A mi familia, mis padres, mi hermano y mis abuelos.
Sin ellos no tendría lo que tengo, no sería como soy.
Índice
Pistas pág. 9
La mirada del viento pág. 12
Catecismo de voluntades pág. 24
Cuento real pág. 29
La puerta delantera pág. 34
Burbujas sin fe pág. 45
La acequia pág. 53
John Lennon no murió en Dakota pág. 56
La frontera del terror pág. 64
Algunos de mis perfiles hablan pág. 74
Diario infantil pág. 81
La cucaracha pág. 89
El día que deja de llover pág. 95
Especial y pasajero pág. 100
Ashima pág. 108
La rutina de Julián pág. 125
Día de la Hispanidad en Anatropía pág. 132
Puta pág. 148
El fatídico destino de una rubia fatal pág. 151
0.
PISTAS
Escribir un libro de cuentos con una idea en común no sale a cuenta.
Sobre todo si el autor no quiere celebrar un concurso de habilidades ni
participar en una antología polífónica.
Y no es el caso.
Por eso, he realizado el camino inverso y he detectado qué tienen en
común todos los cuentos tras escribirlos. A continuación, tras interpretar
que la huida es el pegamento que los une he querido resaltar los pasajes
donde se diluía el tema y, por consiguiente, no he tenido más remedio que
atenuar el mensaje cuando lo he visto demasiado evidente. De manera que
ahora ya es imposible saber si estos cuentos tienen algo, mucho o nada que
ver con lo que quise transmitir a mis 20 años.
Al final, ha prevalecido mi intención de que las historias tengan un sabor
diferente, que resulten atractivas por cómo se leen y no tanto por lo que
significan.
En todos los relatos la huida es el desencadenante o el fin necesario de
las historias que narro. En cuanto releí los cuentos supe que la esencia era
un escapismo que estaba muy en consonancia con mi estado anímico y mis
convicciones durante toda una década.
Para mí, como para mis personajes, el mundo en el que vivimos es (era)
un lugar sobredimensionado, brutal, una pesada bola de plomo que aplasta
a los seres que quieren vivir en libertad y sin ajustarse a un patrón fijo.
No voy a dar pistas al lector sobre la interpretación ni los motivos de
cada uno de los cuentos; a partir de ahora le pertenecen. Os pertenecen.
Pero si se obstina puede entretenerse identificando las fases de la huida o
irritarse mucho con el autor porque no la encuentra. Habrá que asumir ese
riesgo.
En 2012, como hace diecisiete años, estoy convencido de que la sociedad
actual se está inmolando y que en la mayoría de nosotros se fragua una
espada de rebeldía. Esta necesidad está presente en el espíritu de los
cuentos, aunque en campos tan poco bélicos como el derecho a pensar sin
chantajes, a disfrutar también de los lunes, a sufrir en vacaciones, a
trabajar sólo las horas necesarias, a estar solamente con las personas que
nos quieren, a cambiar el gimnasio por hacer los deberes junto a los niños,
a reflexionar, elegir, criticar y, si se puede, vencer el miedo a vivir.
Si la revolución interior debería concluir en algo más que una huida,
hacia el pasado o hacia adelante, ya no es materia que ataña a un escritor
de ficción.
Creo que estos cuentos constatan que muchas personas en diferentes
ámbitos y circunstancias no logran identificar la puerta de salida de su
problemática. Existe la necesidad de cambiar la realidad, pero no hay
ninguna garantía de que sea posible al no poder identificar la situación de
peligro. Principalmente porque la realidad impuesta nos advierte de que si
no conocemos al enemigo ni el objeto de la misión, más vale claudicar. Sin
embargo, antes de rendirse, la gente opta por huir (o sea, toma una
decisión), que es una manera de querer resolver los enigmas de la
existencia a pesar de no tener un mente el rostro del enemigo ni la
recompensa, cuando la hay.
Pero si acaso lo anterior me lo reservo para un ensayo. Espero que los
cuentos te transmitan mucho más que un montón de vagas (aunque
necesarias) ideas.
1.
LA MIRADA DEL VIENTO
Puede parecer fácil narrar un hecho cuando se está en cualquier parte, se
escucha y se ve todo, sin suscitar sospechas. Ese razonamiento está a la
altura de cualquier necio. No entienden que a menudo lo más complicado
está en saber qué se oculta tras lo visible, lo tangible, lo sonoro.
Soy la voz del viento, siempre me presento donde quiera que el aire
necesite renovarse. He asistido a otras historias que, como ésta, han
cruzado los límites de la gran paradoja: la muerte como génesis. Es
frecuente que muera una estrella para formar planetas: en el fondo los
astros, como las personas, saben que la vida es un ciclo que necesita
devorarse a sí mismo para continuar evolucionando. De ahí que muchas
personas, así como algunos animales, terminen suicidándose, dispuestos a
comenzar de nuevo, la próxima vez limpios de error.
