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Edición especial digital para alumnos del Municipio de La Matanza, año 2020

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El matadero y otras historias crueles / Esteban Echeverría ... [et.al.]. ; selección de Oche Califa ; coordinación general de Nora Bonis ; ilustrado por Pol ; prólogo de Oche Califa. - 1.a ed.- Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Colihue, 2019.96 p. : il. ; 24 x 17 cm. - (Libros ilustrados)

ISBN: 978-987-684-791-9

1. Título. 2. Narrativa argentina. I. Califa, Oche, selecc. II. Bonis, Nora , coord. III. Pol, ilus. IV. Califa, Oche, prolog.

CDD A860

Ilustraciones: PolPrólogo: Oche CalifaSelección: Oche CalifaCoordinación: Nora BonisDiseño y armado: Malena Cascioli · Matías Scappaticcio

Todos los derechos reservados.Esta publicación no puede ser reproducida, total o parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin permiso previo por escrito de la editorial. Solo se auto-riza la reproducción de la tapa, contratapa y página de legales e índice completos, de la presente obra exclusivamente para fines promocionales o de registro bibliográfico.

© Ediciones Colihue S.R.L.Av. Díaz Vélez 5125(C1405DCG) Buenos Aires • [email protected]

ISBN: 978-987-684-791-9

Hecho el depósito que marca la ley 11.723IMPRESO EN LA ARGENTINA • PRINTED IN ARGENTINA

Edición Especial para el Municipio de La Matanza

LIBRO DE DISTRIBUCIÓN GRATUITA. PROHIBIDA SU VENTA

ISBN 978-987-684-791-9

www.colihue.com.ar9 789876 847919

Esta edición se terminó de imprimir en Gráfica Offset S.R.L., Santa Elena 328, Ciudad de Buenos Aires, Argentina, en julio de 2019.

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L a crueldad que recorre estas páginas no es aquella que sorpren-de la rutina apacible del lector desde las crónicas policiales,

como la del asaltante que agregó al robo una puñalada innecesaria o la del depravado que asesinó a una pareja de ancianos.

Si cualquiera de estos hechos –que con oscilaciones cierta pren-sa suele encadenar a otros para luego de “saciada” abandonarlos– produce escalofríos, qué debieran producir, ¿espasmos, tal vez?, los que se cuentan en estas historias en muchos casos reales y en un todo realistas.

Sin embargo, la lectura de algunos de ellos puede despertarnos la sospecha de que el horror frente a los hechos concretos no siempre pareció brotar del cuerpo social contemporáneo a los mismos; no al menos en forma pareja ni inmediata. Porque la crueldad que hay en este puñado de historias está soportada o convalidada por conductas culturales que recorren de arriba abajo la sociedad y han involucra-do, también, a sus instituciones. Y no suelen tener –no supieron tener en su momento– reproche ni reparación o fueron, incluso, justificadas, premiadas. Así que puede decirse que esta selección constituye, en realidad, un esbozo para una literatura de la impunidad.

Sospechamos que quienes torturan y matan al unitario en el ma-tadero no recibirán castigo, tal vez apenas una reprimenda o una pena menor. Eso es lo que obtienen, por ejemplo, quienes en el relato de Leguizamón degüellan a su compañero; lo hacen por error, pero también porque ejercer ese tipo de “justicia” era, evidente-mente, habitual y lógico. El hecho adquiere, entonces, “una suerte

“ESBOZO PARA UNA LITERATURA DE LA IMPUNIDAD”

PRÓLOGO

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de inocente y chabacana ferocidad”, que fue lo que Jorge L. Borges encontró en La refalosa, de Ascasubi.

También los textos de Gutiérrez y de Prado dejan a cielo abierto la responsabilidad institucional de la violencia. La mujer sargento, que tras combatir con el indio lo degüella y lleva su cabeza como trofeo al fortín, es dos veces elogiada: por sus superiores y por el propio Gutiérrez en el relato. Distinto es el caso del coya que es llevado a la frontera y luego fusilado por su supuesta deserción. Pero aunque Prado ve en ello una injusticia, la acepta con resignación, casi como fatalidad.

Ambos testimonios (porque son eso, antes que relatos ficcionales) también permiten meditar que la violencia y el horror inhumano no solo han tenido como protagonista y responsable al “bárbaro” –los matarifes rosistas en Echeverría; el indio en el Martín Fierro–: quienes decían representar la civilización también ejercían, tantas veces, igual comportamiento.

Los relatos de Álvaro Abós, finalmente, confirman y además re-cuerdan que el tema no se enmarca y agota en años remotos y en una Argentina que no había adquirido estatus moderno. La última dictadura militar, en los setenta, lo volvió a poner –como al unitario de El matadero– sobre la mesa. ◊

OCHE CALIFA

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EL MATADEROESTEBAN ECHEVERRÍA

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A pesar de que la mía es historia, no la empezaré por el arca de Noé y la genealogía de sus ascendientes como acostumbraban

hacerlo los antiguos historiadores españoles de América, que deben ser nuestros prototipos. Tengo muchas razones para no seguir ese ejemplo, las que callo por no ser difuso. Diré solamente que los su-cesos de mi narración, pasaban por los años de Cristo del 183... Estábamos, a más, en cuaresma, época en que escasea la carne en Buenos Aires, porque la Iglesia, adoptando el precepto de Epicteto, sustine, abstine (sufre, abstente), ordena vigilia y abstinencia a los estómagos de los fieles, a causa de que la carne es pecaminosa, y, como dice el proverbio, busca a la carne. Y como la Iglesia tiene ab initio y por delegación directa de Dios, el imperio inmaterial sobre las conciencias y los estómagos, que en manera alguna pertenecen al individuo, nada más justo y racional que vede lo malo.

Los abastecedores, por otra parte, buenos federales, y por lo mis-mo buenos católicos, sabiendo que el pueblo de Buenos Aires ate-sora una docilidad singular para someterse a toda especie de man-damiento, solo traen en días cuaresmales al matadero, los novillos necesarios para el sustento de los niños y de los enfermos dispen-sados de la abstinencia por la Bula y no con el ánimo de que se harten algunos herejotes, que no faltan, dispuestos siempre a vio-lar las mandamientos carnificinos de la Iglesia, y a contaminar la sociedad con el mal ejemplo.

Sucedió, pues, en aquel tiempo, una lluvia muy copiosa. Los cami-nos se anegaron; los pantanos se pusieron a nado y las calles de

- ESTEBAN ECHEVERRÍA -

EL MATADERO

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entrada y salida a la ciudad rebosaban en acuoso barro. Una tremen-da avenida se precipitó de repente por el Riachuelo de Barracas, y extendió majestuosamente sus turbias aguas hasta el pie de las ba-rrancas del Alto. El Plata creciendo embravecido empujó esas aguas que venían buscando su cauce y las hizo correr hinchadas por sobre campos, terraplenes, arboledas, caseríos, y extenderse como un la-go inmenso por todas las bajas tierras. La ciudad circunvalada del Norte al Este por una cintura de agua y barro, y al Sud por un piéla-go blanquecino en cuya superficie flotaban a la ventura algunos bar-quichuelos y negreaban las chimeneas y las copas de los árboles, echaba desde sus torres y barrancas atónitas miradas al horizonte como implorando la misericordia del Altísimo. Parecía el amago de un nuevo diluvio. Los beatos y beatas gimoteaban haciendo novena-rios y continuas plegarias. Los predicadores atronaban el templo y hacían crujir el púlpito a puñetazos. Es el día del juicio, decían, el fin del mundo está por venir. La cólera divina rebosando se derrama en inundación. ¡Ay de vosotros, pecadores! ¡Ay de vosotros, unitarios impíos que os mofáis de la Iglesia, de los santos, y no escucháis con veneración la palabra de los ungidos del Señor! ¡Ah de vosotros si no imploráis misericordia al pie de los altares! Llegará la hora tremenda del vano crujir de dientes y de las frenéticas imprecaciones. Vuestra impiedad, vuestras herejías, vuestras blasfemias, vuestros crímenes horrendos, han traído sobre nuestra tierra las plagas del Señor. La justicia del Dios de la Federación os declarará malditos.

Las pobres mujeres salían sin aliento, anonadadas, del templo, echan-do, como era natural, la culpa de aquella calamidad a los unitarios.

Continuaba, sin embargo, lloviendo a cántaros, y la inundación cre-cía acreditando el pronóstico de los predicadores. Las campanas co-menzaron a tocar rogativas por orden del muy católico Restaurador, quien parece no las tenía todas consigo. Los libertinos, los incrédulos, es decir, los unitarios, empezaron a amedrentarse al ver tanta cara compungida, oír tanta batahola de imprecaciones. Se hablaba ya, co-mo de cosa resuelta, de una procesión en que debía ir toda la pobla-ción descalza y a cráneo descubierto, acompañando al Altísimo, lle-vado bajo palio por el obispo, hasta la barranca de Balcarce, donde

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millares de voces, conjurando al demonio unitario de la inundación, debían implorar la misericordia divina.

Feliz, o mejor, desgraciadamente, pues la cosa habría sido de verse, no tuvo efecto la ceremonia, porque bajando el Plata, la inundación se fue poco a poco escurriendo en su inmenso lecho sin necesidad de conjuras ni plegarias.

Lo que hace principalmente a mi historia es que por causa de la inundación estuvo quince días el matadero de la Convalecencia sin ver una sola cabeza vacuna, y que en uno o dos, todos los bueyes de quinteros y aguateros se consumieron en el abasto de la ciudad. Los pobres niños y enfermos se alimentaban con huevos y gallinas, y los gringos y herejotes bramaban por el beefsteak y el asado. La absti-nencia de carne era general en el pueblo, que nunca se hizo más digno de la bendición de la Iglesia, y así fue que llovieron sobre él millones y millones de indulgencias plenarias. Las gallinas se pusie-ron a seis pesos y los huevos a cuatro reales y el pescado carísimo. No hubo en aquellos días cuaresmales promiscuaciones ni excesos de gula; pero en cambio se fueron derecho al cielo innumerables ánimas, y acontecieron cosas que parecen soñadas.

No quedó en el matadero ni un solo ratón vivo de muchos millares que allí tenían albergue. Todos murieron o de hambre o ahogados en sus cuevas por la incesante lluvia. Multitud de negras rebusconas de achuras, como los caranchos de presa, se desbandaron por la ciudad como otras tantas arpías prontas a devorar cuanto hallaran comible. Las gaviotas y los perros, inseparables rivales suyos en el matadero, emigraron en busca de alimento animal. Porción de vie-jos achacosos cayeron en consunción por falta de nutritivo caldo; pero lo más notable que sucedió fue el fallecimiento casi repentino de unos cuantos gringos herejes que cometieron el desacato de darse un hartazgo de chorizos de Extremadura, jamón y bacalao y se fueron al otro mundo a pagar el pecado cometido por tan abo-minable promiscuación.

Algunos médicos opinaron que si la carencia de carne continuaba, medio pueblo caería en síncope por estar los estómagos acostum-brados a su corroborante jugo; y era de notar el contraste entre

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estos tristes pronósticos de la ciencia y los anatemas lanzados des-de el púlpito por los reverendos padres contra toda clase de nutrición animal y de promiscuación en aquellos días destinados por la Iglesia al ayuno y la penitencia. Se originó de aquí una especie de guerra intestina entre los estómagos y las conciencias, atizada por el inexo-rable apetito y las no menos inexorables vociferaciones de los mi-nistros de la Iglesia, quienes, como es su deber, no transigen con vicio alguno que tienda a relajar las costumbres católicas: a lo que se agregaba el estado de flatulencia intestinal de los habitantes, pro-ducido por el pescado y los porotos y otros alimentos algo indigestos.

Esta guerra se manifestaba por sollozos y gritos desacompasados en la peroración de los sermones y por rumores y estruendos subi-táneos en las casas y calles de la ciudad o dondequiera concurrían gentes. Alarmose un tanto el gobierno, tan paternal como previsor, del Restaurador, creyendo aquellos tumultos de origen revoluciona-rio y atribuyéndolos a los mismos salvajes unitarios, cuyas impieda-des, según los predicadores federales, habían traído sobre el país la inundación de la cólera divina; tomó activas providencias, desparra-mó sus esbirros por la población, y por último, bien informado, pro-mulgó un decreto tranquilizador de las conciencias y de los estóma-gos, encabezado por un considerando muy sabio y piadoso para que a todo trance y arremetiendo por agua y todo se trajese ganado a los corrales.

En efecto, el decimosexto día de la carestía, víspera del día de Dolores, entró a nado por el paso de Burgos al Matadero del Alto una tropa de cincuenta novillos gordos; cosa poca por cierto para una población acostumbrada a consumir diariamente de doscientos cin-cuenta a trescientos, y cuya tercera parte al menos gozaría del fue-ro eclesiástico de alimentarse con carne. ¡Cosa extraña que haya estómagos privilegiados y estómagos sujetos a leyes inviolables y que la Iglesia tenga la llave de los estómagos!

Pero no es extraño, supuesto que el diablo con la carne suele me-terse en el cuerpo y que la Iglesia tiene el poder de conjurarlo: el caso es reducir al hombre a una máquina cuyo móvil principal no sea su voluntad sino la de la Iglesia y el gobierno. Quizá llegue el día

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en que sea prohibido respirar aire libre, pasearse y hasta conversar con un amigo, sin permiso de autoridad competente. Así era, poco más o menos, en los felices tiempos de nuestros beatos abuelos que por desgracia vino a turbar la revolución de Mayo.

Sea como fuere, a la noticia de la providencia gubernativa, los co-rrales del Alto se llenaron, a pesar del barro, de carniceros, achura-dores y curiosos, quienes recibieron con grandes vociferaciones y palmoteos los cincuenta novillos destinados al matadero.

“... carniceros, achuradores y curiosos...”

