Download - UNO - Martín G. Spataro (Selección)
Índice
(Corresponde a la obra completa)
I. Oscuridades
II. Barro
III. El techo
IV. Un poco de orden
V. El rincón
VI. Riesgos y prejuicios
VII. El viaje
VIII. El ascenso
IX. Tormentas
X. Algunas consideraciones sobre el Gran Círculo
XI. La noche
XII. El parque
XIII. Amanecer
XIV. Ruidos
XV. Ricos y pobres
XVI. Paráfrasis de Vida retirada de Fray Luis
XVII. Desde la montaña
XVIII. El derecho y el revés
XIX. Apariencias
XX. Los ojos del anciano moribundo
XXI. Percepciones
XXII. Arte y religión
XXIII. Cuestiones poéticas
XXIV. La euritmia vital
XXV. Cumbre
XXVI. Exageraciones comunes en el amor de los sexos
XXVII. El regreso
XXVIII. Canto elemental
XXIX. Vistas
EPÍLOGO: Ojalá que no
Nota bibliográfica
Oscuridades
Uno gasta el día en el intento de evadirse, pero cómo… Todo es
imaginación. Los ruidos, el té que se enfría siempre, el techo que se te viene
encima, los golpes del reloj, la luz de la lámpara, el tiempo. El tiempo y la
costumbre, hermanados, absorbidos el uno por el otro en un eterno círculo; las
ideas, el encierro y la humedad, la humedad que se respira, que se huele, como la
agonía. Es como un sepulcro, la soledad del muerto que se pudre. Solo. A veces se
te da por creer que lo que está al revés es la realidad, esa misma realidad que se
escurre por los densos pastizales de la memoria y de la carne y desata tu ficción
sin límites, la crónica defectuosa de lo que el alma nunca dice. Pero en toda su
estupidez, el humano, el sujeto, siempre avanza y se asombra de sí mismo, o de
esa copia mal hecha de sí mismo. Con delicadezas y apariencias y modales, se
revuelca en su codicia, se funde a la vez con sus dioses y sus automóviles y los
muñecos que cree manipular en su estupidez de marioneta. Se apura, llega tarde,
irremediablemente tarde a todos lados. Los minutos y las horas y los días gotean
como en los relojes de Dalí, que son también los relojes de una ficción igual de
defectuosa. Tarde a las lecciones y las cátedras, tarde ante el juez, tarde para
cambiar de sexo o religión o de principios, tarde para ser aprobado por el
monstruo descarado del prejuicio y de la historia. Los gobernantes, los incendios,
el agua podrida y los avisos publicitarios, la educación, el hastío y la sombra del
profesional de turno que planea sobre los cráneos vacíos, sobre los miembros en
descomposición, sobre la utopía imperiosa del éxito afiebrado y los implantes y
las risas. Así es como el mundo ideal se te parte entre las manos a vos, que pensás
y repensás las cosas, que estás mirando el techo, tendido boca arriba en la cama,
los ojos abiertos, a punto de dormir, a punto de despertar también, a punto de
destruir las estructuras del recuerdo que te atormenta. Se caen los dogmas, se
marchitan tus amistades en una corrupción de manchas negras. Sin fundamentos,
Uno tiende a hacerse objeto, a aniquilarse, contra Uno mismo, contra esa
montaña de Uno mismo, sin aventura, sin expresión, sin el respeto que se le debe
a la muerte, con la cobardía a flor de piel y dinero en los bolsillos. Y ahí va la guerra
ahora, que desfila en el mundo lacrimoso de ese techo que no mirás pero ves bien:
la guerra de un juego que está en curso mientras los niños famélicos del futuro se
matan a piedrazos, el ajedrez del Gran Círculo en el que toda una sociedad se agita
y lucha sin premios ni castigos. Las piezas están siempre en movimiento, acción y
reacción continuas, en esta partida inacabable que nos plantea la existencia. De
noche es más difícil asimilar las cosas, es verdad, pero la oscuridad es inevitable,
es parte también, todo y todos lanzados al tablero, girando en un asombroso
impulso vital que no se explica.
