¿dudas?

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¿Dudas? Seudónimo: Incógnita Vivía en un tiempo sin tiempo y en un espacio sin fronteras ni limitaciones geográficas. El mundo era plano por primera vez y gracias a las más sofisticadas tecnologías todos formaban parte de un mundo globalizado e intercomunicado. Con la invención del microchip cerebral ya no había secretos ni necesidad de periódicos o medios informáticos que sirvieran de voceros. Ninguno escribía cartas ni enviaba correos electrónicos. Nadie chateaba ni tenía necesidad de lo que en un momento se llamó "celular o teléfono móvil". El microchip sostenía interconexiones continuas y constantes que los mantenía al tanto de lo que ocurría no sólo en los lugares remotos, sino en lo más íntimo y recóndito; en lo inenarrable. Cualquiera podía leer el pensamiento del subconsciente de cada ser que poblaba la tierra. Se habían solucionado misterios indescifrables, pues intercomunicados como estaban ya nadie tenía ideas propias. Cada uno vivía en las mentes de los otros. Formaban un todo inquebrantable y sistémico. Ella no recordaba si era el principio o el final de la historia. Gracias al microchip insertado en su cabeza se pudo enterar del más reciente suceso que cautivó la atención del mundo. En la mañana, de súbito se habían abierto los 1

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Page 1: ¿Dudas?

¿Dudas?Seudónimo: Incógnita

Vivía en un tiempo sin tiempo y en un espacio sin fronteras ni limitaciones geográficas. El mundo era

plano por primera vez y gracias a las más sofisticadas tecnologías todos formaban parte de un mundo

globalizado e intercomunicado. Con la invención del microchip cerebral ya no había secretos ni necesidad

de periódicos o medios informáticos que sirvieran de voceros. Ninguno escribía cartas ni enviaba correos

electrónicos. Nadie chateaba ni tenía necesidad de lo que en un momento se llamó "celular o teléfono

móvil". El microchip sostenía interconexiones continuas y constantes que los mantenía al tanto de lo que

ocurría no sólo en los lugares remotos, sino en lo más íntimo y recóndito; en lo inenarrable. Cualquiera

podía leer el pensamiento del subconsciente de cada ser que poblaba la tierra. Se habían solucionado

misterios indescifrables, pues intercomunicados como estaban ya nadie tenía ideas propias. Cada uno vivía

en las mentes de los otros. Formaban un todo inquebrantable y sistémico. Ella no recordaba si era el

principio o el final de la historia. Gracias al microchip insertado en su cabeza se pudo enterar del más

reciente suceso que cautivó la atención del mundo. En la mañana, de súbito se habían abierto los cielos y

ante toda la humanidad perpleja apareció lo que en un tiempo habían denominado: El Ojo de Dios. Los

hombres y mujeres del planeta congregaron al instante a sus líderes religiosos y unieron sus mentes

obispos, pastores, fakires, maestros, rabinos, presbíteros, diáconos y diaconisas, sacerdotes y sacerdotisas,

ministros y ministras de órdenes, sectas e iglesias distintas y distantes. No se hicieron esperar las

profecías, las lecturas bíblicas, los rezos del Corán, El Talmud y los Vedas. Todo al unísono.

Asimismo compartieron sus pensamientos políticos destacados, embajadores eminentes, académicos,

intelectuales, científicos, astrónomos, astrólogos y todo tipo de especialistas prestigiosos fascinados ante

el relevante evento. Ella dudó por unos segundos, titubeó pensativa por unos minutos, pero luego decidió

que debía aprovechar el momento de la loca euforia y curiosidad que ocupaba las mentes de los otros para

burlar la programación telepática y así evitar que los demás descubrieran sus intenciones y obstruyeran su

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plan. Con el aturdimiento que los embargaba frente a la inminente pregunta que todos hacían en su propia

lengua y creencia en esta Babel futurista: ¿Nos salvaremos o la humanidad será condenada?, y las

expectativas que habían guardado por siglos y siglos sin conocer aún las respuestas; con el mar de dudas

martilleando sus cabezas y el zumbido de la incertidumbre ante el porqué de dicha revelación, nadie,

nadie, nadie leería en su cerebro lo que se proponía hacer. Ésta era su oportunidad, lo haría

calculadamente, no había marcha atrás. Cuando llegaron ya estaba hecho. ¿Fue una estrategia atinada o

sólo fue suerte?, dudó. A pesar de la duda que la invadió de repente, se tomó todo su tiempo para mirar

fijamente sus manos y suspiró. Trató de palparlas, pero las manchas de algo sumamente espeso, aceitoso

como tinta roja impedía que pudiera verlas. Marcó con su dedo índice y trazó su forma de abajo hacia

arriba y de arriba hacia abajo.