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–Chica, pero gorda –exclamaban–. ¡Viva la Federación! ¡Viva el Restaurador!

Porque han de saber los lectores que en aquel tiempo la Federación estaba en todas partes, hasta entre las inmundicias del matadero, y no había fiesta sin Restaurador como no hay sermón sin San Agustín. Cuentan que al oír tan desaforados gritos las últimas ratas que ago-nizaban de hambre en sus cuevas, se reanimaron y echaron a correr desatentadas conociendo que volvían a aquellos lugares la acostum-brada alegría y la algazara precursora de abundancia.

El primer novillo que se mató fue todo entero de regalo al Restaurador, hombre muy amigo del asado. Una comisión de carni-ceros marchó a ofrecérselo a nombre de los federales del matadero, manifestándole in voce su agradecimiento por la acertada providen-cia del gobierno, su adhesión ilimitada al Restaurador y su odio en-trañable a los salvajes unitarios, enemigos de Dios y de los hombres. El Restaurador contestó a la arenga, rinforzando sobre el mismo tema, y concluyó la ceremonia con los correspondientes vivas y vo-ciferaciones de los espectadores y actores. Es de creer que el Restaurador tuviese permiso especial de su Ilustrísima para no abs-tenerse de carne, porque siendo tan buen observador de las leyes, tan buen católico y tan acérrimo protector de la religión, no hubie-ra dado mal ejemplo aceptando semejante regalo en día santo.

Siguió la matanza y en un cuarto de hora cuarenta y nueve novillos se hallaban tendidos en la playa del matadero, desollados unos, los otros por desollar. El espectáculo que ofrecía entonces era animado y pintoresco aunque reunía todo lo horriblemente feo, inmundo y deforme de una pequeña clase proletaria peculiar del Río de la Plata. Pero para que el lector pueda percibirlo a un golpe de ojo preciso es hacer un croquis de la localidad.

El Matadero de la Convalecencia o del Alto, sito en las quintas al Sud de la ciudad, es una gran playa en forma rectangular colocada al extremo de dos calles, una de las cuales allí se termina y la otra se prolonga hacia el Este. Esta playa con declive al Sud, está cortada por un zanjón labrado por la corriente de las aguas pluviales en cu-yos bordes laterales se muestran innumerables cuevas de ratones y

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cuyo cauce recoge en tiempo de lluvia toda la sangraza seca o re-ciente del matadero. En la junción del ángulo recto hacia el Oeste está lo que llaman la casilla, edificio bajo, de tres piezas de media agua con corredor al frente que da a la calle y palenque para atar caballos, a cuya espalda se notan varios corrales de palo a pique de ñandubay con sus fornidas puertas para encerrar el ganado.

Estos corrales son en tiempo de invierno un verdadero lodazal en el cual los animales apeñuscados se hunden hasta el encuentro y quedan como pegados y casi sin movimiento. En la casilla se hace la recaudación del impuesto de corrales, se cobran las multas por vio-lación de reglamentos y se sienta el juez del matadero, personaje importante, caudillo de los carniceros y que ejerce la suma del poder en aquella pequeña república por delegación del Restaurador. Fácil es calcular qué clase de hombre se requiere para el desempeño de semejante cargo. La casilla, por otra parte, es un edificio tan ruin y pequeño que nadie lo notaría en los corrales a no estar asociado su nombre al del terrible juez y a no resaltar sobre su blanca pintura los siguientes letreros rojos: “Viva la Federación”, “Viva el Restaurador y la heroína doña Encarnación Ezcurra”, “Mueran los salvajes unitarios”. Letreros muy significativos, símbolo de la fe política y religiosa de la gente del matadero. Pero algunos lectores no sabrán que la tal he-roína es la difunta esposa del Restaurador, patrona muy querida de los carniceros, quienes, ya muerta, la veneraban como viva por sus virtudes cristianas y su federal heroísmo en la revolución contra Balcarce. Es el caso que en un aniversario de aquella memorable hazaña de la mazorca, los carniceros festejaron con un espléndido banquete en la casilla a la heroína, banquete al que concurrió con su hija y otras señoras federales, y que allí en presencia de un gran concurso ofreció a los señores carniceros en un solemne brindis su federal patrocinio, por cuyo motivo ellos la proclamaron entusias-mados patrona del matadero, estampando su nombre en las paredes de la casilla donde estará hasta que lo borre la mano del tiempo.

La perspectiva del matadero a la distancia era grotesca, llena de animación. Cuarenta y nueve reses estaban tendidas sobre sus cue-ros y cerca de doscientas personas hollaban aquel suelo de lodo

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regado con la sangre de sus arterias. En torno de cada res resaltaba un grupo de figuras humanas de tez y raza distinta. La figura más prominente de cada grupo era el carnicero, con el cuchillo en mano, brazo y pecho desnudos, cabello largo y revuelto, camisa y chiripá y rostro embadurnado de sangre. A sus espaldas se rebullían, caraco-leando y siguiendo los movimientos, una comparsa de muchachos, de negras y mulatas achuradoras, cuya fealdad trasuntaba las arpías de la fábula, y entremezclados con ellas algunos enormes mastines olfateaban, gruñían o se daban de tarascones por la presa. Cuarenta y tantas carretas toldadas con negruzco y pelado cuero se escalo-naban irregularmente a lo largo de la playa y algunos jinetes con el poncho calado y el lazo prendido al tiento cruzaban por entre ellas al tranco, o reclinados sobre el pescuezo de los caballos echaban ojo indolente sobre uno de aquellos animados grupos, al paso que más arriba, en el aire, un enjambre de gaviotas blanquiazules que habían vuelto de la emigración al olor de carne, revoloteaban cubriendo con su disonante graznido todos los ruidos y voces del matadero y pro-yectando una sombra clara sobre aquel campo de horrible carnice-ría. Esto se notaba al principio de la matanza.

Pero a medida que adelantaba, la perspectiva variaba; los grupos se deshacían, venían a formarse tomando diversas actitudes y se desparramaban corriendo como si en el medio de ellos cayese algu-na bala perdida o asomase la quijada de algún encolerizado mastín. Esto era, que inter el carnicero en un grupo descuartizaba a golpe de hacha, colgaba en otro los cuartos en los ganchos a su carreta, despellejaba en este, sacaba el sebo en aquel, de entre la chusma que ojeaba y aguardaba la presa de achura salía de cuando en cuando una mugrienta mano a dar un tarazón con el cuchillo al sebo o a los cuartos de la res, lo que originaba gritos y explosión de cólera del carnicero y el continuo hervidero de los grupos, dichos y gritería desacompasada de los muchachos.

–Ahí se mete el sebo en las tetas, la tía –gritaba uno. –Aquel lo escondió en el alzapón –replicaba la negra. –¡Che!, negra bruja, salí de aquí antes de que te pegue un tajo –ex-

clamaba el carnicero.

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–¿Qué le hago, ño Juan? ¡No sea malo! Yo no quiero sino la panza y las tripas.

–Son para esa bruja: a la m... –¡A la bruja! ¡A la bruja! –repitieron los muchachos–: ¡Se lleva la

riñonada y el tongorí! Y cayeron sobre su cabeza sendos cuajos de sangre y tremendas

pelotas de barro. Hacia otra parte, entretanto, dos africanas llevaban arrastrando

las entrañas de un animal; allá una mulata se alejaba con un ovillo de tripas y resbalando de repente sobre un charco de sangre, caía a plomo, cubriendo con su cuerpo la codiciada presa. Acullá se veían acurrucadas en hilera cuatrocientas negras destejiendo sobre las faldas el ovillo y arrancando uno a uno los sebitos que el avaro cu-chillo del carnicero había dejado en la tripa como rezagados, al paso que otras vaciaban panzas y vejigas y las henchían de aire de sus pulmones para depositar en ellas, luego de secas, la achura.

Varios muchachos gambeteando a pie y a caballo se daban de veji-gazos o se tiraban bolas de carne, desparramando con ellas y su al-gazara la nube de gaviotas que columpiándose en el aire celebraban chillando la matanza. Oíanse a menudo, a pesar del veto del Restaurador y de la santidad del día, palabras inmundas y obscenas, vociferaciones preñadas de todo el cinismo bestial que caracteriza a la chusma de nuestros mataderos, con las cuales no quiero regalar a los lectores.

De repente caía un bofe sangriento sobre la cabeza de alguno, que de allí pasaba a la de otro, hasta que algún deforme mastín lo hacía buena presa, y una cuadrilla de otros, por si estrujo o no estrujo, armaba una tremenda de gruñidos y mordiscones. Alguna tía vieja salía furiosa en persecución de un muchacho que le había embadur-nado el rostro con sangre, y acudiendo a sus gritos y puteadas los compañeros del rapaz, la rodeaban y azuzaban como los perros al toro y llovían sobre ella zoquetes de carne, bolas de estiércol, con groseras carcajadas y gritos frecuentes, hasta que el juez mandaba restablecer el orden y despejar el campo.

Por un lado dos muchachos se adiestraban en el manejo del cuchi-llo tirándose horrendos tajos y reveses; por otro cuatro ya adoles-

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“... hasta que algún deforme mastín lo hacía buena presa...”

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centes ventilaban a cuchilladas el derecho a una tripa gorda y un mondongo que habían robado a un carnicero; y no de ellos distante, porción de perros flacos ya de la forzosa abstinencia, empleaban el mismo medio para saber quién se llevaría un hígado envuelto en barro. Simulacro en pequeño era este del modo bárbaro con que se ventilan en nuestro país las cuestiones y los derechos individuales y sociales. En fin, la escena que se representaba en el matadero era para vista, no para escrita.

Un animal había quedado en los corrales, de corta y ancha cerviz, de mirar fiero, sobre cuyos órganos genitales no estaban conformes los pareceres porque tenía apariencias de toro y de novillo. Llegole su hora. Dos enlazadores a caballo penetraron al corral, en cuyo contorno hervía la chusma a pie, a caballo y horquetada sobre sus ñudosos palos. Formaban en la puerta el más grotesco y sobresa-liente grupo varios pialadores y enlazadores de a pie con el brazo desnudo y armado del certero lazo, la cabeza cubierta con un pa-ñuelo punzó y chaleco y chiripá colorado, teniendo a sus espaldas varios jinetes y espectadores de ojo escrutador y anhelante.

El animal, prendido ya al lazo por las astas, bramaba echando espuma furibundo y no había demonio que lo hiciera salir del pega-joso barro donde estaba como clavado y era imposible pialarlo. Gritábanle, lo azuzaban en vano con las mantas y pañuelos los mu-chachos prendidos sobre las horquetas del corral, y era de oír la disonante batahola de silbidos, palmadas y voces tiples y roncas que se desprendía de aquella singular orquesta.

Los dicharachos, las exclamaciones chistosas y obscenas rodaban de boca en boca y cada cual hacía alarde espontáneamente de su ingenio y de su agudeza excitado por el espectáculo o picado por el aguijón de alguna lengua locuaz.

–Hi de p... en el toro. –Al diablo los torunos del Azul. –Mal haya el tropero que nos da gato por liebre. –Si es novillo. –¿No está viendo que es toro viejo? –Como toro le ha de quedar. ¡Muéstreme los c... si le parece, c...o!

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–Ahí los tiene entre las piernas. No los ve, amigo, más grandes que la cabeza de su castaño; ¿o se ha quedado ciego en el camino?

–Su madre sería la ciega, pues que tal hijo ha parido. ¿No ve que todo ese bulto es barro?

–Es emperrado y arisco como un unitario –y al oír esta mágica palabra todos a una voz exclamaron: ¡Mueran los salvajes unitarios!

–Para el tuerto los h... –Sí, para el tuerto, que es hombre de c... para pelear con los unitarios. –El matahambre a Matasiete, degollador de unitarios. ¡Viva

Matasiete! –¡A Matasiete el matahambre! –Allá va –gritó una voz ronca, interrumpiendo aquellos desahogos

de la cobardía feroz–. ¡Allá va el toro! –¡Alerta! ¡Guarda los de la puerta! ¡Allá va furioso como un demonio! Y en efecto, el animal acosado por los gritos y sobre todo por dos

picanas agudas que le espoleaban la cola, sintiendo flojo el lazo, arre-metió bufando a la puerta, lanzando a entrambos lados una rojiza y fosfórica mirada. Diole el tirón el enlazador sentando su caballo, desprendió el lazo del asta, crujió por el aire un áspero zumbido y al mismo tiempo se vio rodar desde lo alto de una horqueta del corral, como si un golpe de hacha la hubiese dividido a cercén, una cabeza de niño cuyo tronco permaneció inmóvil sobre su caballo de palo, lanzando por cada arteria un largo chorro de sangre.

–Se cortó el lazo –gritaron unos–: ¡allá va el toro! Pero otros, deslumbrados y atónitos, guardaron silencio, porque

todo fue como un relámpago.Desparramose un tanto el grupo de la puerta. Una parte se agolpó

sobre la cabeza y el cadáver palpitante del muchacho degollado por el lazo, manifestando horror en su atónito semblante, y la otra par-te, compuesta de jinetes que no vieron la catástrofe, se escurrió en distintas direcciones en pos del toro, vociferando y gritando:

–¡Allá va el toro! ¡Atajen! ¡Guarda! –¡Enlaza, Siete Pelos! –¡Que te agarra, botija! –¡Va furioso; no se le pongan delante!

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–¡Ataja, ataja, morado! –¡Dele espuela al mancarrón! –Ya se metió en la calle sola. –¡Que lo ataje el diablo! El tropel y vocifería era infernal. Unas cuantas negras achuradoras,

sentadas en hilera al borde del zanjón, oyendo el tumulto se acogieron y agazaparon entre las panzas y tripas que desenredaban y devanaban con la paciencia de Penélope, lo que sin duda las salvó, porque el animal lanzó al mirarlas un bufido aterrador, dio un brinco sesgado y siguió adelante perseguido por los jinetes. Cuentan que una de ellas se fue de cámaras; otra rezó diez salves en dos minutos, y dos prometieron a San Benito no volver jamás a aquellos malditos corrales y abandonar el oficio de achuradoras. No se sabe si cumplieron la promesa.

