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EL ARCA Y EL APARECIDO STENDHAL Ediciones elaleph.com

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Una hermosa mañana del mes de mayo de 182...entraba don Blas Bustos y Mosquera, escoltado pordoce hombres a caballo, en el pueblo de Alcolote, auna legua de Granada. Cuando le veían llegar, losvecinos entraban precipitadamente en las casas ycerraban las puertas a aquel terrible jefe de la policíade Granada. El cielo ha castigado su crueldad po-niéndole en la cara la impronta de su alma. E, unhombre de seis pies de estatura, cetrino, de una fla-cura que asusta. No es más que jefe de la policía,pero hasta el obispo de Granada y cl gobernadortiemblan ante él.

Durante aquella guerra sublime contra Napo-león que, en la posteridad, pondrá a los españolesdel siglo XIX por delante de todos los demás pue-blos de Europa y les asignará el segundo lugar des-pués de los franceses, don Blas fue uno de los másfamosos capitanes de guerrillas. El día que su gente

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no había matado por lo menos un francés, don Blasno dormía en una cama: era un voto.

Cuando volvió Fernando (VII), le mandaron alas galeras de Ceuta, donde pasó ocho años en lamás horrible miseria. Le acusaban de haber sidocapuchino en su juventud y haber colgado los há-bitos. Después, no se sabe cómo, volvió a entrar engracia. Ahora don Blas es célebre por su silencio: nohabla jamás. En otro tiempo le habían valido unaespecie de fama de ingenioso los sarcasmos que di-rigía a sus prisioneros de guerra antes de ahorcarlos:se repetían en todos los ejércitos españoles.

Don Blas avanzaba despacio por la calle de Al-colote, mirando a las casas de uno y otro lado conojos de lince. Al pasar por una iglesia, tocaron a mi-sa; más que apearse, se precipitó del caballo y corrióa arrodillarse junto al altar. Cuatro de sus guardiasse arrodillaron en torno a su silla; le miraron: en susojos ya no había devoción. Tenía su siniestra miradalavada en un hombre de muy distinguida aposturaque estaba rezando a unos pasos de él.

¡Cómo es esto -se decía don Blas-: un hombreque, según las apariencias, pertenece a las primerasclases de la sociedad y yo no le conozco! ¡Este noha aparecido en Granada desde que yo estoy en ella!

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Se esconde.»Don Blas se inclinó hacia uno de susguardias y le dio orden de detener a aquel joven encuanto saliera de la iglesia. Pronunciadas las íntimaspalabras de la misma, se apresuró a salir él mismo yfue a instalarse en el comedor de la hostería de Al-colote. No tardó en aparecer, extrañado, aquel jo-ven.

-¿Cómo se llama?-Don Fernando della (sic) Cueva.El humor siniestro de don Blas se agravó más

aún, porque, al verle de cerca, observó que donFernando era guapísimo: rubio y, a pesar del malpaso en que se encontraba, con una expresión muydulce. Don Blas miraba pensativo a aquel mozo.

-¿Que empleo tenía usted en tiempo de lasCortes?- dijo por fin.

-En 1823 estaba en el colegio de Sevilla; enton-ces tenía quince años, pues ahora no tengo más quediecinueve.

-¿De qué vive?El joven pareció irritado por la grosería de la

pregunta; se resignó y dijo:-Mi padre, brigadier del ejército de don Carlos

IV (Dios bendiga la memoria de este buen rey), medejó una pequeña finca cerca de este pueblo; me

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renta doce mil reales (tres mil francos); la cultivocon mis propias manos con ayuda de tres criados,que seguramente le son muy leales. Excelente nú-cleo de guerrilla dijo don Blas con una sonrisaamarga. ¡A la cárcel e incomunicado! añadió al mar-charse, dejando al preso en medio de su gente.

A los pocos momentos, don Blas estaba almor-zando.

«Con seis meses de prisión -pensaba- me pagaráesos lindos colores y ese aire de lozanía y de inso-lente satisfacción.» El guardia que estaba de centi-nela a la puerta del comedor levantó vivamente lacarabina. La apoyó contra el pecho de un ancianoque intentaba entrar en el comedor detrás de unpinche de cocina que llevaba una fuente. Don Blasse precipitó hacia la puerta; detrás del anciano vio auna muchacha que le hizo olvidar a don Fernando.

-Es cruel no darme tiempo para comer -dijo alanciano-, pero entre, explíquese.

Don Blas no podía dejar de mirar a la mucha-cha; veía en su frente y en sus ojos esa expresión deinocencia y piedad celestial que resplandece en lasbellas madonas de la escuela italiana. Don Blas noescuchaba al anciano ni seguía comiendo. Por finsalió de su abstracción; el anciano repetía por terce-

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ra o cuarta vez las razones por las cuales se debíaponer en libertad a don Fernando de la Cueva, queera desde hacía tiempo el prometido de su hija Inés,allí presente, y se iban a casar el domingo próximo.En este momento, los ojos del terrible jefe de poli-cía brillaron con un resplandor tan extraordinario,que asustaron a Inés y hasta a su padre.

-Nosotros hemos vivido siempre en el temor deDios y somos cristianos viejos -continuó éste-; miraza es antigua, pero soy pobre, y don Fernando esun buen partido para mi hija. Nunca ejercí cargoalguno en tiempo de los franceses, ni antes ni des-pués.

Don Blas no salía de su hosco silencio.-Pertenezco a la más antigua nobleza del reino

de Granada -prosiguió el anciano-; y antes de la re-volución -añadió suspirando- le habría cortado lasorejas a un fraile insolente que no me contestaracuando yo le hablase.

Al anciano se le llenaron de lágrimas los ojos.La tímida Inés sacó del seno un pequeño rosarioque había tocado el manto de la madona del pilar(sic), y sus bonitas manos apretaban la cruz con unmovimiento convulsivo. El terrible don Blas clavósu mirada en aquellas manos. Luego se fijó en el

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busto, bien torneado, aunque un poco opulento, dela joven Inés.

