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LAS PALABRAS Y LAS COSAS
Las Palabras y las Cosas texto publicado en 1966 surge, de acuerdo como el mismo
Foucault ha mencionado, después de leer un texto de Borges donde cita una peculiar
enciclopedia china. Según cuenta, su lectura le sacó carcajadas, pero no porque fuese en sí
un texto cómico, sino por la manera en que establece una clasificación de animales que no
posee ningún sentido para el pensamiento occidental. La imposibilidad de pensar algo
como eso, hace que este libro indague sobre los espacios de orden en que se constituye el
saber. Para ello Foucault se propone un estudio arqueológico que sea capaz dilucidar los a
priori históricos y los elementos de positividad sobre los que han podido surgir las ideas,
formarse las ciencias y la reflexión filosófica. Es así como sale a la luz el concepto
foucaultiano de episteme, como campo de estudio de una arqueología que busca determinar
el lugar común que permitirá el orden del conocimiento. De esta manera, será capaz de
plantear discontinuidades históricas que inhabilitan una noción teleológica tradicional del
conocimiento, permitiendo su comprensión dentro de una historia determinada por sus
condiciones de posibilidad.
Desprendiéndonos de la idea de un conocimiento continúo en vías de un
perfeccionamiento, Foucault vislumbra dos grandes discontinuidades dentro del campo
epistemológico que dan pie a tres epistemes. La primera la reconoce como episteme
renacentista contextualizándola dentro del siglo XVI, la segunda como episteme clásica
durante el siglo XVII y XVIII y por último la episteme moderna la cual se extendería
desde el siglo XIX hasta la actualidad en que Foucault escribió el presente texto. Un punto
importante a destacar, es que un estudio arqueológico del conocimiento se debe dirigir
“al espacio general del saber, a sus configuraciones y al modo de ser de las cosas
que allí aparecen, define los sistemas de simultaneidad, lo mismo que la ser de las
mutaciones necesarias y suficientes para circunscribir el umbral de una nueva
positividad.” (Foucault, 2002, p. 8)
De acuerdo con lo anterior, vemos que Foucault se concentra en un estudio de diversas
fuentes que logran manifestar la concepción de un espacio general que define las
condiciones sobre las cuales se posibilita el conocimiento. Es así como dentro de la primera
episteme, cobra relevancia la noción de similitud. Si durante el siglo XVI es posible el
saber, es porque existe una relación directa entre las palabras y las cosas, ellas se asemejan
entre sí. La verdad se encuentra oculta en el mismo mundo, es Dios quien lo ha marcado,
disponiendo signaturas que deben ser interpretadas. Son estos signos los que permiten
saber, ellos le dicen al hombre la relación que existe entre la enfermedad y su cura, entre el
cielo y la tierra. Si él aprendió a mirar las estrellas para saber cuándo sembrar, es porque
puede leer los signos que revelan su semejanza, la hierba es el reflejo de los astros, cobra de
esta manera un labor fundamental la interpretación de los signos. Es así como en este siglo,
el ser mismo habitaba en las cosas, ya que gracias al círculo que conforma la convenientia,
aemulatio, analogía y simpatía, es decir las formas en que se manifiesta la semejanza, se
establecía el vínculo del microcosmos con el macrocosmos, como una cadena que unía a la
materia con Dios. Al igual que el mundo, el lenguaje es una red de marcas que se cierra
sobre sí mismo, él es una cosa natural donde la palabra adquiere un valor sustancial; ella
posee la sabiduría de los antiguos, quienes han visto la similitud entre las cosas y su
nombre, es en el lenguaje donde se encuentran los vestigios de una verdad originaria. Sin
embargo, no es la palabra hablada la que detenta la verdad, sino “tal entrelazamiento del
lenguaje y las cosas, en un espacio común, supone un privilegio absoluto de la escritura”
(Foucault, 2002, p.46). De acuerdo a esto, es posible comprender por qué la erudición
busca la verdad en un texto primitivo, de la misma manera que el mundo ha sido escrito por
Dios, la escritura forma parte de este mundo, en ella está la posibilidad de restituir la unidad
original entre las palabras y las cosas.
