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Eduardo Da’ Bosco El niño del violín 1

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Historia de un hombre que padece esquizofrenia desde pequeño. Un relato basado en un hecho real.

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© Ediciones Zentzontle Tijuana, BC., México © Eduardo Da’ Bosco [email protected]

Portada: Andrés Labrador

Todos los derechos reservados

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EL NIÑO DEL VIOLÍN

a en la última grada de la angosta escalera del consultorio médico, unos niños que juegan a los apaches lo obligan a regresarse un par de esca-lones. El salvaje grito de las llanuras se mezcla con el golpeteo de cascos de veloces caballos que pisotean cuerpos exánimes dispersos por la

pradera. Imagina flechas, tomahawks, soldados, jefes guerreros. Con tal intensidad escucha los

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alaridos, las imprecaciones de la tropa, las des-cargas de fusilería, los bermejos vómitos de los cañones, que el espejismo se disuelve y lo re-gresa al antepenúltimo escalón de la estrecha escalera del consultorio médico.

Contempla el cielo nubloso, saca la mano, la extiende en el aire como si implorara una mone-da y siente el golpecillo de una gota de lluvia; se examina la palma y está seca, ¿la había sentido o la había imaginado? Mira hacia atrás el cubo oscuro de las escaleras. Dejó el paraguas en el consultorio. Duda si regresarse y recuperarlo o continuar y mojarse. Los movimientos contra-rios, producto de cada una de las posibilidades, lo obligan a balancearse en el escalón. La indeci-sión lo retiene unos segundos. «No, no iré». La enfermera le hará preguntas. El doctor lo hará esperar. Hay en el ambiente un repugnante olor a medicina, una claridad viscosa pegada a las paredes blancas, a los abrumadores sillones ma-rrones de piel sintética y al enorme reloj que re-bana los segundos con estruendo insoportable. «No irás». «No iré». La enfermera le recuerda a la madre: corpulenta, autoritaria, dueña de las últimas palabras. «‘El doctor está ocupado. Aquí se atiende a horas exactas. Si quiere le doy cita para la semana entrante’, te propondrá». No, ya la tenía. A la semana siguiente quizá no lloviera y de nada le serviría el paraguas, supone. «Y no te atreverás a explicarle: ‘Solo quiero el para-

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guas, una gota seca cayó en la palma de mi ma-no mientras veía a los chicos jugando a los pie-les rojas’, porque eres pusilánime». «No lo soy, no lo soy». «Lo eres, bebito, muñequito mío». «Era tan tierna mamá cuando era chico». «Hasta que se dio cuenta: no tenía un hijo sino un fe-nómeno». «¿Era un fenómeno?». «Éramos un fenómeno». «Se lo escuchaste un día antes de tu cumpleaños; cumplías los doce». ¿Cómo era posible?, le comentaba al padre, el chico era un mentiroso. Se lo había dicho la maestra. El niño le confió que Dios le hablaba. Lo escuchaba des-de el fondo de la mente. No era Dios, exclamó desesperada la madre semanas después, es la mala conciencia. «Está loco», apuntó el padre. «Y tú escuchabas desde tu cuarto». «Sí, escu-chábamos». Pero el culpable había sido el her-mano, había diseminado entre los muchachos de la escuela el chisme: hablabas solo y, si no lo hacías, lo hacía el diablo por ti. Desde entonces no lo aceptaban en los juegos, traía mala suerte. El hermano contrajo matrimonio y abandonó la casa. «Al fin, se alegró», pero el vacío dejado eliminó los parapetos para distraer la atención de los padres y la madre se fijó en él con más detenimiento. Le clasificó las rarezas para com-pararlas con las nuevas o descubrir diferencias con el tiempo. La madre se hacía vieja; el padre también; la abuela y las tías habían muerto; no se podía confiar en parientes; el dinero era es-

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caso y se acababa; debían vender la casa, hijo, y la nueva vivienda se compondría, por supues-to, de un cuarto con cocina y servicio sanitario, a lo sumo. «Y aún viven ahí», pensó, «después de varios años». Le catalogaba las peculiarida-des y lo observaba como un entomólogo un in-secto nuevo. Le tenía miedo, le confesó al pa-dre; se lo tuvo desde el día que supo de las con-versaciones con Dios. «Sí», repuso él y miró hacia atrás, con temor, la sombra de su cuerpo fragmentada en la pared enlucida.

«No iré», decide, «prefiero perder el para-guas». En seguida salta a la acera y observa a los chicos con simpatía. A ellos no les importaba la lluvia y tenían madres que comprendían sus ensueños.

Dos helicópteros de la sección de rescate de la policía federal remueven con las aspas el aire caliente y contaminado. La ola de choque produ-cida por el ruido de los motores hace vibrar los cristales de los escaparates de las tiendas.

La muchedumbre de automóviles, casi está-tica, manifiesta el desagrado exprimiendo las bocinas. Los sonidos perforan el compacto voce-río que pregona fritadas en manteca espesa y recocida, olorosas a cilantro y pellejo de puerco.