El toro entretanto tomó hacia la ciudad por una larga y angosta calle que parte de la punta más aguda del rectángulo anteriormen-

“... como si un golpe de hacha la hubiese dividido a cercén,una cabeza de niño cuyo tronco permaneció inmóvil...”

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te descripto, calle encerrada por una zanja y un cerco de tunas, que llaman sola por no tener más de dos casas laterales, y en cuyo apo-zado centro había un profundo pantano que tomaba de zanja a zan-ja. Cierto inglés, de vuelta de su saladero, vadeaba este pantano a la sazón, paso a paso, en un caballo algo arisco, y sin duda iba tan ab-sorto en sus cálculos que no oyó el tropel de jinetes ni la gritería sino cuando el toro arremetía al pantano. Azorose de repente su caballo dando un brinco al sesgo y echó a correr dejando al pobre hombre hundido media vara en el fango. Este accidente, sin embar-go, no detuvo ni refrenó la carrera de los perseguidores del toro, antes al contrario, soltando carcajadas sarcásticas:

–Se amoló el gringo; levántate, gringo –exclamaron, y cruzando el pantano amasaron con barro bajo las patas de sus caballos su miserable cuerpo. Salió el gringo, como pudo, después a la orilla, más con la apariencia de un demonio tostado por las llamas del infierno que un hombre blanco pelirrubio. Más adelante, al grito de ¡al toro, al toro!, cuatro negras achuradoras que se retiraban con su presa se zambulleron en la zanja llena de agua, único refugio que les quedaba.

El animal, entretanto, después de haber corrido unas veinte cuadras en distintas direcciones azorando con su presencia a todo viviente, se metió por la tranquera de una quinta donde halló su perdición. Aunque cansado, manifestaba bríos y colérico ceño; pero rodeábalo una zanja profunda y un tupido cerco de pitas, y no había escape. Juntáronse luego sus perseguidores que se hallaban desbandados y resolvieron llevarlo en un señuelo de bueyes para que expiase su atentado en el lugar mismo donde lo había cometido.

Una hora después de su fuga el toro estaba otra vez en el matadero donde la poca chusma que había quedado no hablaba sino de sus fe-chorías. La aventura del gringo en el pantano excitaba principalmen-te la risa y el sarcasmo. Del niño degollado por el lazo no quedaba sino un charco de sangre: su cadáver estaba en el cementerio.

Enlazaron muy luego por las astas al animal que brincaba hacien-do hincapié y lanzando roncos bramidos. Echáronle uno, dos, tres piales, pero infructuosos; al cuarto quedó prendido en una pata: su

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brío y su furia redoblaron; su lengua, estirándose convulsiva, arro-jaba espuma, su nariz humo, sus ojos miradas encendidas.

–¡Desjarreten ese animal! –exclamó una voz imperiosa. Matasiete se tiró al punto del caballo, cortole el garrón de una cuchillada y gambeteando en torno de él con su enorme daga en mano, se la hun-dió al cabo hasta el puño en la garganta, mostrándola en seguida humeante y roja a los espectadores. Brotó un torrente de la herida, exhaló algunos bramidos roncos, vaciló y cayó el soberbio animal entre los gritos de la chusma que proclamaba a Matasiete vencedor y le adjudicaba en premio el matambre. Matasiete extendió, como orgulloso, por segunda vez el brazo y el cuchillo ensangrentado y se agachó a desollarlo con otros compañeros.

Faltaba que resolver la duda sobre los órganos genitales del muer-to, clasificado provisoriamente de toro por su indomable fiereza; pero estaban todos tan fatigados de la larga tarea que la echaron por lo pronto en olvido. Mas de repente una voz ruda exclamó:

–Aquí están los huevos –sacando de la barriga del animal y mos-trando a los espectadores, dos enormes testículos, signo inequívoco de su dignidad de toro. La risa y la charla fue grande; todos los inci-dentes desgraciados pudieron fácilmente explicarse. Un toro en el matadero era cosa muy rara, y aun vedada. Aquel, según reglas de buena policía, debió arrojarse a los perros; pero había tanta escasez de carne y tantos hambrientos en la población, que el señor Juez tuvo a bien hacer ojo lerdo.

En dos por tres estuvo desollado, descuartizado y colgado en la carreta el maldito toro. Matasiete colocó el matambre bajo el pellón de su recado y se preparaba a partir. La matanza estaba concluida a las doce, y la poca chusma que había presenciado hasta el fin, se retiraba en grupos de a pie y de a caballo, o tirando a la cincha algu-nas carretas cargadas de carne.

Mas de repente la ronca voz de un carnicero gritó: –¡Allí viene un unitario! –y al oír tan significativa palabra toda aque-

lla chusma se detuvo como herida de una impresión subitánea. –¿No le ven la patilla en forma de U? No trae divisa en el fraque ni

luto en el sombrero.

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–Perro unitario. –Es un cajetilla. –Monta en silla como los gringos. –La mazorca con él.–¡La tijera! –Es preciso sobarlo. –Trae pistoleras por pintar. –Todos estos cajetillas unitarios son pintores como el diablo. –¿A que no te le animas, Matasiete? –¿A que no? –A que sí. Matasiete era hombre de pocas palabras y de mucha acción.

Tratándose de violencia, de agilidad, de destreza en el hacha, el cu-chillo o el caballo, no hablaba y obraba. Lo habían picado: prendió la espuela a su caballo y se lanzó a brida suelta al encuentro del unitario.

Era este un joven como de veinticinco años, de gallarda y bien apuesta persona, que mientras salían en borbotón de aquellas des-aforadas bocas las anteriores exclamaciones trotaba hacia Barracas, muy ajeno de temer peligro alguno. Notando, empero, las significa-tivas miradas de aquel grupo de dogos de matadero, echa maquinal-mente la diestra sobre las pistoleras de su silla inglesa, cuando una pechada al sesgo del caballo de Matasiete lo arroja de los lomos del suyo tendiéndolo a la distancia boca arriba y sin movimiento alguno.

–¡Viva Matasiete! –exclamó toda aquella chusma cayendo en tropel sobre la víctima como los caranchos rapaces sobre la osamenta de un buey devorado por el tigre.

Atolondrado todavía el joven, fue, lanzando una mirada de fuego sobre aquellos hombres feroces, hacia su caballo que permanecía inmóvil no muy distante, a buscar en sus pistolas el desagravio y la venganza. Matasiete dando un salto le salió al encuentro y con for-nido brazo asiéndolo de la corbata lo tendió en el suelo tirando al mismo tiempo la daga de la cintura y llevándola a su garganta.

Una tremenda carcajada y un nuevo viva estentóreo volvió a vito-rearlo.

¡Qué nobleza de alma! ¡Qué bravura en los federales! Siempre en pandillas cayendo como buitres sobre la víctima inerte.

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–Degüéllalo, Matasiete: quiso sacar las pistolas. Degüéllalo como al toro.

–Pícaro unitario. Es preciso tusarlo.–Tiene buen pescuezo para el violín. –Tócale el violín.–Mejor es la resbalosa. –Probemos –dijo Matasiete y empezó sonriendo a pasar el filo de

su daga por la garganta del caído, mientras con la rodilla izquierda le comprimía el pecho y con la siniestra mano le sujetaba por los cabellos.

–No, no lo degüellen –exclamó de lejos la voz imponente del Juez del matadero que se acercaba a caballo.

–A la casilla con él, a la casilla. Preparen la mazorca y las tijeras. ¡Mueran los salvajes unitarios! ¡Viva el Restaurador de las Leyes!

–¡Viva Matasiete!–¡Mueran! ¡Vivan! –repitieron en coro los espectadores y atándolo

codo con codo, entre moquetes y tirones, entre vociferaciones e injurias, arrastraron al infeliz joven al banco del tormento como los sayones al Cristo.

La sala de la casilla tenía en su centro una grande y fornida mesa de la cual no salían los vasos de bebida y los naipes sino para dar lugar a las ejecuciones y torturas de los sayones federales del mata-dero. Notábase además en un rincón otra mesa chica con recado de escribir y un cuaderno de apuntes y porción de sillas entre las que resaltaba un sillón de brazos destinado para el Juez. Un hombre, soldado en apariencia, sentado en una de ellas, cantaba al son de la guitarra la resbalosa, tonada de inmensa popularidad entre los fe-derales, cuando la chusma llegando en tropel al corredor de la casi-lla lanzó a empellones al joven unitario hacia el centro de la sala.

–A ti te toca la resbalosa –gritó uno. –Encomienda tu alma al diablo. –Está furioso como toro montaraz. –Ya le amansará el palo. –Es preciso sobarlo. –Por ahora verga y tijera.

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“Un hombre, soldado en apariencia, sentado en unade ellas, cantaba al son de la guitarra la resbalosa...”

–Si no, la vela. –Mejor será la mazorca. –Silencio y sentarse –exclamó el Juez dejándose caer sobre su sillón.

Todos obedecieron, mientras el joven de pie encarando al juez ex-clamó con voz preñada de indignación:

–Infames sayones, ¿qué intentan hacer de mí? –¡Calma! –dijo sonriendo el Juez–. No hay que encolerizarse. Ya lo

verás. El joven, en efecto, estaba fuera de sí de cólera. Todo su cuerpo

parecía estar en convulsión. Su pálido y amoratado rostro, su voz, su labio trémulo, mostraban el movimiento convulsivo de su corazón,

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la agitación de sus nervios. Sus ojos de fuego parecían salirse de las órbitas, su negro y lacio cabello se levantaba erizado. Su cuello des-nudo y la pechera de su camisa dejaban entrever el latido violento de sus arterias y la respiración anhelante de sus pulmones.

–¿Tiemblas? –le dijo el Juez. –De rabia porque no puedo sofocarte entre mis brazos. –¿Tendrías fuerza y valor para eso? –Tengo de sobra voluntad y coraje para ti, infame. –A ver las tijeras de tusar mi caballo: túsenlo a la federala. Dos hombres le asieron, uno de la ligadura del brazo, otro de la

cabeza, y en un minuto cortáronle la patilla que poblaba toda su barba por bajo, con risa estrepitosa de sus espectadores.

–A ver –dijo el Juez–, un vaso de agua para que se refresque. –Uno de hiel te haría yo beber, infame. Un negro petiso púsosele al punto delante con un vaso de agua en

la mano. Diole el joven un puntapié en el brazo y el vaso fue a estre-llarse en el techo, salpicando el asombrado rostro de los espectadores.

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–Este es incorregible. –Ya lo domaremos. –Silencio –dijo el Juez–, ya estás afeitado a la federala, solo te falta

el bigote. Cuidado con olvidarlo. Ahora vamos a cuentas. ¿Por qué no traes divisa?

–Porque no quiero. –¿No sabes que lo manda el Restaurador? –La librea es para vosotros, esclavos, no para los hombres libres. –A los libres se les hace llevar a la fuerza. –Sí, la fuerza y la violencia bestial. Esas son vuestras armas, infames.

El lobo, el tigre, la pantera también son fuertes como vosotros. Deberíais andar como ellas en cuatro patas.

–¿No temes que el tigre te despedace? –Lo prefiero a que maniatado me arranquen como el cuervo, una

a una las entrañas.–¿Por qué no llevas luto en el sombrero por la heroína? –Porque lo llevo en el corazón por la Patria, por la Patria que voso-

tros habéis asesinado, ¡infames! –¿No sabes que así lo dispuso el Restaurador? –Lo dispusisteis vosotros, esclavos, para lisonjear el orgullo de

vuestro señor y tributarle vasallaje infame. –¡Insolente! Te has embravecido mucho. Te haré cortar la lengua

si chistas. –Abajo los calzones a ese mentecato cajetilla y a nalga pelada den-

le verga, bien atado sobre la mesa. Apenas articuló esto el Juez, cuatro sayones salpicados de sangre

suspendieron al joven y lo tendieron largo a largo sobre la mesa comprimiéndole todos sus miembros.

–Primero degollarme que desnudarme, infame canalla. Atáronle un pañuelo a la boca y empezaron a tironear sus vestidos.

Encogíase el joven, pateaba, hacía rechinar los dientes. Tomaban ora sus miembros la flexibilidad del junco, ora la dureza del fierro y su espina dorsal era el eje de un movimiento parecido al de la serpien-te. Gotas de sudor fluían por su rostro grandes como perlas; echaban fuego sus pupilas, su boca espuma, y las venas de su cuello y frente

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negreaban en relieve sobre su blanco cutis como si estuvieran re-pletas de sangre.

–Átenlo primero –exclamó el Juez. –Está rugiendo de rabia –articuló un sayón. En un momento liaron sus piernas en ángulo a los cuatro pies de la

mesa volcando su cuerpo boca abajo. Era preciso hacer igual operación con las manos, para lo cual soltaron las ataduras que las comprimían en la espalda. Sintiéndolas libres el joven, por un movimiento brusco en el cual pareció agotarse toda su fuerza y vitalidad, se incorporó primero sobre sus brazos, después sobre sus rodillas y se desplomó al momento murmurando:

–Primero degollarme que desnudarme, infame canalla. Sus fuerzas se habían agotado. Inmediatamente quedó atado en cruz

y empezaron la obra de desnudarlo. Entonces un torrente de sangre brotó borbolloneando de la boca y las narices del joven, y extendién-dose empezó a caer a chorros por entrambos lados de la mesa. Los sayones quedaron inmóviles y los espectadores estupefactos.