«Sus facciones podrían ser más regulares -pensó-; pero esa gracia celestial no la he visto nuncamás que en ella.»

-¿Y se llama usted don Jaime Artegui? dijo al final anciano.

-Tal es mi nombre -contestó don Jaime, ir-guiendo más su apostura.

-¿De setenta años?-De sesenta y nueve solamente.-Usted es -dijo don Blas, serenándose visible-

mente-; llevo mucho tiempo buscándole. El reynuestro señor se ha dignado concederle uno pen-sión anual de cuatro mil reales (mil francos). Tengoen Granada dos años vencidos de esa real merced,que le entregaré mañana al mediodía. Le haré verque mi padre era un rico labrador de Castilla la Vie-ja, cristiano viejo como usted, y que nunca fui fraile,de modo que el insulto que usted me ha dirigido caeen el vacío.

El viejo hidalgo no se atrevió a faltar a la cita.Era viudo y vivía sólo con su hija Inés. Antes desalir para Granada la llevó a casa del cura del puebloy tomó sus disposiciones como si nunca más hu-

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biera de volver a verla. Encontró a don Blas Bustosmuy engalanado; llevaba un gran cordón sobre eluniforme. Don Jaime le encontró el aire atento deun viejo soldado que quiere hacerse el bondadoso ysonríe a cada paso y sin venir a cuento.

Si se hubiera atrevido, don Jaime habría recha-zado los ocho mil reales que don Blas le entregó; nopudo negarse a comer con él. Después de la comida,el terrible jefe de policía le hizo leer sus títulos, supartida de bautismo y hasta un certificado de habersalido de galeras, lo que demostraba que no habíasido nunca fraile.

Don Jaime seguía temiendo alguna jugarreta.-De modo que tengo cuarenta y tres años -

acabó por decirle don Blas- y un puesto honorableque me de cincuenta mil reales. Tengo una renta demil onzas del Banco de Nápoles. Le pido en matri-monio a su hija doña Inés de Arregui.

Don Jaime palideció. Hubo un momento de si-lencio. Don Blas prosiguió:

-No le ocuparé que don Fernando de la Cuevaestá comprometido en un mal asunto. El ministrode la policía le está buscando. Tiene pena de garrote(manera de estrangular empleada para los nobles) o,por lo menos, de galeras. Yo estuve en ellas ocho

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años y puedo asegurarle que es un mal hospedajediciendo estas palabras, se acercó al oído del ancia-no De aquí a quince días o tres semanas, recibiréprobablemente del ministro la orden de trasladar adon Fernando de la cárcel de Alcolote a la de Gra-nada. Esta orden se cumplirá esta noche muy tarde;si don Fernando aprovecha la noche para escaparse,yo cerraré los ojos en consideración a la amistadcon que usted me honra. Que se vaya a pasar unaño o dos a Mallorca, por ejemplo; nadie le dirá na-da.

El viejo hidalgo no contestó una palabra. Estabaaterrado ya duras penas pudo volver a su pueblo. Eldinero que había recibido le horrorizaba. a ¿De mo-do se decía que esto es el precio de la sangre de miamigo don Fernando, del prometido de mi Inés?»Al llegar al presbiterio se arrojó en brazos de Inés.

-¡Hija mía –exclamó-, el fraile quiere casarsecontigo!

Inés se secó pronto las lágrimas y pidió permisopara ir a consultar al cura, que estaba en la iglesia ensu confesionario. El cura, a pesar de la insensibili-dad de su edad y de su estado, lloró. El resultado dela consulta fue que no había más remedio que casar-se con don Blas o huir por la noche. Doña Inés y su

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padre tenían que procurar llegar a Gibraltar y em-barcarse para Inglaterra.

-¿Y de qué vamos a vivir?- dijo Inés.-Podrían vender la casa y la huerta.-¿Quién va a comprarlas? repuso la muchacha,

deshecha en lágrimas.-Yo tengo algunas economías -dijo el cura- que

puede que lleguen a cinco mil reales; te los doy, hijamía, y de muy buen grado, si crees que no puedessalvarte casándote con don Blas Bustos.

A los quince días todos los esbirros de Granada,en uniforme de gala, rodeaban la iglesia, can som-bría, de Santo Domingo. Apenas en pleno mediodíase ve para andar por ella. Pero aquel día no se atre-vía a entrar nadie más que los invitados.

En una capilla lateral iluminada con centenaresde velan cuya luz cortaba la., sombras de la iglesiacomo un camino de fuego, se veía de lejos a unhombre arrodillado en las gradas del altar; su cabezasobresalía de todos los que le rodeaban. Aquellacabeza estaba inclinada en una postura piadosa; losflacos brazos, cruzados sobre el pecho. Pronto seincorporó y exhibió un uniforme constelado decondecoraciones. Daba la mano a una muchachacuyo paso ligero y juvenil formaba un extraño con-

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traste con su gravedad. Brillaban lágrimas en losojos de la joven desposada; la expresión de su rostroy la dulzura angelical que conservaba a pesar de supena impresionaron al pueblo cuando la joven subióa una carroza que esperaba a la puerta de la iglesia.

Hay que reconocer que don Blas fue menos fe-roz desde su boda; las ejecuciones menudearon me-nos. En vez de fusilar por la espalda a lo,condenados, no se hacía más que ahorcarlos. Mu-chas veces permitió a los condenados besar a susfamiliares antes de ir a la muerte. Un día, dijo a sumujer, a la que amaba con furor:

-Tengo celos de Sancha.Era hermana de leche y amiga de Inés. Había

vivido en casa de don Jaime a título de doncella desu hija, y en calidad de tal la siguió al palacio dondeInés fue a vivir en. Granada.

