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A mi amigo Rolf,en recuerdo de una infancia perfecta.

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1¡OTRA VEZ TARDE!

Llamadme Jafet. Tengo nueve años yvoy a contaros la historia más asombro-sa del mundo.

Aquí, sobre la mesa, están mis útiles deescribir: un trozo de caña recién afilado ycuatro tablillas de arcilla húmeda.

Espero que cuatro tablillas sean sufi-cientes.

Dormía profundamente, como cadamañana, cuando mamá me despertó conun beso.

—¡Arriba, Jafet! —me dijo, y lo prime-ro que vi fue su sonrisa—. Ya debías es-tar en la escuela.

Tenía razón, porque la luz inundaba eldormitorio. Salté de la cama, me anudé

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el faldellín en la cintura y me puse el mo-rral en la espalda. Mamá me dio dos pa-necillos para el almuerzo.

En el patio, miré las hojas inmóviles dela palmera. «Otro día caluroso, sin vien-to», pensé. Al pasar junto a la cisternahice un cuenco con las manos y me mojéla cara.

La puerta de la casa de mis tíos, quelindaba con la nuestra, estaba cerrada.Inana, mi prima, que también era mi me-jor amiga, se había cansado de esperar-me.

Como siempre que me levantaba tar-de, eché de menos sus risas y su saludoalegre:

—¡Jafet, dormilón! ¿Te ha costadomucho ponerte en pie?

Inana ayudaba a mi tía en las faenasde la casa y yo iba a la escuela de los es-cribas.

Seguí nuestra calle, una de las más lar-gas de Uruk, hasta llegar al jardín público.

Papá solía decirme que evitase las ca-lles poco frecuentadas, las tabernas y las

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casas de juego, y que no hablara con des-conocidos.

Tampoco le gustaba que entrase en eljardín público, salvo si iba acompañado.Pero tenía prisa, y el jardín era el mejoratajo para llegar a la escuela.

Pasé bajo el gran arco de entrada y co-rrí por una avenida de palmeras. Al finalde la avenida había una fuente. Allí, cien-tos de palomas bebían, se bañaban y re-voloteaban.

Dejé de correr y empecé a caminar concuidado, para no tropezar con ellas.

De pronto, una mano me agarró elhombro, como una zarpa. Era un hom-bre alto de nariz afilada, con una manchade color vino en la cara. Llevaba una ca-misa andrajosa y un faldón remendado.

—¿Vas a la escuela, niño? —me pre-guntó, acercando su cara a la mía.

—Lo siento. Tengo prisa —balbuceé,intentando soltarme.

La zarpa se aferró aún más, y lamenténo haber seguido las recomendaciones depapá.

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—¿De veras, eh? Pues te diré una cosa,niño —me advirtió el desconocido, seña-lando el cielo con un índice terminado enuna larga uña—. ¡El fin del mundo estácada vez más cerca! Podría ser mañana oincluso hoy mismo. ¿Crees que si vas a laescuela te salvarás, que algo de lo que allíte enseñan podrá salvarte?

—¿El fin del mundo? —repetí.Por un momento, la idea de que el

mundo pudiera acabarse me hizo olvidarpeligros mucho más inmediatos, como elde la propia zarpa.

—¡El fin del mundo, sí! —gritó el des-conocido, y soltó una carcajada estruen-dosa, que me hizo temblar de pies a ca-beza—. ¡Una tormenta de fuego y azufrecaerá sobre Uruk! ¡Las palmeras se en-cenderán como antorchas, los pájaros ar-derán en pleno vuelo y los hombres seconvertirán en montones de ceniza!¡Todo lo que ves desaparecerá en un ins-tante, y no quedará piedra sobre piedra!

Hablaba con entusiasmo, como siaquel desastre le hiciese feliz.

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No le creí. ¿Cómo iba a creerle? Urukera una ciudad grande y antigua, conmuchas casas y templos, un palacio deinfinitas habitaciones y una torre altísi-ma, que rozaba el cielo y nos llenaba deorgullo. Todo aquello no podía desapare-cer, y menos en un instante.

Dos paseantes se acercaron, atraídospor el griterío. El desconocido aflojó lapresión. Me solté y, sin volver la cabeza,eché a correr entre un revuelo de palomas.

A la entrada de la escuela me esperabael hombre de la vara, que se encargabade la disciplina.

—Jafet, hijo de Noé, hoy has llegadoel último —me dijo, en tono severo.

Sabía lo que me esperaba. Me quité elmorral de la espalda y lo dejé en el suelo.Extendí las manos, con las palmas haciaarriba, y recibí cinco golpes de vara encada una.

—Ahora refréscate —me ordenó el en-cargado, señalando la alberca.

Al sumergir las manos, sentí un inten-so alivio.

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Hacía más calor dentro del aula quefuera, y eso que la escuela tenía gruesosmuros y acababa de ser encalada.

Saludé con un gesto a mis compañeros:Dumuzi, el amigo de los animales, que re-cogía las hormigas muertas y les hacía pe-queños funerales; Neti, el empollón, quetenía una habilidad extraordinaria paraaprenderse todas las tablillas y recitarlasde memoria, sin equivocarse; Enki, el glo-tón, que siempre me perseguía, fingiendoque estaba a punto de perecer de hambre,hasta que le daba uno de mis panecillos.

