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ALEJO CARPENTIER Los pasos perdidos

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ALEJOCARPENTIER

Los pasosperdidos

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ALEJO CARPENTIER nació en La Habana en 1904y murió en París en 1980. Aunque en 1921 iniciólos estudios de Arquitectura, pronto los abando-nó para dedicarse al periodismo y a la música. In-tegrado en el llamado Grupo Minorista, en 1924fue nombrado director de la revista Carteles y em-pezó a participar activamente en la vida musicalcubana. En 1927, poco después de colaborar enla fundación de la Revista de Avance, fue encar-celado por motivos políticos. En 1928 se trasladóa París, donde residiría hasta 1939, en que regre-só a Cuba. En 1945 se estableció en Venezuela,donde residió hasta 1959, en que, tras el triunfode la Revolución cubana, volvió a su país. Desde1966 hasta su muerte fue agregado cultural de laEmbajada de Cuba en París. Postulador de la cé-lebre teoría de lo «real maravilloso», Carpentierdesarrolló una vasta obra narrativa en la que des-tacan El reino de este mundo, Guerra del tiempo,El acoso, El siglo de las luces, El recurso del méto-do, Concierto barroco y La consagración de la pri-mavera. En 1977 se le concedió el Premio Cer-vantes.

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CAPITULO PRIMERO

Y tus cielos que están sobre tu cabezaserán de metal; y la tierra que está deba-jo de ti, de hierro. Y palparás al medio-día, como palpa el ciego en la oscuridad.

Deuteronomio, 28-23-28

I

Hacía cuatro años y siete meses que no habíatruelto a ver la casa de columnas blancas, con sufrontón de ceñudas molduras que le daban una se-veridad de palacio de justicia, y ahora, ante mue-bles y trastos colocados en su lugar invariable, teníala casi penosa sensación de que el tiempo se hubie-ra revertido. Cerca del farol, la cortina de colorvino; donde trepaba el rosal, la jaula vacía. Másallá estaban los olmos que yo había ayudado a plan-tar en los días del entusiasmo primero, cuando to-dos colaborábamos en la obra común; junto altronco escamado, el banco de piedra que hice sonara madera de un taconazo. Detrás, el camino del río,con sus magnolias enanas, y la verja enrevesada engarabatos, al estilo de la Nueva Orleáns. Como la pri-mera noche, anduve por el soportal, oyendo la mis-ma resonancia hueca bajo mis pasos y atravesé eljardín para llegar más pronto a donde se movían,en grupos, los esclavos marcados al hierro, las ama-zonas de faldas enrolladas en el brazo y los soldadosheridos, harapientos, mal vendados, esperando suhora en sombras hediondas a mastic, a fieltros vie-jos, a sudor resudado en las mismas levitas. A tiem-

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po salí de la luz, pues sonó el disparo del cazadory un pájaro cayó en escena desde el segundo terciode bambalinas. El miriñaque de mi esposa voló porsobre mi cabeza, pues me hallaba precisamente don-de le tocara entrar, estrechándole el ya angosto paso.Por molestar menos fui a su camerino, y allá eltiempo volvió a coincidir con la fecha, pues las co-sas bien pregonaban que cuatro años y siete mesesno transcurrían sin romper, deslucir y marchitar.Los encajes del desenlace estaban como engrisados;el raso negro de la escena del baile había perdidola hermosa tiesura que lo hiciera sonar, en cada re-verencia, como un revuelo de hojas secas. Hasta lasparedes de la habitación se habían ajado, al sertocadas siempre en los mismos lugares, llevando lashuellas de su larga convivencia con el maquillaje,las flores trasnochadas y el disfraz. Sentado ahoraen el diván que de verde mar había pasado a verdemoho, me consternaba pensando en lo dura que sehabía vuelto, para Ruth, esta prisión de tablas deartificio, con sus puentes volantes, sus telarañas decordel y árboles de mentira. En los días del estrenode esa tragedia de la Guerra de Secesión, cuandonos tocara ayudar al autor joven servido por unacompañía recién salida de un teatro experimental,vislumbrábamos a lo sumo una aventura de veintenoches. Ahora llegábamos a las mil quinientas repre-sentaciones, sin que los personajes, atados por con-tratos siempre prorrogables, tuvieran alguna posibi-lidad de evadirse de la acción, desde que los empre-sarios, pasando el generoso empeño juvenil al pla-no de los grandes negocios, habían acogido la obraen su consorcio. Así, para Ruth, lejos de ser unapuerta abierta sobre el vasto mundo del Drama —unmedio de evasión— este teatro era la isla del Dia-blo. Sus breves fugas, en funciones benéficas que

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le eran permitidas, bajo el peinado de Porcia o losdrapeados de alguna Ifigenia, le resultaban de muyescaso alivio, pues debajo del traje distinto busca-ban los espectadores el rutinario miriñaque y en lavoz que quería ser de Antígona, todos hallaban lasinflexiones acontraltadas de la Arabella, que ahora,en el escenario, aprendía del personaje Booth —ensituación que los críticos tenían por portentosamen-te inteligente— a pronunciar correctamente el latín,repitiendo la frase: Sic semper tyrannis. Hubierasido menester el genio de una trágica impar, paradeshacerse de aquel parásito que se alimentaba desu sangre: de aquella huésped de su propio cuerpo,prendida de su carne como un mal sin remedio. Nole faltaban ganas de romper el contrato. Pero talesrebeldías se pagaban, en el oficio, con un largo de-sempleo, y Ruth, que había comenzado a decir eltexto a la edad de treinta años, se veía llegar a lostreinta y cinco, repitiendo los mismos gestos, lasmismas palabras, todas las noches de la semana,todas las tardes de domingos, sábados y días feria-dos —sin contar las actuaciones de las giras de es-tío—. El éxito de la obra aniquilaba lentamente alos intérpretes, que iban envejeciendo a la vista delpúblico dentro de sus ropas inmutables, y cuandouno de ellos hubiera muerto de un infarto, ciertanoche, a poco de caer el telón, la compañía, reunidaen el cementerio a la mañana siguiente, había he-cho —tal vez sin advertirlo— una ostentación deropas de luto que tenían un no sé qué de daguerro-tipo. Cada vez más amargada, menos confiada enlograr realmente una carrera que, a pesar de todo,amaba por instinto profundo, mi esposa se dejaballevar por el automatismo del trabajo impuesto,como yo me dejaba llevar por el automatismo demi oficio. Antes, al menos, trataba de salvar su tem-

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peramento en un continuo repaso de los grandespapeles que aspiraba a interpretar alguna vez. Ibade Norah a Judith, de Medea a Tessa, con una ilu-sión de renuevo; pero esa ilusión había quedadovencida, al fin, por la tristeza de los monólogos de-clamados frente al espejo. Al no hallar un modonormal de hacer coincidir nuestras vidas —las ho-ras de la actriz no son las horas del empleado—,acabamos por dormir cada cual por su lado. El do-mingo, al fin de la mañana, yo solía pasar un mo-mento en su lecho, cumpliendo con lo que consi-deraba un deber de esposo, aunque sin acertar a sa-ber si en realidad mi acto respondía a un verdaderodeseo por parte de Ruth. Era probable que ella, asu vez, se creyera obligada a brindarse a esa hebdo-madaria práctica física en virtud de una obligacióncontraída en el instante de estampar su firma al piede nuestro contrato matrimonial. Por mi parte, ac-tuaba impulsado por la noción de que no debía ig-norar la posibilidad de un apremio que me era dablesatisfacer, acallando con ello, por una semana, cier-tos escrúpulos de conciencia. Lo cierto era que eseabrazo, aunque resultara desabrido, volvía a apretar,cada vez, los vínculos aflojados por el desempareja-miento de nuestras actividades. El calor de los cuer-pos restablecía una cierta intimidad, que era comoun corto regreso a lo que hubiera sido la casa en losprimeros tiempos. Regábamos el geranio olvidadodesde el domingo anterior; cambiábamos un cua-dro de lugar; sacábamos cuentas domésticas. Peropronto nos recordaban las campanas de un carrillóncercano que se aproximaba la hora del encierro.Y al dejar a mi esposa en su escenario al comienzode la función de tarde, tenía la impresión de devol-verla a una cárcel donde cumpliera una condena per-petua. Sonaba el disparo, caía el falso pájaro del se-

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gundo tercio de bambalinas, y se daba por termina-da la Convivencia del Séptimo Día.

Hoy, sin embargo, se había alterado la regladominical, por culpa de aquel somnífero tragado enla madrugada para conseguir un pronto sueño —queno me venía ya como antes, con sólo poner sobremis ojos la venda negra aconsejada por Mouche. Aldespertar, advertí que mi esposa se había marchado,y el desorden de ropas medio sacadas de las gavetasde la cómoda, los tubos de maquillaje de teatro tira-dos en los rincones, las polveras y frascos dejadosen todas partes, anunciaban un viaje inesperado.Ruth me volvía del escenario, ahora, seguida porun rumor de aplausos, zafando presurosamente losbroches de su corpiño. Cerró la puerta de un taco-nazo que, de tanto repetirse, había desgastado la ma-dera, y el miriñaque, arrojado por sobre su cabeza,se abrió en la alfombra de pared a pared. Al salirde aquellos encajes, su cuerpo claro se me hizo no-vedoso y grato, y ya me acercaba para poner en élalguna caricia, cuando la desnudez se vistió de ter-ciopelo caído de lo alto que olía como los retazosque mi madre guardaba, cuado yo era niño, en lomás escondido de su armario de caoba. Tuve comouna fogarada de ira contra el estúpido oficio y fin-gimiento que siempre se interponía entre, nuestraspersonas como la espada del ángel de las hagiogra-fías; contra aquel drama que había dividido nuestracasa, arrojándome a la otra —aquellas cuyas paredesse adornaban de figuraciones astrales—, donde mideseo hallaba siempre un ánimo propio al abra-zo. ¡Y era por favorecer esa carrera en sus comien-zos desafortunados, por ver feliz a la que entoncesmucho amaba, que había torcido mi destino, buscan-do la seguridad material en el oficio que me teníatan preso como lo estaba ella! Ahora, de espaldas a

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mí, Ruth me hablaba a través del espejo, mientrasensuciaba su inquieto rostro con los colores grasosdel maquillaje: me explicaba que al terminarse lafunción, la compañía debía emprender, de inmedia-to, una gira a la otra costa del país y que por ellohabía traído sus maletas al teatro. Me preguntó dis-traídamente por la película presentada la víspera.Iba a contarle de su éxito, recordándole que el finde ese trabajo significaba el comienzo de mis vaca-ciones, cuando tocaron a la puerta. Ruth se pusode pie, y me vi ante quien dejaba una vez más deser mi esposa para transformarse en protagonista;se prendió una rosa artificial en el talle, y, con unleve gesto de excusa, se encaminó al escenario, cuyotelón a la italiana acababa de abrirse removiendo unaire oliente a polvo y a maderas viejas. Todavía sevolvió hacia mí, en ademán de despedida, y tomó elsendero de las magnolias enanas... No me sentí conánimo para esperar el otro entreacto, en que el ter-ciopelo sería trocado por el raso, y un maquillajedistinto se espesaría sobre el anterior. Regresé anuestra casa, donde el desorden de la partida pre-surosa era todavía presencia de la ausente. El pesode su cabeza estaba moldeado por la almohada; ha-bía, en el velador, un vaso de agua medio bebido,con un precipitado de gotas verdes, y un libro que-daba abierto en un fin de capítulo. Mi mano encon-traba húmeda todavía la mancha de una loción de-rramada. Una hoja de agenda, que no había visto alentrar antes en el cuarto, me informaba del viajeinesperado: Besos. Ruth. P. S. Hay una botella dejerez en el escritorio. Tuve una tremenda sensación-de soledad. Era la primera vez, en once meses, queme veía solo, fuera del sueño, sin una tarea que cum-plir de inmediato, sin tener que correr hacia la callecon el temor de llegar tarde a algún lugar. Estaba

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lejos del aturdimiento y la confusión de los estudiosen un silencio que no era roto por músicas mecáni-cas ni voces agigantadas. Nada me apuraba y, por lomismo, me sentía el objeto de una vaga amenaza.En este cuarto desertado por la persona de perfu-mes todavía presentes, me hallaba como desconcer-tado por la posibilidad de dialogar conmigo mismo.Me sorprendía hablándome a media voz. Nuevamenteacostado, mirando al cielo raso, me representabalos últimos años transcurridos, y los veía correr deotoños a pascuas, de cierzos a asfaltos blandos, sintener el tiempo de vivirlos —sabiendo, de pronto,por los ofrecimientos de un restaurante nocturno,del regreso de los patos salvajes, el fin de la vedade ostras, o la reaparición de las castañas—. A ve-ces, también, debíase mi información sobre el pasode las estaciones a las campanas de papel rojo quese abrían en las vitrinas de las tiendas, o a la lle-gada de camiones cargados de pinos cuyo perfumedejaba la calle como transfigurada durante unos se-gundos. Había grandes lagunas de semanas y sema-nas en la crónica de mi propio existir; temporadasque no me dejaban un recuerdo válido, la huella deuna sensación excepcional, una emoción duradera;días en que todo gesto me producía la obsesionanteimpresión de haberlo hecho antes en circunstanciasidénticas —de haberme sentado en el mismo rincón,de haber contado la misma historia, mirando al ve-lero preso en el cristal de un pisapapel. Cuando sefestejaba mi cumpleaños en medio de las mismascaras, en los mismos lugares, con la misma canciónrepetida en coro, me asaltaba invariablemente laidea de que esto sólo difería del cumpleaños ante-rior en la aparición de una vela más sobre un pastelcuyo sabor era idéntico al de la vez pasada. Subien-do y bajando la cuesta de los días, con la misma

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piedra en el hombro, me sostenía por obra de un im-pulso adquirido a fuerza de paroxismos —impulsoque cedería tarde o temprano, en una fecha que aca-so figuraba en el calendario del año en curso—. Peroevadirse de esto, en el mundo que me hubiera to-cado en suerte, era tan imposible como tratar de re-vivir, en estos tiempos, ciertas gestas de heroísmoo de santidad. Habíamos caído en la era del Hom-bre-Avispa, del Hombre-Ninguno, en que las almasno se vendían al Diablo, sino al Contable o al Cómi-tre. Por entender que era vano rebelarse, luego deun desarraigo que me hiciera vivir dos adolescen-cias —la que quedaba del otro lado del mar y laque aquí se había cerrado— no veía dónde hallar al-guna libertad fuera del desorden de mis noches, enque todo era buen pretexto para entregarme a losmás reiterados excesos. Mi alma diurna estaba ven-dida al Contable —pensaba en burla de mí mismo—;pero el Contable ignoraba que, de noche, yo empren-día raros viajes por los meandros de una ciudad in-visible para él, ciudad dentro de la ciudad, con mo-radas para olvidar el día, como el Venusberg y laCasa de las Constelaciones, cuando un vicioso anto-jo, encendido por el licor, no me llevaba a los apar-tamientos secretos, donde se pierde el apellido alentrar. Atado a mi técnica entre relojes, cronógra-fos, metrónomos, dentro de salas sin ventanas re-vestidas de fieltros y materias aislantes, siempre enlugar artificial, buscaba, por instinto, al hallarmecada tarde en la calle ya anochecida, los placeresque me hacían olvidar el paso de las horas. Bebíay me holgaba de espaldas a los relojes, hasta quelo bebido y lo holgado me derribara al pie de un des-pertador, con un sueño que yo trataba de esperarponiendo sobre mis ojos un antifaz negro que debíadarme, dormido, un aire de Fantomas al descanso...

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La chusca imagen me puso de buen humor. Apuréun gran vaso de jerez, resuelto a aturdir al que de-masiado reflexionaba dentro de mi cráneo, y habien-do despertado los calores del alcohol de la vísperacon el vino presente, me asomé a la ventana delcuarto de Ruth, cuyos perfumes comenzaban a re-troceder ante un persistente olor de acetona. Trasde las grisallas entrevistas al despertar, había lle-gado el verano, escoltado por sirenas de barco quese respondían de río a río por encima de los edifi-cios. Arriba, entre las evanescencias de una brumatibia, eran las cumbres de la ciudad: las agujas sinpátina de los templos cristianos, la cúpula de la igle-sia ortodoxa, las grandes clínicas donde oficiabanEminencias Blancas, bajo los entablamentos clásicos,demasiado escorados por la altura, de aquellos ar-quitectos que, a comienzos del siglo, hubieran perdi-do el tino ante una dilatación de la verticalidad. Ma-ciza y silenciosa, la funeraria de infinitos corredo-res parecía una réplica en gris —sinagoga y sala deconciertos por el medio— del inmenso hospital dematernidad, cuya fachada, huérfana de todo orna-mento, tenía una hilera de ventanas todas iguales,que yo solía contar los domingos, desde la cama demi esposa, cuando los temas de conversación esca-seaban. Del asfalto de las calles se alzaba un bochor-no azuloso de gasolina, atravesado por vahos quími-cos, que demoraba en patios olientes a desperdicios,donde algún perro jadeante remedaba estiramientosde conejo desollado para hallar vetas de frescor enla tibieza del piso. El carillón martilleaba un Avema-ria. Tuve la insólita curiosidad de saber qué santohonrábamos en la fecha de hoy: 4 de junio. San Fran-cisco Carraciolo —decía el tomo de edición vatica-na donde yo estudiara antaño los himnos gregoria-nos—. Absolutamente desconocido para mí. Busqué

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el libro de vidas de santos, impreso en Madrid, quemucho me hubiera leído mi madre, allá, durantelas dichosas enfermedades menores que me librabandel colegio. Nada se decía de Francisco Carraciolo.Pero fui a dar unas páginas encabezadas por títu-los píos: Recibe Rosa visitas del cielo; Rosa peleacon el diablo; El prodigio de la imagen que suda.Y una orla festoneada en que se enredaban palabraslatinas: Sanctae Rosae Limanae, Virginis. Vatronaeprincipalis totius American Latinae. Y esta letrillade la santa, apasionadamente elevada al Esposo:

¡Ay de mí! ¿A mi queridoquién le suspende?Tarda y es mediodía,pero no viene.

Un doloroso amargor se hinchó en mi gargantaal evocar, a través del idioma de mi infancia, dema-siadas cosas juntas. Decididamente, estas vacacionesme ablandaban. Tomé lo que quedaba del jerez y measomé nuevamente a la ventana. Los niños que juga-ban bajo los cuatro abetos polvorientos del ParqueModelo dejaban a ratos sus castillos de arena grispara envidiar a los pillos metidos en el agua de unafuente municipal, que nadaban entre jirones de pe-riódicos y colillas de cigarros. Esto me sugirió laidea de ir a alguna piscina para hacer ejercicio. Nodebía quedarme en la casa en compañía de mí mis-mo. Al buscar el traje de baño, que no aparecía enlos armarios, se me ocurrió que fuera más sano to-mar un tren y bajarme donde hubiera bosques, pararespirar aire puro. Y ya me encaminaba hacia laestación del ferrocarril, cuando me detuve ante elMuseo donde se inauguraba una gran exposición dearte abstracto, anunciada por móviles colgados de

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pértigas, cuyos hongos, estrellas y lazos de madera,giraban en un aire oliente a barniz. Iba a subirpor la escalinata cuando vi que paraba, muy cerca,el autobús del Planetarium, cuya visita me pareciómuy necesaria, de repente, para sugerir ideas a Mou-che acerca de la nueva decoración de su estudio. Perocomo el autobús tardaba demasiado en salir, acabépor andar tontamente, aturdido por tantas posibili-dades, deteniéndome en la primera esquina para se-guir los dibujos que sobre la acera trazaba, con tizasde colores, un lisiado con muchas medallas militaresen el pecho. Roto el desaforado ritmo de mis días,liberado, por tres semanas, de la empresa nutriciaque me había comprado ya varios años de vida, nosabía cómo aprovechar el ocio. Estaba como enfer-mo de súbito descanso, desorientado en calles cono-cidas, indeciso ante deseos que no acababan de ser-lo. Tenía ganas de comprar aquella Odisea, o bienlas últimas novelas policíacas, o bien esas ComediasAmericanas de Lope que se ofrecían en la vitrinade Brentano's, para volverme a encontrar con elidioma que nunca usaba, aunque sólo podía multi-plicar en español y sumar con el «llevo tanto». Peroahí estaba también el Prometbeus Unbound, que meapartó prestamente de los libros, pues su título es-taba demasiado ligado al viejo proyecto de una com-posición que, luego de un preludio rematado por ungran coral de metales, no había pasado, en el reci-tativo inicial de Prometeo, del soberbio grito de re-beldía: «...regard this Earth — Made multitudinouswith thy slaves, whom thou — requitest for knee-worship, prayer, and praise, — and toil, and heca-tombs of broken heart, — with fear and self-con-tempt and barren bope». La verdad era que, al te-ner tiempo para detenerme ante ellas, al cabo demeses de ignorarlas, las tiendas me hablaban de-

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masiado. Era, aquí, un mapa de islas rodeadas de ga-leones y Rosas de los Vientos; más adelante, untratado de organografía; más allá, un retrato deRuth, luciendo diamantes de prestado, para propa-ganda de un joyero. El recuerdo de su viaje me pro-dujo una repentina irritación: era ella, realmente,a la que yo estaba persiguiendo ahora; la única per-sona que deseaba tener a mi lado, en esta tarde so-focante y aneblada, cuyo cielo se ensombrecía trasde la monótona agitación de los primeros anunciosluminosos. Pero otra vez un texto, un escenario, unadistancia, se interponía entre nuestros cuerpos, queno volvían a encontrar ya, en la Convivencia del Sép-timo Día, la alegría de los acoplamientos primeros.Era temprano para ir a casa de Mouche. Hastiadode tener que elegir caminos entre tanta gente queandaba en sentido contrario, rompiendo papeles pla-teados o pelando naranjas con los dedos, quise irhacia donde había árboles. Y me había librado yade quienes regresaban de los estadios mimando de-portes en la discusión, cuando unas gotas frías ro-zaron el dorso de mis manos. Al cabo de un tiempocuya medida escapa, ahora, a mis nociones —poruna aparente brevedad de transcurso en un procesode dilatación y recurrencia que entonces me hubie-ra sido insospechable—, recuerdo esas gotas cayen-do sobre mi piel en deleitosos alfilerazos, como sihubiesen sido la advertencia primera —ininteligiblepara mí, entonces— del encuentro. Encuentro trivial,en cierto modo, como son, aparentemente todos losencuentros cuyo verdadero significado sólo se reve-lará más tarde, en el tejido de sus implicaciones...Debemos buscar el comienzo de todo, de seguro, enla nube que reventó en lluvia aquella tarde, con taninesperada violencia que sus truenos parecían true-nos de otra latitud.

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II

Había reventado, pues, la nube en lluvia, cuan-do andaba yo detrás de la gran sala de conciertos, enaquella acera larga que no ofrecía el menor resguar-do al transeúnte. Recordé que cierta escalera de hie-rro conducía a la entrada de los músicos, y comoalgunos de los que ahora pasaban me eran conoci-dos, no me fue difícil llegar al escenario, donde losmiembros de una coral famosa se estaban agrupan-do por voces para pasar a las gradas. Un timbalerointerrogaba con las falanges sus parches subidos detono por el calor. Sosteniendo el violín con la barbi-lla, el concertino hacía sonar el la de un piano, mien-tras las trompas, los fagotes, los clarinetes, seguíanenvueltos en el confuso hervor de escalas, trinos yafinaciones, anteriores a la ordenación de las notas.Siempre que yo veía colocarse los instrumentos deuna orquesta sinfónica tras de sus atriles, sentía unaaguda expectación del instante en que el tiempo de-jara de acarrear sonidos incoherentes para verse en-cuadrado, organizado, sometido a una previa volun-tad humana, que hablaba por los gestos del Medidorde su Transcurso. Este último obedecía, a menudo,a disposiciones tomadas un siglo, dos siglos antes.Pero bajo las carátulas de las particellas se estam-paban en signos los mandatos de hombres que aunmuertos, yacentes bajo mausoleos pomposos o dehuesos perdidos en el sórdido desorden de la fosacomún, conservaban derechos de propiedad sobre eltiempo, imponiendo lapsos de atención o de fervora los hombres del futuro. Ocurría a veces —pensa-ba yo— que esos póstumos poderes sufrieran algu-na merma o, por el contrario, se acrecieran en vir-tud de la mayor demanda de una generación. Así,quien hiciera un balance de ejecuciones, podría lle-

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gar a la evidencia de que, este u otro año, el máxi-mo usufructuario del tiempo hubiese sido Bach oWagner, junto al magro haber de Telemann o Che-rubini. Hacía tres años, por lo menos, que yo noasistía a un concierto sinfónico; cuando salía de losestudios estaba tan saturado de mala música o debuena música usada con fines detestables, que meresultaba absurda la idea de sumirme en un tiempohecho casi objeto por el sometimiento a encuadresde fuga, o de forma sonata. Por lo mismo, hallabael placer de lo inhabitual al verme traído, casi porsorpresa, al rincón oscuro de las cajas de los contra-bajos, desde donde podía observar lo que en el esce-nario ocurría en esta tarde de lluvia cuyos truenos,aplacados, parecían rodar sobre los charcos de lacalle cercana. Y tras del silencio roto por un gesto,fue una leve quinta de trompas, aleteada en tresillospor los segundos violines y violoncellos, sobre la cualpintáronse dos notas en descenso, como caídas delos arcos primeros y de las violas, con un desganoque pronto se hizo angustia, apremio de huida, antela tremenda acometida de una fuerza de súbito desa-tada... Me levanté con disgusto. Cuando mejor dis-puesto me encontraba para escuchar alguna música,luego de tanto ignorarla, tenía que brotar esto queahora se hinchaba en crescendo a mis espaldas. Debísuponerlo, al ver entrar a los coristas al escenario.Pero también podía haberse tratado de un oratorioclásico. Porque de saber que era la Novena Sinfoníalo que presentaban los atriles, hubiera seguido delargo bajo el turbión. Si no toleraba ciertas músicasunidas al recuerdo de enfermedades de infancia, me-nos podía soportar el Freunde, Schöner Götterfun-ken, Tochter aus Elysium! que había esquivado, des-de entonces, como quien aparta los ojos, duranteaños, de ciertos objetos evocadores de una muerte.

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Además, como muchos hombres de mi generación,aborrecía cuanto tuviera un aire «sublime». La Odade Schiller me era tan opuesta como la Cena deMontsalvat y la Elevación del Graal... Ahora me veoen la calle nuevamente, en busca de un bar. Si tu-viera que andar mucho para alcanzar una copa delicor, me vería invadido muy pronto por el estado dedepresión que he conocido algunas veces, y me hacesentirme como preso en un ámbito sin salida, exas-perado de no poder cambiar nada en mi existencia,regida siempre por voluntades ajenas, que apenas sime dejan la libertad, cada mañana, de elegir la car-ne o el cereal que prefiero para mi desayuno. Echoa correr porque la lluvia arrecia. Al doblar la esqui-na doy de cabeza en un paraguas abierto: el vientolo arranca de las manos de su dueño y queda tritu-rado bajo las ruedas de un auto, de tan cómica ma-nera que largo una carcajada. Y cuando creo queme responderá el insulto, una voz cordial me llamapor mi nombre: «Te buscaba —dice—, pero habíaperdido tus señas.» Y el Curador, a quien yo no veíadesde hacía más de dos años, me dice que tiene unregalo para mí —un extraordinario regalo— en aque-lla vieja casa de comienzos de siglo, con los crista-les muy sucios, cuya platabanda de grava se inter-cala en este barrio como un anacronismo.

Los resortes de la butaca, disparejamente ven-cidos, se incrustan ahora en mi carne con rigores decilicio, imponiéndome una compostura de actitudque no me es habitual. Me veo con la tiesura de unniño llevado a visitas en la luna del conocido espejoque encuadra un espejo marco rococó, cerrado porel escudo de los Estherhazy. Renegando de su asma,apagando un cigarrillo de tabaco que lo asfixia paraencender uno de estramonio que le hace toser, el Cu-rador del Museo Organográfico anda a pasos cortos

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por la pequeña estancia atestada de címbalos y pan-deros asiáticos, preparando las tazas de un té que,por suerte, será acompañado de ron martiniqueño.Entre dos estantes cuelga una quena incaica; sobrela mesa de trabajo, esperando la redacción de unaficha, yace un sacabuche de la Conquista de Méxi-co, preciosísimo instrumento, cuyo pabellón es unacabeza de tarasca ornada de escamas plateadas y ojosde esmalte, con fauces abiertas que alargan haciamí una doble dentadura de cobre. «Fue de Juan deSan Pedro, trompeta de cámara de Carlos V y jine-te famoso de Hernán Cortés», me explica el Cura-dor, mientras comprueba el punto de la infusión.Luego vierte el licor en las copas con la previa ad-vertencia —cómica si se piensa en quien la escucha—de que un poco de alcohol, de cuando en cuando,es cosa que el organismo agradece por atavismo, yaque el hombre, en todas las épocas y latitudes, se lasarregló siempre para inventar bebidas que le procu-raran alguna embriaguez. Como resulta que mi rega-lo no se hallaba aquí, en este piso, sino donde fuea buscarlo una sirvienta sorda que camina despacio,miro mi reloj para fingir una repentina alarma anteel recuerdo de una cita ineludible. Pero mi reloj, alque no he dado cuerda anoche —me percato de elloahora— para acostumbrarme mejor a la realidad delcomienzo de mis vacaciones, se ha parado a las tresy veinte. Pregunto por la hora, con tono urgido, perome responden que no importa; que la lluvia ha os-curecido prematuramente esta tarde de junio, quees de las más largas del año. Llevándome de unaPangelingua de los monjes de St. Gall a la ediciónpríncipe de un Libro de Cifra para tañer la vihuela,pasando, acaso, por una rara impresión del Oktoe-chos de San Juan Damasceno, trata el Curador deburlar mi impaciencia, hostigada por el enojo

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de haberme dejado atraer a este piso donde nadatengo que hacer ya, entre tantas guimbardas, ra-beles, dulzainas, clavijas sueltas, mástiles entabli-llados, organitos con los fuelles rotos que veo, re-vueltos, en los rincones oscuros. Ya voy a decir contono tajante, que vendré otro día por el regalo,cuando regresa la sirvienta, quitándose los chanclosde goma. Lo que trae para mí es un disco a mediograbar, sin etiqueta, que el Curador coloca en ungramófono, eligiendo con cuidado una aguja de pun-ta muelle. Al menos —pienso yo —el engorro serábreve: unos dos minutos, a juzgar por el ancho dela zona de espiras. Me vuelvo para llenar mi copacuando suena a mis espaldas el gorjeo de un ave.Sorprendido, miro al anciano que sonríe con airesuavemente paternal, como si acabara de hacermeun presente inestimable. Voy a preguntarle, pero élreclama mi silencio con un gesto del índice hacia laplaca que gira. Algo distinto va a escucharse ahora,sin duda. Pero no. Ya andamos por la mitad de lograbado y sigue ese gorjeo monótono, cortado porbreves silencios, que parecen de una duración siem-pre idéntica. No es siquiera el canto de un pájaromuy musical, pues ignora el trino, el portamento, ysólo produce tres notas, siempre las mismas, con untimbre que tiene la sonoridad de un alfabeto Morsesonando en la cabina de un telegrafista. Casi va ter-minando el disco y no acabo de comprender dóndeestá el regalo tan pregonado por quien fuera untiempo mi maestro ni me imagino qué tengo yo quever con un documento interesante, a lo sumo, paraun ornitólogo. Termina la audición absurda y el Cu-rador transfigurado por un inexplicable júbilo, mepregunta: «¿Te das cuenta? ¿Te das cuenta?» Y meexplica que el gorjeo no es de pájaro, sino de uninstrumento de barro cocido con que los indios más

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primitivos del continente imitan el canto de un pá-jaro antes de ir a cazarlo, en rito posesional de suvoz, para que la caza les sea propicia. «Es la pri-mera comprobación de su teoría», me dice el an-ciano, abrazándoseme casi con un acceso de tos.Y por lo mismo que ahora comprendo demasiado loque quiere decirme, ante el disco que suena nueva-mente me invade una creciente irritación que doscopas, apuradas de prisa, vienen a enconar. El pája-ro que no es pájaro, con su canto que no es canto,sino mágico remedo, halla una intolerable resonan-cia en mi pecho, recordándome los trabajos realiza-dos por mí hace tanto tiempo —no me asustabanlos años, sino la inútil rapidez de su transcurso—acerca de los orígenes de la música y la organografíaprimitiva. Eran los días en que la guerra había in-terrumpido la composición de mi ambiciosa cantatasobre el Prometheus Unbound. A mi regreso me sen-tía tan distinto, que el preludio terminado y losguiones de la escena inicial habían quedado empaqueta-dos dentro de un armario, mientras me dejaba deri-var hacia las técnicas y sucedáneos del cine y de laradio. En el engañoso ardor que ponía en defenderesas artes del siglo, afirmando que abrían infinitasperspectivas a los compositores, buscaba probable-mente un alivio al complejo de culpabilidad ante laobra abandonada y una justificación a mi ingresoen una empresa comercial, luego de que Ruth y yohubiéramos destrozado, con nuestra fuga, la existen-cia de un hombre excelente. Cuando agotamos lostiempos de la anarquía amorosa me convencí muypronto de que la vocación de mi mujer era incompa-tible con el tipo de convivencia que yo anhelaba. Porello había tratado de hacerme menos ingratas susausencias en funciones y temporadas, orientándomehacia una tarea que pudiera llevarse a cabo los do-

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mingos y días de asueto, sin la continuidad de pro-pósitos exigida por la creación. Así me había orien-tado hacia la casa del Curador, cuyo Museo Organo-gráfico era orgullo de una venerable universidad.Bajo este mismo techo había trabado yo conocimien-to con los percutores elementales, troncos ahueca-dos, litófonos, quijadas de bestias, zumbadores y to-billeras, que el hombre hiciera sonar en los largosprimeros días de su salida a un planeta todavía eri-zado de osamentas gigantescas, al emprender un ca-mino que lo conduciría a la Misa del Papa Marceloy El Arte de la Fuga. Impelido por esa forma pecu-liar de la pereza que consiste en darse con briosaenergía a tareas que no son precisamente las quedebieran ocuparnos, me apasioné por los métodosde clasificación y el estudio morfológico de esasobras de la madera, del barro cocido, del cobre decalderería, de la caña hueca, de la tripa y de la pielde chivo, madres de modos de producir sonidos queperduran, con milenaria vigencia, bajo el prodigiosobarniz de los factores de Cremona o en el suntuosocaramillo teológico del órgano. Inconforme con lasideas generalmente sustentadas acerca del origen dela música, yo había empezado a elaborar una inge-niosa teoría que explicaba el nacimiento de la ex-presión rítmica primordial por el afán de remedarel paso de los animales o el canto de las aves. Si te-níamos en cuenta que las primeras representacionesde renos y de bisontes, pintados en las paredes delas cavernas, se debían a un mágico ardid de caza—el hacerse dueño de la presa por la previa posesiónde su imagen—, no andaba muy desacertado en micreencia de que los ritmos elementales fueran losdel trote, el galope, el salto, el gorjeo y el trino, bus-cados por la mano sobre un cuerpo resonante, o porel aliento, en la oquedad de los juncos.

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Ahora me sentía casi colérico frente al discoque giraba al pensar que mi ingeniosa —y tal vez cier-ta— teoría se relegaba, como tantas otras cosas, aun desván de sueños que la época, con sus cotidianastiranías, no me permitía realizar. De pronto, un gestolevanta el diafragma del surco. Deja de cantar el avede barro. Y se produce lo que yo más temía: elCurador, acorralándome afectuosamente en un rin-cón, me pregunta por el estado de mis trabajos,advirtiéndome que dispone de mucho tiempo paraescucharme y discutir. Quiere saber de mis bús-quedas, conocer mis nuevos métodos de investigación,examinar mis conclusiones acerca del origen de lamúsica —tal como pensé buscarlo alguna vez, a basede mi ingenios? teoría del mimetismo-mágico-rítmi-co—. Ante la imposibilidad de escapar, empiezo amentirle, inventando escollos que hubieran diferidola elaboración de mi obra. Pero, por falta de hábitoen su uso, es evidente que cometo risibles erroresen el manejo de los términos técnicos, enredo lasclasificaciones, no doy con los datos esenciales que,sin embargo, tenía por muy sabidos. Trato de apo-yarme en bibliografías, para enterarme —por irónicarectificación de quien me escucha— de que ya estándesechadas por los especialistas. Y cuando me voy aasir de la supuesta necesidad de reunir ciertos can-tos de primitivos recién grabados por exploradores,me parece que mi voz me es devuelta con talesresonancias de mentira por el cobre de los gongs,que me varo sin remedio, en la mitad de unafrase, sobre el olvido inexcusable de una desinenciaorganológica. El espejo me muestra la cara lamenta-ble, de tramposo agarrado con naipes marcados enlas mangas, que es mi cara en este segundo. Tanfeo me encuentro que, de súbito, mi vergüenza sevuelve ira, e increpo al Curador con un estallido de

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palabras gruesas, preguntándole si cree posible quemuchos puedan vivir, en este tiempo, del estudiode los instrumentos primitivos. El sabía cómo yohabía sido desarraigado en la adolescencia, encan-dilado por falsas nociones, llevado al estudio de unarte que sólo alimentaba a los peores mercaderesdel Tin-Pan-Alley, zarandeado luego a través de unmundo en ruinas, durante meses, como intérpretemilitar, antes de ser arrojado nuevamente al asfaltode una ciudad donde la miseria era más dura deafrontar que en cualquier otra parte. ¡Ah! Por ha-berlo vivido, yo conocía el terrible tránsito de losque lavan la camisa única en la noche, cruzan lanieve con las suelas agujereadas, fuman colillas decolillas y cocinan en armarios, acabando por versetan obsesionados por el hambre, que la inteligenciase les queda en la sola idea de comer. Tan estérilsolución era aquélla como la de vender, de sol a sol,las mejores horas de la existencia. «Además —gritabayo ahora—, ¡estoy vacío! ¡Vacío! ¡Vacío!»... Impa-sible, distante, el Curador me mira con sorprendentefrialdad, como si esta crisis repentina fuese para éluna cosa esperada. Entonces vuelvo a hablar, perocon voz sorda, en ritmo atropellado, como sostenidopor una exaltación sombría. Y así como el pecadorvuelca ante el confesionario el saco negro de sus ini-quidades y concupiscencias —llevado por una suertede euforia de hablar mal de sí mismo que alcanza elanhelo de execración—, pinto a mi maestro con losmás sucios colores, con los más feos betunes, lainutilidad de mi vida, su aturdimiento durante el día,su inconsciencia durante la noche. A tal punto mehunden mis palabras, como dichas por otro, por unjuez que yo llevara dentro sin saberlo y se valierade mis propios medios físicos para expresarse, queme aterro, al oírme, de lo difícil que es volver a ser

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hombre cuando se ha dejado de ser hombre. Entreel Yo presente y el Yo que hubiera aspirado a seralgún día se ahondaba en tinieblas el foso de losaños perdidos. Parecía ahora que yo estuviera calla-do y el juez siguiera hablando por mi boca. En unsolo cuerpo convivíamos, él y yo, sostenidos poruna arquitectura oculta que era ya, en vida nuestra,en carne nuestra, presencia de nuestra muerte. En elser que se inscribía dentro del marco barroco delespejo actuaban en este momento el Libertino y elPredicador, que son los personajes primeros de todaalegoría edificante, de toda moralidad ejemplar. Porhuir del cristal, mis ojos fueron hacia la biblioteca.Pero allí, en el rincón de los músicos renacentistas,se estampaba el lomo de becerro, junto a los volú-menes de Salmos de la Penitencia, el título comopuesto adrede, de la Representazione di anima e dicorpa. Hubo algo como un caer de telón, un apagarsede luces, cuando volvió un silencio que el Curadordejó alargarse en amargura. De pronto esbozó ungesto raro que me hizo pensar en un imposible poderde absolución. Se levantó lentamente y tomó el te-léfono, llamando al rector de la Universidad en cuyoedificio se encontraba el Museo Organográfico. Concreciente sorpresa, sin atreverme a alzar la miradadel piso, oí grandes alabanzas de mí. Se me presen-taba como el colector indicado para conseguir unaspiezas que faltaban a la galería de instrumentos deaborígenes de América —todavía incompleta, a pesarde ser única ya en el mundo, por su abundancia dedocumentos—. Sin hacer hincapié en mi pericia, mimaestro subrayaba el hecho de que mi resistenciafísica, probada en una guerra, me permitiría llevarla búsqueda a regiones de un acceso harto difícilpara viejos especialistas. Además, el español habíasido el idioma de mi infancia. Cada razón expuesta

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debía hacerme crecer en la imaginación del inter-locutor invisible, dándome la estatura de un VonHorbostel joven. Y con miedo advertí que se confiabaen mí, firmemente, para traer, entre otros idiófonossingulares, un injerto de tambor y bastón de ritmoque Schaeffner y Curt Sachs ignoraban, y la famosajarra con dos embocaduras de caña, usada por cier-tos indios en sus ceremonias funerarias, que el PadreServando de Castillejos hubiera descrito, en 1561, ensu tratado De barbarorum Novi Mundi moribus, y nofiguraba en ninguna colección organográfica, aunquela pervivencia del pueblo que la hiciera bramarritualmente, según testimonio del fraile, implicabala continuidad de un hábito señalado en fechas re-cientes por exploradores y tratantes. «El Rector nosespera», dijo mi maestro. De repente, la idea mepareció tan absurda, que tuve ganas de reír. Quisebuscar una salida amable, invocando mi ignoranciapresente, mi alejamiento de todo empeño intelectual.Afirmé que desconocía los últimos métodos de cla-sificación, basados en la evolución morfológica delos instrumentos y no en la manera de resonar yser tocados. Pero el Curador parecía tan empeñadoen enviarme a donde en modo alguno quería ir, queapeló a un argumento al que nada podía oponerrazonablemente: la tarea encomendada podía serllevada a buen término en el tiempo de mis vaca-ciones. Era cuestión de saber si me iba a privar dela posibilidad de remontar un río portentoso porapego al aserrín de los bares. La verdad era que nome quedaba una razón válida para rehusar la oferta.Engañado por un silencio que le pareció aquiescente,el Curador fue a buscar su abrigo a la habitacióncontigua, pues la lluvia, ahora, percutía recio en loscristales. Aproveché la oportunidad para escapar dela casa. Tenía ganas de beber. Sólo me interesaba,

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en este momento, llegar a un bar cercano, cuyasparedes estaban adornadas con fotografías de caba-llos de carrera.

III

Había un papel sobre el piano, en que Moucheme dejaba dicho que la esperara. Por hacer algo mepuse a jugar con las teclas, combinando acordes sinobjeto, con un vaso puesto al borde de la últimaoctava. Olía a pintura fresca. Al cabo, de la cajade resonancia, en la pared del fondo, comenzabana definirse las esbozadas figuraciones de la Hidra, elNavio Argos, el Sagitario y la Cabellera de Berenice,que pronto darían una útil singularidad al estudiode mi amiga. Después de mucho mofarme de sucompetencia astrológica, yo había tenido que incli-narme ante el rendimiento del negocio de horóscoposque ella manejaba por correspondencia, dueña de sutiempo, otorgando una que otra consulta personal,como favor ya bastante solicitado, con la más rego-cijante gravedad. Así, de Júpiter en Cáncer a Satur-no en Libra, Mouche, adoctrinada por curiosostratados, sacaba de sus pocilios de aguada, de sustinteros, unos Mapas de Destinos que viajaban aremotas localidades del país, con el adorno de signosdel Zodíaco que yo le había ayudado a solemnizarcon De Coeleste Fisonomiea, Prognosticum supercoe-leste y otros latines de buen ver. Muy asustados porsu tiempo debían estar los hombres —pensaba yo aveces— para interrogar tanto a los astrólogos, con-templar con tal aplicación las líneas de sus manos,las hebras de su escritura, angustiarse ante las bo-rrajas de negro signo, remozando las más viejastécnicas adivinatorias, a falta de tener modo de leer

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en las entrañas de bestias sacrificadas o de observarel vuelo de las aves con el cayado de los auríspices.Mi amiga, que mucho creía en las videntes de rostrovelado y se había formado intelectualmente en elgran baratillo surrealista, encontraba placer, ademásde provecho, en contemplar el cielo por el espejo delos libros, barajando los bellos nombres de las cons-telaciones. Era su manera actual de hacer poesía, yaque sus únicos intentos de hacerla con palabras,dejados en una plaquette ilustrada con fotomontajesde monstruos y estatuas, la habían desengañado—pasada la sobreestimación primaria debida al olorde la tinta de imprenta— en cuanto a la originali-dad de su inspiración. La había conocido dos añosantes, durante una de las tantas ausencias profesio-nales de Ruth, y aunque mis noches se iniciaran oterminaran en su lecho, entre nosotros se decían muypocas frases de cariño. Reñíamos, a veces, de tre-menda manera, para abrazarnos luego con ira, mien-tras las caras, tan cercanas que no podían verse,intercambiaban injurias que la reconciliación de loscuerpos iba transformando en crudas alabanzas delplacer recibido. Mouche, que era muy comedida yhasta parsimoniosa en el hablar, adoptaba en esosmomentos un idioma de ramera, al que había queresponder en iguales términos para que de esa hezdel lenguaje surgiera, más agudo, el deleite. Me eradifícil saber si era amor real lo que a ella me ataba.A menudo me exasperaba por su dogmático apego aideas y actitudes conocidas en las cervecerías deSaint-Germain-des-Prés, cuya estéril discusión mehacía huir de su casa con el ánimo de no volver. Peroa la noche siguiente me enternecía con sólo pensaren sus desplantes, y regresaba a su carne que meera necesaria, pues hallaba en su hondura la exigentey egoísta animalidad que tenía el poder de modificar

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el carácter de mi perenne fatiga, pasándola del planonervioso al plano físico. Cuando esto se lograba,conocía a veces el género de sueño tan raro y tanapetecido que me cerraba los ojos al regreso de undía de campo —esos muy escasos días del año enque el olor de los árboles, causando una distensiónde todo mi ser, me dejaba como atontado. Has-tiado de la espera, ataqué con furia los acordesiniciales de un gran concierto romántico; pero en esose abrieron las puertas y el apartamento se llenó degente. Mouche, cuya cara estaba sonrosada comocuando había bebido un poco, llegaba de cenar conel pintor de su estudio, dos de mis asistentes, a quie-nes no esperaba ver aquí, la decoradora del pisobajo, que siempre andaba fisgoneando en torno a lasdemás mujeres, y la danzarina que preparaba, enaquellos días, un ballet sobre meros ritmos de pal-madas. «Traemos una sorpresa», anunció mi amiga,riendo. Y pronto quedó montado el proyector con lacopia de la película presentada la víspera, cuyacalurosa aceptación había determinado el comienzoinmediato de mis vacaciones. Ahora, apagadas lasluces, renacían las imágenes ante mis ojos: la pescadel atún, con el ritmo admirable de las almadrabasy el exasperado hervor de los peces cercados porbarcas negras; las lampreas asomadas a las oqueda-des de sus torres de roca; el envolvente desperezodel pulpo; la llegada de las anguilas y el vasto viñedocobrizo del Mar de los Sargazos. Y luego, aquellasnaturalezas muertas de caracoles y anzuelos, la selvade corales y la alucinante batalla de los crustáceos,tan hábilmente agrandada, que las langostas pare-cían espantables dragones acorazados. Habíamostrabajado bien. Volvían a sonar los mejores momen-tos de la partitura, con sus líquidos arpegios decelesta, los portamenti fluidos del Martenot, el oleaje

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de las arpas y el desenfreno de xilófono, piano y per-cusión, durante la secuencia del combate. Aquellohabía costado tres meses de discusiones, perplejida-des, experimentos y enojos, pero el resultado erasorprendente. El texto mismo, escrito por un jovenpoeta, en colaboración con un oceanógrafo, bajo lavigilancia de los especialistas de nuestra empresa,era digno de figurar en una antología del género.Y en cuanto al montaje y la supervisión musical, nohallaba crítica que hacerme a mí mismo. «Una obramaestra», decía Mouche en la oscuridad. «Unaobra maestra», coreaban los demás. Al encenderselas luces, todos me congratularon pidiendo que sepasara nuevamente el film. Y después de la segundaproyección, como llegaban invitados, se me rogó poruna tercera. Pero cada vez que mis ojos, a la vueltade una nueva revisión de lo hecho, alcanzaban el«fin» floreado de algas que servía de colofón a aquellalabor ejemplar, me hallaba menos orgulloso de lohecho. Una verdad envenenaba mi satisfacción pri-mera: y era que todo aquel encarnizado trabajo, losalardes de buen gusto, de dominio del oficio, la elec-ción y coordinación de mis colaboradores y asisten-tes, habían parido, en fin de cuentas, una películapublicitaria, encargada a la empresa que me emplea-ba por un Consorcio Pesquero, trabado en luchaferoz con una red de cooperativas. Un equipo detécnicos y artistas se había extenuado durante se-manas y semanas en salas oscuras para lograr esaobra del celuloide, cuyo único propósito era atraerla atención de cierto público de Altas Alacenas sobrelos recursos de una actividad industrial capaz depromover, día tras día, la multiplicación de los peces.Me pareció oír la voz de mi padre, tal como lesonaba en los días grises de su viudez, cuando eratan dado a citar las Escrituras: «Lo torcido no se

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puede enderezar y lo falto no puede contarse.» Siem-pre andaba con esa sentencia en la boca, aplicándolaen cualquier oportunidad. Y amarga me sabía ahorala prosa del Eclesiastés al pensar que el Curador,por ejemplo, se hubiera encogido de hombros anteese trabajo mío, considerando, tal vez, que podíaequipararse a trazar letras con humo en el cielo, oa provocar, con un magistral dibujo, la salivaciónmeridiana de quien contemplara un anuncio de co-rruscantes hojaldres. Me consideraría como uncómplice de los afeadores de paisajes, de los em-papeladores de murallas, de los pregoneros delOrvietano. Pero también —radiaba yo— el Curadorera hombre de una generación atosigada por «losublime», que iba a amar a los palcos de Bayreuth,en sombras olientes a viejos terciopelos rojos... Lle-gaba gente, cuyas cabezas se atravesaban en la luzdel proyector. «¡Donde evolucionan las técnicas esen la publicidad!» —gritó a mi lado, como adivinan-do mi pensamiento, el pintor ruso que había dejadopoco antes el óleo por la cerámica—. «Los mosaicosde Ravenc no eran sino publicidad», dijo el arqui-tecto que tanto amaba lo abstracto. Y eran vocesnuevas las que ahora emergían de la sombra: «Todapintura religiosa es publicidad.» «Como ciertas can-tatas de Bach.» «La Gott der Herr, est Sonn undSchild parte de un auténtico slogan.» «El cine estrabajo de equipo; el fresco debe ser hecho porequipos; el arte del futuro será un arte de equipos.»Como llegaban otros más, trayenao botellas, lasconversaciones comenzaban a dispersarse. El pintormostraba una serie de dibujos de lisiados y desolla-dos que pensaba pasar a sus bandejas y platos, como«planchas anatómicas con volumen», que simboliza-rían el espíritu de la época. «La música verdaderaes una mera especulación sobre frecuencias», decía

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mi asistente grabador, arrojando sus dados chinossobre el piano, para mostrar cómo podía conseguirseun tema musical por el azar. Y a gritos hablábamostodos cuando un «¡Halt!» enérgico, arrojado desdela entrada, por una voz de bajo, inmovilizó a cadacual, como figura de museo de cera, en el gestoesbozado, a la media palabra pronunciada, en elaliento de devolver una bocanada de humo. Unosestaban detenidos en el arsis de un paso; otrostenían su copa en el aire a medio camino entre lamesa y la boca. («Yo soy yo. Estoy sentado en undiván. Iba a rascar un fósforo sobre el esmeril dela caja. Los dados de Hugo me habían recordadoel verso de Mallarmé. Pero mis manos iban a encen-der un fósforo sin mandato de mi conciencia. Luego,estaba dormido. Dormido como todos los que merodean.») Sonó otro mandato del recién llegado, ycada cual concluyó la frase, el ademán, el paso quehubiera quedado en suspenso. Era uno de los tantosejercicios que X. T. H. —nunca lo llamábamos sinopor sus iniciales, que el hábito de pronunciaciónhabía transformado en el apellido Extieich— solíaimponernos para «despertarnos», según decía, y po-nernos en estado de conciencia y análisis de nuestrosactos presentes, por nimios que éstos fueran. Invir-tiendo, para uso propio, un principio filosófico quenos era común, solía decir que quien actuaba de«modo automático era esencia sin existencia». Mou-che, por vocación, se había entusiasmado con losaspectos astrológicos de su enseñanza, cuyos plan-teamientos eran muy atrayentes, pero luego se en-redaban demasiado, a mi juicio, en místicas orien-tales, el pitagorismo, los tantras tibetanos y no sabríadecir cuántas cosas más. El caso era que Extieichhabía logrado imponernos una serie de prácticasemparentadas con los asamas yogas, haciéndonos

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respirar de ciertas maneras, contando el tiempo delas inspiraciones y espiraciones por «matras». Mou-che y sus amigos pretendían llegar con ello a unmayor dominio de sí mismos y adquirir unos pode-res que siempre me resultaban problemáticos, sobretodo en gente que bebía diariamente para defendersecontra el desaliento, las congojas del fracaso, eldescontento de sí mismos, el miedo al rechazo deun manuscrito o la dureza, simplemente, de aquellaciudad del perenne anonimato dentro de la multitud,de la eterna prisa, donde los ojos sólo se encontrabanpor casualidad, y la sonrisa, cuando era de un des-conocido, siempre ocultaba una proposición. Extieichprocedía ahora a curar a la bailarina de una súbitajaqueca, por la imposición de las manos. Aturdidopor el entrecruzamiento de conversaciones, que ibandel da-sein al boxeo, del marxismo al empeño deHugo de modificar la sonoridad del piano poniendotrozos de vidrio, lápices, papeles de seda, tallos deflores, bajo las cuerdas, salí a la terraza, donde la,lluvia de la tarde había limpiado los tilos enanosde Mouche del inevitable hollín veraniego de unafábrica cuyas chimeneas se alzaban en la otra orilladel río. Siempre me había divertido mucho en esasreuniones con el desaforado tornasol de ideas que,de repente, pasaban de la Kábala a la Angustia, porel camino de los proyectos del que pretendía insta-lar una granja en el Oeste, donde el arte de unoscuantos iba a ser salvado por la cría de gallinasLeghorn o Rod-Island Red. Siempre había amadoesos saltos de lo trascendental a lo raro, del teatroisabelino a la Gnosis, del platonismo a la acupuntura.Tenía el propósito, incluso, de grabar algún día, pormedio de un dispositivo, oculto debajo de un mueble,esas conversaciones, cuya fijación demostraría cuánvertiginoso es el proceso elíptico del pensamiento y

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del lenguaje. En esas gimnasias mentales, en esa altaacrobacia de la cultura, encontraba yo la justifica-ción, además, de muchos desórdenes morales que, enotra gente, me hubieran sido odiosos. Pero la elecciónentre hombres y hombres no era muy problemática.Por un lado estaban los mercaderes, los negociantes,para los cuales trabajaba durante el día, y que sólosabían gastar lo ganado en diversiones tan necias,tan exentas de imaginación, que me sentía, por fuer-za, un animal de distinta lana. Por el otro estabanlos que aquí se encontraban, felices por haber dadocon algunas botellas de licor, fascinados por losPoderes que les prometía Extieich, siempre hirvien-tes de proyectos grandiosos. En la implacable orde-nación de la urbe moderna, cumplían con una formade ascetismo, renunciando a los bienes materiales,padeciendo hambre y penurias, a cambio de un pro-blemático encuentro de sí mismos en la obrarealizada. Y sin embargo, esta noche me cansabantanto estos hombres como los de cantidad y benefi-cio. Y es que, en el fondo de mí mismo, estabaimpresionado por la escena en la casa del Curador, yno me dejaba engañar por el entusiasmo que habíaacogido la película publicitaria que tanto trabajo mehubiera costado realizar. Las paradojas emitidasacerca de la publicidad y del arte por equipos, noeran sino maneras de zarandear el pasado, buscandouna justificación a lo poco alcanzado en la propiaobra. Tan poco me dejaba satisfecho, por lo irrisoriode su finalidad, lo recién realizado, que cuando Mou-che se me acercó con el elogio presto, cambié abrup-tamente la conversación, contándole mi aventura dela tarde. Con gran sorpresa mía se me abrazó, cla-mando que la noticia era formidable, pues corrobo-raba el vaticinio de un sueño reciente en que se vieravolando junto a grandes aves de plumaje azafrán, lo

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que significaba inequívocamente: viaje y éxito, cam-bio por traslado. Y sin darme tiempo para enderezarel equívoco, se entregó a los grandes tópicos delanhelo de evasión, la llamada de lo desconocido, losencuentros fortuitos, en un tono que algo debía a losSirgadores Flechados y las Increíbles Floridas delBarco Ebrio. Pronto la atajé, contándole cómo mehabía escapado de la casa del Curador sin aprovecharla oferta. «¡Pero eso es absolutamente cretino!», ex-clamó. «¡Pudiste haber pensado en mí!» Le hicenotar que no disponía del dinero suficiente parapagarle un viaje a regiones tan remotas; que, porotra parte, la Universidad sólo hubiera sufragado, entodo caso, los gastos de una sola persona. Despuésde un silencio desagradable, en que sus ojos cobra-ron una fea expresión de despecho, Mouche se echóa reír. «¡Y teníamos aquí al pintor de la Venus deCranach!»... Mi amiga me explicó su repentina ocu-rrencia: para llegar adonde vivían los pueblos quehacían sonar el tambor-bastón y la jarra funeraria,era menester que fuéramos, de primer intento, a lagran ciudad tropical, famosa por la hermosura desus playas y el colorido de su vida popular; se tra-taba simplemente de permanecer allá, con algunaexcursión a las selvas que decían cercanas, dejándo-nos vivir gratamente hasta donde alcanzara el dine-ro. Nadie estaría presente para saber si yo seguíael itinerario impuesto a mi labor de colección. Y, paraquedar con honra, yo entregaría a mi regreso unosinstrumentos «primitivos» —cabales, científicos, fide-dignos— irreprochablemente ejecutados, de acuerdocon mis bocetos y medidas, por el pintor amigo, granaficionado a las artes primitivas, y tan diabólicamen-te hábil en trabajos de artesanía, copia y reproduc-ción, que vivía de falsificar estilos maestros, tallabavírgenes catalanas del siglo XIV con desdorados, pi-

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cadas de insectos y rajaduras, y había logrado sufaena máxima con la venta al Museo de Glasgow deuna Venus de Cranach, ejecutada y envejecida por élen algunas semanas. Tan sucia, tan denigrante meresultó la proposición, que la rechacé con asco. LaUniversidad se irguió en mi mente con la majestadde un templo sobre cuyas columnas blancas me invi-taran a arrojar inmundicias. Hablé largamente, peroMouche no me escuchaba. Regresó al estudio, dondedio la noticia de nuestro viaje, que fue recibida congritos de júbilo. Y ahora, sin hacerme caso, iba decuarto en cuarto, en alegre ajetreo, arrastrando ma-letas, envolviendo y desenvolviendo ropas, haciendoun recuento de cosas por comprar. Ante tal desen-fado, más hiriente que una burla, salí del apartamen-to dando un portazo. Pero la calle me fue particu-larmente triste, en esta noche de domingo, yatemerosa de las angustias del lunes, con sus cafésdesertados por quienes pensaban en la hora demañana y buscaban las llaves de sus puertas a la luzde focos que ponían coladas de estaño sobre el as-falto llovido. Me detuve indeciso. En mi casa meesperaba el desorden dejado por Ruth en su partida;la mera huella de su cabeza en la almohada; losolores del teatro. Y cuando sonara un timbre seríael despertar sin objeto, y el miedo a encontrarmecon un personaje, sacado de mí mismo, que solíaesperarme cada año en el umbral de mis vacaciones.El personaje lleno de reproches y de razones amar-gas que yo había visto aparecer horas antes en elespejo barroco del Curador para vaciarme de ceni-zas. La necesidad de revisar los equipos de sincroni-zación y de acomodar nuevos locales revestidos dematerias aislantes propiciaba, al comienzo de cadaverano, ese encuentro que promovía un cambio decarga, pues donde arrojaba mi piedra de Sísifo se

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me montaba el otro en el hombro todavía desollado,y no sabría decir si, a veces, no llegaba a preferir elpeso del basalto al peso del juez. Una bruma surgidade los muelles cercanos se alzaba sobre las aceras,difuminando las luces de la calle en irisaciones queatravesaban, como alfilerazos, las gotas caídas denubes bajas. Cerrábanse las rejas de los cines sobrelos pisos de largos vestíbulos, espolvoreados detickets rotos. Más allá tendría que atravesar la calledesierta, fríamente iluminada, y subir la acera encuesta, hacia el Oratorio en sombras, cuya reja roza-ría con los dedos, contando cincuenta y dos barrotes.Me adosé a un poste, pensando en el vacío de tressemanas hueras, demasiado breves para emprenderalgo, y que serían amargadas, mientras más corrieranlas fechas, por el sentimiento de la posibilidad des-deñada. Yo no había dado un paso hacia la misiónpropuesta. Todo me había venido al encuentro, y yono era responsable de una exagerada valoración demis capacidades. El Curador, en fin de cuentas, nadadesembolsaría, y en lo que miraba la Universidad,difícil sería que sus eruditos, envejecidos entre libros,sin contacto directo con los artesanos de la selva, sepercataran del engaño. Al fin y al cabo, los instru-mentos descritos por Fray Servando de Castillejosno eran obras de arte, sino objetos debidos a unatécnica primitiva, todavía presente. Si los museostesoraban más de un Stradivarius sospechoso, bienpoco delito habría, en suma, en falsificar un tamborde salvajes. Los instrumentos pedidos podían ser deuna factura antigua o actual... «Este viaje estabaescrito en la pared», me dijo Mouche, al vermeregresar, señalando las figuras del Sagitario, el NavioArgos y la Cabellera de Berenice, más dibujados ensus trazos ocre, ahora que habían atenuado la luz.

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Por la mañana, mientras mi amiga corría conlos trámites consulares, fui a la Universidad, donde elCurador, levantado desde muy temprano, trabajabaen la reparación de una viola de amor, en compañíade un luthier de delantal azul. Me vio llegar sinsorpresa, mirándome por encima de sus gafas. «¡En-horabuena!», dijo, sin que yo supiera a ciencia ciertasi quería felicitarme por mi decisión, o adivinabaque si en aquel momento podía hilar dos ideas eragracias a una droga que Mouche me había adminis-trado al despertar. Pronto fui llevado al despachodel Rector, que me hizo firmar un contrato, dándomeel dinero de mi viaje junto a un pliego donde sedetallaban los puntos principales de la tarea con-fiada. Algo aturdido por la rapidez del arreglo, sintener todavía una idea muy clara de lo que me es-peraba, me vi después en una larga sala desiertadonde el Curador me suplicó que lo aguardara unmomento, mientras iba a la Biblioteca, para saludaral Decano de la Facultad de Filosofía, recién llegadodel Congreso de Amsterdam. Observé con agradoque aquella galería era un museo de reproduccionesfotográficas y de vaciados en yeso, destinado a losestudiantes de Historia del Arte. De súbito, la uni-versalidad de ciertas imágenes, una Ninfa impresio-nista, una familia de Manet, la misteriosa miradade Madame Riviere, me llevó a los días ya lejanosen que había tratado de aliviar una congoja de via-jero decepcionado, de peregrino frustrado por laprofanación de Santos Lugares, en el mundo —casisin ventanas— de los museos. Eran los meses en quevisitaba las tiendas de artesanos, los palcos de ópe-ra, los jardines y cementerios de las estampas ro-mánticas, antes de asistir con Goya a los combatesdel Dos de Mayo, o de seguirlo en el Entierro de laSardina, cuyas máscaras inquietantes más tenían de

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penitentes borrachos, de mengues de auto sacramen-tal, que de disfraces de jolgorio. Luego de un des-canso entre los labriegos de Le Nain, iba a caer enpleno Renacimiento, gracias a algún retrato de con-dottiero, de los que cabalgan caballos más mármolque carne, entre columnas afestivadas de bandero-las. Agradábame a veces convivir con los burguesesmedievales, que tan abundosamente tragaban su vinode especies, se hacían pintar con la Virgen donada—para constancia de la donación—, trinchaban lecho-nes de tetas chamuscadas, echaban sus gallos flamen-cos a pelear, y metían la mano en el escote deribaldas de ceroso semblante que, más que lascivas,parecían alegres mozas de tarde de domingo, puestasen venia de pecar nuevamente por la absolución deun confesor. Una hebilla de hierro, una bárbara co-rona erizada de púas martilladas, que llevaban, luegoa la Europa merovingia, de selvas profundas, tierrassin caminos, migraciones de ratas, fieras famosaspor haber llegado espumajeantes de rabia, en díade feria, hasta la Plaza Mayor de una ciudad. Luego,eran las piedras de Micenas, las galas sepulcrales, lasalfarerías pesadas de una Grecia tosca y aventurera,anterior a sus propios clasicismos, toda oliente areses asadas a la llama, a cardadas y boñigas, a sudorde garañones en celo. Y así, de peldaño en peldaño,llegaba a las vitrinas de los rascadores, hachas, cu-chillos de sílex, en cuya orilla me detenía, fascinadopor la noche del magdaleniense, solutrense, preche-lense, sintiéndome llegado a los confines del hombre,a aquel límite de lo posible que podía haber sido,según ciertos cosmógrafos primitivos, el borde de latierra plana, allí donde asomándose la cabeza al vér-tigo sideral del infinito, debía verse el cielo tambiénabajo... El Cronos de Goya me devolvió a la época,por el camino de vastas cocinas ennoblecidas de

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bodegones. Encendía su pipa el síndico con unabrasa, escaldaba la fámula una liebre en el hervorde un gran caldero, y por una ventana abierta, veíaseel departir de las hilanderas en el silencio del patiosombreado por un olmo. Ante las conocidas imáge-nes me preguntaba si, en épocas pasadas, los hom-bres añorarían las épocas pasadas, como yo, en estamañana de estío, añoraba —como por haberlos co-nocido— ciertos modos de vivir que el hombre habíaperdido para siempre.

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CAPITULO SEGUNDO

Ha! I scent life!.