- Cuando yo me separo de ti, Inés -prosiguiódon Blas-, tú te quedas hablando sola con Sancha.Es simpática, te hace reír, mientras que yo no soymás que un viejo soldado que tiene a su cargo fun-ciones severas; reconozco que soy poco atractivo.Esa Sancha, con su cara alegre, debe de hacermeparecer a tus ojos más viejo de lo que soy. Toma,aquí tiene: la llave de mi caja; dale todo cl dinero

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que quieras, todo el que hay en la caja, si así te pla-ce, pero que se vaya, que yo no la vea más.

Por la noche, al volver don Blas de sus funcio-nes, la primera persona que vio fue Sancha, ocupadaen sus tareas corno de costumbre. Su primera reac-ción fue de ira; se acercó rápidamente a Sancha, yésa levantó los ojos y le miró de frente con esa mi-rada española mezcla tan singular de miedo, valor yodio. Al cabo de un momento, don Blas sonrió.

-Mi querida Sancha -le dijo-, ¿te ha dicho doñaInés que te doy diez mil reales?

-Yo no acepto regalos de mi ama - contestóSancha, sosteniendo la mirada fija en él.

Don Fastos (sic) entró en el aposento de sumujer.

-¿Cuántos presos hay en este momento en lacárcel de Torre Vieja? -le preguntó Inés.

-Treinta y dos en los calabozos, y creo que dos-cientos sesenta en les pisos superiores.

-Ponlos en libertad -dijo Inés-, y me separo dela única amiga que tengo en el mundo.

-Lo que me ordenas está fuera de mi poder -contestó don Blas.

No añadió una palabra en toda la noche. Inés,haciendo labor junto a la lámpara, le veía enrojecer

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y palidecer alternativamente; dejó la labor y se pusoa rezar el rosario. Al día siguiente, el mismo silencio.La noche del otro día se produjo un incendio en lacárcel le Torre Vieja. Murieron dos presos, pero, apesar de toda la vigilancia del jefe de policía y susguardianes, todos los demás lograron escaparse.

Inés, no dijo una palabra a don Blas, ni él a ella.Al día siguiente, al volver a casa don Blas, ya no vioa Sancha. Se atrojó en brazos de Inés.

Habían pasado dieciocho meses desde el incen-dio de Torre Vieja, cuando un viajero cubierto depolvo se apeó de un caballo ante la peor posada delpueblo de La Zuia, situado en las montañas a leguay media de Granada, mientras que Alcolote está alnorte.

Estos alrededores de Granada son como un oa-sis encantado en medio de las llanuras abrasadas deAndalucía. Es la comarca más bella de España. Pero¿era sólo la curiosidad lo que guiaba al viajero? Porsu atuendo, se le tomaría por un catalán. Su pasa-porte, expedido en Mallorca, estaba, en efecto, visa-do en Barcelona, donde haba desembarcado. Eldueño de aquella mala posada era muy pobre. Elviajero catalán, al entregarle su pasaporte, que lleva-ba el nombre de don Pablo Rodil, le miró.

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-Sí, señor viajero -le dijo el hostelero-, si la poli-cía de Granada pregunta por su señoría, le avisaré.

El viajero dijo que quería ver aquella tierra tanhermosa; salía una hora antes de amanecer y novolvía hasta mediodía, a pleno calor, cuando todosestaban comiendo o durmiendo la. siesta.

Don Fernando iba a pasar horas enteras; n unacolina cubierta de fresca yedra. Desde allí veía elantiguo palacio de la inquisición de Granada, ahorahabitado por don Blas y por Inés. No podía apartarlos ojos de los ennegrecidos muros de aquel palacio,que se aliaba como un gigante en medio de las casasde la ciudad. Al salir de Mallorca, don Fernando sehabía prometido no entrar en Granada. Un día nopudo resistir un arrebato que le dio y fue a pasar porla estrecha calle sobre la que se levantaba la alta fa-chada del palacio de la inquisición. Entró en la tien-da de un artesano y encontró un pretexto paradetenerse en ella y hablar. EL artesano le indicó lasventanas del aposento de doña Inés. Estaban en unsegundo piso muy alto.

A la hora de la siesta, don Fernando volvióa;ornar el camino de La Zuia, con cl corazón devo-rado por toda las furias de los celos. Hubiera queri-do apuñalar a Inés y luego matarse.

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¡Carácter débil y cobarde! -se repetía coa rabia-.¡Es capaz de amarle si se figura que tal es su deber!

A la vuelta de una calle encontró a Sancha.-¡Ah, amiga mía! -exclamó, sin que pareciera que

le hablaba-. Me llamo don Pablo Rodil y me hospe-do en la Posada del Angel, en La Zuia. ¿Podrás estarmañana en la iglesia parroquial a la hora del Ange-lus, de la tarde?

-Estaré -dijo Sancha, sin mirarle.A la noche siguiente, don Fernando vio a San-

cha y siguió sin decir palabra hacia su hostería; San-cha entró sin que la vieran. Fernando, cerró lapuerta.

-¿Qué me dice? preguntó Fernando con lágri-mas en los ojos.

-Ya no sirvo en su casa. Hace dieciocho mesesque me despidió sin motivo, sin explicación. Laverdad, yo creo que ama a don Blas.

-¡Que ama a don Blas! exclamó don Fernando,secándose las lágrimas-. ¡Sólo eso me faltaba!

-Cuando me despidió -continuó Sancha-, mearrojé a sus pies suplicándole que me dijera por quéme echaba. Me contestó fríamente: «Lo manda mimarido.» ¡Sin una palabra más! Ya la ha visto usted,tan piadosa; ahora se pasa la vida rezando.