–Reventó de rabia el salvaje unitario –dijo uno.–Tenía un río de sangre en las venas –articuló otro. –Pobre diablo: queríamos únicamente divertirnos con él y tomó la

cosa demasiado a lo serio –exclamó el Juez frunciendo el ceño de tigre–. Es preciso dar parte, desátenlo y vamos.

Verificaron la orden; echaron llave a la puerta y en un momento se escurrió la chusma en pos del caballo del Juez cabizbajo y taciturno.

Los federales habían dado fin a una de sus innumerables proezas. En aquel tiempo los carniceros degolladores del matadero eran los

apóstoles que propagaban a verga y puñal la federación rosina, y no es difícil imaginarse qué federación saldría de sus cabezas y cuchi-llas. Llamaban ellos salvaje unitario, conforme a la jerga inventada por el Restaurador, patrón de la cofradía, a todo el que no era dego-llador, carnicero, ni salvaje, ni ladrón; a todo hombre decente y de corazón bien puesto, a todo patriota ilustrado amigo de las luces y de la libertad; y por el suceso anterior puede verse a las claras que el foco de la federación estaba en el matadero. ◊

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¿CAPTURAR?MARTINIANO LEGUIZAMÓN

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F ue allá, por el año 50 y pico, en Entre Ríos, después de termina-do el período de la guerra civil, cuando el vencedor de Caseros

descansaba de las largas y penosas campañas en su palacio de San José, que asoma aún sus largas techumbres dominando los montes ribereños del Gualeguaychú.

En el grupo de soldados de la guardia permanente, se contaba un lindo chino –guapo como las armas, según el pintoresco símil de la lengua vernácula–, el cual gozaba de esa intimación singular que el general Justo José de Urquiza consagró para siempre a todos sus subordinados que se habían distinguido con algún rasgo saliente de coraje; era una especie de culto al valor que se enorgullecía en exal-tar entre sus altivos veteranos.

Se llamaba José Flores y era hombre de toda confianza de su anti-guo jefe, quien, en prenda de especial distinción, le había confiado el cuidado de los caballos de su silla.

Aquello era una granjería, una prebenda extraordinaria, una espe-cie de varita mágica que abría todas las puertas, que vencía todos los obstáculos, despertando enconadas ojerizas en las filas de sus antiguos camaradas.

Flores lo sabía; sentía hervir a su alrededor las murmuraciones que atizaba la envidia, y para encelar más a sus émulos, usaba y abusaba de las preferencias cariñosas del superior, armando frecuentes ca-morras en las pulperías o apagando las velas en los bailecitos del campamento en cuanto se le subía la caña a la cabeza.

Pero de ahí no se pasaba: disipados los vapores alcohólicos, volvía a ser el soldado alegre, travieso y resignado de todos los tiempos.

- MARTINIANO LEGUIZAMÓN -

¿CAPTURAR?

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Sin embargo, aconteció que una noche, bajo la locura que le pro-ducía la bebida, se le antojó ir a visitar a su prenda allá en el rancho solitario, oculto como un nido entre los algarrobales de Montiel.

Y como no era hombre de andar trepidando cuando se le metía entre ceja y ceja una idea, ensilló el mejor flete de la tropilla –un rosillo de sobrepaso, el crédito del general– y lo enderezó con rum-bo al pago lejano.

Sabedor Urquiza, al día siguiente, de la desaparición misteriosa del soldado y la falta de su caballo, comprendió de lo que se trataba y sin dar mayor importancia al suceso, dijo a uno de los ayudantes de servicio:

–Flores se ha ido a ver a la china. Escríbale al jefe político de X... ¡pa-ra que lo prendan, y que me remitan con todo cuidado a mi rosillo, no!

El oficial, apremiado por otro deber, encargó la redacción de la nota a un escribiente, y una vez lista, la firmó, remitiéndola a su destino con un chasque, a raja cincha.

Recibida la comunicación, el jefe se la pasó volando al comisario del distrito donde Flores tenía su rancho, recomendándole: “que se procediera inmediatamente a capturar al desertor por orden de S.E.”.

El comisario –un veterano lleno de méritos y servicios, pero rudo e ignorante– se hizo leer varias veces la orden y como no la enten-diera, aunque barruntando que se trataba de algo muy grave, con la urgencia con que se le mandaba proceder, montó a caballo y se fue en procura del estanciero vecino, un italiano viejo que según contaba, en sus mocedades había cursado estudios como semina-rista y si no cantó misa fue a causa de los ojos tentadores de una primita napolitana que le hizo experimentar en anima vilis la pro-funda sentencia de San Marcos, lanzándolo por esos alegres triga-les de la vida.

Por las precitadas razones era el tal estanciero no solo el más léido y escribido de los alrededores, sino una especie de don Preciso en todos los atolladeros de aquellas sencillas gentes, ¡pues sin más in-vestidura que la del consenso popular resumía en su persona esta curiosísima trinidad, ejerciendo a la vez las funciones de bautizante, de juez y de médico regional!

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Así administraba el bautismo de primera intención y en los casos de muerte para que el anímula del angelito pudiera disfrutar de las venturas paradisíacas, no empleando por de contado sino agua tem-plada para conjurar el mal de los siete días según una cauta dispo-sición de la Asamblea del año 13; fallaba sin apelación como único árbitro las rencillas vecinales, pero sobre todo, donde imperaba co-mo señor absoluto, con homenaje pleno de su admirada grey, era en el ejercicio de la medicación empírica.

¿Quién como él era capaz de curar una picadura de víbora con solo aplicarle unas hojitas de cola de zorro, o hacer dormir a alguna vieja que andaba estorbando con el sahumerio del chamico y de la aluzema, ni curaba las consecuencias de los lances amorosos con gramilla blanca, o limpiaba las nubes de los ojos bañándolos en agua de cardo-santo, las lepras con carqueja, las llagas con palán-palán, los empachos con sauco, ni daba leche a las madres aunque hiciera muchos años que habían dejado de criar haciéndoles mascar raíces de tasi, ni hacía nacer pelo en las calvas más peladas que corral, untándolas con saliva y jugo de penca, ni curaba el mal de corazón con tisanas de flores del aire, ni remozaba a las muchachas presu-midas con polvos de achira conservándoles su ramito de azahares con el amuleto de la vira-vira?

En eso –empleando una locución de la tierra– ¡naides le pisaba el poncho! Y enfermo que tocaba su mano era hombre resucitado, pues solo se iban al hoyo los ya muy dejados de la mano de Dios...

Y no paraban allí los panegiristas, proclamando por el contrario a todos los vientos, los prodigios maravillosos del curandero-brujo, con esa exaltación fanática y obscura que encontrará eterno pábu-lo en la credulidad de las masas.

Los éxtasis reveladores del destino, esa necesidad premiosa de la divina ilusión para las almas sedientas de ensueño y de esperanza, tan magistralmente pintada por Zola en el caso reciente de la encantado-ra mademoiselle Couëdon que agolpa a las puertas de su modesta casita, en pleno París, multitudes inacabables, ¿no son el mejor justi-ficativo del crédito romancesco con que la superstición de aquellos pobres campesinos había encumbrado la fama del extraño personaje?

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Era natural, pues, que a él acudiera el afligido comisario a fin de que lo endilgara con sus luces en tan apurado trance.

El hombre recorrió gravemente el pliego y se quedó silencioso, meditando breve rato; después, como si resolviera en la memoria cosas muy lejanas, exclamó dialogando consigo mismo:

–¿Capturar?...–Sí... eso es, no hay duda alguna... ¡caput... y tollo, tollere!Luego, con el aire de perfecta certidumbre con que Champollion

descifraría el obscuro simbolismo de un petroglyfo y Bopp o Grimm el contenido de un papiro en sánscrito, confió al oído de su interpe-lante lo que significaba esa misteriosa palabra.

El militar frunció el ceño en muda protesta ante la misión que se le confiaba; titubeó algunos instantes con gesto de rebelión interior, pero al fin concluyó por encogerse de hombros argumentando por toda disculpa:

–El que es mandao, no es culpao. ¡Y que cargue con el guacho el que está arriba!...

Esa madrugada, con todo sigilo, cayó al rancho de Flores, pren-diéndole sin resistencia alguna; y apurado por despachar la desa-gradable comisión, le dijo:

–Traigo orden del general pa capturarlo por desertor, por lo tanto, amigo, despídase de su compañera, pues, contra toda mi voluntá, no puedo dejar de cumplir lo que me mandan.

Flores, contando confiadamente en el cariño de Urquiza, exclamó sonriendo:

–¡No ponga cara de dijunto, capitán! Bah; don Justo me meterá pre-so, después de pegarme unos cuantos gritos, pero eso no aujerea el cuero; y en cuanto se le pase el enojo me dará unos rialitos pa los vicios. El viejo es ansina, con nosotros... ¡truena al ñudo, pero no llueve!

Y consolando a su afligida mujercita, terció el poncho sobre los hombros y adelantándose con voz resuelta:

–Vamos, cuando guste, mi capitán.Se pusieron a marcha llevándolo atado codo con codo, y al vadear

un arroyito que corría lento y callado en un bajo, a pocas cuadras del rancho, el oficial se detuvo y dirigiéndose al sargento:

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–Aquí nomás –le ordenó.Lo bajaron entonces, lo pusieron boca abajo, y diciéndole: –¡Que Dios lo perdone, hermano! –el sargento sacó el cuchillo ¡y lo

degolló!...A la noche, una carretilla cubierta con un cuero y custodiada por

dos milicianos, se detenía frente a la puerta del edificio de la policía; el sargento se adelantó e hizo entrega al jefe político de la nota don-de el comisario rendía cuenta de la manera como había cumplido la orden de S.E.

Ni un trabucazo en medio del pecho le hubiera causado mayor impresión que una lectura semejante.

El infeliz se mesaba los cabellos, tembloroso, pálido de terror: ¿qué iba a decir el general cuando se le impusiera de aquella barbaridad?... Y el cuadro del calabozo sombrío con una morruda barra de grillos –de esos que en el lenguaje de las prisiones, dicen de las ánimas– se alzó, ante su vista, aterrador.

Pero como el mal ya no tenía remedio, mandó dar sepultura a los restos del infortunado Flores, y, haciendo de tripas corazón, redac-tó un extenso memorial explicativo –cargándole por supuesto la romana al comisario– y acompañando como pieza justificativa del lamentable suceso la carta autógrafa donde se le ordenaba “que in-mediatamente procediera a capturar al desertor”.

Urquiza rompió el voluminoso sobre, imponiéndose con sorpresa colérica de su contenido; gritó, vociferó, y llamando a un joven es-pañol autor del malhadado documento, descargó la tempestad de ira que lo dominaba, diciéndole con voces entrecortadas que resta-llaban como latigazos:

–¡Zonzo... ñato... galleguillo!... ¿quién lo mete a emplear términos cultos con esos bárbaros?... Escríbales que se presenten inmediata-mente –y murmurando–: ¡Matarme uno del Estrella!... ¡Pobre chino... tan bravo y buen soldado! –Se alejó lentamente con los puños apre-tados, iracundo, hasta ocultarse en los senderos enarenados del huerto, bajo las verdes arboledas que se arqueaban con el peso de los duraznos de dorada pelusa y de las granadas que abrían al sol del estío sus entrañas de color rubí.

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“... se mesaba los cabellos, tembloroso, pálido de terror...”

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Cuando a los pocos días se le avisó que el jefe político, el comisario y el curandero habían llegado y deseaban hablarle, no quiso recibir-los, ordenando que les pusieran una barra de grillos, y los mandó procesar.

Comprobada su inocencia tras largos meses de prisión, salieron en libertad y calculando que ya se le habría pasado el enojo solicitaron verlo.

Los recibió de pie, con el gesto adusto, chispeando en sus hermo-sos ojos leonados aquella mirada inquietante que pocos resistían, y cuando terminaron de balbucir sus excusas, les entregó diez onzas para lutos de la infeliz viuda, y echándoles una dura reprimenda los despidió.

–Son ignorantes... ¡hum!... No hay que andarles con muchos latines... pero guapos y leales... y ¿quién le pone cascabel al gato? –decía rien-do una noche el general en su tertulia de mus ante un grupo de amigos, a quienes refería el salvaje y estupendo lapsus etimológico del latinista montielero. ◊

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¡A MUERTE!MANUEL PRADO

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Y o no sé cómo diablos había podido desertar aquel infeliz Cayuta.Inútil, maturrango, tonto, verdadera víctima de un teniente al-

calde jujeño, estaba en el regimiento como podía estar en Pekín: porque lo llevaron.

Ensillaba el caballo colocando el lomillo debajo de la jerga, en el lomo limpio del animal, y ponía el freno en la boca del bruto, porque alguien, tal vez, le dijo que no era la cola su sitio.

La mula peor del rodeo era para Cayuta; para él era la tumba sucia, la última piltrafa de la ración. Lo apostaban de centinela, y apenas el relevo se alejaba unos pasos, caía dormido, rendido por el tremendo cansancio de la jornada.

En la marcha al río Negro, viéndolo ir sobre el caballo, como un fardo mal atado a la cangalla, más de una vez lo miré con lástima profunda.

No murmuraba jamás, y sin embargo lo apaleaban siempre.El pobre era, de veras, tan absolutamente inútil, que nunca se pu-

do conseguir que pasara una sola revista sin llevar castigo.Cuando sobraba trapo, a Cayuta habían de faltarle las camisas.Por la mañana se le entregaban los cien cartuchos que debía llevar

en el municionero, y a la tarde, al preguntarle por ellos, enseñaba el morral descosido en un lado y decía, con su tonada jujeña:

–Si lo e perdío.–¿Y cómo ha perdido usted la munición, so pícaro? –interrogaba el

cabo. Cayuta ya no hablaba más. Una mueca era su respuesta, mueca que

bien interpretada hubiera detenido la autoridad del superior.

- MANUEL PRADO -

¡A MUERTE!

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Sin embargo, el cabo creía que aquella sonrisa de idiota era puro cinismo y desvergüenza.

