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Triunfo Arciniegas
MIEL
ntonia se restregaba los dedos hasta enrojecerlos. Dedos tan
pulcros como la cocina, todo era pulcro en la cocina, como exigía
la señora, qué tal que de pronto metas un dedo en mi plato de sopa,
muchachita asquerosa. Los limones desaparecían de la despensa al
menor descuido y luego aparecían en la basura estas cáscaras que la muchacha
restregaba en los dedos y las axilas. No le cabía en su cabeza por qué la señora
mandaba comprar tres docenas de limones por semana. Se restregaba las cáscaras casi
con rabia para arrancarse el olor a sirvienta. Heliodoro Ramírez detestaba el olor de la
cebolla, propio de las criadas, y se chiflaba por las uñas pintadas y los perfumes
caros. Heliodoro Ramírez, pobre deschavetado, con delicados gustos de señora. Ay,
Heliodoro, ¿quieres amor o quieres lujos? Antonia devolvió a la basura las cáscaras
dos veces usadas y colgó el delantal en la puntilla. Se sentía fatigada y nerviosa, vería
a Heliodoro Ramírez al otro día por la tarde, se obligaría a dormir profundamente
para amanecer fresca y reposada, como el agua del Pozo de la Virgen. Antonia, bella
durmiente, se descalzó y avanzó en puntillas por el corredor. La señora detestaba los
ruidos más leves, sobre todo cuando dormía: una rata extraviada en el jardín, un
escarabajo escalando un tronco rugoso, las cucarachas en la cocina. "Tengo sueño de
ángel", predicaba. Antonia no podía imaginar el vuelo de un ángel tan pesado. Si la
remolcaran las nubes, tal vez. La señora había olvidado cerrar la puerta del
dormitorio. Antonia se acercaría despacio y cerraría con dedos de seda. Entonces, en
el momento que empuñaba la perilla, la vio, desnuda y con las piernas abiertas, en su
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cama de emperatriz, exprimiendo el limón sobre el abundante musgo del sexo. El
dolor le destrozaba el rostro mientras gemía como un perro detrás de una puerta
cerrada. Qué tetas más grandes. La muchacha se retiró sin cerrar.
-Antonia.
Volvió sobre sus pasos. La señora seguía desnuda, desfallecida bajo los senos
enormes, mordiéndose los dedos.
-No vuelvas a hacerlo. No me espíes, carajo.
-No, señora.
-No me gustaría matarte.
-No, señora.
-Sirve para algo. Cierra la puerta.
-Sí, señora.
-Sirvienta de mierda, criada del carajo, queca asquerosa, manteca...
Antonia se desnudó de prisa y se
metió bajo las cobijas. Sólo podía
dormir desnuda, desde niña, como se
lo había enseñado la tía Ada. El
corazón le brincaba como aquella vez
que sorprendió al primo orinando.
Estaba borracho y no la vio. Se quedó
quieta, petrificada detrás del árbol,
hasta que el primo sacudió el miembro
y lo guardó. Lo vio subirse el cierre y
volver a la cocina. Era la primera vez.
Evitó al primo en todo lugar y
momento. No volvió a mirarlo a la cara, consciente de que su olor la perturbaría y una
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sola palabra suya provocaría la perdición, hasta que el primo encontró mujer y se fue
a vivir con ella a una ciudad distante. Antonia no se cruzó con ningún hombre sin
imaginarse el miembro, el pájaro dormido y dispuesto a picotear el fruto de sus
muslos. Calculaba las dimensiones por una medida de su invención: las manos y los
pies. Manos y pies grandes correspondían a una cosa grande. Sólo años después supo
de su textura, de sus venas, de su dureza, por ciertas lecciones de Heliodoro Ramírez.