Si durante la episteme renacentista era posible que surgiera una historia de un animal como
la de Aldrovandi debido las similitudes que existían en el texto del mundo, ya hacia el siglo
XVII esto no iba a ser viable. Para Foucault en este siglo, reconocerá el inicio de una nueva
episteme clásica donde las palabras ya no estarán unidas a las cosas. A partir de ahora, se
establecerá un orden basado en las diferencias y las identidades que permiten su ingreso en
el cuadro de la taxinomia. Pero si las cosas no son lo mismo que las palabras, ¿cómo se
formula el saber? lo que antes era un signo que debía ser leído, ahora será objeto e
instrumento del análisis, el signo se introducirá dentro del conocimiento por medio de la
representación. Es ella la que establece, a través de un juego de desdoblamiento, el vínculo
entre los signos y el pensamiento que dejan a un lado la opacidad propia del renacimiento.
Ahora, la representación permite una relación transparente que busca concretar el proyecto
de un orden universal, una mathesis. La interpretación dará paso al análisis, y con ello
también traerá consigo nuevas positividades. Es importante destacar que la pretensión de
universalidad de la mathesis no se limita a la filosofía ni a la física de la época, sino
también invade hacia los campos empíricos donde se establecerá el ordenamiento a la
forma de un cuadro. Así, en una episteme condicionada por una teoría de la representación,
se da la posibilidad de desarrollar un análisis de las riquezas, una historia natural y una
gramática general. Es sobre esto último que toma una real significancia el estudio
arqueológico desarrollado por Foucault, debido a que logra definir un espacio común que
posibilita la construcción del saber de diferentes disciplinas, y a su vez, los límites y
condiciones para el conocimiento. Si la historia desarrollada por Aldrovaldi es imposible en
el siglo XVII, es porque el saber es capaz de establecer diferencias e identidades entre las
cosas, dejando a la semejanza relegada a un lugar tangencial.
Hacia el siglo XVIII, Foucault ejemplifica con el caso de la literatura de Sade un lugar de
tránsito hacia una nueva episteme llevando hacia sus límites la representación. De hecho, de
la misma manera que el Quijote se encontraba buscando similitudes en un mundo donde ya
no existían y posteriormente consigue ingresar al régimen de la representación; Sade inserta
a sus personajes dentro de escenas que llevan a la transgresión de la representación del
deseo. Este caso manifiesta lo mismo que ocurre en una primera fase para la constitución de
una episteme moderna, donde se instituyen las posibilidades para nuevas positividades
desde la inclusión de elementos que exceden la dualidad de la representación. Es así como
los conceptos de trabajo, organización y flexión permitirán dar el paso de un análisis de las
riquezas a una economía política, de una historia natural a la biología y de una gramática
general a una filología. Desde una no intención de superación de la representación, se
produce el acontecimiento que permite el cambio de una episteme a otra: “la retracción del
saber y del pensamiento fuera del espacio de la representación”. Es así como ahora el orden
da paso hacia la historia, es ella quien en la episteme moderna da lugar común un conjunto
de relaciones internas dentro de una serie temporal. Un cuadro de simultaneidades sin
rupturas, que permitía el orden clásico, ya no tiene cabida donde el conocimiento se
posibilita mediante organizaciones distintas y discontinuas. La Historia no debe ser
comprendida como una sucesión de hechos, sino, “el modo fundamental de ser de las
empiricidades, aquello a partir de lo cual son afirmadas, puestas, dispuestas y repartidas en
el espacio del saber para conocimientos eventuales y ciencias posibles” (Foucault, 2002, p.
215).
En esta nueva episteme ya no será posible la conjunción de la naturaleza y la naturaleza
humana gracias a la representación y el discurso. Ahora el orden conseguido por un
régimen analítico de la visualidad, se sumergirá a las turbiedades de la producción, la vida
y el lenguaje. Lo visible ha perdido sus privilegios, del análisis que permite el
ordenamiento de las identidades y diferencias, se pasa a una exégesis que indaga las
profundidades “de las grandes fuerzas ocultas desarrolladas a partir de su núcleo primitivo
e inaccesible. Es como si tras el quiebre de la representación, cada empiricidad decidiera
indagar en las profundidades de cada uno de sus objetos. De esta manera, surgen unos
objetos trascendentales, que por la cercanía que tenemos con ellos, pareciesen que siempre
hubiesen existido: el trabajo, la vida y el lenguaje. Si la historia natural no es un paso
previo de la biología, es porque no existe en ella la vida, en tanto, en el caso del análisis de
las riquezas no se encuentra determinado por la producción del trabajo, y por último, en la
gramática general, el discurso plantea la desaparición del ser mismo del lenguaje en su
transparencia con la representación. Así mismo surge un nuevo objeto que es a la vez sujeto
del conocimiento, el hombre. Para él este es una invención moderna