Los merenderos ambulantes ocupan la mi-tad de las aceras, incrustados entre las calles y los angostos pasillos; los transeúntes se enco-gen en medio de los merenderos y los edificios;

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los anafes expulsan chispas por las bocas de los ceniceros; las fritangas se exhiben dentro de negros comales abombados en el centro, en-charcadas en grasa amarillenta que bulle.

Se abre paso entre la multitud, se detiene frente a un negocio de juegos electrónicos y se guarece de la llovizna bajo el andén techado de una parada de autobús. Acompañándose de una guitarra, un ciego interpreta una melodía de los Rolling Stones, amplificada por potentes altavo-ces.

Se sacude las gotas de lluvia, se alisa la ro-pa con las palmas de las manos y da una ojeada al interior del comercio. De allí sale un remolino de luces multicolores sincronizadas a sonidos electrónicos. Sobre ellos, el de un pitido que se interrumpe con brusquedad —deja espacio a cin-co notas largas y graves— y continúa la carrera para diluirse en el rumor de una mezcolanza de ruidillos que se acrecientan y concluyen con el estrépito de una campanada sonora —como la de un gong chino—, le recuerda el cumpleaños de su sobrino Miguel. «Eres indiferente con tu familia», se dice; «no lo soy», se responde; «ve con el niño y atiéndelo», concluye, «problema solucionado». «Y lo eres», se escucha, «porque así te vengas de tu madre». «No lo hago». «Sí lo haces». «Es una molestia esta estúpida discu-sión», se quejó. «Terminó echándote de la casa, no la dejabas dormir. Ya no eras el adolescente

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confundido, eras un hombre enfermo». «¡Dios!, el pequeño Miguel, hoy mismo le compraré el regalo».

El muchacho le había pedido («por favor, ti-to») un videojuego. La historia se refería a las hazañas de un explorador espacial y a la carga de metal exótico. Debía protegerla de la ambi-ción de unos seres inteligentes y espantosos.

Recuerda las tres horas frente al monitor. Escuchaba al niño explicarle los pormenores de la aventura —mientras le solicitaba, a cada vida ganada, un videojuego para el cumpleaños; se lamentaba, a cada mundo atravesado: «Este es no es mío»; se dolía, a cada muerte electrónica: «Si no tengo uno, jamás obtendré la técnica ne-cesaria»—, oía los extraños ruidos de las des-cargas de las armas espaciales, de las turbinas de reacción de la nave y del contador electrónico —«indica los puntajes y el tiempo disponible para culminar la misión, tito»—, junto a los incansa-bles martillazos del vecino —infernalmente iden-tificado con los golpes— y a la música escalo-friante que se escabullía por debajo de la puerta de la recámara de su otro sobrino y se apodera-ba de la dirección absoluta de todos los sonidos. Era una especie de niebla, bajaba las escaleras con lentitud, se arrastraba por la alfombra y los rodeaba. «¿Te pasa algo, tito? ¿Qué miras?». «Nada, Miguel, nada. La música de tu hermano me desespera». En el fondo de la mente se veía

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en el chico, se identificaba con Miguel, a su edad, y, después, a los quince años, cuando es-cuchó aquella voz: «Mamá no te quiere». «¿Me quieres, mamá», le preguntó. Pero ¿qué pregun-ta era esa?, se molestó la mujer, ¿la había visto despreciarlo o preferir al otro hermano? «No», respondió; entonces comprendió: no era Dios quien le hablaba. «Dice eso, pero no es cierto, te desprecia», escuchó. Y la frase se repitió hasta agotarse en una cadena de ecos sobrepuestos los unos a los otros. Sensaciones semejantes había tenido antes. Veía —o sentía— un ojo; un inmenso ojo de gallo que se expandía y parpa-deaba y aunque cerrara los ojos lo seguía vien-do, le continuaba palpitando en algún rincón de la memoria.

—¡Tito! —gritó el niño. Era el momento crítico —y por inexperiencia

del muchacho (de nuevo los lamentos: «Tito, sé bueno, no podré lograrlo si no tengo uno; debe-ré devolver este, mañana; nunca me hubiera pasado ese desastre si el programa fuera mío»)—, la nave explota, la pantalla se convul-siona de nubes multicolores —con preeminencia de las celestes y las moradas— y las bocinas se abren al terrorífico andamiaje de una telaraña de notas espeluznantes que se agarran de las ma-nos, tropiezan entre sí y se encaraman unas so-bre las espaldas contrapunteadas de las otras.

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Una leyenda aparece en la pantalla: Press A to start y sobreviene un tenso silencio. «¿Ya ves, tito?, me distrajiste».

Durante el descanso galáctico finalizó la cin-ta magnetofónica y el carpintero, probablemente chupándose un dedo machacado, interrumpió el martilleo.

—No te preocupes —prometió—, ahora mismo. Despídeme de tu hermano, besitos a mamá, caricias al nene y un saludo para tu papi.