Un poco de orden
No es casualidad, entonces, que el orden resulte esencial para la
supervivencia de toda sociedad. Así como a vos se te hace cómoda la reducción a
cero de lo inesperado, al conjunto de hombres que mantienen en pie ese Gran
Círculo de la Convención le será mucho más provechoso contar con súbditos
dispuestos a actuar bajo una misma regla, un mismo orden, que arriesgarse a
vérselas con seres libres, capaces de la innovación espontánea y la
autosuficiencia. Ese igualitarismo injusto, por el que sin duda se trata de encarrilar
a los últimos por los medios más variados (la ley uno de ellos), propone sin
escrúpulos una masificación de prácticamente toda la cultura humana, y
entiéndase por cultura lo que por ella debería entenderse: desde el hábito
alimenticio y la vestimenta hasta la educación, esa imprenta de ideologías
mercantiles y obsoletas instaurada por el enciclopedismo, que anula en los
indecisos (la bendita mayoría de la que hace abuso el poder) toda posibilidad de
superación en beneficio propio y de la especie.
Hombre libre, por lo tanto, es aquel que se ha soltado convenientemente
de toda estructura o mandamiento social, ya que el pertenecer de manera
práctica al Gran Círculo de la Convención implica un orden preestablecido, ese
reiterativo programa de teatro armado por sus contados prestidigitadores. El
hombre libre desclava uno a uno los códigos sociales convenientemente porque
entiende que todo animal que se separa de la manada drásticamente y sin retorno
se hallará irremediablemente condenado al fracaso y a la aceptación final de su
enfermedad o impotencia, de su debilidad. Así, convive pacientemente con el
resto de los hombres sin mezclarse demasiado en sus modos ni en sus
costumbres, aunque siempre transmitiéndoles su propia experiencia de libertad,
lo cual provoca en la mayor parte de los casos la admiración general y el respeto
profundo a cada una de sus sentencias, las que a su vez él nunca impone, sino que
simplemente las siembra en esos espíritus aún indefinidos que no se han
idiotizado del todo en la vorágine de la sociedad, debatiéndose oscuramente
entre la Verdad y la Convención de este tablero de la existencia que todo lo
contiene.
El viaje
Ha llegado el momento en que te ves de pronto planteándote la vida como
un viaje, prueba fiel de que has avanzado. En esa idea todo concuerda: el
movimiento que es vida, la vida que es viaje que a su vez es movimiento; el viaje
que implica riesgos y decisiones que te llevarán a la experiencia, a ese camino
subjetivo e infinito de la experiencia espiritual. Ha llegado el momento, ya armás
tu mochila con los víveres que te darán energía en la marcha: inspiración, nuevos
aires, expansión anímica, y por qué no también tu pasado (que hace juego con
cada una de tus imborrables tormentas), por si te queda algún espacio para el
análisis y la introspección, una vez lejos de todo. Este viaje no ha de ser un mero
traslado; es necesaria la distancia, física y mental, para lograr dar vuelta de una
vez el concepto de la soledad.
Suele verse con cierta extrañeza el hecho de que un individuo busque la
soledad voluntariamente, quizás por un remoto terror a la extinción, como si de
lo más hondo de la especie se levantara el grito de una simiente vana, en la
desesperación de saberse menoscabada en número. Es así como se tiende a
considerar que soledad y aislamiento son dos caras de la misma moneda. Ya
hemos visto que no, ya hemos comprobado que el aislamiento tiene a su vez
varios matices. La soledad más genuina se aleja del encierro como el encierro de
la realidad. Por eso, lejos ya de aquel rincón, estás a punto de emprender tu viaje,
poco importa a dónde (ya no contás los años); la novedad es que sentís un río de
buena predisposición en el pecho. De pronto se ha derrumbado todo, estás a
plena luz del sol, que te pega de lleno en la cara. Los riesgos comienzan a
confundirse benevolentemente con las posibilidades que el camino guarda en su
caótico y secreto código de combinaciones. Mirás a un lado y a otro, estás
sonriendo, henchido de fuerzas, rebosante de ganas, con hambre de aventura, y
es entonces cuando, afirmando el peso de tu carga, comenzás a caminar.
Grandioso. Todo un mundo se abre por delante. Ya estás caminando. Te estás
moviendo. Estás indudablemente vivo en tu decidido movimiento, sin rumbo ni
destino fijo.
