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ESCUELA DE PEDAGOGÍA ASIGNATURA EPE 1425-08, INVESTIGACIÓN DE LA PRÁCTICA EDUCATIVA CARRERAS DE PEDAGOGÍA EN CASTELLANO, RELIGIÓN E INGLÉS SEMESTRE 01/2013 EJEMPLO DE REALTO AUTOBIOGRÁFICO La introducción de las nuevas tecnologías como factor de cambio en la concepción de la enseñanza-aprendizaje: un relato autobiográfico al respecto Sílvia Serra Guinot Introducción La presente relato autobiográfico es un trabajo de investigación de 2º curso del programa de doctorado Diversitat i Canvi en Educació: polítiques i pràctiques , del Departament de Didàctica i Organització Educativa. Se enmarca en la línea de investigación sobre Sujetos, políticas y experiencias en la complejidad educativa y está dirigido por la profesora Juana M. Sancho. La temática surge al hilo de la investigación Análisis del impacto de los cambios sociales y profesionales en el trabajo y en la vida de los docentes promovida por el Ministerio de Educación y Tecnología. En el primer curso del presente programa de doctorado, la asignatura Políticas de las prácticas docentes, impartida por el profesor José Contreras, me acercó a la investigación biográfico-narrativa como modo de reflexión del sentido de la práctica docente desde la experiencia vivida. Realicé un relato introspectivo acerca del vínculo afectivo con mis estudiantes y de su influencia en la gestión del aula en mi experiencia profesional, que me supuso una intensa carga emocional, al narrarme mi propia historia desde dentro y desde fuera, encontrar claves para comprender hechos y situaciones y poner palabras a ideas y sentimientos que rondaban en mi interior. 1

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ESCUELA DE PEDAGOGÍAASIGNATURA EPE 1425-08, INVESTIGACIÓN DE LA PRÁCTICA EDUCATIVA

CARRERAS DE PEDAGOGÍA EN CASTELLANO, RELIGIÓN E INGLÉSSEMESTRE 01/2013

EJEMPLO DE REALTO AUTOBIOGRÁFICO

La introducción de las nuevas tecnologías como factor de cambio en la concepción de la enseñanza-aprendizaje: un relato autobiográfico al respecto

Sílvia Serra Guinot

Introducción

La presente relato autobiográfico es un trabajo de investigación de 2º curso del programa de doctorado Diversitat i Canvi en Educació: polítiques i pràctiques, del Departament de Didàctica i Organització Educativa. Se enmarca en la línea de investigación sobre Sujetos, políticas y experiencias en la complejidad educativa y está dirigido por la profesora Juana M. Sancho. La temática surge al hilo de la investigación Análisis del impacto de los cambios sociales y profesionales en el trabajo y en la vida de los docentes promovida por el Ministerio de Educación y Tecnología.

En el primer curso del presente programa de doctorado, la asignatura Políticas de las prácticas docentes, impartida por el profesor José Contreras, me acercó a la investigación biográfico-narrativa como modo de reflexión del sentido de la práctica docente desde la experiencia vivida. Realicé un relato introspectivo acerca del vínculo afectivo con mis estudiantes y de su influencia en la gestión del aula en mi experiencia profesional, que me supuso una intensa carga emocional, al narrarme mi propia historia desde dentro y desde fuera, encontrar claves para comprender hechos y situaciones y poner palabras a ideas y sentimientos que rondaban en mi interior.

En mi vida de estudiante y profesional he utilizado la lengua escrita como herramienta de trabajo, pero no fue hasta la narración citada que me di cuenta realmente del significado de la escritura.

La escritura fija el pensamiento sobre el papel. Externaliza lo que en cierto sentido es interno; nos distancia de la implicación recientemente vivida con los elementos de nuestro mundo. Cuando miramos el papel y vemos lo que hemos escrito, nuestro pensamiento hecho objeto nos devuelve la mirada (Van Manen, 2003, p.142)

Aprendemos cuando somos capaces de efectuar el análisis de nuestra propia experiencia (Imbernón, 2005) El aprendizaje y el conocimiento que me aportó la redacción del relato

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me incitó a continuar reflexionando y profundizando en mis vivencias como docente mediante la escritura como ayuda para entender mejor el significado de mi experiencia profesional y para que esta comprensión me aporte conocimiento en mi práctica profesional.

...escribir de una forma reflexiva sobre la práctica de la vida posibilita y capacita, a la vez, a la persona para que se involucre en una praxis más reflexiva. Por praxis queremos decir “acción reflexiva”: acción llena de pensamiento y pensamiento lleno de acción (Van Manen, 2003, p. 144)

La oferta de participar en la línea de investigación citada al inicio, mediante la biografía o la autobiografía, me dio la oportunidad de retomar el hilo del pasado curso y hacer de las reflexiones sobre mis vivencias un modo de investigación, cuyo objetivo sea profundizar sobre algún aspecto experiencial para hacer una reflexión que pueda aportar conocimiento que me sirva en mi trabajo de asesora psicopedagógica.

Las historias de vida como método de investigación social están emergiendo con fuerza en los últimos años. La concepción postmoderna de las historias de vida las sitúan como una posibilidad para escuchar y dar espacio a lo subjetivo, parcial y múltiple de la naturaleza humana (Goodson, 2001).

Sólo la autenticidad de la experiencia, relatada por las voces que han vivido las diferentes situaciones narradas, acaba impregnando las ideas y personas de otras personas que participan también de una misma actividad o profesión (Imbernón, 2005, p.8 )

Entiendo mi relato autobiográfico como investigación fenomenológica que pretende describir e interpretar los significados vividos o existenciales hasta un cierto grado de profundidad y riqueza, como la aplicación del lenguaje y la reflexión a un fenómeno, un aspecto de la experiencia vivida (Van Manen, 2003)

El aspecto sobre el que me planteo reflexionar, el foco de mi investigación se centra en mi posicionamiento como docente de enseñanza secundaria ante la introducción de la informática en mis clases y cómo su uso ha ido modificado mi concepción de la enseñanza-aprendizaje y de la gestión del aula.

El proceso de integración de las Tecnologías de la Información y de la Comunicación (TIC) en la escuela es largo y difícil. Estas dificultades se han atribuido a la resistencia al cambio y a la falta de conocimiento del profesorado. El profesorado se ha formado con una cultura, métodos y visión del significado de la profesión totalmente diferente a lo que demandan los cambios de la sociedad y el alumnado actual (Gros, 2006). El papel del enseñante en la sociedad del conocimiento es un debate pendiente (Barlam, 2007).

Los docentes han tomado distintas posiciones ante el uso de las nuevas tecnologías. Hernández (2006) describe cuatro tipologías de profesorado en función de su posición ante el uso de las TIC:

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- Los que tienen miedo: no se sienten seguros, tienen miedo a equivocarse y a romper la inercia cotidiana de su trabajo en la escuela, basado en el libro de texto y en su posición de primeros actores.

- Los resignados: no les tienen miedo, reconocen su utilidad pero no quieren perder el control y prefieren mantenerse a una prudente distancia.

- Los escépticos: están convencidos que lo importante se puede aprender sin estos medios, sólo les atribuyen un papel de entretenimiento.

- Los pedagógicos: dan a las TIC el valor de medio que hay que dotar de sentido. Aceptan que los alumnos saben más que ellos y no tienen miedo de aprender de los alumnos.

- Los activistas: Consideran las TIC un fin en sí mismo. Valoran todo lo nuevo. Han encontrado en las TIC su parcela de reconocimiento y de poder.

Manifiesto que he pasado de hallarme entre la primera y la segunda tipología descritas (tenía miedo a equivocarme pero reconocía su utilidad y no era seguidora del libro de texto) a identificarme entre los pedagógicos.

En estas páginas intentaré narrar mi evolución entre estas posiciones, evolución que se ha debido a la experiencia del uso de las TIC, a la observación de mis estudiantes y a la reflexión que con posterioridad he realizado de todo ello. Explicaré cómo mi experiencia me ha ido mostrando que el uso de las TIC favorece la creación de una dinámica relacional más democrática en la que el profesor no se erige como único sabedor de conocimiento. El uso de la informática me ha ayudado en la gestión del aula, reduciendo la conflictividad y favoreciendo la cooperación, y me ha resultado una buena herramienta para atender la diversidad y ajustarme mejor a las necesidades de mi alumnado. Asimismo, la introducción de las herramientas tecnológicas me ha permitido cambiar la percepción que tenía de algunos estudiantes y, en consecuencia, mi nueva mirada ha podido favorecer un cambio en su autoconcepto académico y social.

Para desarrollar la estrategia narrativa me he basado en la concepción del tiempo autobiográfico de Brockmeier (2000) cuyo orden no se basa en las modalidades clásicas de pasado, presente y futuro, sino en los distintos órdenes temporales de los procesos culturales e individuales en la construcción de la identidad autobiográfica. Por tanto, he distinguido unos momentos clave que han marcado mi relación y mi evolución respecto al proceso de enseñanza-aprendizaje con las TIC, sin seguir un estricto orden cronológico.