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Don Blas, para dar gusto al partido reinante,había conseguido que se cediera a unas religiosasclarisas la mitad del palacio de la inquisición, dondeél vivía. Estas damas se habían establecido allí y ha-bían terminado recientemente su iglesia. Doña Inésse pasaba la vida en ella. En cuanto don Blas salíade casa, se podía tener la seguridad de verla arrodi-llada ante el altar de la adoración perpetua.

-¡Que ama a don Blas! -repitió don Fernando.-La víspera del día que me despidió -continuó

Sancha-, doña Inés me hablaba...-¿Está contenta? -interrumpió don Fernando.-No, contenta no, pero sí de un humor igual y

dulce, muy diferente de como usted la conoció; yano tiene aquellos momentos de vivacidad y locura,como decía el cura.

-¡La infame! -exclamó don Fernando, paseándo-se por la estancia como un león enjaulado-. ¡Asícumple sus juramentos! ¡Así es como me amaba! Nisiquiera está triste, y yo...

-Como le iba diciendo a su señoría -prosiguióSancha-, la víspera del día que me despidió, doñaInés me hablaba con cariño, con bondad, como an-tiguamente en Alcolote. Al día siguiente, un «lomanda mi marido» fue lo único que se le ocurrió

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decirme, entregándome un papel firmado por ellaseñalándome una buena renta de ochocientos reales.

-¡Ah, dame ese papel! -dijo don Fernando.Cubrió de besos la firma de Inés.-¿Y hablaba de mí?-Nunca; tanto es así, que una vez el viejo don

Jaime le reprochó delante de mí haber olvidado a unvecino tan bueno. Doña Inés palideció y no con-testó. Tan pronto como acompañó a su padre huatala puerta, corrió a encerrarse en la capilla.

-Soy un necio, nada más -exclamó don Fernan-do-. ¡Cómo voy a odiarla! No hablemos más... Hasido una suerte para mí entrar en Granada, y milveces más suerte haberte encontrado... ¿Y tú quéhaces?

-Puse una tienda en el pueblecito de Albaracen,a media legua de Granada. Tengo -añadió bajandola voz- unos géneros muy bonitos, cosas inglesasque me caen los contrabandistas de las Alpujarras.Tengo en mis baúles por más de diez mil reales demercancías catas. Estoy contenta.

-Ya entiendo -dijo don Fernando-: tienes unamante entre los valientes de los montes de las Al-pujarras. Nunca más volveré a verte. Toma, llévateeste reloj como recuerdo mío.

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Sancha se iba. Fernando la retuvo.-¿Y si me presentara ante ella? -dijo.-Huiría de usted, así tuviera que tirarse por la

ventana. Tenga cuidado -dijo Sancha, volviendohacia don Fernando-; por muy disfrazada que fuera,le detendrían ocho o diez espías que rondan cons-tantemente en torno a la casa.

Fernando, avergonzado de su flaqueza, no dijouna palabra más. Había decidido salir al día si-guiente para Mallorca.

Al cabo de ocho días, pasó por casualidad por elpueblo de Albaracen. Los bandidos acababan dedetener al capitán general O’Donnell y le habíantenido una hora tendido boca abajo en el barro.Don Fernando vio a Sancha corriendo muy atarea-da.

-No tengo tiempo de hablar con su señoría -ledijo-; vaya a mi casa.

La tiendo de Sancha estaba cerrada; Sancha seapresuraba a meter sus géneros ingleses en una granarca negra, de roble.

-Quizás nos ataquen aquí esta noche -dijo a donFernano-. El jefe de esos bandidos es enemigo per-sonal de un contrabandista amigo mío. Entrarían asaco en esta tienda antes que en ningún otro sitio.

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Vengo de Granada; doña Inés, que después de todoes muy buena, me ha dado permiso para dejar en sucuarto, mis mejores mercancías. Don Blas no veráesta arca, que está llena de contrabando, y si pordesgracia la viera, doña Inés encontraría una discul-pa.

Se apresuró a colocar sus tules y chales. DonFernando la miraba manipular. De pronto se preci-pitó hacia el arca, sacó los tules y chales y se metióél en su lugar.

-¿Se ha vuelto loco? -dijo Sancha, asustada.-Toma, aquí tienes cincuenta onzas, pero que el

cielo me mate si salgo de esta arca antes de estar enel palacio de la inquisición de Granada. Quiero ver-la.

Por más que Sancha pudiera decir, don Fernan-do no la escuchó.

Cuando ella estaba hablando todavía, entróZanga, un mozo de cordel, primo de Sancha, queiba a llevar el arca en su mulo a Granada. Al ruidoque hizo al entrar, don Fernando se había apresura-do a bajar sobre él la tapa del arca. Por si acaso,Sancha la cerró con llave. Era más imprudente de-jarla abierta. A eso de las once de la mañana de undía del mes de junio, don Fernando entró en Gra-

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nada transportado en un arca; estaba a punto deasfixiarse. Llegaron al palacio de la inquisiciónMientras Zanga subía la escalera, don Fernando te-nía la esperanza de que dejarían el arca en el segun-do piso, y quizá en la habitación de Inés.

Cuando cerraron las puertas y ya no oyó ningúnruido, intentó, con ayuda de su puñal, abrir la cerra-dura del arca. Lo consiguió. Con indecible: alegría,se dio cuenta de que erraba, en efecto, en el dormi-torio de Inés. Vio vestidos de mujer y reconociójunto a la cama un crucifijo que en otro tiempo es-taba en su cuartito de Alcolore. Una voz, despuésde una violenta disputa, Inés le llevó a su habitacióny ante aquel crucifijo le juró un amor eterno.

Hacía muchísimo calor y la habitación estabamuy oscura. Las persianas estaban cerradas, lo mis-mo que las grandes cortinas, de finísima muselina delas indias, drapeadas hasta el suelo.

Apenas alteraba el profundo silencio el rumorde un pequeño surtidor que, subiendo a unoscuantos pies en un rincón del aposento, volvía, caeren su concha de mármol negro.