La noche
En la comprensión de este hecho, el de ser parte, en admitirlo, puede
hallarse el sosiego de tanta pregunta innecesaria, de tantos planteamientos
enrevesados, de tanta disconformidad humana como la que anda dando vueltas
en las cabezas de tantos hombres que (acaso encerrados en su propia celda, en
su propio pánico, en su propia desilusión que los lleva a la resignación más triste
de todas) desconocen que el resultado de cada una de sus acciones, de cada uno
de sus movimientos, afecta sin duda a todo el tablero. Las piezas van moviéndose,
poco más o poco menos, en esa constante de acción-reacción planteada a lo largo
de este infinito juego que nos propone la existencia. De noche es más difícil
asimilarlo, es verdad, pero la oscuridad es inevitable, es parte también, todo y
todos girando en un asombroso impulso vital que no se explica.
Hay una noche, sin embargo, totalmente desconocida. Es la noche de la que
un día vinimos, es ese estado anterior a lo que pueda llegar a discutirse en estas
páginas; anterior al primer latido, al feto, a esa otra noche intermedia, acuática,
la noche protectora del vientre materno, que es a su vez el único universo posible
en esa etapa frágil del animal que se abre paso. Esa noche insondable es mucho
más antigua y se olvida poco a poco, ya no queda rastro de ella al primer llanto,
el del aire que hincha el pecho que se prepara a afrontar ese misterioso
cuadriculado relleno de círculos concéntricos que es la vida. Se infla, todo se
predispone al crecimiento, brota cuerpo del cuerpo, los dientes del predador por
excelencia, las palabras van recordándose, emitidas una a una por esa increíble
conexión preexistente entre el almacenaje genético y la costumbre, que acude
desde los rincones más lejanos de la historia de la especie. Todo el aparato de la
vida se halla en condiciones, los engranajes funcionan correctamente, ya se es un
hombre, una mujer, un ser probablemente reflexivo, probablemente pensante,
probablemente sensible, probablemente no, probablemente productivo,
dogmático, disciplinado, probablemente humano, probablemente muy por
encima o muy por debajo de semejante calificativo. Pero antes de todo eso hubo
una noche, tan eterna como la que presentimos al otro lado del tablero, la que
viene después de tanto verde y tanto probablemente y tanta historia. Aquella
noche previa, tan infinita como la otra (al menos así nos parece, desde nuestra
fase vigente de cortísima duración vital), es lo ignorado, lo anterior al origen
mismo, el reposo latente que sin duda se entremezcla con el último, el del fin,
haya sido nuestro paso por el mundo de dos días o noventa y cinco años, lo mismo
da. Como las hojas de hierba que tanto inspiraron a Whitman, se nace de la
muerte, y he aquí que no se muere sin haber antes nacido. En este aspecto, la
discriminación entre un microorganismo, una cucaracha, un hombre, un alerce y
un rinoceronte es completamente nula, o como mucho un juego más, de esos que
la especie parlante usa para justificar su tiempo en los círculos concéntricos de
sus cuadraditos.
Ricos y pobres
De lo mucho que se ha hablado de ricos y pobres a lo largo de la historia
humana, poco se ha dicho en serio sobre el equilibrio natural que también pesa
sobre esa desigualdad aparente. La Naturaleza, como madre primera de todos los
seres y todas las cosas conocidas, esa Naturaleza que hace frágiles a los insectos
más numerosos del orbe al tiempo que son contadas las fieras más temibles, ha
provisto al hombre de su consciencia y su razón para dejar actuar en él (ya que es
el único de los seres vivos capaz de emitir juicio y condenarse a sí mismo de
cuantas maneras puedan imaginarse) el engaño del poder, que crea así entre los
humanos un submundo de jerarquías por la fuerza. Es decir, que hacia arriba y
hacia abajo, en una extraña cadena intraespecífica si se quiere, no hallamos más
que humanos, y el predador del hombre es el hombre, y el productor del hombre
es el hombre, y todas las funciones interactivas se dan siempre entre los hombres.
El punto es que el hombre productor se vale, es cierto, de otras especies para
llegar a su producto; pero al predador del predador, al verdadero poderoso de la
humanidad, ya se le han borrado los límites, y lo mismo da que sea una plantación
de arroz, la extracción de uranio o la integridad de una persona lo que se halla en
juego. Esos límites que desaparecen son el verdadero problema, porque
hablamos así de un descaro, de una irreverencia de las más atroces: lo que se ha
borrado es el sentido común e integrador previsto por la Naturaleza. La criatura
se ha rebelado, entonces, de la peor forma. Va en contra de su madre cuando no
ha salido de su seno. Eso es la extinción, eso es desmoronarse de a poco, y toda
esa hecatombe es, a la vez, apaciblemente natural; no es sino lo necesario, lo
único que queda por hacer para seguir cumpliendo con las leyes eternas de los
ciclos renovables.
