitaría García una ambulancia?¿Qué creería que le iba a suceder?

Había empezado a llover. Era unalluvia tempestuosa que formaba grandescharcos y riadas, haciendo intransitableslos caminos de tierra de la Casa de

Campo. Dentro del café, Garcíaobservaba el espectáculo del agua através de la ventana. ¡Cómo caía yremovía las remansadas aguas del lago!¡Con qué ruido ensordecedor!

Vestía una gabardina de anchocinturón y grandes botones de ancla. Elcuello lo mantenía subido, pero lassolapas algo abiertas dejaban ver elenorme nudo de su corbata. Estabasentado junto a una mesa, bajo laventana. Al verme, se levantó de unbrinco, y abrió los ojos tan sorprendidocomo si acabara de descubrir a unfantasma.

Me miraba como a una aparición sin

saber cómo reaccionar. Le sonreí, y éltitubeó antes de preguntarme si meencontraba allí de manera fortuita.Respondí que no me encontraba en elVerde Café por casualidad y, con vozfirme, le pedí que se sentara. Lo dudópero, aunque sorprendido, siguió misinstrucciones y yo empecé mi relato.

Le hablé de mi segunda visita al zoo.Del hombre regordete, detenido,esposado, y trasladado a la comisaríapor él y otros agentes. Los seguí en untaxi. Y, cuando el hombre salió de lacomisaría, ya sin esposas, caminé tras élhasta la plaza de Tirso de Molina, dondedescubrí algunas cosas importantes,

seguramente relacionadas con el asuntode los gansos…

Bien, ¿qué me decía? ¿Deseaba quecontinuara narrándole los hechos?

García me miró desconfiado, yapenas balbuceó unas palabras:

—Entonces el mensaje telefónicocitándome aquí…

—Yo te dejé ese mensaje —exclamémirándolo de reojo.

—Debí suponerlo —dijo él sin dejarde titubear.

—¡Diablos, no me dejaste otrasalida! ¡Te negabas a hablar conmigo!¡No contestaste ni a una sola de misllamadas!

Lo miré de reojo nuevamente y, alver su gesto de contrariedad, medisculpé por el mensaje amenazador quele había dejado por teléfono. Luego leplanteé el interés que tenía para ambosrealizar un intercambio informativo.Para convencerlo de que misdescubrimientos eran importantes, leadelanté algunos datos. Le hablé de lapipera. De cómo el hombre regordete sehabía acercado a ella, aparentementepara comprar cigarrillos. Pero no eraasí, porque inmediatamente después seacercó a la pipera un individuo que …

Le contaría todos, todos misdescubrimientos si él, a cambio, me

contaba la historia completa de losgansos. ¿Qué le parecía el trato?

García no daba crédito a lo que oía.A medida que yo hablaba se ibadibujando en su rostro un gesto deprofunda contrariedad. Contrariedad,indignación… Al mencionarle a lapipera, vi en sus ojos una expresión deauténtico rencor.

Un agente de la policía tambiénsiguió los pasos del hombre regordetehasta la plaza de Tirso de Molina —García se vio obligado a admitirlo—,pero no se percató del asunto de lapipera. El agente interpretó que elhombre se había acercado a ella sólo

para comprar cigarrillos. Admitir queeste policía se había equivocadoproducía en mi viejo amigo un enormefastidio.

—El hombre no se acercó a lapipera para comprar cigarrillos —insistíyo—. Lo que hizo, en realidad, fue dejaruna llave… Una llave que, momentosdespués, recogió ese otro individuo. Unindividuo de frente prominente y cabezaplana que solía morder un palillo dedientes. Yo lo conocía, conocía suparadero y se lo comunicaría enseguidasi él me contaba, al fin, la historia de losgansos.

García se levantó de un brinco, muy

enfadado, y exclamó:—¿Chantaje a mí? ¿Extorsiones y

timos? ¡No ha nacido todavía la personacapaz de coaccionarme así!

Desabrochó los botones de lagabardina y se aflojó el nudo de lacorbata. Aquel acceso de cólera leprodujo un ligero sudor. Se limpió elrostro con un pañuelo y estalló denuevo:

—¡No, no ha nacido aún esapersona! ¡Qué te parece la amigaperiodista! ¿Sabes lo que haré?…

Acercó su rostro exaltado al mío ycontinuó:

—Mandaré a un par de policías para

arrestar de inmediato a esa pipera. No tenecesito para averiguar quién es elindividuo que recogió la presunta llave,suponiendo que la historia que mecuentas sea cierta. La mujer hablará. ¡Yomismo la interrogaré! ¡Le retorceré elcuello, si es preciso, y cantará como unagolondrina!

