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yla fue la primera que los vio. Estaba tendida boca abajo en la carreta; dormía un sueño ligero cuando una hoja le cayó en la frente. Frunció el ceño, hizo a un lado las pieles que la cubrían, las apartó un poco e intentó acomodarse de nuevo en el cálido y reparador ovillo del sueño; pero el malestar se lo impidió. Abrió los ojos con esfuerzo y parpadeó; las pieles que la cubrían le pesaban como una losa, y se movió len- tamente para encontrar una posición que mitigara el in- tenso dolor que sentía en la espalda. Era un dolor cre- ciente y punzante; una forma miserable de comenzar el día, concluyó disgustada, e inmediatamente recordó el ungüento milagroso de Morag. El remedio tenía un olor tan repugnante como el de un retrete en un calu- roso día de verano, pero su dolor había desaparecido en el instante en que le fue aplicado; por lo menos tem- poralmente, pues los efectos le duraron unas pocas horas, 9 Capítulo 1 K www.pasionmanderley.com

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Page 1: dulce venganza fin - Cantook · 2018. 3. 28. · dulce_venganza_fin 25/4/08 12:45 Página 14. Esos salvajes no se parecían en lo más mínimo a los ca-balleros de la corte de su

yla fue la primera que los vio.Estaba tendida boca abajo en la carreta; dormía

un sueño ligero cuando una hoja le cayó en la frente.Frunció el ceño, hizo a un lado las pieles que la cubrían,las apartó un poco e intentó acomodarse de nuevo en elcálido y reparador ovillo del sueño; pero el malestar selo impidió.

Abrió los ojos con esfuerzo y parpadeó; las pielesque la cubrían le pesaban como una losa, y se movió len-tamente para encontrar una posición que mitigara el in-tenso dolor que sentía en la espalda. Era un dolor cre-ciente y punzante; una forma miserable de comenzar eldía, concluyó disgustada, e inmediatamente recordó el ungüento milagroso de Morag. El remedio tenía unolor tan repugnante como el de un retrete en un calu-roso día de verano, pero su dolor había desaparecido enel instante en que le fue aplicado; por lo menos tem-poralmente, pues los efectos le duraron unas pocas horas,

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Capítulo

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K

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www.pasionmanderley.com

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y tuvieron que untarle de nuevo el fétido bálsamo paracontrarrestar el ardor de la agonía. Todo era más sopor-table gracias a su agradable efecto adormecedor, pensóexhalando un suspiro; se incorporó con cuidado y miróesperanzada a Morag, que dormía a su lado.

Creyó que una gota lluvia le había caído en el rostro.La piel que la cubría se deslizó hacia abajo y su irritacióndio paso a la sorpresa cuando sintió una textura arenosaen el dedo; entonces comprendió que no era agua, sinouna pequeña gota de fango. Levantó la mirada instinti-vamente y vio las siluetas suspendidas en las ramas. Seocultaban silenciosas e inmóviles entre los árboles, ob-servando atentamente la caravana que avanzaba.

Kyla iba a advertirle a su escolta cuando un gemidofuerte y prolongado invadió el aire, poniéndole los pelosde punta. A la primera voz se le unió lo que parecía serotro centenar de voces, y la carreta se detuvo brusca-mente.

Desconcertada, Kyla vio cómo un hombre se lan-zaba con agilidad desde las alturas y en un segundo se en-contraba entre Morag y ella. El hombre tenía el pelo rojocomo el fuego y los ojos le brillaban. Su espada refulgíaa la luz de la luna. La joven reparó en que su kilt ondeabacon la brisa de las primeras horas de la tarde. Desde dondeestaba, tuvo una vista privilegiada de sus piernas, des-nudas hasta los muslos. Eran firmes y armoniosas, ad-virtió la joven con un interés totalmente inapropiado,dada la situación. Se distrajo en los moldeados tobillos,las pantorrillas musculosas, las rodillas proporcionadasy los fuertes muslos, pero él dejó escapar otro largo ge-mido y la atención de la muchacha volvió a la espada quesostenía.

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De no haberlo visto, Kyla habría pensado que sulamento era el alarido de los muertos que ascendíadesde el abismo del infierno. Era un gemido agudo yestridente que parecía atravesarle el cerebro y rivalizarcon su dolor de espalda. De nada sirvió que la voz delhombre fuera seguida por las de quienes estaban en las ramas, y cuando éstos comenzaron a lanzarsedesde allí, se formó un gran alboroto en el claro delbosque. Urgentes gritos de advertencia y gemidos de dolor brotaron alrededor de Kyla como las aguas deprimavera del río que pasaba por su tierra natal, y elhombre que estaba a su lado saltó del carruaje y desa-pareció.