Hace muchas mañanas que Gabriel recogió el saco del armario despensa
y abandonó la casa sin encender la luz. Afuera le aguardaba una lluvia de
plata que le acompañó por el sendero verde hasta el muelle y, una vez
embarcado, a alta mar.
Cuando Carmen se estremeció en la noche y abrió los ojos supo que no
tenía sentido llorar si sólo había sido una pesadilla. Pero al abrazar el vacío
de la parte derecha de su cama, se encontró muy sola con sus lágrimas. La
lluvia, que regaba las encinas del camino, sonaba al compás de su llanto.
Al poco se serenó y comprendió que había vencido a la pesadilla: Gabriel
había marchado, como tantas otras veces, aprovechando la complicidad de
la luna. Carmen no sabía que jamás lo volvería a ver vivo. Quizá lo intuía.
Lo cierto es que al sentirse sola se dio cuenta, por primera vez, de que
estaba sola. En el pasado, a pesar de sus largas ausencias, Carmen se
sentía arropada de modo que con el recuerdo de Gabriel, bajo una tupida
manta, lograba aplacar las noches más gélidas.
Intentó abrazarlo una vez más con los ojos cerrados recorriendo el
camino hasta el puerto. Yo me impregné del perfume de Carmen y seguí la
estela del camino de Gabriel. Él, desde cubierta, ya se había mudado al
sabor a algas, así que el aroma de Carmen se hundió en el agua tras
empaparse del salitre de la brisa sin poder acariciar la piel del marinero.
Mientras, Carmen ya no fantaseaba con ir a esperar a Gabriel cuando
volviera. En realidad, hacía mucho tiempo que lo había perdido. Pudiera ser
el día que se olvidó de la fecha exacta de su regreso. Quizá fue cuando ella
se negó a irse de vacaciones con él a la montaña o tal vez fuera la ocasión
en la que él pasó media noche en el bar antes de ni siquiera dejar los bultos
en su casa tras muchas noches ausente.
Ahora el barco se alejaba para no volver a atracar cerca del pueblo donde
había nacido Carmen en tres meses. Pasaron la primera semana sin ver
tierra firme; apenas sacaron los bueyes de pesca una vez al día; el resto del
tiempo lo empleaba Gabriel en dormir, mejor dicho en estar acostado. Los
demás marineros roncaban y no les importaba que una cucaracha se colara
por un camal del pantalón o que los ratones royeran la punta de sus botas;
dormían como troncos, ¿qué más se podía hacer en aquella lata de sardinas
en mitad del océano? Gabriel nunca había hecho otra cosa que no fuera
salir a la mar. Se subió por primera vez a un barco con catorce años y
desde entonces jamás le habían abandonado los restos de salitre sobre las
ojeras.
Carmen empezó a comportarse desde el primer día de su ausencia como
si hubiera enviudado. No sólo planchó su vestido negro y se lo puso con
unos zapatos y un bolso a juego sino que además se desembarazó de toda
la ropa de su marido. La gente del pueblo empezó a murmurar: al
principio, que había abortado, más tarde, que tenía un hermano en
Argentina, al que se lo habían llevado alguna de las fiebres que se cogían
nada más pisar América. En el mercado le preguntaban el motivo del luto y
se quedaba muda, se marchaba sin despedirse y se perdía por las calles de
vuelta a casa sin que nadie se preocupara por su estado, toda vez que les
afeaba el saludo con una mirada hacia otro lado, normalmente al suelo.
A dos meses del regreso al hogar, Gabriel sólo pensaba en la manera de
no volver. Las ocasionales visitas al islote escocés en busca de alimentos
frescos y algún momento de ocio en la taberna también le habían terminado
por hartar. La cerveza apenas le servía para hincharle el vientre y
ocasionarle un dolor de cabeza frío que terminaba con sus defensas. Uno de
esos sábados le dijo a Jesús, el cocinero de abordo, que le esperaran en la
taberna pues quería escribir una carta. Ni Jesús ni los otros insistieron en
que saliera con el resto de la tripulación, ya que pensaron que tal vez así se
desahogase lo suficiente para recuperar el buen ánimo que siempre había
tenido. El capitán no le dio mayor importancia y ordenó a sus marinos que
amarraran fuerte los cabos y se prepararan para divertirse.