El director de la escuela se llamabaNanasig. Tenía un aspecto imponente,con la cabeza afeitada y la barba teñidade rojo. Sentado a su mesa, nos llamabapor nuestros nombres y examinaba losdeberes que habíamos hecho en casa.Mientras leía, corregía las faltas con unpunzón de cobre.

Nada se le escapaba. Cuando llegó miturno, le saludé con una reverencia respe-tuosa. Tomó mi tablilla, me enseñó dón-de me había equivocado y me dijo:

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—Tu escritura es satisfactoria, perohas vuelto a llegar tarde. Si quieres ser unbuen escriba, tendrás que cumplir tusobligaciones. Dime, Jafet, hijo de Noé,¿qué excusa vas a darme hoy?

Le conté que me había levantado atiempo, pero que al ir hacia la escuelaun hombre harapiento me había soltadoun discurso sobre el fin del mundo. Y nopodía librarme de él, porque me habíaagarrado por el hombro y no me solta-ba.

—¡Ah, un profeta! —exclamó Nana-sig, interesado, y su mirada se deslizópor mis hombros, hasta encontrar lahuella de la zarpa.

Me pidió que le describiera al hombreharapiento y que le repitiese lo que mehabía dicho.

Luego me explicó que los profetas sonpersonas que oyen voces misteriosas den-tro de su cabeza. Creen que los dioseshablan con ellos y les predicen el futuro.

Llegó el momento de la lectura en vozalta.

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Kudur, el maestro auxiliar, nos entrególas tablillas. La mía era fácil, una colec-ción de fábulas cortas y proverbios queya me había tocado otras veces. La leí sinequivocarme, pero Nanasig corrigió mipronunciación.

—No seas vago —me dijo—. Tienesque abrir más la boca y que mover bienla lengua, si quieres que se te entienda.

Neti, el empollón, hizo otra de sus de-mostraciones y nos recitó de memoria unlargo poema sobre la creación del hom-bre y de la mujer, a partir del barro.

Era curioso pensar que todos había-mos salido del barro, como las tablillas.

Después de la lectura sonó la campani-lla del almuerzo.

Enki, el glotón, se comió rápidamentesus panecillos y me miró con ojos implo-rantes. Hacía demasiado calor para resis-tirse. Le di uno de mis panecillos, antesincluso de que me lo pidiera.

En el patio de la escuela, Dumuzi, elamigo de los animales, iba delante de no-sotros para evitar que pisásemos las hor-

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migas. Cuando encontraba alguna queya estaba muerta, la colocaba sobre unladrillo, le ofrendaba una brizna de hier-ba y lloraba en silencio.

A las hormigas vivas les arrojaba pe-queñas migas de pan, que ellas recogíany se llevaban a sus almacenes subterrá-neos.

Empezó la clase de redacción. Prepara-mos nuestras tablillas y trazamos unas lí-neas para que los renglones nos salieranderechos.

Luego, Nanasig nos dijo sobre qué de-bíamos escribir. Por una vez, parecía ha-ber elegido los temas más apropiadospara cada uno.

Neti tenía que escribir sobre la impor-tancia de los recuerdos, Enki sobre loscereales y el suministro de pan, Dumuzisobre la vida de las hormigas.

Yo esperaba que Nanasig me pidieseuna redacción sobre papá, que era unode los ciudadanos más notables de Uruk,o sobre mi encuentro con el profeta ha-rapiento. Pero me dijo:

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—Tú, Jafet, hijo de Noé, vas a copiarsesenta veces la frase: «No volveré a llegartarde a la escuela».

Por lo visto, la vara no le parecía sufi-ciente castigo. Quise protestar, pero aca-bé bajando la mirada. Hasta ese puntoera imponente y terrible el aspecto deNanasig.

Tomé un trozo de caña, comprobé elfilo y empecé a llenar de signos peque-ños, como huellas de pájaro, la tablillahúmeda: «No volveré a llegar tarde a laescuela. No volveré a llegar…».

El sudor me hormigueaba por la fren-te y la espalda. Una gota resbaló lenta-mente por mi nariz y cayó al pupitre. Te-nía sueño otra vez, a causa del calor.

«...tarde a la escuela. No volveré a lle-gar...»

La mano de Kudur, el maestro auxiliar,me sacudió el hombro con fuerza.

—Jafet, hijo de Noé —me dijo—, hallegado un sirviente de tu familia. Tienesque irte. Tu padre quiere hablar contigoahora mismo.

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Era todo un acontecimiento. Papánunca me había mandado llamar desdeque iba a la escuela. Debía tener un moti-vo muy poderoso para hacerlo ahora.

Dejé el morral junto a mi pupitre, porsi volvía, y seguí al sirviente.

Al pasar por el jardín público busquéal profeta con la mirada, pero no estaba.

Las palomas, en cambio, aún ronda-ban la fuente. Sentí algo de envidia al vercómo se bañaban y alborotaban, libres,bajo el sol cegador.

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