—¿Estás seguro?Respondió que estaba

completamente seguro. No necesitaba miayuda. Y, por otra parte, tenía queandarme con cuidado: la policía podíaacusarme de haber amenazado a uno desus miembros con cierto mensajitoque… Si ejercían esta acusación contra

mí, me caerían unos cuantos años.—¡Vamos, García, no hablarás en

serio! ¡Ni tú puedes creerte una cosaasí! —exclamé algo enfadada. Le estabaofreciendo información, ¿por qué semostraba tan tozudo? Intenté explicarlela situación.

En primer lugar, no merecía la penamandar a dos agentes a la plaza de Tirsode Molina para detener a la pipera. Siesta había sido utilizada sinconocimiento real de lo que hacía, denada serviría la detención. Y si tambiénestaba implicada, ¿creía García queestaría esperándolo tranquilamente consu puestecillo en medio de la plaza?

Desde luego que no, la golondrinahabría volado.

En segundo lugar, se guardaría muybien de ejercer contra mí ningunaacusación porque él, sí, García, sería elmás perjudicado. Yo sólo intentabaayudar facilitándole datos muyimportantes. Pero él se negaba a hablarconmigo. Si el asunto del mensaje salíaa la luz pública, se vería obligado a daralguna explicación. Además, no estababien acusarse entre viejos amigos.

Y, por último, tenía en mis manosuna información importante. Si senegaba a hacer un trato conmigo,publicaría mis datos en la prensa del día

siguiente.García tragó saliva. ¿Y si la

publicación ahuyentara a algunos de losimplicados?… ¿Seria capaz de actuarasí? ¿Sería capaz de poner en peligrolas investigaciones de la policía?

Respondí que no, si llegábamos a unacuerdo. Bien, ¿qué decidía?

Hacía rato que dos agentes habíanentrado en el café y permanecíansilenciosos a un lado de la barra. Garcíase acercó a ellos y, después de unapequeña conversación, regresó con ladecisión tomada.

—De acuerdo —exclamó—. Túganas.

Se sentó de nuevo frente a mi yañadió:

—¿Quién es el individuo querecogió esa supuesta llave?

Le dije que primero hablara él. Y,aunque intentó persuadirme de locontrario, exclamó:

—¡De acuerdo! ¡De acuerdo! ¿Quées lo que quieres saber? ¿Por dóndedebo empezar?

Las preguntas se acumulaban en mimente, pero lo mejor seria que relataralo sucedido ordenadamente, desde elprincipio. ¿Por qué morían los gansos?

García, resignado, se dispuso ahablar.

—Por envenenamiento, desde luego.Nada de virus —dijo a media voz.

El público tenía la mala costumbrede echar a los animales del zoo todotipo de golosinas: palomitas de maíz,migas de pan, cacahuetes… ¡Y engrandes cantidades! Incluso se habíallegado a montar algún pequeño negocioen torno a este consumo. Pero, en estaocasión, el negocio había resultado…sucio. «Cacahuetes envenenados»: heahí la causa directa de la muerte de losgansos. En el estómago de aquellassimpáticas aves se habían encontradorestos de DDT mezclado con diversostipos de pesticidas que, en contacto conciertos abonos químicos, habíanneutralizado el fósforo del organismo de

las aves produciéndoles suficiente ácidoprúsico para morir.

De manera que un negociofraudulento; eso era lo queperseguíamos… García asintió con lacabeza y entonces le pregunté:

—¿Por qué mueren los gansos? ¿Porqué no otras especies?

—Porque el veneno afecta más aunas especies que a otras —contestó él.

La respuesta tema sentido. Sinembargo, ¿no me ocultaba algo? Porejemplo, ¿qué sucedía con los monos?El pabellón de los monos se encontrabavacío.

García me miró desconcertado.

Ciertamente había averiguado cosas,caramba. Y empezó a aclararme elmisterio.

También los monos habían resultadoafectados por el veneno. La simpatía quedespertaban entre el público los hagareceptores de grandes cantidades degolosinas; entre ellas las envenenadas.El tóxico los afectaba de formaacumulativa. Día tras día ingerían loscacahuetes y, día tras día, el veneno seiba acumulando en sus organismos. Elresultado fue una extraña enfermedadque los dejó paralizados…

—¿Paralizados? —interrumpíimpresionada.

—De medio cuerpo para abajo.—¿Qué quieres decir?García me explicó que los monos, en

la mayoría de los casos, no podíancorrer ni saltar y, muchos de ellos, nisiquiera moverse levemente. A los titís,más frágiles, la sustancia los habíaafectado más aún; una pareja de titís yahabía resultado muerta… y se preveíannuevos fallecimientos… El desastreresultó de tal magnitud que el hospitaldel zoo se había quedado pequeño. Losveterinarios habían adecuado comoenfermerías salas, pasadizos y otraszonas interiores donde reinaba laconfusión: camillas, cajas de medicinas

amontonadas, y el personal encargadoque no dejaba de moverse de un ladopara otro…

—Necesitaré un permiso para visitarel interior del zoo —volví a interrumpira García—. Quiero obtener algunasfotografías de los monos afectados.