Gabriel alzó la vista hacia el puente de mando y vio que allí no quedaba
nadie. Se dirigió a la cabina y encendió una tenue luz que colgaba del
camastro del capitán; encendió el ordenador donde se guardaban las rutas
y activó la carta que habría de guiarlos desde los mares del Norte hacia el
Cantábrico. La intentó modificar para que la misma carta los condujera más
allá del Atlántico, hacia América. Dudó entre ir al Caribe o a Alaska, pero
tampoco se aclaraba demasiado con el navegador así que toqueteó
desesperado varias opciones. De pronto, se quedó a oscuras. Ya en el
puente, descubrió que el apagón afectaba a todo el barco y buscó a tientas
cualquier indicio de que alguien hubiera saboteado la instalación.
Soplaba este viento que narra con fiereza, no de rabia interior (eso es
materia humana), sino por mi naturaleza y le obligué a bajar las escaleras
hacia la cubierta inferior a tientas. No fui yo, sino el miedo quien lo precipitó
al vacío, de manera que cayó sobre un montón de aparejos que no habrían
estado allí si los hubieran colocado en su sitio. Aquel descuido le salvó la
vida. El trabajo que Gabriel había olvidado realizar había amortiguado el
golpe. El hombre se desvaneció al contacto con el material rugoso. Por fin
descansaba. De pronto me volví cálido desde el Mar de Baffin hasta el Golfo
de Vizcaya. Aparté la lluvia tenue de su cuerpo y desperté a Carmen, que se
encontró sudando en pleno marzo, se libró de las mantas que la
aprisionaban, sonrió y cerró los ojos. A muchas millas de distancia, Jesús, el
cocinero de abordo, que no gustaba de emborracharse, hizo un ademán de
salir a la calle para buscar refugio al humo de los cigarros y al griterío. Pese
a la llovizna se percató de que la temperatura era cálida y se acordó de
Gabriel, a quien habían dejado en la litera hacía ya mas de una hora. Volvió
a entrar en la taberna y lo hizo despacio, de manera que algunos hombres
sintieron, por primera vez y pese a haber ingerido gran cantidad de whisky,
una fuerza térmica que les devolvía a la vida… Jesús vio aproximarse al
capitán.
¿Qué pasa?
Voy a acercarme a ver qué le ocurre a Gabriel; ya hace tiempo que
tendría que haberse dejado ver por aquí.
Sí, claro, acércate... Qué raro, juraría que cerca de la puerta hace un
calor del demonio.
Ven conmigo.
Salieron los dos marineros al exterior y se quedaron mirando como si
hubieran visto un fantasma. Sólo en una travesía que le llevara a aguas de
Sierra Leona habían sentido las sienes del capitán un viento tan cálido.
Jesús no había sido consciente de lo excepcional del hecho hasta que se fijó
en el rostro de su superior.
Hijo, ve por Gabriel. No avisaré a los demás: están demasiado bebidos
para disfrutar de este milagro.
Descuida, capi.
Jesús tomó el camino de la playa hasta el puerto. Le sorprendió la
negrura que envolvía al barco y, de nuevo, el calor, un soplo de fuego que
le obligaba a caminar con el rostro agachado. Subió al compartimiento de
las literas y llamó a Gabriel sin obtener respuesta. La oscuridad, perturbada
sólo por los crujidos de la madera, le sobrecogió. Allí no estaba Gabriel;
tanto vacío no podía albergar la respiración de un ser humano.
Como quiera que el calor no bastaba para que Jesús reaccionara, cambié
de estrategia. De pie, con los codos hundidos en un colchón cualquiera,
sintió mucho frío. Abrí la puerta de golpe, repartí mi gélida esencia por toda
la sala, choqué contra la piel colgante de Jesús; por el cogote, de frente,
contra las orejas... todo su ser zarandeado por la energía invisible de este
viento. Jesús no recuperaba el aliento y salió en busca del calor del mar.
También hacía frío, aunque me mantuve calmado para que inspirase el aire
suficiente para pensar. Las luces volvieron a alumbrar la cubierta; un halo
de vapor surgió de entre aparejos y cubos viejos. Con sólo girar la cabeza,
Jesús encontró a Gabriel en la cubierta inferior. Bajó la escala gritando su
nombre, pero estaba inconsciente. Al tenerlo cerca, comprobó que tenía
pulso. Por la posición de las piernas y los brazos y la cercanía a la escala,
estaba claro que había caído. ¿Le habrían atacado? ¿Para qué querría ir si
no al puente de mando?