En cuanto al hombre predador, lo que evidentemente persigue en el
hombre-presa no es ni su cuerpo ni su sangre para satisfacción o alimento, porque
en las sociedades humanas se ha entendido ya que los valores naturales pueden
alterarse fácilmente mediante sustituciones que, aun extremadamente nocivas
para la especie, ofrezcan grandes perspectivas de productividad y rendimiento,
esas dos fichas infalibles del Gran Círculo, de las que el dinero, como hemos visto
ya, es su viciosa causa y su vicioso resultado. Si ha de ser esa la medida de todas
las cosas, es de suponer que quien más dinero tenga será fácilmente elevado a la
condición de juez de todos y cada uno de los actos humanos, tanto intrínseca
como extrínsecamente. Es que el dinero no viene solo, sino que ofrece al
ambicioso una oportunidad de dominio irresistible: el poder. ¿A dónde van a parar
así las leyes y las modas y la accesibilidad a las instituciones públicas, cuando se
ha puesto a la cabeza de la manada a los ejemplares más despiadados de la raza
humana? En cualquier otra especie, un despiadado podría llegar a ser beneficioso,
pero en la nuestra, la única capaz del prejuicio y del engaño y de causar la muerte
a sus semejantes sin motivos naturalmente aparentes, representa un peligro
constante, una biodesfachatez amenazadora.
Desde la montaña
Desde la montaña, la continua y ruidosa convulsión del Gran Círculo queda
reducida a una vibración mínima de larvas que ignoran (o prefieren ignorar) la
existencia del mundo más allá de su ceguera; es como un rincón, como tu antiguo
rincón, pero en su forma más nociva y numerosa. El encierro de los hombres no
es cuestión de paredes, sino de rutinas y comportamientos predecibles. Un
producto cualquiera, un automóvil o un libro, lo mismo da, se propaga en la
sociedad de nuestro siglo en la medida que el dinero permita, es decir, mediante
la previsión comercial de su éxito o fracaso, prestidigitación a cargo de los
predadores más poderosos y determinantes de la especie. Y con sólo interrumpir
su paso con un dedo, toda larva no hará más que conducirse hacia donde ese
mismo dedo la lleve, haciéndole creer que se arrastra libremente por espacios
abiertos mientras se dirige inducidamente hacia otro lado, siempre hacia otro
lado, siempre a reunirse con otras incontables larvas que han llegado allí de la
misma forma, sin saberlo, ciegamente aprobando la omnipotencia del Buen Dedo.
En la montaña hay trabajo, hay días calurosos y noches heladas, los cielos
despejados de una vida nunca son continuos, ya lo sabés. Pero ese sudor que se
ofrece a cambio de tu leña o alimento responde directamente a tus verdaderas
necesidades, sin arreglos ni comodines de colores de por medio. La escarcha
nocturna te recuerda que el movimiento es la esencia, que dormirse sin calor vital
es dormirse para siempre. Todo surge espontánea y naturalmente,
necesariamente; ningún acto es en vano, nada se desperdicia en tu montaña.
Estás empleando tus fuerzas en beneficio de tus propias fuerzas, única órbita de
valor real en tu lance de vivir sin ataduras. Aquí, el dinero no es más que una
fantasía irrisoria, el leitmotiv de ese enorme grotesco de las larvas y las
apariencias; se reduce a metal decorativo o, en último caso, a herramienta
improvisada, papel de combustión lenta para tus fogatas. Si lo mirás así, no sólo
te causa gracia el interés desmedido que a semejante ilusión profesan los
poderosos del Gran Círculo, sino que advertís además una de las razones más
evidentes del peso insostenible que ejerce sobre el individuo el prejuicio social,
esa predisposición prácticamente idiota por la que se mide y juzga todo lo que
existe. Lejos del bullicio y el amontonamiento de las urbes, te agradan esos
instantes de autosuficiencia esmerada; descansás plácidamente por las noches,
despertás con las primeras luces, con las aves, con la mañana entera, que es un
canto suave de colores y fragancias.