-Mmmm,mmm,mmmmmmmmm-Murmuró entre dientes y recordó repentinamente los nombres y

adjetivos que había leído en aquellas hojas sueltas que hacía siglos había encontrado entre escombros y

chatarra. Las mismas hojas que ocultaban el arma antiquísima. Con esas mismas palabras la llamaron y

describieron durante toda la vida. Nombres y adjetivos que había también escuchado en las mentes de

muchas otras y que las describían a voces sin tapujos: Mocosa mugrienta, Muchachita majadera,

maleducada, malcriada, Meona, Malandra malagradecida, malacostumbrada, Mujercita metiche, Madre de

mierda, Morena mala, Mujerzuela maldita, Mala muerte...

La cibermujer policía le sujetó el brazo y la miró con ojos dudosos. Entonces, ahí, frente a la fría duda

sintió que el microchip estalló en su cabeza y las sombras de una serie de imágenes la golpearon como

relámpagos fulminantes. Supo de inmediato que estaba hecho y como saeta la abrazó el recuerdo. El

marido llegó y guardó su equipo de trabajo. Luego de un baño, se tumbó en la cama y se quedó dormido

como de costumbre. A él desde hacía años no le interesaba para nada leer la mente de su mujer. El poder

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leer los pensamientos, para muchos, era una magia que había perdido su encanto, pues todos lo hacían

desde siempre y él nunca mostró mínimo interés en ese asunto. Ella abrió sigilosamente la puerta para que

la madera podrida no rechinara. Controló, como mejor pudo y con todas sus fuerzas su pensamiento para

que el maldito microchip no la delatara ante los demás. Pensó que durante estos años debió ejercitar con

mayor ahínco el músculo mental, pero como ya todo estaba dado por los otros y con cada conexión

aumentaba el aprendizaje y la memoria había dejado su cerebro a la deriva desde... no recordaba cuándo.

Aún así, se esforzó lo mejor que pudo y tomó acción. Tenía el arma antiquísima entre sus manos. El

objeto al igual que aquellas hojas sueltas con signos de un lenguaje que nadie pronunciaba y que

enumeraban varias palabras iniciadas todas con M, su significado correspondiente y un titular que

anunciaba: "DICCIONARIO"; sí, "DICCIONARIO"; la enfrentaron a una retrospección inevitable. Arma

y hojas inservibles acumuladas como el único registro de una era pasada. Había guardado y custodiado

celosamente el arma sin tomar en cuenta desde cuándo tenía el hallazgo para usarlo en este preciso

momento. Con el machete golpeó cada miembro, cada membrana, cada músculo del cuerpo del hombre

que quedó mutilado asemejando tierra fangosa, blanduzca, amorfa hecha añicos e hilachas pequeñas. En

esos instantes, escuchó súbitamente como alfileres punzantes, como dardos hirientes y certeros, nombres

que otras habían dicho de otros que como éste merecían la muerte: El Gran Masturbador malsano, el

Mafioso mafufo, morboso, el Macho, el Machito machista, el Maceta maquiavélico, malicioso, maloliente,

el Mujeriego, el Malnacido, el Mamalón, el Mequetrefe, el Maleante, el Malhechor maltratante, malvado,

mañoso, maligno, el Mamarracho malhumorado, manipulador, el Malasangre estaba muerto, por fin,

estaba bien muerto. Se vio manchada con esa sangre que brotó como agua estancada y pestilente

cubriendo su rostro, sus brazos, su camisa, sus manos. La cibermujer policía la acomodó en la celda

encapsulada e hizo que bajara suavemente la cabeza mientras dejaba de ver la luz por última vez. Qué

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pasaría, dudó, ¿acaso así terminaba todo, quedaría por su crimen sepultada aún ante el mismo Ojo de