A los tres días de aquel incidente le dieron el alta en el Hospital. Lo
habían llevado en helicóptero y el regreso lo realizó en avioneta. No se
acordaba de nada, pero en pocos meses recuperaría la memoria. No hubo
tiempo para tanto y la verdad se quedó con el único superviviente del
naufragio: Gabriel. El capitán había decidido cargar los datos anteriores al
apagón para evitar sorpresas. Era su primer viaje por esa ruta. Cuando se
percató de que se estaban yendo demasiado hacia el oeste, el islote de
Rockwall se cruzó con su nave. El destino y el soplo de un viento enfurecido
quisieron que Gabriel se encontrara en el bote pescando en el momento en
el que el barco se fue a pique. El oleaje salvaje que se levantó a
continuación le impidió rescatar al resto de sus compañeros. El barco se
hundió como si nunca antes hubiera flotado. Gabriel gritó con todas sus
fuerzas para demostrarse en voz alta que él no era responsable de lo que
estaba ocurriendo delante de sus ojos. Mientras veía los últimos recovecos
del buque intentando emerger como delfines, se acordó de que tenía una
esposa en un pueblo español, pero también la recordó y la odió aún más
por eso, porque no quería regresar a su lado. Se durmió en el bote cuando
el mar ya se había tragado a sus compañeros en una mortaja metálica, y
soplé hasta que las corrientes marinas se encargaron del náufrago. Lo
condujeron durante semanas por las aguas más apacibles, en cuyo interior
se agolpaban tropeles de peces en pos de un anzuelo que los anclara a
tierra. Unas piedrecillas mezcladas con arena eran el único referente
terrestre de Gabriel en su zozobra. Las noches eran cantos de sirenas
desnudas que lo animaban a seguir huyendo en busca de la invisibilidad.
La noticia del naufragio llegó a oídos de Carmen una noche en medio de
un apagón que duró exactamente dieciocho minutos. No hubo que
despertarla: hacía demasiado calor para dormir. Luego, siguió allí, en la
cama vacía, sin permitir que nadie de su familia la acompañase.
Al día siguiente tenía que acudir a uno de esos bautizos por compromiso.
Sin embargo, la mañana del domingo las campanas repicaron a muerto en
la iglesia. Durante el funeral las mujeres de los otros marineros evitaron
sentarse junto a Carmen; para ellas portaba el germen del mal desde que
había anunciado con su luto prematuro la desgracia que acababa de
suceder. Al lado de la viuda de Gabriel se sentó Marcial, un cartero cojo de
la pierna izquierda desde que contrajera unas fiebres a los ocho años.
Marcial fue el único que, o bien no se percató del gafe diabólico de Carmen,
o, en cambio, no vio ninguna malignidad en su belleza marchita. Justo al
año siguiente se casaron.
Gabriel nunca llegó a ver América ni ningún otro continente, una espina
de pez ardiente como el sable del Ángel Caído le cortó la respiración. Las
corrientes marinas se olvidaron de él y el mar lo engulló.
Unos tres años más tarde, como cada mañana, Carmen intentaba
adivinar en el horizonte señales de humo de su amado Gabriel. La arena de
la playa quemaba sus pies descalzos. Me acerque cálido a la orilla en la que
Carmen se retiraba el sudor del rostro sin apartar la vista del final de las
olas. En forma de suave brisa, destruyendo el mes de diciembre, le limpié
las lágrimas de los ojos mientras se acercaba mi regalo: Gabriel.
En un trono de espuma se balanceaba un cadáver mordido, picoteado y
podrido. En su lugar, Carmen vio un cuerpo de niño, la ternura de su primer
amor, el que debía ser el último, no sólo el primero. Se descalzó y lo acercó
a la arena húmeda; al principio no supo qué hacer con la masa inerte de
Gabriel, quizás debía dar parte a las autoridades, pero aquellos incrédulos y
mezquinos no habían entendido su sufrimiento ni su matrimonio ni nada.
Ella estaba segura de que su niño volvería en sí para quererla como hombre
y, entonces, ¿qué dirían los demás? ¿La seguirían tratando como a una
loca?
Como eran muchos los días de lluvia, Carmen tenía una cueva secreta
donde se guarnecía del mal tiempo y contemplaba fotografías viejas a la luz
de una linterna. No le resultó fácil llevarlo hasta allí, ese cuerpo dormido del
hijo que nunca había tenido, del padre que un día desapareció. Lo recostó
sobre la roca más plana y salió de la cueva; había pensado en volver a casa
a buscarle una manta para protegerlo del frío y la humedad. Antes de
abandonar a Gabriel tapó la entrada con guijarros y rocas, con tanto afán
que parecía obra de la naturaleza.
Al llegar a casa le esperaba una sorpresa: su marido y unos amigos la
esperaban entonando una canción de cumpleaños. Aquella tarde la pasó
entre tragos y risas con los suyos. Se olvidó de Gabriel, estaba eufórica,
empapada del calor de la gente que la quería. Para ser justos, faltaban las
enfermeras y la psiquiatra que la habían arrancado de la locura un año
antes. Era feliz y tampoco tuvo un hueco para las ausencias.