–¡Diez palos a Cayuta!Y el pobre jujeño, encorvado, mordiendo el labio por temor de que

un lamento que dejara escapar redoblase la pena, ponía la espalda, aguantaba mansamente la paliza, entraba luego al calabozo y se de-jaba caer como un saco de basura, sobre la manta patria, a la que iba a confiar sus penas, empapándola con el llanto que tal vez, cuando nadie lo miraba, dejaba caer por la tostada mejilla al recordar la choza jujeña, la mujercita que dejó pobre y desnuda, los hijitos, que no pudo besar siquiera cuando el alcalde fue a sacarlo del rancho, sin motivo, sin causa, sin otro objeto que el de reemplazar al peón de Zenarruza, que había sido destinado por bribón.

Otras veces, cuando le tocaba estar de guardia, olvidaba el núme-ro que tenía y hacía centinela por cualquiera que tocándole el turno le dijera al ser llamado:

–Te nombran, Cayuta.–¿A mí?–¿Y si no a quién, no sos el 8?–¿Io? Io no sé...–Movete, que te van a garrotear.Y el infeliz, trabándose en el sable, batiendo de frío los dientes,

débil, allá iba como un borrego, sin saber a qué ni a dónde.A poco de haber llegado a Choele-Choel la división, Cayuta faltó a

una lista. Se le buscó en el campamento: no estaba.Pasó la segunda lista, luego la tercera; y por último no hubo más

que inscribirlo en el libro de novedades con la nota de desertor.Nadie creía en la deserción de aquel desgraciado; según la opinión

general debía haberse ahogado en el río.¿Adónde iría, desertado, el pobre Cayuta?Pasaron los días, hasta que uno, hallándonos acampados en “Río

Muerto”, volvió una comisión de recorrer el campo trayendo a Cayuta, que había sido hallado a pie, rumbeando al Colorado, flaco, aniqui-lado, enfermo de hambre y de fatiga.

Fue entregado a la guardia; y al ir a copiar la orden general, cuál no

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sería la sorpresa nuestra al ver que se nombraba un consejo de gue-rra verbal para juzgar al desertor.

Nos parecía aquello un sueño. Es verdad que la deserción es un crimen militar castigado con la

pena capital en las circunstancias en que desertó Cayuta; pero este infeliz, ¿era acaso un soldado?

Ante la ordenanza rígida y severa lo era completo.Ante nosotros, hombres al fin, no era más que un pobre diablo,

demasiado castigado con tenerlo lejos de su tierra, alejado de la co-ya que recordaba con dolor profundo.

El consejo se reunió y falló.Zelarrayán, defensor de Cayuta, hizo prodigios por salvarlo; pero

todo inútil.Veinticuatro horas después de la llegada de Cayuta al campamen-

to, entraba el pobre en capilla y oía, como había vivido, sin protestar, sin mover los labios siquiera, la sentencia fatal.

Al día siguiente, a las diez de la mañana, iba a ser fusilado al frente de la división.

Zelarrayán fue a verlo, por última vez, a ofrecerse como oficial y como hombre, y lo encontró sentado en el suelo, cruzadas las piernas a lo turco, fumando, impasible en la apariencia; pero con el alma en Jujuy, en el ranchito, en los hijitos, en las breñas donde, cuando niño, corría detrás de los chivatos, sin penas, libre, inocente, sin vislumbrar el banquillo que lo esperaba.

¡Pobre Cayuta!Nada quería para él –dijo a su defensor– ni siquiera el indulto. Solo

deseaba que se le escribiera a su familia diciéndole cómo había muer-to, mandando la bendición a sus hijitos, un abrazo a la compañera... y nada más.

Sonrió como sonreía siempre, sin expresar pena ni contento, cuan-do Zelarrayán quiso conformarlo haciéndole creer en la posibilidad del perdón.

¿Para qué quería la vida el infeliz aquel?La muerte era su redentora, su descanso supremo, su anhelo, el deseo

ardiente, que tal vez sintió en la existencia de bestia que había llevado.

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La justicia de los hombres quería infligirle el último castigo, sin pensar que la pena era un bien para aquel hombre.

¿Qué son cuatro tiros para un desgraciado como Cayuta?La muerte puede llevar la desesperación al alma del joven que sue-

ña todavía con placeres y alegrías inefables; pero el corazón de un

“¿Qué son cuatro tiros para un desgraciado como Cayuta?”

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pobre condenado a vivir como esclavo de esclavos, no puede sentir miedo en el instante supremo de cruzar la línea que separa el mun-do finito de la eternidad.

Grande era, sin duda, el poder de la ley que iba a quitarle lo que solo Dios puede dar; ¿pero acaso esa ley podría impedir que el alma del paria subiese al cielo?

¿No era el coronel Villegas quien firmaba el cúmplase al pie de la sentencia pronunciada por el consejo de guerra?

¡Y bien!Jueces y jefes, jóvenes y viejos, cuantos quedaban, tendrían que

llevar todavía hasta que el destino se cumpliera la pesada armazón del esqueleto.

Cayuta, el infeliz, el condenado, al día siguiente sería más feliz que todos.

Lo matarían –estaba escrito–, ¿pero acaso matarlo no era redimirlo?¡Oh la ley!Cuando cree que ha dictado la sentencia más horrible contra el

hombre, escribiendo en el Código la pena capital, el condenado son-ríe; mide a su juez con la mirada, y parece como que le quisiera preguntar: “¿Y después?”.

¡Después, nada!Un cadáver, un hoyo para enterrarlo y una gota de sangre más

manchando la conciencia humana.

Eran las nueve y media de la mañana.La división había formado cuadro para asistir a la ejecución del

desertor.La tropa silenciosa, triste, esperaba descansando sobre las armas.En medio del cuadro, a caballo, el jefe nombrado para mandar las

fuerzas.El trompa de órdenes toca atención.Óyese la voz de:–Al hombro... ¡Ar!Aparece en un ángulo del cuadro el ayudante Conde al frente de

los sargentos del Regimiento 3°.Se toca bando y el ayudante pronuncia la forma de ordenanza.

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–“Por la patria y por la ley, pena de la vida al que pida por el reo”.Repiten el bando las cornetas, y la misma formalidad se lleva a

cabo en cada uno de los frentes del cuadro.Retírase el ayudante con su escolta y entonces el trompa indica a

las bandas de los cuerpos marcha regular.–¡Cuadroo! –manda el jefe–. ¡Presenten las armas!Llega el reo, custodiado por la guardia de capilla, se dirige al fren-

te de su regimiento, se arrodilla al pie de la bandera y oye por última vez la sentencia que va a cumplirse.

Llenado este requisito, se levanta y marcha a hincarse de nuevo frente al piquete de ejecución.

Un soldado le venda la vista.Un instante de imponente silencio sobreviene y...–¡Fuego!Óyese la descarga, desplómase el cuerpo de la víctima, y en segui-

da el jefe de las tropas se hace oír:–¡Cuadroo! Por mitades a la derecha en columna. A sus cuarteles,

redoblado. ¡Mar!Y al son de tambores y cornetas se desfila por delante del cadáver

con vista a la izquierda para verlo bien.Así acabó Cayuta su triste vida.Al pasar delante de su cuerpo no podía evitarse un movimiento de

horror.En la espalda veíanse claramente los agujeros abiertos por las ba-

las al salir, mientras que la chaquetilla, quemada por el fogonazo, dejaba escapar una tenue nubecilla de humo producida por la com-bustión del paño.

Concluido el desfile, ahí no más se abrió un pozo en el suelo y en él cayó para siempre el cuerpo del infeliz sacrificado para satisfacer la ordenanza.

Ni una cruz, ni una señal cualquiera indica la tumba de Cayuta.¡Mejor!Tan solo así podrán sus restos descansar en paz, lejos de la mano

del hombre, del cual en vida solo palos alcanzó. ◊

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AMOR DE LEONAEDUARDO GUTIÉRREZ

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N ada más espléndido que aquella noche de luna en que el aire apenas movía las hojas de sierra de las cortaderas.

Aquel pequeño destacamento compuesto de quince hombres mar-chaba tranquilamente a relevar la guarnición del fortín Vanguardia.

En el destacamento iba el cabo Ledesma, acompañado como siem-pre de su anciana madre, el sargento 1° Carmen Ledesma, que no lo desamparaba un momento.

Mama Carmen, como se la llamaba en el regimiento 2, no tenía sobre la tierra más vínculo que el cabo Ledesma, su último hijo vivo, y en él había reconcentrado el amor de los otros quince, muertos todos en las filas del regimiento.

Y era curioso ver cómo aquel gigante de ébano respetaba a mama Carmen, en su doble autoridad de madre y de sargento.

En sus momentos de mayor irritación y cuando era difícil conte-nerlo, un solo grito del sargento Carmen lo hacía humillar como una criatura.

Aquellos dos seres se amaban con idolatría profunda: ella dividía su vida entre el servicio y el hijo, y él no tenía mayor encanto que las horas tranquilas que pasaba en el toldo de la madre.

En aquella marcha, como siempre, el sargento iba al lado del cabo Ledesma, acariciándolo y alcanzándole un mate que cebaba de a caballo, a cuyo efecto no saltaba nunca al mancarrón sin llevar la pava de agua caliente.

- EDUARDO GUTIÉRREZ -

AMOR DE LEONA

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Todo estaba tranquilo y el piquete marchaba fiado en aquella tran-quilidad del campo que indicaba no haber gente en las cercanías.

Al bajar un médano de los muchos que hay por aquellos parajes, se sintió un inmenso alarido, y el piquete se vio envuelto por un grupo de más de cien indios, que sin dar tiempo a nada cargaron sobre los soldados con salvaje brío.

Acababan de caer en una emboscada hábilmente tendida.Soldados viejos y aguerridos pronto volvieron del primer asombro, y

bajo las puntas de las lanzas que evitaban como podían, obedecieron la voz del oficial, que les mandaba echar pie a tierra y cargar las carabinas.

El momento era solemne; casi todos los soldados habían sido he-ridos más o menos levemente, cuando sonaron los primeros tiros.

El piquete había formado un grupo compacto en disposición de poder atender a todos los lados, y hacían un fuego graneado que algo contuvo en el principio a los indios. Pero comprendiendo que esto era su pérdida irremisible, mientras más tiempo se sostuvieran los soldados, cargaron con terrible violencia.

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Un grito inmenso se escuchó a la derecha del grupo, grito terri-blemente conmovedor que acusaba la desesperación del que lo había dado.

Era mama Carmen, a cuyo lado acababan de dar dos lanzazos de muerte a su hijo Ángel.

La negra arrancó a su hijo el cuchillo de la cintura, y como una leona saltó sobre los indios, a uno de los cuales había agarrado la lanza.

Este desató de su cintura las boleadoras y cargó sobre la negra, a golpe seguro.

Aquella lucha fue corta y tremenda.La negra, huyendo la cabeza a la bola del indio, se había resbalado

por la lanza hasta tenerlo al alcance de la mano.Entonces le había saltado al cuello, sin darle tiempo a usar de la

bola.

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El salvaje se había abrazado de la negra y había soltado lanza y bolas, para buscar en la cintura el cuchillo, arma más positiva para el momento apurado de la lucha cuerpo a cuerpo.

Se puede decir que indios y cristianos dejaron de luchar un mo-mento, embargados por aquel espectáculo tremendo.

Indio y negra, formando un solo cuerpo que se debatía en contor-siones desesperadas, habían rodado al suelo.

Ambos se buscaban el corazón.A los pocos segundos se escuchó algo como un rugido y se vio a la

negra desprenderse del grupo y ponerse en pie, mientras el indio quedaba en el suelo, perfectamente inmóvil: el puñal de la negra le había partido el corazón.

Mama Carmen volvió al lado del cabo Ledesma, que agonizaba.El fuego continuó unos minutos más, causando a los indios algunas

bajas, que los hicieron retirarse abandonando la empresa de cautivar al piquete.

Toda persecución era imposible, pues el piquete tenía cuatro he-ridos graves, y el cabo Ledesma, que expiró pocos minutos después sobre el regazo de mama Carmen.

La pobre negra miró a su hijo con un amor infinito, le cerró los ojos y sin decir una palabra lo acomodó sobre el caballo, ayudada por dos soldados.

Enseguida, y siempre en su terrible silencio, se acercó al indio que ella había muerto y con tranquilidad aparente le cortó la cabeza, que ató a la cola del caballo donde estaba atravesado su hijo.

E incorporándose al piquete, regresó al campamento con su triste carga y su sangriento trofeo.

A la siguiente noche y a la derecha del campamento, se veía una mujer que, sable al hombro, paseaba en un espacio de dos varas cuadradas.

Era el sargento Carmen Ledesma, que hacía la guardia de honor al cabo Ángel Ledesma, enterrado allí. ◊

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DEAR LOLAÁLVARO ABÓS

SEÑORES Y SEÑORASY

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S eñores y señoras: tengan ustedes la completa seguridad de que quien les habla no es ningún improvisado en el tema de la pre-

sente conferencia. Muy por el contrario, pueden ustedes confiar en que, dentro de su humildad. Tachar. Pueden ustedes estar seguros de que, modestia aparte, quien les habla conoce el tema. Y ese co-nocimiento no proviene de puras especulaciones teóricas o de sa-beres adquiridos en otro lado que no sea la pura experiencia. La experiencia, señores y señoras, es la verdadera madre del saber. El saber es hijo del estudio. El vicio es el padre del ocio. Tachar todo desde experiencia. La experiencia, señores y señoras, y el trabajo constante y la aplicación y la responsabilidad es lo único que funda-menta el éxito de nuestro trabajo. Porque el nuestro, debo apresu-rarme a afirmarlo y lo haré con todo el énfasis que ustedes han de permitirme, es un trabajo delicado, más aún, delicadísimo. Lo nues-tro, señores, tiene mucho de cirujano. Y lo digo por la finura, por la delicadeza, por el toque justo, por el movimiento perfectamente coordinado. La importancia de la tarea bien hecha. No todos lo ven así. Eso debemos reconocerlo. Muchos, desgraciadamente, están tirando abajo nuestro prestigio. Y eso es lamentable. Porque, señores, debo decirlo de una buena vez. Existe más de uno, sí señores, sí lo digo y lo repito. Tachar. No debo exaltarme ni alzar la voz.

