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POR UN NUEVO PARADIGMA DE RESOLUCION DE CONFLICTOS:
EL CONSTITUCIONALISMO DEMOCRATICO JUDICIAL
¿Ser o no ser un Poder Judicial democrático? Esa es la cuestión.
“Quiero repartir una de mis ignorancias a los demás: quiero publicar una volvedora indecisión de mi pensamiento, a ver si algún otro dubitador
me ayuda a dudarla y si su media luz compartida se vuelve luz” Jorge Luis Borges (“Indagación de la palabra”)
1. EL FENOMENO: LA JUSTICIA COMO PODER DEL
ESTADO DEMOCRATICO
El centro del problema que se refleja en la necesidad de indagar acerca
de la naturaleza democrática del Poder Judicial conduce a formular una pregunta que
surge con notoria evidencia: ¿La Corte Suprema de Justicia de la Nación es democrática
o no lo es?
Se ha vuelto un lugar común el señalar que la Justicia es un Poder del
Estado y que, como tal, se le confían, para su resolución, los conflictos de distinta
naturaleza que se plantean continuamente en toda sociedad civilizada. De igual manera,
se suele afirmar de modo recurrente una siempre renovada “confianza en la Justicia” en
orden a patentizar la creencia de que se tiene la razón y, por lo tanto, así será decidido
por los Tribunales. Empero, lo cierto es que esta confianza se quiebra tan pronto como
la solución a la que llega la Justicia no es la esperada o pretendida. Surge en ese mismo
instante la crítica a ese Poder del Estado en el que tanto se creyó antes de que su
pronunciamiento se conociera; reproche que puede ser amplísimo, pues va desde un
convencimiento de la venalidad de los jueces hasta achacarles su supina ignorancia del
derecho, pasando por acusar su temor o dependencia de algún tipo de poder extraño al
juicio dirimido, aunque no al conflicto que se quiere resolver.
Desde luego que de allí a la amenaza de entablar juicio político a los
jueces o de denunciarlos ante las más diversas instancias hay sólo un paso, con el
razonable impacto que ello gana en el ánimo y la tranquilidad de quien tiene, mientras
se sustancia el reclamo, que seguir resolviendo otros conflictos. Estas actitudes
amenazantes, lejos de compadecerse con el más que justificado espíritu republicano de
controlar los actos de los jueces se aproxima más a una exteriorización del deseo de
subordinar a los magistrados a los designios de las partes del litigio bajo el manto de
una extorsión apenas enmascarada.
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De este modo, se advierte, sin demasiada dificultad, que el Poder
Judicial en general, y los jueces que lo integran en particular, terminan siendo puestos
en tela de duda permanentemente, a causa del sentido de las decisiones que adoptan, sin
parar mientes en las importantes consecuencias que ello trae aparejado en una sociedad
ávida –y muchas veces, con sobrados motivos- de descreer de las instituciones. Con
mayor razón se verifica este fenómeno cuando quienes se encuentran involucrados en la
discusión son los restantes poderes del Estado, cuya natural pretensión de prevalecer por
encima de los demás coadyuva a robustecer el cuestionamiento del Poder Judicial si éste
no se aviene, a través de sus decisiones, a ratificar los criterios políticos con los que se
adoptan determinadas medidas, sean éstas legislativas o de acción.
Va de suyo que el calibre que adquiere la crítica en estos casos resulta
sensiblemente más importante, a la vez que más peligroso, no sólo por la naturaleza de
quien formula la queja sino también por la envergadura institucional que esta alcanza, al
punto de poner en crisis la credibilidad de uno de los poderes del Estado, con su notable
amplificación sobre la opinión general de los ciudadanos, atento al origen de la crítica.
En estos casos, en los que lo político se mezcla indefectiblemente con
lo jurídico, y sin que ello implique negar su íntima relación, habida cuenta que a nadie
medianamente avisado puede escapar que lo jurídico es el resultado de debates
esencialmente políticos, pues no otra cosa y no de otra manera se debate en el seno de
los otros dos poderes del Estado como lo son el Ejecutivo y el Legislativo, cabe, sin
embargo, profundizar el análisis. Ello deviene exigible porque las categorías con las que
debe valorar el problema planteado el Poder Judicial no son sólo políticas. Entiéndase
bien: la categoría con la que principalmente –aunque no únicamente- debe evaluar el
conflicto la Justicia es jurídica pero en un nivel supralegal, que es aquél en el que
generalmente se produce la controversia, esto es, en un nivel constitucional.