Al día siguiente Marcial se la llevó con el coche a un lugar desconocido,
otra sorpresa. La música de Silvio Rodríguez, la que más le gustaba y las
caricias de su marido la acompañaron en un viaje muy dulce, como un baile
entre las curvas de una carretera rodeada de colosos de nieve.
Al cabo de unas horas llegaron a un balneario perdido en la paz de un
valle. Era precioso, pero lo que más le gustó fue la habitación y su techo
azul celeste. Alrededor fluía un riachuelo que desde la ventana se mostraba
sereno, de plata, y desde el balcón se lanzaba como una serpentina para
perderse en un río mayor. Pasaron cinco días maravillosos de cuidados,
sonrisas y gestos de amor que la obligaron a decir gracias a la vida en cada
comida, cada atardecer, cada mañana.
Un lunes, muy temprano, Carmen cayó en la cuenta de que estaba sola
otra vez. Marcial tenía que repartir el correo urgente del viernes anterior,
cuando había acompañado a Carmen a la revisión mensual con la
psiquiatra. Desde las seis había dejado un hueco en la cama de su esposa.
No la había despertado con un beso, ni le había preparado el desayuno ni
siquiera le había dejado una nota de amor. Entonces sintió que el miedo se
apoderaba de ella y luego derramó una lágrima. Había abandonado a
Gabriel hacía casi un mes, cuando le llegó como un regalo del Cielo. Tuvo
mucho frío. Se vistió con un jersey negro y un pantalón del mismo color. Se
peinó con moño y se pintó ligeramente los labios, como le gustaba a
Gabriel. Sin echar la llave, como hacía siempre, dio un portazo y corrió
hacia la playa. El mar andaba revuelto, el cielo negro.
Me presenté ligero pero frío, como un día de diciembre cualquiera. La
entrada a la cueva apenas se distinguía del resto del muro de roca. Carmen
intentó liberar la apertura de la gruta con urgencia, rascando con las uñas,
gritando entre dientes a las piedras. Cuando ya casi había descubierto el
hueco, sintió mi soplo en el cuello y luego en la espalda. Suspiró y miró
serena el resto de piedras que le quedaban por quitar. Olisqueó algo que no
le agradó y torció la nariz. Se echó hacia atrás sin acabar de dibujar el
paso. Luego, suspiró y terminó de abrir la oquedad. Un manto de luz en
forma de araña iluminó el interior de la cueva: Sobre el lecho rocoso sólo
vio huesos, montones de huesos de un esqueleto putrefacto, asqueroso,
muerto, sangre de la roca y alimento de los recovecos mojados.
Aquella mañana derramó más lágrimas que el mar pudo engullir, y,
aunque años después, la vida no le fue todo lo bien que ansió cuando niña;
al menos jamás volvió a llorar por Gabriel.
2.
CATECISMO DE VOLUNTADES
A Julio Bellota le gustaba poco conducir. Todavía no había convertido su
malquerencia en fobia. Ese espejo en el que ver la propia muerte no le
había atrapado. Curioso, el pánico a conducir como reflejo de un deseo de
morir le habría salvado la vida. Cada vez que bajaba al garaje sentía
nauseas y la oscuridad y el aire viciado lo obligaban a caminar tan tenso
que luego, al volante del Ford Fiesta, no conseguía pegar la espalda al
respaldo. Si lograba dormir por la noche, la columna vertebral se negaba
también a unirse al colchón y este fenómeno le producía dolores matutinos
en diferentes vértebras. Los efectos perniciosos de un día de conducción
para Julio eran inescrutables como los caminos del sufrimiento.
Los Bellota siempre habían tenido problemas con los automóviles. Su padre
era un pésimo conductor: se jugaba la vida cada vez que salía a la carretera
pero rara vez se daba por enterado de los accidentes que estaba a punto de
provocar. Del mismo modo, jamás entró en sus cálculos un regreso al libro
de la autoescuela. Conducir era lo normal y todo el mundo menos las
mujeres lo hacían bien. Además, trabajaba como comercial. Vendía
aceitunas por los bares y en Alicante había muchos bares, no siempre en la
misma calle.
Su abuelo consiguió el carné a la quinta tras un almuerzo con el
examinador. Su tío se examinó trece veces, tantas que siempre lo contaba
cuando retransmitían carreras de fórmula 1 en el bar, cuando se oía una
frenada brusca en el cruce, cuando alguien estrenaba un coche nuevo... en
fin, que siempre lo contaba.