Mi viejo amigo me miródesconcertado. ¿Estaba segura? No eranada agradable visitar las enfermerías.Los pacientes no dejaban de quejarse.Tenían fuertes dolores y sus quejidosresultaban verdaderamente patéticos.

—Necesitaré el pase —insistí.Mi interlocutor abrió los brazos en

un gesto de profunda resignación:

—¡De acuerdo! ¡De acuerdo!

Buscó una pluma en alguno de susbolsillos y escribió en un papel laconcesión del permiso. Lo firmó yañadió su número de placa.

—Aquí lo tienes —exclamó alentregarme el papel—. Sería mejor queestuviera sellado. Pero imagino que tecorre prisa. Te dejarán entrar porque vafirmado por mi; soy quien dirige lainvestigación… ¿Necesitas saber algomás?

Había llegado la hora de pedirleinformación sobre el hombre regordete.¿Quién era? ¿Qué pintaba en todo aquelasunto? ¿Culpable? ¿Y qué puso a lapolicía sobre su pista?

—Vamos por partes —dijo García—. Desde luego, está implicado en elasunto hasta el cuello. Se trata de unestafador de tres al cuarto, pero lapolicía no le ha podido echar el guantetodavía. Opera desde una empresa quedistribuye varios productos… Todo muylegal, claro, pero es la empresatapadera. A lo que en realidad se dedicaes a… asuntos ilegales que le dejandinero. Trapichea aquí y allí. Comprabarato y vende caro. Y si el productodel negocio resulta nocivo, como en estecaso, pues… ¡más dinero le dejará laoperación!… Una mente ruin… Encuanto a lo que puso a la policía sobre

su pista… Una gastroenteritis.—¿Una gastroenteritis?—Unas monjitas compraron

cacahuetes para celebrar una fiesta ensus comedores de caridad, y terminarontodos en el retrete; incluidas lasmonjitas. El hecho se relacionaba por símismo con el caso, porque ya se habíandetectado otras gastroenteritis conanterioridad —algunas entre visitantesdel zoo—, y todas relacionadas con lomismo: consumo de cacahuetesaltamente tóxicos.

—¡Diablos, entonces el caso estáresuelto! —exclamé.

—No tan rápido, amiga —respondió

García.La policía no encontraba el género

fraudulento almacenado; por lo tanto,carecía de la prueba principal. Por otrolado, la facturación de los sacos a lasmonjitas estaba en perfecto estado. Eltipo no era tonto y facturaba siempredesde la empresa legal.

—Pero ¿y las monjitas? Cuando lesentregaron los sacos, ¿no se dieroncuenta de ninguna anomalía?

García encogió los hombros. Dijo:—No se percataron de nada.

Recogieron los cacahuetes y firmaron elrecibo de entrega con toda normalidad;¡cómo iban ellas a suponer que

terminaría la fiesta con aquella diarreacolectiva!

—Pero, entonces, ¿por qué, una vezdetenido el tipo, la policía lo volvió asoltar?

—Creía que ya había quedado claroese asunto —respondió mi interlocutoren tono de superioridad—. La policía losoltó por falta de pruebas. Y tambiénpara vigilar sus movimientos, suscontactos… Al parecer te hasadelantado tú.

Sonreí satisfecha y le pregunté por laprocedencia de los cacahuetes. ¿Dedónde venían? ¿Quién los producía?¿Por qué estaban envenenados?

García estiró los brazos sobre lamesa y dejó al descubierto los puñosblancos de la camisa, cerrados conaquel par de gemelos en forma de ojosde gato.

¡Qué más quisiera saber él! ¡Elasunto no estaba nada claro, y en esainvestigación andaba la policía! Seríade mucha ayuda encontrar los cacahuetesenvenenados… ¿Dónde almacenaban elgénero fraudulento? Ésa era la preguntaclave. Una vez encontrados loscacahuetes de efectos mortales, el tipoconfesaría… Bien, como veía, él nodisponía de más información. Ahora metocaba hablar a mí. ¿Quién era el

individuo que se acercó a la piperacuando el otro se alejó, y en qué basabami testimonio?

—¡Un momento! ¡Un momento! —protesté—. ¿Y qué me dices del virus?¿Por qué la prensa se prestó a dar lainterpretación del virus?

