si tuviera la intención de pegarle.
—¿Y esto la desbaratará?
—Recuerda —dijo Khayman— que lo excesivo puede ser lo contrario a lo esencial. —
Mientras hablaba, volvió al vista hacia Armand—. Ella, que oye una multitud de voces, puede
no oír una sola voz. Y ella, que escucharía atentamente una sola, debe cerrarse a las otras.
Eres lo suficiente viejo para conocer el truco.
Mael no respondió en voz alta. Pero era claro que había comprendido. El don telepático
había sido siempre una maldición también para él, tanto si se sentía asediado por las voces de
los bebedores de sangre como por las dos de los humanos.
Khayman hizo un ligero gesto de asentimiento. El don telepático. Unas palabras tan bellas
para la locura que se había abatido sobre él eternidades atrás, después de años de escuchar,
de años de yacer inmóvil, cubierto por el polvo en las profundidades recónditas de una olvidada
tumba egipcia, escuchando los lloros del mundo, sin conocimiento de sí mismo o de su
condición.
—Éste es precisamente el quid de la cuestión, amigo mío —dijo—. Durante dos mil años
has combatido contra las voces mientras nuestra Reina podía haber sido ahogada por ellas.
Parece que el vampiro Lestat ha gritado por encima del clamor; es decir, ha chasqueado sus
dedos en el rabillo del ojo de la Reina para llamar su atención. Pero no sobreestimemos a la
criatura que ha permanecido sentada durante tanto tiempo. Hacerlo no sería nada útil.
Aquellas ideas sobresaltaron un poco a Mael. Pero comprendía su lógica. Más abajo,
Armand permanecía atento.
—Ella no lo puede todo —dijo Khayman—, tanto si lo sabe como si no. Siempre ha sido una
de las que ambicionan las estrellas, pero en el momento preciso se retira horrorizada.
—¿Cómo es eso? —dijo Mael. Ansioso, se le acercó—. ¿Cómo es ella en realidad? —
susurró.
—Tenía la cabeza llena de sueños y altos ideales. Era como Lestat. —Khayman se encogió
de hombros—. El rubio quiere ser bueno, hacer el bien y reunir en torno suyo a los adoradores
necesitados.
Mael sonrió, frío y cínico.
—Pero, en el nombre del infierno, ¿qué intenta hacer ella? —preguntó—. Así pues, él la ha
despertado con sus abominables canciones. ¿Por qué no nos destruye?
—Existe un propósito, puedes estar seguro. Con nuestra Reina, siempre ha habido un
propósito. No puede hacer nada, por pequeño que sea, sin un gran propósito. Y tienes que
saber que no cambiamos con el paso del tiempo; somos como flores que se abren;
simplemente nos convertimos más y más en nosotros mismos. —Volvió a mirar a Armand—. Y
por lo que respecta a cuál puede ser su propósito, sólo te puedo ofrecer especulaciones...
—Sí, cuéntame.
—El concierto tendrá lugar porque Lestat lo quiere. Y cuando haya terminado, ella hará una
carnicería con algunos más de nuestra especie. Pero dejará a unos pocos para que le sirvan en
sus propósitos, para que le sirvan quizá como testimonio.
Khayman miró a Armand. Era extraordinario ver cómo su inexpresivo rostro expresaba
sensatez, mientras que la cara asolada, cansada, de Mael, no. ¿Y quién podría decir cuál de
los dos comprendía más? Mael soltó una leve risa amarga.
—¿Como testimonio? —repitió Mael—. No lo creo. Me parece que es más simple. Perdona
la vida a los que Lestat ama, así de fácil.
Tal cosa no se le había ocurrido a Khayman.
—Ah, sí, reflexiona —dijo Mael en el mismo inglés de pronunciación dura—. Louis, el
compañero de Lestat. ¿No está vivo? Y Gabrielle, la madre del diablo, está muy cerca,
esperando encontrarse con su hijo; tan pronto como sea prudente hacerlo. Y Armand, allí
abajo, a quien te gusta tanto mirar, a quien parece que Lestat tiene ganas de volver a ver,
también está vivo; y aquel proscrito que lo acompaña, el que ha publicado el odioso libro, el
que seria hecho pedazos por los demás sólo con que sospecharan...
—No, hay algo más que eso. Tiene que haberlo —dijo Khayman—. Quizá no pueda matar a
algunos de nosotros. Y de los que van con Marius ahora, Lestat no sabe sino sus nombres.
El rostro de Mael cambió ligeramente; experimentó un profundo y humano rubor, a la par
que entrecerraba los ojos. Era claro para Khayman que Mael habría ido a ayudar Marius si
hubiera podido. Habría ido aquella misma noche, sólo con que Maharet hubiera llegado para
proteger a Jessica. Intentó alejar el nombre de Maharet de sus pensamientos. Tenía miedo de
Maharet, mucho miedo.
—Ah, sí, tratas de esconder lo que sabes —dijo Khayman—. Y esto es exactamente lo que
debes revelarme.
—Pero no puedo —dijo Mael. La muralla se había levantado. Impenetrable—. No me han
dado respuestas, sólo órdenes, amigo mío. Y mi misión es sobrevivir esta noche y sacar de
aquí a mi protegida, sana y salva.
Khayman tenía la intención de insistir, de exigir. Pero no hizo ni lo uno ni lo otro. Había
percibido un cambio suave, sutil, en la atmósfera que lo rodeaba, un cambio tan insignificante
pero tan puro que no pudo llamarlo ni movimiento ni sonido.
Ella venía. Se acercaba al auditorio. Khayman sintió que se escurría de su propio cuerpo
para convertirse en oído puro: sí, era ella. Todos los ruidos de la noche se alzaron para
confundirlo, pero logró captarlo; un sonido grave, irreducible, que ella no podía velar, el sonido
de su respiración, de los latidos de su corazón, de una fuerza que se desplazaba por el espacio
a una velocidad tremebunda, antinatural, causando el inevitable tumulto entre los visibles y los
invisibles.
Mael lo percibió, también Armand. Incluso el joven que acompañaba a Armand lo oyó,
aunque muchos otros jóvenes no. Incluso algunos de los mortales de fino oído parecieron
percibirlo, parecieron estar distraídos de su atención por el sonido.
—Debo irme, amigo —dijo Khayman—. Ten presente mi consejo. —Imposible decir nada
más por ahora.
Ella estaba muy cerca. Sin duda alguna, observaba, escuchaba.
Khayman sintió el primer irresistible impulso de verla, de escrutar en las mentes de las
desventuradas almas que vagaban en la noche, cuyos ojos podían haberse posado en ella.
—Adiós, amigo —dijo—. No es bueno para mí estar cerca de ti.
Mael lo miró confundido. Abajo, Armand tomó a Daniel consigo para dirigirse a un lado del
gentío.
De repente, la sala quedó a oscuras; y, por una fracción de segundo, Khayman pensó que
había sido causa de la magia de ella, que ahora un juicio grotesco y vengativo iba a tener lugar.
Pero los jóvenes mortales que lo rodeaban conocían el ritual. ¡El concierto iba a empezar!
La sala enloqueció de gritos, vivas y pataleos. Terminó por convertirse en un gran clamor
colectivo. Sintió que el suelo temblaba.
Aparecieron muchas llamitas: eran los mortales que rasgaban sus cerillas, que accionaban
sus encendedores a gas. Una bellísima iluminación de ensueño reveló una vez más las miles y
miles de formas móviles. Los gritos eran un coro que provenía de todos los rincones.
—No soy un cobarde —susurró Mael de pronto, como si no pudiera permanecer callado.
Cogió el brazo de Khayman y luego lo soltó, como si su dureza le produjese repulsión.
—Lo sé —dijo Khayman.
—Ayúdame. Ayuda a Jessica.
—No vuelvas a pronunciar su nombre. Mantente alejado de ella, tal como te he dicho. De
nuevo estás bajo el yugo del vencedor, druida. ¿Recuerdas? Es tiempo de luchar con astucia,
no con odio. Quédate entre la grey mortal. Te ayudaré cuando pueda y si puedo.
¡Había muchas más cosas que quería decir! «¡Cuéntame dónde está Maharet!» Pero era
demasiado tarde para aquello. Dio media vuelta y marchó con presteza por el pasillo hasta que
llegó a un espacio abierto que daba a un estrecho y largo tramo de escaleras de hormigón.
Abajo, en el escenario a oscuras, aparecieron los músicos mortales, saltando por encima de
cables y altavoces para recoger los instrumentos del suelo.
El Vampiro Lestat salió de detrás del telón dando grandes zancadas, con su capa negra
planeando tras él en su decidido avance hasta la parte frontal del escenario. Micrófono en
mano, se encontraba a menos de un metro de Jesse.
La muchedumbre había llegado al éxtasis. Aplausos, silbidos, aullidos formaban un fragor
que Khayman nunca había oído. Rió, sin querer, de aquel frenesí estupidizado, de la diminuta
figura del fondo que amaba aquello por completo, que se reía mientras Khayman reía.
Entonces, con un gran destello blanco, la luz inundó el pequeño escenario. Khayman
miraba, pero no a las diminutas figuras que se pavoneaban en sus galas, sino a la pantalla
gigante de vídeo que, tras ellos, se alzaba hasta el techo. La viva imagen del vampiro Lestat,
de diez metros de altura, resplandecía ante Khayman. La criatura sonreía; levantaba los brazos
y sacudía su melena de pelo amarillo; lanzaba la cabeza atrás y aullaba.
La masa que se hallaba bajo sus pies deliraba; el mismo edificio retumbaba; pero era el
aullido lo que llenaba todos los oídos. La poderosa voz del vampiro Lestat ahogaba cualquier
otro sonido del público.
Khayman cerró los ojos. Por entre el monstruoso rugido del vampiro Lestat, volvió a
escuchar, en busca del sonido de la Madre, pero ya no lo pudo localizar.
—Mi Reina —susurró, buscando, escudriñando, aunque en vano. ¿Estaría por ahí arriba, en
alguna verde ladera, escuchando la música de su trovador? Notó la brisa húmeda y suave y vio
el cielo gris y sin estrellas como cualquier mortal hubiera notado y visto algo semejante. Las
luces de San Francisco, sus colinas sembradas de lentejuelas y sus refulgentes torres; ésos
eran los faros de la noche urbana, de súbito tan terribles como la luna o la estela de las
galaxias.
Cerró los ojos. La imaginó de nuevo como la había visto en la calle de Atenas:
contemplando cómo ardía la taberna con sus hijos dentro, con su andrajosa capa colgando
suelta de sus hombros y la capucha echada hacia atrás mostrando su pelo trenzado. ¡Ah, la
Reina de los Cielos había parecido, como en otro tiempo le había gustado que la conocieran,
presidiendo siglos de letanías! Sus ojos habían sido brillantes y vacíos en la luz eléctrica; su
boca suave, inocente. La rara dulzura de su rostro había sido infinitamente hermosa.
Ahora la visión lo arrastró siglos atrás, hasta un instante borroso y atroz, un instante en que
él, un hombre mortal, había ido, con el corazón palpitando con violencia, a oír su voluntad. Su
Reina, ahora condenada y consagrada a la Luna, con el demonio en su sangre exigente, su
Reina, que ni siquiera permitía luces encendidas a su lado. ¡Qué agitada había estado,
andando arriba y abajo por el suelo fangoso, con los muros decorados a su alrededor, muros
repletos de silenciosos centinelas pintados!
—Esas gemelas —había dicho—, esas malvadas hermanas, han pronunciado grandes
abominaciones.
—Tened piedad —había suplicado él—. No era su intención hacer daño; juro que dicen la
verdad. Soltadlas, Vuestra Alteza. Ahora no lo pueden cambiar.
¡Oh, qué compasión había sentido por ellas! Por las gemelas y por su soberana afligida.
—Ah, pero ¿no re das cuerna?, tenemos que ponerlas a prueba, sus repugnantes mentiras
—había dicho ella—. Tienes que acercarte más, mi fiel mayordomo, tú que siempre me has
servido con tanta devoción...
—Mi Reina, mi querida Reina, ¿qué queréis de mí?
Y con la misma encantadora expresión en su rostro, ella había alzado sus heladas manos
para tocarle la garganta, para abrazarlo súbita y estrechamente con una fuerza que lo
aterrorizó. Petrificado, había visto cómo los ojos de ella perdían toda expresión, la boca abierta.
La Reina se había levantado, se había puesto de puntillas con una misteriosa elegancia de
pesadilla y él había visto sus dos pequeños colmillos. A mí no. ¡No me lo hagáis! Mi Reina, ¡soy
Khayman!
Hacía ya tiempo que él debería haber muerto, como muchos bebedores de sangre habían
muerto a partir de entonces. Desaparecido sin dejar rastro, como las anónimas multitudes
disueltas en el interior de la tierra de todos los países y naciones. Pero él no había muerto. Y
las gemelas, al menos una, también habían seguido viviendo.
¿Lo sabía la Reina? ¿Conocía aquellos terribles sueños? ¿Habían llegado a ella
provenientes de las mentes de otros que sí los habían recibido? ¿O había viajado durante toda
la noche alrededor del mundo, sin soñar, y sin cesar, y se había dedicado a una sola tarea
desde su resurrección?
«Viven, mi Reina, siguen viviendo, en una, si no en las dos juntas. ¡Recordad la antigua
profecía!» ¡Si ella pudiera oír su voz!
Khayman abrió los ojos. De nuevo estaba en el momento presente, dentro de la osificación
que era su cuerpo. Y la creciente música lo saturaba con su ritmo despiadado. Golpeaba contra
sus oídos. Las deslumbrantes luces lo cegaban.
Volvió la espalda y apoyó la mano en la pared. Nunca se había sentido tan sumergido en
sonido. Notaba que perdía la conciencia, pero la voz de Lestat lo llamó a la realidad.
Con la mano extendida ante sus ojos, Khayman miró hacia abajo, hacia el llameante
cuadrado que era el escenario. Contemplad al diablo bailando y cantando con alegría
desbordante. Llegó al corazón de Khayman, a pesar suyo.
La poderosa voz de tenor de Lestat no necesitaba amplificación eléctrica. Incluso los
inmortales perdidos entre sus presas posibles cantaban con él, tan contagiosa era la pasión.
Por todas partes adonde mirase, Khayman los veía a todos pendientes de él, mortales e
inmortales por igual. Los cuerpos se retorcían al compás de los cuerpos del escenario. Las
voces se alzaban; la sala entera se balanceaba en oleadas de la masa que se sucedían sin
cesar.
El rostro gigante de Lestat se expandía en la pantalla de vídeo mientras la cámara recorría
sus facciones. Los ojos azules se clavaron en Khayman y le hicieron un guiño.
—¿POR QUÉ NO ME MATÁIS? ¡YA SABÉIS QUIÉN SOY!
La risa de Lestat se alzaba por encima de los arpegios chillones de las guitarras.
—¿NO DISTINGUÍS EL MAL A PRIMERA VISTA?
¡Ah, qué credulidad en la bondad, en el heroísmo! Khayman podía captarlo en los ojos de la
criatura: una sombra gris oscura de trágica necesidad. Lestat echaba atrás la cabeza y rugía de
nuevo; daba una patada en el suelo y aullaba; miraba las vigas del techo como si del
firmamento se tratara.
Khayman hizo un esfuerzo para moverse: tenía que escapar. Torpemente, como ahogado
por el ensordecedor ruido, se dirigió hacia la puerta. Incluso su sentido del equilibrio había sido
afectado. La estruendosa música lo perseguía por las escaleras, pero al menos había
conseguido ponerse a cubierto de las relampagueantes luces. Apoyándose en la pared, intentó
aclarar su visión.
Olor a sangre. Hambre de tantos bebedores de sangre en la sala. Y el batir de la música a
través de la madera y del cemento.
Bajó las escaleras, incapaz de oír sus propios pies en el hormigón, y terminó por
desplomarse en un rellano vacío. Se envolvió las rodillas con los brazos y agachó la cabeza.
La música era como la música de antaño, cuando todas las canciones eran las canciones
del cuerpo, y las canciones de la mente aún no habían sido inventadas.
Se vio a sí mismo danzando; vio al Rey (el rey mortal a quien tanto había amado) girar y
saltar en el aire; oyó el redoblar de los tambores; oyó el sonido creciente de las trompetas; el
Rey puso la cerveza en manos de Khayman. La mesa se tambaleaba bajo el peso de la
abundancia de la caza asada y de los frutos relucientes, de las humeantes hogazas de pan. La
Reina estaba sentada en su trono de oro, inmaculada y serena, una mujer mortal con un
pequeño cucurucho de cera aromatizada en la cima de su elaborado peinado, que se disolvía
lentamente con el color y perfumaba así sus trenzas.
Luego alguien había puesto el ataúd en sus manos; el pequeño ataúd que ahora pasaba de
comensal en comensal; el pequeño recordatorio: Come. Bebe. Porque la Muerte nos aguarda a
todos.
Lo sostuvo firmemente: ¿debía pasarlo al Rey?
De repente, sintió los labios del Rey en su cara.
—Danza, Khayman. Bebe. Mañana partimos hacia el norte para aniquilar a los últimos
comedores de carne, —El Rey ni siquiera miró el pequeño ataúd al cogerlo; lo deslizó en las
manos de la Reina, y ésta, sin bajar la vista, lo pasó a otro.
Los últimos comedores de carne. Qué simple había parecido; qué bueno. Hasta que había
visto a las gemelas arrodilladas ante el altar.
El gran redoble de la batería ahogaba la voz de Lestat. Los mortales que pasaban por
delante de Khayman apenas se daban cuenta de su presencia acurrucada; y un bebedor de
sangre pasó corriendo por su lado sin prestarle ni la más mínima atención.
¡A la luz
hemos salido,
Hermanos y Hermanas míos!
¡MATADNOS!
¡Hermanos y Hermanas míos!
Muy despacio, Khayman se levantó. Aún andaba con paso inseguro, pero prosiguió su
descanso hasta llegar al vestíbulo, donde el ruido quedaba algo apagado, y descansó allí,
frente a las puertas interiores, en una renovadora corriente de aire fresco.
Estaba poco a poco retornando a la calma, cuando se percató de que dos mortales se
habían detenido cerca de él y lo estaban escrutando, mientras él permanecía apoyado en la
pared, con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha.
Y entonces se vio como lo veían ellos. Percibió su aprehensión, mezclada con una súbita e
irreprimible sensación de victoria. Hombres que habían sabido algo de su especie, hombres
que habían vivido por llegar a un momento como aquél, aunque lo habían temido y nunca
habían tenido verdaderas esperanzas de conseguirlo.
Levantó la cabeza poco a poco. Se hallaban a unos cinco metros, cerca de un atiborrado
tenderete, como si ello pudiera ocultarlos..., educados caballeros ingleses. Eran dos individuos
de cierta edad, instruidos, de rostros surcados por profundas arrugas y de aspecto exterior
pulquérrimo. Allí, con sus elegantes abrigos grises, con el cuello almidonado que se insinuaba,
con el brillante nudo de la corbata de seda, estaban completamente fuera de lugar. Parecían
exploradores de otro mundo, entre la juventud llamativa que sin cesar iba de un lado para otro,
entre la juventud que crecía entre ruidos bárbaros y charlas fragmentadas.
Y lo miraban con una gran reticencia natural, como si fueran demasiado educados para
tener miedo. Miembros antiguos de la Talamasca buscando a Jessica.
«¿Nos conocen? Sí, claro que sí. No van a sufrir daño alguno. No se preocupen.»
Sus mensajes silenciosos empujaron un paso atrás al que se llamaba David Talbot. La
respiración del hombre se aceleró y una súbita humedad apareció en su frente y encima de su
labio superior. Pero supo guardar la noble compostura. David Talbot entrecerró los ojos como si
no quisiera quedar deslumbrado por lo que veía; como si quisiese ver las minúsculas moléculas
danzarinas en los haces de claridad.
¡Qué pequeño parecía de pronto el alcance de la vida humana! Mirad a este frágil humano,
para quien la educación y el refinamiento no habían hecho más que incrementar sus riesgos.
¡Qué simple era alterar el tejido de su pensamiento, de sus esperanzas! ¿Debía Khayman
decirles dónde se encontraba Jesse? ¿Debía mezclarse en el asunto? En definitiva, no
alteraría nada.
Khayman percibió que temían quedarse y que temían irse, que los había casi paralizado,
como si los hubiera hipnotizado. En cierto sentido, era el respeto lo que los mantenía allí,
contemplándolo. Parecía que estuviera en la obligación de ofrecer algo, aunque sólo fuera para
concluir aquel atroz examen.
«No vayan por ella. Serán unos estúpidos si lo hacen. Ahora ella tiene a otros como yo que
la cuidan. Mejor que se marchen. Yo, en su lugar, me iría.»
Ahora bien, ¿cómo se interpretaría aquello en los archivos de la Talamasca? Alguna noche
se acercaría a descubrirlo. ¿A qué modernos lugares habían trasladado sus antiguos
documentos y tesoros?
«Benjamín el Diablo. Ése soy. ¿No me conocen?» Sonrió para sí. Dejó que su cabeza
cayera, mirando al suelo. No se había sabido poseedor de aquella vanidad. Y de repente dejó
de interesarle lo que aquel momento significaba para ellos.
Con indiferencia, pensó en aquellos tiempos pasados, en Francia, cuando había jugado con
los de la orden. «¡Tan sólo deja que podamos hablar contigo!», suplicaban. Eruditos
polvorientos de pálidos ojos con eternas ojeras y ropas de terciopelo gastado, tan diferentes a
aquellos elegantes caballeros, para quienes el ocultismo era una cuestión de ciencia, no de
filosofía. La desesperación del tiempo pasado lo asustó; la desesperación del tiempo presente
era igualmente atemorizadora.
«Váyanse.»
Sin levantar los ojos, supo que David Talbot había asentido. El y su compañero se retiraron.
Dieron una mirada por encima del hombro, se apresuraron hacia la vuelta del vestíbulo y
entraron en el concierto.
Khayman se hallaba solo de nuevo; el ritmo de la música le llegaba a través de la puerta; se
hallaba solo y se preguntaba por qué había venido, qué era lo que quería; deseaba poder
olvidar otra vez; deseaba estar en algún lugar encantador, un lugar acariciado por las brisas
cálidas y habitado por mortales que no lo conocieran, lleno de resplandecientes luces eléctricas
bajo las nubes desteñidas, lleno de inacabables y planas calles urbanas para pasear hasta el
amanecer.
Jesse
—¡Déjame en paz, hijo puta! —Jesse dio una patada al hombre que estaba junto a ella, al
que le había deslizado el brazo alrededor de la cintura y la había levantado y apartado del
escenario—. ¡Cabrón! —Doblado en dos por el dolor del puntapié, quedó completamente
indefenso ante el súbito empujón. Perdió el equilibrio y se derrumbó.
Cinco veces ya la habían echado del escenario. Agachó de nuevo la cabeza, y, empujando,
se abrió paso a través del pequeño grupo que había ocupado su lugar, escurriéndose entre
paredes de piel negra como si fuera un pez, y levantándose por fin para agarrarse a la madera
sin pintar; y con una mano se asió a la resistente tela sintética que la decoraba retorciéndola en
una cuerda.
En las relampagueantes luces vio al vampiro Lestat saltar muy arriba en el aire y aterrizar en
el escenario sin sonido perceptible alguno, y alzar de nuevo la voz sin la ayuda del micro hasta
llenar el auditorio, mientras sus guitarristas bailoteaban a su entorno como diablillos.
La sangre se escurría en hilillos en el pálido rostro de Lestat, como si llevara la corona de
espinas de Cristo; su largo pelo rubio giraba en redondo cuando daba vueltas sobre sí mismo;
sus manos rasgaban la camisa, rompiéndola y dejando su pecho al descubierto; la corbata se
soltaba y caía. Y, mientras chillaba las triviales letras de sus canciones, sus pálidos y cristalinos
ojos brillaban y se inyectaban de sangre.
Cuando Jesse levantó la vista hacia él, hacia el balanceo de sus caderas, hacia la apretada
tela de sus pantalones negros que revelaban los poderosos músculos de sus muslos, sintió de
nuevo que los latidos de su corazón eran como golpes estruendosos en su pecho. Lestat volvió
a saltar, ascendiendo sin esfuerzo, como si quisiera elevarse hasta el mismo techo del
auditorio.
Sí, lo ves, ¡no hay error posible! ¡No hay otra explicación!
Se frotó la nariz. Volvía a llorar. Pero tocarlo..., «¡maldita sea, tienes que tocarlo!» Aturdida,
observó cómo terminaba su canción, golpeando el suelo con el pie a compás de las tres últimas
retumbantes notas, mientras los músicos danzaban atrás y adelante, con gestos provocativos,
sacudiendo el pelo con movimientos bruscos de sus cabezas, con sus voces perdidas en la de
Lestat mientras luchaban por alcanzar su ritmo.
¡Dios, cuánto amaba aquello Lestat! Allí no había nada fingido. Lestat se bañaba en la
adoración que recibía. Se empapaba en ella como si fuera en sangre.
Y ahora, al atacar la frenética obertura de otra canción, de un arrebato se sacó la negra
capa de terciopelo, la hizo girar por encima de su cabeza y la lanzó volando al público. El
público gimoteó, osciló en una gran ola. Jesse sintió una rodilla en la espalda, una bota
arañando su talón, pero aquella era su oportunidad: cuando el servicio de orden bajase del
escenario para contener la avalancha.
Aplicó firmemente las manos en la madera, se impulsó hacia arriba, se apoyó en el
estómago e hizo pie en las tablas. Y echó a correr hacia la figura danzante, que de inmediato
clavó los ojos en los de Jesse.
—¡Sí, tú! ¡Tú! —llamó ella. Con el rabillo del ojo vio a uno del servicio de orden que se
acercaba. Y, con todo el empuje de su cuerpo, se precipitó hacia el vampiro Lestat. Cerró los
ojos y se abrazó a su cintura. Sintió el frío impacto del pecho de piel sedosa contra su cara, y
de repente, probó la sangre en sus labios!
—¡Oh, Dios, es real! —susurró. El corazón le iba a estallar, pero siguió agarrándose a él. Sí,
la piel de Mael, así, y la piel de Maharet, también así, y todas así. ¡Sí, así! Real, pero no
humano. Como siempre. Y allí estaba, en sus brazos, ¡y sabía que era demasiado tarde para
que pudiera detenerla ahora!
Su mano izquierda se levantó y cogió un espeso mechón de pelo de Lestat; y, cuando abrió
los ojos, vio que le sonreía, vio la reluciente piel sin poros, vio los diminutos colmillos.
—¡Tú, demonio! —susurró ella. Reía como una loca, llorando y soltando carcajadas.
—Te quiero, Jessica —le respondió él en un murmullo, sonriéndole como si se burlara, con
su rubio pelo húmedo cayendo en los ojos de ella.
Estupefacta, sintió que la envolvía con su brazo, la alzaba, la apoyaba en su cadera y la
hacía voltear en un círculo. Los ruidosos músicos fueron una imagen difuminada; las luces,
violentas franjas de blanco, de rojo. Jesse gemía, pero no dejó de mirarlo, de mirar a sus ojos,
sí, reales. Al borde de la desesperación, continuó agarrada a él, porque parecía que tenía
intención de lanzarla por encima de las cabezas del público. Y entonces, cuando la depositó en
el suelo e inclinó su cabeza (el pelo cayendo en la mejilla de Jesse), Jesse sintió la boca de él
en la suya.
La palpitante música se tornó opaca como si se hubiera zambullido en el mar. Sintió que
Lestat le echaba su aliento, que suspiraba contra ella, que le deslizaba sus finos dedos hacia la
nuca. Los pechos de Jesse estaban apretados contra el palpitante corazón de Lestat; y una voz
estaba hablando a Jesse, con gran pureza, una voz semejante a otra de tiempo atrás, otra voz
que la conocía, una voz que comprendía sus preguntas y que sabía cómo había de
responderlas.
«Maldad, Jesse. Siempre lo has sabido.»
Unas manos tiraban de ella. Manos humanas. La estaban separando de Lestat. Soltó un
chillido.
Desconcertado, él se quedó mirándola. Buscaba en las profundidades, en las insondables
profundidades de sus sueños, algo que sólo recordaba muy vagamente. El banquete funerario;
las gemelas pelirrojas arrodilladas a ambos lados del altar. Pero no fue más que una fracción
de segundo; luego se desvaneció; Lestat estaba confundido, pero su sonrisa centelleó de
nuevo, impersonal, como cualquiera de las luces que no dejaban de cegar a Jesse.
—¡Hermosa Jesse! —dijo, con la mano levantada como despidiéndose. A rastras la
separaban de él, la sacaban del escenario.
Cuando la bajaron, estaba riendo.
Su camisa blanca estaba manchada de sangre. Sus manos estaban cubiertas de sangre:
pálidas vetas de sangre salada. Sintió que conocía su sabor. Lanzó la cabeza atrás y rió; y era
tan curioso no ser capaz de oírlo, ser sólo capaz de sentirlo, de sentir el escalofrío que recorría
su espinazo, de saber que estaba llorando y riendo al mismo tiempo... El del servicio de orden
le dijo algo rudo, grosero. Pero no importaba.
De nuevo, la muchedumbre se cerró sobre ella. Se la tragó, la envió de un lado para otro, la
empujó fuera del centro vital. Un zapato pesado le aplastó el pie derecho. Tropezó, dio tumbos,
y dejó que la siguieran empujando, aun con más violencia, hacia las puertas.
Ya no importaba. Sabía. Lo sabía todo. La cabeza le daba vueltas vertiginosamente. No
habría podido mantenerse en pie de no ser por los hombros que se agolpaban contra ella. Y
nunca había experimentado un abandono tan maravilloso. Nunca había sentido una tal
liberación.
La demencial música cacofónica proseguía, insistente; los rostros aparecían y desaparecían
bajo inundaciones momentáneas de luces de colores. Olió a marihuana, a cerveza. Sed. Sí,
algo frío para beber. Algo frío. Tanta sed... Alzó de nuevo la mano y lamió la sal, y lamió la
sangre. Su cuerpo se estremeció, vibró, como a menudo ocurre cuando uno está al borde del
sueño. Un suavísimo y delicioso temblor que anuncia la llegada de los sueños. Volvió a lamer
la sangre y cerró los ojos.
De improviso, sintió que entraba en un espacio abierto. Nadie la empujaba ya. Levantó la
mirada y vio que había llegado a la salida, a la lisa rampa que daba al vestíbulo, unos tres
metros más abajo. La muchedumbre había quedado tras ella, por encima de ella. Allí pudo
descansar. Se encontraba bien.
Pasó la mano por la resbaladiza pared, pisando el amontonamiento de vasos de plástico,
una peluca caída con rubios rizos de baratillo. Echó la cabeza atrás con un gesto brusco y
descansó, con la hórrida luz del vestíbulo que se reflejaba en sus ojos. El sabor de la sangre
yacía en la punta de su lengua. Parecía que iba a llorar de nuevo, lo cual era bien
comprensible. En aquel momento, no había pasado ni presente, no había necesidad, y el
mundo entero había cambiado, desde lo más simple a lo más grandioso. Flotaba, como si
estuviera en el centro del más seductor estado de paz y aceptación que nunca hubiese
conocido. ¡Oh, si sólo pudiera contárselo a David, si pudiera, de algún modo compartir aquel
inmenso y sobrecogedor secreto!
Algo la tocó. Algo hostil a ella. De mala gana, se volvió: vio a un energúmeno junto a ella.
¿Qué? Hizo un esfuerzo por verlo con claridad.
Miembros huesudos, pelo negro lacio, peinado hacia atrás, pintura roja en la horrorosa y
retorcida boca, y la piel..., la misma piel. Y los colmillos. No humano. ¡Uno de ellos!
«¿Talamasca?»
Llegó a ella como en un siseo, un siseo que la fustigó en el pecho. Instintivamente, levantó
los brazos, protegiéndose los senos, cerrando los dedos en torno a los hombros.
«¿Talamasca?»
En su rabia, aquella voz no tenía sonido pero era ensordecedora.
Retrocedió en un intento de alejarse, pero aquella mano la cogió, y los dedos le mordieron
la nuca. Se sintió alzada, sintió que sus pies perdían el contacto con el suelo. Intentó gritar.
Luego cruzó volando el vestíbulo, y volando gritó hasta que su cabeza se aplastó contra la
pared.
Negrura. Vio el dolor. Fue un relámpago, primero amarillo y luego blanco, que descendió por
la médula espinal y se desparramó como en un millón de ramificaciones por sus miembros. Su
cuerpo quedó entumecido. Golpeó el suelo con otro impacto de dolor en el rostro y en las
palmas abiertas de sus manos, y rodó hasta quedar boca arriba.
No podía ver. Quizá tenía los ojos cerrados, pero lo más curioso de todo, por decirlo de
algún modo, era que no los podía abrir. Oía voces, gente gritando. Un silbato sonó, ¿o era el
repiqueteo de una campanilla? Hubo un estruendoso fragor, pero era el público de la sala
aplaudiendo. Junto a ella, discutían algunas personas.
Alguien muy cerca de su oído dijo:
—No la toquen. Tiene el cuello roto.
¿Roto? ¿Se puede vivir con el cuello roto?
Alguien reposó una mano en su frente. Pero no la podía sentir realmente; la percibía como
un hormigueo, como si ella tuviera mucho frío, anduviese por la nieve y toda sensación
auténtica la hubiese abandonado. «No puedo ver.»
—Escucha, muñeca —la voz de un joven. Una voz que uno podía oír en Boston o en Nueva
Orleans o en Nueva York. Bombero, poli, salvador de los heridos—. Nos estamos encargando
de ti, muñeca. La ambulancia está en camino. Ahora permanece tendida, sin moverte, muñeca,
no te preocupes.
Alguien le tocaba el pecho. No, sacaba las tarjetas y documentos de su bolsillo. Jessica
Miriam Reeves. Sí.
Se encontraba junto a Maharet y estaba mirando el gran plano con todas sus lucecitas. Y
comprendía. Jesse nacida de Miriam, quien había nacido de Alice, quien había nacido de
Carlotta, quien había nacido de Jane Marie, quien había nacido de Anne, quien había nacido de
Janet Belle, quien había nacido de Elizabeth, quien había nacido de Louise, quien había nacido
de Francés, quien había nacido de Frieda, quien había nacido de...
—Permitan, por favor, somos sus amigos...
«David.»
La estaban levantado; oyó que gritaba, aunque no había querido gritar. De nuevo vio la
pantalla y el gran árbol de nombres. «Frieda, nacida de Dagmar, nacida de...»
—Despacio, ahora, ¡despacio! ¡Maldita sea!
El aire cambió; se tornó húmedo y fresco; sintió que la brisa recorría su rostro; luego toda
sensación desapareció por completo de sus pies y sus manos. Podía notar los párpados, pero
no moverlos.
Maharet le estaba hablando: «... salieron de Palestina, entraron en Mesopotamia y cruzaron
lentamente el Asia Menor, penetraron en Rusia y después en la Europa Oriental. ¿Lo ves?»
El vehículo era o un coche fúnebre o una ambulancia; pero parecía demasiado silencioso
para ser ambulancia, y la sirena, aunque continua, se hallaba demasiado lejos. ¿Qué le había
ocurrido a David? No la habría abandonado, a menos que estuviese muerta. Pero entonces,
¿cómo podía haber estado David allí? El le había dicho que nada podría inducirlo a ir al
concierto. David no estaba allí. Debía haberlo imaginado. Y lo más raro era que Miriam
tampoco estaba allí. «Santa María, Madre de Dios... ahora y en la hora de nuestra muerte...»
Escuchaba: cruzaban la ciudad a toda velocidad; sintió que tomaban una curva, pero,
¿dónde estaba su cuerpo? No podía notarlo. El cuello roto. Eso significaba que tenía que estar
muerta.
¿Qué era aquello, la luz que podía ver a través de la jungla? ¿Un río? Parecía demasiado
ancho para ser un río. ¿Cómo cruzarlo? pero no era Jesse quien andaba por la jungla, y ahora
por la margen de un río. Era alguien más. Podía ver las manos extendidos ante sí, apartando
las lianas y las hojas mojadas y pegajosas, como si fueran sus propias manos. Cuando miraba
hacia abajo, veía el pelo rojo en largas marañas rizadas, llenas de hojas rotas y de tierra...
—¿Me oyes, muñeca? Estás con nosotros. Te vamos a curar. Tus amigos van en el coche
de atrás. No te preocupes pues.
Decía más cosas. Pero había perdido el hilo. No podía oírlo, sólo captaba su tono, el tono
de cuidado afectuoso. ¿Por qué sentía tanta pena por ella? Si ni siquiera la conocía... ¿Sabía
que la sangre que manchaba su camisa no era suya? ¿Sus manos? Culpable. Lestat había
intentado decirle que era el mal, pero aquello era de tan poca importancia para ella, tan
imposible de relacionar con el conjunto... No era que a ella no le preocupase lo que era bueno y
lo que estaba bien, sino que, en aquel momento, todo lo sucedido era grandísimo. Sabiendo. Y
él había estado hablando como si ella estuviera destinada a hacer algo, pero ella no había sido
destinada a hacer nada en absoluto.
Por eso morir era, con toda probabilidad, sencillamente bueno. ¡Si Maharet comprendiera!
¡Y pensar que David estaba con ella, en el coche que los seguía! De cualquier forma, David
sabía algo de la historia y la Talamasca debía de tener una ficha de ella; Reeves, Jessica. Y
habría más evidencias. «Una de nuestros miembros más fieles, el resultado de... muy
peligroso... bajo ninguna circunstancia debía intentar una visión...»
De nuevo la movían. De nuevo aire fresco, y olores de gasolina y éter que llegaban a ella.
Sabía que al otro lado de aquel entumecimiento, de aquella oscuridad, había un dolor terrible, y
que lo mejor era quedarse tumbada muy quieta y no intentar salir de allí. Dejemos que te
lleven, dejemos que empujen la camilla por el corredor.
Alguien llorando. Una niña pequeña.
—¿Me oyes, Jessica? Quiero que sepas que te encuentras en el hospital y que estamos
haciendo todo lo posible por ti. Tus amigos están fuera. David Talbot y Aaron Lightner. Les
hemos dicho que tienes que permanecer totalmente inmóvil...
Desde luego. Cuando una tiene el cuello roto, o está muerta o muere si se mueve. Eso es.
Hacía ya mucho tiempo, en un hospital había visto a una jovencita con el cuello roto. Ahora lo
recordaba. Y habían atado el cuerpo de la chica a un enorme marco de aluminio. De vez en
cuando una enfermera movía el marco para cambiar de posición el cuerpo de la muchacha.
«¿Lo haréis conmigo?»
El hablaba de nuevo, pero esta vez desde mucho más lejos. Ella andaba un poco más
deprisa por la jungla, para acercarse, para oír el sonido del río. El decía...
—... pues claro que podemos hacerlo todo, podemos pasarle esas pruebas, por supuesto,
pero tiene que comprender lo que le estoy diciendo; su situación es extrema. Tiene la parte
posterior del cráneo completamente aplastada. Se ve el cerebro. Y la herida que se aprecia en
el órgano es enorme. Así pues, dentro de pocas horas, si es que aún nos queda alguna, el
cerebro va a empezar a hincharse...
«Cabrón, me has matado. Me lanzaste contra la pared. Si pudiera mover algo, los párpados,
los labios. Pero estoy atrapada aquí dentro. ¡Ya no tengo cuerpo pero estoy atrapada aquí
dentro! Cuando era pequeña, solía pensar que sería así la muerte. Uno queda atrapado dentro
de su cabeza, en la tumba, sin ojos para ver y sin boca para gritar. Y los años pasan y pasan.
»O uno yerra por el reino del crepúsculo con los pálidos fantasmas; pensando que está vivo
cuando en realidad está muerto. Buen Dios, tengo que saber cuando esté muerta. ¡Tengo que
saber cuando haya empezado!»
Sus labios. Percibían una ligerísima sensación. Algo húmedo, cálido. Algo que le abría los
labios. Pero aquí no hay nadie, ¿verdad? Están en el pasillo, y la habitación está vacía. De
haber alguien allí, lo habría sabido. Ahora notaba su sabor, el fluido cálido entrando en su boca.
«¿Qué es? ¿Qué me están dando? No quiero que me lo den.»
«Duerme, querida.»
«No quiero. Quiero sentir cuando muera. ¡Quiero saberlo!»
Pero el fluido estaba llenando su boca y ella estaba tragando. Los músculos de su garganta
estaban vivos. Qué delicioso aquel sabor, su matiz salado. ¡Conocía aquel sabor! Conocía
aquella sensación encantadora, hormigueante. Sorbió con más fuerza. Notaba que la piel de su
rostro revivía y que el aire se movía a su alrededor. Podía sentir la brisa circulando por la
habitación. Una adorable calidez le empezaba a recorrer la espina dorsal. Bajaba hacia los
pies, avanzaba por los brazos, y todos los miembros retornaban en sí.
«Duerme, querida.»
La parte posterior de su cabeza le hacía cosquillas; y las cosquillas corrían hacia las raíces
de su pelo.
Tenía las rodillas magulladas, pero las piernas estaban intactas y podría volver a andar;
podía sentir el contacto de la sábana bajo su mano. Quería extenderla, pero aún era
demasiado pronto para ello, demasiado pronto para moverse.
Además, alguien la estaba levantando, se la llevaba.
Y ahora lo mejor era dormir. Porque si aquello era la muerte..., bien, pues no estaba tan
mal. Apenas podía oír las voces, los hombres discutiendo, amenazando, ahora no importaba.
Parecía que David la estaba llamando. ¿Pero qué quería David que hiciese ella? ¿Morir? El
doctor amenazaba con llamar a la policía. Pero la policía ya no podría hacer nada. Casi era
divertido.
Bajaron escaleras y más escaleras. Adorable aire fresco.
El sonido del tráfico aumentó; pasó un autobús bramando. Nunca le habían gustado
aquellos ruidos, pero ahora eran como el mismo viento, tan puros. Alguien la mecía de nuevo,
con mucha dulzura, como en una cuna. Sintió que el coche arrancaba con una sacudida, y
luego tiró de ella el suave y agradable ímpetu. Miriam estaba allí y quería que Jesse la mirara,
pero Jesse estaba demasiado cansada.
—No quiero ir, madre.
—Pero Jesse. Por favor. Aún no es tarde. ¡Aún puedes llegar! —Como si David la llamara—
. Jessica.
Daniel
Cuando el concierto llegaba a su mitad, Daniel comprendió. Los hermanos y hermanas
caras blancas se rodearían mutuamente, se vigilarían mutuamente, incluso se amenazarían
durante toda la actuación, pero nadie haría nada. La regla era demasiado rígida y firme: no
dejar evidencias de lo que eran: ni víctimas, ni una sola célula de su tejido vampírico.
Lestat sería el único que debía ser destruido, lo cual tenía que hacerse con el máximo
cuidado. Los mortales no tenían que ver las hoces, a menos que fuera inevitable. Atacar al
cabrón cuando intentase largarse, ése era el plan; descuartizarlo sólo ante los conocedores. Es
decir, a menos que se resistiese, en cuyo caso debería morir ante sus fans, y el cuerpo tendría
que ser destruido por completo.
Daniel reía y reía. ¡Imaginar a Lestat permitiendo que tal cosa tuviera lugar!
Daniel se reía de sus caras llenas de odio. Pálidas como orquídeas pálidas, aquellas
pérfidas almas llenaban la sala con su ultraje ardiente, con su envidia, con su codicia. Uno
podría haber pensando que odiaban a Lestat sólo por su extravagante belleza.
Al fin, Daniel había escapado de la tutela de Armand. ¿Por qué no?
Nadie podía hacerle daño alguno, ni siquiera la figura de piedra reluciente que había visto
en las sombras, aquella figura tan vieja y de tanta dureza que parecía el Golem de la leyenda.
Qué cosa más rara era, aquella piedra mirando a la mortal mujer herida, tendida en el suelo
con el cuello roto, la del pelo rojo, la que se parecía a las gemelas del sueño. Y, con toda
seguridad, algún estúpido ser humano se lo había hecho, romperle el cuello así. Y el rubio
vampiro con la piel de ante, apartándolos a empujones para llegar hasta el centro de la escena,
también había sido una visión impresionante; cuando se acercó a la pobre víctima malherida,
mostró las venas de su cuello y de los dorsos de las manos, endurecidas y protuberantes.
Armand, con una expresión muy poco frecuente en su rostro, había observado con atención
cuando los hombres se habían llevado a la mujer pelirroja, como si él mismo tuviera que
intervenir de algún modo; o quizá sólo fue aquel Golem que estaba como ausente lo que lo hizo
actuar con cautela. Después, empujó a Daniel de nuevo hacia la masa cantante. Pero no había
necesidad de temer. Para ellos, aquel lugar, aquella catedral de sonido y luz era un santuario.
