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Semana 51 Psicotidianidades Enero 9, 2014
Juan José Ricárdez López [email protected] Psicólogo clínico 044951-1009730
Hace algún tiempo, mientras trabajé en una clínica de internamiento que albergaba pacientes con
alguna adicción, y con algún desorden mental, tuve la oportunidad de conocer a un personaje por
el que, desde el principio, sentí la mayor de las simpatías. Lo llamaremos don Esteban.
Don Esteban era un señor de 51 años que aparentaba por lo menos 70; contaba con una barba
blanca envidiable y el ritmo de su andar oscilaba entre pasos lentos y muy cortos, o saltos de
gacela según su conveniencia le dictara. Su diagnóstico era esquizofrenia paranoide y se contaba
de él que se ponía muy violento cuando se “descompensaba”. Era un apasionado de la charla y
sólo en una ocasión me dirigió directamente una ofensa verbal a propósito de un tema tratado en
una terapia grupal. Cuando sus compañeros hubieron de irse, se acercó a mí para decirme
“disculpe que me haya exaltado”, le dije que no pasaba nada, que justamente el objetivo de una
terapia es que los pacientes se muestren tal cual son; él me replicó, “sí, pero yo nunca lo había
ofendido, y me siento muy mal por eso”; le dije que bastaba, para mí, con que me diera su palabra
de que no lo volvería a hacer. Jamás lo hizo de nuevo.
Yo recibía la instrucción, por parte del cuerpo de psicólogos de la clínica, de no dejar “hablar
mucho a don Esteban en las sesiones”; cuestión que me extrañaba cuando sabemos que,
justamente, lo importante de un tratamiento es lo que el paciente tiene que decir. Era fácil notar
que la desesperación de mis colegas para con don Esteban no era compartida por mí. Quizás
influyeron muchas cosas, como el genuino gusto que para mí representaba escuchar la poesía que
se le escapaba incluso cuando maldecía con esa voz grave que hacía retumbar la clínica; o tal vez el
simple hecho de que yo era el único elemento del personal que le hablaba de “usted”. Don
Esteban también notaba nuestra buena relación, llegando a solicitarme en varias ocasiones, que
fuera yo quien lo atendiera en psicoterapia individual. A mí también me habría gustado hacerlo,
pero nunca le informé mi sentir (clínicamente hablando eso fue lo mejor). Pero sí cedí a la
transferencia que con él se estableció de maneras ingeniosas, y siempre “consciente” de lo que
estaba pasando. Llegué a regalarle algunas ediciones de una publicación mensual por la que
compartíamos el gusto. Cuando iba por la mía, ahora tomaba una también para él.
¿Qué es un psicótico y qué implican las relaciones con él?; sé que es imposible definir a todos los
psicóticos a partir de este caso particular, pero también sé que ese objetivo no es de mi interés. Lo
único que descubrí, aunque suene duro decirlo, en el trato con don Esteban (y con algunos otros
psicóticos), fue que, después de todo, es una personay no un diagnóstico; que tiene mucho qué
decir y que no siempre estamos dispuestos a escucharlo, y puedo decir también que el trato con
su humor, con sus berrinches, con sus reclamos, con sus tristezas, me hacía pensar, y aún hoy lo
hace, en la nocividad de los diagnósticos psiquiátricos cuando se rebaza su genuina utilidad, la cual
tendría que limitarse, únicamente, a ser un punto de partida para la elaboración de un
tratamiento; y no significar el pretexto sublimado que seres infames con bata blanca encuentran
para saldar sus carencias personales.
“No me gusta hablar con personas que no se soportan a sí mismas”, me dijo; y creo que lo entendí.