Dios?. Todo en ella se detuvo: Su voz, su pensamiento, su corazón. Sólo sonrió locamente feliz y se sintió

libre y liberada por primera vez, sin ataduras. Se olvidó que la habían condenado, no recordó el microchip,

pero antes de concluir su historia y hacerse historia obsolescente; pensó en el suceso que conmovía al

mundo: Ver el Ojo de Dios. Ocasión para ella propicia que le otorgó su total liberación. Se palpó

nuevamente ambas manos y las dos emes palpitaron en su interior para siempre. Volvió a murmurar y a

repetir las voces de ecos que resonaban a través de su microchip, pero esta vez las voces eran distintas y

decidió como vestigio testamentario y perdido, prestar atención a lo que oía: Muñeca magnífica, Maestra

maravillosa, Madre misericordiosa, Mariposa multicolor. Luego, a punto de iniciar su condena, se enteró

por los pensamientos de otros, que mientras urdía su plan y lo ejecutaba, los demás, la humanidad en

pleno divagaba y especulaba sobre el asunto inminente del Ojo de Dios en el cielo. Recordó que oyó en su

microchip que un deambulante con cara de pordiosero tildado como veterano loco de cientos de guerras,

escoria social y paria maldito, después de largas y largas dudas, se había atrevido a romper la reflexiva

postura del mundo y sin miedo a las consecuencias comenzó a gritar:

-Su parpadeo está en clave. Su mensaje está en Morse, es código Morse, ¿no lo ven?

-¿En Morse?- pensó y pensaron todos a la vez. Imposible, pues ya nadie estudiaba ese lenguaje arcaico e

inútil y desde hacía siglos habían destruido todos los manuales y libros de lenguas y lenguajes profanos y

absurdos. No podía ser porque todos usaban la telepatía para comunicarse. Nadie escuchó, nadie hizo caso

alguno al tarado y viejo veterano. Dejaron a un lado al pordiosero deambulante y lo llamaron nuevamente

loco. Ni ella misma quiso escuchar. No, la terca gente había prestado mayor atención a la frecuencia de

otro microchip, el de ella. Microchip del que emergían sus planes y dejaban huellas. Menos mal que

acometió los hechos con premura y a tiempo, un tiempo récord que ponía en gran duda la efectividad de la

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ciencia, la tecnología, la telepatía y la funcionalidad de los microchips de todos los otros. Ya descubierto

lo suyo, ya evidenciada la culpa, los demás decidieron por fin preguntarle al hombre. Ahora estaban

dispuestos a escuchar al viejo deambulante quien deliró por meses, años y siglos con el deseo a cuestas de

escupir el mensaje del Ojo de Dios al mundo. Con millones de otros ojos encima, el pobre hombre mostró

semblante dubitativo, observó al Ojo de Dios y miró a su entorno. El veterano loco, el paria intocable y

escoria social murmuró en un largo cansancio inconsciente:

-El olvido es letal, sé que está en Morse. Sí, en clave Morse, pero ya no recuerdo cómo descifrar tan

antiguo lenguaje.

Todos callaron. Después de tantos siglos los microchips no pudieron captar el significado del silencio que

habitó el pensamiento del anciano y que por vez primera experimentaban en sus cabezas. Nunca habían

confrontado el estado del silencio. No conocieron el mensaje extraordinario ni comprendieron una sola

palabra del Ojo de Dios. Ninguna verdad les fue dada. Ninguna palabra les fue revelada nunca. No

obstante, aunque todas las mentes del mundo juntas no habían sido capaces de interpretar el mensaje del

Ojo de Dios, ni supieron jamás si se trataba del principio o del final; continuaron, frente al silencio,

recibiendo como tormento perpetuo una señal a lo lejos y escucharon al unísono repetida y

monótonamente, una y otra vez un extraño sonido, casi un balbuceo, un murmullo que salía de ella ya

sepultada, congelada y olvidada. La señal de un microchip expirado se tornó letanía universal, emergió

como un solo pensamiento, una sola voz que los marcó a todos grabando en sus mentes el latido de la M

eternamente. Cuentan las nuevas generaciones de milenios avanzados que aún con dudas lo escuchan e

intentan todavía infructuosamente revelar el secreto del misterio.

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