Y Lestat era el Cristo en la cruz de la catedral. ¿Cómo describir aquella autoridad
sobrecogedora e irracional? Su rostro habría tenido un aspecto cruel de no haber sido por
aquel éxtasis y aquella exuberancia infantiles. Alzando el puño al aire, berreaba, suplicaba,
bramaba a los poderes que fueran como él cuando cantaba acerca de su propia caída: ¡Lelio,
el actor de bulevar, convertido contra su propia voluntad en una criatura de la noche!
Su abrazadora voz de tenor parecía dejar, hecho materia, su cuerpo, mientras relataba su
derrota, sus resurrecciones, la sed interior que no había sangre que pudiera colmar.
—¡Yo no soy el mal que tenéis en vuestro interior! —gritaba, no a los monstruos de la masa
que tenían a la Luna por sol, sino a los mortales que lo adoraban a él, a Lestat.
Incluso Daniel chillaba, aullaba, saltando en el sitio a la par que lanzaba gritos de acuerdo,
aunque las palabras, mirándolas bien, ya no significaran nada; era sólo la cruda fuerza del
desafío de Lestat. Lestat maldecía los cielos en representación de todos los que alguna vez
habían sido proscritos, de todos los que alguna vez habían conocido el ultraje, y luego se
volvía, culpable y malevolente, hacia los de su propia especie.
En los momentos más culminantes, le pareció a Daniel como si todo presagiara que se
haría dueño de su propia inmortalidad en la víspera de aquella gran Misa. El Vampiro Lestat
era Dios; o la cosa más próxima a Dios que nunca había conocido. El gigante en la pantalla de
vídeo daba su bendición a todo lo que siempre había deseado Daniel.
¿Cómo podían resistir los demás? Seguro que la ferocidad de su premeditada víctima la
hacía mucho más tentadora. El mensaje último que subyacía en todas las letras de las
canciones de Lestat era muy simple: Lestat tenía el don que había prometido a cada uno de
ellos; Lestat era indestructible. Había devorado el sufrimiento que le habían inflingido y había
salido más fuerte de la experiencia. Unirse a él era vivir para siempre:
Éste es mi Cuerpo. Ésta es mi Sangre.
Pero el odio hervía entre los hermanos y hermanas vampiros. Cuando el concierto llegaba a
su conclusión, Daniel lo sintió con mucha intensidad: un olor que se elevaba de la masa, un
siseo que se expandía por debajo de la estridencia de la música.
Matar al Dios. Despedazarlo miembro a miembro. Dejemos que los adoradores mortales
hagan como siempre han hecho: plañir por los que van a morir. «Hermanos, id con Dios.»
La iluminación general se encendió. Los fans desencadenaron una tormenta en el escenario
de madera, arrancando la cortina de sarga negra para seguir a los músicos que huían.
Armand agarró el brazo de Daniel.
—Salgamos por la puerta lateral —dijo—. Nuestra única oportunidad es alcanzarlo ahora
mismo.
Khayman
Era exactamente lo que él había esperado. Ella golpeó al primero de los que habían
golpeado a Lestat. Este había cruzado la puerta trasera, con Louis a su lado, y se precipitó
hacia su Porsche negro cuando los asesinos se lanzaron a él. Parecía un tosco círculo que
pretendía cercarlo, pero en el acto, el primero, con la hoz levantada, estalló en llamas. La
muchedumbre fue presa del pánico, y la juventud aterrorizada echó a correr en todas
direcciones en una gran estampida. Otro asaltante inmortal ardió. Y luego otro.
Khayman se escabulló hasta la pared, donde se apoyó, al tiempo que los torpes humanos
pasaban lanzados por delante de él. Vio a una elegante y alta bebedora de sangre que,
inadvertida, se escurría entre la masa y se colocaba con disimulo tras el volante del coche de
Lestat, y llamaba a éste y a Louis para que se reunieran con ella. Era Gabrielle, la madre del
demonio. Y, lógicamente, el fuego letal no la alcanzaba. Mientras ponía en marcha el vehículo
con gestos decididos y rápidos, no mostró ni un destello de miedo en sus fríos ojos azules.
Mientras tanto, Lestat giraba sobre sí mismo en un estanque de rabia. Enfurecido porque
alguien le escamoteaba la batalla, decidió subir al coche, sólo porque los demás lo obligaron a
hacerlo.
Y mientras el Porsche avanzaba sin contemplaciones por entre los jóvenes que huían
enloquecidos, bebedores de sangre explotaban en llamas por todas partes. Sus gritos, sus
frenéticas maldiciones, sus últimos interrogantes se alzaban en un coro hórrido y silencioso.
Khayman se cubrió el rostro. El Porsche se hallaba a medio camino de las puertas del
recinto cuando la muchedumbre lo obligó a detenerse. Las sirenas chillaron, hubo voces que
rugían órdenes, muchos adolescentes habían caído con los miembros rotos, muchos mortales
gemían de pena y confusión.
Llegar a Armand, pensó Khayman. Pero, ¿de qué serviría? Vio que ardían por todas partes
a su alrededor; ardían en grandes penachos de llamas anaranjadas y azules, llamas que,
cuando se liberaban de las ropas chamuscadas que caían en el pavimento, se tornaban
blancas por su incandescencia... ¿Cómo podría situarse entre el fuego y Armand? ¿Cómo
podría salvar al joven, a Daniel?
Levantó la mirada hacia las distantes colinas, hacia una diminuta figura que resplandecía
contra el cielo oscuro, ignorada de todos los que, en torno suyo, chillaban, corrían y pedían
auxilio.
De repente, sintió el calor; sintió que el calor lo tocaba como lo había tocado en Atenas.
Sintió que danzaba cerca de su rostro, sintió que se le humedecían los ojos. Con firmeza
contempló su fuente diminuta y distante. Y entonces, por razones que nunca pudo acabar de
comprender, decidió no rechazar el fuego, sino esperar a ver qué le podría hacer. Cada fibra de
su cuerpo le decía: contraataca. Pero permanecía inmóvil, vacío de pensamientos, notando el
sudor que goteaba por su piel. El fuego lo rodeó, lo abrazó. Y al final se alejó, dejándolo en
paz, frío, y herido más de lo que se hubiera podido imaginar. Murmuró una plegaria: Que las
gemelas puedan destruirte.
Daniel
—¡Fuego! —Daniel captó el hedor de grasa quemada al mismo tiempo que veía las llamas
surgiendo aquí y allá entre la multitud. ¿Qué protección era la gente ahora? Los fuegos eran
como pequeñas explosiones; grupos de frenéticos adolescentes tropezaban y caían al intentar
alejarse de ellos; corrían en círculos demenciales y chocaban sin remedio unos con otros.
El sonido. Daniel lo oyó de nuevo. Se movía por encima de ellos. Armand tiró de él, de
nuevo hacia el edificio. Era inútil. No podían llegar a Lestat. Y no tenían protección. Arrastrando
a Daniel consigo, Armand retrocedió de nuevo hasta llegar a la sala. Un par de aterrorizados
vampiros corrían y cruzaban la entrada a todo lo que daban sus piernas y explotaban en
pequeños incendios.
Horrorizado, Daniel observó los esqueletos refulgiendo mientras se diluían en el pálido
resplandor de la llamarada. Tras ellos, en el auditorio desierto, una figura fugaz quedó atrapada
en las mismas llamas terroríficas. Girando sobre sí mismo y retorciéndose, se derrumbó en el
suelo de hormigón, y el humo emergió de sus ropajes vacíos. En el pavimento se formó un
charco de grasa, que se secó antes de que Daniel apartase la vista de él.
Salieron corriendo de nuevo hacia el exterior, hacia los mortales que huían, hacia las
lejanas puertas de la verja, salvando metros y metros de asfalto.
Y, de repente, se encontraron desplazándose tan aprisa que los pies de Daniel dejaron de
tocar el suelo. El mundo no fue sino una mancha de color. Incluso los patéticos gritos de los
atemorizados fans se suavizaron. Armand y Daniel se detuvieron en las puertas, en el mismo
instante en que el Porsche negro de Lestat salía a toda velocidad de la zona de aparcamiento,
pasaba como un rayo por delante de ellos y enfilaba la avenida. En pocos segundos,
desapareció, como una bala, viajando en dirección sur, hacia la autopista.
Armand no hizo ademán de seguirlo, incluso pareció no verlo. Permaneció cerca del pilar,
mirando hacia atrás, por encima de la sala, hacia el distante horizonte. El misterioso ruido
telepático era ahora ensordecedor. Ahogaba cualquier otro sonido del mundo; se tragaba
cualquier otra sensación.
Daniel no pudo evitar llevarse las manos a los oídos, no pudo evitar que las rodillas se le
doblaran. Sintió que Armand se le acercaba. Pero no pudo ver más. Sabía que, si tenía que
ocurrir, ocurriría en aquel mismo instante; y sin embargo, continuaba sin sentir el miedo;
continuaba sin poder creer en su propia muerte; estaba paralizado de maravilla y confusión.
Poco a poco, el sonido se desvaneció. Entumecido, sintió que su visión empezaba a
aclararse; vio la gran forma roja de un pesado camión escalera que se aproximaba, y los
bomberos que le gritaban que se apartase de la entrada. La sirena llegó como si fuera de otro
mundo, como una invisible aguja de sonido que se le clavara en las sienes.
Armand lo apartó con suavidad del camino. Gente asustada pasaba como si fuera empujada
por el viento. Sintió que caía. Pero Armand lo sostuvo. Pasaron al otro lado de la verja, hacia
los cálidos apretujones de los mortales, escabullándose por entre los que miraban desde la
valla la avalancha.
Cientos de personas huían aún. Sirenas, ásperas y discordantes, ahogaban sus gritos. Un
camión de bomberos tras otro rugieron hacia la entrada, abriéndose paso entre los mortales
dispersados. Pero esos sonidos eran leves y distantes, aún estaban apagados por el ruido
sobrenatural, ya en retroceso. Armand se agarró a la valla, con los ojos cerrados, la frente
apretada contra el metal. La valla tembló, como si sólo ella pudiera oír aquel ruido como lo oían
ellos.
El ruido se desvaneció.
Cayó un silencio helado. El silencio posterior al impacto, el silencio del vacío. Y aunque el
pandemónium proseguía, ya no los alcanzaba.
Estaban solos; los mortales se disolvían, se arremolinaban, se alejaban. Y el aire arrastraba
otra vez aquellos sobrenaturales gritos errabundos como el oropel ardiendo; muriendo..., pero
¿dónde?
Al cruzar la avenida, se situó a la altura de Armand. Sin prisas. Y emprendieron su camino
por un oscuro callejón lateral, pasaron por delante de casas de estuco sucio y de tenduchas,
dejaron atrás carteles de neón caídos y pisaron pavimentos agrietados.
Caminaron y caminaron. La noche se enfrió y se tranquilizó en su entorno. El sonido de las
sirenas era remoto, ahora casi sonaba lúgubre.
Al salir a un ancho bulevar de luces chillonas, apareció un inmenso y pesado tranvía,
inundado de luz verdosa. Parecía un fantasma, avanzando hacia ellos a través del vacío del
silencio. Sólo unos pocos pasajeros mortales y tristes escrutaban desde detrás de los cristales
manchados y sucios de las ventanillas. El conductor conducía como adormecido.
Armand levantó la vista, cansadamente, como si sólo quisiera verlo pasar. Y, para total
asombro de Daniel, el tranvía paró ante ellos.
Subieron a bordo juntos, sin fijarse en la máquina expendedora, y se dejaron caer sentados,
codo con codo, en el largo banco recubierto de cuero. El conductor no volvió ni un instante la
cabeza del parabrisas que tenía ante él. Armand se apoyó contra la ventanilla y contempló
estupidizado el suelo de caucho negro. Su pelo estaba despeinado y tenía la mejilla manchada
de hollín. El labio inferior le colgaba ligeramente. Perdido en sus pensamientos, parecía
inconsciente de sí mismo.
Daniel miró a los sombríos mortales; la mujer con cara de caballo y con una raja como boca
lo escrutaba recelosa; el borracho, sin cuello, que roncaba sobre su pecho; y la adolescente de
cabeza pequeña, de pelo como cuerdas y con el dolor marcado en las comisuras de sus labios,
que sostenía en su regazo a un bebé gigantesco de piel como chicle. Sí, había algo horrible y
fuera de lugar en cada uno de ellos. Y allí, el muerto en el asiento trasero, con los ojos a media
asta y la saliva seca en su barbilla. ¿Sabía alguien de los presentes que estaba muerto? La
orina debajo de él hedía al evaporarse.
Las propias manos de Daniel parecían muertas, lívidas. El conductor, al mover la palanca,
parecía un cadáver con un brazo vivo. ¿Era aquello una alucinación? ¿El tranvía hacia el
infierno?
No. Sólo un tranvía como cualquiera del millón que había tomado en su vida, un tranvía en
que los cansados y los desarrapados circulaban por las calles de la ciudad en las horas tardías.
Sonrió de pronto, estúpidamente. Iba a echarse a reír, pensando en el hombre muerto del
asiento trasero, en aquella gente que viajaba, en la apariencia que daba la luz a cada uno de
ellos, pero de pronto lo inundó una sensación de temor.
El silencio lo turbaba. El lento balanceo del tranvía lo turbaba; el desfile de sórdidos hogares
tras las ventanillas lo turbaba; la vista del rostro indiferente de Armand y de su mirada vacía
eran insoportables.
—¿Regresará a por nosotros? —preguntó. No podía aguantarlo más.
—Ella sabía que estábamos allí —respondió Armand, con los ojos sin brillo y la voz sorda—.
Nos ha pasado por alto.
Khayman
Se había retirado hasta la alta ladera herbosa, y el frío Pacífico quedaba más allá.
Ahora era como un panorama; la muerte a cierta distancia, perdida entre las luces; los
gemidos de las almas sobrenaturales, finos como un vaho, entretejidos con las voces más
oscuras, más ricas de la ciudad humana.
Los demonios habían perseguido a Lestat, y habían provocado que el Porsche se saliese de
la autopista. Lestat había salido del accidente dispuesto a pelear; pero el fuego había azotado
de nuevo, dispersando o destruyendo a los que lo habían rodeado.
Después había quedado solo con Louis y Gabrielle, y había accedido a retirarse, sin saber
qué o quién lo había protegido.
Y la Reina, de quien el trío no sabía nada, perseguía, por ellos, a sus enemigos.
Por encima de los tejados, su poder viajaba, aniquilando a los que habían huido, a los que
habían tratado de esconderse, y a los que habían permanecido indecisos, confusos y
angustiados, cerca de sus compañeros caídos.
La noche apestaba a sus cuerpos quemados; aquellos gimoteantes fantasmas no habían
dejado nada en el pavimento vacío excepto sus ropas chamuscadas. Más abajo, bajo los
faroles de la zona de aparcamientos, ahora libres, los hombres de la ley buscaban, en vano,
cadáveres; los bomberos buscaban, en vano, a quien prestar asistencia. Los jovencitos
mortales lloraban sin consuelo.
Las pequeñas heridas recibían tratamiento; los histéricos eran narcotizados y alejados del
lugar con suavidad. ¡Tan eficientes eran los servicios en esta época de abundancia! Mangueras
gigantes limpiaban el pavimento. Pero no quedaba ninguna evidencia. Ella había destruido a
sus víctimas por completo.
Y ahora se marchaba de la sala, para seguir su búsqueda en los refugios más ocultos de la
ciudad. Su poder vaciaba rincones y entraba por puertas y ventanas. Y en algún lugar
aparecería una pequeña llamarada, repentina, como de una cerilla de azufre al encenderse, y
luego nada.
La noche se apaciguaba. Los bares y las tiendas bajaban sus persianas, como párpados
que se cierran en la oscuridad creciente. El tráfico se aclaraba en las calzadas.
En las calles de North Beach, cazó al viejo, al que sólo había querido ver el rostro de ella; y
lo quemó lentamente, mientras se arrastraba por la acera. Sus huesos se convirtieron en
cenizas, el cerebro, en sus últimos momentos, fue una gran brasa refulgente. A otro lo cazó en
una elevada azotea, de tal modo que cayó como una estrella fugaz encima de la parpadeante
ciudad. Cuando todo hubo terminado para él, sus ropas vacías emprendieron el vuelo como
papel oscuro.
Y hacia el sur iba Lestat, hacia su refugio en Carmel Valley. Triunfante, ebrio del amor que
sentía por Louis y Gabrielle, hablaba de viejos tiempos y de nuevos sueños, indiferente a la
carnicería definitiva.
—Maharet, ¿dónde estás? —susurró Khayman. La noche no le dio respuesta. Si Mael
estaba cerca, si Mael oía la llamada, no daba signos de ello. Pobre, desesperado Mael, que
había salido corriendo al espacio abierto después del ataque a Jessica. Mael, que ahora
también podía estar destruido. Mael, contemplando indefenso cómo la ambulancia se le llevaba
a Jesse.
Khayman no lograba hallarlo.
Peinó las colinas punteadas de luces, los profundos valles en donde el latir de los corazones
era como un susurro.
—¿Por qué he sido testimonio de tales hechos? —preguntó—. ¿Por qué los sueños me han
traído aquí?
Se detuvo a escuchar el mundo mortal.
Las radios parloteaban de culto al diablo, de revueltas, de fuegos por doquier, de
alucinaciones masivas. Se quejaban del vandalismo y de la juventud alocada. Pero era una
gran ciudad a pesar de su pequeñez geográfica. La mente racional ya había encasillado la
experiencia y ya la había olvidado. Miles de personas no se enteraron. Otras revisaban lenta y
cuidadosamente en su memoria las cosas extraordinarias que habían presenciado. El Vampiro
Lestat era una estrella de rock, humana y nada más, y su concierto una previsible, pero
incontrolable, escena de histeria.
Quizás era parte de los designios de la Reina abortar tan suavemente los sueños de Lestat.
Exterminar a sus enemigos de la capa de la Tierra ante la frágil cobertura de prejuicios
humanos podría producir un daño irreparable. Si era así, ¿castigaría finalmente a la criatura?
Ninguna respuesta llegó a Khayman.
Sus ojos de desplazaron por encima del terreno adormecido. La niebla oceánica había
entrado, depositándose en hondas capas rosadas por debajo de las cimas de las colinas.
Ahora, en las primera horas pasada la medianoche, el paisaje tenía la dulzura de un cuento de
hadas.
Haciendo acopio de su poder más fuerte, buscó dejar los límites de su cuerpo y enviar su
visión fuera de sí mismo, como el errabundo ka de los egipcios muertos, para ver a quienes la
Madre podría haber perdonado la vida, para acercarse a ellos.
—Armand —dijo en voz alta. Y luego las luces de la ciudad se hicieron más débiles. Sintió la
calidez y la iluminación de otro lugar, y Armand estaba allí, ante él.
El y su novicio, Daniel, habían llegado sanos y salvos a la mansión donde dormirían bajo el
suelo de sótano sin ser atacados. Tambaleándose, el joven bailaba recorriendo las grandes y
suntuosas habitaciones, con la mente llena de los ritmos y de las canciones de Lestat. Armand
contemplaba la noche, con su juvenil cara tan impasible como siempre. ¡Vio a Khayman! Vio
que estaba inmóvil en una lejana colina, pero lo sintió tan cerca, que casi pudo tocarlo.
Silenciosamente, y sin verse, se estudiaron el uno al otro.
Pareció que la soledad de Khayman era más de lo que Armand podía soportar; pero los ojos
de éste no manifestaron emoción, ni confianza, ni bienvenida.
Khayman continuó viajando, sacando de sí fuerzas todavía más poderosas, elevándose
más y más arriba en su búsqueda, tan lejos de su cuerpo que por un momento ni siquiera lo
pudo localizar. Fue hacia el norte, llamando los nombres de San tino, de Pandora.
En una asolada llanura de nieve y hielo los vio, dos figuras negras en la inacabable
blancura: los ropajes de Pandora recibían el azote del viento, sus ojos estaban llenos de
lágrimas sanguinolentas mientras buscaba la borrosa silueta de la casa de Marius. Estaba
contenta de tener a Santino a su lado, aquel inverosímil explorador con su elegante vestimenta
de terciopelo negro. La larga noche sin sueño durante la cual Pandora había dado la vuelta al
mundo la había dejado con todos los miembros exhaustos, y estaba casi a punto de
desplomarse. Toda criatura debía dormir, debía soñar. Si no se tumbaba pronto en algún lugar
oscuro, su mente no podría combatir las voces, las imágenes, la locura. No quería subir al aire
otra vez, y además Santino no podía realizar tales cosas; así pues, andaba junto a él.
Santino se pegaba a ella, sintiendo sólo la fuerza de ella, con su corazón encogido y
dolorido por los distantes pero ineludibles gritos de los que la Reina había aniquilado. Sintiendo
el suave roce de la mirada de Khayman, tiró de su capa negra y se arropó el rostro. Pandora no
percibió nada.
Khayman viró y se alejó. Lo hería verlos tocarse, verlos juntos.
En la mansión de la colina, Daniel abrió el cuello de una rata viva y coleando y dejó que la
sangre fluyera en una copa de cristal.
—Un truco de Lestat —dijo contemplándola en la luz. Armand estaba sentado junto al fuego,
observando el rojo rubí de sangre en la copa mientras Daniel se la llevaba a los labios.
Khayman se dirigió de nuevo hacia la noche, errando de nuevo muy alto, lejos de la ciudad,
trazando una gran órbita.
«Mael, respóndeme. Hazme saber dónde estás.» ¿También le había lanzado la Madre su
feroz rayo frío? ¿O se lamentaba tanto por Jesse que no oía ni nada ni a nadie? Pobre Jesse,
deslumbrada por los milagros, abatida por un novato en un abrir y cerrar de ojos sin que nadie
pudiese evitarlo.
«¡La hija de Maharet, mi hija!»
Khayman sentía miedo por lo que pudiera ver, tenía miedo de lo que no osaba intentar
cambiar. Quizás ahora el druida era demasiado fuerte para él; el druida se ocultaba, y ocultaba
a su protegida de todas las miradas y de todas las mentes. O eso, o la Reina se había salido
con la suya y todo había acabado.
Jesse
Qué tranquilo aquí. Yacía en una cama dura y blanda, y sentía su cuerpo esponjoso como
una muñeca de trapo. Podía levantar la mano, pero le volvía a caer, y aún seguía sin ver nada,
excepto objetos en cierta manera fantasmal que podían haber sido ilusiones.
Por ejemplo, las lámparas a su alrededor: antiguas lámparas de arcilla de forma pisciforme y
cargadas con aceite. Despedían un espeso y aromático olor que se esparcía por la habitación.
¿Era su capilla ardiente?
Volvió de nuevo el pavor de estar muerta, encerrada en la carne, pero desligada de ella.
Oyó un curioso sonido, ¿qué era? Unas tijeras cortando. Le recortaban las puntas de su pelo; y
aquella sensación viajó hacia su cuero cabelludo. La sintió incluso en los intestinos.
Un minúsculo pelo solitario fue arrancado súbitamente de su rostro; uno de esos pelos
molestos, fuera de lugar, que las mujeres odian tanto. La estaban arreglando para el ataúd,
¿no? ¿Quién si no se preocuparía tanto, quién levantaría ahora su mano e inspeccionaría sus
uñas tan cuidadosamente?
Pero el dolor llegó de nuevo, como una descarga eléctrica que descendiera por su espalda;
y gritó. Gritó en voz alta, en aquella habitación donde había estado sólo horas antes, en aquella
misma cama de chirriantes cadenas.
Oyó un jadeo de alguien que estaba cerca de ella. Intentó ver, pero sólo distinguió otra vez
las lámparas. Y una figura borrosa junto a la ventana. Miriam observaba.
—¿Dónde? —preguntó él. Estaba sobresaltado, intentando captar la visión. ¿No había
ocurrido ya antes aquello?
—¿Por qué no puedo abrir los ojos? —preguntó. Él podría mirar siempre, pero nunca vería
a Miriam.
—Tus ojos están abiertos —contestó. Qué pura y tierna sonaba su voz—. No puedo darte
más, a menos que te lo dé todo. No somos de los que curan, somos de los que matan. Es hora
de que me digas lo que quieres. Aquí no hay nadie que pueda ayudarme.
«No sé lo que quiero. ¡Lo único que sé es que no quiero morir! No quiero dejar de vivir.»
Qué cobardes somos, pensó ella, qué mentirosos. Una gran tristeza fatalista la había
acompañado durante toda la noche, pero ¡siempre había tenido la secreta esperanza de
aquello! No sólo para ver, para saber, sino para formar parte de...
Quería explicarlo, conformarlo con cuidado en palabras audibles, pero el dolor volvió otra
vez. Como un hierro candente, el dolor se le clavó en la espina dorsal y corrió hacia sus
piernas. Y luego el bendito entumecimiento. Parecía que la habitación, que no podía ver, se
oscurecía, y que las lumbres de las lámparas antiguas vacilaban. En el exterior, el bosque
susurraba. El bosque se retiraba en las tinieblas. Y el apretón de Mael en su muñeca se aflojó
de pronto, pero no porque la hubiese soltado sino porque ella ya no lo podía notar.
—Jesse!
La zarandeó con ambas manos y el dolor fue como el relámpago que resquebraja la noche.
Jesse chilló a través de los dientes apretados. Miriam, con la mirada petrificada y callada,
observaba airada desde la ventana.
—Mael, ¡hazlo! —gritó.
Con un enorme esfuerzo se incorporó y se sentó en la cama. El dolor no tenía ahora ni
forma ni confín; el grito se estranguló en su interior. Pero entonces abrió los ojos, los abrió
realmente. En la luz nebulosa, vio la fría y despiadada expresión de Miriam. Vio la alta y
encorvada figura de Mael dominando la cama. Y luego se volvió hacia la puerta abierta.
Llegaba Maharet.
Mael no lo supo, no se dio cuenta, hasta que ella lo advirtió. Con suaves y sedosos pasos,
con su larga falda ondulando y crujiendo sombríamente, Maharet subió las escaleras, avanzó
por el pasillo.
¡Oh, después de todos aquellos años, de aquellos larguísimos años! A través de las
lágrimas observó a Maharet entrar en la claridad de las lámparas, vio su cara reluciente y el
ardiente resplandor de su pelo. Maharet hizo un ademán a Mael para que las dejara a solas.
Luego Maharet se acercó a la cama. Levantó las manos, con las palmas abiertas hacia
arriba como en una invitación; y extendió los brazos hacia delante como si fuera a recoger una
bebé.
—Sí, hazlo.
—Despídete de Miriam pues, querida.
En los tiempos antiguos, en la ciudad de Cartago existía un terrible culto. El pueblo ofrecía a
sus hijos pequeños en sacrificio al gran dios de bronce, Baal. Los pequeños cuerpos eran
depositados en los brazos extendidos de la estatua, y luego, por medio de un resorte, los
brazos se levantaban y los niños caían en el rugiente horno del vientre del dios.
Después de la destrucción de Cartago, sólo los romanos transmitieron el antiguo relato, y,
con el paso de los siglos, los hombres sensatos dejaron de creerlo. Parecía demasiado terrible,
la inmolación de aquellos chiquillos. Pero cuando los arqueólogos llegaron con sus palas y
empezaron a cavar, encontraron huesos de las pequeñas víctimas en gran abundancia.
Desenterraron necrópolis enteras de nada más que de pequeños esqueletos.
Y el mundo supo que la antigua leyenda era cierta; que los hombres y mujeres de Cartago
habían llevado a sus hijos al dios, y, en sumisión, habían permanecido ante él mientras" los
niños caían chillando al fuego. Era religión.
Ahora, cuando Maharet levantó a Jesse, cuando los labios de Maharet tocaron su garganta,
Jesse recordó la vieja leyenda. Los brazos de Maharet eran como los duros brazos metálicos
del dios Baal, y, en un ardiente instante, Jesse conoció el indecible tormento.
Pero no fue su propia muerte lo que vio Jesse; lo que vio fue las muertes de los demás, de
las almas de los no-muertos inmolados, que se elevaban para alejarse del terror, para huir del
dolor físico del fuego que consumía sus cuerpos sobrenaturales. Oyó sus gritos; oyó sus
avisos; vio sus caras cuando dejaban la tierra, deslumbrantes mientras aun arrastraban con
ellos la marca de su forma humana, de la forma sin la sustancia; sintió que pasaban del
sufrimiento a lo desconocido; oyó su canción, que acababa de empezar.
Y luego la visión palideció, se desvaneció, como la música medio oída, medio recordada.
Estaba cerca de la muerte; su cuerpo había desaparecido, todo el dolor había desaparecido,
toda la sensación de permanencia o de angustia había desaparecido.
Se encontraba en un claro, soleado, mirando a la madre en el altar.
—En la carne —dijo Maharet—. En la carne empieza toda la sabiduría. Cuidado con los que
tienen carne. Cuidado con los dioses, cuidado con la idea, cuidado con el demonio.
Luego vino la sangre, se desparramó por cada fibra de su cuerpo; mientras electrificaba sus
miembros y su piel la escocía por el calor, volvía a ser piernas y brazos; y, mientras la sangre
trataba de fijar su alma a la sustancia para siempre, el hambre hacía que su cuerpo se
retorciera.
Yacían abrazadas, ella y Maharet, y la piel dura de Maharet era tan acogedora y sedante
que ambas se fundieron en una sola, húmeda y entrelazada, con el pelo enmarañado; y el
rostro de Jesse, mientras roía la fuente, mientras los momentos de éxtasis recorrían su cuerpo,
se hundía en el cuello de Maharet.
De repente, Maharet se apartó y volvió el rostro de Jesse contra la almohada. La mano de
Maharet cubrió los ojos de Jesse, y Jesse sintió los dientes afilados como navajas de afeitar
horadar su piel; sintió que le estiraban todo su ser, que se lo arrancaban. Como el silbido del
viento, la sensación de ser vaciada, de ser devorada, ¡de ser nada!
—Vuelve a beber, querida mía. —Abrió los ojos, vio la blanca garganta, los blancos pechos;
extendió el brazo y tomó la garganta entre sus manos, y esta vez fue ella quien buscó la carne,
quien la desgarró. Y cuando la primera gota de sangre llegó a su lengua, atrajo a Maharet y la
colocó bajo sí. Maharet se entregaba dócil; suya; los pechos de Maharet contra sus pechos; los
labios de Maharet contra su rostro, mientras sorbía su sangre, la sorbía más y más. «Eres mía.
Eres completamente mía, totalmente mía.» Entonces todas las imágenes, todas las voces,
todas las visiones desaparecieron.
Dormían, o casi dormían, una en los brazos de la otra. Parecía que el placer abandonaba su
destello; parecía que iba a sentir de nuevo su respiración; que frotarse en las sedosas sábanas
o en la sedosa piel de Maharet volvería a ser posible.
La fragante brisa recorrió la habitación. Un gran suspiro colectivo se alzó del bosque. Miriam
ya no existía, ya no existían los espíritus del reino del crepúsculo, atrapados entre la vida y la
muerte. Había encontrado su lugar; su lugar eterno.
Al cerrar los ojos, vio que el ser de la jungla se paraba a mirarla. El ser pelirrojo la vio y vio a
Maharet en sus brazos; vio el pelo rojo; dos mujeres pelirrojas; y el ser cambió su dirección y se
fue hacia ellas.
Khayman
Una quietud absoluta, la paz de Carmel Valley. Tan feliz estaba en casa el pequeño grupo,
Lestat, Louis, Gabrielle; ¡tan felices de estar juntos! Lestat se había librado de sus ropas sucias
y estaba resplandeciente de nuevo con su lustroso «atuendo vampírico» (lo estaba incluso con
la capa negra echada al desgaire por encima de un hombro). Y los demás, ¡qué contentos se
sentían! La mujer, Gabrielle, deshaciéndose la trenza de pelo amarillo, como distraída,
hablando con fluidez apasionada. Y Louis, el humano, callado pero muy emocionado por la
presencia de los otros dos, cautivado, por decirlo así, por sus gestos más simples.
En cualquier otro momento, qué conmovido se habría sentido Khayman ante tal felicidad.
Habría deseado tocarles las manos, mirar sus ojos, contarles quién era y lo que había visto;
habría deseado estar en su compañía.
Pero ella estaba cerca. Y la noche no había acabado.
El cielo palideció y la ligerísima calidez de la mañana se arrastró por los campos. Las cosas
se movían en la luz creciente. Los árboles se agitaban, sus hojas se desenrollaban, aunque
fuera muy despacio.
Khayman se hallaba en pie junto al manzano, contemplando los cambios en el color de la
sombras; escuchando la mañana. Ella estaba allí, sin duda alguna.
Se ocultaba, al acecho, con todo su poderío en tensión. Pero a Khayman no lo podía
engañar. Khayman observaba, esperaba, escuchaba las risas y la charla del pequeño
conciliábulo.
En la puerta de la casa, Lestat abrazó a su madre, despidiéndose. Gabrielle salió a las
primeras luces del amanecer, con paso vivo, en sus polvorientas y descuidadas ropas caqui,
con su tupido pelo amarillo cepillado hacia atrás: la viva estampa de una trotamundos
despreocupada. Y el de pelo negro, el apuesto Louis, la acompañaba.
Khayman los observó mientras cruzaban el césped; la mujer se dirigió a campo abierto,
hasta la linde de los bosques, donde tenía la intención de dormir bajo la misma tierra, mientras
que el varón entró en la fresca oscuridad de una pequeña dependencia. Había tal refinamiento
en él, en su forma de deslizarse bajo los maderos del suelo, en el modo de tenderse, como si
estuviera en la tumba; en la forma de componer sus miembros, para caer de inmediato en la
más completa oscuridad...
Y la mujer; con asombrosa violencia cavó un escondrijo profundo y secreto, y las hojas se
volvieron a colocar como si ella nunca hubiera estado allí. La tierra acogió sus brazos
extendidos, su cabeza gacha. Se zambulló en los sueños de las gemelas, en las imágenes de
la jungla y del río que nunca recordaría.
Cuanto más lejos, mejor. Khayman no quería que muriesen, que ardiesen. Exhausto, apoyó
la espalda en el manzano y dejó que la penetrante fragancia de la fruta lo envolviera.
¿Por qué estaba ella allí? ¿Y por qué se ocultaba? Cuando él se abrió, sintió el grave y
radiante sonido de su presencia, un sonido muy parecido a un motor del mundo moderno, que
despedía un irrefrenable susurro de su poder letal.
Después, Lestat emergió de la casa y se apresuró hacia la guarida que se había construido
bajo las acacias, cerca de la ladera de la colina. Descendió por una trampilla, bajó unos
peldaños de tierra y entró en una cámara fría y húmeda.
Así pues, paz para todos, paz hasta la noche, cuando haría el papel de portador de malas
noticias.
El sol se acercó al horizonte; los primeros rayos refractados hicieron su aparición, lo cual
siempre restaba precisión a la vista de Khayman. Fijó la mirada en los colores del huerto, que
poco a poco se intensificaban, mientras el resto del mundo perdía sus contornos delimitados y
formas definidas. Cerró los ojos un momento, comprendiendo que tenía que entrar en la casa,
que debía buscar algún lugar fresco y sombrío donde los mortales no pudieran molestarlo.
Y a la puesta de sol, él estaría esperando a que despertasen. Les contaría todo lo que
sabía; les contaría lo de los demás. Con una súbita punzada de dolor, pensó en Mael y en
Jesse, a quienes no logró encontrar, como si la tierra se los hubiese tragado.
Pensó en Maharet y quiso llorar. Pero emprendió el camino hacia la casa. El sol caía cálido
en su espalda; sentía pesados sus miembros. Mañana por la noche, pasara lo que pasase, no
estaría solo. Estaría con Lestat y su cohorte; y si le daban la espalda, buscaría a Armand. Y se
dirigiría hacia el norte, hacia Marius.
Primero oyó el sonido; un rugido potente, crepitante. Se volvió, protegiéndose los ojos del
sol naciente. Una gran erupción de tierra que surgió del suelo del bosque. Las acacias
oscilaron como azotadas por una tormenta, con ramas que se rompían, raíces arrancadas de
cuajo, troncos cayendo aquí y allá.
En una oscura ráfaga de viento que henchía los ropajes, la Reina, con inusitada velocidad,
emergió de la tierra, con el cuerpo fláccido de Lestat colgando en sus brazos, y se fue hacia el
cielo de poniente, en dirección contraria a la aurora.
Khayman, sin poder evitarlo, soltó un fortísimo grito, un grito que resonó en toda la quietud
del valle. Así pues, ella había tomado un amante, su amante.
¡Oh, pobre amante, oh, pobre príncipe bello y rubio...!
Pero ahora no había tiempo para pensar ni para actuar, ni para conocer los sentimientos de
su propio corazón; se dirigió hacia la casa en busca de refugio; el sol había herido las nubes y
el horizonte se había tornado un infierno.
Daniel se agitó en la oscuridad. El sueño parecía elevarse como una manta que hubiera
estado a punto de aplastarlo. Vio el fulgor de los ojos de Armand. Oyó el susurro de Armand:
—Ella lo ha cogido.
Jesse gimió en voz alta. Carente de peso, erraba a la deriva en la penumbra. Vio a dos
figuras que se elevaban como en una danza: la Madre y el Hijo. Como los santos que
ascienden en el fresco de la cúpula de una iglesia. Sus labios formaron las palabras «la
Madre».
En su tumba cavada a una gran profundidad, Pandora y Santino dormían abrazados.
Pandora oyó el sonido. Oyó el grito de Khayman. Vio a Lestat con los ojos cerrados y la cabeza
colgando hacia atrás, subiendo en los brazos de Akasha. Vio los ojos negros de Akasha
mirando fijamente el rostro dormido de Lestat. El corazón de Pandora se paró horrorizado.
Marius cerró los ojos. No podía mantenerlos abiertos por más tiempo. Arriba, los lobos
aullaban; el viento arreciaba en el tejado acerado de los edificios del complejo. A través de la
ventisca, los débiles rayos del sol llegaron, incendiando la nieve atorbellinada; y pudo sentir la
sensación embotadora que descendía capa de hielo tras capa de hielo hasta llegar a él y
entumecerlo.
Vio la figura dormida de Lestat en los brazos de ella; la vio subir al cielo.
—Ten cuidado con ella, Lestat —susurró en su último aliento consciente—. Peligro.
Khayman se tendió en el fresco suelo enmoquetado y se cubrió el rostro con el brazo. Y el
sueño le llegó enseguida, un suave y sedoso sueño de una noche de verano en un lugar
encantador, donde el cielo era grande encima de las luces de la ciudad, y todos estaban juntos,
esos inmortales cuyos nombres sabía y que ahora conservaba en su corazón.
Tercera parte
Así fue en un principio,
es ahora y será siempre…
Escóndeme
de mí.
Llena esos
agujeros con ojos
porque los míos no son
míos. Escóndeme
cabeza y necesidad
porque no soy bueno
tan muerto en vida
tanto tiempo.
Sé ala y
ocúltame
de mi deseo
de ser
pez pescado.
Aquel gusano de
vino
parece dulce y
me produce
ceguera. Y, también
mi corazón esconde
porque tendré, a
este paso, que
comérmelo a tiempo.
STAN RICE
«Caníbal»
Algo de cordero (1975)
1
Lestat:
en los brazos de
la diosa
o sabría decir cuándo desperté, cuándo recuperé mis sentidos.
Recuerdo tener consciencia de que ella y yo habíamos i estado juntos durante
largo tiempo, de que yo había estado devorando su sangre con abandono animal,
de que Enkil estaba destruido y de que ella sola conservaba el poder original; y de que ella era
la causa de que yo viera cosas y comprendiera cosas que me hacían llorar como un niño.
Doscientos años antes, cuando bebí de ella en la cripta, la sangre había sido silenciosa, con
un silencio magnífico lleno de misterio. Ahora estaba sobrecargada de imágenes, imágenes
que arrebataban el cerebro como la misma sangre arrebataba el cuerpo; estaba
comprendiendo todo lo que había ocurrido; yo estaba allí mientras los demás morían uno a uno
de aquella terrible forma.
Y luego oía las voces; las voces que se elevaban y decaían, al parecer sin objetivo, como el
murmullo de un coro en una cueva.
Parece que hubo un momento lúcido en que lo relacioné todo: el concierto de rock, la casa
de Carmel Valley, su cara radiante ante mí. Y el hecho de saber que ahora estaba allí con ella,
en aquel sitio oscuro y nevado. La había despertado. O mejor dicho, le había dado la razón
para levantarse, según había dicho ella misma. La razón para volverse, mirar al trono en el cual
se había sentado y dar aquellos primeros pasos vacilantes que la alejarían de él.
«¿Sabes lo que significa levantar la mano y ver que se mueve en la luz? ¿Sabes lo que
significa oír el súbito sonido de la propia voz resonando en aquella cámara de mármol?»
Seguramente habíamos bailado, ella y yo, en el oscuro bosque cubierto de nieve, ¿o era
sólo que nos habíamos abrazado una y otra vez?
Cosas terribles habían acaecido. Por otras partes del mundo, cosas terribles. La ejecución
de los que nunca debieran haber nacido. Mala semilla. La masacre del concierto había sido tan
sólo el final.
Sin embargo, yo estaba en sus brazos en medio de aquella glacial oscuridad, en el familiar
aroma del invierno, y su sangre volvía a ser mía, y me estaba esclavizando. Cuando ella se
retiró, me sentí en una agonía. Tenía que aclarar mis pensamientos, tenía que saber si Marius
estaba vivo o no; si Louis, Gabrielle y Armand habían conservado la vida o no. Y en cierto
sentido, tenía que encontrarme a mí mismo.
Pero las voces, ¡la creciente avalancha de voces! Mortales cerca y lejos. La distancia no era
de ninguna relevancia. La intensidad era la medida. Era un millón de veces superior a mi
anterior capacidad de oír, cuando podía pararme en una calle de la ciudad y escuchar a los
inquilinos de alguna vivienda oscura, cada uno en su propio cuarto, hablando, pensando,
rezando, durante tanto tiempo y de tan cerca como yo gustase.
Silencio repentino cuando ella habló:
—Gabrielle y Louis están a salvo. Ya te lo he dicho. ¿Crees que haría daño a los que amas?
Mírame a los ojos y escucha sólo lo que te voy a decir. He perdonado la vida a muchos más de
los que era necesario. Y lo hice tanto por ti como por mí misma, para que pueda verme
reflejada en ojos inmortales y escuchar las voces de mis hijos cuando me hablen. Pero he
elegido a los que tu amas, a los que volverás a ver. No podía quitarte este consuelo. Pero
ahora estás conmigo, y tienes que ver y saber lo que se te está revelando. Tienes que tener un
coraje que se corresponda al mío.
No podía resistirlo, las visiones que me estaba ofreciendo: aquella hórrida pequeña Baby
Jenks en sus últimos momentos; ¿había sido un sueño desesperado en el instante de su
muerte, una cadena de imágenes parpadeando en su cerebro moribundo? No podía soportarlo.
Y Laurent, mi antiguo compañero Laurent, desecándose por las llamas en el pavimento; y, al
otro lado del mundo, Félix, a quien también había conocido en el Teatro de los Vampiros,
conducido en llamas por los callejones de Nápoles, hasta caer al mar. Y los demás, tantos, por
todo el mundo; lloré por ellos, lloré por todo. Sufrimiento sin significado.
—Una vida así —dije de Baby Jenks, llorando.
—Por eso te lo mostré todo —respondió ella—. Por eso todo ha terminado. Los Hijos de las
Tinieblas ya no existen. Ahora sólo tendremos ángeles.
—Pero, ¿los demás...? —pregunté—. ¿Qué le ha ocurrido a Armand? —Y las voces
comenzaron de nuevo, el indicio de zumbido que podía elevarse hasta un clamor
ensordecedor.
—Vamos, príncipe —susurró ella. De nuevo silencio. Alargó los brazos y tomó mi cara entre
las manos. Sus ojos negros se engrandecieron, su rostro blanco se tornó súbitamente blando y
casi suave—. Si tienes que verlo, te mostraré a los que aún viven, a aquellos cuyos nombres se
convertirán en una leyenda, junto con el tuyo y el mío.
«¿Leyenda?»
Giró un poco la cabeza; pareció un milagro cuando cerró los ojos; porque entonces la vida
visible se apagó por completo en ella. Algo muerto, perfecto, delicadas pestañas negrísimas,
arqueadas exquisitamente. Miré hacia su garganta; el azul pálido de la arteria bajo la piel, bien
visible, como si ella quisiera que yo la contemplase. El deseo que sentí fue imparable. ¡La
diosa, mía! La tomé violentamente, con una fuerza que habría malherido a una mujer mortal. La
piel helada tenía un aspecto impenetrable; mis dientes la horadaron y de nuevo la ardiente
fuente se desbordó en mi interior con gran estruendo.
Las voces volvieron, pero se desvanecieron a una orden mía. Y no hubo nada excepto el
torrente de sonido grave de la sangre y los lentos latidos de su corazón cerca del mío.