Kyla entrecerró los ojos e intentó levantarse. Losbrazos le temblaron a pesar del esfuerzo leve, y la basede la carreta pareció moverse ante sus ojos. Respiró pro-fundamente y logró sentarse. Levantó la cabeza con de-terminación y observó a su alrededor, mientras el es-truendo del metal se unía a los gritos y lamentos queinvadían el claro antes apacible.

Cuando fue plenamente consciente de lo que su-cedía a su alrededor se olvidó del dolor punzante quesentía en la espalda y del martilleo de su cabeza. Estabansiendo atacados. Lo peor de todo era que los bárbarosque atacaban a sus escoltas parecían ir ganando, aunqueéstos llevaran cotas de malla.

Varios miembros de su escolta ya habían caído desus caballos. Los otros intentaban dirigir sus monturashacia el carro para cerrar filas en torno a ella y defen-derla, pero sus intentos fueron silenciados por los caba-llos encabritados y sin jinetes que parecían correr asus-tados en todas direcciones.

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Kyla se tragó el miedo que le oprimía la gargantay observó detenidamente alrededor del claro con un airede aprensión y sorpresa. Sus escoltas caían como moscasal final del verano; un tercio de ellos yacían heridos oagonizantes en el suelo fangoso.

Un fragor llamó su atención; un hombre desco-munal se aferró violentamente a la parte posterior de lacarreta y forcejeó con uno de sus escoltas. Sin tiempopara prepararse contra el fuerte vaivén, Kyla cayó denuevo a la base del carro y a pesar de las pieles mullidasrecibió un fuerte golpe en la barbilla.

Intentó incorporarse y maldijo, pero no había te-nido tiempo de levantarse cuando uno de sus escoltasse acercó a la carreta. La lanzó de nuevo contra la basecon un fuerte empujón y le ordenó que permanecierainmóvil antes de alejarse.

Kyla frunció el ceño, masculló y obedeció por uninstante, pues se sentó de nuevo.

—¿Qué sucede?Kyla recordó a la mujer que descansaba a su lado

durante el viaje, desvió su mirada de la refriega y se aco-modó de nuevo en el carromato. Se incorporó con cui-dado sobre un costado, y observó preocupada el rostroarrugado de la anciana que había sido su doncella, en-fermera y figura materna durante tanto tiempo comopodía recordar.

—Todo está bien, no pasa nada. Duérmete —mintió.Las mejillas arrugadas de Morag se encendieron de

la rabia.—Me estás mintiendo, niña. No puedes engañarme.Intentó levantarse, decidida a constatarlo personal-

mente, pero Kyla se lo impidió con rapidez.

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—No; no te levantes.—¡Entonces dime qué está pasando! —le ordenó

tajantemente—. Quiero la verdad.—De acuerdo —suspiró Kyla, procurando encon-

trar la forma de aplacar el creciente terror de la anciana,pero se encogió de hombros: no se le ocurría nada—.Nos están atacando.

—¿Qué? —exclamó horrorizada y procuró levan-tarse de nuevo.

Kyla agradecía la seguridad que ofrecían las paredesdel carruaje, cuando otra sacudida las hizo detenerse;inmóviles, vieron al guerrero en el fondo del coche. Erael mismo hombre que había saltado a la carreta, y Kylaquedó hipnotizada de nuevo al verlo. Era alto, fuertey espléndido. Permaneció erguido, observando breve-mente la batalla, el sudor de su cuerpo resplandeciendoa la luz del sol; y luego desapareció de la carreta tan sú-bitamente como había aparecido, blandiendo su espadaferozmente.

—¡Rayos! —Morag movió su mano sana para aba-nicarse un poco, pero cayó de nuevo sobre las pieles quecubrían la base de la carreta—. ¡Salvajes! —murmuróenfadada—. Y con uno de esos montañeses quiere ca-sarte Catriona… Tu difunta madre debe de estar re-volcándose en su tumba.

—Sí —convino Kyla con curiosidad.Morag, terca, volvió a incorporarse para mirar por

fuera de la carreta.—¿Qué haces? —le dijo Kyla ayudándola.—Ver si ganamos.Kyla iba a decir que poco importaba, pues ella no

conseguiría nada aunque ganaran los hombres de Ca-

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triona, pero antes de que dijera esto, dos combatientesescoceses se estrellaron contra un costado del carruaje,enviando a las dos mujeres a la otra pared. Morag se dis-ponía a levantarse de nuevo para observar la batalla,cuando una espada pasó sobre sus cabezas luego se clavóen la madera del carromato. Un hombre gimió en agonía.