He intercalado, inspirándome en la noción de las viñetas de Humpbreys (2005), los casos de cuatro adolescentes. Me permito hacer una interpretación del significado simbólico que para ellos y para ella tenía el uso de las nuevas tecnologías y cómo mi percepción de ellos y de ella cambió cuando les vi usar el ordenador.

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Background

Me licencié en psicología hace más de veinte años. Mientras estudiaba empecé a dar clases de catalán para personas adultas en unos cursos municipales como modo de empleo provisional y esto pasó a ser mi profesión durante quince años ya que, una vez licenciada en psicología, decidí continuar con una profesión que me atraía cada vez más, que sentía muy mía y en la que estaba “desde el principio”1.

Mi trabajo básicamente consistía en enseñar lengua catalana a personas adultas. Dividíamos los alumnos en función de su competencia oral (grupos de catalanohablantes y de no-catalanohablantes) En un principio no había programación, materiales ni objetivos, pero sobraba voluntad y motivación, tanto por parte de los docentes, que iniciábamos la gran aventura de recuperar y extender la lengua propia de nuestro país -tras años de persecución y abandono institucional a causa de la dictadura franquista-, como por parte del alumnado, que deseaban aprender lo que se les había negado: el acceso a la escritura de su propia lengua o el acceso al idioma del país, fuera de origen o de adopción.

Como muchas de las cosas de los primeros de años de la democracia, todo era nuevo, había pocas experiencias previas y había que inventar o adaptar modelos de fuera. Hasta al cabo de algunos años no dispusimos de libros de texto, los propios docentes programábamos, buscábamos materiales, adaptábamos diferentes experiencias... en definitiva innovábamos todo el tiempo. Mis grupos predilectos siempre fueron los de lengua oral, ya fueran de iniciación de nivel medio o los grupos de conversación, mis favoritos. Eran clases más activas y participativas que las que tenían como objetivo el aprendizaje de la gramática. En ellas, no pretendía enseñar nada, sino crear las condiciones que, con unas pocas pautas previas, les permitieran desinhibirse y lanzarse a hablar. Estos grupos tenían para mí un valor añadido, en tanto que eran la oportunidad para eliminar barreras entre las dos comunidades lingüísticas, y por consiguiente poner mi granito de arena para la cohesión social (en aquel entonces no se daba aún el fenómeno migratorio actual, pero quedaba por resolver la integración lingüística y cultural del flujo migratorio de otras zonas del estado español, especialmente provinentes de Andalucía de los años 70 aproximadamente).

La creatividad que fomenta la precariedad de recursos, una continuada formación permanente, mediante cursos y seminarios, y la libertad que otorgan las clases orales, entre otras causas, forjaron una manera de entender la didáctica y de concebir la enseñanza y el aprendizaje que marcarían huella en mi posterior etapa profesional.

Con la LOGSE2 se crearon por vez primera plazas de la especialidad de psicopedagogía en el Cuerpo de Profesores de Enseñanza Secundaria. Diversas circunstancias personales y

1 mirar referència Contreras2 Ley de Ordenación General del Sistema Educativo, aprobada el año 1990. Se empezó a aplicar en la educación Secundaria en ..., desplazando la ESO al anterior BUP.

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laborales me demandaban un cambio profesional, así que me preparé las oposiciones para entrar a trabajar de psicopedagoga, lo cual suponía, además de una mejora de condiciones laborales, la conexión entre mi formación como psicóloga y mi profesión docente.

Me preparé a conciencia las oposiciones. Ello me llevó a profundizar en temas que no había estudiado nunca o que tenía ya muy olvidados y que me sedujeron por completo. Paralelamente, realicé un postgrado sobre atención a la diversidad que complementó los temas que estudiaba individualmente. Se podría decir que cuando me presenté a las oposiciones tenía un conocimiento teórico bastante extenso de lo que se requiere oficialmente para ser ejercer de psicopedagoga, estaba muy imbuida de constructivismo y disponía de diferentes recursos y estrategias para atender la diversidad de capacidades e intereses del alumnado de Secundaria.

No hice ninguna substitución -yo tenía un trabajo estable- así que me presenté a las oposiciones con mucha teoría y con una práctica de otro contexto educativo diferente. Obtuve una plaza en las oposiciones del 97. Así que, para bien o para mal, entré de funcionaria en Secundaria por la puerta grande.

Desempeñé mi labor educativa como docente de Secundaria des de setiembre de 1997 hasta junio del 2003. Desde entonces estoy destinada en un Equipo de Asesoramiento Psicopedagógico. En esos seis cursos escolares estuve en 3 institutos, impartí clase en todos los cursos de ESO y en ciclos formativos, de materias tan dispares como comercio, inglés, matemáticas, ética... entre otras. Tras quince años con cambios relativamente suaves, tuve que encajar y adaptarme a muchas novedades. Precisamente de la adaptación a los cambios y a nuevas formas de enseñar versa este relato autobiográfico.

La primera adaptación3 fue a mis nuevos estudiantes. Con mis alumnos adultos había una determinada relación, unos acuerdos, unas reglas, una determinada forma de empatía, un lenguaje común, un discurso negociado implícitamente. Era en el contexto de esa relación ya establecida donde se producía el intercambio de experiencias, donde yo proporcionaba y ponía a su disposición una serie de recursos en forma de actividades de enseñanza para que cogieran, interpretaran y aprehendieran las que les podían ser útiles.

Pero con los adolescentes no había habido ninguna negociación previa de significados, no había acuerdos tácitos, todavía no había cimiento alguno sobre lo que edificar la construcción pretendida. Es más, en muchos casos, la tierra de la que disponíamos para iniciar esa construcción no era un terreno fértil y abonado, sino pedregoso y árido, fruto 3 “Es el proceso a través del cual el individuo asimila una nueva forma de supervivencia. Por consecuente se adapta a nuevas situaciones y busca formas de interrelación” (definición de adaptación al medio de Nancy Flores Hernández, en www.psicopedagogia.com, consultado el 17.03.2007). Esta definición de adaptación se ajusta totalmente a lo que yo sentía en aquella situación.

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de años de abandono afectivo, de rechazos: rechazo a cualquier forma de cultura escolar, rechazo a cualquier forma de imposición, de normas, de negociación, rechazo a lo que representaba la familia, a la figura de la madre y rechazo concreto a la profesora, papel que en este caso representaba yo.

Tuve que amoldarme a las distintas materias a impartir. En las instrucciones de principio de curso, texto legal que recoge las funciones del profesorado y la normativa que regirá durante el curso escolar, el profesorado de pedagogía y psicología, tiene entre sus funciones la docencia en la parte común y variable del currículum, priorizando el alumnado con mayores dificultades. Esta definición es suficientemente amplia para que cada centro y cada equipo directivo, en función de sus necesidades y de su escala de valores, determinen lo que deberá impartir el psicopedagogo. En general no me incomodó hacer clase de muy distintas materias. Siempre que podía las relacionaba con mis clases de catalán –aprovechando actividades que había realizado y la experiencia en programar y buscar recursos- en temas que había desarrollado en la preparación de las oposiciones o en aspectos relacionados con la psicología general –me fue muy útil en el ciclo de comercio- Como se suele decir: Si se puede aprender, se puede enseñar.

El tercer elemento de adecuación fue a los cambios de centro, que suponían una pérdida de lo construido en el centro anterior, en cuanto a negociaciones de significados, asimilación de la cultura de centro, relaciones personales, trabajo realizado... y una vuelta a empezar en el nuevo.

Por tanto, una parte de mis tareas como profesora de Secundaria consistía en aclimatarme a los cambios. No me consideraba, pues, una profesional resistente a los mismos, al menos no me había dado tiempo aún de serlo. Sin embargo, mi inicial resistencia a la adopción de las nuevas tecnologías contradecía esta actitud y rompía de alguna manera mis esquemas.

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Inmersión en el aula de ordenadores

Obtuve destino provisional en un Instituto de Educación Secundaria ocupando la plaza de psicopedagoga después de haber sido desplazada del centro anterior. En esa época el descenso de la natalidad de finales de los años 80 estaba haciendo mella, el porcentaje de alumnado extranjero era todavía muy bajo y muchas aulas se cerraban. Así pues, un buen número de profesores con plaza definitiva se quedaban sin ésta. Administrativamente categorizados como desplazados tenían preferencia de elección ante los demás grupos de funcionarios, incluso para ocupar una vacante de otra especialidad si tenían la titulación adecuada. Por esta circunstancia me tocó cambiar de centro en distintas ocasiones y ésta fue una de ellas.

Cambiar de centro cuesta. Nos resistimos a los cambios. Hay que dejar atrás una rutina que nos proporciona seguridad, relaciones personales, pequeños logros y algunas prebendas, conseguidos a veces con esfuerzo. Debemos enfrentarnos a lo nuevo, a lo desconocido: ¿dónde me enviarán?, ¿cómo serán los alumnos?, ¿y los compañeros?, ¿cómo me tratará el equipo directivo? Pero quizás lo más difícil es renegociarlo todo: los horarios, los créditos a impartir, los significados, el rol, el estatus conseguido tras años de una trayectoria en una cultura de centro determinada. En definitiva, pasar de veterano a novato, volver a empezar.