S H ELLEY

IV

(Miércoles, 7 de junio)

Desde hacía algunos minutos, nuestros oídosnos advertían que estábamos descendiendo. De prontolas nubes quedaron arriba, y el volar del avión sehizo vacilante, como desconfiado de un aire inestableque lo soltaba inesperadamente, lo recogía, dejabaun ala sin apoyo, lo entregaba luego al ritmo de olasinvisibles. A la derecha se alzaba una cordillera deun verde de musgo, difuminada por la lluvia. Allá, enpleno sol, estaba la ciudad. El periodista que se habíainstalado a mi lado —pues Mouche dormía en todala anchura del asiento de atrás—, me hablaba conuna mezcla de sorna y cariño de aquella capital dis-persa, sin estilo, anárquica en su topografía, cuyasprimeras calles se dibujaban ya debajo de nosotros.Para seguir creciendo a lo largo del mar, sobre unaangosta faja de arena delimitada por los cerros queservían de asiento a las fortificaciones construidaspor orden de Felipe II, la población había tenidoque librar una guerra de siglos a las marismas, lafiebre amarilla, los insectos y la inconmovilidad depeñones de roca negra que se alzaban, aquí y allá,

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inescalables, solitarios, pulidos, con algo de tiro deaerolito salido de una mano celestial. Esas molesinútiles, paradas entre los edificios, las torres de lasiglesias modernas, las antenas, los campanarios an-tiguos, los cimborrios de comienzo del siglo, fal-seaban las realidades de la escala, estableciendo otranueva, que no era la del hombre, como si fueranedificaciones destinadas a un uso desconocido, obrade una civilización inimaginable, abismada en nochesremotas. Durante centenares de años se había lucha-do contra raíces que levantaban los pisos y resque-brajaban las murallas; pero cuando un rico propie-tario se iba por unos meses a París, dejando lacustodia de su residencia a servidumbres indolentes,las raíces aprovechaban el descuido de canciones ysiestas para arquear el lomo en todas partes, acaban-do en veinte días con la mejor voluntad funcional deLe Corbusier. Habían arrojado las palmeras de lossuburbios trazados por eminentes urbanistas, perolas palmeras resurgían en los patios de las casascoloniales, dando un columnal empaque de guarda-rrayas a las avenidas más céntricas —las primerasque trazaran, a punta de espada, en el sitio másapropiado, los fundadores de la primitiva villa—. Do-minando el hormigueo de las calles de Bolsas yperiódicos, por sobre los mármoles de los Bancos,la riqueza de las Lonjas, la blancura de los edificiospúblicos, se alzaba bajo un sol en perenne canículael mundo de las balanzas, caduceos, cruces, geniosalados, banderas, trompetas de la Fama, ruedas den-tadas, martillos y victorias, con que se proclamaban,en bronce y piedra, la abundancia y prosperidad dela urbe ejemplarmente legislada en sus textos. Perocuando llegaban las lluvias de abril nunca eran sufi-cientes los desagües, y se inundaban las plazascéntricas con tal desconcierto del tránsito, que los

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vehículos conducidos a barrios desconocidos, derri-baban estatuas, se extraviaban en callejones ciegos,estrellándose, a veces, en barrancas que no se mos-traban a los forasteros ni a los visitantes ilustres,porque estaban habitadas por gente que se pasabala vida a medio vestir, templando el guitarrico, apo-rreando el tambor y bebiendo ron en jarros dehojalata. La luz eléctrica penetraba en todas partesy la mecánica trepidaba bajo el techo de los gotero-nes. Aquí las técnicas eran asimiladas con sorpren-dente facilidad, aceptándose como rutina cotidianaciertos métodos que eran cautelosamente experimen-tados, todavía, por los pueblos de vieja historia. Elprogreso se reflejaba en la lisura de los céspedes, enel fausto de las embajadas, en la multiplicación delos panes y de los vinos, en el contento de los mer-caderes, cuyos decanos habían alcanzado a conocerel terrible tiempo de los anofeles. Sin embargo, habíaalgo como un polen maligno en el aire —polen duen-de, carcoma impalpable, moho volante— que se,po-nía a actuar, de pronto, con misteriosos designios,para abrir lo cerrado y cerrar lo abierto, embrollarlos cálculos, trastocar el peso de los objetos, malearlo garantizado. Una mañana, las ampolletas de suerode un hospital amanecían llenas de hongos; los apa-ratos de precisión se desajustaban; ciertos licoresempezaban a burbujear dentro de las botellas; elRubens del Museo Nacional era mordido por unparásito desconocido que desafiaba los ácidos; lagente se lanzaba a las ventanillas de un banco enque nada había ocurrido; llevada al pánico por losdecires de una negra vieja que la policía buscabaen vano. Cuando esas cosas ocurrían, una sola expli-cación era aceptada por buena entre los que estabanen los secretos de la ciudad: «¡Es el Gusano!» Nadiehabía visto al Gusano. Pero el Gusano existía, entre-

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gado a sus artes de confusión, surgiendo dondemenos se le esperaba, para desconcertar la másprobada experiencia. Por lo demás, las lluvias derayos en tormenta seca eran frecuentes y, cada diezaños, centenares de casas eran derribadas por unciclón que iniciaba su danza circular en algún lugardel Océano. Como ya volábamos muy bajo, enfilandola pista de aterrizaje, pregunté a mi compañeropor aquella casa tan vasta y amable, toda rodeadade jardines en terrazas, cuyas estatuas y surtidoresdescendían hasta la orilla del mar. Supe que allívivía el nuevo Presidente de la República, y que, pormuy pocos días, me había faltado de asistir a losfestejos populares, con desfiles de moros y romanos,que acompañaran su solemne investidura. Pero yadesaparece la hermosa residencia bajo el ala izquier-da del avión. Y es luego el placentero regreso a latierra, el rodar en firme, y la salida de los sordosa la oficina de los cuños, donde se responde a laspreguntas con cara de culpable. Aturdido por unaire distinto, esperando a los que, sin darse prisa,habrán de examinar el contenido de nuestras male-tas, pienso que aún no me he acostumbrado a laidea de hallarme tan lejos de mis caminos acostum-brados. Y a la vez hay como una luz recobrada, unolor a espartillo caliente, a un agua de mar que elcielo parece calar en profundidad, llegando a lo máshondo de sus verdes —y también cierto cambio dela brisa que trae el hedor de crustáceos podridosen algún socavón de la costa. Al amanecer, cuandovolábamos entre nubes sucias, estaba arrepentidode haber emprendido el viaje; tenía deseos de apro-vechar la primera escala para regresar cuanto antesy devolver el dinero a la Universidad. Me sentíapreso, secuestrado, cómplice de algo execrable, eneste encierro del avión, con el ritmo en tres tiempos,

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oscilante, de la envergadura empeñada en luchacontra el viento adverso que arrojaba, a veces, unatenue lluvia sobre el aluminio de las alas. Pero ahora,una rara voluptuosidad adormece mis escrúpulos.Y una fuerza me penetra lentamente por los oídos,por los poros: el idioma. He aquí, pues, el idiomaque hablé en mi infancia; el idioma en que aprendía leer y a solfear; el idioma enmohecido en mi mentepor el poco uso, dejado de lado como herramientainútil, en país donde de poco pudiera servirme. Es-tos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves agora. Estos Fabio...Me vuelve a la mente, tras de largo olvido, ese versodado como ejemplo de interjección en una pequeñagramática que debe estar guardada en alguna partecon un retrato de mi madre y un mechón de pelorubio que me cortaron cuando tenía seis años, Y esel idioma de ese verso el que ahora se estampa enlos letreros de los comercios que veo por los venta-nales de la sala de espera; ríe y se deforma en lajerga de los maleteros negros; se hace caricatura deun ¿Biva el Precidente!, cuyas faltas de ortografíaseñalo a Mouche, con orgullo de quien, a partir deeste instante, será su guía e intérprete en la ciudaddesconocida. Esta repentina sensación de superiori-dad sobre ella vence mis últimos escrúpulos. No mepesa haber venido. Y pienso en una posibilidad quehasta ahora no había imaginado: en algún lugar dela ciudad deben estar en venta los instrumentos cuyacolección me fue encomendada. Sería increíble quealguien —un vendedor de objetos curiosos, un explo-rador cansado de andanzas— no hubiese pensado ensacar provecho de cosas tan estimadas por los fo-rasteros. Yo sabría encontrar a ese alguien, y enton-ces acallaría al aguafiestas que dentro de mí llevaba.Tan buena me pareció la idea que, cuando yarodábamos hacia el hotel por calles de barrios

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populares, hice que nos detuviéramos ante un rastroque tal vez fuera ya la providencia esperada. Erauna casa de rejas muy enrevesadas, con gatos viejosen todas las ventanas, en cuyos balcones dormitabanunos loros plumiparados, como polvorientos, queparecían una vegetación musgosa nacida de la ver-dosa fachada. Nada sabía el baratillero-anticuariode los instrumentos que me interesaban, y, porllamar mi atención sobre otros objetos, me mostróuna gran caja de música en que unas mariposasdoradas, montadas en martinetes, tocaban valses yredowas en una especie de salterio. Sobre mesascubiertas de vasos sostenidos por manos de corna-lina había retratos de monjas profesas coronadas deflores. Una Santa de Lima, saliendo del cáliz de unarosa en el alborotoso revuelo de querubines, com-partía una pared con escenas de tauromaquia. Mou-che se antojó de un hipocampo hallado entrecamafeos y dijes de coral, aunque le hice observarque podría encontrarlos iguales en cualquier parte.«¡Es el hipocampo negro de Rimbaud!», me respon-dió, pagando el precio de aquella polvorienta yliteraria cosa. Yo hubiera querido comprar un rosarioafiligranado, de hechura colonial, que estaba en unavitrina; pero me resultó demasiado costoso, porquela cruz se adornaba de piedras verdaderas. Al salirde aquel comercio, bajo la enseña misteriosa deRastro de Zoroastro, mi mano rozó una albahacaplantada en un tiesto. Me detuve, removido a lohondo, al hallar el perfume que encontraba en lapiel de una niña —María del Carmen, hija de aqueljardinero...— cuando jugábamos a los casados enel traspatio de una casa que sombreaba un anchotamarindo, mientras mi madre probaba en el pianoalguna habanera de reciente edición.

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V

(Jueves, 8)

Mi mano sobresaltada busca, sobre el mármolde la mesa de noche, aquel despertador que está so-nando, si acaso, muy arriba en el mapa, a miles dekilómetros de distancia. Y necesito de alguna refle-xión, echando una larga ojeada a la plaza, entrepersianas, para comprender que mi hábito —el decada mañana, allá— ha sido burlado por el triángulode un vendedor ambulante. Oyese luego el caramillode un amolador de tijeras, extrañamente concertadosobre el melismático pregón de un gigante negroque lleva una cesta de calamares en la cabeza. Losárboles, mecidos por la brisa tempranera, nievan deblancas pelusas una estatua de procer que tiene algode Lord Byron por el tormentoso encrespamiento dela corbata de bronce, y algo también de Lamartine,por el modo de presentar una bandera a invisiblesamotinados. A lo lejos repican las campanas de unaiglesia con uno de esos ritmos parroquiales, conse-guido por el guindarse de las cuerdas, que ignoranlos carillones eléctricos de las falsas torres góticasde mi país. Mouche, dormida, se ha atravesado enla cama de modo que no queda lugar para mí. A ve-ves, molesta por un calor inhabitual, trata de quitar-se la sábana de encima, enredando más las piernasen ella. La miro largamente, algo resquemado porel chasco de la víspera: aquella crisis de alegría,debida al perfume de un naranjo cercano, que nosalcanzó en este cuarto piso, acabando con los gran-des júbilos físicos que yo me hubiera prometidopara aquella primera noche de convivencia con ellaen un clima nuevo. Yo la había calmado con unsomnífero, recurriendo luego a la venda negra para

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hundir más pronto mi despecho en el sueño. Vuelvoa mirar entre persianas. Más allá del Palacio de losGobernadores, con sus columnas clásicas sostenien-do un cornisamento barroco, reconozco la fachadaSegundo Imperio del teatro donde anoche, a faltade espectáculos de un color más local, nos acogie-ran, bajo grandes arañas de cristal, los marmóreosdrapeados de las Musas custodiadas por bustos deMeyerbeer, Donizetti, Rossini y Hérold. Una escaleracon curvas y floreo de rococó en el pasamano noshabía conducido a la sala de terciopelos encarnados,con dentículos de oro al borde de los balcones, dondese afinaban los instrumentos de la orquesta, cubier-tos por las alborotosas conversaciones de la platea.Todo el mundo parecía conocerse. Las risas se en-cendían y corrían por los palcos, de cuya penumbracálida emergían brazos desnudos, manos que poníanen movimiento cosas tan rescatadas del otro siglocomo gemelos de nácar, impertinentes y abanicos deplumas. La carne de los escotes, la atadura de lossenos, los hombros, tenían una cierta abundanciamuelle y empolvada que invitaba a la evocación delcamafeo y del cubrecorsé de encajes. Pensaba diver-tirme con los ridículos de la ópera que iba a repre-sentarse dentro de las grandes tradiciones de labravura, la coloratura, la fioritura. Pero ya se habíaalzado el telón sobre el jardín del castillo de Lamer-moore, sin que lo desusado de una escenografía defalsas perspectivas, mentideros y birlibirloques, es-tuviese aguzando mi ironía. Me sentía dominado másbien por su indefinible encanto, hecho de recuerdosimprecisos y de muy remotas y fragmentadas año-ranzas. Esta gran rotonda de terciopelo, con susescotes generosos, el pañuelo de encajes entibiadoentre los senos, las cabelleras profundas, el perfumea veces excesivo; ese escenario donde los cantantes

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perfilaban sus arias con las manos llevadas al cora-zón, en medio de una portentosa vegetación de telascolgadas; ese complejo de tradiciones, comportamien-tos, maneras de hacer, imposible ya de remozar enuna gran capital moderna, era el mundo mágico delteatro, tal como pudo haberlo conocido mi ardientey pálida bisabuela, la de ojos a la vez sensuales yvelados, toda vestida de raso blanco, del retrato deMadrazo que tanto me hiciera soñar en la niñez,antes de que mi padre tuviera que vender el óleoen días de penuria. Una tarde en que estaba solo enla casa, yo había descubierto, en el fondo de un baúl,el libro de cubiertas de marfil y cerradura de platadonde la dama del retrato hubiera llevado su diariode novia. En una página, bajo pétalos de rosa queel tiempo había vuelto de color tabaco, encontré lamaravillada descripción de una Gemma di Vergycantada en un teatro de La Habana, que en tododebía corresponder a lo que contemplaba esta noche.Ya no esparaban afuera los cocheros negros de altasbotas y chisteras con escarapela; no se meceríanen el puerto los fanales de las corbetas, ni habríatonadilla en fin de fiesta. Pero eran, en el público,los mismos rostros enrojecidos de gozo ante la fun-ción romántica; era la misma desatención ante loque no cantaban las primeras figuras, y que, apenassalido de páginas muy sabidas, sólo servía de fondomelodioso a un vasto mecanismo de miradas inten-cionadas, de ojeadas vigilantes, cuchicheos detrás delabanico, risas ahogadas, noticias que iban y venían,discreteos, desdenes y fintas, juego cuyas reglas meeran desconocidas, pero que yo observaba con envi-dia de niño dejado fuera de un gran baile de dis-fraces.

Llegado el intermedio, Mouche se había decla-rado incapaz de soportar más, pues aquello —decía—

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era algo así como «la Lucía vista por Madame Bovaryen Rouen». Aunque la observación no carecía dealguna justeza, me sentí irritado, súbitamente, poruna suficiencia muy habitual en mi amiga, que laponía en posición de hostilidad apenas se veía en •contacto con algo que ignorara los santos y señasde ciertos ambientes artísticos frecuentados por ellaen Europa. No despreciaba la ópera, en este mo-mento, porque algo chocara realmente su muy escasasensibilidad musical, sino porque era consigna de sugeneración despreciar la ópera. Viendo que de nadaservía la argucia de evocar la Opera de Parma endías de Stendhal para conseguir que volviera a subutaca, salí del teatro muy contrariado. Sentía nece-sidad de discutí: con ella agriamente, para anticipar-me a un tipo de reacciones que podía aguarme losmejores placeres de este viaje. Quería neutralizar deantemano ciertas críticas previsibles para quien co-nocía las conversaciones —siempre prejuiciadas enlo intelectual— que en su casa se llevaban. Peropronto nos vino al encuentro una noche más hondaque la noche del teatro: una noche que se nos impu-so por sus valores de silencio, por la solemnidad desu presencia cargada de astros. Podía desgarrarlamomentáneamente cualquier estridencia del tránsito.Volvía luego a hacerse entera, llenando los zaguanesy portones, espesándose en casas de ventanas abier-tas que parecían deshabitadas, pesando sobre lascalles desiertas, de grandes arcadas de piedra. Unsonido nos hizo detenernos, asombrados, teniendoque caminar varias veces para comprobar la mara-villa: nuestros pasos resonaban en la acera delfrente. En una plaza, frente a una iglesia sin estilo,toda en sombras y estucos, había una fuente detritones en la que un perro velludo, parado en laspatas traseras, metía la lengua con deleitoso so-

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mormujo. Las saetas de los relojes no mostrabanprisa, marcando las horas con criterio propio, decampanarios vetustos y frontis municipales. Cuestaabajo, hacia el mar, se adivinaba la agitación de losbarrios modernos; pero por más que allá parpadea-ran, en caracteres luminosos, las invariables enseñasde los establecimientos nocturnos, era bien evidenteque la verdad de la urbe, su genio y figura, se expre-saba aquí en signos de hábitos y de piedras. Al finde la calle nos encontramos frente a una casona deanchos soportales y musgoso tejado, cuyas ventanasse abrían sobre un salón adornado por viejos cuadroscon marcos dorados. Metimos las caras entre lasrejas, descubriendo que junto a un magnífico ge-neral de ros y entorchados, al lado de una pinturaexquisita que mostraba tres damas paseando en unavolanta, había un retrato de Taglioni, con pequeñasalas de libélula en el tallo. Las luces estaban encen-didas en medio de cristales tallados y no se advertía,sin embargo, una presencia humana en los corredoresque conducían a otras estancias iluminadas. Eracomo si un siglo antes se hubiese dispuesto todopara un baile al que nadie hubiera asistido nunca. Depronto, en un piano al que el trópico había dadosonoridad de espineta, sonó la pomposa introducciónde un vals tocado a cuatro manos. Luego, la brisaagitó las cortinas y el salón entero pareció esfumarseen un revuelo de tules y encajes. Roto el sortilegio,Mouche declaró que estaba fatigada. Cuando más meiba dejando llevar por el encanto de esa noche queme revelaba el significado exacto de ciertos recuerdosborrosos, mi amiga rompía la fruición de una pazolvidada de la hora que hubiera podido conducirmeal alba sin cansancio. Allá, más arriba del tejado, lasestrellas presentes pintaban tal vez los vértices dela Hidra, el Navio Argos, el Sagitario y la Cabellera

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de Berenice, con cuyas figuraciones se adornaría elestudio de Mouche. Pero hubiera sido inútil pregun-tarle, pues ella ignoraba como yo —fuera de lasOsas— la exacta situación de las constelaciones. Aladvertir ahora lo burlesco de ese desconocimientoen quien vivía de los astros, me eché a reír, volvién-dome hacia mi amiga. Ella abrió los ojos sin des-pertarse, me miró sin verme, suspiró profundamentey se volvió hacia la pared. Me dieron ganas de acos-tarme de nuevo; pero pensé que fuera bueno apro-vecharse de su sueño para iniciar la búsqueda delos instrumentos indígenas —la idea me obsesiona-ba— tal como lo había pensado la víspera. Sabía queal verme tan empeñado en el propósito me trataría,por lo menos, de ingenuo. Por lo mismo, me vestíapresuradamente y salí sin despertarla.

El Sol, metido de lleno en las calles, rebotan-do en los cristales, tejiéndose en hebras inquietas sobreel agua de los estanques, me resultó tan extraño, tannuevo, que para comparecer ante él tuve que com-prar espejuelos de cristales oscuros. Luego traté deorientarme hacia el barrio de la casona colonial, encuyos alrededores debía haber baratillos y tiendasraras. Remontando una calle de aceras estrechas medetenía, a veces, para contemplar las muestras depequeños comercios, cuya apostura evocaba artesa-nías de otros tiempos: eran las letras floreadas deTutilimundi, la Bota de Oro, el Rey Midas y el ArpaMelodiosa, junto al Planisferio colgante de una libre-ría de viejo, que giraba al azar de la brisa. En unaesquina, un hombre abanicaba el fuego de una hor-nilla sobre la que se asaba un pernil de ternero,hincado de ajos, cuyas grasas reventaban en humoacre, bajo una rociada de orégano, limón y pimien-ta. Más allá ofrecíanse sangrías y garapiñas, sobrelos aceites rezumos del pescado frito. De súbito, un

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calor de hogazas tibias, de masa recién horneada,brotó de los respiraderos de un sótano, en cuyapenumbra se afanaban, cantando, varios hombres,blancos de pelo a zuecos. Me detuve con deleitosasorpresa. Hacía mucho tiempo que tenía olvidadaesa presencia de la harina en las mañanas, allá dondeel pan, amasado no se sabía dónde, traído de nocheen camiones cerrados, como materia vergonzosa, ha-bía dejado de ser el pan que se rompe con las ma-nos, el pan que reparte el padre luego de bendecirlo,el pan que debe ser tomado con gesto deferente antesde quebrar su corteza sobre el ancho cuenco de sopade puerros o de asperjarlo con aceite y sal, paravolver a hallar un sabor que, más que sabor a pancon aceite y sal, es el gran sabor mediterráneo queya llevaban pegado a la lengua los compañeros deUlises. Este reencuentro con la harina, el descubri-miento de un escaparate que exhibía estampas dezambos bailando la marinera, me distraían del objetode mi vagar por calles desconocidas. Aquí me deteníaante un fusilamiento de Maximiliano; allá hojeabauna vieja edición de Los Incas de Marmontel, cuyasilustraciones tenían algo de la estética masónica deLa Flauta Mágica. Escuchaba un Mambrú cantadopor los niños que jugaban en un patio oloroso anatillas. Y así, atraído ahora por la mañanera fres-cura de un viejo cementerio, andaba a la sombra desus cipreses, entre tumbas que estaban como olvida-das en medio de yerbas y campánulas. A veces, trasde un cristal empañado por los hongos, se ostentabael daguerrotipo de quien yacía bajo el mármol: unestudiante de ojos afiebrados, un veterano de la Gue-tra de Fronteras, una poetisa coronada de laurel. Yocontemplaba el monumento a las víctimas de unnaufragio fluvial, cuando el aire fue desgarrado, enalguna parte, como papel encerado, por una descarga

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de ametralladoras. Eran los alumnos de una escuelamilitar, sin duda, que se adiestraban en el manejode las armas. Hubo un silencio y volvieron a enre-darse los arrullos de palomas que hinchaban el bucheen torno a los vasos romanos.

Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves agora,campos de soledad, mustio collado,fueron un tiempo Itálica famosa.

Repetía y volvía a repetir estos versos que meregresaban a jirones desde la llegada y por fin sehabían reconstruido en mi memoria, cuando se oyónuevamente, con más fuerza, el tableteo de las ame-tralladoras. Un niño pasó a todo correr, seguido deuna mujer despavorida, descalza, que llevaba unabatea de ropas mojadas en brazos, y parecía huirde un gran peligro. Una voz gritó en alguna parte,detrás de las tapias: «¡Ya empezó! ¡Ya empezó». Algoinquieto salí del cementerio y regresé hacia la partemoderna de la ciudad. Pronto pude darme cuentade que las calles estaban vacías de transeúntes y loscomercios habían cerrado sus puertas y cortinasmetálicas con una prisa que nada bueno anunciaba.Saqué mi pasaporte, como si los cuños estampadosentre sus tapas tuvieran alguna eficacia protectora,cuando una grita me hizo detener, realmente asus-tado, al amparo de una columna. Una multitudvociferante, hostigada por el miedo, desembocó deuna avenida, derribándolo todo por huir de unarecia fusilería. Llovían cristales rotos. Las balas to-paban con el metal de los postes del alumbrado,dejándolos vibrantes como tubos de órgano quehubieran recibido una pedrada. El latigazo de uncable de alta tensión acabó de despejar la calle, cuyoasfalto se encendió a trechos. Cerca de mí, un ven-

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dedor de naranjas se desplomó de bruces, echandoa rodar las frutas que se desviaban y saltaban alser alcanzadas por un plomo a ras del suelo. Corría la esquina más próxima, para guarecerme en unsoportal de cuyas pilastras colgaban billetes de lote-ría dejados en la fuga. Sólo un mercado de pájarosme . separaba ya del fondo del hotel. Decidido porel zumbar de una bala que, luego de pasar sobremi hombro, había agujereado la vitrina de unafarmacia, emprendí la carrera. Saltando por en-cima de las jaulas, atropellando canarios, pateandocolibríes, derribando posaderos de cotorras empavo-recidas, acabé por llegar a una de las puertas deservicio que había permanecido abierta. Un tucán,que arrastraba un ala rota, venía saltando detrásde mí, como queriendo acogerse a mi protección.Detrás, erguido sobre el manubrio de un velocípedoabandonado, un soberbio guacamayo permanecía enmedio de la plaza desierta, solo, calentándose al sol.Subí a nuestra habitación. Mouche seguía durmien-do, abrazada a una almohada, con la camisa por lascaderas y los pies enredados entre sábanas. Tran-quilizado en cuanto a ella respectaba, bajé al hallen busca de explicaciones. Se hablaba de una revo-lución. Pero esto poco significaba para quien, comoyo, ignoraba la historia de aquel país en todo lo quefuera ajeno al Descubrimiento, la Conquista y losviajes de algunos frailes que hubieran hablado delos instrumentos musicales de sus primitivos pobla-dores. Me puse, pues, a interrogar a cuantos, pormucho comentar y acalorarse, parecían tener unabuena información. Pero pronto observé que cadacual daba una versión particular de los aconteci-mientos, citando los nombres de personalidades que,desde luego, eran letra muerta para mí. Traté enton-ces de conocer las tendencias, los anhelos de los

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bandos en pugna, sin hallar más claridad. Cuandocreía comprender que se trataba de un movimientode socialistas contra conservadores o radicales, decomunistas contra católicos, se barajaba el juego,quedaban invertidas las posiciones, y volvían a ci-tarse los apellidos, como si todo lo que ocurría fuesemás una cuestión de personas que una cuestión departidos. Cada vez me veía devuelto a mi ignoranciapor la relación de hechos que parecían historias degüelfos y gibelinos, por su sorprendente aspectode ruedo familiar, de querella de hermanos enemi-gos, de lucha entablada entre gente ayer unida.Cuando me acercaba a lo que podía ser, según mihabitual manera de razonar, un conflicto políticopropio de la época, caía en algo que más se aseme-jaba a una guerra de religión. Las pugnas entre losque parecían representar la tendencia avanzada y laposición conservadora se me representaban, por elincreíble desajuste cronológico de los criterios, comouna especie de batalla librada, por encima deltiempo, entre gentes que vivieran en siglos distin-tos. «Muy justo —me respondía un abogado delevita, chapado a la antigua, que parecía aceptar losacontecimientos con su sorprendente calma—; pienseque nosotros, por tradición, estamos acostumbradosa ver convivir Rousseau con el Santo Oficio, y lospendones al emblema de la Virgen con El Capital...»En eso apareció Mouche, muy angustiada, pues habíasido sacada del sueño por las sirenas de ambulanciasque pasaban, ahora, cada vez más numerosas, ca-yendo en pleno mercado de pájaros, donde, al en-contrar de súbito el falso obstáculo de las jaulasamontonadas, los conductores frenaban brutalmente,aplastando de un bandazo a los últimos sinsontlesy turpiales que quedaban. Ante la ingrata perspectivadel encierro forzoso, mi amiga se irritó grandemente

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contra los acontecimientos que trastornaban todossus planes. En el bar, los forasteros habían armadosus malhumoradas partidas de naipes y de dados,entre copas, rezongando contra los estados mestizosque siempre tenían un zafarrancho en reserva. Eneso supimos que varios mozos del hotel habían des-aparecido. Los vimos pasar, poco después, bajo lasarcadas del frente, armados de mausers, con variascartucheras terciadas. Al ver que habían conservadolas chaquetas blancas del servicio, hicimos chistesdel marcial empaque. Pero, al llegar a la esquinamás próxima, los dos que marchaban delante sedoblaron, de repente, alcanzados en el vientre porun pase de metralla. Mouche dio un grito de horror,llevando las manos a su propio vientre. Todos retro-cedimos en silencio hacia el fondo del hall, sin poderquitar los ojos de aquella carne yacente sobre elasfalto enrojecido, insensible ya a las balas que enella se encajaban todavía, poniendo nuevos marcha-mos de sangre en la claridad del dril. Ahora, loschistes hechos un poco antes me parecieron abyec-tos. Si en estos países se moría por pasiones queme fueran incomprensibles, no por ello era la muertemenos muerte. Al pie de ruinas contempladas sinorgullo de vencedor, yo había puesto el pie, más deuna vez, sobre los cuerpos de hombres muertos pordefender razones que no podían ser peores que lasque aquí se invocaban. En ese momento pasaronvarios carros blindados —desechos de nuestra gue-rra—, y al cabo del trueno de sus cremalleras parecióque el combate de calle hubiera cobrado una mayorintensidad. En las inmediaciones de la fortaleza deFelipe II, las descargas se fundían por momentos enun fragor compacto que no dejaba oír ya el estam-pido aislado, estremeciendo el aire con una ininte-rrumpida deflagración que acudía o se alejaba, según

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soplara el viento, con embates de mar de fondo.A veces, sin embargo, se producía una pausa re-pentina. Parecía que todo hubiera terminado. Seescuchaba el llanto de un niño enfermo en el vecin-dario, cantaba un gallo, golpeaba una puerta. Pero,de pronto, irrumpía una ametralladora y volvíaseal estruendo, siempre apoyado por el desgarradoulular de las ambulancias. Un mortero acababa deabrir fuego cerca de la Catedral antigua, en cuyascampanas topaba a veces una bala con sonoro mar-tillazo. «Eh, bien, c'est gai», exclamó a nuestro ladouna mujer de voz cantarína y grave, con algo engo-lado, que se nos presentó como canadiense y pin-tora, divorciada de un diplomático centroamericano.Aproveché la oportunidad para dejar a Mouche enconversación con alguien, para apurar un alcoholfuerte que me hiciese olvidar la presencia, tan cer-cana, de los cadáveres que acababan de atiesarseahí, junto a la acera. Luego de un almuerzo defiambres que no anunciaba banquetes futuros, trans-currieron las horas de la tarde con increíblerapidez, entre lecturas deshilvanadas, partidas decartas, conversaciones llevadas con la mente puestaen otra cosa, que mal disimulaban la general angus-tia. Cuando cayó la noche, Mouche y yo nos dimosa beber desaforadamente, encerrados en nuestrahabitación, por no pensar demasiado en lo que nosenvolvía; al fin, hallada la despreocupación suficientepara hacerlo, nos dimos al juego de los cuerpos,hallando una voluptuosidad aguda y rara en abrazar-nos, mientras otros, en torno nuestro, se entregabana juegos de muerte. Había algo del frenesí que animaa los amantes de danzas macabras en el afán deestrecharnos más —de llevar mi absorción a ungrado de hondura imposible— cuando las balas zum-baban ahí mismo, detrás de las persianas o se incrus-

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taban, con roturas del estuco, en el domo quecoronaba el edificio. Al fin quedamos dormidos sobrela alfombra clara del piso. Y fue ésa la primera noche,en mucho tiempo, que dio descanso sin antifaz nidrogas.

VI

(Viernes, 9)

Al día siguiente, impedidos de salir, tratamosde acomodarnos a la realidad de bu~go sitiado, denave en cuarentena, que nos imponían los aconteci-mientos. Pero, lejos de inducir a la pereza, la trágicasituación que reinaba en las calles se había tradu-cido, entre estas paredes que nos defendían delexterior, en una necesidad de hacer algo. Quien teníaun oficio trataba de armar taller u oficina, comopara demostrar a los demás que en las situacionesanormales era necesario afincarse en la permanenciade un empeño. En el estrado de música del comedor,un pianista ejecutaba los trinos y mordentes de unrondó clásico, buscando sonoridades de clavicémbalobajo las teclas demasiado duras. Las segundas partesde una compañía de ballet hacían barras a lo largodel bar, mientras la estrella perfilaba lentos arabes-cos sobre el encerado del piso, entre mesas arrimadasa las paredes. Sonaban máquinas de escribir en todoel edificio. En el salón de correspondencia, los nego-ciantes revolvían el contenido de grandes carterasde becerro. Frente al espejo de su habitación, elKappelmeister austríaco, invitado por la SociedadFilarmónica de la ciudad, dirigía el Réquiem deBrahms con gestos magníficos, dando las entradasfugadas a un vasto coro imaginario. No quedaba una

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revista, una novela policíaca, una lectura distrayente,en el puesto de periódicos y publicaciones. Mouchefue en busca de su traje de baño, pues se habíanabierto las puertas de un patio resguardado, dondeunos pocos inactivos tomaban baños de sol en tornoa una fuente de mosaicos, entre arecas en tiestosy ranas de cerámica verde. Noté con alguna alarmaque los huéspedes precavidos habían hecho provisiónde tabaco, vaciando de cigarrillos el expendio delhotel. Me acerqué a la entrada del hall, cuya reja debronce estaba cerrada. Afuera, el tiroteo había dis-minuido en intensidad. Parecía más bien que hubieracomo pequeños grupos, guerrillas, que se enfrenta-ban en distintos barrios, librando batallas cortas,pero implacables, a juzgar por la precipitación conque las armas eran disparadas. En los techos yazoteas sonaban tiros aislados. Había un gran incen-dio en la parte norte de la ciudad: algunos afirmabanque era un cuartel lo que así ardía. Ante la inexpre-sividad que tenían para mí los apellidos que parecíandominar los acontecimientos, renuncié a hacer pre-guntas. Me sumí en la lectura de periódicos viejos,hallando cierta diversión en las informaciones delocalidades lejanas, que a menudo se referían a tor-mentas, cetáceos arrojados a las playas, sucesos debrujería. Dieron las once —hora que yo esperabacon cierta impaciencia— y observé que las mesasdel bar seguían arrimadas a las paredes. Se supoentonces que los últimos sirvientes fieles se habíanmarchado, poco después del alba, para sumarse a larevolución. Esta noticia, que no me pareció mayor-mente alarmante, tuvo el efecto de producir unverdadero pánico entre los huéspedes. Abandonandosus ocupaciones, acudieron todos al hall, donde elgerente trataba de aplacar los ánimos. Al saber queno habría pan ese día, una mujer rompió a llorar.

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En eso, un grifo abierto escupió una gárgara herrum-brosa, aspirando luego una suerte de tirolesa quecorrió por todos los caños del edificio. Al ver caerel chorro que brotaba de la boca del tritón, en mediode la fuente, comprendimos que desde aquel instantesólo podríamos contar con nuestras reservas de agua,que eran pocas. Se habló de epidemias, de plagas, queserían acrecentadas por el clima tropical. Alguientrató de comunicarse con su Consulado: los teléfonosno tenían corriente, y su mudez los hacía tan inútiles,mancos como estaban, con el bracito derecho col-gándoles del gancho de las reclamaciones, que mu-chos, irritados, los zarandeaban, los golpeaban sobrelas mesas, para hacerlos hablar. «Es el Gusano»decía el gerente, repitiendo el chiste que, en la ca-pital, había acabado por ser la explicación de todolo catastrófico. «Es el Gusano.» Y yo pensaba en lomucho que se exaspera el hombre, cuando sus má-quinas dejan de obedecerle, en tanto que andabaen busca de una escalera de mano, para lanzarmehasta la ventanilla de un baño del cuarto piso, desdela cual podía mirarse afuera sin peligro. Cansado deotear un panorama de tejados, advertí que algosorprendente ocurría al nivel de mis suelas. Eracomo si una vida subterránea se hubiera manifesta-do, de pronto, sacando de las sombras una multitudde bestezuelas extrañas. Por las cañerías sin agua,llenas de hipos remotos, llegaban raras liendres,obleas grises que andaban, cochinillas de caparachosmoteados, y, como engolosinados por el jabón unosciempiés de poco largo, que se ovillaban al menorsusto, quedando inmóviles en el piso como una di-minuta espiral de cobre. De las bocas de los grifossurgían antenas que avizoraban, desconfiadas, sinsacar el cuerpo que las movía. Los armarios se lle-naban de ruidos casi imperceptibles, papel roído,

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madera rascada, y quien hubiera abierto una puer-ta, de súbito, habría promovido fugas de insectostodavía inhábiles en correr sobre maderas encera-das, que de un mal resbalón quedaban de patas arri-ba, haciéndose los muertos. Un pomo de poción azu-carada, dejado sobre un velador, atraía una ascen-sión de hormigas rojas. Había alimañas debajo delas alfombras y arañas que miraban desde el ojode las cerraduras. Unas horas de desorden, de desa-tención del hombre por lo edificado, habían basta-do, en esta ciudad, para que las criaturas del humus,aprovechando la sequía de los caños interiores, in-vadieran la plaza sitiada. Una explosión cercana mehizo olvidar los insectos. Volví al hall, donde la ner-viosidad llegaba a su colmo. El Kappelmeister apa-reció en lo alto de la escalera, batuta en mano, atraí-do por las discusiones gritadas de los presentes.Ante su cabeza desmelenada, su mirada severa ycejuda, se hizo el silencio. Lo mirábamos con es-peranzada expectación, como si hubiese sido inves-tido de extraordinarios poderes para aliviar nuestraangustia. Usando de una autoridad a que lo teníaacostumbrado su oficio, el maestro afeó la pusilani-midad de los alarmistas, y exigió el nombramientoinmediato de una comisión de huéspedes que rindie-ra exacta cuenta de la situación, en cuanto a la exis-tencia de alimentos en el edificio; en caso necesario,él, habituado a mandar hombres, impondría el racio-namiento. Y para templar los ánimos, terminó invo-cando el sublime ejemplo del Testamento de Hei-ligenstadt. Algún cadáver, algún animal muerto, seestaba pudriendo al sol, cerca del hotel, pues unhedor de carroña se colaba por los tragaluces delbar, únicas ventanas exteriores que podían tenerseabiertas sin peligro, en la planta baja, por estar másarriba de la ménsula que remataba el revestimiento

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de caoba. Además, desde la media mañana, parecíaque las moscas se hubieran multiplicado, volandocon exasperante insistencia en torno a las cabezas.Cansada de estar en el patio, Mouche entró en elhall, anudando el cordón de su bata de felpa, queján-dose de que apenas si le habían dado medio baldede agua para bañarse, luego de tomar el sol. La acom-pañaba la pintora canadiense de voz cantarina y gra-ve, casi fea y sin embargo atractiva, que se nos hu-biera presentado la víspera. Conocía el país y toma-ba los acontecimientos con una despreocupación quetenía la virtud de aplacar la contrariedad de mi ami-ga, afirmando que pronto se produciría el desenlacede la situación. Dejé a Mouche con su nueva amiga,y, respondiendo a la llamada del Kappelmeister,bajé al sótano con los de la comisión para procedera un recuento de las subsistencias. Pronto vimos queera posible resistir el asedio durante unas dos sema-nas, a condición de no abusar de lo existente. Elgerente, auxiliado por el personal extranjero del ho-tel, se comprometía a preparar para cada comida unguisado sencillo que nosotros mismos iríamos a ser-virnos en las cocinas. Pisábamos un serrín húmedoy fresco, y la penumbra que reinaba en esa depen-dencia subterránea, con sus gratos perfumes larde-ros, invitaba a la molicie. Puestos de buen humor,fuimos a inspeccionar la bodega de licores, dondehabía botellas y toneles para mucho tiempo... Alver que no regresábamos tan pronto, los demás ba-jaron a los corredores del sótano, hasta encontrar-nos al pie de las canillas, bebiendo en cuanta vasijateníamos a la mano. Nuestro informe promovió unaalegría contagiosa. Con un general trasiego de bote-llas, el licor fue subiendo al edificio, del basamentoal piso cimero, sustituyendo las máquinas de escri-bir por los gramófonos. La tensión nerviosa de las

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últimas horas se había transformado, para los más,en un desaforado afán de beber, mientras el hedorde la carroña se hacía más penetrante y los insectosestaban en todas partes. Sólo el Kappelmeister se-guía de pésimo talante, imprecando contra los agita-dos que, con su revolución, habían malogrado losensayos del Réquiem de Brahms. En su despechoevocaba una carta en que Goethe cantaba la natura-leza domada, «por siempre librada de sus locas yfebriles conmociones». «¡Aquí, selva!», rugía, esti-rando sus larguísimos brazos, como cuando arranca-ba un fortissimo a su orquesta. La palabra «selva»me hizo mirar hacia el patio de las arecas en tiestos,que tenían algo de palmeras grandes cuando se lasveía así, desde la penumbra, en la reverberación deparedes cerradas, arriba, por un cielo sin nubes quesurcaba, a veces, el vuelo de un buitre atraído porla carroña. Creía que Mouche hubiera regresado a susilla de extensión; al no verla allí, pensé que se es-taba vistiendo. Pero tampoco estaba en nuestro cuar-to. Luego de esperarla un momento, el licor bebidotan de mañana, en vasos cargados, me impuso lavoluntad de buscarla. Partí del bar, como quien aco-mete una importante empresa, tomando la escaleraque arrancaba del hall, entre dos cariátides, con so-lemne empaque marmóreo. La añadidura de unaguardiente local, de sabor amelazado, a los alcoho-les conocidos, me tenía el rostro como insensible,súbitamente ebrio, yendo del pasamanos a la paredcon manos de ciego que tienta en la oscuridad. Cuan-do me vi en peldaños más angostos, sobre una es-pecie de escagliola amarilla, comprendí que estabamás arriba del cuarto piso, después de muchísimoandar, sin tener mayor idea de dónde estaba miamiga. Pero proseguía la ruta, sudoroso, obstinado,con una tenacidad que no distraía el gesto de quie-

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nes se apartaban burlonamente para dejarme pasar.Recorría interminables corredores sobre una alfom-bra encarnada con anchura de camino, ante puertasnumeradas —intolerablemente numeradas— que ibacontando, al paso, como si esto fuese parte del tra-bajo impuesto. De pronto, una forma conocida mehizo detenerme, titubeando, con la sensación extra-ña de que no había viajado, de que siempre estabaallá, en algunos de mis tránsitos cotidianos, en algu-na mansión de lo impersonal y sin estilo. Yo conocíaeste extinguidor de metal rojo, con su placa de ins-trucciones; yo conocía, de muy largo tiempo tam-bién, la alfombra que pisaba, los modillones del cieloraso, y esos guarismos de bronce detrás de los cua-les estaban los mismos muebles, enseres, objetosdispuestos de idéntica manera, junto a algún cromoque representaba la Jungfrau, el Niágara o la TorreInclinada. Esa idea de no haberme movido pasó elcalambre de mi rostro al cuerpo. Vuelto a una nociónde colmena, me sentí oprimido, comprimido, entreestas paredes paralelas, donde las escobas abando-nadas por la servidumbre parecían herramientas de-jadas por galeotes en fuga. Era como si estuvieracumpliendo la atroz condena de andar por una eter-nidad entre cifras, tablas de un gran calendario em-potradas en las paredes —cronología de laberinto,que podía ser la de mi existencia, con su perenneobsesión de la hora, dentro de una prisa que sóloservía para devolverme cada mañana, al punto departida de la víspera. No sabía ya a quién buscaba,en aquel alineamiento de habitaciones, donde loshombres no dejaban recuerdo de su paso. Me agobia-ba la realidad de los peldaños que habría de subir,todavía, hasta llegar al piso donde el edificio se des-nudaba de yesos y acantos, hecho de cemento griscon remiendos de papel engomado en los cristales,

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para guarecer de la intemperie a los criados. El ab-surdo de este andar a través de lo superpuesto merecordó la Teoría del Gusano, única explicación deltrabajo de Sísifo, con peña hembra cargada en ellomo, que yo estaba cumpliendo. La risa que meprodujo esta ocurrencia arrojó de mi mente el em-peño de buscar a Mouche. Yo sabía que cuando ellabebía se tornaba particularmente vulnerable a todasolicitud de los sentidos, y aunque esto no signifi-cara una voluntad real de vilipendiarse, podía llevar-la al lindero de las curiosidades más equívocas. Peroesto dejaba de importarme ante la pesadez de odreque arrastraban mis piernas. Volví a nuestra habita-ción en penumbras y me dejé caer en la cama, debruces, sumiéndome en un sueño que pronto seatormentó de pesadillas que divagaban en torno aideas de calor y de sed.

Tenía la boca seca, en efecto, cuando oí queme llamaban. Mouche estaba de pie, a mi lado, juntoa la pintora canadiense que habíamos conocido eldía anterior. Por tercera vez volvía a encontrarme«con esa mujer de cuerpo un tanto anguloso, cuyorostro de nariz recta bajo una frente tozuda teníauna cierta impavidez estatuaria que contrastaba conuna boca a medio hacer, golosa, de adolescente.Pregunté a mi amiga dónde había estado duranteaquel mediodía, «Se terminó la revolución», dijo, amodo de respuesta. Parecía, en efecto, que las esta-ciones de radio estaban anunciando la victoria delpartido vencedor y el encarcelamiento de los miem-bros del anterior gobierno, pues aquí, según me ha-bían dicho, el tránsito del poder a la prisión eramuy frecuente. Iba yo a alegrarme del fin de nuestroencierro, cuando Mouche me avisó que durante untiempo indefinido regiría el toque de queda, dado alas seis de la tarde, con severísimas sanciones para

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quien fuera hallado en las calles después de esahora. Ante el engorro que restaba toda diversión anuestro viaje, hablé de un regreso inmediato que,además, me permitiría presentarme ante el Curadorcon las manos vacías, providencialmente eximido dedevolver lo gastado en la vana empresa. Pero miamiga sabía ya que las compañías de aviación, exce-didas en solicitudes semejantes, no podrían darnospasajes antes de una semana, por lo menos. Por lodemás, no me pareció que estuviera mayormentecontrariada y atribuí esa conformidad frente a loshechos a la impresión de alivio que produce, porfuerza, el desenlace de cualquier situación convulsi-va. Fue entonces cuando la pintora, respondiendo auna palabra de ella, me pidió que pasáramos algunosdías en su casa de Los Altos, apacible población deveraneo, muy favorecida por los extranjeros, a causade su clima y de sus talleres de platería, en la que,por lo mismo, se aplicaban blandamente las dispo-siciones policiales. Allí tenía su estudio, en una casadel siglo XVII, conseguida por una bagatela, cuyopatio principal parecía una réplica del patio de laPosada de la Sangre, de Toledo. Mouche había acep-tado ya la invitación, sin consultarme, y hablaba depaseos florecidos de hortensias silvestres, de un con-vento que tenía altares barrocos, magníficos arteso-nados, y una sala donde se flagelaban las profesasal pie de un Cristo negro, frente a la horripilantereliquia de la lengua de un obispo, conservada enalcohol para recuerdo de su elocuencia. Permanecíindeciso, sin responder, menos por falta de ganasque un tanto ardido por el desenfado de mi amiga,y, como había cesado el peligro, abrí la ventana so-bre un atardecer que ya pasaba a ser noche. Notéentonces que las dos mujeres se habían puesto delmás lucido atuendo para bajar al comedor. Iba a

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hacer mofa de ello cuando advertí en la calle algoque mucho me interesó: una tienda de víveres, queme había llamado la atención por su raro nombrede La Fe en Dios, con ristras de ajos colgadas delas vigas, abría su puerta más pequeña para darentrada a un hombre que se acercaba rasando lasparedes, con una cesta colgada del brazo. A pocovolvía a salir, cargando panes y botellas, con unveguero recién prendido. Como me había despertadocon una lacerante necesidad de fumar y no quedabatabaco en el hotel, señalé aquello a Mouche, que es-taba ya en trance de aprovechar colillas. Bajé lasescaleras y, urgido por el temor de que se cerraraaquel comercio, crucé la plaza a todo correr. Yatenía veinte paquetes de cigarrillos en las manoscuando se abrió una recia fusilería en la bocacallemás próxima. Varios francotiradores, apostados so-bre la vertiente interior de un tejado, respondieroncon rifles y pistolas por sobre la crestería. El dueñode la tienda cerró apresuradamente la puerta, pasan-do gruesas trancas detrás de los batientes. Me sentéen un escabel, cariacontecido, dándome cuenta de laimprudencia cometida por confiar en las palabrasde mi amiga. La revolución había terminado, tal vez,en lo que se refería a la toma de los centros vitalesde la ciudad; pero seguía la persecución de gruposrebeldes. En la trastienda, varias voces femeninasabejeaban el rosario. Un olor a salmuera de abadejose me atravesó en la garganta. Volteé unos naipesdejados sobre el mostrador, reconociendo los bastos,copas, oros y espadas de los juegos españoles, cuyapinta había olvidado. Ahora, los disparos se hacíanmás espaciados. El tendero me miraba en silencio,fumando una breva, bajo la litografía de la mise-ria de quien vendió al crédito y la feliz opulenciade quien vendió de contado. La calma que dentro

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de esta casa reinaba, el perfume de los jazminesque crecían bajo un granado en el patio interior, lagota de agua que filtraba un tinajero antiguo, mesumieron en una suerte de modorra: un dormir sindormir, entre cabeceadas que me devolvían a lo cir-cundante por unos segundos. Dieron las ocho en elreloj de pared. Ya no se oían tiros. Entreabrí lapuerta y miré hacia el hotel. En medio de las tinie-blas que lo rodeaban brillaba por todos los tragalu-ces del bar y las arañas del hall que se divisabana través de las rejas de la puerta de marque-sina. Sonaban aplausos. Al oír en seguida los prime-ros compases de Les Barricades Mysterieuses, com-prendí que el pianista estaba ejecutando algunas delas piezas estudiadas aquella mañana en el piano delcomedor, y con muchas copas bebidas, sin duda,pues a menudo los dedos se le descarrilaban en losornamentos y appogiaiuras. En el entresuelo, detrásde las persianas de hierro, se bailaba. Todo el edi-ficio estaba de fiesta. Estreché la mano al almace-nista y me dispuse a correr, cuando sonó un tiro—uno solo —y una bala zumbó a pocos metros, auna altura que pudo ser la de mi pecho. Retrocedí,con un miedo atroz. Yo había conocido la guerra,ciertamente; pero la guerra, vivida como intérpretede Estado Mayor, era cosa distinta: el riesgo se re-partía entre varios y el retroceder no dependía deuno. Aquí, en cambio, la muerte había estado a pun-to de darme la zancadilla por mi propia culpa. Másde diez minutos transcurrieron sin que un estampidorasgara la noche. Pero cuando me preguntaba si ibaa salir nuevamente, se oyó otro disparo. Había comoun atalayador solitario, apostado en alguna parte,que, de cuando en cuando, vaciaba su arma —unarma vieja, de vaqueta, sin duda— para tener lacalle despejada. Unos segundos nada más tardaría

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yo en llegar a la acera del frente; pero esos segun-dos bastarían para que yo librara un terrible juegode azar. Pensaba por inesperada asociación de ideas,en el jugador de Buffon que arroja una varilla sobreun tablado, con la esperanza de que no se cruce conlas paralelas del tablado. Aquí las paralelas eran esasbalas disparadas sin blanco ni tino, ajenas a mis de-signios, que cortaban el espacio externo cuando me-nos se esperaba, y me aterraba la evidencia de queyo pudiera ser la varilla del jugador, y que, en unpunto, en un ángulo de incidencia posible, mi carnese encontraría sobre la trayectoria del proyectil. Porotra parte, la presencia de una fatalidad no interve-nía en ese cálculo de posibilidades ya que de mídependía arriesgarme a perderlo todo por no ganarnada. Yo debía reconocer, al fin y al cabo, que noera el deseo de volver al hotel lo que me teníaexasperado en una banda de la calle. Repetíase loque me había impulsado horas antes, dentro de miborrachera, a viajar a través de aquel edificio detantos corredores. Mi impaciencia presente se debíaa mi poca confianza en Mouche. Pensándola desdeaquí, en este lado del foso, del aborrecible tabladode las posibilidades, la creía capaz de las peoresperfidias físicas, aunque nunca hubiera podido for-mular un cargo concreto contra ella, desde que nosconocíamos. Yo no tenía en qué fundar mi suspica-cia, mi eterno recelo; pero demasiado sabía que suformación intelectual, rica en ideas justificadorasde todo, en razonamientos-pretextos, podía inducirlaa prestarse a cualquier experiencia insólita, propi-ciada por la anormalidad del medio que esta nochela envolvía. Me decía que, por lo mismo, no valía lapena arrostrar la muerte por quitarme una meraduda de encima. Y, sin embargo, no podía tolerar laidea de saberla allí, en aquel edificio habitado por

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la ebriedad, libre del peso de mi vigilancia. Todo eraposible en aquella casa de la confusión, con sus bo-degas oscuras y sus incontables habitaciones, acos-tumbradas a los acoplamientos que no dejan huella.No sé por qué se insinuó en mi mente la idea de queeste cauce de la calle que cada tiro ensanchaba, esefoso, esa hondura que cada bala hacía más insalva-ble, era como una advertencia, como una prefigura-ción de acontecimientos por venir. En aquel instan-te ocurrió algo raro en el hotel. Las músicas, lasrisas, se quebraron a un tiempo. Sonaron gritos,llantos, llamadas, en todo el edificio. Se apagaronluces, se encendieron otras. Había como una sordaconmoción allí dentro; un pánico sin fuga. Y de nue-vo se abrió la fusilería en la bocacalle más cercana.Pero esta vez vi aparecer varias patrullas de infante-ría, con armas largas y ametralladoras. Los solda-dos empezaron a progresar lentamente, tras de lascolumnas de los soportales, alcanzando el lugar endonde estaba la tienda. Los francotiradores habíanabandonado el tejado y las tropas regulares cubríanahora el tramo de calle que me tocaba atravesar.Haciéndome acompañar por un sargento llegué porfin al hotel. Cuando abrieron la reja y entré en elhall me detuve estupefacto: sobre una gran mesa denogal transformada en túmulo, yacía el Kappelmeis-ter, con un crucifijo entre las solapas de su frac.Cuatro candelabros de plata, con adornos de pámpa-nos, sostenían —a falta de otros más apropiados—las velas encendidas: el maestro había sido derriba-do por una bala fría, recibida en la sien, al acer-carse imprudentemente a la ventana de su cuarto.Miré las caras que lo rodeaban: caras sin rasurar,sucias, estiradas por una borrachera que había pas-mado la muerte. Los insectos seguían entrando porlos caños y los cuerpos olían a sudor agrio. En el

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edificio entero reinaba un hedor de letrinas. Flacas,macilentas, las bailarinas parecían espectros. Dos deellas, vestidas aún con los tules y mallas de un ada-gio bailado poco antes, se hundieron sollozando enlas sombras de la gran escalera de mármol. Lasmoscas, ahora, estaban en todas partes, zumbandoen las luces, corriendo por las paredes, volando alas cabelleras de las mujeres. Afuera, la carroña cre-cía. Hallé a Mouche desplomada en la cama de nues-tra habitación, con una crisis de nervios. «La lleva-remos a Los Altos en cuanto amanezca», dijo la pin-tora. Los gallos empezaron a cantar en los patios.Abajo, sobre la acera de granito, los candelabros depompas fúnebres eran bajados de un camión negroy plata por hombres vestidos de negro.

VII

(Sábado, 10)

Habíamos llegado a Los Altos, poco despuésde mediodía, en el pequeño tren de carrilera estrecha,parecido a un ferrocarril de parque de diversiones,y tanto me agradaba el lugar que, por tercera vezen la tarde, me había acodado al puentecillo del to-rrente para contemplar en su conjunto lo que ya ha-bía recorrido palmo a palmo, asomándome indiscre-tamente a las casas, en mis anteriores paseos. Nadade lo que se ofrecía a la mirada era monumental niinsigne; nada había pasado aún a la tarjeta postal,ni se alababa en guías de viajeros. Y, sin embargo,en este rincón de provincia, donde cada esquina,cada puerta claveteada, respondía a un modo parti-cular de vivir, yo encontraba un encanto que habíanperdido, en las poblaciones-museos, las piedras de-

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masiado manoseadas y fotografiadas. Vista de noche,la ciudad se hacía aleluya de ciudad adosada a unasierra, con estampas de edificación y estampas deinfierno sacadas de las tinieblas por los focos delalumbrado municipal. Pero aquellos quince focos,siempre aleteados por los insectos, tenían la fun-ción aisladora de las luminarias de retablos, de losreflectores de teatros, mostrando en plena luz lasestaciones del sinuoso camino que conducía al Cal-vario de la Cumbre. Como los malos siempre ardenabajo en toda alegoría de la vida recta y la vidapródiga, el primer foco alumbraba la pulpería delos arrieros, la de piscos, charandas y aguardientesdel berro y mora, lugar de envites y mal ejemplo, conborrachos dormidos sobre los barriles del soportal.El segundo foco se mecía sobre la casa de la Lola,donde Carmen, Ninfa y Esperanza aguardaban, enblanco, rosa y azul bajo faroles chinos, sentadas enel diván de terciopelo raído que había sido de unOidor de Reales Audiencias. En el ámbito del tercerfoco giraban los camellos, leones y avestruces de untiovivo, en tanto que los asientos colgantes de unaestrella giratoria ascendían hacia las sombras y re-gresaban de ellas —puesto que la luz no alcanzabaa tales alturas— en lo que duraba en plegarse elcartón del Vals de los Patinadores. Como caída delcielo de la Fama, la claridad del cuarto foco blan-queaba la estatua del Poeta, hijo preclaro de la ciu-dad, autor de un laureado Himno a la Agricultura,quien seguía versificando sobre una cuartilla demármol con pluma que destilaba el verdín, guiadopor el índice de una Musa manca del otro brazo.Bajo el quinto foco no había cosa notable, fuera dedos burros dormidos. El sexto era el de la Gruta deLourdes, trabajosa construcción de cemento y pie-dras traídas de muy lejos, obra tanto más notable

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si se piensa que, para hacerla, había sido necesariotapiar una gruta verdadera que existiera en aquellugar. El séptimo foco pertenecía al pino verdinegroy al rosal que trepaba sobre un pórtico siempre ce-rrado. Luego, era la catedral de espesos contrafuer-tes acusados en oscuridades por el octavo foco, que,por estar colgado de un alto poste, alcanzaba el dis-co del reloj, cuyas saetas estaban dormidas, desdehacía cuarenta años, sobre lo que, según la voz delas beatas y santurronas, eran las siete y media deun próximo Juicio Final en el que rendirían cuentaslas mujeres desvergonzadas del vecindario. El nove-no foco correspondía al Ateneo de actos culturalesy conmemoraciones patrióticas, con su pequeño mu-seo que guardaba una argolla a que había estadocolgada, por una noche, la hamaca del héroe de laCampaña de los Riscos, un grano de arroz sobre elque se habían copiado varios párrafos del Quijote,un retrato de Napoleón hecho con las x de una má-quina de escribir y una colección completa de lasserpientes venenosas de la región, conservadas enpomos. Cerrado, misterioso, encuadrado por dos co-lumnas salomónicas de color gris negro que soste-nían un Compás abierto de capitel a capitel, el edi-ficio de la Logia ocupaba todo el campo del décimofoco. Luego, era el Convento de las Recoletas, con suarboleda mal definida por el onceno foco, demasia-do llena de insectos muertos. Enfrente era el cuar-tel, que compartía la luz siguiente con la glorietadórica, cuya cúpula había sido abierta por un rayo,pero servía aún para retretas de verano, con paseode la juventud, varones a un lado, mujeres al otro.En el cono del decimotercer foco se encabritaba uncaballo verde, jineteado por un caudillo de broncemuy llovido, cuya espada en claro solía cortar laneblina en dos corrientes lentas. Después, era la faja

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negra, temblequeante de velas y anafes, de los co-nucos indios, con sus pequeñas estampas de naci-mientos y de velorios. Más arriba, en el penúltimofoco, un pedestal de cemento esperaba el gesto sa-gitario del Bravo Flechero, matador de conquistado-res, que los francmasones y comunistas habían en-cargado en talla de piedra para molestar a los curas.Luego, era la noche cerrada. Y al cabo de ella, tanarriba que parecía de otro mundo, la luz cimera queiluminaba tres cruces de madera, plantadas en mon-tículos de guijarros, donde más batía el viento. Ahíterminaba la aleluya urbana, con fondo de estrellasy de nubes, salpicada de luces menores que apenassi se advertían. Todo el resto era barro de tejados,que se iba haciendo uno, en sombras, con el barrode la montaña.

Sobrecogido por el frío que bajaba de las cum-bres, yo regresaba ahora, andando por calles tortuo-sas, hacia la casa de la pintora. Debo decir que esepersonaje, al que no había prestado mayor atenciónen los días anteriores —aceptando el azar de estaconvivencia como hubiera aceptado cualquier otra—,se me estaba haciendo cada vez más irritante, desdela salida de la capital, a causa de su crecimiento enla estimación de Mouche. Quien me pareciera unafigura incolora al principio, se me iba afirmando, dehora en hora, como una fuerza contrariante. Ciertalentitud estudiada, que daba paso a sus palabras,orientadas las menudas decisiones que nos afectabana los tres con una autoridad, apenas afirmada y sinembargo tenaz, que mi amiga acataba con una man-sedumbre impropia de su carácter. Ella, tan afectaa hacer ley de sus antojos, daba siempre la razóna quien nos albergaba, aunque minutos antes hubie-ra estado de acuerdo conmigo en desistir de lo queahora emprendía con ostentoso gusto. Era un conti-

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nuo salir cuando quería quedarme, y un descansarcuando yo hablaba de subir hasta las brumas de lamontaña, que denotaban el deseo de complacer cons-tantemente a la otra, observando sus reacciones yhalagándolas. Estaba claro que Mouche concedía aesa nueva amistad una importancia reveladora, decuanto echaba de menos —al cabo de tan pocosdías—, un cierto orden de realidades que habíamosdejado atrás. Mientras los cambios de altitud, lalimpidez del aire, el trastorno de las costumbres,el reencuentro con el idioma de mi infancia, esta-ban operando en mí una especie de regreso, aúnvacilante pero ya sensible, a un equilibrio perdidohacía mucho tiempo, en ella se advertían —aunqueno lo confesara todavía— indicios de aburrimiento.Nada de lo visto por nosotros hasta ahora corres-pondía, evidentemente, a lo que ella hubiera queri-do encontrar en este viaje, en caso de que hubiesequerido encontrar algo, en realidad. Y, sin embar-go, Mouche solía hablar inteligentemente del reco-rrido que hiciera por Italia, antes de nuestro en-cuentro. Por lo mismo, al observar cuán falsas o de-safortunadas eran sus reacciones ante este país quenos agarraba de sorpresa, indocumentados, sin saberde su pasado, sin formación libresca al respecto,empezaba yo a preguntarme si, en el fondo, sus agu-das observaciones acerca de la misteriosa sensuali-dad de las ventanas del Palacio Barberini, la obse-sión de los querubines en los cielos de San Juan deLetrán, la casi femenina intimidad de San Carlosde las Cuatro Puertas, con su claustro todo en curvasy penumbras, no eran sino citas oportunas, puestasal ritmo del día, de cosas leídas, oídas, tomadas asorbos en las fuentes de uso más generalizado. Porlo pronto, sus juicios siempre respondían a una con-signa estética del momento. Iba a lo musgoso y um-

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broso cuando se tenía por nuevo hablar de musgosy de sombras y, por lo mismo, puesta ante un obje-to que le fuera ignorado, un hecho difícilmente aso-ciable, un tipo de arquitectura que no le hubiesesido anunciado por algún libro, yo la veía, de pron-to, como desconcertada, vacilante, incapaz de formu-lar una opinión válida, comprando un hipocampopolvoriento, por literatura, donde hubiera podido ad-quirir una tosca miniatura religiosa de Santa Rosacon su palma florecida. Como la pintora canadiensehabía sido la amante de un poeta muy conocido porsus ensayos sobre Lewis y Ana Radcliff, Mouche, al-borozada, volvía a moverse en terrenos de surrealis-mo, astrología, interpretación de los sueños, contodo lo que esto acarreaba consigo. Cada vez quese encontraba —y no era frecuente, sin embargo—con una mujer que, según decía en tales casos, «ha-blaba su mismo idioma», se entregaba a esa nuevaamistad con una dedicación de cada hora, un lujode atenciones, un desasosiego, que llegaban a exas-perarme. No le duraban largo tiempo esas crisisefusivas; concluían el día menos pensado, tan re-pentinamente como hubieran empezado. Pero mien-tras transcurrían, llegaban a despertar en mí lasmás intolerables sospechas. Ahora, como otras ve-ces, era una mera corazonada, una inquietud, unaduda; nada me demostraba que hubiera nada cul-pable. Pero la idea lacerante se había apoderado demí la tarde anterior, después del entierro del Kap-pelmeister. Al regreso del cementerio, adonde habíaido con una comisión de huéspedes, todavía queda-ban pétalos de flores mortuorias —demasiado olo-rosas en este país— en el piso del hall. Los barren-deros de calles procedían a llevarse la carroña cuyohedor se hiciera sentir tan abominablemente du-rante nuestro encierro, y como las patas del caballo,

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descarnadas por los buitres, no cabían en el carro,las cortaban a machetazos, haciendo volar los cas-cos, con huesos y herraduras, en los enjambres demoscas verdes que revoloteaban sobre el asfalto.Adentro, vueltos de la revolución como de un trán-sito normal, los sirvientes colocaban los muebles ensu lugar y bruñían los picaportes con gamuzas. Mou-che, al parecer, había salido con su amiga. Cuandoambas reaparecieron, pasado el toque de queda,afirmando que habían estado caminando por las ca-lles, extraviadas en la multitud que celebraba eltriunfo del partido victorioso, me pareció que algoraro les ocurría. Las dos tenían un no sé qué deindiferencia fría ante todo, de suficiencia —como degente que regresara de un viaje a dominios veda-dos—, que no les era habitual. Yo las había obser-vado tenazmente para sorprender alguna mirada en-tendida; pensaba cada frase dicha por una u otra,buscándoles un sentido oculto o revelador; tratabade sorprenderlas con preguntas desconcertantes,contradictorias, sin el menor resultado. Mi prolonga-da frecuentación de ciertos ambientes, mis alardesde cinismo, me decían que ese proceder era grotesco.Y, sin embargo, sufría por algo mucho peor que loscelos: la insoportable sensación de haber sido de-jado fuera de un juego tanto más aborrecible porello mismo. No podía tolerar la perfidia presente,la simulación, la representación mental de ese «algo»oculto y deleitoso que podía urdirse a mis espaldaspor convenio de hembras. De súbito, mi imagina-ción daba una forma concreta a las más odiosasposibilidades físicas, y, a pesar de haberme repetidomil veces que era un hábito de los sentidos y no amorlo que me unía a Mouche, me veía dispuesto a com-portarme como un marido de melodrama. Yo sabíaque cuando hubiera pasado la tormenta y confiara

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esas torturas a mi amiga, ella se encogería de hom-bros, afirmando que era demasiado ridículo paraprovocar su enojo, y atribuiría la animalidad de talesreacciones a mi primera educación, transcurrida enun ámbito hispanoamericano. Pero, una vez más,en la quietud de estas calles desiertas, me habíanasaltado sospechas. Apreté el paso para llegar cuan-to antes a la casa, con el temor y el anhelo, a lavez, de una evidencia. Pero allá me aguardaba loinesperado: había un tremendo alboroto en el estu-dio, con mucho trasiego de copas. Tres artistas jó-venes habían llegado de la capital un momento an-tes, huyendo, como nosotros, de un toque de que-da que les obligaba a encerrarse en sus casas desdeel crepúsculo. El músico era tan blanco, tan indioel poeta, tan negro el pintor, que no pude menos quepensar en los Reyes Magos al verles rodear la hama-ca en que Mouche, perezosamente recostada, res-pondía a las preguntas que le hacían, como prestán-dose a una suerte de adoración. El tema era unosolo: París. Y yo observaba ahora que estos jóvenesinterrogaban a mi amiga cómo los cristianos del Me-dioevo podía interrogar al peregrino que regresabade los Santos Lugares. No se cansaban de pedir de-talles acerca de cómo era el físico de tal jefe deescuela que Mouche se jactara de conocer; queríansaber si determinado café era frecuentado aún portal escritor; si otros dos se habían reconciliado des-pués de una polémica acerca de Kierkegaard; si lapintura no figurativa seguía teniendo los mismos de-fensores. Y cuando su conocimiento del francés ydel inglés no alcanzaba para entender todo lo queles contaba mi amiga, eran miradas implorantes ala pintora para que se dignara traducir alguna anéc-dota, alguna frase cuya preciosa esencia podía per-derse para ellos. Ahora que, habiendo irrumpido en

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la conversación con el maligno propósito de quitara Mouche sus oportunidades de lucimiento, yo inte-rrogaba a esos jóvenes sobre la historia de su país,los primeros balbuceos de su literatura colonial, sustradiciones populares, podía observar cuan poco gra-to les resultaba el desvío de la conversación. Lespregunté entonces, por no dejar la palabra a mi ami-ga, si habían ido hacia la selva. El poeta indio res-pondió, encongiéndose de hombros, que nada habíaque ver en ese rumbo, por lejos que se anduviera,y que tales viajes se dejaban para los forasterosávidos de coleccionar arcos y carcajes. La cultura—afirmaba el pintor negro— no estaba en la selva.Según el músico, el artista de hoy sólo podía vivirdonde el pensamiento y la creación estuvieran másactivos en el presente, regresándose a la ciudad cuyatopografía intelectual estaba en la mente de sus com-pañeros, muy dados, según propia confesión, a soñardespiertos ante una Carta Taride, cuyas estacio-nes de «metro» estaban figuradas en espesos círcu-los azules: Solferino, Oberkampf, Corvisard, Mouton-Duvernet. Entre esos círculos, por sobre el dibujode las calles, cortando varias veces la arteria claradel Sena, se pintaban las vías mismas, entretejidascomo los cordeles de una red. En esa red caeríanpronto los jóvenes Reyes Magos, guiados por la es-trella encendida sobre el gran pesebre de Saint-Germain-des-Prés. Según el color de los días, les ha-blarían del anhelo de evasión, de las ventajas delsuicidio, de la necesidad de abofetear cadáveres ode disparar sobre el primer transeúnte. Algún maes-tre de delirios les haría abrazar el culto de un Dyo-nisos, «dios del éxtasis y del espanto, de la salva-jada y la liberación; dios loco cuya sola apariciónpone a los seres vivos en estado de delirio», aun-que sin decirles que el invocador de ese Dyonisos,

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el oficial Nietzsche, se hubiera hecho retratar ciertavez luciendo el uniforme de la Reichsweher, con unsable en la mano y el casco puesto sobre un veladorde estilo muniquense, como agorera prefiguracióndel dios del espanto que habría de desatarse, en rea-lidad, sobre la Europa de cierta Novena Sinfonía. Losveía yo enflaquecer y empalidecer en sus estudiossin lumbre —oliváceo el indio, perdida la risa el ne-gro, maleado el blanco—, cada vez más olvidados delSol dejado atrás, tratando desesperadamente de ha-cer lo que bajo la red se hacía por derecho propio.Al cabo de los años, luego de haber perdido la ju-ventud en la empresa, regresarían a sus países conla mirada vacía, los arrestos quebrados, sin ánimopara emprender la única tarea que me parecieraoportuna en el medio que ahora me iba revelandolentamente la índole de sus valores: la tarea deAdán poniendo nombres a las cosas. Yo percibía estanoche, al mirarlos, cuánto daño me hiciera un tem-prano desarraigo de este medio que había sido elmío hasta la adolescencia; cuánto había contribuidoa desorientarme el fácil encandilamiento de los hom-bres de mi generación, llevados por teorías a losmismos laberintos intelectuales, para hacerse devo-rar por los mismos Minotauros. Ciertas ideas mecansaban, ahora, de tanto haberlas llevado, y sentíaun obscuro deseo de decir algo que no fuera lo co-tidianamente dicho aquí, allá, por cuantos se con-sideraban «al tanto» de cosas que serían negadas,aborrecidas, dentro de quince años. Una vez másme alcanzaban aquí las discusiones que tanto mehubieran divertido, a veces, en la casa de Mouche.Pero acodado en este balcón, sobre el torrente quebullía sordamente al fondo de la quebrada, sorbien-do un aire cortante que olía a henos mojados, tancerca de las criaturas de la tierra que reptaban bajo

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las alfalfas rojiverdes con la muerte contenida enlos colmillos; en este momento, cuando la noche seme hacía singularmente tangible, ciertos temas dela «modernidad» me resultaban intolerables. Hubie-ra querido acallar las voces que hablan a mis es-paldas para hallar el diapasón de las ranas, la tona-lidad aguda del grillo, el ritmo de una carreta quechirriaba por sus ejes, más arriba del Calvario delas Nieblas. Irritado contra Mouche, contra todo elmundo, con ganas de escribir algo, de componeralgo, salí de la casa y bajé hacia las orillas del to-rrente, para volver a contemplar las estaciones delretablillo urbano. Arriba, en el piano de la pintora,se inició un tanteo de acordes. Luego, el joven mú-sico —la dureza de la pulsación revelaba la presen-cia del compositor tras de los acordes— empezó atocar. Por juego conté doce notas, sin ninguna repe-tida, hasta regresar al mi bemol inicial de aquel cris-pado andante. Lo hubiera apostado: el atonalismohabía llegado al país; ya eran usadas sus recetas enestas tierras. Seguí bajando hasta la taberna paratomar un aguardiente de moras. Arrebujados en susruanas, los arrieros hablaban de árboles que san-graban cuando se les hería con el hacha en ViernesSanto, y también de cardos que nacían del vientrede las avispas muertas por el humo de cierta leña delos montes. De pronto, como salido de la noche,un arpista se acercó al mostrador. Descalzo, con suinstrumento terciado en la espalda, el sombrero enla mano, pidió permiso para hacer un poco de mú-sica. Venía de muy lejos, de un pueblo del Distritode las Tembladeras, donde fuera a cumplir, comootros años, la promesa de tocar trente a la iglesiael día de la Invención de la Cruz. Ahora sólo preten-día entonarse, a cambio de arte, con un buen alco-hol de maguey. Hubo un silencio, y con la gravedad

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de quien oficia un rito, el arpista colocó las manossobre la cuerda, entregándose a la inspiración de unpreludiar, para desentumecer los dedos, que mellenó de admiración. Había en sus escalas, en susrecitativos de grave diseño, interrumpidos por acor-des majestuosos y amplios, algo que evocaba la fes-tiva grandeza de los preámbulos de órgano de laEdad Media. A la vez, por la afinación arbitraria delinstrumento aldeano, que obligaba al ejecutante amantenerse dentro de una gama exenta de ciertasnotas, se tenía la impresión de que todo obedecía aun magistral manejo de los modos antiguos y lostonos eclesiásticos, alcanzándose, por los caminos deun primitivismo verdadero, las búsquedas más váli-das de ciertos compositores de la época presente.Aquella improvisación de gran empaque evocaba lastradiciones del órgano, la vihuela y el laúd, hallan-do un nuevo pálpito de vida en la caja de resonan-cia, de cónico diseño, que se afianzaba entre lostobillos escamosos del músico. Y luego, fueron dan-zas. Danzas de un vertiginoso movimiento, en quelos ritmos binarios corrían con increíble desenfadobajo compases a tres tiempos, todo dentro de unsistema modal que jamás se hubiera visto sometidoa semejantes pruebas. Me dieron ganas de subir ala casa y traer al joven compositor arrastrado poruna oreja, para que se informara provechosamente delo que aquí sonaba. Pero en eso llegaron las capasde hule y linternas de la ronda; y la policía ordenóel cierre de la taberna. Fui informado de que aquítambién se iba a observar, durante varios días, eltoque de queda a la puesta del sol. Esa desagradableevidencia que vendría a estrechar más aún nuestra—para mí ingrata— convivencia con la canadiense,se me tradujo, de súbito, en una decisión que veníaa culminar todo un proceso de reflexiones y recapa-

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citaciones. De Los Altos partían precisamente los au-tobuses que conducían al puerto desde el cual ha-bía modo de alcanzar, por río, la gran Selva delSur. No seguiríamos viviendo la estafa imaginadapor mi amiga, puesto que las circunstancias la con-trariaban a cada paso. Con la revolución, mis dine-ros habían subido mucho al cambio con la monedalocal. Lo más sencillo, lo más limpio, lo más intere-sante, en suma, era emplear el tiempo de vacacionesque me quedaba cumpliendo con el Curador y conla Universidad, llevando a cabo, honestamente, latarea encomendada. Por no darme el tiempo de vol-ver sobre lo resuelto, compré al tabernero dos pa-sajes para el autobús de la madrugada. No me im-portaba lo que tensara Mouche: por vez primerame sentía capaz de imponerle mi voluntad.