—La prensa no se prestó —respondió García con un gesto deresignación—. La prensa no sabe nada.Tú eres la primera periodista queobtiene todos estos datos, y con unosmétodos, por cierto, muy pocoortodoxos. Quien se prestó fue ladirección del zoo. Los veterinarios nosfacilitaron la versión del virus y

nosotros la dimos a la prensa; esto nosharía ganar tiempo. ¿Alguna cosa más?

Moví la cabeza en sentido negativo,absorta en las palabras de García.«Métodos poco ortodoxos»… Nadaortodoxos, diría yo. Naturalmente, nuncahubiera cumplido la amenaza depublicar en la prensa los datos que yotenía, perjudicando la investigación. Setrataba sólo de una forma de presionar aGarcía; una manera de presionarlo quehabía dado excelentes resultados. Élhabía cumplido, ahora me correspondíahablar a mí.

Le conté todo lo que habíadescubierto en relación con el camarero.

Cómo el tipo regordete se acercó a lapipera y le entregó la llave. Y unindividuo recogió esa misma llavemomentos después. Más tarde, demadrugada, vi cómo ese mismoindividuo sacaba de una furgoneta unmontón de sacos de tamaño mediano ylos escondía en un sótano. Después de lainformación que García acababa dedarme, era lógico pensar que esos sacoscontuvieran…

—Los cacahuetes envenenados —dijo él. Pero su voz no denotabaentusiasmo por el descubrimiento, sinoperplejidad y despecho. Inclinó lacabeza como un niño avergonzado y

exclamó:—Bien, ¿quién es el individuo?—El camarero que sirve la terraza

del café —respondí.—¿Quieres decir…?—Quiero decir del Verde Café. De

este café, de aquí mismo donde nosencontramos. Los sacos están debajo denosotros.

—Entonces ese camarero recibió, através de la pipera, la orden de trasladarlos cacahuetes. El mafioso sabía que lovigilábamos de cerca y decidióesconder mejor el cuerpo del delito…Y, claro, entregó la llave del antiguoescondite…, el camarero la recogió y…

Tiene sentido, sí… Pero ¡el muy cerdonos engañó!

García esquivó la mirada. Si,parecía avergonzado. ¡Cómo hubiera élpodido imaginar que yo…! Se arregló elnudo de la corbata y se levantópensativo. De pronto miró al camareroque limpiaba unos vasos detrás de labarra, pero me adelanté a supensamiento.

—El camarero del que hablamos noes ése —le expliqué—. Se trata de otrocamarero, dedicado a servir la terraza.Pero no podrás interrogarlo ni detenerlo;ha desaparecido.

En efecto, había desaparecido,

huido, seguramente, a las seis de latarde, al ver tantos efectivos de lapolicía alrededor del café. ¿Qué quería?Él mismo había levantado la perdiz.

García empezó a ponerse nervioso.Llamó a los dos agentes que aúnpermanecían junto a la barra y, en uninstante, el café se llenó de policías queabrían la trampilla, subían y bajaban porla escalera del sótano, daban órdenes,llamaban por teléfono…

Cuando abrieron los sacos ycomprobaron su contenido, una voz gritódesde el fondo de la escalera:

—¡Aquí están los cacahuetes, jefe!García se asomó por el hueco de la

trampilla y preguntó:—¿Hay mucha mercancía?—Tanta como para sumir en

profundas diarreas a la mitad de lapoblación —respondió la voz—. ¿Quéhacemos con los sacos?

—Tomaremos unas muestras de loscacahuetes y los dejaremos en el localprecintado —gritó García. Estiró lasmanos y dio varias palmadas.

—¡Vamos, vamos, rápido! —exclamó.

Más policías, que subían y bajabanpor la escalera que llevaba al sótano,llamaban por teléfono, hablaban a vozen grito, ordenaban constantemente…

Desde el sótano, la misma vozvolvió a gritar:

—¡Necesitaremos unas cuantasbolsas más!

—¡Más bolsas! —ordenó García aun policía uniformado. Cuando esteregresó con ellas y se las entregó,García las echó por el hueco de laescalera.

—¡Ahí va eso!El ajetreo del café no cesaba. El

joven camarero que solía limpiar losvasos detrás de la barra, estupefacto,hacía rato que preguntaba a unos y aotros qué sucedía. Pero nadie le dabauna respuesta. García, de pronto, se

plantó frente a él y, de un pésimo humor,gritó:

—¡El camarero! ¡Nos llevaremostambién al camarero!

¡Diablos! ¡No hubo manera deconvencerlo de que el muchacho erainocente!… Y, ¿por qué daba muestrasde aquel mal talante? ¿No le habíaayudado yo a descubrir la prueba quetanto buscaba? Entonces, ¿a qué venía elenfado?

—¡Vamos, vamos! —hizo un gestopara que dos policías uniformados sellevaran de una vez al chico.