Lo besó, abrió la puerta, huyó, la niebla quedó atrás y respiró. «Eres cobarde», se re-prendió, «huiste de tu sobrino para no comprarle el videojuego»; «el videojuego, claro», «aún hay tiempo, lo haré mañana», «¿mañana, para ti?, mañana para ti es nunca». «¡Dios!», se exaspe-ró; se puso el portafolio bajo el brazo y se tapó los oídos con ambas manos. «¡Vete!, demonio», imprecó.

Cuando transpuso el portón del edificio, la música se reanudó y el vecino golpeó con furia renovada, quizás emponzoñado por la venganza y el dolor de dedo. Y mientras especulaba si había sido el meñique o el pulgar, un perro se le prendió de los pantalones gruñéndole con feroci-dad. Era un gruñido monumental; húmedo, pen-só; líquido, más bien; no, no lo era, se corrigió; duro; o gelatinoso, tal vez. «Un poco de cada cosa». Y lo seguía oyendo detrás, a un lado, por

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encima de la cabeza, en algún lugar perdido de la mente.

El bufido del autobús lo regresa al andén techado, a los Rolling Stones, al negocio de jue-gos electrónicos y a la llovizna que se incremen-ta y se convierte en aguacero. Apenas puede esquivar la trompa del vehículo. Frente a él se abre una puerta de dos hojas metálicas cuyas protecciones laterales de hule están rotas y manchadas de grasa.

El chofer aprovecha el último destello de la luz verde y escurre el vehículo entre los auto-móviles que transitan por la calle perpendicular a la avenida. El impulso repentino lo hace caer hacia delante y golpearse la barbilla en uno de los tubos verticales. El golpe, el movimiento in-esperado, la mujer que lo pisa sin excusarse, el tipo que le acaricia la mano —pretendiendo sos-tenerse de la misma barra horizontal— o el can-sancio de otro día escapado, le alejan los ovnis, las guerras galácticas, los apaches, los explora-dores planetarios, los Rolling Stones, las carnitas de puerco y el agradable olor a cilantro y cebolla picada. La mente le queda vacía como la panta-lla de un televisor después del último programa. No hay murmullos ya, ni ladridos; una calma desgajada se le expande por el cuerpo. Baja los brazos, se recarga en el canto tubular del asien-to, inclina la cabeza y cierra los ojos. Al fondo, una línea blanca, delgada en extremo, divide dos

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superficies de sombra, rítmicamente móviles como la cuna de un niño.

De pronto, los parlantes del autobús des-aparecen el insólito silencio; los pasajeros se ba-lancean como ropa suspendida en las perchas eléctricas de una lavandería; notas de trompetas y guitarras irrumpen en el vehículo y, como si fueran sólidas, abren espacios entre los cuerpos apretados: la pasión de un hombre, loco de amor, se publica entre alaridos de tristeza y arrebatos de cólera orquestada.

El conductor disminuye la intensidad de la música para que una banda de estudiantes in-terprete canciones sudamericanas, entre la competencia comercial de un vendedor de lápi-ces y una mujer que anuncia un folleto con rece-tas para curar los males de ojo, las diarreas, la diabetes, las uñas encarnadas y otras enferme-dades, con mil y un remedios indígenas olvida-dos. Los jóvenes se acomodan en el estrecho pasillo, aprietan a los viajeros contra los asien-tos y los punzan con los apéndices niquelados de los instrumentos. Es una incomodidad ineludible, nadie se disgusta por ello, necesitan procurarse dinero para colegios y transportes, se debe ser comprensivo como lo habían sido con él cuando subía con el violín a la hora de salida de fábricas y oficinas. El simpático niño del violín golpeaba a diestra y siniestra con el enorme estuche negro, apenas perceptible en la penumbra del autobús.

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La gente lo admiraba, «tan pequeño y estudio-so». Era el único incentivo (se estiraba, se en-sanchaba, golpeaba con más fuerza, caminaba hasta el fondo del autobús para estar cerca de la puerta de salida, pero, en realidad, deseaba ex-hibir la enorme caja, sensual en formas y suave en golpes y empujones, y su prestancia de chi-quillo genio). Era el único incentivo porque no le agradaba el violín como al maestro su oído mu-sical cerrado como el portón de entrada de un castillo medieval, pero la madre se empeñaba. Según le habían informado, la música le apaga-ría hasta exterminarlas las voces divinas que es-cuchaba. Y había escogido el violín. Una armóni-ca o una flauta habría sido mejor, apuntaba el padre con enfado, los chirridos le destemplaban los dientes. Y al niño se le terminaban convir-tiendo en palabras. Se trasladaban del violín a los objetos. La lavadora decía: «Bate, bate, ba-te, bate»; la gota de lluvia desalojada de un ca-nalón agujereado: «Cai-go, cai-go, cai-go». En-tonces regresaba al cuarto, se tapaba los oídos y tocaba el violín sin escucharlo. Pero el violín le gustaba; la caja, más bien; el interés de la gen-te pasaba del estuche a él y permanecía allí el tiempo suficiente para satisfacerlo, lo hacía fa-moso en las calles y avenidas por las que pasa-ba; las de siempre a la misma hora. Al principio, le prestaron una vaga atención; después lo salu-daron y finalmente le hablaron, lo invitaron a un