Contribuye a complejizar el asunto el hecho de que lo constitucional
también encierra aspectos políticos pues es sabido que la Constitución no es sólo una
norma jurídica sino que también contiene un programa político, a largo plazo, creado
para organizar y distribuir el poder así como para gobernar su funcionamiento por
encima de los designios del legislador común.
La Constitución, en sus normas, consagra un plexo axiológico
previamente seleccionado por un sector social que algunos identifican como
representativos de las mayorías populares y otros como referentes de una dirigencia
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minoritaria. Lo importante es destacar que, en uno u otro supuesto, en su texto, se
cristalizan valores que orientan a todas las normas de jerarquía inferior.
Ese programa de naturaleza política implica el diseño de un verdadero
plan de acción que se estima vigente para un lapso más o menos prolongado pero que,
sobre todo, concreta la definición de rasgos de identidad de una nación que no pueden
ser soslayados so riesgo de extraviar su esencia como tal. De muy poco serviría una
simple y despojada descripción de los órganos en los que se distribuye el poder del
Estado si, coetáneamente, esto no permite conocer cómo se debe conducir, en la
realidad, cada uno de ellos, en la actuación concreta y eficaz de las atribuciones que se
les confieren y de las limitaciones dentro de las cuales cabe ejercitarlas, con ajuste a
criterios de permanencia a lo largo del tiempo.
Utilizando la nomenclatura de Bidart Campos1, es dable llamar a esta
perspectiva, constitución material, esto es, la constitución vigente y eficaz de un Estado,
aquí y ahora. Es material en cuanto tiene vigencia sociológica, actualidad y positividad,
equiparándose a la noción de régimen político o sistema político.
Analíticamente, la Carta Magna material, consiste en un orden real de
conductas de reparto que guarda ejemplaridad. Esta última nota implica que esas
conductas obran como modelo que origina seguimiento y que disponen de una
viabilidad de reiteración que las generaliza. A su vez, esas conductas tienen vigencia
sociológica actual y están dotadas de contenidos constitucionales, descriptos y captados
lógicamente como normas generales. Pueden o no estar formuladas expresamente, en
virtud de lo cual no carecen de la dimensión normológica y guardan pretensiones de
permanencia.
En principio, existe un nexo de coincidencias entre la constitución
formal y la material. Ello ocurre cuando la constitución formal goza de vigencia
sociológica, funciona y resulta plenamente aplicable, de lo que se deriva que las
conductas de reparto ejemplares se ajustan a la constitución formal.
Sin embargo, también puede ocurrir que la constitución material no
coincida con la formal, total o parcialmente, lo que acontece, evidentemente, cuando
la última no tiene vigencia sociológica, ni funciona, ni se aplica, bien sea que ello
1 Germán Bidart Campos, Tratado elemental de derecho constitucional argentino, EDIAR, t. I, El derecho constitucional de la libertad, p. 85.
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ocurra desde la misma génesis de la norma o que la desvinculación haya sido
sobreviniente.
Cabe advertir que la constitución material es siempre más amplia
que la constitución formal, aún en los supuestos de coincidencia total pues la primera
excede a la segunda a tenor de la perenne presencia de contenidos incorporados al
margen y por fuera de la formal.
A guisa de colofón, corresponde señalar que mientras la
constitución normativa cristaliza un determinado estado de cosas en un tiempo dado,
el programa político que ella representa comporta un plan de acción política general
proyectado para tener vigencia en el futuro y cuya interpretación, a cargo del Poder
Judicial en su aplicación concreta a las singulares controversias planteadas, debe
compatibilizar la perspectiva del constituyente con la cambiante realidad en que el
principio o el valor consagrado en el mandato constitucional debe ser aplicado.
Esta es la razón por la cual cualquier conflicto impregnado de tintes
políticos, como lo son aquéllos en los que se debate la constitucionalidad de una ley,
pone a los jueces en el rol de decidir acerca de la legitimidad de una norma emanada de
la voluntad popular y, en caso de que ésta no supere el test al que lo somete la Carta
Magna, debe privar de efectos a la disposición de menor jerarquía, contradiciendo la
decisión mayoritaria. Una solución semejante expone a la Justicia a la crítica más
descarnada, cuestionando su legitimidad para adoptarla por la falta de acceso de los
jueces a sus cargos por vía de la elección popular y directa, a diferencia de los
representantes del pueblo, quienes en el Congreso alumbraron la norma invalidada.