Arte y religión
Más allá de todo, existe en el arte cierto impulso a la comunicación, aunque
a veces los medios para lograrla resulten mucho más afines a la exclusión que a la
sociedad. El mensaje universal de todo arte es antes la meditación sosegada de
un hombre, acaso un hombre de profundos silencios y abstracciones, sumido en
la paciencia de sus noches solitarias, frecuentemente en desacuerdo con los otros,
con ese Gran Círculo de la Convención, ese ajetreo que siente ajeno a su idea de
humanidad, el hacinamiento de un mundo que se consume en frivolidades,
precipitado y vacío, enfermo y rutinario. En ese mundo ha de vivir el artista y de
él quiere escapar; la inexorabilidad de la práctica le ha demostrado que es difícil,
pero su fuerza no decae, porque ese arte es para él un modo de vida inseparable
de su condición, un reconocimiento de sus facultades y limitaciones, en plena
consciencia de que, al fin de cuentas, siempre está Uno vivo, sin rumbo ni destino
fijo. Cuando el dolor o una ráfaga de felicidad deja al artista suspendido en un
aroma o una imagen, presiente él que el recuerdo llega entonces para revivir, en
ese insignificante pedacito de existencia que ostenta, alguna verdad del universo.
Muy al contrario de lo que suele creerse, no se trata de una experiencia extraña
al resto de los hombres, sino de un reflejo transcendental común a todos los
individuos de la especie. Claro que la rutina ininterrumpida y el afán desenfrenado
de sobrevivir a las cosas impiden a los siervos del Gran Círculo ese tiempo
necesario para asimilarlo. De aquí el decaimiento espiritual progresivo que
desemboca en los males del cuerpo. La rueda intencional del Círculo ha previsto
que, una vez extenuada su utilidad, todo individuo debe hundirse en el
aburrimiento, irremediablemente en las necesidades de los otros, superiores o
clientes, súbditos o gobernantes, dejando al descubierto (si es que la muerte se
apiada rápidamente de él) un alma pobre y desaliñada, vacía de humanidad, que
abandona el mundo sin más experiencia que el cansancio, aunque con la carga de
un materialismo que ya no podrá enmendar, vicios que debería haber evitado con
sólo prescindir de ellos a tiempo, con la convicción de quien ha entendido las
reglas del tablero. Pero hay en las cosas cierta hipnosis que incita al hombre al
olvido de sí mismo, a abandonar su espíritu introspectivo en algún rincón de sus
preocupaciones sociales, y así es como Uno se convierte, ingenuamente, en una
cosa más, en un objeto de sus posesiones, un esclavo de todas sus riquezas.
Y en medio de todo esto… ¿qué es el arte? Acaso una trasmigración del
barro a la cumbre y viceversa. Y es que no importa tanto la obra de arte en sí
misma como el sentido metafísico que podamos añadirle por la sola
contemplación: de este modo, logramos aproximarnos no sólo al arte de los
hombres, sino también al de la Naturaleza, que es en sí misma obra y artista, por
la fuerza creadora que genera; Creación de las creaciones.
Cumbre
Y al fin llegaste a la montaña, a esa imponente montaña de Uno mismo. Te
armaste de lo necesario antes de subir, y ya en la subida advertiste que lo
realmente necesario era muchísimo menos, y así fue como comprendiste el
sentido de ese prescindir que te ha traído hasta aquí, a través de la noche y de
todas tus tormentas, siempre consciente, siempre atento a las maravillosas
pequeñeces de la Naturaleza, esas manifestaciones calmas de un Universo que no
es posible razonar pero sí comprender en la paz última de un espíritu que ha
llegado a esta cumbre inspiradora, de cielo azul profundo y visión interminable.
Desde arriba, todo es pequeño. Es como una lección natural que nos
permite darnos verdadera cuenta de lo reducida que es la visión de un hombre
inmerso en el ajetreo cotidiano del Gran Círculo. Las luces de la ciudad son como
luciérnagas abarrotadas alrededor de una piedrita negra; mínimas las fachadas de
los edificios, ínfimos los techos, ignoradas las ventanas abiertas de esas
habitaciones microscópicas donde acaso se estén gestando discusiones,
declaraciones de amor, soledades novatas, otras vidas, otros libros, alguna
inspiración también, en su pugna por vencer los ruidos y el cemento y los postes
de luz para fundirse con las alturas, estas sutiles alturas de la Verdad, como si la
montaña hubiera sido diseñada para que el hombre pueda percibir al menos la
continuidad del Universo que lo incluye, ese Universo de Uno y de todos, del que
se es inevitablemente parte cuando se está vivo, sin rumbo ni destino fijo.