Oscuridad. Un sótano de ladrillos. Un ataúd de madera de roble, madera pulida hasta tomar
un fino brillo. Cerraduras de oro. El momento mágico; las cerraduras se abrieron como
accionadas por una llave invisible. La tapa se levantó, revelando el forro de satén. Se olía un
ligero aroma de perfume oriental. Vi a Armand reposando en la almohada de satén blanco, un
serafín de cabello castaño y tupido; la cabeza hacia un lado, los ojos vacíos, como si despertar
fuera sobresaltarse de una manera infalible. Observé cómo se levantaba del ataúd, con gestos
lentos y elegantes; nuestros gestos, porque somos los únicos seres que se levantan del ataúd
por rutina. Vi cómo cerraba la tapa. Cruzó el húmedo suelo de ladrillos en dirección a otro
ataúd. Y éste, lo abrió con gran reverencia, como si fuera un cofre que contuviera un raro
tesoro. En el interior, un joven yacía dormido; sin vida, pero soñando. Soñando con una jungla
en donde una mujer pelirroja andaba, una mujer que yo no podía ver con demasiada claridad. Y
luego una escena extrañísima, algo que ya había vislumbrado anteriormente, pero ¿dónde?
Dos mujeres arrodilladas ante un altar. Es decir, creía que era un altar...
Una tensión en ella, un endurecimiento. Se movió contra mí como una estatua de la Virgen
a punto de aplastarme. Me desvanecí; creo que la oí pronunciar un nombre. Pero la sangre
entró en otro borbotón y mi cuerpo palpitó otra vez de placer; no había Tierra, no había
gravedad.
El sótano de ladrillos una vez más. Una sombra había caído en el cuerpo del joven. Otra
había entrado en el sótano y había colocado una mano en el hombro de Armand. Armand lo
conocía. Mael era su nombre. «Ven.»
«Pero ¿adonde los llevaba?»
Anochecer púrpura en el bosque de secoyas. Gabrielle se paseaba con aquel estilo suyo
tan propio, despreocupada, con la espalda erguida, imparable, sus ojos como dos diminutos
fragmentos de cristal, pero sin reflejar nada de lo que veían a su alrededor; y junto a ella estaba
Louis, esforzándose con elegancia en mantenerse a su altura. Louis tenía un aspecto tan
conmovedoramente civilizado en medio de lo salvaje, tan fuera de lugar... El disfraz de vampiro
de la noche anterior había sido desechado; pero así, con sus viejas ropas raídas, parecía aún
más un caballero con su suerte un poco en decadencia. Por su asociación con ella, ¿y ella lo
sabía? ¿Se cuidaría ella de él? «Pero ambos temen, ¡temen por mí!»
El pequeño cielo que los cubría se estaba convirtiendo en porcelana fina; los árboles
parecían atraer la luz hasta sus macizos troncos y hasta casi sus raíces. Oí un riachuelo
corriendo en las sombras. Después lo vi. Gabrielle entraba andando en el agua con sus botas
pardas. «Pero ¿adonde van?» Y ¿quién era el tercero que los acompañaba, el que apareció a
la vista sólo cuando Gabrielle se volvió para mirarlo? Dios mío, qué rostro tan plácido. Antiguo,
poderoso, pero dejando que los dos más jóvenes pasaran delante de él. A través de los árboles
pude ver un claro, una casa. En una encumbrada terraza de roca esperaba una mujer pelirroja;
¿la mujer que había visto en la jungla? Un rostro antiguo, con la inexpresividad de una
máscara, como el rostro del hombre del bosque que la miraba; un rostro como el rostro de mi
Reina.
«Dejemos que se reúnan.» Suspiré mientras la sangre entraba en mí. «Así será todo más
fácil.» Pero ¿quienes eran, esos antiguos, esas criaturas cuyas expresiones eran tan límpidas
como la de ella?
La visión cambió. Aquella vez las voces despedían una leve ira a nuestro alrededor,
susurrando, llorando. Y durante un momento quise escuchar, quise seleccionar una fugaz
canción mortal del monstruoso coro. Imaginadlo, voces de todo el mundo, de las montañas de
la India, de las calles de Alejandría, de las pequeñas aldeas, cercanas y remotas.
Pero se acercaba otra visión.
Marius. Marius trepaba para salir de una ensangrentada grieta en el hielo, con la ayuda de
Pandora y de Santino. Acababan de conseguir llegar a la plataforma mellada del suelo de un
sótano. La sangre seca era una costra que cubría la mitad del rostro de Marius; parecía furioso,
amargado, con los ojos sombríos, con su largo pelo amarillo, apelmazado por la sangre.
Cojeando, logró subir una escalera de caracol, de hierro, con Pandora y Santino tras suyo.
Ascendían como por una cañería. Cuando Pandora intentó ayudarlo, él la apartó con rudeza.
Viento. Frío penetrante. La casa de Marius estaba abierta ante la intemperie como si un
terremoto la hubiera hecho pedazos. Cristales enormes rotos en peligrosos fragmentos; raros y
bellísimos peces tropicales helados en el suelo arenoso de un gran depósito quebrado. La
nieve recubría el mobiliario y se amontonaba contra la biblioteca, contra las estatuas, contra los
estantes de discos y de cintas magnetofónicas. Los pájaros estaban muertos en sus jaulas. Las
verdes plantas goteaban produciendo carámbanos. Marius contempló los peces muertos en la
lóbrega capa de hielo al fondo del depósito. Contempló las grandes algas muertas que yacían
entre los fragmentos del cristal que brillaba.
Mientras miraba a Marius vi como se curaba; las magulladuras de su rostro parecieron
disolverse; vi que el rostro recuperaba su forma natural. Su pierna sanaba. Casi se podía tener
en pie. Encolerizado, miraba fijamente los pececitos azules y plateados. Levantó la vista al
cielo, al blanco viento que borraba las estrellas por completo. Con la mano se limpió los
coágulos de sangre seca de su cara y de su pelo.
Cientos de páginas habían sido esparcidas por el viento, páginas de pergamino, de viejo
papel que se desmenuzaba. La nieve atorbellinada caía ahora con calma en el salón en ruinas.
Aquí Marius tomó el atizador de color latón para usarlo como bastón de andar y, a través del
muro hendido, miró al exterior, a los famélicos lobos que aullaban en su redil. No tenían
alimento desde que él, su amo, había sido enterrado en el hielo. Ah, el sonido de los lobos
aullando. Oí a Santino hablar a Marius; trataba de decirle que tenían que irse, que los
esperaban, que una mujer los aguardaba en el bosque de secoyas, una mujer tan vieja como la
Madre, y la reunión no podía empezar hasta que ellos hubieran llegado. Una sacudida de
alarma me recorrió el cuerpo. ¿Qué era aquella reunión? Marius comprendió pero no
respondió. Escuchaba a los lobos. A los lobos...
La nieve y los lobos. Soñé con los lobos. Me sentí arrastrado hacia las profundidades de mi
propia mente, hacia mis sueños y mis recuerdos. Vi una manada de lobos veloces corriendo
por la nieve recién caída.
Me vi a mí mismo como un joven combatiendo contra ellos, contra una manada de lobos
que, en invierno cerrado, fueron a buscar sus presas al pueblo de mi padre, hacía doscientos
años. Me vi, vi al mortal, tan cerca de la muerte que casi podía olería. Pero abatí a los lobos
uno tras otro. ¡Ah, qué vigor, tan rudo y juvenil, el puro placer de una vida irreflexiva e
irresistible! O así lo parecía. En aquel tiempo lo había sentido como una miseria, ¿no? El valle
helado, mi caballo y mis perros muertos. Pero ahora lo único que podía hacer era recordar y,
¡ah!, ver la nieve cubriendo las montañas, mis montañas, la tierra de mi padre.
Abrí los ojos. Ella me había soltado y me había obligado a retirarme un paso. Por primera
vez comprendí dónde estábamos en realidad. No en alguna noche abstracta, sino en un lugar
concreto, en un lugar que una vez había sido, para todo, mío.
—Sí —murmuró ella—. Mira a tu alrededor.
Lo conocía por el aire, por el olor a invierno y, al aclararse de nuevo mi visión, vi las
elevadas almenas derrumbadas y la torre.
—¡Es la casa de mi padre! —susurré—. Es el castillo donde nací.
Quietud. La nieve brillaba blanca en el viejo suelo. La estancia donde ahora nos
encontrábamos había sido el gran salón. Dios, verlo en ruinas; saber que había estado
desolado durante tanto tiempo. Las piedras parecían blandas como la tierra; y allí había habido
una mesa, la gran y larga mesa construida en el tiempo de las cruzadas; y allí había habido la
chimenea de boca enorme, y allí la puerta principal.
Ahora no nevaba. Levanté la vista y vi las estrellas. La torre aún conservaba su forma
circular, elevándose decenas y decenas de metros por encima del techo caído, aunque el resto
parecía una concha hecha pedazos. La casa de mi padre...
Con ligereza ella se apartó de mí, y se deslizó por la deslumbradora blancura del suelo,
girando lentamente en círculos, con la cabeza echada hacia atrás, como si estuviera danzando.
Moverse, tocar cosas sólidas, pasar del reino de los sueños, pasar de todas las
satisfacciones de las que ella le había hablado, al mundo real. Mirarla me cortaba la
respiración. Sus vestidos eran intemporales, una capa de seda negra, un vestido de pliegues
sedosos que giraba suavemente alrededor de su estrecha silueta. Desde los albores de la
historia, la mujeres han llevado aquellos vestidos, y ahora los llevan en las salas de baile del
mundo real. Quería abrazarla de nuevo, pero me lo prohibió con un delicado gesto repentino.
¿Qué había dicho? «¿Puedes imaginarlo? ¿Puedes imaginar cuando comprendí que él ya no
me podía mantener allí? ¡Qué yo estaba en pie ante el trono y que él no se había movido! ¡Que
no había salido de él ni la más débil de las respuestas!»
Ella se volvió; sonrió; la pálida luz del cielo hirió los encantadores ángulos de su rostro, los
altos pómulos, la suave curva de su mentón. Aparentaba estar viva, totalmente viva.
¡Entonces desapareció!
—¡Akasha!
—Ven a mí —dijo ella.
Pero, ¿dónde estaba? Entonces la vi, lejos, lejos de mí, en el otro extremo de la sala. Una
diminuta figura en la entrada de la torre. Ahora apenas podía distinguir sus rasgos faciales,
aunque podía ver tras ella el hueco negro que dejaba la puerta abierta.
Eché a andar hacia ella.
—No —dijo—. Ya es hora de que utilices la fuerza que te he dado. Simplemente, ¡ven!
No me moví. Tenía la mente clara. Tenía la visión clara. Y sabía lo que ella quería decir.
Pero tenía miedo. Yo siempre había sido el veloz corredor, el saltador, el que hacía acrobacias.
La velocidad sobrenatural que confundía a los mortales, eso no era nuevo para mí. Pero ella
pedía un logro diferente. Yo tenía que dejar el lugar donde me encontraba y situarme en el
mismo instante junto a ella, con una velocidad que ni yo mismo podría trazar. Requería una
entrega total, intentar una proeza semejante.
—Sí, entrégate —dijo ella amablemente—. Ven.
Durante un tenso momento, me quedé simplemente mirándola, con su blanca mano que
resplandecía apoyada en el canto de la puerta rota. Y tomé la decisión de estar a su lado. Fue
como si un huracán me hubiera arrebatado, fragoroso y de fuerzas desatadas. ¡Ya estaba allí!
Sentí que me estremecía de pies a cabeza. La piel de mi cara me dolió un poco, pero ¡qué
importaba! Miré en sus ojos y sonreí.
Era hermosa, tan hermosa. La diosa de largo y trenzado pelo negro. Impulsivamente la
tomé en mis brazos y la besé, besé sus fríos labios y sentí que cedían ante mí solo un poco.
Entonces, la blasfemia de aquel acto me sacudió. Era como cuando la había besado en la
cripta. Quise decir algo como disculpa, pero de nuevo estaba contemplando su garganta,
hambriento de sangre. Me torturaba saber que podía bebería y saber quién era ella; ella, que
podía haberme destruido en un segundo con nada más que el deseo de verme morir. Así había
actuado con los demás. El peligro me provocaba emoción, oscura emoción. Cerré mis dedos
en torno a sus brazos, sentí que su carne cedía, aunque sólo ligeramente. La volví a besar, una
y otra vez. Y en los besos sentí el sabor de la sangre.
Se apartó de mí y puso un dedo en mis labios. Luego tomó mi mano y me hizo cruzar la
puerta de la torre. La luz de las estrellas caía por el techo roto, decenas de metros por encima
de nosotros, y cruzaba un agujero abierto en el suelo del cuarto más alto.
—¿Ves? —dijo ella—. El cuarto de arriba sigue allí. Las escaleras han desaparecido. Es
imposible llegar al cuarto. Salvo para ti y para mí, príncipe mío.
Lentamente empezó a subir. Sin quitarme los ojos de encima mientras ascendía; la rara
seda de su vestido ondulaba sólo ligeramente. Contemplé con asombro como ella se elevaba
más y más, con la capa agitada como por una débil brisa. Atravesó la abertura y se quedó en el
mismo borde.
¡Decenas de metros! Para mí era imposible hacerlo...
—Ven a mí, príncipe mío —dijo, y su dulce voz viajó por el vacío—. Haz como has hecho
antes. Hazlo rápido, y, cómo a menudo dicen los mortales, no mires hacia abajo. —Risa
susurrada.
Supongamos que consigo subir una quinta parte de la altura total (un buen salto, la altura,
diría yo, de un edificio de cuatro plantas, lo cual era bastante fácil para mí, pero también era mi
límite): vértigo. No era posible. Desorientación. ¿Cómo habíamos llegado allí?
De nuevo todo daba vueltas. La veía, pero era un ensoñación y las voces empezaban a
hacer acto de presencia. No quería perder aquel momento. Quería permanecer conectado con
el tiempo en una serie de momentos encadenados, comprenderlo en mis propios términos.
—¡Lestat! —murmuró—. Ahora. —Qué acto más tierno, su delicado gesto indicándome que
fuera rápido.
Hice lo mismo que había hecho antes; la miré y decidí que al instante debería encontrarme
a su lado.
El huracán de nuevo, el aire azotándome; lancé mis brazos hacia arriba y combatí la
resistencia. Creo que vi el agujero en las tablas rotas cuando lo crucé. Y ya estaba allí,
temblando, aterrorizado por la posibilidad de caer.
Se oía como si estuviera riendo; pero creo que tan sólo estaba enloqueciendo un poco. En
realidad, llorando.
—Pero ¿cómo? —dije—. Tengo que saber cómo lo hice.
—Tú mismo sabes la respuesta —contestó ella—. Lo intangible que te anima tiene
muchísima más fuerza que antes. Te ha movido como siempre te ha movido. Tanto si das un
paso como si emprendes un vuelo, simplemente es una cuestión de grados de intensidad.
—Quiero probar otra vez —dije yo.
Sonrió con mucha suavidad, pero espontáneamente.
—Fíjate en este cuarto —dijo—. ¿Lo recuerdas?
Asentí.
—Cuando era joven, pasaba aquí la mayor parte del tiempo —respondí. Me alejé de ella. Vi
montones de muebles decaídos: los pesados bancos y taburetes que una vez habían llenado
nuestro castillo, artesanía medieval tan rudimentaria y tan maciza que era casi indestructible,
como los árboles caídos en el bosque que permanecen allí durante siglos, los puentes sobre
ríos, con los troncos recubiertos de musgo. Así que la carcoma no se había comido por
completo aquellos objetos. Incluso los viejos cofres resistían, y una armadura. Oh, sí, la vieja
armadura, fantasma de la gloria pasada. Y en el polvo vi un levísimo tinte de color. Tapices,
pero estaban totalmente arruinados.
Debían de haber trasladado allí aquellas cosas durante la revolución, para conservarlas en
lugar seguro; después las escaleras se habían derrumbado.
Me acerqué a una de las ventanas pequeñas y estrechas y observé el paisaje. Muy a lo
lejos, reposando en la ladera de la montaña, aparecían las luces eléctricas de un pueblecito,
dispersas, pero allí estaban. Un coche se hacía camino por la estrecha carretera. Ah, el mundo
moderno, tan cerca y sin embargo tan lejos. El castillo era el fantasma de sí mismo.
—¿Por qué me has traído aquí? —le pregunté—. Es tan doloroso ver esto, más doloroso
que cualquier otra cosa.
—Mira allí, a aquella armadura —dijo—. Y a lo que hay en sus pies. ¿Recuerdas las armas
que llevaste contigo el día en que saliste a matar a los lobos?
—Sí. Las recuerdo.
—Vuelve a mirarlas. Yo te daré nuevas armas, armas infinitamente más poderosas, con las
cuales a partir de ahora matarás por mí.
—¿Matar?
Di una mirada al cofre de las armas. Parecían oxidadas, inservibles; salvo por la vieja
espada, la mejor, la que había sido de mi padre, que había heredado de su padre, quien la
había obtenido de su padre y así sucesivamente, hasta remontarse a los tiempos de San Luis.
La espada del señor, la que yo, el séptimo de los hijos, había tomado aquella madrugada, tan
lejana, para salir como un príncipe medieval a matar lobos.
—Pero ¿a quién mataré? —pregunté.
Se acercó a mí. Qué dulce era su cara: rebosaba inocencia. Juntó las cejas; sólo por un
instante apareció en su frente aquel pliegue vertical de carne. Luego volvió a quedar lisa.
—Quiero que me obedezcas sin dudar —dijo con amabilidad—. La comprensión ya llegará
luego por sí sola. Pero éste no es tu sistema.
—No —confesé—. Nunca he sido capaz de obedecer a nadie, al menos durante mucho
tiempo.
—Tan temerario —comentó sonriendo.
Abrió con gracia la mano derecha y, casi de súbito, sostuvo la espada. Me pareció haber
percibido que el arma se desplazaba hacia ella, como un imperceptible cambio en la atmósfera,
nada más. Me quedé contemplándola, la vaina, decorada con joyas y la gran empuñadura de
bronce, que evidentemente tenía la forma de una cruz. El cinto aún colgaba de la vaina, el cinto
que había comprado para el arma un verano de muchos años atrás, aquel cinto de piel curtida
y acero trenzado.
Era un monstruo de arma, que tanto servía para golpear como para cortar como para clavar.
Recordaba su peso, recordaba cómo me había dejado el brazo dolorido al abatirla una y otra
vez contra el ataque de los lobos. A menudo, en el combate, los caballeros manejaban tales
armas con ambas manos.
Pero ¿qué sabía yo de tales batallas? No había sido caballero. Había ensartado un animal
con aquella arma. Mi único momento de gloria mortal y... ¿qué me había proporcionado? La
admiración de un maldito chupador de sangre que había decidido hacerme su heredero. Colocó
la espada en mis manos.
—Ahora no pesa, príncipe mío —dijo—. Eres inmortal. Un auténtico inmortal. Tienes mi
sangre. Y usarás tus nuevas armas para mí, tal como una vez usaste esta espada.
Al tocar la espada, un violento temblor recorrió mi cuerpo; era como si el arma contuviese
un recuerdo latente de lo que ella misma había presenciado; de nuevo vi a los lobos; me vi en
el ennegrecido bosque helado, en pie, dispuesto a matar.
Y me vi un año más tarde en París, muerto, inmortal; un monstruo, y con motivo de aquellos
lobos. «Matalobos», me había llamado el vampiro. ¡Me había elegido de entre el redil de los
comunes porque había aniquilado a los malditos lobos! ¡Y qué orgullosamente había vestido
sus pieles por las calles invernales de París!
¿Cómo podía sentir aún ahora aquella amargura? ¿Prefería estar muerto y enterrado en el
cementerio del pueblo? De nuevo miré por la ventana a la ladera de la montaña cubierta de
nieve. ¿No estaba ocurriendo lo mismo? Era amado por lo que había sido en aquellos
tempranos años irreflexivos, mortales. De nuevo pregunté:
—Pero ¿a quién o qué voy a matar?
Ninguna respuesta.
Volví a pensar en Baby Jenks, aquella cosita miserable, y en todos los bebedores de sangre
que ahora estaban muertos. Yo había deseado una guerra con ellos, una pequeña guerra. Y
todos estaban muertos. Todos los que habían respondido al grito de batalla, muertos. Vi la casa
de la congregación de Estambul, ardiendo; vi a uno de los viejos que ella había cazado y
quemado muy despacito; vi a uno que había luchado con ella y que le había lanzado una
maldición. Yo lloraba otra vez.
—Sí, te he quitado el público —dijo—. He incendiado la arena del circo en donde buscabas
el éxito. ¡Te he robado la batalla! Pero ¿no te das cuenta? Te ofrezco cosas mucho mejores a
las que nunca has aspirado. Te ofrezco el mundo, príncipe mío.
—¿Y cómo?
—Deja de verter lágrimas por Baby Jenks, y por ti mismo. Piensa en los mortales por los
que deberías llorar. Imagínate a todos los que han sufrido durante los largos y tristes siglos; las
víctimas del hambre, de las privaciones y de la violencia sin límite. Víctimas de la interminable
injusticia y del interminable guerrear. ¿Cómo puedes llorar por una raza de monstruos, los
cuales, sin guía ni propósito, representaban el papel del diablo con todo mortal con quien se
cruzaban?
—Lo sé. Comprendo...
—¿Sí? ¿O simplemente te retractas de tales actos para representar tus juegos simbólicos?
Símbolo del mal en tu música rock. Eso no es nada, príncipe mío, nada de nada.
—¿Por qué no me matas como a los demás? —pregunté, beligerante, miserable. Agarré la
empuñadura de la espada con la mano derecha. Me imaginé que aún podría ver la sangre seca
de lobo en la hoja. Liberé la espada de la funda de cuero. Sí, sangre de lobo— No soy mejor
que los demás, ¿verdad? —dije—. ¿Por qué has perdonado a algunos?
El miedo me frenó de pronto. El terrible miedo por Gabrielle y Louis y Armand. Por Marius.
Incluso por Pandora y Mael. Miedo por mí mismo. No existe nada en la creación que no luche
por la vida, incluso si no hay justificación verdadera. Quería vivir; siempre lo he querido.
—Desearía que me amaras —susurró ella tiernamente. Una voz así. En un sentido era
como la voz de Armand; una voz que, cuando te hablaba, se podía acariciar. Te arrastraba
consigo—. Y por eso voy a tomarme mi tiempo contigo —prosiguió. Puso sus manos en mis
brazos y me miró a los ojos—. Quiero que comprendas. ¡Eres mi instrumento! Y también lo
serán los demás, si son sensatos. ¿No te das cuenta? Todo se ha realizado bajo un propósito:
tu venida, mi despertar. Porque ahora las esperanzas de los milenios pueden ser por fin
llevadas a cabo. Fíjate en aquel pueblo, en este castillo en ruinas. Esto podría ser Belén, mi
príncipe, mi salvador. Y juntos realizaremos los sueños más perdurables del mundo.
—Pero ¿cómo podrá ser? —pregunté. ¿Sabía ella lo asustado que estaba? ¿Sabía que sus
palabras me conducían del simple miedo al pavor puro? Seguro que sí.
—Ah, eres tan fuerte, tan principesco —dijo—. Pero estás destinado a mí, con toda certeza.
Nada te vence. Temes y no temes. Durante un siglo he observado cómo sufrías, he observado
cómo te debilitabas y finalmente descendías al interior de la tierra para dormir; y luego te vi
despertar, la exacta imagen de mi resurrección.
Inclinó la cabeza como si escuchara sonidos muy distantes. Las voces alzándose. Yo
también las oía, tal vez porque ella las oía. Oí el sonoro estrépito. Y, luego, molesto, aparté las
voces de mí.
—Tan fuerte —dijo—. No te pueden arrastrar hacia ellas, las voces, pero no menosprecies
este poder; es tan importante como cualquier otro de los que posees. Te dedican plegarias, al
igual que siempre las han dedicado a mí.
Comprendía lo que quería decir. Pero yo no quería escuchar sus plegarias; ¿qué podía
hacer por ellos? ¿Qué tenían que ver las plegarias con lo que yo era?
—Durante siglos han sido mi único consuelo —prosiguió—. Durante horas, durante
semanas, durante años, he escuchado; en los primeros tiempos me parecía que las voces que
oía habían tejido un sudario para hacer de mí una muerta y enterrada. Luego aprendí a
escuchar con más atención. Aprendí a seleccionar una voz de entre muchas, a elegir un hilo de
entre el conjunto. Sólo escucharía aquella voz y, a través de ella, conocería el triunfo y la ruina
de un alma única.
La observaba en silencio.
—Después, con el paso de los años, adquirí más poder; a dejar mi cuerpo, invisiblemente, e
ir al único mortal cuya voz escuchaba, para ver a través de los ojos del mortal. Entraba en el
cuerpo de éste o de aquél. Andaba en la luz del sol y en la oscuridad; sufría; tenía hambre;
conocía el dolor. A veces entraba en los cuerpos de los inmortales; entré en el cuerpo de Baby
Jenks. A menudo me introducía en Marius. Egoísta, vano Marius, Marius que confunde la
codicia con el respeto, que todavía se siente deslumbrado por las decadentes creaciones de un
estilo de vida tan egoísta como él mismo. Oh, no sufras así. Lo quería. Lo quiero ahora; ha
cuidado de mí. Mi guardián. —Su voz fue amarga, pero sólo un instante—. Pero más a menudo
penetraba en uno de entre los pobres y desdichados. Era la crudeza de la vida auténtica lo que
ansiaba.
Se interrumpió; sus ojos estaban nublados; juntó las cejas y las lágrimas brotaron de sus
ojos. Yo conocía el poder del que hablaba, pero sólo en parte. Quería consolarla, pero cuando
alargué los brazos para abrazarla, con un gesto me indicó que me quedara quieto.
—Olvidaba quién era yo, dónde estaba —continuó—. Me convertía en aquella criatura, era
la criatura cuya voz había elegido. A veces durante años. Luego el horror retornaba, me daba
cuenta de que estaba inmóvil, de que era algo sin objetivo, ¡algo condenado a permanecer
sentado por toda una eternidad en una cripta dorada! ¿Puedes imaginar el horror de despertar
súbitamente ante una tal conclusión? ¿Que todo lo que has oído y visto no es sino una ilusión,
la observación de otra vida? Regresaba a mí misma. Volvía a ser lo que ahora contemplas ante
ti. Este ídolo con un corazón y un cerebro.
Asentí. Siglos atrás, cuando por primera vez posé los ojos en ella, había imaginado el
inenarrable sufrimiento que se encerraba en su interior. Había imaginado agonías
inexpresables. Y había tenido razón.
—Sabía que él te guardaba allí —dije. Hablé de Enkil. Enkil que ahora había desaparecido,
destruido. Un ídolo caído. Recordé aquel momento, en la capilla, cuando yo había bebido de
ella y él había venido a reclamarla y casi acaba conmigo allí mismo. ¿Conocía sus propias
intenciones? ¿Estaba sin razón ya entonces?
Como respuesta ella sólo sonrió. Sus ojos bailotearon al mirar hacia la oscuridad. De nuevo
había empezado a nevar, en torbellinos casi mágicos, captando la luz de las estrellas y la luna
y difundiéndola por todo el mundo.
—Lo que sucedió tenía que suceder —respondió ella al final—. Tenía que pasar todos
aquellos años fortaleciéndome más y más. Haciéndome tan fuerte que, al fin, nadie, nadie,
pudiese compararse conmigo. —Hizo una pausa. Durante un brevísimo instante su convicción
pareció tambalearse. Pero enseguida retomó la confianza—. En última instancia, mi pobre y
querido Rey, mi compañero en la agonía, sólo era un instrumento. Su mente había
desaparecido, sí. Y no lo destruí, no en realidad. Tomé para mí misma lo que quedaba de él.
Algunas veces había estado tan vacía, tan callada, tan desprovista de toda voluntad (incluso
para soñar) como él lo estaba. Sólo que para él no había regreso. Enkil había visto sus últimas
visiones. Ya no tenía ninguna utilidad. Había muerto como un dios, porque su muerte
solamente me hizo más fuerte. Y todo estaba previsto, mi príncipe. Todo previsto, desde el
principio hasta el final.
—Pero ¿cómo? ¿Por quién?
—¿Quién? —Volvió a sonreír—. ¿No lo comprendes? Ya no necesitas buscar más la causa
de nada. Yo soy la plena consecución y a partir de este momento seré la causa. Ahora ya no
hay nada ni nadie que pueda detenerme. —Su rostro se endureció un instante. Aquella
vacilación otra vez—. Las viejas maldiciones no significan nada para mí. En silencio he
alcanzado tal poder que no hay fuerza en la naturaleza que pueda hacerme daño alguno.
Incluso mi primera progenie no puede hacerme nada, aunque trame maldades contra mí.
Estaba escrito que pasarían estos años antes de que tú llegaras.
—¿Cómo intervine yo?
Se acercó un paso más. Me rodeó con el brazo y por un momento lo sentí blando, no como
la cosa dura que en verdad era. Éramos simplemente dos seres que estaban uno junto al otro,
y ella tenía una apariencia tan encantadora para mí, tan pura y extraterrenal... De nuevo sentí
el atroz deseo de la sangre. De inclinarla, de besar su cuello, de poseerla como había poseído
a miles de mujeres mortales, de poseerla a ella, a la diosa, a la de inmensurable poder. Sentí
que mi ansia crecía, se encrespaba.
De nuevo, puso su dedo en mis labios, como para indicarme que guardase silencio.
—¿Recuerdas cuando eras un chico, aquí? —preguntó—. Retrocede al tiempo en que
pediste que te enviaran a la escuela del monasterio. ¿Recuerdas lo que te enseñaron los
monjes? ¿Las plegarias, los himnos, las horas que trabajaste en la biblioteca, las horas que
pasaste en la capilla rezando en solitario?
—Lo recuerdo, claro. —Sentí que las lágrimas surgían otra vez. Lo veía tan vividamente, la
biblioteca del monasterio y los monjes que me habían enseñado y que habían creído que
podría llegar a ser un sacerdote. Vi la pequeña y fría celda con su cama de maderos; vi el
campanario y el jardín tras el velo de una sombra rosada; Dios, no quería pensar ahora en
aquellos tiempos. Pero hay cosas que no pueden olvidarse nunca.
—¿Recuerdas la mañana en que entraste en la capilla —prosiguió—, y te arrodillaste en el
desnudo suelo de mármol, con los brazos extendidos en cruz y dijiste a Dios que harías
cualquier cosa si Él te hacía bueno?
—Sí, bueno... —Ahora era mi voz la que estaba teñida de amargura.
—Dijiste que sufrirías martirio, tormentos indecibles; cualquier cosa; sólo con que fueras
alguien bueno.
—Sí, recuerdo. —Vi a los viejos santos; oí los himnos que me habían partido el corazón.
Recordé la mañana en que mis hermanos habían venido para llevarme a casa y que les
supliqué de rodillas que me dejaran quedar.
—Y, más tarde, cuando perdiste la inocencia y emprendiste el camino hacia París, aún
querías lo mismo; cuando bailabas y cantabas para las gentes de la calle, querías ser bueno.
—Y lo fui —dije vacilante—. Fue una buena cosa hacerlos felices y, por un breve espacio de
tiempo, lo logré.
—Sí, felices —susurró ella.
—¿Sabes?, nunca pude explicar a mi amigo Nicolás lo importante que era... creer en un
concepto de bondad, incluso si nos lo inventábamos nosotros. En realidad no lo inventamos.
Existe, ¿no?
—Oh, sí, existe —dijo—. Existe porque nosotros lo pusimos ahí. Qué tristeza. No podía
hablar. Observé cómo arreciaba la nevada. Aferré su mano y sentí sus labios contra mi mejilla.
—Naciste para mí, príncipe mío —dijo—. Fuiste probado y perfeccionado. Y, en aquellos
primeros años, cuando entraste en la alcoba de tu madre y la llevaste contigo al mundo de los
no-muertos, no fue sino una premonición de que tú me despertarías. Yo soy tu verdadera
Madre, la Madre que nunca te abandonará. También yo he muerto y he renacido. Todas las
religiones del mundo, mi príncipe, nos cantan, a ti y a mí.
—¿Cómo es eso? —interrogué—. ¿Cómo puede ser?
—Ah, pero tú lo sabes. ¡Lo sabes! —Tomó la espada de mí y examinó el viejo cinto
detenidamente, pasando la palma de la mano derecha por encima de él. Luego lo dejó caer en
el montón de chatarra; los últimos restos en la tierra de mi vida mortal. Y fue como si un viento
soplase en aquellos objetos, empujándolos lentamente por el suelo cubierto de nieve, hasta
que desaparecieron.
—Renuncia a tus viejas ilusiones —dijo—. Deja a un lado tus inhibiciones. Ahora no tienen
más utilidad que esas armas antiguas. Juntos, crearemos los mitos del mundo real.
Un escalofrío me recorrió la columna vertebral, un tenebroso escalofrío de incredulidad y de
confusión; pero su belleza lo aplacó.
—Querías ser un santo cuando te arrodillaste en aquella capilla —dijo—. Ahora, conmigo,
serás un dios.
En la punta de mi lengua tenía palabras de protesta; estaba asustado; una sensación
sombría se abatió sobre mí. Sus palabras, ¿que querrían decir?
Pero repentinamente sentí que me abrazaba y que salíamos de la torre por el techo
derruido, hacia arriba. El viento arreciaba con un tal ímpetu que me hería los párpados. Me
volví hacia ella. Mi brazo derecho rodeó su cintura y hundí la cabeza en su hombro.
Oí su suave voz en mi oído, diciéndome que durmiese. Pasarían varias horas antes de que
el sol se pusiera en la tierra adonde nos dirigíamos, al lugar de la primera lección.
Lección. De súbito lloraba de nuevo, aferrándome a ella; lloraba porque estaba perdido y
ella era lo único a lo que me podía asir. Y estaba aterrorizado por lo que me pediría.
2
Marius: reunión
e encontraron de nuevo en la linde del bosque de secoyas, con las ropas hechas
harapos y los ojos lagrimosos por el viento. Pandora se hallaba a la derecha de
Marius, Santino a la izquierda. Y, desde la casa al otro lado del claro, Mael, una
figura larguirucha, fue hacia ellos, salvando la hierba recién segada con pasos largos como
saltos de ciervo.
En silencio abrazó a Marius.
—Viejo amigo —dijo Marius. Pero su voz careció de vitalidad. Exhausto, miró más allá de
Mael, hacia las ventanas iluminadas de la casa. Percibió, tras la fachada visible de la casa de
puntiagudo tejado de dos aguas, una gran morada oculta en el interior de la montaña.
¿Qué le aguardaba allí, a él, a todos? Sólo con que tuviese el estado de ánimo suficiente,
sólo con que pudiese hacer revivir la parte más pequeña de su propia alma...
—Estoy fatigado —dijo a Mael—. Estoy rendido por el viaje. Déjame descansar aquí un
momento más. Luego iré.
Marius no menospreciaba el poder de volar, como sabía que Pandora hacía; sin embargo,
invariablemente, aquel trabajo lo castigaba. Lo había dejado exhausto aquella noche de
noches; y ahora tenía la necesidad de sentir la tierra bajo sus pies, de oler el bosque, de
escrutar la distante casa en un momento de ininterrumpida quietud. El viento le había
enmarañado el pelo, que aún estaba apelmazado con sangre seca. La simple chaqueta de lana
gris y los pantalones que había conseguido extraer de las ruinas de su casa apenas le
proporcionaban calor. Se arropó con la pesada capa negra, no porque la noche lo hiciese
necesario, sino porque aún estaba helado y dolorido por el viento.
A Mael no pareció agradarle su momento de duda, pero condescendió. Receloso, echó una
mirada a Pandora, en quien nunca había confiado, y luego, con abierta hostilidad, clavó los ojos
en Santino, el cual estaba atareado limpiando de polvo sus negros atavíos y peinando su
precioso pelo negro muy bien recortado. Durante un segundo sus ojos se encontraron, Santino
erizado de malignidad; y Mael volvió la espalda.
Marius continuaba inmóvil, escuchando, pensando. Pudo sentir el último rincón de su
cuerpo curándose; lo asombraba en gran manera que su cuerpo volviera a estar entero.
Mientras los mortales aprenden año tras año que se hacen viejos y débiles, los inmortales
deben aprender que se hacen más fuertes de lo que nunca hubieran imaginado que llegarían a
ser. Por el momento aquello lo molestó.
Apenas había pasado una hora desde que Santino y Pandora lo habían ayudado a salir del
pozo de hielo, y ahora era como si nunca hubiera estado allí, aplastado e indefenso durante
diez días con sus noches, visitado y vuelto a visitar por los sueños de las gemelas. Pero ya
nada podría volver a ser como antes.
Las gemelas. La mujer pelirroja estaba dentro de la casa, esperando, Santino se lo había
dicho. Mael también lo sabía. Pero ¿quién era? ¿Y por qué él no quería saber las respuestas?
¿Por qué era aquella la hora más negra que nunca había vivido? Su cuerpo estaba curado por
completo, no había ninguna duda; pero ¿qué curaría su alma enfermiza?
¿Armand, en aquella extraña casa de madera al pie de la montaña? ¿Armand, después de
todo aquel tiempo? Santino le había hablado de Armand también, y de los otros, de Louis y
Gabrielle, que tampoco habían sido aniquilados.
Mael lo estaba estudiando.
—Te está esperando —dijo—. Tu Amadeo. —Fue respetuoso, no cínico o impaciente.
Y, del gran banco de recuerdos que Marius llevaba siempre consigo, surgió un momento
olvidado de mucho tiempo atrás, asombroso en su pureza: Mael llegando al palazzo de
Venecia, en los alegres años del siglo quince, cuando Marius y Armand habían conocido una
gran felicidad, y Mael viendo al muchacho mortal trabajando, con el resto de los aprendices, en
un mural, un mural que Marius sólo en el último momento había dejado en las manos mucho
menos hábiles de aquéllos. Era extraño cuan vivo era el olor de la pintura al temple, el olor de
las velas y aquel olor familiar (ahora, en el recuerdo, no era desagradable) que impregnaba
Venecia, el olor de la podredumbre de las cosas, de las aguas oscuras y pútridas de los
canales. «¿Así que, a éste, vas a hacerlo?», había preguntado Mael con simple franqueza.
«Cuando llegue el momento», había respondido Marius con un gesto elusivo, «cuando llegue el
momento». Menos de un año después, había cometido aquel desliz. «Ven a mis brazos, joven,
no puedo vivir sin ti un instante más.»
Marius contemplaba con la vista fija la casa en la distancia. «Mi mundo tiembla y pienso en
él, en mi Amadeo, mi Armand.» Las emociones que sentía se tornaron repentinamente
agridulces como música, como las melodías orquestales armonizadas en los siglos recientes,
los trágicos compases de Brahms o de Shostákovich que tanto había llegado a amar.
Pero no había tiempo para llegar a sentir aprecio por aquel encuentro. No había tiempo para
notar su calidez acogedora, para estar contento y para decir todo lo que quería decir a Armand.
La amargura era algo poco profundo, comparado con su presente estado mental. «Si los
hubiera destruido, a la Madre y al Padre, nos habría destruido a todos.»
—Gracias a Dios —dijo Mael— que no lo hiciste.
—¿Y por qué? —preguntó Marius—. Dime por qué.
Pandora se estremeció. Marius sintió que el brazo de ella le rodeaba la cintura. ¿Por qué lo
enfureció tanto aquel gesto? Se volvió abruptamente hacia ella; quiso golpearla, apartarla de un
empujón. Pero lo que vio lo detuvo. Ella ni siquiera lo miraba; y tenía una expresión tan
ausente, tan cansada en el alma, que Marius sintió su propio agotamiento con mayor
intensidad. Quiso llorar. El bienestar de Pandora siempre había sido crucial para su propia
supervivencia. No necesitaba estar cerca de ella (mejor no estar cerca de ella) pero tenía que
saber que se hallaba en alguna parte, que continuaba existiendo, y que podrían volver a
encontrarse. Lo que vio ahora en ella (lo que había visto antes) lo llenó de presagios. Si él
sentía amargura, entonces Pandora sentía desesperación.
—Vamos —dijo Santino—. Nos están esperando. —Lo dijo con gran cortesía y amabilidad.
—Lo sé —respondió Marius.
—¡Ah, menudo trío hacemos! —murmuró Pandora de pronto. Estaba agotada, se sentía
frágil, hambrienta de sueño y sueños; sin embargo, protectora, estrechó su abrazo en la cintura
de Marius.
—Puedo andar sin ayuda, gracias —dijo con una esquiva que no le era propia, sobre todo
para con ella, para con la que amaba más.
—Anda entonces —contestó Pandora. Y tan sólo por un breve instante, él vio en ella su
perpetua calidez, incluso una chispa de su viejo humor. Ella le dio un empujoncito y emprendió
sola el camino hacia la casa.
Ácidos. Sus pensamientos eran ácidos mientras la seguía. Él no podía ser de ninguna
utilidad para aquellos inmortales. Y no obstante siguió andando con Mael y Santino hacia la luz
que se derramaba de las ventanas inferiores. El bosque de secoyas retrocedió en las sombras;
no se movía ni una hoja. Pero allí el aire era agradable, templado, lleno de frescas fragancias y
sin mordacidad del norte.
Armand. Hacía que tuviera ganas de llorar.
Luego vio a la mujer aparecer en el umbral de la puerta. Una sílfide, con su largo pelo rojo
rizado reflejando la luz del vestíbulo.
Marius no se detuvo, pero seguramente sintió algo de miedo, un miedo razonable. En
verdad era vieja como Akasha. Sus pálidas cejas quedaban difuminadas en lo radiante de su
semblante. Su boca no tenía ya color. Y sus ojos..., sus ojos no eran realmente sus ojos. No,
los había tomado de una víctima mortal y ya le estaban fallando. Cuando lo miró no pudo verlo
muy bien. Ah, la gemela que dejaron ciega en los sueños, era ella. Y ahora sentía dolor en los
delicados nervios que conectaban con los ojos sustraídos.
Pandora se detuvo al borde de la escalera.
Marius la adelantó y subió al porche. Se paró ante la mujer pelirroja, maravillándose de su
estatura (era tan alta como él) y de la hermosa simetría de la máscara que era su rostro.
Llevaba un vestido ondulante de lana negra, con cuello alto y mangas largas. La tela caía en
largas nesgas sueltas desde un delgado ceñidor de cuerda negra trenzada, colocado justo
debajo de sus pequeños pechos. Realmente un hermoso vestido. Hacía que su rostro pareciera
mucho más radiante y lo destacaba de todo lo que lo rodeaba: una máscara con luz en su
interior, brillando en un marco de pelo rojo.
Pero había mucho más de que maravillarse, aparte de aquellos simples atributos que podía
haber poseído de una forma u otra seis mil años atrás. El vigor de la mujer lo asombró. Le daba
un aire de infinita flexibilidad y de amenaza sobrecogedora. ¿Era la verdadera inmortal? ¿La
que nunca había dormido, nunca había callado, nunca había sido liberada por la locura? ¿La
que había andado con una actuación racional y pasos comedidos a través de todos los
milenios, desde su nacimiento?
Ella le dejó saber, por si le servía de algo, que aquélla, la que él imaginaba, era
exactamente ella.
Marius vio su inconmensurable fuerza como si fuera una luz incandescente; pero pudo
percibir una inmediata informalidad, la inmediata receptividad de una mente capaz.
Cómo interpretar su expresión, sin embargo. Cómo saber lo que ella sentía realmente.
De todo su ser emanaba una honda y dulce feminidad (no menos misteriosa que sus otras
cualidades), una tierna vulnerabilidad, que él asociaba exclusivamente con las mujeres, aunque
de tanto en tanto la encontraba en algún jovenzuelo. En los sueños, aquel rostro había
mostrado una tal ternura; ahora era algo invisible pero no menos real. En otro momento, esta
ternura lo hubiera subyugado; ahora sólo la admiró, como admiraba las doradas uñas, tan
bellamente afiladas, y las sortijas de piedras preciosas que adornaban sus dedos.
—Todos estos años sabías de mí —dijo él con cortesía, hablando en el viejo latín—. Sabías
que guardaba a la Madre y al Padre. ¿Por qué no viniste a mí? ¿Por qué no me dijiste quién
eras?
Ella meditó durante un instante antes de emitir una respuesta, mientras sus ojos iban de un
lado a otro bruscamente, observando a los demás, que ahora se acercaban a él.
A Santino, aquella mujer le provocaba terror, aunque la conocía muy bien. Y Mael también
la temía, aunque tal vez un poco menos. De hecho, parecía que Mael la amaba y que estaba
ligado a ella con cierto matiz de sumisión. Y, por lo que se refería a Pandora, meramente sentía
aprehensión. Esta se acercó más a Marius, como si quisiese estar a su lado, sin importarle
cuáles fueran sus intenciones.
—Sí, sabía cosas de ti —dijo la mujer de pronto. Habló en un inglés de acento moderno.
Pero era la inconfundible voz de la gemela del sueño, la gemela ciega que había gritado el
nombre de su hermana muda, Mekare, mientras la furiosa turba las encerraba en ataúdes de
roca.
«Nuestras voces nunca cambian en realidad», pensó Marius. La voz era joven, bonita.