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CAPITULO TERCERO

...será el tiempo en que tome camino,en que desate su rostro y hable y vomitelo que tragó y suelte su sobrecarga.

El Libro de Chilam-Balam

VIII

(11 de junio)

La discusión duró hasta más allá de la media-noche. Mouche, de pronto, se sintió resfriada; me hizotocar su frente, que estaba más bien fresca, queján-dose de escalofríos; tosió hasta irritarse la gargantay toser de verdad. Cerré las maletas sin hacerlecaso, y no eran las del alba todavía cuando nos ins-talamos en el autobús, lleno ya de gente envuelta enmantas, con toallas de felpa apretadas al cuello amodo de bufandas. Hasta el último instante estuvomi amiga hablando con la canadiense, disponiendoencuentros en la capital para cuando regresáramosdel viaje, que duraría, a lo sumo, unas dos semanas.Al fin empezamos a rodar sobre una carretera quese adentraba en la sierra por una quebrada tanllena de niebla que sus chopos apenas eran sombrasen el amanecer. Sabiendo que Mouche se fingiría en-ferma durante varias horas, pues era de las que pa-saban de fingir a creer lo fingido, me encerré en mímismo, resuelto a gozar solitariamente de cuantopudiera verse, olvidado de ella, aunque se estuvieraadormeciendo sobre mi hombro con lastimosos sus-

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piros. Hasta ahora, el tránsito de la capital a LosAltos había sido, para mí, una suerte de retrocesodel tiempo a los años de mi infancia —un remon-tarme a la adolescencia y a sus albores— por elreencuentro con modos de vivir, sabores, palabras,cosas, que me tenían más hondamente marcado delo que yo mismo creyera. El granado y el tinajero,los oros y bastos, el patio de las albahacas y la puer-ta de batientes azules habían vuelto a hablarme. Peroahora empezaba un más allá de las imágenes quese propusieran a mis ojos, cuando hubiera dejadode conocer el mundo tan sólo por el tacto. Cuandosaliéramos de la bruma opalescente que se iba ver-deciendo de alba, se iniciaría, para mí, una suertede Descubrimiento. El autobús trepaba; trepaba contal esfuerzo, gimiendo por los ejes, espolvoreandoel cierzo, inclinado sobre los precipicios que cadacuesta vencida parecía haber costado sufrimientosindecibles a toda su armazón desajustada. Era unapobre cosa, con techo pintado de rojo, que subía,agarrándose con las ruedas, afincándose en las pie-dras, entre las vertientes casi verticales de una ba-rranca; una cosa cada vez más pequeña en mediode -las montañas que crecían. Porque las montañascrecían. Ahora que el sol aclaraba sus cumbres, esascumbres se sumaban, de un lado y de otro, cada vezmás estiradas, más hoscas, como inmensas hachasnegras, de filos parados contra el viento que se co-laba por los desfiladeros con un bramido inacaba-ble. Todo lo circundante dilataba sus escalas enuna aplastante afirmación de proporciones nuevas.Al cabo de aquella subida de las cien vueltas y re-vueltas, cuando creíamos haber llegado a una cimase descubría otra cuesta, más abrupta, más enreve-sada, entre picachos helados que ponían sus alturasmagnas sobre las alturas anteriores. El vehículo, en

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ascensión tenaz, se minimizaba en el fondo de losdesfiladeros, más hermano de los insectos que delas rocas, empujándose con las redondas patas tra-seras. Era de día ya, y entre las cimas adustas, conasperezas de sílex tallado, se atorbellinaban las nu-bes en un cielo trastornado por el soplo de las que-bradas. Cuando, por sobre las hachas negras, los di-visores de ventiscas y los peldaños de más arriba,aparecieron los volcanes, cesó nuestro prestigio hu-mano, como había cesado, hacía tiempo, el presti-gio de lo vegetal. Eramos seres ínfimos, mudos, decaras yertas, en un páramo donde sólo subsistía lapresencia foliácea de un cacto de fieltro gris, aga-rrado como un liquen, como una flor de hulla, alsuelo ya sin tierra. A nuestras espaldas, muy aba-jo, habían quedado las nubes que daban sombra alos valles; y menos abajo, otras nubes que jamásverían, por estar más arriba de las nubes conocidas,los hombres que andaban entre cosas a su escala.Estábamos sobre el espinazo de las Indias fabulo-sas, sobre una de sus vértebras, allí donde los filosandinos, medialunados entre sus picos flanqueantes,con algo de boca de pez sorbiendo las nieves, rom-pían y diezmaban los vientos que trataban de pasarde un Océano al otro. Ahora llegábamos al bordede los cráteres llenos de escombros geológicos, depavorosas negruras o erizados de peñas tristes comoanimales petrificados Un temor silencioso se habíaapoderado de mí ante la pluralidad de las cimas ysimas. Cada misterio de niebla, descubierto a unlado y otro del increíble camino, me sugería la po-sibilidad de que, bajo su evanescente consistencia,hubiera un vacío tan hondo como la distancia quenos separaba de nuestra tierra. Porque la tierra,pensada desde aquí, desde el hielo inconmovible yentero que blanquecía los picos, parecía algo distin-

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to, ajeno a esto, con sus bestias, sus árboles y susbrisas; un mundo hecho para el hombre, donde nobramarían, cada noche, en gargantas y abismos losórganos de las tormentas. Un tránsito de nubes se-paraba este páramo de guijarros negros del verda-dero suelo nuestro. Agobiado por la sorda amenazatelúrica que toda forma entrañaba, en estas faldasde lava, de limalla de cumbres, observé con inmen-so alivio que la pobre cosa en que rodábamos pena-ba un poco menos, doblando hacia la primera ba-jada que yo hubiera visto en varias horas. Ya está-bamos en la otra vertiente de la cordillera cuandoun frenazo brutal nos detuvo en medio de un pe-queño puente de piedra tendido sobre un torrentede tan hondo lecho que no se veían sus aguas, sibien resultaban atronadores los borbollones de sucaída. Una mujer estaba sentada en un conten depiedra, con un hato y un paraguas dejados en elsuelo, envuelta en una ruana azul. Le hablaban y norespondía, como estupefacta, con la mirada empa-ñada y los labios temblorosos, meciendo levementela cabeza mal cubierta por un pañuelo rojo cuyonudo, bajo la barba, estaba suelto. Uno de los quecon nosotros viajaban se acercó a ella y le puso enla boca una tableta de maleza, apretando firmemen-te, para obligarla a tragar. Como entendiendo, lamujer empezó a mascar con lentitud, y volvieron susojos, poco a poco, a tener alguna expresión. Parecíaregresar de muy lejos, descubriendo el mundo consorpresa. Me miró como si mi rostro le fuese cono-cido, y se puso en pie, con gran esfuerzo, sin dejarde apoyarse en el contén. En aquel instante, un aludlejano retumbó sobre nuestras cabezas, arremolinan-do las brumas que empezaron a salir, como despe-didas a empellones, del fondo de un cráter. La mu-jer pareció despertar repentinamente; dio un grito

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y se agarró a mí, implorando, con voz quebrada porel aire delgado, que no la dejaran morir de nuevo.Había sido traída hasta aquí, imprudentemente, porgentes de otro rumbo, que la creían conocedora delos peligros de cualquier somnolencia a tal altitud,y sólo ahora comprendía que había estado casimuerta. Con pasos torpes se dejó llevar hacia elautobús, donde acabó de tragar la maleza. Cuandobajamos un poco más y el aire cobró más cuerpo,le dieron un sorbo de aguardiente que pronto des-hizo su angustia en chanzas. El autobús se llenó deanécdotas de emparamados, de gente muerta en esemismo paso, sucedidos que eran narrados placente-ramente, como quien hablara de percances de lavida diaria. Alguien llegaba a afirmar que cerca dela boca de aquel volcán que iba ocultando cimasmenores se encontraban, desde hacía medio siglo,metidos en su propio hielo como dentro de vitrinas,los ocho miembros de una misión científica, sor-prendidos por el mal. Allí estaban, sentados en círcu-lo, con el gesto de la vida en suspenso, tal como losinmovilizara la muerte, fijas las miradas bajo elcristal que les cubría las caras como transparentesmáscaras funerarias. Ahora descendíamos rápida-mente. Las nubes que hubiéramos dejado abajo enla ascensión estaban nuevamente encima de nosotros,y la niebla se desgarraba en flecos, despejandola visión de los valles todavía distantes. Se regre-saba al suelo de los hombres y la respiración cobra-ba su ritmo normal después de haber conocido lahincada de agujas frías. De pronto, apareció un pue-blo, puesto sobre una pequeña meseta redonda, ro-deada de torrentes, que me pareció de un sorpren-dente empaque castellano, a pesar de la iglesia muybarroca, por sus tejados enracimados alrededor dela plaza, en la que desembocaban, rematando veri-

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cuetos, tortuosas calles de recuas. El rebuzno de unasno me recordó una vista de El Toboso —con asnoen primer plano— que ilustraba una lección de mitercer libro de lectura, y tenía un raro parecido conel caserón que ahora contemplaba. En un lugar dela Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme,no ha mucho que vivía un hidalgo de los de lanza enastillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corre-dor... Estaba orgulloso de recordar lo que con tantotrabajo nos enseñara a recitar, a los veinte rapacesque éramos, el maestro de la clase. Sin embargo,había sabido de memoria el párrafo completo, yahora no lograba pasar más allá del galgo corredor.Me enojaba ante este olvido, volviendo y volviendoal lugar de la Mancha para ver si resurgía la segun-da frase en mi mente, cuando la mujer que había-mos rescatado de las nieblas señaló una ancha cur-va, al flanco de la montaña que íbamos a recorrer,afirmando que su ámbito se llamaba La Hoya. Unaolla de algo más vaca que carnero, salpicón las másnoches, duelos y quebrantos los sábados, lentejaslos viernes y algún palomino de añadidura los domin-gos consumían las tres partes de su hacienda... Nopodía pasar de allí. Pero mi atención se fijaba aho-ra en la que había pronunciado tan oportunamentela palabra Hoya, llevándome a mirarla con simpa-tía. Desde donde me hallaba sólo acertaba a veralgo menos de la mitad de su semblante, de pómulomuy marcado bajo un ojo alargado hacia la sien,que se ahondaba en profunda sombra bajo la vo-luntariosa arcada de la ceja. El perfil era un dibujomuy puro, desde la frente a la nariz; pero, inespe-radamente, bajo los rasgos impasibles y orgullosos,la boca se hacía espesa y sensual, alcanzando unamejilla delgada, en fuga hacia la oreja, que acusabaen fuertes valores el modelado de aquel rostro en-

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marcado en una pesada cabellera negra, recogida,aquí y allá, por peinetas de celuloide. Era evidenteque varias razas se encontraban mezcladas en esamujer, india por el pelo y los pómulos, mediterráneapor la frente y la nariz, negra por la sólida redondezde los hombros y una peculiar anchura de la cadera,que acababa de advertir al verla levantarse para po-ner el hato de ropa y el paraguas en la rejilla delos equipajes. Lo cierto era que esa viviente sumade razas tenía raza. Al ver sus sorprendentes ojossin matices de negrura evocaba las figuras de ciertosfrescos arcaicos, que tanto y tan bien miran, defrente y de costado, con un círculo de tinta pintadoen la sien. Esa asociación de imágenes me hizo pen-sar en la Parisiense de Creta, llevándome a notar queesa viajera surgida del páramo y de la niebla no erade sangre más mezclada que las razas que durantesiglos se habían mestizado en la cuenca mediterrá-nea. Más aún: llegaba a preguntarme si ciertas amal-gamas de razas menores, sin transplante de las ce-pas, eran muy preferibles a los formidables encuen-tros habidos en los grandes lugares de reunión deAmérica, entre celtas, negros, latinos, indios y hasta«cristianos nuevos», en la primera hora. Porque aquíno se habían volcado, en realidad, pueblos consan-guíneos, como los que la historia malaxara en ciertasencrucijadas del mar de Ulises, sino las grandes ra-zas del mundo, las más apartadas, las más distintas,las que durante milenios permanecieron ignorantesde su convivencia en el planeta.

La lluvia empezó a caer de repente, con monó-tona intensidad, empañando los cristales. El regresoa una atmósfera casi normal había sumido a losviajeros en una suerte de modorra. Después de co-mer alguna fruta, me dispuse a dormir también, no-tando de paso que al cabo de una semana de em-

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prendido este viaje recuperaba la facultad de dormira cualquier hora, que recordaba haber tenido en laadolescencia. Cuando desperté, al caer de la tarde,nos encontrábamos en una aldea de casas calizas,adosadas a la cordillera, bajo una vegetación oscu-ra, de bosques fríos, en la que los claros consegui-dos para la labranza parecían como parados en laespesura. De las copas de los árboles colgaban grue-sas lianas que se mecían sobre los caminos, asper-jándolos de un agua de niebla. Traída por las som-bras largas de las montañas, la noche subía ya alas cumbres. Mouche se prendió de mi brazo, todadesmadejada, afirmando que la jornada la había re-sultado extenuante a causa de los cambios de alti-tud. Tenía dolor de cabeza, se sentía febril y que-ría acostarse en el acto, luego de tomar algún re-medio. La dejé en una habitación enjalbegada concal, cuyo lujo se reducía a un aguamanil y una jo-faina, y me fui al comedor de la posada, que no erasino una prolongación y dependencia de la cocina,donde ardía, en gran chimenea, un fuego de leña.Luego de comer una sopa de maíz y un recio quesomontañés con olor a chivo, me sentía perezoso yfeliz al claror de la hoguera. Contemplaba el juegode las llamas, cuando una silueta hizo sombra fren-te a mí, sentándose del otro lado de la mesa. Era larescatada de aquella mañana, y como ahora nos lle-gaba muy arreglada, me divertí en detallar su gra-cioso atavío de buen ver. No estaba bien vestida nimal vestida. Estaba vestida fuera de la época, fueradel tiempo, con aquella intrincada combinación decalados, fruncidos y cintas, en crudo y azul, todomuy limpio y almidonado, tieso como baraja, conalgo de costurero romántico y de arca de prestidigita-dor. Llevaba un lazo de terciopelo, de un azul másoscuro, prendido en el corpiño. Pidió platos cuyos

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nombres me eran desconocidos, y empezó a comerlentamente, sin hablar, sin alzar los ojos del hule,como dominada por una preocupación penosa. Alcabo de un rato me atreví a interrogarla, y supe en-tonces que le tocaría hacer un buen trecho de cami-no con nosotros, llevada por un piadoso deber. Ve-nía del otro extremo del país, cruzando desiertosy páramos, atravesando lagos de muchas islas, pa-sando por selvas y por llanos, para llevar a su pa-dre, muy enfermo, una estampa de los Catorce San-tos Auxiliares, a cuya devoción debía la familia ver-daderos milagros, y que había estado confiada hastaahora a la custodia de una tía con medios para lu-cirla en altares mejor iluminados. Como habíamosquedado solos en el comedor, fue hacia una especiede armario con casillas, del que se desprendía ungrato perfume a yerbas silvestres, cuya presencia,en un rincón, me tenía en curiosidad. Junto a fras-cos de maceraciones y vinagrillos, las gavetas os-tentaban los nombres de plantas. La joven se meacercó y, sacando hojas secas, musgos y retamas,para estrujarlas en la palma de su mano, empezó aalabar sus propiedades, identificándolas por el per-fume. Era la Sábila Serenada, para aliviar opresio-nes al pecho, y un Bejuco Rosa para ensortijar elpelo; era la Bretónica para la tos, la Albahaca paraconjurar la mala suerte, y la Yerba de Oso, el Ange-lón, la Pitahaya, y el Pimpollo de Rusia, para malesque no recuerdo. Esa mujer se refería a las yerbascomo si se tratara de seres siempre despiertos en unreino cercano aunque misterioso, guardado por in-quietantes dignatarios. Por su boca las plantas seponían a hablar y pregonaban sus propios poderes.El bosque tenía un dueño, que era un genio quebrincaba sobre un solo pie, y nada de lo que cre-ciera a la sombra de los árboles debía tomarse sin

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pago. Al entrar en la espesura para buscar el reto-ño, el hongo o la liana que curaban, había que sa-ludar y depositar monedas entre las raíces de untronco anciano, pidiendo permiso. Y había que vol-verse deferentemente al salir, y saludar de nuevo,pues millones de ojos, vigilaban nuestros gestos des-de las cortezas y las frondas. No sabría decir por quéesa mujer me pareció muy bella, de pronto, cuandoarrojó a la chimenea un puñado de gramas acre-mente olorosas, y sus rasgos fueron acusados enpoderoso relieve por las sombras. Iba yo a decir al-guna elogiosa trivialidad cuando me dio bruscamen-te las buenas noches, alejándose de las llamas. Mequedé solo contemplando el fuego. Hacía muchotiempo que no contemplaba el fuego.

IX

(Más tarde)

A poco de quedar solo frente al fuego oí algocomo pequeñas voces en un rincón de la sala. Al-guien había dejado prendido un aparato de radio,de viejísima estampa, entre las mazorcas y cohom-bros de una mesa de cocina. Iba a apagarlo cuandosonó, dentro de aquella caja maltrecha, una quintade trompas que me era harto conocida. Era la mis-ma que me hiciera huir de una sala de conciertosno hacía tantos días. Pero esta noche, cerca de losleños que se rompían en pavesas, con los grillossonando entre las vigas pardas del techo, esa remo-ta ejecución cobraba un misterioso prestigio. Losejecutantes sin rostros, desconocidos, invisibles, erancomo expositores abstractos de lo escrito. El texto,caído al pie de estas montañas, luego de volar por

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sobre las cumbres, me venía de no se sabía dóndecon sonoridades que no eran de notas, sino de ecoshallados en mí mismo. Acercando la cara, escuché.Ya la quinta de trompas era aleteada en tresillos porlos segundos violines y los violoncellos; pintáronsedos notas en descenso, como caídas de los arcosprimeros y de las violas, con un desgano que pron-to se hizo angustia, apremio de huida, ante una fuer-za de súbito desatada. Y fue, en un desgarre desombras tormentosas, el primer tema de la NovenaSinfonía. Creí respirar de alivio en una tonalidadafirmada, pero un rápido apagarse de las cuerdas,derrumbe mágico de lo edificado, me devolvió aldesasosiego de la frase en gestación. Al cabo de tan-to tiempo sin querer saber de su existencia, la odamusical me era devuelta con el caudal de recuerdosque en vano trataba de apartar del crescendo queahora se iniciaba, vacilante aún y como inseguro delcamino. Cada vez que la sonoridad metálica de uncorno apoyaba un acorde, creía ver a mi padre,con su barbita puntiaguda, adelantando el perfilpara leer la música abierta ante sus ojos, con esapeculiar actitud del cornista que parece ignorar,cuando toca, que sus labios se adhieren a la emboca-dura de la gran voluta de cobre que da un empa-que de capitel corintio a toda su persona. Con esemimetismo singular que suele hacer flacos y enju-tos a los oboístas, jocundos y mofletudos a los trom-bones, mi padre había terminado por tener una vozde sonoridad cobriza, que vibraba nasalmente cuan-do, sentándome en una silla de mimbre, a su lado,me mostraba grabados en que eran representadoslos antecesores de su noble instrumento: olifantesde Bizancio, buxines romanos, añafiles sarracenos ylas tubas de plata de Federico Barbarroja. Según él,las murallas de Jericó sólo pudieron haber caído al

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llamado terrible del horn, cuyo nombre, pronunciadocon rodada erre, cobraba un peso de bronce en su bo-ca. Formado en conservatorios de la Suiza alemana,proclamaba la superioridad del corno de timbre bienmetálico, hijo de la trompa de caza que había reso-nado en todas las Selvas Negras, oponiéndolo a loque, con tono peyorativo, llamaba en francés le cor,pues estimaba que la técnica enseñada en París asi-milaba su instrumento másculo a las femeninas ma-deras. Para demostrarlo volteaba el pabellón del ins-trumento y lanzaba el tema de Sigfrido por sobrelas paredes medianeras del patio con un ímpetu deheraldo del Juicio Final. Lo cierto era que a unaescena de caza de la Raymunda de Glazounoff se de-bía mi nacimiento de este lado del Océano. Mi padrehabía sido sorprendido por el atentado de Sarajevoen lo mejor de una temporada wagneriana del Tea-tro Real de Madrid, y, encolerizado por el inespera-do arresto bélico de los socialistas alemanes y fran-ceses, había renegado del viejo continente podrido,aceptando el atril de primera trompa en una giraque Anna Pawlova llevaba a las Antillas. Un matri-monio cuya elaboración sentimental me resultabaobscura hizo que yo gateara mis primeras aventurasen un patio sombreado por un gran tamarindo, mien-tras mi madre, atareada con la negra cocinera, can-taba el cuento del Señor Don Gato, sentada en sillade oro, al que preguntan que si quiere ser casadocon una gata montesa, sobrina de un gato pardo. Laprolongación de la guerra, la escasa demanda de uninstrumento que sólo se empleaba en temporadasde ópera, cuando soplaban los nortes del invierno,llevó a mi padre a abrir un pequeño comercio de mú-sica. A veces, agarrado por la nostalgia de los con-juntos sinfónicos en que había tocado, sacaba unabatuta de la vitrina, abría la oartitura de la Novena

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Sinfonía y dábase a dirigir orquestas imaginarias,remedando los gestos de Nikisch o de Mahler, can-tando la obra entera con las más tremebundas ono-matopeyas de percusión, bajos y metales. Mi madrecerraba apresuradamente las ventanas para que nolo creyeran loco, aceptando, sin embargo, con viejamansedumbre hispánica, que cuanto hiciera ese espo-so, que no bebía ni jugaba, debía tomarse por bue-no, aunque pudiera parecer algo estrafalario. Preci-samente mi padre era muy aficionado a frasear no-blemente, con su voz abaritonada, el movimiento as-cendente, a la vez lamentoso, fúnebre y triunfal, dela coda que ahora se iniciaba sobre un temblor cro-mático en la hondura del registro grave. Dos rápi-das escalas desembocaron en el unísono de un exor-dio arrancado a la orquesta como a puñetazos. Y fueel silencio. Un silencio pronto reconquistado por elalborozo de los grillos y el crepitar de las brasas.Pero yo esperaba, impaciente, el sobresalto inicialdel scherzo. Y ya me dejaba llevar, envolver, por elendiablado arabesco que pintaban los segundos vio-lines, ajeno a todo lo que no fuera la música cuan-do el «doblado» de trompas, de tan peculiar sonori-dad, impuesto por Wagner a la partitura beethove-niana por enmendar un error de escritura, volvió asentarme al lado de mi padre en los días en que noestuviera ya junto a nosotros, con su costurero deterciopelo azul, la que tanto me había cantado lahistoria del Señor Don Gato, el romance de Mam-brú y el llanto de Alfonso XII por la muerte deMercedes: Cuatro duques la llevaban, por las callesde Aldaví. Pero entonces las veladas se consagrabana la lectura de la vieja Biblia luterana que el cato-licismo de mi madre tuviera oculta, por tantos años,en el fondo de un armario. Ensombrecido por laviudez, amargado por una soledad que no sabía ha-

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llar remedios en la calle, mi padre había roto concuanto le atara a la ciudad cálida y bulliciosa de minacimiento, marchando a América del Norte, dondevolvió a iniciar su comercio con muy escasa fortu-na. La meditación del Eclesiastés, de los Salmos, seasociaban en su mente a inesperadas añoranzas. Fueentonces cuando comenzó a hablarme de los obrerosque escuchaban la Novena Sinfonía. Su fracaso eneste continente se iba traduciendo, cada vez más, enla saudade de una Europa contemplada en cimas yalturas, en apoteosis y festivales. Esto, que llamabanel Nuevo Mundo, se había vuelto para él un hemis-ferio sin historia, ajeno a las grandes tradiciones me-diterráneas, tierra de indios y de negros, poblado porlos desechos de las grandes naciones europeas, sinolvidar las clásicas rameras embarcadas para la Nue-va Orleáns por gendarmes de tricornio, despedidaspor marchas de pífano —detalle, este último, queme parecía muy debido al recuerdo de una óperadel repertorio—. Por contraste evocaba las patriasdel continente viejo con devoción, edificando antemis ojos maravillados una Universidad de Heidelbergque sólo podía imaginarme verdecida de yedras ve-nerables. Iba yo, por la imaginación, de las tiorbasdel concierto angélico a las insignes pizarras de laGewandhause, de los concursos de minnesangers alos conciertos de Potsdam, aprendiendo los nombresde ciudades cuya mera gráfica promovía en mi men-te espejismos en ocre, en blanco, en bronce —comoBonn—, en vellón de cisne —como Siena—. Pero mipadre, para quien la afirmación de ciertos princi-pios constituía el haber supremo de la civilización,hacía hincapié, sobre todo, en el respeto que allá setenía por la sagrada vida del hombre. Me hablabade escritores que hicieron temblar una monarquía,desde la calma de un descacho, sin que nadie se

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atreviera a importunarlos. Las evocaciones del YoAcuso, de las campañas de Rathenau, hijas de la ca-pitulación de Luis XVI ante Mirabeau, desemboca-ban siempre en las mismas consideraciones acercadel progreso irrefrenable, de la socialización gradual,de la cultura colectiva, llegándose al tema de losobreros ilustrados que allá, en su ciudad natal, jun-to a una catedral del siglo XIII, pasaban sus ocios enlas bibliotecas públicas y los domingos, en vez deembrutecerse en misas —pues allá el culto de laciencia estaba sustituyendo a las supersticiones— lle-vaban sus familias a escuchar la Novena Sinfonía.Y así los había visto yo, desde la adolescencia, conlos ojos de la imaginación, esos obreros vestidos deblusa azul y pantalón de pana, noblemente conmovidos por el soplo genial de la obra beethoveniana, es-cuchando tal vez este mismo trío, cuya frase tan cá-lida, tan envolvente, ascendía ahora por las voces delos violoncellos y de las violas. Y tal había sido elsortilegio de esa visión que, al morir mi padre, con-sagré el escaso dinero de su magra herencia, el fru-to de una subasta de sonatas y partitas, al empeñode conocer mis raíces. Atravesé el Océano, un buendía, con el convencimiento de no regresar. Pero alcabo de un aprendizaje del asombro que yo hubieracalificado más tarde, en broma, de adoración de lasfachadas, fue el encuentro con realidades que con-trariaban singularmente las enseñanzas de mi padre.Lejos de mirar hacia la Novena Sinfonía, las inteli-gencias estaban como ávidas de marcar el paso endesfiles que pasaban bajo arcos de triunfo de car-pintería y mástiles totémicos de viejos símbolossolares. La transformación del mármol y el broncede las antiguas apoteosis en gigantescos despilfa-rros de pinotea, tablas de un día, y emblemas de car-tón dorado, hubiera debido hacer más desconfiado.

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a quienes escuchaban palabras demasiado amplifica-das por los altavoces, pensaba yo. Pero no parecíaque así fuera. Cada cual se creía tremendamente in-vestido, y había muchos que se sentaban a la dere-cha de Dios para juzgar a los hombres del pasadopor el delito de no haber adivinado lo futuro. Yo ha-bía visto ya, ciertamente, a un metafísico de Heidel-berg haciendo de tambor mayor de una parada dejóvenes filósofos que marchaban, sacándose el tran-co de la cadera, para votar por quienes hacían es-carnio de cuanto pudiera calificarse de intelectual.Yo había visto a las parejas ascender, en noches desolsticios, al Monte de las Brujas para encender vie-jos fuegos, votivos, desprovistos ya de todo sentido.Pero nada me había impresionado tanto como esacitación a juicio, esa resurrección para castigo y pro-fanación de la tumba de quien hubiera rematado unasinfonía con el coral de la Confesión de Augsburgo,o de aquel otro que había clamado, con una voz tanpura, ante las olas verdegrises del gran Norte: «¡Amoel mar como mi alma!». Cansado de tener que reci-tar el Intermezzo en voz baja y de oír hablar decadáveres recogidos en las calles, de terrores próxi-mos, de éxodos nuevos, me refugié, como quien seacoge a sagrado, en la penumbra consoladora de losmuseos, emprendiendo largos viajes a través deltiempo. Pero cuando salí de las pinacotecas las cosasmarchaban de mal en peor. Los periódicos invitabanal degüello. Los creyentes temblaban, bajo los pul-pitos, cuando sus obispos alzaban la voz. Los rabi-nos escondían la thorah, mientras los pastores eranarrojados de sus oratorios. Se asistía a la dispersiónde los ritos y al quebrantamiento del verbo. De no-che, en las plazas públicas, los alumnos de insignesFacultades quemaban libros en grandes hogueras. Nopodía darse un paso en aquel continente sin ver fo-

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tografías de niños muertos en bombardeos de pobla-ciones abiertas, sin oír hablar de sabios confinadosen salinas, de secuestros inexplicados, de acosos ydefenestraciones, de campesinos ametrallados en pla-zas de toros. Yo me asombraba —despechado, heri-do a lo hondo— de la diferencia que existía entreel mundo añorado por mi padre y el que me habíatocado conocer. Donde buscaba la sonrisa de Eras-mo, el Discurso del Método, el espíritu humanísti-co, el fáustico anhelo y el alma apolínea, me topabacon el auto de fe, el tribunal de algún Santo Oficio,el proceso político que no era sino ordalía de nue-vo género. Ya no podía contemplarse un tímpanoilustre, un campanil, gárgola o ángel sonriente sinoírse decir que ahí estaban previstas ya las bande-rías del presente y que los pastores de Nacimientosadoraban algo que no era, en suma, lo que cabal-mente iluminaba el pesebre. La época me iba can-sando. Y era terrible pensar que no había fuga po-sible, fuera de lo imaginario, en aquel mundo sin es-condrijos, de naturaleza domada hacía siglos, dondela sincronización casi total de las existencias hubie-ra centrado las pugnas en torno a dos o tres proble-mas puestos en carne viva. Los discursos habíansustituido a los mitos; las consignas a los dogmas.Hastiado del lugar común fundido en hierro, deltexto expurgado y de la cátedra desierta, me acer-qué nuevamente al Atlántico con el ánimo de pasarlo ahora en sentido inverso. Y, dos días antes demi partida, me vi contemplando una olvidada danzamacabra que desarrollaba sus motivos sobre las vi-gas del osario de San Sinforiano, en Blois. Era unasuerte de patio de granja, invadido por las yerbas,de una tristeza de siglos, encima de cuyos pilares seconjugaba, una vez más, el inagotable tema de lavanidad de las pompas, del esqueleto hallado bajo

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la carne lujuriante, del costillar podrido bajo la ca-sulla del prelado, del tambor atronado con dos tibiasen medio de un xilofonante concierto de huesos.Pero aquí, la pobreza del establo que rodeaba eleterno Ejemplo, la proximidad del río revuelto yturbio, la cercanía de granjas y fábricas, la presen-cia de cochinos gruñendo como el cerdo de San An-tón, al pie de las calaveras talladas en una maderaengrisada por siglos de lluvias, daban una singularvigencia a ese retablo del polvo, la ceniza, la nada, si-tuándolo dentro de la época presente. Y los timba-les que tanto percuten en el scherzo beethovenianocobraban una fatídica contundencia, ahora que losasociaba, en mi mente, a la visión del osario deBlois, en cuya entrada me sorprendieron las edicio-nes de la tarde con la noticia de la guerra.

Los leños eran rescoldos. En una ladera, másarriba del techo y de los pinos, un perro aullaba enla bruma. Alejado de la música por la música mis-ma, regresaba a ella por el camino de los grillos, es-perando la sonoridad de un si bemol que ya conta-ba en mi oído. Y ya nacía, de una queda invitaciónde fagote y clarinete, la frase admirable del Ada-gio, tan honda dentro del pudor de su lirismo. Esteera el único pasaje de la Sinfonía que mi madre—más acostumbraba a la lectura de habaneras yselecciones de ópera— lograba tocar a veces, por sutiempo pausado, en una transcripción para pianoque sacaba de una gaveta de la tienda. Al sexto com-pás, plácidamente rematado en eco por las maderas,acabo de llegar del colegio, luego de mucho correrpara resbalar sobre las pequeñas frutas de los ála-mos que cubren las aceras. Nuestra casa tiene unancho soportal de columnas encaladas, situado comoun peldaño de escalera, entre los soportales vecinos,uno más alto, otro más bajo, todos atravesados por

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el plano inclinado de la calzada que asciende haciala Iglesia de Jesús del Monte, que se yergue allá, enlo alto de los tejados, con sus árboles plantados so-bre un terraplén cerrado por barandales. La casafue antaño de gente señora; conserva grandes mue-bles de madera oscura, armarios profundos y unaaraña de cristales biselados que se llena de peque-ños arcoiris al recibir un último rayo de sol bajadode las lucetas azules, blancas, rojas, que cierran elarco del recibidor como un gran abanico de vidrio.Me siento de piernas tiesas en el fondo de un sillónde mecedora, demasiado alto y ancho para un niño,y abro el Epítome de Gramática de la Real Acade-mia, que esta tarde tengo que repasar. Estos, Fabio,¡ay dolor!, que ves agora... rezael ejemplo que hapoco regresó a mi memoria. Estos, Fabio, ¡ay dolor!,que ves agora... La negra, allá en el hollín de susollas, canta algo que se habla de los tiempos de laColonia y de los mostachos de la Guardia Civil. Yase ha pegado la tecla del fa sostenido, como de cos-tumbre, en el piano que toca mi madre. En lo últimode la casa hay una habitación a cuya reja trepa untallo de calabaza. Llamo a María del Carmen, quejuega entre las arecas en tiestos, los rosales en ca-zuela, los semilleros de claveles, de calas, los girasolesdel traspatio de su padre el jardinero. Se cuela porel boquete de la cerca de cardón y se acuesta a milado, en la cesta de lavandería en forma de barcaque es la barca de nuestros viajes. Nos envuelve elolor a esparto, a fibra, a heno, de esta cesta traída,cada semana, por un gigante sudoroso, que devoraenormes platos de habas a quien llaman Baudilio.No me canso de estrechar a la niña entre mis brazos.Su calor me infunde una pereza gozosa que quisieraalargar indefinidamente. Como se aburre de estarasí, sin moverse, la aquieto diciéndole que estamos

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en el mar. y que falta poco para llegar al muelle; queserá aquel baúl de tapa redonda, cubierta de hojalatade muchos colores, a cuya agarradera se amarran lasnaves. En el colegio me han hablado de sucias posi-bilidades entre varones y hembras. Las he rechazadocon indignación, sabiendo que eran porquerías in-ventadas por los grandes para burlarse de los pe-queños. El día que me lo dijeron no me atreví amirar a mi madre de frente. Pregunto ahora a Maríadel Carmen si quiere ser mi mujer, y como respondeque sí, la aprieto un poco más, imitando con la voz,para que no se aparte de mí, el ruido de las sirenasde barcos. Respiro mal, me lleno de latidos, y estemalestar es tan grato, sin embargo, que no compren-do por qué, cuando la negra nos sorprende así, seenoja, nos saca de la cesta, la arroja sobre un arma-rio y grita que estoy muy grande para esos juegos.Sin embargo, nada dice a mi madre. Acabo porquejarme a ella, y me responde que es hora deestudiar. Vuelvo al Epítome de Gramática, pero mepersigue el olor a fibra, a mimbre, a esparto. Esteolor cuyo recuerdo regresa del pasado, a veces, contal realidad que me deja todo estremecido. Ese olorque vuelvo a encontrar esta noche; junto al armariode las yerbas silvestres, cuando el Adagio concluyesobre cuatro acordes pianissimo, el primero arpe-giado, y un estremecimiento, perceptible a través dela transmisión, conmueve la masa coral cuya entradase aproxima. Adivino el gesto enérgico del directorinvisible, por el cual se entra, de golpe, en el dramaque prepara el advenimiento de la Oda de Schiller.La tempestad de bronces y de timbales que se desatapara hallar, más tarde, un eco de sí misma, encuadrauna recapitulación de los temas ya escuchados. Peroesos temas aparecen rotos, lacerados, hechos jirones,arrojados a una especie de caos que es gestación

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del futuro, cada vez que pretenden alzarse, afirmar-se, volver a ser lo que fueron. Esa suerte de sinfoníaen ruinas que ahora se atraviesa en la sinfonía total,serie de dramático acompañamiento —pienso yo, conprofesional deformación— para un documental rea-lizado en los caminos que me tocara recorrer comointérprete militar, al final de la guerra. Eran loscaminos del Apocalipsis, trazados entre paredes rotasde tal manera que parecían los caracteres de unalfabeto desconocido; camino de hoyos rellenadoscon pedazos de estatuas, que atravesaban abadíassin techo, se jalonaban de ángeles decapitados, do-blaban frente a una Ultima Cena dejada a la intem-perie por los obuses, para desembocar en el polvoy la ceniza de lo que fuera, durante siglos, el archivomáximo del canto ambrosiano. Pero los horrores dela guerra son obra del hombre. Cada época ha dejadolos suyos burilados en el cobre o sombreados porlas tintas del aguafuerte. Lo nuevo aquí, lo inédito,lo moderno, era aquel antro del horror, aquella can-cillería del horror, aquel coto vedado del horror quenos tocara conocer en nuestro avance: la Mansióndel Calofrío, donde todo era testimonio de torturas,exterminios en masa, cremaciones, entre murallassalpicadas de sangre y de excrementos, montones dehuesos, dentaduras humanas arrinconadas a paleta-das, sin hablar de las muertes peores, logradas enfrío, por manos enguantadas de caucho, en la blan-cura aséptica, neta, luminosa, de las cámaras deoperaciones. A dos pasos de aquí, una humanidadsensible y cultivada —sin hacer caso del humo ab-yecto de ciertas chimeneas, por las que habían bro-tado, un poco antes, plegarias aulladas en yiddish—seguía coleccionando sellos, estudiando las gloriasde la raza, tocando pequeñas músicas nocturnas deMozart, leyendo La Sirenita de Andersen a los niños.

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Esto otro también era nuevo, siniestramente moder-no, pavorosamente inédito. Algo se derrumbó en míla tarde en que salí del abominable parque de iniqui-dades que me esforzara en visitar para cerciorarmede su posibilidad, con la boca seca y la sensación dehaber tragado un polvo de yeso. Jamás hubiera podi-do imaginar una quiebra tan absoluta del hombrede Occidente como la que se había estampado aquíen residuos de espanto. De niño me habían aterrori-zado las historias que entonces corrían acerca delas atrocidades cometidas por Pancho Villa, cuyonombre se asociaba en mi memoria a la sombravelluda y nocturnal de Mandinga. «Cultura obliga»,solía decir mi padre ante las fotos de fusilamientosque entonces difundía la prensa, traduciendo, conese lema de una nueva caballería del espíritu, su feen el ocaso de la iniquidad por obra de los Libros.Maniqueísta a su manera, veía el mundo como elcampo de una lucha entre la luz de la imprenta ylas tinieblas de una animalidad original, propiciadorade toda crueldad en quienes vivían ignorantes decátedras, músicas y laboratorios. El Mal, para él,estaba personificado por quien, al arrimar sus ene-migos al paredón de las ejecuciones, remozaba, alcabo de los siglos, el gesto del príncipe asirio cegan-do a sus prisioneros con una lanza, o del ferozcruzado que emparedara a los cátaros en las cavernasdel Mont-Segur. El Mal, del que estaba ya librada laEuropa de Beethoven, tenía su último reducto en elContinente-de-poca-Historia... Pero luego de habermevisto en la Mansión del Calofrío, en este campo ima-ginado, creado, organizado por gente que sabía detantas cosas nobles, los disparos de los Charrosde Oro, las ciudades tomadas a porfía, los trenesdescarrilados entre cactos y chumberas, las balace-ras en noche de mitote, me parecían alegres estam-

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pas de novela de aventura, llenas de sol de cabalga-tas, de viriles alardes, de muertes limpias sobre elcuero sudado de las monturas, junto al rebozo delas soldaderas recién paridas a orillas del camino.Y lo peor fue que la noche de mi encuentro con lamás fría barbarie de la historia, los victimarios yguardianes, y también los que se llevaban los algo-dones ensangrentados en cubos, y los que tomabannotas en sus cuadernos forrados de hule negro, queestaban presos en un hangar, se dieron a cantardespués del rancho. Sentado en mi camastro, sacadodel sueño por el asombro, les oía cantar lo mismoque ahora, levantados por un lejano gesto del direc-tor, cantaban los del coro:

Freunde, schöner Götterfunken,Tochter aus ElysiumWir betreten feuertrunken,Himmlische, dein Heiligtum.

Por fin había alcanzado la Novena Sinfonía,causa de mi viaje anterior, aunque no ciertamentedonde mi padre la hubiera situado. ¡Alegría! El másbello fulgor divino, hija del Elíseo. Ebrios de tu fue-go penetramos, ¡oh Celestial!, en tu santuario... To-dos los hombres serán hermanos donde se cierne tuvuelo suave. Las estrofas de Schiller me laceraban asarcasmos. Eran la culminación de una ascensiónde siglos durante la cual se había marchado sincesar hacia la tolerancia, la bondad, el entendimien-to de lo ajeno. La Novena Sinfonía era el tibio ho-jaldre de Montaigne, el azur de la Utopía, la esenciadel Elzevir, la voz de Voltaire en el proceso Calas.Ahora crecía, henchido de júbilo, el alie Menschenwerden Brüder wo dein sanfter Flügel weilt, comola noche aquella en que perdí la fe en quienes

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mentían al hablar de sus principios, invocando textoscuyo sentido profundo estaba olvidado. Por pensarmenos en la Danza Macabra que me envolvía cobrémentalidad de mercenario, dejándome arrastrar pormis compañeros de armas a sus tabernas y burdeles.Me di a beber como ellos, sumiéndome en una suertede inconsciencia mantenida del lado de acá deltraspié, que me permitió acabar la campaña sinentusiasmarme por palabras ni hechos. Nuestra vic-toria me dejaba vencido. No logró admirarme siquie-ra la noche pasada en la utilería del teatro deBayreuth, bajo una wagneriana zoología de cisnesy caballos colgados del cielo raso, junto a un Fafnerdeslucido por la polilla, cuya cabeza parecía buscaramparo bajo mi camastro de invasor. Y fue un hom-bre sin esperanza quien regresó a la gran ciudady entró en el primer bar para acorazarse de ante-mano contra todo propósito idealista. El hombre quetrató de sentirse fuerte en el robo de la mujer ajena,para volver, en fin de cuentas, a la soledad del hechono compartido. El hombre llamado Hombre que, lamañana anterior, aceptaba todavía la idea de estafarcon instrumentos de rastro a quien hubiera puestoen él su confianza... Y me aburre, de pronto, estaNovena Sinfonía con sus promesas incumplidas, susanhelos mesiánicos, subrayados por el feriante arse-nal de la «música turca» que tan populacheramentese desata en el prestís simo final. No espero el maes-toso Tochter aus Elysium! Freude schóner Gotter-funken del exordio. Corto la transmisión, preguntán-dome cómo he podido escuchar la partitura casicompleta, con momentos de olvido de mí mismo,cuando las asociaciones de recuerdos no me absor-bían demasiado. Mi mano busca un cohombro cuyafrialdad parece salirle de tras de la piel; la otrasopesa el verdor de un ají que rompe el pulgar para

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bañarse del zumo que luego recoge la boca condeleite. Abro el armario de las plantas y saco unpuñado de hojas secas, que aspiro largamente. Enla chimenea late aún, en negro y rojo, como algoviviente, un último rescoldo. Me asomo a una ven-tana: los árboles más próximos se han perdido enla niebla. El ganso del traspatio desenvaina la cabezade bajo el ala y entreabre el piso, sin acabar dedespertarse. En la noche ha caído un fruto.

X

(Martes, 12)

Cuando Mouche salió de la habitación, pocodespués del alba, parecía más cansada que la víspera.Habían bastado las incomodidades de un día derodar por carreteras difíciles, el lecho duro, la nece-sidad de madrugar, de someter el cuerpo a unadisciplina, para provocar una suerte de descolora-miento de su persona. Quien tan piafante y vivazse mostraba en el desorden de nuestras nochesde allá, era aquí la estampa del desgano. Parecíaque se hubiera empañado la claridad de su cutis, ymal guardaba un pañuelo sus cabellos que se le ibanen greñas de un rubio como verdecido. Su expresiónde desagrado la avejentaba de modo sorprendente,adelgazando, con fea caída de las comisuras, unoslabios que los malos espejos y la escasa luz no lepermitían pintar debidamente. Durante el desayuno,por distraerla, le hablé de la viajera a quien habíaconocido la noche anterior. En eso llegó la aludida,toda temblorosa, riendo de su temblor, pues habíaido a asearse a una fuente cercana con las mujeresde la casa. Su cabellera, torcida en trenzas en torno

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a la cabeza, goteaba todavía sobre su rostro mate.Se dirigió a Mouche con familiaridad, tuteándolacomo si la conociera de mucho tiempo, en preguntasque yo iba traduciendo. Cuando subimos al autobús,las dos mujeres habían concertado un lenguaje degestos y palabras sueltas que les bastaba para en-tenderse. Mi compañera, nuevamente fatigada, des-cansó la cabeza sobre el hombro de la que —losabíamos ahora— llamábase Rosario, y escuchabasus quejas por los quebrantos de tan intómodo viajecon una solicitud maternal en la que yo vislumbraba,sin embargo, un dejo de ironía. Contento por vermealgo descargado de Mouche, emprendí alegrementela jornada, solo en un ancho asiento. Esta mismatarde llegaríamos al puerto fluvial de donde salíanembarcaciones para los linderos de la Selva del Sur,y 'de recodo en recodo, siguiendo laderas, descen-diendo siempre, íbamos hacia horas más soleadas.Nos deteníamos a veces en pueblos apacibles, depocas ventanas abiertas, rodeados por una vegetacióncada vez más tropical. Aquí aparecían enredaderasflorecidas, cactos, bambúes; allá una palmera brotabade un patio, abriéndose sobre el tejado de una casadonde las zurcidoras trabajaban al fresco. Tan ce-rrada y continua fue la lluvia que rompió sobrenosotros a mediodía que, hasta el final de la tarde,no acerté a ver cosa alguna a través de los cristalesengrisados por el agua. Mouche sacó un libro de sumaleta. Rosario, por imitarle, buscó un tomo en suhato. Era un volumen impreso en papel malo, llenode escorias, cuya portada en tricromía mostraba unamujer cubierta de pieles de oso o algo parecido, queera abrazada por un magnífico caballero en la entra-da de una gruta, bajo la mirada complacida de unacierva de largo cuello: Historia de Genoveva deBrabante. En mi mente se hizo al punto un chusco

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contraste entre tal lectura y cierta famosa novelamoderna que estaba en las manos de Mouche, y queyo había dejado en el tercer capítulo, agobiado poruna especie de vergüenza triste ante su caudal deobscenidad. Enemigo de toda continencia sexual,de toda hipocresía en lo que miraba el juego de loscuerpos, me irritaba, sin embargo, cualquier litera-tura o vocabulario que encanallara el amor físico,por vías de la burla, el sarcasmo o la grosería. Meparecía que el hombre debía guardar, en sus aco-plamientos, la sencilla impulsividad, el espíritu deretozo que eran propios del celo de las bestias, dán-dose alegremente a su placentera actividad a sabien-das de que el aislamiento tras de cerrojos, la ausenciade testigos, la complicidad en la busca del deleite,excluían cuanto pudiera promover la ironía o lachanza —por el desajuste de los físicos, por la ani-malidad de ciertos machihembramientos— en las tra-bazones de una pareja que no podía contemplarsea sí misma con ojos ajenos. Por lo mismo la porno-grafía me era tan intolerable como ciertos cuentosverdes, ciertas desinencias sucias, ciertos verbos me-tafóricamente aplicados a la actividad sexual, y nopodía considerar sin repulsión una determinadaliteratura, muy gustada en el presente, que parecíaempeñada en degradar y afear cuanto podía hacerque el hombre, en momentos de tropiezos y desalien-tos, hallara una compensación a sus fracasos en lamás fuerte afirmación de su virilidad, sintiendo enla carne por él dividida su presencia más entera. Yoleía por sobre los hombros de las dos mujeres, tra-tando de contrapuntear la prosa negra y la prosarosa; pero pronto se me hizo imposible el juego, porla rapidez con que Mouche doblaba las páginas, y lalentitud de lectura de Rosario, que llevaba los ojos,pausadamente, del comienzo al extremo de los ren-

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glones, con el movimiento de labios de quien dele-trea, hallando aventuras apasionantes en la sucesiónde palabras que no siempre se ordenaban como ellahubiese querido. A veces se detenía ante una infamiahecha a la desventurada Genoveva, con un pequeñogesto de indignación; volvía a comenzar el párrafo,dudando de que tanta maldad fuese posible. Y pasa-ba nuevamente por sobre el penoso episodio, comoconsternada de su impotencia ante los hechos. Surostro reflejaba una profunda ansiedad, ahora quese precisaban los sombríos designios de Golo. «Soncuentos de otros tiempos», le dije, por hacerla ha-blar. Sobresaltada se volvió hacia mí al saber quehabía estado leyendo por encima de su hombro. «Loque los libros di:en es verdad», contestó. Miré haciael tomo de Mouche, pensando que si era verdad loque allí se contaba, en una prosa que el editor, ate-rrado, había tenido que amputar varias veces, no porello se había alcanzado —con laboriosos alardes—unas obscenidad que los escultores hindúes o los sim-ples alfareros incaicos habían situado en un planode auténtica grandeza. Ahora Rosario cerraba losojos. «Lo que dicen los libros es verdad.» Es proba-ble que, para ella, la historia de Genoveva fuera algoactual: algo que transcurría, al ritmo de su lectura,en un país del presente. El pasado no es imaginablepara quien ignora el ropero, decorado y utilería dela historia. Así, debía imaginarse los castillos delBrabante como las ricas haciendas de acá, que solíantener paredes almacenadas. Los hábitos de la caza y lamonta se perpetuaban en estas tierras, donde el ve-nado y el váquiro eran entregados al acoso de lasjaurías. Y en cuanto al traje, Rosario debía ver sunovela como ciertos pintores del temprano Renaci-miento veían el Evangelio, vistiendo a los personajesde la Pasión a la manera de los notables del día,

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arrojando al infierno, cabeza abajo, algún Pilatocon atuendo de magistrado florentino... Cayó la no-che y la luz se hizo tan escasa que cada cual seencerró en sí mismo. Hubo un prolongado rodar enla oscuridad y, de súbito, a la vuelta de un peñasco,salimos a la encendida vastedad del Valle de lasLlamas.

Ya me habían hablado algunos, durante el via-je, de la población nacida allá abajo, en unas pocassemanas, al brotar el petróleo sobre una tierra ence-nagada. Pero esa referencia no me había sugeridola posibilidad del espectáculo prodigioso que ahorase ampliaba a cada vuelta del camino. Sobre unallanura pelada, era un vasto bailar de llamaradasque restallaban al viento como las banderas de algúndivino asolamiento. Atadas al escape de gases de lospozos se mecían, tremolaban, envolviéndose en símismas, girando, a la vez libres y sujetas a cortadistancia de los mechurrios —astas de ese fuegoenjambre, de ese fuego árbol, parado sobre el suelo,que volaba sin poder volar, todo silbante de púrpu-ras exasperadas. El aire las transformaba, de súbito,en luces de exterminio, en teas enfurecidas, parareunirlas luego en un haz de antorchas, en un solotronco rojinegro que tenía fugaces esguinces de torsohumano; pero pronto se rompía lo amasado y elardiente cuerpo, sacudido de convulsiones amarillas,se enroscaba en zarza ardiente, hincada de chispas,sonora de bramidos, antes de estirarse hacia la ciu-dad, en mil latigazos zumbantes, como para castigode una población impía. Junto a esas piras encade-nadas proseguían su trabajo de extracción, incansa-bles, regulares, obsesionantes, unas máquinas cuyovolante tenía el perfil de una gran ave negra, conpico que hincaba isócronamente la tierra, en movi-mientos de pájaro horadando un tronco. Había algo

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impasible, obstinado, maléfico, en esas siluetas quese mecían sin quemarse, como salamandras nacidasdel flujo y reflujo de las fogaradas que el vientoencrespaba, en marejadas, hasta el horizonte. Dabanganas de darles nombres que fuesen buenos parademonios y me divertía en llamarlas Flacocuervo,Buitrehierro o Maltrídente, cuando terminó nuestrocamino en un patio donde unos cochinos negros, en-rojecidos por el resplandor de las llamas, chapalea-ban en charcos cuyas aguas tenían costras jaspeadasy ojos de aceite. El comedor de la fonda estaba llenode hombres que hablaban a gritos, como anebladospor el humo de las parrilladas. Con las máscarasantigases colgadas aún debajo de la barbilla, sinhaberse quitado todavía las ropas del trabajo, pare-cía que sobre ellos se hubieran fijado, en coladas,borrones y pringues, las más negras exudacionesde la tierra. Todos bebían desaforadamente con lasbotellas empuñadas por el gollete, entre naipes yfichas revueltas sobre las mesas. Pero de pronto, lasbriscas quedaron en suspenso y los jugadores sevolvieron hacia el patio en una grita de júbilo. Allíse producía un golpe de teatro: traídas por no séqué vehículo, habían aparecido mujeres en traje debaile, con zapato de tacón y muchas luces en elpelo y el cuello, cuya presencia en aquel corral fan-goso, orlado de pesebres, me pareció alucinante. Ade-más, la mostacilla, las cuentas, los abalorios queadornaban los vestidos, reflejaban a la vez las llama-radas que a cada cambio de viento daban nuevorumbo a su ronda de resplandores. Esas mujeresrojas corrían y trajinaban entre los hombres oscu-ros, llevando fardos y maletas, en una algarabía queacababa de atolondrarse con el espanto de los burrosy el despertar de las gallinas dormidas en las vigasde los sobradillos. Supe entonces que mañana sería

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la fiesta del patrón del pueblo, y que aquellas muje-res eran prostitutas que viajaban así todo el año, deun lugar a otro, de ferias a procesiones, de minasa romerías, para aprovecharse de los días en que loshombres se mostraban espléndidos. Así, seguían el iti-nerario de los campanarios, fornicando por San Cris-tóbal o por Santa Lucía, los fieles Difuntos o losSantos Inocentes, a las orillas de los caminos, juntoa las tapias de los cementerios, sobre las playas delos grandes ríos o en los cuartos estrechos, de pa-langana en tierra, que alquilaban en la trastiendade las tabernas. Lo que más me asombraba era elbuen humor con que las recién llegadas eran acogi-das por la gente de fundamento, sin que las mujereshonestas de la casa, la esposa, la joven hija delposadero, hicieran el menor gesto de menosprecio.Me parecía que se las miraba un poco como a losbobos, gitanos o locos graciosos, y las fámulas decocina reían al verlas saltar, con sus vestidos de bai-le, por sobre los cochinos y los charcos, cargandosus hatos con ayuda de algunos mineros ya resueltosa gozarse de sus primicias. Yo pensaba que esasprostitutas errantes, que venían a nuestro encuentro,metiéndonse en nuestro tiempo, eran primas de lasribaldas del Medioevo, de las que iban de Bremena Hamburgo, de Amberes a Gante, en tiempos deferia, para sacar malos humores a maestros y apren-dices, aliviándose de paso a algún romero de Com-postela, por el permiso de besar la venera de tanlejos traída. Después de recoger sus cosas, las mu-jeres entraron en el comedor de la fonda con granalboroto. Mouche, maravillada, me invitó a seguirlas,para observar mejor sus vestidos y peinados. Ella,que hasta ahora había permanecido indiferente ysoñolienta, estaba como transfigurada. Hay serescuyos ojos se encienden cuando sienten la proximi-

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dad del sexo. Insensible, quejosa desde la víspera, miamiga parecía revivir en la primera atmósfera turbiaque la salía al paso. Declarando ahora que esasprostitutas eran formidables, únicas, de un estilo quese había perdido, comenzó a acercarse a ellas. Al verque se sentaba en uno de los bancos del fondo, juntoa una mesa que ocupaban las recién llegadas, bus-cando conversación por gestos con una de las másvistosas, Rosario me miró con extrañeza, como que-riendo decirme algo. Por eludir una explicación queprobablemente no entendería, cargué con el equipajey fui en busca de nuestro cuarto. Sobre las bardasdel patio danzaba el resplandor de los fuegos. Estabasacando cuentas de lo gastado últimamente cuandome pareció que Mouche me llamaba con voz angus-tiada. En el espejo del armario la vi pasar, al otroextremo del corredor, como huyendo de un hombreque la perseguía. Cuando llegué adonde estaban, elhombre la había agarrado por el talle y la empujabadentro de una habitación. Al recibir mi puñetazo sevolteó bruscamente y su golpe me arrojó sobre unamesa cubierta de botellas vacías que se estrellaronal caer. Me colgué de mi adversario y rodamos en elpiso, sintiendo las hincadas de los vidrios en lasmanos y en los brazos. Al cabo de una rápida lucha,en que el otro me dejó sin fuerzas, me vi preso entresus rodillas, de espaldas en el suelo, bajo la anchurade dos puños que se levantaban para caer mejor,como una maza, sobre mi cara. En aquel instante,Rosario entró en el cuarto, seguida del posadero.«¡Yannes! —gritó—. ¡Yannes!» Agarrado por las mu-ñecas, el hombre se levantó lentamente, como aver-gonzado de lo hecho. El posadero le explicaba algoque por mi excitación nerviosa no acertaba a oír. Miadversario parecía humilde; ahora me hablaba contono compungido: «Yo no sabía... Equivocación...