Sin embargo, cuando comprobé que me habían asignado ese IES, literalmente salté de alegría: era un centro muy cercano a mi domicilio, gozaba de “buena fama” en la comarca por tener poca conflictividad, buen nivel de alumnado y estabilidad entre el profesorado. Además, volvía a mi especialidad tras un año de ejercer de profesora de formación empresarial en ciclos formativos (cosas de la Administración y los desplazamientos).

Así que me presenté en el IES el primero de setiembre con los nervios y las expectativas de un primer día de trabajo. Era viernes. Había pocos profesores: básicamente el equipo directivo y los jefes de departamento. Me recibió la directora quien me informó de las materias y los cursos que me habían asignado: dos créditos comunes de lengua castellana en grupos ordinarios de 2º de ESO, dos créditos variables de informática en el primer ciclo de ESO y 3 horas en un grupo reducido de adaptación curricular de 1º de ESO. Un total de 15 horas lectivas, 12 de las cuales en grupos heterogéneos, más 4 guardias, horas de atención individualizada a alumnos (una especie de apoyo tutorial) y tareas de psicopedagogía.

El desconcierto del primer día dio lugar a una sensación de impotencia y de angustia los días que siguieron. Quedaba bastante claro que iba de comodín. Los profesores y las profesoras especialistas en psicología y pedagogía hemos tenido que hacernos nuestro sitio en los centros. En ese momento era el tercer centro de Secundaria en el que trabajaba: el primero había sido una escuela de Primaria reconvertida en IES ya en época LOGSE; el segundo había sido un centro de Formación Profesional y continuaba ofreciendo

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ciclos formativos de grado medio y superior; el actual había sido hasta hacía poco un instituto de bachillerato. Esta circunstancia se notaba en muchos aspectos, uno de ellos era que no se acababa de entender la función del especialista en psicopedagogía. Me habían asignado clases de 1r ciclo4 y, a excepción de 3 horas, ni siquiera de atención a la diversidad. Me encontré ante lo que consideraba no sólo una dedicación poco adecuada, sino un insulto a mi rol profesional: hacer clases a los grupos ordinarios era a mi entender un fraude, los psicopedagogos estamos para atender el sector de alumnado con mayores dificultades y para apoyar al resto de profesores con estos mismos alumnos. Hacía más horas lectivas de las que me correspondían y no participaba en la coordinación y programación de la atención a la diversidad de alumnado del centro. Pero lo que realmente me preocupaba eran los créditos de informática.

Sentía rabia, decepción e inseguridad. Rabia porque no se habían respetado las funciones de mi especialidad, lo cual decía mucho del valor que se le daba al tratamiento de la diversidad y dejaba entrever que me tendría que ganar mi puesto a pulso. Rabia por la imposición de tales asignaturas, por el agravio comparativo con otros profesores a quienes se les respetaba su especialidad y sus preferencias. Decepción por las altas expectativas que había puesto en el centro, al cual había juzgado prematuramente con ideas preconcebidas, y que no se estaban cumpliendo. Inseguridad por tener que hacer clase de castellano en clases ordinarias, lo cual me ponía en la posición de tener que impartir clase de una especialidad que no era la mía y con una programación marcada que seguir. Pero especialmente porque me ponía en la tesitura de enfrentarme a clases ordinarias, donde me podría sentir el punto de mira de los demás compañeros que juzgarían cómo se desenvolvía la psicopedagoga, cómo gestionaría el aula la persona que aconseja a los demás sobre cómo hacerlo. Pero la mayor de las inseguridades se plasmaba ante la idea de ser la encargada de conducir una clase de informática.

Como usuaria de informática sabía lo justo para hacer un informe en un tratamiento de textos y poco más. Cuando tecleaba alguna función sin darme cuenta me resultaba muy difícil saber qué había hecho mal y cómo corregirlo. Nunca me había opuesto a los avances tecnológicos, pero no había tenido la necesidad de reciclarme en este aspecto aún siendo consciente de ser una asignatura pendiente. Mi entorno personal no estimulaba en absoluto este tipo de aptitudes y aunque seguía con curiosidad lo que a este nivel hacían mis compañeros - en el centro anterior había tenido la oportunidad de ver muy de cerca el uso de los ordenadores en clase- verme en la tesitura de estar al

4 los alumnos de 1º y 2º de ESO eran los alumnos que se habían incorporado a los IES (antes IB) desde la Reforma. Los de 3º y 4º de ESO ya tenían la edad de los antiguos estudiantes de BUP. La estructura del centro no cambiaba apenas con los alumnos de 2º ciclo de la ESO y del Bachillerato (el mismo edificio, los mismos profesores, normas parecidas...) pero estos dos cursos de “niños” les trastornaban, así que se creó una especie de estructura paralela: otro edificio, distinto profesorado (mayoritariamente maestros), distintos horarios...

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frente de una clase de informática me produjo una gran resistencia y una actitud muy negativa.

Los créditos que debía impartir eran: Mecanografía por ordenador, en 1º de ESO e Introducción al Office en 2º de ESO. Sigo con una alfabetización informática pobre pero ahora veo cuán fáciles eran aquellos créditos y más valor le concedo al miedo que me daban, porque este temor significaba algo más que el simple desconocimiento de la materia a impartir.

Era de la tipo de profesores inseguros y con miedo a equivocarse (Hernández, 2006). Temía que los alumnos supieran mucho más que yo y que me preguntaran cosas a las cuales no sabría responder, que perdieran documentos o se infiltraran de forma inadecuada en el PC. Temía no ser capaz de aprender y temía hacer el ridículo ante los alumnos y ante mis compañeros, por mi poca habilidad en ese campo.

La mayoría de los profesores sienten temor a mostrar ante su alumnado un manejo del ordenador inferior al de éste. El profesorado debe tomar conciencia de que no se trata de competir en el manejo instrumental con sus alumnos y alumnas, quienes probablemente lleven muchas horas de práctica y tengan un conocimiento superior. Así pues, debe superar este hecho y ubicar su actuación ante los alumnos haciéndose consciente de que su papel no está limitado al uso instrumental de la tecnología (Gros, 2006)

En mi experiencia como profesora había salido con éxito en muchas ocasiones de situaciones complicadas: cuando me preguntaban algo que no sabía, cuando daba una solución errónea, cuando debía impartir una materia que no conocía, cuando no tenía libros ni materiales didácticos en que apoyarme, cuando improvisaba, cuando me hallaba ante alumnos “poco dóciles” ... situaciones de este estilo me habían ocurrido en muchas ocasiones a lo largo de los años de docencia y con distintas materias. Había adquirido una seguridad en mí misma que me permitía reconocer, incluso ante los alumnos y compañeros, mis limitaciones y actuar en consecuencia: buscar información, rectificar, programar, etc.

Esta repentina inseguridad era la manifestación de mi cuestionamiento como docente, de mostrar abiertamente mi analfabetismo tecnológico y mi poca destreza para aprender tales habilidades ante un foro –los estudiantes- con mayores aptitudes en este campo. ¿Qué pintaba enseñando algo a quienes sabían más que yo? ¿Cómo iba a quedar mi imagen delante de los alumnos y de los compañeros? Y lo peor era pensar en la gestión del aula: ¿cómo iba a poder controlar a aquellos pequeños adolescentes cuando se infiltraran por documentos y programas (aunque ni siquiera había conexión a Internet) y recorrieran itinerarios que se me antojaban laberínticos, de donde yo no los iba a poder rescatar y donde nos íbamos a perder inevitablemente todos?5

5 No tenía la exclusividad de estos temores, como leo en Martín (2006):

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Pedí a la dirección del centro el cambio o supresión de tales créditos, pero no hubo respuesta. Me planteé una reclamación a Inspección, pero empezar en un centro con un litigio no me pareció lo más apropiado. Y tímidamente pero de forma insistente me empecé a preguntar si estaba haciendo lo más adecuado negándome a impartir aquellas clases de informática.

Tenía toda una serie de argumentos a mi favor para negarme, pero impartir ese crédito me podría proporcionar una serie de ventajas. En primer lugar, tener la obligación de enseñar algo de informática, al menos de estar al frente de una clase, podría ser la oportunidad de introducirme en las nuevas tecnologías, puesto que no iba a tener más remedio que ponerme a ello. En segundo lugar, el comportamiento de los chicos y las chicas en el aula de ordenadores acostumbraba a ser bueno y se me permitía la opción de expulsar del crédito a los alumnos cuya actitud fuera contraria a las normas6. Este planteamiento tan poco inclusivo me daba la tranquilidad de pensar que no habría alumnos que se dedicaran a borrar programas o hacer tareas informáticas no adecuadas.

Contaba con la experiencia previa de haber impartido, en el centro anterior, con otro profesor, un crédito interdisciplinar en el que se utilizaba de forma activa las TIC, cuyo resultado había sido muy positivo.