Cuando volvió a hablar se tino con una suavidad reservada.
—Podría haber destruido la cripta si hubiera venido —dijo—. Podría haber sepultado al Rey
y a la Reina bajo el mar. Podría incluso haberlos destruido, y destruyéndolos, aniquilarlos a
todos. Y esto no quería que sucediese. Por eso no hice nada. ¿Qué hubieras querido que
hiciese? No podía cargar con tu responsabilidad. No podía ayudarte. Así que no vine.
Fue una respuesta mejor de la que había esperado. No era imposible que a uno le gustase
aquella criatura. Por otra parte, sólo acababan de conocerse. Y su respuesta... no era toda la
verdad.
—¿No? —interrogó ella. Su rostro reveló una tracería de sutiles arrugas por un instante, la
visión fugaz de algo que una vez había sido humano—. ¿Qué es toda la verdad? —preguntó—.
¿Que no te debía nada, y mucho menos darte a conocer mi existencia, y que eres lo bastante
impertinente para sugerir que tendría que haberme dado a conocer a ti? He visto a cientos
como tú. Sé cuando llegaste a la existencia. Cuando perezcas lo sabré. ¿Qué eres para mí?
Ahora nos reunimos porque tenemos que reunimos. Estamos en peligro. ¡Todas las cosas
vivientes están en peligro! Y quizá cuando esto termine nos queramos, nos respetemos. Y
quizá no. Quizá estemos todos muertos.
—Tal vez sea así —corroboró él a la callada. No pudo reprimir una sonrisa. Ella tenía razón.
Y a él le gustaron sus modales, la dureza pétrea con que hablaba.
La experiencia le decía que todos los inmortales estaban inevitablemente marcados por la
edad en que habían nacido. Y eso también era cierto para aquel ser tan antiguo, para aquel ser
cuyas palabras poseían una salvaje simplicidad, aunque el timbre de la voz se hubiera
suavizado.
—Yo ya no soy yo mismo —añadió él, dudoso—. No he sobrevivido a esto como debería
haberlo sobrevivido. Mi cuerpo está curado: el viejo milagro. —Sonrió burlonamente—. Pero no
comprendo mi actual punto de vista acerca de las cosas. La amargura, la completa... —se
interrumpió.
—La completa oscuridad —completó ella.
—Sí. Nunca la vida misma me ha parecido tan sin sentido —añadió—. No quiero decir para
nosotros. Quiero decir, utilizando tu expresión, para todas las cosas vivientes. Es una broma,
¿no? El estar consciente es una especie de broma.
—No —replicó ella—. No lo es.
—No estoy de acuerdo contigo. ¿Me vas a tratar como a un chiquillo? Dime cuántos miles
de años has vivido antes de que yo naciera. ¿Cuánto sabes tú que yo no sepa? —Pensó de
nuevo en su aprisionamiento, en el hielo hiriéndolo, en el dolor penetrando en sus miembros.
Pensó en las voces inmortales que habían respondido a su llamada; en los salvadores que
habían emprendido el camino hacia él, sólo para quedar atrapados, uno a uno, en el fuego de
Akasha. ¡Los había oído morir, si no los había visto! ¿Y para él, qué había significado dormir?
Los sueños de las gemelas.
Ella extendió los brazos de pronto y, afectuosamente, le tomó la mano derecha entre las
suyas. A él le dio la impresión de que se la habían cogido las fauces de una máquina; y,
aunque, en el transcurrir del tiempo, él había causado aquel mismo efecto en muchos jóvenes,
nunca había experimentado en sus carnes una fuerza tan abrumadora.
—Marius, ahora te necesitamos —dijo ella, acogedora; sus ojos reflejaron, por un instante
fugaz, la luz amarilla que se derramaba de la puerta, a sus espaldas, y de las ventanas, a su
izquierda y a su derecha.
—Por todos los cielos, ¿por qué?
—No bromees —respondió ella—. Entra en casa. Tenemos que hablar mientras nos quede
tiempo.
—¿Sobre qué? —insistió él—. ¿De por qué la Madre nos ha permitido vivir? Conozco la
respuesta a la cuestión. Me hace reír. A ti no te puede matar, evidentemente, y nosotros...
nosotros conservamos la vida por obra y gracia de Lestat. Te das cuenta, ¿no? Durante dos mil
años la he cuidado, protegido, adorado, y ahora me deja con vida por amor a un novicio de
doscientos años llamado Lestat.
— ¡No estés tan seguro! —intervino entonces San tino.
—No —dijo la mujer—. No es su única razón. Pero hay muchas cosas que debemos
considerar.
—Sé que tienes razón —contestó él—. Pero no tengo ánimos para ello. Mis ilusiones se han
esfumado, ya ves, y ni siquiera sé si eran ilusiones. ¡Yo que creí haber alcanzado una gran
sabiduría! Era mi principal fuente de orgullo. Yo estaba con las cosas eternas. Y cuando la vi
levantada en la cripta, supe que todas mis esperanzas y todos mis sueños más profundos se
habían realizado. Estaba viva dentro de su cuerpo. Viva, mientras yo jugaba a ser su acólito, su
esclavo, ¡el eterno guardián de la tumba!
Pero ¿por qué tratar de buscarle una explicación? Aquella pérfida sonrisa, aquellas palabras
burlonas que tuvo para él, el hielo derrumbándose. Después, la fría oscuridad y las gemelas.
Ah, sí, las gemelas. Esto, como lo que más, formaba parte del meollo de todo; y de pronto se le
ocurrió que los sueños le habían lanzado un conjuro. Debería haberlo preguntado antes. La
miró y pareció como si los sueños la envolvieran de pronto, que la arrancaran del momento
presente y la retrotrajeran a aquellos desolados tiempos. Vio la luz del sol; vio el cadáver de la
Madre; vio a las gemelas a punto de caer sobre el cadáver. Tantas preguntas.
—¡Pero qué tienen que ver esos sueños con la catástrofe! —exclamó de súbito. ¡Había
estado tan indefenso ante aquellos inacabables sueños!
La mujer lo miró unos segundos antes de responderle.
—Es lo que te voy a contar, al menos hasta donde sepa. Pero debes calmarte. Es como si
hubieras recuperado tu juventud, lo cual debe ser una gran maldición.
El rió.
—Nunca fui joven. Pero ¿qué quieres decir con eso?
—Vociferas y no sabes lo que dices. Y no te puedo dar consuelo.
—¿Y lo harías si pudieras?
—Sí.
El rió débilmente.
Y ella, con gran majestuosidad, le abrió los brazos. El gesto le causó hondo impacto, no
porque era muy fuera de lo común, sino porque, en los sueños, la había visto abrazar así a su
hermana.
—Mi nombre es Maharet —dijo—. Llámame por mi nombre y aleja tu desconfianza. Entra en
mi casa.
Ella se inclinó hacia él y sus manos le tocaron los costados de la cara al tiempo que lo
besaba en la mejilla. El pelo rojo le frotó la piel, y aquella sensación lo confundió. Y el perfume
que se desprendía de sus ropas también lo confundió: el leve aroma oriental le hizo pensar en
el incienso, lo cual siempre le recordaba la cripta.
—Maharet —dijo furioso—. Si me necesitabas, ¿por qué no viniste en busca de mí cuando
me hallaba en el pozo de hielo? ¿Podría haberte detenido ella, a ti?
—Marius, he venido —respondió—. Y ahora tu estás entre nosotros. —Lo soltó y dejó que
las manos le cayeran y se cogieran con elegancia por delante de la falda—. ¿Crees que no
tenía nada que hacer durante esas noches en que todos los de nuestra especie estaban siendo
aniquilados? A levante y a poniente, por todo el mundo, la Madre liquidaba a los que había
amado o conocido. No podía estar en todas partes para proteger esas víctimas. Los gritos
llegaban a mis oídos de todos los rincones de la tierra. Y yo tenía mi propia búsqueda, mi
propia pena... —se interrumpió.
Un leve rubor carnal apareció en su rostro; en un cálido instante fugaz, los rasgos
cotidianos, expresivos, de su rostro regresaron.
Se sentía dolorida, tanto física como mentalmente, y sus ojos se estaban nublando con finas
lágrimas ensangrentadas. Qué cosa más rara, la fragilidad de los ojos en el cuerpo
indestructible. Y el sufrimiento que emanaba de ella (que él no podía soportar) era como los
mismos sueños. Marius vio un gran desfile de imágenes, vivas pero diferentes. Y de repente
comprendió.
—¡Tú no eres la que nos envía los sueños! —susurró—. Tú no eres la fuente.
Ella no respondió.
—¡Por Dios!, ¿dónde está tu hermana? ¿Qué significa todo esto?
Notó un sutil encogimiento, como si la hubiera golpeado en el corazón. Ella intentó velarle la
mente, pero él sintió el implacable dolor. En silencio, ella se lo quedó mirando, recorriendo con
la vista su rostro y su figura, muy despacio, como si quisiera hacerle saber que había cometido
una trasgresión imperdonable.
Marius percibió el miedo de Mael y de Santino, quienes no osaron decir nada. Pandora se le
acercó y le hizo una pequeña señal de aviso, al tiempo que le aferraba la mano.
¿Por qué había hablado de forma tan brutal, con tanta impaciencia? «Mi búsqueda, mi
propia pena...» ¡Maldición!
Miró cómo cerraba los ojos y aplicaba tiernamente los dedos en los párpados, como si
aquello pudiera hacer desaparecer el dolor de sus ojos, pero no fue así.
—Maharet —dijo con un suave y honesto suspiro—. Estamos en una guerra y perdemos el
tiempo en el campo de batalla diciéndonos palabras ásperas. Y yo soy el que más ha ofendido.
Sólo quería comprender.
Ella levantó la vista hacia él, con la cabeza aún gacha y la mano en el aire, ante la cara. Fue
una mirada feroz, casi maligna. Sin embargo, él se dio cuenta de que estaba observando de
manera fija, inconsciente, la delicada curva de los dedos de ella, sus uñas doradas y sus
sortijas de rubíes y de esmeraldas que relampagueaban repentinamente como animadas por
luz eléctrica.
El pensamiento más errabundo y atroz vino a su mente: que si no dejaba de ser tan
estúpido podría ocurrirle que nunca más volviera a ver a Armand. Podría ocurrirle que ella lo
echara de allí, o peor.. ¡Y deseaba tanto (antes de que todo terminara) ver a Armand!
—Entra ahora, Marius —dijo ella de pronto, pero con la voz cortés, perdonando—. Entra
conmigo y reúnete con tu viejo hijo, y luego nos uniremos a los demás, que tienen las mismas
preguntas. Vamos a empezar.
—Sí, mi viejo hijo... —murmuró. El ansia que sintió por ver a Armand de nuevo fue como
una música, como los compases de un violín de Bartók tocados en un lugar remoto y seguro,
donde había todo el tiempo del mundo para escuchar. Pero odió a Maharet, los odió a todos.
Se odió a sí mismo. La otra gemela, ¿dónde estaba la otra gemela? Visiones fugaces de una
jungla tórrida. Visiones fugaces de lianas desgarradas y árboles jóvenes rompiéndose bajo
pisadas. Intentó razonar, pero no lo logró. El odio lo envenenaba.
Muchas veces había sido testimonio de esta negación total de la vida, en los mortales. Al
más sensato de ellos le había oído decir: «No vale la pena vivir», y él nunca lo había
comprendido; bien, ahora lo comprendía.
Vagamente, supo que ella se había dirigido a los que se hallaban a su alrededor. Estaba
dando la bienvenida a Santino y a Pandora y los invitaba a entrar en la casa.
Como en un trance, la vio volverse y abrir la marcha. Llevaba el pelo tan largo que, por la
espalda, le caía hasta el talle: una gran masa de suavísimos rizos rojos. Y sintió el impulso de
tocarlo, de notar que era tan suave como aparentaba. Era positivamente curioso que algo
encantador lo pudiera distraer en aquel momento, algo impersonal, y que pudiera hacerlo
sentirse bien; como si nada hubiera ocurrido; como si el mundo fuese bueno. Captó una visión
de la cripta aún intacta; la cripta en el centro de su mundo. «¡Ah, el idiota de cerebro humano
—pensó—; cómo se aferra a lo que puede, sea lo que sea!» Y pensar que Armand esperaba,
tan cerca...
Maharet los condujo por una serie de grandes habitaciones amuebladas, dispuestas para
ser utilizadas. El lugar, a pesar de estar abierto a la naturaleza, tenía aspecto de una ciudadela;
las vigas del techo eran enormes; los hogares, todos en rugientes llamas, no eran más que
losas colocadas en el suelo.
Tan parecidas a las antiguas salas de audiencia de Europa, en la Baja Edad Media, cuando
las rutas romanas habían quedado en ruinas, la lengua latina olvidada y las primitivas tribus
guerreras se habían alzado de nuevo. Al final los celtas habían salido triunfantes. Fueron los
que conquistaron Europa; los castillos feudales no fueron más que campamentos celtas;
incluso en los modernos estados, las supersticiones celtas sobrevivían por encima de la razón
romana.
Pero las instalaciones del lugar lo llevaron a rememorar tiempos todavía más anteriores.
Hombres y mujeres habían vivido en las ciudades construidas de aquel modo antes de la
invención de la escritura; en habitaciones de yeso y madera; entre telas tejidas a mano u
objetos de metal batido artesanalmente.
Le gustó mucho. «Ah, el idiota de cerebro otra vez! —pensó—; que pudiera gustarle algo en
momentos como aquellos...» Pero los edificios construidos por inmortales siempre lo habían
intrigado. Y aquella era una casa para ser estudiada con atención, una casa que se llegaba a
conocer después de largo tiempo transcurrido.
Ahora cruzaron una puerta de acero que los llevó al interior de la misma montaña. El olor a
tierra viva lo envolvió. Y sin embargo andaban a través de nuevos pasillos de metal, entre
paredes de cinc. Oyó los generadores, los ordenadores y los dulces zumbidos eléctricos que lo
hicieron sentirse tan seguro como en su propia casa.
Subieron por unas escaleras de hierro. Volvían y revolvían una y otra vez sobre sí mismas;
Maharet los conducía arriba y arriba. Luego, unas paredes más rudimentarias mostraron las
entrañas de la montaña, sus profundas vetas de arcilla y rocas de colores. Pequeños helechos
crecían allí; pero ¿por dónde les llegaba la luz? Por un tragaluz de muy arriba, en el techo. Una
pequeña puerta al cielo. Levantó la vista, agradecido, hacia el diminuto destello de luz azul.
Finalmente salieron a un ancho rellano y entraron en un pequeño cuarto a oscuras. Había
una puerta abierta que daba a una sala mucho más espaciosa, donde los demás aguardaban;
pero lo único que Marius pudo ver en aquel momento fue el brillante impacto de la luz que
arrojaba el fuego distante, y que le hizo desviar la mirada.
Alguien lo estaba esperando en aquel pequeño cuarto, alguien cuya presencia había sido
incapaz, excepto por los métodos más ordinarios, de detectar. Una figura que ahora estaba tras
él. Y, mientras Maharet entraba en la estancia mayor, tomando a Pandora, Santino y Mael
consigo, Marius comprendió lo que iba a suceder. Para hacerle frente mejor, aspiró con lentitud
y cerró los ojos.
Qué trivial pareció toda su amargura; pensó en aquél cuya existencia había sido, durante
siglos, sufrimiento ininterrumpido, cuya juventud, con todas sus necesidades, había sido
verdaderamente eternizada; en aquél a quien no había logrado salvar o perfeccionar. Cuántas
veces al año no había soñado en aquel encuentro, que nunca había tenido valor para llevar a
término; y ahora, en aquel campo de batalla, en aquel tiempo de ruina y de agitación, iban a
encontrarse por fin.
—Amor mío —musitó. Se sintió fustigado, como anteriormente, cuando había echado a
volar por encima de los yermos, más allá del reino de las calladas nubes. Nunca había
pronunciado palabras con más sinceridad—. Mi hermoso Amadeo —dijo.
Y extendió el brazo y sintió el contacto de la mano de Armand.
Blanda aquella carne antinatural, blanda como si fuera humana, y fresca y tan suave. Ahora
no pudo evitarlo. Estaba llorando. Abrió los ojos a la figura aniñada que estaba ante él. ¡Oh,
que expresión! De tanta aceptación, de tanta entrega. Luego abrió los brazos.
Siglos atrás, en un palazzo de Venecia, había intentado captar en pigmentos imperecederos
la cualidad de aquel amor. ¿Cuál había sido la lección? ¿Que en todo el mundo no hay dos
almas que puedan abrigar el mismo secreto, el mismo don de devoción o de abandono? ¿Que
en un niño de la calle, un niño herido, había encontrado una mezcla de tristeza y de grácil
simplicidad que rompería su corazón para siempre? ¡Éste lo había comprendido! ¡Éste lo había
amado como nadie nunca lo había amado!
A través de las lágrimas, vio que no había recriminación por el gran experimento que había
salido mal. Vio el rostro que había pintado, ahora un poco ensombrecido por lo que
ingenuamente llamamos sabiduría; y vio el mismo amor en que había confiado tanto en
aquellas noches perdidas.
Sólo con que hubiera tiempo, tiempo de buscar la quietud del bosque (algún lugar cálido,
recluido entre las encumbradas secoyas), y allí, hablar horas y horas, sin prisas, durante largas
noches. Pero los demás esperaban; y así, aquellos momentos fueron los más preciosos y los
más tristes.
Estrechó a Armand en sus brazos. Besó los labios de Armand y su largo pelo suelto,
vagabundo. Pasó sus manos con avidez por los hombros de Armand. De Armand miró la
delgada mano blanca que sostenía entre las suyas. Todos los detalles que había intentado
inmortalizar en la tela; todos los detalles que había conservado en la muerte.
—¿Están esperando, no? —preguntó—. No nos van a permitir más que unos instantes.
Armand asintió sin pensarlo. Y en voz baja, apenas audible, dijo: —Serán suficientes.
Siempre supe que nos volveríamos a encontrar. —¡Oh, los recuerdos que despertó aquel
timbre de voz! El palazzo con sus techos artesonados, las camas recubiertas de terciopelo rojo.
La figura de aquel muchacho subiendo a toda prisa por la escalera de mármol, con la tez roja
por el viento invernal del Adriático, sus ojos pardos encendidos—. Incluso en los momentos de
más grave peligro —prosiguió la voz— sabía que nos encontraríamos antes de ser libres para
morir.
—¿Libres para morir? —repitió Marius interrogativamente—. Siempre somos libres para
morir, ¿no? Ahora bien, lo que hemos de tener es el valor para hacerlo, si en efecto es lo que
hay que hacer.
Armand pareció meditar sobre esto un momento. Y el leve distanciamiento que emergió en
su rostro atrajo de nuevo la tristeza de Marius.
—Sí, es cierto —dijo.
—Te quiero —susurró de pronto Marius, tan apasionadamente como podría haberlo hecho
un mortal—. Siempre te he querido. Desearía poder creer en algo más que en el amor, en
estos momentos; pero no puedo.
Un pequeño ruido los interrumpió. Maharet se había acercado a la puerta.
Marius deslizó su brazo y envolvió los hombros de Armand. Hubo un último momento de
silencio y entendimiento entre ambos. Y luego siguieron a Maharet hacia una inmensa sala,
situada cerca de la cima de la montaña.
Todo era de cristal, excepto la pared tras él y la distante chimenea de hierro que colgaba del
techo, encima del fuego inflamado. No había otra luz excepto la de las llamas y, hacia arriba y a
lo lejos, las puntiagudas hojas de las monstruosas secoyas y el templado cielo del Pacífico con
sus vaporosas nubes y sus diminutas y temerosas estrellas.
Pero aún era bello, ¿no? Aunque no fuera el cielo de la bahía de Nápoles o el que se podía
contemplar desde la ladera del Anapurna o desde un navio a la deriva en medio del mar
ennegrecido. Era belleza su mera extensión, y ¡pensar que sólo momentos antes había estado
allí arriba, errando en la oscuridad, a la vista sólo de sus compañeros de viaje o de las mismas
estrellas! Recuperó de nuevo la alegría, como cuando había mirado el pelo rojo de Maharet. No
sentía pena como cuando pensaba en Armand, ahora junto a él; sólo alegría, impersonal e
intrascendente. Una razón para seguir vivo.
De pronto se le ocurrió que no era muy bueno para la amargura o el rencor, que no tenía la
resistencia necesaria para tales sentimientos y que si quería recobrar su dignidad lo mejor que
podía hacer era recomponerse rápidamente.
Fue recibido por una risita, amistosa, discreta; quizás un poco borracha, la risa de un novicio
que carecía de sentido común. Sonrió en reconocimiento, lanzando una mirada al divertido, a
Daniel, Daniel, el muchacho anónimo de Confesiones de un Vampiro. Pronto quedó
sorprendido de que fuera hijo de Armand, el único hijo que Armand había hecho en su vida.
Aquella criatura, aquel ser exuberante y embriagado, fortalecido con todo lo que Armand tuvo
que darle, había empezado con buen pie para emprender la Senda del Mal.
Dio un vistazo rápido a los demás que se reunían alrededor de la mesa oval.
A su derecha y a cierta distancia se sentaba Gabrielle, con su pelo rubio peinado en una
trenza que le colgaba por la espalda y los ojos llenos de no disimulada angustia; y junto a ella,
Louis, incauto y pasivo como siempre, contemplando a Marius calladamente, como si fuera su
objeto de investigación científica, o lo estuviese admirando, o ambas cosas; luego venía su
querida Pandora, con su rizado pelo pardo, suelto encima de los hombros, aún salpicado de
diminutas gotas de escarcha ya líquida. Por último, Santino, que se sentaba a su derecha, con
el rostro compuesto de nuevo, con sus ropas de terciopelo negro de corte elegante, limpias de
polvo.
A su izquierda se sentaba Khayman, otro de los viejos, que participó su nombre silenciosa y
generosamente; en realidad era un ser horripilante, con el rostro aún más liso que el de
Maharet. Marius se encontró con que no podía sacarle la vista de encima. Los rostros de la
Madre y del Padre nunca lo habían sobresaltado tanto, aunque también poseían aquellos ojos
de color negro y aquel pelo azabache. Era la sonrisa, ¿no? La expresión abierta y afable,
inmanente en aquel rostro, a pesar de todos los esfuerzos del tiempo para erosionarla. La
criatura aparentaba ser un místico o un santo, y sin embargo era un despiadado asesino.
Festines recientes de sangre humana habían ablandado su piel (sólo un atisbo) y le habían
proporcionado un ligero rubor en las mejillas.
Mael, despeinado y desarreglado como siempre, había tomado la silla de la izquierda de
Khayman. Y, después de él, venía otro de los viejos, Eric, quien, según los cálculos de Marius,
pasaba de los tres mil años, esquelético y engañosamente frágil en apariencia, quizá de treinta
años de edad al morir. Sus suaves ojos pardos miraban pensativos a Marius. Sus trajes
confeccionados a mano eran exquisitas copias de los que vendían ya hechos en las tiendas y
que visten los hombres de negocios hoy en día.
Pero ¿qué era aquel otro ser, el que se sentaba a la derecha de Maharet, el que se sentaba
justo frente a Marius, en el extremo opuesto? Contemplar a aquel ser le produjo una sacudida.
La otra gemela, fue su primera y precipitada conjetura al fijarse en los ojos, verdes, y en el pelo,
de un rojo cobrizo.
Pero aquel ser aún vivía ayer, seguro. Y no podía encontrar explicación a su fuerza, a su
frígida blancura, a su mirada penetrante dirigida a él, al sobrecogedor poder telepático que
emanaba de ella (una cascada de imágenes oscuras y pulcramente delineadas que parecían
escapar de su control). Ella veía con una extraña precisión el cuadro de su Amadeo, rodeado
por ángeles de alas negras, rezando arrodillado, el cuadro que había pintado siglos antes. Un
escalofrío recorrió la espalda de Marius.
—En el sótano de la Talamasca —murmuró él—. ¿Mi cuadro? —Rió, con rudeza
malévola—. ¡Así pues, está allí!
La criatura estaba asustada; no había sido su intención revelar sus pensamientos.
Protectora para con la Talamasca, y confusa, hasta llegar a la desesperación, se retrajo en sí
misma. Su cuerpo pareció empequeñecer y, sin embargo, doblar su poder. Un monstruo. Un
monstruo de ojos verdes y huesos delicados. Nacido ayer, sí, justo lo que se había imaginado;
había tejidos vivos en su interior. De repente lo comprendió todo acerca de ella. Se llamaba
Jesse y había sido creada por Maharet. Era una descendiente humana auténtica de la mujer; y
ahora se había convertido en una novicia de la antigua madre. El alcance de este hecho lo
asombraba y lo atemorizaba un poco.
La sangre que corría por las venas de la joven tenía una potencia inimaginable para Marius.
Ella había saciado su sed; no obstante, ni siquiera estaba muerta del todo.
Pero tenía que parar aquello, tenía que parar aquella apreciación despiadada y detallada
hasta la indiscreción. Después de todo, lo estaban esperando a él. Pero no pudo evitar
preguntarse dónde, en nombre de Dios, se encontraban sus propios descendientes mortales, la
semilla de los nietos y nietas que tanto había querido siendo vivo. Durante unos pocos cientos
de años, en verdad, había seguido su rastro; pero al final ya no podía reconocerlos; ya ni podía
reconocer la misma Roma. Y había dejado que todo cayese en las tinieblas, como Roma se
había hundido en las tinieblas. Pero casi seguro que hoy en día existían seres, de los que
pisaban la tierra, en cuyas venas corría sangre de aquella antigua familia.
Siguió con la vista fija en la joven pelirroja. ¡Cómo se parecía a su gran madre! Alta, pero de
huesos delicados; hermosa pero severa. Allí había algún gran secreto, alguna importante
relación con el linaje, con la familia.... Vestía suaves ropajes oscuros, muy similares a los de la
vieja; sus manos eran inmaculadas; no llevaba perfume ni maquillaje.
Todos eran magníficos a su modo particular. El alto y fornido Santino estaba elegante con
su negro sacerdotal, con sus brillantes ojos negros y su boca sensual. Incluso el desaliñado
Mael tenía una presencia salvaje y abrumadora cuando clavaba su feroz mirada en la vieja, con
su clara mezcolanza de amor y odio. La faz angélica de Armand quedaba fuera de toda
descripción; y el muchacho, Daniel, una aparición de pelo ceniciento y de relampagueantes
ojos violeta.
¿Existía alguien feo a quien se hubiese dado la inmortalidad? ¿O simplemente la magia
oscura extraía belleza de cualquier sacrificio que echase a la hoguera? Pero seguro que
Gabrielle había sido encantadora en vida, con el mismo valor de su hijo pero sin resquicio de su
impetuosidad; y Louis, ah, bien, Louis, desde luego había sido elegido por sus exquisitos
pómulos, por la profundidad de sus ojos verdes. Había sido elegido por la empedernida actitud
de estimación pesimista, que ahora revelaba. Aparentaba un ser humano perdido entre ellos,
con el rostro suavizado con color y sentimiento; con su cuerpo curiosamente indefenso; con sus
ojos maravillados y tristes. Incluso Khayman tenía una innegable perfección de rostro y forma,
terrorífico por el efecto de conjunto que había llegado a producir.
Por lo que se refería a Pandora, al mirarla, la vio viva y mortal, vio a la mujer impaciente, de
clara inocencia, que había llegado a él hacía eternidades, en las calles negras y nocturnas de
Antioquía, suplicándole que la hiciese inmortal; y no el remoto y melancólico ser que ahora
permanecía sentado inmóvil, en su simples ropas bíblicas, contemplando, a través del muro de
cristal que tenía, la galaxia que se desvanecía tras las nubes crecientes.
Incluso Eric, emblanquecido por los siglos y levemente radiante, retenía, como la misma
Maharet, un aire de gran sentimiento humano, que una elegancia seductoramente andrógina
hacía más llamativo.
El hecho era que Marius nunca había presenciado una asamblea semejante; una reunión de
inmortales de todas las edades, desde el recién nacido hasta el más viejo; y cada uno dotado
de inconmensurables poderes y debilidades, incluido el delirante joven que Armand había
creado tan habilidosamente con toda la inagotable virtud de su sangre virgen. Marius dudaba
que un tal «conciliábulo» se hubiese congregado alguna vez.
¿Y cómo encajaba él en la escena, él, que había sido el de más edad en su propio universo
controlado con tanto cuidado, en el cual los antiguos habían sido dioses silenciosos? Los
vientos le habían limpiado la sangre seca que se le había pegado en la cara y en la melena,
larga hasta los hombros. Su larga capa negra estaba húmeda de las nieves de las cuales
venía. Y, mientras se acercaba a la mesa, mientras esperaba con cierta altivez a que Maharet
le ofreciera asiento, se le ocurrió que su propia apariencia era tanto más monstruosa que la de
los demás, con sus ojos azules, y fríos por la animosidad que ardía en su interior.
—Por favor —le dijo ella cortésmente. Le señaló la silla vacía de madera situada ante él, un
lugar de honor, quedaba claro, a los pies de la mesa; es decir, si se concedía que ella se
sentaba a la cabecera.
Cómoda lo era, no como muchos de los muebles modernos. Su respaldo curvado le
proporcionó una agradable sensación al sentarse, y pudo reposar la mano en el brazo, lo cual
también era bueno. Armand se adjudicó la silla vacante a su derecha.
Maharet se sentó en absoluto silencio. Apoyó sus manos con los dedos entrelazados en la
madera pulida ante sí. Inclinó la cabeza como si quisiera poner orden a sus pensamientos
antes de empezar.
—¿Nosotros somos todo lo que queda? —inquirió Marius—. Aparte de la Reina, del príncipe
travieso y... —Se interrumpió.
Una oleada de callada confusión recorrió a los demás. La gemela muda, ¿dónde estaba?
¿Cuál era el misterio?
—Sí —respondió Maharet sobriamente—. Aparte de la Reina, del príncipe travieso y de mi
hermana. Sí, somos los únicos que quedamos. O los únicos que quedamos que cuentan.
Hizo una pausa como para dejar que las palabras hicieran su pleno efecto. Sus ojos
recorrieron los rostros de toda la asamblea.
—Muy lejos —dijo—, puede haber otros, viejos que han preferido quedar al margen. U otros
que ella aún caza, que ya están sentenciados. Pero nosotros somos lo que queda en términos
de destino o decisión. O de intención.
—Y mi hijo —dijo Gabrielle. Su voz fue cortante, llena de emoción y de sutil indiferencia por
los presentes—. ¿No habrá nadie entre vosotros que me diga lo que ella le ha hecho y dónde
esta? —Pasó la mirada de la mujer a Marius, con desesperación—. Seguro que alguien de
vosotros tiene poder suficiente para saber dónde está.
Su parecido con Lestat conmovió a Marius. Era de ésta que Lestat había recibido su fuerza,
sin duda alguna. Pero había una frialdad en ella que Lestat nunca comprendería.
—Está con ella, como te dije —respondió Khayman, con voz profunda y calma—. Pero la
Madre no nos permite saber más que eso.
Gabrielle no lo creía, evidentemente. En ella había un deseo de huir, de marchar de allí, de
irse sola. Nada podía haber obligado a los demás a alejarse de aquella mesa. Pero Gabrielle
no se había comprometido con la reunión, era claro.
—Permitid que explique eso —dijo Maharet—, porque es de la mayor importancia. La Madre
es muy hábil en esconderse, desde luego. Pero nosotros, los de los primeros siglos, nunca
hemos sido capaces de comunicarnos en silencio como la Madre o el Padre, o entre nosotros.
Se trata de que estamos demasiado cerca de la fuente del poder que nos hace lo que somos.
Somos sordos y ciegos a las mentes de otro viejo, igual que ocurre entre los maestros y los
novicios que hay entre vosotros. Sólo con el paso del tiempo y con la creación de más y más
bebedores de sangre se adquiere el poder de comunicarse en silencio, como hemos hecho con
los mortales a lo largo de siglos.
—Entonces Akasha no te podría encontrar —dijo Marius—. Ni a ti ni a Khayman, si no
estuvierais con nosotros.
—Así es. Tiene que ver a través de vuestras mentes o no puede ver. Y así nosotros
tenemos que verla a través de las mentes de otros. Exceptuando, por supuesto, cierto sonido
que oímos de tanto en tanto, cuando se aproxima un poderoso, un sonido que tiene que ver
con un gran derroche de energía, y con la respiración y la sangre.
—Sí, aquel sonido —murmuró Daniel—. Aquel sonido atroz, trepanador.
—¿Pero no existe algún lugar donde nos podamos esconder de ella? —preguntó Eric—.
¿Los de nosotros que pueden oír y ver? —Fue la voz de un hombre joven, claro está, y con un
acento marcado e indefinible, cada palabra entonada con gran belleza.
—Ya sabes que no existe tal lugar —respondió Maharet haciendo gala de gran paciencia—.
Pero perdemos el tiempo hablando de escondernos. Estáis aquí porque ella no os puede matar
o porque no quiere hacerlo. Dejémoslo así. Debemos seguir.
—O porque no ha acabado aún —dijo Eric con fastidio—. ¡Su mente infernal no ha tomado
aún una decisión acerca de quién tiene que morir y de quién tiene que vivir!
—Creo que aquí estáis seguros —dijo Khayman—. Ha tenido su oportunidad con cada uno
de los presentes, ¿no es así?
Pero aquello era el quid de la cuestión, se percató Marius. No estaba del todo claro que la
Madre hubiese tenido su oportunidad con Eric, porque Eric viajaba, aparentemente, en
compañía de Maharet. Eric fijó los ojos en Maharet. Hubo un brevísimo intercambio silencioso,
pero no fue telepático. Lo que quedó claro para Marius era que Maharet había creado a Eric,
sabía con certeza si Eric era ahora lo bastante fuerte para la Madre. Maharet suplicaba calma.
—Pero puedes leer la mente de Lestat, ¿no? —dijo Gabrielle—. ¿No puedes descubrirlos a
los dos por medio de él?
—No siempre puedo salvar una distancia pura, enorme —respondió Maharet—. Si quedaran
otros bebedores de sangre que pudiesen recoger los pensamientos de Lestat y reexpedírmelos
a mí, bien, entonces claro que podría encontrarlo al instante. Pero, por lo que sabemos, esos
bebedores de sangre no existen. Y Lestat siempre ha tenido gran pericia para ocultar su
presencia; es algo natural en él. Siempre es así con los fuertes, con los que son autosuficientes
y agresivos. Esté donde esté ahora, se cierra a nosotros por acto reflejo.
—Ella lo ha raptado —dijo Khayman. Extendió el brazo por encima de la mesa y reposó su
mano en la de Gabrielle—. Ella nos lo va a revelar todo cuando esté dispuesta. Y, si mientras
tanto decide dañar a Lestat, no hay absolutamente nada que nosotros podamos hacer.
Marius casi rió. Parecía que para aquellos viejos las afirmaciones de verdad absoluta fuesen
un consuelo; ¡qué curiosa combinación de vitalidad y pasividad eran! ¿Había sido así en los
albores de la historia escrita? ¿Cuando la gente percibía lo inevitable, permanecía en una
inmovilidad absoluta y lo aceptaba? Le costaba comprenderlo.
—La Madre no hará daño a Lestat —dijo a Gabrielle, a todos—. Lo ama. Y en lo esencial es
un tipo de amor corriente. No le va a hacer daño porque no quiere hacérselo a sí misma. Y ella
conoce, al igual que nosotros, todos sus trucos, con toda seguridad. Lestat no va a ser capaz
de provocarla, aunque probablemente sea lo bastante estúpido para intentarlo.
Gabrielle hizo un ligero asentimiento con la cabeza, con un rastro de sonrisa triste. Era su
opinión comprobada que Lestat podía provocar finalmente a quien fuera, si se le daba
suficiente tiempo y oportunidades; pero se guardó aquella opinión para sí misma.
No estaba ni consolada ni resignada. Apoyó bien la espalda en la silla de madera y fijó la
mirada más allá de ellos, como si ya no existieran. No se sentía unida a aquel grupo; no se
sentía unida a nadie si no era a Lestat.
—De acuerdo pues —dijo ella con frialdad—. Responde a la pregunta crucial. Si destruyo al
monstruo que se ha llevado a mi hijo, ¿moriremos todos?
—¿Y cómo diablos vas a destruirla? —interrogó Daniel asombrado.
Eric soltó una risita burlona.
Gabrielle lanzó una mirada condescendiente a Daniel. En Eric no pareció fijarse. Volvió la
vista de nuevo hacia Maharet.
—Bien, ¿es verdad el viejo mito? Si me cargo a esa perra, hablando vulgarmente, ¿también
me cargo al resto?
Se oyeron unas leves risitas en la reunión. Marius meneó la cabeza. Pero Maharet le hizo
una sonrisa de reconocimiento a la vez que asentía.
—Sí. Ya lo probaron en los primeros tiempos. Lo probaron muchos estúpidos que no lo
creían. El espíritu que habita en ella nos anima a todos. Destruye al huésped y destruyes el
poder. Los jóvenes morirán primero; los viejos se consumirán lentamente; los más viejos a lo
mejor lo resistirán. Pero ella es la Reina de los Condenados y los Condenados no pueden vivir
sin ella. Enkil era sólo su consorte y por eso no tiene relevancia alguna que lo haya liquidado y
se haya bebido su sangre hasta la última gota.
—La Reina de los Condenados —masculló Marius por lo bajo. Había habido una extraña
inflexión en la voz de Maharet al pronunciar aquella expresión, como si los recuerdos se
hubiesen removido en su interior, dolorosamente, de una manera atroz; recuerdos que el paso
del tiempo no había difuminado. Como no estaban difuminados los sueños. De nuevo notó la
sensación de rigidez y severidad de aquellos antiquísimos seres, para quienes tal vez el
lenguaje (y todos los pensamientos gobernados por el lenguaje) no había sido
innecesariamente complejo.
—Gabrielle —dijo Khayman, pronunciando el nombre exquisitamente—. No podemos
ayudar a Lestat. Tenemos que aprovechar ese tiempo para hacer un plan. —Se volvió hacia
Maharet—. Los sueños, Maharet. ¿Por qué los sueños han venido a nosotros, ahora? Eso es lo
que todos deseamos saber.
Hubo un silencio prolongado. Todos los presentes habían sabido, de una forma u otra, algo
de aquellos sueños. A Gabrielle y a Louis sólo los habían afectado un poco; de hecho, tan
ligeramente que Gabrielle, antes de aquella noche, no les había prestado ninguna atención, y
Louis, temeroso por Lestat, los había echado de su mente. Incluso Pandora, quien confesó no
tener conocimiento personal de ellos, había hablado a Marius del aviso de Azim. Santino los
había catalogado de trances hórridos, de los cuales él no podía escapar.
Marius sabía ahora que habían sido un hechizo dañino para los jóvenes, para Jesse y
Daniel, y casi tan crueles como habían sido para él.
Pero Maharet no respondía. El dolor en sus ojos se había intensificado; Marius lo percibió
como una vibración sin sonido. Percibió los espasmos en los minúsculos nervios.
Se inclinó ligeramente hacia delante y cruzó las manos encima de la mesa.
—Maharet —dijo—. Es tu hermana quien nos envía los sueños. ¿No es así?
No hubo respuesta.
—¿Dónde está Mekare? —insistió.
Silencio otra vez.
Notó el dolor en el interior de ella. Y lo lamentó, hondamente, lamentó una vez más haber
hablado con tanta brusquedad. Pero si él tenía que ser de alguna utilidad allí, debía forzar las
cosas hasta llegar a una conclusión. Pensó de nuevo en Akasha en la cripta, aunque no supo
por qué. Recordó la sonrisa en el rostro de ella. Pensó en Lestat, con ganas de protegerlo
desesperadamente. Pero Lestat ahora era sólo un símbolo. Un símbolo de sí mismo. De todos.
Maharet lo miraba de la manera más extraña, como si él fuera un misterio para ella. Miró a
los demás. Finalmente habló:
—Fuisteis testigos de nuestra separación —dijo—. Todos vosotros. Lo visteis en sueños.
Visteis la turba rodeándonos, a mí y a mi hermana; visteis como nos separaban a la fuerza; que
nos colocaban en ataúdes de roca, Mekare incapaz de gritar porque le habían cortado la
lengua y yo incapaz de verla por última vez porque me habían arrancado los ojos.
»Pero yo veía a través de las mentes de los que nos herían. Sabía que nos llevaban a
orillas del mar. A Mekare hacia el oeste y a mí hacia el este.
»Diez noches erré en la balsa de troncos y brea, encerrada viva en un ataúd de roca. Y,
finalmente, cuando la balsa se hundió y el agua levantó la tapa del ataúd, quedé libre. Ciega,
hambrienta, nadé hasta la costa y robé, al pobre mortal que primero encontré, los ojos para ver
y la sangre para vivir.
»Pero ¿Mekare? Hacia el gran océano occidental había sido echada, a las aguas que
corrían hacia el fin del mundo.
»Y, desde aquella primera noche en adelante, la busqué; la busqué por Europa, por Asia,
por las junglas del sur y las tierras heladas del norte. Siglo tras siglo la busqué; por fin, crucé el
océano occidental, cuando lo hicieron los mortales, para seguir mi búsqueda también por el
Nuevo Mundo.
»Nunca encontré a mi hermana. Nunca encontré a un mortal o a un inmortal que la hubiera
visto o que hubiera oído su nombre. Luego, en este siglo, en los años posteriores a la segunda
gran guerra, en las altas montañas selváticas del Perú, un arqueólogo solitario descubrió la
indiscutible evidencia de la presencia de mi hermana en las paredes de una cueva poco
profunda: pinturas realizadas por mi hermana, figuras de trazo simple y pigmento rudimentario
que contaban la historia de nuestras vidas juntas, los sufrimientos que ya conocéis.
»Pero, seis mil años antes, aquellos dibujos ya habían sido grabados en la roca. Y hace seis
mil años que mi hermana fue separada de mí. Nunca se encontró otra evidencia de su
existencia.
»Sin embargo nunca he abandonado la esperanza de encontrar a Mekare. Siempre he
sabido, como sólo puede saber una gemela, que aún anda por la Tierra, que no estoy sola
aquí.
»Y ahora, en estas últimas diez noches, por primera vez he tenido pruebas de que mi
hermana continúa conmigo. Ha venido a mí por medio de los sueños.
»Esos sueños son los pensamientos de Mekare; las imágenes de Mekare; el dolor y el
rencor de Mekare.»
Silencio. Todos los ojos estaban clavados en ella. Marius estaba calladamente aturdido.
Temía ser el que hablase de nuevo, pero aquello era peor de lo que había imaginado y las
implicaciones no estaban del todo claras.
Era casi cierto que el origen de aquellos sueños no era un superviviente milenario
consciente; era más probable (muy posible) que las visiones proviniesen de alguien que ahora
no tenía más mente que la que tendría un animal, en el cual la memoria es un estímulo para la
acción, acción que el mismo animal no pone en duda ni comprende. Eso explicaría su
diafanidad; eso explicaría su repetición.
Y las visiones fugaces de algo moviéndose por las junglas: ese algo era la misma Mekare.
—Sí —dijo Maharet inmediatamente—. «En las junglas. Andando» —susurró—. Las
palabras que el arqueólogo moribundo ha garabateado en un pedazo de papel y ha dejado
para mí. «En las junglas. Andando». Pero ¿dónde?
Fue Louis quien rompió el silencio.
—Así pues, los sueños pueden no ser un mensaje deliberado —dijo en palabras marcadas
por un ligero acento francés—. Tal vez sólo sean la efusión de un alma torturada.
—No. Son un mensaje —dijo Khayman—. Son un aviso. Tienen significado para todos
nosotros, y también para la Madre.
—Pero ¿cómo puedes decir eso? —preguntó Gabrielle—. No sabemos lo que es ahora su
mente, ni siquiera si sabe que estamos aquí.
—Vosotros no conocéis la historia entera —dijo Khayman—. Yo la sé. Maharet os la
contará. —Volvió la vista hacia Maharet.
—Yo la he visto —dijo Jesse con discreción, con la voz dubitativa al mirar a Maharet—. Ha
cruzado un gran río; viene hacia aquí. ¡La he visto! No, no es exacto. La he visto como si yo
fuera ella.
—Sí —respondió Marius—. ¡A través de sus ojos!
—He visto su pelo rojo al bajar la mirada —dijo Jesse—. He visto la jungla abriendo camino
a sus pasos.
—Los sueños tienen que ser una comunicación —dijo Mael con súbita impaciencia—. Si no,
¿por qué el mensaje sería tan intenso? Nuestros pensamientos particulares no llevan tal poder.
Ella levanta la voz; quiere que alguien, o algo, sepa lo que está pensando...
—O está obsesionada y actúa según esta obsesión —replicó Marius—. Y se dirige a cierto
destino. —Se detuvo un instante—. ¡Para reunirse contigo, su hermana! ¿Qué más podría
querer?
—No —dijo Khayman—. Ese no es su destino—. De nuevo miró a Maharet—. Hizo una
promesa a la Madre y la tiene que cumplir; eso es lo que significan los sueños.