Lo paradójico del conflicto que así se crea es que el Poder Judicial
también es un Poder del Estado, en paridad de condiciones que los dos restantes, con
idéntica génesis constitucional y, además, dotado por la Carta Magna de las atribuciones
cuyo ejercicio se pretende censurar por la vía de la crítica hacia el origen de las
designaciones de los jueces que lo integran.
Este es el difícil panorama ante el que habitualmente se encuentra el
Poder Judicial, que pone en crisis la existencia misma de este Poder del Estado, su
naturaleza y sus funciones, y es, por su complejidad, el tema que nos desafía a ser
abordado.
2. DOS CASOS EMBLEMATICOS.
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Con pocos meses de diferencia el Tribunal Cimero de la Nación se
expidió en dos causas igualmente controversiales2, a saber, una en la que se cuestionó la
constitucionalidad de la ley que pretendió incorporar modificaciones a la forma de
integración del Consejo de la Magistratura y otra en la que el reproche constitucional se
dirigió en contra de la ley de regulación de medios de comunicación audiovisual.
Ambas leyes –se torna indispensable remarcarlo- fueron el resultado de amplios debates
en el seno de la sociedad argentina que, a la vez, repercutieron proporcionalmente en el
foro parlamentario pertinente. Otro de los rasgos relevantes que definieron a ambas
normativas consistió en que las dos leyes fueron presentadas por sus respectivos
proponentes como avances sobre sendos nucleamientos de poder, identificados como
corporativos, esto es, el judicial en el primer caso y el económico-mediático en el
segundo.
En lo que respecta a la primera de las leyes mencionadas, vinculada a
la reforma en la manera de integrar el Consejo de la Magistratura, que fue precedida por
una profunda discusión acerca del nivel de representatividad requerido en una sociedad
democrática para seleccionar y remover jueces, la Corte Suprema de Justicia de la
Nación se pronunció, por mayoría, por su inconstitucionalidad. En cambio, sobre la –así
llamada- ley de medios, el Más Alto Tribunal de la Nación se manifestó por su
constitucionalidad.
Respecto del primer caso, se criticó a la Corte lo que se calificó como
su defensa corporativa del agrupamiento del que, además, forma parte; mientras que en
el segundo caso se exaltó su sapiencia y altura republicana.
Estas circunstancias, sintéticamente expuestas y sólo a guisa de
mecanismo introductorio y, si se quiere también, provocador, conducen a formular una
pregunta sobre la que no hay duda que sólo admite una respuesta: ¿Es la Corte Suprema
de Justicia de la Nación un Tribunal democrático o no lo es?
Con ajuste a un viejo y sobradamente conocido principio lógico, nada
puede ser y no ser al mismo tiempo. Sin embargo, a juzgar por las críticas que
sucesivamente se levantaron ante ambos decisorios, parece que el Tribunal Cimero
2 Prefiero utilizar el vocablo “controversial” antes que el más difundido mediáticamente, “polémico”, porque entiendo que, en términos de litigio procesal aquél es más apropiado para calificar la naturaleza judicial de la disputa que se ventila. Por lo demás, tampoco puedo soslayar la circunstancia que, en general, constituye un artilugio excesivamente empleado, en orden a poner en tela de juicio cualquier cosa, aludir a su carácter “polémico”, sin determinar en qué consiste la polémica que desata o cuál es su causa. En cambio, lo controversial conlleva una nota descriptiva que, conforme se verá a lo largo de este estudio, busca aportar la necesaria neutralidad científica que debe primar en el tratamiento de la materia.
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consiguió romper con esta limitación siendo, simultáneamente, democrático y
antidemocrático.
Admito que lo afirmado precedentemente no deja de ser un recurso
destinado a comenzar el tratamiento del tema que, por la jerarquía que tiene la Corte
Suprema de Justicia de la Nación, así como por la entidad que alcanzaron las materias
en conflicto, a la vez que la naturaleza legal de los instrumentos puestos en crisis, exige
un disparador lo suficientemente explícito y vigoroso para movilizar la discusión que,
anticipo, será ardua.