Así que empecé a considerar la impartición del crédito de informática como una oportunidad que se me brindaba, especialmente en el sentido de enfrentarme a mis temores de utilizar esta herramienta como tecnología educativa. Llegué a la conclusión que podría asumir el crédito de mecanografía por ordenador, pero me sobrepasaba el crédito de Office. Finalmente fue posible cambiar este último por 3 horas más del grupo

“Pánico, eso es lo que sentí cuando me comunicaron que habría de dar clases en un centro TIC”, así se expresa la profesora de lengua castellana, Ana María Martín.”Recuerdo que me hice una pregunta ¿Y ahora qué hago? La idea de encontrarme en un aula con 26 alumnos y alumnas llena de ordenadores me causaba pavor, fundamentalmente porque desconocía de qué manera, en una asignatura como la mía, podía sacar partido de este nuevo recurso. ¿Cómo voy a mejorar la ortografía, la caligrafía o la lectura con un ordenador?”

6 El comportamiento: ¡Cuánto se ha hablado en los últimos años del comportamiento del alumnado! Desde posiciones totalmente rígidas, autoritarias, nada comprensivas con los adolescentes hasta concepciones utópicas, reussonianas... El debate está abierto y los psicopedagogos muchas veces estamos en medio de fuegos cruzados: entre posturas radicales segregacionistas de algunos compañeros y teorías pedagógicas utópicamente inclusivas; pero como todos los docentes, aspiramos a tener el control de la gestión del aula y a disfrutar de un buen clima de relación en la misma. En ocasiones se nos hace muy difícil conseguirlo, especialmente con el alumnado al que atendemos, así que la idea de tener unas horas tranquilas fuera un punto a favor de la decisión que tenía que tomar.

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de adaptación curricular, con lo que me quedé con 3 horas semanales de mecanografía por ordenador.

Realmente la materia a impartir en aquel crédito era muy fácil y se seguía un programa informático ya pautado. Una vez asumido, lo que me preocupaba en aquel momento era que se aburrieran con el programa de mecanografía y que el aburrimiento provocara el comportamiento inadecuado que temía.

Para intentar evitarlo creé una estructura de la clase que supusiera un trabajo por parejas, con incentivos y actividades diversas y pautadas, yendo más allá de la mecanografía y entrando en el campo de las tipologías textuales y de la funcionalidad de la escritura, herencia de mis años de profesora de catalán, terreno donde me encontraba más segura. Así, además de la mecanografía, tenían que redactar notas, cartas, anuncios, invitaciones, etc. Todo muy funcional, a su manera y a su ritmo. Añadí elementos de aprendizaje cooperativo y de interdependencia que influyeran positivamente en la puntuación para evitar exclusiones entre ellos mismos. Era mi modo de evitar que se aburrieran, siempre sabían que había algo que hacer y lo iban haciendo, por parejas, a su ritmo.

Por formación y por convicción, ajustar el aprendizaje al ritmo de cada cual era uno de mis retos. El planteamiento teórico era muy claro. En la práctica diaria me costaba, como a la mayoría. De hecho, no me atrevía a aconsejar a mis compañeros y compañeras de una manera vehemente la adopción de programaciones flexibles o multinivel hasta que yo misma no me desenvolviera en ellas con facilidad. Realmente costaba mucho atender a las distintas necesidades del alumnado, programar y buscar actividades diferentes, corregir las tareas y gestionar la convivencia del aula. Aquel año programé un trimestre de las clases de lengua castellana de 2º de ESO con estas premisas. Aún con un resultado positivo, el esfuerzo fue desproporcionado. Sin embargo, en la clase de mecanografía, muy pronto, los alumnos estaban realizando actividades siguiendo su ritmo de aprendizaje, con total fluidez. Me enseñaban lo que hacían, lo revisaba, les sugería algo... mientras tanto el resto continuaba con sus tareas frente al ordenador.

Mis temores empezaron a remitir, los malos augurios no se estaban cumpliendo, antes al contrario, el grupo funcionaba muy bien. Trabajaban de forma suficientemente autónoma. Algunos de ellos sabían escribir en el ordenador más rápido y mejor de lo que yo nunca seré capaz, otros en cambio iban tecla a tecla. Unos cuantos se desenvolvían muy bien con el Word (procesador que utilizábamos para escribir los textos) y aprendí de ellos, mediante la observación de las clases, aspectos básicos del procesamiento de textos. Otros chicos y chicas menos motivados rendían menos pero iban haciendo según sus posibilidades. Los alumnos que en otras materias mostraban comportamientos disruptivos no boicoteaban la clase, ni estropeaban los ordenadores; algunos de ellos por primera vez destacaban en algo y su autoestima académica por unas horas a la semana era alta. En ninguno de los tres grupos que tuve, uno por trimestre, tuve que echar a nadie de clase ni hubo siquiera incidencias disciplinarias.

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Me pidieron escuchar música en el walkman –el último aparato tecnológico de la época- mientras trabajaban. Nunca me ha molestado ver un joven con auriculares escuchando música, por supuesto teniendo en consideración el volumen, el tiempo de exposición, la situación, etc. Soy consciente de lo que representa para ellos y para ellas la música, y cómo ésta puede facilitar el estudio y la concentración, aunque muchos docentes no lo compartan. Así que les dejé hacerlo, me habían demostrado un buen comportamiento y me tocaba corresponderles. Había ciertas condiciones, pero esta “libertad” que les concedí, me la agradecieron con una mejor disposición y actitud ante la clase.

El resultado fue que al cabo de poco aquella se convirtió en mi clase más tranquila. Cada cual sabía lo que tenía que hacer, iban a su ritmo, relajados a su vez porque no se sentían presionados y podían trabajar a su manera (con música por ejemplo). Mi papel consistía en ir de pareja en pareja resolviendo dudas (conceptuales, no técnicas) y tomando nota de sus trabajos y de sus progresos, tanto en velocidad mecanográfica como en cuanto a composiciones textuales. Mi rol de profesora había pasado de transmisora a facilitadora, la experiencia de aprendizaje se basaba en el individuo en lugar de centrarse en el transmisor (Tapscott 1998). Cedí el control del aula a sus protagonistas. Y la inseguridad se transformó en satisfacción.

La chulería de Rubén

Rubén hacía 4º de ESO. Era seductor y provocador. Había vivido una infancia complicada. Aunque sepamos que algunos niños viven verdaderos dramas en sus hogares, habitualmente preferimos no tener plena conciencia de ello. Nos dolería demasiado. Sabemos que una mayor o menor estabilidad emocional influye en el aprendizaje, pero preferimos creer que tal alumno no tiene voluntad, que no se esfuerza, que no tiene los hábitos ni condiciones de estudio necesarias. Nos blindamos emocionalmente puesto que gestionar tantas vidas, a veces tan complicadas, que hay en un aula nos podría llegar a desestabilizar a nosotros mismos.

Rubén era uno de esos muchachos que lo había tenido difícil y ahí estaba. Había desarrollado unas buenas habilidades sociales tanto con compañeros como con adultos. Se llevaba bien con algunos profesores, mientras que con otros no congeniaba en absoluto, entonces le podían traicionar las emociones más negativas. Conmigo se llevaba muy bien, yo utilizaba su poder de mediación con algunos de sus compañeros con los que me resultaba más difícil entrar y le daba un poco de “cuerda” para que interpretara su papel de provocador. En ordenadores esto se reflejaba en sus peticiones de entrar en el chat de “ligues”, donde se hacía pasar por otra persona y escribía alguna que otra barbaridad inofensiva con la intención de que yo la leyera y supuestamente me escandalizara.

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Negociábamos constantemente los significados: yo te dejo entrar en el chat, tú vuelves a probar los límites y juegas a romperlos ; yo te vuelvo a recordar cuáles son los límites que te marco y te recuerdo que podemos negociar pero los límites los marco yo que soy la persona adulta responsable; tú los aceptas y me dices que era broma;

Sus carencias afectivas afloraban continuamente. Por eso necesitaba llevar la máscara de chulo, por eso le traicionaban a menudo los sentimientos, por eso se entregaba a los adultos que le apreciábamos, del mismo modo que no toleraba los que le trataban con más frialdad o autoritarismo. Quizás por eso su interés en los chats y en la provocación continua.

Aprendiz de informática

Me inscribí a un curso presencial sobre informática y necesidades educativas especiales. Se trataba de un curso básico sobre diferentes materiales y recursos informáticos para trabajar en el aula con alumnos con necesidades educativas especiales y discapacidades.

Aprendí mucho en aquel cursillo. De informática, también.