Maharet lo estudió un momento a la callada; parecía que aquella discusión acerca de su
hermana estuviese más allá de su aguante; no obstante, en silencio, se daba fuerzas para la
terrible prueba que le aguardaba.
—Nosotros estábamos allí al principio de todo —dijo Khayman—. Fuimos los primeros hijos
de la Madre; y en esos sueños radica la historia de cómo empezó todo.
—Entonces debes contárnoslo... todo —dijo Marius con tanta amabilidad como fue capaz.
—Sí —suspiró Maharet—. Lo haré. —Los miró uno a uno, y luego otra vez para Jesse—.
Tengo que contaros la historia entera —prosiguió—, para que podáis comprender lo que tal vez
seamos incapaces de evitar. Y fijaos en que no será simplemente la historia de los orígenes.
Puede que sea también la historia del final. —Suspiró de súbito, como si tal perspectiva fuese
demasiado para ella—. Nuestro mundo no se ha visto nunca en un tal trastorno —dijo mirando
a Marius—. La música de Lestat, el despertar de la Madre, tanta muerte.
Bajó la vista un momento, como si se recompusiera de nuevo para el esfuerzo. Y luego miró
a Khayman y a Jesse, que eran sus seres más queridos.
—Hasta ahora nunca lo he contado a nadie —dijo como rogando que fueran indulgentes—.
Para mí tiene ahora la pureza diamantina de la mitología, de aquellos tiempos en que yo era
viva. Cuando aún podía ver el sol. Pero en esta mitología están las raíces de todas las
verdades que conozco. Y, si miramos atrás, tal vez sepamos ver el futuro y los medios para
cambiarlo. Lo mínimo que podemos hacer es intentar comprenderlo.
Cayó un silencio. Todos esperaban, respetuosamente pacientes, a que comenzara.
—Al principio éramos hechiceras, mi hermana y yo —dijo—. Hablábamos con los espíritus y
los espíritus nos amaban. Hasta que ella envió sus soldados a nuestra tierra.
3
Lestat: la Reina de los Cielos
e soltó. Inmediatamente empecé a caer en picado; el viento rugía en mis
oídos. Pero lo peor de todo era que no podía ver. Oí que ella me decía:
«levanta».
Hubo un momento de exquisita indefensión. Me zambullía hacia la Tierra y nada iba a
detenerlo; luego miré hacia arriba; los ojos me escocían, las nubes se cerraban a mi alrededor
y recordé la torre y la sensación de ascender. Tomé la decisión. «¡Sube!» Y mi caída se detuvo
en seco.
Era como si una corriente de aire me hubiese recogido. Subí decenas de metros en un
instante, y las nubes se situaron debajo de mí (una luz blanca que apenas podía ver). Decidí ir
a la deriva. De momento, ¿por qué tengo que ir a alguna parte? A lo mejor podría abrir los ojos
del todo y ver a través del viento, si no temiera el dolor.
Ella se hallaba en alguna parte, riendo, dentro de mi cabeza o encima de ella. «Vamos,
príncipe, sube más arriba.»
Di la vuelta sobre mí mismo y salí disparado hacia arriba, hasta que la vi venir hacia mí, con
sus vestimentas girando atorbellinadas a su entorno, sus pesadas trenzas levantadas
blandamente por el aire.
Me cogió y me besó. Intenté recuperar mi equilibrio agarrándome a ella, mirar hacia abajo y
ver en realidad algo a través de los resquicios de las nubes. Montañas cubiertas de nieve y
deslumbrantes por el claro de luna, con inmensas laderas azuladas que desaparecían en
profundos valles de insondables nieves.
—Ahora levántame —me susurró al oído—. Llévame hacia el noroeste.
—No sé cuál es la dirección.
—Sí, lo sabes. El cuerpo lo sabe. Tu mente lo sabe. No les preguntes qué camino es. Diles
que es el rumbo que quieres tomar. Ya conoces los principios. Cuando levantaste el fusil,
mirabas al lobo que corría; no calculaste la distancia o la velocidad de la bala; disparaste; el
lobo cayó.
De nuevo subí con aquella misma increíble flotabilidad; y entonces me di cuenta de que ella
se había convertido en un gran peso para mis brazos. Tenía los ojos fijos en mí; hacía que yo
la llevara. Sonreí. Creo que solté una carcajada. La acerqué a mí y la volví a besar, y continué
la ascensión sin más interrupciones. «Hacia el noroeste.» Es decir, hacia la derecha y hacia la
derecha otra vez, y más arriba. Mi mente lo sabía; conocía el terreno por encima del cual
habíamos viajado. Tomé un habilidoso pequeño viraje; luego otro; di vueltas sobre mí mismo,
estrechándola hacia mí, amando el peso de su cuerpo, la presión de sus pechos contra mi
pecho, amando sus labios que se cerraban con delicadeza, de nuevo, en los míos.
Se acercó a mi oído.
—¿Lo oyes? —preguntó.
Escuché; el viento parecía devastador; pero a mis oídos llegó un sordo coro de la tierra;
voces humanas salmodiando; algunas a compás con las otras, otras al azar; voces rezando en
voz alta en una lengua asiática. Las oía muy lejos, y también más cerca. Era importante
distinguir los dos sonidos. Primero, había una larga procesión de fíeles que ascendían por la
montaña, cruzando puertos y salvando desfiladeros, salmodiando para mantenerse vivos al
tiempo que, con gran esfuerzo, andaban y andaban a pesar de la fatiga y del frío. Y luego, en el
interior de un edificio, un coro potente, extático, salmodiando furiosamente por encima del
repiqueteo de los platillos y tambores.
Aproximé su cabeza a la mía y miré hacia abajo, pero las nubes se habían convertido en un
sólido colchón de blancura. Sin embargo, logré captar, por medio de las mentes de los fieles, la
brillante visión de un patio y un templo de arcos de mármol y vastas salas recubiertas de
pinturas. La procesión serpenteaba hacia el templo.
—¡Quiero verlo! —dije yo. Ella no respondió, pero no me detuvo cuando me dirigí hacia
abajo, planeando por el aire como los mismísimos pájaros, descendiendo hasta que nos
encontramos en el mismo centro de las nubes. Ella se había vuelto ligera de nuevo, como si no
fuera nada.
Y, al dejar atrás el mar de blancura, abajo vi el templo reluciente, que ahora parecía un
pequeño modelo en arcilla de sí mismo, vi el terreno combándose aquí y allá bajo sus
zigzagueantes muros. El hedor de cadáveres ardiendo se elevaba de sus hogueras llameantes.
Y, hacia aquel grupo de torres y tejados, hombres y mujeres seguían, en una hilera hasta
donde alcanzaba la vista, su peligroso sendero de vueltas y revueltas.
—Dime quién hay dentro, príncipe mío —dijo—. Dime quién es el dios del templo.
«¡Velo! Acércate a él.» El viejo truco, pero en el acto empecé a caer. Solté un terrible grito.
Ella me cogió.
—Ten más cuidado, mi príncipe —dijo, frenándome.
Creí que el corazón me iba a estallar.
—No puedes salir de tu cuerpo para mirar en el interior del templo y, al mismo tiempo, volar.
Mira por mediación de los ojos de los mortales, como hiciste antes.
Yo seguía temblando con violentas sacudidas, agarrado fuertemente a ella.
—Te vuelvo a dejar caer si no te calmas —dijo con suavidad—. Dile a tu corazón que haga
como quenas hacerlo.
Solté un largo suspiro. El cuerpo me empezó a doler de repente a causa de la fuerza
continua del viento. Y los ojos volvían a escocerme con virulencia; no podía ver nada. Pero
intenté dominar aquellos pequeños dolores; o mejor, desoírlos, como si no existieran. La
abracé con firmeza y emprendí el vuelo hacia abajo, diciéndome a mí mismo que debía ir
despacio; y de nuevo intenté encontrar las mentes de los mortales y ver lo que ellos veían:
Paredes doradas, arcos en cúspide, toda superficie centelleando con decoraciones; incienso
elevándose y mezclándose con el olor a sangre fresca. En imágenes fugaces y difusas lo vi a
él, «el dios del templo».
—Un vampiro —susurré—. Un diablo chupador de sangre. Los atrae hacia sí y lleva a cabo
la matanza cuando le viene en gana. El lugar hiede a muerte.
—Y todavía habrá más muerte —susurró ella, besando otra vez mi rostro con ternura—.
Ahora, muy deprisa, tan deprisa que los ojos mortales no te puedan localizar, bájanos al patio,
junto a la pira funeraria.
Habría jurado que se realizó antes de yo haberlo decidido; ¡no había hecho más que
considerar la idea! Y había caído contra una rudimentaria pared de yeso, de pie contra las
piedras macizas, temblando, con la cabeza que me daba vueltas y las entrañas que se me
retorcían de dolor. Mi cuerpo hubiera querido seguir bajando, atravesar la sólida roca.
Apoyé la espalda en la pared y oí la salmodia antes de que pudiera ver nada. Olí el fuego,
los cuerpos ardiendo; luego vi las llamas.
—Eso ha sido muy torpe, príncipe —dijo ella con dulzura—. Casi nos aplastamos contra la
pared.
—No sé exactamente cómo ha sucedido.
—Ah, pero ahí está la clave —respondió—; en la palabra «exacto». El espíritu que hay en tu
interior te obedece veloz de una forma total. Considera las cosas un poco más de tiempo.
Mientras desciendes, no cesas de oír y de ver; simplemente ocurre más rápido de lo que
piensas. ¿Conoces la mecánica pura para chasquear los dedos? No, claro que no. Y sin
embargo, sabes hacerlo. Un niño mortal sabe hacerlo.
Asentí. El principio era muy claro, como lo había sido el principio del blanco y el fusil.
—Simplemente una cuestión de grados de intensidad —dije yo.
—Y de entrega, de una entrega sin temor.
Asentí. La verdad era que quería tumbarme en una cama blanda y dormir. Mis ojos
parpadeaban por la hoguera bramadora, ante la vista de los cuerpos que las llamas
carbonizaban. Uno de ellos no estaba muerto; levantó un brazo, con los dedos crispados.
Ahora sí estaba muerto. Pobre diablo. Muy bien.
La fría mano de ella tocó mi mejilla. Tocó mis labios y luego alisó hacia atrás la melena
enmarañada de mi cabeza.
—Nunca has tenido un maestro, ¿verdad? —me preguntó—. Magnus te dejó huérfano la
misma noche en que te creó. Tu padre y tus hermanos eran unos estúpidos. Y, respecto a tu
madre, odiaba a sus hijos.
—Yo siempre he sido mi propio maestro —dije seriamente—. Y debo confesar que también
he sido mi alumno preferido.
Risas.
—Quizás era una pequeña conspiración —añadí—. De alumno y maestro. Pero, como tú
has dicho, nunca hubo nadie más.
Me sonreía. El fuego jugueteaba en sus ojos. Su rostro era luminoso, aterradoramente
bellísimo.
—Entrégate —dijo—, y te enseñaré cosas que nunca hubieras soñado. Nunca has visto una
batalla. Una batalla auténtica. Nunca has sentido la pureza de una causa justa.
No respondí. Me sentía mareado, no sólo por el largo viaje por los aires, sino por la
suavísima caricia de sus palabras y por la insondable negrura de sus ojos. Parecía que una
gran parte de su belleza consistía en la dulzura de su expresión, en su serenidad, en la forma
en que sus ojos se mantenían firmes incluso cuando el resplandor de la piel blanca de su rostro
cambiaba súbitamente, por una sonrisa o un sutil fruncimiento. Yo sabía que si daba rienda
suelta a mis sentimientos, quedaría aterrorizado por lo que estaba sucediendo. Ella también
debió notarlo. Me volvió a tomar en sus brazos.
—Bebe, príncipe —susurró—. Toma de mí toda la fuerza que necesites para hacer lo que
quiero que hagas.
No sé cuánto tiempo pasó. Cuando ella se arrancó de mí, yo quedé como drogado, un
instante; luego, la claridad fue, como siempre, sobrecogedora. La monótona música del templo
retronaba a través de los muros.
—¡Azim! ¡Azim! ¡Azim!
Al arrástrame ella consigo, pareció como si mi cuerpo ya no existiera, excepto como una
visión que mantenía en su lugar. Sentía mi propio rostro, los huesos bajo la piel, sentía que
tocaba algo sólido que era yo mismo; pero aquella piel, aquella sensación. Era completamente
nueva. ¿Qué quedaba de mí?
Las puertas de madera se abrieron ante nuestra presencia como por arte de magia. En
silencio entramos en un largo pasillo sostenido por esbeltas columnas de mármol y arcos
festoneados, pero aquello no era sino el extremo exterior de una inmensa sala central. Esta
sala estaba atestada de fieles que gritaban frenéticos y que ni siquiera nos vieron o percibieron
nuestra presencia, ya que prosiguieron danzando, salmodiando, saltando en el aire con la
esperanza de vislumbrar a su dios, a su único dios.
—Quédate junto a mí, Lestat —dijo ella; su voz se abrió paso trepanando el alboroto, pero
yo la oí como si me hubiera acariciado un guante de terciopelo.
La masa se dividió, violentamente, con cuerpos empujados a izquierda y derecha. Poco
después, los gritos reemplazaron a la salmodia; la sala quedó convertida en un caos mientras
un sendero hacia el centro de la sala permanecía abierto para nosotros. Platillos y tambores
fueron acallados; gemidos y débiles sollozos lastimosos nos envolvieron.
Y, cuando Akasha avanzó y echó su velo hacia atrás, se alzó un gran suspiro de
admiración.
A algunos metros de distancia, en el centro del suelo decorado, se hallaba el dios de la
sangre, Azim, tocado con un turbante de seda negra y vestido en brocados. Al mirar a Akasha,
al mirarme a mí, su rostro quedó desfigurado por el odio.
A nuestro entorno, la muchedumbre elevaba plegarias; una voz estridente gritó un himno a
«la madre eterna».
—¡Silencio! —ordenó Azim. Yo no conocía el idioma, pero comprendí la palabra.
Pude oír el gorgoteo de la sangre humana en su voz; pude ver la sangre que corría por sus
venas. De hecho, nunca había visto ningún vampiro o bebedor de sangre tan atiborrado de
sangre humana como aquel; era tan viejo como Marius, seguramente, pero su piel tenía un
fulgor dorado oscuro. Una finísima película de sudor ensangrentado cubría su piel por
completo, incluso los dorsos de sus enormes manos de blanda apariencia.
—¡Osas venir a mi templo! —exclamó, y otra vez el idioma se me escapó, pero el
significado me quedó por telepatía claro.
—¡Morirás ahora! —sentenció Akasha, con la voz aún más suave de como lo había sido un
momento antes—. Has descarriado a estos desesperados inocentes; tú, quien se ha cebado
con sus vidas y su sangre como una sanguijuela a punto de reventar.
Chillidos surgieron de los fieles, gritos de piedad. De nuevo Azim los mandó callar.
—¿Qué derecho tienes a condenar mi culto? —interrogó, señalándonos con el dedo—,
¿qué derecho tienes, tú, que has permanecido sentada y callada en tu trono desde la aurora de
los tiempos?
—Los tiempos no empezaron contigo, maldito hermoso —respondió Akasha—. Yo ya era
vieja cuando tú naciste. Y ahora me he levantado para reinar, tal como era mi destino. Y tu
morirás como ejemplo para los tuyos. Eres mi primer y gran mártir. ¡Morirás ahora mismo!
Él trató de arremeter contra ella; y yo intenté interponerme entre los dos; pero todo fue
demasiado rápido para ser visto. Ella lo aferró con unos medios invisibles y lo empujó hacia
atrás, de tal forma que sus pies se deslizaron por las baldosas de mármol; se tambaleó y casi
cayó, pero, por medio de una especie de danza, consiguió mantener el equilibrio. Tenía lo ojos
en blanco.
Un grito profundo y gorjeante salió de su garganta. Estaba ardiendo. Sus ropajes estaban
ardiendo; y luego el humo salió de él, gris, fino y ondulando en la penumbra mientras la
aterrorizada turba daba rienda suelta a gritos y gemidos. Azim se retorcía y el calor lo
consumía; entonces, repentinamente, se dobló, se irguió y, con los ojos clavados en ella, se
lanzó a su encuentro con los brazos abiertos.
Pareció que la alcanzaría antes de que ella supiese qué debía hacer. De nuevo, intenté
ponerme ante ella, pero, con un rápido empujón de su mano derecha me lanzó otra vez hacia
el enjambre humano. Por todas partes a mi alrededor había cuerpos desnudos, luchando por
apartarse de mí, mientras yo intentaba recuperar el equilibrio.
Me di la vuelta y lo vi situado a menos de un metro de ella, gruñendo y tratando de
alcanzarla al otro lado de algún obstáculo invisible e insuperable.
—¡Muere, maldito! —exclamó ella. Y me llevé las manos a los oídos—. Vete al pozo de la
perdición. Lo he creado especialmente para ti.
La cabeza de Azim explotó. Humo y llamaradas brotaron de su cráneo reventado. Sus ojos
quedaron negros. Como un relámpago, su cuerpo entero se incendió; sin embargo cayó en una
postura humana, con el puño levantado, amenazador, contra ella, las piernas dobladas como si
quisiese tratar de levantarse de nuevo. Luego su forma desapareció por completo en un gran
resplandor anaranjado.
El pánico se abatió en la congregación, como había ocurrido con los fans roqueros en el
exterior de la sala del concierto, cuando los fuegos habían estallado y Gabrielle, Louis y yo
habíamos emprendido la huida.
No obstante, aquí parecía que la histeria había alcanzado un tono más peligroso. Cuerpos
chocaban contra las esbeltas columnas de mármol. Hombres y mujeres quedaban aplastados
al instante cuando otros pasaban por encima de ellos precipitándose hacia las puertas.
Akasha se dio la vuelta, sus ropajes atrapados en una breve danza de sedas blancas y
negras a su alrededor; y, por todas partes, seres humanos eran cogidos como por manos
invisibles y lanzados al suelo.
Sus cuerpos se retorcían convulsamente. Las mujeres, contemplando las víctimas del
ataque, aullaban y se mesaban el cabello.
Tardé aún unos momentos en darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, en darme cuenta
de que ella estaba matando a los hombres. No era por medio del fuego. Era un golpe invisible
en los órganos vitales. La sangre les salía por los oídos y por los ojos, y expiraban.
Enfurecidas, varias mujeres se lanzaron hacia ella, sólo para encontrarse con el mismo destino.
Los hombres que la atacaban eran abatidos al instante.
Luego oí su voz en el interior de mi cabeza:
«Mátalos, Lestat. Aniquila a los hombres, hasta el último.»
Quedé paralizado. Yo estaba a su lado, por si uno de ellos se le acercaba demasiado. Pero
no tenían ninguna oportunidad. Aquello iba más allá de cualquier pesadilla, más allá de los
estúpidos horrores en que había tomado parte durante toda mi maldita vida.
De pronto se situó frente a mí, cogiéndome los brazos. Su suave voz helada se había
convertido en un sonido arrollador en mi cerebro.
«Príncipe mío, amor mío. Lo harás por mí. Mata a los varones para que así la leyenda de su
castigo sobrepase la leyenda del templo. Son los secuaces del dios de la sangre. Las mujeres
están indefensas. Castiga a los varones en mi nombre.»
—¡Oh, Dios, ayúdame! ¡Por favor, no me pidas que haga una cosa así! —mascullé—. ¡Son
míseros humanos!
La muchedumbre parecía haber perdido toda razón. Los que habían huido hacia el patio
trasero estaban acorralados. Los muertos y los que los lloraban yacían esparcidos por todas
partes, mientras que, de la multitud que esperaba ante las puertas principales, ignorante de lo
que sucedía, se elevaban las súplicas más patéticas.
—Déjalos ir, Akasha, por favor —le dije. ¿Alguna vez en mi vida había rogado por algo
como lo hacía ahora? ¿Qué tenían que ver aquellos pobres seres con nosotros?
Ella se acercó a mí. No podía ver sino sus ojos negrísimos.
—Amor mío, esto es una Guerra Santa. No es el aborrecible alimentarse de vidas humanas
que has hecho noche tras noche sin plan ni razón, sólo para sobrevivir. Ahora matarás en mi
nombre y en nombre de la causa y yo te daré la libertad más grande que nunca se ha dado al
hombre; yo te digo que matar al hermano mortal es justo. Ahora utiliza el nuevo poder con que
te he dotado. Elige a tus víctimas una a una, usa tu fuerza invisible o la fuerza de tus manos.
La cabeza me daba vueltas. ¿Tenía yo ese poder de derribar a los hombres en el sitio? Miré
a la sala humeante a mi entorno, donde el incienso continuaba brotando de los braseros y los
cuerpos caían unos encima de otros, donde hombres y mujeres se abrazaban aterrados,
mientras unos pocos se arrastraban hacia los rincones, como si allí pudieran encontrarse a
salvo.
—Ahora no queda vida para ellos, salvo para constituir un ejemplo —dijo—. Haz como te
ordeno.
Me pareció tener una visión; porque seguro que aquello no provenía de mi corazón o de mi
mente, vi una figura delgada y demacrada alzarse ante mí; mis dientes rechinaron al mirarla
con ferocidad, concentrando mi malignidad como si fuera un rayo láser, y vi a la víctima
levantarse del suelo y salir disparada hacia atrás, al tiempo que la sangre salía a borbotones de
su boca. Sin vida, reseca, cayó al suelo. Había sido como un espasmo; había ocurrido sólo son
el esfuerzo que haría falta para gritar, para lanzar la voz, invisible pero poderosa, a través de
un gran espacio.
«Sí, mátalos. Dales en los órganos más tiernos; reviéntaselos; haz que la sangre salga en
un manantial. Tú sabes que siempre lo habías querido hacer. ¡Matar como si no fuera nada,
destruir sin escrúpulo o remordimiento!»
Era cierto, tan cierto...; pero también era prohibido, prohibido como nada más en la Tierra
está prohibido...
«Amor mío, es tan común como el hambre, tan común como el tiempo. Y ahora tienes mi
poder y mi mandato. Tú y yo vamos a ponerle fin con lo que ahora vamos a realizar.»
Un joven me embistió, enloquecido, con las manos extendidas para coger mi cuello.
«Mátalo.» El joven me maldijo mientras yo lo empujaba hacia atrás con el poder invisible; sentí
el espasmo muy en lo hondo de mi garganta y de mi vientre, y luego un súbito apretón en las
sienes; sentí que el poder lo tocaba, sentí que salía de mí; lo sentí con tanta certeza como si
hubiera penetrado su cráneo con mis dedos y estuviera estrujando su cerebro. Verlo habría
sido muy crudo; no había necesidad. Lo único que necesitaba ver era la sangre saliendo a
chorro de su boca y de sus oídos y derramándose por su pecho desnudo.
¡Oh, ella tenía razón! ¡Cuánto había deseado hacerlo! ¡Cómo había soñado con ello en mis
primeros años mortales! La rara dicha de matarlos, de matarlos, con todos sus nombres, que
eran el mismo nombre (enemigo), de matar a los que se merecían la muerte, a los que habían
nacido para ser carne de matanza, la matanza con plena fuerza, con todo mi cuerpo
tornándose pura musculatura, con mis dientes apretados, con mi odio y mi invisible fuerza
hechos uno.
Corrían en todas direcciones, pero aquello sólo hacía que me inflamara más y más. Los
empujaba, el poder los aplastaba contra los muros. Apuntaba a su corazón con aquella invisible
lengua y oía su corazón estallar. Giraba y giraba sobre mí mismo, dirigiendo el poder
cuidadosamente pero enseguida a éste, a aquél y luego a aquel otro que cruzaba la puerta
corriendo y a otro que se precipitaba por el pasillo y a otro que arrancaba la lámpara de sus
cadenas y me la lanzaba estúpidamente.
Los perseguí hacia las estancias traseras del templo, atravesando con regocijante facilidad
montones de oro y plata, tumbándolos de espaldas como con largos dedos invisibles, y
después, con esos dedos invisibles, atenazando sus arterias hasta que la sangre brotaba de la
carne reventada.
Las mujeres se agruparon llorando; algunas huyeron. Oí como se partían los huesos al pisar
los cadáveres. Entonces me di cuenta de que ella también los estaba matando; de que lo
estábamos haciendo conjuntamente; ahora la sala estaba llena de muertos y mutilados. Un
oscuro y fétido olor a sangre lo impregnaba todo; el viento renovador y fresco no podía
disiparlo; el aire estaba cargado con débiles gritos de desesperación.
Un hombre gigantesco me arremetió, con los ojos desorbitados, intentando detenerme con
una gran espada curva. Enfurecido, le arrebaté el arma y con ella le corté el cuello en redondo.
Atravesó la espina dorsal, rompiéndola y rompiéndose, y cabeza y hoja cayeron a mis pies.
De una patada aparté el cuerpo. Salí al patio y contemplé a los que retrocedían ante mí,
aterrorizados. Yo ya no razonaba, ya no tenía conciencia. Perseguirlos, acorralarlos, apartar a
un lado a las mujeres detrás de quienes se escondían, a las mujeres que se esforzaban, tan
patéticamente, por ocultarlos, dirigir el poder al lugar exacto, y bombear el poder a aquel punto
vulnerable hasta que yacían inmóviles; era un juego sin sentido.
¡Las puertas del recinto! Ella me llamaba. Los hombres del patio estaban todos muertos; las
mujeres se mesaban los cabellos sollozando. Andando crucé el templo profanado, por entre los
muertos y las que lloraban esos muertos. La muchedumbre de las puertas se había arrodillado
en la nieve, ignorante de lo que había sucedido en el interior, con las voces alzadas en súplica
desesperada.
«Admitidme a la cámara, admitidme a la visión y al hambre del señor.»
A la vista de Akasha, sus gritos aumentaron de volumen. Extendieron los brazos para tocar
sus ropajes; los cerrojos se rompieron y las puertas se abrieron de par en par. El viento aullaba
al acanalarse en el puerto de montaña; la campana de la torre tañía con sonido débil, hueco.
De nuevo empecé a derribarlos, reventando cerebros, corazones y arterias. Vi sus delgados
brazos abiertos en cruz en la nieve. El mismo viento apestaba a sangre. La voz de Akasha se
oía por encima de los horripilantes gritos; decía a las mujeres que se retirasen, que se fuesen,
que así quedarían a salvo.
Al final, yo estaba matando tan aprisa que ni siquiera podía verlo. Los varones. Los varones
deben morir. Me apresuraba a la consecución de aquel objetivo: que todo hombre que se
moviese, se agitase o gimotease debía morir.
Como un ángel descendí con una espada invisible por el serpenteante sendero. Y al final, a
lo largo de todo el recorrido que bordeaba el precipicio, cayeron todos de rodillas esperando la
muerte. ¡La aceptaron con una horrorosa pasividad!
De repente sentí que ella me abrazaba, aunque no estaba cerca de mí. Oí su voz en el
interior de mi cabeza:
«Bien hecho, príncipe.»
No podía parar. Aquel poder invisible era ahora uno de mis miembros. No podía frenarlo y
devolverlo a mi interior. Era como si mi vida dependiera de tomar aire en aquel momento, como
si no tomarlo me llevara a la muerte. Pero ella me inmovilizó y una gran calma se abatió sobre
mí, como si me hubieran inyectado una droga en las venas. Finalmente me inmovilicé aun más
y el poder se concentró en mi interior, se convirtió en parte de mí y nada más.
Me di la vuelta despacio. Miré hacia las claras cimas nevadas, al cielo perfectamente negro
y la larga fila de cadáveres oscuros yaciendo en la senda de las puertas del templo. Las
mujeres se abrazaban entre ellas, fuertemente, sollozando de incredulidad o soltando graves y
terribles gimoteos. Olí a muerte como nunca había olido en mi vida; bajé la vista hacia las
migajas de carne y coágulos de sangre que habían salpicado mi atuendo. ¡Pero mis manos!
Mis manos estaban blanquísimas, limpísimas. «Buen Dios, ¡yo no lo hice! Yo no. No lo hice. ¡Y
mis manos están limpias!»
¡Oh, pero yo lo había hecho! ¿Y qué soy yo que pude hacerlo, que lo amé, que lo amé más
allá de toda razón, que lo amé como los hombres siempre lo han amado en la absoluta libertad
moral de la guerra...?
Pareció hacerse un silencio.
Si las mujeres aún lloraban, yo no las oía. Tampoco oía el viento. Me movía, aunque no
sabía por qué. Había caído de rodillas y extendía la mano hacia el último hombre que había
muerto, el cual estaba tirado en la nieve, como pedazos de leña; puse la mano en la sangre de
su boca y la esparcí en mis palmas, y con ellas ensangrentadas me froté el rostro.
En doscientos años nunca había matado sin haber probado la sangre de la víctima, sin
haberla tomado, junto con la vida, para mí mismo. Por eso aquello fue algo monstruoso. Y allí
habían muerto más, en unos instantes horrorosos, que yo no había enviado a sus tumbas
prematuramente en toda mi vida. Y había sido realizado con la facilidad del pensamiento y del
aliento. ¡Oh, aquella matanza, nunca podrá expiarse! ¡Nunca podrá justificarse!
Me quedé contemplando la nieve, a través de mis dedos ensangrentados; llorando y
odiando a la vez. Luego, gradualmente, noté que en las mujeres había tenido lugar un cambio.
Algo estaba ocurriendo a mi alrededor, lo percibía como si el aire frío hubiese sido calentado y
el viento hubiese escampado dejando la pronunciada ladera tranquila.
Luego, el cambio pareció penetrar en mí, aplacando mi angustia y disminuyendo la
velocidad de los latidos de mi corazón.
Los lamentos habían cesado. Efectivamente, las mujeres bajaban por el sendero en parejas
o en grupos de tres, como si estuvieran en trance, pasando por encima de los muertos. Parecía
que sonase una música dulce y que de repente de la tierra hubiesen brotado flores
primaverales de todo color y descripción y que el aire estuviera impregnado de su perfume.
Pero aquello no estaba sucediendo en realidad, ¿no? En una neblina de colores apagados,
las mujeres pasaban junto a mí, en harapos y sedas y capas oscuras. Me estremecí de pies a
cabeza. ¡Tenía que pensar con claridad! No había tiempo para estar desorientado. Aquel poder
y los cuerpos muertos no eran un sueño, y yo no podía, no podía en absoluto, rendirme a
aquella sobrecogedora sensación de paz y bienestar.
—¡Akasha! —exclamé en un susurro.
Luego, levantando los ojos, no porque quisiese, sino porque tuve que hacerlo, la vi subida
en un promontorio lejano, y vi a las mujeres, jóvenes y viejas, que andaban hacia ella, algunas
tan debilitadas por el frío y por el hambre que tenían que ser arrastradas por las demás por el
suelo helado.
Un silencio absoluto se había abatido sobre todas las cosas.
Sin palabras, empezó a hablar a la asamblea reunida ante ella. Pareció que se les dirigiera
en su propia lengua, o en algo más que simple lengua. No podría decirlo.
Aturdido, vi que abría los brazos en cruz para ellos. Su pelo negro se derramaba en sus
blancas espaldas y los pliegues de su sencillo vestido apenas se movían en el viento insonoro.
Me causó un grandioso impacto, ya que nunca en mi vida había contemplado nada tan bello
como ella; no era simplemente la suma de sus atributos físicos, era la pura serenidad, la
esencia, lo que percibió lo más hondo de mi alma. Una encantadora euforia me invadió
mientras ella habló.
No temáis, les decía. El reino sangriento de vuestro dios se ha acabado y ahora podréis
regresar a la verdad.
Suaves himnos se alzaron de las adoradoras. Algunas inclinaron las frentes hasta el suelo,
ante ella. Pareció que aquello la complacía, o al menos lo permitía.
Debéis regresar a vuestros hogares, decía. Debéis contar a vuestros conocidos que el dios
de la sangre ha muerto. La Reina de los Cielos lo ha destruido. La Reina de los Cielos destruirá
a todos los varones que aún crean en él. La Reina de los Cielos traerá un nuevo reino de paz
en la tierra. Habrá muerte para los varones que os han oprimido, pero debéis esperar a mi
señal.
Cuando hacía una pausa, los himnos se elevaban de nuevo. La Reina de los Cielos, la
Diosa, la Santa Madre... la vieja letanía, cantada en mil lenguas por todo el mundo, encontraba
una nueva forma.
Temblé. Me hice temblar. ¡Tenía que comprender aquel hechizo! Era un truco del poder,
igual que la matanza había sido un truco del poder... algo definible y mensurable, pero
permanecía drogado por la contemplación de ella, por los himnos, por el suave envolvimiento
de aquella sensación: todo está bien, todo es como debería ser. Todos estamos a salvo.
Desde los recovecos soleados de mi mente mortal, me vino a la memoria un día (un día
como muchos otros antes de él), un día del mes de mayo, en nuestro pueblo, el día en que
habíamos coronado una estatua de la Virgen entre los campos de flores de suave fragancia, en
que habíamos cantado exquisitos himnos. Ah, el encanto de aquel momento, cuando habían
levantado la corona de azucenas blancas a la cabeza de la Virgen, cubierta con un velo. Por la
noche había regresado a casa cantando aquellos himnos. En un viejo libro de plegarias
encontré una imagen de la Virgen, y me llenó de encanto y maravilloso fervor religioso, como el
que sentía ahora.
Y, desde algún lugar en lo más profundo de mí, donde el sol no había penetrado nunca, me
llegó la conclusión de que si creía en ella y en lo que estaba diciendo, aquel hecho inenarrable,
aquella matanza cometida en frágiles e indefensos mortales, se redimiría de alguna forma.
«Ahora matarás en mi nombre y en nombre de la causa y yo te daré la libertad más grande
que nunca se ha dado al hombre: yo te digo que matar al hermano mortal es justo.»
—Seguid vuestro camino —decía en voz alta—. Dejad este templo para siempre. Dejad a
los muertos a la nieve y a los vientos. Contadlo a la gente. Una nueva era está al llegar, una
era en que esos hombres que glorifican la muerte y la matanza recibirán su merecido; y la era
de paz será para vosotras. Volveré a vosotras. Os enseñaré el camino. Esperad a mi llegada. Y
entonces os diré lo que tenéis que hacer. Por ahora, creed en mí y en lo que aquí habéis visto.
Y decid a las demás que también pueden creer. Dejad que vengan los hombres a ver lo que les
aguarda. Esperad mis señales.
Como un solo cuerpo se movieron para obedecer su mandato; echaron a correr por el
sendero montaña abajo, hacia las distanciadas adoradoras que habían escapado de la
masacre; sus gritos sonaban ahogados y extáticos en el vacío nevado.
El viento arreciaba con violencia a lo largo del valle; arriba, en la montaña, la campana del
templo tañó con otro repique apagado. El viento desgarraba las escasas ropas de los muertos.
Había empezado a nevar, al principio con suavidad, después intensamente, cubriendo piernas,
brazos y rostros morenos, rostros con los ojos abiertos.
La sensación de bienestar se había disipado, y todos los aspectos crudos del momento
estaban de nuevo claros, eran ineludibles. Aquellas mujeres, aquel castigo divino... ¡Cadáveres
en la nieve! Innegables demostraciones de poder, trastornador, sobrecogedor.
Luego un dulce y leve sonido rompió el silencio; cosas que se hacían añicos arriba en el
templo; cosas cayendo, rompiéndose.
Me volví y la miré. Continuaba en el pequeño promontorio, con la capa suelta en sus
hombros, su piel tan blanca como la nieve que caía. Ella tenía los ojos fijos en el templo. Y,
como los sonidos seguían, supe lo que estaba ocurriendo en el interior.
Tinajas de aceite quebrándose; braseros cayendo. El suave crepitar de la ropa al prender en
llamas. Finalmente surgió el humo, espeso y negro, ondulando desde el campanario y desde
encima del muro trasero.
El campanario se estremeció; un estruendo estrepitoso hizo eco en los desfiladeros más
alejados; y las piedras se derrumbaron, el campanario se desmoronó. Cayó hacia el valle, y la
campana, con un repique final, desapareció en el blando abismo blanco.
El templo se consumió en llamas.
Me quedé mirándolo, con los ojos húmedos por el humo que el viento arrastraba por el
sendero, llevando consigo cenizas y partículas de hollín.
Yo era consciente de que mi cuerpo no tenía frío a pesar de la nieve. Que no estaba
cansado por el esfuerzo de matar. Ciertamente mi piel estaba más blanca que nunca. Y mis
pulmones tomaban el aire con tanta eficacia que no podía oír siquiera mi propia respiración;
incluso mi corazón marchaba con mas suavidad, con más regularidad. Sólo mi alma estaba
magullada y dolorida.
Por primera vez en mi vida, tanto mortal como inmortal, tuve miedo de morir. Tuve miedo de
que ella pudiera destruirme, y con razón, porque yo, simplemente, no podría volver a hacer lo
que acababa de hacer. No podría colaborar en aquel plan. Y rogué para que ella no pudiera
obligarme a hacerlo, para que yo tuviera fuerzas para negarme a hacerlo.
Sentí sus manos en mis hombros.
—Vuélvete y mírame, Lestat —dijo.
Hice lo que me pedía. Y allí estaba de nuevo: la belleza más seductora que jamás
contemplé.
«Y yo soy tuya, amor mío. Eres mi único compañero, mi instrumento más preciado. Lo
sabes, ¿no?»
De nuevo, un temblor deliberado. En nombre de Dios, ¿dónde estás, Lestat? ¿Vas a
reprimir que tu corazón hable con toda sinceridad?
—Akasha, ayúdame —susurré—. Dime. ¿Por qué quieres que lleve a cabo esto, esta
matanza? ¿Qué querías decir cuando les anunciaste que los hombres serían castigados, que
habría un reino de paz en la Tierra? —Qué estúpidas sonaron mis palabras. Mirando en sus
ojos podía creer realmente que era la diosa. Era como si ella me extrajera la convicción, como
si me extrajera la sangre.
De súbito eché a temblar de miedo. Temblaba. Por primera vez supe lo que significaba de
verdad aquella palabra. Intenté decir algo más, pero tan sólo tartamudeé. Finalmente exploté:
—¿En nombre de qué moralidad vas a hacerlo?
—¡En el nombre de mi moralidad! —respondió, con su leve sonrisa, tan hermosa como
siempre—. ¡Yo soy la razón, yo soy la justificación, yo soy el bien por el cual se va a hacer! —
Su voz tuvo una frialdad colérica, pero su expresión vacía y dulce no había cambiado—. Ahora
escúchame, hermoso mío —prosiguió—. Yo te quiero. Me has despertado de mi largo letargo,
me has despertado para mi gran objetivo; me produce alegría simplemente mirarte, ver la luz
en tus ojos azules, escuchar el timbre de tu voz. Verte morir me produciría un dolor
incomprensible para ti. Pero pongo a las estrellas por testigo que tú me vas a ayudar en esta
misión. O no serás más que el instrumento para el inicio, como Judas lo fue para Cristo. Y te
destruiré como Cristo destruyó a Judas en cuanto acabó su papel.
La rabia me abrumó. No pude evitarlo. El paso del miedo a la rabia fue tan inmediato que mi
interior se puso a hervir.
—¡Pero cómo osas cometer esos actos! —exclamé—. ¡Enviar a esas almas ignorantes a
predicar por el mundo mentiras delirantes!
Ella se quedó mirándome en silencio; pareció que iba a golpearme; su rostro se convirtió de
nuevo en el de una estatua; y yo pensé «Bien, ha llegado mi hora, moriré como vi morir a Azim.
No puedo salvar ni a Gabrielle ni a Louis. No puedo salvar a Armand. No voy a luchar porque
sería inútil. Ni me moveré cuando suceda. Iré más adentro de mí, tal vez, si debo escapar del
dolor. Encontraré alguna última ilusión como Baby Jenks, y me aferraré a ella hasta que ya no
sea Lestat.»
Ella no se movió. Las hogueras de la montaña se iban apagando. La nieve caía más tupida,
y ella, al quedarse bajo la silenciosa nevada, blanca como blanca era la nieve, se había
convertido en un fantasma.
—En realidad no tienes miedo de nada, ¿verdad? —dijo ella.
—Tengo miedo de ti —dije.
—Oh, no, no lo creo.
Asentí.
—Tengo miedo. Y te diré además lo que soy: soy una alimaña para la tierra. Nada más que
eso. Un aborrecible asesino de seres humanos. \Sé que soy eso! ¡Y no pretendo ser lo que no
soy! ¡Has dicho a esas ignorantes gentes que eres la Reina de los Cielos! ¿Cómo tienes
intención de dar significado a esas palabras? ¿Qué efecto tendrán entre mentes simples y
estúpidas?
—¡Qué arrogancia! —dijo—. ¡Qué increíble arrogancia!, pero te amo. Amo tu valor, tu arrojo,
que siempre ha sido tu gracia salvadora. Amo incluso tu estupidez. ¿No comprendes? ¡Ahora
no hay promesa que no pueda cumplir! ¡Acabaré con los mitos! Soy la Reina de los Cielos. Y
finalmente los Cielos gobernarán en la Tierra. ¡Seré lo que diga que soy!
—¡Oh, señor, oh, Dios! —mascullé.
—No pronuncies esas palabras huecas. ¡Esas palabras que nunca han significado nada
para nadie! Te hallas en presencia de la única diosa que conocerás. Y tú eres el único dios que
la gente conocerá. Bien, ahora tendrás que pensar como un dios, hermosura. Tienes que
pensar en algo más allá de tus pequeñas ambiciones egoístas. ¿No te das cuenta de lo que ha
tenido lugar?
Negué con la cabeza.
—No sé nada. Me estoy volviendo loco.
Ella rió. Echó la cabeza hacia atrás y rió.
—Nosotros somos lo que ellos sueñan, Lestat. No podemos decepcionarlos. Si lo hacemos,
la verdad implícita en la tierra bajo nuestros pies será traicionada.
Se volvió y se alejó de mí. Regresó al pequeño promontorio de piedra que afloraba entre la
nieve, a la roca donde había permanecido antes. Miraba hacia el valle, hacia el sendero que
seguía el despeñadero vertical que quedaba bajo sus pies, hacia los peregrinos que se volvían
atrás cuando las mujeres que huían les transmitían el mensaje.
Oí gritos que resonaban en las laderas rocosas de las montañas. Oí hombres que morían,
más abajo, mientras ella, invisible, los abatía con su gran poder, aquel gran, seductor, simple
poder. Y las mujeres balbuceaban como dementes acerca de milagros y visiones. Luego se
arreció el viento, engulléndolo todo, o así pareció; el gran viento indiferente. Vi el rostro de ella
que resplandecía un instante; se acercó a mí; pensé: «Esto es otra vez la muerte, la muerte
que llega, los bosques y los lobos que vienen, y no hay lugar para esconderse»; y mis ojos se
cerraron.
Cuando desperté me hallaba en una pequeña casa o barraca. No sabía cómo había llegado
hasta allí ni cuánto tiempo había pasado desde la matanza de las montañas. Había estado
ahogado en las voces y, de vez en cuando, un sueño me había asaltado, un sueño terrible pero
ya familiar. Había visto a dos mujeres pelirrojas en el sueño. Estaban arrodilladas ante el altar,
donde un cadáver yacía en espera del cumplimiento de un ritual, un ritual crucial. Y había
estado luchando desesperadamente por comprender el contenido del sueño, porque parecía
que todo dependía de él; no debo volver a olvidarlo.
Pero ahora todo el sueño se había desvanecido. Las voces, las inquietantes imágenes; el
momento de apremio.
El lugar donde yacía era oscuro, húmedo y lleno de olores nauseabundos. En pequeñas
moradas a nuestro alrededor, los mortales vivían en la miseria, los bebés lloraban de hambre
entre olor a hogueras y a grasa rancia.
En aquel lugar había guerra, verdadera guerra. No la guerra de la ladera de la montaña,
sino la guerra al estilo típico del siglo. Por las mentes de los afligidos la capté en imágenes
viscosas (un interminable ejercicio de carnicería y de amenaza): autobuses incendiados, gente
atrapada en el interior golpeando las ventanas cerradas; camiones explotando, mujeres y niños
huyendo del fuego de las ametralladoras.
Yacía en el suelo como si alguien me hubiese tirado allí. Y Akasha estaba en el umbral de la
puerta, estrechamente envuelta en su capa, hasta sus ojos, que escrutaban en la oscuridad.
Cuando me hube incorporado y me acerqué a ella, vi un fangoso callejón lleno de charcos y
de otras pequeñas construcciones, algunas con techos de hojalata y otras con techos de
periódicos que se hundían. Los hombres dormían apoyados contra las sucias paredes,
envueltos de pies a cabeza como por mortajas. Pero no estaban muertos; y las ratas que ellos
trataban de esquivar lo sabían. Y las ratas mordisqueaban sus envolturas y los hombres se
agitaban y soltaban sacudidas en su sueño.