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dulce, le obsequiaron una moneda. En el auto-bús algunos viajeros le cedían el asiento, le pa-gaban el pasaje y le comentaban episodios de sus vidas. La dama pensionada le relataba los eventos asociados con sus estudios de piano, el hombre del bigote describía con vivacidad los espectáculos musicales que había presenciado en teatros de prestigio alrededor del mundo. Al-gún día lo vería en uno de ellos, vaticinó; él sa-bía de eso, tenía la fisonomía de un Mozart, de un Shubert, la prestancia de Chopin, la elegancia de Paganini. Él sería el primer abonado a los conciertos, no debía dudarlo. Los compañeros de escuela lo aceptaron, las chicas le sonreían, has-ta la naturaleza lo saludaba. Todo en ella parecía cortejarlo: los trinos de los pájaros, la hierba mojada, el perfume y color de las flores. Con-forme se acercaba a su casa la alegría disminuía con los pasos, el cielo se ponía mustio, las som-bras se volvían hostiles y alguien se burlaba de su fama postiza, alguien íntimo, como si fuera él mismo. Entraba en silencio, subía los escalones, dejaba el violín sobre la cama y sollozaba. Des-pués de cenar practicaba el tedioso Martinillo hasta que el padre lo callaba.

El hombre de los lápices y la mujer del fo-lleto concluyen con «como una oferta, como una propaganda, compre ahora, no pague el doble», en sincronía con la extinción de las lamentacio-

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nes del ranchero enamorado y El cóndor pasa de los estudiantes.

Los vendedores, los estudiantes y un men-digo recién llegado aprovechan la concordancia de finales, pasan con botes de cartón y acaban con las monedas de los viajeros, entre permiso, permiso; áhi le voy.

Baja una cuadra antes del apeadero acos-tumbrado porque el autobús no avanza. Atravie-sa la ancha avenida repleta de coches inmóviles que defienden la libertad de circulación con pro-longados bocinazos: unos con La cucaracha; otros, con La bamba; los de más allá, con Jingle Bells; y los demás con clamores graves o gritos agudos. A mitad de la calle una amenazante ola de chirridos lo obliga a serpentear con premura. Los vehículos reanudan la carrera a golpes de acelerador y en el arranque expelen cilindros de humo acordes con el rugido impaciente de los motores.

Son las siete de la noche. Así lo informa el radio de la tienda de refrescos cuyo dueño se empeña en divulgar la hora. Los sonoros minu-tos alcanzan las bocacalles, trepan paredes, se escurren por los desagües; tienen forma de rata, todos juntos, pero luego se desdoblan en milla-res y se escurren por debajo de la ruedas de los automóviles, se ocultan en los jardines y des-aparecen.

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Compra cigarrillos, da vuelta a la derecha, entra en un colmenar compuesto por cuarenta edificios de apartamientos y recuerda la casa donde vivía antes de que fuera forzado a dejar-la. Ya era un hombre, tenía diecinueve años, comentó el padre, tenía trabajo, ¿por qué no se independizaba?, el hermano lo había hecho años atrás, ¿qué tenía él de diferente? «Bueno…», es-peculó la madre, «todo». De ella no había saca-do nada, en el hermano no se notaba ninguna de sus extrañezas. «Tampoco en mí», se defen-dió el padre. Un lejano pariente, quizá, o un ge-ne de una especie desaparecida hace millones de años. «Eso sucede», explicó ella. «Sí», con-firmó él, «eso sucede». «Puedes venirnos a ver cuando gustes», invitó la mujer. «Lo dijo, sí, pe-ro si no hubieras vuelto habría sido feliz, com-pletamente dichosa». «Mientes, mientes, mien-tes». Calló, se desplazó por el amplio pasillo, en-tró en el cuarto y empacó. «Pobrecito el niño, el niñito», toda la calle era suya, el barrio y más allá, el infinito. Era bella la casa, piensa, tranqui-la. Le parece respirar el aroma de las gardenias que crecían a lo largo de la valla de alambre y entraba por la ventana abierta de su habitación. Pequeño el cuarto, recuerda; íntimo, también; en él practicaba las clases de violín y mientras las notas se escurrían de las cuerdas, escalo-friantes y distorsionadas, soñaba con una liber-tad extraída de las historias de Karl May y de las