Me sentí muy limitada como alumna. Aunque mi actitud hacia la materia era positiva y los contenidos eran altamente significativos y funcionales para mí, puesto que podía y debía aplicar parte de lo que allí se trabajaba, mi aprovechamiento era escaso. No podía relacionar lo que me estaban enseñando con mis conocimientos previos, porque éstos eran muy escasos. Utilizaba mis estrategias de aprendizaje clásicas: escuchar, copiar... pero me hallaba ante una nueva herramienta con la que no me servían los viejos modos de trabajar, en este caso de aprender. Me comportaba como el aprendiz de un idioma que únicamente traduce palabras y frases a su propia lengua sin lanzarse a hablar, siquiera a entender. Aprendía al más puro estilo de inmigrante digital (Prensky, 2001)7

Sin embargo, mi autoestima no se inmutó ni me avergonzó mi desconocimiento, puesto que, aún con la magnífica dedicación y empeño de la profesora, todas las alumnas (éramos todas mujeres) estábamos en las mismas condiciones. Descubrí, con malicia, que la mitad de mis compañeras andaban más perdidas que yo, que incluso les podía resolver alguna duda. Todas, diplomadas o licenciadas universitarias, profesionales de la educación, buenas estudiantes en nuestros años académicos, parecíamos más ser las destinatarias finales de aquel curso que quienes tuviéramos que utilizar aquel recurso. Muchos docentes, antiguos buenos estudiantes, son manifiestamente torpes en su

7 Marc Prensky (2001) desarrolla la metáfora de nativo e inmigrante digital para definir los estilos de aprendizaje de las nuevas tecnologías de los niños y adolescentes (que aprenden como nativos, como si fuera su primera lengua) respecto de los adultos, quienes aprendemos como si fuéramos inmigrantes hablantes de una lengua extrangera que necesitamos funcionalmente, pero con la que siempre hablaremos con más o menos esfuerzo y nunca nos libraremos de un cierto acento.

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aprendizaje tecnológico, lo cual crea una inseguridad aún mayor con la consiguiente resistencia al cambio.

Personas hasta ayer consideradas profesional y culturalmente preparadas comienzan a sentirse rodeadas por un mundo que no conocen, ni entienden. Un mundo que no saben a dónde conduce y dudan de poder “dominar” como una vez hicieran con la lectura y la escritura, las asignaturas que jalonaron su vida estudiantil o las habilidades desarrolladas en su vida personal y profesional. Aumenta la sensación de “estar perdiendo pie”, de que existe algo ajeno a nosotros mismos, que crece sin cesar, que ocupa cada vez más espacio en los medios de comunicación, en las estanterías de las tiendas, en las ferias de libros... Hay quien piensa que nunca va a poder ordenar todos esos nuevos conceptos y los procesos que sustentan, que se está convirtiendo en “extranjero” en su propio tiempo. (Sancho 2001, p.47)

Si bien no aproveché la totalidad del curso, sí empecé a asimilar algunos conceptos, trucos, pinceladas, que me iban calando como finas gotas de lluvia. Ya no era una total analfabeta informática porque podía empezar a saber qué no sabía. Cuando no sabes nada, no puedes preguntar porque no sabes lo que ignoras. Cuando los docentes insistimos a los alumnos que pregunten lo que no entienden y éstos se quedan bloqueados, lo que realmente pasa en muchas ocasiones, es que no saben qué preguntar, o que no saben poner palabras a sus dudas, o se sienten ridículos por no saber algo supuestamente tan obvio. Lo mismo nos pasa al profesorado cuando intentamos aprender algo para lo cual no nos sirven las claves que tenemos, por ejemplo, para muchos de nosotros y de nosotras, la informática.

En un estadio ya posterior de mi recorrido personal con la informática, me inscribí a un curso telemático del procesador de textos Word, de nivel avanzado.

En el curso debía ir haciendo secuencialmente los temas, con materiales, ejercicios y un tutor virtual. Quincenalmente había que enviar los ejercicios resueltos.

Llegué hasta la mitad del curso. Los temas me empezaron a resultar especialmente difíciles y me empecé a agobiar. De los temas iniciales tenía algún conocimiento como usuaria de tratamiento de texto, pero cuando llegaron los que desconocía por completo, por mucho que leyera las instrucciones de lo que debía hacer, siempre había problemas: o bien no entendía nada, o hacía -supuestamente- con exactitud lo propuesto pero no daba el resultado esperado, o cualquier otra circunstancia adversa. Decidí dejar ahí el curso y dar por bueno lo aprendido.

El año siguiente me volví a inscribir en el mismo curso, con la ventaja de tener la mitad del mismo hecho. Esta vez sí lo acabé, aunque hubo algunos temas que me resultaron especialmente complicados. Cuando algún ejercicio “se me cruzaba” me bloqueaba, no

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sabía por donde tirar, me desesperaba. Mis estrategias de aprendiza autónoma y autodisciplinada que me habían servido en tantas ocasiones no funcionaban. Finalmente acabé, prometiéndome a mí misma no volver a realizar jamás un curso de informática online.

El negativismo de MiguelMiguel era un niño de 1º de ESO, que arrastraba un retraso escolar importante. Desorganizado, desmotivado, sin los mínimos hábitos de estudio, no acataba ninguna norma. No se enfrentaba a la autoridad, simplemente no la reconocía. Poseía, sin embargo, una inteligencia natural que le permitía desenvolverse con gran habilidad fuera del contexto escolar. “Su reino no era de este mundo”. Hubiera sido muy hábil en un entorno rural décadas atrás, tenía las habilidades sociales necesarias para desenvolverse con soltura en situaciones cotidianas, le gustaban los animales, sabía los nombres y las características de pájaros de los que nunca he oído nombrar, le gustaba ir a cazar, ir en bicicleta, jugar en la calle, ir al río8 con los amigos a coger cañas, quizás entrar en algún huerto, puede que a hacer alguna travesura o quizás a sentirse un poco más libre.

Hijo pequeño de una familia estructurada, prácticamente no coincidía con los padres de lunes a viernes, a causa del horario laboral de éstos. Algunos fines de semana marchaba con el padre a cazar.

Su interés por las tareas académicas era prácticamente nulo: ni en el grupo clase, ni en grupo reducido ni con una atención individualizada. Tampoco el castigo o el premio tenían suficiente poder de motivación extrínseca. Debía tener un nivel académico de 2º o 3º de Primaria. Este retraso no era debido a ningún déficit o discapacidad sino a una total falta de motivación y de interés hacia lo que la escuela le podía ofrecer.

Acostumbraba a llevarlo al aula de ordenadores con tres o cuatro chicos y chicas más, una o más veces por semana. Hacíamos actividades de diferentes características, pero básicamente eran ejercicios del Clic de matemáticas, lengua, sociales, deportes, temas transversales, etc. A veces se sentaba solo ante un ordenador y a veces lo compartía con un compañero.

No hacía algún destrozo informático, simplemente no obedecía las consignas y pervertía las actividades: tecleaba las respuestas sin ton ni son, pasaba de una actividad a otra sin prestar la mínima atención, se cansaba de la pantalla. No importaba si eran más o menos ajustadas a su nivel de competencias, más o menos atractivas, más o menos cercanas a sus intereses, más o menos funcionales. Por muy atractivas que me parecieran, por muy ajustadas e personalizadas que fueran, no dejaban de ser una actividad académica, una

8 cerca del instituto pasa el río Llobregat, ya muy deteriorado y contaminado por el paso entre tantas poblaciones industriales, y en sus márgenes aún hay algunos pequeños huertos, caminos y lugares para pasear.

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simulación de una realidad académica tradicional. No tenía nada que ver con su mundo: los amigos, los deportes, los animales, la libertad.

Era su manera de decirme que no le interesaba el sistema escolar, que no era preciso que me esforzara, que no pensaba seguirme el juego, que no iba a vender su rebeldía por una pantalla.

La experiencia pionera:

Se trataba de un crédito diseñado para un grupo de repetidores de lo que había sido la última promoción de la antigua Formación Profesional y equivalía a 4º de ESO. Lo dábamos un profesor de diseño (que era jefe de estudios en aquel momento y tenía una autoridad reconocida en el centro) y yo. Había habido una experiencia previa el año anterior (con mi antecesora) de características similares. El otro profesor me ofreció dotar el crédito del contenido en el que yo me sintiera más cómoda y propuse hacer una revista. Había algunas sesiones conjuntas, pero en la mayoría de ellas dividíamos el grupo. Mientras yo me encargaba de introducir los contenidos que debe tener una publicación, mi compañero se dedicaba a los contenidos informáticos, de manera que al final, habiendo pasado todos por los dos subgrupos, los trabajos hechos en uno y en el otro se pudieran juntar y llegar a tener una revista virtual.

Era un grupo muy desmotivado, aunque no especialmente conflictivo, había que estar en guardia permanente, pero gracias al estilo educativo y a la autoridad (también a su poder sancionador, todo hay que decirlo) de mi compañero se fue estableciendo un clima de buena relación y de trabajo en el aula. Los contenidos del crédito empezaron a interesarles, tanto los textuales, que trabajaban conmigo, como los tecnológicos, que desarrollaban con el profesor de diseño.

Impartíamos las clases en dos aulas contiguas: una aula de informática y una de diseño, donde las mesas eran altas y en lugar de sillas había taburetes. En este aula resultaba difícil que todos pudieran estar mirando a la mesa del profesor; así que empecé a pasear por la clase y a sentarme a su lado para explicarles lo que tenían que hacer o lo que no entendían. Cuando me sentaba en su mesa la relación cambiaba por completo.