Julio bajó aquella tarde al garaje con el propósito de ir a buscar a su novia
con el coche. La noche anterior Eva le había comentado lo bien que se
llevaban los del quinto, que si él la paseaba en coche a todas partes, que si
ella tenía un coche también muy bonito y un sinfín de pistas que le hicieron
pensar que él tenía la obligación, como el chico del quinto, de hacer valer su
carné de conducir.
A tientas por los estrechos márgenes de la serpentina que lo llevaba hasta
el aparcamiento, Julio imaginó que si esa tarde conducía con toda
normalidad, entonces sería un novio a la altura de Eva. Por un momento,
flaqueó, y consideró que el Universo no se iba a inmutar por un progreso
tan tibio. Claro que de ninguna manera quería ser un perdedor. A Julio le
dio por pensar que el organismo que vela por mantener un cupo elevado de
ganadores natos en la Tierra no le aceptaría otro fracaso sonado. No cayó
en la cuenta de que tenía derecho a detestar a los coches. Pertenecer a la
clase media y ser mayor de dieciocho años no le obligaban a conducir.
Todos sus conocidos tenían dos pies y nadie les obligaba a jugar en la
Primera División de fútbol. De no haber sido tan joven, de no haber
deseado tanto a Eva, de haber vivido en otro país y de no haber heredado
ese Ford Fiesta rojo, tal vez, Julio habría reparado en todo lo anterior.
Julio llegó hasta el aparcamiento tieso como un bacalao y entró en el coche
sin apenas flexionar las rodillas. Gracias a un tremendo orgullo defensivo,
no se percató de su rigidez. Por esa dignidad, giró la llave de arranque con
la cabeza bien alta. La marcha atrás hizo el resto y la bicicleta del abuelo
perdió su vocación de pieza de museo. Julio vio por el retrovisor un pedal
junto al manillar y se le desencajó el rostro de manera que no se reconoció
en el espejo. Enseguida pensó que aquel trasto no servía para nada y que
un ganador nato no podía detenerse ante accidentes sin importancia. Se
relamió contemplando su futuro éxito y se vio pellizcando el culo de Eva
mientras adelantaba a los vecinos del quinto con su Ford Fiesta. Salió sin
más dilación (y sin bajar la persiana del aparcamiento) al exterior de un día
típico de agosto. Empezó a comentar mentalmente todos los giros y en
especial, cada vez que obedecía a una señal de tráfico: cedo el paso, pongo
el intermitente a la izquierda, freno en el Stop… De repente se puso a
llover. La calle parecía una pecera. En ese momento la tensión salió de
bambalinas y borró de la escena a Julio, que perdió el control. Los
limpiaparabrisas funcionaban a toda velocidad junto a la luz anti niebla que
activó por error. Caló a dos ancianos en un paso de cebra que no adivinaron
la repentina aceleración de Julio, que entró en la curva decidido a jugársela
con la barrera del paso a nivel cuya descendiendo implacable. A punto
estuvo de probar la guillotina en su Ford Fiesta heredado, pero andaba bien
de reflejos y se escoró a la derecha sin frenar. Dejó hecho una sopa a
alguien conocido que durante el resto del trayecto se reveló como Tito.
Menudo sinvergüenza. El tipo había salido a flote gracias a la hermana de
Eva para luego ponerle los cuernos con una tía de lo más vulgar. Clara lo
había salvado de las drogas, le había pagado los cursos de jardinería y el
muy cabrón... Julio se alegró de haber mojado a ese desalmado.
Esa noche se sentía pletórico por su fabuloso trayecto en coche e insistió en
hacer el amor con Eva en su interior, pero al día siguiente, durante otro
paseo feliz en el Ford Fiesta le habló del percance de con Tito. Eva se alegró
también. Aunque al fin y al cabo, la vida lo estaba poniendo en su sitio. Lo
habían despedido de la oficina, donde llegó por enchufe de Clara, y ahora
limpiaba los desperdicios del tanatorio. Peor destino imposible. El baño de la
tarde anterior sólo recalcaba el puño de la justicia que lo estrangularía sin
remedio.
Julio siguió durante toda la semana recogiendo a su novia en coche. Sólo
volvieron a hablar de Tito para comentar lo inefable del destino: ahora lo
habían visto con muletas. Y aquel domingo, siete días después de mudarse
al barrio de los ganadores y tras un interesante coito enfrente del cuartel de
la Guardia Civil, en el interior de su Fiesta, claro, Julio fue a guardar el
coche a la plaza de aparcamiento.