Los agentes terminaron de rellenarlas bolsitas con muestras de cacahuetes

de los distintos sacos y subieron por laescalera del sótano. Cuando García losvio, ordenó la retirada y él mismo,ayudado por otros dos policías, cerró yprecintó la trampilla. Luego repitieron lamisma operación con la puerta del café.

El ajetreo se había trasladado alexterior, donde García continuaba dandoórdenes: llevar inmediatamente lasmuestras al laboratorio, el camarero a lacomisaría, retirar los efectivos…

—¡Y quiero que un par de policíasvigile la puerta del cafépermanentemente! ¡Nadie debe llevarselos sacos!

Motos, coches, jeeps, todos

iniciaron la marcha. El sonido de lalluvia torrencial era más intenso que elde los tubos de escape. La ambulanciatambién había empezado a rodar. Uninstante más y desaparecería tras elfrondoso platanero. García caminabahacia su coche empapado en agua delluvia. Lo miré desde lejos y grité:

—¡García!Iba a pedirle que me llevara al

centro de la ciudad en uno de aquellosvehículos. ¡El muy cortés ni siquiera melo había ofrecido! Pero, cuando sevolvió hacia mí, cambié de idea.Observé cómo se alejaba la ambulanciay volví a gritar:

—¡Necesito saber algo más!García abrió los brazos en un gesto

de resignación. ¿No me había dado todala información? ¿No lo había mareadoya bastante? ¿De qué se trataba esta vez?

—¡De la ambulancia! —grité más,para que la voz no se perdiera con elsonido de la lluvia—. ¡Necesito saberpor qué has traído una ambulancia!

—¡Tomamos el mensaje por el de unloco! —respondió él, gritando también—. ¡Por el de una loca! ¡Una de esaslocas que andan sueltas por ahí…! ¡Laambulancia y personal especializado!Un par de loqueros por si…

No me gustó nada la respuesta de

García. Y, menos aún, una muecairónica que alcancé a ver, a través de lalluvia, en la comisura de sus labios. Apesar de ello, exclamé alegre:

—¡Creo que nuestro intercambioinformativo ha sido fructífero paraambos! ¡No me importaría invitarte acenar!

Pero García ya no me podía oír. Sucoche también había desaparecido.

Sin paraguas ni taxi, me resguardaríade la lluvia bajo el tejadillo del café. Elagua caía como una masa continua yturbia que oscurecía las hojas de lasacacias y enmudecía el canto de susgorriones. Una masa continua que

parecía que nunca acababa.

SorpresaPor la mañana la lluvia cesó y Andi

se presentó sin previo aviso. Habíaterminado el trabajo sobre grullas en elbosque de Santander y venía a recogeral pequeño.

—¡Diablos, qué sorpresa! —exclamé al verlo. Y, olvidando mienfado por su forma de actuar, lo hicepasar y lo invité a una taza de café.

—Prefiero una infusión de estashojas —dijo él.

Se trataba de unas hierbas que habíatraído del bosque. Las sacó del macuto yse dirigió a la cocina para cocerlas.

Mientras tanto, yo me quedaría en elcomedor, viendo con el pequeño lasfotografías de las grullas.

Desde la cocina, recorriendo elpasillo, llegaban hasta el comedor losruidos que Andi producía al preparar lacocción: el chorro del agua del grifo, lasprotestas de las cacerolas cuandosacaba del fondo del armario el cazoapropiado, el contacto del fuego con laporcelana mojada y, a momentos, su voz.

—¡Es una hierba relajante! ¡Y muydulce, ya verás!

Dejó el cazo sobre el hornilloencendido y se trasladó al comedor pararecrearse con nosotros en las bellas

fotografías. Pero, en un momento, elagua del cazo rompió a hervir y sederramó sobre el fuego. Nos levantamosy corrimos los dos a la cocina.Limpiamos el agua vertida y preparamoslas tazas para tomar la infusión.

—¡Nada de azúcar! ¡Ya te he dichoque son unas hierbas muy dulces! —exclamó Andi de nuevo.

Y así era, en efecto. Dulces, muydulces. Hummm. El teléfono sonó en lahabitación contigua y corrí a contestar.

—¿Sí? ¡Dígame!Era García. Me llamaba. ¡Esto sí

que era una auténtica sorpresa! Porqueestaba a punto de cerrar el caso y,agradecido por mi ayuda, deseabadevolverme el favor. Habían detenido alhombre regordete, y esta vez con unaacusación definitiva. Si lo deseaba,podía acercarme a la comisaría paraverlo y que él me completara lainformación.

Ahora yo no daba crédito a laspalabras de García.

—¿De verdad puedo ver al tipo conmis propios ojos en la comisaría? ¿Nome estarás gastando una broma? ¡Nuncate perdonaría una broma así!