La relación que se establece con otra o más personas al compartir mesa es distinta de cuando hablamos de otra manera, como de pie, en un auditorio, etc. La mesa nos une a la vez que nos protege, nos iguala en tanto en cuanto estamos sentados en un mismo plano y facilita el contacto visual. Cuando el profesor o profesora se sienta en la mesa con sus alumnos está renunciando a un símbolo jerárquico, resulta más difícil reñir y más fácil dialogar, se escucha más. Cuando un estudiante tiene a su profesor o a su profesora en su mesa, ve la persona y no el rol, le resulta más difícil mantener una actitud oposicionista y más fácil conectar con él y con ella. En este contexto resulta fácil e incluso inevitable empezar a negociar y compartir significados.

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Yo me limitaba a mi aula y mis actividades, manipulábamos revistas, recortando distintas secciones, introducía gramática, programaba actividades cooperativas, etc., pero de vez en cuando entraba en el aula de informática, bien porque mi compañero se tenía que ausentar momentáneamente (siendo jefe de estudios ocurría con cierta frecuencia) bien para comentar algo; hacia el final del curso, para ayudar en alguna corrección textual. En esas ocasiones, miraba cómo se enfrentaban aquellos chicos y chicas ante los ordenadores, cómo se establecía la relación de clase y la dinámica de grupo con aquellos artefactos por en medio. Y los veía tranquilos, con ganas de obtener un buen resultado en su trabajo. Es verdad que se perdían en el PC y era habitual que perdieran el trabajo realizado. En el año 2000, los adolescentes de aquel contexto sociocultural no disponían de ordenadores en casa y para muchos era su primer contacto con aquella tecnología, por lo que no eran hábiles en su uso. En ese aspecto nos asemejábamos, aunque tenían más constancia y más interés que yo. En mi caso, si me proponía hacer algo en el ordenador y no me salía, volvía a mi sistema tradicional, en el que me encontraba segura y protegida. Ellos no se encontraban seguros en lo académico, aprendían por ensayo y error, así que no tenían nada que perder y ganaban, como poco, entretenimiento.

Si me preguntaban algo sobre el programa informático, si me pedían que les ayudara a buscar la carpeta que no encontraban, les confesaba que no tenía ni idea, pero me sentaba al lado a ver si encontrábamos alguna pista del problema. La relación se hizo más cercana: la profesora, que representa el poder, se ponía a su nivel físico y cognitivo, pero estaba ahí, como adulto referente. Y no necesitaban estar a la defensiva porque yo ya no representaba una amenaza.

La otra cara de Elena

Elena era una delgada muchacha de 15 años con una larga melena morena, con la que se cubría parcialmente el rostro, cuya palidez remarcaba unas ojeras que ponían en evidencia su inadecuada alimentación.

Hacía 3º de ESO. Venía muy poco al instituto, cuando lo hacía no se relacionaba con casi nadie. Era huidiza, no miraba, no contestaba, se las ingeniaba para no salir al patio y no tenerse que enfrentar a las miradas de los demás, aunque ya casi nadie la miraba, había llegado a ser transparente. Supongo que la debían haber insultado en su momento, pero ahora ya nadie se reía de ella. Simplemente la ignoraban.

Elena tenía un trastorno de personalidad. Le resultaba extremadamente difícil mantener unas relaciones sociales adecuadas con sus iguales. Vivía con su madre, una mujer con unos recursos a todos los niveles muy limitados, que era poco capaz de hacerse cargo de una hija adolescente. Su padre, a quien veía los fines de semana alternos, vivía en otra población y tenía una salud muy deteriorada a causa de un alcoholismo que había dejado huella.

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Yo tenía a Elena en clase y de vez en cuando podía atenderla una hora individualmente. Llegó a tenerme el apego y la confianza de la que ella era capaz. Cuando se quedaba en casa la llamaba y la convencía para que viniese al día siguiente. Cuando venía me buscaba a la hora del patio para pedirme cobijo... De vez en cuando me sentaba con ella en algún ordenador para hacer alguna actividad que la pudiera motivar. En algún momento me debió pedir que la dejase chatear. Me quedé observando qué hacía y me pareció asombroso: chatear con chicos desconocidos era su pasión, flirteaba, charlaba, se desinhibía. Me contó que muchas tardes iba a los ordenadores de la biblioteca pública a chatear y que así había conocido a muchos chicos.

La misma muchacha a la que no se le suponía ninguna habilidad era capaz de saber entrar en un chat y relacionarse con quien quisiera.

Su expresión facial y su actitud cuando chateaba eran irreconocibles. Estaba activa, expectante, sonriente, absorta...

Internet era su puerta de entrada a otro mundo más benigno para ella o por la que huía de éste. Sea como fuere, al pasar por esa puerta se convertía en otra persona.

Aquel descubrimiento me dejó perpleja y preocupada al mismo tiempo. Si bien por un lado era su manera de relacionarse con iguales y de demostrar que tenía unas habilidades que parecía no poseer, temía que su aislamiento de la realidad fuera cada vez mayor. Pero me preocupó más aún cuando me confesó que alguna vez quedaba con algún chico con los que chateaba. Conociendo sus pocos recursos personales y la temática de sus conversaciones, me alarmé previendo la naturaleza de sus encuentros. Internet era su puerta de entrada ¿al cielo o al infierno?

Paso a paso

Una vez perdido el miedo a entrar en el aula de informática, empecé a hacer pequeñas incursiones en la misma. Y empecé utilizando algunas de las actividades del programa Clic.

El Clic es un conjunto de aplicaciones de software libre que permiten crear diversos tipos de actividades educativas multimedia, sobre una gran variedad de temas y de niveles, diseñados como complemento de las clases. Son las primeras actividades que utiliza el docente cuando empieza a usar los ordenadores con fines didácticos, porque tienen una estructura parecida a las tradicionales. Empecé a utilizarlos en las clases de adaptación curricular. Iba con unos 5 o 6 chicos y chicas, para complementar alguna clase. Empecé por sociales, ya que había unas actividades de mapas. Debían, por ejemplo, situar los nombres de los países, de los ríos, etc. Más adelante empecé a ver qué otras actividades había y aprovecharlas para las distintas clases, siempre como complemento, así llegué a realizar actividades de matemáticas, sociales, naturales, catalán, castellano, temas transversales, educación para la salud, etc.

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Tras la experiencia del crédito de mecanografía, ir al aula de informática con mi pequeño grupo de alumnos no me resultaba nada estresante. Al contrario, era un rato en el que solía estar relajada, ya que mientras el grupo iba haciendo las actividades propuestas yo podía sentarme al lado de uno de ellos y ayudarle, ver como iba, charlar un rato... en definitiva, tener otro tipo de relación.

Me gustaba sentarme a su lado, ver qué hacían, preguntarles por ello, provocar el metaaprendizaje. En ocasiones se quedaban en blanco, sintiendo clavados los ojos de la profesora, pero entonces hacía con ellos la actividad, o buscaba otra, hasta que finalmente él o ella participaban de forma activa y ahí podía observar bien sus procesos mentales, en qué y por qué se equivocaban, qué estrategias utilizaban. La pantalla tenía el poder de abstraerles del resto de la clase y de concentrarse mejor en la actividad. Y yo, cuando me levantaba de su lado, les conocía un poquito más.

En otras ocasiones se sentaban por parejas frente al ordenador y uno de los dos era quien llevaba la iniciativa. El que adoptaba la posición más pasiva no solía distraerse, sino que observaba lo que hacía el otro, quien en ocasiones verbalizaba autoinstrucciones, con lo cual el aprendizaje seguía siendo por parte de ambos.

Las actividades que proponía eran muy controlables. Eran cortas, autoevaluables, estaban muy mediadas y pautadas por el propio programa. No favorecían la creatividad, ni suponían un cambio significativo en el sistema de enseñanza, pero sólo el cambio de distribución espacial, de fuente y canal de estimulación, ya favorecía un cambio de roles y de relaciones, que en ocasiones era fundamental en aquellos grupos.

En una clase de informática había una gran mesa en medio del aula, rodeada de unas ocho sillas. Allí me atreví a ir con grupos más numerosos porque mientras unos hacían las actividades tradicionales, otros hacían las informáticas. Representó para mí un paso más en la gestión del aula en la clase de ordenadores. Poco a poco fui abriendo el abanico de posibilidades de los ordenadores: alguna otra aplicación que no era Clic, otros programas, portales educativos... En cada cambio, primero acotaba mucho las opciones, abriéndolas más cuando estaba segura que aceptaban mis límites, volviéndolos a imponer cuando se los saltaban. Y llegó el día que les dejé entrar en Internet.

Internet era otro tema, volvía a desatar el miedo a la pérdida del control de la clase. Era una ventana abierta que no dominaba. Por entonces el uso de Internet no era todavía muy extendido en los hogares y muchos adolescentes iban a los cibercafés o a lugares públicos (bibliotecas, centros cívicos...) básicamente a chatear. La novedad y la posibilidad de acceder a ciberlugares de encuentro y sitios censurados les atraía poderosamente. Algunos profesores cuando estaban de guardia parecían haber descubierto la panacea y llevaban a la sala de ordenadores a los alumnos sin profesor y les dejaban entrar en Internet siempre que mantuvieran un cierto silencio, con lo cual Internet para muchos era sinónimo de acceder a páginas pornográficas y a chats de “ligues”.