El ruido tan leve de este pequeño surtidor hacíaestremecer a don Fernando, que había dado en suvida veinte pruebas del más audaz arrojo. Estaba

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lejos de encontrar en el cuarto de Inés aquella felici-dad perfecta que tantas veces había soñado en Ma-llorca pensando en los medios de llegar a aquellahabitación. Desterrado, dolorido, separado de lossuyos, un amor apasionado y que en la persistenciay la uniformidad de la desgracia había llegado casi ala locura, constituía todo el carácter de don Fernan-do.

En este momento, un único sentimiento le em-bargaba: el miedo a hacer enfadar a aquella Inés a laque él sabía tan casta y tímida. Si yo no creyera queel lector conoce algo la manera de ser, singular yapasionada, de la gente meridional, me daría ver-güenza confesarlo: don Fernando estuvo a punto dedesmayarse cuando, poco después de dar las dos enel reloj del convento, oyó en medio del profundosilencio unos pasos ligeros subiendo la escalera demármol. En seguida se acercaron a la puerta. DonFernando reconoció el andar de Inés y, no atrevién-dose a afrontar el primer momento de indignaciónde una persona tan fiel a sus deberes, se escondió enel arca.

El calor era abrumador, profunda la oscuridad.Inés se acostó, y en seguida la tranquilidad de surespiración hizo comprender a don Fernando que

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estaba dormida. Sólo entonces se atrevió a acercarsea la cama. Y vio a aquella Inés que desde hacía tan-tos años era su único pensamiento. Sola, a su mer-ced en la inocencia de su sueño, le dio miedo. Estesingular sentimiento aumentó cuando se dio cuentade que, en los dos años que él había pasado sin ver-la, su semblante había tomado una impronta de fríadignidad que él no le conocía.

Sin embargo, la felicidad de volver a verla pe-netró poco a poco en su alma; ¡formaba su relativadesnudez un contraste tan encantador con aquelaire de dignidad severa!

Comprendió que la primera idea de Inés al verlesería huir. Fue a cerrar la puerta y retiró la llave.

Por fin llegó el momento que iba a decidir todosu porvenir. Inés hizo unos movimientos, estaba apunto de despertarse; Fernando tuvo la inspiraciónde ir a arrodillarse ante el crucifijo que ya en Alco-lote estaba en el dormitorio de Inés. Cuando éstaabrió los ojos, todavía adormilados, pensó que Fer-nando acababa de morir lejos y que aquella imagensuya que veía ante el crucifijo era una visión. Per-maneció inmóvil y erguida ante la cama y con lasmanos juntas.

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-¡Pobre desdichado! -dijo con una voz trémula ycasi inaudible.

Don Fernando, de rodillas aún y un poco en es-corzo pata mirarla, le señalaba el crucifijo; pero, ensu turbación, hizo un movimiento. Inés, ya del tododespierta, comprendió la verdad y huyó hacia lapuerta, encontrándola cerrada.

-¡Qué osadía! –exclamó-. ¡Salga de aquí, donFernando!

Inés se retiró al rincón más lejano, hacia el pe-queño surtidor.

-¡No se acerque, no se acerque! -repetía con vozconvulsa -¡Salga de aquí!

En sus ojos brillaba el resplandor de la virtudmás pura.

-No, no me marcharé antes de que me oigas.Han pasado dos años y no puedo olvidarte; noche ydía tengo tu imagen ante los ojos. ¿No me jurasteante esta cruz que serías mía para siempre?

-¡Salga de aquí -le repetía ella con furia-, o llamoy nos degollarán a los dos!

Se dirigió hacia una campanilla, pero don Fer-nando se le adelantó y la estrechó en sus brazos.Don Fernando estaba temblando; Inés lo notó muybien y perdió toda la fuerza que le daba la ira.

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Don Fernando ya no se dejó dominar por lospensamientos de amor y voluptuosidad y se atuvoestrictamente a su deber.

Temblaba más que Inés, pues se daba cuenta deque acababa de obrar con ella como un enemigo;pero no encontró cólera ni arrebato.

-¿Es que quieres la muerte de mi alma inmortal?-le dijo Inés-. Por lo menos, cree una cosa: que teadoro y nunca amé a nadie más que a ti. Ni un solominuto de la abominable vida que llevo desde miboda he dejado de pensar en ti. Era un pecado es-pantoso; he hecho cuanto he podido por olvidarte,pero en vano. No te horrorices de mi impiedad,Fernando mío. ¿Lo creerás? Muchas veces, esesanto crucifijo que aquí ves, junto a mi cama, ya nome presenta la imagen del Salvador que ha de juz-garnos, sólo me recuerda los juramentos que te hiceextendiendo la mano hacia él en mi cuartito de Al-colote. ¡Ah, estamos condenados, irremisiblementecondenados, Fernando! -exclamó arrebatada-; sea-mos al menos plenamente dichosos los pocos díasque nos quedan de vida.

Este lenguaje quitó todo temor a don Fernando;comenzó para él la felicidad.

-¿Es que me perdonas? ¿Me amas todavía?...

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Las horas volaban. Anochecía. Fernando lecontó la inspiración súbita que le había venidoaquella mañana al ver el arca. Les sacó de su embe-leso un gran ruido que se produjo cerca de la puertade la habitación. Era don Blas, que venía a buscar asu mujer para el paseo vespertino.

-Dile que te has puesto mala por el gran calorque hace -dijo don Fernando a Inés- Voy a metermeen el arca. Aquí tienes la llave de la puerta; haz co-mo que no puedes abrir, dale la vuelta al revés, hastaque oigas el ruido que hará la cerradura del arca alcerrarse.

Todo salió muy bien. Don Blas creyó en el ma-lestar producido por el calor.

-¡Pobrecita! -exclamó, disculpándose por ha-berla despertado tan bruscamente.