Con un gesto, subió la persiana. Entre la penumbra percibió una bota
suspendida en el aire. Su alegría por haber vencido el miedo a conducir lo
había instalado en una burbuja. No le importaba quién hubiera puesto la
bota ahí ni por qué. Simplemente saltó y con el puño cerrado la hizo oscilar
como un péndulo. No era una bota, sino un jamón lo que acaba de golpear.
Le hizo gracia y se imaginó un regalo sorpresa. Encendió la luz del
aparcamiento y descubrió una forma extraña embutida en una malla como
las que utilizan para las patatas. Tenía forma de bota y aspecto y tacto de
jamón. Una nota colgaba de una de las redecillas. La desenganchó:
“Hamputada por Tito cuando iba a travajar gracias al hijoputa de Julio que
me atropello el lunes 7 de agosto de 1995”.
Julio Bellota dejó de escuchar el ruido del motor del Ford Fiesta que
aguardaba a su encierro. En su mente sólo cabía la pésima ortografía de la
nota. Volvió a la realidad y sintió una presencia. Se dio la vuelta y, a la
media luz del aparcamiento, vio a Tito apoyado en un bastón. En su pierna
derecha había un vacío. Tito se acercó hasta apoyarse en el morro del coche
y blandió su bastón contra la cabeza de Julio.
Pasaron minutos, horas o... días.
Julio despertó sobre una superficie fría. Olía a medicamentos. Respiró
aliviado. Al moverse descubrió que estaba atado a aquella placa metálica.
Cerró los ojos horrorizado y deseó con todas las fuerzas que fuera una
pesadilla. Quería despertar en la cama de un hospital o en su propia
habitación. Los abrió de nuevo y todo su campo de visión se vio invadido
por el rostro desencajado de Tito. El brillo asesino de una sierra resaltaba
por encima del verde apagado de su mono de trabajo.
3.
CUENTO REAL
Relatar un hecho ficticio para conformar una realidad es mucho más
gratificante que convertir la realidad en ficción. Sin duda. A la hora de
empezar a narrar esta tragedia me encuentro con algo tan terrible como la
misma muerte y con una dificultad añadida: la incapacidad de contar todos
los detalles de la noche que vi morir a Andreu.
Imaginadme en un pueblo alicantino, en la tercera semana de julio y a
punto de las fiestas patronales. Hace calor. La gente toma en las terrazas
de los bares cualquier cosa que les ayude a refrescarse. Los niños corretean
alrededor de las mesas y nadie les hace caso. Sus padres ríen mientras
apuran sus cervezas. La noche luce estrellada como nunca.
Aquella noche tengo muchos menos años que ahora. Acabo de regresar
de la universidad y me espera el mundo real. Antes quiero disfrutar de mi
último verano. De alguna manera intuyo que los siguientes veranos serán
distintos.
Imaginadme saliendo, pues, de mi casa donde acabo de cenar la tortilla
de patatas de mi madre. Ellos contentos, yo más.
Estoy en la calle y me apetece llamar a Santi para reunirme con el resto
de amigos en la calle más céntrica del pueblo. Todo esto lo doy por hecho
cuando paso por la plaza repleta de mesas, niños que corren y papás que
parlotean con otros papás. Es decir, el mecanismo es automático: desde
que llegó julio, yo paso a buscar a Santi y si me falla, a Tomás, y con uno,
con el otro, con los dos o solo, me voy a la calle Colón. Allí siempre hay
alguien más tomándose un helado. Pasada la plaza, se nota ya el ambiente
pre-festivo. El alumbrado con motivos cristianos y sarracenos gobierna las
calles desde su mutismo expectante; los festeros cercan sus penyes y
cuarteles con tiras de cañiz aún verde. Cada cual se afana para dejar a
punto los escenarios que darán paso a cinco días de hermandad festiva.
Todavía no huele a vomitona de alcohol barato ni a pólvora mezclada con
orín, pero la brisa saca de los acuartelamientos moros el aroma de los
primeros nardos y las cachimbas borrachas.
La calle donde vive Santi es un punto turbio en el mapa. Ni los días más
luminosos se libra de la oscuridad. Antes de desembocar allí, oigo una
algarabía propia de mis paisanos y de los días de fiesta que se avecinan.
Instintivamente, me miro la camisa nueva y los pantalones vaqueros de
marca, y me siento fuera de lugar. Antes de doblar la esquina que me
separa de los festeros y de la calle de Santi, siento ganas de apuntarme a
una compañía, mora o cristiana, me da igual, pues la fiesta me recorre las
venas. Ya es tarde, me consuelo al doblar la esquina, aunque sé que el
motivo es el dinero. Ni más ni menos.
Aumenta el volumen de las risas –gritos de horror en realidad.