2.1. La ley de reforma del Consejo de la
Magistratura.
El primero de los casos enunciados como ejemplos a considerar en
este estudio consistió en la llamada “democratización del Poder Judicial” y fue decidido
el 18 de junio de 20133.
En la especie, la Corte Suprema de Justicia de la Nación dispuso, por
mayoría, declarar inconstitucional la norma sometida a su control. Para así decidir se
tuvo en cuenta la interpretación que se desprende de la literalidad del art. 114 de la
Constitución Nacional4, determinándose que la misma norma dispone que el Consejo de
la Magistratura está integrado por representantes de los poderes políticos del Estado,
esto es, con elección popular, y de los jueces y abogados de la matrícula federal. De este
modo, “las personas que integran el Consejo lo hacen en nombre y por mandato de cada
uno de los estamentos indicados, lo que supone inexorablemente su elección por los
integrantes de esos sectores. En consecuencia, el precepto no contempla la posibilidad
de que los consejeros puedan ser elegidos por el voto popular ya que, si así ocurriera,
dejarían de ser representantes del sector para convertirse en representantes del cuerpo
electoral”5. Por otra parte, interpretó la mayoría del tribunal que “en el precepto no se
dispone que esta composición deba ser igualitaria sino que se exige que mantenga un
equilibrio, término al que corresponde dar el significado que usualmente se le atribuye
de ‘contrapeso, contrarresto, armonía entre cosas diversas’ (Real Academia Española,
vigésima segunda edición, 2001)”.
3 En los anales jurisprudenciales de la Corte Suprema de Justicia de la Nación se identifica como “Rizzo, Jorge Gabriel (apoderado Lista 3 Gente de Derecho) s/ acción de amparo c/ Poder Ejecutivo Nacional, ley 26.855, medida cautelar (Expte. Nº 3034/13)”. 4 CSJN, “Rizzo”, considerando 17. 5 CSJN, “Rizzo”, considerando 18.
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En el nudo medular de la argumentación esgrimida se aduce que “…
El segundo párrafo del artículo 114 debe interpretarse como parte de un sistema que
tiende, en palabras del Preámbulo, a afianzar la justicia y asegurar los beneficios de la
libertad. Para lograr esos fines nuestra Constitución Nacional garantiza la independencia
de los jueces en tanto constituye uno de los pilares básicos del Estado Constitucional.-
Por ello, el nuevo mecanismo institucional de designación de magistrados de tribunales
inferiores en grado a esta Corte, contemplado en la reforma de 1994, dejó de lado el
sistema de naturaleza exclusivamente político-partidario y de absoluta discrecionalidad
que estaba en cabeza del Poder Ejecutivo y del Senado de la Nación. Tal opción no
puede sino entenderse como un modo de fortalecer el principio de independencia
judicial, en tanto garantía prevista por la Constitución Federal.- En este sentido, no ha
dado lugar a controversias que la inserción del Consejo de la Magistratura como
autoridad de la Nación ha tenido por finalidad principal despolitizar parcialmente el
procedimiento vigente desde 1853 para la designación de los jueces, priorizando en el
proceso de selección una ponderación con el mayor grado de objetividad de la
idoneidad científica y profesional del candidato, por sobre la discrecionalidad absoluta
(Fallos: 329:1723, voto disidente del juez Fayt, considerando 12). Es evidente que con
estos fines se ha pretendido abandonar el sistema de selección exclusivamente político-
partidario. En palabras de Germán Bidart Campos, es inocultable la búsqueda del
constituyente de ‘amortiguar la gravitación político-partidaria en el proceso de
designación y enjuiciamiento de jueces’ (‘Tratado Elemental de Derecho
Constitucional’, 1997, T. VI, pág. 499)”.
Asimismo y en ese orden de ideas, se aduna que la Carta Magna fue
precisa al establecer la elección popular y directa para los integrantes de los poderes
políticos del Estado, reservando la elección indirecta –o por estamentos- para los
miembros del Consejo de la Magistratura6.
Ante la confrontación de la norma contenida en la ley 26.855 con esta
lectura del texto constitucional, la mayoría del Tribunal Cimero concluyó que aquella
disposición no se compadecía con ésta, inclinándose por tacharla de inconstitucional.