La cogió en brazos y la llevó a la cama. Estabaabrumándola con tiernísimas caricias, cuando se fijóen el arca.

-¿Qué es eso? -preguntó, frunciendo el entre-cejo.

Pareció despertarse de pronto toda su sagacidadde jefe de policía.

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-¡Esto en mi casa! -repitió cinco o seis veces,mientras doña Inés le contaba los temores de San-cha y la historia del arca.

-Dame la llave -dijo don Blas con gesto duro.-No quise recibirla -contestó Inés-: podría en-

contrarla uno de tus criados. A Sancha le gustó mu-cho que me negara a quedarme con la llave.

-¡Muy bien! -exclamó don Blas-; pero yo tengoen la caja de mis pistolas los medios necesarios paraabrir todas las cerraduras del mundo.

Se dirigió a la cabecera de la cama, abrió unacaja llena de armas y se acercó al arca con un pa-quete de ganzúas inglesas.

Inés abrió las persianas de una ventana y se in-clinó hacia fuera como para poder arrojarse a:a calleen el momento en que don Blas descubriera a Fer-nando. Pero el odio que Fernando tenía a don Blasle había devuelto toda su sangre fría, y se le ocurrióponer la punta de su puñal detrás del pestillo de lamala cerradura del arca; don Blas manipuló en vanocon sus ganzúas inglesas.

-¡Qué raro! -dijo don Blas, incorporándose, es-tas ganzúas no me habían fallado nunca. QueridaInés, retrasaremos el paseo. Con la idea de esta arca,que quizá esté llena de papeles criminales, no estaría

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contento ni siquiera al lado tuyo. ¿Quién me diceque, en mi ausencia, el obispo, enemigo mío, nohará un registro en mi casa valiéndose de una ordenarrancada con engaño al rey? Voy a ir a mi despachoy volveré en seguida con un cerrajero que lo harámejor que yo.

Salió. Doña Inés dejó la ventana para cerrar lapuerta. En vano le suplicó don Fernando que huye-ra con él.

-No conoces la vigilancia del terrible don Blas -le dijo-; en unos minutos puede ponerse en comu-nicación con sus agentes a varias leguas de Granada.¡Ojalá pudiera yo huir contigo para ir a vivir en In-glaterra! Figúrate que esta casa tan grande es regis-trada cada día hasta en los menores rincones. Sinembargo, voy a intentar esconderte. Si me amas, séprudente, pues yo no sobreviviría.

La conversación fue interrumpida por un grangolpe en la puerta; Fernando se puso detrás de éstacon el puñal en la mano. Afortunadamente, no eramás que Sancha. Se lo contaron todo en dos pala-bras.

-Pero, señora, usted no piensa que, al escondera don Fernando, don Blas encontrará el arca vacía.¿Qué podremos mecer en ella en tan poco tiempo?

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Pero, en el apuro, se me olvidaba una buena noticia:toda la población está en vilo y don Blas muy ocu-pado. A don Pedro Ramos, el diputado u Cortes, leinsultó un voluntario realista en el café de la PlazaMayor, y don Pedro acaba de matarle a puñaladas.He visto ahora a don Blas rodeado de sus esbirrosen la Puerta del Sol. Esconda a dan Fernando, voy abuscar por todas partes a Zanga para que venga allevarse el arca con don Fernando dentro. Pero ¿nos dará tiempo? Lleven el arca a otra habitación,para tener una primera respuesta que dar a don Blasy que no le mate: de repente. Dígale que fui yoquien mandó trasladar el arca y quien la abrió. Sobretodo, no nos hagamos ilusiones: ¡si don Blas vuelveantes que yo, morimos todos!

Los consejos de Sancha no impresionaron mu-cho a los amantes; llevaron el arca a un pasadizooscuro y e contaron la historia de sus vidas desdehacía dos años.

-No encontrarás reproches en tu amiga -decíaInés a don Fernando; te obedeceré en todo: tengo elpresentimiento de que nuestra vida no sería larga.No sabes en qué poco tiene don Blas su vida y laajena; descubrirá que te he visto y me matará ¿Qué

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encontraré en la otra vida? -continuó, después de unmomento de abstracción-; ¡castigos eternos!

Y se arrojó al cuello de Fernando.-Soy la más feliz de las mujeres –exclamó-. Si

encuentras algún medio para vernos, házmelo saberpor Sancha; tienes una esclava que se llama Inés.

Zanga no volvió hasta la noche; se llevó el arca,en la que se había vuelto a meter Fernando. Variasveces le interrogaron las patrullas de esbirros, quebuscaban por todas partes al diputado liberal sinencontrarle; como Zanga les decía que el arca quellevaba pertenecía a don Blas, siempre le dejabanpasar.

La última vez le pararon en una calle solitariaque bordea el cementerio; la separa cíe éste, que estáa doce o quince pies más abajo, un muro que, por ellado de la calle, permite apoyarse en él. Y en él apo-yaba Zanga el arca mientras contestaba a los esbi-rros.

Como le habían hecho llevarse rápidamente elarca por miedo a que volviera don Blas, la habíacargada de tal orado, que don Fernando iba cabezaabajo; esta posición le producía un dolor insoporta-ble; esperaba llegar pronto, y cuando notó el arcainmóvil, perdió la paciencia, reinaba en la calle un

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gran silencio; don Fernando, calculó que debían deser lo menos las nueve de la noche. «Unos cuantosducados –pensó- me asegurarán la discreción deZanga». Vencido por el dolor, le dijo en voz muybaja:

-Da la vuelta al arca; así estoy sufriendo terri-blemente.

El cargador, que, a tan avanzada hora, no estabamuy tranquilo contra la pared del cementerio, seasustó de aquella voz tan cerca de su oído; creyóestar oyendo a un aparecido y huyó a todo correr.El arca quedó en pie sobre el parapeto; el dolor dedon Fernando iba en aumento. Al no recibir res-puesta da Zanga, comprendí que le había abando-nado. Por mucho peligro que hubiera, decidió abrirel arca. Hizo un movimiento violento que le preci-pitó al cementerio.