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Pese a mis primeras resistencias, empecé a dejarles entrar en Internet 10 minutos al final de alguna clase, cuando sólo tenía uno o dos alumnos. Les dejaba que buscaran música y entrar en alguna página que les interesara. En un principio no utilicé Internet con fines didácticos, sino como actividad lúdica y me dediqué a observar lo que hacían y esta observación me ayudó a conocer mejor sus habilidades y sus intereses.

Algunos se manejaban bastante bien en la red y otros no sabían por donde ir, pero no temían entrar en ese mundo, que a mí se me antojaba caótico y un poco perverso.

Ya viendo que la red no les abducía, les dejé -en ocasiones muy determinadas- entrar en chats. No había tenido ocasión anteriormente de ver chatear a nadie y me quedé muy sorprendida de la reacción de los estudiantes (no apartaban la vista de la pantalla, no se distraían con otras cosas), de su lenguaje (adiós a la gramática tradicional) y de la cantidad de gente que estaba conectada a cualquier hora. En verdad, las conversaciones que mantenían no eran muy edificantes, pero vi que ahí había una fuerza de una magnitud impredecible.

La autoafirmación de Juan

Juan era un chico con pocas habilidades sociales. El trato que recibía de los distintos miembros de su familia era muy poco coherente, desde los mimos hasta las agresiones pasando por los agravios comparativos o la sobreprotección. Las relaciones entre los miembros de su familia tampoco eran demasiado estables. Quizás por esto no aprendió a relacionarse de forma asertiva y adecuada con sus compañeros ni con sus profesores. En sus relaciones con iguales desempeñaba el rol de víctima-agresor. Era objeto de burlas, de mofa y de “collejas”, agresiones que se producían tras algún incidente que él había provocado. Ni el desencadenante ni las reacciones habían llegado a ser graves y en el fondo existía una buena relación entre él y sus compañeros, quienes acababan diciendo que todo era una broma. Juan quería ser aceptado por ellos, de hecho quería emularles y acababa siempre perdonándoles.

Juan tenía 15 años. A menudo su comportamiento era infantil, su autoestima era escasa, no se sentía valorado en ningún ámbito, ni familiar, ni académico, ni social. Su motivación hacia los estudios era prácticamente nula, pero no sus intereses, puesto que de vez en cuando sorprendía su interés por ciertos temas, aunque la presión grupal de su entorno hacía que no lo manifestara.

Sólo cuando estaba enfrascado ante el ordenador, Juan era capaz de no depender de la presión grupal y de hacer algo que le interesase, sin provocar incidentes ni amilanarse ante los demás. El ordenador le ayudaba a autoafirmarse, le daba la seguridad en sí mismo de la que carecía.

Durante un trimestre llevé semanalmente a su clase a la sala de ordenadores, en la asignatura de sociales. Básicamente a practicar mapas y otras actividades del Clic cuya

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mecánica conocían y estaban muy pautadas. Les dejaba poner música que iban escogiendo por turno. La mayoría elegían un mismo tipo de música, pero cuando tocaba a Juan, éste escogía una música que los demás criticaban. En este punto no cedió nunca, no le importó la crítica, es más, se disponía a hacer su actividad en el ordenador y ni siquiera escuchaba lo que le decían.

En la clase de Juan se trabajó un crédito interdisciplinar, con contenidos informáticos que concluyó con la confección de una revista. Juan fue siguiendo el crédito con escaso entusiasmo. Las propuestas de las diferentes actividades no le interesaban demasiado y la consecución del título académico le traía sin cuidado. Sin embargo, cuando se planteó la revista y eligió un tema para trabajarlo se volcó como nunca le había visto. Buscaba de forma autónoma información por Internet, seleccionaba la que más le satisfacía, tuvo que traducir al catalán algunos artículos, editarlos... Le vi trabajar en un mes más que en los dos años que hacía que lo conocía, con entusiasmo y sin importarle lo que le dijeran los demás.

El crédito interdisciplinar

Fui co-tutora de un grupo de adaptación curricular. Eran chicas y chicos de 3º de ESO, de 14 y 15 años, que no habían superado el 1r ciclo de la etapa. Muchos de ellos habían repetido 2º de ESO sin éxito. El IES consideró que necesitaban acceder a los contenidos del currículum mediante otro enfoque de los mismos para tener unas mínimas garantías de éxito. El grupo (3º C) estaba formado por 20 alumnos y se subdividía en dos: el C1, que contaba con 12 alumnos, cuyos contenidos estaban adaptados pero con una organización ordinaria 9, y el C2, un grupo de 8 chicos con dificultades de adaptación escolar que cursaban algunas materias mediante talleres en el mismo centro y en un taller externo por las tardes10. Estos dos subgrupos se unían en algunas materias y se separaban en otras. Concretamente se unían en tutoría, sociales, educación física, tecnología y créditos variables. Yo impartía sociales (3 horas semanales) y compartía la tutoría (1 hora semanal) al grupo entero.

En este centro, los grupos de 1º de ESO y los de adaptación curricular eran considerados de especial atención tutorial y contaban con dos tutores para hacer un seguimiento más intensivo y personalizado del alumnado. Así que fui tutora con un compañero que era

9 Las clases eran impartidas por prácticamente los mismos profesores que en los otros grupos, el horario semanal y la distribución horaria también era la misma, pero los contenidos se adaptaban al nivel de conocimientos del grupo. Esto y el hecho de ser muy pocos en clase permitía una atención más directa.

10 Este subgrupo estuvo a caballo entre las UAC, primeras experiencias de la Reforma en este tipo de grupos y las posteriores aulas abiertas. En el centro se hacían talleres de mantenimiento y de jardinería. Fuera del centro asistían a un taller de carpintería. Además hacían refuerzo de áreas instrumentales en grupo reducido.

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profesor de tecnología y que estaba al cargo de los talleres de jardinería y de mantenimiento del grupo C2. Hacíamos la tutoría juntos y era el espacio donde comentábamos con el grupo cómo había ido la semana, las actividades y, lamentablemente, las quejas que teníamos de otros profesores, las faltas de asistencia y las faltas a la convivencia.

Era un joven profesor con buena prensa ante los estudiantes. Los chicos y las chicas le escuchaban y respetaban. Conectaba y empatizaba con ellos, utilizando el sentido del humor como estrategia de acercamiento y marcando mucho las pautas que debían seguir y los límites que debían respetar. Esto era de lo que carecían básicamente aquellos chicos y chicas, de alguien que se preocupara realmente de ellos, que les diera cariño, pautas y límites. Ofrecíamos la imagen simbólica del padre y la madre del grupo, que les daba seguridad y un marco relacional.

El curso siguiente mantuve la misma tutoría con otro co-tutor (el profesor de educación física, a quien conocían y respetaban desde hacía años) Aunque algunos alumnos habían marchado del centro y se habían incorporado otros al grupo, la estructura de éste era la misma.

Al tener muchas áreas no compartidas, pensamos que era necesario algún espacio educativo común que cohesionara más los dos subgrupos y propuse un crédito especial que se impartiera en franja variable pero con una continuidad anual y de adjudicación directa.

Basándome en el antecedente del crédito impartido en aquel mismo centro pocos años atrás con un grupo de alumnos de características similares, diseñé un crédito interdisciplinar para ser impartido entre el profesor de tecnología (quien había sido mi co-tutor el año anterior) y yo mima. Ello permitía no aumentar el número de profesores que pasaban por aquella clase y aprovechar el vínculo que habíamos formado con el grupo.

El crédito tenía una clara finalidad integradora y cohesionadora. Por una parte, nació con la voluntad, ya expresada, de cohesionar el grupo, y por otra, de integrar contenidos de diferentes áreas curriculares en un proyecto común y, asimismo, los métodos de aprendizaje tradicionales con los tecnológicos, de tal manera que los unos no se pudieran dar sin los otros.

Metodológicamente, mientras medio grupo se quedaba en el aula ordinaria conmigo, trabajando contenidos textuales (carta, instancia, factura...) de forma tradicional, en el aula de ordenadores la otra mitad del grupo aprendía a utilizar una herramienta informática (Word, Excel...) Alternativamente los medios grupos cambiaban de aula en cada sesión. Cuando ya se habían adquirido las nociones previas suficientes de la herramienta informática a utilizar, ésta se ponía en práctica con los contenidos trabajados previamente en el aula ordinaria. Los dos aspectos se retroalimentaban mútuamente y eran imprescindibles para poder avanzar.

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En un par de años había pasado de horrorizarme una clase de mecanografía por ordenador a diseñar un crédito de informática.

Esta afirmación tiene trampa, puesto que yo iba a desarrollar los contenidos del crédito con una metodología tradicional y el otro profesor era quien se encargaría de programar e impartir los contenidos informáticos. Pero mi posición ante la gestión del aula y la incertidumbre que me despertaban las nuevas tecnologías era radicalmente distinta. Ya no temía estar ante una clase con ordenadores. Lógicamente, no era capaz de enseñar el funcionamiento de un programa porque lo desconocía, pero la convivencia con las máquinas ya no era un problema.