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novelas de Verne. En ese cuarto lo confinaban, también, cuando la madre suponía que exagera-ba las alucinaciones para captar el interés del hermano, de los vecinos, de los maestros, de los condiscípulos. Era, a la vez, cárcel y santuario; refugio y sala de tortura. En él escuchaba el si-lencio y sobre este, o por encima o ambos lados, las voces de seres extraños que desde el fondo del ser lo criticaban, lo disculpaban o le reñían. Detrás de aquellos biombos estaba la voz de la madre, seca, directa, espeluznante como las no-tas del violín, como el tedioso Martinillo, ensa-yado cientos de veces sin resultado. Pero la casa era bonita, su alcoba, la brisa que levantaba las cortinas con un suave runrún de holanes. Siem-pre quiso saber cómo eran las prendas íntimas, ocultas bajo las amplias faldas de la abuela y de las tías; las veía tendidas en las cuerdas, pero el aspecto muerto no le interesaba, sino el movi-miento y más allá de él, el susurro al rozarse en-tre sí cuando se movían. No lo entendió hasta los quince años, pero, para entonces, no se usa-ban los refajos interiores y los sonidos le queda-ron en el recuerdo como enormes incógnitas.

La oscura veredilla le refresca la vista. Los niños juegan entre los arbustos, detrás de las bancas, en los prados, a mitad de las calles. Los radios se encienden; las cortinas de encaje dis-torsionan las pantallas de los televisores, con-vierten los rostros de comentaristas y lectores

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de noticias en alucinantes cuadros cubistas en movimiento y en el gimnasio, los muchachos practican baloncesto, riñen o se emborrachan o todo junto.

Los guardianes acompañan el rondín con silbos penetrantes que, embarullados de ladri-dos, sólidos como bolas de billar, escapan por los oscuros pasadizos y resuenan como muelles herrumbrados contra las cercas. Los perros van tras la hembra en celo; pero no se les ve, solo se les escucha. «Son millares», se dice «y en al-gún momento vendrán por ti», «mientras esté ella, te dejarán en paz». «¡En paz, en paz!», re-pite, mientras de las plazoletas, ocultas entre edificios, emerge un compacto vocerío, como vapor espeso.

En el zaguán de entrada dos mujeres discu-ten; el elevador está descompuesto; una tenue luz alumbra las escaleras.

El ocupante del primer apartamento oye la sexta sinfonía de Beethoven; el del segundo, disfruta de un partido de balompié en un televi-sor estereofónico (los aficionados vociferan, el árbitro sopla el silbato, el locutor explica los ob-vios movimientos). De pronto, un alarido desga-rrador atraviesa las ventanas, se divide como cabello con orzuela —una lengua hacia la puerta de entrada; otra, escaleras arriba— estremece las antenas de televisión y arremete contra el

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solemne Beethoven: ¡¡¡Gooooooooooooooooooo-ooooooooooooooolllllllllllllllllll!!!! !!!!!!!

El sistema de videojuegos de los hijos del residente del cuarto departamento le recuerda al triste Miguel, al pobre Miguel, al querido sobri-no; «Mañana», se promete, «lo compraré»; «no lo harás, te conozco», se contradice, «ya lo tu-vieras, si quisieras». «Si lo tuviera, si lo tuviera; pero ¿por qué no puedo tenerlo?» y pone el pie izquierdo en el primer escalón del segundo piso. «Es peligroso poner el izquierdo primero», le re-comendaba un tío, «siempre el derecho».

Cuando la moradora del primer apartamen-to del segundo piso solloza por la desgraciadísi-ma fortuna de la linda criatura engañada por un galán de pacotilla, la vecina del tercer departa-mento del cuarto piso —que ocupa gordamente el ancho de la estrecha escalera con un gato muerto asido por el rabo que balancea como un péndulo mientras baja a trancos y culpa a gran-des voces a la sinvergüenza del tercer departa-mento del tercer piso por la muerte del animal— se le encarama en el pie izquierdo y desaparece con rapidez en los jardines exteriores, manchan-do de sombra los vidrios apenas iluminados de la entrada principal.

«¿Qué era?», se pregunta, «¿una mujer con un gato?», «una mujer con un gato», se respon-de. «Un gato muerto»; «muerto, claro», sonríe. Siente el dolor en el pie y gime; sin embargo,

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ignora si es él quien lo hace —mientras se aga-rra el pie con la mano derecha y queda esbelto en el primer escalón como una garza solitaria— o la desconsolada mujer de la telenovela.

La arrendataria del segundo departamento del segundo piso se asoma: cabeza con rizado-res, anteojos a mitad de la nariz, pantuflas con pompón rojo, bata de corazoncitos rosados, leve resfriado y potente estornudo. «Hombre extra-ño», se dice entretanto cierra la puerta, «parar-se en un pie y vociferar de esa forma, como si estuviera en la selva. No tiene una paz con tipos tan escandalosos», concluye con severidad, des-pués de darle varias ruidosas vueltas al llavín.