Hacía mucho calor, y el calor exacerbaba los hedores del lugar; orina, heces, los vómitos de
los niños moribundos. Podía incluso oler el hambre de los niños cuando lloraban
espasmódicamente. Podía oler el penetrante olor a humedad marina de los desagües y de los
pozos negros.
Aquello no era un pueblo; era una agrupación de casuchas y chozas, era un lugar de
desesperación. Entre las construcciones yacían cadáveres. Las epidemias se extendían; y los
viejos y los enfermos permanecían sentados en silencio, en la oscuridad, soñando en nada, o
en la muerte quizás, que era nada, mientras los bebés lloraban.
Por la callejuela bajaba un niño con paso vacilante y vientre inflado, sollozando y frotándose
con su pequeño puño su ojo hinchado.
Pareció no vernos en la oscuridad. De puerta a puerta pasaba gritando, con su lisa piel
tostada reluciendo al alejarse, por el difuminado parpadeo de las hogueras.
—¿Dónde estamos? —le pregunté a ella.
Aturdido, vi que se volvía y levantaba cariñosamente sus manos para acariciar mi pelo y mi
cara. El alivio se derramó por todo mi cuerpo. Pero el crudo sufrimiento del lugar era
demasiado intenso para que el alivio tuviese mucha importancia. Así pues, ella no me había
destruido; me había llevado al infierno. ¿Con qué propósito?
Alrededor de mí, todo era miseria, desesperación. ¿Qué cosa o acto podría anular el
sufrimiento de todas aquellas miserables gentes?
—Mi pobre guerrero —dijo con los ojos llenos de lágrimas ensangrentadas—. ¿No sabes
dónde estamos?
No respondí.
Habló despacio, cerca de mi oído:
—¿Quieres que te recite los nombres como un poema? —interrogó—. Calcuta, si lo deseas,
o Etiopía; o las calles de Bombay; esas pobres almas podrían ser campesinos de Sri Lanka; o
del Pakistán; o de Nicaragua o de El Salvador. No importa lo que es; lo que importa es cuánto
hay; lo que importa es que, por todas partes, alrededor de los oasis de vuestras rutilantes
ciudades occidentales, existe; ¡es tres cuartas partes del mundo! Abre los oídos, querido;
escucha sus plegarias; escucha el silencio de los que han aprendido a rezar para nada. Porque
nada ha sido siempre su parte, sea cual sea el nombre de su nación, de su ciudad, de su tribu.
Juntos salimos a las calles embarradas; pasamos por delante de montones de excrementos
y putrefactos charcos, los perros famélicos nos salían al encuentro y las ratas cruzaban
disparadas ante nuestro paso. Llegamos a las ruinas de un antiguo palacio. Los reptiles se
deslizaban por entre las piedras. Enjambres de mosquitos llenaban la oscuridad. Piltrafas de
hombres yacían en una larga hilera junto a las aguas de un arroyo pestilente. Más allá, en la
ciénaga, cadáveres henchidos, podridos, olvidados.
A los lejos, por la carretera, pasaban los camiones, enviando sus ronquidos a través del
sofocante calor como si fueran truenos. La miseria del lugar era como un gas letal, que me
envenenaba mientras permanecía allí. Aquel era el confín mísero del jardín salvaje del mundo,
el rincón en donde la esperanza no podía florecer. Aquello era un pozo negro.
—Pero ¿qué podemos hacer? —pregunté en un susurro—. ¿Por qué hemos venido aquí?
—De nuevo su belleza me distrajo; la mirada de compasión que súbitamente la afectó me
provocó ganas de llorar.
—Podemos reformar el mundo —dijo—, tal como te expliqué. Podemos hacer que los mitos
sean reales; y vendrá el tiempo en que esto será un mito, en que los humanos no conocerán
una tal degradación. Nos encargaremos de ello, mi amor.
—Pero son ellos quienes tienen que resolverlo, ¿no? No es solamente su obligación, es su
derecho. ¿Cómo podemos ayudarlos en algo así? ¿Cómo puede nuestra intervención no
conducir a la catástrofe?
—Tendremos que cuidar de que eso no ocurra —dijo con calma—. Ah, aún no has
empezado a comprender. No te das cuenta de la fuerza que poseemos. Nada puede
detenernos. Pero ahora tienes que observar. Todavía no estás preparado y no quiero forzarte
otra vez. Cuando vuelvas a matar para mí, deberás tener fe total, absoluta convicción. Ten por
seguro que te quiero y que sé que no puede educarse a un corazón en el espacio de una
noche. Pero aprende de lo que veas y oigas.
Volvió a salir a la calle. Durante un instante no fue más que una frágil figura, avanzando a
través de las sombras. Luego, de pronto, pude oír seres que se levantaban en las pequeñas
casuchas a nuestro entorno y vi salir a las mujeres y a los niños. Junto a mí, las formas
durmientes empezaron a agitarse. Me retiré hacia la oscuridad.
Temblaba. Me desesperaba por hacer algo, suplicarle que tuviera paciencia.
Pero de nuevo me inundó aquella sensación de paz, aquel hechizo de perfecta felicidad; y
viajaba hacia atrás en el tiempo, hacia la pequeña iglesia francesa de mi infancia y llegué
cuando se iniciaban los himnos. A través de mis lágrimas vi el resplandeciente altar. Vi la
imagen de la Virgen, aquel brillante cuadro dorado encima de las flores; oí el murmullo de las
avemarías como si fuera un hechizo. Bajo los arcos de Nuestra Señora de París oí a los
sacerdotes cantando la salve.
La voz de Akasha llegó clara, ineludible, como había ocurrido la noche anterior, como si
estuviera dentro de mi cerebro. Seguro que los mortales la oían con el mismo poder irresistible.
El mandato en sí mismo era sin palabras; y la esencia estaba más allá de toda discusión; que
un nuevo orden iba a empezar, un nuevo mundo en el que los seres ofendidos y los
maltratados encontrarían por fin la paz y la justicia. Exhortaba a las mujeres y a los niños a
sublevarse y a aniquilar a los hombres de su poblado. De cada cien varones, todos menos uno
debían ser aniquilados y de cada cien bebés niños, todos menos uno debían ser sacrificados
inmediatamente. Una vez esto se hubiera ejecutado a lo largo y ancho del mundo, vendría la
paz en la Tierra, no habría más guerras, habría comida y abundancia.
Era incapaz de moverme, o de dar voz a mi terror. Horrorizado oía los gritos frenéticos de
las mujeres. A mi entorno, las piltrafas de hombres dormidos se levantaban de sus envolturas,
sólo para ser lanzados contra las paredes, muriendo de la misma forma que los había visto
morir en el templo de Azim.
La calle era un griterío. En imágenes fugaces y difuminadas veía a la gente corriendo; veía
a los hombres precipitarse fuera de sus casas, sólo para caer en el fango. En la distante
carretera, los camiones estallaban en llamas, las ruedas chirriaban al perder el control los
conductores. Metal chocaba violentamente contra metal. Depósitos de gasolina explotaban; la
noche rebosaba de luz magnífica. Corriendo de casa en casa, las mujeres rodeaban a los
hombres y los mataban a golpes, con cualquier arma que tuvieran a mano. El poblado de
chozas y barracas, ¿había conocido alguna vez tanta vitalidad como ahora en nombre de la
muerte?
Y ella, la Reina de los Cielos, había ascendido y permanecía suspendida en el aire, por
encima de los techos de hojalata, una figura pura y delicada resplandeciente, recortada contra
las nubes como si estuviera hecha de llamas blancas.
Cerré mis ojos y me volví hacia la pared, clavando los dedos en la roca que se desmigajaba.
Pensar que éramos tan firmes como la roca, ella y yo. Sin embargo, no éramos de roca. No,
nunca lo fuimos. ¡Y no pertenecíamos al lugar! No teníamos derecho.
Pero mientras lloraba, sentí el suave abrazo del hechizo otra vez; la dulce sensación
adormecedora de estar rodeado de flores, de música lenta, de ritmo inevitable y cautivador.
Sentí que el cálido aire me entraba en los pulmones; sentí las antiguas baldosas de piedra bajo
mis pies.
Verdes colinas suaves se extendían ante mí en una perfección alucinante: un mundo sin
guerras ni privaciones, en el que las mujeres andarían libres y sin temores, las mujeres, que,
incluso bajo provocación, se retraerían ante la violencia común que acecha en el corazón de
todo hombre.
Contra mi voluntad yo vagaba por aquel nuevo mundo, desoyendo el sonido sordo de los
cuerpos cayendo en el suelo mojado, y los gritos y las maldiciones finales de los que eran
aniquilados.
En grandes imágenes de ensueño, vi ciudades enteras transformadas; vi calles sin el miedo
a los depredadores y a los dementes destructivos; calles en las cuales los seres caminaban sin
urgencia o desesperación. Las casas ya no eran fortalezas, los jardines ya no necesitaban
vallas.
—Oh, Marius, ayúdame —murmuré mientras el sol se vertía en los caminos bordeados de
árboles y en los verdes campos infinitos—. Por favor, ayúdame.
Y entonces otra visión me cogió por sorpresa, expulsando el hechizo. Volví a ver los
campos, pero no había luz del sol; era un lugar real, en alguna parte, y yo miraba a través de
los ojos de alguien o algo que andaba en línea recta, con pasos largos y decididos a una
velocidad increíble. Pero ¿quién era ese alguien? ¿Cuál era el destino de ese ser? Ese alguien
me enviaba aquella visión; era poderosa, se negaba a ser olvidada. Pero ¿por qué?
Se esfumó tan deprisa como había venido.
De nuevo me hallaba en la arcada derruida del palacio, entre los muertos por allí
esparcidos; desde el umbral contemplaba las figuras que corrían; oía los penetrantes gritos de
victoria y alegría.
«Sal, guerrero, donde te puedan ver. Ven a mí.»
Ella estaba ante mí, con los brazos abiertos. Dios, ¿qué creían que estaban viendo?
Durante un instante permanecí inmóvil; luego me dirigí hacia ella, aturdido y subyugado,
sintiendo los ojos de las mujeres en mí, sintiendo su mirada de adoración. Y cayeron de rodillas
cuando ella y yo nos reunimos. Sentí su mano cerrarse con demasiada fuerza; sentí mi corazón
palpitar con violencia. «Akasha, esto es una mentira, una terrible mentira. Y el mal que has
sembrado aquí dará frutos durante un siglo.»
De repente el mundo se inclinó. Ya no estábamos en el suelo. Ella me sostenía en sus
brazos; ascendíamos más allá de los tejados de hojalata; abajo, las mujeres hacían reverencias
y saludaban con las manos y con sus frentes tocaban el barro.
Contemplad el milagro, contemplad a la Madre, contemplad a la Madre y a su Ángel...
Luego, en un momento, el pueblo se convirtió en una diminuta salpicadura de tejados
plateados a mucha distancia por debajo de nosotros; toda aquella miseria se transmutó en
imágenes; de nuevo viajábamos en el viento.
Eché un vistazo atrás, intentando en vano reconocer el lugar concreto, las negras ciénagas,
las luces de la ciudad próxima, la delgada cinta que era la carretera donde los camiones
volcados aún quemaban. Pero ella tenía razón: en realidad no tenía ninguna importancia.
Sea lo que fuere lo que iba a suceder, ya había comenzado, y yo no sabía qué podría
detenerlo.
4
La historia de las gemelas,
primera parte
odos los ojos estaban puestos en Maharet mientras ésta reflexionaba. Al poco
tiempo, reanudó la narración, con palabras de apariencia espontánea, aunque de
fluir lento y pronunciación cuidada. No parecía triste, sino impaciente por examinar
de nuevo lo que iba a relatar.
—Bien, cuando digo que mi hermana y yo éramos hechiceras, quiero decir lo siguiente:
heredamos de nuestra madre (como ella había heredado de la suya) el poder de comunicarse
con los espíritus y de conseguir que cumpliesen nuestras órdenes. Podíamos percibir la
presencia de los espíritus (que son, en general, invisibles a los ojos humanos) y los espíritus se
sentían atraídos por nosotras.
»Y los que poseían poderes como nosotras tenían el respeto y el afecto de la gente de
nuestro pueblo, que nos solicitaba para pedirnos consejos, para hacer milagros y predecir el
futuro, y a veces para dar descanso a los espíritus de los muertos.
»Lo que estoy tratando de decir es que éramos consideradas buenas; teníamos nuestro
lugar y nuestra función en la sociedad.
»Por lo que sé, siempre han existido hechiceras, o brujas. Ahora también existen, aunque
ya no comprenden cuáles son sus poderes o cómo se deben utilizar. Luego hay esos que se
llaman clarividentes o médiums, o medio. O incluso detectives espiritistas. Todo es lo mismo.
Son personas que, por razones que nunca llegaremos a entender, atraen a los espíritus. Los
espíritus las encuentran absolutamente irresistibles; y, para captar la atención de esas
personas, usan todo tipo de trucos.
»Por lo que se refiere a los espíritus en sí, sé que tenéis mucha curiosidad acerca de su
naturaleza y propiedades; sé que no creéis (todos vosotros) en la historia del libro de Lestat, la
historia que nos cuenta cómo fueron erados la Madre y el Padre. No estoy segura de si el
mismo Marius, cuando se la contaron, la creyó; o la creía cuando se la transmitió a Lestat.
Marius asintió. En aquellos momentos ya había acumulado numerosos interrogantes. Pero
Maharet le hizo un ademán, indicándole que no se impacientara.
—Tened paciencia conmigo —dijo—. Os contaré todo lo que sabíamos entonces de los
espíritus, que es lo mismo que sé ahora. Comprenderéis, por supuesto, que otros pueden dar a
estos entes nombres diferentes. Y otros quizá los definirían más de acuerdo que no lo haré yo,
con el lenguaje de la ciencia.
»Los espíritus hablaban con nosotras sólo por telepatía; como he dicho, son invisibles; pero
se puede percibir su presencia; poseen distintas personalidades y nuestra familia de
hechiceras, con el paso de las muchas generaciones, les había dado nombres diversos.
»Los dividíamos, como siempre habían hecho los hechiceros, en buenos y malos; pero no
hay evidencia que ellos mismos tengan sentido del bien o del mal. Los malos espíritus son los
abiertamente hostiles a los seres humanos, y les gusta hacer jugarretas como tirar piedras,
hacer viento y otras cosas así de molestas. Los que poseen a los humanos son a menudo
espíritus "malvados"; los que embrujan las casas y se llaman duendes también entran en esta
categoría.
»Los buenos espíritus pueden amar, y por lo general también quieren ser amados. Raras
veces maquinan maldades por su cuenta. Responden preguntas acerca del futuro; nos cuentan
lo que sucede en otros lugares, en lugares remotos; y para las hechiceras de gran poder, como
éramos mi hermana y yo, para aquellos a quienes los espíritus amaban en verdad, realizan su
truco más grande y más agotador: hacen llover.
»Pero podéis deducir de lo que estoy diciendo que las etiquetas de bueno y malo son
inmediatamente adjudicables. Los buenos espíritus son útiles; los espíritus malignos son
peligrosos y destrozan los nervios. Prestar atención a los malos espíritus (invitarlos a
acercarse, a rondar junto a nosotros) es exponerse al desastre; porque no pueden ser
controlados hasta las últimas consecuencias.
«También existen abundantes evidencias de que, los que llamamos espíritus malvados, nos
envidian que seamos de carne y poseamos a la vez espíritu, que disfrutemos de los placeres y
de los poderes físicos a la vez que poseemos mentes espirituales. Muy probablemente, esta
mezcla de carne y espíritu que son los seres humanos hace que todos los espíritus sientan
curiosidad por ellos; eso era la fuente de nuestra atracción para con ellos; pero corroe a los
malos espíritus; a los espíritus malignos les gustaría experimentar los placeres sensuales, o
eso parece; sin embargo no pueden. Los buenos espíritus no manifiestan un tal desasosiego.
»Ahora, por lo que respecta a de dónde provienen los espíritus, ellos mismos nos solían
decir que siempre han existido. Se jactaban de haber observado cómo los seres humanos
dejábamos de ser animales y nos transformábamos en lo que éramos. Al principio no sabíamos
a lo que se referían con tales comentarios. Pensábamos que simplemente querían burlarse de
nosotras o que eran mentirosos. Pero ahora, con el estudio de la evolución humana se
evidencia que los espíritus presenciaron este desarrollo. Referente a las cuestiones acerca de
su naturaleza (cómo fueron creados o quién los creó), bien, nunca se han resuelto. No creo que
comprendieran lo que les preguntábamos. Parece que los interrogatorios los ofendían o les
causaban cierto miedo; o puede que pensasen que las preguntas eran humorísticas.
»Supongo que algún día llegará a conocerse la naturaleza científica de los espíritus. Yo me
imagino que son materia y energía en un complejo equilibrio, como todo en nuestro universo, y
que no son más mágicos que la electricidad o las ondas de la radio, o los quarks o los átomos,
o las voces al otro lado del teléfono, cosas que sólo doscientos años antes parecían
sobrenaturales. De hecho, los términos de la ciencia moderna me han ayudado a
comprenderlos, retrospectivamente, mejor que cualquier otra herramienta filosófica. No
obstante me aferró, más bien por costumbre, al viejo lenguaje.
»Mekare afirmaba que a veces podía verlos; decía que poseían minúsculos núcleos de
materia física y grandes cuerpos de energía atorbellinada, que comparaba a las tormentas de
viento y relámpagos. Decía que había criaturas en el mar que eran igual de exóticas en cuanto
a su organización; e insectos que se parecían a los espíritus, también. Cuando veía sus
cuerpos físicos siempre era de noche, y nunca eran visibles durante más de un segundo, y
normalmente sólo cuando estaban furiosos.
»Su tamaño era enorme, decía; pero eso ellos también lo decían. Nos decían que no
podíamos imaginarnos lo grandes que eran; pero es que les gusta alardear; entre sus
afirmaciones hay que seleccionar siempre las que tienen sentido.
»Que son capaces de ejecutar grandes pruebas de fuerza en el mundo físico es algo que
está fuera de dudas. De otro modo, ¿cómo podrían mover objetos como hacen los duendes en
casas embrujadas? ¿Y como podrían reunir las nubes necesarias para hacer llover? Sin
embargo, sus logros reales son minúsculos en contraste con el derroche de energía. Y esto
siempre es una clave para controlarlos. Sólo hay cierta cantidad de cosas que puedan llevar a
cabo, y no más, y una buena hechicera era alguien que comprendía esto a la perfección.
»Sea cual sea su composición material, estos seres no tienen necesidades biológicas
aparentes. No envejecen; no cambian. Y la clave para comprender su comportamiento
caprichoso e infantil está aquí. No tienen necesidades, hacer nada; vagan errabundos,
inconscientes del tiempo, porque no tienen razón física para preocuparse de él, y hacen lo que
cautiva su fantasía. Por supuesto, ven nuestro mundo; forman parte de él; pero qué aspecto
tiene para ellos, no lo puedo imaginar.
»Por qué las hechiceras los atraen o captan su interés, tampoco lo sé. Pero esto es lo
esencial: ven a la hechicera, van a ella, se le dan a conocer y se sienten enormemente
halagados cuando los han percibido; y entonces cumplen las órdenes para obtener más
atención; y, en algunos casos, para ser amados.
»Y, a medida que la relación progresa, por el amor de la hechicera se consigue que se
concentren en tareas diferentes. Esto los deja agotados, pero a la vez los deleita, porque ven a
los seres humanos tan impresionados.
»Así pues, imaginad qué divertido es para ellos escuchar los ruegos de los humanos e
intentar responderlos, mantenerse suspendidos encima de los altares y hacer tronar después
de haberles ofrecido sacrificios. Cuando un clarividente llama al espíritu de un antecesor
muerto para que hable con sus descendientes, los espíritus se emocionan al poder soltar una
cháchara pretendiendo pasar por el antepasado muerto, aunque evidentemente no lo son; por
medio de la telepatía extraen información de los cerebros de los descendientes para que el
engaño sea más completo.
«Seguramente todos conoceréis su forma de comportarse. No es ahora diferente de lo que
lo fue en nuestro tiempo. Lo que sí ha cambiado es la actitud de lo seres humanos respecto a
los hechos de los espíritus; y esta diferencia es crucial.
»Cuando, en los tiempos presentes, un espíritu embruja una casa y hace predicciones a
través de las cuerdas vocales de un niño de cinco años, todos, excepto los que lo ven y lo
oyen, se muestran incrédulos. No se hace de ello la base de una gran religión.
»Es como si la especie humana hubiese adquirido una inmunidad para esas cosas; tal vez
ha evolucionado a un estado más elevado en donde las payasadas de los espíritus ya no
confunden a nadie. Y aunque las religiones continúan existiendo (viejas religiones que han
quedado anquilosadas en tiempos más oscuros), están perdiendo su influencia entre los
instruidos a pasos agigantados.
»Pero después hablaré de eso. Dejad que prosiga ahora definiendo las cualidades de una
hechicera, tal como nos fueron transmitidas a mi hermana y a mí, y contando lo que nos
ocurrió.
»Fue algo heredado en nuestra familia. Puede que sea algo físico, ya que en nuestro linaje
familiar parece legarse a través de las mujeres e ir emparejado invariablemente con ciertos
atributos físicos, como los ojos verdes y el pelo rojo. Como todos ya sabéis (como ya os
habréis enterado de un modo u otro desde que habéis entrado en esta casa), mi hija, Jesse,
era una hechicera, una bruja. Y, en la Talamasca, a menudo utilizaba sus poderes para
consolar a los que estaban afectados por los espíritus o los fantasmas.
»Los fantasmas, naturalmente, también son espíritus. Pero, sin lugar a dudas, son espíritus
de los que una vez fueron humanos en la Tierra; mientras que los espíritus de los que he
estado hablando, no. Sin embargo, una nunca puede estar segura en este punto. Un fantasma
terrestre muy viejo puede olvidar que alguna vez estuvo vivo; y posiblemente los espíritus más
malignos sean fantasmas; y ése es el motivo por el cual anhelan tanto los placeres de la carne;
y cuando poseen a algún pobre ser humano, eructan obscenidades. Para ellos, la carne es
sucia, y quisieran que los hombres y mujeres creyeran que tanto los placeres eróticos como la
maldad son peligrosos y perniciosos.
»Pero el hecho es que, dado que los espíritus mienten, si no quieren contarlo, no hay
manera de saber por qué hacen lo que hacen. Quizá su obsesión por el erotismo sea
meramente algo abstraído de las mentes de los hombres y mujeres, que siempre han tenido un
sentimiento de culpabilidad acerca de este aspecto de la vida.
»Para volver al punto principal, en nuestra familia eran principalmente las mujeres quienes
adquirían el arte de la hechicería. En otras familias, pasa tanto a través de los hombres como
las mujeres. O puede que, por razones que no están a nuestro alcance, aparezca espontánea y
completamente desarrollada en un ser humano cualquiera.
»Sea como sea, la nuestra era una antigua familia de hechiceras. Podemos contar
hechiceras hasta cincuenta generaciones atrás, hasta lo que se llamaba el Tiempo Anterior a la
Luna. Es decir, mantenemos que nuestra familia ya vivió en el muy temprano período de la
historia de la Tierra de antes de que la luna hubiera aparecido en el cielo nocturno.
»Las leyendas de nuestro pueblo contaban la llegada de la Luna, y las inundaciones,
tempestades y terremotos que ello provocó. Si tal cosa llegó a suceder realmente, yo no lo sé.
También creíamos que nuestras estrellas sagradas eran las Pléyades, o las Siete Hermanas,
que todas las bendiciones provenían de aquella constelación; pero por qué, nunca lo supe o no
puedo recordarlo.
»Ahora hablo de antiguos mitos, de creencias que ya eran viejas antes de que yo naciera. Y
los que se comunican con los espíritus se vuelven, por razones obvias, más bien escépticos
sobre ciertas cosas.
»Pero la ciencia, incluso ahora, no puede negar ni verificar los relatos del Tiempo Anterior a
la Luna. La llegada de la Luna, y la consiguiente atracción gravitatoria, ha sido utilizada
teóricamente para explicar el movimiento de los casquetes polares y las últimas eras glaciares.
Quizás hay algo de verdad en las viejas historias, verdades que algún día se aclararán para
todos.
»Sea cual sea el caso, nuestro linaje era uno de los antiguos. Nuestra madre había sido una
poderosa hechicera a quien los espíritus contaban numerosos secretos, leyendo, como hacen,
las mentes de los humanos. Y tenía una gran influencia sobre los espíritus intranquilos de los
muertos.
»En Mekare y en mí parecía que su poder se había doblado, lo cual a menudo es cierto en
las gemelas. O sea, que cada una de nosotras tenía el doble de poder de nuestra madre. Y, en
cuanto al poder de las dos juntas, era incalculable. Hablábamos con los espíritus cuando aún
estábamos en la cuna. Cuando jugábamos, se situaban a nuestro alrededor. Como gemelas
que éramos, desarrollamos nuestro propio lenguaje secreto, que ni siquiera nuestra madre
comprendía. Pero los espíritus lo conocían. Los espíritus comprendían todo lo que les
decíamos; incluso nos podían responder en nuestro lenguaje secreto.
»Comprenderéis que no os cuento todo eso por orgullo. Sería absurdo. Os lo cuento para
que podáis entender lo que era una para la otra, lo que significábamos para nuestro pueblo,
antes de que los soldados de Akasha y Enkil vinieran a nuestra tierra. Quiero que comprendáis
por qué este mal (la creación de los bebedores de sangre) llegó a la existencia.
»Éramos una gran familia. Habíamos vivido siempre en las cuevas del monte Carmelo, al
menos desde los tiempos más remotos que se podían recordar. Y nuestro pueblo había
levantado siempre asentamientos en los terrenos del valle al pie del monte. Vivían de los
rebaños de cabras y ovejas. Y de vez en cuando cazaban; recogían unas pocas cosechas para
la fabricación de drogas alucinógenas (que tomábamos para entrar en trance: formaba parte de
nuestra religión) y también para fabricar cerveza. Segaban el trigo silvestre que crecía en
abundancia.
»Pequeñas casas, redondas, de ladrillos de barro y tejados de paja formaban nuestro
poblado, pero había otros que habían crecido hasta hacer pequeñas ciudades, y otros que
hacían las entradas de las casas por el tejado.
»Nuestro pueblo fabricaba una cerámica altamente notable y la llevaban a vender a los
mercados de Jericó. De allí traían lapislázuli, marfil, incienso, espejos de obsidiana y otros
objetos preciosos. Claro está que conocíamos muchas otras ciudades, extensas y hermosas
como Jericó, ciudades que hoy están completamente sepultadas bajo tierra y que tal vez nunca
sean descubiertas.
»Pero, en general, éramos gentes sencillas. Sabíamos lo que era la escritura, es decir, su
concepto. Pero nunca se nos ocurrió utilizarla, ya que para nosotras las palabras tenían un
gran poder y nunca hubiéramos osado escribir nuestros nombres, conjuros o verdades que
conocíamos. Si una persona tenía tu nombre, podía invocar a los espíritus para que te
maldijeran, podía salir de su cuerpo en un trance y viajar hasta donde tu estuvieras. ¿Quién
podía saber qué poder pondrías en sus manos si conseguía escribir tu nombre en una piedra o
en un papiro? Incluso para los que no tenían miedo era como mínimo algo muy desagradable.
»Y, en las grandes ciudades, la escritura se utilizaba principalmente para los documentos
financieros, los cuales nosotros teníamos que conservar, claro, en nuestras cabezas.
»De hecho, todos los conocimientos de nuestro pueblo eran confiados a la memoria; los
sacerdotes que hacían sacrificios al becerro de oro de nuestro pueblo (en el cual nosotras no
creíamos, por cierto) confiaban sus tradiciones y sus creencias a la memoria, y las enseñaban
a los jóvenes sacerdotes de memoria y en verso. Las historias familiares se contaban de
recuerdos, naturalmente.
»No obstante, hacíamos pinturas; cubrían las paredes de los santuarios del becerro en el
pueblo.
»Y mi familia, que había vivido en las cuevas del monte Carmelo desde siempre, recubrió
las paredes de nuestras grutas secretas con pinturas que nadie, salvo nosotras, vio. Así pues,
tomábamos alguna especie de anotaciones. Pero lo hacíamos con mucha cautela. Por ejemplo,
nunca pinté o dibujé una imagen de mí misma, hasta después de la catástrofe que se abatió
sobre mí y mi hermana, y nos convertimos en lo que ahora somos.
»Pero, volviendo a nuestro pueblo, éramos pacíficos; pastores, a veces artesanos, a veces
comerciantes, ni más, ni menos. A veces, cuando los ejércitos de Jericó marchaban a la guerra,
nuestros jóvenes se alistaban a ellos; pero era voluntariamente. Estaban deseosos de
aventuras, de ser soldados y saborear la gloria de ese modo. Otros se iban a las ciudades, a
ver los grandes navíos mercantes. Pero, en general, en nuestro pueblo, la vida seguía como
había sido durante siglos, sin variación alguna. Y Jericó nos protegía, casi con indiferencia,
porque ella era el polo que atraía la fuerza del enemigo hacia sí.
»Nunca, nunca, cazamos a hombres para comernos su carne. No entraba dentro de
nuestras costumbres. Este canibalismo, comerse la carne del enemigo, hubiera sido una
grandiosa abominación para nosotras. Porque éramos caníbales y comer la carne tenía un
significado especial: nos comíamos a nuestros muertos.
Maharet interrumpió unos momentos su narración, como si desease que el significado de
aquella palabras quedara absolutamente claro para todos.
Marius volvió a ver la imagen de las dos mujeres pelirrojas arrodilladas ante el banquete
funerario. Sintió la cálida quietud del mediodía y la solemnidad del momento. Intentó aclarar su
mente y ver solamente el rostro de Maharet.
—Comprended —dijo Maharet— que creíamos que el espíritu abandonaba el cuerpo en la
hora de la muerte; pero también creíamos que los restos de todo ser vivo contienen cierta
pequeña cantidad de energía, aún después de que la vida misma se haya terminado. Por
ejemplo, las pertenencias personales de un hombre retienen algo de su vitalidad; y el cuerpo y
los huesos, con más seguridad. Y, naturalmente, al consumir la carne de nuestros muertos,
este residuo energético, para llamarlo así, también sería consumido.
»Pero la verdadera razón de que nos comiéramos a nuestros muertos era por respeto a
ellos. Según nuestro punto de vista, era el modo más adecuado de tratar los restos mortales de
los que amábamos. Poníamos en nuestro interior los cuerpos de los que nos habían dado la
vida, los cuerpos de los que nuestros cuerpos habían salido. Y así se completaba un ciclo. Y
los sagrados restos de los que amábamos quedaban a salvo del horror atroz de la putrefacción
bajo tierra, o de ser devorados por las bestias salvajes, o quemados como si fueran
combustible o deshechos.
»Hay una gran lógica en todo ello, si lo reflexionáis bien. Pero lo más importante es
percatarse de que aquello formaba parte esencial de las tradiciones de nuestro pueblo. El
deber sagrado de todo hijo era comerse los restos de sus padres; el deber sagrado de la tribu
era comerse la carne de los muertos.
»No había ni un solo hombre, mujer, niño o niña de nuestro pueblo que hubiera muerto y
cuyo cadáver no hubiera sido consumido por sus parientes o amigos. No había ni un solo
hombre, mujer, niño o niña que no hubiera comido carne de los muertos.
De nuevo, Maharet hizo una pausa y, antes de proseguir, con la mirada recorrió lentamente
las caras de los miembros de la reunión.
—Bien, no era época de grandes guerras —dijo—. Jericó había estado en paz desde
tiempos inmemoriales. Y Nínive también había estado en paz.
»Pero muy a lo lejos, hacia el sudoeste del valle del Nilo, los pueblos salvajes de aquella
tierra guerreaban, como era su quehacer ancestral, contra los pueblos de la jungla, situados
más al sur, para capturar enemigos, que destinarían a los asadores y a las ollas. Porque no
sólo se comían a sus propios muertos con el respeto pertinente, como nosotros, sino que
devoraban los cuerpos de sus enemigos; y se enorgullecían de ello. Creían que la fuerza del
enemigo pasaba a sus cuerpos, al consumir su carne. Además, les gustaba el sabor de la
carne humana.
«Nosotros los despreciábamos por lo que hacían, por las razones que ya he explicado.
¿Cómo podía alguien querer comerse la carne de un enemigo? Pero, quizá, la diferencia
crucial entre nosotros y los guerreros moradores del valle del Nilo no era que ellos comieran a
sus enemigos, sino que eran amantes de la guerra y nosotros de la paz. Nosotros no teníamos
enemigos.
»Ahora bien, cuando mi hermana y yo llegamos a los dieciséis años, tuvo lugar un gran
cambio en el valle del Nilo. O así nos lo contaron.
»La vieja Reina de aquella tierra había muerto sin descendencia femenina para transmitir la
sangre real. Entre muchos pueblos primitivos, la sangre real se heredaba solamente por la
línea femenina. Como no había varón que pudiera demostrar con toda certeza la paternidad del
hijo de su esposa, era la reina o la princesa quienes llevaban consigo el derecho divino al trono.
Por eso, los faraones egipcios de la última época se casaban a menudo con sus hermanas. Era
para asegurar su derecho real.
»Y así habría sucedido con el joven Rey Enkil si hubiera tenido una hermana, pero no tenía
ninguna. Ni siquiera tenía una prima o tía real con quien casarse. Pero era joven y fuerte, y
decidido a ser soberano de su tierra. Finalmente se decidió por una nueva esposa, no de su
propio pueblo, sino del de la ciudad de Uruk, en el valle del Tigris y del Eufrates.
»Y ésa era Akasha, una belleza de la familia real, que practicaba el culto a la gran diosa
Inanna y que podía llevar al reino de Enkil |a sabiduría de su tierra. O así corrían los rumores
en los mercados de Jericó y Nínive, rumores que acompañaban a las caravanas que venían
para comerciar con nosotros.
»Bien, el pueblo del Nilo era agricultor, pero tendía a descuidar esta actividad en beneficio
de cazar y hacer la guerra en busca de carne humana. Y esto horrorizó a la bella Akasha, quien
se propuso de inmediato apartarlos de aquella bárbara costumbre, como posiblemente
cualquiera de una civilización más elevada haría.
»Casi seguro que también llevó consigo la escritura, ya que el pueblo de Uruk la poseía
(eran grandes conservadores de documentos); pero como sea que la escritura era algo que
desdeñábamos mucho, no puedo asegurarlo. Quizá los egipcios ya habían empezado a escribir
por su cuenta.
»No podéis imaginaros la lentitud con que tales hechos afectan a la cultura. Podían llevarse
registros referentes a impuestos durante generaciones, antes de que nadie decidiera confiar las
palabras de un poema en una tablilla de arcilla. Una tribu podía cultivar pimenteros y otras
especias durante doscientos años antes de que a nadie se le ocurriera cultivar trigo o maíz.
Como sabéis, los indios de Sudamérica tenían juguetes con ruedas cuando los europeos
cayeron sobre ellos; y tenían joyas, metálicas. Pero no tenían ruedas para usarlas en otras
actividades; y no utilizaban el metal para fabricar armas. Y por ello los europeos los derrotaron
en un abrir y cerrar de ojos.
»Sea cual sea el caso, no sé la relación completa de los conocimientos que Akasha llevó
consigo de Uruk. Sé que nuestro pueblo oyó muchos rumores acerca de la prohibición del
canibalismo en el valle del Nilo, y que los que desobedecieran serían condenados a muerte y
ejecutados. Las tribus que habían cazado carne humana durante generaciones montaron en
cólera porque ya no podían practicar aquella actividad; pero todavía mayor fue la furia de los
que ya no podían comerse a sus propios muertos. No poder cazar ya fue algo grave, pero tener
que confiar los antepasados a la tierra fue un horror para ellos, como lo hubiera sido para
nosotros.
»Así pues, para que el edicto de Akasha fuera obedecido, el Rey decretó que todos los
cadáveres tenían que ser tratados con ungüentos y amortajados. No solamente nadie podía
comerse la carne sagrada de la madre o del padre, sino que se debía proteger esta carne con
mortaja de lino, con gran fastuosidad; además, esos cuerpos intactos tenían que ser exhibidos
para contemplación de todos; al final, serían sepultados en tumbas con las ofrendas pertinentes
y las letanías de los sacerdotes.
»Cuanto más pronto se realizara el amortajamiento, mejor, porque así nadie podría llegar a
la carne.
»Y para ayudar a la gente a cumplir aquella nueva norma, Akasha y Enkil los convencieron
de que los espíritus de los muertos viajarían mejor al reino adonde iban si, en la tierra, sus
cuerpos estaban conservados en aquellos envoltorios. En otras palabras, se decía a la gente:
«Vuestros queridos antepasados no son olvidados; sino todo lo contrario: están bien
conservados.»
»Cuando oímos contar aquello de amortajar a los muertos y meterlos en cámaras
amuebladas bajo la arena del desierto, creímos que era muy divertido. Creímos divertido que,
con la perfecta conservación de los cadáveres en la tierra, se pudiera ayudar a los espíritus de
los muertos. Porque, como todo el que se haya comunicado con muertos sabe, es mejor que
las almas olviden sus cuerpos; porque solamente cuando consigan renunciar a su imagen
terrestre podrán elevarse a un plano superior.
»Y ahora, en Egipto, en las tumbas de los muy ricos y poderosos, yacen aquellos objetos:
las momias cuya carne ya se ha descompuesto.
»Si alguien entonces nos hubiera dicho que la costumbre de la momificación arraigaría en
aquella cultura, que durante cuatro mil años Egipto la practicaría, que se convertiría en un gran
e imperecedero misterio para el mundo entero, que los niños del siglo veinte irían a los museos
a ver las momias, no lo habríamos creído.
»Sea como fuere, no nos importaba realmente mucho. Estábamos muy lejos del valle del
Nilo. Ni siquiera podíamos imaginar cómo eran aquellas gentes. Sabíamos que su religión
provenía de África, que adoraban al dios Osiris y al dios del sol Ra, y a dioses animales
también. Pero nosotros no comprendíamos del todo a aquel pueblo. Y tampoco
comprendíamos su tierra de inundaciones y desiertos. Cuando tomábamos en nuestras manos
los delicados objetos fabricados por ellos, vislumbrábamos cierta débil apariencia de sus
personalidades, pero era algo desconocido para nosotros. Nos daban pena porque no podían
comerse a sus muertos.
«Cuando preguntábamos a los espíritus acerca de los egipcios, parecían enormemente
divertidos con sus costumbres. Decían que los egipcios tenían "bonitas voces" y "bonitas
palabras" y que era muy agradable visitar sus templos y sus altares; les gustaba la lengua
egipcia. Al rato parecían perder interés en las preguntas y se esfumaban, como solía ser el
caso.
»Lo que decían nos fascinaba, pero no nos sorprendía. Sabíamos que a los espíritus les
gustaban nuestras palabras, nuestros cánticos y nuestras canciones. Así pues, los espíritus
fingían tomar a los egipcios por dioses. Con gran frecuencia los espíritus intentaban darse
importancia con esos pequeños engaños.
»Pasaron los años y oímos contar que Enkil, para unificar su reino y sofocar la rebelión y la
resistencia de los caníbales intransigentes, había formado un gran ejército y se había
embarcado en conquistas al norte y al sur. Había botado navíos al gran mar. Era la vieja
estratagema: buscar un enemigo exterior contra quien luchar para apaciguar la revuelta interior.
»Pero, otra vez: ¿en qué nos podía afectar aquella agitación? Nuestra tierra era una tierra
de belleza y serenidad, de árboles cargados de frutos, de trigo silvestre en abundancia para
todo el que quisiera cortarlo con la hoz. La nuestra era una tierra de hierba verde y brisas
frescas. Y no teníamos nada que nadie pudiera querer quitarnos. O así lo creíamos.
»Mi hermana y yo continuamos viviendo en paz absoluta en las suaves laderas del monte
Carmelo, a menudo hablando con nuestra madre y entre nosotras silenciosamente, o con unas
pocas palabras exclusivamente nuestras y que comprendíamos a la perfección; y aprendiendo
de nuestra madre todo lo que sabía de los espíritus y del corazón de los hombres.
«Bebíamos las pociones de los sueños que nuestra madre nos preparaba a partir de plantas
que crecían en la montaña; y, en nuestros trances y estados soñolientos, viajábamos hacia
atrás en el tiempo y hablábamos con nuestros antepasados: hechiceras muy importantes,
cuyos nombre conocíamos. Es decir, atraíamos a los espíritus de esos antiguos hacia la Tierra
el tiempo suficiente para que nos proporcionaran algunos conocimientos. También viajábamos
sin nuestros cuerpos a mucha altura por encima de la Tierra.
»Podría pasar hora y horas contando lo que veíamos en los traces; cómo, una vez, Mekare
y yo anduvimos cogidas de la mano por las calles de Nínive, contemplando maravillas que
nunca hubiéramos imaginado..., pero esos detalles ahora no tienen importancia.
»Permitid solamente que os explique lo que significaba para nosotras la compañía de los
espíritus: la suave armonía en la que vivíamos con todo lo que nos rodeaba y con los espíritus;
y cómo, algunas veces, el amor de los espíritus fue algo palpable para nosotras, semejante a lo
que los místicos cristianos han descrito como el amor de dios o de los santos.
»Vivíamos juntas y dichosas, mi hermana, mi madre y yo. Las cuevas de nuestros
antepasados eran cálidas y secas; y teníamos todo lo que necesitábamos: ropas preciosas y
joyas, encantadores peines de marfil y sandalias de piel. Nos lo traía la gente como ofrendas,
ya que nadie pagaba por nuestros servicios.
»Todos los días, había alguien de nuestro pueblo que venía a hacernos una u otra consulta,
y nosotras pasábamos sus preguntas a los espíritus. Intentábamos ver el futuro, lo cual, por
supuesto los espíritus pueden realizar según un método, en la medida en que ciertas cosas
tienden a seguir un camino inevitable.
»Escudriñábamos en el interior de las mentes con nuestro poder telepático y ofrecíamos los
consejos más sensatos que podíamos. De vez en cuando, nos traían algún poseso. Y nosotras
expulsábamos de él el demonio, el espíritu maligno, porque no era más que eso. Y cuando una
casa estaba endemoniada, íbamos a ella y ordenábamos al mal espíritu que se fuera.
»Dábamos la poción de los sueños a quienes nos lo pedían. Y caían en trance o dormían y
soñaban en imágenes vividas, que nosotras tratábamos de interpretar o explicar.
»Para eso no necesitábamos realmente a los espíritus, aunque a veces solicitábamos algún
consejo particular. Para saber lo que significaban las diferentes imágenes usábamos nuestros
poderes de comprensión y profunda visión y, a menudo, la información que nos era transmitida
por telepatía.
»Pero nuestro mayor milagro (que para ser realizado requería de todos nuestros poderes y
que nunca podíamos garantizar) era hacer caer la lluvia.
»Bien, llevábamos a cabo el milagro de dos formas básicas: "pequeña lluvia", que era en
gran parte simbólica y constituía una demostración de poder y funcionaba como un gran
bálsamo para las almas de nuestra gente; o "gran lluvia", la necesaria para las cosechas, y
que, en efecto, era muy difícil de realizar... cuando llegaba a realizarse.
»Ambas requerían que los espíritus fuesen lisonjeados sin restricciones y que sus nombres
fuesen invocados infinitas veces, pidiéndoles que se juntaran, que se concentraran y que
usasen la fuerza a una orden nuestra. La «pequeña lluvia» era con frecuencia llevada a cabo
por nuestros espíritus más familiares, lo que especialmente nos querían a mí y a Mekare y que
antes habían amado a nuestra madre y a todos nuestros antepasados antes que nosotros, y
que siempre estaban dispuestos a llevar a cabo duras tareas con motivo de su amor.
»Pero para la "gran lluvia" se requerían muchos espíritus; y, puesto que algunos de los
espíritus parecían aborrecerse mutuamente y aborrecer la cooperación, hacía falta una enorme
cantidad de halagos para que accedieran a actuar conjuntamente. Teníamos que salmodiar
cánticos, y ejecutar una gran danza. Durante horas trabajábamos en ello; los espíritus iban
poco a poco tomando interés en ello, se reunían, se prendaban de la idea y finalmente se
ponían manos a la obra.
»Mekare y yo fuimos capaces de realizar la "gran lluvia" solamente tres veces. Pero ¡qué
cosa más maravillosa era ver las nubes agruparse en el cielo del valle, ver descender las
inmensas sábanas de lluvia cegadora! Todo nuestro pueblo salía corriendo a empaparse bajo
el aguacero; la misma tierra parecía hincharse, abrirse, dar gracias.
»La "pequeña lluvia" la hacíamos a menudo; la hacíamos por los demás, la hacíamos por
pura alegría.
»Pero era la consecución de la "gran lluvia" lo que realmente extendió nuestra fama por
todas partes. Siempre nos habían conocido como las hechiceras de la montaña; pero ahora
llegaban a nosotras gentes de las ciudades del lejano norte, de tierras cuyos nombres no
conocíamos.