El escocés que había aparecido en el carruaje lasmiró con una expresión temible.

—¡No levantéis la cabeza, arpías estúpidas! —lesgritó en gaélico.

Los ojos de Kyla reflejaron su confusión, y elhombre repitió su orden en inglés. Obviamente, él creíaque no le había entendido, aunque en realidad su con-fusión se debía precisamente al hecho de que ese hombreles hubiera dado semejante orden. No era uno de sus es-coltas, sino uno de sus atacantes. ¿Qué diablos le im-portaba a él si ella sobrevivía o era asesinada?

Kyla observó lo que sucedía fuera. Se sintió cons-ternada al ver que todos sus escoltas habían caído. Hastael conductor de la carreta estaba tendido sobre su sillacon una herida en el hombro que sangraba profusamente.Los únicos guerreros que la protegían de la captura eranlos escoceses que su prometido había enviado para es-perarla en la frontera. Aparentemente, quedaban pocos.

Kyla observó a los escoltas y calculó que aún que-daban quince. Catorce, corrigió cuando un hombre cayó;trece…

—¿Qué sucede? —preguntó Morag con ansiedad.Kyla se mordió los labios cuando miró a su compañera.

Cuando el último de sus defensores fuera abatido,era indudable que los atacantes dirigirían su atenciónhacia ellas. Kyla no quería pensar en lo que les sucedería.

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Esos salvajes no se parecían en lo más mínimo a los ca-balleros de la corte de su hermano.

Murmurando en silencio, Kyla ignoró la preguntade Morag, así como sus dolores y achaques, y reaccionó.Saltó por un costado de la carreta, se sentó al lado delconductor que estaba desplomado, le arrebató las riendasde sus manos laxas, y las agitó con fuerza. Desconcer-tadas por el olor a sangre y la confusión de la batalla, lasdos bestias aceptaron con beneplácito la orden silen-ciosa. Tras bufar y relinchar, se pusieron en marcha; suscascos penetraron en la tierra húmeda y sacaron rápida-mente a la carreta del tumulto.

Kyla observó que el movimiento agitado del carro-mato había hecho que el conductor se desplomara en lasilla. Hizo una mueca de dolor cuando éste cayó estrepi-tosamente a tierra, pero recobró la compostura y asió denuevo las riendas para que los caballos fueran más rápido.

—¡Maldición! —Morag se incorporó con esfuerzoy se asomó por la parte posterior de la carreta. Los ata-cantes que dejaban atrás no parecían reparar en la huida.

Kyla frunció el ceño y estiró su brazo para acomo-darla en la base de la carreta.

—Quédate ahí, Morag; no estás bien.La anciana refunfuñó, se arropó de mala gana con

las pieles, y replicó: —Ah, sí. Supongo que tú sí lo estás.Kyla ignoró el comentario sarcástico y se concentró

en dirigir la carroza a través de los árboles. Habían avan-zado poco cuando vio los caballos; eran unos veinte, yseguramente pertenecían a sus atacantes. La posibilidadde que hubieran dejado a alguien para cuidar a los ani-males la preocupó, y Morag lanzó un grito desgarrador

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que invadió la carreta. Kyla se dio vuelta y vio que unhombre saltaba a la carreta desde una rama.

Era inmenso como una mole, y la carreta temblóal caer el hombre en ella. Kyla observó la espada relu-ciente que sostenía en una mano y sintió pánico. Su don-cella y enfermera tenía un brazo fracturado y varias cos-tillas rotas, y estaba indefensa ante semejante bestia.

Soltó las riendas, se levantó, sacó su puñal de la cin-tura y se abalanzó contra él. Fue realmente sorprendenteque lograra atacarlo, pero no sólo lo atacó, sino que loarrinconó contra la parte posterior del carruaje.

La joven sabía que era descabellado, no podía ha-cerle daño, sólo podía aferrarse a él, y eso fue lo quehizo. Los dos rodaron por el carro. La carreta sin con-ductor siguió su rumbo incierto, mientras Morag gemíadesesperadamente.

El cuerpo del hombre amortiguó la caída de Kyla,pero cayó aparatosamente y quedó por un instante en-cima de él, mientras intentaba recobrar el aliento. El res-plandor del sol veraniego que penetraba sutilmente através de las hojas y que hacía refulgir la punta de la es-pada que ella había derribado la hizo reaccionar. Apenasalcanzó a tomar el puñal cuando su musculoso asaltanteemitió un grito estruendoso, la hizo caer de espaldas yla dejó sin aire.