No, no se trata de ninguna broma,respondió él complaciente. Pero sidecidía ir a la comisaría, tenía quehacerlo enseguida; aquella mismamañana trasladarían al detenido paraponerlo a disposición judicial. Sí, teníaque darme prisa.

Andi se tomó el último sorbo dellíquido dulce de su taza y se dispuso apartir con el pequeño. Le expliqué elasunto de los gansos, la investigaciónque había realizado, el intercambio

informativo con García, y se mostró muyinteresado.

—¿Me ayudarás? —le pregunté.—No hace falta, lo has hecho todo tú

sola —respondió él—. Pero haré mitrabajo; dame ese pase para entrar en lasenfermerías.

Le entregué el permiso firmado porGarcía y le pedí que hiciera un buenreportaje fotográfico del interior delzoo. Fotografiaría los gansos y tambiénlos monos y, por supuesto, realizaríaalguna fotografía que mostrara eldesastre general: camillas en lospasillos, cajas de medicinasamontonadas, el personal veterinario…

—De acuerdo —dijo Andi.—Yo iré a ver qué novedades me da

García. Luego me pondré a escribir elreportaje; cuando lo tenga y esténreveladas las fotografías, loentregaremos en el Delta.

—De acuerdo —repitió Andi.Guardó el pase en un bolsillo y tomó

en brazos al pequeño, vestido ya parasalir. Andi le había puesto un gorro delana y una bufanda. Lo arropaba muchoporque en la moto se pasaba verdaderofrío. Desde el balcón observé cómo locolocaba a horcajadas detrás de él.Prácticamente le ató las manitas a sucintura para que no se cayera. Con las

piernecillas colgando y los ojosescondidos entre el gorro y la bufanda,el pequeño también me miró. Luego lamoto arranco y desapareció al volver laesquina, y yo preparé mi bloc de notas,me puse la gabardina y salí a la calle.

* * *

Cuando llegué a la comisaría, unpolicía uniformado me aguardaba en elpequeño vestíbulo. García le habíaordenado que me condujera deinmediato a su despacho y el policía asílo hizo, caminando delante de mí.

Subimos por la escalera hasta el

primer piso y cruzamos, de punta apunta, un largo pasillo lleno de puertas aambos lados de la pared, y agitado en loque debía de ser el movimiento normalde una mañana cualquiera en lasdependencias policiales: hombres queentraban y salían por aquellas puertas,papeles, ruidos, portazos y vocesaltisonantes… Uno de aquéllos sería eldespacho de García, pensé. Y, en aquelinstante, el policía uniformado se detuvoy me indicó que era el situado a nuestraderecha. Habíamos llegado, podíaentrar.

García marcaba un número deteléfono y, al verme, colgó el auricular y

me sonrió abiertamente. Tenía uncigarro prendido entre los dientes y susojos brillaban felices. Me invitó a tomarasiento y exclamó:

—Bueno, aquí estás. Sabía queresponderías a mi llamada.

—Un periodista nunca rechazainformación —respondí—. ¿Qué hasucedido? ¿Qué datos has averiguado?¡Cuéntame!

—No seas impaciente —respondióél.

Su voz era cordial. Cogió unpisapapeles que adornaba su mesa dejefe de departamento, y empezó a jugarcon él pasándoselo de una a otra mano.

Me sonrió una vez más y dijo:—Mira detrás de esa puerta.Era una puertecilla interior, cuya

parte superior parecía de cristal oscuro.García me pidió que mirara a través deaquel extraño cristal.

—Tú puedes verlo que hay dentro dela habitación, pero las personas que seencuentran ahí no pueden verte —dijo.

La puertecilla daba paso a unahabitación pequeña, sin apenas muebles,donde se encontraba el hombreregordete flanqueado por dos agentesdel departamento de García. Los treshombres permanecían en silencio. Eldetenido estaba esposado y mantenía la

cabeza inclinada, pero eso no meimpidió ver una vez más su rostrocolorado, que rezumaba sudor.

—¡Qué te parece! —exclamóGarcía.

Me pidió que tomara asientonuevamente y volvió a sonreír abriendola boca de manera exagerada. Encendiópausadamente un cigarrillo y empezó acontarme el desenlace de la historia.

Aquel hombre, como yo ya sabía,estaba vigilado. Hacía días que unagente le seguía los pasos y, por eso, noresultó difícil detenerlo. García habíadirigido la operación de detención y,posteriormente, el interrogatorio. ¡Un

éxito! El laboratorio proporcionóinmediatamente el resultado de losprimeros análisis: las muestras de loscacahuetes correspondían al cuerpo deldelito; no cabía la menor duda. Ycuando el mafioso comprobó que esecuerpo del delito estaba en poder de lapolicía…, confesó sin titubeo.