En el fondo (es decir, en la cocina del cuarto departamento del segundo piso que tiene la puerta abierta) un gato maúlla y sobre el lamen-to, las disculpas de la dueña: «Mininito del alma, bolita de algodón, fue sin intención, ¿a ver la pa-tita?». Pone el pie en el primer escalón del ter-cer piso: los colegiales del... Pero en ese instan-te se va la electricidad y el grito estremecedor de hombres, mujeres, niños, condóminos, visi-tantes, arrimados y huéspedes sustituye juegos electrónicos, competencias deportivas, lamentos felinos, llantos telenovélicos y orquestas sinfóni-cas. Se alegra de que el elevador estuviera des-compuesto: se habría quedado allí dentro, con toda su claustrofobia; lo imagina, sin puertas, un

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cubo sin límites interiores y al fondo una débil lí-nea entre dos inmensidades de sombra.

«Dos inmensidades de sombra», se dice, como el pasillo de la casa paterna, interrumpido en un costado por la escalera que llevaba a su recámara. Recuerda la noche que partió. Se despidió de los padres con un beso y la madre suspiró. «De satisfacción. Estaba harta de tus visiones, de tus miedos». «De mis miedos»; «de tu violín»; «¿de mi violín?; no de mi violín. Ya, para entonces, no lo recordaba; hacía años había desaparecido». El padre había soportado seis meses aquel martirizante sonsonete y la es-posa era sorda a los reclamos. «Tal vez se com-pone», aventuró ella. Todo había fallado: las medicinas del brujo, los exorcismos del pastor, la cura de agua, la sanación por las manos, había que darle tiempo. ¿Tiempo? No lo tenía, se enfureció el padre y salió a una noche neblinosa de mediados de octubre. Cuando regresó, el ni-ño aún practicaba el Martinillo.

—Has bebido —le reclamó la mujer. —Sí —respondió— para no volverme loco

como tu hijo. Subió la escalera a saltos, empujó la puer-

ta, le arrebató el violín al chico y lo hizo añicos contra el remate torneado del respaldo metálico de la cama. «Se acabó», gritaba mientras lo destruía, «se acabó». «No más estruendos, es-toy harto de monstruos. Habla con Dios, exígele

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mi condenación, estoy listo para fundirme en el Infierno». Salió de la recámara y se hizo el si-lencio, excepto un la tardío interpretado por una cuerda al liberarse de la astilla a la que se en-ganchaba. De ese sonido puro se podía haber reconstruido cualquier melodía, una vida com-pleta. Le quedaba la caja, sin embargo; el enor-me estuche negro, de líneas sensuales y gentiles empujones. Salía con él, a escondidas, tomaba las rutas menos transitadas y esperaba en la pa-rada de autobuses la hora en la que salía de las lecciones de música. De regreso se exhibía por las calles acostumbradas, platicaba con la dama pensionada, con el hombre del bigote, con el confitero, recibía los dulces con una sonrisa y regresaba a la casa, dejaba el estuche en un rin-cón del jardín y se escabullía hasta la recámara. Allí soñaba, pensaba, se recriminaba, se excusa-ba y luego se dormía. El violín había sido adqui-rido en una tienda de segunda mano, era viejo como la caja. La humedad del jardín y la lenta acción de la polilla aposentada en ella durante años, la habían debilitado. Un día se rompió; un enorme agujero en el centro de la tapa. Adentro, un universo de sombra; no había nada allí; ya nunca lo habría; tampoco afuera. No volvería a ver a la dama pensionada, al hombre del bigote, al tendero, ni a recibir dulces ni monedas; no lo admirarían los usuarios del autobús, los compa-ñeros los excluirían de los juegos y las niñas lo

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ignorarían. Había quedado solo al borde de aquel lago de tinieblas salpicado de astillas, desgarra-das las márgenes de tela descolorida. Lloró so-bre la caja rota mucho tiempo, a la hora en que solía terminar las clases de música. «Y aún hipas sobre la tapa rota», escuchó, «serás siempre el niño del violín».

Sube los diez pisos con lentitud. Cuando busca la llave, regresa la electricidad: los pasi-llos se iluminan, Beethoven renace multiplicado, la infeliz niña se deshace en llanto delante de la música que despide el programa y detrás de las incógnitas del episodio siguiente: «¿El canalla de Arturo cumplirá la amenaza? ¿Morirá el rico le-gatario de la pobre muchacha?»; y el gato sigue maullando lastimeramente.

Abre la puerta; se guarda la llave. Entra; se sacude los zapatos en el felpudo,

suspira:

¿A qué hora había escampado? Recuerda

que una llovizna fría le refrescó la cara al atra-vesar la avenida. Mira hacia la ventana: las cor-

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tinas se mueven con pesadez, mostrando gran-des óvalos de tela mojada.

Deja en la mesa el inútil portafolio, toma el periódico y se dispone a descansar.

Camina hacia el sillón; se sienta; se inclina; se quita los zapatos; estira los pies y mueve cir-cularmente los dedos: dos pisotones el mismo día eran demasiados.