Kyla jadeó dolorida y lo atacó con su puñal. Parasu alivio, el hombre descomunal maldijo y la apartó sinesfuerzo, lo que ella aprovechó para alejarse. Se encogióy suspiró, pues el dolor que la estaba desgarrando habíadisminuido un poco. Sin embargo, su visión se hizo li-geramente borrosa al ver que él se miraba sorprendidola herida que ella le había infligido en un costado. Kyla

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advirtió que la herida no era de consideración, y que se-guramente la atacaría de nuevo cuando se recuperara desu sorpresa ante la agresión sufrida.

Observó a su alrededor y sus ojos se detuvieron enuna rama grande que había caído a pocos centímetros desu mano derecha. No tenía hojas, y la intemperie le habíadado un color marrón pálido. Tenía la punta frente a ella,pero la rama se ensanchaba progresivamente y su ex-tremo era más grueso que su antebrazo. Se estiró, sujetóla rama con sus dedos y la utilizó para ponerse de pie.

El hombre la vio levantar el tronco de madera consus manos temblorosas y blandirlo contra él. Intentó le-vantarse, pero Kyla lo golpeó antes de que tuviera tiempode hacerlo. La madera produjo un sonido seco y la ramainerte se partió en dos al golpearle la cabeza. Por un mo-mento, la chica creyó que sólo había logrado enfureceral hombre, pero dejó escapar un murmullo de sorpresacuando él se derrumbó en el carruaje.

Comenzó a sentir náuseas y los gritos de Morag ladejaron consternada. Se separó de su enemigo para re-cobrar el dominio de la carreta; pero sus penalidades nohabía terminado, pues entonces otro hombre saltó desdelos árboles… Los caballos se asustaron y encabritaron,la carreta se tambaleó… y Morag cayó lanzando un gritoque heló la sangre a Kyla. El vehículo rectificó su rumboy los caballos se detuvieron atemorizados, coceando confuerza contra el suelo.

Lo único que pudo ver fue el frágil cuerpo de Moragtendido en el suelo mientras el vehículo avanzaba. Kylase olvidó del hombre y corrió hacia su doncella:

—¿Morag? ¡Morag! —le dijo, tocándole suave-mente sus mejillas ajadas.

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El parpadeo de sus pestañas blancas le pareció elespectáculo más hermoso del mundo. Jadeó a punto dellorar y abrazó su cuerpo débil, ofreciendo a Dios unaplegaria de agradecimiento en silencio.

Fue entonces cuando pensó en el otro bárbaro.Miró hacia arriba y constató, sorprendida, que sólo setrataba de un niño que no le prestaba la menor atención,absorto como estaba en la distancia.

Miró entonces en la dirección en que miraba el mu-chacho y comprendió su despreocupación: la batallahabía terminado y los guerreros se acercaban con unaexpresión desagradable.

Kyla recostó rápidamente a Morag, agarró elpuñal y se puso de pie. A continuación avanzó instin-tivamente entre la mujer postrada y los hombres quese aproximaban. Pero al igual que el chico, los gue-rreros escasamente repararon en ella; se aproximarona su compañero caído y lo rodearon, ocultándolo desu vista.

Kyla apretó con fuerza el puñal en su mano su-dorosa y observó atentamente a su alrededor. Parecíaevidente que no tenía escape, pues no podía huir sinMorag. Aunque no lo quisiera, luchar era su única op-ción; nunca había imaginado que moriría de esta forma,y menos tan joven.

Los hombres la miraron. Avanzaron con expresiónsevera hacia ella formando un semicírculo; la observarony vieron el puñal.

Kyla creyó que la atacarían de inmediato. Por esola desconcertó un poco que simplemente se limitaran amirarla y comenzaran a hablar en gaélico, sin saber queella entendía esta lengua.

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—Es linda —señaló uno de ellos, y ella lo miróasustada. Era alto como todos los demás. Kyla teníauna estatura media, pero estos hombres parecían gi-gantes y se erguían ante ella como un bosque de árboles.Tenían pechos musculosos, eran grandes, fuertes y ame-nazantes.

—Sí, linda, pero pequeñita —dijo el que parecía serel líder. Había visto que los otros le habían mostradosumisión cuando los condujo hacia ella. Era el mismohombre que había saltado a la parte posterior del carro-mato, que la llamó arpía y le ordenó que mantuviera lacabeza agachada. Aunque destacaba entre todos y pa-recía ser uno de los más musculosos, el que le había dicho«linda» era mucho más alto. ¡Santo cielo! Ese hombrepodía confundirse desde la distancia con una torre, pensóella, mirándolo sorprendida antes de concentrar su aten-ción en el jefe. Comprendió que los hombres estabande acuerdo con él y que no la halagaban.