El hombre tenía una jarra de agua y una copa sobre la mesa. Con la vista recorrió un imaginario auditorio, escrutando las caras del público fantasmal.

“Más de uno ha quedado, después, amigo. Esto le ha pasado al que les habla. Quedar amigo. Porque ¿qué debe entenderse por amigo?

SEÑORES Y SEÑORAS

- ÁLVARO ABÓS -

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Acaso, ¿no es alguien por el que se siente algo? ¿Un sentimiento? ¿Odio? No, odio, no, de ninguna manera, eso es un error, odio. Si ustedes me lo permiten, intentaré explicarlo. Con el consentimien-to de ustedes, intentaré explicarlo. Esto. Cuando él viene, cuando a él lo traen, ya está directamente destrozado y aún no le tocaron un pelo. ¿Y saben ustedes por qué sucede esto, señores? Porque todo es una cuestión mental. Es puramente mental. Y ustedes pueden compararlo, aunque nada tenga que ver, con la acupuntura china, esa ciencia milenaria. Lo nuestro es parecido. Encontrar el punto exacto. El momento preciso. La situación adecuada. El receptor ma-duro para que reaccione como se pretende. El estímulo es lo de menos. Los chinos usan un pequeño pinchazo. Nosotros... Es men-tal. Señores: si ustedes quieren saber lo que es esto exactamente imagínense que deben ir al dentista. Usted, amigo mío, cierra los ojos, escucha el torno y aunque el dentista le toque las encías con una pluma de paloma, usted pega un salto hasta el techo. Por eso, señores, cuando lo traen, ya llega destrozado, por lo que ha pensa-do, por lo que le contaron, por lo que imaginó y le puedo asegurar que todo eso no es cuento. Para él, cada palabra, cada recuerdo es como una puñalada. Para él ese es el peor momento. Cuando lo traen. Es como si a ustedes los fueran a operar. ¿Qué piensan cuan-do están por aplicarles la anestesia? ¿Y si no se despiertan? ¿Y si el cirujano se equivoca? ¿Y si durante la operación les viene un paro cardíaco? Les ponen la anestesia, la realidad se va borrando y ese es el peor momento. Esto, señores y señoras, esto es igual. Cuando lo traen. En un momento es capaz de vivir todo lo que va a suceder-le durante horas. Y entonces, enloquece de miedo. Y entonces, ¿sa-ben ustedes lo que hace?”

Una sombra pareció atormentar el rostro del hombre. Llevó su mano crispada a la frente. Luego, levantó la mirada y la clavó en algún punto distante. Yo no podía dejar de mirarlo fascinado.

“Se concentra, aprieta los puños, se pone hecho una piedra. Se pone duro. Pero aguanta. Tengan en cuenta que la cosa aún no ha empezado. Estamos él y yo. ¡Y él es un bloque hermético, un acora-zado humano! Mirándome fijo pero sin verme, porque está concen-

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trado. Apretando los ojos para no verme. Resistiendo ya. En ese mo-mento yo, si quiero, lo mando salir, lo dejo ir. Sin haberlo tocado. Sin decirle una palabra. ¡Y él se iría destrozado! Destrozado. Se destrozó él mismo. Se lo imaginó todo, las peores cosas. Ya las vivió en su cabeza. Pero, señores, perdonen ustedes que a veces las divagaciones me alejen del tema central de estas mal hilvanadas palabras. Vuelvo a la situación que les estaba relatando. Él y yo solos. Dos extraños. Él, cerrado, aislado, petrificado. Imagínense que empiezo a hablarle. Le quiero dar un cigarrillo. Nada. Cuento la historia de mi vida. Le describo la muerte de mi madre. Como si le hablara a una estatua. Puedo regalarle dinero. Puedo hacer cualquier cosa y nada. Yo no existo. ¿Y saben por qué no existo? Porque él no me ve, no me oye. Solo ve y oye lo que se imagina. Lo que le va a pasar. Entonces co-mienzo a trabajar. Trabajo. En la forma en la que yo lo hago. ¿Él? Nada. ¿Sufrimiento? ¿Dolor? Señores, permítanme ustedes que les pregun-te una cosa. ¿Nunca les dolió el estómago? ¿Nunca sufrieron retor-tijones? ¿Nunca les dolió la cabeza y le dijeron a sus mujeres que no podían más? ¿Cuántas veces, jugando al fútbol, recibieron un pelo-tazo en el bajo vientre? ¿Cuántas veces se dieron con el martillo en un dedo? El dolor, el dolor, señores, ¿qué es el dolor? Las cosas, que-ridos amigos, son muy relativas, de todo se hace demasiada historia y yo, permítanme ustedes el atrevimiento que me tomo al decirles esto, yo, de las palabras ya estoy cansado. Yo, a él lo trabajo. Y él, entonces, sale de su coraza. Porque en ese momento deja de pensar. Se le vacía la cabeza. Mejor dicho, comienza a pensar en otra cosa, en el momento en que todo vaya a terminar, en que yo diga basta. Pero ya es distinto. Ya existo, ahora, para él. Ya somos dos. Yo y él. Ya no puede quedarse encerrado. Tiene que mirarme, tiene que sen-tirme, tiene que estar pendiente de mí. Pensando en mí. En su ca-beza, él piensa: ahora va a terminar. Por mí, ¿me comprenden uste-des? Ahora, él no va a seguir más. Todo por mí, ¿se dan cuenta us-tedes? Él se ocupa de mí, existe para mí. Me pide que termine. Aunque no hable, aunque no lo diga con palabras. Me lo está pidiendo, me lo está suplicando en su cabeza. Es algo que no puede ocultar, es como si dibujase las palabras en el aire. Antes, yo no existía. Ahora, solo

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existo yo para él. Y en ese momento, yo termino. De pronto, el náu-frago ve el humo del barco a lo lejos. ¿Comprenden lo que es ese momento? De pronto, al condenado a muerte le llega la noticia: in-dulto. La vida, la esperanza. Yo termino y él se da cuenta. ¿Saben ustedes lo que es eso?”

El hombre hizo una pausa. Levantó la vista un momento. Cerró los ojos como si invocase a una inspiración huidiza. Con la mano dibujó un gesto circular. Vertió agua en la copa y se mojó los labios.

“Quizá piensen ustedes en el estado en que se encuentra. No, se-ñores, eso no tiene ninguna importancia. Es suficiente con que le quede en los ojos una pequeña chispa. Si habré vivido ese momento, señores míos, queridos amigos que en esta tarde comparten conmi-go estos momentos de perdurable. Tachar. Queridos amigos que han tenido a bien compartir estas confidencias. Ese momento, amigos, es sublime. Y perdónenme que emplee palabras que nunca me han gustado. En ese momento estamos tan cerca uno del otro. En ese momento siento en él... agradecimiento, cariño, emoción. Al fin y al cabo no fue tan tremendo. Y terminó. Puedo asegurarles que en ese momento yo, que conozco la dicha de ser padre, me siento hacia él como un padre... aunque él sea mucho mayor que yo. Veo esa mira-da húmeda, esa sensación caliente, ese temblor. Hay veces en que casi no lo soporto, porque yo, señoras y señores, aquí donde me ven, y perdonen el atrevimiento, yo soy muy sensible. Sí, en ese momen-to él y yo somos amigos. Si le doy un cigarrillo no va a mirarme como si yo no existiera, si le hablo va a escucharme, hemos dejado de ser extraños. Somos dos prójimos, dos –y lo repito aunque ustedes, se-ñores y señoras, les sorprenda y se sonrían– dos amigos. Y les pue-do asegurar una cosa. Sensaciones como esta no sé si habrá muchas. Nada más. Sensaciones semejantes no afirmaría que fueran nume-rosas. Nada más. Sensaciones así, señores y señoras, puedo asegu-rarles que no abundan. He dicho”.

“Veo esa mirada húmeda, esa sensación caliente,ese temblor. Hay veces en que casi no lo soporto...”

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El hombre desconectó el aparato. Se levantó. Inclinándose hacia delante, doblándose como un muñeco mecánico, ensayó una reve-rencia. En sus oídos parecían resonar imaginarios aplausos, cerrados, densos como un trueno. El hombre juntó sus notas, se secó la trans-piración, se ciñó el reloj en la muñeca, miró a un costado y a otro, como si saludara a alguien con leves movimientos de cabeza. Murmuró:

–Cuando tengo que pronunciar una conferencia, me gusta ir bien preparado.

Y dicho esto, se dirigió hasta mí, que lo había escuchado sentado en aquella silla, las manos y los pies atados, una mordaza en la boca, él y yo solos en la habitación, uno frente al otro. Se dirigió hacia mí, encendió la fuerte luz que caía directamente sobre mis ojos, cegán-dome. Y tomando en sus manos el instrumento punzante se acercó a mí, se acercó, se acercó, mientras yo lo miraba con espanto. ◊

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D ear Lola: ¿cómo estás my sweet love, mi florecilla, mi tierno pá-jaro? Hazme acordar cuando todo ese extraño infierno en el que

me encuentro desde hace ¿cuántos días?, ¿dos, cuatro, diez?, oh, no puedo recordarlo, hazme acordar, mi dulce Lola, consuelo de mis últimos días, hazme acordar que maldiga para siempre el día en que acepté este condenado viaje a este condenado país cuyo nombre ni siquiera conozco, sobre el cual no entiendo nada y que solo me des-pierta deseos de acostarme con... ¿qué?, ¿acaso pensabas otra cosa my pretty girl?, acostarme con una botella y dejarme arrullar por tu recuerdo. ¿Qué estoy haciendo aquí, Lola? ¿Qué es esto? Sí, veo tus suaves manos doradas acariciando mi cabeza, tu voz nombrándome mientras reposo mi cuerpo cansado en tu regazo, como después del Ebro, de Dunkerque, de Corea, de Dien Bien Phu, del infierno verde al norte del Mekong. Soy J. Seymour. Big Joe, el más grande corres-ponsal de guerra vivo, el periodista legendario, el único que bebió chinchón con Miaja en la Ciudad Universitaria, que entró en París con Leclerc y ordenó las primeras ostras de la liberación al maître del Ritz, el que desembarcó en el Granma con Fidel, el que se tiró en paracaí-das en territorio liberado por los viet. Para contárselo a sus lectores. Big Joe. ¿Acaso crees, my darling, que todo esto me da alguna satis-facción? ¿Sabes lo único que pensé durante todo el viaje, ese inter-minable viaje desde que el avión despegó del Kennedy hasta que lle-gamos a este país? (pero ¿qué país es este, Lola?, no puedo recordar su nombre). ¿En qué pensé? En la cantidad de botellas que podría comprar con los cien mil dólares que la cadena de cuarenta y nueve

DEAR LOLA

- ÁLVARO ABÓS -

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diarios, coast to coast, de New York a Frisco, me pagará por la serie de artículos sobre la guerilla en este rincón del sur. En el buen viejo brandy y en retirarme a morir en mi ranch de Iowa, encerrado con las botellas y contigo, mi dulce Lola, como los ancianos cherokes se retiraban a la cima de la montaña cuando sentían que les llegaba la muerte, para esperar el fin cerca del sol, solos con sus viejas armas de guerra. En eso pensaba desde que me senté en el avión y cuando la hostess –oh, dios, ya sabes lo que pienso, cómo puedo olvidar lo que son tus ojos, tu pelo negro, tu carne, viendo esa muñequita de celuloide transparente– me ofreció una copa, la miré fijo y no nece-sitó nada más... Al momento estaba de vuelta con una botella. Luego serían muchas más. Hay dos cosas que nunca he podido hacer: el amor con dos mujeres y beber solo. Por eso comencé a charlar con mi ve-cino de asiento. Un tipo descolorido, seguramente un representante de alguna fábrica de aceros laminados, o de rulemanes para tractores, ya sabes, el típico yanqui insulso, apenas me acuerdo que su apellido era Smith o Smither. Pero lo necesitaba para beber con alguien (a veces soy un poco brusco, ya conoces mi carácter, baby, creo que el tipo era en realidad abstemio o algo así, quizá fuera un cuáquero).