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Debió decir tenía marido.» Rosario me limpiaba lacara con un paño untado de ron: «La culpa fue deella; estaba metida entre las otras.» Lo peor de todoera que yo no sentía verdadera cólera contra el queme había golpeado, sino contra Mouche, que, enefecto, por un alarde muy propio de su carácter,había ido a sentarse con las prostitutas. «No ha pa-sado nada... No ha pasado nada», proclamaba elposadero ante los curiosos que llenaban el corredor.Y Rosario, como si nada hubiera ocurrido, en efecto,me hizo dar la mano al que ahora se deshacía enexcusas. Para acabar de aplacarme, me hablaba deél, afirmando que lo conocía de mucho tiempo, puesno era de este lugar, sino de Puerto Anunciación, elpueblo cercano a la Selva del Sur, donde la esperabasu padre enfermo con el remedio de la milagrosaestampa. El título de Buscador de Diamantes mehizo interesante, de pronto, al que poco antes megolpeara. Pronto nos vimos en la cantina, con mediabotella de aguardiente bebida, olvidados de la estú-pida pelea. Ancho de pecho, espigado de cintura, conalgo de ave de presa en la mirada, el minero movíaun semblante sombreado por un filo de barba quepodía haberse desprendido de un arco de triunfopor la decisión y el empaque del perfil. Al saberque era griego —explicándoseme así la tremendaeliminación de artículos que caracterizaba su manerade hablar— estuve a punto de preguntarle, porbroma, si era uno de los Siete contra Tebas. Peroen eso apareció Mouche, con aire indiferente, comosi ignorara lo de la riña que nos había llenado lasmanos de cortaduras. Le hice algunos reproches amedias palabras que expresaban insuficientemente miirritación. Ella se sentó del otro lado de la mesa, sinhacer caso, y se dio a examinar al griego —tan res-petuoso ahora, que había apartado su escabel para

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no estar demasiado cerca de mi amiga— con uninterés que me pareció un reto exasperante en seme-jante momento. A las excusas del Buscador de Dia-mantes, que se calificaba a sí mismo de «bruto idiotamaldecido», respondió que el suceso no tenía impor-tancia. Me volví hacia Rosario. Ella me miraba sos-layadamente, con cierta gravedad irónica que nosabía cómo interpretar. Quise iniciar una conversa-ción cualquiera que nos alejara de lo presente, perolas palabras no me venían a la boca. Mouche, mien-tras tanto, se había acercado al griego con unasonrisa tan incitante y nerviosa que la ira me en-cendió las sienes. Apenas habíamos salido de unpercance que hubiera podido tener consecuenciaslamentables, se gozaba en aturdir al minero que latratara media hora antes como a una prostituta. Esaactitud era tan literaria, debía tanto al espíritu quehabía exaltado, en este tiempo, la taberna de mari-neros y los muelles de brumas, que la hallé increí-blemente grotesca, de pronto, en su incapacidad dedesasirse, ante cualquier realidad, de los lugarescomunes de su generación. Tenía que elegir un hipo-campo, por pensar en Rimbaud, donde vendíantoscos relicarios de artesanía colonial; había de bur-larse de la ópera romántica en el teatro que, preci-samente, devolvía su fragancia al jardín de Lamer-moore, y no veía que la prostituta de las novelasde la Evasión se había transformado, aquí, en unamezcla de feriante oportuna y de Egipcíaca sin olorde santidad. La miré de modo tan ambiguo queRosario, creyendo tal vez que iba a pelear de nuevo,por celos, me salió al paso en maniobra de apla-camiento con una frase oscura que tenía de proverbioy de sentencia: «Cuando el hombre pelea, que seapor defender su casa.» No sé lo que entendía Rosariopor «mi casa»; pero tenía razón si pretendía decir

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lo que quise comprender: Mouche no era «mi casa».Era, por el contrario, aquella hembra alborotosa yrencillosa de las Escrituras, cuyos pies no podíanestar en la casa. Con la frase se tendía un puentepor sobre el ancho de la mesa entre Rosario y yo, ysentí, en aquel momento, el apoyo de una simpatíaque se hubiera dolido, tal vez, de verme vencidonuevamente. Por lo demás, la joven crecía ante misojos a medida que transcurrían las horas, al estable-cer con el ambiente ciertas relaciones que me erancada vez más perceptibles. Mouche, en cambio, ibaresultando tremendamente forastera dentro de uncreciente desajuste entre su persona y cuanto noscircundaba. Un aura de exotismo se espesaba en tor-no a ella, estableciendo distancias entre su figura ylas demás figuras; entre sus acciones, sus maneras,y los modos de actuar que aquí eran normales. Setornaba, poco a poco, en algo ajeno, mal situado,excéntrico, que llamaba la atención, como llamabala antención antaño, en las cortes cristianas, el tur-bante de los embajadores de la Sublime Puerta. Ro-sario, en cambio, era como la Cecilia o la Lucía quevuelve a engastarse en sus cristales cuando terminade restaurarse un vitral. De la mañana a la tardey de la tarde a la noche se hacía más auténtica, másverdadera, más cabalmente dibujada en un paisajeque fijaba sus constantes a medida que nos acercá-bamos al río. Entre su carne y la tierra que se pisabase establecían relaciones escritas en las pieles en-sombrecidas por la luz, en la semejanza de las cabe-lleras visibles, en la unidad de formas que daba a lostalles, a los hombros, a los muslos que aquí se ala-baban, una factura común de obra salida de unmismo torno. Me sentía cada vez más cerca de Ro-sario, que embellecía de hora en hora, frente a la otraque se difuminaba en su distancia presente, apro-

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bando cuanto decía y expresaba. Y, sin embargo, almirar a la mujer como mujer, me veía torpe, cohi-bido, consciente de mi propio exotismo, ante unadignidad innata que parecía negada de antemano ala acometida fácil. No eran tan sólo botellas las quese alzaban ahí, en barrera de vidrio que imponíacuidado a las manos: eran los mil libros leídos pormí, ignorados por ella; eran creencias de ella, cos-tumbres, supersticiones, nociones, que yo desconocíay que, sin embargo, alentaban razones de vivir tanválidas como las mías. Mi formación, sus prejuicios,lo que le habían enseñado, lo que sobre ella pasaba,eran otros tantos factores que, en aquel momento, meparecían inconciliables. Me repetía a mí mismo quenada de esto tenía que ver con el siempre posibleacoplamiento de un cuerpo de hombre y un cuerpode mujer, y, no obstante, reconocía que toda unacultura, con sus deformaciones y exigencias, me se-paraba de esa frente detrás de la cual no debía habersiquiera una noción muy clara de la redondez de latierra, ni de la disposición de los países sobre elmapa. Eso pensaba yo al recordar sus creenciassobre el espíritu unípedo de los bosques. Y al verla pequeña cruz de oro que le colgaba del cuello,observé que el único terreno de entendimiento quepodíamos tener en común, el de la fe en Cristo, lohabían desertado mis antepasados paternos hacíamucho tiempo: desde que, hugonotes expulsados dela Saboya por la revocación del Edicto de Nantes,pasados a la Enciclopedia por un tatarabuelo mío,amigo del barón de Holbach, conservaran Biblias enla familia, sin creer ya en las Escrituras, únicamentepor aquello de que no estaban exentas de una ciertapoesía... La taberna se vio invadida por los minerosde otro turno. Las mujeres rojas regresaban de loscuartos del patio, guardándose el dinero de los pri-

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meros tratos. Por acabar con la situación falsa quenos tenía desasosegados en torno a la mesa, propuseque anduviéramos hacia el río. El Buscador de Dia-mantes estaba como cohibido ante la insinuantedeferencia de Mouche, que le hacía contar sus an-danzas en la selva, aunque sin escucharlo, en unfrancés de tan pocas palabras que nunca lograbacerrar una frase. Ante mi propuesta de salir, compróbotellas de cerveza fría, como aliviado, y nos llevóa una calle recta que se perdía en la noche, alejándo-se de los fuegos del valle. Pronto llegamos a la orilladel río que corría en la sombra, con un ruido vasto,continuando, profundo, de masa de agua dividiendolas tierras. No era el agitado escurrirse de las co-rrientes delgadas, ni el chapoteo de los torrentes, ni lafresca placidez de las ondas de poco cauce que tantasveces hubiera oído de noche en otras riberas: erael empuje sostenido, el ritmo genésico de un descen-so iniciado a centenares y centenares de leguas másarriba, en las reuniones de otros ríos venidos demás lejos aún, con todo su peso de cataratas y ma-nantiales. En la oscuridad parecía que el agua, queempujaba el agua desde siempre, no tuviera otraorilla y que su rumor lo cubriera todo, en lo adelante,hasta los confines del mundo. Andando en silenciollegamos a una ensenada —un remanso más bien—que era cementerio de viejos barcos abandonados,con sus timones dejados al garete y los solladosllenos de ranas. En medio, encallado en el limo, habíaun antiguo velero, de muy noble estampa, con proade mascarón que era una Anfitrite de madera tallada,cuyos senos desnudos surgían de velos alargadoshasta los escobenes, en movimiento de alas. Cercadel casco nos detuvimos, casi al pie de la figura queparecía volar sobre nosotros cuando era enrojecidade súbito por la llamarada tornadiza de un mechu-

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rrio. Emperezados por el frescor de la noche y elruido perenne del río en marcha, acabamos por re-costarnos en la grava de la orilla. Rosario se soltóel pelo y empezó a peinarlo lentamente, con gestotan íntimo, tan sabedor de la proximidad del sueño,que no me atreví a hablarle. Mouche, en cambio,contaba nimiedades, interrogaba al griego, celebrabasus respuestas con risas en diapasón agudo, sin ad-vertir, al parecer, que estábamos en un lugar cuyoselementos componían una de esas escenografías in-olvidables que el hombre encuentra muy pocas vecesen su camino. El mascarón, las llamas, el río, losbarcos abandonados, las constelaciones: nada de lovisible parecía emocionarla. Creo que fue ése el mo-mento en que su presencia comenzó a pesar sobremí como un fardo que cada jornada cargaría denuevos lastres.

XI

(Miércoles, 13)

Silencio es palabra de mi vocabulario. Habien-do trabajado la música, la he usado más que los hom-bres de otros oficios. Sé cómo puede especularsecon el silencio; cómo se le mide y encuadra. Peroahora, sentado en esta piedra, vivo el silencio; unsilencio venido de tan lejos, espeso de tantos silen-cios, que en él cobraría la palabra un fragor decreación, Si yo dijera algo, si yo hablara a solas,como a menudo hago, me asustaría a mí mismo. Losmarineros han quedado abajo, en la orilla, cortandopasto para los toros sementales que viajaban con nos-otros. Sus voces no me alcanzan. Sin pensar enellos contemplo esta llanura inmensa, cuyos límites

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se disuelven en un leve oscurecimiento circular delcielo. Desde mi punto de vista de guijarro, de grama,abarco, en su casi totalidad, una circunferencia quees parte cabal, entera, del planeta en que vivo. Notengo ya que alzar los ojos para hallar una nube:aquellos cirros inmóviles, que parecen detenidos alládesde siempre, están a la altura de la mano queda sombra a mis párpados. De lejanía en lejaníase yergue un árbol copudo y solitario, siempre acom-pañado de un cacto, que es como un largo candelabrode piedra verde, sobre el cual descansan los gavila-nes, impasibles, pesados, como pájaros de heráldica.Nada hace ruido, nada topa con nada, nada rueda nivibra. Cuando una mosca da con el vuelo en unatelaraña, el zumbido de su horror adquiere el valorde un estruendo. Luego vuelve a estar el aire encalma, de confín a confín, sin un sonido. Llevo másde una hora aquí, sin moverme, sabiendo cuán inútiles andar donde siempre se estará al centro de locontemplado. Muy lejos asoma un venado entre lasjunqueras de un ojo de agua. Y se detiene, noble-mente erguida la cabeza, tan inmóvil sobre la planicieque su figura tiene algo de monumento y algo, tam-bién, de emblema totémico. Es como el antepasadomítico de hombres por nacer; como el fundador deun clan que hará de su cornamenta clavada en unpalo, blasón, himno y bandera. Al sentirme en labrisa se aleja a pasos medidos, sin prisa, dejándomesolo con el mundo. Me vuelvo hacia el río. Su caudales tan vasto que los raudales, torbellinos, resabios,que agitan su perenne descenso se funden en launidad de un pulso que late de estíos a lluvias, conlos mismos descansos y paroxismos, desde antes deque el hombre fuese inventado. Embarcamos hoy, alalba, y he pasado largas horas mirando a las riberas,sin apartar mucho la vista de la relación de Fray

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Servando de Castillejos, que trajo sus sandalias aquíhace tres siglos. La añeja prosa sigue válida. Dondeel autor señalaba una piedra con perfil de saurio,erguida en la orilla derecha, he visto la piedra conperfil de saurio, erguida en la orilla derecha. Dondeel cronista se asombraba ante la presencia de árbolesgigantescos, he visto árboles gigantes, hijos de aqué-llos, nacidos en el mismo lugar, habitados por losmismos pájaros, fulminados por los mismos rayos.El río entra, en el espacio que abarcan mis ojos, poruna especie de tajo, de desgarradura hecha al hori-zonte de los ponientes; se ensancha frente a mí hastaesfumar su orilla opuesta en una niebla verdecidade árboles, y sale del paisaje como entró, abriendoel horizonte de las albas para derramarse en la otravertiente, allá donde comienza la proliferación desus islas incontables, a cien leguas del Océano. Juntoa él, que es granero, manantial y camino, no valenagitaciones humanas, ni se toman en cuenta lasprisas particulares. El riel y la carretera han queda-do atrás. Se navega contra la corriente o con ella.En ambos casos hay que ajustarse a tiempos inmu-tables. Aquí, los viajes del hombre se rigen por elCódigo de los Lluvias. Observo ahora que yo, maniá-tico medidor del tiempo, atento al metrónomo porvocación y al cronógrafo por oficio, he dejado, desdehace días, de pensar en la hora, relacionando la altu-ra del sol con el apetito o el sueño. El descubrimien-to de que mi reloj está sin cuerda me hace reír asolas, estruendosamente, en esta llanura sin tiempo,Hay un revuelo de codornices a mi alrededor: elpatrón del Manatí me reclama a bordo, con gritosque parecen salomas, levantando graznidos en todaspartes. Vuelvo a acostarme sobre las pacas de forra-je, bajo el ancho toldo de lona, con los sementalesa un lado y las negras cocineras al otro. Por las

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negras sudorosas que majan ajíes cantando, los torosen celo y el acre perfume de la alfalfa, reina, dondeme hallo, un olor que me tiene como ebrio. Nadahay en ese olor que pueda calificarse de agradable.Y, sin embargo, me tonifica, como si su verdad res-pondiera a una oculta necesidad de mi organismo.Me ocurre algo parecido a lo del campesino queregresa a la granja paterna, después de pasar algu-nos años en la ciudad, y se echa a llorar de emociónal husmear la brisa que huele a estiércol. Algo deesto había —reparo en ello ahora— en el traspatiode mi infancia: también allí una negra sudorosamajaba ajíes cantando, y había reses que pastabanmás lejos. Y había sobre todo —¡sobre todo!— aque-lla cesta de esparto, barco de mis viajes con María delCarmen, que olía como esta alfalfa en que hundo elrostro con un desasosiego casi doloroso. Mouche,cuya hamaca está colgada donde más bate la brisa,charla con el minero griego, sin saber de este lugarque tiene de desván y de escondrijo. Rosario, encambio, se trepa a menudo al montón de pacas, nadamolesta por algún chubasco que trasuda de la lona,poniendo frescor en el pasto recién cortado. Seacuesta a alguna distancia de mí y sonríe mordiendouna fruta. Me asombra el valor de esa mujer, querealiza sola, sin vacilaciones ni miedos, un viaje quelos directores del Museo para quienes trabajo con-sideran como una muy riesgosa empresa. Este sólidotemple de las hembras parece cosa muy corrienteaquí. En la popa se está bañando, con baldes deagua derramados sobre el camisón floreado, unamulata de cuerpo adolescente que va a reunirse consu amante, buscador de oro, en las cabeceras de unafluente casi inexplorado. Otra, vestida de luto, va aprobar fortuna, como prostituta —con la esperanzade pasar de prostituta a «comprometida»— en un

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villorrio próximo a la selva, donde todavía se cono-cen hambrunas en los meses de crecientes e inun-daciones. Me pesa cada vez más haber traído aMouche en este viaje. Yo hubiera querido mezclarmemejor con la tripulación, comiendo del matalotajeque creen demasiado tosco para paladares finos;convivir más estrechamente con esas mujeres sólidasy resueltas, haciéndoles contar sus historias. Pero,sobre todo, hubiera querido acercarme más libremen-te a Rosario, cuya entidad profunda escapa a mismedios de indagación aguzados por el trato de lasmujeres, bastante semejantes entre sí, que hastaahora me fuera dado conocer. A cada paso temoofenderla, molestarla, llegar demasiado lejos en lafamiliaridad o hacerla objeto de atenciones que pue-dan parecerle tontas o pocos viriles. A veces piensoque un rato de aislamiento entre los estrechos corra-les de las bestias, allí donde nadie puede vernos,exige una acometida brutal de mi parte; todo pareceinvitarme a ello, y, sin embargo, no me atrevo. Ob-servo, no obstante, que a bordo, los hombres tratana las mujeres con una suerte de rudeza irónica ydesenfadada que parece agradarles. Pero esa gentetiene reglas, santos y señas, manera de hablar, queyo ignoro. Ayer, al ver una camisa de alta factura,que yo había comprado en una de las tiendas másfamosas del mundo, Rosario se echó a reír, afirman-do que tales prendas eran más propias de hembras.Junto a ella me desasosiega continuamente el temoral ridículo, ridículo ante el cual no vale pensar quelos otros «no saben», puesto que son ellos, aquí losque saben. Mouche ignora que si aún parezco celarla,si finjo que me importan sus coloquios con el griego,es porque me imagino que Rosario me cree en eldeber de vigilar un poco a quien comparte conmigolos azares del viaje. A veces llego a creer que una

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mirada, un ademán, una palabra cuyo sentido nome resulta claro, fijan una cita. Me trepo a lo altode las pacas y espero. Pero es precisamente cuandohabré de esperar en vano. Braman los toros en celo,cantan las negras para retar y enardecer a los mari-neros; el olor de la alfalfa me emborracha. Con lassienes y el sexo llenos de latidos, cierro los ojospara caer en el exasperante absurdo de los sueñoseróticos.

A la puesta del sol atracamos junto a un toscomuelle de pilones plantados en el barro. Al penetraren un pueblo donde mucho se hablaba de coleadasy manganas, advertí que habíamos llegado a las Tie-rras del Caballo. Era, ante todo, ese olor a pista decirco, a sudor de ijares, que por tanto tiempo anduvopor el mundo, pregonando la cultura con el relincho.Era ese martilleo de sonido mate que me anuncióla proximidad del herrero, aún atareado sobre susyunques y fuelles, pintado en sombra, con su mandilde cuero, ante las llamas de la fragua. Era el bullirde la herradura al rojo apagada en. el agua fría, y lacanción que rimaba la hincada de los clavos en elcasco. Y era luego el gualtrapear nervioso del corcelcon zapatos nuevos, aún temeroso de resbalar sobrelas piedras, y los encabritamientos y resabios, logra-dos a brida, ante la joven asomada a su ventana,luciendo una cinta en el pelo. Con el caballo habíareaparecido la talabartería, perfumada de cueros,fresca de cordobanes, con sus operarios atareadosbajo colgaduras de cinchas, estribos vaqueros, arcio-nes de guadamecí y cabezadas para domingos contachuelas de plata en la frontolera. En las Tierrasdel Caballo parecía que el hombre fuera más hom-bre. Volvía a ser dueño de técnicas milenarias queponían sus manos en trato directo con el hierro y el

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pellejo, le enseñaban las artes de la doma y la mon-ta, desarrollando destrezas físicas de que alardearen días de fiesta, frente a las mujeres admiradasde quien tanto sabía apretar con las piernas, de quientanto sabía hacer con los brazos. Renacían los juegosmachos de amansar al garañón relinchante y coleary derribar al toro, la bestia solar, haciendo rodar suarrogancia en el polvo. Una misteriosa solidaridadse establecía entre el animal de testículos bien col-gados, que penetraba sus hembras más hondamenteque ningún otro, y el hombre, que tenía por símbolode universal coraje aquello que los escultores deestatuas ecuestres tenían que modelar y fundir enbronce, o tallar en mármol, para que el corcelde buen ver respondiera por el Héroe sobre él mon-tado, dando buena sombra a los enamorados quese daban cita en los parques municipales. Granreunión de hombres había en las casas de muchoscaballos cabeceando en los soportales; pero dondeun solo caballo aguardaba en la noche, medio ocultoentre malezas, debía el amo haberse quitado lasespuelas para entrar más quedo en la casa dondele aguardaba una sombra. Me resultaba interesanteobservar ahora que, luego de haber sido la máximafortuna del hombre de Europa, su máquina deguerra, su vehículo, su mensajero, el pedestal de suspróceres, el adorno de sus metopas y arcos de triun-fo, el caballo alargaba en América su grande histo-ria, pues sólo en el Nuevo Mundo seguía desempe-ñando cabalmente y en tan enorme escala sus oficiosseculares. De haberse dejado en claro sobre los ma-pas, como las tierras ignotas de medioevo, las Tierrasdel Caballo blanquearían la cuarta parte del hemis-ferio, evidenciándose la magna presencia de la Herra-dura en un ámbito donde la Cruz de Cristo hiciera

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su entrada a caballo, no arrastrada, sino enhiesta,llevada en alto por hombres que fueron tomados porcentauros.

XII

(Jueves, 14)

Reanudamos la navegación con la luna llena,pues el patrón tenía que recoger a un capuchino enel puerto de Santiago de los Aguinaldos, en la orillaopuesta del río, y quería salvar en horas de la ma-ñana un paso de raudales particularmente impetuo-sos, aprovechándose la tarde para hacer algúnalijo. Cumplido el propósito, con magistral manejodel timón y una que otra peña sorteada a la pértiga,me hallé aquel mediodía en una prodigiosa ciudaden ruinas. Eran largas calles, desiertas, de casas des-habitadas, con las puertas podridas, reducidas a lasjambas o al cabestrillo, cuyos tejados musgosos sehundían a veces por el mero centro, siguiendo larotura de una viga maestra, roída por los comejenes,ennegrecida de escarzos. Quedaba la columnata deun soportal cargando con los restos de una cornisarota por las raíces de una higuera. Había escalerassin principio ni fin, como suspendidas en el vacío, ybalcones ajemizados, colgados de un marco de ven-tana abierto sobre el hielo. Las matas de campanasblancas ponían ligereza de cortinas en la vastedadde los salones que aún conservaban sus baldosasrajadas, y eran oros viejos de aromos, encarnado deflores de Pascuas en los rincones oscuros, y cactosde brazos en candelera que temblaban en los corre-dores, en el eje de las corrientes de aire, como alza-dos por manos de invisibles servidores. Había hongos

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en los umbrales y cardones en las chimeneas. Losárboles trepaban a lo largo de los paredones, hin-cando garfios en las hendeduras de la mampostería,y de una iglesia quemada quedaban algunos contra-fuertes y archivoltas y un arco monumental, prestoa desplomarse, en cuyo tímpano divisábanse aún, enborroso relieve, las figuras de un concierto celestial,con ángeles que tocaban el bajón, la tiorba, el ór-gano de tecla, la viola y las maracas. Esto últimome dejó tan admirado que quise regresar al barcoen busca de lápiz y papel, para revelar al Curador,por medio de algunos croquis, esta rara referenciaorganográfica. Pero en ese instante sonaron tamboresy agudas flautas y varios Diablos aparecieron en unaesquina de la plaza, dirigiéndose a una mísera igle-sia, de yeso y ladrillo, situada frente a la catedralincendiada. Los danzantes tenían las caras ocultaspor paños negros, como los penitentes de cofradíascristianas; avanzaban lentamente, a saltos cortos,detrás de una suerte de jefe y bastonero que hubierapodido oficiar de Belcebú de Misterio de la Pasión,de Tarasca y de Rey de los Locos, por su máscara dedemonio con tres cuernos y hocico de marrano. Unasensación de miedo me demudó ante aquellos hom-bres sin rostro, como cubiertos por el velo de losparricidas; ante aquellas máscaras, salidas del mis-terio de los tiempos, para perpetuar la eterna aficióndel hombre por el Falso Semblante, el disfraz, elfingirse animal, monstruo o espíritu nefando. Losextraños danzantes llegaron a la puerta de la iglesiay golpearon repetidas veces con la aldaba. Largotiempo permanecieron de pie ante la puerta cerrada,llorando y plañendo. Pero, de súbito, los batientesse abrieron con estrépito y en una nube de inciensoapareció el Apóstol Santiago, hijo de Zebedeo y Sa-lomé, montado en un caballo blanco que los fieles

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llevaban en hombros. Ante su corona de oro retro-cedieron los diablos despavoridos, como atacados deconvulsiones, tropezando unos con otros, cayendo,rodando en tierra. Detrás de la imagen había brotadoun himno, apoyado, en vieja sonoridad de sacabuchey chirimía, con un clarinete y un trombón:

Vrimus ex apostolisMártir JerosolimisJacobus egregioSacer est martirio.

Una campana era volteada arriba, a todo loque diera, por varios niños montados a horcajadas so-bre la espadaña, que la impulsaban a patadas. La pro-cesión dio lentamente la vuelta a la iglesia, siemprellevada por el falsete nasal del párroco, mientras losdiablos, remedando tormentos de exorcisados, retro-cedían en grupo gimiente bajo las aspersiones delhisopo. Al fin, la figura de Santiago Apóstol, el deCampus Stellae, sombreado por un palio de tercio-pelo raído, volvió a engolfarse en el templo, cuyaspuertas se cerraron con rudo encontronazo de losbatientes sobre un tembloroso escarceo de lumina-rias y cirios. Entonces los diablos, dejados afuera,echaron a correr, riendo y brincando, pasados dedemonios a bufones, y se perdieron entre las ruinasde la ciudad preguntando por las ventanas, a gritosgroseros, si allí las mujeres seguían pariendo. Losfieles se dispersaron. Y quedé solo en medio de laplaza triste, cuyo embaldosado era levantado y rotopor raíces de árboles. Rosario, que había ido a encen-der una vela por el restablecimiento de su padre,apareció poco después en compañía del capuchinobarbudo que iba a embarcar con nosotros, y se mepresentó como fray Pedro de Henestrosa. Usando

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de muy pocas palabras, en un hablar sentencioso ylento, el fraile me explicó que era costumbre singularsacar aquí el Santiago en la festividad del Corpus,porque en tarde de Corpus había llegado a esta villa,a poco de fundada, la imagen del santo tutelar, ydesde entonces se observaba la tradición. Pronto senos juntaron dos punteadores negros, de bandolasterciadas, quejosos de que este año la fiesta se hu-biera reducido a meras salvas y procesiones, prome-tiendo no regresar más. Supe entonces que esto habíasido antaño una ciudad de arcas repletas, prósperaen ajuares, en armarios llenos de sábanas de Holan-da; pero los continuos saqueos de una larga guerralocal habían arruinado sus palacios y heredades, col-gando la yedra de los blasones. Quien lo pudo emi-gró, deshaciéndose de las casas solariegas a cualquierprecio. Luego había sido el azote de las plagas sur-gidas de arrozales que, por abandono, se volvieronpantanos. Esa vez, la muerte acabó por entregar lospalacios a las gramas y guisaseras, iniciándose laruina de los arcos, techos y dinteles. Hoy no erasino una población de sombras, en la sombra de loque hubiera sido, un tiempo, la rica villa de Santiagode los Aguinaldos. Muy interesado por el relato delmisionero, estaba pensando en ciudades arruinadaspor guerras de Barones, asoladas por la peste, cuan-do los punteadores, invitados por Rosario a distraer-nos con alguna música de su antojo, preludiaron enlas bandolas. Y de súbito, su canto me llevó muchomás allá de mis evocaciones. Aquellos dos juglaresde caras negras cantaban décimas que hablaban deCarlomagno, de Rolando, del obispo Turpín, de lafelonía de Ganelón y de la espada que tajara morosen Roncesvalles. Cuando llegamos al atracadero sedieron a evocar la historia de unos Infantes de Lara,que me era desconocida, pero cuyo añejo acento

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tenía algo de sobrecogedor al pie de tantos paredonesresquebrajados y cubiertos de hongos, como los demuy antiguos castillos abandonados. Al fin zarpamoscuando el crepúsculo alargó las sombras de las rui-nas. Acodada en la borda, Mouche acertó a decirque la vista de aquella ciudad fantasmal aventajabaen misterio, en sugerencia de lo maravilloso, a lomejor que hubieran podido imaginar los pintores quemás estimaba entre los modernos. Aquí, los temasdel arte fantástico eran cosas de tres dimensiones;se les palpaba, se les vivía. No eran arquitecturasimaginarias, ni piezas de baratillo poético: se andabaen sus laberintos reales, se subía por sus escaleras,rotas en el rellano, alargadas por algún pasamanossin balaustres que se hundía en la noche de unárbol. No eran tontas las observaciones de Mouche;pero yo había llegado, frente a ella, al grado desaturación en que el hombre, hastiado de una mujer,se aburre hasta de oírle decir cosas inteligentes. Consu carga de toros bramantes, gallinas enjauladas, co-chinos sueltos en cubierta, que corrían bajo la hama-ca del capuchino, enredándose en su rosario desemillas; con el canto de las cocineras negras, la risadel griego de los diamantes, la prostituta de camisónde luto que se bañaba en la proa, el alboroto de lospunteadores que hacían bailar a los marineros, estebarco nuestro me hacía pensar en la Nave de losLocos del Bosco: nave de locos que se desprendía,ahora, de una ribera que no podía situar en partealguna, pues aunque las raíces de lo visto se hincaranen estilos, razones, mitos, que me eran fácilmenteidentificables, el resultado de todo ello, el árbol cre-cido en este suelo, me resultaba desconcertante ynuevo como los árboles enormes que comenzabana cerrar las orillas, y que, reunidos por grupos enlas entradas de los caños, se pintaban sobre el po-

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niente —con redondez de lomo en las frondas y algode hocico perruno en las copas— como concilios degigantescos cinocéfalos. Yo identificaba los elemen-tos de la escenografía, ciertamente. Pero en la hume-dad de este mundo, las ruinas eran más ruinas, lasenredaderas dislocaban las piedras de distinta ma-nera, los insectos tenían otras mañas y los diabloseran más diablos cuando bajo sus cuerpos gemíandanzantes negros. Un ángel y una maraca no erancosas nuevas en sí. Pero un ángel maraquero, escul-pido en el tímpano de una iglesia, incendiada, eraalgo que no había visto en otras partes. Me pregun-taba ya si el papel de estas tierras en la historiahumana no sería el de hacer posibles, por vez prime-ra, ciertas simbiosis de culturas, cuando fui distraídode mis reflexiones por algo que me sonaba a cosa ala vez muy próxima y muy lejana. A mi lado, pararefrescarme la memoria en día de Corpus Christi, frayPedro de Henestrosa salmodiaba a media voz uncanto gregoriano que se imprimía en neumas sobrelas páginas amarillas, picadas de insectos, de unLíber Usualis de muy larga historia:

Sumite psalmum, et date tympanum:Psalterium jocundum cum cítara.Buccinate in Neomenia tubaIn insigni dei solemnitatis vestrae.

XIII

(Viernes, 15 de junio)

Cuando llegados a Puerto Anunciación —a laciudad húmeda, siempre asediada por vegetaciones alas que se libraba, desde hacía centenares de años, una

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guerra sin ventajas— comprendí que habíamos de-jado atrás las Tierras del Caballo para entrar en lasTierras del Perro. Ahí, detrás de los últimos tejados,se erguían los primeros árboles de la selva aún dis-tante, sus avanzadas, sus centinelas soberbios, másobeliscos que árboles, todavía esparcidos, alejadosunos de otros, sobre la vastedad fragosa del arca-buco enrevesado de maniguas, cuya rastrera feraci-dad borraba los senderos en una noche. Nada teníaque hacer el caballo en un mundo ya sin caminos.Y más allá de la verde masa que cerraba los rumbosdel sur, las veredas y picas se hundían bajo un talpeso de ramas que no admitían el paso de un jinete.El Perro, en cambio, cuyos ojos estaban a la alturade las rodillas del hombre, veía cuanto se ocultabaal pie de las malangas engañosas, en la oquedad delos troncos caídos, entre las hojas podridas; el Perrode hocico tenso, de olfato agudo, en cuyo lomo seescribía el peligro en signos de pelo erizado, habíamantenido, a través del tiempo, los términos de sualianza primera con el Hombre. Porque era ya unpacto el que ligaba aquí al Perro con el Hombre:un mutuo complemento de poderes, que les hacíatrabajar en hermandad. El Perro aportaba los sen-timientos que su compañero de caza tenía atrofiados,los ojos de su nariz, su andar en cuatro patas, susocorrido aspecto de animal entre los otros animales,a cambio del espíritu de empresa, de las armas, delremo, de la verticalidad, que el otro maniobraba. ElPerro era el único ser que compartía con el Hombrelos beneficios del fuego, arrogándose, en este acerca-miento a Prometeo, el derecho de tomar el partidodel Hombre en cualquier guerra librada al Animal.Por ello, aquella ciudad era la Ciudad del Ladrido.En los zaguanes, detrás de las rejas, debajo de lasmesas, los perros estiraban las patas, husmeaban,

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escarbaban, avisaban. Se sentaban en la proa de lasbarcas, corrían por los tejados, vigilaban el punto delos asados, asistían a todas las reuniones y actoscolectivos, iban a la iglesia: y tanto iban que unavieja ordenanza colonial, nunca observada porque anadie interesaba, erigía un cargo de perrero paraque arrojara a los perros del templo «en todos lossábados y en las vigilias de fiestas que las tuvieran».En noches de luna, los perros se entregaban a suadoración en un vasto coro de aullidos que no se in-terpretaba ya, por costumbre, como lúgubre presa-gio, aceptándose el consiguiente desvelo con la tole-rancia resignada que ha de tenerse frente a los ritosalgo engorrosos de parientes que practican una reli-gión distinta de la nuestra.

El lugar que llamaban posada, en PuertoAnunciación, era un antiguo cuartel de paredes res-quebrajadas, cuyas habitaciones daban a un patio llenode lodo donde se arrastraban grandes tortugas, pre-sas allí en previsión de días de penuria. Dos catresde lona y un banco de madera constituían todo elmoblaje, con un pedazo de espejo sujeto al dorsode la puerta con tres clavos mohosos. Como la lunaacababa de aparecer sobre el río, había vuelto a le-vantarse, luego de un descanso, la ululante antífonade los canes —desde los gigantescos árboles platea-dos de la misión franciscana hasta las islas pintadasen negro—, con inesperados responsos en la otraorilla. Mouche, de pésimo humor, no se resolvía aadmitir que habíamos dejado la electricidad a nues-tras espaldas, que aquí se estaba todavía en épocadel quinqué y de la vela, y que no había siquierauna farmacia donde comprar cosas útiles al cuidadode su persona. Mi amiga tenía la astucia de callarselas atenciones que prodigaba constantemente a susemblante y a su cuerpo , para q u e los ex t raños la

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creyeran por encima de tales vanidades femeninas,indignas de una intelectual, con lo que daba a en-tender, de paso, que su juventud y natural bellezale bastaban para ser atractiva. Conociendo esa estra-tegia suya, me había divertido en observarla muchasveces desde lo alto de las pacas de esparto, notandocon maligna ironía cuán a menudo se examinaba enun espejo, frunciendo el ceño con despecho. Ahorame asombraba de cómo la materia misma de sufigura, la carne de que estaba hecha, parecía habersemarchitado desde el despertar de aquella última jor-nada de navegación. El cutis, maltratado por aguasduras, se le había enrojecido, descubriendo zonasde poros demasiado abiertos en la nariz y en lassienes. El pelo se le había vuelto como de estopa,de un rubio verde, desigualmente matizado, revelán-dome lo mucho que debía su cobrizo relumbre ha-bitual al manejo de inteligentes coloraciones. Bajouna blusa manchada por resinas raras, caídas delas lonas, su busto parecía menos firme, y mal sos-nían el barniz unas uñas rotas por el constanteagarrarse de algo que nos impusiera la vida en unacubierta atestada de baldes y barriles, del galpónflotante que había sido nuestro barco. Sus ojos deun castaño lindamente jaspeado en verde y amarillo,reflejaban un sentimiento que era mezcla de aburri-miento, cansancio, asco a todo, latente cólera porno poder gritar hasta qué punto le resultaba intole-rable este viaje emprendido por ella, sin embargo,con frases de alto júbilo literario. Porque la vísperade nuestra partida —lo recordaba yo ahora— habíainvocado el consabido anhelo de evasión, dotando lagran palabra Aventura de todas sus implicaciones de«invitación al viaje», fuga de lo cotidiano, encuentrosfortuitos, visión de Increíbles Floridas de poeta alu-cinado. Y hasta ahora —para ella, que permanecía

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ajena a las emociones que tanto me deleitaban cadadía, devolviéndome sensaciones olvidadas desde lainfancia—, la palabra Aventura sólo había significadoun encierro forzoso en el hotel ciudadano, la visiónde panoramas de una grandeza monótona y reite-rada, un trasladarse sin peripecias, arrastrándose lafatiga de noches sin lámpara de cabecera, rotas enel primer sueño por el canto de los gallos. Ahora,abrazada a sus propias rodillas, sin molestarse porlo que el desorden de sus faldas dejaba al desgaire,se mecía suavemente en medio del camastro, toman-do pequeños sorbos de aguardiente en un jarro dehojalata. Hablaba de las pirámides de México y de lasfortalezas incaicas —que sólo conocía por imáge-nes—, de las escalinatas de Monte Albán y de lasaldeas de barro cocido de los Hopi, lamentando que,en este país, los indios no hubieran levantado seme-jantes maravillas. Luego, adoptando el lenguaje«enterado», categórico, poblado de términos técni-cos, tan usado por la gente de nuestra generación—y que yo calificaba, para mí, de «tono economis-ta»—, comenzó a hacer un proceso de la manera devivir de la gente de acá, de sus prejuicios y creen-cias, del atraso de su agricultura, de las falacias dela minería, que la llevó, desde luego, a hablar de laplusvalía y de la explotación del hombre por el hom-bre. Por llevarle la contraria, le dije que, precisa-mente, si algo me estaba maravillando en este viajeera el descubrimiento de que aún quedaban inmen-sos territorios en el mundo cuyos habitantes vivíanajenos, a las fiebres del día, y que aquí, si bienmuchísimos individuos se contentaban con un techode fibra, una alcarraza, un budare, una hamaca yuna guitarra, pervivía en ellos un cierto animis-mo, una conciencia de muy viejas tradiciones, unrecuerdo vivo de ciertos mitos que eran, en suma,

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presencia de una cultura más honrada y válida, pro-bablemente, que la que se nos había quedado allá.Para un pueblo era más interesante conservar lamemoria de la Canción de Rolando que tener aguacaliente a domicilio. Me agradaba que aún quedaranhombres poco dispuestos a trocar su alma profundapor algún dispositivo automático que, al abolir elgesto de la lavandera, se llevaba también sus cancio-nes, acabando, de golpe, con un folklore milenario.Fingiendo que no me hubiera oído, o que mis pala-bras no tenían el menor interés, Mouche afirmó queaquí no había cosa de mérito que ver o estudiar;que este país no tenía historia ni carácter, y, dandosu decisión por sentencia, habló de partir mañana alalba, ya que nuestro barco, navegando esta vez afavor de la corriente, podía cubrir la jornada delregreso en poco más de un día. Pero ahora meimportaban poco sus deseos. Y como esto era muynuevo en mí, cuando le declaré secamente que pen-saba cumplir con la Universidad, llegando hastadonde pudiera encontrar los instrumentos musicalescuya busca me era encomendada, mi amiga, de sú-bito, montó en cólera, tratándome de burgués. Eseinsulto —¡bien lo conocía yo!— era un recuerdo dela época en que muchas mujeres de su formaciónse hubieran proclamado revolucionarias para gozarde las intimidades de una militancia que arrastrabaa no pocos intelectuales interesantes, y entregarse alos desafueros del sexo con el respaldo de ideasfilosóficas y sociales, luego de haberlo hecho al am-paro de las ideas estéticas de ciertas capillas lite-rarias. Siempre atenta a su bienestar, colocando porencima de todo sus placeres y pequeñas pasiones,Mouche me resultaba el arquetipo de la burguesa.Sin embargo, calificaba de burgués, como supremodenuesto, a todo el que intentara oponer a su criterio

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algo que pudiera vincularse con ciertos deberes oprincipios molestos, no transigiera con ciertas licen-cias físicas, encerrara preocupaciones de tipo religio-so o reclamara un orden. Ya que mi empeño dequedar bien con el Curador y, por ende, con miconciencia, se atravesaba en su camino, tal propósitotenía, por fuerza, que ser calificado por ella de bur-gués. Y se levantaba ahora del camastro, con lasgreñas en la cara, alzando sus pequeños puños a laaltura de mis sienes en una gesticulación rabiosaque yo veía por primera vez. Gritaba que queríaestar en Los Altos cuanto antes; que necesitaba elfrío de las cumbres para reponerse; que allí es dondepasaríamos el tiempo que me quedara de vacaciones.De súbito, el nombre de Los Altos me enfureció,recordándome la turbia solicitud con que la pintoracanadiense hubiera rodeado a mi amiga. Y aunqueya solía cuidarme de proferir palabras excesivas enlas discusiones con ella, esta noche, gozándome deverla fea a la luz del quinqué, sentía una nerviosanecesidad de herirla, de vapulearla, para largar unlastre de viejos rencores acumulados en lo más hon-do de mí mismo. A modo de comienzo empecé porinsultar a la canadiense, calificándola de algo quetuvo el efecto de actuar sobre Mouche como unahincada de alfiler al rojo. Dio un paso atrás y mearrojó el jarro de aguardiente a la cabeza, fallán-dome por un canto de baraja. Asustada de lo hechovolvía ya hacia mí con las manos arrepentidas, peromis palabras, autorizadas por su violencia, habíanroto las amarras: le gritaba que había dejado deamarla, que su presencia me era intolerable, quehasta su cuerpo me asqueaba. Y tan tremenda debiósonarle esa voz desconocida, asombrosa para mímismo, que huyó al patio corriendo, como si algúncastigo hubiera de suceder a las palabras. Pero, ol-

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vidada del fango, resbaló brutalmente, y cayó en lacharca llena de tortugas. Al sentirse sobre los cara-pachos mojados, que empezaron a moverse como lasarmaduras de guerreros sorbidos por una temblade-ra, dio un aullido de terror que despertó a lasjaurías por un tiempo calladas. En medio del másuniversal concierto de ladridos metí a Mouche en lahabitación, le quité las ropas hediondas a cieno yla bañé de pies a cabeza con un grueso paño roto.Y luego de hacerle beber un gran trago de aguar-diente la arropé en su catre y marché a la callesin hacer caso de sus llamadas ni sollozos. Quería—necesitaba— olvidarme de ella por algunas horas.

En una taberna cercana hallé al griego bebien-do enormemente en compañía de un hombrecito decejas enmarañadas, a quien me presentó como el Ade-lantado, advirtiéndome que el perro amarillo que asu lado lamía cerveza en una jicara era un notablesujeto que atendía al nombre de Gavilán. Ahora, elminero celebraba la suerte que me ponía en rela-ción, tan fácilmente, con individuo muy poco visibleen Puerto Anunciación. Cubriendo territorios inmen-sos —me explicaba—, encerrando montañas, abismos,tesoros, pueblos errantes, vestigios de civilizacionesdesaparecidas, la selva era, sin embargo, un mundocompacto entero, que alimentaba su fauna y sushombres, modelaba sus propias nubes, armaba susmeteoros, elaboraba sus lluvias: nación escondida,mapa en clave, vasto país vegetal de muy pocaspuertas. «Algo así como el Arca de Noé, dondecupieron todos los animales de la tierra, pero sólotenía una puerta pequeña», acotó el hombrecito. Parapenetrar en ese mundo, el Adelantado había tenidoque conseguirse las llaves de secretas entradas; sóloél conocía cierto paso entre dos troncos, único encincuenta leguas, que conducía a una angosta escali-

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nata de lajas por la que podía descenderse al vastomisterio de los grandes barroquismos telúricos. Sóloél sabía dónde estaba la pasarela de bejucos quepermitía andar por debajo de la cascada, la poternade hojarasca, el paso por la caverna de los petrogli-fos, la ensenada oculta, que conducían a los corre-dores practicables. El descifraba el código de las ra-mas dobladas, de las incisiones en las cortezas, de larama-no-caída-sino-colocada. Desaparecía durante mu-chos meses, y cuando menos se le recordaba surgíapor un boquete abierto en la muralla vegetal, tra-yendo cosas. Era, alguna vez, un cargamento demariposas, o pieles de lagartos, sacos llenos de plu-mas de garza, pájaros vivos que silbaban de extrañamanera, o piezas de alfarería antropomorfa, ensereslíricos, cesterías raras, que podían interesar a algúnforastero. Cierta vez había reaparecido, tras de unalarga ausencia, seguido por veinte indios que traíanorquídeas. El nombre de Gavilán se debía a la habi-lidad del perro en agarrar aves que llevaba al amosin arrancarles una pluma, a fin de ver si presenta-ban algún interés para el negocio común. Aprove-chando que el Adelantado, llamado desde la calle, seseparara de nosotros para saludar al Pescador deToninas, que andaba de diligencias que algunosde sus cuarenta y dos hijos naturales, el griego,hablando ligero, me dijo que, según la opinión ge-neral, el extraordinario personaje había dado, en susandanzas, con un prodigioso yacimiento de oro cuyoarrumbamiento, desde luego, tenía en gran secreto.Nadie se explicaba por qué, cuando aparecía concargadores, éstos regresaban en seguida con másfardaje que el requerido por el sustento de pocoshombres, llevando, además, algún verraco de cría,telas, peines, azúcar y otras cosas de escasa utilidadpara quien navega por caños remotos. Esquivaba las

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preguntas de cuantos lo interrogaban al respecto yvolvía a meter a sus indios en la maleza, a gritos,sin dejarlos vagar por la población. Se decía quedebía estar explotando una veta con ayuda de genteperseguida por la justicia, o que se valía de cautivoscomprados a una tribu guerrera, o que se habíahecho el rey de un palenque de negros huidos almonte hacía trescientos años, y que, según afirmabanalgunos, tenían un pueblo defendido por estacadasdonde siempre retumbaba un trueno de tambores.Pero ya regresaba el Adelantado, y el minero, paramudar rápidamente de conversación, habló del obje-to de mi viaje. Acostumbrado al trato de personasanimadas por propósitos singulares, amigo de unraro herborizador llamado Montsalvatje, de quienhacía grandes elogios, el Adelantado me dijo quepodría hallar los instrumentos requeridos en las pri-meras aldehuelas de una tribu que vivía, a tres jor-nadas de río, en las orillas de un caño llamado ElPintado, por el siempre tornadizo color de sus aguasrevueltas. Como lo interrogaba ahora acerca de cier-tos ritos primitivos, me enumeró todos los objetospara hacer música que llevaba en la memoria, ha-ciendo sonar, con onomatopeyas afinadas por elaguardiente y gestos de quien los tocara, una seriede tambores de tronco, flautas de hueso, trompas decuerno y cráneo, jarras-para-bramar-en-funerales ypanderos de medicina. En eso estábamos, cuandoapareció fray Pedro de Henestrosa con la noticiade que el padre de Rosario acabada de morir. Algoafectado por la brusquedad de la nueva, aunqueespoleado, a la vez, por el deseo de ver a la joven, dequien nada sabía desde nuestra llegada, me encaminéhacia la esquina del deceso, por calles en cuyo centrocorrían arroyos turbios, en compañía del griego, elcapuchino y el Adelantado, seguidos de Gavilán, que

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nunca faltaba a un velorio cuando estaba en la po-blación. En mi boca demoraba el sabor avellanadodel aguardiente de agave que acababa de probar condeleite en la taguara cuya enseña floreada ostentabaun nombre graciosamente absurdo: Los Recuerdosdel Porvenir.

XIV

(Noche del viernes)

En aquel caserón de ocho ventanas enrejadasseguía trabajando la muerte. Estaba en todas partes,diligente, solícita, ordenando sus pompas, agrupandolos llantos, encendiendo los cirios, velando por quecupiera el pueblo entero en las vastas estancias depoyos profundos y anchos umbrales para contemplarmejor su obra. Ya se alzaba, sobre un túmulo deviejos terciopelos mordidos por los hongos, el ataúdaún resonante de martillazos, hincado de gruesosclavos plateados, recién traídos por el Carpintero, quenunca fallaba en lo de dar la exacta medida de undifunto, pues su memoria precavida conservaba lahumana mensuración de todos los vivos que morabanen la villa. De la noche surgían flores demasiadoolorosas, que eran flores de patios, de alféizares, dejardines recobrados por la selva —nardos y jazminesde pétalos pesados, lirios silvestres, cerosas magno-lias— apretados en ramos, con cintas que ayeradornaban peinados de bailar. En el zaguán, en elrecibidor, los hombres, de pie, hablaban gravemente,mientras las mujeres rezaban en antífona en losdormitorios, con la obsesionante repetición por todasde un Dios te salve María, llena eres de gracia; elSeñor es contigo, bendita tú eres entre todas lasmujeres, cuyo rumor se levantaba en los rincones

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oscuros, entre imágenes de santos y rosarios colgadosde ménsulas, hinchándose y cayendo, con el tiempoinvariable de olas apacibles que hicieran rodar lasgravas de un arrecife. Los espejos todos, en cuyashonduras había vivido el muerto, estaban veladoscon crespones y lienzos. Varios notables: el Prácticode Raudales, el Alcalde y el Maestro, el Pescador deToninas, el Curtidor de Pieles, acababan de inclinar-se sobre el cadáver, luego de echar la colilla detabaco en el sombrero. En aquel momento, una mu-chacha flacuchenta, vestida de negro, dio un gritoagudo y cayó al suelo, como sacudida de convulsio-nes. En brazos fue sacada de la habitación. Peroera Rosario la que ahora se acercaba al túmulo. Todaenlutada, con el pelo lustroso apretado a la cabeza,pálidos los labios, me pareció de una sobrecogedorabelleza. Miró a todos con los ojos agrandados porel llanto, y, de súbito, como herida en las entrañas,crispó sus manos junto a la boca, lanzó un aullidolargo, inhumano, de bestia flechada, de parturienta,de endemoniada, y se abrazó al ataúd. Decía ahoracon voz ronca, entrecortada de estertores, que ibaa lacerar sus vestidos, que iba a arrancarse los ojos,que no quería vivir más, que se arrojaría a la tumbapara ser cubierta de tierra. Cuando quisieron apar-tarla se resistió enrabecida, amenazando a los quetrataban de desprender sus dedos del terciopelonegro, en un lenguaje misterioso, escalofriante, comosurgido de las profundidades de la videncia y de laprofecía. Con la garganta rajada por los sollozoshablaba de grandes desgracias, del fin del mundo, delJuicio Final, de plagas y expiaciones. Al fin la sacaronde la estancia, como desmayada, con las piernasinertes, la cabellera deshecha. Sus medias negras,rotas en la crisis; sus zapatos de tacón gastado, re-cién teñidos, arrastrados sobre el piso con las puntas

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hacia dentro, me causaron un desgarramiento atroz.Pero ya otra de las hermanas se estaba abrazandoal ataúd... Impresionado por la violencia de esedolor, pensé, de pronto, en la tragedia antigua. Enesas familias tan numerosas, donde cada cual teníasus ropas de luto plegadas en las arcas, la muerteera cosa bien corriente. Las Madres que parían mu-cho sabían a menudo de su presencia. Pero esasmujeres que se repartían tareas consabidas en tornoa una agonía, que desde la infancia sabían de vestirdifuntos, velar espejos, rezar lo apropiado, protesta-ban ante la muerte, por rito venido de lo muy re-moto. Porque esto era, ante todo, una suerte deprotesta desesperada, conminatoria, casi mágica, antela presencia de la Muerte en la casa. Frente al ca-dáver, esas campesinas clamaban en diapasón decoéforas, soltando sus cabelleras espesas, como velosnegros, sobre rostros terribles de hijas de reyes;perras sublimes, aullantes troyanas, arrojadas de suspalacios incendiados. La persistencia de esa deses-peración, el admirable sentido dramático con que lasnueve hermanas —pues eran nueve— fueron apare-ciendo por puerta derecha y puerta izquierda, pre-parando la entrada de una Madre que fue Hécubaportentosa, maldiciendo su soledad, sollozando sobrelas ruinas de su casa, gritando que no tenía Dios, mehicieron sospechar que había bastante teatro en todoello. Un deudo, realmente admirado, observó —cercade mí— que esas mujeres lloraban a su muerto queera un gusto. Y, sin embargo, me sentía envuelto,arrastrado, como si todo ello despertara en mí oscu-ras remembranzas de ritos funerarios que hubieranobservado los hombres que me precedieron en elreino de ese mundo. Y de algún pliegue de mi me-moria surgía ahora el verso de Shelley, que se repe-tía a sí mismo, como ovillado en su propio sentido:

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...How canst thou hearWho knowest not the language of the dead?

Los hombres de las ciudades en que yo habíavivido siempre no conocían ya el sentido de esasvoces, en efecto, por haber olvidado el lenguaje dequienes saben hablar a los muertos. El lenguajede quienes saben del horror último de quedar solosy adivinan la angustia de los que imploran que nolos dejen solos en tan incierto camino. Al gritarque se arrojarían a la tumba del padre, las nuevehermanas cumplían con una de las más nobles for-mas del rito milenario, según el cual se dan cosasal muerto, se le hacen promesas imposibles, paraburlar su soledad —se le ponen monedas en la boca,se le rodea de figuras de servidores, de mujeres, demúsicos—; se le dan santos y señas, credenciales,salvoconductos, para Barqueros y Señores de la OtraOrilla, cuyas tarifas y exigencias ni siquiera se cono-cen. Recordaba, a la vez, cuán mezquina y mediocrecosa se había vuelto la muerte para los hombres demi Orilla —mi gente—, con sus grandes negocios fríos,de bronces, pompas y oraciones, que mal ocultaban,eras de sus coronas y lechos de hielo, una meraagremiación de preparadores enlutados, con solemni-dades de cumplido, objetos usados por muchos, yalgunas manos tendidas sobre el cadáver, en esperade monedas. Pudieran sonreír algunos ante la tra-gedia que aquí se representaba. Pero, a través deella, se alcanzaban los ritos primeros del hombre.Pensaba yo en esto, cuando el Buscador de Diaman-tes se me acercó con una expresión singularmentemaliciosa, para aconsejarme que buscara a Rosario,que se hallaba en la cocina, sola, calentando cafépara las mujeres. Molesto por el tono irónico de suspalabras, le respondí que me parecía inoportuno el

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momento para distraerla de su pena. «Vete adentroy no se turbe tu ánimo —dijo entonces el griego,como recitando una lección—, que el hombre, si esaudaz, es más afortunado en lo que emprende, aun-que haya venido de otra tierra.» Iba yo a replicarleque no necesitaba de tan chocante consejo, cuandoel minero, con tono repentinamente declamado, aña-dió: «Entrando en la sala hallarás primero a la reina,cuyo nombre es Arete y procede de los mismos queengendraron al rey Alcinóo.» Y para poner términoa mi estupefacción ante palabras que me habíanagarrado por sorpresa, fijó en mi rostro ojos de ave,y concluyó riendo: Homer Odissevs, empujándomehacia la cocina de un sólido empellón. Allí, entretinajas y tinajeros, ollas de barro y fogones de fuegode leña, estaba Rosario atareada en verter agua hir-viente en un gran cono de paño teñido por años deborra. Parecía como aliviada del dolor por la violen-cia de su crisis. Con voz apacible me explicó que laoración a los Catorce Santos Auxiliares había llegadotarde para salvar al padre. Me habló luego de suenfermedad en modo legendario, que revelaba unconcepto mitológico de la fisiología humana. La cosahabía comenzado por un disgusto con un compadre,complicado de un exceso de sol al cruzar un río, quehabía promovido una ascensión de humores al cere-bro, plasmada a medio subir por una corriente deaire, que le había dejado medio cuerpo sin sangre,provocándole esto una inflamación de los muslos yde las partes que, por fin, se había transformado,luego de cuarenta días de fiebre, en un endureci-miento de las paredes del corazón. Mientras Rosariohablaba, me iba acercando a ella, atraído por unasuerte de calor que se desprendía de su cuerpo yalcanzaba mi piel a través de la ropa. Estaba adosadaa una enorme tinaja puesta en el suelo, con los codos

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apoyados en los bordes, de tal modo que la combadel barro arqueaba su cintura hacia mí. El fuego delos fogones le daba de frente, moviendo remotas lu-ces en sus ojos sombríos. Avergonzándome de mímismo, sentí que la deseaba con un ansia olvidadadesde la adolescencia. No sé si en mí se tejía elabominable juego, asunto de tantas fábulas, que noshace apetecer la carne viva en la vecindad de la carneque no tornará a vivir, pero tan afanosa debió serla mirada que la desnudó de sus lutos, que Rosariopuso la tinaja por el medio, dándole vuelta consesgado paso, como quien se estrecha al brocal deun pozo, y apoyó sus codos en el borde, nuevamente,pero de frente a mí, mirándome desde la otra orillade un hoyo negro, lleno de agua, que daba un eco denave de catedral a nuestras voces. A ratos me dejabasolo, iba a la sala del velorio, y regresaba, secándoselas lágrimas, a donde yo la esperaba con impacienciade amante. Poco nos decíamos. Ella se dejaba con-templar, por sobre el agua de la tinaja, con unapasividad halagada que tenía algo de entrega. A pocodieron los relojes la hora del amanecer, pero noamaneció. Extrañados, salimos todos a la calle, a lospatios. El cielo estaba cerrado, en donde debía alzar-se el sol, por una extraña nube rojiza, como dehumo, como de cenizas candentes, como de un polenpardo que subiera rápidamente, abriéndose de hori-zonte a horizonte. Cuando la nube estuvo sobrenosotros, comenzaron a llover mariposas sobre lostechos, en las vasijas, sobre nuestros hombros. Eranmariposas pequeñas, de un amaranto profundo, es-triadas de violado, que se habían levantado pormiríadas y miríadas, en algún ignoto lugar delcontinente, detrás de la selva inmensa, acaso espan-tadas, arrojadas, luego de una multiplicación vertigi-nosa, por algún cataclismo, por algún suceso tre-

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mendo, sin testigos ni historia. El Adelantado medijo que esos pasos de mariposas no eran unanovedad en la región, y que, cuando ocurrían, difícilera que en todo el día se viese el sol. El entierrodel padre se haría, pues, a la luz de los cirios, enuna noche diurna, enrojecida de alas. En este rincóndel mundo se sabía aún de grandes migraciones se-mejantes a aquéllas, narradas por cronistas de AñosOscuros, en que el Danubio se viera negro de ratas, olos lobos, en manadas, penetraran hasta el mercadode las ciudades. La semana anterior —me conta-ban—, un enorme jaguar había sido muerto por losvecinos, en el atrio de la iglesia.

XV

(Sábado, 16 de junio)

Medio invadido por una maleza que ha ven-cido sus tapias, el cementerio donde dejamos enterra-do al padre de Rosario, es algo como una prolonga-ción y dependencia de la iglesia, separado de ella, tansólo, por un tosco portón y un embaldosado que eszócalo de una cruz espesa, de brazos cortos, en cuyapiedra gris aparecen enumerados, a cincel, los ins-trumentos de la Pasión. La iglesia es chata, de pare-des espesísimas, con grandes volúmenes de piedraacusados por la hondura de las hornacinas y la tozu-dez de contrafuertes que más parecen espolones defortaleza. Sus arcos son bajos y toscos; el techode madera con vigas al descanso sobre ménsulasapenas artesonadas, evoca el de las primitivas igle-sias románicas. Dentro reina, pasada la media maña-ña, una noche enrojecida por el éxodo de mariposasque aún se atraviesa entre la tierra y el sol. Así,

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rodeados de sus luminarias y cirios, se hacen máspersonajes de retablo, más figuras de aleluya, losviejos santos que aparecen entregados a sus Oficios,como si el templo fuese ante todo un taller: Isidro,a quien han puesto azada en la mano para que labre,de verdad, su pedestal vestido de grama fresca ycañas de maíz; Pedro, que lleva un llavero enorme, alque cada día cuelgan una nueva llave; Jorge, alan-ceando al dragón con tal saña que más parecegarrocha que arma lo que así le tiene volando sobreel enemigo; Cristóbal, asido a una palma, tan giganteque el Niño apenas le mide el tramo del hombro aloído; Lázaro, sobre cuyos canes han pegado pelosde perro verdadero, para que más verdaderamenteparezcan lamerle las llagas. Ricos en poderes atri-butivos, agobiados de exigencias, pagados en cabalmoneda de exvotos, sacados en procesión a cualquierhora, esos santos cobraban, en la vida cotidiana dela población, una categoría de funcionarios divinos,de intercesores a destajo, de burócratas celestiales,siempre disponibles en una especie de Ministerio deRuegos y Reclamaciones. A diario recibían presentesy luces que solían ser otras tantas rogativas por elperdón de una blasfemia de las grandes. Se les inter-pelaba; se les sometían problemas de reumatismos,granizadas, extravíos de bestias. Los jugadores losinvocaban en un descarte y la prostituta les prendíauna vela en día de buen trato. Esto —que me con-taba el Adelantado riendo— me reconciliaba con elmundo divino que, con el desteñimiento de las leyen-das áureas en capillas de metal, con los amaneramien-tos plásticos del vitral reciente, había perdido todavitalidad en las ciudades de donde yo venía. Ante elCristo de madera negra que parecía desangrarse so-bre el altar mayor, hallaba la atmósfera de autosacramental, de misterio, de hagiografía tremebun-

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da, que me hubiera sobrecogido, cierta vez, en unaviejísima capilla de factura bizantina, ante imágenesde mártires con alfanjes encajados en el cráneo deoreja a oreja, de obispos guerreros cuyos caballosasentaban las herraduras ensangrentadas sobre cabe-zas de paganos. En otros momentos hubiera demo-rado un poco más en la rústica iglesia, pero lapenumbra de mariposas que nos envolvía comenzabaa tener, para mí, la acción enervante de un eclipseque se prolongaba más allá de lo posible. Esto, y lasfatigas de la noche, me llevaron al albergue dondeMouche, creyendo que aún no había amanecido, se-guía durmiendo, abrazada a una almohada. Cuandodesperté al cabo de algunas horas, ya no se encon-traba en la habitación, y el sol, acabando el granéxodo pardo, había reaparecido. Contento por vermelibrado de una posible disputa, me encaminé a lacasa de Rosario, deseando intensamente que estuvie-ra ya despierta. Allí todo había vuelto al ritmo co-tidiano. Las mujeres, vestidas de luto, estaban pláci-damente entregadas a sus quehaceres —con viejacostumbre de seguir viviendo luego del percancehabitual de la muerte—. En el patio lleno de perrosdormidos, concertaba el Adelantado con fray Pedrouna muy próxima entrada en la selva. En eso apa-reció Mouche, seguida del griego. Parecía que hubie-ra olvidado su voluntad de regresar, tan rabiosamenteexpresada la noche anterior. Por el contrario: habíaen su expresión una suerte de alegría maligna y desa-fiante que Rosario, atareada en coser ropas de luto,observó al mismo tiempo que yo. Mi amiga se creyóobligada a explicar que se había encontrado conYannes en el embarcadero, junto a la curiara de velade unos caucheros que se aprestaban a pasar ríoarriba, burlando el raudal de Piedras Negras por elatajo de un angosto caño navegable en este tiempo.

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Ella había rogado al minero que la llevara a contem-plar esa barrera de granito, límite de toda navegaciónde importancia desde que los primeros descubrido-res lloraran de despecho, frente a su pavorosa reali-dad de pailones espumosos, de aguas levantadas aempellones, de troncos atravesados en tragantesllenos de bramidos. Ya empezaba a hacer literaturaen torno al gradioso espectáculo, mostrando unasflores raras, especie de lirios salvajes, que decíahaber recogido al borde de las gargantas fragorosas,cuando el Adelantado, que nunca prestaba atencióna lo que decían las mujeres, tajó el discurso —que,además, no entendía— con gesto impaciente. Era suparecer que debíamos aprovechar la barca de loscaucheros para adelantar un buen trecho de bogacon mayor comodidad. Yannes aseguraba que po-dríamos alcanzar la mina de diamantes de sus her-manos aquella misma noche. Contra todo lo que yoesperaba, Mouche, al oír hablar de «mina de dia-mantes» —deslumbrada, me imagino, por la visiónde una gruta rutilante de gemas—, aceptó la ideacon alborozo. Se colgó del cuello de Rosario, rogán-dole que nos acompañara en esta etapa, tan fácil, denuestro viaje. Mañana descansaríamos en el lugarde la mina. Allí podría esperar nuestro regreso, cuan-do siguiéramos adelante. Me figuro que Mouche, enrealidad, quería enterarse de lo que ahora nos espe-raba, en cuanto a engorros, sin más riesgo que unajornada corta, asegurándose de una compañía parala vuelta a Puerto Asunción, en caso de abando-nar la partida. De todos modos, me era sumamentegrato que Rosario viniera con nosotros. La miré yhallé sus ojos en suspenso sobre el costurero, comoen espera de mi voluntad. Al encontrar mi aquies-cencia, se reunió en el acto con sus hermanas, quearmaron un gran concertante de protestas en los

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cuartos y fregaderos, afirmando que tal propósitoera una locura. Pero ella, sin hacer caso, aparecióal punto con un hatillo de ropas y un tosco rebozo.Aprovechando que Mouche anduviera delante de no-sotros por el camino de la fronda, me dijo rápidamen-te, como quien revela un grave secreto, que las florestraídas por mi amiga no crecían en los peñones dePiedras Negras, sino en una isla frondosa, primitivoasiento de una misión abandonada, que me señalabacon la mano. Iba a pedirle mayores aclaraciones,pero ella, a partir de ese instante, cuidó de no per-manecer sola conmigo, hasta que nos vimos instala-dos en la curiara de los caucheros. Luego de salvarel atajo a la pértiga, la barca avanzaba ahora, ríoarriba, bordeando un tanto para esquivar el empujepoderoso de la corriente. Sobre la vela triangular, degalera antigua, muy desprendida del mástil, se refle-jaban las luces del poniente. En esta antesala de laSelva, el paisaje se mostraba a la vez solemne y som-brío. En la orilla izquierda se veían colinas negras,pizarrosas, estriadas de humedad, de una sobrecoge-dora tristeza. En sus faldas yacían bloques de granitoen forma de saurios, de dantas, de animales petrifi-cados. Una mole de tres cuerpos se erguía en laquietud de un estero con empaque de cenotafio bár-baro, rematada por una formación oval que parecíauna gigantesca rana en trance de saltar. Todo respi-raba el misterio en aquel paisaje mineral, casihuérfano de árboles. De trecho en trecho habíaamontonamientos basálticos, monolitos casi rectan-gulares, derribados entre matojos escasos y esparci-dos, que parecían las ruinas de templos muy arcai-cos, de menhires y dólmenes —restos de unanecrópolis perdida, donde todo era silencio e inmo-vilidad—. Era como si una civilización extraña, dehombres distintos a los conocidos, hubiera florecido

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allí, dejando, al perderse en la noche de las edades,los vestigios de una arquitectura creada con finesignorados. Y es que una ciega geometría había inter-venido en la dispersión de esas lajas erguidas o de-rribadas que descendían, en series, hacia el río: seriesrectangulares, series en colada plana, series mixtas,unidas entre sí por caminos de baldosas jalonadasde obeliscos rotos. Había islas, en medio de la co-rriente, que eran como amontonamientos de bloqueserráticos, como puñados de inconcebibles guijarrosdejados aquí, allá, por un fantástico despedazadorde montañas. Y cada uno de esas islas reavivaba enmí el latido de una idea fija —dejada por la raraaclaración de Rosario—. Al fin pregunté, como dis-traídamente, por la isla de la misión abandonada.«Es Santa Prisca», dijo fray Pedro, con ligero rubor.«San Príapo debían llamarla», carcajeó al punto elAdelantado, entre las risas de las caucheros. Supeasí que, desde hacía años, las paredes ruinosas delantiguo asiento franciscano albergaban las parejasque en el pueblo no hallaban donde holgarse. Tantasfornicaciones se habían sucedido en aquel lugar—afirmaba el del timón— que el mero hecho deaspirar el olor a humedad, a hongos, a lirios salva-jes, que allí reinaba, bastaba para enardecer al hom-bre más austero, aunque fuese capuchino. Me fui ala proa, junto a Rosario, que parecía leer la historiade Genoveva de Brabante. Mouche, acostada sobreun saco de sarrapia, en medio de la barca, y quenada había entendido de lo dicho, ignoraba que aca-baba de ocurrir algo gravísimo en lo que se referíaa nuestra vida en común. Y era que ni siquiera mesentía enojado ni tenía impulsos —en aquel instante,al menos— de castigarla por lo hecho. Por el con-trario: en ese anochecer que llenaba las junquerasde sapos cantores, envuelto en el zumbido de los

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insectos que relevaban a los del día, me sentía ligero,suelto, aliviado por la infamia sabida, como unhombre que acaba de arrojar una carga por dema-siado tiempo llevada. En la orilla se pintaron lasflores de una magnolia. Pensé en el camino que miesposa seguía cada día. Pero su figura no acabó dedibujarse claramente en mi memoria, deshaciéndoseen formas imprecisas, como difuminadas. El regazoacunado de la barca me recordaba la cesta que, enmi infancia, hiciera las veces de barca verdadera enportentosos viajes. Del brazo de Rosario, cercano almío, se desprendía un calor que mi brazo aceptabacon una rara y deleitosa sensación de escozor.