Su olor y su sabor. Ay, Heliodoro, vas a matarme. Mañana, tal vez mañana me
conozcas por dentro. Se levantó a atender a los pequeños. No los había alimentado en
todo el día, cómo era posible. Tanto trabajo, tanta jodedera. Se arrastró bajo la cama y
alcanzó la caja de cartón. Eran tan obedientes, tan silenciosos. "Tengo bichos en la
cabeza, Antonia", había dicho la señora. Por pereza, porque lo consideró natural,
Antonia no se vistió para traer la miel y las migajas de pan de los pequeños. De
regreso, en el corredor la sorprendió la voz:
-Antonia.
-Diga, señora.
-Deja de andar desnuda por la casa, maldita sea.
-Sí, señora.
-Me gustaría matarte.
-No, señora.
-Me gustaría matarte, perra.
-Sí, señora.
La mujer elevó la voz hasta el desgarramiento:
-Te destrozaré las teticas de perra.
-Sí, señora.
-Te arrancaré los pelitos, te violaré, te mataré a escobazos.
-Sí, señora.
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-Maldita sea, hija de puta, no vuelvas a despertarme.
-Sí, señora.
-¿Qué dices, Antonia?
-Buenas noches, señora.
Corrió a ocultarse y se limpió las lágrimas con el antebrazo. Se puso un
camisón, derramó un chorro de miel en la tacita de los pequeños y desmigajó el pan.
Depositó la tacita en el fondo de la caja y los animalitos no demoraron en voltearla.
Eran tan traviesos y golosos, tan silenciosos y obedientes, como niños buenos sin
parque ni domingos, y enloquecían con sus caricias. Antonia esperó que terminaran.
Tapó la caja y se acostó.
Me conozcas, me abras, me esculques. Te engrudes con mi miel y te sacies.
Te revuelques como un desesperado entre mis piernas, Heliodoro, te derrames y
descanses de tus tormentos, y luego otra vez, y otra vez.
Madrugó a recoger más pequeños en la humedad del jardín y los guardó en la
caja. Diseminó el insecticida y recolectó los cadáveres de las cucarachas. Barrió y
trapeó la casa, preparó el desayuno mientras la señora se lavaba. La vio recorrer la
casa como la reina que revisa los jardines del palacio, con su bata roja y las pantuflas
de peluche, la toalla a manera de corona. Cuando le llevó el desayuno a la habitación,
la señora estaba arreglándose las uñas, parodiando la posición de loto. El resto de la
mañana se dedicaría a perfumarse el cuerpo obeso y acicalarse los rojizos cabellos.
Que se tomara la tarde libre, toda la tarde, así dijo la señora, que se fuera al carajo.
Que vuelvas bien noche, putita barata, ¿me oíste? Con el cuerpo dichoso la
muchacha salió al mercado y soportó los piropos del carnicero. Un niño bailaba el
trompo en la esquina, se sonrieron. Lavó dos blusas y el vestido negro de la señora,
se lavó toda y se peinó tres veces en media hora. No almorzó. Bajo un árbol en flor,
con el cuerpo dichoso y liviano, estrenando vestido, esperó el bus. El chofer le miró
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las piernas. Encontró un puesto libre junto a la ventana y se entretuvo con la pinta y el
rostro de los transeúntes. A las dos y veinticinco esperaba en un escaño del parque
Pepe Romero. Se contempló las uñas, los dedos, las líneas de la mano, se mordió la
punta de los cabellos, contó hasta treinta hormigas. Una pareja de estudiantes se
besaba, el muchacho la acosaba contra el árbol mientras ella se protegía con los
cuadernos. Pasó una mujer de negro con un ramo de flores. La vio cruzar la avenida y
entrar al cementerio. Heliodoro Ramírez apareció agitado, las botas empolvadas,
mirando a todas partes, la gorra en el bolsillo, que se había volado, que mejor otro
día, compartieron un helado y se marchó entre disculpas y promesas. Todavía no eran
las tres de la tarde y, para cumplir con la señora, Antonia debía regresar por lo menos
a las diez. Entró a la iglesia de la Virgen de los Remedios, encendió una veladora y
depositó una moneda en la alcancía. Se acercó al confesionario como un animal
acorralado. Le dolía el estómago.