Darling, ¿sabes cuántas veces he cumplido el maldito ritual de ajus-tarme los cinturones, cuántos cientos y cientos de veces he sentido el empujón del despegue y del aterrizaje? Mi madre debe haberme parido en un avión. En un avión he hecho casi todo lo que puede hacerse; pelear a navajazos en medio de una tormenta, el amor en el lavabo, he tenido un ataque al corazón. Así pues, allí estaba, my sweet mexican girl, viajando de nuevo hacia un podrido país desconocido donde la gente se mataba, preguntándome qué he estado haciendo toda mi vida sino viajar hacia lugares donde la gente se estaba ma-tando y bebiendo una botella tras otra y complaciéndome en aquel sueño remoto: retirarme con mis botellas y mi muchacha al ranch de Iowa hasta el momento de reventar. Pero mientras, hablaba, porque tampoco he podido nunca, lo sabes bien, my Lola, beber en silencio. Y le hablaba ¿de qué? ¿de cuando entramos en Ciudad de México con las tropas de Zapata y el general se miraba en el espejo de pared y sacaba la pistola creyendo que era un enemigo, porque nunca en su

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vida se había visto entero en un espejo? ¿O cuando Durruti decidió terminar con los maricas en el frente de Aragón y entró en el vagón donde acampaba la compañía del barrio chino de Barcelona, solo y con su ametralladora y nunca más hubo maricas en su columna? O de alguna otra cosa más, darling, todas las que he visto y he contado tantas veces y le hablaba a aquel descolorido yanqui a mi lado y le hacía beber y a partir de cierto punto fue poniéndose gris y deslizán-dose hacia abajo en el asiento. Cuando llegamos, había caído del todo, estaba acurrucado en el suelo, medio oculto por el asiento como una almohada arrugada y por más que le di unas palmadas no se movió. Entonces, qué remedio, lo dejé y bajé del avión. Y allí comenzó esta extraña confusión, porque cuando pasé el control de pasaportes, había dos hombres esperándome. Me cuesta recordar los hechos porque durante el viaje había tenido mucha sed. Los aviones me dan sed. Pero también me dan sed los aeropuertos. Y los países descono-cidos. Y los aeropuertos desiertos a la madrugada como aquel, lige-ramente destartalado, del que solo recuerdo a esos dos hombres que parecían estar esperándome. Hay algunas cosas confusas, empezan-do por mi cabeza y por los jirones de memoria que conservo de esa noche. ¿Por qué, honey, aquellos hombres me esperaban? ¿Quiénes eran? ¿Por qué se empeñaban en llamarme míster Smith? ¿Qué más recuerdo de aquella noche? Las caras duras, morenas, inexpresivas de mis acompañantes mientras corríamos presumiblemente hacia la ciudad por una ruta desierta y fantasmal, en un automóvil verde con sirena. El pequeño bigote recortado que les adornaba el rostro cua-drado mientras viajábamos hacia la ciudad lejana, los dos hombres –uno en el asiento de atrás, conmigo, el otro al volante– acaso, pensé, empleados del hotel donde me alojaría, algún sistema de recepción de extranjeros. El señor Smith (pero ¿quién era el señor Smith?) y tres o cuatro ametralladoras en el asiento de adelante, junto al conductor. A la salida del aeropuerto atravesamos un cordón de soldados con uniforme de combate, trincheras hechas con sacos de arena y armas apuntando hacia la espesura de la noche.

Aquí me tienes, sweet love, J. Big Joe Seymour, el más grande repor-ter y corresponsal de guerra del siglo, horadando la noche hacia una

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ciudad desconocida para escribir un gran reportaje sobre los guerri-lleros en un país del confín del continente, mirando hacia la negrura de la noche, hacia ese paisaje lunar, junto a los hombres morenos, gentiles y fríos, impenetrables como ídolos de piedra tras sus delgados bigotes negros, armados con feroces ametralladoras y piloteando un poderoso carro americano color verde acerado con sirena y llamán-dome mister Smith y hablándome, con su fría cortesía, de la agencia (¿de la Agencia?). Luego entramos en la ciudad dormida. Una larga costanera bordeaba un quieto río marrón cuyo horizonte se perdía más allá de las miradas. Y seguramente eso fue lo último, Lola my love, la imagen de aquel mar pantanoso brillando en la luminosidad de la noche húmeda, lo último que hubo en mi cabeza confundida antes de perderme en el sueño para ir a morir a Iowa con mi botella en la mano y mi cuerpo cansado en tu regazo, mamacita india, dulce.

Cuando desperté me dolía atrozmente la cabeza. Despatarrado en la cama del hotel, sin saber qué día ni qué hora era. Lo primero que vi fue la misma cara del pequeño bigote recortado (ayer, ¿eran uno o dos?) que me decía:

–Don Smith, estoy a su disposición. Los jefes del servicio lo están esperando.

Pero al mismo tiempo también vi en la mesa de luz una botella a medio llenar y si hay algo que necesito al despertarme es un buen trago. Por lo tanto, ¿qué podía haber hecho sino llevármela a la boca? En medio de la espantosa lucidez del despertar tuve tiempo de de-cirme: ¿qué estoy haciendo aquí?, ¿por quién me toma este individuo? y otras tantas preguntas tranquilizantes que a veces aparecen como un destello en medio de la niebla y recordando que debía escribir un reportaje sobre aquel maldito país cuyo nombre no podía recordar, del cual, además, no sabía nada, tuve en medio del atroz estallido de mi cabeza, un fugaz memento de satisfacción. ¿Por qué no iniciar así las cosas? ¿Por qué no dejarme llevar por aquella farsa? Y, en conse-cuencia, seguí prendido a la botella salvadora.

“...junto a los hombres morenos, gentiles y fríos, impenetrables como ídolos de piedra tras sus delgados bigotes negros...”

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Después, Lola darling, es de nuevo la confusión, algunas idas y venidas, y el asunto de aquel camión de ganado. Estaba de nuevo en el auto verde, corriendo por las calles como un rayo con la estriden-te sirena abriendo paso, las ametralladoras en el asiento, el radiote-léfono al lado del volante, sonando sin pausa y mis dos (ahora eran de nuevo dos) fieles guardianes-guías con sus caras de cartón piedra. Fue entonces que uno de ellos me habló:

–Don Smith, usted podrá ver el asunto del camión frigorífico.

Mientras el otro, afanosamente, hablaba por la radio del coche.–Algo notable lo del camión frigorífico. Quién sabe si usted vio

nada igual.–Mi amigo, he visto muchas cosas en mi vida –reflexioné por decir

algo mientras trataba de atisbar por la ventanilla del coche. Era otra vez de noche.

–Ya lo creo que habrá visto. Pero esta idea no sé si la conocerá. Es algo muy interesante.

–¿Sí? ¿Y cómo es?–Se deja el camión en plena calle. Abierto, ¿me comprende?–Se deja el camión abierto. ¿Y por qué abierto?–Para que la gente que pase lo vea. Un camión frigorífico con las

puertas de la cámara abiertas de par en par.Yo seguía mirando por la ventanilla, tratando de apresar las imá-

genes fugaces de la ciudad desapareciendo detrás del coche que avanzaba a toda velocidad. Aquello parecía una ciudad abandonada, como si al paso de la sirena ensordecedora la vida se ocultase.

–Y adentro del camión, ¿qué se lleva? –pregunté.–Pero ¿usted nunca vio un camión frigorífico? Vaya a saber cómo

se llama en su país, don Smith. Un camión frigorífico es un camión con una cámara helada y con ganchos donde van colgadas las reses. Del matadero a las carnicerías, don Smith, ¿me entiende, ahora? ¿No le parece interesante?

Una y otra vez mi cerebro me martilleaba. ¿Qué estoy haciendo aquí? Soy J. Seymour y mis reportajes sobre Indochina hicieron tam-balear a algún gobierno. Yo estaba en el avión que arrojó la bomba

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en Hiroshima. Yo fui hecho prisionero en Vietnam y sobreviví para contarlo. Por suerte tenía mi petaca de whisky.

–Nunca me interesó el comercio de carnes.–Usted sí que es gracioso, don Smith. Qué gringo lindo. Pero ha-

blando en serio. El camión queda abierto y la gente se para y mira para adentro. Cuando ve lo que hay, ¡sale corriendo! En unas horas, hasta que lo retiran, lo ve mucha gente. Y después lo sabe toda la ciudad. No es necesario que la prensa lo publique.

El coche frenó bruscamente. Un semicírculo de coches verdes, todos iguales, iluminaban con sus focos, al costado de un camino, a un camión enorme y blanco. Oscuras siluetas (¿hombres armados?) se movían en el círculo de sombra que rodeaba aquel escenario ab-surdamente iluminado. El hombre del pequeño bigote negro, con una sonrisa triste de lacayo, se inclinó ceremoniosamente y me abrió la puerta del coche. Con extraños, rígidos movimientos me indicó el camino para acercarme al camión. Un enorme camión blanco con las puertas de su caja abiertas de par en par y el interior también iluminado. Me acerqué lentamente, precedido por mi guía. Me aso-mé al interior y entonces, Lola my love, mi muchachita linda, vi aque-llo: en cada uno de los veinte ganchos no había reses, Lola, sino cuerpos humanos, muertos, desnudos, y el color lívido y violeta de la carne y el rojo oscuro de la sangre, veinte cadáveres colgando. Y el frasco no tenía más whisky. ◊

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LA REFALOSAHILARIO ASCASUBI

JOSÉ HERNÁNDEZ

FIERRO Y LA CAUTIVAY

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Aquel bravo compañeroen mis brazos espiró;hombre que tanto sirvió,varón que fue tan prudente,por humano y por valienteen el desierto murió.

Y yo, con mis propias manos,yo mesmo lo sepulté;a Dios por su alma rogué,de dolor el pecho lleno,y humedeció aquel terrenoel llanto que redamé.

Cumplí con mi obligación;no hay falta de que me acuse,ni deber de que me escuse,aunque de dolor sucumba:allá señala su tumbauna cruz que yo le puse.

Andaba de toldo en toldoy todo me fastidiaba;

el pesar me dominaba,y entregao al sentimiento,se me hacía cada momentooir a Cruz que me llamaba.

Cual más, cual menos, los criollossaben lo que es amargura;en mi triste desventurano encontraba otro consueloque ir a tirarme en el sueloal lao de su sepoltura.

Allí pasaba las horas sin haber naides conmigo teniendo a Dios por testigo,y mis pensamientos fijosen mi mujer y mis hijos,en mi pago y en mi amigo.

Privado de tantos bienesy perdido en tierra ajenaparece que se encadenael tiempo y que no pasara,

FIERRO Y LA CAUTIVA

- JOSÉ HERNÁNDEZ -

(FRAGMENTO DE LA VUELTA DE MARTÍN FIERRO)

VII

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como si el sol se pararaa contemplar tanta pena.

Sin saber qué hacer de míy entregado a mi aflición,estando allí una ocasión,del lado que venía el vientooí unos tristes lamentosque llamaron mi atención.

No son raros los quejidosen los toldos del salvaje,pues aquel es bandalajedonde no se arregla nadasinó a lanza y puñalada,a bolazos y a coraje.

No preciso juramento,deben crerle a Martín Fierro:he visto en ese destierroa un salvaje que se irritadegollar una chinitay tirársela a los perros.

He presenciado martirios,he visto muchas crueldades,crímenes y atrocidadesque el cristiano no imagina;pues ni el indio ni la chinasabe lo que son piedades.

Quise curiosiar los llantosque llegaban hasta mí;al punto me dirigíal lugar de ande venían.

¡Me horroriza todavíael cuadro que descubrí!

Era una infeliz mujerque estaba de sangre llena,y como una Madalenalloraba con toda gana;conocí que era cristianay esto me dio mayor pena.

Cauteloso me acerquéa un indio que estaba al lao,porque el pampa es desconfiao siempre de todo cristiano, y vi que tenía en la mano el rebenque ensangrentao.

Más tarde supe por ella,de manera positiva,que dentró una comitivade pampas a su partido,mataron a su maridoy la llevaron cautiva.

En tan dura servidumbrehacían dos años que estaba; un hijito que llevaba a su lado lo tenía;la china la aborrecía tratándola como esclava.

Deseaba para escaparse hacer una tentativa,

VIII

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pues a la infeliz cautivanaides la va a redimir, y allí tiene que sufrir el tormento mientras viva.

Aquella china perversa, dende el punto que llegó,crueldá y orgullo mostró porque el indio era valiente; usaba un collar de dientes de cristianos que él mató.

La mandaba trabajar,poniendo cerca a su hijito, tiritando y dando gritos por la mañana temprano, atado de pies y manos lo mesmo que un corderito.

Ansí le imponía tareade juntar leña y sembrarviendo a su hijito llorar;y hasta que no terminaba,la china no la dejabaque le diera de mamar.

Cuando no tenían trabajola emprestaban a otra china.“Naides”, decía, “se imaginani es capaz de presumircuánto tiene que sufrirla infeliz que está cautiva”.

Si ven crecido a su hijito,como de piedá no entienden,

y a súplicas nunca atienden,cuando no es este es el otro,se lo quitan y lo vendeno lo cambian por un potro.

En la crianza de los suyosson bárbaros por demás;no lo había visto jamás;en una tabla los atan,los crían ansí, y les achatanla cabeza por detrás.

Aunque esto parezca estraño,ninguno lo ponga en duda:entre aquella gente ruda,en su bárbara torpeza,es gala que la cabezase les forme puntiaguda.

Aquella china malvadaque tanto la aborrecíaempezó a decir un día,porque falleció una hermana,que sin duda la cristianale había echado brujería.

El indio la sacó al campo y la empezó a amenazar: que le había de confesar si la brujería era cierta;o que la iba a castigar hasta que quedara muerta.

Llora la pobre afligidapero el indio en su rigor

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le arrebató con furoral hijo de entre sus brazos, y del primer rebencazo la hizo crujir de dolor.

Que aquel salvaje tan cruel azotándola seguía;más y más se enfurecía cuanto más la castigaba, y la infeliz se atajabalos golpes como podía.

Que le gritó muy furioso:“Confechando no querés”;la dio vuelta de un revés, y por colmar su amargura, a su tierna criatura se la degolló a los pies.

“Es incréible”, me decía,“que tanta fiereza esista;no habrá madre que resista;aquel salvaje inclemente

“... sollozando me lo dijo, / ‘me amarró luego las manos / con las tripitas de mi hijo’ ”.

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cometió tranquilamenteaquel crimen a mi vista”.

Esos horrores tremendos no los inventa el cristiano: “ese bárbaro inhumano”, sollozando me lo dijo,“me amarró luego las manos con las tripitas de mi hijo”.

De ella fueron los lamentos que en mi soledá escuché; en cuanto al punto lleguéquedé enterado de todo; al mirarla de aquel modo ni un istante tutubié.

Toda cubierta de sangre,aquella infeliz cautivatenía dende abajo arriba la marca de los lazazos; sus trapos hechos pedazos mostraban la carne viva.

