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El asno indeciso Jean Buridan Solaris Ideas fabulosas para jóvenes Autor Josep Muñoz Redón Ilustrador Kaffa

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El asnoindecisoJean Buridan

Solaris

Ideas fabulosas para jóvenes

Autor

Josep Muñoz Redón

Ilustrador

Kaffa

El asno indeciso

6 El asno indeciso

El asno indecisoS eguro que habéis observado cómo la ta-

cañería, crueldad o bondad de los hu-manos se multiplica cuando debemos tratar

animales que no son de nuestra misma especie. Solo hace falta dar un pa-seo por alguna calle con-

currida para comprobar la veracidad de esta afirmación:

las vías públicas se convierten

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en verdaderas pasarelas de modelos de abrigos para perros; también hay que entender en este contexto las descarnadas agresiones que sufren otros mamíferos en las fiestas patronales de al-gunos lugares u otros acometimientos crueles que nunca han dejado de estar en boga.

Esta es la historia de un asno que estaba expuesto a las reiteradas e intensas iras de su amo, que regentaba una explotación agraria. Todos los animales de la granja padecían las consecuencias de su talante áspero, adusto, an-tipático, displicente, airado, tosco, vengativo. A consecuencia de estos malos tratos continua-dos, las gallinas estaban enfermizas; los cone-jos, miedosos, y las vacas sufrían una depre-sión de caballo.

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El asno trabajaba de sol a sol y hacía todo lo que estaba en sus manos para tener a su amo contento: intentaba labrar con surcos geomé-tricamente perfectos y paralelos, que parecían alargarse hasta el infinito sin tocarse; iba con cuidado de no derramar líquido cuando trans-portaba agua, vino o aceite, haciendo verdade-ros equilibrios al bajar las cuestas o subir las rampas, y no cejaba en su empeño de mante-ner un buen ritmo cuando tiraba de la noria.

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Pero, pese a su entrega, no recibía nada más que golpes y gritos.

La situación parecía que no podía empeorar (como nos parece a todos cuando nos encontra-mos en lo más hondo de un hoyo, del que no somos capaces de percibir salida alguna), pero

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el hombre buscaba reiteradamente refinados argumentos para plantear sus acometidas san-grientas. De forma que, en los últimos tiempos, el verdugo parecía disfrutar elevando el tono de su ferocidad. Incluso había ingeniado per-versas torturas para doblegar psicológicamente a la bestia.

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Por ejemplo, ponía dos montones de paja ante el asno y le decía: «uno de los dos está lleno de clavos; a ver si descubres cuál, y si no lo haces, peor para ti...». El asno dudaba (no era para menos), evaluaba la situación con sus pre-

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carios medios fijando los ojos en los dos monto-nes, hasta que descubría, gracias a algún reflejo iridiscente que se escapaba entre las briznas, dónde se escondía el metal, y comía, evidente-mente, del otro montón.

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Un chispazo de luz, la intuición o el cálcu-lo de las probabilidades que había para que su azote volviera a repetir la misma estrategia anterior lo salvaba. Hasta que un día, harto el humano de que el animal burlara sus perver-sidades, decidió hacer trampa tramando una estratagema supuestamente infalible: pondría clavos en los dos montones.

El asno detectó algo extraño desde el mo-mento en que el labrador entró en el establo con una sonrisa de oreja a oreja. Este, como cada día, puso los dos montones de paja equidistan-tes y le planteó el mismo problema: «uno de los dos está lleno de clavos; a ver si lo descubres, y si no lo haces, peor para ti...». A lo que añadió en esta ocasión: «¡Buen provecho, burro!».

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El asno se tomó su tiempo, mucho tiem-po; dudaba, intentando averiguar dónde esta-ban los clavos, hasta que su entendimiento e intuición coincidieron en un mismo punto: el problema no tenía solución porque el tortura-dor había puesto clavos en los dos montones. A cada momento entraba el labrador y le de-cía entre carcajadas: «¡Qué!, ¿no tienes hambre hoy?... ¡Buen provecho, burro!».

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Sin embargo, en una de estas visitas, el car-celero se dejó la puerta abierta y una ráfaga de aire se coló en el establo haciendo volar la paja lejos de los clavos. Aquel día, el asno tuvo doble ración de comida. Su cara traslucía felicidad no solo porque había llenado sobra-damente el estómago, sino porque también se había desecho del sentimiento de pena. Cuando el amo entró, no dio crédito a lo que vieron sus ojos: el asno rollizo estaba dur-miendo una siesta al lado de dos montones de clavos. No pudo soportarlo y cayó al suelo fulminado por un ataque de rabia que le llegó

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al corazón. Pero, antes de des-mayarse aún creyó oír al resto de animales de la granja, que coreaban al unísono: «¡Buen provecho, burro!».

Moraleja: Si tienes prisa por vivir, tóma-te tu tiempo para decidir.

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A partir de 1340, su oposición a Occam, el maestro, le trae no pocos problemas. Se suele afirmar que Buridan prepara el camino a Gali-leo a través de la teoría de la inercia y del ímpe-tus. Una campaña póstuma orquestada por los occamistas hizo inscribir sus obras en el Índice de libros prohibidos de 1474 a 1481.

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La paradoja más cruel de toda esta historia es que la fábula del asno de Buridan (la que ha supuesto, al fin y al cabo, que el nombre de este autor quede inscrito por siempre jamás en el firmamento rutilante de la historia del pensa-miento) no fue creada por este autor, ni se en-cuentra en sus obras. La podemos leer mucho antes, por ejemplo, en De caelo, de Aristóteles, protagonizada por un perro que debe elegir en-tre dos comidas igualmente sabrosas; no llega a decidirse por ninguna de ellas, lo que compor-ta que acabe muriendo de hambre.

Pero, pese a esta evidencia, la tradición es inclemente: Leibniz, por ejemplo, en sus Ensa-yos de teodicea hace toda una reflexión sobre la libertad humana tomando el asno de Buridan como excusa. Para Leibniz, las reacciones de una persona no pueden ser comparables a las de un asno, puesto que este es un animal poco dotado intelectualmente.

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La reputación del burro es ostensiblemente negativa. Grecia representaba a Dionisos ca-balgando sobre un asno. Platón afirma que los individuos más obtusos se reencarnan, tras la muerte, en asnos. Aristóteles cita a Heráclito: «Un asno prefiere la paja al oro», para eviden-ciar la estupidez del cuadrúpedo. En el marco de la tradición cristiana, los burros simbolizan a los paganos. A todos estos defectos, el burro añade la lujuria en la época romana, gracias al tamaño de sus atributos sexuales.

Debemos a Apuleyo y El asno de oro un cam-bio de consideración destacado. El protagonista, tras recobrar la forma humana después de haber adquirido la forma de un asno, echa de menos las largas orejas que le permitían escucharlo todo. Un poema poco conocido de Maquiave-lo, que lleva el mismo título, reivindica también una imagen positiva de la bestia: en este, el bu-rro tiene una gran capacidad de razonamiento, que no tiene nada que envidiar a la nuestra.

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