El choque de la caída le aturdió y tardó unosmomentos en recobrar el conocimiento; veía lasestrellas brillar sobre su cabeza: al caer el arca sehabía abierto la cerradura, y él se encontró tendidoen la tierra recién removida de una tumba. Pensó enel peligro que podía correr Inés y esto le devolviótoda su fuerza.

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Le corría la sangre, estaba muy maltrecho, peroconsiguió levantarse y después andar; le costó algúntrabajo escalar el muro del cementerio y luego llegara casa de Sancha. Esta, al verle ensangrentado, creyóque don Blas le había descubierto.

-Hay que reconocer -le dijo riendo, cuando setranquilizó a este respecto -que nos has metido enun buen lío.

Convinieron en que había que aprovechar lanoche a todo trance pata llevarse el arca caída en elcementerio.

-Si mañana un espía de don Blas descubre esamaldita arca, muertas somos doña Inés y yo -dijoSancha.

-Seguramente está manchada de sangre -observó don Fernando.

Zanga era el único hombre que podían utilizar.Hablando de él estaban, cuando llamó a la puerta deSancha, que le causó gran asombro diciéndole:

-Ya sé lo que vienes a contarme. Abandonastemi arca y se cayó al cementerio con todas mis mer-cancías de contrabando. ¡Qué pérdida para mí! Ve-rás lo que va a ocurrir: don Blas te interrogar estanoche o mañana por la mañana.

-¡Ay de mí, estoy perdido! -exclamó Zanga.

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-Estás salvado si contestas que al salir del pala-cio de la inquisición trajiste el arca a mi casa.

Zanga estaba muy disgustado por haber com-prometido las mercancías de su prima, pero habíatenido miedo del aparecido; ahora tenía miedo dedon Blas y parecía incapaz de comprender las cosasmás sencillas. Sancha le repetía con todo detalle susinstrucciones sobre lo que tenía que contestar al jefede policía para no comprometer a nadie.

-Aquí tienes diez ducados para ti -le dijo donFernando, apareciendo de repente-; pero, si no di-cen exactamente lo que te ha explicado Sancha, estepuñal te matará.

-¿Y quien es vuestra merced, señor? -preguntóZanga.

-Un desdichado «negros (sic) perseguido por losvoluntarios realistas.

Zanga estaba perplejo; su pavor llegó al extremocuando vio entrar a dos de los esbirros de don Blas.Uno de ellos se apoderó de él y le condujo ante sujefe. El otro venía simplemente a notificar a Sanchaque tenía que comparecer en el palacio de la inquisi-ción; su misión era menos severa.

Sancha bromeó con él y le animó a probar unexcelente vino Rancio (sic). Quería hacerle hablar

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para que diera algunas indicaciones a don Fernando,el cual podía oírlo todo desde el lugar donde estabaescondido. El esbirro contó que Zanga, huyendodel aparecido, había entrado pálido como la muerteen una taberna, donde contó su aventura. En aque-lla taberna se encontraba uno de los espían encarga-dos de descubrir al «negro», o liberal, que habíamatado a un,realista, y fue corriendo con su informea don Blas.

-Pero nuestro jefe, que no es tonto -añadió elesbirro-, dijo en seguida que la voz que había oídoZanga era la del «negro», escondido en el cemente-rio. Me mandó a buscar el arca y la encontramosabierta y manchada de sangre. Don Blas pareciómuy sorprendido y me ha mandado aquí. Vamos.

«Muertas somos Inés y yo se -decía Sancha, di-rigiéndose con su esbirro al palacio de la Inquisi-ción-. Don Blas habrá reconocido el arca; en estemomento ya sabe que un extraño se introdujo en sucasa.»

La noche era muy oscura. Por un momento,Sancha tuvo la idea de escapar. «Pero no -se dijo-,sería infame abandonar a doña Inés, que es tan ino-cente y en este momento no debe de saber quécontestar.»

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Al llegar al palacio de la inquisición, le extrañóque la hicieran subir al segundo piso, al aposentomismo do Inés. El lugar de la escena le pareció desiniestro augurio. La habitación estaba muy ilumi-nada.

Encontró a doña Inés. sentada junto a una me-sa, a don Blas de pie a su lado, echando chispas porlos ojos, y, ante ellos, abierta, el arca fatal. Estabatoda manchada de sangre. En el momento en queentró Sancha, don Blas estaba interrogando a Zan-ga. Le hicieron salir inmediatamente.

«¿Nos habrá traicionado? -se decía Sancha.-;¿Habrá entendido lo que le dije que contestara? Lavida de doña Inés está en sus manos.»

Sancha miró a doña Inés pata tranquilizarla; novio en sus ojos más que serenidad y entereza. San-cha se quedó atónita. « ¿De dónde saca tanto valoresta mujer tan apocada?»Desde las primeras pala-bras de su respuesta a las preguntas de don Blas,Sancha observó que este hombre, habitualmente tandueño de sí mismo, estaba como loco. Pronto sedijo, hablándose a sí mismo:

-¡La cosa está clara!Doña Inés debió de oír estas palabras, como las

oyó Sancha, pues dijo con un tono muy natural:

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-Con tantas velas encendidas, esto está como unhorno.

Y se acercó a la ventana.Sancha sabía cuál era su proyecto unas horas

antes, y comprendí aquel movimiento. Fingió unviolento ataque de nervios.

-Esos hombres quieren matarme –exclamó-porque salvé a don Pedro Ramos.