Sin perjuicio de la ardua discusión desatada con motivo de este
pronunciamiento, en base al alcance que cabe asignar a la voluntad del constituyente, y
sea que se compartan o no los argumentos empleados, no es menos cierto que se han
6 CSJN, “Rizzo”, considerando 28.
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expuestos razones sólidas que se afincan en una interpretación gramatical, sistemática e
histórica de la letra del art. 114 de la Carta Magna, llenando con ello las exigencias
propias de la herramienta hermenéutica7.
Con ello quiero decir que no se advierte en este fallo la exteriorización
de un criterio arbitrario, esto es, carente de motivación o afincado en fundamentos
meramente caprichosos, para que el Tribunal se expidiera en el sentido en que lo hizo.
Por el contrario, emerge de él que se ha llevado a cabo la elaboración de un
razonamiento consistente con la letra y el espíritu constitucional.
2.2. La ley de medios de comunicación audiovisual.
En esta causa, el eje central de la discusión fue el reproche de
inconstitucionalidad dirigido por la parte actora –a la sazón, un conglomerado
empresario titular de un multimedios sumamente poderoso en el país- en contra de los
arts. 458 y 1619 de la ley 26.522.
7 Beuchot, Mauricio, Hermenéutica analógica y derecho, p. 14, ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2008, señala que “la hermenéutica es la disciplina que nos enseña a interpretar textos”, entendiendo por “el interpretar como un proceso de comprensión que cala en profundidad, que no se queda en una intelección instantánea y fugaz”. En lo atinente al valor que asume la hermenéutica en la interpretación judicial, postula este autor que en la jurisprudencia “se cuenta con la hermenéutica como el elemento apropiado para lograr una comprensión adecuada de los textos jurídicos, sobre todo para captar la intención de su autores, es decir, la intencionalidad del legislador” (op. cit., p. 25). 8 Esta norma determina los límites cuantitativos para las licencias susceptibles de ser titularizadas por cada sujeto: Multiplicidad de licencias. A fin de garantizar los principios de diversidad, pluralidad y respeto por lo local se establecen limitaciones a la concentración de licencias. En tal sentido, una persona de existencia visible o ideal podrá ser titular o tener participación en sociedades titulares de licencias de servicios de radiodifusión, sujeto a los siguientes límites: 1. En el orden nacional: a) Una (1) licencia de servicios de comunicación audiovisual sobre soporte satelital. La titularidad de una licencia de servicios de comunicación audiovisual satelital por suscripción excluye la posibilidad de ser titular de cualquier otro tipo de licencias de servicios de comunicación audiovisual. b) Hasta diez (10) licencias de servicios de comunicación audiovisual más la titularidad del registro de una señal de contenidos, cuando se trate de servicios de radiodifusión sonora, de radiodifusión televisiva abierta y de radiodifusión televisiva por suscripción con uso de espectro radioeléctrico. c) Hasta veinticuatro (24) licencias, sin perjuicio de las obligaciones emergentes de cada licencia otorgada, cuando se trate de licencias para la explotación de servicios de radiodifusión por suscripción con vínculo físico en diferentes localizaciones. La autoridad de aplicación determinará los alcances territoriales y de población de las licencias. La multiplicidad de licencias –a nivel nacional y para todos los servicios– en ningún caso podrá implicar la posibilidad de prestar servicios a más del treinta y cinco por ciento (35%) del total nacional de habitantes o de abonados a los servicios referidos en este artículo, según corresponda. 2. En el orden local: a) Hasta una (1) licencia de radiodifusión sonora por modulación de amplitud (AM). b) Una (1) licencia de radiodifusión sonora por modulación de frecuencia (FM) o hasta dos (2) licencias cuando existan más de ocho (8) licencias en el área primaria de servicio. c) Hasta una (1) licencia de radiodifusión televisiva por suscripción, siempre que el solicitante no fuera titular de una licencia de televisión abierta. d) Hasta una (1) licencia de radiodifusión televisiva abierta siempre que el solicitante no fuera titular de una licencia de televisión por suscripción. En ningún caso la suma del total de licencias otorgadas en la misma área primaria de servicio o conjunto de ellas que se superpongan de modo mayoritario podrá exceder la cantidad de tres (3) licencias. 3. Señales: La titularidad de registros de señales deberá ajustarse a las siguientes reglas: a) Para los prestadores consignados en el apartado 1, subapartado “b”, se permitirá la titularidad del registro de una (1) señal de servicios audiovisuales. b) Los prestadores de servicios de televisión por suscripción no podrán ser titulares de registro de
9
Luego de ratificar que la norma impugnada no constituye un
menoscabo al derecho a la propiedad10 ni a la libertad de expresión11, el Más Alto
Tribunal de la Nación señaló, en lo que interesa al art. 45, que “la entidad de los
derechos objetivos que persigue la ley y la naturaleza de los derechos en juego, las
restricciones al derecho de propiedad de la actora –en tanto no ponen en riesgo su
sustentabilidad y sólo se traducen en eventuales pérdidas de rentabilidad- no se
manifiestan como injustificadas. Ello es así en la medida en que tales restricciones de
orden estrictamente patrimonial no son desproporcionadas frente al peso institucional
que posean los objetivos de la ley”12.