-Lo deseo, padre, y él también me desea.
No oía, sólo quería contar.
Gritar.
-Nunca lo he hecho, padre. Sólo dejo que me toque los senos. Quiere
morderme, quiere todo. A veces lo toco, padre, lo chupo. La señora también lo desea,
se le nota en los ojos, le tiembla el cuerpo cuando lo invita a tomar café. Resopla,
padre. Si se acuesta con él, la mato, padre, antes que ella me mate.
Antonia regresó al parque. La brisa tibia, los papeles sucios, los viejos
dormidos. "Deja ese hombre, hija mía, deja esa casa." Es decir, deja el mundo,
muchacha, lo que tienes. Pero no. No tenía otro mundo, no tenía nada. Recorrió una y
otra vez las mismas calles en un profundo estado de desasosiego, hasta que un policía
se consideró invitado. Como perros, huelen las sirvientas, pensó con rabia. Volvió a
la iglesia. Penetró por una puerta casi secreta, atravesó un patio desierto y se arrodilló
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junto al agua bendita del Pozo de la Virgen. De niña, la tía Ada la enviaba desde el
pueblo por una botella de agua bendita. La tía Ada bebía una copa cada noche para
alejar las tentaciones. Más arriba, en su cueva de piedra, la Virgen de los Remedios
extendía sus brazos de mármol. Alguna vez había vertido lágrimas de sangre. Antonia
contó todos sus deseos y todas sus urgencias. La tía Ada sucumbía a las tentaciones y
luego prometía que no volvería a tocarla. Antonia lloró un rato, se lavó la cara, el
cuello, los pechos, y abandonó el lugar. Aunque allí no tenía parientes, se le ocurrió
entrar al cementerio y se sentó junto a la tumba de un poeta más famoso por sus
amoríos que por su obra. Ahora ninguna de sus antiguas novias traía flores o
desyerbaba la tumba. Tal vez se entretenían con otros hombres, tal vez habían
muerto. Antonia nunca había leído los poemas de Ángel Cáceres, sólo había oído de
sus escandalosos amores. Alguna vez vio una foto suya en una revista amarillenta: el
poeta ceñía la corona a una reina de belleza. La reina, vestida de gala, y el poeta, de
negro y corbata, se miraban a los ojos y sonreían por toda la eternidad. Una pareja de
novios se acercó con un libro y le preguntó a Antonia si era hija del poeta. Dijo que
sí, que fue un buen hombre, les encomendó el cuidado de la tumba porque vivía en
otro país desde niña y les deseó felicidad. Abandonó el cementerio con un extraño
regocijo. Preguntó la hora. Compró una caja de chicles a la ciega del Parque Antonia
Santos. “Ay, muchacha, estás perdida”, dijo la ciega. Antonia huyó, asustada, a toda
prisa. Entró a un cine pero no siguió la trama, se cambió de puesto porque un hombre
se sentó a su lado y le arrimó la rodilla. Con las imágenes de los cuerpos desnudos
que se hacían el amor volvió el desasosiego. Abandonó el teatro, ya noche. Volvió al
Parque Antonia Santos para saber la razón de la sentencia pero no encontró a la ciega.
Decidió regresar a pie para quemar tiempo. Ni siquiera se fijó en mi vestido nuevo, en
el botón suelto, ni me cogió la mano. Qué vaina, Heliodoro, justo cuando estaba por
abrirte las piernas. Le apretaban los zapatos, si la gente no se escandalizara viéndola
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descalza. Si los andenes no
estuvieran tan sucios, con tanto
destrozo de botella, tanta caca de
perro. Se preguntó por qué tendría
tanto pelo la señora, por qué esas
tetas que cargaba a todas partes. La
vio tendida y atormentada, las
piernas y los brazos abiertos, el
sueño de un carnicero. En su propio
cuerpo ya era tiempo de que
abundara el musgo, Antonia no
quería verse siempre como una niña.