Se recuesta y escucha: El vecino de la izquierda acompaña los ejer-

cicios de artes marciales con un grito penetrante y agresivo; el piso de la habitación vibra a cada salto mortal; la lámpara de pie golpea la pared con un murmullo de cristal ofendido.

La solterona del departamento diagonal al suyo mecanografía las memorias con pasmosa desenvoltura; la campanilla de la ruidosa Un-derwood se expresa cada quince segundos con un sonido agudo, «quizá como las propias expe-riencias amorosas de la escritora», supone, en tanto reposa las piernas en un banquillo acojina-do. La ve sentada en sus rodillas, carente de pe-so, con un pañuelo anudado a la cabeza. ¿Diría algo de él? ¿La había besado alguna vez? «La besaste, por supuesto». No lo recordaba. Des-plaza su atención al cielorraso y la solterona se desvanece.

Arriba, la señora Petra del departamento cua-tro del último piso —«exactamente encima de mi cabeza»—, arrastra un mueble, el hijo bolea sin

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cesar una pelota de baloncesto; la hija patina con maestría en el embaldosado.

Abajo, los niños juegan y discuten. En el edificio más próximo, un borracho pe-

lea con la esposa desde el jardincillo lateral y rompe los vidrios de las ventanas, mientras la rama de un jacarandá azota los de su sala, azu-zado por el viento.

«Parece que lloverá otra vez», pronostica. Se levanta, deja el periódico de lado, va a la

cocina, enciende la luz, llena con agua una jarra de peltre, la pone en la parrilla, abre la llave del gas, prende un fósforo, lo acerca a la hornilla. La llama azulada susurra y lame la base del trasto.

El bullicio lo hace levantar la vista y mirar —a través de la ventana— la cocina del condó-mino de enfrente, separada de la suya por un estrecho cubo de luz.

«Deberé poner unas cortinas aquí», se promete; «hace un año lo proyecto». «Jamás las pondrás», se recrimina, «eres un flojo, un bueno para nada» y cuando se reprocha se oye reír en-sordecedoramente, pero no está seguro si la risa proviene de afuera o la tiene metida, como tan-tas veces, en algún rincón del recuerdo o si es el eco de la vajilla rota, o de todas esas cosas a la vez.

Observa cómo la puerta de la cocina de en-frente se abre en un ángulo de noventa grados y da paso a una rolliza mujer acompañada de un

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grupo de parientes. Se lleva las manos a la ca-beza y espeta:

—¡Desdichada! Una anciana repite la palabra, un hombre la

segunda, dos mujeres los imitan y un niño bal-buce: ¡Desdi...! y es callado de un tapabocas. La sirvienta debe pagar la vajilla; pero si no fue su culpa; ¡Negligente!; el escurridor estaba roto. ¡Como no es suya!, exclama la esposa. Sí, como no lo era, grita el padre; ¡que se la cargara el demonio!, vocifera la suegra; ¡no le paguen!, aúlla la hija; ¡tu culpa!, amonesta la madre a la segunda hija; ¿por qué?, porque no hacía nada; ¿y acaso no tenían sirvienta?, ahora debía pagar los platos rotos.

«Y bien rotos», cavila el hombre. Entonces se da cuenta de que el agua hierve, alguien martilla con furia y el sonido huye a lo largo de las paredes como un ratón invisible.

Poco después, solo el ruido de los vidrios empujados hacia el recogedor, los gemidos de la empleada, el golpeteo trasmitido por los muros, los gritos de los muchachos que abajo juegan, el ninja de al lado, la música de Beethoven, los llantos de las heroínas de la segunda tanda de telenovelas, los azotes del jacarandá, los patines de la niña del departamento de arriba, el boleo de la pelota contra su techo, el borracho rom-piendo los cristales, los ladridos de los perros tras la hembra en celo, las maldiciones de la

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dueña del gato asesinado, los silbatos de los guardianes y la vieja Underwood de la solterona, se escuchan. Por lo demás, un denso silencio arrulla al condominio.

Son las veintidós horas, según las sonoras campanadas de una iglesia cercana.

Un avión comercial vuela a poca altura y es-tremece los cristales. El fragor de las turbinas se desmenuza en la distancia y con él el martilleo; entonces se da cuenta de que el grifo gotea y produce un golpecillo navideño en el fregadero de aluminio. «Eran hermosas aquellas navida-des», piensa. La casa se llenaba de amigos, tíos y primos, había postres y guisos y el perfume del árbol se expandía a las habitaciones ilumina-do por las lucecillas intermitentes de la decora-ción. Era curioso, medita, cómo le parecía con-creto el aroma; casi podía desmoronarlo y pal-parle los reflejos de colores mientras se derra-maba a lo largo del pasillo. «Ese pasillo», se di-ce. «El que caminaste el día que te echaron. Ese pasillo». «Ese pasillo», acepta. Va a la cocina y aprieta la llave del grifo. «Ya no hay navidades», sonríe.

A las veintidós quince el sensei abandona el entrenamiento.

A las veintidós veinte la empleada exhala un último gemido y con él se disipa el rumor de vidrios que entrechocan.