XVI

(Noche del sábado)

En la obra de construir la vivienda revela elhombre su prosapia. La casa de los griegos estáhecha con los mismos materiales que sirven a losindios para levantar sus bohíos, y esa fibra, esa hojade palmera, ese bahareque, han dictado sus normas,en función de resistencia, como ha ocurrido contodas las arquitecturas del mundo. Pero ha bastadoun menor empinamiento de los aleros, una mayoranchura de las vigas de sostén, para que el hastialcobrara empaque de frontis y quedara inventado elarquitrabe. Para servir de pilastras se eligieron tron-cos de un mayor diámetro en la base, en virtud deuna instintiva voluntad de remedar el fuste dórico.El paisaje de piedras que nos rodea añade algo,también, a ese inesperado helenismo del ambiente.En cuanto a los tres hermanos de Yannes, que ahoraconozco, éstos reproducen, en caras de años más

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o menos, el mismo perfil de bajorrelieve para unarco de triunfo. Se me anuncia que en una chozacercana, que sirve de resguardo a las cabras durantela noche, se encuentra el doctor Montsalvatje —dequien ya me hablara el Adelantado la víspera—, or-denando y refrescando sus colecciones de plantasraras. Y ya viene hacia nosotros, gesticulando, ha-blando con engolado acento, este científico aventu-rero, colector de curare, de yopo, de peyotles y decuantos tósigos y estupefacientes selváticos, de ac-ción mal conocida aún, pretende estudiar y experi-mentar. Sin interesarse mayormente por saber quié-nes somos, el herborizador nos agobia bajo unaterminología latina que destina a la clasificación dehongos nunca vistos, de los que tritura una muestracon los dedos, explicándonos por qué cree haberlosbautizado acertadamente. De pronto repara en queno somos botánicos, se burla de sí mismo, calificán-dose del Señor-de-los-Venenos, y pide noticias delmundo de donde venimos. Algo cuento en respuesta,pero es evidente —lo noto en la desatención de lasgentes— que mis nuevas no interesan a nadie aquí.El doctor Montsalvatje quería saber, en realidad, dehechos relacionados con la vida misma del río. Ahoratraga un comprimido de quinina que pide a frayPedro de Henestrosa. El lunes bajará a Puerto Anun-ciación con sus herbarios, para regresar muy pronto,pues ha dado con una clavaria desconocida cuyosolo olor produce alucinaciones visuales, y una cru-cifera cuya proximidad enmohece ciertos metales.Los griegos se llevan el índice a la sien, comobuscándose la piedra de la locura. El Adelantadose mofa de la sonoridad extraña que cobran, en suboca, ciertos vocablos indígenas. Los caucheros, encambio, dicen que es un gran médico, y cuentande una bolsa de humor aliviada por él con la punta

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de un cuchillo mellado. Rosario lo conoce, y consi-dera su inagotable deseo de hablar, tras de larguí-simos silencios, como muy propio del personaje.Mouche, que le ha puesto el mote de Señor Macbethy se entiende con él en francés, acaba por cansarsede sus historias de plantas y pide a Yannes quecuelgue su hamaca dentro de la casa. Fray Pedrome explica que el herborizador, nada loco, pero muydado a fantasear, en descanso de sus soledades demeses en la espesura, se ha forjado una divertidaprosapia de alquimistas y herejes que le hace procla-marse descendiente directo de Raimundo Lulio —aquien llama obstinadamente Ramón Llull—, afirman-do que la obsesión del árbol, en los tratados delDoctor Iluminado, le daban ya, en los días del ArsMagna, un aire de familia. Pero el alboroto de lallegada y los primeros encuentros se aplaca en tornoa las toscas bateas en que los mineros traen el quesode sus cabras, los rábanos y tomates de una dimi-nuta huerta, junto al casabe, la sal y el aguardienteque ofrecen primero —en remembranza, tal vez in-voluntaria, del rito secular de la sal, el pan y elvino—. Y estamos sentados, ahora alrededor de lahoguera, unidos por la necesidad ancestral de saberel fuego vivo en la noche. Unos apoyados en uncodo, otros con el mentón en las manos, el capuchinoarrodillado en su hábito, las mujeres recostadas so-bre una manta, Gavilán con la lengua de fuera, juntoa Polifemo, el dogo tuerto de los griegos: todosmiramos las llamas que crecen a saltos entre lasramas demasiado húmedas, muriendo en amarilloaquí, para renacer azules sobre una astilla propicia,mientras, abajo, los leños primeros se van haciendobrasas. Las grandes lajas paradas en el repecho pi-zarroso que ocupamos cobran una fantástica apos-tura de estelas, de cipos, de monolitos, erguidos en

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una escalinata cuyos peldaños cimeros se pierdenen las tinieblas. La jornada fue fatigosa. Y, sin em-bargo, ninguno se decide a dormir. Estamos ahí,como ensalmados por el fuego, un poco ebrios desu calor, cada cual encerrado en sí mismo, pensandosin pensar, solidario de los demás por una sensaciónde bienestar, de sosiego, que compartimos y gozamospor una razón primordial. A poco, sobre el horizontede bloques erráticos, se pinta una claridad fría, y laluna aparece tras de un árbol copudo, de muchaslianas, que empieza a cantar por todos sus grillos.Pasan, graznando, dos pájaros blancos, de un volarcayéndose. Prendido el hogar, se desatan las pala-bras: uno de los griegos se queja de que la minaparezca exhausta. Pero Montsalvatje se encoge dehombros, afirmando que más adelante, hacia lasGrandes Mesetas, hay diamantes en todos los cauces.Con sus antiparras de ancha armadura, su calva re-quemada por el sol, sus manos cortas, cubiertas depecas, de dedos carnosos que tienen algo de estrellasde mar, el Herborizador se hace un poco espíritu dela tierra, gnomo guardián de cavernas, en mi imagi-nación que encienden sus palabras. Habla del Oro, yal punto todos callan, porque agrada al hombrehablar de Tesoros. El narrador —narrador junto alfuego, como debe ser— ha estudiado en lejanas bi-bliotecas todo lo que al oro de este mundo se refiere.Y pronto aparece, remoto, teñido de luna, el espe-jismo del Dorado. Fray Pedro sonríe con sorna. ElAdelantado escucha con cazurra máscara, arrojandoramillas a la lumbre. Para el recolector de plantas, elmito sólo es reflejo de una realidad. Donde se buscóla ciudad de Manoa, más arriba, más abajo, en todolo que abarca su vasta y fantasmal provincia, haydiamantes en los lodos orilleros y oro en el fondode las aguas. «Aluviones», objeta Yannes. «Luego

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—arguye Montsalvatje—, hay un macizo central quedesconocemos, un laboratorio de alquimia telúrica,en el inmenso escalonamiento de montañas de for-mas extrañas, todas empavesadas de cascadas, quecubren esta zona —la menos explorada del planeta—,en cuyos umbrales nos hallamos. Hay lo que WalterRaleigh llamara "la veta madre", madre de las vetas,paridora de la inacabable grava de material preciosoarrojada a centenares de ríos.» El nombre de aquela quien los españoles llamaban Serguaterale llevaal Herborizadpr, de inmediato, a invocar los testimo-nios de prodigiosos aventureros que surgen de lassombras, llamados por sus nombres, para calentarsus cotas y escaupiles a las llamas de nuestro fuego.Son los Federmann, los Belalcázar, los Espira, losOrellana, seguidos de sus capellanes, atabaleros ysacabuches; escoltados por la nigromante compañíade los algebristas, herbolarios y tenedores de difun-tos. Son los alemanes rubios y de barbas rizadas, ylos extremeños enjutos de barbas de chivo, envueltosen el vuelo de sus estandartes, cabalgando corcelesque, como los de Gonzalo Pizarro, calzaron herradu-ras de oro macizo a poco de asentar el casco en elmovedizo ámbito del Dorado. Y es sobre todo Felipede Hutten, el Urre de los castellanos, quien, unatarde memorable, desde lo alto de un cerro, contem-pló alucinado la gran ciudad de Manoa y sus por-tentosos alcázares, mudo de estupor, en medio desus hombres. Desde entonces había corrido la noti-cia, y durante un siglo había sido un tremebundotanteo de la selva, un trágico fracaso de expedicio-nes, un extraviarse, girar en redondo, comerse lasmonturas, sorber la sangre de los caballos, un reite-rado morir de Sebastián traspasado de dardos. Esto,en cuanto a las entradas conocidas; pues las crónicashabían olvidado los nombres de quienes, por peque-

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ñas partidas, se habían quemado al fuego del mito,dejando el esqueleto dentro de la armadura, al piede alguna inaccesible muralla de rocas. Irguiéndoseen sombra ante las llamas, el Adelantado arrimó alfuego un hacha que me había llamado la atención,aquella tarde, por la extrañeza de su perfil: era unasegur de forja castellana, con un astil de olivo quehabía ennegrecido sin desabrazarse del metal. En esamadera se estampaba una fecha escrita a punta decuchillo por algún campesino soldado —fecha queera de tiempos de los Conquistadores. Mientras nospasábamos el arma de mano en mano, acallados poruna misteriosa emoción, el Adelantado nos narrócómo la había encontrado en lo más cerrado de laselva, revuelta con osamentas humanas, junto a unlúgubre desorden de morriones, espadas, arcabuces,que las raíces de un árbol tenían agarrados, alzandouna alabarda a tan humana estatura que aún pare-cían sostenerla manos ausentes. La frialdad de lasegur ponía el prodigio en la yema de nuestros de-dos. Y nos dejábamos envolver por lo maravilloso,anhelantes de mayores portentos. Ya aparecían juntoal hogar llamados por Montsalvatje, los curanderosque cerraban heridas recitando el Ensalmo de Bogo-tá, la Reina gigante Cicañocohora, los hombres anfi-bios que iban a dormir al fondo de los lagos, y losque se alimentaban con el solo olor de las flores. Yaaceptábamos a los Perrillos Carbunclos que llevabanuna piedra resplandeciente entre los ojos de la Hidravista por la gente de Federmann, a la Piedra Bezar,de prodigiosas virtudes, hallada en las entrañas delos venados, a los tatunachas, bajo cuyas orejaspodían cobijarse hasta cinco personas o aquellosotros salvajes que tenían las piernas rematadas porpezuñas de avestruz —según fidedigno relato de unsanto prior—. Durante dos siglos habían cantado los

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ciegos del Camino de Santiago los portentos de unaArpía Americana exhibida en Constantinopla, dondemurió rabiando y rugiendo... Fray Pedro de Henes-crosa se creyó obligado a endosar tales consejas a laobra del Maligno, cuando las relaciones, por ser defrailes, tenían alguna seriedad de acento, y al afánde difundir embustes, cuando de cuentos de soldadosse trataba. Pero Montsalvatje se hizo entonces elAbogado de los Prodigios, afirmando que la realidaddel Reino de Manoa había sido aceptada por misio-neros que fueron en su busca en pleno Siglo de lasLuces. Setenta años antes, en científica narración, ungeógrafo reputado afirmaba haber divisado, en elámbito de las Grandes Mesetas, algo como la ciudadfantasmal contemplada un día por el Urre. Las Ama-zonas habían existido: eran las mujeres de los va-rones muertos por los caribes, en su misteriosamigración hacia el Imperio del Maíz. De la selva delos Mayas surgían escalinatas, atracaderos, monu-mentos, templos llenos de pinturas portentosas, querepresentaban ritos de sacerdotes-peces y de sacer-dotes-langostas. Unas cabezas enormes aparecían depronto, tras de los árboles derribados, mirando a losque acababan de hallarla con ojos de párpadoscaídos, más terribles aún que dos pupilas fijas, porsu contemplación interior de la Muerte. En otraparte había largas Avenidas de Dioses, erguidos fren-te a frente, lado a lado, cuyos nombres quedaríanpor siempre ignorados —dioses derrocados, feneci-dos, luego de que, por siglos y siglos, hubiesen sidola imagen de una inmortalidad negada a los hombres.Descubríanse en las costas del Pacífico unos dibujosgigantescos, tan vastos que se había transitado sobreellos desde siempre sin saber de su presencia bajolos pasos, trazados como para ser vistos desde otroplaneta por los pueblos que hubieran escrito con

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nudos, castigando toda invención de alfabetos con lapena máxima. Cada día aparecían nuevas piedrastalladas en la selva; la Serpiente Emplumada sepintaba en remotos acantilados, y nadie había logra-do descifrar los millares de petroglifos que habla-ban, por formas de animales, figuraciones astrales,signos misteriosos, en las orillas de los GrandesRíos. El doctor Montsalvatje, erguido junto a lahoguera, señalaba las mesetas lejanas que se pinta-ban en azul profundo hacia donde iba la luna: «Na-die sabe lo que hay detrás de esas Formas», decía,con un tono que nos devolvió una emoción olvidadadesde la infancia. Todos tuvimos ganas de pararnos,de echar a andar, de llegar antes del alba a la puer-ta de los prodigios. Una vez más rebrillaban lasaguas de la Laguna de Parima. Una vez más seedificaban, en nosotros, los alcázares de Manoa. Laposibilidad de su existencia quedaba nuevamenteplanteada, ya que su mito vivía en la imaginaciónde cuantos moraban en las cercanías de la selva—es decir: de lo Desconocido—. Y no pude menosque pensar que el Adelantado, los mineros griegos,los dos caucheros y todos los que, cada año, toma-ban los rumbos de la Espesura, al cabo de las lluvias,no eran sino buscadores del Dorado, como losprimeros que marcharon al conjuro de su nombre.El doctor destapó un tubo de cristal, lleno depiedrecitas oscuras que al punto amarillearon ennuestras manos, a la claridad del fuego. Palpábamosel Oro. Lo acercábamos a los ojos, para hacerlocrecer. Lo sopesábamos con gesto alquimista. Mou-che lo tentó con la lengua, para conocer su sabor.Y cuando sus pepitas volvieron al cristal, parecióque el fuego alumbraba menos y que la noche setornaba más fría. En el río mugían enormes ranas.

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De súbito, fray Pedro arrojó su bastón al fuego, y elbastón se hizo vara de Moisés al levantar la serpienteque acababa de matar.

XVII

(Domingo, 17 de junio)

Regreso ahora de la mina y me regocijo de an-temano al pensar en la decepción de Mouche cuandovea que la caverna maravillosa, rutilante de gemas,el tesoro de Agamenón que ella se esperaba segu-ramente, es un lecho de torrente, cavado, escarbado,revuelto; un lodazal que las palas han interrogadolateralmente, en profundidad, de arriba abajo, re-gresando veinte veces al lugar del hallazgo primero,con la esperanza de haber dejado en el barro, porun mero desvío de la mano, por un margen de mi-límetros, la portentosa Piedra de la Riqueza. El másjoven de los buscadores de diamantes me habla, porel camino, de las grandes miserias del oficio, de lasdesesperanzas de cada día y de la rara fatalidad quesiempre hace regresar al descubridor de una grangema, pobre y endeudado, al lugar de su encuentro.Sin embargo, la ilusión se reaviva cada vez que surgede la tierra el diamante singular, y su fulgor futuro,adivinado antes de la talla, salta por encima deselvas y cordilleras, desacompasando el pulso de quie-nes, al cabo de una jornada infructuosa, se despren-den del cuerpo de costra de fango que lo cubre.Pregunto por las mujeres, y me dicen que se estánbañando en un caño cercano, cuyas pocetas no al-bergan alimañas peligrosas. Sin embargo, he aquí quese oyen voces. Voces que, al acercarse, me hacensalir de la vivienda, extrañado por la violencia del

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tono y lo inexplicable de la grita. Al punto pensamosque alguien hubiera ido a sorprender su desnudezen la orilla o las afrentara con el propósito villano.Pero Mouche aparece ahora, con la ropa empapada,pidiendo ayuda, como huyendo de algo terrible. An-tes de haber podido dar un paso, veo a Rosario, malcubierta por un grueso refajo, que alcanza a miamiga, la arroja al suelo de un empellón y la golpeabárbaramente con una estaca. Con la cabellera sueltasobre los hombros, escupiendo insultos, pegando ala vez con los pies, la madera y la mano libre, nosofrece una tal estampa de ferocidad que corremostodos a agarrarla. Todavía se retuerce, patea, muerdea quienes la sujetan, con un furor que se traduceen gruñidos roncos, en bufidos, por no encontrar lapalabra. Cuando levanto a Mouche, apenas si puedetenerse en pie. Un golpe le ha roto dos dientes. Lesangra la nariz. Está cubierta de arañazos y desollo-nes. El doctor Montsalvatje la lleva a la choza delos herbarios, para curarla. Mientras tanto, rodeandoa Rosario, tratamos de saber qué ha ocurrido. Peroahora se sume en un mutismo obstinado, negándosea responder. Está sentada en una piedra, con la ca-beza gacha, repitiendo, con exasperante testarudez,un gesto de denegación que arroja su cabellera negraa un lado y otro, cerrándole cada vez el semblanteaún enfurecido. Voy a la choza. Hedionda a farma-cia, rubricada de esparadrapos, Mouche gimotea en lahamaca del Herborizador. A mis preguntas respondeque ignora el motivo de la agresión; que la otra sehabía vuelto como loca, y sin insistir más sobreesto, rompe a llorar, diciendo que quiere regresaren el acto, que no soporta más, que este viaje laagota, que se siente en el borde de la demencia.Ahora suplica y sé que, hace muy poco todavía, lasúplica, por inhabitual en su boca, lo hubiera logrado

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todo de mí. Pero en este momento, junto a ella, vien-do su cuerpo sacudido por los sollozos de una deses-peración que parece sentida, permanezco frío, aco-razado por una dureza que me admira y alabo, comopudiera alabarse, por oportuna y firme, una voluntadajena. Nunca hubiera pensado que Mouche, al cabode una tan prolongada convivencia, llegara un día aserme tan extraña. Apagado el amor que tal vez letuviera —hasta dudas me asaltaban ahora acercade la realidad de ese sentimiento—, hubiera podidosubsistir, al menos, el vínculo de una amistosa ter-nura. Pero los retornos, cambios, recapacitaciones,que se habían sucedido en mí, en menos de dossemanas, añadidos al descubrimiento de la vísperame tenían insensible a sus ruegos. Dejándola gemirsu desamparo, regresé a la casa de los griegos, dondeRosario, algo calmada, se había ovillado, silenciosa,con los brazos atravesados sobre la cara, en un chin-chorro. Una suerte de malestar fruncía el ceño a loshombres, aunque parecieran pensar en otra cosa. Losgriegos ponían demasiada nerviosidad en el adobode una sopa de pescados que hervía en una enormeolla de barro, dándose a discusiones en torno alaceite, y al ají y el ajo, que sonaban en falsete. Loscaucheros remendaban sus alpargatas en silencio. ElAdelantado estaba bañando a Gavilán, que se habíaregodeado sobre una carroña, y como el perro sesentía agraviado por las jicaras de agua que le caíanencima, enseñaba los dientes a quienes lo miraban.Fray Pedro desgranaba las cuentas de su rosario desemillas. Y yo sentía, en todos ellos, una tácita soli-daridad con Rosario. Aquí, el factor de disturbios,que todos repelían por instinto, era Mouche. Todosadivinaban que la violenta reacción de la otra sedebía a algo que le confería el derecho de haberagredido con tal furia —algo que los caucheros, por

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ejemplo, podían atribuir al despecho de Rosario, talvez enamorada de Yannes y enardecida por el insi-nuante comportamiento de mi amiga. Transcurrieronvarias horas de sofocante calor, durante las cualescada cual se encerró en sí mismo. A medida que nosacercábamos a la selva, yo advertía, en los hombres,una mayor aptitud para el silencio. A ello se debía,acaso, el tono sentencioso, casi bíblico, de ciertasreflexiones formuladas con muy pocas palabras.Cuando se hablaba era en tiempo pausado, cada cualescuchando y concluyendo antes de responder. Cuan-do la sombra de las piedras comenzó a espesarse, eldoctor Montsalvatje nos trajo de la choza de losherbarios la más inesperada noticia: Mouche tiritabade fiebre. Al salir de un sueño profundo, se habíaincorporado, delirando, para hundirse luego en unainconsciencia estremecida de temblores. Fray Pedro,autorizado por la larga experiencia de sus andanzas,diagnosticó la crisis de paludismo —enfermedad a lacual, por lo demás, no se concedía gran importanciaen estas regiones—. Se deslizaron comprimidos dequinina en la boca de la enferma, y quedé a su ladorezongando de rabia. A dos jornadas del término demi encomienda, cuando hollábamos las fronterasde lo desconocido y el ambiente se embellecía conla cercanía de posibles maravillas, tenía Mouche quehaber caído así, estúpidamente, picada por un insec-to que la eligiera a ella, la menos apta para soportarla enfermedad. En pocos días, una naturaleza fuerte,honda y dura, se había divertido en desarmarla, can-sarla, afearla, quebrarla, asestándole, de pronto, elgolpe de gracia. Me asombraba ante la rapidez de laderrota, que era como un ejemplar desquite de locabal y auténtico. Mouche, aquí, era un personajeabsurdo, sacado de un futuro en que el arcabucofuera sustituido por la alameda. Su tiempo, su época,

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eran otros. Para los que con nosotros convivían aho-ra, la fidelidad al varón, el respeto a los padres, larectitud de proceder, la palabra dada, el honor queobligaba y las obligaciones que honraban, eran valo-res constantes, eternos, insoslayables, que excluíantoda posibilidad de discusión. Faltar a ciertas leyesera perder el derecho a la estimación ajena, aunquematar por hombría no fuese culpa mayor. Como enios más clásicos teatros, los personajes eran, en estegran escenario presente y real, los tallados en unapieza del Bueno y el Malo, la Esposa Ejemplar o laAmante Fiel, el Villano y el Amigo Leal, la Madredigna o indigna. Las canciones ribereñas cantaban,en décimas de romance, la trágica historia de unaesposa violada y muerta de vergüenza, y la fidelidadde la zamba que durante diez años esperó el regre-so de un marido a quien todos daban por comidode hormigas en lo más remoto de la selva. Era evi-dente que Mouche estaba de más en tal escenario, yyo debía reconocerlo así, a menos de renunciar a todadignidad, desde que había sido avisado de su ida ala isla de Santa Prisca, en compañía del griego. Sinembargo, ahora que había sido derribada por la cri-sis palúdica, su regreso implicaba el mío; lo cualequivalía a renunciar a mi única obra, a volver en-deudado, con las manos vacías, avergonzado ante lasola persona cuya estimación me fuera preciosa —ytodo por cumplir una tonta función de escolta juntoa un ser que ahora aborrecía. Adivinando tal vez lacausa de la tortura que debía reflejarse en mi sem-blante, Montsalvatje me trajo el más providencialalivio, dicendo que no tendría inconveniente en lle-varse a Mouche, mañana. La conduciría hasta dondepudiera aguardarme con toda comodidad: forzarla aseguir más adelante, débil como quedaría despuésdel primer acceso, era poco menos que imposible.

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Ella no era mujer para tales andanzas. Anima, vágu-la, blándula —concluyó irónicamente—. Le respondícon un abrazo.

La luna ha vuelto a alzarse. Allá, al pie deuna piedra grande muere el fuego que reunió a loshombres en las primeras horas de la noche. Mouchesuspira más que respira y su sueño febril se pueblade palabras que más parecen estertores y garraspe-ras. Una mano se posa sobre mi hombro: Rosariose siente a mi lado en la estera, sin hablar. Com-prendo, sin embargo, que una explicación se aproxi-ma, y espero en silencio. El graznido de un pájaroque vuela hacia el río, despertando a las chicharrasdel techo, parece decidirla. Empezando con voz tanqueda que apenas si la oigo, me cuenta lo que de-masiado sospecho. El baño en la orilla del río. Mou-che, que presume de la belleza de su cuerpo y nuncapierde oportunidad de probarlo, que la incita, confingidas dudas sobre la dureza de su carne, a quese despoje del refajo conservado por aldeano pudor.Luego, es la insistencia, el hábil reto, la desnudezque se muestra, las alabanzas a la firmeza de sussenos, a la tersura de su vientre, el gesto de cariño,y el gesto de más que revela a Rosario, repentina-mente, una intención que subleva sus instintos másprofundos. Mouche, sin imaginárselo, ha inferido unaofensa que es, para las mujeres de aquí, peor que elpeor epíteto, peor que el insulto a la madre, peorque arrojar de la casa, peor que escupir las entrañasque parieron, peor que dudar de la fidelidad al ma-rido, peor que el nombre de perra, peor que el nom-bre de puta. Tanto se encienden sus ojos en lasombra al recordar la riña de aquella mañana, quellego a temer nueva irrupción de violencias. Agarroa Rosario por las muñecas para tenerla quieta, y, conla brusquedad del gesto, mi pie derriba una de las

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cestas en que el Herborizador guarda sus plantas se-cas, entre carnadas de hojas de malanga. Un henoespeso y crujiente se nos viene encima, envolviéndo-nos en perfumes que recuerdan, a la vez, el alcanfor,el sándalo y el azafrán. Una repentina emoción dejami resuello en suspenso: así —casi así— olía la cestade los viajes mágicos, aquella en que yo estrechabaa María del Carmen, cuando éramos niños, junto alos canteros donde su padre sembraba la albahacay la yerbabuena. Miro a Rosario de muy cerca, sin-tiendo en las manos el pálpito de sus venas, y, desúbito, veo algo tan ansioso, tan entregado, tan im-paciente, en su sonrisa —más que sonrisa, risadetenida, crispación de espera—, que el deseo mearroja sobre ella, con una voluntad ajena a todo loque no sea el gesto de la posesión. Es un abrazorápido y brutal, sin ternura, que más parece unalucha por quebrarse y vencerse por una trabazón de-leitosa. Pero cuando volvemos a hallarnos, lado alado, jadeantes aún, y cobramos conciencia cabal delo hecho, nos invade un gran contento, como si loscuerpos hubieran sellado un pacto que fuera el co-mienzo de un nuevo modo de vivir. Yacemos sobrelas yerbas esparcidas, sin más conciencia que la denuestro deleite. La claridad de la luna que entraen la cabaña por la puerta sin batiente se subelentamente a nuestras piernas: la tuvimos en lostobillos, y ahora alcanza las corvas de Rosario, queya me acaricia con mano impaciente. Es ella, estavez, la que se echa sobre mí, arqueando el talle conansioso apremio. Pero aún buscamos el mejor aco-modo, cuando una voz ronca, quebrada, escupe in-sultos junto a nuestros oídos, desemparejándonos degolpe. Habíamos rodado bajo la hamaca, olvidadosde la que tan cerca gemía. Y la cabeza de Moucheestaba asomada sobre nosotros, crispada, sardónica,

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de boca babeante, con algo de cabeza de Gorgonaen el desorden de las greñas caídas sobre la frente«¡Cochinos! —grita—. ¡Cochinos!» Desde el suelo,Rosario dispara golpes a la hamaca con los pies, parahacerla callar. Pronto la voz de arriba se extravíaen divagaciones de delirio. Los cuerpos desunidosvuelven a encontrarse, y, entre mi cara y el rostromortecino de Mouche, que cuelga fuera del chin-chorro con un brazo inerte, se atraviesa, en espesacaída, la cabellera de Rosario, que afinca los codosen el suelo para imponerme su ritmo. Cuando vol-vemos a tener oídos para lo que nos rodea, nadanos importa ya la mujer que estertora en la oscuri-dad. Pudiera morirse ahora mismo, aullando dedolor, sin que nos conmoviera su agonía. Somos dos,en un mundo distinto. Me he sembrado bajo elvellón que acaricio con mano de amo, y mi gestocierra una gozosa confluencia de sangres que se en-contraron.

XVIII

(Lunes, 18 de junio)

Hemos despachado a Mouche con la concer-tada ferocidad de amantes que acaban de descubrirse,inseguros aún de la maravilla, insaciados de sí mis-mos, y proceden a romper todo lo que pueda opo-nerse a su próximo acoplamiento. La hemos metidoen la canoa de Montsalvatje, envuelta en una manta,llorosa, casi inconsciente, haciéndola creer que la sigoen otra embarcación. He dado al Herborizador mu-cho más dinero del necesario para que la atienda,pague sus traslados, la instale, costee los tratamien-tos necesarios, quedándome apenas con unos billetes

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sucios y unas monedas —que de nada sirven, además,en la Selva, donde todo comercio se reduce a true-ques de objetos simples y útiles, como agujas, cu-chillos, leznas. En la liberalidad de mi donaciónhay, además, un secreto ritual de adormecimiento delúltimo crepúsculo de conciencia: de todos modos,Mouche no puede seguirnos, y así, en lo material,cumplo con mi último deber. Es muy probable, porotra parte, que en la solicitud de Montsalvatje porllevarse a la enferma haya una maligna esperanzade aliviarse de varios meses de continencia con unamujer nada fea. No sólo me tiene indiferente estaidea, sino que para mis adentros deploro que la pocaprestancia física del botánico lo vaya a agobiar conun fracaso. La barca ha desaparecido ahora en lalejanía de un estero, cerrando con su partida unaetapa de mi existencia. Jamás me he sentido tanligero, tan bien instalado en mi cuerpo, como estamañana. La palmada irónica que doy a Yannes, aquien veo melancólico, le hace interrogarme conuna expresión interrogante y remordida, que es nue-va excusa a mi rigor. Por lo demás, todo el mundose da cuenta de que Rosario —como aquí se dice—se ha comprometido conmigo. Me rodea de cuidados,trayéndome de comer, ordeñando las cabras paramí, secándome el sudor con paños frescos, atenta ami palabra, mi sed, mi silencio o mi reposo, con unasolicitud que me hace enorgullecerme de mi condi-ción de hombre: aquí, pues, la hembra «sirve» alvarón en el más noble sentido del término, creandola casa con cada gesto. Porque, aunque Rosario yyo no tengamos un techo propio, sus manos son yami mesa y la jicara de agua que acerca a mi boca,luego de limpiarla con una hoja caída en ella, es va-jilla marcada con mis iniciales de amo. «A ver cuán-do se formaliza con una sola mujer», musita fray

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Pedro tras de mí, dándome a entender que con él novalen pueriles disimulos. Desvío la conversación parano confesar que estoy casado ya y por rito hereje, yme acerco al griego, que recoge sus cosas para seguircon nosotros río arriba. Seguro de que el yacimientode acá está agotado, viéndose burlado por la fortu-na una vez más, quiere emprender un viaje de pros-pección, más allá del Caño Pintado, en una zona demontañas de la que muy poco se sabe. Reserva elmejor lugar de su hato para el único libro que llevaconsigo a todas partes: una modesta edición bilin-güe de La Odisea, forrada de hule negro, cuyas pá-ginas han sido moteadas de verde por la humedad.Antes de separarse nuevamente del tomo, sus her-manos, que saben largos tránsitos del texto de me-moria, buscan su versión castellana en la página deenfrente, leyendo fragmentos con un acento angulo-so y duro, en que mucho se sustituye la u por la v.En una escuelita de Kalamata les enseñaron los nom-bres de los trágicos y el sentido de los mitos, perouna oscura afinidad de caracteres los acercó alaventurero Ulises, visitador de países portentosos,nada enemigo del oro, capaz de ignorar a las sirenaspor no perder su hacienda de Itaca. Al haber sidoentortado por un váquiro, el perro de los minerosfue llamado Polifemo, en recuerdo del cíclope cuyalamentable historia leyeron cien veces, en voz alta,junto a la hoguera de sus campamentos. Preguntoa Yannes por qué abandonó la tierra a que le atauna sangre cuyos remotos manantiales conoce. Elminero suspira, y hace del mundo mediterráneo unpaisaje de ruinas. Habla de lo que dejó atrás, comopodría hablar de las murallas de Micenas, de lastumbas vacías, de los peristilos habitados por las ca-bras. El mar sin peces, los múrices inútiles, la con-fusión de los mitos, y una gran esperanza rota. Lue-

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go, el mar, secular remedio de los suyos: un marmás vasto, que llevaba más lejos. Me cuenta quecuando divisó la primera montaña, de este lado delOcéano, se echó a llorar, pues era una montaña rojay dura, parecida a sus duras montañas de cardos yabrojos. Pero aquí lo agarró la afición a los metalespreciosos, la llamada de los negocios y de los rum-bos, que hiciera cargar tantos remos a sus antepa-sados. El día que encuentre la gema que sueña seconstruirá, a la orilla del mar y donde haya monta-ñas de flancos abruptos, una casa cuyo soportal ten-ga columnas —afirma— como un templo de Posei-dón. Vuelve a lamentarse sobre el destino de supueblo, abre el tomo en su comienzo y clama: «¡Ah,miseria! Escuchad cómo los mortales enjuician a losdioses. Dicen que de nosotros vienen sus males, cuan-do son ellos quienes, por su tontería, agravan lasdesdichas que les asigna el destino.» Zevs habla,concluye el minero por su cuenta, y presto deja ellibro, pues los caucheros traen, colgado de una rama,un extraño animal de pezuña, que acaban de matar.Creo, por un instante, que se trata de un cerdo sal-vaje de gran tamaño. «¡Una danta! ¡Una danta!», gri-ta fray Pedro, uniendo las manos en asombradoademán, antes de echar a correr hacia los cazadores,con un júbilo que revela su hartura del maniocodiluido en agua con que se alimenta habitualmenteen la selva. Es, luego, la fiesta de encender la ho-guera; la escaldadura de la bestia y su descuartiza-miento; la vista de los pemiles, menudos y lomos,que atiza en nosotros el desaforado apetito que sueleatribuirse a los salvajes. Con el torso desnudo, pues-ta toda su seriedad en la tarea, el minero se mehace, de pronto, tremendamente arcaico. Su gesto dearrojar al fuego algunas cerdas de la cabeza del ani-mal tienen un sentido propiciatorio que tal vez pudie-

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ra explicarme una estrofa de La Odisea. El modo deensartar las carnes, luego de untarlas de grasa; elmodo de servirlas en una tabla, luego de rociarlasde aguardiente, responde a tan viejas tradicionesmediterráneas que, cuando me es ofrecido el mejorfilete, veo a Yannes, por un segundo, transfiguradoen el porquerizo Eumeo... No bien hemos termina-do el festín, cuando se levanta el Adelantado y bajahacia el río a grandes trancos, seguido de Gavilán,que ladra alborotosamente. Dos canoas muy primi-tivas —dos troncos vaciados— descienden la corrien-te, conducidas por remeros indios. Se aproxima elmomento de la partida, y cada cual procede a juntarsus hatos al fardaje. Me llevo a Rosario a la cabaña,donde nos abrazamos una vez más sobre el piso detierra, que Montsalvatje, al ordenar sus colecciones,ha dejado cubierto de plantas secas, exhaladoras delacre y enervante perfume que conocimos ayer. Estavez enmendamos las torpezas y premuras de los pri-meros encuentros, haciéndonos más dueños de lasintaxis de nuestros cuerpos. Los miembros van ha-llando un mejor ajuste; los brazos precisan un máscabal acomodo. Estamos eligiendo y fijando, conmaravillosos tanteos, las actitudes que habrán dedeterminar, para el futuro, el ritmo y la manera denuestros acoplamientos. Con el mutuo aprendizajeque implica la fragua de una pareja, nace su len-guaje secreto. Ya van surgiendo del deleite aquellaspalabras íntimas, prohibidas a los demás, que seránel idioma de nuestras noches. Es invención a dos vo-ces, que incluye términos de posesión, de acción degracia, desinencias de los sexos, vocablos imaginadospor la piel, ignorados apodos —ayer imprevisibles—que nos daremos ahora, cuando nadie pueda oírnos.Hoy, por vez primera, Rosario me ha llamado pormi nombre, repitiéndolo mucho, como si sus sílabas

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tuvieran que tornar a ser modeladas —y mi nombre,en su boca, ha cobrado una sonoridad tan singular,tan inesperada, que me siento como ensalmado porla palabra que más conozco, al oírla tan nueva comosi acabara de ser creada. Vivimos el júbilo impar dela sed compartida y saciada, y cuando nos asomamosa lo que nos rodea, creemos recordar un país de sa-bores nuevos. Me arrojo al agua para soltar las yer-bas secas que el sudor me ha pegado a las espaldas,y río al pensar que cierta tradición es contrariadapor lo que ahora ocurre, puesto que, para nosotros,el tiempo del celo ha caído a medio verano. Peromi amante desciende ya hacia las embarcaciones. Nosdespedimos de los caucheros, y es la partida. En laprimera canoa, acurrucados entre las bordas, salimosel Adelantado, Rosario y yo. En la otra fray Pedro,con Yannes y el fardaje. «¡Vamos con Dios!», dice elAdelantado al sentarse al lado de Gavilán, que olfa-tea el aire con hocico de mascarón de proa. De aho-ra en adelante ignoraremos ya la navegación a vela.El sol, la luna, la hoguera —y a veces el rayo— seránlas únicas luces que iluminarán nuestras caras.

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CAPITULO CUARTO

¿No habrá más que silencio, inmovili-dad, al pie de los árboles, de los bejucos?Bueno es, pues, que haya guardianes.

POPOL-VUH

XIX

(Tarde del lunes)

Al cabo de dos horas de navegación entrelajas, islas de lajas, promontorios de lajas, montesde lajas, que conjugan sus geometrías con una diversi-dad de invención que ya ha dejado de asombrarnos,una vegetación mediana, tremendamente tupida —tie-sura de gramíneas, dominada por la constante, enondulación y danza, del macizo de bambúes —sustitu-ye la presencia de la piedra por la inacabable mono-tonía de lo verde cerrado. Me divierto con un juegopueril sacado de las maravillosas historias narra-das, junto al fuego, por Montsalvatje: somos Con-quistadores que vamos en busca del Reino de Manoa.Fray Pedro es nuestro capellán, al que pediremosconfesión si quedamos malheridos en la entrada. ElAdelantado bien puede ser Felipe de Utre. El griegoes Micer Codro, el astrólogo. Gavilán pasa a serLeoncico, el perro de Balboa. Y yo me otorgo, enla empresa, los cargos del trompeta Juan de SanPedro, con mujer tomada a bragas en el saqueo deun pueblo. Los indios son indios, y aunque parezcaextraño, me he habituado a la rara distinción de

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condiciones hecha por el Adelantado, sin poner enello, por cierto, la menor malicia, cuando, al narraralguna de sus andanzas, dice muy naturalmente:«Eramos tres hombres y doce indios.» Me imaginoque una cuestión de bautizo rige ese reparo, y estoda visos de realidad a la novela que, por la autenti-cidad del decorado, estoy fraguando. Ahora los bam-busales han cedido la orilla izquierda, que estamosbordeando, a una suerte de selva baja, sin manchasde color, que hunde sus raíces en el agua, alzandoun valladar inabordable, absolutamente recto, rectocomo una empalizada, como una inacabable murallade árboles erguidos, tronco a tronco, hasta el lin-dero de la corriente, sin un paso aparente, sin unahendedura, sin una grieta. Bajo la luz del sol quese difumina en vahos sobre las hojas húmedas, esapared vegetal se prolonga hasta el absurdo, acaban-do por parecer obra de hombres, hecha a teodolito yplomada. La curiara se va aproximando cada vez mása esa ribera cerrada y hosca, que el Adelantado pa-rece examinar tramo a tramo, con acuciosa atención.Me parece imposible que estemos buscando algo enaquel lugar, y, sin embargo, los indios palanqueancada vez más despacio, y el perro, con el lomo eri-zado, lleva los ojos adonde los fija el amo. Ador-mecido por la espera y el balanceo de la barca,cierro los párpados. De pronto, me despierta ungrito del Adelantado: «¡Ahí está la puerta!»... Ha-bía, a dos metros de nosotros, un tronco igual a to-dos los demás: ni más ancho, ni más escamoso.Pero en su corteza se estampaba una señal semejan-te a tres letras V superpuestas verticalmente, de talmodo que una penetraba dentro de la otra, una sir-viendo de vaso a la segunda, en un diseño que hubie-ra podido repetirse hasta el infinito, pero que sólose multiplicaba aquí al reflejarse en las aguas. Junto

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a ese árbol se abría un pasadizo abovedado, tan es-trecho, tan bajo, que me pareció imposible meterla curiara por ahí. Y, sin embargo, nuestra embar-cación se introdujo en ese angosto túnel, con tanpoco espacio para deslizarse que las bordas raspa-ron duramente unas raíces retorcidas. Con los re-mos, con las manos, había que apartar obstáculosy barreras para llevar adelante esa navegación in-creíble, en medio de la maleza anegada. Un maderopuntiagudo cayó sobre mi hombro con la violenciade un garrotazo, sacándome sangre del cuello. Delos ramazones llovía sobre nosotros un intolerablehollín vegetal, impalpable a veces, como un planc-ton errante en el espacio —pesado, por momentos,como puñados de limalla que alguien hubiera arro-jado de lo alto—. Con esto, era un perenne descensode hebras que encendían la piel, de frutos muertos,de simientes velludas que hacían llorar, de horruras,de polvos cuya fetidez enroñaba las caras. Un em-pellón de la proa promovió el súbito desplome de unnido de comejenes, roto en alud de arena parda.Pero lo que estaba abajo era tal vez peor que lascosas que hacían sombra. Entre dos aguas se me-cían grandes hojas agujereadas, semejantes a antifa-ces de terciopelo ocre, que eran plantas de añagazay encubrimiento. Flotaban racimos de burbujas su-cias, endurecidas por un barniz de polen rojizo, alas que una aletazo cercano hacía alejarse, de pronto,por el tragante de un estancamiento, con indecisanavegación de holoturia. Más allá eran como gasas,opalescentes, espesas, detenidas en los socavones deuna piedra larvada. Una guerra sorda se libraba enlos fondos erizados de garfios barbudos —allí dondeparecía un cochambroso enrevesamiento de cule-bras—. Chasquidos inesperados, súbitas ondulacio-nes, bofetadas sobre el agua, denunciaban una fuga

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de seres invisibles que dejaban tras de sí una es-tela de turbias podredumbres —remolinos grisáceos,levantados al pie de las cortezas negras moteadasde liendres—. Se adivinaba la cercanía de toda unafauna rampante, del lodo eterno, de la glauca fer-mentación, debajo de aquellas aguas oscuras queolían agriamente, como un fango que hubiera sidoamasado con vinagre y carroña, y sobre cuya aceito-sa superficie caminaban insectos creados para andarsobre lo líquido: chinches casi transparentes, pulgasblancas, moscas de patas quebradas, diminutos cíni-fes que eran apenas un punto vibrátil en la luz ver-de —pues tanto era el verdor atravesado por unospocos rayos de sol, que la claridad se teñía, al bajarde las frondas, de un color de musgo que se torna-ba color de fondo de pantanos al buscar las raícesde las plantas. Al cabo de algún tiempo de navegaciónen aquel caño secreto, se producía un fenómeno pa-recido al que conocen los montañeses extraviados enlas nieves: se perdía la noción de la verticalidad,dentro de una suerte de desorientación, de mareode los ojos. No se sabía ya lo que era del árbol y loque era del reflejo. No se sabía ya si la claridadvenía de abajo o de arriba, si el techo era de agua,o el agua suelo; si las troneras abiertas en la hoja-rasca no eran pozos luminosos conseguidos en loanegado. Como los maderos, los palos, las lianas, sereflejaban en ángulos abiertos o cerrados, se acaba-ba por creer en pasos ilusorios, en salidas, corredo-res, orillas, inexistentes. Con el trastorno de las apa-riencias, en esa sucesión de pequeños espejismos alalcance de la mano, crecía en mí una sensación dedesconcierto, de extravío total, que resultaba indeci-blemente angustiosa. Era como si me hicieran darvueltas sobre mí mismo, para atolondrarme, antesde situarme en los umbrales de una morada secreta.

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Me preguntaba ya si los remeros conservaban unanoción cabal de las esloras. Empezaba a tener mie-do. Nada me amenazaba. Todos parecían tranquilosen torno mío; pero un miedo indefinible, sacado delos trasmundos del instinto me hacía respirar a lohondo, sin hallar nunca el aire suficiente. Además,se agravaba el desagrado de la humedad prendida delas ropas, de la piel, de los cabellos; una humedadtibia, pegajosa, que lo penetraba todo, como un unto,haciendo más exasperante aún la continua picada dezancudos, mosquitos, insectos sin nombre, dueñosdel aire en espera de los anofeles que llegarían conel crepúsculo. Un sapo que cayó sobre mi frente medejó, luego del sobresalto, una casi deleitosa sensa-ción de frescor. De no saber que se trataba de unsapo, lo hubiera tenido preso en el hueco de la mano,para aliviarme las sienes con su frialdad. Ahoraeran pequeñas arañas rojas las que se desprendíande lo alto sobre la canoa. Y eran millares de telara-ñas las que se abrían en todas partes, a ras del agua,entre las ramas más bajas. A cada embate de la cu-riara, las bordas se llenaban de aquellos escarzosgrisáceos, enredados de avispas secas, restos de éli-tros, antenas, carapachos a medio chupar. Los hom-bres estaban sucios, pringosos; las camisas ensombre-cidas desde adentro por el sudor, habían recibidoescupitajos de barro, resinas, savias; las caras teníanya el color ceroso, de mal asoleamiento, de los sem-blantes de la selva. Cuando desembocamos en un pe-queño estanque inverno, que moría al pie de una lajaamarilla, me sentí como preso, apretado por todaspartes. El Adelantado me llamó a poca distanciade donde habían atracado las canoas, para hacermemirar una cosa horrenda: un caimán muerto, decarnes putrefactas, debajo de cuyo cuero se metían,por enjambres, las moscas verdes. Era tal el zum-

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bido que dentro de la carroña resonaba, que, pormomentos, alcanzaba una afinación de queja dulzo-na, como si alguien —una mujer llorosa, tal vez—gimiera por las fauces del saurio. Huí de lo atroz,buscando el calor de mi amante. Tenía miedo. Lassombras se cerraban ya en un crepúsculo prematuro,y apenas hubimos organizado un campamento some-ro, fue la noche. Cada cual se aisló en el ámbitoacunado de su hamaca. Y el croar de enormes ranasinvadió la selva. Las tinieblas se estremecían de sus-tos y deslizamientos. Alguien, no se sabía dónde,empezó a probar la embocadura de un oboe. Un co-bre grotesco rompió a reír en el fondo de un caño.Mil flautas de dos notas, distintamente afinadas, serespondieron a través de las frondas. Y fueron pei-nes de metal, sierras que mordían leños, lengüetasde harmónicas, tremulantes y rasca-rasca de grillos,que parecían cubrir la tierra entera. Hubo como gri-tos de pavo real, borborigmos errantes, silbidos quesubían y bajaban, cosas que pasaban debajo de noso-tros, pegadas al suelo; cosas que se zambullían, mar-tillaban, crujían, aullaban como niños, relinchabanen la cima de los árboles, agitaban cencerros en elfondo de un hoyo. Estaba aturdido, asustado, febril.Las fatigas de la jornada, la expectación nerviosa,me habían extenuado. Cuando el sueño venció el te-mor a las amenazas que me rodeaban, estaba apunto de capitular —de clamar mi miedo—, para oírvoces de hombres.

XX

(Martes, 19 de junio)

Cuando fue la luz otra vez, comprendí quehabía pasado la Primera Prueba. Las sombras se ha

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bían llevado los temores de la víspera. Al lavarme elpecho y la cara en un remanso del caño, junto a Rosa-rio que limpiaba con arena los enseres de mi desayu-no, me pareció que compartía en esta hora, con losmillares de hombres que vivían en las inexploradascabeceras de los Grandes Ríos, la primordial sensa-ción de belleza, de belleza físicamente percibida, go-zada igualmente por el cuerpo y el entendimiento,que nace de cada renacer de sol —belleza cuya con-ciencia, en tales lejanías, se transforma para el hom-bre en orgullo de proclamarse dueño del mundo,supremo usufructuario de la creación. El amanecerde la selva es mucho menos hermoso, si en colorespensamos, que el crepúsculo. Sobre un suelo queexhala una humedad milenaria, sobre el agua quedivide las tierras, sobre una vegetación que se en-vuelve en neblinas, el amanecer se insinúa con gri-sallas de lluvia, en una claridad indecisa que nuncaparece augurar un día despejado. Habrá que espe-rar varias horas antes de que el sol, alto ya, liberadopor las copas, pueda arrojar un rayo de franca luzpor sobre las infinitas arboledas. Y, sin embargo,el amanecer de la selva renueva siempre el júbiloentrañado, atávico, llevado en venas propias, de an-cestros que, durante milenios, vieron en cada ma-drugada el término en sus espantos nocturnos, elretroceso de los rugidos, el despeje de las sombras,la confusión de los espectros, el deslinde de lo ma-lévolo. Con el inicio de la jornada, siento como unanecesidad de excusarme ante Rosario por las pocasoportunidades de estar solos que nos ofrece esta fasedel viaje. Ella se echa a reír, canturreando algo quedebe ser un romancillo: Yo soy la recién casada —que lloraba sin cesar — de verme tan mal casa-da — sin poderlo remediar. Y aún sonaban sus co-plas maliciosas, llenas de alusiones a la continencia

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que el viaje nos imponía, cuando ya, bogando otravez, desembocamos a un caño ancho que se interna-ba en lo que el Adelantado me anunció como la sel-va verdadera. Como el agua, salida de su cauce, ane-gaba inmensas porciones de tierra, ciertos árbolesretorcidos, de lianas hundidas en el légamo, teníanalgo de naves ancladas, en tanto que otros troncos,de un rojo dorado, se alargaban en espejismos deprofundidad, y los de antiquísimas selvas muertas,blanquecinos, más mármol que madera, emergíancomo los obeliscos cimeros de una ciudad abismada.Detrás de los sujetos identificables, de los moricha-les, de los bambúes, de los anónimos sarmientosorilleros, era la vegetación feraz, entretejida, traba-da en intríngulis de bejucos, de matas, de enredade-ras, de garfios, de matapalos, que, a veces, rompíaa empellones el pardo cuero de una danta, en buscade un caño donde refrescar la trompa. Centenaresde garzas, empinadas en sus patas, hundiendo el cue-llo entre las alas, estiraban el pico a la vera de loslagunatos, cuando no redondeaba la giba algún gar-zón malhumorado, caído del cielo. De pronto, unaempinada ramazón se tornasolaba en el alborozo deun graznante vuelo de guacamayos, que arrojabanpinceladas violentas sobre la acre sombra de abajo,donde las especies estaban empeñadas en una mile-naria lucha por treparse unas sobre otras, ascender,salir a la luz, alcanzar el sol. El desmedido estira-miento de ciertas palmeras escuálidas, el despuntede ciertas maderas que sólo lograban asomar unahoja, arriba, luego de haber sorbido la savia de va-rios troncos, eran fases diversas de una batalla ver-tical de cada instante, dominada señeramente porlos árboles más grandes que yo hubiera visto jamás.Arboles que dejaban muy abajo, como gente ras-treante, a las plantas más espigadas por las penum-

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bras, y se abrían en cielo despejado, por encima detoda lucha, armando con sus ramas unos boscajesaéreos, irreales, como suspendidos en el espacio, delos que colgaban musgos transparentes, semejantesa encajes lacerados. A veces, luego de varios siglosde vida, uno de esos árboles perdía las hojas, seca-ba sus líquenes, apagaba sus orquídeas. Las maderasle encanecían, tomando consistencia de granito rosay quedaba erguido, con su ramazón monumental ensilenciosa desnudez, revelando las leyes de una ar-quitectura casi mineral, que tenía simetrías, ritmos,equilibrios, de cristalizaciones. Chorreado por laslluvias, inmóvil en las tempestades, permanecía allí,durante algunos siglos más, hasta que, un buen día,el rayo acababa de derribarlo sobre el deleznablemundo de abajo. Entonces, el coloso, nunca salidode la prehistoria, acababa por desplomarse, aullan-do por todas las astillas, arrojando palos a los cua-tro vientos, rajado en dos, lleno de carbón y de fue-go celestial, para mejor romper y quemar todo loque estaba a sus pies. Cien árboles perecían en sucaída, aplastados, derribados, desgajados, tirando delianas que, al reventar, se disparaban hacia el cielocomo cuerdas de arcos. Y acababa por yacer sobreel humus milenario de la selva, sacando de la tie-rra unas raíces tan intrincadas y vastas que dos ca-ños, siempre ajenos, se veían unidos, de pronto, porla extracción de aquellos arados profundos que sa-lían de sus tinieblas destrozando nidos de termes,abriendo cráteres a los que acudían corriendo, conla lengua melosa y los garfios de fuera, los lamedo-dores de hormigas.

Lo que más me asombraba era el inacabablemimetismo de la naturaleza virgen. Aquí todo parecíaotra cosa, creándose un mundo de apariencias queocultaba la realidad, poniendo muchas verdades en

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entredicho. Los caimanes que acechaban en los bajosfondos de la selva anegada, inmóviles, con las fau-ces en espera, parecían maderos podridos, vestidosde escaramujos; los bejucos parecían reptiles y lasserpientes parecían lianas, cuando sus pieles no te-nían nervaduras de maderas preciosas, ojos de alade falena, escamas de ananá o anillas de coral; lasplantas acuáticas se apretaban en alfombra tupida,escondiendo el agua que les corría debajo, fingién-dose vegetación de tierra muy firme: las cortezascaídas cobraban muy pronto una consistencia de lau-rel en salmuera, y los hongos eran como coladas decobre, como espolvoreos de azufre, junto a la false-dad de un camaleón demasiado rama, demasiadolapizlázuli, demasiado plomo estriado de un amarillointenso, simulación, ahora, de salpicaduras de solcaídas a través de hojas que nunca dejaban pasarel sol entero. La selva era el mundo de la mentira,de la trampa y del falso semblante; allí todo eradisfraz, estratagema, juego de apariencias, metamor-fosis. Mundo del lagarto-cohombro, la castaña-erizo,la crisálida-ciempiés, la larva con carne de zanaho-ria y el pez eléctrico que fulminaba desde el poso delas linazas. Al pasar cerca de las orillas, las penum-bras logradas por varias techumbres vegetales arro-jaban vaharadas de frescor hasta las curiaras. Bas-taba detenerse unos segundos para que este aliviose transformara en un intolerable hervor de insec-tos. En todas partes parecía haber flores; pero loscolores de las flores eran mentidos, casi siempre, porla vida de hojas en distinto grado de madurez o de-crepitud. Parecía haber frutos; pero la redondez, lamadurez de las frutas, eran mentidas por bulbos su-dorosos, terciopelos hediondos, vulvas de plantas in-sectívoras que eran como pensamientos rociados de

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almíbares, cactáceas moteadas que alzaban, a un pal-mo de la tierra, un tulipán de esperma azafranada.Y cuando aparecía una orquídea, allá, muy alto, másarriba del bambusal, más arriba de los yopos, sehacía algo tan irreal, tan inalcanzable, como el másvertiginoso edelweis alpestre. Pero también estabanlos árboles que no eran verdes, y jalonaban las ori-llas de macizos de amaranto o se encendían conamarillos de zarza ardiente. Hasta el cielo mentíaa veces, cuando, invirtiendo su altura en el azoguede los lagunatos, se hundía en profundidades celes-temente abisales. Sólo las aves estaban en hora deverdad, dentro de la clara identidad de sus plumajes.No mentían las garzas cuando inventaban la interro-gación con el arco del cuello, ni cuando, al grito delgarzón vigilante, levantaban su espanto de plumasblancas. No mentía el martín pescador de gorro en-carnado, tan frágil y pequeño en aquel universo te-rrible, que su sola presencia, junto a la prodigiosavibración del colibrí, era cosa de milagro. Tampocomentían, en el eterno barajarse de las aparienciasy los simulacros, en esa barroca proliferación delianas, los alegres monos araguatos que, de repente,escandalizaban las frondas con sus travesuras, inde-cencias y carantoñas de grandes niños de cinco ma-nos. Y encima de todo, como si lo asombroso deabajo fuera poco, yo descubría un nuevo mundo denubes: esas nubes tan distintas, tan propias, tan ol-vidadas por los hombres, que todavía se amasan so-bre la humedad de las inmensas selvas, ricas enagua como los primeros capítulos del Génesis; nu-bes hechas como de un mármol desgastado, rectasen su base, y que se dibujaban hasta tremendas altu-ras, inmóviles, monumentales, con formas que eranlas de la materia en que empieza a redondearse la

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forma de un ánfora a poco de girar el torno delalfarero. Esas nubes, rara vez enlazadas entre sí, es-taban detenidas en el espacio, como edificadas enel cielo, semejantes a sí mismas, desde los tiemposinmemoriales en que presidieran la separación delas aguas y el misterio de las primeras confluencias.

XXI

(Tarde del martes)

Aprovechándose de que nos hubiésemos dete-nido a mediodía, en una ensenada boscosa, para daralgún descanso a los remeros y desentumecer las pier-nas, Yannes se alejó de nosotros con el ánimo de reco-nocer el lecho de un torrente que, según él, debeacaudalar diamantes. Pero hace ya dos horas que lollamamos a gritos, sin hallar más respuesta que eleco de nuestras voces en las vueltas del cauce fan-goso. En el creciente enojo de la espera, fray Pedrovapulea a los que se dejan cegar por la fiebre de laspiedras y del metal precioso. Oigo sus palabras concierto malestar, pensando que el Adelantado —aquien se atribuye el hallazgo de un yacimiento fabu-loso— acabará por ofenderse. Pero el hombre son-ríe bajo sus cejas enmarañadas, y pregunta socarro-namente al misionero por qué relumbran tanto eloro y la pedrería en las custodias de Roma. «Por-que justo es —responde fray Pedro— que las máshermosas materias de la Creación sirvan para hon-rar a quien las creó.» Luego, para demostrarme quesi pide pompas para el ara exige humildad al ofi-ciante, la emprende acremente con los párrocosmundanos, a los que califica de nuevos vendedores

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de indulgencias, rumiantes de nunciaturas y tenoresdel pulpito. «La eterna rivalidad entre la infanteríay la caballería», exclama el Adelantado, riendo, Esevidente —pienso yo— que cierto clero urbano debeparecer singularmente ocioso, por no decir tarado, aun ermitaño con cuarenta años de apostolado en laselva; y queriendo serle grato me doy a apoyar susdecires con ejemplos de sacerdotes indignos y mer-caderes del templo. Pero fray Pedro me corta la pa-labra con tono abrupto: «Para hablar de los malos,hay que saber de los otros.» Y comienza a contar-me de gente para mí desconocida; de padres despe-dazados por los indios del Marañón; de un beatoDiego bárbaramente torturado por el último Inca;de un Juan de Lizardi, traspasado por las saetasparaguayas, y de cuarenta frailes degollados por unpirata hereje, a quien la Doctora de Avila, en estáti-ca visión, viera llegar al cielo, a paso de carga, asus-tando a los ángeles con sus terribles caras de san-tos. A todo esto se refiere como si hubiese sucedidoayer; como si tuviera el poder de andarse por el tiem-po al derecho y al revés. «Tal vez porque su misiónse cumple en un paisaje sin fechas», me digo. Peroahora se percata fray Pedro de que el sol se ocultatras de los árboles, e interrumpe su hagiografía mi-sionera para llamar a Yannes, nuevamente, en unagrita conminatoria que no excluye el epíteto dearrieros buscando una bestia huida. Y cuando reapa-rece el griego, son tales los bastonazos que pega elfraile en una laja que, en el acto, nos vemos acu-rrucados en las curiaras. Al reanudarse la navega-ción, comprendo la causa del enojo de fray Pedroante la demora del minero. Ahora el caño se estrechacada vez más entre riberas inabordables que soncomo acantilados negros, anunciadores de paisajesdistintos. Y, de pronto, la corriente nos arroja a toda

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la anchura de un río amarillo que desciende, ator-mentado de raudales y remolinos, hacia el Río Ma-yor, en cuyo costado habrá de prenderse, lleván-dole el caudal de torrentes de toda una vertientede las Grandes Mesetas. El empuje del agua se acre-ce hoy, peligrosamente, con el peso de lluvias caí-das en alguna parte. Tomando el oficio de baquea-no, fray Pedro, con un pie afianzado en cada borde,va arrumbando las canoas con el bastón. Pero laresistencia es tremenda y la noche se nos viene en-cima sin que hayamos salido de lo más trabado dela lucha. De pronto, hay turbamulta en el cielo: bajaun viento frío que levanta tremendas olas, los ár-boles sueltan torbellinos de hojas muertas, se pintauna manga de aire, y, sobre la selva bramante, esta-lla la tormenta. Todo se enciende en verde. El rayoamartilla con tal seguimiento que no termina unacentella de alumbrar el horizonte cuando ya otra sele desprende enfrente, abriéndose en garfios que sehunden tras de montes nuevamente reaparecidos. Laparpadeante claridad que viene de atrás, de adelante,de los lados, deslindada a veces por la tenebrosasilueta de islas cuyas marañas de árboles se yer-guen sobre las aguas bullentes —esa luz de cataclis-mo, de lluvia de aerolitos, me produce un repentinoespanto, al mostrarme la cercanía de los obstáculos,la furia de las corrientes, la pluralidad de los peli-gros. No hay salvación posible para quien caiga enel tumulto que golpea, levanta, zarandea, nuestrabarca. Perdida toda razón, incapaz de sobreponer-me al miedo, me abrazó de Rosario, buscando el ca-lor de su cuerpo, no ya con gesto de amante, sinode niño que se cuelga del cuello de su madre, y medejo yacer en el piso de la curiara, metiendo el ros-tro en su cabellera, para no ver lo que ocurre y es-capar, en ella, al furor que nos circunda. Pero di-

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fícil es olvidarlo, con el medio palmo de agua tibiaque empieza a chapotear, dentro de la misma canoa,de proa a popa. Dominando apenas el equilibrio delas embarcaciones, vamos de raudal en raudal, pi-cando de proa en los pailones, montando sobre peñasredondas, saltando adelante, sesgándonos de modovertiginoso para agarrar un rápido de medio lado,siempre en el borde del vuelco, rodeados de espuma,sobre estas maderas torturadas que chillan por todala quilla. Y para colmo empieza a llover. Acrece mihorror, ahora, la visión del capuchino, de barbas di-bujadas en negro sobre los relámpagos, que ya nodirige la embarcación, sino reza. Con los dientesapretados, reguardando mi cabeza como se resguar-da el cráneo del hijo nacido en un trance peligroso,Rosario parece de una sorprendente entereza. Debruces en el suelo, el Adelantado agarra a nuestrosindios por sus cinturones, para impedir que un em-bate los arroje al agua, y puedan seguir defendién-donos con sus remos. Prosigue la terrible lucha du-rante un tiempo que mi angustia hace inacabable.Comprendo que el peligro ha pasado cuando fray Pe-dro vuelve a pararse en la proa, afincando los piesen las bordas. La tormenta se lleva sus últimos ra-yos, tan pronto como los trajo, cerrando la treme-bunda sinfonía de sus iras con el acorde de un true-no muy rodado y prolongado, y la noche se llenade ranas que cantan su júbilo en todas las orillas.Desarrugando el lomo, el río sigue su camino haciael Océano remoto. Agotado por la tensión nerviosa,me duermo sobre el pecho de Rosario. Pero en se-guida descansa la canoa en varadero de arena, y alsaberme nuevamente sobre la tierra segura, a la quesalta fray Pedro con un: «¡Gracias a Dios!», com-prendo que ha pasado la Segunda Prueba.

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XXII

(Miércoles, 20 de junio)

Después de un sueño de muchas horas, aga-rré un cántaro y bebí largamente de su agua. Al dejarlode lado, viendo que quedaba al nivel de mi cara, com-prendí, aún mal despierto, que me hallaba en elsuelo, acostado sobre una estera de paja muy delga-da. Olía a humo de leña. Había un techo sobre mí.Recordé entonces el desembarco de una ensenada;la caminata hacia la aldea de los indios; la sensa-ción de agotamiento y de resfrío que llevara al Ade-lantado a hacerme tragar varios sorbos de un aguar-diente tremendamente fuerte —del que aquí llamanestómago de fuego—, que sólo probaba a modo deremedio. Detrás de mí, amasando el casabe, había va-rias indias de pecho desnudo, con el sexo apenasoculto por un guayuco blanco, sujeto a la cinturacon un cordón pasado entre las nalgas. De las pare-des de hojas de moriche colgaban arcos y flechas depesca y de caza, cerbatanas, carcajes de dardos en-venenados, taparas de curare, y unas paletas de for-ma de espejo de mano que servían —lo sabría des-pués— para la maceración de una semilla dispensa-dora de embriaguez, cuyos polvos se aspiraban porcanutos hechos con esternones de pájaros. Frente ala entrada, entre ramas aspadas, tres anchos pecesrojiviolados se tostaban sobre un lecho de brasas.Nuestras hamacas, puestas a secar, me recordaronpor qué habíamos dormido en el suelo. Con el cuer-po algo adolorido salí de la churuata, miré, y medetuve estupefacto, con la boca llena de exclamacio-nes que nada podían por librarme de mi asombro.Allá, detrás de los árboles gigantescos, se alzabanunas moles de roca negra, enormes, macizas, de flan-

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eos verticales, como tiradas a plomada, que eranpresencia y verdad de monumentos fabulosos. Teníami memoria que irse al mundo del Bosco, a las Ba-beles imaginarias de los pintores de lo fantástico, delos más alucinados ilustradores de tentaciones desantos, para hallar algo semejante a lo que estabacontemplando. Y aun cuando encontraba una ana-logía, tenía que renunciar a ella, al punto, por unacuestión de proporciones. Esto que miraba era algocomo una titánica ciudad —ciudad de edificacionesmúltiples y espaciadas—, con escaleras ciclópeas,mausoleos metidos en las nubes, explanadas inmen-sas dominadas por extrañas fortalezas de obsidiana,sin almenas ni troneras, que parecían estar ahí paradefender la entrada de algún reino prohibido al hom-bre. Y allá, sobre aquel fondo de cirros, se afirma-ba la Capital de las Formas: una increíble catedralgótica, de una milla de alto, con sus dos torres, sunave, su ábside y sus arbotantes, montada sobre unpeñón cónico hecho de una materia extraña, con som-brías irisaciones de hulla. Los campanarios eran ba-rridos por nieblas espesas que se atorbellinaban alser rotas por los hilos del granito. En las proporcio-nes de esas Formas rematadas por vertiginosas te-rrazas, flanqueadas con tuberías de órgano, habíaalgo tan fuera de lo real —morada de dioses, tronosy graderíos destinados a la celebración de algún Jui-cio Final— que el ánimo, pasmado, no buscaba lamenor interpretación de aquella desconcertante ar-quitectura telúrica, aceptando sin razonar su bellezavertical e inexorable. El sol, ahora, ponía reflejos demercurio sobre el imposible templo más colgado delcielo que encajado en la tierra. En planos de evanes-cencias, que se definían por el mayor o menor en-sombramiento de sus valores, se divisaban otras For-mas, de la misma familia geológica, de cuyos bordes

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se descolgaban cascadas de cien rebotes, que acaba-ban por quebrarse en lluvia antes de llegar a las co-pas de los árboles. Casi agobiado por tal grandeza,me resigné, al cabo de un momento, a bajar losojos al nivel de mi estatura. Varias chozas orillabanun remanso de aguas negras. Un niño se me acercó,mal parado sobre sus piernas inseguras, mostrán-dome una diminuta pulsera de peonías. Allá, dondecorrían grandes aves negras, de pico anaranjado, apa-recieron varios indios, trayendo pescados ensartadosen un palo por las agallas. Más lejos, con los crioscolgados de los pezones, algunas madres tejían. Alpíe de un árbol grande, Rosario, rodeada de ancia-nas que machacaban tubérculos lechosos, lavaba ro-pas mías. En su manera de arrodillarse junto alagua, con el pelo suelto y el hueso de restregar enla mano, recobraba una silueta ancestral que la po-nía mucho más cerca de las mujeres de aquí que delas que hubieran contribuido con su sangre, en ge-neraciones pasadas, a aclarar su tez. Comprendí porqué la que era ahora mi amante me había dado unatal impresión de raza, el día que la viera regresar dela muerte a la orilla de un alto camino. Su misterioera emanación de un mundo remoto, cuya luz y cuyotiempo no me eran conocidos. En torno mío cadacual estaba entregado a las ocupaciones que le fue-ran propios, en un apacible concierto de tareas queeran las de una vida sometida a los ritmos primor-diales. Aquellos indios que yo siempre había visto através de relatos más o menos fantasiosos, conside-rándolos como seres situados al margen de la exis-tencia real del hombre, me resultaban, en su ámbito,en su medio, absolutamente dueños de su cultura.Nada era más ajeno a su realidad que el absurdo con-cepto del salvaje. La evidencia de que desconocíancosas que eran para mí esenciales y necesarias, esta-

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ba muy lejos de vestirlos de primitivismo. La sobe-rana precisión con que éste flechaba peces en el re-manso, la prestancia de coreógrafo con que el otroembocaba la cerbatana, la concertada técnica deaguel grupo que iba recubriendo de fibras el made-ramen de una casa común, me revelaban la presen-cia de un ser humano llegado a maestro en la tota-lidad de oficios propiciados por el teatro de su exis-tencia. Bajo la autoridad de un viejo tan arrugadoque ya no le quedaba carne lisa, los mozos se ejer-citaban con severa disciplina en el manejo del arco.Los varones movían potentes dorsales, esculpidos porlos remos; las mujeres tenían vientres hechos parala maternidad, con fuertes caderas que enmarcabanun pubis ancho y alzado. Había perfiles de una sin-gular nobleza, por lo aguileño de las narices y laespesura de las cabelleras. Por lo demás, el desa-rrollo de los cuerpos estaba cumplido en función deutilidad. Los dedos, instrumentos para asir, eran fuer-tes y ásperos; las piernas, instrumentos para andar,eran de sólidos tobillos. Cada cual llevaba su esque-leto dentro, envuelto en carnes eficientes. Por lomenos, aquí no había oficios inútiles, como los queyo hubiera desempeñado durante tantos años. Pen-sando en esto me dirigía hacia donde estaba Rosa-rio, cuando el Adelantado apareció en la puerta deuna choza, llamándome con jubilosas exclamaciones.Acababa de dar con lo que yo buscaba en este viaje:con el objeto y término de mi misión. Allí, en elsuelo, junto a una suerte de anafre, estaban los ins-trumentos musicales cuya colección me hubiera sidoencomendada al comienzo del mes. Con la emocióndel peregrino que alcanza la reliquia por la que hu-biera recorrido a pie veinte países extraños, puse lamano sobre el cilindro ornamentado al fuego, conempuñadura en forma de cruz, que señalaba el paso

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del bastón de ritmo al más primitivo de los tambo-res. Vi luego la maraca ritual, atravesada por unarama emplumada, las trompas de cuerno de venado,las sonajeras de adornos y el botuto de barro parallamar a los pescadores extraviados en los pantanos.Ahí estaban los juegos de caramillos, en su condiciónprimordial de antepasados del órgano. Y ahí estaba,sobre todo, dotada de la cierta gravedad desagrada-ble que reviste todo aquello que de cerca toca a lamuerte, la jarra de sonido bronco y siniestro, conalgo ya de resonancia de sepultura, con sus dos ca-ñas encajadas en los costados, tal cual estaba re-presentada en el libro que la describiera por vezprimera. Al concluir los trueques que me pusieronen posesión de aquel arsenal de cosas creadas por elmás noble instinto del hombre, me pareció que en-traba en un nuevo ciclo de mi existencia. La misiónestaba cumplida. En quince días justos había alcan-zado mi objeto de modo realmente laudable, y, or-gulloso de ello, palpaba deleitosamente los trofeosdel deber cumplido. El rescate de la jarra sonora—pieza magnífica—, era el primer acto excepcional,memorable, que se hubiera inscrito hasta ahora enmi existencia. El objeto crecía en mi propia estima-ción, ligado a mi destino, aboliendo, en aquel instan-te, la distancia que me separaba de quien me habíaconfiado esta tarea, y tal vez pensaba en mí ahora,sopesando algún instrumento primitivo con gesto pa-recido al mío. Permanecí en silencio durante un tiem-po que el contento interior liberó de toda medida.Cuando regresé a la idea de transcurso, con despe-rezo de durmiente que abre los ojos, me pareció quealgo, dentro de mí, había madurado enormemente,manifestándose bajo la forma singular de un grancontrapunto de Palestrina, que resonaba en mi ca-beza con la presente majestad de todas sus voces.