El vampiro me visita desde hace tres
años. Soliviantada, decidida, entró a una farmacia donde no la conocían: la señora
solía enviarla a otras por alcohol, toallas y cosméticos. Hormigas en el cuerpo, sudor
entre los dedos. Volvería a casa de inmediato. No se burlarían. "Insomnio", explicó al
calvo que exigía datos con la misma voz del sacerdote y la solapada curiosidad, y,
con el frasco en la mano sudorosa, esperó en el jardín hasta que le dolieron las
piernas, hasta que Heliodoro Ramírez salió abotonándose. Soltó la gorra a mitad de
camino y, al agacharse, se le deslizaron los billetes del bolsillo de la camisa. Maldijo,
se alisó el uniforme con las manos y desapareció con su cara de espanto. Ay,
Heliodoro, ya no te di lo que pensaba darte. Una gata escarbaba en el jardín para
ocultar los excrementos. Observándola, Antonia hundió las manos en la tierra, se
mordió la boca, restregó la cara contra las manos untadas. Corrió a lavarse, contó tres
cáscaras de limón en la basura mientras se secaba con el delantal. La señora llamó
desde la cama.
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-¿Qué son esas carreras de loca?
-Perdone, señora.
-Sólo quiero café.
-Como guste, señora.
La voz se alteró en alaridos:
-No te atrevas a robarme el esmalte.
-No, señora.
-No te untes mi colorete.
-No, señora.
-No te mires ni te peines en los espejos, ¿me entendiste, animal?
-No, señora.
-Si tomas mis aretes te partiré la escoba en las costillas. O mejor, te la meteré
por donde tú sabes. Supongo que te gustará.
-Sí, señora.
La voz se apaciguó:
-Sólo quiero café.
-Como guste, señora.
-Puta.
-Sí, señora.
-Volviste temprano. No levantaste nada esta tarde. No hueles a hombre. Por
eso volviste temprano.
-Sí, señora.
-Puta, puta, puta.
-Sí, señora.
-Sólo quiero café.
-Sí, señora.
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-Te pago bien.
Siempre pagaba bien la señora. Antonia hubiera querido decírselo. Gritárselo en la
cara. La señora pagaba muy bien todos los servicios. Antonia esperó en su cuarto,
acomodando la ropa, mientras el agua hervía. Los pequeños estarían hambrientos y
molestos. "Queridos", dijo Antonia. Terminó de preparar el café y añadió las gotas
recién compradas. Hormigas en el cuerpo, sudor entre los dedos: batió el café con la
cucharita de plata. La mujer bebió en la cama con los ojos cerrados. "Sabroso", dijo.
"Muy sabroso", dijo. "Envenéname, puta", dijo. Se recogió como una niña gorda y
malcriada. "No te olvides, no andes por ahí esta noche", dijo y se durmió con el
pocillo en la mano. Antonia sintió que era un gato mientras la contemplaba, entre el
temor y la fascinación, se acarició los dedos, se mordió la boca. Semen debería ser el
olor que exhalaba el cuerpo en reposo. El pecho subía y bajaba, subía y bajaba, subía
y bajaba. El pocillo cayó de entre los dedos y se abrió como una fruta podrida. No
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despertaría en mucho tiempo. Unos dedos temblorosos desenrollaron la cuerda.