Alzó los ojos al cieloen sus lágrimas bañada; tenía las manos atadas; su tormento estaba claro; y me clavó una mirada como pidiéndome amparo.

Yo no sé lo que pasóen mi pecho en ese istante;

estaba el indio arrogantecon una cara feroz:para entendernos los dosla mirada fue bastante.

Pegó un brinco como gato y me ganó la distancia;aprovechó esa ganancia como fiera cazadora,desató las boliadoras y aguardó con vigilancia.

Aunque yo iba de curioso y no por buscar contienda,al pingo le até la rienda,eché mano, dende luego, a este que no yerra fuego,y ya se armó la tremenda.

El peligro en que me hallaba al momento conocí;nos mantuvimos ansí,me miraba y lo miraba; yo al indio le desconfiaba y él me desconfiaba a mí.

Se debe ser precavidocuando el indio se agazape: en esa postura el tape vale por cuatro o por cinco: como el tigre es para el brinco y fácil que a uno lo atrape.

Peligro era atropellary era peligro el juir,

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y más peligro seguiresperando de este modo,pues otros podían veniry carniarme allí entre todos.

A juerza de precaución muchas veces he salvado, pues en un trance apurado es mortal cualquier descuido;si Cruz hubiera vivido no habría tenido cuidado.

Un hombre junto con otro en valor y en juerza crece, el temor desaparece,escapa de cualquier trampa: entre dos, no digo a un pampa, a la tribu si se ofrece.

En tamaña incertidumbre, en trance tan apurado,no podía, por de contado,escaparme de otra suerte, sinó dando al indio muerte o quedando allí estirado.

Y como el tiempo pasabay aquel asunto me urgía, viendo que él no se movía, me fui medio de soslayo como a agarrarle el caballo a ver si se me venía.

Ansí fue, no aguardó más,y me atropelló el salvaje;

es preciso que se atajequien con el indio pelée;el miedo de verse a pieaumentaba su coraje.

En la dentrada no más me largó un par de bolazos: uno me tocó en un brazo; si me da bien me lo quiebra,pues las bolas son de piedra y vienen como balazo.

A la primer puñalada el pampa se hizo un ovillo: era el salvaje más pilloque he visto en mis correrías, y, a más de las picardías, arisco para el cuchillo.

Las bolas las manejaba aquel bruto con destreza,las recogía con presteza y me las volvía a largar, haciéndomelas silbar arriba de la cabeza.

Aquel indio, como todos,era cauteloso... ¡ahijuna! áhi me valió la fortunade que peliando se apotra:me amenazaba con una y me largaba con otra.

Me sucedió una desgraciaen aquel percance amargo:

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en momento que lo cargoy que él reculando va,me enredé en el chiripáy cai tirao largo a largo.

Ni pa encomendarme a Diostiempo el salvaje me dio;cuando en el suelo me viome saltó con ligereza:juntito de la cabezael bolazo retumbó.

Ni por respeto al cuchillodejó el indio de apretarme;allí pretende ultimarmesin dejarme levantar,y no me daba lugarni siquiera a enderezarme.

De balde quiero moverme:aquel indio no me suelta;como persona resuelta,toda mi juerza ejecuto,pero abajo de aquel brutono podía ni darme güelta.

¡Bendito Dios poderoso!,quién te puede comprendercuando a una débil mujerle diste en esa ocasiónla juerza que en un varóntal vez no pudiera haber.

Esa infeliz tan llorosaviendo el peligro se anima;como una flecha se arrimay, olvidando su aflición,le pegó al indio un tirónque me lo sacó de encima.

Ausilio tan generosome libertó del apuro;si no es ella, de siguroque el indio me sacrifica,y mi valor se duplicacon un ejemplo tan puro.

En cuanto me enderecénos volvimos a topar;no se podía descansary me chorriaba el sudor;en un apuro mayorjamás me he vuelto a encontrar.

Tampoco yo le daba alce como deben suponer;se había aumentao mi quehacer para impedir que el brutazo le pegara algún bolazo, de rabia, a aquella mujer.

La bola en manos del indioes terrible, y muy ligera; hace de ella lo que quiera, saltando como una cabra: mudos, sin decir palabra, peliábamos como fieras.

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Aquel duelo en el desiertonunca jamás se me olvida;iba jugando la vidacon tan terrible enemigo,teniendo allí de testigoa una mujer afligida.

Cuanto él más se enfurecía, yo más me empiezo a calmar: mientras no logra matar el indio no se desfoga;al fin le corté una soga y lo empecé aventajar.

Me hizo sonar las costillas de un bolazo aquel maldito;

y al tiempo que le di un gritoy le dentro como bala, pisa el indio y se refala en el cuerpo del chiquito.

Para esplicar el misterio es muy escasa mi cencia:lo castigó, en mi concencia, su Divina Majestá: donde no hay casualidá suele estar la Providencia.

En cuanto trastabilló,más de firme lo cargué, y aunque de nuevo hizo pie lo perdió aquella pisada,

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pues en esa atropellada en dos partes lo corté.

Al sentirse lastimaose puso medio afligido;pero era indio decidido,su valor no se quebranta;le salían de la gargantacomo una especie de aullidos.

Lastimao en la cabeza, la sangre lo enceguecía; de otra herida le salía haciendo un charco ande estaba;con los pies la chapaliaba sin aflojar todavía.

Tres figuras imponentes formábamos aquel terno: ella en su dolor materno,yo con la lengua dejuera,y el salvaje, como fiera disparada del infierno.

Iba conociendo el indio que tocaban a degüello;se le erizaba el cabelloy los ojos revolvía; los labios se le perdían cuando iba a tomar resuello.

En una nueva dentradale pegué un golpe sentido, y al verse ya mal herido, aquel indio furibundo

lanzó un terrible alarido que retumbó como un ruidosi se sacudiera el mundo.

Al fin de tanto lidiar,en el cuchillo lo alcé, en peso lo levantéaquel hijo del desierto,ensartado lo llevé, y allá recién lo largué cuando ya lo sentí muerto.

Me persiné dando gracias de haber salvado la vida;aquella pobre afligida de rodillas en el sueloalzó sus ojos al cielo sollozando dolorida.

Me hinqué también a su ladoa dar gracias a mi santo;en su dolor y quebranto ella, a la madre de Dios, le pide, en su triste llanto, que nos ampare a los dos.

Se alzó con pausa de leonacuando acabó de implorar,y sin dejar de llorarenvolvió en unos trapitoslos pedazos de su hijitoque yo le ayudé a juntar. ◊

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Amenaza de un mazorquero y degollador de los sitiadores de Montevideo, dirigida al gaucho Jacinto Cielo, gacetero y soldado de la Legión Argentina, defensora de aquella plaza.

Mirá, gaucho salvajón, que no pierdo la esperanza,

y no es chanza, de hacerte probar qué cosaes Tin tin y Refalosa.Ahora te diré cómo es: escuchá y no te asustés; que para ustedes es cantomás triste que un viernes santo.

Unitario que agarramoslo estiramos;

o paradito nomás,por atrás,

lo amarran los compañerospor supuesto, mazorqueros,

y ligaocon un maniador doblao, ya queda codo con codo

y desnudito ante todo.¡Salvajón!

Aquí empieza su aflición.

Luego después a los piesesun sobeo en tres dobleces

se le atraca,y queda como una estacalindamente asigurao,

y paraolo tenemos clamoriando;y como medio chanciando

lo pinchamos,y lo que grita, cantamosla Refalosa y Tin tin,

sin violín.

Pero seguimos el sonen la vaina del latón,

que asentamosel cuchillo, y le tantiamoscon las uñas el cogote.¡Brinca el salvaje vilote

que da risa!Cuando algunos en camisa se empiezan a revolcar,

LA REFALOSA

- HILARIO ASCASUBI -

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y a llorar, que es lo que más nos divierte;

de igual suerteque al Presidente le agrada,y larga la carcajada

de alegría, al oír la musiqueríay la broma que le damosal salvaje que amarramos.

Finalmente:cuando creemos conveniente,después que nos divertimosgrandemente, decidimos

que al salvajeel resuello se le ataje;

y a derechaslo agarra uno de las mechas,

mientras otro lo sujeta como a potro

de las patas,que si se mueve es a gatas.

Entretanto, nos clama por cuanto santo

tiene el cielo;pero ahi nomás por consuelo

a su queja:abajito de la oreja, con un puñal bien templao

y afilao,que se llama el quita penas, le atravesamos las venas

del pescuezo.¿Y qué se le hace con eso?

larga sangre que es un gusto,y del susto

entra a revolver los ojos.

¡Ah, hombres flojos!hemos visto algunos de estosque se muerden y hacen gestos,

y visajesque se pelan los salvajes,largando tamaña lengua;y entre nosotros no es mengua

el besarlo,para medio contentarlo.

¡Qué jarana!nos reímos de buena gana

y muy mucho,de ver que hasta les da chucho; y entonces lo desatamos

y soltamos;y lo sabemos pararpara verlo refalar

¡en la sangre!hasta que le da un calambrey se cai a patalear,

y a temblarmuy fiero, hasta que se estirael salvaje; y, lo que espira,

le sacamos una lonja que apreciamos

el sobarla,y de manea gastarla.

De ahi se le cortan orejas,barba, patilla y cejas;

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y pelaolo dejamos arrumbao,para que engorde algún chancho,

o carancho.

Con que ya ves, Salvajón;nadita te ha de pasardespués de hacerte gritar:¡Viva la Federación! ◊

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LOS AUTORES

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Esteban Echeverría (1805-1851), perteneciente a la denominada "Generación del 37", fue uno de los pioneros del romanticismo lite-rario en la Argentina. Realizó estudios universitarios en Francia en-tre 1826 y 1830. En 1832 publicó el poema Elvira y en 1834, Los con-suelos. Participó del Salón Literario de Marcos Sastre, y al ser disuel-to este por Juan Manuel de Rosas, fundó la Asociación de la Joven Generación Argentina. En 1837 publicó el libro Rimas, que contiene el famoso poema La cautiva. En 1840 se exilió en Uruguay, donde formó el grupo Asociación de Mayo. En ese país publicó el Dogma Socialista, examen de la Argentina y propuesta político-social, y el poemario El ángel caído. El matadero fue escrito entre 1838 y 1840 pero se conoció en 1871.

Martiniano Leguizamón (1858-1935) fue escritor, historiador y perio-dista y se constituyó como uno de los intelectuales tradicionalistas más reconocidos desde inicios del siglo XX. Entre sus obras se desta-can Recuerdos de la tierra, Montaraz, Alma nativa y el drama criollo Calandria.

El comandante Manuel Prado (1863-1932) legó en los libros La guerra al malón y Conquista de la pampa sus experiencias de vida y testimonios

Esteban Echeverría

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de hechos históricos. También publicó Instrucción militar y dio nume-rosas conferencias sobre temas militares y relacionados con la lucha contra el indio en las regiones pampeana y patagónica. Ejerció, también, como periodista.

Eduardo Gutiérrez (1851-1889) fue militar, periodista y autor folletines-co. Su creación más conocida es, indudablemente, Juan Moreira, lue-go llevado al teatro, a la radio y al cine. En Croquis y siluetas militares, de donde proviene el relato que se publica aquí, recordó su paso por el ejército en cuadros donde prevalecen el humor y el recuerdo dulce antes que el terror.

Álvaro Abós es narrador y ensayista. Entre sus títulos se destacan El simulacro, ganador en España del Premio Jaén de Novela; Al pie de la letra –sobre el cual Canal (á) ha realizado una serie de televisión–; El tábano; Macedonio Fernández. La biografía imposible y El crimen de Clorinda Sarracán. Ha obtenido el Premio Konex de Biografía 2004. “Señoras y señores” y “Dear Lola” pertenecen a De mala muerte (1986).

José Hernández (1834-1886) fue militar, político, periodista y poeta gau-chesco. En 1872, después de un exilio político en Brasil, escribió El

José Hernández

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gaucho Martín Fierro, edición en forma de folleto. Radicado en Buenos Aires, abrió una librería y en 1879 publicó la segunda parte del famoso poema: La vuelta de Martín Fierro. En 1880 apoyó la federalización de la ciudad de Buenos Aires y fue electo senador provincial. Se dice que propuso el nombre de La Plata a la futura ciudad capital bonaerense. En 1882 publicó Instrucción del estanciero, trabajo con consejos para el desempeño eficaz de la actividad rural. En 1883 revisó la duodécima edición de El gaucho Martín Fierro, que luego comenzó a editarse con la segunda parte como un solo libro, encaminado a ser un clásico de la literatura argentina y obra cumbre de la gauchesca. El 10 de noviem-bre, día de su nacimiento, se festeja en la Argentina el Día de la Tradición.

Hilario Ascasubi (1807-1875) fue militar, periodista y poeta gauchesco. Se exilió en Montevideo durante el gobierno de Rosas y allí produjo buena parte de su obra gauchesca militante, en la forma de cielitos, romances y canciones. Dirigió las revistas El Gaucho en Campaña y El Gaucho Jacinto Cielo y utilizó los seudónimos Paulino Lucero y Aniceto el Gallo. En 1872 editó en tres tomos su obra, dispersa en periódicos y hojas; el último tomo es el poema Santos Vega o Los mellizos de la flor.

Hilario Ascasubi

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ÍNDICE

P · 5 PRÓLOGO

P · 7 EL MATADERO ESTEBAN ECHEVERRÍA

P · 57 SEÑORES Y SEÑORAS y DEAR LOLAÁLVARO ABÓS

P · 51 AMOR DE LEONAEDUARDO GUTIÉRREZ

P · 43 ¡A MUERTE!MANUEL PR ADO

P · 33 ¿CAPTURAR?MARTINIANO LEGUIZAMÓN

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P · 89 LOS AUTORES

P · 73 FIERRO Y LA CAUTIVA y LA REFALOSAJ. HERNÁNDEZ · H. ASCASUBI

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