Veinteañeros como yo, que conozco de vista, corren por la perpendicular a
la calle de Santi. Les sonrío sin saber por qué. Un chico muy grueso llega a
la esquina y parece reclamar mi atención. Va todo manchado, no entiendo
qué me dice y entonces lo identifico: es un tal Andreu. Sólo he tratado una
vez con él y fue hace muchos años, precisamente durante unas fiestas, en
la penya contigua a la mía. Debe de estar borracho, pienso.
Avanzo por la acera a unos diez metros del portal de Santi y de reojo
observo que Andreu se tiende en la acera de enfrente, sobre los escalones
de un local. Su amigo –cuyo nombre desconozco—, un chico alto y muy
delgado, acude a su lado corriendo desde la calle perpendicular. Se agacha
y coloca la mano sobre la mancha en el costado de la camiseta de Andreu.
Antes de que ese chico grite ayuda, que lo han matado, comprendo lo que
sucede: es sangre. Andreu se está desangrando y unos segundos antes me
ha pedido ayuda.
No puedo socorrerlo ni siquiera detenerme. Acelero el paso. Una mujer
mayor que está tirando la basura, acude en auxilio de Andreu. No sé qué le
dice el chico alto. Ambulancia y asesino son las únicas palabras que
distingo. Sigo sin reaccionar y continúo un par de pasos más hasta tocar el
timbre de Santi. Le pido que baje enseguida. Seguramente ha percibido mi
nerviosismo.
Mis propias palabras vuelven a sonar en la cabeza y decido acercarme,
miento, me acerco al escalón donde se desangra Andreu. No es el hilo de
sangre de los cuadros o de las películas. Un material viscoso y turbio
empapa un pañuelo que acaba de colocar su amigo. No es la sangre de un
corte en el dedo. Es su vida. De repente me encuentro en un círculo de
curiosos impávidos como yo. Saco mi pañuelo y se lo doy al chico alto
cuando vuelve de implorar contra la columna tras de sí. La tela se funde con
la sangre. La femoral, grita alguien. Viene Santi y se coloca a mi lado, pero
no me pregunta qué ocurre. El coche de la Guardia Civil irrumpe en el
escenario de la tragedia. Despejan el corrillo dos guardias que preguntan al
chico alto por lo sucedido. Alguien le ha clavado el cuchillo a Andreu por no
querer darle tabaco.
Uno de los guardias se apresura a usar su radio, pero no acierta con el
nombre de la calle. La muchedumbre en torno al moribundo lo corrige, pero
ninguno de los dos guardias acierta. Los segundos parecen horas. El
sargento decide que deben transportarlo ellos mismos. Santi me coge por la
solapa y nos alejamos unos metros. Se llevan a Andreu.
Creo que fue así más o menos. Han pasado unos años y ni mis notas de
entonces parecen fiables. Lo cierto es que vi cómo la muerte se llevaba
inexorable a un ser humano en las inmediaciones del siglo XXI. Todos lo
vimos. Yo no actúe como debía. La guardia civil estuvo torpe. Los demás
tampoco supieron qué hacer y Andreu se terminó de desangrar como en las
trifulcas callejeras de la Edad Media.
El resto de esta historia me importa menos: nos cruzamos con la
ambulancia perdida por las calles muchos minutos después; el asesino
resultó ser un perturbado, ex presidiario, que había atacado a otras dos
personas; un amigo mío se salvó de milagro y todavía hoy cojea; otro
amigo mío, al que atacó en el mismo local que a Andreu, tiene una cicatriz
en la mejilla que siempre le recordará lo sucedido.
Lo que más me inquieta aún hoy de todo lo que aconteció es cruzarme
con Enric, el chico de la cicatriz, junto al amigo íntimo de Andreu –todavía
no sé cómo se llama. Enric y el chico alto continúan inseparables desde el
día del asesinato. A veces temo que me repudien por no haber actuado a
tiempo. Les veo pasar hablando de sus cosas y reconozco que eludo el
encuentro por si algún día al volver a casa, la mirada de uno de ellos me
hace pensar en la camisa que todavía pende de mi armario y que pude
haber usado para tapar la hemorragia.
No he contado que el asesino entró y salió de la cárcel a los pocos años.
Tampoco he querido referirme a las manifestaciones que recorrieron el
pueblo los días siguientes al asesinato ni a los brotes racistas contra los
gitanos –etnia del asesino al parecer— ni al intento de linchamiento al
alcalde.
Tan sólo he intentado transmitir un sentimiento de impotencia que va
más allá de aquella terrible escena. Es el mismo que me azota a pocos días
de la muerte de mi abuela, esta vez por causas naturales. No somos más
que marionetas con fechas de caducidad emborronadas por ese cúmulo de
absurdos con algún sentido global que es la vida.