"Puta", dijo Antonia con regocijo, y el mundo comenzó a girar con una velocidad
vertiginosa. Ató las manos y ató las manos atadas a la cabecera de la cama. Apartó las
cobijas y descubrió que la señora le había ahorrado el trabajo de desvestirla. Ballena
blanca varada en la playa de la sábana. Ató los tobillos y ató los tobillos atados a una
pata de la cama. La amordazó. De la cocina trajo la botella de miel y embadurnó el
cuerpo de la ballena. Después fue a su cuarto por los pequeños, los besó uno por uno
antes de liberarlos. Hambrientos, se encaramaron en el inmenso cuerpo. Encontró las
tijeras en el cajón de la mesita de noche y rápidamente, con violencia y desorden,
recortó los cabellos rojizos y el musgo del sexo, estrelló los frascos de esmalte contra
los espejos, apagó la lámpara y cerró la puerta. Todas las luces apagadas, la casa
limpia y silenciosa. Se chupó un dedo ensangrentado y escupió. Un gato atravesó la
calle. Después de asegurar la última puerta, Antonia arrojó la llave al jardín y dejó la
casa, con la caja de cartón de la ropa casi a rastras. Hacía frío y la brisa le
desordenaba el pelo sobre la cara, escupió baba y sangre contra el andén. Compraría
una vendita en la farmacia si aún estaba abierto.
1980
Triunfo Arciniegas
Escritor colombiano, nacido en Málaga. Magíster en Literatura (Pontifica Universidad Javeriana) y Especialista en Traducción (Universidad de Pamplona). Ha publicado El jardín del unicornio y otros lugares para hombres solos (2002), Noticias de la
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niebla (2003) y Mujeres muertas de amor (2008). Para niños, La silla que perdió un pata y otras historias (1988), El león que escribía cartas de amor (1989), La media perdida (1989), La lagartija y el sol (1989), Las batallas de Rosalino (1989), Los casibandidos que casi roban el sol (1991), Caperucita roja y otras historias perversas (1991), La muchacha de Transilvania y otras historias de amor (1993), La pluma más bonita (1994), Serafín es un diablo (1998), El Superburro y otros héroes (1999), El vampiro y otras visitas (2000), La sirena de agua dulce (2001), Los besos de María (2001), Pecas (2002), Mamá no es una gallina (2002), La gota de agua (2003), La verdadera historia del gato con botas (2003), Tres tristes tigres (2004), Carmela toda la vida (2004), La caja de las lágrimas (2004), Roberto está loco (2005), Los olvidos de Alejandra (2005), El árbol triste (2005), La hija del vampiro (2006) Yo, Claudia (2006) Señoras y señores (2007) y Bocaflor (2008), María Pepitas (2008), El papá de los tres cerditos (2009), La casa de chocolate (2009) y las siguientes obras de teatro: La vaca de Octavio, La araña sube al monte, El pirata de la pata de palo, Lucy es pecosa, Mambrú se fue a la guerra, Después de la lluvia, Torcuato es un león viejo, Amores eternos, La ventana y la bruja, El amor y otras materias.
Obtuvo el VII Premio Enka de Literatura Infantil en 1989, el Premio Comfamiliar del Atlántico en 1991, el Premio Nacional de Literatura de Colcultura en 1993, el Premio Nacional de Dramaturgia para la Niñez en 1998, el Premio de Literatura Infantil Parker en 2003 y el Premio Nacional de Cuento Jorge Gaitán Durán 2007.
Su obra hace parte de las antologías Colombia à chœr ouvert (París, 1991), Und träumten vom Leben: Erzählungen aus Kolumbien (Zürich, 2001), Hören wie die Hennen Krähen (Zürich, 2003), Cuentos de esto y de aquello (San José, Costa Rica, 1993), Antología de los mejores relatos infantiles (Bogotá, Presidencia de la República, 1977), Cuentos breves latinoamericanos (Buenos Aires, Coedición Latinoamericana, 1998), Poesía de América Latina para niños (Sâo Paulo, Coedición Latinoamericana, 2000), Cuentos sin cuenta/Relatos de Escritores de la
Generación del 50 (Cali, Universidad del Valle, 2003), Cuentos breves de América y España (Buenos Aires, 2004), Historias para girar (México, SM, 2004), Historias para habitar (México, SM, 2004), Cuentos y relatos de la literatura colombiana (Bogotá, Fondo de Cultura Económica, 2005) y Antología del microrrelato hispánico (España, Menoscuarto, 2005).
e-mail: [email protected]
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