—Sí, es enclenque.—Está lloriqueando.—Es un saco de huesos.—Y de aspecto débil.—Es tan pálida como la muerte, y está temblando.

Me temo que no sobrevivirá al viaje, y menos los crudosinviernos.

El jefe asintió y todos la miraron con preocupa-ción. Un hombre de cabello oscuro que estaba detrásdel jefe comentó:

—Tal vez no sea ella. Quizá nos hayamos equivo-cado.

Su observación les dio un poco de esperanza a sushombres, pero el líder negó con la cabeza.

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—Eran los MacGregor, contra quienes combatimosjunto a los ingleses. Reconocí al menos a dos de ellos.

El suspiro de desilusión de Kyla se unió al de loshombres. Por un momento había contemplado la libertad;si se habían equivocado, seguramente la dejarían libre.Pero no. Los MacGregor la habían escoltado; se habíanreunido en la frontera con ella y con su séquito, formadopor cuarenta hombres que Catriona le había asigna-do para que la acompañaran. Entonces ella había pen-sado que era una precaución innecesaria, pero ahora com-prendió que estaba equivocada, y que habría necesitadomuchos más hombres. Los combatientes ingleses lu-chaban con torpeza y lentitud, pues sus movimientos seveían frenados por las pesadas cotas de malla, y habíansucumbido rápidamente ante esos salvajes, dejándolasbajo la protección exclusiva de los hombres de Mac-Gregor. Concluyó que la buscaban a ella, aunque no ati-naba a saber por qué. A menos que las nupcias fueranuna treta para que abandonara el castillo y poder asesi-narla. Ésa era una posibilidad que seguramente favore-cería mucho a los infames propósitos de su cuñada.

—Bien, deberíamos llevárnosla ya —comentó fi-nalmente el líder. Esto bastó para que Kyla se olvidarade sus conjeturas. El hombre parecía tener mucha prisa;de hecho, se limitó a mover los pies mientras la obser-vaba. Sin embargo, fue motivo suficiente para que ellasintiera miedo, aunque no se rendiría sin antes luchar.

—Cuidado con su cuchillo; está muy afilado: meha hecho una herida muy desagradable con él.

Kyla miró al que había hablado; era el hombre quepodía confundirse con una torre. Su rostro tembló al re-conocerlo: era el mismo hombre a quien había herido

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con el puñal. Estaba de pie, y su rostro no delataba lamenor señal de su ataque, salvo por la sangre en susropas, que no era precisamente abundante, advirtió dis-gustada.

Kyla apretó la boca, separó un poco los pies y doblóligeramente las rodillas, tal como le había visto hacer asu hermano durante los combates cuerpo a cuerpo.

El jefe giró la cabeza hacia un lado, la miró un ins-tante y le sugirió en inglés:

—Es mejor que sueltes el cuchillo; no vayas a ha-certe daño.

La joven levantó el mentón con dureza a modo derespuesta. El jefe avanzó hacia ella parsimoniosamentey Kyla se dispuso a atacarlo.

Avanzó dos pasos con ritmo serpenteante y se aba-lanzó sobre ella. Le sujetó la muñeca con una mano, lalevantó en el aire, le arrebató el cuchillo con una faci-lidad increíble y luego se lo lanzó al hombre al que ellahabía atacado. Kyla gritó para desahogar su frustracióny dio una patada. Gritó con mayor ferocidad cuando lalevantó y la cargó sobre su hombro como si fuera unsaco de trigo.

—¡Cálmate! —La orden severa fue acompañadapor una palmada en el trasero, y la dejó muda de sor-presa—. No te haremos daño, ni tampoco a la vieja he-chicera.

Kyla lo maldijo, golpeándolo infructuosamente enla espalda. Luego se detuvo y observó ansiosa cuandouno de los hombres examinó a Morag y estuvo a puntode llorar de alivio cuando el hombre pareció comprenderel delicado estado de la mujer, la levantó con cuidadoy siguió al hombre que llevaba a Kyla.

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El que la cargaba se detuvo repentinamente y Kylasupuso que habían llegado al carruaje y que seguramentela dejarían allí. Intentó prepararse para lo que seguiría,pero toda la preparación del mundo no le impidió caeren la parte posterior de la carreta. No es que él hubierasido excesivamente brusco, simplemente no estaba en-terado de su herida y la lanzó contra la base del carro-mato con un leve empujón. Sin embargo, fue como si lahubieran arrojado contra una tabla llena de clavos. Eldolor le quitó el aliento sin dejarle siquiera lanzar un ge-mido. Las luces brillaron fugazmente antes de que todose volviera completamente negro.

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