Y agarró fuertemente a Inés por la muñeca.En medio del extravío de un ataque de nervio,,

las medias palabras de Sancha decían que, a poco dellevar Zanga a su casa el arca de los géneros, irrum-pió en su cuarto un hombre todo ensangrentado ycon un puñal en la mano. «Acabo de matar a unvoluntario realista -había dicho- y los compañerosdel muerto me están buscando. Si usted no me so-corre, me matan ante sus propios ojos... ».

-¡Ah, vean esta sangre en mi mano -exclamóSancha, como enajenada-, quieren matarme!

-Siga -dijo don Blas fríamente.-Don Ramos me dijo: «El prior del convento de

los Jerónimos es tío mío; si puedo llegar a su con-vento, estoy salvado.» Yo temblaba de miedo; donPedro vio el arca abierta, de donde yo acababa desacar mis tules ingleses. De pronto va y arranca los

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paquetes que todavía quedaban en el arca, y se meteél dentro. «Cierre con llave sobre mí –exclamó- yque lleven el arca al convento de los Jerónimos sinperder momento.» Y me echó un puñado de duca-dos; aquí los tiene: es el precio de una impiedad, mehorrorizan...

-¡Bueno, menos cuentos! -exclamó don Blas.-Tenía miedo de que me matara si no obedecía -

continuó Sancha-; tenía aún en la mano izquierda elpuñal, lleno de la sangre del pobre voluntario rea-lista. Tuve miedo, lo confieso; mandé a buscaraZanga, y éste cogió el arca y la llevó al convento. Yotenía...

-Ni una palabra más o eres mueca -la interrum-pió don Blas, a punto de adivinar que Sancha queríaganar tiempo.

A una señal de don Blas, salen en busca deZanga. Sancha observa que don Blas, habitualmenteimpasible, está fuera de sí; tiene dudas sobre la per-sona a la que, desde hacía dos años, creía fiel. Elcalor parece agobiarle. Pero la más vera Zanga,conducido por el esbirro, se arroja sobre él y leaprieta furiosamente el brazo.

«Llegó el momento fatal -se dije Sancha-. Deeste hombre depende la vida de doña Inés y la mía.

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Me es muy fiel, pero esta noche, asustado por elaparecido y por el puñal de don Fernando, ¡sabeDios lo que va a decir! ».

Zanga, violentamente sacudido por don Blas, lemiraba con ojos espantados y sin contestar.

«¡Dios mío! -pensó Sancha-, le van a hacerprestar juramento de decir la verdad, y, como es tandevoto; no querrá mentir por nada del mundo.»

Por casualidad, don Blas, que estaba en su tri-bunal, olvidó hacer que el testigo prestara jura-mento. Por fin Zanga, estimulado por el granpeligro, por las miradas de Sancha y por su mismomiedo, se decidió a hablar. Fuera por prudencia opor verdadera turbación, su relato resultó muy em-brollado. Dijo que, llamado por Sancha para cargarotra vez el arca que había traído poco antes del pa-lacio de monseñor el jefe de policía, le había pareci-do mucho más pesada. Como no podía más, alpasar por el muro del cementerio la apoyó en el pa-rapeto. Oyó muy cerca de su oído una voz quejum-brosa y echó a correr.

Don Blas le asediaba a preguntas, pero parecíaél mismo abrumado de cansancio. Ya muy avanzadala noche, suspendió el interrogatorio para reanu-darlo a la mañana siguiente. Zanga no se había cor-

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tado todavía. Sancha pidió a Inés que la permitieraocupar el gabinete contiguo a su dormitorio, dondeantes pasaba la noche. Probablemente, don Blas nooyó las pocas palabras que se dijeron a este respec-to. Inés, que temblaba por don Fernando, fue abuscar a Sancha.

-Don Fernando está a salvo, pero -continuóSancha- la vida de usted y la mía penden de un hilo.Don Bias sospecha. Mañana por la mañana va aamenazar en serio a Zanga y a hacerle hablar pormedio del fraile que confiese a ese hombre y quetiene mucho dominio sobre él. El cuento que yo hecontado no servía mas que para salir del paso en elprimer momento.

-Bueno, pues, huye, querida Sancha -repusoInés, con su noche dulzura acostumbrada y como sino la preocupara en absoluto la suerte que a ellamisma la espetaba a las pocas horas-. Déjame morirsola. Moriré dichosa: tengo conmigo la imagen dedon Fernando. La vida no es demasiado para pagarla felicidad de haber vuelto a verle al cabo de dosaños. Te ordeno que me dejes ahora mamo. Vas abajar al patio grande y a esconderte junto a la puer-ta. Espeto que podrás salvarte. Sólo te pido una co-sa: entrega esta cruz de diamantes a don Fernando y

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dile que muero bendiciendo la idea que tuvo de vol-ver de Mallorca.

Al apuntar el alba y oír el toque del Angelus,doña Inés despenó a su marido para decirle que ibaa oír la primera misa del convento de las Clarisas.Aunque este convento estaba en la casa, don Blas,sin contestarle una palabra, hizo que la acompaña-ran cuatro de sus criados.

Al llegar a la iglesia, Inés se arrodilló junto a lateja de las religiosas. Pasado un momento, los guar-dianes que don Blas había puesto a su mujer vieronabrirse la reja. Doña Inés entró en la clausura. De-claró que, en un voto secreto, se había hecho monjay no saldría jamás del convento. Don Blas acudió areclamar a su mujer, pero la abadesa había mandadoaviso al obispo. El prelado contestó en tono pater-nal a los arrebatos de don Blas.

-Desde luego, la ilustrísima doña Inés Bustos yMosquera no tiene derecho a consagrarse al Señor sies esposa legítima de usted; pero doña Inés temeque en su casamiento hubo ciertas causas de nuli-dad.

A loa pocos días, doña Inés, que estaba enpleito con su marido, apareció en su cama acribilla-da a puñaladas. Y, como consecuencia de una cons-

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piración descubierta por don Blas, el hermano deInés y don Fernando acaban de ser decapitados enla plaza de Granada.