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Al salir de la choza en busca de lianas paraatar, observé que un alboroto inhabitual había roto elritmo de las faenas de la aldea. Fray Pedro se movíacon ligereza de danzante, entrando y saliendo de lachuruata, seguido de Rosario, en medio de un corrode indias que gorjeaban. Frente a la entrada habíadispuesto, sobre una mesa de ramas tornapuntadas,un mantel de encajes, muy roto, remendado con hi-los de distintos grosores, entre dos jicaras rebosantesde flores amarillas. En medio, plantó la cruz de ma-dera negra que le colgaba del cuello. Luego, de unmaletín de cuero pardo, muy raído, que siempre lle-vaba consigo, sacó los ornamentos y objetos litúrgi-cos —algunos muy mellados—, mordidos por negrasherrumbres, a los que frotaba con el vuelo de lasmangas antes de disponerlos sobre el altar. Yo veíacon creciente sorpresa cómo el Cáliz y la Hostia sedibujaban sobre la Piedra de Ara; cómo el Purifi-cador se abría sobre el Cáliz, y el Corporal se situa-ba entre las dos luminarias rituales. Todo aquello,en semejante lugar, me parecía a la vez absurdo ysobrecogedor. Sabiendo que el Adelantado se las dabade espíritu fuerte, le interrogué con la mirada. Comosi se tratara de una cosa distinta, que poco tuvieraque ver con la religión, me habló de una misa pro-metida en acción de gracias durante la tempestadde la noche anterior. Se acercó al altar, ante el cualse encontraba Rosario. Yannes, que debía ser hom-bre de iconos, pasó a mi lado mascullando algo acer-ca de que Cristo era uno solo. Los indios, a ciertadistancia, miraban. El jefe de la Aldea, a medio ca-mino, observaba una actitud respetuosa —todo arru-gado en medio de sus collares de colmillos—. Lasmadres acallaban los chillidos de sus crios. Fray Pe-dro se volvió hacia mí: «Hijo, estos indios rehusanel bautismo; no quisiera que te vieran indiferente. Si

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no quieres hacerlo por Dios, hazlo por mí.» Y ape-lando a la más universal de las dudas, añadió, conacento más áspero: «Recuerda que tú estabas en lasmismas barcas y también tuviste miedo.» Hubo unlargo silencio. Luego: In nomine Patris, et Filie etSpiritus Sancti. Amén. Una dolorosa sequedad se hizoen mi garganta. Aquellas palabras inmutables, secu-lares, cobraban una portentosa solemnidad en mediode la selva —como brotadas de los subterráneos dela cristiandad primera, de las hermandades del co-mienzo—, hallando nuevamente, bajo estos árbolesjamás talados, una función heroica anterior a loshimnos entonados en las naves de las catedralestriunfantes, anterior a los campanarios enhiestos enla luz del día. Sane tus, Sanctus, Sane tus, DominusDeus Sabaoth... Troncos eran las columnas que aquíhacían sombra. Sobre nuestras cabezas pesaban fo-llajes llenos de peligros. Y en torno nuestro estabanlos gentiles, los adoradores de ídolos, contemplandoel misterio desde su nartex de lianas. Yo me habíadivertido, ayer, en figurarme que éramos Conquista-dores en busca de Manoa. Pero de súbito me des-lumhra la revelación de que ninguna diferencia hayentre esta misa y las misas que escucharon los Con-quistadores del Dorado en semejantes lejanías. Eltiempo ha retrocedido cuatro siglos. Esta es misa deDescubridores, recién arribados a orillas sin nombre,que plantan los signos de su migración solar haciael Oeste, ante el asombro de los Hombres del Maíz.Aquellos dos —el Adelantado y Yannes— que estánarrodillados a ambos lados del altar, flacos, renegri-dos, uno con cara de labriego extremeño, otro conperfil de algebrista recién asentado en los Librosde la Casa de la Contratación, son soldados de laConquista, hechos a la cecina y a lo rancio, curtidospor las fiebres, mordidos de alimañas, orando con

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estampa de donadores, junto al morrión dejado en-tres las yerbas de acres savias. Miserere nostri, Dómi-ne, miserere nostri. Fiat misericordia —salmiza elcapellán de la Entrada, con acento que detiene eltiempo—. Acaso transcurre el año 1540. Nuestras na-ves han sido azotadas por una tempestad y nos na-rra el monje ahora, a tenor de la sacra escritura,cómo fue hecho en el mar tan gran movimiento queel barco se cubría de las ondas; mas El dormía, yllegándose sus discípulos le despertaron diciendo:Señor, sálvanos que perecemos; y El les dice: ¿Porqué teméis, hombres de poca fe?, y entonces, levan-tándose, reprendió a los vientos y a la mar y fuegrande bonanza. Acaso transcurre el año 1540. Perono es cierto. Los años se restan, se diluyen, se es-fuman, en vertiginoso retroceso del tiempo. No he-mos entrado aún en el siglo xvi. Vivimos mucho an-tes. Estamos en la Edad Media. Porque no es elhombre renacentista quien realiza el Descubrimien-to y la Conquista, sino el hombre medieval. Los en-listados en la magna empresa no salen del ViejoMundo por puertas de columnas tomadas al Palladio,sino pasando bajo el arco románico, cuya memoriallevaron consigo al edificar sus primeros templos delotro lado del Mar Océano, sobre el sangrante basa-mento de los teocalli. La cruz románica, vestida detenazas, clavos y lanzas, fue la elegida para pelearcon los que usaban parecidos enseres de holocaustoen sus sacrificios. Medievales son los juegos de dia-blos, paseos de tarascas, danzas de Pares de Francia,romances de Carlomagno, que tan fielmente perdu-ran en tantas ciudades que hemos atravesado recien-temente. Y me percato ahora de esta verdad asom-brosa: desde la tarde del Corpus en Santiago de losAguinaldos, vivo en la temprana Edad Media. Puedepertenecer a otro calendario un objeto, una prenda

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de vestir, un remedio. Pero el ritmo de vida, los mo-dos de navegación, el candil y la olla, el alargamien-to de las horas, las funciones trascendentales delCaballo y del Perro, el modo de reverenciar a losSantos, son medievales —medievales como las pros-titutas que viajan de parroquia a parroquia en díasde feria, como los patriarcas bragados, orgullosos enreconocer cuarenta hijos de distintas madres que lespiden la bendición al paso—. Comprendo ahora quehe convivido con los burgueses de buen trago, siem-pre prestos a catar la carne de alguna moza del ser-vicio, cuya vida jocunda me hiciera soñar tantas ve-ces en los museos; he trinchado los lechoncillos detetas chamuscadas, de sus mesas, y he compartidola desmedida afición por las especias que les hicie-ron buscar los nuevos caminos de Indias. En ciencuadros había conocido yo sus casas de toscas bal-dosas rojas, sus cocinas enormes, sus portones cla-veteados. Conocía esos hábitos de llevar el dineroprendido del cinturón, de bailar danzas de parejasuelta, de preferir los instrumentos de plectro, deechar los gallos a pelear, de armar grandes borra-cheras en torno a un asado. Conocía a los ciegos ybaldados de sus calles; los emplastos, solimanes ybálsamos curanderos con que aliviaban sus dolores.Pero los conocía a través del barniz de las pinacote-cas, como testimonio de un pasado muerto, sin re-cuperación posible. Y he aquí que ese pasado, desúbito, se hace presente. Que lo palpo y aspiro. Quevislumbro ahora la estupefaciente posibilidad de via-jar en el tiempo, como otros viajan en el espacio...líe misa est, Benedicamos Dómino, Dea Grafías. Ha-bía concluido la misa, y con ella el Medioevo. Perolas fechas seguían perdiendo guarismos. En fuga de-saforada, los años se vaciaban, destranscurrían, seborraban, rellenando calendarios, devolviendo lunas.

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pasando de los siglos de tres cifras al siglo de losnúmeros. Perdió el Graal su relumbre, cayeron losclavos de la cruz, los mercaderes volvieron al tem-plo, borróse la estrella de la Natividad, y fue el AñoCero, en que regresó al cielo el Ángel de la Anuncia-ción. Y tornaron a crecer las fechas del otro ladodel Año Cero —fechas de dos, de tres, de cinco ci-fras—, hasta que alcanzamos el tiempo en que elhombre, cansado de errar sobre la tierra, inventó laagricultura al fijar sus primeras aldeas en las orillasde los ríos, y, necesitado de mayor música, pasó delbastón de ritmo al tambor que era un cilindro demadera ornamentado al fuego, inventó el órgano alsoplar en una caña hueca, y lloró a sus muertos ha-ciendo bramar un ánfora de barro. Estamos en laEra Paleolítica. Quienes dictan leyes aquí, quienestienen derecho de vida y muerte sobre nosotros, quie-nes tienen el secreto de los alimentos y tósigos, quie-nes inventan las técnicas, son hombres que usan elcuchillo de piedra y el rascador de piedra, el anzue-lo de espina y el dardo de hueso. Somos intrusos,forasteros ignorantes —metecos de poca estadía—,en una ciudad que nace en el alba de la Historia.Si el fuego que ahora abanican las mujeres se apa-gara de pronto, seríamos incapaces de encenderlonuevamente por la sola diligencia de nuestras manos.

XXIII

(Jueves, 21 de junio)

Conozco el secreto del Adelantado. Ayer melo confió, junto al fuego, cuidando de que Yannes nopudiese oírnos. Hablan de sus hallazgos de oro; locreen rey de antiguos cimarrones, le atribuyen escla-

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vos; otros se imaginan que tiene varias mujeres enun selvático gineceo, y que sus solitarios viajes sedeben a la voluntad de que sus amantes no veanotros hombres. La verdad es mucho más hermosa.Cuando me fue revelada en pocas palabras, quedémaravillado por el vislumbre de una posibilidad ja-más imaginada —estoy seguro de ello— por hombrealguno de mi generación. Antes de dormirme en lanoche del colgadizo, donde el leve balanceo de nues-tras hamacas arranca un acompasado crujido a lascabuyeras, digo a Rosario, a través de los estambres,que proseguiremos el viaje durante algunos días.Y cuando temo encontrar alguna fatiga, algún de-saliento, o una pueril preocupación por regresar, meresponde un animoso consentimiento. A ella no im-porta adónde vamos, ni parece inquietarse porquehaya comarcas cercanas o remotas. Para Rosario noexiste la noción de estar lejos de algún lugar pres-tigioso, particularmente propicio a la plenitud de laexistencia. Para ella, que ha cruzado fronteras sindejar de hablar 'el mismo idioma y que jamás pensóen atravesar el Océano, el centro del mundo estádonde el sol, a mediodía, la alumbra desde arriba.Es mujer de tierra, y mientras se ande sobre la tierray se coma, y haya salud, y haya hombres a quien ser-vir de molde y medida con la recompensa de aquelloque llama «el gusto del cuerpo», se cumple un desti-no que más vale no andar analizando demasiado, por-que es regido por «cosas grandes», cuyo mecanismoes oscuro, y que, en todo caso, rebasan la capacidadde interpretación del ser humano. Por lo mis-mo, suele decir que «es malo pensar en ciertas co-sas». Ella se llama a sí misma Tu mujer, refirién-dose a ella en tercera persona: «Tu mujer se esta-ba durmiendo; Tu mujer te buscaba»... Y en esaconstante reiteración del posesivo encuentro como

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una solidez de concepto, una cabal definición de si-tuaciones, que nunca me diera la palabra esposa. Tumujer es afirmación anterior a todo contrato, a todosacramento. Tiene la verdad primera de esa matrizque los traductores mojigatos de la Biblia sustituyenpor entrañas, restando fragor a ciertos gritos profé-ticos. Además, esta definidora simplificación del tex-to es habitual en Rosario. Cuando alude a ciertasintimidades de su naturaleza que no debo ignorarcomo amante, emplea expresiones a la vez inequí-vocas y pudorosas que recuerdan las «costumbresde mujeres» invocadas por Raquel ante Labán. Todolo que pide Tu mujer esta noche es que yo la lleveconmigo adonde vaya. Agarra su hato y sigue al va-rón sin preguntar más. Muy poco sé de ella. No aca-bo de comprender si es desmemoriada o no quierehablar de su pasado. No oculta que vivió con otroshombres. Pero éstos marcaron etapas de su vida cuyosecreto defiende con dignidad —o tal vez porquecrea poco delicado dejarme suponer que algo ocurri-do antes de nuestro encuentro pueda tener algunaimportancia—. Este vivir en el presente, sin po-seer nada, sin arrastrar el ayer, sin pensar en el ma-ñana, me resulta asombroso. Y, sin embargo, es evi-dente que esa disposición de ánimo debe ensancharconsiderablemente las horas de sus tránsitos de sola sol. Habla de días que fueron muy largos y de díasque fueron muy breves, como si los días se sucedie-ran en tiempos distintos —tiempos de una sinfoníatelúrica que también tuviese sus andantes y adagios,entre jornadas llevadas en movimiento presto. Losorprendente es que —ahora que nunca me preocu-pa la hora— percibo a mi vez los distintos valoresde los lapsos, la dilatación de algunas mañanas, laparsimoniosa elaboración de un crepúsculo, atónitoante todo lo que cabe en ciertos tiempos de esta

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sinfonía que estamos leyendo al revés, de derechaa izquierda, contra la clave de sol, retrocediendo ha-cia los compases del Génesis. Porque, al atardecer,hemos caído en el habitat de un pueblo de culturamuy anterior a los hombres con los cuales convivi-mos ayer. Hemos salido del paleolítico —de las in-dustrias paralelas a las magdalenienses y aurigna-cienses, que tantas veces me hubieran detenido alborde de ciertas colecciones de enseres líticos conun «no va más» que me situaba al comienzo de lanoche de las edades—, para entrar en un ámbito quehacía retroceder los confines de la vida humana a lomás tenebroso de la noche de las edades. Esos in-dividuos con piernas y brazos que veo ahora, tan se-mejantes a mí; esas mujeres cuyos senos son ubresflaccidas que cuelgan sobre vientres hinchados; esosniños que se estiran y ovillan con gestos felinos;esas gentes que aún no han cobrado el pudor pri-mordial de ocultar los órganos de la generación, queestán desnudas sin saberlo, como Adán y Eva antesdel pecado, son hombres, sin embargo. No han pen-sado todavía en valerse de la energía de la semilla;no se han asentado, ni se imaginan el acto de sem-brar; andan delante de sí, sin rumbo, comiendo co-razones de palmeras, que van a disputar a los simios,allí arriba, colgándose de las techumbres de la sel-va. Cuando las aguas en creciente les aislan durantemeses en alguna región de entremos, y han peladolos árboles como termes, devoran larvas de avispa,triscan hormigas y liendres, escarban la tierra y tra-gan los gusanos y las lombrices que les caen bajolas uñas, antes de amasar la tierra con los dedos ycomerse la tierra misma. Apenas si conocen los re-cursos del fuego. Sus perros huidizos, con ojos dezorros y de lobos, son perros anteriores a los perros.

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Contemplo los semblantes sin sentido para mí, com-prendiendo la inutilidad de toda palabra, admitiendode antemano que ni siquiera podríamos hallarnos enla coincidencia de una gesticulación. El Adelantadome agarra por un brazo y me hace asomarme a unhueco fangoso, suerte de zahurda hedionda, llena dehuesos roídos, donde veo, erguirse las más horriblescosas que mis ojos hayan conocido: son como dos fe-tos vivientes, con barbas blancas, en cuyas bocas bel-fudas gimotea algo semejante al vagido de un reciénnacido; enanos arrugados, de vientres enormes, cu-biertos de venas azules como figuras de planchasanatómicas, que sonríen estúpidamente, con algo te-meroso y servil en la mirada, metiéndose los dedosentre los colmillos. Tal es el horror que me producenesos seres, que me vuelvo de espaldas a ellos, movido,a la vez, por la repulsión y el espanto. «Cautivos—me dice el Adelantado sarcástico—, cautivos de losotros que se tienen por la raza superior, única dueñalegítima de la selva.» Siento una suerte de vértigoante la posibilidad de otros escalafones de retroceso,al pensar que esas larvas humanas, de cuyas inglescuelga un sexo eréctil como el mío, no sean todavíalo último. Que puedan existir, en parte, cautivos deesos cautivos, erigidos a su vez en especie superior,predilecta y autorizada, que no sepan roer ya ni loshuesos dejados por sus perros, que disputen carro-ñas a los buitres, que aullen su celo, en las nochesdel celo, con aullidos de bestia. Nada común hayentre estos entes y yo. Nada. Tampoco tengo quever con sus amos, los tragadores de gusanos, los la-medores de tierra, que me rodean... Y, sin embargo,en medio de las hamacas apenas hamacas —cunasde lianas, más bien—, donde yacen y fornican y pro-crean, hay una forma de barro endurecida al sol:

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una especie de jarra sin asas, con dos hoyos abiertoslado a lado, en el borde superior, y un ombligo dibu-jado en la parte convexa con la presión de un dedoapoyado en la materia, cuando aún estuviese blanda.Esto es Dios. Más que Dios: es la Madre de Dios. Esla Madre, primordial de todas las religiones. El prin-cipio hembra, genésico, matriz, situado en el secretoprólogo de todas las teogonias. La Madre, de vientreabultado, vientre que es a la vez ubres, vaso y sexo,primera figura que modelaron los hombres, cuandode las manos naciera la posibilidad del Objeto. Teníaante mí a la Madre de los Dioses Niños, de los to-tems dados a los hombres para que fueran cobrandoel hábito de tratar a la divinidad, preparándose parael uso de los Dioses Mayores. La Madre, «solitaria,fuera del espacio y más aún del tiempo», de quienFausto pronunciara el sólo enunciado de Madre, pordos veces, con terror. Viendo ahora que las ancianasde pubis arrugado, los trepadores de árboles y lashembras empreñadas me miran, esbozo un torpegesto de reverencia hacia la vasija sagrada. Estoyen morada de hombres y debo respetar a sus Dio-ses... Pero he aquí que todos echan a correr. Detrásde mí, bajo un amasijo de hojas colgadas de ramasque sirven de techo, acaban de tender el cuerpo hin-chado y negro de un cazador mordido por un cró-ralo. Fray Pedro dice que ha muerto hace variashoras. Sin embargo, el Hechicero comienza a sacudiruna calabaza llena de gravilla —único instrumentoque conoce esta gente— para tratar de ahuyentara los mandatarios de la Muerte. Hay un silencioritual, preparador del ensalmo, que lleva la expecta-ción de los que esperan a su colmo. Y en la granselva que se llena de espantos nocturnos, surge laPalabra. Una palabra que es ya más que palabra.

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Una palabra que imita la voz de quien dice, y tam-bién la que se atribuye al espíritu que posee elcadáver. Una sale de la garganta del ensalmador;la otra, de su vientre. Una es grave y confusa comoun subterráneo hervor de lava; la otra, de timbremediano, es colérica y destemplada. Se alternan. Seresponden. Una increpa cuando la otra gime; la delvientre se hace sarcasmo cuando la que surge delgaznate parece apremiar. Hay como portamentos gu-turales, prolongados en aullidos; sílabas que, depronto, se repiten mucho, llegando a crear un ritmo;hay trinos de súbito cortados por cuatro notas queson el embrión de una melodía. Pero luego es elvibrar de la lengua entre los labios, el ronquidohacia adentro, el jadeo a contratiempo sobre la ma-raca. Es algo situado mucho más allá del lenguaje, yque, sin embargo, está muy lejos aún del canto. Algoque ignora la vocalización, pero es ya algo más quepalabra. A poco de prolongarse, resulta horrible, pa-vorosa, esa grita sobre el cadáver rodeado de perrosmudos. Ahora, el Hechicero se le encara, vocifera,golpea con los talones en el suelo, en lo más des-garrado de un furor imprecatorio que es ya la verdadprofunda de toda tragedia —intento primordial delucha contra las potencias de aniquilamiento que seatraviesan en los cálculos del hombre—. Trato demantenerme fuera de esto, de guardar distancias.Y, sin embargo, no puedo sustraerme a la horrendafascinación que esta ceremonia ejerce sobre mí...Ante la terquedad de la Muerte, que se niega a soltarsu presa, la Palabra, de pronto, se ablanda y desco-razona. En boca del Hechicero, del órfico ensalma-dor, estertora y cae, convulsivamente, el Treno—pues esto y no otra cosa es un treno—, dejándomedeslumhrado por la revelación de que acabo de asis-tir al Nacimiento de la Música.

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XXIV

(Sábado, 23 de junio)

Hace dos días que andamos sobre el armazóndel planeta, olvidados de la Historia y hasta de lasoscuras migraciones de las eras sin crónicas. Lenta-mente, subiendo siempre, navegando tramos de torren-tes entre una cascada y otra cascada, caños quietosentre un salto y otro salto, obligados a izar las barcasal compás de salomas de peldaño en peldaño, hemosalcanzado el suelo en que se alzan las Grandes Me-setas. Lavadas de su vestidura —cuando la tuvieron—por milenios de lluvias, son Formas de roca desnuda,reducidas a la grandiosa elementalidad de una geo-metría telúrica. Son los monumentos primeros quese alzaron sobre la corteza terrestre, cuando aún nohubiera ojos que pudieran contemplarlos, y su mis-ma vejez, su abolengo impar, les confiere una aplas-tante majestad. Los hay que parecen inmensos ci-lindros de bronce, pirámides truncas, largos cristalesde cuarzo parados entre las aguas. Los hay, másabiertos en la cima que en la base, todos agrietadosde alvéolos, como gigantescas madréporas. Los hayque tienen una misteriosa solemnidad de Puertasde Algo —de Algo desconocido y terrible— a quedeben conducir esos túneles que se ahondan en susflancos, a cien palmos sobre nuestras cabezas. Cadameseta se presenta con una morfología propia, hechade aristas, de cortes bruscos, de perfiles rectos o que-brados. La que no se adorna de un obelisco encar-nado, de un farallón de basalto, tiene una terrazaflanqueante, se recorta en biseles, afila sus ángulos,o se corona de extraños cipos que semejan figurasen procesión. De pronto, rompiendo con esa seve-ridad de lo creado, algún arabesco de la piedra, al-

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guna fantasía geológica, se confabula con el aguapara poner un poco de movimiento en este país delo inconmovible. Es, allá, una montaña de granitocasi rojo, que suelta siete cascadas amarillas porel almenaje de una cornisa cimera. Es un río quese arroja al vacío y se deshace en arcoiris sobre lacuesta jalonada de árboles petrificada. Las espumasde un torrente bullen bajo enormes arcos naturales,acrecidos por ecos atronadores, antes de dividirsey caer en una sucesión de estanques que se derramanunos en otros. Se adivina que arriba, en las cumbres,en el escalonamiento de las últimas planicies lunares,hay lagos vecinos de las nubes que guardan susaguas vírgenes en soledades nunca holladas por unaplanta humana. Hay escarchas en el amanecer, fon-dos helados, orillas opalescentes, y honduras que sellenan de noche antes del crepúsculo. Hay monolitosparados en el borde de las cimas, agujas, signos,hendeduras que respiran sus nieblas; peñascos ru-gosos, que son como coágulos de lava —meteoritas,acaso caídas de otro planeta. No hablamos. Nossentimos sobrecogidos ante el fausto de las magnasobras, ante la pluralidad de los perfiles, el alcancede las sombras, la inmensidad de las explanadas.Nos vemos como intrusos, prestos a ser arrojadosde un dominio vedado. Lo que se abre ante nuestrosojos es el mundo anterior al hombre. Abajo, en losgrandes ríos, quedaron los saurios monstruosos, lasanacondas, los peces con tetas, los laulaus cabezones,los escualos de agua dulce, los gimnotos y lepidosi-renas, que todavía cargan con su estampa de ani-males prehistóricos, legado de las dragonadas delTerciario. Aquí, aunque algo huya bajo los helechosarborescentes, aunque la abeja trabaje en las caver-nas, nada parece saber de seres vivientes. Acabande apartarse las aguas, aparecidas es la Seca, hecha

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en la yerba verde, y, por vez primera, se prueban laslumbreras que habrán de señorear en el día y en lanoche. Estamos en el mundo del Génesis, al fin delCuarto Día de la Creación. Si retrocediéramos unpoco más, llegaríamos adonde comenzara la terriblesoledad del Creador —la tristeza sideral de los tiem-pos sin incienso y sin alabanzas, cuando la tierraera desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobrela haz del abismo.

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CAPITULO QUINTO

Cánticos me fueron tus estatutos.

Salmo 119

XXV

(Domingo, 24 de junio)

El Adelantado ha alzado el brazo, señalandoel rumbo del Oro, y Yannes se despide de nosotrospara buscar el tesoro de la tierra. Solitario rn deser el minero que no quiere compartir su hallazgo;avaro en sus manejos, mentiroso en sus decires, bo-rrando el camino detrás de sí como el animal quebarre sus huellas con la cola. Hay un instante deemoción cuando nos abrazamos a ese campesino conperfil de acaieno, conocedor de Homero, que tantoparecía haberse apegado a nosotros. Hoy lo guía lacodicia del metal precioso que hacía de Micenas unaciudad de oro, y emprende la ruta de los aventure-ros. Quiere hacernos un presente, y no teniendo másque la ropa que lleva puesta, nos tiende, a Rosarioy a mí, el tomo de La Odisea, Alborozada, Tu mujerlo agarra creyendo que es una Historia Sagrada yque nos traerá buena suerte. Antes de que yo puedadesengañarla, Yannes se aleja de nosotros, camino desu barca, de torso desnudo en el amanecer, llevandosu remo en el hombro con sorprendente estampade Ulises. Fray Pedro lo bendice, y proseguimos

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nuestra navegación en las aguas de un angosto cañoque habrá de conducirnos al muelle de la CiudadPorque, ahora que el griego ha partido, puede hablarse a voces del secreto: el Adelantado ha fundadouna ciudad. No me canso de repetírmelo, desde queesto de una ciudad me fuera confiado, hace pocasnoches, encendiendo más luminarias en mi imagina-ción que los hombres de las gemas más codiciadas.Fundar una ciudad. Yo fundo una ciudad. El hafundado una ciudad. Es posible conjugar semejanteverbo. Se puede ser Fundador de una Ciudad. Creary gobernar una ciudad que no figure en los mapas,que se sustraiga a los horrores de la Época, quenazca así, de la voluntad de un hombre, en estemundo del Génesis. La primera ciudad. La ciudad deHenoch, edificada cuando aún no habían nacido Tu-balcain el herrero, ni Jubal, el tañedor del arpa ydel órgano... Recuesto la cabeza en el regazo deRosario, pensando en los inmensos territorios, enlas sierras inexploradas, en las mesetas sin cuento,donde podrían fundarse ciudades en este continentede naturaleza todavía invencida por el hombre; mearrulla el acompasado chapoteo de la boga y me su-mo en una somnolencia feliz, en medio de las aguasvivas, cerca de plantas que ya recobran fraganciasde montaña, respirando un aire delgado que ignoralas exasperantes plagas de la selva. Transcurren lashoras en calma, bordeándose las mesetas, pasándosede un curso a otro por pequeños laberintos de aguasmansas que, de pronto, nos hacen volver las espaldasal sol, para recibirlo de frente, luego, a la vueltade un farallón revestido de yedras raras. Y cae latarde cuando por fin se amarra la barca y puedoasomarme al portento de Santa Mónica de los Ve-nados. Pero la verdad es que me detengo, descon-certado. Lo que veo allí, en medio del pequeño

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valle, es un espacio de unos doscientos metros delado, limpiado a machete, en cuyo extremo se divisauna casa grande, de paredes de bahareque, con unapuerta y cuatro ventanas. Hay dos viviendas máspequeñas, semejantes a la primera en cuanto a cons-trucción, situadas a ambos lados de una suerte dealmacén o establo. También se ven unas diez chozasindias, de cuyas hogueras se levanta un humo blan-quecino. El Adelantado me dice, con un temblor deorgullo en la voz: «Esta es la Plaza Mayor... Esa, laCasa de Gobierno... Allí vive mi hijo Marcos... Allá,mis tres hijas... En la nave tenemos granos y enseresy algunas bestias... Detrás, el barrio de los indios...»Y añade, volviéndose hacia fray Pedro: «Frente a laCasa de Gobierno levantaremos la Catedral.» No haterminado de señalarme la huerta, los sembrados demaíz, el cercado en que se inicia una cría de cerdosy de cabras, gracias a los verracos y chivatos traídos,con increíbles penalidades, desde Puerto Anunciación,cuando se desborda el vecindario, se arma la gritade bienvenida, y acuden las esposas indias, y las hijasmestizas, y el hijo alcalde, y todos los indios, a reci-bir a su Gobernador, acompañado del primer Obispo.«Santa Mónica de los Venados —me advierte frayPedro—, porque ésta es tierra del venado rojo; yMónica se llamaba la madre del fundador: Mónica,aquella que parió a San Agustín, santa que fueramujer de un solo varón, y que por sí misma habíacriado a sus hijos.» Le confieso, sin embargo, quela palabra ciudad me había sugerido algo más impo-nente o raro. «¿Manoa?», me pregunta el fraile consorna. No es eso. Ni Manoa, ni El Dorado. Pero yohabía pensado en algo distinto. «Así eran en susprimeros años las ciudades que fundaron FranciscoPizarro, Diego de Losada o Pedro de Mendoza», ob-serva fray Pedro. Mi silencio aquiescente no excluye,

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empero, una serie de interrogaciones nuevas que lospreparativos de un festín de perniles asados en unfuego de leña me impide formular de inmediato. Nocomprendo cómo el Adelantado, en oportunidad im-par de fundar una villa fuera de la Época, se echaencima el estorbo de una iglesia que le trae el tre-mendo fardo de sus cánones, interdictos, aspiracionese intransigencias, teniéndose en cuenta, sobre todo,que no alienta una fe muy sólida y acepta las misas,preferentemente cuando se dicen en acción de gra-cias por peligros vencidos. Pero no hay muchasoportunidades, ahora, para hacer preguntas. Me dejoinvadir por la alegría de haber llegado a algunaparte. Ayudo a asar la carne, voy por leña, me inte-reso por el canto de los que cantan, y me ablandolas articulaciones con una suerte de pulque burbu-jeante, con sabor a tierra y resina, que todos bebenen jicaras pasadas de boca en boca... Y más tarde,cuando todos se hayan hartado, cuando duerman losdel caserío indio y las hijas del Fundador se recojanen su gineceo, escucharé, junto al hogar de la Casade Gobierno, una historia que es historia de rumbos.«Pues, señor —dice el Adelantado, arrojando unarama al fuego—, me llamo Pablo, y mi apellido estan corriente como llamarse Pablo, y si a grandeshechos suena el título de Adelantado, les diré quesólo se trata de un mote que me dieron unos mine-ros, al ver que siempre me adelantaba a los demásen lo de hacer pasar por mi batea las arenas deun río...»

Bajo el emblema del caduceo, un hombre deveinte años, con el pecho desgarrado por una tos re-belde, mira a la calle a través de las bolas de cristal,llenas de agua tinta, de una farmacia de viejos. Haciaallí es la provincia de los maitines y rosarios, de lasmelcochas y hojaldres de monjas; pasa el cura con

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su teja, y todavía hay sereno que canta por MaríasSantísimas la hora en noche nublada. Más allá sonlas Tierras del Caballo, durante jornadas y jorna-das; luego, los caminos que suben, y la ciudad decasas crecidas, donde el adolescente no halló sinooficios de sombras, de sótanos, de carboneras y decloacas. Vencido y enfermo, se ha ofrecido a trabajaren botica, a cambio de remedios y albergue. Algo leenseñaron de maceraciones, y le confían las recetasde prescripción casera, a base de nuez vómica, raízde altea o tártaro emético. Y a la hora de la siesta,cuando nadie transita a la sombra de los aleros, elmozo se encuentra solo en el laboratorio, de espal-das a la calle, y ocurre que las manos se le duermensobre la linaza, contemplando, por entre las moletasy almireces, el correr despacioso de un ancho ríocuyas aguas vienen de las tierras del oro. A veces,traídos por barcos tan viejos que cargan una estam-pa de otros tiempos, bajan al desembarcadero cer-cano unos hombres de andar agobiado, que tientancon bastones las tablas podridas del andén, como sial llegar al puerto desconfiaran todavía de las aña-gazas y tembladeras de la tierra. Son mineros palú-dicos, caucheros que se rascan las sarnas, leprososde las misiones abandonadas, que acuden a la far-macia, quien por quinina, quien por chalmugra, quienpor azufre, y al hablar de las comarcas donde creenhaber contraído sus plagas, van descorriendo, anteel oscuro pasante, las cortinas de un mundo ignora-do. Llegan los vencidos, pero llegan, también, losque arrancaron al barro una mirífica gema, y, duranteocho días, se hartarán de hembras y de música. Pa-san los que nada hallaron, pero traen los ojos enfe-brecidos por el barrunto de un tesoro posible. Esosno descansan ni preguntan dónde hay mujeres. Seencierran con llave en sus habitaciones, examinando

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las muestras que traen en frascos, y, apenas curadosde una llaga o aliviados de una buba, parten, denoche, a la hora en que todos duermen, sin revelarel secreto de su rumbo. El joven no envidia a losde su edad que, cada lunes del año, después de haberoído una última misa en la iglesia del púlpito carco-mido, salen con sus ropas de domingos, para irse ala ciudad lejana. Andando de frascos a recetarios,aprende a hablar de yacimientos nuevos: conoce losnombres de quienes encargan bombonas de agua deazahar para bañar a sus indias; repasa los extrañosnombres de ríos ignorados por los libros; obsesio-nado por la percutiente sonoridad del Cataniapo odel Cunucunuma, sueña frente a los mapas, contem-plando incansablemente las zonas coloreadas en ver-de, desnudas, donde no aparecen nombres de pobla-ciones. Y un día, al alba, sale por una ventana de sulaboratorio, hacia el embarcadero donde los minerosizan la vela de su barca, y ofrece remedios a cambiode ser llevado. Durante diez años comparte las mi-serias, desengaños, rencores, insistencias más o me-nos afortunadas, de los buscadores. Nunca favore-cido, se aventura más lejos, cada vez más lejos, cadavez más solo, habituado ya a hablar con su propiasombra. Y una mañana se asoma al mundo de lasGrandes Mesetas. Camina durante noventa días, per-dido entre montañas sin nombre, comiendo larvasde avispas, hormigas, saltamontes, como hacen losindios en meses de hambruna. Cuando desemboca eneste valle, una llaga engusanada le está dejando unapierna en el hueso. Los indios del lugar —genteasentada, de una cultura semejante a los factoresde la jarra funeraria— lo curan con hierbas. Sóloun hombre blanco vieron antes que él, y piensan,como los de muchos pueblos de la selva, que somoslos últimos vástagos de una especie industriosa pero

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endeble, muy numerosa en otros tiempos, pero queestá ahora en vías de extinción. Su larga convale-cencia lo hace solidario de las penurias y trabajosde esos hombres que lo rodean. Encuentra algúnoro al pie de aquella peña que la luna, esta noche,hace de estaño. Al volver de cambiarlo en PuertoAnunciación, trae semillas, posturas y algún aperode labranza y carpintería. Al regreso del segundoviaje trae una pareja de cerdos atados de patas enel fondo de la barca. Luego, es la cabra preñada y elbecerro destetado, para el cual tienen los indios,como Adán, que inventar un nombre, pues jamásvieron semejante animal. Poco a poco, el Adelantadose va interesando por la vida que aquí prospera.Cuando se baña al pie de alguna cascada, en lastardes, las mozas indias le arrojan pequeños gui-jarros blancos, desde la orilla, en señal de apremio.Un día toma mujer, y hay grande holgorio al piede las rocas. Piensa, entonces, que si sigue apare-ciendo en Puerto Anunciación con algún polvo de oroen los bolsillos, no tardarán los mineros en seguirleel rastro, invadiendo este valle ignorado para tras-tornarlo con sus excesos, rencores y apetencias. Conel ánimo de burlar las suspicacias, comercia osten-siblemente con pájaros embalsamados, orquídeas,huevos de tortugas. Un día se percata de que hafundado una ciudad. Siente, probablemente, la sor-presa que yo mismo tuve al comprender que eraconjugable el verbo «fundar» al hablarse de unaciudad. Puesto que todas las ciudades nacieron así,hay razón para esperar que Santa Mónica de losVenados, en el futuro, llegue a tener monumentos,puentes y arcadas. El Adelantado traza el contornode la Plaza Mayor. Levanta la Casa de Gobierno.Firma un acta, y la entierra bajo una lápida en lugarvisible. Señala el lugar del cementerio para que la

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misma muerte se haga cosa de orden. Ahora sabedónde hay oro. Pero ya no le afana el oro. Ha aban-donado la búsqueda de Manoa, porque mucho másle interesa ya la tierra, y, sobre ella, el poder delegislar por cuenta propia. El no pretende que estosea algo semejante al Paraíso Terrenal de los anti-guos cartógrafos. Aquí hay enfermedades, azotes,reptiles venenosos, insectos, fieras que devoran losanimales trabajosamente levantados; hay días deinundación y días de hambruna, y días de impotenciaante el brazo que se gangrena. Pero el hombre, pormuy largo atavismo, está hecho a sobrellevar talesmales. Y cuando sucumbe, es trabado en una luchaprimordial que figura entre las más auténticas leyesdel juego de existir. «El oro —dice el Adelantado—es para los que regresan allá.» y ese allá suena ensu boca con timbre de menosprecio —como si lasocupaciones y empeños de los de allá fuesen propiasde gente inferior—. Es indudable que la naturalezaque aquí nos circunda es implacable, terrible, a pesarde su belleza. Pero los que en medio de ella vivenla consideran menos mala, más tratable, que losespantos y sobresaltos, las crueldades frías, las ame-nazas siempre renovadas, del mundo de allá. Aquí,las plagas, los padecimientos posibles, los peligrosnaturales, son aceptados de antemano: forman partede un Orden que tiene sus rigores. La Creación noes algo divertido, y todos lo admiten por instinto,aceptando el papel asignado a cada cual en la vastatragedia de lo creado. Pero es tragedia con unidadesde tiempo, de acción y de lugar, donde la mismamuerte opera por acción de mandatarios conocidos,cuyos trajes de veneno, de escama, de fuego, de mias-mas, se acompañan del rayo del trueno que siguenusando, en días de ira, los dioses de más larga resi-dencia entre nosotros. A la luz del sol o al calor de

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la hoguera, los hombres que aquí viven sus destinosse contentan de cosas muy simples, hallando motivode júbilo en la tibieza de una mañana, una pescaabundante, la lluvia que cae tras de la sequía, conexplosiones de alegría colectiva, de cantos y de tam-bores, promovidos por sucesos muy sencillos comofue el de nuestra llegada. «Así debió vivirse en laciudad de Henoch», pienso yo, y al punto vuelve ami mente una de las interrogaciones que me asalta-ron al desembarcar. En ese momento salimos de laCasa de Gobierno para aspirar el aire de la noche.El Adelantado me muestra entonces, un paredón deroca, unos signos trazados a gran altura por arte-sanos desconocidos —artesanos que hubieran sidoizados hasta el nivel de su tarea por un andamiajeimposible en tales tránsitos de su cultura material—.A la luz de la luna se dibujan figuras de escorpiones,serpientes, pájaros, entre otros signos sin sentidopara mis ojos, que tal vez fueran figuraciones astra-les. Una explicación inesperada viene, de pronto, alencuentro de mis escrúpulos: un día, al regresarde un viaje —cuenta el Fundador—, su hijo Marcos,entonces adolescente, le dejó atónito al narrarle lahistoria del Diluvio Universal. En su ausencia, losindios habían enseñado al mozo que esos petroglifosque ahora contemplábamos, fueron trazados en díasde gigantesca creciente, cuando el río se hincharahasta allí, por un hombre que, al ver subir las aguas,salvó una pareja de cada especie animal en una grancanoa. Y luego llovió durante un tiempo que pudoser de cuarenta días y cuarenta noches, al cabo delcual, para saber si la gran inundación había cesado,despachó una rata que le volvió con una mazorcade maíz entre las patas. El Adelantado no hubieraquerido enseñar la historia de Noé —por ser pa-traña— a sus hijos; pero al ver que la sabían sin

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más variante que una rata puesta en lugar de lapaloma, y una mazorca de maíz en lugar de la ramade olivo, confió el secreto de esta ciudad nacientea fray Pedro, a quien consideraba un hombre, por-que era de los que viajaban solos por regiones desco-nocidas y sabía hacer curas y distinguir las yerbas.«Ya que al fin y al cabo les contarán los mismoscuentos, que los aprendan como los aprendí yo.» Pen-sando en los Noés de tantas religiones, se me ocurreobjetar que el Noé indio me parece más ajustado ala realidad de estas tierras, con su mazorca de maíz,que la paloma con su ramo de olivo, puesto quenadie vio nunca un olivo en la selva. Pero el fraileme interrumpe abruptamente, con tono agresivo, pre-guntándome si he olvidado el hecho de la Reden-ción: «Alguien ha muerto por los que aquí nacieron,y era menester que la noticia les fuese dada.» Yatando dos ramas en cruz con una liana, la plantade modo casi rabioso, en el lugar donde comenzaráa erigirse, mañana, la choza redonda que será elprimer templo de la ciudad de Henoch. «Además,viene a sembrar cebollas», me advierte el Adelanta-do, a modo de excusa.

XXVI

(27 de junio)

Amanece sobre las Grandes Mesetas. Las nie-blas de la noche demoran entre las Formas, tendien-do velos que se adelgazan y aclaran cuando la luz serefleja en un acantilado de granito rosa y baja alplano de las inmensas sombras recostadas. Al pie delos paredones verdes, grises, negros, cuyas cimas pa-recen diluirse entre brumas, los helechos sacuden el

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leve cierzo que los esmalta. Asomado a una oquedaden la que apenas pudiera ocultarse un niño, con-templo una vida de líquenes, de musgos, de pigmen-tos plateados, de herrumbres vegetales, que es, enescala minúscula, un mundo tan complejo como elde la gran selva de abajo. Hay tantas vegetacionesdistintas, en un palmo de humedad, como especiesse disputan allá el espacio que debiera bastar paraun solo árbol. Este plancton de la tierra es comouna pátina que se espesa al pie de una cascada caídade muy alto, cuyo constante hervor de espumas hacavado un estanque en la roca. Aquí es donde nosbañamos desnudos, los de la Pareja, en agua quebulle y corre, brotando de cimas ya encendidas porel sol, para caer en blanco verde, y derramarse, másabajo, en cauces que las raíces del tanino tiñen deocre. No hay alarde, no hay fingimiento edénico, enesta limpia desnudez, muy distinta de la que jadeay se vence en las noches de nuestra choza, y queaquí liberamos con una suerte de travesura, asom-brados de que sea tan grato sentir la brisa y la luzen partes del cuerpo que la gente de allá muere sinhaber expuesto alguna vez al aire libre. El sol meennegrece la franja de caderas a muslo que los na-nadores de mi país conservan blanca, aunque se ha-yan bañado en mares de sol. Y el sol me entra porentre las piernas, me calienta los testículos, se trepaa mi columna vertebral, me revienta por los pectora-les, oscurece mis axilas, cubre de sudor mi nuca, meposee, me invade, y siento que en su ardor se endu-recen mis conductos seminales y vuelvo a ser latensión y el latido que buscan las oscuras pulsacio-nes de entrañas caladas a lo más hondo, sin hallarlímite a un deseo de integrarme que se hace año-ranza de matriz. Y luego, es el agua otra vez, a cuyo

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fondo desembocan manantiales helados que voy abuscar con la cara, metiendo las manos en una arenagruesa, que es como limalla de mármol. Más tardevendrán los indios y se bañarán en cueros, sin mástraje que el de las manos abiertas sobre el pene.Y a mediodía será fray Pedro, sin cubrir siquieralas canas de su sexo, huesudo y enjuto como unSan Juan predicando en el desierto... Hoy he tomadola gran decisión de no regresar allá. Trataré de apren-der los simples oficios que se practican en SantaMónica de los Venados y que ya se enseñan a quienobserve las obras de edificación de su iglesia. Voya sustraerme al destino de Sísifo que me impusoel mundo de donde vengo, huyendo de las profesio-nes hueras, el girar de la ardilla presa en tamborde alambre, del tiempo medido y de los oficios detinieblas. Los lunes dejarán de ser, para mí, lunesde ceniza, ni habrá por qué recordar que el lunes eslunes, y la piedra que yo cargaba será de quienquiera agobiarse con su peso inútil. Prefiero empuñarla sierra y la azada a seguir encanallando la músicaen menesteres de pregonero. Lo digo a Rosario, queacepta mi propósito con alegre docilidad, como siem-pre recibirá la voluntad de quien reciba por varón.Tu mujer no ha comprendido que esa determinaciónes, para mí, mucho más grave de lo que parece,puesto que implica una renuncia a todo lo de allá.Para ella, nacida en el lindero de la selva, conhermanas amaridadas a mineros, es normal que unhombre prefiera la vastedad de lo remoto al hacina-miento de las ciudades. Además, no creo que parahabituarse a mí haya tenido que hacer tantos aco-modos intelectuales como yo. Ella no me ve comoun hombre muy distinto de los otros que haya co-nocido. Yo, para amarla —pues creo amarla entra-

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fiablemente ahora—, he tenido que establecer unanueva escala de valores, en punto a lo que debeapegar un hombre de mi formación a una mujerque es toda una mujer, sin ser más que una mujer.Me quedo, pues, con toda conciencia de lo que hago.Y al repetirme que me quedo, que mis claridadesserán ahora las del sol y las de la hoguera, quecada mañana hundiré el cuerpo en el agua de estacascada, y que una hembra cabal y entera, sin torce-duras, estará siempre al alcance de mi deseo, meinvade una inmensa alegría. Recostado sobre unalaja, mientras Rosario, de senos al desgaire, lava suscabellos en la corriente, tomo la vieja Odisea delgriego, tropezando, al abrir el tomo, con un párrafoque me hace sonreír: aquel en que se habla de loshombres que Ulises despacha al país de los lotófa-gos, y que, al probar la fruta que allí se daba, seolvidan de regresar a la patria. «Tuve que traerlosa la fuerza, sollozantes —cuenta el héroe— y enca-denarlos bajo los bancos, en el fondo de sus naves.»Siempre me había molestado, en el maravilloso rela-to, la crueldad de quien arranca sus compañeros ala felicidad hallada, sin ofrecerles más recompensaque la de servirlo. En ese mito veo como un reflejode la irritación que causan siempre a la sociedadlos actos de quienes encuentran, en el amor, en eldisfrute de un privilegio físico, en un don inespera-do, el modo de sustraerse a las fealdades, prohibi-ciones y vigilancias padecidos por los más. Doy mediavuelta sobre la piedra cálida, y esto me hace mirarhacia donde varios indios, sentados en torno a Mar-cos, el primogénito del Adelantado, trabajan en obrasde cestería. Pienso ahora que mi vieja teoría acer-ca de los orígenes de la música era absurda. Veocuan vanas son las especulaciones de quienes pre-

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tenden situarse en los albores de ciertas artes oinstituciones del hombre, sin conocer, en su vidacotidiana, en sus prácticas curativas y religiosas, alhombre prehistórico, contemporáneo nuestro. Muyingeniosa era mi idea de hermanar el propósito má-gico de la plástica primitiva —la representación delanimal que otorga poderes sobre ese animal— conla fijación primera del ritmo musical, debida al afánde remedar el galope, trote, paso, de los animales.Pero yo asistí, hace días, al nacimiento de la música.Pude ver más allá del treno con que Esquilo resucitaal emperador de los persas; más allá de la oda conque los hijos de Autolicos detienen la sangre negraque mana de las heridas de Ulises; más allá del cantodestinado a preservar al faraón. Una de las morde-duras de sierpes, en su viaje de ultratumba. Lo quehe visto confirma, desde luego, la tesis de quienesdijeron que la música tiene un origen mágico. Peroésos llegaron a tal razonamiento a través de los li-bros, de los tratados de psicología, construyendohipótesis arriesgadas acerca de la pervivencia, en latragedia antigua, de prácticas derivadas de una he-chicería ya remota. Yo, en cambio, he visto cómola palabra emprendía su camino hacia el canto, sinllegar a él; he visto cómo la repetición de un mismomonosílabo originaba un ritmo cierto; he visto, enel juego de la voz real y de la voz fingida que obli-gaba al ensalmador a alternar dos alturas de tono,cómo podía originarse un tema musical de una prác-tica extramusical. Pienso en las tonterías dichas porquienes llegaron a sostener que el hombre prehistó-rico halló la música en el afán de imitar la bellezadel gorjeo de los pájaros —como si el trino del avetuviese un sentido musical-estético para quien lo oyeconstantemente en la selva, dentro de un conciertode rumores, ronquidos, chapuzones, fugas, gritos,

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cosas que caen, aguas que brotan, interpretado porel cazador como una suerte de código sonoro, cuyoentendimiento es parte principal del oficio. Piensoen otras teorías falaces y me pongo a soñar en lapolvareda que levantarían mis observaciones en cier-tos medios musicales aferrados a tesis librescas.También sería útil recoger algunos de los cantos deindios de este lugar, muy bellos dentro de su ele-mentalidad, con sus escalas singulares, destructorasde esa otra noción generalizada según la cual losindios sólo saben cantar en gamas pentáfonas... Pero,de pronto, me enojo conmigo mismo, al verme en-tregado a tales cavilaciones. He tomado la decisiónde quedarme aquí y debo dejar de lado, de unavez, esas vanas especulaciones de tipo intelectual.Para zafarme de ellas me pongo la poca ropa queaquí uso y voy a reunirme con los que están acaban-do de construir la iglesia. Es una cabaña redonda,amplia, de techo puntiagudo como el de las chu-ruatas, de hojas de moriche sobre viguetería deramas, rematada por una cruz de madera. FrayPedro se ha empeñado en que las ventanas tuviesenun figuración gótica, con arco quebrado, y el repe-tido encuentro de dos líneas curvas en una paredde bahareque es, en estas lejanías, una premoni-ción de canto llano. Colgamos un tronco ahuecadode la espadaña, pues, a falta de campanas, lo quesonará aquí es una suerte de teponaxtle ideado pormí. La fabricación de aquel instrumento me fue su-gerida por el tambor-bastón-de-ritmo que está en lachoza, y me es preciso confesar que el estudio desu principio resonante se acompañó de una pruebadolorosa. Cuando, dos días antes, desaté las lianasque sujetaban las esteras protectoras, éstas, hincha-das por la humedad, se atiesaron de golpe, echando

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a rodar la jarra funeraria, las sonajeras, los cara-millos, sobre el suelo. De pronto me vi rodeado deobjetos-acreedores, y de nada me sirvió arrinconar-los, como a niños castigados, para olvidar su acusa-dora presencia. Vine a estas selvas, solté mi fardo,hallé mujer, gracias al dinero que debo a estosinstrumentos que no me pertenecen. Por evadirmeestoy atando, desde aquí, a mi fiador. Y me digoque lo estoy atando, porque el Curador aceptaráseguramente la responsabilidad de mi defección, de-volviendo los fondos que se me entregaron, a costade empeños, sacrificios y, tal vez, de préstamos usura-rios. Yo sería feliz, plácidamente feliz, si junto a lacabecera de mi hamaca no se hallaran esas piezasde museo, en perpetuo reclamo de fichas y vitrinas.Debería sacar esos instrumentos de aquí, romperlosacaso, enterrar sus restos al pie de alguna peña. Nopuedo hacerlo, sin embargo, porque mi concienciaha vuelto al asiento desertado, y tanto la tuve ausen-te que me ha venido llena de desconfianza y res-quemores. Rosario sopla en una de las cañas de labotija ritual y suena un bramido bronco, como deanimal caído en las tinieblas de un pozo. La apartocon un gesto tan brusco, que se aleja, dolida, sincomprender. Para desarrugar su ceño, le cuento larazón de mi enojo. Ella no demora en dar con la so-lución más simple: enviaré esos instrumentos a Puer-to Anunciación, dentro de algunos meses, cuando elAdelantado haga su viaje acostumbrado, para pro-veerse de remedios indispensables y reponer algúnenser dañado por el mucho uso. Allí se encargaráuna hermana suya de hacerles descender el río hastadonde haya correo. Mi conciencia deja de torturar-me, pues el día en que los bultos se pongan encamino habré pagado las llaves de la evasión.

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XXVII

He ascendido al cerro de los petroglifos confray Pedro, y ahora descansamos sobre un suelo deesquistos, accidentado de peñas negras erguidas con-tra el viento por todos sus filos, o derribados a modode ruinas, de escombros, entre vegetaciones que pare-cen recortadas en fieltro gris. Hay algo remoto, lu-nar, no destinado al hombre, en esta terraza queconduce a las nubes, y que surca un arrojo de aguahelada, que no es agua de manantiales, sino aguade nieblas. Me siento vagamente inquieto —un pocointruso, por no decir sacrilego— al pensar que conmi presencia se rompe el arcano de una teratologíade lo mineral, cuya grandiosa aridez, obra de unaerosión milenaria, pone al desnudo un esqueleto demontañas que parece hecho con piedras de azufre,lavas, calcedonias molidas, escorias plutonianas. Haygravas que me hacen pensar en mosaicos bizantinosque se hubieran desprendido de sus paredes en alud,y que, recogidos a paletadas, hubiesen sido arrojadosaquí, allá, a modo de una aventada de cuarzo, oroy cornalinas. Para llegar hasta aquí hemos atravesadodurante dos jornadas —por caminos cada vez máslimpios de reptiles, ricos en orquídeas y en árbolesflorecidos— las Tierras del Ave. De sol a sol nosescoltaron los guacamayos fastuosos y las cotorrasrosadas, con el tucán de grave mirar, luciendo supeto de esmalte verdeamarillo, su pico mal soldadoa la cabeza —el pájaro teológico que nos ha gritado:¡Dios te ve!, a la hora del crepúsculo, cuando losmalos pensamientos mejor solicitan al hombre—. Vi-mos a los colibríes, más insectos que pájaros, inmó-viles en su vertiginosa suspensión fosforescente, so-bre la sombra parsimoniosa de los paujíes vestidos

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de noche; alzando los ojos, conocimos la percutientelaboriosidad de los carpinteros listados de oscuro, elalborotoso desorden de los silbadores y gorjeadoresmetidos en los techos de la selva, asustados de todo,más arriba de los comadreos de pericos y catalnicas,y de tantos pájaros hechos a todo pincel, que a faltade nombre conocido —me dice fray Pedro— fueronllamados «indianos girasoles» por los hombres dearmaduras. Así como otros pueblos tuvieron civiliza-ciones marcadas por el signo del caballo o del toro,el indio con perfil de ave puso sus civilizaciones bajola advocación del ave. El dios volante, el dios pája-ro, la serpiente emplumada, están en el centro desus mitologías, y todo cuanto es bello para él se ador-na de plumas. De plumas fueron las tiaras de losemperadores de Tenochtitlán, como son hoy de plu-mas los ornamentos de las flautas, los objetos dejuego, las vestimentas festivas y rituales de los queaquí he conocido. Admirado por la revelación deque vivo ahora en las Tierras del Ave, emito algunafácil opinión acerca de la probable dificultad de ha-llar, en las cosmogonías de estas gentes, algún mitocoincidente con los nuestros. Fray Pedro me pregun-ta si he leído un libro llamado el Popol-Vuh, cuyomismo nombre me era desconocido. «En ese textosagrado de los antiguos quitchés —afirma el fraile—,se inscribe ya, con trágica adivinación, el mito delrobot; más aún: creo que es la única cosmogoníaque haya presentido la amenaza de la máquina y latragedia del Aprendiz de Brujo.» Y, sorprendiéndomecon un lenguaje de estudioso, que debió ser el suyoantes de endurecer en la selva, me cuenta de uncapítulo inicial de la Creación, en que los objetosy enseres inventados por el hombre, y usados conayuda del fuego, se rebelan contra él y le dan muer-

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te; las tinajas, los comales, los platos, las ollas, laspiedras de moler y las casas mismas, en pavorosoapocalipsis que atruenan con sus ladridos los perrosenrabecidos y sublevados, aniquilan una generaciónhumana... De eso me habla aún cuando alzo losojos, y me veo al pie del paredón de roca gris enque aparecen hondamente cavados los dibujos quese atribuyen al demiurgo vencedor del Diluvio y re-poblador del mundo, por una tradición que ha llega-do a oídos de los más primitivos habitantes de laselva de abajo. Estamos aquí en el Monte Araratde este vasto mundo. Estamos donde llegó el arcay encalló con sordo embate, cuando las aguas comen-zaron a retirarse y hubo regresado la rata con unamazorca de maíz entre las patas. Estamos dondeel demiurgo arrojó piedras a sus espaldas, comoDeucalión, para dar nacimiento a una nueva genera-ción humana. Pero ni Deucalión, ni Noé, ni Unapish-tim, ni los Noés chinos o egipcios, dejaron su rúbricafijada por los siglos en el lugar de arribo. Aquí, encambio, hay enormes figuras de insectos, de serpien-tes, seres del aire, bestias de las aguas y de la tierra,figuraciones de lunas, soles y estrellas, que alguienha cavado ahí, con ciclópeo cincel, mediante un pro-ceso que no acertamos a explicarnos. Hoy mismosería imposible erigir en tal lugar el andamiajegigantesco que levantara un ejército de talladores depiedras hasta donde pudieran atacar el paredónde roca con sus herramientas, dejándolo tan firme-mente marcado como está... Ahora fray Pedro melleva al otro extremo de los Signos y me muestra,de aquel lado de la montaña, una suerte de cráter, deámbito cerrado, en cuyo fondo medran pavorosasyerbas. Son como gramíneas membranosas, cuyasramas tienen una mórbida redondez de brazo y de

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tentáculo. Las hojas enormes, abiertas como manos,parecen de flora submarina, por sus texturas de ma-drépora y de alga, con flores bulbosas, como farolesde plumas, pájaros colgados de una vena, mazor-cas de larvas, pistilos sanguinolentos, que les salende los bordes por un proceso de erupción y desgarre,sin conocer la gracia de un tallo. Y todo eso, alláabajo, se enrevesa, se enmaraña, se anuda, en unvasto movimiento de posesión, de acoplamiento, deincestos, a la vez mostruoso y orgiástico, que essuprema confusión de las formas. «Estas son lasplantas que han huido del hombre en un comienzo—me dice el fraile—. Las plantas rebeldes, negadasa servirle de alimento, que atravesaron ríos, escala-ron cordilleras, saltaron por sobre los desiertos, du-rante milenios y milenios, para ocultarse aquí, en losúltimos valles de la Prehistoria.» Con mudo estuporme doy a contemplar lo que en otras partes esfósil, se pinta en hueso o duerme, petrificado, en lasvetas de la hulla, pero sigue viviendo aquí, en unaprimavera sin fecha, anterior a los tiempos huma-nos, cuyos ritmos no son acaso los del año solar,arrojando semillas que germinan en horas, o, por elcontrario, demoran medio siglo en parar un árbol.«Esta es la vegetación diabólica que rodeaba el Paraí-so Terrenal antes de la Culpa.» Inclinado sobre el cal-dero demoníaco, me siento invadido por el vértigode los abismos; sé que si me dejara fascinar por loque aquí veo, mundo de lo prenatal, de lo que existíacuando no había ojos, acabaría por arrojarme, porhundirme, en ese tremendo espesor de hojas quedesaparecerán del planeta, un día, sin haber sidonombradas, sin haber sido recreadas por la Palabra—obra, tal vez, de dioses anteriores a nuestros dio-ses, dioses a prueba, inhábiles en crear, ignoradosporque jamás fueron nombrados, porque no cobra-

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ron contorno en las bocas de los hombres... FrayPedro me arranca a mi casi alucinada contemplación,dándome un ligero golpe en el hombro con su ca-yado. Las sombras de los obeliscos naturales seacortan cada vez más en la proximidad del medio-día. Tenemos que empezar a bajar antes de que latarde nos sorprenda en esta cumbre, desciendan lasnubes y nos veamos extraviados entre nieblas frías.Luego de pasar nuevamente ante las rúbricas deldemiurgo, alcanzamos el borde de la falla en quese iniciará nuestro descenso. Fray Pedro se detiene,respira hondamente y contempla un horizonte deárboles, del que emerge, en volúmenes pizarrosos,una cordillera de filos quebrados, que es como unapresencia dura, sombría, hostil, en la sobrecogedorabelleza de los confines del Valle. El fraile señala conel bastón nudoso: «Allí viven los únicos indios per-versos y sanguinarios que hay en estas regiones»,dice. Ningún misionero ha regresado de allá. Creoque, en aquel instante, me permití alguna burlonaconsideración sobre la inutilidad de aventurarse entan ingratos parajes. En respuesta, dos ojos grises,inmensamente tristes, se fijaron en mí de manera sin-gular, con una expresión a la vez tan intensa y resig-nada, que me sentí desconcertado, preguntándome siles había causado algún enojo, aunque sin hallar losmotivos del tan enojo. Todavía veo el semblante arru-gado del capuchino, su larga barba enmarañada, susorejas llenas de pelos, sus sienes de venas pintadasen azul, como algo que hubiera dejado de pertene-cerle y de ser carne de su persona: su persona, enaquel momento, eran esas pupilas viejas, algo enro-jecidas por una conjuntivitis crónica, que miraban,como hechas de un esmalte empañado, a la vezdentro y fuera de sí mismas.

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XXVIII

Sentado detrás de una tabla tendida de horcóna horcón, teniendo al alcance de la mano una libretade colegial en cuya portada se lee: Cuaderno dePertenecientes a..., casi en cueros a causa del calorque mucho se ha acentuado en estos últimos días, elAdelantado está legislando, en presencia de frayPedro, del Capitán de Indios y de Marcos, que esel Responsable de la Huerta. Gavilán está sentadoal lado de su amo, con un hueso guardado entre laspatas traseras. Se trata de tomar un cierto númerode acuerdos en provecho de la comunidad y de de-jarlos consignados por escrito. Habiendo comprobadoque, en su ausencia, se han cazado ciervas, el Ade-lantado instituye la prohibición absoluta de matarlo que llama «el venado hembra» y el cervatillo, salvofuerza mayor de hambruna y aun así, el levantamien-to de la veda será objeto de una disposición deemergencia, sometida al criterio de los presentes. Laemigración de ciertas manadas, la caza inconsidera-da, la acción de las fieras, han mermado la existenciadel venado rojo en la comarca, justificándose la me-dida. Luego de que todos juran acatarla y hacerlarespetar, la Ley queda asentada en el Libro de Actasdel Cabildo y se pasa a considerar una cuestión deobras públicas. La época de las lluvias se aproxima,y Marcos informa que los canteros hechos bajo ladirección de fray Pedro en los últimos días tienenuna orientación por él discutida, que tendrá porefecto canalizar las aguas de una vertiente cercana,inundándose probablemente el batey del almacén degranos. El Adelantado mira severamente al fraile, endemanda de explicaciones. Fray Pedro informa queel trabajo realizado respondía a un intento de cultivode la cebolla, la cual exige terrenos en los que no

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se estanque el agua ni haya demasiada humedad, cosaque sólo podía lograrse trazando los canteros conel narigón hacia la vertiente. El peligro señaladopor el Responsable de la Huerta podría ser conju-rado con levantar un valladar de tierra, de unos trespalmos, entre la huerta y el almacén de granos. Sereconoce luego, por unanimidad, la conveniencia deejecutar la obra, y se fija su inicio para mañanamismo, movilizándose toda la población de SantaMónica de los Venados, pues el cielo se está cargan-do de nubes y el calor se hace más difícil de sobre-llevar en un mediodía que se cubre de vahos pesadosy nos agobia con una exasperante invasión de mos-cas, salidas de no se sabe dónde. Fray Pedro recuer-da, sin embargo, que la edificación de la iglesia noestá terminada y que esto también debería ser objetode una medida de urgencia. El Adelantado respondecon tono tajante que la buena conservación de losgranos es cuestión de más inmediato interés quelos latines, y concluye el examen de las cuestionesanotadas en el orden del día, con una disposiciónsobre la tala y el acarreo de troncos para un cerca-do, y la necesidad de apostar gente para vigilar laaparición de ciertos cardúmenes que, este año, estánremontando el río antes de tiempo. De la reunióncapitular de hoy han quedado varios acuerdos pararealizar obras inmediatas y una Ley —una ley cuyainfracción «será castigada», reza la prosa del Ade-lantado—. Esto ultimo me inquieta de tal modo quepregunto al hombrecito si ya ha tenido el horrorosodeber de instituir castigos en la Ciudad. «Hasta aho-ra —me responde—, al culpable de alguna falta sele castiga con no dirigirle la palabra durante untiempo, haciéndosele sentir la reprobación general;pero llegará el día en que seamos tan numerososque se necesitarán castigos mayores.» Una vez más

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me asombro ante la gravedad de los problemas plan-teados en estas comarcas, tan desconocidas como lasblancas Terras Incógnitas de los antiguos cartógra-fos, en donde los hombres de allá sólo ven saurios,vampiros, serpientes de mordida fulminante y danzasde indios. En el tiempo que llevo viajando por estemundo virgen, he visto muy pocas serpientes —unacoral, una terciopelo, otra que tal vez fuera un cró-talo—, y sólo he sabido de las fieras por el rugido, sibien he arrojado piedras, más de una vez, al caimánartero, disfrazado de tronco podrido en la traidorapaz de un remanso. Pobre es mi historia en cuantoa peligros arrostrados —si se deja de lado la tor-menta en los raudales—. Pero, en cambio, he encon-trado en todas partes la solicitación inteligente, elmotivo de meditación, formas de arte, de poesía,mitos, más instructivos para comprender al hombreque cientos de libros escritos en las bibliotecas porhombres jactanciosos de conocer al Hombre. No sóloha fundado una ciudad el Adelantado, sino que, sinsospecharlo, está creando, día a día, una polis, queacabará por apoyarse en un código asentado solem-nemente en el Cuaderno de... Perteneciente a... Y unmomento llegará en que tenga que castigar severa-mente a quien mate la bestia vedada, y bien veo queentonces ese hombrecito de hablar pausado, que nun-ca alza la voz, no vacilará en condenar al culpablea ser expulsado de la comunidad y a morir de ham-bre en la selva, a no ser que instituya algún castigoimpresionante y espectacular, como aquel de lospueblos que condenaban al parricida a ser echadoal río, encerrado en un saco de cuero con un perroy una víbora. Pregunto al Adelantado qué haría siviese aparecer en Santa Mónica, de pronto, a algúnbuscador de oro, de los que manchan cualquier tierracon su fiebre. «La daría un día para marcharse», me

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responde. «Este no es sitio para esa gente», acotaMarcos, con súbito acento de rencor en la voz. Y meentero de que el mestizo ha ido allá, hace tiempo,contra la voluntad de su padre, pero que dos añosde maltratos y humillaciones por parte de aquellos aquienes quería acercarse, amistoso, dócil, le hicieronregresar un día con odio a todo lo visto en el mundorecién descubierto. Y me muestra, sin explicaciones,las marcas de grillos que le remacharon en un re-moto puesto fronterizo. Ahora callan el padre y elhijo; pero detrás de aquel silencio adivino que ambosaceptan sin reticencias una dura posibilidad creadapor la Razón de Estado: la del Buscador, empeñadoen regresar al Valle de las Mesetas, y que jamásvolverá del segundo viaje —«por haberse extraviadoen la selva», creerán luego quienes puedan interesar-se por su destino—. Esto añade un tema de reflexióna los muchos que se comparten mi espíritu a todashoras. Y es que después de varios días de unatremenda pereza mental, durante los cuales he sidoun hombre físico, ajeno a todo lo que no fuerasensación, quemarme al sol, holgarme con Rosario,aprender a pescar, habituarme a sabores de unadesconcertante novedad para mi paladar, mi cerebrose ha puesto a trabajar, como después de un reposonecesario, en un ritmo impaciente y ansioso. Haymañana en que quisiera ser naturalista, geólogo, et-nógrafo, botánico, historiador, para comprenderlotodo, anotarlo todo, explicar en lo posible. Una tardedescubrí con asombro que los indios de aquí con-servan el recuerdo de una oscura epopeya que frayPedro está reconstruyendo a fragmentos. Es la his-toria de una migración caribe, en marcha hacia elNorte, que lo arrasa todo a su paso y jalona deprodigios su marcha victoriosa. Se habla de monta-ñas levantadas por la mano de héroes portentosos, de

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ríos desviados de su curso, de combates singularesen que intervinieron los astros. La portentosa unidadde los mitos se afirma en esos relatos, que encierranraptos de princesas, inventos de ardides de guerra,duelos memorables, alianzas con animales. Las no-ches en que se emborracha ritualmente con un polvosorbido por huesos de pájaros, el Capitán de losIndios se hace bardo, y de su boca recoge el misio-nero jirones del cantar de gesta, de la saga, delpoema épico, que vive oscuramente —anterior a suexpresión escrita— en la memoria de los Notablesde la Selva... Pero no debo pensar demasiado. Noestoy aquí para pensar. Los trabajos de cada día, lavida ruda, la parca alimentación a base de mañoco,pescado y casabe, me han adelgazado, apretando micarne al esqueleto: mi cuerpo se ha vuelto escueto,preciso, de músculos ceñidos a la estructura. Lasmalas grasas que yo traía, la piel blanca y flaccida,los sobresaltos, las angustias inmotivadas, los pre-sentimientos de desgracias por ocurrir, las aprensio-nes, los latidos del plexo solar, han desaparecido. Mipersona, metida en su contorno cabal, se siente bien.Cuando me acerco a la carne de Rosario, brota demí una tensión que, más que llamada del deseo, esincontenible apremio de un celo primordial: tensióndel arco armado, entesado, que, luego de dispararla flecha, vuelve al descanso de la forma recobrada.Tu mujer está cerca. La llamo y acude. No estoyaquí para pensar. No debo pensar. Ante todo sentiry ver. Y cuando de ver se pasa a mirar, se enciendenraras luces y todo cobra una voz. Así, he descubierto,de pronto, en un segundo fulgurante, que existe unaDanza de los Arboles. No son todos los que conocenel secreto de bailar en el viento. Pero los que poseenla gracia, organizan rondas de hojas ligeras, de ramas,de retoños, en torno a su propio tronco estremecido.