Mis expectativas ante este crédito y ante otros proyectos que tenía en el centro en aquel momento eran muy altas: mi relación con los compañeros y compañeras era muy buena; con el equipo directivo había un buen entendimiento y un reconocimiento a mi labor; respecto al alumnado, había llegado a saber encajar las piezas de ese puzzle en el que se mezclaban las emociones, expectativas y atribuciones, el respeto, los conocimientos... el puzzle había que ir reconstruyéndolo día a día, pero empezaba a entender las reglas del juego.

No puedo obviar la narración de lo que me sucedió anímicamente en aquel principio de curso, puesto que marcó mi posterior relación con los estudiantes, la cual estuvo estrechamente unida al desarrollo del crédito.

Empecé el curso con una actividad frenética: preparar, organizar, reuniones, entrevistas, etc. Mi cuerpo empezó a darme señales de estrés: una de mis reiteradas contracturas musculares emergió con bastante intensidad. No quise parar, a falta de tres días de empezar el curso “no me lo podía permitir”, así que recurrí a medicamentos fuertes y seguí. Tras dos días de empezar fue mi sistema emocional quien me hizo parar: la tensión arterial se me disparó y sufrí una crisis de ansiedad. Diagnóstico: depresión ansiosa e hipertensión arterial. Una baja laboral de dos meses.

Los primeros días de baja fueron un shock. Rabia, impotencia y vergüenza eran las emociones que hervían bajo un estado de ansiedad invalidante y un abatimiento general. El apoyo de mi familia, la atención médica adecuada, el descanso y una reflexión tranquila hicieron que mi recuperación fuera rápida y profunda. No sólo fue el trabajo el culpable de aquella situación, pero sí tuvo mucho que ver la manera cómo yo lo afrontaba.

Mientras estuve de baja mantuve algunos contactos con el centro. Mi substituta no había encajado bien con mis tutorados que deseaban mi vuelta. Cuando lo hice, la reacción su fue increíble: no sólo ya no me ponían a prueba, sino que manifestaban su afecto explícitamente. Ello hizo que mi relación con ellos se estrechara y que diera paso a una predisposición al trabajo impensable el año anterior, lo que contribuyó al buen clima de relación en el aula que se vivió en aquel crédito.

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En un principio yo no iba al aula de informática. Me quedaba en mi clase y acostumbraba a hacerles trabajar por parejas. Tras explicarles de modo general la propuesta y repartirles el material correspondiente, me sentaba al lado de una u otra pareja y les ayudaba si era necesario, resolvía las dudas que tuvieran o corregía lo que hubieran hecho. Como dije anteriormente, sentarme al lado de los estudiantes y mirarles desde el mismo plano siempre me ha dado buen resultado. Pero no es un simple gesto para ganarme su confianza, valoro mucho este tipo de acercamiento, este ponerse al mismo nivel. No recuerdo ninguna bronca o situación difícil sentada de este modo. Es verdad que en ocasiones el resto de alumnos hablaba o no hacía lo propuesto pero cuando me acercaba a ellos recuperaban el hilo, y estoy convencida de que algunos de ellos aprovechaban más esos diez minutos que les dedicaba que una hora de clase general.

Casualmente una de las aulas de informática del centro estaba al lado del salón de clase del grupo. Era la que utilizamos y esta ubicación fue una gran ventaja en todos los sentidos. Permitía una mayor comunicación entre los dos profesores y entre cada uno de nosotros con la mitad del grupo que no nos tocaba. De esta manera podíamos concretar aspectos, resolver dudas y hacer un seguimiento más continuado.

De vez en cuando entraba en el aula de informática y veía cómo trabajaban. Lo hacían de forma individual o por parejas. Les veía motivados, atendiendo las explicaciones, manteniendo un orden y siguiendo la programación que habíamos establecido.

Los había más y menos trabajadores. Los más autónomos y los que necesitaban el apoyo constante. Los que tenían más iniciativa o los que pasaban la sesión ante una misma pantalla. Hay que recordar que eran alumnos con un importante fracaso escolar a sus espaldas y con un autoconcepto académico muy pobre. No recuerdo que pusiéramos ningún parte disciplinario. No recuerdo ninguna situación conflictiva ni disruptiva que diera lugar a ello.

No creo que fuera sólo la “magia de la informática” lo que les permitía desempeñar otro rol. El sostén y el afecto que les proporcionaba el profesor de tecnología y la confianza que habían acabado depositando en mí enmarcaban un contexto relacional en el que las cargas emocionales de aquellos chicos y aquellas chicas se podían sobrellevar mejor. Nuestras expectativas hacia ellos eran altas y sinceras, y el respeto entre todos era uno de los valores que priorizábamos. Otro aspecto que fue muy importante para estimular su interés, fueron los contenidos y las actividades de la programación, todos ellos elegidos para que fueran significativos y funcionales. Los estudiantes debían ver que aquello servía para algo y que les iba a servir en un futuro cercano, que les decía algo y que tenía algún sentido. De ahí que muchas actividades eran abiertas y se podía elegir su concreción. Por ejemplo, cuando trabajamos los documentos comerciales, cada uno y cada una podía elegir el negocio donde querían que se desarrollase la actividad comercial: un bar, una peluquería, una tienda de animales, etc.

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No hay recetas para lograr el éxito de una actividad, de una intervención, de un programa... Pero si las hubiera, éstas tendrían muchos ingredientes y con unas dosis muy ajustadas a cada situación. Siguiendo con este símil, habría que tener en cuenta los utensilios utilizados, el desgaste que tengan, la fuente de energía en la cocción, la pericia del cocinero o cocinera y el interés que tenga en la cocina, las satisfacciones o el estrés que ésta le proporcione... En aquel crédito hubo muchos factores en juego y el empleo de la informática fue el elemento catalizador.

La última unidad didáctica del crédito era la revista. Pretendía ser una síntesis de todo lo trabajado durante el curso. Era un proyecto cooperativo que fomentaba la interdependencia: se necesitaba la participación de todos y cada uno de los miembros del grupo para que saliera adelante, puesto que ya fuera individualmente o por pares, cada cual tenia reservado su espacio y no podía editarse la revista con una página en blanco.

Los contenidos y el nombre de la revista fueron debatidos en asamblea. Cada uno de ellos y de ellas pudo elegir su participación en función de sus preferencias y aptitudes. Los dos profesores pusimos mucho empeño en que la revista se llevara a cabo con unos mínimos de calidad, creíamos que si a final de curso no la tenían en sus manos sería otra frustración académica más en sus vidas, que volverían a responder a las expectativas de fracaso que siempre se les había concedido. Nos lo llegamos a creer tanto que les transmitimos ese empeño y cuando alguno de ellos no cumplía los plazos pactados eran sus compañeros y no nosotros quienes les reclamaban el trabajo pactado.

Mientras hacían la revista la estructura de las clases continuaba siendo la misma: la mitad iban a ordenadores y la otra mitad. En principio, cuando se quedaban conmigo redactaban o buscaban información, básicamente en otras revistas, para lo cual íbamos visitábamos a menudo la biblioteca escolar. Cuando estaban en ordenadores, o bien pasaban textos ya corregidos o bien buscaban información por Internet. El desarrollo de las actividades y el ambiente de clase hicieron que a final de curso esta distinción de espacios, profesores y actividades fuera mucho más flexible y, con la ventaja de la contigüidad de las aulas, cada uno iba donde le convenía y donde podía trabajar mejor, según lo que tuviera que hacer. Al final casi todos estaban en ordenadores porque era donde se acumulaba el trabajo. Yo también alternaba las dos aulas y, también al final, estaba casi más en la de informática.

Si los docentes a final de curso estamos cansados, los estudiantes no lo están menos. Aquellos adolescentes acumulaban no sólo cansancio, sino tedio hacia la escuela. Estaban a punto de acabar su etapa obligatoria y la mayoría de ellos y de ellas, su escolaridad. Sabíamos lo que les pedíamos cuando insistíamos en que todos y todas debían cumplir el compromiso de llevar a cabo su parte en la revista para que ésta viera la luz. Su reacción fue variada dependiendo de muchos factores que se entrecruzaron, especialmente de la expectativa de futuro que tuvieran en ese final de curso. Hubo quienes se esforzaron y ayudaron a los demás en un acto de colaboración poco habitual; hubo quien hizo su

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trabajo y nada más, y también hubo quien tuvo un bajón y a quien tuvimos que ayudar entre todos.

Cuando me pasaba por el aula de informática, me sentaba junto a alguien y le ayudaba o revisaba su trabajo, como lo hacía en el aula ordinaria. Buscaban imágenes en buscadores, cambiaban los formatos de los textos para encontrar el que les gustara más, insertaban fotografías... No eran acciones complicadas pero estaban aprendiendo a hacerlas y yo estaba aprendiendo con ellos.

Finalmente salió la revista, se publicó en papel, se repartió entre el alumnado de 4º de ESO y el profesorado y se colgó en la página web del centro. Ojalá a aquellos chicos y aquellas chicas les haya quedado el recuerdo de haber vivido una experiencia académica satisfactoria como me ha quedado a mí.

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