»Los hombres aguardaban, en el pueblo, su turno para subir a la montaña y beber la poción
para que nosotras les examináramos los sueños. Esperaban en turno para que les diéramos
nuestro consejo, o a veces simplemente para vernos. Y claro está, nuestro pueblo les daba
comida y bebida y tomaba lo que le ofrecían en pago de ello, y todo aprovechaba, o así lo
parecía. En este sentido, lo que nosotras hacíamos no era muy distinto de lo que hacen los
psicólogos en este siglo: estudiábamos las imágenes, las interpretábamos; registrábamos el
subconsciente mental en busca de alguna verdad. Los milagros de la "pequeña lluvia" y de la
"gran lluvia" meramente reforzaban la fe de los demás en nuestras capacidades.
»Un día, creo que unos seis meses antes de que nuestra madre muriera, llegó una carta a
nuestras manos. Un mensajero la había traído de parte del Rey y la Reina de Queme, que era
la tierra de Egipto según el nombre que le daban ellos mismos. Era una carta escrita en una
tablilla de arcilla, como las que se utilizaban en Jericó y en Nínive; en la arcilla había dibujitos y
los inicios de lo que los hombres llamarían posteriormente escritura cuneiforme.
»Claro que no sabíamos leerla; de hecho, nos asustó y creímos que podría tratarse de una
maldición. No queríamos tocarla, pero teníamos que hacerlo si queríamos comprender algo de
ella, algo que a lo mejor debíamos saber.
»El mensajero dijo que sus soberanos Akasha y Enkil habían oído hablar de nuestro gran
poder y que sería un honor para ellos que hiciéramos una visita a su Corte; nos habían enviado
una gran escolta para acompañarnos a Queme y nos devolverían a casa con abundantes
regalos.
»Las tres sentimos desconfianza en el mensajero. Según lo que sabía él mismo, estaba
diciendo la verdad; pero había algo oculto en aquel asunto.
»Así pues, nuestra madre tomó la tablilla de arcilla en sus manos. Inmediatamente percibió
algo en ella, algo que pasó a través de sus dedos y que le causó una gran aflicción. Al principio
no nos quiso decir lo que había visto; luego nos tomó aparte y nos dijo que el Rey y la Reina de
Queme eran malvados, sanguinarios y que despreciaban las creencias de los demás. Y que
aquel hombre y aquella mujer serían la causa de una terrible desgracia que nos sobrevendría,
no importaba lo que dijera el escrito.
»Luego Mekare y yo tocamos la tablilla y también captamos los presagios del mal. Pero allí
había un misterio, una oscura trama, y, atrapado entre la trama del mal, había un ser valiente,
que parecía bueno. En resumen, aquello no era un simple complot para raptarnos y conseguir
nuestro poder; había algo de genuina curiosidad y respeto.
Finalmente preguntamos a los espíritus, a los espíritus que Mekare y yo apreciábamos más.
Se acercaron a nosotros y leyeron la carta, lo cual fue muy fácil para ellos. Afirmaron que el
mensajero había dicho la verdad. Pero que, si decidíamos ir a ver al Rey y a la Reina de
Queme, un terrible peligro nos aguardaba.
»—¿Por qué? —preguntamos a los espíritus.
»—Porque el Rey y la Reina os van a hacer preguntas —contestaron los espíritus—, y si
respondéis diciendo la verdad, lo cual haríais, el Rey y la Reina se enfurecerán con vosotras y
os destrozarán.
»Naturalmente, tampoco habríamos ido a Egipto. Nunca abandonábamos nuestra montaña.
Pero ahora sabíamos con certeza que no deberíamos marchar nunca de allí. Dijimos al
mensajero que, con todos nuestros respetos, nunca dejábamos el lugar donde habíamos
nacido, que ninguna hechicera de nuestra familia se había ido nunca de allí y le pedimos que
así lo dijera al Rey y a la Reina.
»Y así, el mensajero partió y la vida retornó a su rutina cotidiana.
»Si no fuera porque, varias noches después, llegó a nuestra presencia un espíritu maligno,
uno que llamábamos Amel. Era enorme, poderosísimo, y rebosaba de odio; y aquella cosa se
puso a danzar en el claro situado frente a nuestra cueva, intentando que Mekare y yo le
prestásemos atención diciéndonos que pronto podríamos necesitar sus servicios.
«Estábamos ya muy acostumbradas a las zalamerías de los malvados espíritus; los ponía
furiosos que no hablásemos con ellos como hacían otras hechiceras y brujos. Pero sabíamos
que aquellos entes no eran de fiar, que eran incontrolables; nunca habíamos estado tentadas
de utilizarlos y no pensábamos utilizarlos nunca.
»Este Amel, en particular, estaba enloquecido de furia por nuestro "olvido" de él, según su
expresión. Y declaró una y otra vez que era "Amel, el poderoso" y "Amel, el invencible" y que
deberíamos mostrarle más respeto. Porque en el futuro podríamos necesitarlo mucho.
Podríamos necesitarlo más de lo que imaginábamos, porque la desgracia nos venía al
encuentro.
»En aquel punto, nuestra madre salió de la cueva y preguntó a aquel espíritu cuál era la
desgracia que veía venir.
»Aquellos nos sorprendió en gran manera, porque nuestra madre siempre nos había
prohibido hablar con los malos espíritus; y porque, cuando ella les había hablado, siempre
había sido para maldecirlos o expulsarlos, o para confundirlos con adivinanzas y preguntas sin
respuesta, hasta que se enfadaban, se sentían estúpidos y abandonaban.
»Amel, el terrible, el maligno, el arrollador (cualquier cosa de las que se llamaba a sí mismo:
su vanidad era infinita), declaró solamente que nos aguardaba una gran desgracia y que
deberíamos ser respetuosas con él si teníamos algo de sensatez. Luego se jactó de todo el mal
que había realizado para los hechiceros de Nínive. Se jactó de que podía torturar a las
personas, endemoniarlas, e incluso picarlas como si fuera una nube de mosquitos. Podía sacar
sangre de los humanos afirmó; y que le gustaba su sabor; y que nos sacaría sangre.
»Mi madre se rió de él.
»—¿Como podrías hacer tal cosa? —le preguntó—. No eres más que un espíritu; no tienes
cuerpo; ¡no puedes saborear el gusto de nada! —le espetó. Aquél era el tipo de lenguaje que
siempre encolerizaba a los espíritus, porque, como ya he dicho, nos envidian la carne.
»Bien, aquel espíritu, para demostrar su poder, cayó encima de nuestra madre como un
vendaval; e inmediatamente sus buenos espíritus salieron a luchar contra él; hubo una terrible
agitación en el claro y, una vez pasó y Amel fue expulsado por nuestros espíritus de la guarda,
vimos que las manos de nuestra madre estaban llenas de diminutas picaduras. Amel, el
maligno, le había sacado sangre, exactamente como había descrito: como si una nube de
mosquitos la hubiera atacado con sus pequeñas picaduras.
»Mi madre observó aquellos minúsculos aguijonazos; los buenos espíritus estaban
terriblemente furiosos al ver que había sido tratada con tanta maldad, pero ella les ordenó que
callaran. En silencio consideró aquel hecho. ¿Cómo pudo haber sido posible? ¿Y cómo el
espíritu podría probar la sangre que le había extraído?
»Y entonces fue cuando Mekare explicó su visión: los espíritus tenían infinitesimales
núcleos de materia en el centro de sus grandes cuerpos invisibles y era posible que el espíritu
hubiese saboreado la sangre por medio de aquellos núcleos. Imaginad, dijo Mekare, la mecha
de una lámpara, la pequeñísima punta de la mecha en el interior de la llama. La mecha podría
absorber la sangre. Y así ha ocurrido con el espíritu, que parecía ser todo llama, pero que tenía
una pequeña mecha en su interior.
»Aunque nuestra madre aparentó burlarse, lo cierto es que no le gustó aquello. Con ironía
dijo que en el mundo ya había suficientes maravillas, y que los espíritus malignos con
inclinación por la sangre no hacían ninguna falta.
»—Vete, Amel —dijo, y le echó pestes: que era insignificante, que era superficial, que no
tenía importancia alguna, que no lo reconocerían en ninguna parte y que podía reventar. En
otras palabras, lo que siempre decía cuando quería deshacerse de los espíritus malvados, lo
que los sacerdotes dicen incluso ahora, aunque en una forma un poco diferente, cuando
intentan exorcizar a un niño que está poseído por el demonio.
»Pero lo que preocupó a nuestra madre, más que los ataques físicos de Amel, fue su aviso,
el aviso de que el mal iba a nuestro encuentro. Ahondó la aflicción que había sentido al coger la
tablilla egipcia. Sin embargo, no pidió a los buenos espíritus ni consuelo ni consejo. Quizá ella
sabía mejor lo que había que hacer. Pero eso nunca lo podré saber. Fuera cual fuera el caso,
nuestra madre sabía que algo iba a suceder y era claro que se sentía impotente para evitarlo.
Quizá comprendía que, a veces, cuando nos esforzamos para prevenir el desastre, no
hacemos más que allanarle el camino.
«Cualquiera que fuera la verdad, al cabo de diez días de los sucesos, enfermó, se debilitó, y
al final fue incapaz de hablar.
»Durante meses agonizó, paralizada, en un duermevela. Nosotras permanecíamos
sentadas noche y día junto a ella y le cantábamos. Le llevábamos flores e intentábamos leer
sus pensamientos. Los espíritus estaban en un terrible estado de agitación a causa de su amor
por ella. Hacían soplar el viento en la montaña; arrancaban las hojas de los árboles.
»Todo el pueblo estaba apenado. Luego, una mañana, los pensamientos de nuestra madre
tomaron forma de nuevo; pero eran fragmentarios. Vimos campos soleados, flores, imágenes
de cosas que había conocido en su infancia; después sólo colores brillantes y poco más.
»Sabíamos que nuestra madre estaba muriendo, y los espíritus también lo sabían. Tratamos
de hacer lo mejor para calmarlos, pero algunos de ellos estaban enloquecidos, furiosos.
Cuando muriese, su alma se levantaría y pasaría al reino de los espíritus y la perderían para
siempre, y durante un tiempo sentirían una pena violenta.
»Por fin ocurrió, como era natural e inevitable. Salimos de la cueva para decir a la gente del
pueblo que nuestra madre había partido hacia los reinos superiores. Todos los árboles de la
montaña se agitaron por el viento provocado por los espíritus; el aire se llenó de hojas verdes.
Mi hermana y yo lloramos; y, por primera vez en mi vida, creo que oí a los espíritus; creo que oí
sus gritos y lamentaciones por encima del bramido del viento.
»De inmediato la gente vino a hacer lo que debía hacerse.
«Primeramente nuestra madre fue tendida en una gran losa, como era costumbre, para que
todos pudieran venir y presentarle respetos. Iba vestida con la túnica blanca de lino egipcio que
tanto quiso en vida, y con todas sus preciosas joyas de Nínive y las sortijas y los collares de
hueso que contenían pequeñas reliquias de nuestros antepasados y que pronto pasarían a
nosotras.
»Al término de diez horas, y después de que cientos de personas, tanto de nuestro pueblo
como de los vecinos, le hubieran dicho el último adiós, preparamos el cadáver para el banquete
funerario. Los sacerdotes hubieran hecho aquellos honores a cualquier otro muerto del pueblo.
Pero nosotras éramos hechiceras y nuestra madre también lo era; y sólo nosotras podíamos
tocarla. Y, en la intimidad y a la luz de lámparas de aceite, mi hermana y yo despojamos a
nuestra madre de la túnica y cubrimos por completo su cuerpo de flores y hojas recién
arrancadas. Aserramos su cráneo y levantamos la parte superior con mucho cuidado de que la
frente permaneciera intacta, sacamos el cerebro y lo colocamos en una bandeja, junto a sus
ojos. Luego, con una incisión igualmente cuidadosa, le sacamos el corazón y lo colocamos en
otra bandeja. Cubrimos las bandejas con unas pesadas tapas en forma de bóveda, para
proteger los órganos.
»Y la gente se acercó y construyó un horno de ladrillos en la losa, de tal forma que
recubriera a nuestra madre y a las bandejas colocadas junto a ella; encendieron la hoguera
bajo la losa, entre las rocas en que descansaba, y el asado empezó.
»Duró toda la noche. Los espíritus se habían tranquilizado porque el espíritu de nuestra
madre se había ido. Y no creo que el cuerpo les importase; lo que hacíamos ahora no
importaba, salvo ciertamente para nosotras.
»A causa de que éramos hechiceras y de que nuestra madre también lo había sido, sólo
nosotras podíamos compartir su carne. Era toda nuestra, por tradición y derecho. La gente no
participaría en el banquete, como podrían haber hecho en cualquier otro caso donde sólo
quedasen dos descendientes para cumplir con la obligación. No importaba cuánto tardásemos
en consumir la carne de nuestra madre. Y hombres y mujeres del pueblo velarían con nosotras.
»Pero, mientras transcurría la noche, mientras los restos de nuestra madre se cocían en el
horno, mi hermana y yo meditábamos acerca del corazón y del cerebro. Nos repartiríamos
aquellos órganos, evidentemente, pero lo que nos preocupaba era quién tomaría cada uno;
porque teníamos profundas creencias acerca de aquellos órganos y de lo que residía en cada
uno.
»Ahora bien, en aquel tiempo y para muchos pueblos, era el corazón lo que importaba. Para
los egipcios, por ejemplo, el corazón era la sede de la conciencia. Y era así incluso para las
gentes de nuestro pueblo; pero nosotras, como hechiceras, creíamos que el espíritu humano
(es decir, la parte espiritual de cada hombre o mujer, que era como los espíritus del aire)
residía en el cerebro. Y nuestra creencia de que el cerebro era importante provenía del hecho
de que los ojos estaban conectados a él; y los ojos eran los órganos de la vista. Y ver es lo que
hacíamos como hechiceras; veíamos en los corazones, veíamos en el futuro, veíamos en el
pasado. Vidente, esta era la palabra que en nuestra lengua designaba lo que éramos, lo que
«hechicera» significaba.
»Pero fue principalmente de la ceremonia de lo que hablamos; creíamos que el espíritu de
nuestra madre se había ido. A causa de su respeto por ella, consumíamos esos órganos para
que no se pudrieran. Así pues, fue fácil para nosotras llegar a un acuerdo. Mekare tomaría el
cerebro y los ojos; y yo tomaría el corazón.
»Mekare era la hechicera con más poderes; la que había nacido primera; y la que siempre
tomaba la iniciativa en las cosas; la que hablaba claro y en el acto; la que se comportaba como
la hermana mayor, como inevitablemente ocurre con uno de los gemelos. Pareció correcto que
ella tomase el cerebro y los ojos; y yo, que siempre había sido de una disposición más tranquila
y más lenta, debería tomar el órgano asociado con el sentimiento profundo y con el amor: el
corazón.
»Quedamos complacidas con la partición y, cuando el cielo de la madrugada se iluminó,
dormimos unas pocas horas, con nuestros cuerpos debilitados por el hambre y el ayuno que
nos preparaba para el banquete.
»Algún tiempo antes de la salida del sol, los espíritus nos despertaron. Enviaban de nuevo
el viento. Salí de la cueva; el fuego ardía bajo el horno. La gente que velaba se había dormido.
Furiosa, dije a los espíritus que guardaran silencio. Pero uno de ellos, mi espíritu más amado,
dijo que había extranjeros reunidos en la montaña, muchos, muchos extranjeros, que estaban
muy impresionados por nuestro poder y que sentían una peligrosa curiosidad por el banquete.
»—Esos hombres quieren algo de ti y de Mekare —me dijo el espíritu—. Esos hombres no
están aquí para bien.
»Yo le respondí que siempre habían venido extranjeros; que no era nada y que ahora debía
tranquilizarse y dejarnos cumplir con nuestros deberes. No obstante fui a uno de los nombres
de nuestro pueblo y le pedí que estuvieran preparados en caso de que ocurriera algo; le dije
que los hombres trajesen sus armas consigo cuando se reunieran al empezar el banquete.
»No era una petición desorbitada. La mayoría de hombres llevaban sus armas adonde
quiera que fueran. Los pocos que habían sido soldados profesionales, o podían permitirse el
lujo de poseer una espada, siempre la cargaban consigo; y muchos llevaban habitualmente un
cuchillo metido en el cinto.
»Pero no me preocupé demasiado; después de todo, extranjeros de todas partes venían a
menudo al pueblo; no era sino muy natural que vinieran con motivo de un acontecimiento tan
especial: la muerte de una hechicera.
»Pero ya sabéis lo que ocurrió. Lo habéis visto en vuestros sueños. Habéis visto a la gente
del pueblo reunida en el claro cuando el sol llegaba al cenit. Quizá hayáis visto cómo
desmontaban lentamente el horno ya enfriado, ladrillo a ladrillo; o sólo el cuerpo de nuestra
madre, ennegrecido, carbonizado, pero en paz, como si durmiese, ahora descubierto, en la losa
aún caliente. Habéis visto las flores quemadas cubriendo el cuerpo, y el corazón, el cerebro y
los ojos en las bandejas.
»Habéis visto que nos arrodillábamos a cada lado del cadáver de nuestra madre. Y habéis
visto a los músicos que empezaban a tocar.
»Lo que no habéis podido ver, pero ahora ya lo sabéis, es que durante miles de años la
gente de nuestro pueblo tuvo la costumbre de reunirse para tales banquetes. Durante miles de
años habíamos vivido en aquel valle y en las laderas de la montaña, donde la hierba crecía alta
y los frutos caían de los árboles. Aquella era nuestra tierra, nuestras costumbres, nuestro
momento.
«Nuestro momento sagrado.
»Y, cuando Mekare y yo nos sentamos una frente a la otra, ataviadas con nuestros vestidos
más preciosos y llevando las joyas de nuestra madre y también nuestros propios adornos,
vimos ante nosotras, no los avisos de los espíritus, o la aflicción de nuestra madre cuando tocó
la tablilla del Rey y la Reina de Queme, no. Vimos nuestras propias vidas (esperanzadoras,
largas, felices) para ser vividas allí, entre los nuestros.
»No sé cuánto tiempo permanecimos arrodilladas; cuánto tiempo preparamos nuestras
almas. Recuerdo que, finalmente, al unísono, levantamos las bandejas que contenían los
órganos de nuestra madre; y los músicos empezaron a tocar. La música de la flauta y de los
tambores llenó el aire que nos rodeaba; se oía el canto de los pájaros.
»Y, entonces, la maldad cayó sobre nosotras; llegó tan repentinamente, con el ruido de las
pisadas y los poderosos y agudos gritos de guerra de los soldados egipcios, que apenas
supimos lo que estaba ocurriendo. Nos lanzamos encima del cadáver de nuestra madre, en un
intento de proteger el sagrado banquete funerario; pero de inmediato nos arrancaron y nos
alejaron de ella, y vimos las bandejas caer en el polvo y la losa volcada.
»Oí a Mekare gritar como nunca había oído gritar a un ser humano. Pero yo también estaba
gritando, gritando al ver el cuerpo de mi madre tirado en las cenizas.
»Sin embargo, los insultos llenaban mis oídos; de hombres acusándonos de comedores de
carne humana, de caníbales, de hombres acusándonos de salvajes y diciendo que nos
ajusticiarían con sus espadas.
»Sólo que nadie nos hizo nada. Gritando, luchando, fuimos atadas, dejadas indefensas, y
todos nuestros amigos y parientes fueron aniquilados ante nuestros propios ojos. Los soldados
pisotearon el cuerpo de mi madre; pisotearon su corazón, su cerebro y sus ojos. Pisotearon y
volvieron a pisotear las cenizas, mientras sus cohortes ensartaban a hombres, mujeres y niños
de nuestro pueblo.
»Y luego, a través del coro de gritos, a través del horripilante clamor de aquellos cientos de
personas muriendo en la ladera de la montaña, oí a Mekare invocar a nuestros espíritus a
vengarse, incitarlos a castigar a los soldados por lo que habían hecho.
»Pero ¿qué era el viento o la lluvia para hombres como aquellos? Los árboles se agitaron,
pareció que la misma tierra temblaba; las hojas llenaron el aire como la noche anterior. Rocas
rodaron cuesta abajo; se alzaron nubes de polvo. Pero no hubo más que un momento de duda
antes de que el Rey, Enkil en persona, avanzara, destacándose de los demás, y dijera que
aquello no eran sino trucos que todos los hombres habían presenciado ya otras veces y que
nosotras o nuestros espíritus no podríamos hacer nada más.
»Eran demasiado ciertas, aquellas palabras; y la masacre continuó con el mismo ímpetu. Mi
hermana y yo nos dispusimos a morir. Pero no nos mataron. No era su intención matarnos; se
nos llevaron a rastras y vimos nuestro pueblo ardiendo, vimos los campos de trigo silvestre en
llamas, vimos a todos los hombres y mujeres de nuestra tribu yaciendo muertos y supimos que
todos sus cadáveres serían dejados a la intemperie para los animales salvajes, para que se
consumieran en el polvo, con una indiferencia y un desprecio absolutos.
Maharet se interrumpió. Había juntado las manos haciendo un pequeño tejado en forma de
aguja y ahora se tocaba la frente con la punta de los dedos, como descansando antes de
proseguir. Cuando reemprendió la narración, su voz fue un poco áspera y más grave, pero tan
firme como lo había sido antes.
—¿Qué es una pequeña nación de pueblos? ¿Qué es un pueblo... o incluso una vida?
»Miles de pueblos así están enterrados bajo tierra. Y así nuestro pueblo permanece
enterrado aún hoy en día.
»Todo lo que conocíamos, todo lo que habíamos sido, fue arrasado en el espacio de una
hora. Un ejército bien entrenado había hecho una carnicería con nuestros sencillos pastores,
nuestras mujeres y nuestros jóvenes indefensos. Nuestro pueblo yacía en ruinas, con las
chozas derribadas; todo lo que podía arder había sido quemado.
»Por encima de la montaña, por encima del pueblo que se extendía a sus pies, percibí la
presencia de los espíritus de los muertos; una gran nube de espíritus, algunos tan agitados y
confusos por la violencia desatada contra ellos que se aferraban a la tierra de pavor y de dolor;
otros se levantaban y salían de la carne, para no sufrir ya más.
»¿Y qué podían hacer los espíritus?
«Siguieron nuestra procesión durante todo el camino a Egipto; endemoniaban a los
hombres que nos mantenían atadas y nos llevaban en una litera a sus hombros, dos mujeres
solas, arrimadas una a la otra, horrorizadas y apenadas.
»Cada noche, cuando la compañía montaba el campamento, los espíritus enviaban el viento
a rasgar sus tiendas y a dispersarlos. Pero el Rey exhortaba a sus soldados a no tener miedo.
El Rey les decía que los dioses de Egipto eran más poderosos que los espíritus de las
hechiceras. Y como verdaderamente los espíritus estaban haciendo todo lo que les era posible,
como no conseguían empeorar las cosas, los soldados obedecían.
»Cada noche el Rey nos hacía llevar a su presencia. Nos hablaba en nuestra lengua, que
era una de las corrientes en el mundo de entonces, y que se utilizaba en todo el valle del Tigris
y del Eufrates y también en las faldas del monte Carmelo.
»—Sois grandes hechiceras —decía, con voz amable y exasperantemente sincera—. Por
este motivo os he perdonado la vida, aunque sois comedoras de carne humana, como vuestro
pueblo, y yo y mis hombres os cogimos en el momento de cometer el delito. Os he perdonado
la vida porque quiero sacar provecho de vuestra sabiduría. Quiero aprender de vosotras y mi
Reina también quiere aprender. Decidme qué puedo hacer para aliviar vuestro sufrimiento y lo
haré. Ahora estáis bajo mi protección; yo soy vuestro Rey.
«Llorando, evitando mirarlo a los ojos, permanecíamos allí sin decir nada, hasta que se
hartaba de nosotras y nos mandaba de nuevo a dormir a nuestra pequeña y apretada litera (un
minúsculo habitáculo de madera, con sólo diminutas ventanas), donde habíamos estado hasta
que nos había llamado.
»Solas de nuevo, mi hermana y yo nos hablábamos en silencio o por medio de nuestro
lenguaje, el lenguaje de los gemelos, de gestos y palabras abreviadas que sólo nosotras
conocíamos. Recordábamos lo que los espíritus habían dicho a nuestra madre; recordábamos
que había caído enferma después de la carta del Rey de Queme y que nunca se había
recuperado. Sin embargo, no teníamos miedo.
«Estábamos demasiado conmovidas por la desgracia para tener miedo. Era como si ya
estuviéramos muertas. Habíamos visto nuestro pueblo masacrado, habíamos visto el cadáver
de nuestra madre profanado. No sabíamos de nada que pudiera ser peor. Estábamos juntas;
quizá nuestra separación sí sería peor.
»Pero durante nuestro viaje a Egipto, tuvimos un pequeño consuelo que más tarde no
olvidaríamos. Khayman, el mayordomo del Rey, sintió compasión de nosotras e hizo todo lo
que estuvo en su mano, en secreto, para suavizar nuestro dolor.»
Maharet se detuvo de nuevo y miró a Khayman, que estaba sentado con las manos
enlazadas encima de la mesa y con los ojos humillados. Parecía que se hallaba profundamente
inmerso en el recuerdo de los hechos que Maharet describía. Aceptó el tributo, pero ello no
pareció consolarlo. Terminó por levantar la vista hacia Maharet como signo de agradecimiento.
Parecía aturdido y lleno de preguntas. Pero no las formuló. Dirigió la vista a los demás,
agradeciendo también sus miradas, agradeciendo la firme de Armand y la de Gabrielle, pero de
nuevo quedó sin decir nada.
Y Maharet continuó:
—Khayman nos aflojaba las ataduras siempre que era posible; nos permitía dar un paseo al
anochecer; nos llevaba comida y bebida. Y era una gran delicadeza por parte suya que no nos
hablara cuando lo hacía; no pedía nuestra gratitud. Hacía aquello con toda generosidad.
Simplemente, no era de su agrado ver a la gente sufrir.
»Creo recordar que viajamos diez días para llegar al país de Queme. Quizá fue más, quizá
fue menos. En algún momento durante el viaje, los espíritus se cansaron de sus trucos; y
nosotras, desalentadas y ya sin coraje, dejamos de invocarlos. Al final nos hundimos en el
silencio, y sólo de vez en cuando nos mirábamos a los ojos.
«Finalmente entramos en un país cuyo paisaje no habíamos visto nunca. A través de un
desierto abrasador fuimos llevadas a la rica tierra negra que bordeaba el río Nilo, el suelo negro
del que deriva la palabra Queme; luego cruzamos el poderoso río en una almadía, cruzó todo el
ejército, y llegamos a una vasta ciudad de construcciones de ladrillo y techos de paja, con
grandes templos y palacios construidos con los mismos materiales rudimentarios, pero todos
muy bellos.
»Eso tuvo lugar mucho tiempo antes de la arquitectura de piedra que ha dado fama a los
egipcios: los templos de los faraones que han permanecido hasta nuestros días.
»Pero ya existía un gran amor por la decoración fastuosa, una tendencia hacia lo
monumental. Ladrillos sin cocer, juncos, argamasa..., todos esos materiales simples eran los
que utilizaban para construir altos muros, que después eran encalados y decorados con
pinturas encantadoras.
»Frente al palacio al cual nos llevaban como prisioneras, se levantaban dos grandes
columnas, construidas con enormes juncos de la jungla, secados, atados entre ellos y
cimentados con fango del río; en el interior, dentro de un patio cerrado, habían creado un
estanque, lleno de flores de loto y rodeado de árboles floridos.
»Nunca había visto un pueblo tan rico como el de los egipcios, un pueblo cargado de tantas
joyas, un pueblo con un pelo trenzado con tanto primor y unos ojos tan hermosamente
pintados. Aquellos ojos pintados tendían a minarnos la moral. Porque el maquillaje endurecía
su mirada; daba una ilusión de profundidad donde quizá no la había; instintivamente nos
retraíamos ante aquel artificio.
»Pero todo lo que veíamos no hacía más que aumentar nuestra miseria. ¡Cuánto odiábamos
todo lo que había a nuestro alrededor! Lo único que percibíamos en aquella gente (aunque no
comprendíamos su extraña lengua) era que nos odiaban y que también nos temían. Parecía
que nuestro pelo rojo causaba gran confusión entre ellos; y que fuésemos gemelas también les
daba miedo.
»Porque entre ellos, en ciertas épocas, habían tenido la costumbre de matar a los bebés
gemelos; y los pelirrojos eran invariablemente sacrificados a los dioses. Se creía que daba
suerte.
»Todo eso se hizo claro para nosotras en instantáneas y salvajes visiones comprensivas;
encarceladas, aguardábamos con pensamientos lúgubres cuál sería nuestro destino.
»Como antes, Khayman fue nuestro único consuelo en aquellas primeras horas. Khayman,
el mayordomo general del Rey, procuró que tuviéramos ciertas comodidades en nuestro
encierro. Nos trajo sábanas lavadas, frutos para comer, cerveza para beber. Nos trajo incluso
peines para el pelo y vestidos limpios; y, por primera vez, nos habló; nos dijo que la Reina era
amable y buena y que no debíamos temer.
»Sabíamos que estaba diciendo la verdad, era indudable; pero también había algo que
fallaba, como había ocurrido meses antes con las palabras del mensajero del Rey. Nuestras
penalidades no habían hecho más que empezar.
»También temíamos que los espíritus nos hubieran abandonado; que tal vez no quisiesen
venir a aquella tierra a ayudarnos. No invocábamos a los espíritus, porque invocar y no recibir
respuesta... habría sido más de lo que podíamos soportar.
»Llegó el anochecer y la Reina envió a buscarnos; y nos llevaron ante la corte.
»El espectáculo nos abrumó, a pesar de que lo desdeñábamos: eran Akasha y Enkil en sus
tronos. La Reina era entonces como es ahora: una mujer de espalda erguida, miembros firmes,
con un rostro casi demasiado exquisito para mostrar inteligencia, un ser de atractiva belleza
con una dulce voz de soprano. En cuanto al Rey, ahora lo veíamos no como soldado sino como
soberano. Llevaba el pelo trenzado y vestía su falda de gala y sus joyas. Sus ojos negros
mostraban una gran severidad, como siempre; pero en un momento quedó claro que quien
reinaba, y había reinado siempre en aquel país, era Akasha. Akasha tenía el don de la palabra,
de la habilidad verbal.
»Nada más llegar, nos dijo que nuestro pueblo había sido castigado justamente por sus
abominaciones; y que había sido tratado con misericordia, puesto que todos los comedores de
carne humana eran salvajes y la ley decía que debían morir de muerte lenta. Dijo que habían
tenido piedad de nosotras porque éramos importantes hechiceras, y que los egipcios querían
aprender de nosotras; que querían aprender la sabiduría de los reinos de lo invisible y que
nosotras tendríamos que enseñársela.
»Inmediatamente, como si aquellas palabras no hubieran sido más que puro protocolo, se
puso a hacernos preguntas. ¿Cuáles eran nuestros espíritus? ¿Por qué había algunos buenos,
si eran espíritus? ¿No eran dioses? ¿Cómo conseguíamos hacer llover?
«Quedamos demasiado escandalizadas por lo rudimentario de sus preguntas para poder
responder. Nos sentimos molestas por la rudeza de sus modales, y empezamos a llorar de
nuevo. Nos volvimos y nos echamos a los brazos una de la otra.
»Y, por el modo de expresarse de aquella mujer, algo más comenzó a hacerse claro para
nosotras, algo muy simple. La rapidez de sus palabras, su impertinencia, el énfasis que ponía
en ésta o aquella sílaba, todos esos detalles nos evidenciaron que nos estaba mintiendo, pero
que ni ella misma sabía que mentía.
«Cerramos los ojos y escrutamos su mentira en profundidad, y vimos la verdad que
seguramente ella misma negaría:
»¡Había aniquilado a nuestro pueblo sólo para traernos allí! Había enviado a su Rey y a sus
soldados a aquella "guerra santa" sólo porque habíamos rechazado su anterior invitación, y nos
quería a su disposición. Sentía curiosidad por nosotras.
»Era lo que nuestra madre había visto al tomar la tablilla del Rey y la Reina en sus manos.
Quizá los espíritus ya lo habían previsto, a su modo. Solamente entonces comprendimos la
plena monstruosidad de aquellos hechos.
«Nuestro pueblo había muerto porque nosotras habíamos atraído el interés de la Reina, al
igual que atraíamos el interés de los espíritus; nosotras habíamos traído aquel mal sobre todas
las cosas.
»¿Por qué los soldados no nos habían tomado simplemente de nuestro pueblo indefenso?,
nos preguntábamos. ¿Por qué habían traído la ruina a todo lo que era nuestro pueblo?
«¡Aquello era el horror puro! Se había echado una cobertura moral al propósito de la Reina,
una cobertura que ella no podía ver, más que no vería cualquier otra persona.
«Se había auto convencido de que nuestro pueblo debía morir, sí, que su salvajismo lo
merecía, a pesar de que no fuesen egipcios y su tierra se hallase muy lejos. Y, oh, ¿no había
sido un gran acierto que se apiadaran de nosotras y nos llevasen a Egipto para satisfacer
finalmente su curiosidad? Y nosotras, desde luego, deberíamos estar agradecidas y dispuestas
a responder sus preguntas.
«Y más en lo hondo, más allá de su engaño, captamos la mente que hacía posibles unas
contradicciones semejantes.
»Aquella Reina no tenía auténtica mortalidad, no tenía un verdadero sistema ético para
gobernar los actos que realizaba. Aquella Reina era una de tantos humanos que sienten que
quizá no hay nada y que no existe razón para pensar que se pueda llegar a saber nunca algo.
Pero no podía soportar este pensamiento. Y así se inventaba, día tras día, sus sistemas éticos,
intentaba desesperadamente creer en ellos, pero no eran más que coberturas para sus actos,
actos que hacía por meras razones pragmáticas. La guerra contra los caníbales, por ejemplo,
se derivaba, más que nada, del desagrado que le provocaban tales costumbres. Su gente, los
de Uruk, nunca habían comido carne humana; por ello no quería que algo tan repugnante para
ella ocurriese a su alrededor; en realidad no había más que eso. Porque en su corazón siempre
había un rincón oscuro, lleno de desesperación. Y una gran voluntad para crear significados,
porque no existía ninguno.
»Quiero que comprendáis que no era superficialidad lo que veíamos en aquella mujer. Era
la creencia juvenil de que con su voluntad podría hacer brillar la luz; de que podía conformar el
mundo a sus gustos. Y también veíamos una insensibilidad hacia el dolor de los demás. Sabía
que otros sufrían, pero, bien, ¡realmente no podía entretenerse mucho a pensar en ello!
»Al final, incapaces de soportar el alcance de aquella duplicidad evidente, nos volvimos y la
estudiamos, porque tendríamos que librar un combate con ella. Aquella Reina no tenía ni
veinticinco años, y, en aquella tierra que había deslumbrado con sus costumbres de Uruk,
detentaba el poder absoluto. Y era casi demasiado bonita para ser auténticamente bella,
porque su belleza eclipsaba cualquier sensación de majestad o de profundo misterio; y su voz
aún contenía cierto timbre infantil, un timbre que, por puro instinto, provoca en los demás
ternura, un timbre que da una levísima musicalidad a las palabras más simples. Un timbre que
nosotras encontramos exasperante.
»Siguió y siguió con sus preguntas. ¿Cómo conseguíamos nuestros milagros? ¿Cómo
veíamos en el corazón de los hombres? ¿De dónde provenía nuestra magia y por qué
afirmábamos hablar con seres invisibles? ¿Podíamos hablar, por el mismo sistema, con los
dioses? ¿Podíamos hacer que sus conocimientos aumentaran o hacer que comprendiera mejor
la esencia de lo divino? Estaba dispuesta a perdonarnos nuestro salvajismo si éramos
agradecidas, si nos arrodillábamos ante sus altares y exponíamos ante sus dioses y ante ella
toda nuestra sabiduría.
»Insistió en sus varios puntos con una tal terquedad que haría reír a una persona sensata.
»Pero eso sublevó la furia más profunda de Mekare. Ella, que siempre había llevado la
iniciativa en todo, habló ahora.
»—Parad de hacer preguntas. No decís más que estupideces —soltó—. No tenéis dioses en
este reino porque no hay dioses. Los únicos habitantes invisibles del mundo son los espíritus y
los espíritus juegan con vos por medio de vuestros sacerdotes y de vuestra religión, como
jugarían con cualquier otra persona. Ra, Osiris, son simplemente nombres inventados con los
que halagáis y loáis a los espíritus; y, cuando les parece bien, os envían algún pequeño indicio
para que os apresuréis a halagarlos un poco más.
»Rey y Reina contemplaron horrorizados a Mekare. Pero Mekare prosiguió:
»—Los espíritus son reales, pero infantiles y caprichosos. Y también peligrosos. Se admiran
de nosotros y nos envidian que seamos a la vez espirituales y carnales, lo cual los atrae y los
predispone a hacer vuestra voluntad. Las hechiceras como nosotras siempre han sabido cómo
utilizarlos; pero se necesita una gran habilidad y un enorme poder para realizarlo, y eso es lo
que nosotras tenemos y vos no. Sois estúpidos, y lo que habéis hecho para cogernos
prisioneras es una atrocidad. En lo que habéis hecho no hay honestidad alguna. ¡Vivís en la
mentira! Pero nosotras no os vamos a mentir.
»Y luego, medio llorando, medio estrangulada por la rabia, Mekare, ante la corte entera,
acusó a la reina de hipocresía y de masacrar a nuestro pueblo sencillo simplemente para que
pudiéramos ser llevadas ante ella. Nuestro pueblo no había cazado carne humana desde hacía
miles de años, dijo a la Corte; y en nuestra captura se profanó un banquete funerario. Toda
aquella maldad fue cometida tan sólo para que la Reina de Queme pudiera tener hechiceras
con quien hablar, hechiceras a quien hacer preguntas, hechiceras cuyo poder intentaría utilizar
en beneficio propio.
»La Corte estaba agitada en un tumulto. Nunca nadie había sido tan irrespetuoso, tan
blasfemo, y cosas así. Pero los antiguos señores de Egipto, los que aún estaban irritados por la
prohibición del canibalismo sagrado, habían quedado horrorizados ante la profanación del
banquete funerario. Y otros, que también temían la ira del cielo por no haberse comido los
restos de sus padres, habían quedado mudos de pavor.
»Pero en conjunto fue una gran confusión. Salvando al Rey y a la Reina, quienes estaban
extrañamente silenciosos y extrañamente intrigados.
»Akasha no nos respondió nada, pero era claro que algo de nuestra explicación se había
sentido como verdadero en las regiones más recónditas de su pensamiento. En sus ojos
resplandeció durante un instante una curiosidad impaciente. «¿Espíritus que fingen ser dioses?
¿Espíritus que envidian la carne?» Pero, por lo que se refería a la acusación de haber
sacrificado innecesariamente a nuestro pueblo, ni siquiera la consideró. Era el lema de los
espíritus lo que la fascinaba, y, en su fascinación, el espíritu estaba divorciado de la carne.
»Permitidme atraer vuestra atención sobre lo que acabo de decir. Era la cuestión de los
espíritus lo que la fascinaba; es decir, la idea abstracta; y, en su fascinación, la idea abstracta
lo era todo. No creo que pudiese admitir que los espíritus fueran infantiles o caprichosos. Pero
sea lo que fuere, ella quería saberlo, y quería saberlo por medio de nosotras. Y por lo que se
refería a la destrucción de nuestro pueblo, ¡no le importaba lo más mínimo!
»Mientras tanto, el supremo sacerdote del templo de Ra exigía nuestra ejecución. Y también
el sacerdote supremo del templo de Osiris. Éramos perversas; éramos hechiceras; y todo lo
que tuviese el pelo rojo debía ser quemado, como se había hecho siempre en Queme. Y, de
inmediato, la asamblea repitió aquellas acusaciones. Debíamos ser quemadas. En pocos
momentos pareció que había estallado una revuelta en el interior del palacio.
»Pero el Rey ordenó silencio. Nos devolvieron a nuestra celda y nos pusieran una fuerte
guardia.
»Mekare, enfurecida, recorría a grandes pasos el limitado suelo de la celda, mientras yo le
pedía que no contase nada más. Le recordé lo que los espíritus nos habían dicho: que si
íbamos a Egipto, el Rey y la Reina nos harían preguntas, y que si respondíamos la verdad
(cosa que haríamos) el Rey y la Reina se encolerizarían y nos matarían.
»Pero era como si hablase con la pared; Mekare no quería escuchar. Andaba por la celda
de un lado a otro, golpeándose a intervalos el pecho con el puño. Sentía la angustia que ella
sentía.
»—Maldita —decía—. Malvada. —Y luego se sumía de nuevo en el silencio y andaba; al
poco volvía a repetir las palabras.
»Sabía que estaba recordando el aviso de Amel, el maligno. Y también sabía que Amel
estaba cerca; lo podía oír, lo percibía.
»Sabía que Mekare estaba siendo tentada de invocarlo; y yo sentía que no debía hacerlo.
¿Qué podrían significar sus insignificantes ataques para los egipcios? ¿A cuántos mortales
podría inflingir sus picaduras? No conseguiría más que las tormentas de viento o que hacer
volar objetos, cosas que nosotras ya sabíamos provocar. Pero Amel oyó aquellos
pensamientos, y empezó a sentirse inquieto.
»—Cálmate, demonio —decía Mekare—. ¡Espera hasta que te necesite! —Esas fueron las
primeras palabras que le oí dirigir a un espíritu malvado; y me produjeron un escalofrío de
horror que me recorrió todo el cuerpo.
»No recuerdo cuándo caímos dormidas. Sólo que poco después de medianoche, Khayman
me despertó.
»Al principio creí que era Amel realizando algún truco, y desperté airada. Pero Khayman me
indicó con un gesto que me tranquilizara. Se hallaba en una terrible agitación. Llevaba
solamente las ropas de dormir e iba descalzo, con el pelo despeinado. Parecía que había
estado llorando. Tenía los ojos enrojecidos.
»Se sentó junto a mí.
»—Dime, ¿es cierto lo que contaste de los espíritus? —No me preocupé de decirle que
había sido Mekare quien lo había dicho. La gente siempre nos confundía o pensaba que
éramos la misma. Me limité a decirle que sí, que era cierto.
»Le expliqué que aquellos entes invisibles siempre habían existido; que ellos mismos nos
habían dicho que, por lo que sabían, no existían ni dioses ni diosas. A menudo se habían
jactado ante nosotras de los trucos que habían realizado en los grandes templos de Sumer,
Jericó o Nínive. De vez en cuando se nos presentaban alardeando de que eran éste o aquel
dios. Pero nosotras conocíamos sus personalidades y, cuando los invocábamos por sus
antiguos nombres, abandonaban la impostura enseguida.
»Lo que no le dije fue que hubiera deseado que Mekare nunca hubiese dado a conocer
aquellos hechos. ¿De que serviría ahora?
»El estaba sentado junto a mí, abatido, escuchándome, escuchando como si hubiera sido
un hombre que hubiese vivido toda la vida en la mentira y ahora repentinamente se despertase
a la verdad. Ya que había quedado hondamente emocionado al ver a los espíritus provocar el
viento en nuestra montaña y ver a los soldados cubiertos por una lluvia de hojas; aquello le
había helado el alma. Y esto es lo que siempre produce fe: la mezcla de la verdad y de la
manifestación física.
»Pero entonces advertí que soportaba una carga aun más pesada en su conciencia, o en su
razón, se podría decir.
»—La masacre de vuestro pueblo fue una guerra santa; no un acto de egoísmo, como has
afirmado.
»—Oh, no —le respondí—. Fue un acto egoísta, pura y simplemente; no puedo decirlo de
otro modo. —Le conté lo de la tablilla que nos habían enviado por el mensajero, lo que los
espíritus nos habían dicho, los temores y la enfermedad de nuestra madre y lo de mi propio
poder para ver la verdad bajo las palabras de la Reina, la verdad que ni ella misma era capaz
de aceptar.
»Pero ya antes de que hubiera finalizado mi discurso, quedó anonadado de nuevo. Sabía,
por sus propias observaciones, que lo que yo estaba diciendo era verdad. Había luchado al
lado del Rey en muchas campañas contra pueblos extranjeros. Que un ejército luchara para
conseguir sólo ganancias no era nada para él. Había presenciado masacres y ciudades
incendiadas; había visto hacer esclavos; había visto hombres que regresaban a casa cargados
de botín. Y, aunque no era soldado, comprendía perfectamente aquellos actos.
»Pero no había habido botín valioso que llevarse de nuestro pueblo; no había habido
territorio que el Rey quisiese conservar. Sí, había sido un ataque para capturarnos, lo sabía. Y
también sentía asco por la mentira de la guerra santa contra los caníbales. Y sentía una tristeza
que aún era mayor que su abatimiento. Él pertenecía a una antigua familia; él había comido la
carne de sus antepasados; y ahora se encontraba castigando aquella misma tradición en los
que había conocido y amado. Consideraba repugnante la momificación de los muertos, pero
sentía aún más repugnancia por la ceremonia que la acompañaba, por la profunda superstición
en que había caído su país. Tantas riquezas dilapidadas en los muertos; tanta atención a los
cadáveres en putrefacción, solamente para que hombres y mujeres no se sintieran culpables
de abandonar sus costumbres más antiguas.