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A las veintidós veinticinco el niño se cansa de bolear la pelota.

A las veintidós treinta la mártir de la televi-sión para de sollozar.

A las veintidós treinta y dos la patinadora decide acostarse.

A las veintidós treinta y cuatro se apacigua el viento y la rama del jacarandá se retira de la ventana y cuelga exánime como nido de oropén-dola.

A las veintidós treinta y nueve la inconsola-ble dueña del felino asesinado lanza una última imprecación y se va a la cama.

A las veintidós cuarenta y cinco la mecanó-grafa da por finalizado el trabajo.

Beethoven se retira a las veintidós cincuen-ta y uno; los niños se dispersan a las veintitrés siete; la hembra en celo huye por una de las tres salidas de la unidad habitacional, con la cola de enamorados, a las veintitrés dieciocho y el borracho es admitido por la resignada esposa media hora antes de la medianoche.

Pero a las veintitrés treinta y cinco, un bajo profundo, vibrante, estremecedor, arrolla pare-des y escalones como alfombras viejas, atravie-sa las losas de concreto, persigue a las sabandi-jas en los nidos, tremola hacia el cielo, baja rau-damente y se prende de una hebra de aire como en una cuerda floja. A este siguen otros; y a es-tos, una cadena de agudos escalofriantes que

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diseca los minutos y los transforma en cuencos vacíos. Luego la voz de un cantante de rock y los coros de un acompañamiento de gargantas autónomas, potentes como cuernos vikingos: la niña del cuarto departamento del onceavo piso cumple años.

Los chicos riñen, bromean, ríen, se embo-rrachan, cantan Happy birthday to you, zapa-tean, entonan cumbias, se llaman con prolonga-dos chiflidos mientras el volumen se acrecienta y los vigilantes de la puerta más lejana del con-junto habitacional escuchan con satisfacción al-gunas de sus piezas favoritas.

La monótona tambora de las dos treinta y seis se ve diversificada por el estrépito de la si-rena antirrobo de un coche que, conectada a la bocina, interpreta a la maravilla Oh, Susana, hasta las cuatro once.

A las cinco horas diez minutos la música cae vertiginosa. Se oyen pasos escaleras abajo, adioses, felicidades, hastamañanas. Un gallo canta —aunque parezca increíble— y un torbelli-no de voces proveniente de pájaros enjaulados despierta de la onírica inmovilidad. Loros, peti-rrojos, canarios, calandrias, estorninos, papaga-yos… saludan al nuevo día con un alboroto de sonidos distintos, en tonos diversos, con tempos desfasados. Y, por ahí, se escucha el llanto de un bebé insomne que exige su mamila.

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Lo minutos siguientes equivalen a la tran-quilidad de todo un siglo de encierro en una ca-verna.

Pero... a las cinco horas veintidós minutos —coincidiendo con el largo llamado a bocinazos de un marido que llega después de una alegre noche y se dispone a pasar un sábado descan-sado—, el trombón del músico aficionado de uno de los departamentos del piso superior, irrumpe con estrépito. «Mamá quería un hijo violinista». «Mamá te obligaba a estudiar violín para tortu-rarte». «Nunca te gustó el violín». «Nunca me gustó el violín». «Odias el violín, odias a tu ma-dre», «Tápate los oídos como siempre haces, es simple, no te compliques». «No puedo taparme ahora, lo escucho». «Lo escuchas, claro, odias el violín, odias el trombón, odias al dueño del trombón. Ve, no seas cobarde, mátalo».

A las cinco horas veintiocho minutos se po-ne los zapatos, abre la puerta con furia, sube a trancos las escaleras y golpea a la puerta del hombre del trombón (pero este no lo oye).

Veinte minutos más tarde, el hombre abre. Ocho minutos para las seis golpea frenéti-

camente al concertista. «Se acabó», grita mien-tras lo golpea, «se acabó. No más estruendos, no más estruendos, no más estruendos».

Pasados ciento veinte segundos, el trom-bón, lanzado por la ventana, baja trece pisos con presteza y en la caída relumbra por el tímido

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sol que se filtra en la espesa capa de hollín y polvo.

A las seis tres llega la policía; a las seis treinta, los bomberos; a las siete menos cuarto, el grupo de rescate.

A las siete horas veintidós minutos escucha la poderosa sirena de la ambulancia que se des-plaza por la vía periférica con velocidad, entre una impaciente mezcla de rugientes motores y estridentes bocinas. Los conductores se apre-mian a llegar rápido a sus casas; desean reposar después de una noche de café cantante atosiga-da de bandas musicales.

Oye el ulular de la sirena desde el techo del vehículo, a solo medio metro de distancia; pero esta vez no puede taparse los oídos a causa de aquella incómoda camisa cuyas mangas se le enroscan detrás de la espalda como culebras en celo. «No puedes taparte», sonríe. «No puedo taparme», se lamenta, recuerda el violín y llora.