García movía las manos y hablabaalegre y feliz. ¡Todo! ¡Todo había salidoa la perfección! ¡El tipo confesó sinresistencia! ¡Cantó como una soprano!

—Bien, pero ¿qué confesó?, ¿quécantó? —exclamé impaciente.

—Todo lo relativo a la procedenciade los cacahuetes.

—Y bien…—Los cacahuetes procedían de

Portugal.—¿De Portugal?—En efecto —dijo García. Y me

explicó que aquel hombre operaba conun socio cuyo trabajo consistía enencontrar mercancía de bajo precio. Elsocio localizaba la mercancía y lacompraba. Y el detenido se encargabade su distribución y venta.

—¡Un par de buitres carroñeros! —exclamó.

Pero ¿la policía también habíadetenido al socio?

—Aún no —respondió García.

El socio se encontraba en Portugal,precisamente. Había viajado al sur deeste país para abastecerse de másmercancía; el producto de una cosechatratada con ciertos abonos químicos,cuyo uso estaba prohibido… Los abonosprohibidos dieron como fruto aquelloscacahuetes contaminados que habíanprovocado la muerte de los gansos.

El propietario de la plantación, enlugar de quemar la cosecha, prefirióvenderla a bajo precio. ¡Y vaya siencontró quien la comprara! ¡Habíagente para todo!

Pero, si el socio se encontraba enPortugal, ¿cómo pensaban detenerlo?,

pregunté yo.No había reparado hasta el momento

en el traje de mi viejo amigo. Era beige,de cuadros, y lo combinaba con unallamativa camisa de listas azules. Penséde nuevo en su gustó, extravagante a lahora de vestir y, atentamente, escuché larespuesta.

El socio caería en su momento. Lasautoridades españolas pedirían laextradición a las del país vecino, ysolicitarían también un castigo para eldueño de la plantación.

Una vez aclarado el asunto de laprocedencia de los cacahuetes, lepregunté por el camarero que servía la

terraza del Verde Café. ¿Lo detuvo lapolicía? ¿Qué pasó con él?

—Habrá más detenciones —respondió García.

—Sí, pero ¿qué pasó con elcamarero que servía la terraza? —insistímuy interesada.

—Te lo explicaré —dijo al fin—.Muy sencillo, ¡un pobre hombre! Resultóser el cuñado. El tipo le dijo que seencontraba en un apuro y le pidió que leguardara los cacahuetes en el sótano delcafé. Y el muy tonto lo hizo. No sabíaque se trataba de mercancíacontaminada; está exento de toda culpa.

—Pero descargar los sacos de

madrugada, escondiendo la furgonetaentre los matorrales para no ser visto…genera sospechas, ¿no crees?

—Es que lo hacia sin permiso deldueño del local —respondió García—.El asunto le ha costado el empleo. ¡Y espadre de familia! ¡Un verdaderodesastre!

—Pero, si realmente no teníaconocimiento del fraude, ¿por quédesapareció ayer por la tarde? —insistíde nuevo.

García encogió los hombros paradecir:

—Es evidente que se asustó al ver atantos policías rodeando el café. Lo

relacionó con los sacos escondidos y…—Y la pipera… ¿Qué me dices de

la pipera?—Un hombre disfrazado —

respondió García—. Un delincuente detres al cuarto que colaboraba con losdos socios. El mafioso lo ha confesadotambién y, en estos momentos, dos demis agentes se dirigen a su domiciliopara detenerlo.

Por otra parte, en el local de laempresa tapadera hemos encontrado elcarrito de la pipera, un pañuelo negro yun vestido de mujer. ¿Qué te parece?

Iba a responder que me parecíaincreíble, pero una llamada telefónica

interrumpió la conversación. García leatendió, y luego me informó respecto altraslado del detenido. Abrió lapuertecilla interior y ordenó a losagentes que salieran con el hombreesposado. Un jeep aguardaba en elpatio. Los agentes salieron flanqueandoal detenido y García se unió a ellos.

Cuando el mafioso pasó frente a mí,lo miré fijamente a los ojos y exclamé:

—¿No pensó que morirían losgansos?

El hombre esquivó la mirada y norespondió.

García se despidió con un fuerteapretón de manos de viejos amigos. En

esta ocasión, también yo lo hice gustosay agradecida por su información. Ahorasí que contaba con la historia completade los gansos, desde las primerasmuertes hasta su desenlace; era más delo que cabía esperar en un principio.

Los policías, con el hombreesposado entre ellos, desaparecieronpor la puerta del final del pasillo. Antesde salir, García se volvió y exclamó:

—¡No hay nada que saque más dequicio a un policía que una periodistahusmeando en su terreno! ¡Pero estoysatisfecho, no quiero deberte nada!¡Ahora estamos en paz!