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Y es todo un ritmo el que se crea en las frondas; rit-mo ascendente e inquieto, con encrespamientos yretornos de olas, con blancas pausas, respiros, ven-cimientos, que se alborozan y son torbellino, de re-pente, en una música prodigiosa de lo verde. Nadahay más hermoso que la danza de un macizo de bam-búes en la brisa. Ninguna coreografía humana tienela euritmia de una rama que se dibuja sobre el cie-lo. Llego a preguntarme a veces si las formas supe-riores de la emoción estética no consistirán, simple-mente, en un supremo entendimiento de lo creado.Un día, los hombres descubrirán un alfabeto en losojos de las calcedonias, en los pardos terciopelosde la falena, y entonces se sabrá con asombro quecada caracol manchado era, desde siempre, unpoema.

XXIX

Llueve sin cesar desde hace dos días. Hubouna larga obertura de truenos bajos que parecieronrodar sobre el suelo mismo, entre las mesetas, colán-dose en las oquedades, retumbando en los socavo-nes, y, de súbito, fue el agua. Como las palmas deltecho estaban resecas, pasamos la primera nochemudando las hamacas de un lugar a otro, en inútilbusca de un espacio sin goteras. Luego, un torrentefongoso comenzó a correr debajo de nosotros, sobreel piso, y, para salvar los instrumentos colectados,tuve que colgarlos de las vigas que sostienen la co-bija. El amanecer nos halló a todos desconcertados,con las ropas húmedas, rodeados de lodo. Mal seencendían los fuegos, y las viviendas se llenaron deun humo acre que hacía llorar. Media iglesia ha caí-do, por los efectos de la lluvia sobre el bahareque

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aún mal fraguado, y fray Pedro, con el hábito anu-dado a la cintura y un simple guayuco puesto sobreel sexo, está tratando de apuntalar la apuntalable,con ayuda de algunos indios. Su pésimo humor cubreal Adelantado de invectivas, por no haberle ayuda-do a terminar la obra con el dictado de una medidade emergencia. Luego vuelve a llover, y es lluvia, ymás lluvia y nada más que lluvia, hasta el atardecer.Y luego es la noche otra vez. No tengo el consuelo,siquiera, de poder abrazar a Rosario, que «no pue-de», y cuando esto le acontece se torna arisca, hu-raña, pareciendo que todo gesto de cariño le fueraodioso. Me duermo con dificultad, en el ruido uni-versal y constante del agua que corre por doquiera,borrando todo ruido que no sea ruido de agua, comosi hubiésemos llegado a los tiempos de las cuarentaarduas noches... Al cabo de algún tiempo de sueño—lejos debe estar el alba todavía— me despiertocon una rara sensación de que, en mi mente, acabade realizarse un gran trabajo: algo como la madu-ración y compactación de elementos informes, dis-gregados, sin sentido al estar dispersos, y que, depronto, al ordenarse, cobran un significado preciso.Una obra se ha construido en mi espíritu; es «cosa»para mis ojos abiertos o cerrados, suena en mis oí-dos, asombrándose por la lógica de su ordenación.Una obra inscrita dentro de mí mismo, y que po-dría hacer salir sin dificultad, haciéndola texto, par-titura, algo que todos palparan, leyeran, entendieran.Muchos años atrás me había dejado llevar, ciertavez, por la curiosidad de fumar opio: recuerdo quela cuarta pipa me produjo una suerte de euforia in-telectual que trajo una repentina solución a todoslos problemas de creación que entonces me atormen-taban. Lo veía todo claro, pensado, medido, hecho.Cuando saliera de la droga, no tendría más que

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tomar el papel pautado y en algunas horas naceríade mi pluma, sin dolor ni vacilaciones, un Conciertoque entonces proyectaba, con molesta incertidumbreacerca del tipo de escritura por adoptar. Pero al díasiguiente, cuando salí del sueño lúcido y quise deverdad tomar la pluma, tuve la mortificante reve-lación de que nada de lo pensado, imaginado, re-suelto, bajo los efectos del Benares fumado, teníael menor valor: eran fórmulas adocenadas, ideas sinconsistencia, invenciones descabelladas, imposiblestransferencias estéticas de plástica o sonidos, que lasgotas burbujeantes, trabajadas entre dos agujas,habían sublimado al calor de la lámpara. Lo que meocurre esta noche, aquí, en la oscuridad, rodeadodel ruido de las goteras que caen en todas partes,es muy semejante a lo que inició, para mí, aquelladelirante lucubración; pero esta vez la euforia senutre de conciencia; las ideas mismas buscan un or-den, y hay ya, en mi cerebro, una mano que tacha,enmienda, delimita, subraya. No tengo que regresarde las torpezas de una embriaguez para poder con-cretar mi pensamiento: sólo me es preciso esperaral amanecer, que me traerá la claridad necesaria parahacer los primeros esbozos del Treno. Porque el títu-lo de Treno es el que se ha impuesto a mi imagi-nación durante el sueño.

Antes de caer en las estúpidas actividades queme hubieran alejado de la composición —mi perezade entonces, mi flaqueza ante toda incitación al placerno eran, en el fondo, sino formas del miedo a crearsin estar seguro de mí mismo— había meditadomucho acerca de ciertas posibilidades nuevas de aco-plar la palabra con la música. Para enfocar mejorel problema había repasado, desde luego, la larga yhermosa historia del recitativo, en sus funciones li-túrgicas y profanas. Pero el estudio del recitativo,

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de los modos de recitar cantando, de cantar dicien-do, de buscar la melodía de las inflexiones del idioma,de enredar la palabra dentro del acompañamientoo de liberarla, por el contrario, del sostén armónico;todo ese proceso que tanto preocupa a los compo-sitores modernos, luego de Mussorgsky y Debussy,llegándose a los logros exasperados, paroxísticos, dela escuela vienesa, no era, en realidad, lo que meinteresaba. Yo buscaba más bien una expresión mu-sical que surgiera de la palabra desnuda, de la pa-labra anterior a la música —no de la palabra hechamúsica por exageración y estilización de sus inflexio-nes, a la manera impresionista—, y que pasara de lohablado a lo cantado de modo casi insensible, el poe-ma haciéndose música, hallando su propia músicaen la escansión y la prosodia, como ocurrió probable-mente con la maravilla del Dies Irae, Dies Illa delcanto llano, cuya música parece nacida de los acen-tos naturales del latín. Yo había imaginado unasuerte de cantata, en que un personaje con fun-ciones de corifeo se adelantara hacia el público, y,en un total silencio de la orquesta, luego de recla-mar con un gesto la atención del auditorio, comen-zara a decir un poema muy simple, hecho de vocablosde uso corriente, sustantivos como hombre, mujer,casa, agua, nube, árbol, y otros que por su elocuen-cia primordial no necesitaran del adjetivo. Aquellosería como un verbo-génesis. Y, poco a poco, la re-petición misma de las palabras, sus acentos, iríandando una entonación peculiar a ciertas sucesionesde vocablos, que se tendría el cuidado de hacer re-gresar a distancias medidas, a modo de un estribilloverbal. Y empezaría a afirmarse una melodía quetuviera —yo lo quería así— la sencillez lineal, el di-bujo centrado en pocas notas, de un himno ambro-siano —Aeterne rerum conditor— que es, para mí,

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el estado de la música más cercano a la palabra.Transformado el hablar en melodía, algunos instru-mentos de la orquesta entrarían discretamente, a mo-do de una puntuación sonora, a encuadrar y delimi-tar los períodos normales del recitado, afirmándo-se, en estas intervenciones, la materia vibrante deque cada instrumento estuviera hecho: presenciade la madera, del cobre, de la cuerda, del parchetenso, a modo de un enunciado de aleaciones posi-bles. Por otra parte, me había impresionado mucho,en aquellos días lejanos, la revelación de un tropocompostelano —Congaudeant Catholici—, en queuna segunda voz era situada sobre la del cantus fir-mus con el papel de adornarla, de darle las melis-mas, las luces y sombras que no fuera decente agre-gar directamente al tema litúrgico, cuya pureza, así,quedaba salvaguardada: especie de guirnalda colgadade una severa columna, que nada le restaba de sudignidad, pero le añadía un elemento ornamental,flexible, ondulante. Yo veía las entradas sucesivas delas voces del coro, sobre el canto primicial del cori-feo, a la manera con que éstas se ordenaban —ele-mento masculino, elemento femenino— en el tropocompostelano. Esto, desde luego, creaba una sucesiónde acentos nuevos cuyas constantes engendraban unritmo general: ritmo que la orquesta, con sus me-dios sonoros, diversificaba y coloreaba. Ahora, porvías del desarrollo, el elemento melismático pasabaal terreno instrumental, buscando planos de varia-ción armónica y oposiciones entre los timbres pu-ros, mientras el coro, por fin compactado, podía en-tregarse a una suerte de invención de la polifonía,dentro de un enriquecimiento creciente del movi-miento contrapuntístico. Así pensaba yo lograr unacoexistencia de la escritura polifónica y la de tipo ar-mónico, concertadas, machihembradas, según las le-

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yes más auténticas de la música, dentro de una odavocal y sinfónica, en constante aumento de intensi-dad expresiva, cuya concepción general era, por lopronto, bastante sensata. La sencillez del enuncia-do prepararía al oyente para la percepción de unasimultaneidad de planos que, de haberle sido pre-sentada de golpe, le hubiera resultado intrincada yconfusa, haciéndosele posible seguir, dentro de lalógica indiscutible de su proceso, el desarrollo de unapalabra-célula a través de todas sus implicacionesmusicales. Había, desde luego, que desconfiar delposible desorden de estilos engendrados por esa suer-te de reinvención de la música que, en lo instru-mental, entrañaba riesgosas incitaciones. De lo últi-mo pensaba defenderme especulando con los timbrespuros, y me citaba a mí mismo, como referencia,unos sorprendentes diálogos de flautín y contrabajo,de oboe y trombón, que había encontrado en obrasde Alberic Magnard. En cuanto a la armonía, pen-saba hallar un elemento de unidad en el uso habili-doso de los modos eclesiásticos, cuyos recursos inex-plotados empezaban a ser aprovechados, desde ha-cía muy pocos años, por algunos de los músicos másinteligentes del momento... Rosario abre la puerta yla luz del día me sorprende en deleitosa reflexión.Aún no vuelvo de mi asombro: el Treno estabadentro de mí, pero fue resembrada su semilla y em-pezó a crecer en la noche del Paleolítico, allá, másabajo, en las orillas del río poblado de monstruos,cuando escuché cómo aullaba el hechicero sobre uncadáver ennegrecido por la ponzoña de un crótalo,a dos pasos de una zahurda donde estaban los cau-tivos postrados sobre sus excrementos y orines.Esa noche me fue dada una gran lección por loshombres a quienes no quise considerar como hom-bres; por aquellos mismos que me hicieran ufanar-

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me de mi superioridad, y que, a su vez, se creíansuperiores a los dos ancianos babeantes que roíanhuesos dejados por los perros. Ante la visión de unauténtico treno, renació en mí la idea del Treno, consu enunciado de la palabra-célula, su exorcismo ver-bal que se transformaba en música al necesitar másde una entonación vocal, más de una nota, para al-canzar su forma —forma que era, en ese caso, lareclamada por su función mágica, y que, por la al-ternación de dos voces, de dos maneras de gruñir,era, en sí, un embrión de Sonata—. Yo, el músicoque contemplaba la escena, estaba añadiendo el res-to: oscuramente intuía lo que había ya de futuro enello y lo que aún le faltaba. Cobraba conciencia dela música transcurrida y de la no transcurrida...Ahora voy corriendo, bajo la lluvia, a la casa delAdelantado, para pedirle una de sus libretas; unade esas en cuya portada se lee: Cuaderno de... Per-teneciente a... —que me entrega, por cierto, con al-guna mala gana—, y empiezo a esbozar ideas musica-les sobre pentagramas que yo mismo trazo, sirvién-dome, como regla, del lomo casi recto de un ma-chete.

XXX

De primer intento, por fidelidad a un viejoproyecto de adolescencia, yo hubiera querido trabajarsobre el Prometeo Desencadenado de Shelley, cuyoprimer acto ofrece por sí solo —como el tercio delSegundo Fausto— un maravilloso tema de cantata.La liberación del encadenado, que asocio mentalmen-te a mi fuga de allá, tiene implícito un sentido deresurrección, de regreso de entre las sombras, muyconforme a la concepción original del treno, que

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era canto mágico destinado a hacer volver un muer-to a la vida. Ciertos versos que ahora recuerdo hu-bieran correspondido admirablemente a mi deseo detrabajar sobre un texto hecho de palabras simplesy directas: Ah me! Alas, pain, pain, pain, ever, forever! —No change, no pause, no hope! Yet I endure!Y luego, esos coros de montañas, de manantiales, detormentas: de elementos que ahora me rodean y sien-to. Esa voz de la tierra, que es Madre a la vez, ar-cilla y matriz, como las Madres de Dioses que aúnreinan en la selva. Y esas «perras del infierno»—hounds of hell— que irrumpen en el drama y au-llan con más acento de ménade que de furia. Ah, Iscent lije! Let mi but look into his eyes! Pero no. Esabsurdo caldearse la imaginación sobre esto, puestoque no tengo el texto de Shelley ni lo tendré jamásaquí donde sólo hay tres libros: la Genoveva deBrabante de Rosario; el Líber Usualis, con los textospropios del ministerio de fray Pedro, y La Odisea deYannes. Hojeando Genoveva de Brabante descubrocon sorpresa que el asunto del cuento, si se le des-poja de un estilo intolerable, no es mucho peor queel de óperas excelentes, pareciéndose bastante alde Pelleas. En cuanto a la prosa cristiana, ésta mealejaría de la idea del Treno, dando un estilo ver-sicular, bíblico, a toda la cantata. Me queda, pues, LaOdisea, cuyo texto está en español. Nunca había pen-sado en componer música para poema alguno escri-to en ese idioma que, por sí mismo, constituiría uneterno obstáculo a la ejecución de una obra coralen cualquier gran centro artístico. Pero me enoja,de pronto, esa inconsciente confesión de un de-seo de «verme ejecutado». Mi renuncia no sería verda-dera nunca, mientras pudiera sorprenderme en talesresabios. Era el poeta de la isla desierta de RainerMaría, y como tal debía crear, por necesidad profun-

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da. Además, ¿cuál era mi idioma verdadero? Sabíael alemán, por mi padre. Con Ruth hablaba el inglés,idioma de mis estudios secundarios; con Mouche, amenudo el francés; el español de mi Epítome de Gra-mática —Estos, Fabio...— con Rosario. Pero este úl-timo idioma era también el de las Vidas de Santos,empastadas en terciopelo morado, que tanto me ha-bía leído mi madre: Santa Rosa de Lima, Rosario.En la coincidencia matriz veo como un signo propi-ciatorio. Vuelvo, pues, sin más vacilación, a La Odi-sea de Yannes. Su retórica empieza por descorazo-narme, pues me niego a usar de fórmulas invocato-rias del tipo de «Hijo de Cronos, padre mío, supre-ma majestad», o «Hijo de Laerte, vástago de dioses,Ulises de mil astucias». Nada resultaría más opuestoal género de texto que necesito. Leo y releo algunospasajes, impaciente por ponerme a escribir. Me de-tengo varias veces sobre el episodio de Polifemo,pero en fin de cuentas lo encuentro demasiado mo-vido y lleno de peripecias. Salgo de la casa irritadoy doy vueltas bajo la lluvia, ante el escándalo deRosario. Apenas si respondo a Tu mujer que se alar-ma de verme tan nervioso; pero pronto deja de pre-guntar, admitiendo que el varón tiene «días malos»y que en modo alguno está obligado a dar cuenta delo que le arruga el ceño. Por no molestar se sientaen un rincón, a mis espaldas, y se pone a limpiar lasorejas de Gavilán, que se le han llenado de garrapa-tas, con la punta de un retoño de bambú. Pero apoco me vuelve el buen humor. La solución del pro-blema era sencilla: bastaba aligerar de hojarasca eltexto homérico para hallar la simplicidad deseada.De pronto, en el episodio de la evocación de los muer-tos, encuentro el tono mágico, elemental, a la vezpreciso y solemne: «Hago a los muertos tres libacio-nes. Libación de leche y miel. Libación de vino y li-

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bación de agua clara. Derramo la harina y prometoque cuando regrese a Itaca sacrificaré la mejor demis vacas sobre el fuego del altar y daré a Tiresiasun carnero negro, el mejor de mis rebaños... Hedegollado las bestias, he derramado su sangre, y veoaparecer las sobras de los que duermen en la muer-te.» A medida que el texto cobra la consistencia re-querida, concibo la estructura del discurso musical.El paso de la palabra a la música se hará cuando lavoz del corifeo se enternezca, casi imperceptiblemen-te, sobre la estrofa en que se habla de las vírgenesenlutadas y de los guerreros caídos bajo el broncede las lanzas. El elemento melismático que habré decolocar sobre la primera voz será traído por la que-ja de Elpenor, que llora de no tener «su tumba enla tierra, al borde de los caminos». En el poema mis-mo se habla de un largo gemido que interpretaré envocalización, preludio de su imploración: «No meabandones sin lágrimas, ni funerales; quémame contodas mis armas y levanta mi tumba en la orilla delmar para que todos sepan mi desgracia. Planta so-bre mis despojos el remo con que remaba entrevosotros.» La aparición de Anticleia pondrá el tim-bre de contralto en el edificio vocal que se me hacecada vez más dibujado, entrando como una suertede fabordón en el discantus de Ulises y Elpenor.Un acorde muy abierto de la orquesta, con sonori-dad de pedal de órgano, anunciará la presencia deTiresias. Pero aquí me detengo. La necesidad de es-cribir música es tan imperiosa que empiezo a tra-bajar sobre lo apuntado, viendo renacer los signosmusicales, por tanto tiempo olvidados, bajo la minade mi lápiz. Cuando termino una primera página deesbozos me detengo maravillado ante esos toscospentagramas, irregularmente trazados, de líneas másconvergentes que paralelas, sobre los cuales se ins-

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criben las notas de un comienzo homofónico quetiene, en una gráfica misma, algo de ensalmo, de in-vocación, de música distinta a la que yo hubiera es-crito hasta ahora. En nada se asemejaba esto a lamañosa escritura de aquel desventurado «Preludio»para el «Prometeo Encadenado», muy al gusto deldía, en que, como tanta gente, había tratado de vol-ver a encontrar la salud y la espontaneidad del arteartesanal —la obra empezaba el miércoles para sercantada en el oficio del domingo—, tomando susfórmulas, sus recetas contrapuntísticas, su retórica,pero sin recuperar su espíritu. No eran las disonan-cias, los puntos mal colocados sobre puntos, las as-perezas de los instrumentos situados adrede en losregistros más rispidos e ingratos, los que iban a ase-gurar la perdurabilidad de un arte de calco, de fa-bricación en frío, en que sólo el muerto legado —laforma y las rectas para «desarrollar»— era actua-lizado, en obras que olvidaban demasiado a menudo,y con todo propósito de olvidarlos, la enjundia genialde los tiempos lentos, la sublime inspiración de lasarias, para hacer juegos de manos en medio del atur-dimiento, de la prisa, del correr, de los allegros. Unasuerte de ataxia locomotriz había aquejado duranteaños a los autores de Concerti Grossi, en que dosmovimientos en corcheas y semicorcheas —como sino hubiesen existido notas blancas o redondas—, de-sencuadrados por acentos martillados fuera de lugar,contrarios a la respiración misma de la música, tre-pidaban a ambos lados de un ricercare cuya pobre-za de ideas era disimulada bajo el contrapunto másmal sonante que pudiera inventarse. Yo también,como tantos otros, me había dejado impresionar porconsignas de «regreso al orden», necesidad de pure-za, de geometría, de asepsia, acallando en mí todocanto que pugnara por levantarse. Ahora lejos de

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las salas de conciertos, de los manifiestos, del ina-cabable aburrimiento de las polémicas de arte, in-vento música con una facilidad que me asombra,como si las ideas, bajadas del cerebro, me llenaranla mano, atrepellándose por salir a través del plo-mo del lápiz. Sé que debo desconfiar de lo que secrea sin algún dolor. Pero ya habrá tiempo de ta-char, de criticar, de ceñir. En medio de la lluvia quecae sin tregua, escribo con jubilosa impaciencia,como impulsado por un brote de energía interior,reduciendo mi escritura, en muchos casos, a unasuerte de taquigrafía que sólo yo podría descifrar.Cuando me duerma esta noche, los primeros estadosdel Treno habrán llenado todo el Cuaderno de...Perteneciente a...

XXXI

Acabo de tener una desagradable sorpresa. ElAdelantado, a quien fui a pedir otro cuaderno, mepreguntó si me los tragaba. Le expliqué por qué ne-cesitaba más papel. «Te doy el último», me dijo, demal humor, explicándome luego que esas libretas sedestinaban a levantar actas, consignar acuerdos, to-mar apuntes de utilidad, y en modo alguno podíandespilfarrarse en músicas. Para calmar mi despecho,me ofrece la guitarra de su hijo Marcos. Según veo,no establece relación alguna entre el hecho de com-poner y la necesidad de escribir. Todas las músicasque conoce son de arpistas, tocadores de bandola,gentes de plectro, que siguen siendo ministriles delMedievo, como los venidos en las carabelas prime-ras, y para nada necesitan de partituras ni saben,siquiera, de papeles pautados. Enojado, voy a quejar-me a fray Pedro. Pero el capuchino da toda la razón

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al Adelantado, añadiendo que éste, además, pareceolvidar que pronto habrán de llevarse Libros de Bau-tizo y Libros de Entierros, en la comunidad, sin ol-vidar el Registro de Casamientos. Y, de súbito, seencara conmigo, preguntándome si pienso seguir enconcubinato por toda la vida. Tan poco me esperabaesto que balbuceo cualquier cosa ajena a la cuestión.Fray Pedro, ahora, increpa a los que se tienen porpersonas cultas y sensatas, y empiezan por entorpecersu labor de evangelización, dando malos ejemplos alos indios. Afirma que estoy en la obligación de casar-me con Rosario, pues las uniones santificadas y legalesdeben ser la base del orden que habrá de instaurarseen Santa Mónica de los Venados. Repentinamenteme vuelve el aplomo y tengo una reacción irónica,diciéndole que muy bien se vivía aquí sin su minis-terio. Todas las venas de la cara del fraile parecenhincharse a un tiempo; iracundo, me grita, con laviolencia de quien insulta o profiere improperios,que no tolera dudas acerca de la legitimidad de suministerio, justificando su presencia con una fraseen que Cristo hablaba de las ovejas que no eran desu rebaño y tenían que recogerse para que oyeran suvoz. Sorprendido por la ira de fray Pedro, que gol-pea el suelo con su cayado, me encojo de hombrosy miro a otra parte, guardando para mí lo que iba adecirle: He aquí para lo que sirve una iglesia. Yasalen a relucir las ataduras hasta ahora escondidasbajo el sayal samaritano. No pueden dos cuerposyacer y gozarse, sin que unos dedos de uñas negrastracen sobre ellos el signo de la cruz. Habrá queasperjar de agua bendita las esteras en que nos abra-zamos, un domingo en que hayamos consentido a serlos personajes de una edificante estampa. Tan ri-dículo me parece el cromo nupcial, que prorrumpoen una carcajada y salgo de la iglesia, cuya pared

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abierta en rajaduras ha sido calafateada temporal-mente con anchas hojas de malangas, sobre las quecorre la lluvia con sordo tamborileo. Vuelvo a nues-tra choza, y debo confesarme, entonces, que mi bur-la, mi risa desafiante, no eran sino fáciles reaccio-nes de quien buscaba, en muy literarios principiosde libertad, una manera de ocultar la verdad moles-ta: estoy casado ya. Y poco importaría esto si noamara hondamente, entrañablemente, a Rosario. Labigamia, a tales distancias de mi país y de sus tribu-nales, sería un delito incomprobable. Podría prestar-me a la comedia ejemplar pedida por el fraile, y to-dos quedarían contentos. Pero pasaron los tiemposde las estafas. Por lo mismo que he vuelto a sentir-me un hombre, me he prohibido el uso de la men-tira; ya que la lealtad puesta por Rosario a cuantome atañe es algo que estimo sobre todas las cosas,me subleva la idea de engañarla —y más, en materiaa que tanta importancia atribuye, por instinto, lamujer llevada a buscar casa donde albergar la vi-viente casa de su gravidez siempre posible—. Nopodría aceptar el espectáculo atroz de verla guar-dar entre sus ropas, tal vez con alegría de niña en-domingada, el acta, suscrita en papel de libreta, enque se nos declare «marido y mujer ante Dios». Laconciencia de mi conciencia me impide ya semejan-tes canalladas. Por lo mismo, tengo temor a las pro-bables tácticas frailunas: firme en su propósito,Pedro de Henestrosa actuará sobre el ánimo de Tumujer, para que sea ella quien se coloque en el dis-paradero. Me veré en el dilema de confesar lo ciertoo de mentir. La verdad —si la digo— me pondrá ensituación difícil ante el misionero, falseándose, dehecho, la plácida y simple armonía de mi vida conRosario. La mentira —si la acepto— echará abajo,con un acto grave, la rectitud de proceder que yo

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me había propuesto como ley inquebrantable en estanueva vida. Por huir de la zozobra, del acoso de estacavilación, trato de concentrarme en el trabajo demi partitura, lográndolo al fin con arduo esfuerzo.Estoy en el momento, sumamente difícil, de la apa-rición de Anticleia, que hace pasar la voz de Ulisesa un plano de simple discantus, bajo el lamentomelismático de Elpenor, introduciendo el primer epi-sodio lírico de la cantata —episodio cuya materiapasará a la orquesta, luego de la entrada de Tire-sias, sirviendo de alimento al primer desarrollo detipo instrumental, bajo una polifonía establecida enel plano de las voces... Al final del día, a pesar dehaber apretado la escritura hasta donde fuera posi-ble, veo que he llenado ya la tercera parte del se-gundo cuaderno. Es evidente que debo hallar con ur-gencia un modo de resolver este problema. Algunamateria debe haber en la selva, tan pródiga en teji-dos naturales, yutas extrañas, yaguas, envolturas defibra, en que se haga posible escribir. Pero lluevesin cesar. Nada está seco en todo el Valle de lasMesetas. Aprieto un poco más la gráfica, con astu-cias de pendolista, para aprovechar cada milímetrode papel; pero esa preocupación mezquina, avara,contraria a la generosidad de la inspiración, cohibemi discurso, haciéndome pensar en pequeño lo quedebo ver en grande. Me siento maniatado, menguado,ridículo, y acabo por abandonar la tarea, poco an-tes del crepúsculo, con resquemante despecho. Nun-ca pensé que la imaginación pudiera toparse algunavez con un escollo tan estúpido como la falta de pa-pel. Y cuando más exasperado me encuentro, Rosa-rio me pregunta a quién estoy escribiendo cartas,puesto que aquí no hay correo. Esa confusión, laimagen de la carta hecha para viajar y que no puedeviajar, me hace pensar, de súbito, en la vanidad de

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todo lo que estoy haciendo desde ayer. De nada sirvela partitura que no ha de ser ejecutada. La obra dearte se destina a los demás, y muy especialmente lamúsica, que tiene los medios de alcanzar las másvastas audiencias. He esperado el momento en quese ha consumado mi evasión de los lugares en dondepodría ser escuchada una obra mía, para empezar acomponer realmente. Es absurdo, insentato, risible.Y, sin embargo, puedo prometerme, jurarme en vozbaja que el Treno se quedará ahí, que no pasará delprimer tercio de la segunda libreta: sé que maña-na, al alba, una fuerza que me posee me hará to-mar el lápiz y esbozar la página en la aparición deTiresias, que suena ya en mis oídos con su festivasonoridad de órgano: tres oboes, tres clarinetes, unfagot, dos cornos, trombón. No importa que el Tre-no no se ejecute nunca. Debo escribirlo y lo escri-biré, sea como sea; aunque fuera para demostrarmeque no estaba vacío, totalmente vacío —como quisehacérselo creer, un día de este año, al Curador. Algocalmado, me recuesto en mi hamaca. Pienso nueva-mente en el fraile y su exigencia. Tu mujer está de-trás de mí, acabando de asar unas mazorcas de maízsobre un fuego que mucho le ha costado encender,a causa de la humedad. Desde donde se encuentrano puede ver mi rostro en sombra, ni podrá ob-servar mi expresión cuando le hable. Me decido porfin a preguntarle, con voz que no me suena muyfirme, si ella cree útil o deseable que nos casemos.Y cuando creo que se va a agarrar de la oportuni-dad para hacerme el protagonista de un cromo do-minical para uso de catecúmenos, la oigo decir, asom-brado, que de ninguna manera quiere el matrimonio.Al punto se transforma mi sorpresa en celoso des-pecho. Voy hacia Rosario, muy dolido, a pedirle ex-plicaciones. Pero me deja desconcertado con una ar-

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gumentación que es la de sus hermanas, fue sin dudala de su madre, y es probablemente la razón delrecóndito orgullo de esas mujeres que nada temen:según ella, el casamiento, la atadura legal, quita todorecurso a la mujer para defenderse contra el hom-bre. El arma que asiste a la mujer frente al compa-ñero que se descarría es la facultad de abandonarloen todo momento, de dejarlo solo, sin que tenga me-dios de hacer valer derecho alguno. La esposa legal,para Rosario, es una mujer a quien pueden mandara buscar con guardias, cuando abandona la casa enque el marido ha entronizado el engaño, la seviciao los desórdenes del licor. Casarse es caer bajo elpeso de leyes que hicieron los hombres y no las mu-jeres. En una libre unión, en cambio —afirma Rosa-rio, sentenciosa—, «el varón sabe que de su tratodepende tener quien le dé gusto y cuidado». Confie-so que la campesina lógica de este concepto medeja sin réplica. Frente a la vida, es evidente que Tumujer se mueve en un mundo de nociones, de usos,de principios, que no es el mío. Y, sin embargo, mesiento humillado, en un plano de molesta inferiori-dad, porque soy yo, ahora, el que quisiera obligarlaa casarse; soy yo quien aspira a verse pintado en laedificante estampa nupcial, oyendo a fray Pedro pro-nunciar la fórmula ritual de casamiento, ante la in-diada reunida. Pero hay un papel firmado y legaliza-do, allá, muy lejos, que me quita toda fuerza moral.Allá, sobre el papel que aquí tanto falta... En esemomento, un grito de Rosario, seguido de un jadeode terror, me hace mirar atrás. Lo que apareció allí,en el marco de la ventana, es la lepra; la gran leprade la antigüedad, la clásica, la olvidada por tantospueblos, la lepra del Levítico, que aún tiene horri-bles depositarios en el fondo de estas selvas. Bajoun gorro puntiagudo hay un residuo, una piltrafa de

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semblante, una escoria de carne que aún se sujetaen torno a un agujero negro, abierto en sombrasde garganta, cerca de dos ojos sin expresión, que soncomo de llanto endurecido, prestos a disolverse tam-bién, a licuarse, dentro de la desintegración del serque los mueve y despide por la tráquea una suertede ronquido bronco, señalando las mazorcas con unamano de ceniza. No sé qué hacer frente a esa pesa-dilla, a ese cuerpo presente, a ese cadáver que ges-ticula tan cerca, agitando pedazos de dedos, y tienea Rosario arrodillada en el suelo, muda de pavor.«¡Vete, Nicasio! —dice la voz de Marcos, que se acer-ca sin enojo—. ¡Vete, Nicasio! ¡Vete!» Y lo empujasuavemente con una rama horquillada, para separar-lo de la ventana. Luego entra en nuestra choza rien-do, toma una mazorca y la arroja al miserable, quese la guarda en una alforja, y se aleja hacia la mon-taña, arrastrándose más que andando. Sé ahora quehe visto a Nicasio, un buscador de oro a quien el Ade-lantado encontró aquí al llegar, ya muy enfermo, yque vive en una caverna distante, esperando unamuerte que le tiene demasiado olvidado. Le está pro-hibido venir a la población. Pero hace tanto tiempoque no se atrevía a acercarse, que hoy no hubo ma-yores sanciones. Horrorizado por la idea de que el le-proso pueda regresar, invito al hijo del Adelantadoa compartir nuestra cena. Presto corre bajo la llu-via a buscar su vieja guitarra de cuatro cuerdas—la misma que sonó a bordo de las carabelas— ysobre un ritmo que hace correr sangre de negrosbajo la melodía del romance, empieza a cantar:

Soy hijo del rey Mulatoy de la reina Mulatina;la que conmigo casaramulata se volvería.

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XXXII

Al saber que trataba de escribir en yaguas, encortezas, en el cuero de venado que alfombra un rin-cón de nuestra choza, el Adelantado, compadecido, meha dado otro cuaderno, aunque advirtiéndome quees el último. Cuando terminen las lluvias se proponeir a Puerto Anunciación por unos días, y entoncesme traerá todas las libretas que yo quiera. Pero aúnhabrán de pasarse más de ocho semanas de aguas, yantes de partir será necesario acabar la edificaciónde la iglesia y reparar todo lo que haya sido dañadopor la humedad, además de procederse a las siem-bras oportunas en tal tiempo. Sigo trabajando, pues,sabiendo que al cabo de sesenta y cuatro pequeñashojas llenadas quedarán los esbozos donde están.Casi temo, ahora, que me vuelva la maravillosa ex-citación imaginativa del comienzo y, usando muchola goma del lápiz —es decir: haciendo algo que noacrece el consumo de papel— paso los días enmen-dando y aligerando los guiones primeros. No he vuel-to a mentar el matrimonio a Rosario; pero su nega-tiva de la otra tarde es algo que, por decir verdad,me escuece a lo hondo. Los días son interminables.Llueve demasiado. La ausencia del sol, que aparecea mediodía como un disco difuminado, más arriba denubes que de grises se hacen blancas por unas ho-ras, mantiene como en estado de agobio esta natu-raleza necesitada de sol para poner a cantar sus co-lores y mover sus sombras sobre el suelo. Los ríosestán sucios, acarreando troncos, balsas de hojaspodridas, escombros de la selva, animales ahogados.Se arman diques de cosas arrancadas y rotas, depronto quebradas por el empellón de un árbol ente-ro que cae, de raíces, de lo alto de una cascada, en-vuelto en borbollones de fango. Todo huele a agua;

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todo suena a agua, y las manos encuentran el aguaen todo. En cada una de mis salidas a la busca dealgo donde poder escribir, he rodado en el lodo,hundiéndome hasta las rodillas en hoyos llenos decieno, mal cubiertos por yerbas traidoras. Todo loque vive de la humedad crece y se regocija; nuncafueron más verdes ni más espesas las hojas de lasmalangas; nunca se multiplicaron tanto los hongos,treparon los musgos, cantaron mejor los sapos, fue-ron más numerosas las criaturas de la madera po-drida. Sobre los farallones de las mesetas, las fil-traciones pintan grandes coladas negras. Cada falla,cada pliegue, cada arruga de la piedra, es cauce deun torrente. Es como si estas mesetas estuvierancumpliendo la gigantesca tarea de arrumbar lasaguas hacia las tierras de abajo, dando a cada co-marca su caudal de lluvia. No se puede levantar unatabla caída en tierra sin encontrar, debajo, una fugadesaforada de chinches grises. Los pájaros desapare-cieron del paisaje, y Gavilán, ayer, ha rastreado unaboa en la parte anegada de la huerta. Los hombresy las mujeres pasan este tiempo como una necesariacrisis de la naturaleza, metidos en sus chozas, tejien-do, haciendo cuerdas, aburriéndose enormemente.Pero padecer las lluvias es otra de las reglas deljuego, como admitir que se pare con dolor, y quehay que cortarse la mano izquierda con macheteblandido por la mano derecha, si en ella ha fundidolos garfios una culebra venenosa. Esto es necesariopara la vida, y la vida ha menester de muchas cosasque no son amenas. Llegaron los días del movimientodel humus, del fomento de la podre, de la macera-ción de las hojas muertas, por esa ley según la cualtodo lo que ha de engendrarse se engendrará en lavecindad de la excreción, confundidos los órganos dela generación con los de la orina, y lo que nace na-

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cera envuelto en baba, serosidades y sangre —comodel estiércol nacen la pureza del espárrago y el ver-dor de la menta. Una noche creímos que las lluviashubieran terminado. Hubo como una tregua, en quelas techumbres dejaron de sonar, y fue un gran res-piro en todo el valle. Se oyó el correr de los ríos,a lo lejos, y una bruma espesa, blanca, fría, se adue-ñó del espacio entre las cosas. Rosario y yo busca-mos nuestros calores en un largo abrazo. Cuando,salidos del deleite, volvimos a cobrar conciencia delo que nos rodeaba, llovía de nuevo. «En tiempo delas aguas es cuando salen empreñadas las mujeres»,me dijo Tu mujer al oído. Puse una mano sobre suvientre en gesto propiciatorio. Por primera vez ten-go ansias de acariciar a un niño que de mí haya bro-tado, de sopesarlo y saber cómo habrá de doblar lasrodillas sobre mi antebrazo y ensalivarse los dedos...Me sorprendo en estas imaginaciones, el lápiz dete-nido sobre un diálogo de trompa y corno inglés,cuando una grita me hace salir al umbral de la casa.Algo ha sucedido en el caserío de los indios, pues to-dos vocean y gesticulan en torno a la choza del Ca-pitán. Rosario, arropada en su rebozo, echa a correrbajo el aguacero. Lo que allá ocurre es atroz: unaniña, de unos ocho años, ha regresado del río, haceun momento, ensangrentada de las ingles a las ro-dillas. Cuando de su llanto horrorizado lograronalguna aclaración, se supo que Nicasio, el leproso,había tratado de violarla, desgarrándole el sexocon las manos. Fray Pedro está restañando la hemo-rragia con hilachas, mientras los hombres, armadosde garrotes, emprende una batida por los alrede-dores. «Yo dije que ese lazarino estaba de más aquí»,recuerda el Adelantado al fraile, como si en estas pa-labras se encerrara un reproche de largo tiempolatente. El capuchino no responde, y, con vieja ex-

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periencia de remedios selváticos, pone un tapón detelarañas en el entrepiernas de la niña, mientras lefrota el pubis con ungüento sublimado. El asco y laindignación que me causa el atropello es indecible:es como si yo, el hombre, todos los hombres, fué-semos igualmente culpables del repugnante intento,por el mero hecho de que la posesión, aun consen-tida, pone al varón en actitud agresiva. Y aún apre-taba yo los puños con furor cuando Marcos me des-lizó un fusil debajo del brazo: era uno de esos fusi-les maquiritares, de dos larguísimos cañones, mar-cado al troquel de los armeros de Demerara, queaún hacen perdurar, en estas lejanías, las técnicasde las primeras armas de fuego. Poniendo el índicesobre sus labios, para no llamar, con palabras, laatención de fray Pedro, el mozo me hizo seña deseguirlo. Envolvimos el fusil en paños, y echamos aandar hacia el río. Las aguas turbulentas y fango-sas, arrastraban el cadáver de un venado, tan hin-chado que su vientre blanco parecía una panza demanatí. Llegamos al lugar de la violación, donde lasyerbas estaban holladas y sucias de sangre. Unos pa-sas se marcaban hondamente en el barro. Marcos,encorvado, se dio a seguir las huellas. Anduvimos du-rante largo tiempo. Cuando empezó a oscurecer, es-tábamos al pie del Cerro de los Petroglifos, sin ha-ber dado con el leproso. Ya nos concertábamos pararegresar, cuando el mestizo me señaló un trillo reciénabierto en la maleza llovida. Avanzamos un poco másy, de pronto, el rastreador se detuvo: Nicasio estabaallí, arrodillado en medio de un claro, mirándonoscon sus horribles ojos. «Apunta a la cara», me dijoMarcos. Levanté el arma y puse la mira al nivel delagujero que se hundía en el semblante del misera-ble. Pero mi dedo no se decidía a hacer presión so-bre el gatillo. De la garganta de Nicasio salía una

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palabra ininteligible, que era algo así como: «onje-jión... onjejión... onjejión». Bajé el arma: lo que pe-día el criminal era la confesión antes de morir. Mevolví hacia Marcos. «Dispara —apremió—. Más valeque el cura no se meta en esto. Volví a apuntar.Pero había dos ojos ahí: dos ojos sin párpados, casisin vida, que seguían mirando. De la presión de midedo dependía apagarlos. Apagar dos ojos. Dos ojosde hombre. Aquello era inmundo; aquello era culpa-ble del más indignante atropello, aquello había des-trozado una carne niña, contaminándola tal vez consu mal. Aquello debía ser suprimido, anulado, dejadoa las aves de rapiña. Pero una fuerza, en mí, se re-sistía a hacerlo, como si, a partir del instante enque apretara el gatillo, algo hubiera de cambiar parasiempre. Hay actos que levantan muros, cipos, des-lindes, en una existencia. Y yo tenía miedo al tiem-po que se iniciaría para mí a partir del segundo enque yo me hiciera Ejecutor. Marcos, con gesto co-lérico, me arrancó el fusil de las manos: «¡Arrasanuna ciudad desde el cielo, pero no se atreven a esto!¿No habías estado en una guerra?...» El fusil ma-quiritare tenía bala en el cañón izquierdo y cargade perdigones en el derecho. Sonaron dos disparostan seguidos que casi se confundieron, rebotandoluego el estampido de roca en roca, de valle en valle...Aun volaban los ecos cuando me forcé a mirar: Ni-casio seguía arrodillado en el mismo lugar, pero surostro se estaba desdibujando, emborronando, per-diendo todo contorno humano. Era una mancha en-carnada que se desintegraba a pedazos y se escurríaa lo largo del pecho, sin prisa, como una materiacerosa que se estuviera derritiendo. Al fin terminóla colada de sangre, y el torso se vino adelante so-bre la yerba mojada. De súbito arreció la lluvia y fuela noche. Era Marcos, ahora, quien llevaba el fusil.

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XXXIII

Es como un largo trueno percutiente que entraen el Valle por el norte y nos pasa encima. Me yergoen lo acunado de la hamaca con tal precipitaciónque casi la volteo. Bajo el avión que gira y regresa,huyen, aterrorizados, los hombres del Neolítico. ElAdelantado ha salido al umbral de la Casa de Gobier-no, seguido de Marcos; ambos miran, pasmados,mientras fray Pedro grita a las mujeres indias, queaullan de miedo en sus chozas, que esto es «cosade blancos» sin peligro para la gente. El avión está,acaso, a unos ciento cincuenta metros del suelo,bajo un pesado techo de nubes prestas a romperseen lluvia nuevamente; pero no son ciento cincuentametros los que separan la máquina volante del Ca-pitán de Indios, que la mira, desafiante, con lamano aferrada al arco: son ciento cincuenta mil años.Por vez primera suena, en estas lejanías, un. motor deexplosión; por vez primera es el aire removido poruna hélice, y esto que repite su redondez, paralela-mente, donde los pájaros tienen las patas, nos traenada menos que la invención de la rueda. El avión,sin embargo, tiene una suerte de titubeo en el modode volar. Advierto que el piloto nos observa comobuscando algo, o esperando una señal. Por ello, echoa correr hacia el centro de la explanada, agitando elrebozo de Rosario. Mi regocijo es tan contagioso quelos indios acuden ahora, ya sin temor, saltando y al-borotando, y tiene fray Pedro que apartarlos con sucayado para despejar el campo. El avión se alejahacia el río, desciende un poco más, y es, de súbito,la vuelta cerrada, que lo trae a nosotros, como vaci-lando de ala a ala, cada vez más bajo. Es luego elcontacto con el suelo; un rodar peligroso hacia la cor-tina de árboles, y un viraje oportuno que frena lo

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que restaba de impulso. Dos hombres salen del apa-rato: dos hombres que me llaman por mi nombre.Y se acrece mi estupor al saber que, desde hace másde una semana, varios aviones me están buscando.Alguien —no saben decirme quién— ha dicho alláque estoy extraviado en la selva, tal vez prisionero deindios sanguinarios. Se ha creado una novela en tor-no a mi persona, que incluye la insidiosa hipótesisde que yo haya sido torturado. Se repite conmigoel caso de Fawcett, y mis relatos, publicados en laprensa, están reactualizando la historia de Livingsto-ne. Un gran periódico tiene ofrecido un premio cuan-tioso a quien me rescate. Los pilotos fueron orien-tados, en su vuelo, por informes del Curador, quienseñaló el área de dispersión de los indios cuyos ins-trumentos musicales vine a buscar. Ya iban a aban-donar la partida cuando, esta mañana, tuvieron queapartarse de los rumbos hasta ahora seguidos poresquivar una turbonada. Al pasar por sobre las Gran-des Mesetas se asombraron al divisar una aglomera-ción de viviendas donde sólo se esperaba a otearsuelos sin huella de hombre, y pensaron, al vermeagitar el rebozo, que era yo el extraviado que busca-ban. Me admiro al saber que esta ciudad de Henoch,aún sin fraguas, donde acaso oficio yo de Jubal, estáa tres horas de vuelo de la capital, en línea recta. Esdecir, que los cincuenta y ocho siglos que medianentre el cuarto capítulo del Génesis y la cifra delaño que transcurre para los de allá, pueden cruzar-se en ciento ochenta minutos, regresándose a la épo-ca que algunos identifican con el presente —comosi lo de acá no fuese también el presente— por so-bre ciudades que son hoy, en este día, del Medievo,de la Conquista, de la Colonia o del Romanticismo.Ahora sacan del avión un bulto envuelto en telasimpermeables, que me hubiera sido arrojado con un

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paracaídas en caso de habérseme hallado donde fue-ra imposible el aterrizaje, y entregan medicamentos,conservas, cuchillos, vendas, a Marcos y al capuchi-no. El piloto aparta una gran cantimplora de alumi-nio, desenrosca la tapa y me hace beber. Desde lanoche de la tempestad en los raudales yo no habíaprobado un sorbo de licor. Ahora, en la universalhumedad que nos envuelve, este alcohol me pro-duce, de súbito, una embriaguez lúcida, que llenamis entrañas de apetencias olvidadas. No sólo qui-siera beber más, y miro por ello con celosa impacien-cia al Adelantado y a su hijo que también tragan demi aguardiente, sino que mil ansias de sabores sedisputan mi paladar. Son llamadas apremiantes delté y del vino, del apio y del marisco, del vinagre ydel hielo. Y es también ese cigarrillo que renace enmi boca, cuyo olor es el de los cigarrillos de tabacorubio que fumaba en la adolescencia, a hurtadillasde mi padre, en el camino del Conservatorio. Hay,dentro de mí mismo, como un agitarse de otro quetambién soy yo, y no acaba de ajustarse a su propiaestampa; él y yo nos superponemos incómodamente,como esas planchas movidas de un tiro de litogra-fía, donde el hombre amarillo y el hombre rojo noaciertan a coincidir —como cosas que ojos sanoscontemplaran con lentes de miope—. Este líquido ar-diente que pasa por mi garganta me desconcierta yablanda. Me siento a la vez deshabitado y mal habi-tado. En este segundo precioso me acobardo bajolas montañas, bajo las nubes que vuelven a espe-sarse; bajo los árboles que las lluvias hicieron másfrondosos. Hay como telones que se cierran en tornomío. Ciertos elementos del paisaje se me hacen aje-nos; los planos se trastruecan, deja de hablarmeaquel sendero y el ruido de las cascadas crece hastahacerse atronador. En medio de ese infinito correr

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del agua, oigo la voz del piloto como alto distin-to del lenguaje que emplea: es algo que había desuceder, un acontecimiento expresado en palabras,una convocatoria inaplazable, que tenía que alcan-zarme por fuerza, dondequiera que me encontrara. Medice que recoja mis cosas para marcharme con ellossin demora, pues la lluvia amenaza otra vez, y sólo seaguarda a que la bruma suelte el tope de una mesetapara arrancar el motor. Hago un gesto de denega-ción. Pero en ese mismo instante suena dentro demí, con sonoridad poderosa y festiva, el primer acor-de de la orquesta del Treno. Recomienza el drama dela falta de papel para escribir. Y luego viene la ideadel libro, la necesidad de algunos libros. Pronto seme hará imperioso el deseo de trabajar sobre elPrometheus Unbound —Ah, mi! Alas, pain, pain,ever, for everl De espaldas a mí habla nuevamenteel piloto. Y lo que dice, que siempre es lo mismo, des-pierta en mí el recuerdo de otros versos del poema:I heard a sound of voices; not the voice which Igrave jorth. El idioma de los hombres del aire, quefue mi idioma durante tantos años, desplaza en mimente, esta mañana, el idioma matriz —el de mi ma-dre, el de Rosario—. Apenas si puedo pensar enespañol, como había vuelto a hacerlo, ante la sono-ridad de vocablos que ponen la confusión en miánimo. No me quiero marchar, sin embargo. Peroadmito que carezco de cosas que se resumen en dospalabras: papel, tinta. He llegado a prescindir detodo lo que me fuera más habitual en otros tiempos:he arrojado objetos, sabores, telas, aficiones, como unlastre innecesario, llegando a la suprema simplifica-ción de la hamaca, del cuerpo limpiado con cenizay del placer hallado en roer mazorcas asadas a labrasa. Pero no puedo carecer de papel y de tinta:de cosas expresadas o por expresar con los medios

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del papel y de la tinta. A tres horas de aquí haypapel y hay tinta, y hay libros hechos de papel y detinta, y cuadernos, y resmas de papel, y pomos, bote-llas, bombonas de tinta. A tres horas de aquí... Miroa Rosario. Hay en su semblante una expresión fríay ausente, que no expresa disgusto, angustia ni dolor.Es indudable que advierte mi zozobra, pues susojos, que evitan los míos, tienen la mirada dura, al-tiva, de quien quiere demostrar a todos que nada delo que pueda ocurrir importa. En eso, Marcos llegacon mi vieja maleta verdecida por los hongos. Hagoun nuevo gesto de denegación, pero mi mano se abrepara recibir los Cuadernos de... Perteneciente a...que en ellas colocan. La voz del piloto, que muchodebe apetecer la recompensa ofrecida, suena enérgi-camente para apremiarme. Ahora, el mestizo sube alavión llevando los instrumentos musicales que debe-rían estar en posesión del Curador. Le digo que no,y luego que sí, pensando que el bastón de ritmo, lassonajeras y la jarra funeraria, al partir envueltosen sus esteras de fibra, me librarán de las presen-cias que todavía turbaban mi sueño en las nochesde la cabaña. Bebo lo que quedaba en la cantimplo-ra de aluminio. Y, de repente, es la decisión: iréa comprar las pocas cosas que me son necesariaspara llevar, aquí, una vida tan plena como la cono-cen los demás. Todos ellos, con sus manos, con suvocación, cumplen un destino. Caza el cazador, adoc-trina el fraile, gobierna el Adelantado. Ahora soyyo quien debe tener también un oficio —el legíti-mo— fuera de los oficios que aquí requieren el es-fuerzo común. Dentro de algunos días regresaré parasiempre, luego de haber enviado los instrumentosal Curador y de haberme comunicado con Ruth, paraexplicarle la situación lealmente y pedirle un prontodivorcio. Comprendo ahora que mi adaptación a

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esta vida fuera acaso demasiado brusca; mi pasadoexigía el cumplimiento de un último deber, con larotura del vínculo legal que me ataba todavía al mun-do de allá. Ruth no había sido una mala mujer,sino la víctima de su vocación malograda. Aceptaríatodas las culpas cuando comprendiera la inutilidadde obstaculizar el divorcio o reclamar cosas imposi-bles a un hombre que conocía los caminos de laevasión. Y, dentro de tres o cuatro semanas, yo esta-ría de vuelta en Santa Mónica de los Venados, contodo lo necesario para trabajar durante varios años.En cuanto a la obra producida, la llevaría el Ade-lantado a Puerto Anunciación, cuando le tocara ba-jar al poblado, quedando al cuidado del correo flu-vial: los directores y músicos amigos a quienes se-ría destinada se entenderían con ella, ejucutándola ono. Me sentía curado de toda vanidad a ese respec-to, aunque me creyera capaz, ahora, de expresarideas, de inventar formas, que curaran la música demi tiempo de muchas torceduras. Aunque sin enva-necerme de lo ahora sabido —sin buscar la hueravanidad del aplauso—, no debía callarme lo que sa-bía. Un joven, en alguna parte, esperaba tal vez mimensaje, para hallar en sí mismo, al encuentro demi voz, el mundo liberador. Lo hecho no acababa deestar hecho mientras otro no lo mirara. Pero basta-ba que uno solo mirara para que la cosa fuera, y sehiciera creación verdadera por la mera palabra deun Adán nombrando.

El piloto me pone la mano en el hombro congesto imperativo. Rosario parece ajena a todo. Le ex-plico entonces, en pocas palabras, lo que acabo dedecidir. Ella no responde, encogiéndose de hombroscon una expresión que ha pasado a ser despectiva.Le entrego, entonces, como prueba, los apuntes delTreno. Le digo que, para mí, esos cuadernos son la

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cosa más valiosa después de ella. «Te los puedesllevar», me dice con acento rencoroso, sin mirarme.La beso, pero se me zafa con gesto rápido, huyendode los brazos que la abrazaban, y se aleja, sin vol-ver la cabeza, con algo de animal que no quiere seracariciado. La llamo, le hablo, pero en ese instantearranca el motor del avión. Los indios prorrumpenen una grita jubilosa. Desde la cabina de mando, elpiloto me hace una última seña. Y una puerta me-tálica se cierra detrás de mí. Los motores armanun estrépito que no me deja pensar. Y luego es elir hasta el extremo de la explanada; es la media vuel-ta seguida de una inmovilidad trepidante, que pa-rece encajar las ruedas en el suelo fangoso. Y yalas copas de los árboles quedan abajo; pasamos ra-sando la Meseta de los Petroglifos, y giramos sobreSanta Mónica de los Venados, cuya Plaza Mayor hasido invadida nuevamente por los vecinos. Veo a frayPedro que hace molinetes con su cayado. Veo el Ade-lantado, de brazos en jarras, que mira hacia arriba,junto a Marcos, que sacude su sombrero de cogollo.Sola en el sendero que conduce a nuestra casa, Rosa-rio camina sin alzar la vista del suelo, y me estre-mezco al advertir que su cabellera negra, que cuelgaa ambos lados de la cabeza —dividida por una rayacuyo olor un poco animal me vuelve deleitosamenteal olfato—, tiene algo de velo de viuda. Lejos, en ellugar donde cayó Nicasio, hay un gran revuelo debuitres. Una nube se espesa debajo de nosotros, ypor buscar bonanza ascendemos hacia una nieblaopalescente que nos aisla de todo. Avisado de quevolaremos durante largo tiempo sin visibilidad, meacuesto en el piso del avión y me duermo, algo atur-dido por el licor y la mucha altitud que vamos alcan-zando.

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CAPITULO SEXTO

Y lo que llamáis morir es acabar demorir, y lo que llamáis nacer es empe-zar a morir, y lo que llamáis vivir es morirviviendo.

QUEVEDO. Los sueños

XXXIV

(18 de julio)

Acabamos de atravesar un manso espesor denubes sobre el cual pintábamos todavía —a través dearcos truncos, de obeliscos carcomidos, de colososcon cara de humo— las claridades del día, para ha-llar, abajo, el crepúsculo de la ciudad cuyas lucesempiezan a encenderse. Algunos se divierten en ubi-car un estadio, un parque, una avenida principal,entre tantas geometrías luminosas, paseando los ín-dices sobre los cristales de las ventanillas. Mientrasotros se alegran de llegar, yo me acerco con angustio-sa opresión a ese mundo que dejé hace mes y me-dio, según cálculo hecho sobre los calendarios enuso, cuando en realidad he vivido la pasmosa dila-tación de seis inmensas semanas que escaparon alas cronologías de este clima. Mi esposa ha dejado elteatro para interpretar un nuevo papel: el papel deesposa. Esa es la tremenda novedad que me tienevolando sobre los humos de suburbios que jamáscreía ver más, en vez de estar preparando ya lavuelta a Santa Mónica de los Venados,, donde Tu mu-jer me aguarda con los apuntes del Treno, que ya

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tendrán resmas y resmas de papel donde desarrollar-se. Para más contrasentido, la gente que me rodea, ypara quien fui la gran atracción del viaje, pareceenvidiarme: todos me mostraron recortes de pu-blicaciones en que Ruth aparece, en nuestra casa, ro-deada de periodistas, o bien irguiendo una siluetaplañidera ante las vitrinas del Museo Organográfico,o mirando un mapa con expresión dramática en elapartamento del Curador. Una noche, estando en es-cena —me cuentan—, tuvo una corazonada. Rompióa sollozar a media réplica, y, saliendo del drama apoco de iniciar el diálogo con Booth, fue directa-mente a la redacción de un gran diario, revelandoque no se tenían noticias mías, que yo había deestar de regreso desde los comienzos del mes, y quemi maestro —quien fuere a verla aquella tarde— es-taba realmente inquieto al no saber de mí. Pronto seevocaron las figuras de exploradores, de viajeros, desabios, cautivos de tribus sanguinarias —con Faw-cett en primer lugar, desde luego—, y Ruth, en el col-mo de la emoción, pidió que el periódico exigierami rescate, dando un premio a quien me hallara enla gran mancha verde, inexplorada, que el Curadorhabía señalado como la zona geográfica de mi desti-no. A la mañana siguiente, Ruth era patética figurade actualidad, y mi desaparición, ignorada la víspe-ra, se hacía noticia de un interés nacional. Todas misfotografías pasaron a ser publicadas, incluso la demi primera comunión —esa primera comunión acep-tada por mi padre a regañadientes— frente a la igle-sia de Jesús del Monte, y las de uniforme, en lasruinas de Monte Cassino, y la otra, frente a la VillaWahnfried, con los soldados negros. El Curador ex-plicó á la prensa, con grandes elogios, mi teoría—¡tan absurda me parece hoy!— del mimetismo-má-gico-rítmico, en tanto que mi esposa ha trazado un

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hermoso y plácido cuadro de nuestra vida conyugal.Pero hay algo más, que me irrita sobremanera: elperiódico, que tan generosamente acaba de premiara los aviadores por mi rescate, muy dado a con-graciarse con el hogar y la familia, se empeña enpresentarme a sus lectores como un personaje ejem-plar. Una temática persistente se hace demasiadoaudible tras la prosa de los artículos que se refie-ren a mí: soy un mártir de la investigación científica,que torna al regazo de la esposa admirable; tambiénen el mundo del teatro y del arte puede hallarse lavirtud conyugal; el talento no se excusa para infrin-gir las normas de la sociedad; vean la Pequeña Cró-nica de Ana Magdalena, evoquen el apacible hogarde Mendelssohn, etc. Cuando me voy enterando detodo lo hecho por sacarme de la selva, me siento ala vez avergonzado e irritado. Yo he costado al paísuna verdadera fortuna: más de lo necesario paraasegurar una existencia holgada a varias familiaspor una vida entera. En mi caso, como en el deFawcett, me sobrecoge el absurdo de una sociedadcapaz de soportar fríamente el espectáculo de cier-tos suburbios —como ésos, sobre los cuales estamosvolando, con sus niños hacinados bajo planchas depalastro—, pero que se enternece y sufre pensandoque un explorador, etnógrafo o cazador, pueda ha-berse extraviado o ser cautivo de bárbaros, en el de-sempeño de un oficio libremente elegido, que inclu-ye tales riesgos en sus reglas, como es albur deltoreo recibir cornadas. Millones de seres humanoshan sido capaces de olvidar, por un tiempo, las gue-rras que se ciernen sobre el orbe, para estar pendien-tes de noticias mías. Y los que ahora se disponen aaplaudirme, ignoran que van a aplaudir a un embus-tero. Porque todo, en este vuelo que ahora se arrum-ba hacia la pista es embuste. Estaba yo en el bar

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del hotel donde habíamos velado al Kappelmeister,cuando, venida del otro extremo del hemisferio, mellegó la voz de Ruth por el hilo del teléfono. Llorabay reía, y estaba rodeada, allá, de tanta gente, queapenas entendí lo que quería decirme. De pronto,fueron expresiones de amor, y la noticia de que ha-bía abandonado el teatro para estar siempre juntoa mí, y que iba a tomar el primer avión para reu-nirse conmigo. Aterrado por ese propósito, que latraería a mi terreno, en la antesala misma de mievasión, allí donde el divorcio se hacía sumamentelargo y difícil en virtud de leyes muy hispánicas,que incluían rogativas al Tribunal de la Rota, le gri-té que permaneciera en nuestra casa y que quientomaría el avión aquella misma noche sería yo. Enla despedida confusa, entrecortada de sonidos para-sitarios, creí oír algo acerca de que quería ser madre.Pero luego, repasando mentalmente cuanto inteligi-ble hubiera emergido de la conversación, quedé conel pulso en suspenso, preguntándome si había dichoque quería ser madre o que iba a ser madre. Estoultimo, para desventura mía, estaba dentro de lasposibilidades, puesto que me había acoplado con ella,por última vez, en rutinario rito dominical, hacíamenos de seis meses. Ese fue el momento en queacepté la suma considerable ofrecida por el periódi-co de mi rescate para reservarle la exclusividad deinnumerables mentiras —ya que son cincuenta cuar-tillas de mentiras las que voy a vender ahora—. Nopuedo, en efecto, revelar lo que de maravilloso hatenido mi viaje, puesto que ello equivaldría a ponerlos peores visitantes sobre el rumbo de Santa Móni-ca y del Valle de las Mesetas. Por suerte, los pilo-tos que me hallaron sólo se refirieron a una misiónen sus reportes, por el hábito verbal de llamar «mi-sión» todo lugar apartado donde un fraile ha planta-

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do una cruz. Y como las misiones no inspiran mayorcuriosidad al público, puedo callarme muchas cosas.Lo que venderé, pues, es una patraña que he idrrepasando durante el viaje: prisionero de una trib-más desconfiada que cruel; logré fugarme, atrave-sando, solo, centenares de kilómetros de selva; al fin,extraviado y hambriento, llegué a la «misión» dondeme encontraron. Tengo en mi maleta una novela fa-mosa, de un escritor suramericano, en que se preci-san los nombres de animales, de árboles, refiriéndo-se leyendas indígenas, sucedidos antiguos, y todo lonecesario para dar un giro de veracidad a mi relato.Cobraré mi prosa, y con una suma de dinero quepuede asegurar a Ruth unos treinta años de vidaapacible, plantearé el divorcio con menos remordi-mientos. Porque es indudable que mi caso ha venidoa agravarse, en lo moral, con esta duda acerca desu gravidez —gravidez que explicaría su brusca de-serción del teatro y la necesidad de acercarse a mí—.Siento que habré de combatir la más terrible de to-das las tiranías: la que suelen ejercer los que amansobre la persona que no quiere ser amada, asistidospor la tremenda fuerza de una ternura y una humil-dad que desarman la violencia y acallan las pala-bras de repudio. No hay peor adversario, en unalucha como la que voy a librar, que quien aceptatodas las culpas y pide perdón antes de que le seña-len la puerta.

