el amante del cine
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NÚCLEO DE DESARROLLO EDUCATIVO
San Juan Girón El amante del cine GABO … en el cine
El amante del cine
En la vida de García Márquez el cine ocupa el mismo nivel de importancia que la literatura, pero sus novelas no funcionan
cuando se llevan a la pantalla. Por Miguel Littin*
Muchos años después, detrás de una cámara de cine, el
escritor Gabriel García Márquez había de recordar el
remoto día en que junto a un grupo de amigos
imprimió las
imágenes de
la primera
película de su
vida: Un
cometa que
se eleva
buscando el
horizonte.
“Algunos dicen que toda esta vaina comenzó con esa
filmación”, me dijo un día en que le comenté sobre el
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cortometraje que había realizado en aquel tiempo
lejano de la adolescencia.
La leyenda cuenta que un día se lanzó sobre el capó de
un automóvil que transportaba a Vittorio de Sica a las
puertas de Cinecittá, en Roma, cuando era estudiante
de cine. El hecho cierto es que la vida del Nobel estuvo
siempre ligada a la ilusión fantasmagórica que proyecta
el cine. Sin embargo, paradójicamente, los resultados
de sus novelas llevadas al celuloide son, sin duda, la
crónica de una infidelidad anunciada. La razón es tan
transparente como paradojal y misteriosa.
¿Acaso alguien duda de que sus novelas son páginas de
guiones imposibles de filmar porque ya son películas en
sí mismas? ¿Cómo repetir el encanto y la maravilla de
Remedios la Bella subiendo en cuerpo y alma hacia los
cielos, imagen descrita con precisión de orfebre, pero
que cada uno la imagina como quiere? ¿Qué actor tiene
el rostro del general Aureliano Buendía? ¿De qué
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tamaño son los pescaditos de oro o el volumen de la
Mama Grande y la extensión de sus dominios? Tan
exacta proyección de imágenes y misteriosas
sugerencias me han llevado a concluir que todo filme
acerca de su obra no es sino una aproximación, un
deslavado retrato de la película que ya Gabriel filmó
cuando llenaba las páginas en blanco, pantalla al fin y
al cabo, con imágenes y palabras que han colmado de
felicidad a generaciones de lectores. De allí que sus
amigos entendamos que Gabo fuera tan reacio a que
sus historias literarias fueran trasformadas en
imágenes inflexibles; visión ajena al fin de cuentas. El
cineasta brasileño Glauber Rocha, “el más bello cometa
del universo del cine latinoamericano”, ya se lo había
planteado: “Como tu obra es imposible de resumir en
una película, iré robándote escenas y las incorporaré en
lo que filme cuantas veces pueda hacerlo”.
En los años 50 la pasión por el cine llevó a Gabo a
instalarse en México, principal centro de producción
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cinematográfica en aquella época. Allí trabajó junto al
joven Arturo Ripstein en la adaptación de Tiempo de
morir, que años más tarde rodó nuevamente Jorge Alí
Triana. Así mismo, en colaboración con Carlos Fuentes,
escribió el guión de El gallo de Oro, que dirigiera
Roberto Gavaldon, sin que nadie en este mundo
sospechara que ese título entraría para siempre en la
memoria de miles de amantes del cine. Y si bien
sostengo la casi imposibilidad de transferir de un
medio a otro ese universo increíble –mezcla, como se
ha dicho, de realidad y maravilla–, también afirmo que
es diferente el destino de las historias pensadas de
antemano para ser trasladadas a la pantalla. María de
mi Corazón, de Jaime Humberto Hermosillo, por
ejemplo, es un filme muy bello y preñado de
sugerencias; transparente, liviano de estructura,
dotado de una maravillosa cotidianidad. Así mismo,
Milagro en Roma, de Lisandro Duque, narra con suave
fragilidad el milagro de la niña Santa. En cualquier
caso, amo todos los filmes de Gabo y sobre todo las
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circunstancias en que fueron realizadas. Valga como
ejemplo lo que me contara Mercedes en medio de
grandes risas: “Dicen que cuando Fernando Birri
asolaba las playas del Caribe mientras filmaba Un
señor muy viejo con unas alas enormes, los niños
corrían asustados a esconderse tras las faldas de sus
madres, frente al extraño espectáculo de un pájaro que
parecía hombre o de un hombre con leve semejanza a
un pájaro”.
Fue en los años 70, un año más tarde del golpe militar
que asoló a Chile, cuando conocí a Gabo personalmente
en el café Cluny, en la mítica esquina de Saint Germain
con Saint Michel, en la tarde de un París estremecido
por protestas estudiantiles. “Qué ciudad tan bulliciosa”,
exclamó Mercedes. Fue después de ver mi película La
tierra prometida cuando me atreví a proponerle que
filmáramos Cien años de soledad. Gabo me miró desde
la distancia y acercándose me respondió: “Lee la viuda
de Montiel y si te gusta, bien, y si no, te chingas”, y se
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alejó entre la multitud de estudiantes que colmaban las
calles utópicas de ese París tan lejano en la memoria.
“Nos vemos en México el próximo mes”, fue lo último
que le escuché decir. “Si se hubieran conocido con el
presidente Allende, habrían sido grandes amigos”,
pensé. “Sin duda”, me respondió Ely, la compañera de
mi vida, que ha leído mis pensamientos desde siempre.
Tiempo después nos encontramos frente a frente, ahora
en su escritorio de su casa en México. “Muéstrame el
guión”, me dijo, y yo extendí frente a sus asombrados
ojos dos libretas abiertas con sus páginas en blanco.
“Este es el guión –le respondí, y agregué–: Cuando
murió José Montiel todo el pueblo se sintió vengado
menos su viuda, ese es el guión. Es la primera frase del
cuento y lo escribiste hace tiempo”.
* Cineasta chileno. Su experiencia inspiró a Gabriel García Márquez a escribir el libro Las aventuras de Miguel
Littin clandestino en Chile en 1986. Littin había huido de Chile cuando el golpe de Estado de Augusto Pinochet
y regresó clandestinamente 12 años después a realizar un documental sobre la vida durante la dictadura. Entre
sus películas se encuentran La última luna (2005), La viuda de Montiel (1979) y El chacal de Nahueltoro
(1969). Ha sido nominado al los premios Oscar en dos ocasiones en la categoría de mejor película extranjera.