Bajé la escalera, crucé el vestíbulo

de la comisaría y salí a la calle paratomar el autobús de regreso a casa.

Trabajó sin descanso durante toda latarde. Después de unas horas tenía enmis manos un excelente reportaje sobrela muerte de los gansos, el fraude de loscacahuetes y todo lo demás. Resultó unahistoria interesante, narrada de maneraentretenida que, por supuesto,proporcionaría a los lectores una claraidea de lo sucedido. En mi opiniónhabía escrito un buen reportaje. Perocuando Andi lo leyó, no mostró mientusiasmo.

—Es un buen trabajo —dijo—. Sinembargo, ¿crees que le parecerá

suficiente al gordinflón del Delta?—¿Qué quieres decir?—Quiero decir que me parece una

excelente historia, pero no sé siresponde a la línea del periódico; yasabes, si será lo suficientemente fuerte.

Andi hizo una pausa y, con ciertotacto para que no me sintiera herida, mepropuso cambiar el reportaje.

—Escucha —dijo—. He mirado enel archivo y he encontrado algo quepodría funcionar. Un bonzo.

—¿Un bonzo? —exclamé extrañada.—Sí —respondió él—. Un hombre

que intentó quemarse a la puerta de unacatedral. Si tiramos del hilo…,

sacaremos una historia macabra. Yasabes, lo de siempre: por qué elindividuo intentó quitarse la vida deaquella monstruosa manera. En quésituación social y familiar seencontraba…

—¡No me interesa el bonzo! —exclamé algo ofendida.

—El tío quedó hecho unos zorros —insistió él—. Y ten en cuenta lo que terecomendó el jefe de redacción delDelta.

—¡Al diablo el jefe de redacción!—exclamé sin dejarle opción. Sabía quetenía en mis manos un buen reportaje; sino le parecía suficiente al gordinflón del

Delta, lo colocaría en otro diario.Atravesamos la ciudad en la moto de

Andi, camino del matutino. La tardeestaba nublada, a punto de romper allover, y muy pronto anochecería.Cuando llegamos al Delta, antes decruzar el destartalado portalón que dabaacceso a la redacción, Andi volvió ainsistir:

—¿Estás segura de lo que haces? Hetraído la fotografía del bonzo, ¿noquieres echarle un vistazo antes deentrar en esa redacción?

Le dije que no y le repetí la idea devender el reportaje en otro periódico.Pero no hubo necesidad. El gordinflónd e l Delta lo leyó para sí delante denosotros, se lo llevó sin hacer ningúncomentario, y luego regresó paracomunicarnos que lo habían adquirido.

—Esta misma noche entrará enrotativa —exclamé sonriente. Y añadió—: Es interesante. Y muy oportuno; unaauténtica primicia.

El gordinflón mantenía entre los

labios un cigarro habano sin encender.Masticó uno de sus extremos, lo escupióy nos entregó un recibo. Dijo:

—Podéis cobrar en ventanilla,primera planta.

Cogí el recibo y Andi se acercó a míe inclinó la cabeza para leer en voz alta:

—Diecisiete mil…—¡Ni un céntimo más! —exclamé el

gordinflón, con el cigarro habano entrelos labios.

—¡No está mal! —dijo Andi al salira la calle.

—¡Es mejor que nada! —exclaméyo.

Llovía intensamente, y el aire que se

levantaba por momentos acrecentaba elsonido de la lluvia. No era agradablesubir en la moto de Andi y regresar acasa en medio de aquel aguacero. Lesugerí que entráramos en el primer barque nos saliera al paso, para charlar unrato, y tomar una taza de café mientrasescampaba. Pero él respondió que teníacosas que hacer. Si deseaba que mellevara a casa, había de ser en aquelmomento.

Pensé en la dificultad de encontrarun taxi en una tarde como aquélla y subía horcajadas en la moto.

El agua caía sobre los tejados, sobreel asfalto, sobre nosotros. Pero Andi

llevaba el casco puesto; en cambio, mipelo chorreaba como si acabara de salirde una piscina… ¡Diablos, quizá debíacomprarme un casco como el suyo!Hummmmmm.

LUISA VILLAR LIÉBANA nació enTorredonjimeno (Jaén). Se licenció enFilología Hispánica y cursó estudios desociología. Su primer relato impresoTardes de Otoño, fue publicado en larevista de estudiantes Juan de Mairenade la Facultad de Filología. Desdeentonces ha combinado la tarea de

escribir con diversos trabajos comoTécnico de Cultura en organismos de laAdministración: Ministerio,Ayuntamientos, Instituto de la Juventud yotros. Coordinadora del programa desubvenciones a Proyectos culturales enUniversidades - ComisiónInterministerial. Siempre estuvointeresada en los temas relacionados conla animación a la lectura.