»Tales pensamientos lo dejaron exhausto; no eran naturales en él; lo que en definitiva lo
obsesionaba era las muertes que había presenciado; las ejecuciones; las masacres. Del mismo
modo que la Reina no podía detenerse a pensar ni un momento en tales cosas, él no podía
olvidarlas, y ahora era un hombre que estaba perdiendo su capacidad de aguante; un hombre
arrastrado a unas arenas movedizas en donde podía ahogarse.
»Finalmente se despidió de mí. Pero antes de irse prometió que haría todo lo que estuviera
en sus manos para liberarnos. No sabía cómo podría realizarlo, pero lo intentaría, y me rogó
que no tuviera miedo. En aquel momento sentí un gran amor hacia él. Tenía entonces el mismo
bello rostro que ahora, la misma figura; sólo que antes era más moreno y más delgado, y su
pelo rizado había sido alisado y trenzado y le colgaba hasta los hombros; toda su persona tenía
un aire de cortesano, el aire de uno que manda y de uno que tiene el caluroso afecto de su
príncipe.
»A la mañana siguiente, la Reina envió de nuevo a por nosotras. Esta vez nos condujeron a
sus aposentos particulares; con ella se hallaban solamente el Rey y Khayman.
»Era una pieza aun más lujosa que la gran sala de palacio; el lugar estaba repleto,
rebosante, de cosas preciosas: un sofá con leopardos esculpidos, una cama recubierta de seda
pura, espejos pulidos hasta una perfección que rayaba lo mágico. Y la misma Reina, qué
atractiva estaba, adornada con sus mejores galas y perfumada con sus mejores perfumes,
modelada por la naturaleza y hecha algo tan encantador como los tesoros que la rodeaban.
»De nuevo insirió con sus preguntas.
»En pie, juntas, con las manos atadas, tuvimos que escuchar las mismas tonterías.
»Y de nuevo Mekare habló a la Reina de los espíritus; le explicó que los espíritus siempre
habían existido; le explicó que alardeaban de jugar con los sacerdotes de otras tierras. Le dijo
que los espíritus le habían contado que les gustaban las canciones y los cánticos de los
egipcios. Todo era un juego para ellos, nada más.
»—Pero, ¡estos espíritus, son dioses, pues! ¡Es lo que estás diciendo! —exclamó Akasha
con gran fervor—. ¡Y tú hablas con ellos! ¡Quiero ver cómo lo haces! ¡Hazlo por mí, ahora!
»—¡Pero no son dioses! —intervine yo—. Es lo que tratamos de deciros. Y no aborrecen a
los comedores de carne humana como decís que hacen vuestros dioses. No se preocupan de
esas cosas. Nunca se han preocupado. —Con una paciencia fuera de todo límite bregué para
mostrarle la diferencia; aquellos espíritus no tenían código de conducta; eran moralmente
inferiores a nosotros. Sin embargo, sabía que aquella mujer no podía captar lo que le estaba
explicando.
»Percibí la agitación en su interior, la lucha entre la servidora de la diosa Inanna que quería
creerse herida y la oscura e indecisa alma que en definitiva no creía en nada. Su alma era un
lugar glacial; su fervor religioso no era sino una llamarada que ella misma alimentaba sin
descanso, intentando dar calor a aquel lugar glacial.
»—¡Todo lo que decís es una patraña! —explotó al final—. ¡Sois mujeres perversas! —Y
ordenó nuestra ejecución. Nos quemarían vivas al día siguiente, y juntas, para que nos
pudiéramos ver sufrir y morir. ¿Por qué se había preocupado nunca por nosotras?
»Al instante el Rey la interrumpió. Le dijo que él sí había visto el poder de los espíritus; y
también Khayman. ¿Qué no serían capaces de hacer los espíritus si éramos tratadas de aquel
modo? ¿No sería mejor dejarnos ir?
»Pero había algo repulsivo y duro en la mirada de la Reina. Las palabras del Rey no tenían
valor; nos iban a quitar la vida. ¿Qué podíamos hacer? Parecía que estaba furiosa con
nosotras porque no había sido capaz de adoptar nuestras verdades de modo que pudiera
utilizarlas o disfrutar de ellas. Ah, era una agonía tratar con la Reina. Con todo, su mente era
una mente normal; existen incontables humanos que piensan y sienten como ella pensaba y
sentía entonces... y ahora, con toda probabilidad.
»Al fin, Mekare aprovechó el momento. Hizo lo que yo no osaba hacer. Invocó a los
espíritus, a todos, y por su nombre, pero tan deprisa que la Reina nunca recordaría las
palabras. Los llamó a gritos, les dijo que accedieran a sus ruegos; y les dijo que expresaran su
desagrado por lo que estaba ocurriendo a aquellas mortales (a Mekare y a Maharet), mortales
que ellos se preciaban de amar.
»Fue una jugada arriesgada. Pero si no sucedía nada, si nos habían abandonado como yo
temía, entonces podría llamar a Amel, ya que éste sí estaba allí; estaba al acecho, esperando.
Era la única oportunidad, la última que teníamos.
»Al instante el viento comenzó a soplar. Aulló por el patio y silbó a través de los pasillos de
palacio. Desgarró los cortinajes; batió las puertas; rompió la frágil cerámica. La Reina, al
sentirse rodeada por el viento, quedó aterrorizada. Luego, pequeños objetos empezaron a volar
por el aire. Los espíritus cogieron los adornos de su tocador y empezaron a lanzárselos; el Rey
se puso junto a ella, intentando protegerla, mientras Khayman quedaba paralizado de terror.
»Ahora bien, aquel era el mismo límite del poder de los espíritus; y no serían capaces de
hacerlo durar mucho. Pero antes de que la demostración finalizase, Khayman suplicó al Rey y
a la Reina que revocasen la sentencia de muerte. Lo cual hicieron en el acto.
»De inmediato, Mekare, al percibir que los espíritus ya estaban agotados de todas formas,
con gran solemnidad les ordenó que se aplacaran. Se hizo el silencio. Y los aterrorizados
esclavos corrieron de un lado para otro para recoger los objetos que los espíritus habían tirado.
»La Reina estaba vencida. El Rey intentaba decirle que él ya había contemplado aquel
espectáculo antes y que no había recibido daño alguno; pero la Reina había recibido una
herida en lo más profundo de su corazón. Nunca había sido testigo de la más mínima
experiencia sobrenatural; y ahora estaba muda y petrificada. En aquel rincón oscuro y sin fe de
su interior se había hecho una chispa de luz, de auténtica luz. Y, tan antiguo era y asentado
estaba su secreto escepticismo, que aquel pequeño milagro fue para ella una revelación de
gran magnitud; fue como si hubiera visto la faz de su dios.
»Pidió al Rey y a Khayman que se retiraran. Dijo que quería hablar con nosotras a solas. Y
entonces nos imploró que habláramos a los espíritus para que ella pudiera oírlo. Había
lágrimas en sus ojos.
»Fue un momento extraordinario, porque sentí lo que había sentido hacía meses al tocar la
tablilla de arcilla: una mezcla de bien y de mal que parecía más peligrosa que el mismo mal.
»Por supuesto, no podíamos hacer que los espíritus hablaran de tal forma que ella pudiera
entenderlos, le dijimos. Pero quizá podría ponernos algunas preguntas que ellos responderían.
Lo cual hizo al instante.
»No eran más que preguntas que la gente ha estado formulando, desde tiempos remotos, a
los brujos, hechiceras y santos.
»—¿Dónde está el collar que perdí de niña? ¿Qué quiso decirme mi madre la noche en que
murió y ya no podía hablar? ¿Por qué mi hermana detesta mi compañía? ¿Se hará un hombre
mi hijo? ¿Será fuerte y valiente?
»En lucha por nuestras vidas, con gran paciencia formulamos aquellas preguntas a los
espíritus, engatusándolos y adulándolos hasta que conseguimos atraer su atención. Y
obtuvimos respuestas que dejaron atónita a Akasha. Los espíritus sabían el nombre de su
hermana; sabían el nombre de su hijo. Al considerar aquellos simples trucos pareció llegar al
borde de la locura.
»Entonces, Amel, el maligno, apareció (evidentemente celoso de todo aquel espectáculo) y
de improviso lanzó a los pies de Akasha el collar perdido del cual había hablado, un collar
perdido en Uruk. Aquello fue el golpe final. Akasha estaba estupefacta.
»Se puso a llorar, agarrando con fuerza su collar. Y nos pidió que pusiéramos a los espíritus
las preguntas en verdad importantes cuyas respuestas debía conocer sin falta.
»Sí, los pueblos inventaban a sus dioses, dijeron los espíritus. No, los nombres en las
plegarias no importaban. A los espíritus les gustaba meramente la musicalidad y el ritmo del
lenguaje, la forma de las palabras, por decirlo de algún modo. Sí, existían espíritus malvados
que gustaban de hacer daño a la gente, ¿por qué no? Y también existían espíritus que amaban
a esa gente. Y, ¿hablarían a Akasha si nosotras nos íbamos de su reino? Nunca. Si ahora
estaban hablando y ella no los podía oír, ¿qué esperaba que hicieran si nosotras no
estábamos? Bien, pero había hechiceras en su reino que los podrían oír y ellas dirían a esas
hechiceras que vinieran a la Corte de inmediato, si eso era lo que la Reina deseaba.
»Pero mientras ese diálogo seguía su curso, un profundo cambio se fue operando en
Akasha.
»Pasó del éxtasis a la sospecha, y de la sospecha a la miseria. Porque aquellos espíritus
sólo le confirmaban las mismas cosas deprimentes que nosotras ya le habíamos dicho.
»—¿Qué sabéis de la vida del más allá? —preguntó. Y cuando los espíritus respondieron
que las almas de los muertos o bien erraban por encima de la Tierra, confusos y apenados, o
bien se elevaban y se vaporizaban por completo, quedó brutalmente decepcionada. El brillo de
sus ojos se apagó; estaba perdiendo todo apetito acerca de aquello. Cuando preguntó lo que
ocurría con los que habían vivido vidas malvadas, en contraposición a los que habían vivido
vidas buenas, los espíritus no pudieron dar respuesta alguna. No sabían a lo que se refería.
»Sin embargo prosiguió con aquel interrogatorio. Pudimos advertir que los espíritus se
estaban cansando y que estaban jugando con ella, y que las respuestas serían cada vez mas
idiotas.
»—¿Cuál es la voluntad de los dioses? —preguntó.
»—Que cantes todo el tiempo —dijeron los espíritus—. Nos gusta.
»Luego, de repente, el maligno, Amel, tan enorgullecido por el truco del collar, lanzó otro
collar de pedrería a los pies de Akasha. Pero ella retrocedió horrorizada ante la nueva joya.
»Al momento nos percatamos del error. Había sido el collar de su madre, el collar que
llevaba el cadáver de su madre, enterrada en una tumba cerca de Uruk; y, naturalmente, Amel,
al no ser más que un espíritu, no podía imaginarse qué desagradable y atroz sería traer aquel
objeto ante su presencia. Incluso después no lo comprendió. Había vislumbrado el segundo
collar en la mente de Akasha cuando ésta había hablado del primero. ¿Por qué no lo quería
también? ¿No le gustaban los collares?
»Mekare dijo a Amel que aquello no había gustado. Que era un milagro equivocado. ¿Haría
el favor de esperarse a sus órdenes, puesto que ella entendía a la Reina y él no?
»Pero ya era demasiado tarde. Algo irremediable le había ocurrido a la Reina. Había visto
dos muestras evidentes del poder de los espíritus y había oído verdades y disparates y ni lo
uno ni lo otro podía compararse a la belleza de la mitología de los dioses en los cuales siempre
se había auto obligado a creer. Y, no obstante, los espíritus estaban destruyendo su frágil fe.
¿Cómo podría liberarse del oscuro escepticismo que abrigaba su alma si proseguían aquellas
manifestaciones?
»Se agachó y recogió el collar sacado de la tumba de su madre.
»—¿Cómo lo consiguió? —preguntó. Pero su corazón no estaba realmente en la pregunta.
Ella sabía que la respuesta sería otro tanto de lo mismo que había oído desde nuestra llegada.
Estaba asustada.
»No obstante, se lo expliqué; y escuchó cada una de mis palabras.
»Los espíritus leen nuestras mentes; y son enormes y poderosos. Su auténtico tamaño es
inimaginable para nosotros; y pueden moverse con la ligereza del pensamiento; cuando
Akasha pensó en este segundo collar, el espíritu lo vio; fue en busca de él; después de todo, un
primer collar le había gustado, ¿por qué no el segundo? Así pues había encontrado la tumba
de su madre, y lo había sacado fuera, quizá por medio de un orificio. Ya que era seguro que no
podía pasar a través de las piedras. Sería ridículo.
»Pero, mientras relataba esto último, comprendí la auténtica verdad. Lo más probable era
que aquel collar había sido robado del cadáver de la madre de Akasha, y muy posiblemente el
autor del robo había sido el padre de Akasha. El collar nunca había sido enterrado en una
tumba. Por eso Amel había podido encontrarlo. O quizá lo había robado un sacerdote. Al
menos, así lo creía Akasha, que ahora sostenía el collar en sus manos. Y aborreció al espíritu
que le había dado a conocer una verdad tan desagradable.
»En resumen, todas las ilusiones de aquella mujer quedaron arrasadas por completo; y lo
único que le quedaba era la estéril verdad que siempre había sabido. Le había hecho
preguntas sobre lo sobrenatural (algo muy insensato) y lo sobrenatural le había dado
respuestas que ella no podía aceptar; pero tampoco las podía refutar.
»—¿Dónde están las almas de los muertos? —susurró, contemplando aquel collar.
»Con toda la suavidad de que fui capaz, respondí:
»—Los espíritus no lo saben. Eso es todo.
»Horror. Pavor. Y su mente empezó de nuevo a maquinar, a hacer lo que siempre había
hecho: encontrar algún gran sistema para explicar lo que le causaba dolor; algún gran método
para justificar lo que había visto con sus ojos. El oscuro lugar secreto en su interior se estaba
agrandando; amenazaba con consumirla desde dentro; y no podía permitir que algo así
ocurriera; tenía que proseguir. Era la Reina de Queme.
»Por otro lado, estaba furiosa, y la rabia que sentía era contra sus padres y sus maestros,
contra los sacerdotes y sacerdotisas de su infancia, contra los dioses que había adorado y
contra todos los que le habían dado consuelo o le habían dicho que la vida era buena.
»Se hizo un silencio; algo estaba ocurriendo con su expresión; miedo y admiración habían
desaparecido; en su mirada había algo frío y desencantado y, en definitiva, maligno.
«Entonces, con el collar de su madre en la mano, se levantó y declaró que todo lo que
habíamos dicho eran mentiras. Aquellos con quienes hablábamos eran espíritus malvados,
espíritus que buscaban pervertirla a ella y a sus dioses, los cuales velaban por el bien de su
pueblo. Cuanto más hablaba, más intentaba convencerse de lo que estaba diciendo, más
quedaba prendada de la elegancia de sus creencias, más se rendía ante su lógica. Hasta que
finalmente se echó a llorar y se puso a acusarnos; la oscuridad de su interior había sido
negada. Evocó las imágenes de sus dioses; evocó su lenguaje sagrado.
»Pero volvió a mirar el collar; y el espíritu maligno, Amel, con una cólera encendida, furioso
porque a la Reina no le había gustado aquel regalito y furioso de nuevo con nosotras, nos dijo
que le dijésemos que, si nos hacía algún daño, le lanzaría todo objeto, joya, copa de vino,
espejo, peine, o cualquier otra cosa que pidiese, imaginase, recordase, desease o echase en
falta.
»De no haber estado en aquel peligro me habría reído; era una solución maravillosa para la
mente del espíritu; pero era ridicula sin duda, desde un punto de vista humano. Sin embargo,
era un mal que no desearía a nadie, en verdad.
»Y Mekare transmitió a Akasha exactamente lo que Amel había dicho.
»—El, que ha podido mostrarte este collar, podrá inundarte de recuerdos penosos —dijo
Mekare—. Y no conozco a ninguna hechicera en la Tierra que sea capaz de detenerlo una vez
haya empezado.
»—¿Dónde está? —gritó Akasha—. ¡Dejadme ver a este demonio con quien habláis!
»Y, a eso, Amel, inflamado de vanidad y de rabia, concentró todo su poder y arremetió
contra Akasha, clamando:
»—¡Yo soy Amel, el maligno, el que pica! —Y levantó alrededor de ella el gran torbellino que
había producido alrededor de nuestra madre; sólo que diez veces mayor. Nunca vi una
violencia semejante. La misma estancia pareció estremecerse cuando aquel inmenso espíritu
se comprimió y penetró en aquel reducido espacio. Pude oír el crujido de las paredes de
ladrillo. Y, su bello rostro y sus bellos brazos quedaron recubiertos por completo de pequeñas
picaduras y de otros tantos puntos rojos de sangre.
»Con gran desesperación se puso a chillar. Amel estaba en éxtasis. ¡Amel podía hacer
cosas extraordinarias! Mekare y yo quedamos aterrorizadas.
»Mekare le ordenó que se detuviera. Y le dedicó montones de zalamerías, y grandes
agradecimientos y le dijo que sin lugar a dudas era el más poderoso de todos los espíritus, pero
que ahora tenía que obedecerla a ella, tenía que demostrarle su gran sabiduría, al igual que le
había mostrado su poder; y que ella le permitiría volver a fustigar en el momento adecuado.
»Mientras, el Rey se precipitó a socorrer a Akasha; Khayman corrió también hacia ella;
todos los guardias fueron a ella. Pero, cuando los soldados alzaron sus espadas para herirnos,
ella ordenó que nos dejaran. Mekare y yo nos quedamos mirándola fijamente, amenazándola
en silencio con el poder del espíritu, porque era lo único que nos quedaba. Y Amel, el maligno,
aguardaba suspendido encima de nosotras, llenando el aire con los sonidos más arcanos, la
gran risa hueca de un espíritu, que en aquellos instantes parecía llenar el mundo entero.
»De nuevo solas en nuestra celda, no supimos qué hacer o cómo usar aquella pequeña
influencia que ahora teníamos sobre Amel.
»Pero, por lo que se refería a Amel, no nos abandonaría. Vociferaba y tronaba en la
pequeña celda; hacía que la estera de juncos crujiera, hacía oscilar nuestros vestidos; hacía
soplar el viento en la cerrada habitación. Era algo muy desagradable. Pero lo que me asustaba
de verdad era oír las cosas de que se jactaba. Que le gustaba extraer sangre; que la sangre lo
hinchaba y lo hacía más lento y pesado; pero que tenía un sabor delicioso; y cuando los
pueblos del mundo hacían sacrificios de sangre en sus altares, él gustaba de bajar a ellos y
sorber aquella sangre. Después de todo, la sangre estaba allí para él, ¿no? Más risas.
»Los demás espíritus se retrajeron en masa ante esto. Mekare y yo lo percibimos. Todos
menos los que estaban algo celosos y querían saber qué gusto tenía la sangre y por qué a un
espíritu le gustaba tanto una cosa semejante.
»Y luego salió a la luz: aquel odio y aquellos celos por la carne, propios de tantos espíritus
malignos, aquella sensación de que nosotros los humanos somos abominaciones porque
tenemos tanto cuerpo como alma, lo cual no debería existir en la faz de la tierra. Amel
discurseaba acerca de los tiempos en que sólo había montañas, océanos y bosques, y no
cosas vivas como nosotros. Nos dijo que tener espíritu en un cuerpo mortal era una maldición.
»Yo ya había oído otras veces esas quejas entre los malvados espíritus; pero nunca les
había prestado mucha atención. Por primera vez, yaciendo allí tendida y viendo en mis
recuerdos a mi pueblo pasado por las armas, las consideré acertadas, aunque sólo en parte.
Pensé, como muchos hombres y mujeres habían pensado antes y han pensado después, que
tal vez sea una maldición poseer el concepto de inmortalidad sin tener el cuerpo inmortal.
»O, como tú has dicho, esta misma noche, Marius, como si la vida no valiera la pena ser
vivida; como si fuera una broma. En aquel momento sólo tenía una palabra, tinieblas, tinieblas y
sufrimiento. Todo lo que yo era ya no importaba; nada de lo que contemplaba podía inducirme
a querer vivir.
»Pero Mekare volvió a hablar a Amel, haciéndole saber que prefería, mucho más, ser lo que
ella era que lo que era él, errando para siempre sin rumbo ni destino. Y esto desató otra vez las
iras de Amel. ¡Le demostraría lo que era capaz de hacer!
»—¡Cuando yo te lo ordene, Amel! —dijo—. Espera a que yo elija el momento. Luego todos
los hombres sabrán lo que puedes llegar a hacer. —Y aquel espíritu infantil quedó satisfecho y
de nuevo se desparramó por el cielo oscuro.
»Nos tuvieron prisioneras durante tres noches. Los guardias no nos miraban ni se
acercaban a nosotras. Ni los esclavos. De hecho, habríamos sufrido hambre de no haber sido
por Khayman, el mayordomo real, quien nos llevaba comida en persona.
»Y nos dijo lo que los espíritus ya nos habían contado. Había habido un airado debate; los
sacerdotes querían que nos condenaran a muerte. Pero la Reina tenía miedo de matarnos, que
nuestra muerte desatara aquellos espíritus contra ella, y que no hubiera manera de expulsarlos.
El Rey estaba intrigado por lo que había sucedido; opinaba que se podía aprender más cosas
de nosotras; sentía curiosidad por los poderes de los espíritus y por los usos que se les podía
destinar. Pero la Reina los temía; la Reina ya había visto demasiado.
»Finalmente nos llevaron ante la Corte, reunida al pleno en el gran atrio descubierto del
palacio.
»En el reino el sol estaba en su cenit, y el Rey y la Reina hicieron sus ofrendas al dios sol
Ra, como era la costumbre, y fuimos obligadas a contemplarlo. Ver aquella solemnidad no
significó nada para nosotras; temíamos que aquellas fuesen las últimas horas de nuestras
vidas. Soñé entonces en nuestras montañas, en nuestras cuevas; soñé en los niños que
podíamos haber engendrado (preciosos hijos e hijas, algunos de los cuales podrían haber
heredado nuestro poder), soñé en la vida que nos había sido arrebatada, en la aniquilación de
nuestros amigos y parientes, una aniquilación que pronto podría llegar a ser completa.
Agradecí a los poderes existentes que aún pudiera ver el cielo azul encima de mi cabeza y que
Mekare y yo aún continuásemos juntas.
»Por fin el Rey habló. Toda su persona exhalaba una terrible tristeza y un agudo cansancio.
Él era joven, pero en aquellos momentos tenía algo del alma de un anciano. El nuestro era un
gran don, nos dijo, pero era claro que habíamos hecho un mal uso de él y que nadie más
podría usarlo ya. Nos acusó de decir mentiras, de dar culto a los espíritus malignos, de
practicar la magia negra. Nos habría quemado, dijo, para complacer a su pueblo; pero la Reina
y él se compadecían de nosotras. En particular la Reina quería que tuviesen piedad de Mekare
y de mí.
»Era una maldita mentira, pero bastó una mirada al rostro de ella para mostrarnos que se
había auto convencido de que era verdad. Y, evidentemente, el Rey le creyó. Pero ¿qué
importaba? Qué clase de piedad era aquella, nos preguntamos, intentando penetrar en lo más
hondo de sus almas.
»Y luego, la Reina nos dijo, con tiernas palabras, que nuestra gran magia le había llevado
los dos collares que más amaba en el mundo y que por este solo hecho nos dejaría vivir. O
sea, que la mentira que estaba tejiendo crecía y se hacía más intrincada y más distante de la
verdad.
»Y entonces el Rey dijo que nos soltaría, pero que primero debía demostrar a la Corte que
ya no teníamos poder, con lo cual se apaciguarían los sacerdotes.
»Y, si en cualquier momento un espíritu maligno se manifestaba e intentaba ultrajar a los
justos fíeles de Ra y Osiris, nuestro perdón sería revocado y seríamos ejecutadas al instante.
Ya que, con toda seguridad, el poder de nuestros espíritus malignos moriría con nosotras. Y
habríamos perdido el perdón de la Reina, que apenas merecíamos.
«Naturalmente nos dábamos cuenta de lo que iba a suceder; lo veíamos en el corazón del
Rey y de la Reina. Se había llegado a un compromiso. Y nos habían ofrecido como una parte
del trato. Cuando el Rey se quitó la cadena y el medallón de oro y lo puso en el cuello de
Khayman, supimos que íbamos a ser violadas ante la Corte, violadas como las prisioneras
comunes o las esclavas eran violadas en una guerra cualquiera. Y, si invocábamos a los
espíritus, moriríamos. Aquella era nuestra posición.
»—De no ser por el amor que profeso a mi Reina —dijo Enkil—, tomaría placer en esas dos
mujeres, lo cual es mi derecho; lo haría ante todos vosotros para mostraros que no tienen
poder y que no son hechiceras importantes, sino simplemente mujeres; pero será el
mayordomo general, Khayman, mi querido Khayman, quien tendrá el privilegio de hacerlo en mi
lugar.
»Toda la Corte esperaba en silencio mientras Khayman nos miraba y se preparaba para
obedecer la orden del Rey. Lo miramos fijamente, desafiándolo, en nuestra indefensión, a no
hacerlo, a no ponernos las manos encima, a no violarnos ante aquellas repulsivas miradas.
»Pudimos sentir su dolor y su agitación interiores. Pudimos sentir el peligro que se cernía
sobre él, porque, si desobedecía, moriría, sin duda alguna. Y sin embargo, lo que iba a llevar a
cabo era un gran honor; tenía que ultrajarnos, arruinar lo que éramos; y, nosotras, que siempre
habíamos vivido bajo la luz del sol y en la paz de nuestras montañas, no sabíamos nada del
acto que iba a llevar a cabo.
»Creo que cuando se acercó hacia nosotras pensaba que no podría realizarlo, que un
hombre no podía sentir el dolor que él sentía y a la vez excitar su pasión para dar cumplimiento
a aquella horrorosa tarea. Pero por entonces yo conocía poco a los hombres, poco sabía de
cómo los placeres de la carne pueden combinarse en su interior con el odio y la ira, y de cómo
pueden herirnos cuando realizan el acto que las mujeres realizan, con mucha más frecuencia,
por amor.
»Nuestros espíritus clamaban contra lo que iba a ocurrir; pero, por nuestras vidas, les
ordenamos que se mantuvieran tranquilos. En silencio apreté cariñosamente la mano de
Mekare; le hice saber que seguiríamos viviendo cuando aquello hubiese terminado; que
seríamos libres; que, después de todo, aquello no era la muerte; y que abandonaríamos aquel
miserable pueblo del desierto a sus mentiras y a sus vanas ilusiones; a sus costumbres idiotas;
nos iríamos a casa.
»Y entonces Khayman se dispuso a cumplir su deber. Nos desató; cogió a Mekare y la
obligó a tenderse de espaldas al suelo, en la estera, le sacó el vestido y la poseyó mientras yo
permanecía estupefacta, incapaz de detenerlo; después, yo misma fui sometida al mismo
destino.
»Pero en su mente, nosotras no éramos las mujeres a quienes violaba. Como su alma
temblaba, como su cuerpo temblaba, alimentaba el fuego de su pasión con fantasías de
bellezas sin nombre y medio recordaba momentos para que el cuerpo y el alma fueran uno.
»Y nosotras, evitando mirarlo, cerramos nuestras almas a él y a los mezquinos egipcios que
habían cometido aquellos terribles actos contra nosotras; nuestras almas estaban solas e
inmaculadas en el interior de nuestros cuerpos; y, a nuestro alrededor, oía lo que era sin duda
alguna los sollozos de los espíritus, los tristes, horrorosos sollozos, y, a los lejos, el grave y
retumbante trueno de Amel.
»"Sois estúpidas si soportáis esto, hechiceras."
»Caía la noche cuando nos dejaban al borde del desierto. Los soldados nos proporcionaron
la comida y la bebida que se nos había concedido. Caía la noche cuando iniciábamos nuestro
largo viaje hacia el norte. Nuestro corazón estaba lleno de odio como nunca lo había estado.
»Y vino Amel, mofándose de nosotras, furioso con nosotras; ¿por qué no queríamos que
nos vengara?
»—¡Nos perseguirán y nos matarán! —dijo Mekare—. ¡Ahora aléjate de nosotras! —Pero no
tuvo ningún efecto. Así que al final intentamos poner a Amel a trabajar en algo en verdad
importante—. Amel, queremos llegar a casa vivas. Procúranos vientos frescos y muéstranos
dónde podemos encontrar agua.
»Pero aquellas eran cosas que los malos espíritus nunca gustan de hacer. Amel perdió el
interés. Y Amel se esfumó. Y caminamos y caminamos a través de los áridos vientos del
desierto, codo con codo, intentando no pensar en las leguas de viaje que nos quedaban por
delante.
»En aquel largo trayecto nos ocurrieron muchas cosas, demasiado numerosas para
contarlas aquí.
»Pero los buenos espíritus no nos habían abandonado; produjeron los vientos refrescantes
y nos condujeron a los manantiales donde podíamos encontrar agua y unos pocos dátiles para
comer; y realizaron "pequeñas lluvias" para nosotras tantas veces como les fue posible; pero al
final ya nos habíamos adentrado demasiado en el desierto para que un fenómeno como aquél
fuera realizable; nos estábamos muriendo y sabía que tenía un hijo de Khayman en mis
entrañas y quería que mi hijo viviese.
»Fue entonces cuando los espíritus nos condujeron a los pueblos beduinos; ellos nos
acogieron y nos cuidaron.
»Me encontré mal y durante días permanecí tumbada cantando para el hijo de mi vientre, y
alejando mi malestar y mis peores recuerdos con mis canciones. Mekare yacía tendida junto a
mí, abrazándome.
»Pasaron meses antes de que recuperara las fuerzas suficientes para dejar los
campamentos de los beduinos. Yo quería que mi hijo naciera en nuestra tierra y supliqué a
Mekare que continuásemos nuestro viaje.
»Por fin, gracias a la comida y la bebida que los beduinos nos habían proporcionado y con
los espíritus como guías, llegamos a los verdes campos de Palestina y encontramos el pie de la
montaña y a los pueblos de pastores (tan parecidos a nuestra tribu) que habían venido a poblar
nuestros terrenos de pasto.
»Nos conocían, como habían conocido a nuestra madre y a todos nuestros parientes;
sabían nuestro nombre y nos acogieron enseguida.
»Y volvimos a ser muy felices, entre las verdes hierbas, los árboles y las flores conocidas; y
mi hijo crecía en mis entrañas. Viviría, el desierto no lo había matado.
»Así pues, en mi propia tierra di a luz a una hija (pues era una niña) y la llamé Miriam, como
habían puesto a mi madre antes que yo. El bebé tenía el pelo negro de Khayman, pero los ojos
verdes de su madre. Y el amor que sentí por mi hija y la alegría que conocí en ella
constituyeron el bálsamo más eficaz que mi alma pudiera desear. Volvíamos a ser tres.
Mekare, que conoció los dolores de parto conmigo y que sacó a mi hija de mi cuerpo, sostenía
a Miriam en brazos durante horas y le cantaba como yo misma. La hija era tanto nuestra como
mía. Intentamos olvidar los horrores que habíamos sufrido en Egipto.
»Miriam crecía. Finalmente Mekare y yo decidimos subir a la montaña y buscar las cuevas
donde habíamos nacido. No sabíamos aún cómo íbamos a vivir o qué haríamos, a tanta
distancia de nuestro nuevo pueblo. Pero regresaríamos con Miriam al lugar dónde habíamos
sido tan felices; allí invocaríamos a los espíritus para nosotras y realizaríamos el milagro de la
lluvia para bendecir a mi hija recién nacida.
»Pero la idea nunca debía llevarse a cabo. Nada de ella.
»Porque, antes de que pudiéramos partir del pueblo de pastores, los soldados regresaron,
esta vez bajo el mando del alto mayordomo del Rey, Khayman. Los soldados fueron
repartiendo oro a toda la tribu que, a lo largo de su camino, hubiese visto a las gemelas
pelirrojas, u oído hablar de ellas, y supiera dónde podían estar.
»Una vez más, a mediodía, cuando el sol derramaba su luz en los campos herbosos, vimos
a los soldados egipcios blandiendo las espadas. El pueblo se dispersó en todas direcciones,
pero Mekare salió corriendo al encuentro de Khayman y se echó de rodillas ante él, suplicando:
»—No vuelvas a hacer daño a mi pueblo.
»Luego Khayman vino con Mekare al lugar donde yo me escondía con mi hija, y le mostré
aquel bebé, que era progenie suya, y le imploré piedad, justicia, que nos dejase en paz.
»Pero sólo tuve que mirarlo para comprender que sería condenado a muerte si no
regresaba con nosotras. Tenía el rostro fatigado, demacrado y lleno de miseria; no la piel lisa,
blanca e inmortal que le veis aquí, en esta mesa, esta noche.
»El tiempo enemigo ha erosionado la huella original de su sufrimiento. Pero en aquella tarde
de hace muchos siglos era muy evidente.
»Nos habló con voz suave y sumisa:
»—Un grave mal ha atacado al Rey y a la Reina de Queme —dijo—. Y lo han hecho
vuestros espíritus. Y vuestros espíritus me han atormentado día y noche por lo que os hice,
hasta que el Rey intentó expulsarlos de mi casa.
»Abrió sus brazos a mí para que pudiera ver las pequeñas heridas que los recubrían. Por
allí el espíritu había extraído la sangre. Más pequeñas cicatrices salpicaban su cara y su cuello.
»—Oh, no sabéis la miseria en que he vivido —dijo—, porque no había nada que pudiera
protegerme de aquellos espíritus. No sabéis las veces que os maldije, que maldije al Rey por lo
que me había obligado a haceros, que maldije a mi madre por haberme traído al mundo.
»—Oh, ¡pero nosotras no somos las causantes! —replicó Mekare—. Hemos sido leales con
vosotros. Por nuestras vidas os dejamos en paz. No es sino Amel, el malvado, quien lo ha
hecho. ¡Oh, el espíritu maligno! ¡Y pensar que te ha torturado a ti en lugar de hacerlo al Rey y a
la Reina, que fueron quienes te obligaron! ¡No podemos hacer nada para detenerlo! Te lo
suplico, Khayman, dejamos en paz.
»—Amel se cansará pronto de lo que haga, sea lo que sea —dije yo—. Si el Rey y la Reina
son fuertes, él, al final, se irá. Khayman, estás ante la madre de tu hija. Déjanos en paz. Por
amor a esta hija: di a tu Rey y a tu Reina que no nos has encontrado. Déjanos aquí si respetas
algún tipo de justicia.
»Pero él sólo miraba a aquella niña como si no supiera lo que veía. Él era egipcio. ¿Era
aquella niña egipcia? Levantó la vista hacia nosotras.
»—De acuerdo, vosotras no enviasteis al espíritu —dijo—. Os creo. Pero evidentemente no
comprendéis lo que ha llegado a realizar este espíritu. Su perversión ha llegado al límite. ¡Ha
entrado dentro del Rey y de la Reina de Queme! ¡Está en el interior de sus cuerpos! ¡Ha
transformado la misma sustancia de su carne!
»Durante largo tiempo nos quedamos mirándolo y considerando sus palabras.
Comprendimos que con aquello no quería indicar que el Rey y la Reina estuvieran poseídos. Y
comprendimos también que él había presenciado unos hechos tales que no había podido sino
venir en nuestra busca, él en persona, aunque le costase la vida.
»Pero yo no creí lo que decía. ¿Cómo un espíritu podía hacerse carne?
»—No comprendéis lo que ha ocurrido en nuestro reino —susurró—. Tenéis que venir a
verlo con vuestros propios ojos. —Y se interrumpió, porque había más, mucho más, que nos
quería contar, y tenía miedo. Con amargura, dijo—: Debéis deshacer lo que está hecho,
¡aunque no sea obra vuestra!
»Ah, pero no pudimos deshacerlo, aquello fue el horror. Ya lo sabíamos entonces, lo
presentíamos. Recordamos a nuestra madre de pie ante la cueva, mirando las diminutas
heridas de su mano.
»Mekare echó atrás la cabeza e invocó a Amel, el malvado; le dijo que viniera a ella, que
obedeciera sus órdenes. En nuestra lengua propia, la lengua gemela, gritó:
»—Sal del Rey y de la Reina de Queme y ven a mí, Amel. Inclínate ante mi voluntad. No
hiciste esto bajo órdenes mías.
«Pareció como si todos los espíritus del mundo se hubieran puesto a escuchar en silencio;
aquel era el grito de una hechicera poderosa; pero no hubo respuesta. Entonces lo sentimos:
una gran inhibición de muchos espíritus en masa, como si algo más allá de sus conocimientos
y más allá de su aceptación les hubiese sido revelado de súbito. Pareció que los espíritus se
alejaran de nosotros en retirada y que luego volvieran, tristes e indecisos; buscando nuestro
amor pero sintiendo repulsión.
»—Pero ¿qué es? —gritó Mekare—. ¡Qué es! —Invocó a los espíritus que pululaban cerca
de ella, a sus elegidos. Por fin, en la quietud del momento, mientras los pastores aguardaban
temerosos, mientras los soldados se preparaban para lo inesperado y Khayman nos miraba
con los ojos vidriosos y cansados, oímos la respuesta. Nos llegó con expresión maravillada,
incierta.
»—Amel tiene ahora lo que siempre había querido; Amel tiene la carne. Pero Amel ya no
existe.
»¿Qué querría decir?
»No lo podíamos imaginar. De nuevo Mekare exigió a los espíritus que respondieran, pero
parecía que la incertidumbre de los espíritus se estaba transformando en miedo.
»—¡Decidme qué ha ocurrido! —conminó Mekare—. ¡Hacedme saber lo que sabéis! —Era
un antigua orden utilizada por incontables hechiceras—. Dadme el conocimiento que me
debéis.
»Y otra vez los espíritus respondieron dubitativos:
»—Amel está en la carne; Amel ya no es Amel; ya no puede responder.
»—Tenéis que venir conmigo —dijo Khayman—. Tenéis que venir. ¡El Rey y la Reina
quieren que vayáis!
»En silencio y, aparentemente, sin emoción alguna, miró cómo yo besaba a mi hija y la
entregaba a las mujeres de los pastores para que la cuidaran como suya. Y Mekare y yo nos
rendimos a él; pero esta vez no lloramos. Era como si ya hubiéramos vertido todas las
lágrimas. Nuestro breve año de felicidad con el nacimiento de Miriam ya había pasado, y el
horror que había salido de Egipto nos alcanzaba para engullirnos una vez más.
Maharet cerró los ojos un instante, se frotó los párpados con las puntas de los dedos y
luego levantó la mirada hacia los demás, que aguardaban cada uno con sus propios
pensamientos y consideraciones, todos reticentes a que se interrumpiera la narración, aunque
todos sabían que así debía ser.
Los jóvenes estaban cansados, agotados; la expresión extática de Daniel había cambiado
poco. Louis estaba demacrado y la necesidad de la sangre lo hería, aunque no le importaba
mucho.
—No os puedo contar más por ahora —dijo Maharet—. Casi es de día y los jóvenes deben
ir bajo tierra. Tengo que prepararles el camino.
»Mañana por la noche nos reuniremos aquí otra vez y yo continuaré. Es decir, si nuestra
Reina nos lo permite. La Reina no está en nuestras proximidades por ahora; no puedo oír ni el
más leve rumor de su presencia; no puedo vislumbrar la más leve imagen de su rostro en los
ojos de otro. Si sabe lo que estábamos haciendo, lo permite. O bien está lejos y es indiferente,
y debemos esperar para conocer su voluntad.
»Mañana os diré lo que vimos cuando llegamos a Queme.
»Hasta entonces descansad a salvo en el interior de la montaña. Todos vosotros. La casa
ha mantenido mis secretos ocultos a los ojos curiosos de los mortales durante incontables
años. Recordad que ni siquiera la Reina puede herirnos hasta la caída de la noche.
Marius se levantó al mismo tiempo que Maharet. Se dirigió a la ventana más alejada
mientras los demás salían despacio de la sala. Era como si la voz de Maharet aún continuase
hablándole. Lo que más le afectaba era la evocación de Akasha y el odio que Maharet sentía
por ella; porque Marius también sentía aquel odio; y sentía más intensamente que nunca que,
mientras había tenido poder para hacerlo, podía haber puesto fin a aquella pesadilla.
Pero quizá la mujer pelirroja no hubiera querido que ocurriera. Nadie quería morir, y él
tampoco. Y Maharet ansiaba vivir, tal vez con más pasión que cualquier inmortal que hubiera
conocido nunca.
Sin embargo su relato parecía confirmar la desesperanza de todo. ¿Qué se había accionado
al levantarse la Reina de su trono? ¿Qué era aquel ser que tenía a Lestat en sus fauces? No
podía imaginarlo.
«Cambiamos, pero no cambiamos —pensó—. Crecemos en sabiduría pero no estamos
libres de errores. Solamente somos humanos durante todo el tiempo que vivamos; éste es el
milagro y la maldición.»
De nuevo vio el rostro sonriente que había vislumbrado cuando el hielo le había empezado
a caer encima. ¿Era posible que amase con tanta intensidad como aún odiaba; que, en su gran
humillación, la evidencia le hubiese pasado inadvertida por completo? Honradamente, no lo
sabía.
De repente se sintió cansado, anhelando dormir, anhelando comodidad, anhelando el suave
placer de yacer en una cama limpia. De espatarrarse en ella y hundir la cabeza en la almohada;
de dejar que sus miembros se agrupasen en la más natural y relajada de las posiciones.
Al otro lado del muro de cristal, una suave y radiante luz azul llenaba el cielo del este; pero
las estrellas retenían aún su brillo, aunque aparecían diminutas y distantes. Los oscuros
troncos de las secoyas se habían hecho visibles; y una encantadora fragancia verde había
entrado en la casa, proveniente del bosque, como siempre sucedía al alba.
A lo lejos, donde la pendiente de la montaña acababa y un claro sembrado de trébol se
abría a los bosques, Marius distinguió a Khayman caminando solo. Sus manos parecían
resplandecer en la levísima oscuridad azulada y, al volverse y mirar hacia arriba, hacia Marius,
su faz apareció una máscara sin ojos, de puro blanco.
Marius se dio cuenta de que había levantado una mano en un pequeño gesto de amistad
hacia Khayman. Khayman devolvió el gesto y entró en la arboleda.
Luego Marius se volvió y vio lo que ya sabía: en la sala con él, sólo quedaba Louis. Éste
estaba muy quieto, mirándolo aún, como antes, como si estuviera viendo un mito hecho
realidad.
Entonces le hizo la pregunta que le estaba obsesionando, la pregunta que no perdía de
vista, por más absorbente que fuera el hechizo de Maharet.
—Tú sabes si Lestat aún esta vivo, ¿no? —preguntó. Y lo hizo con un tono humano, un tono
conmovedor, pero con la voz muy reservada.
Marius asintió.
—Está vivo. Pero no lo sé a través del medio que piensas. No lo sé por medio de preguntas
o respuestas. Lo sé simplemente porque lo sé.
Sonrió a Louis. Algo en la manera de actuar de éste hizo que Marius se sintiera feliz,
aunque no estaba seguro de por qué. Le hizo una indicación para que se le acercara; se
encontraron en un extremo de la mesa y salieron de la sala. Marius puso su brazo en el hombro
de Louis y juntos bajaron las escaleras de hierro, a través de la tierra húmeda; Marius andaba
lentamente, pesado, como podría andar un ser humano.
—¿Estás seguro? —insistió Louis.
Marius se paró.
—Oh, sí, muy seguro. —Se miraron unos momentos y Marius volvió a sonreír. Éste estaba
tan dotado y al mismo tiempo tan poco... Se preguntaba si la luz humana se apagaría en los
ojos de Louis si obtenía más poderes, si tuviera, por ejemplo, un poco de sangre de Marius en
sus venas.
Y este joven también estaba hambriento; estaba sufriendo; pero parecía gustarle, parecía
gustarle el hambre y el dolor.
—Deja que te cuente algo —dijo Marius ahora, muy amable. Desde el primer momento en
que vi a Lestat supe que nada podría matarlo. Eso es así en algunos de nosotros. No podemos
morir. —Pero ¿por qué le decía esto? ¿Lo creía aún, como lo había creído antes de que
empezara todo? Recordó de nuevo aquella noche, en San Francisco, cuando había paseado
por las calzadas recién barridas y limpias de Market Street con las manos en los bolsillos,
ignorado de los mortales.
—Perdona —dijo Louis—, pero esto me recuerda lo que decían de él en La Hija de Drácula,