Apenas dejo la escalerilla del avión, la bocade Ruth acude a mi encuentro y su cuerpo me buscaen la inesperada intimidad creada por los abrigosabiertos que se hacen uno a ambos lados de nues-tros flancos; reconozco el contacto de sus senos y desu vientre bajo el ligero tejido que los viste, y esluego un prorrumpir en sollozos sobre mi hombro.Estoy cegado por mil relámpagos que son como es-

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pejos rotos en el atardecer del aeródromo. Pero llegaya el Curador, que se me abraza emocionado; vie-ne luego la delegación de la Universidad, encabezadapor el Rector y los Decanos de las Facultades; variosaltos funcionarios del gobierno y de la municipali-dad, el director del periódico —¿no estaba tambiénahí Extieich, con el pintor de las cerámicas y la bai-larina?—, y, finalmente, el personal de mi estudio desincronización, con el presidente de la empresa y elcomisionado de relaciones públicas —completamenteborracho ya—. De la confusión y el aturdimiento queme envuelven veo surgir, como venidos de muy le-jos, muchos rostros que ya había olvidado: rostrosde tantos y tantos que conviven estrechamente connosotros durante años, por la práctica común de unoficio o la concurrencia obligada a un área de tra-bajo, y que, sin embargo, a poco de dejar de verse,desaparecen con sus nombres y el sonido de las pa-labras que decían. Escoltado por esos espectros meencamino hacia la recepción del Ayuntamiento. Y ob-servo a Ruth, ahora, bajo las arañas de la galería delos retratos, y me parece que interpreta el mejor pa-pel de su vida: enredando y desenredando un inaca-bable arabesco, se hace poco a poco el centro delacto, su eje de gravitación, y quitando toda iniciativaa las demás mujeres, usurpa las funciones de amade casa con una gracia y una movilidad de bailarina.Está en todas partes; se desliza detrás de las colum-nas, desaparece para resurgir en otro lugar, ubicua,inasible; entona el gesto cuando un fotógrafo laacecha; alivia una jaqueca importante, hallandola oblea oportuna en su cartera; regresa a mí con unagolosina o una copa en la mano, me contempla conemoción por espacio de un segundo, me roza con sucuerpo con gesto íntimo, que cada cual cree serel único en haber sorprendido; va, viene, coloca unr

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palabra ingeniosa donde alguien citó a Shakespeare,da una breve declaración a la prensa, afirma queme acompañará la próxima vez que yo vaya a la sel-va; se yergue, esbelta, ante el camarógrafo, de lasactualidades, y es su actuación tan matizada, diver-sa, insinuante, dándose sin dejar de guardar las dis-tancias, haciéndose admirar de cerca aunque siempreatenta a mí, usando de mil artimañas inteligentespara ofrecerse a todos como la estampa de la dichaconyugal, que dan ganas de aplaudir. Ruth, en estarecepción, tiene la estremecida alegría de la espos:que va a vivir —esta vez sin el dolor de la desfloración— una segunda noche de bodas; es Genovevade Brabante, vuelta al castillo; es Penélope oyendoa Ulises hablarle del lecho conyugal; es Griseldis,engrandecida por la fe y la espera. Al fin, cuando pre-siente que sus recursos van a agotarse, que una rei-teración puede quitar relumbre al juego de la Pro-tagonista, habla tan persuasivamente de mi fatiga,de mi deseo de reposo y de intimidad, después detantas y tan crueles tribulaciones, que nos dejanmarchar, entre los guiños entendidos de los hom-bres que ven descender a mi esposa la escalinata dehonor, colgada de mi brazo, con el cuerpo modeladopor el vestido. Tengo la impresión, al salir del Ayun-tamiento, que sólo falta bajar el telón y apagar lascandilejas. Me siento ajeno a todo esto. He queda-do muy lejos de aquí. Cuando hace un momento medijo el presidente de mi empresa: «Tómese unosdías más de reposo», lo miré extrañamente, casiindignado de que se atreviera a arrogarse todavíaalguna potestad sobre mi tiempo. Y ahora vuelvo aencontrar la que fue mi casa, como si entrara encasa de otro. Ninguno de los objetos que aquí veotiene para mí el significado de antes, ni tengo deseosde recuperar esto o aquello. Entre los libros alinea-

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dos en los entrepaños de la biblioteca hay centena-res que para mí han muerto. Toda una literaturaque yo tenía por lo más inteligente y sutil que hubie-ra producido la época, se me viene abajo con susarsenales de falsas maravillas. El olor peculiar deeste apartamento me devuelve a una vida que noquiero vivir por segunda vez... Al entrar, Ruth sehabía inclinado para recoger un recorte de periódicoque alguien —un vecino, sin duda— hubiera desliza-do por debajo de la puerta. Parece ahora que su lec-tura le causa una creciente sorpresa. Me alegro yade esta distracción de su mente que retarda los temi-dos gestos de cariño, dándome el tiempo de pensarlo que voy a decirle, cuando hace un ademán vio-lento y se me acerca con los ojos encendidos porla ira. Me entrega un trozo de papel de periódico, yme estremezco al ver una fotografía de Mouche, encoloquio con un periodista conocido por su explota-ción del escándalo. El título del artículo —tomadode un tabloide despreciable— habla de revelacionesacerca de mi viaje. Su autor relata una conversacióntenida con la que fuera mi amante. Esta le declaródel modo más sorpresivo que fue colaboradora míaen la selva: según sus palabras, mientras yo estu-diaba los instrumentos primitivos desde el punto devista organográfico, ella los consideraba bajo el en-foque astrológico —pues, como es sabido, muchospueblos de la antigüedad relacionaron sus escalascon una jerarquía planetaria. Con una intrepidezaterradora, cometiendo errores risibles para cual-quier especialista, Mouche habla de la «danza de lalluvia» de los indios Zunis, con su suerte de sinfoníaelemental en siete movimientos; cita los ragas indos-tánicos, nombra a Pitágoras, con ejemplos debidos,evidentemente, a la amistad de Extieich. Y es hábil,a pesar de todo, ya que con ese despliegue de fal-

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sa erudición trata de justificar, ante los ojos delpúblico, su presencia junto a mí en el viaje, hacien-do olvidar la verdadera índole de nuestras relacio-nes. Se presenta como una estudiosa de la astrolo-gía, que se aprovecha de la misión confiada a unamigo para acercarse a las nociones cosmogónicasde los indios más primitivos. Completa su novelaafirmando que abandonó voluntariamente la empre-sa, allí donde la derribara el paludismo, regresandoen la canoa del doctor Montsalvatje. No dice más,sabiendo que esto basta para que los interesadosentiendan lo que deben entender: en realidad se estávengando de mi fuga con Rosario y del hermosopapel que mi esposa se ha visto atribuir por la opi-nión, en la vasta impostura. Y lo que no dice, lohace vislumbrar el periodista con malvada ironía:Ruth ha empeñado la nación entera en el rescate deun hombre que, en realidad, fue a la selva con unaquerida. El aspecto equívoco de la historia quedabaevidenciado por el silencio de quien, ahora, salía dela sombra con la más pérfida oportunidad. De sú-bito, el sublime teatro conyugal de mi esposa sehundía en el ridículo. Y ella me miraba, en este ins-tante, con un furor situado más allá de las palabras;su cara parecía hecha de la materia yesosa de lasmáscaras trágicas, y la boca, inmovilizada en unamueca sardónica, dejaba ver sus dientes —era de-fecto que ocultaba mucho— en arco demasiado ce-rrado. Sus manos crispadas se habían hundido ensu cabellera, como buscando algo que apretar y rom-per. Comprendí que debía adelantarme al estallidode una cólera que ya no podría contenerse, y preci-pité la crisis largando de golpe todo lo que no habíapensado decir sino varios días después, cuando measistiera la abyecta pero innegable fuerza del dinero.Culpé su teatro, su vocación antepuesta a todo, la

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separación de los cuerpos, el absurdo de una vidaconyugal reducida a la fornicación del séptimo día.Y llevado por una vindicativa necesidad de añadir alo revelado la precisa hincada del detalle, le dijecómo su carne, un buen día, se me había hechodistante; cómo su persona se había transformado,para mí en la mera imagen del deber que se cumplepor pereza ante los trastornos que durante un tiem-po acarrea una ruptura aparentemente injustifica-da. Le hablé luego de Mouche, de nuestros primerosencuentros, en su estudio adornado con figuracionesastrales, donde, al menos, había encontrado algo deljuvenil desorden, del impudor alegre, un tanto ani-mal, que era inseparable, para mí, del amor físico.Ruth, desplomada sobre la alfombra, jadeante, contodas las venas de la cara dibujadas en verde, sóloacertaba a decirme, en una suerte de estertor gimien-te, como queriendo llegar cuanto antes al fin deuna operación intolerable: «Sigue... Sigue... Sigue.»Pero yo había pasado a narrarle mi desprendimien-to de Mouche, mi asco presente por sus vicios y men-tiras, mi desprecio por cuanto significaban las fala-cias de su vida, su oficio de engaño y el perenneaturdimiento de sus amigos engañados por las ideasengañosas de otros engañados —desde que lo con-templaba todo con ojos nuevos, como si regresara,con la vista devuelta, de un largo tránsito por mora-das de verdad—. Ruth se puso de rodillas para escu-charme mejor. Y al punto vi nacer en su mirada elpeligro de una compasión demasiado fácil, de unagenerosa indulgencia que en modo alguno queríaaceptar. Su rostro se iba endulzando de humanacomprensión ante la debilidad castigada, y prontohabría una mano para el caído y vendría el perdónsollozante y magnánimo. Por una puerta abierta veíasu cama demasiado bien arreglada, con las sábanas

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mejores, las flores en el velador, mis pantuflas co-locadas al lado de las suyas, como anticipación deun abrazo previsto, al que no faltaría la reconfortan-te conclusión de una cena delicada que debía estardispuesta en alguna parte del departamento, con susvinos blancos puestos a enfriar. El perdón estaba tancerca que creí llegado el momento de asestar el golpedecisivo, y saqué a Rosario de su secreto, presentan-do este imprevisto personaje al estupor de Ruthcomo algo remoto, singular, incomprensible para losde acá, pues su explicación requería la posesión deciertas llaves. Le pintaba un ser sin asidero paranuestras leyes, que sería inútil tratar de alcanzarpor los caminos comunes; un arcano hecho perso-na, cuyos prestigios me habían marcado, luego depruebas que debían callarse, como se callaban lossecretos de una orden de caballería. En medio deldrama que tenía este conocido aposento por marco,me iba divirtiendo malignamente en aumentar eldesconcierto de mi esposa, con el aspecto de Kun-dry que mis palabras prestaban a Rosario, plantan-do en torno de ella una decoración de Paraíso Te-rrenal, donde la boa rastreada por Gavilán hubierahecho las veces de serpiente. Esa distensión de mímismo dentro de la invención verbal daba ,a mi vozun sonido tan firme y asentado que Ruth, viéndoseamenazada por un real peligro, se colocó frente a mípara escuchar con más atención. De repente dejécaer la palabra divorcio, y como ella no parecíacomprender, la repetí varias veces, sin enojo, con eltono resuelto y nada alterado de quien expone unadecisión inquebrantable. Entonces una gran trágicase alzó ante mí. No podría recordar lo que me dijodurante la media hora en que la habitación fue suescenario. Lo que más me impresionó fueron losgestos: los gestos de sus brazos delgados, que iban

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del cuerpo inmóvil al semblante de yeso, apoyandolas palabras con patética justeza. Sospecho ahoraque todas las inhibiciones dramáticas de Ruth, suatadura de años a un mismo papel, sus deseos, siem-pre aplazados, de lacerarse en escena, viviendo eldolor y la furia de Medea, hallaron de pronto, unalivio en aquel monólogo que ascendía al paroxis-mo... Pero de pronto, sus brazos cayeron, bajó lavoz al registro grave, y mi esposa fue la Ley. Suidioma se hizo idioma de tribunales, de abogados, defiscales. Helada y dura, inmovilizada en una actitudacusadora, atiesada por la negrura del vestido quehabía dejado de modelarla, me advirtió que tenía losmedios de tenerme atado por largo tiempo, quellevaría el divorcio por los caminos más enredadosy sinuosos, que me confundiría con los lazos legalesmás pérfidos, con las tramitaciones más embrolladas,para impedir el regreso a donde vivía la que desig-naba ahora con el término ridiculizante de Tu Átala.Parecía una estatua majestuosa, apenas femenina,plantada sobre la alfombra verde como un Poderinexorable, como una encarnación de la Justicia. Lepregunté por fin si era cierto lo de su embarazo. Enese momento, Temis se hizo madre: se abrazó a supropio vientre con gesto desolado, doblándose sobrela vida que le estaba naciendo en las entrañas, comopara defenderla de mi avilantez, y rompió a llorarde modo humilde, casi infantil, sin mirarme, tanadolorida que sus sollozos, venidos de lo hondo, ape-nas si se marcaban en leves gemidos. Luego, comocalmada, fijó los ojos en la pared, con semblantede contemplar algo remoto; se levantó con gran es-fuerzo y fue a su habitación, cerrando la puertadetrás de sí. Cansado por la crisis, necesitado deaire, bajé las escaleras. Al cabo de los peldaños, fuela calle.

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XXXV

(Más tarde)

Como he adquirido la costumbre de andar alritmo de mi respiración, me asombro al descubrir quelos hombres que me rodean, van, vienen, se cruzan,sobre la ancha acera llevando un ritmo ajeno a susvoluntades orgánicas. Si andan a tal paso y no aotro, es porque su andar corresponde a la idea fijade llegar a la esquina a tiempo para ver encendersela luz verde que les permite cruzar la avenida. A ve-ces, la multitud que surge a borbollones de las bocasdel tranvía subterráneo, cada tantos minutos, conla constancia de una pulsación, parece romper elritmo general de la calle con una prisa aún mayorque la reinante; pero pronto se restablece el tiemponormal de agitación entre semáforo y semáforo. Co-mo no logro ajustarme ya a las leyes de ese movi-miento colectivo, opto por progresar muy lentamen-te, pegado a las vitrinas, ya que a lo largo de loscomercios, existe algo así como una zona de indul-gencia para los ancianos, los inválidos y los que notienen prisa. Descubro entonces, en los angostosespacios resguardados que suelen hallarse entre dosescaparates, o dos casas mal soldadas, unos seresque descansan, como aturdidos, con algo de momiasparadas. En una suerte de hornacina hay una mujeren avanzado estado de gravidez, con semblante decera; en una garita de ladrillo rojo, un negro envueltoen un gabán raído prueba una ocarina reciéncomprada; en un socavón, un perro tiembla de fríoentre los zapatos de un borracho que se ha dormidode pie. Llego a una iglesia, a cuyas penumbrasahumadas de incienso me invitan las notas de ungradual de órgano. Con profundos ecos resuenan los

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latines litúrgicos bajo las bóvedas del deambulato-rio. Miro las caras vueltas hacia el oficiante, en lasque se refleja el amarillor de los cirios: nadie delos que aquí ha congregado el fervor en este oficionocturno entiende nada de lo que dice el sacerdote. Labelleza de la prosa les es ajena. Ahora que el latínha sido arrojado de las escuelas por inútil, esto queaquí veo es la representación, el teatro, de un cre-ciente malentendido. Entre el altar y sus fieles seensancha, de año en año, un foso repleto de palabrasmuertas. Ya se alza el canto gregoriano: Justus utpalma florebit: —Sicut cedrus Libani multiplicatur:—plantatus in domo Domini, —in atris domus Deinostri. A la ininteligibilidad del texto se añade ahora,para los presentes, la de una música que ha dejadode ser música para la mayoría de los hombres: cantoque se oye y no se escucha, como se oye, sin escu-charse, el muerto idioma que lo acompaña. Y alpercatarme ahora de los extraños, de los forasterosque son los hombres y mujeres aquí congregados,ante algo que se les dice y se les canta en una lenguaque ignoran, advierto que la suerte de inconscienciacon que asisten al misterio es propia de casi todolo que hacen. Cuando aquí se casan, intercambiananillos, pagan arras, reciben puñados de arroz en lacabeza, ignorantes de la simbólica milenaria de suspropios gestos. Buscan el haba en la torta de Epifa-nía, llevan almendras al bautismo, cubren un abetode luces y guirnaldas, sin saber qué es el haba, ni laalmendra, ni el árbol que enjoyaron. Los hombres deacá ponen su orgullo en conservar tradiciones de ori-gen olvidado, reducidas, las más de las veces, alautomatismo de un reflejo colectivo —a recoger ob-jetos de un uso desconocido, cubiertos de inscripcio-nes que dejaron de hablar hace cuarenta siglos. Enel mundo a donde regresaré ahora, en cambio, no se

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hace un gesto cuyo significado se desconozca: la cenasobre la tumba, la purificación de la vivienda, la dan-za del enmascarado, el baño de yerbas, el gaje dealianza, el baile de reto, el espejo velado, la per-cusión propiciatoria, la luciferada del Corpus, sonprácticas cuyo alcance es medido en todas sus impli-caciones. Alzo la vista hacia el friso de aquella biblio-teca pública que se asienta en medio de la plazacomo un templo antiguo: entre sus triglifos se ins-cribe el bucráneo que habrá dibujado algún arqui-tecto aplicado sin recordar, probablemente, queaquel ornamento traído de la noche de las edadesno es sino una figuración del trofeo de caza, pringosoaún de sangre coagulada, que colgaba el jefe defamilia sobre la entrada de su vivienda. A mi regresoencuentro la ciudad cubierta de ruinas más ruinasque las ruinas tenidas por tales. En todas partesveo columnas enfermas y edificios agonizantes, conlos últimos entablamentos clásicos ejecutados en estesiglo, y los últimos acantos del Renacimiento queacaban de secarse en órdenes que la arquitecturanueva ha abandonado, sin sustituirlos por órdenesnuevos ni por un gran estilo. Una hermosa ocurren-cia del Palladlo, un genial encrespamiento del Borro-mini, han perdido todo significado en fachadas he-chas a retazos de culturas anteriores, que el cementocircundante acabará de ahogar muy pronto. De loscaminos de ese cemento salen, extenuados, hombresy mujeres que vendieron un día más de su tiempo alas empresas nutricias. Vivieron un día más sin vi-virlo, y repondrán fuerzas, ahora, para vivir mañanaun día que tampoco será vivido, a menos de que sefuguen —como lo hacía yo antes, a esta hora— haciael estrépito de las danzas y el aturdimiento del licor,para hallarse más desamparados aún, más tristes,más fatigados, en el próximo sol. He llegado, preci-

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samente, frente al Venusberg, el lugar a donde tantasveces veníamos a beber, Mouche y yo, con enseñaluminosa en caracteres góticos. Sigo a los que quie-ren divertirse, y bajo al sótano, en cuyas paredeshan pintado escenografías de llanuras áridas, comosin aire, jalonadas de osamentas, arcos en ruinas,bicicletas sin ciclistas, muletas que sostienen comofalos pétreos, en cuyos primeros planos se yerguen,como agobiados de desesperanza, unos ancianos me-dio desollados que parecen ignorar la presencia deuna Gorgona exangüe, de costillar abierto sobre unvientre comido por hormigas verdes. Más allá, unmetrónomo, una clepsidra y un caracol descansansobre la cornisa de un templo griego, cuyas columnasson piernas de mujer vestidas de medias negras, conuna liga roja haciendo de astrágalo. El estrado de laorquesta está montado sobre una construcción demadera, estuco, trozos de metal, en la que se ahon-dan pequeñas grutas iluminadas que encierran ca-bezas de yeso, hipocampos, planchas anatómicas yun móvil que consiste en dos senos de cera, monta-dos sobre un disco giratorio, cuyos pezones sonrozados intermitentemente, al pasar, por el dedomedio de una mano de mármol. En una gruta unpoco mayor hay fotografías, muy agrandadas, deLuis de Baviera, el cochero Hornig y el actor JosephKainz en el traje de Romeo, sobre un fondo de vistaspanorámicas de los castillos wagnerianos, rococós—muniqueses, más que nada— del rey puesto demoda por ciertos elogios de la locura, ya muy ran-cios —aunque Mouche les fuera muy fiel, en fechatodavía reciente, por reacción contra todo lo quellamaba «espíritu burgués»—. El cielo raso remedauna bóveda de caverna, verdecida irregularmente porhongos y filtraciones. Reconocido el marco, observoa la gente que me rodea. En la pista de baile es

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un intríngulis de cuerpos metidos los unos en losotros, encajados, confundidos de piernas y de brazos,que se malaxan en la oscuridad como los ingredien-tes de una especie de magma, de lava movida desdedentro, al compás de un blue reducido a sus merosvalores rítmicos. Ahora se apagan las luces, y laoscuridad, propiciando la estrechez de ciertos abra-zos sin objeto, de ciertos contactos exasperados porleves barreras de seda o de lana, comunica unanueva tristeza a ese movimiento colectivo que tienealgo de ritual subterráneo, de danza para apisonarla tierra —sin tierra que apisonar—. Estoy en lacalle otra vez, soñando, para estas gentes, en monu-mentos que fueran grandes toros en celo cubriendoa sus vacas, magistralmente, sobre zócalos ennoble-cidos de bosta, en medio de las plazas públicas. Medetengo ante la vitrina de una galería de pintura, enque se exhiben ídolos difuntos, vaciados de sentidopor no tener adoradores presentes, cuyos rostrosenigmáticos o terribles eran los que interrogabanmuchos pintores de hoy para hallar el secreto de unaelocuencia perdida —con la misma añoranza de ener-gías instintivas que hacía buscar a numerosos com-positores de mi generación, en el abuso de los ins-trumentos de batería, la fuerza elemental de losritmos primitivos—. Durante más de veinte años, unacultura cansada había tratado de rejuvenecerse yhallar nuevas savias en el fomento de fervores quenada debieran a la razón. Pero ahora me resultabarisible el intento de quienes blandían máscaras delBandiagara, ibeyes africanos, fetiches erizados declavos, contra las ciudades del Discurso del Método,sin conocer el significado real de los objetos quetenían entre las manos. Buscaban la barbarie encosas que jamás habían sido bárbaras cuando cum-plían su función ritual en el ámbito que les fuera

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propio —cosas que al ser calificadas de «bárbaras»colocaban, precisamente, al calificador en un terrenocogitante y cartesiano, opuesto a la verdad perse-guida. Querían renovar la música de Occidente imi-tando ritmos que jamás hubieran tenido una funciónmusical para sus primitivos creadores. Estas reflexio-nes me llevaban a pensar que la selva, con sushombres resueltos, con sus encuentros fortuitos, consu tiempo no transcurrido aún, me había enseñadomucho más, en cuanto a las esencias mismas de miarte, al sentido profundo de ciertos textos, a la ig-norada grandeza de ciertos rumbos, que la lecturade tantos libros que yacían ya, muertos para siem-pre, en mi biblioteca. Frente al Adelantado he com-prendido que la máxima obra propuesta al serhumano es la de forjarse un destino. Porque aquí, enla multitud que me rodea y corre, a la vez desaforaday sometida, veo muchas caras y pocos destinos. Y esque, detrás de esas caras, cualquier apetencia pro-funda, cualquier rebeldía, cualquier impulso, es ata-jado siempre por el miedo. Se tiene miedo a la re-primenda, miedo a la hora, miedo a la noticia, miedoa la colectividad que pluraliza las servidumbres; setiene miedo al cuerpo propio, ante las interpelacionesy los índices tensos de la publicidad; se tiene miedoal vientre que acepta la simiente, miedo a las frutasy al agua; miedo a las fechas, miedo a las leyes,miedo a las consignas, miedo al error, miedo al sobrecerrado, miedo a lo que pueda ocurrir. Esta calleme ha devuelto al mundo del Apocalipsis, en quetodos parecen esperar la apertura del Sexto Sello—el momento en que la luna se vuelva de color desangre, las estrellas caigan como higos y las islasse muevan de sus lugares—. Todo lo anuncia: lascubiertas de las publicaciones expuestas en las vitri-nas, los títulos pregonados, las letras que corren

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sobre las cornisas, las frases lanzadas al espacio. Escomo si el tiempo de este laberinto y de otros labe-rintos semejantes estuviera ya pesado, contado, divi-dido. Y me viene a la mente, en este momento, comoun alivio, el recuerdo de la taberna de Puerto Anun-ciación donde la selva vino a mí en la persona delAdelantado. Me vuelve a la boca el sabor del recioaguardiente avellanado, con su limón y su sal, y meparece que se pintan, tras de mi frente, las letrascon ornamentos de sombras y de guirnaldas, quecomponían el nombre del lugar: Los Recuerdos delPorvenir. Yo vivo aquí, de tránsito, acordándomedel porvenir —del vasto país de las Utopías permi-tidas, de las Icarias posibles—. Porque mi viaje habarajado, para mí, las nociones de pretérito, presen-te, futuro. No puede ser presente esto que será ayerantes de que el hombre haya podido vivirlo y con-templarlo; no puede ser presente esta fría geometríasin estilo, donde todo se cansa y envejece a las pocashoras de haber nacido. Sólo creo ya en el presentede lo intacto; en el futuro de lo que se crea de caraa las luminarias del Génesis. No acepto ya la con-dición de Hombre-Avispa, de Hombre-Ninguno, niadmito que el ritmo de mi existencia sea marcadopor el mazo de un cómitre.

XXXVI

(20 de octubre)

Cuando, hace tres meses, me fueron devueltaslas cuartillas de mi reportaje, sin una excusa, el te-rror me dobló las piernas, dejándome todo tembloro-so. Había caído en la trampa, al hacerse pública lanoticia de mi instancia de divorcio. El periódico no

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me perdonaba el dinero gastado en mi rescate, ni elridículo de haber armado el más edificante alborotoen torno mío, frente a un público cuyos Pastoresdeben considerarme como transgresor de la Ley, ob-jeto de abominación. Tuve que vender mi relato a vilprecio a una revista de cuarto orden, y un aconte-cimiento internacional llegó a tiempo para difuminarla actualidad de mi figura. Y empezó mi lucha encar-nizada con una Ruth vestida de negro, sin carmínen los labios, empeñada en seguir representando supapel de esposa herida en el corazón y en el vientreante los jueces de la nación. Lo de su embarazo fueuna mera alarma. Pero esto, en vez de simplificar micaso, lo ha enredado un poco más, pues su hábilabogado explota el hecho de que mi esposa hubieraquerido romper su carrera dramática al menor indi-cio de gravidez. Era yo, pues, el hombre despreciablede las Escrituras, que edifica casa y no vive en ella,que planta la viña y no la vendimia. Ahora, aquelescenario de la Guerra de Secesión que tanto tortu-rara a Ruth por el automatismo cotidiano de la tareaimpuesta, pasaba a ser un santuario del arte, el ca-mino real de una carrera, del que ella no había vaci-lado en salir, sacrificando gloria y fama, para darsemás plenamente a la sublime labor de tornear unavida —una vida que la amoralidad de mi procedi-miento le negaba—. Tengo todas las de perder enese embrollo que mi esposa alarga indefinidamentecon el ánimo de poner el tiempo de su lado y hacer-me regresar, olvidado de mi evasión, a la existenciade antes. En fin de cuentas, ella ha tenido el mejorpapel en la gran comedia armada, y Mouche quedóeliminada de su terreno. Así, desde hace tres meses,una tarde y otra tarde, doblo las mismas esquinas,viajo de piso a piso, abro puertas, aguardo, interrogoa los secretarios, firmo lo que quieren hacerme fir-

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mar, encontrándome nuevamente, luego, en las mis-mas aceras enrojecidas por los anuncios luminosos.Mi abogado me recibe ya con mal humor, hastiadode mi impaciencia, advirtiendo, a la vez, con ojoexperto, que me es cada vez más difícil hacer frentea ciertas costas del divorcio. Y la verdad es que hepasado del gran hotel al hotel de estudiantes, y de ahíal albergue de la Calle Catorce, cuyas alfombras hue-len a margarinas y grasas derramadas. Tampoco meperdona, mi empresa publicitaria, la demora en re-gresar, en tanto que Hugo, mi antiguo asistente, hapasado a ser jefe de estudios. He buscado infructuo-samente alguna tarea en esta ciudad donde hay cienaspirantes para cada cargo. Me fugaré de aquí, di-vorciado o no. Pero para llegar hasta Puerto Anun-ciación necesito dinero, un dinero que crece enimportancia, en cuantía, a medida que transcurreel tiempo, y sólo encuentro pequeños encargos deinstrumentación, que ejecuto con desgana, sabiendo,al cobrarlos, que estaré nuevamente sin recursosdentro de una semana. La ciudad no me deja ir. Suscalles se entretejen en torno mío como los cordelesde una masa, de una red, que me hubieran lanzadodesde lo alto. De semana en semana me he ido acer-cando al mundo de los que lavan la camisa únicaen la noche, cruzan la nieve con las suelas aguje-readas, fuman colillas de colillas y cocinan en arma-rios. Aún no he llegado a tales extremos, pero elreverbero de alcohol, la cazuela de aluminio y el pa-quete de avena forman parte ya del moblaje de micuarto, anunciando algo que contemplo con horror.Paso días enteros en la cama, tratando de olvidarlo que me amenaza con lecturas maravilladas delPopol-Vub, del Inca Garcilaso, de los viajes de frayServando de Castillejos. A veces abro el tomo deVidas de Santos, encuadernado en terciopelo mo-

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rado donde se estampan en oro las iniciales de mimadre, y busco la hagiografía de Santa Rosa que seabriera bajo mis ojos, por misteriosa casualidad, eldía de la partida de Ruth —día en que tantos rumbosse trastocaron sin estrépito, por obra de una asom-brosa convergencia de hechos fortuitos—. Y, cadavez, hallo una mayor amargura al encontrarme conla tierna letrilla que parece cargarse de lacerantesalusiones:

¡Ay de mí! ¿A mi queridoquién le suspende?Tarda y es mediodía,pero no viene.

Cuando el recuerdo de Rosario se encaja enmi carne como un dolor intolerable, emprendo inter-minables caminatas que me conducen siempre al Par-que Central, donde el olor de los árboles herrum-brosos de otoño, que ya se adormilan en brumas, meprocura algún aplacamiento. Algunas cortezas, húme-das de lluvia, me recuerdan, al tacto, las leñasmojadas de nuestras últimas fogatas, con su humoacre que hacía llorar riendo a Tu mujer, junto a laventana donde se asomaba a tomar resuello. Con-templo la Danza de los Abetos, buscando en el mo-vimiento de sus agujas algún signo propiciatorio. Y atanto llega mi imposibilidad de pensar en nada queno sea mi regreso a lo que allá me espera, que veo,cada mañana, presagios en las primeras cosas queme salen al paso: la araña es de mal agüero, comola piel de serpiente expuesta en una vitrina; peroel perro que se me acerca y deja acariciar es exce-lente. Leo los horóscopos de la prensa. Busco augu-rios en todo. Anoche soñé que estaba en una prisiónde muros tan altos como naves de catedrales, entre

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cuyos pilares se mecían cuerdas destinadas al supli-cio de la estrapada; también había bóvedas espesas,que se multiplicaban en lontananza, con una ligeradesviación hacia arriba, cada vez, como cuando unobjeto se mira en dos espejos colocados frente afrente. Al final, eran penumbras de subterráneos,donde sonaba el galope sordo de un caballo. El colo-rido de aguafuerte de todo aquello me hizo pensar,al abrir los ojos, que algún recuerdo de museo mehabía hecho cautivo de las Invenzioni di Carceri delPiranesi. No pensé más en esto durante todo el día.Pero, ahora, que cae la noche, entro en una libreríapara hojear un tratado de interpretación de los sue-ños: «CÁRCEL. Egipto: se afirma la posición. Cienciasocultas: en perspectiva, amor de una persona de laque no se espera o desea ningún afecto. Psicoaná-lisis: vinculada a circunstancias, cosas y personas, delas que hay que librarse.» Me sobresalta un perfumeconocido, y la figura de una mujer se añade a la míaen un espejo cercano. Mouche está a mi lado, miran-do socarronamente hacia el libro. Y es luego su voz:«Si es para una consulta, te haré un precio deamigo.» La calle está cerca. Siete, ocho, nueve pasosy estaré fuera. No quiero hablarle. No quiero escu-charla. No quiero discutir. Esa es culpable de todolo que ahora me apesadumbra. Pero hay, a la vez, esaconocida blandura en los muslos y en las ingles, conel escozor que parece subirse a las corvas. No esdeseo definido ni excitación afirmada, sino más bienuna sensación de aquiescencia muscular, de debili-dad ante la incitación, parecida a la que, en la ado-lescencia, condujera muchas veces mi cuerpo alburdel, mientras el espíritu luchaba por impedirlo.En esos casos yo había conocido un desdoblamientointerior, cuyo recuerdo me producía luego indeciblessufrimientos: mientras la mente, aterrorizada, trata-

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ba de agarrarse a Dios, al recuerdo de mi madre,amenazaba con enfermedades, rezaba el Padrenues-tro, los pasos iban lentamente, firmemente, hacia lahabitación con cubrecama de cintas rojas en loscalados, sabiendo que al percibir el olor peculiarde ciertos afeites revueltos sobre el mármol de untocador, mi voluntad cedería ante el sexo, dejandoel alma fuera, en tinieblas y desamparo. Luego, miespíritu quedaba enojado con el cuerpo, reñido conél hasta la noche, en que la obligación de descansarjuntos nos unía en una plegaria, preparándose elarrepentimiento de los días siguientes, cuando vivíaen espera de los humores y llagas que castigan elpecado de lujuria. Comprendí que había remozadoesos combates de adolescencia cuando me vi andan-do al lado de Mouche, junto al paredón rojizo de laiglesia de San Nicolás. Ella hablaba rápidamente,como para aturdirse, afirmando que era inocente delescándalo armado en la prensa, que había sido víc-tima de un abuso de confianza por parte del perio-dista, etc. —sin haber perdido, desde luego, su ha-bitual poder de mentir con los ojos limpios, mirandorectamente—. No me echaba en cara lo hecho conella, cuando se enfermara de paludismo, atribuyén-dolo magnánimamente a mi empeño de alcanzar losinstrumentos verdaderos. Como, en verdad, estababajo los efectos de la fiebre cuando yo había abra-zado a Rosario, por vez primera, en la cabaña delos griegos, me quedaba la duda de que nos hubiesevisto realmente. Con tristeza toleraba su compañíaesta noche por hablar con alguien, por no vermesolo en mi mal alumbrada habitación, andando depared a pared sobre el hedor de la margarina; ycomo estaba bien decidido a frustrar sus intentosde seducción, me dejé llevar al Venusberg dondetenía crédito de largo tiempo atrás. Así no habría

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de confesar mi miseria presente, cuidando, por lo de-más, de beber con moderación. Pero, de todos modos,el licor había de arreglarse para socavar mi enterezacon la suficiente alevosía para que me viera, bastan-te temprano, en el salón de las consultas astrológicas,cuyas pinturas estaban terminadas. Mouche llenó va-rias veces mi copa, me pidió permiso para ponerseropas más holgadas, y cuando lo hizo me trató denecio por privarme de un placer sin consecuencia;afirmó que lo hecho ahora no me comprometeríaen nada, y tan hábilmente manejó su persona queaccedí a lo que quiso con una facilidad debida, enmucho, a varias semanas de una abstinencia inhabi-tual en mí. Al cabo de algunos minutos supe delagobio y la decepción de quienes vuelven a una carneya sin sorpresas, luego de una separación que pudoser definitiva, cuando nada une ya al ser que esacarne envuelve. Me hallé triste, enojado conmigomismo, más solo que antes, al lado de un cuerpoque volvía a mirar con desprecio. Cualquier prosti-tuta hallada en el bar, poseída después de pago,hubiera sido preferible a esto. Por la puerta abiertaveía las pinturas del salón de consultas. «Este viajeestaba escrito en la pared», había dicho Mouche, lavíspera de nuestra partida, dando un sentido agoreroa la presencia del Sagitario, el Navio Argos y laCabellera de Berenice, en el conjunto de la decora-ción, personificándose ella misma en la tercera figu-ra. Ahora, el sentido agorero de todo aquello —encaso de que lo tuviera— cobraba una sorprendenteclaridad en mi espíritu: la Cabellera de Berenice eraRosario, con su cabellera virgen, jamás cortada,mientras Ruth se asimilaba a la Hidra que cerrabala composición, amenazadoramente plantada detrásdel piano que podía tomarse como el instrumentode mi oficio. Mouche sintió que mi silencio, mi fal-

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ta de interés por lo recobrado, no le eran favorables.Por sacarme de mis pensamientos tomó una publi-cación que se hallaba sobre el velador. Era unapequeña revista religiosa, a la que había sido suscritaen el avión de regreso por una monja negra quecompartiera su asiento durante unas horas. Moucheme explicó, riendo, que como se estaba sorteandoun fuerte mal tiempo, había aceptado la suscripciónen la duda de que Jehovah fuese el dios verdadero.Abriendo el modesto boletín de misiones, impresoen papel barato, lo puso en mis manos: «Creo quese habla aquí del capuchino que conocimos; hay unretrato de él.» En un marco de espesa orla negraPopol-Vuh, del Inca Garcilaso, de los viajes de frayPedro de Henestrosa, tomada muchos años atrás, sinduda, pues le lucía joven todavía el semblante, apesar de la barba entrecana. Supe, con creciente emo-ción, que el fraile había emprendido el viaje a lastierras de indios bravios que me hubiera señalado,cierta vez, desde lo alto del Cerro de los Petroglifos.Por un buscador de oro —decía el artículo— llegadorecientemente a Puerto Asunción, se sabía que elcuerpo de fray Pedro de Henestrosa había sido ha-llado, atrozmente mutilado, en una canoa echada alrío por sus matadores, para que llegara a tierra deblancos, a modo de horrenda advertencia. Mevestí rápidamente, sin responder a las preguntas deMouche, y huí de la casa sabiendo que jamás regre-saría a ella. Hasta el alba anduve entre lonjas de-siertas, bancos, funerarias en silencio, hospitales dor-midos. Incapaz de descansar, tomé el ferry cuandoamaneció, crucé el río y seguí caminando entre losalmacenes y aduanas Hoboken. Pienso que los mata-dores deben haber desnudado a fray Pedro, luego deflecharlo, y levantando sus costillas flacas con unpedernal, deben haberle arrancado el corazón, en

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remembranza de un viejísimo acto ritual. Tal vezlo hayan castrado; tal vez lo hayan desollado, escua-drado, desmenuzado, como una res. Puedo imaginarlas posibilidades más crueles, las ablaciones más san-grientas, las peores mutilaciones impuestas a suviejo cuerpo. Pero no acabo de hallar en su terriblemuerte el horror que me causaron otras muertes dehombres que no sabían por qué morían, invocandoa la madre o tratando de detener, con las manos,el desfiguro de un rostro ya sin nariz ni mejillas.Fray Pedro de Henestrosa había tenido la supremamerced que el hombre puede otorgarse a sí mismo:la de salir al encuentro de su propia muerte, retarlay caer traspasado en lucha que sea, para el vencido,asaeteada victoria de Sebastián: confusión y derrotafinal de la muerte.

XXXVII

(8 de diciembre)

Cuando el muchacho que me guiaba señalóla casa, diciendo que allí estaba la posada nueva, medetuve con dolorosa sorpresa: detrás de esas pare-des espesas, bajo ese tejado cubierto de yerbas meci-das por el viento, habíamos velado cierta noche alpadre de Rosario. Allá, en una cocina enorme, mehabía acercado a Tu mujer por vez primera, con unaoscura conciencia de su futura importancia. Ahoranos sale al paso un Don Melisio, cuya «Doña», negraenana, agarra tres maletas de manos de los mozosque me siguen y se las empila sobre la cabeza comosi nada pesaran los papeles y libros que las llenanhasta reventarles las correas, alejándose hacia el pa-tio con los ojos salidos de la cara. Las habitaciones

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están como antes, aunque sin el cándido adorno delos cromos viejos. El patio guarda las mismas matas;la cocina, aquella tinaja ventruda que daba a lasvoces una resonancia de nave de catedral. La vastasala del frente, en cambio, ha sido transformada encomedor y tienda mixta, con grandes rollos de cuer-das en los rincones y varios estantes en que haylatas de pólvora negra, bálsamos y aceites, y medici-nas en frascos de formas desusadas, como destinadasa enfermedades de otro siglo. Don Melisio me explicaque compró la casa a la madre de Rosario, y queésta, con todas sus hijas solteras, ha ido a reunirsecon una hermana que tiene tras de los Andes, a onceo doce jornadas de viaje. Una vez más me admiroante la naturalidad con que las gentes de estastierras consideran el ancho mundo, echándose a na-vegar o a rodar durante semanas largas, con sushamacas enrolladas en el hombro, sin los sustos delhombre cultivado ante las distancias que los preca-rios medios de transporte hacen inmensas. Además,el plantar la tienda en otra parte, pasar del estuarioa la cabecera de un río, mudar la vivienda a la otrabanda de un llano que tarda días en cruzarse, formaparte del innato concepto de libertad de seres antecuyos ojos se presenta la tierra sin cercados, ciposni deslindes. El suelo, aquí es de quien quiera to-marlo: a fuego y a machete se limpia una orilla derío, se para una cobija sobre cuatro horcones, y estoes ya un hato que lleva el nombre de quien se pro-clama su dueño, como los antiguos Conquistadores,rezando un Padrenuestro y arrojando ramas al vien-to. No se es más rico por ello; pero en PuertoAnunciación, el que no se cree poseedor del secretode un yacimiento de oro, se siente terrateniente. Elperfume a sarrapia y a vainilla que llena la casa mepone de buen humor. Y luego, es esa presencia del

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fuego, nuevamente, en la chimenea donde chisporro-tea un pernil de danta, por todas sus grasas que yahuelen a bellotas desconocidas. Ese regreso al fuego,a la lumbre viva, a la llama que danza, a la pavesaque salta y encuentra, en la ardorosa sabiduría delrescoldo, una resplandeciente vejez, bajo la arrugadagrisura de las cenizas. Pido una botella y vasos a laenana negra Doña Casilda, y mi mesa es de quienquiera recordar que aquí estuve hace siete meses—lo cual me trae comensales al cabo de un rato—.Ahí están, con sus noticias de más arriba o de másabajo, el Pescador de Toninas, el hombre de los ma-natíes, el carpintero que tan bien medía los ataúdesa ojo de buen cubero, y un mozo lento de gestos, conperfil aindiado, a quien llaman Simón, y que, hastiadode ser zapatero en Santiago de los Aguinaldos, vieneahora de remontar los ríos menos navegados en unacanoa llena de mercancías destinadas al trueque. Enrespuestas a mis primeras preguntas, se me confirmala muerte de fray Pedro: su cadáver fue hallado, tras-pasado de flechas y con el tórax abierto, por unode los hermanos de Yannes. Como tremendo avisoa quienes pretendieron hollar sus dominios, los in-dios bravios pusieron el cuerpo mutilado en unacuriara, llevada luego por las aguas hasta donde laencontrara el griego, cubierta de buitres, a la orillade un caño. «Es el segundo que muere así», comentael Carpintero añadiendo que entre los barbudos esoslos hay que tienen las bragas muy bien puestas.Ahora, para mala suerte mía, me dicen que el Ade-lantado ha estado en Puerto Anunciación hace apenasquince días. Y otra vez se repiten las leyendas quecorren acerca de lo que se posee o busca en la selva.Simón me revela que en la cabecera de ríos inexplo-rados tuvo la sorpresa de encontrar gente establecidaque levantaba casas y sembraba la tierra, sin buscar

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el oro. Otro sabe de quien ha fundado tres ciudadesy las ha llamado Santa Inés, Santa Clara y SantaCecilia, a la advocación de las patronas de sus treshijas mayores. Cuando la enana negra Doña Casildanos trae la tercera botella de aguardiente avellanado,Simón se ha ofrecido ya a llevarme, en su canoa,hasta donde encontré los instrumentos destinados alCurador. Le digo que voy a buscar otra colecciónde tambores y de flautas, para no explicar el verda-dero objeto de mi viaje. De allí seguiré adelante conlos remeros indios de la otra vez, que conocen elrumbo. El mozo no ha navegado por esos lugaresy sólo vio de muy lejos, alguna vez, los contrafuertesprimeros de las Grandes Mesetas. Pero me compro-meto a guiarlo más allá de la antigua mina de losgriegos. Al cabo de tres horas de remo, río arriba,tenemos que encontrar aquel valladar de árboles—aquella muralla de troncos, como trazada a cor-del— donde está la entrada del caño de paso. Buscaréla señal incisa, que es identificación del pasadizoabovedado de ramas. Más allá, siempre hacia el Estecon ayuda de la brújula, hemos de caer en el otrorío, donde me agarrara la tempestad, cierta tardememorable de mi existencia. Llegado a donde hallélos instrumentos, veré cómo me desprendo de micompañero de viaje, siguiendo con la gente de laaldea... Seguro ya de salir mañana, me acuesto conuna deliciosa sensación de alivio. Ya esas arañas quetejen entre las vigas del techo no serán para mí demal agüero. Cuando todo parecía perdido, allá —¡yqué de allá me parece todo ahora!— fue zanjado elvínculo legal, y un acierto en la composición de unfalso concierto romántico destinado al cine me abrióla puerta del laberinto. Estoy, por fin, en los umbra-les de mi tierra de elección, con todo lo necesariopara trabajar durante mucho tiempo. Por precaución

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ante mí mismo, por cumplir con una vaga supers-tición que consiste en admitir la posibilidad de lopeor para conjurarlo y alejarlo, quiero imaginar quealgún día me canse de lo que aquí vengo a buscar;pienso que alguna obra mía me imponga el deseode regresar allá por el tiempo de una edición. Peroentonces, aun sabiendo que finjo admitir lo que noadmito, me asalta un verdadero miedo: miedo a todolo que acabo de ver, de padecer, de sentir pesarsobre mi existencia. Miedo a las tenazas, miedo albolge. No quiero volver a hacer mala música, sa-biendo que hago mala música. Huyo de los oficiosinútiles, de los que hablan por aturdirse, de los díashueros, del gesto sin sentido, y del Apocalipsis quesobre todo aquello se cierne. Estoy ansioso de sentirnuevamente el correr de la brisa entre mis muslos;estoy impaciente por hundirme en los torrentes fríosde las Grandes Mesetas, y volverme sobre mí mismo,debajo del agua, para vez cómo el cristal vivo queme circunda se tiñe de un verde claro en la luzque nace. Y, sobre todo, estoy tan ansioso de sopesara Rosario con mi cuerpo entero, de sentir su calorabierto sobre mi carne en pálpito, y cuando mismanos recuerdan sus corvas, sus hombros, la hondablandura hallada bajo su vellón corto y duro, losembates del deseo se me hacen casi dolorosos en suapremio. Sonrío, pensando que escapé de la Hidra,tomé el Navio Argos, y que quien ostenta la Cabe-llera de Berenice debe estar al pie de las Rúbricasdel Diluvio, ahora que pasaron las lluvias, recogien-do las yerbas que tanto hacía macerar en jarras deburbujeantes remedios, ennoblecidos por el serenode luna o el albor de los cierzos amanecidos. Vuelvoa ella más consciente que antes de amarla, por cuan-to he pasado por nuevas Pruebas; por cuanto hevisto el teatro y el fingimiento en todas partes. Ade-

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más, aquí se plantea una cuestión de trascendenciamayor para mi andar por el Reino de este Mundo—la única cuestión, en fin de cuentas, que excluyetodo dilema: saber si puedo disponer de mi tiempoo si otros han de disponer de él, haciéndome boga-vante o espaldero de galeras, según el celo puestopor mí en no vivir y servirlos—. En Santa Mónicade los Venados, mientras estoy con los ojos abiertos,mis horas me pertenecen. Soy dueño de mis pasosy los afinco en donde quiero.

XXXVIII

(9 de diciembre)

Acaba el sol de asomarse sobre los árbolescuando atracamos junto a la antigua mina de los grie-gos, cuya casa está abandonada. Han transcurridosiete meses apenas desde que aquí estuve, y la selvaha vuelto a apoderarse de todo. La choza en que Ro-sario y yo nos abrazamos por vez primera ha reven-tado literalmente por el empuje de plantas crecidasdesde adentro, que levantaron su techo, abrieron lasparedes, haciendo hojas muertas, materia podrida delas fibras que hubieran dibujado el perfil de una vi-vienda. Además, como la última crecida del río fueparticularmente caudalosa, el terreno estuvo anegado.Ha llovido fuera de estación, las aguas no terminaronde descender hacia su más bajo nivel, y en las ribe-ras se pinta una franja de tierra húmeda, cubiertade escorias de la selva, sobre las cuales revoloteanmiríadas de mariposas amarillas, tan apretadas unasa otras al moverse, que bastaría pegar con un bastónen uno de los enjambres para sacarlo pintado deazufre. Al ver esto, comprendo el origen de migracio-

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nes como la que me tocara ver en Puerto Anuncia-ción, cuando el cielo quedó oscurecido por una in-terminable nube de alas. De pronto bulle el aguay un cardumen de peces que saltan, chocan, se atro-pellan, pasa por encima de nuestra barca, erizandola corriente de aletas plomizas y colas que se abo-fetean con ruido de aplausos. Luego, pasa volandoen triángulo una bandada de garzas y, como respon-diendo a una orden dada, todos los pájaros de laespesura empiezan a alborotar en concierto. Estaomnipresencia del ave, poniendo sobre los espantosde la selva el signo del ala, me hace pensar en latrascendencia y pluralidad de los papeles desempe-ñados por el Pájaro en las mitologías de este mundo.Desde el Pájaro-Espíritu de los esquimales, que esel primero en graznar cerca del Polo, en lo más em-pinado del continente, hast? aquellas cabezas quevolaban con las alas de sus orejas en el ámbito dela Tierra de Fuego, no se ven sino costas ornadasde pájaros de madera, pájaros pintados en la piedra,pájaros dibujados en el suelo —tan grandes que hayque mirarlos desde las montañas—, en un tornaso-lado desfile de majestades del aire; Pájaro-Trueno,Águila-Rocío, Pájaros-Soles, Cóndores-Mensajeros,Guacamayos-Bólidos lanzados sobre el vasto Orinoco,zentzontles y quetzales, todos presididos por la grantriada de las serpientes emplumadas: Quetzalcóalt,Gucumatz y Culcán... Ya proseguimos la navegacióny cuando se hace arduo el bochorno del mediodíasobre las aguas amarillas y revueltas señalo a Simón,a la izquierda, la pared de árboles que cierra la riberahasta donde alcanza la mirada. Nos acercamos, yempieza una lenta navegación, en busca de la señalque marca la entrada del caño de paso. Con la vistafija en los troncos, busco, a la altura del pecho deun hombre que estuviera de pie sobre el agua, la

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incisión que dibuja tres V superpuestas verticalmen-te, en un signo que pudiera alargarse hasta el infi-nito. De cuando en cuando, la voz de Simón, querema despacio, me interroga. Seguimos más adelan-te. Pero pongo tanta atención en mirar, en no dejarde mirar, en pensar que miro, que al cabo de unmomento mis ojos se fatigan de ver pasar constan-temente el mismo tronco. Me asaltan dudas de habervisto sin darme cuenta; me pregunto si no me habrédistraído durante algunos segundos; mando volveratrás, y sólo encuentro una mancha clara sobre unacorteza o un simple rayo de sol. Simón, siempreplácido, sigue mis indicaciones sin chistar. La canoaroza los troncos y tengo, a veces, que apartarla afian-zando en un árbol la punta de un machete. Peroahora la busca de la señal sobre esa inacabable su-cesión de troncos todos iguales me produce unasuerte de mareo. Y me digo, sin embargo, que elempeño no es absurdo: en ninguno de los troncos,ha aparecido nada semejante a las tres V superpues-tas. Ya que existen y que lo escrito sobre una cortezanunca se borra, habremos de encontrarlas. Navega-mos durante media hora más. Pero he aquí que surgede la selva un espolón de roca negra, de tan que-brado y singular dibujo, que de haber llegado hastaaquí la otra vez lo recordaría ahora. Es evidente quela entrada del caño ha quedado atrás. Hago seña aSimón, que hace virar la barca en redondo y empiezaa desnavegar lo navegado. Me imagino que me estámirando con ironía, y esto me irrita tanto como lapropia impaciencia. Por lo mismo, le vuelvo las es-paldas y sigo examinando los troncos. Si he dejadopasar la señal sin verla, ahora que seguimos la vallavegetal por segunda vez, habré de advertirla por fuer-za. Eran dos troncos, erguidos como las dos jam-bas de una puerta estrecha. El dintel era de hoias. v

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a media altura, sobre el tronco de la izquierda, es-taba la marca. Cuando comenzamos a bogar, el solnos daba de lleno. Ahora, remando en sentido in-verso, estamos en una sombra que se alarga sobreel agua cada vez más. Mi angustia crece ante la ideade que caiga la noche antes de haber hallado lo quebusco y tengamos que regresar mañana. El percan-ce, en sí, no sería grave. Pero ahora me pareceríade mal augurio. Todo ha marchado tan bien última-mente que no quiero aceptar tan absurdo contra-tiempo. Simón me sigue considerando con irónicamansedumbre. Al fin, por decir algo, me señala unosárboles, idénticos a los demás, preguntándome si laentrada no sería por aquí. «Es posible», le respondo,sabiendo que ahí no hay señal alguna «Posible noes palabra de tribunal», comenta el otro, sentencioso,y al punto caigo sobre una borda de la barca, queha ido a meterse, de proa, en una red de lianas. Si-món se levanta, toma el botador y lo hunde en elagua, buscando apoyo en el fondo, para echar lacanoa atrás. En aquel instante, en el segundo quetarda la vara en mojarse, comprendo por qué no he-mos encontrado la señal, ni podremos encontrarla:el botador, que mide unos tres metros de largo, noencuentra tierra donde afincarse, y mi compañerotiene que atacar las lianas a machetazos. Cuando vol-vemos a bogar y me mira, ve algo tan descompuestoen mi rostro que acude a mi lado, pensando que meha ocurrido algo. Yo recordaba que cuando habíamosestado aquí con el Adelantado, los remos alcanzabanel fondo en todos momentos. Esto quiere decir quesigue desbordado el río, y que la marca que busca-mos está debajo del agua. Digo a Simón lo que acabode entender. Riendo me responde que ya se lo figu-raba, pero que «por respeto» no me había dicho nada,creyendo, además, que al buscar la señal yo tenía

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en cuenta el hecho de la creciente. Ahora pregunto,con miedo a la respuesta, demorando en las pala-bras, si él cree que pronto habrán bajado las aguaslo suficiente para que podamos ver la marca comoyo la vi la vez anterior. «Hasta abril o mayo», meresponde, poniéndome en presencia de una realidadsin apelación. Hasta abril o mayo estará cerrada,pues, para mí, la estrecha puerta de la selva. Me doycuenta ahora que después de haber salido vencedorde la prueba de los terrores nocturnos, de la prue-ba de la tempestad, fui sometido a la prueba decisi-va: la tentación de regresar. Ruth, desde otro extremodel mundo, era quien había despachado los Mandata-rios que me hubieran caído del cielo, una mañana,con sus ojos de cristal amarillo y sus audífonos col-gados del cuello, para decirme que las cosas que mefaltaban para expresarme estaban a sólo tres horasde vuelo. Y yo había ascendido a las nubes, ante elasombro de los hombres del Neolítico, para buscarunas resmas de papel, sin sospechar que, en reali-dad, iba secuestrado por una mujer misteriosamenteadvertida de que sólo los medios extremos le daríanuna última oportunidad de tenerme en su terreno.En estos últimos días sentía junto a mí la presenciade Rosario. A veces, en la noche, creía oír su quedarespiración adormecida. Ahora, ante la señal cubier-ta y la puerta cerrada, me parece que esa presenciase aleja. Buscando la resquemante verdad a travésde palabras que mi compañero escucha sin entender,me digo que la marcha por los caminos excepcionalesse emprende inconscientemente, sin tener la sensa-ción de lo maravilloso en el instante de vivirlo: sellega tan lejos, más allá de lo trillado, más allá delo repartido, que el hombre, envanecido por los pri-vilegios de lo descubierto, se siente capaz de repetirla hazaña, cuando se lo proponga —dueño del rumbo

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negado a los demás—. Un día comete el irreparableerror de desandar lo andado, creyendo que lo excep-cional pueda serlo dos veces, y al regresar encuentralos paisajes trastocados, los puntos de referencia ba-rridos, en tanto que los informadores han mudadoel semblante... Un ruido de remos me sobresalta enmi angustia. La selva se está llenando de noche, ylas plagas se espesan, zumbantes, al pie de los árbo-les. Simón, sin escucharme más, se ha arrumbado alcentro de la corriente, para regresar más pronto a laantigua mina de los griegos.

XXXIX

(30 de diciembre)

Estoy trabajando sobre el texto de Shelley, ali-gerando ciertos pasajes, para darle un cabal carácterde cantata. Algo he quitado al largo lamento de Pro-meteo que tan magníficamente inicia el poema, y meocupo ahora en encuadrar la escena de las Voces—que tiene algunas estrofas irregulares— y el diá-logo del Titán con la Tierra. Esta tarea, desde luego,es mero intento de burlar mi impaciencia, sacándomea ratos de la sola idea, del único fin, que me tieneinmovilizado, desde hace ya tres semanas, en PuertoAnunciación. Dicen que está a punto de regresar delRío Negro un baquiano conocedor del paso que meinteresa, o, en todo caso, de otros caminos de aguaigualmente útiles para ponerme en el rumbo final.Pero aquí todos son tan dueños de su tiempo, queuna espera de quince días no promueve la menorimpaciencia. «Ya regresará... Ya regresará», me res-ponde la enana Doña Casilda cuando, a la hora delcafé del alba, le pregunto si hay noticias del posi-

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ble guía. «También abrigo la esperanza de que el Ade-lantado, urgido por alguna necesidad de remedioso simientes, haga una aparición inesperada, y por lomismo, permanezco en el pueblo, desoyendo las ten-tadoras invitaciones a navegar por los caños delNorte que me hace Simón. Los días transcurren conuna lentitud que haría feliz en Santa Mónica delos Venados, pero que aquí, sin poder fijar la menteen una tarea seria, me resulta tediosa. Además, laobra que me interesa ahora es el Treno, y los apun-tes han quedado en manos de Rosario. Podría tratarde iniciar de nuevo su composición, pero lo hecho alláme había dado un tal contento, en cuanto a la espon-taneidad del acento hallado, que no quiero empezarnuevamente, en frío, con el sentido crítico aguzado,haciendo esfuerzos de memoria —preocupado, a lavez, por el afán de proseguir el viaje—. Cada tardecamino hasta los raudales y me acuesto en las piedrasestremecidas por el hervor del agua metida en pasos,tragantes y socavones, hallando una suerte de alivioa mi irritación cuando me encuentro solo en ese fra-gor de trueno, aislado de todo por las esculturas deuna espuma que bulle conservando su forma —formaque se hincha y adelgaza, según las intermitencias delempuje de la corriente, sin perder un dibujo, un vo-lumen y una consistencia que transforma su mutaciónperenne y vertiginosa en objeto fresco y vivo, acari-ciable como el lomo de un perro, con redondez demanzana para los labios que en él se posaran. En lasespesuras se opera el relevo de los ruidos, la isla daSanta Prisca se hace una con su reflejo invertido, y elcielo se apaga en el fondo del río. Al mandato de unperro que siempre ladra sobre el mismo diapasón agu-do, con ritmo picado, todos los perros del vecindarioentonan una suerte de cántico, hecho de aullidos,que esucho ahora con suma atención, andando por

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el camino del regreso de las rocas, pues he observa-do, tarde tras tarde, que su duración es siempre lamisma, y que termina invariablemente como empezó,sobre dos ladridos —nunca uno más— del misteriosoperro-chamán de las jaurías. Descubiertas ya las dan-zas del mono y de ciertas aves, se me ocurre queunas grabaciones sistemáticas de los gritos de ani-males que conviven con el hombre podrían revelar,en ellos, un oscuro sentido musical, bastante cercanoya del canto del hechicero que tanto me sobrecogie-ra, cierta tarde, en la Selva del Sur. Hace cinco díasque los perros de Puerto Anunciación aullan lo mis-mo, de idéntico modo, respondiendo a una deter-minada orden, y callan a una señal inconfundible.Luego vuelven a sus casas, se acuestan bajo lostaburetes, escuchan lo que se habla o lamen susescudillas, sin importunar más, hasta que llegan lostiempos paroxísticos del celo, en que los hombresno tienen más que esperar resignadamente a quelos animales de la Alianza terminen con sus ritos dereproducción. Pensando en esto llego a la primeracalleja del pueblo, cuando dos manos vigorosas secierran sobre mis ojos y una rodilla se me afincaen el espinazo, doblándome hacia atrás, con tal bru-talidad que prorrumpo en una exclamación de dolor.Tan necia fue la broma que me retuerzo para zafar-me y pegar. Pero estalla una risa cuyo timbreconozco, y al punto mi enojo se torna alegría. Yannesme abraza, envolviéndome en el sudor de su camisa.Lo agarro del brazo, como si temiera que se meescapara, y lo llevo a mi albergue, donde la enanaDoña Casilda nos sirve una botella de aguardienteavellanado. Para empezar, finjo un interés halagadorpor sus andanzas, para hallar más pronto el calorde la amistad y llegar, en tónica afectuosa, a loúnico que me interesa: Yannes conoce seguramente

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el paso anegado; con nosotros estaba cuando pe-netramos en él; además, con su larga experienciade la selva será capa2 de abrir la Puerta sin necesi-dad de buscar la triple incisión. También es probableque el agua haya bajado un poco en estas últimassemanas. Pero noto que hay algo cambiado en losrasgos del griego: sus ojos, de mirada tan penetran-te y segura, están como inquietos, desconfiados, noacabando de descansar en nada. Parece nervioso,impaciente, y es difícil tener con él una conversa-ción hilvanada. Cuando narra algo, se atropella ovacila, sin detenerse largo tiempo sobre una idea,como antes hacía. De súbito, con aire de conspira-dor, me ruega que lo lleve a mi habitación. Allí cierrala puerta con llave, asegura las ventanas y me mues-tra, a la luz de la lámpara, un tubo de metoquina,vacío de comprimidos, en que hay unos cristalitoscomo de vidrio ahumado. Me explica, en voz baja,que esos cuarzos son como los centinelas del dia-mante: cerca de ellos está siempre lo que se busca.Y él hundió el pico en cierto lugar y encontró elyacimiento portentoso. «Diamantes de catorce carates—me confía con voz ahogada—. Y debe haber másgrandes.» Ya sueña, sin duda, con la gema de cienkilates, hallada recientemente, que ha trastornadolos sesos de todos los buscadores del Dorado quetodavía andan por el continente y no renuncian ahallar los tesoros buscados por el alucinado Felipede Utre. Yannes está desasosegado por el descubri-miento; va a la capital, ahora, para hacer el denunciolegal de la mina, con el obsesionante miedo de quealguien, en su ausencia, tropiece con el remoto ya-cimiento encontrado. Parece que se han visto casosde una convergencia prodigiosa de dos buscadoressobre el mismo arpento del inmenso mapa. Pero nadade eso me interesa. Alzo la voz para imponerle aten-

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ción y le hablo de lo único que me preocupa. «Sí, ala vuelta —me responde—. A la vuelta.» Le suplicoque difiera su viaje, para que salgamos esta mismanoche, antes del alba. Pero el griego me avisa queel Manatí acaba de llegar y debe zarpar mañana amediodía. Además, no hay modo de dialogar con él.Sólo piensa en sus diamantes, y cuando calla es porno hablar de ellos, temiendo que Don Melisio o laenana lo escuchen. Despechado, me resigno a unanueva dilación: aguardaré, pues, a que regrese —cosaque hará pronto, bajo el apremio de la codicia—.Y para estar seguro que no dejará de buscarme, leofrezco alguna ayuda para iniciar la explotación. Seme abraza aparatosamente, llamándome hermano, yme lleva a la taberna donde conocí al Adelantado;pide otra botella de aguardiente avellanado, y parainteresarme más a su hallazgo, finge hacerme confi-dencias acerca del lugar en que recogió los cuarzosanunciadores del tesoro. Y me entero, así, de algoque yo no hubiera sospechado: encontró la minaviniendo de Santa Mónica de los Venados, luego dehaber dado con la ciudad desconocida y do haberpasado dos días en ella. «Gente idiota —me dice—.Gente estúpida; tienen oro cerca y no sacan; yo quisetrabajar: ellos dijeron matarme fusil.» Agarro a Yan-nes por los hombros y le grito que me hable deRosario, que me diga algo de ella, de su salud, de suaspecto, de lo que hace. «Mujer de Marcos —meresponde el griego—. Adelantado contento, porqueella preñada recién...» Quedo como ensordecido. Mipiel se eriza de alfileres fríos, salidos de dentro. Coninmenso esfuerzo llevo mi mano hasta la botella,cuyo cristal me produce una sensación de quemadu-ra. Lleno mi copa lentamente y derramo el licor enuna garganta que no sabe tragar y se rompe en tosesdesgarradas. Cuando recupero el aliento perdido me

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miro en el espejo ennegrecido por horruras de mos-ca que está en el fondo de la sala y veo un cuerpoahí, sentado junto a la mesa, que está como vacíoNo estoy seguro de que se movería y echaría a andarsi yo se lo ordenara. Pero el ser que gime en mí,lacerado, desollado, cubierto de sal, acaba por subirsea mi gaznate en carne viva, e intenta una protestabalbuciente. No sé lo que digo a Yannes. Lo queoigo es la voz de otro que le habla de derechos ad-quiridos sobre Tu mujer, explica que la demora enregresar se debió a razones externas, trata de justi-ficarse, pide apelación a su caso, como si estuviesecompareciendo ante un tribunal empeñado en des-truirlo. Sacado de sus diamantes por el timbre que-brado, implorante, de una voz que pretende hacerretroceder el tiempo y lograr que lo consumado nohubiese ocurrido nunca, el griego me mira con unasorpresa que pronto se hace compasión: «Ella noPenélope. Mujer joven, fuerte, hermosa, necesita ma-rido. Ella no Penélope. Naturaleza mujer aquí nece-sita varón...» La verdad, la agobiadora verdad —locomprendo yo ahora— es que la gente de estaslejanías nunca ha creído en mí. Fui un ser prestado.Rosario misma debe haberme visto como un Visita-dor, incapaz de permanecer indefinidamente en elValle del Tiempo Detenido. Recuerdo ahora la raramirada que me dirigía, cuando me veía escribir fe-brilmente, durante días enteros, allí donde escribirno respondía a necesidad alguna. Los mundos nuevostienen que ser vividos, antes que explicados. Quienesaquí viven no lo hacen por convicción intelectual;creen, simplemente, que la vida llevadera es ésta yno la otra. Prefieren este presente al presente de loshacedores de Apocalipsis. El que se esfuerza porcomprender demasiado, el que sufre las zozobras deuna conversión, el que puede abrigar una idea de re-

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nuncia al abrazar las costumbres de quienes forjansus destinos sobre este légamo primero, en luchatrabada con las montañas y los árboles, es hombrevulnerable por cuanto ciertas potencias del mundoque ha dejado a sus espaldas siguen actuando sobreél. He viajado a través de las edades; pasé a travésde los cuerpos y de los tiempos de los cuerpos, sintener conciencia de que había dado con la recónditaestrechez de la más ancha puerta. Pero la conviven-cia con el portento, la fundación de las ciudades, lalibertad hallada entre los Inventores de Oficios delsuelo de Henoch fueron realidades cuya grandeza noestaba hecha, tal vez, para mi exigua persona decontrapuntista, siempre lista a aprovechar un des-canso para buscar su victoria sobre la muerte enuna ordenación de neumas. He tratado de enderezarun destino torcido por mi propia debilidad y de míha brotado un canto —ahora trunco— que me devol-vió al viejo camino, con el cuerpo lleno de cenizas,incapaz de ser otra vez el que fui. Yannes me tiendeun pasaje para embarcar con él, mañana, en el Ma-natí. Navegaré, pues, hacia la carga que me espera.Alzo los ojos ardidos hacia la enseña floreada deLos Recuerdos del Porvenir. Dentro de dos días, elsiglo habrá cumplido un año más sin que la noticiatenga importancia para los que ahora me rodean.Aquí puede ignorarse el año en que se vive, y mien-ten quienes dicen que el hombre no puede escapara su época. La Edad de Piedra, tanto como la EdadMedia, se nos ofrecen todavía en el día que trans-curre. Aún están abiertas las mansiones umbrosasdel Romanticismo, con sus amores difíciles. Peronada de esto se ha destinado a mí, porque la únicaraza que está impedida de desligarse de las fechas esla raza de quienes hacen arte, y no sólo tienen queadelantarse a un ayer inmediato, representado en tes-

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timonios tangibles en plena conciencia de lo hechohasta hoy. Marcos y Rosario ignoran la historia. ElAdelantado se sitúa en su primer capítulo, y yo hu-biera podido permanecer a su lado si mi oficio hubie-ra sido cualquier otro que el de componer música—oficio de cabo de raza—. Falta saber ahora si noseré ensordecido y privado de voz por los martillazosdel Cómitre que en algún lugar me aguarda. Hoy ter-minaron las vacaciones de Sísifo.

Alguien dice, detrás de mí, que el río ha des-cendido notablemente en estos últimos días. Reapare-cen muchas lajas sumergidas y los raudales se erizande espolones rocosos, cuyas algas dulces mueren a laluz. Los árboles de las orillas parecen más altos,ahora que sus raíces están próximas a sentir el calordel sol. En cierto tronco escamado, tronco de unocre manchado de verde claro, empieza a verse, cuan-do la corriente se aclara, el Signo dibujado en laCorteza, a punta de cuchillo, unos tres palmos bajoel nivel de las aguas.

Caracas, 6 de enero de 1953.

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NOTA

Si bien el lugar de acción de los primeros ca-pítulos del presente libro no necesita de mayor ubica-ción: si bien la capital latinoamericana, las ciudadesprovincianas; que aparecen más adelante, son merosprototipos, a los que no se ha dado una situaciónprecisa, puesto que los elementos que los integranson comunes a muchos países, el autor cree nece-sario aclarar, para responder a alguna legítima cu-riosidad, que a partir del lugar llamado PuertoAnunciación, el paisaje se ciñe a visiones muy pre-cisas de lugares poco conocidos y apenas fotografia-dos, cuando lo fueron alguna vez.

El río descrito que, en lo anterior, pudo sercualquier gran río de América, se torna, muy exac-tamente, el Orinoco en su curso superior. El lugarde la mina de los griegos podría situarse no lejos dela confluencia del Vichada. El paso con la tripleincisión en forma de «V» que señala la entrada delpaso secreto, existe, efectivamente, con el Signo, enla entrada del Caño de la Guacharaca, situado a unasdos horas de navegación, más arriba del Vichada:conduce, bajo bóvedas de vegetación, a una aldea de

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indios guahibos, que tiene su atracadero en una en-senada oculta.

La tormenta acontece en un paraje que puedeser el Raudal del Muerto. La Capital de las Formas esel Monte Autana, con su perfil de catedral gótica. Des-de esa jornada el paisaje del Alto Orinoco y delAutana es trocado por el de la Gran Sabana, cuya visiónse ofrece en distintos pasajes de los Capítulos III y IV.Santa Mónica de los Venados es lo que pudo ser San-ta Elena del Uarirén, en los primeros años de sufundación, cuando el modo más fácil de acceder a laincipiente ciudad era una ascensión de siete días,viniéndose del Brasil, por el abra de un tumultuosotorrente. Desde entonces han nacido muchas pobla-ciones semejantes —aún sin ubicación geográfica—en distintas regiones de la selva americana. No hacemucho, dos famosos exploradores franceses descu-brieron una de ellas, de la que no se tenía noticia,que responde de modo singular a la fisonomía deSanta Mónica de los Venados, con un personaje cuyahistoria es la misma de Marcos.

El capítulo de la Misa de los Conquistadorestranscurre en una aldea piaroa que existe, efectiva-mente, cerca del Autana. Los indios descritos en lajornada XXIII son shirishanas del Alto Caura. Unexplorador grabó fonográficamente —en disco queobra en los archivos del folklore venezolano— el Tre-no del Hechicero.

El Adelantado, Montsalvatje, Marcos, fray Pe-dro, son los personajes que encuentra todo viajero enel gran teatro de la selva. Responden todos a una rea-lidad —como responde a una realidad, también uncierto mito del Dorado, que alientan todavía los ya-cimientos de oro y de piedras preciosas. En cuantoa Yannes, el minero griego que viajaba con el tomode La Odisea por todo haber, baste decir que el autor

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no ha modificado su nombre, siquiera. Le faltó apun-tar, solamente, que junto a La Odisea, admiraba so-bre todas cosas La Anábasis de Jenofonte.

A. C.