Respecto de la impugnación ensayada en contra del art. 161 aseveró la
Corte Suprema de Justicia de la Nación que la limitación en torno a la imposibilidad de
invocar derechos adquiridos debe ser interpretada “en el sentido de que el titular de una
licencia no tiene un derecho adquirido al mantenimiento de dicha titularidad frente a
normas generales que, en materia de desregulación, desmonopolización o defensa de la
competencia, modifiquen el régimen existente al tiempo de su otorgamiento”, en
consonancia con numerosos precedentes del mismo Tribunal, decididos en igual
sentido13.
Siendo ello así, el Tribunal Cimero juzgó que la norma cuestionada
era constitucional.
Una vez más, se podrá coincidir o no con la fundamentación
expresada por el Más Alto Tribunal de la Nación pero lo que no puede afirmarse es que
su pronunciamiento carezca de motivación y que, además, ésta se encuentre
desconectada de los términos y el sentido del que están impregnados en la Carta Magna.
2.3.
señales, con excepción de la señal de generación propia. Cuando el titular de un servicio solicite la adjudicación de otra licencia en la misma área o en un área adyacente con amplia superposición, no podrá otorgarse cuando el servicio solicitado utilice la única frecuencia disponible en dicha zona. 9 Esta disposición determina la frontera temporal que los sujetos interesados tienen en orden a adecuarse al nuevo régimen legal: “Adecuación. Los titulares de licencias de los servicios y registros regulados por esta ley, que a la fecha de su sanción no reúnan o no cumplan los requisitos previstos por la misma, o las personas jurídicas que al momento de entrada en vigencia de esta ley fueran titulares de una cantidad mayor de licencias, o con una composición societaria diferente a la permitida, deberán ajustarse a las disposiciones de la presente en un plazo no mayor a un (1) año desde que la autoridad de aplicación establezca los mecanismos de transición. Vencido dicho plazo serán aplicables las medidas que al incumplimiento –en cada caso– correspondiesen. “Al solo efecto de la adecuación prevista en este artículo, se permitirá la transferencia de licencias. “Será aplicable lo dispuesto por el último párrafo del artículo 41”. 10 CSJN, “Clarín”, considerando 34. 11 CSJN, “Clarín”, considerando 36. 12 CSJN, “Clarín”, considerando 49. 13 CSJN, “Clarín”, considerando 66.
10
Las disputas que pueden entablarse sobre lo acertado o desacertado de
ambas decisiones o bien de su corrección o incorreción ya se han librado tanto en el
terreno de la Justicia como en el de la doctrina y la academia, exponiéndose argumentos
tanto a favor de una como de otra postura. No es el objeto de este trabajo el examinar
este aspecto de las sentencias emitidas por la Corte Suprema de Justicia de la Nación
sino sólo partir de su exposición, en base a una selección de las motivaciones
esgrimidas en cada caso, en orden a patentizar, gracias a ellos, dos ejemplos ostensibles
de razonamiento de los jueces y su confrontación con la crítica levantada acerca de la
legitimidad que tiene –o no- el Poder Judicial para evaluar la constitucionalidad de una
norma dictada por la mayoría de los representantes del pueblo y, en su caso, tacharla por
no avenirse a los límites que marca la Carta Magna.
3. LA BÚSQUEDA DE UNA RESPUESTA: LA FUNCIÓN
ESENCIAL DEL PODER JUDICIAL.
El inicio de la búsqueda de una posible respuesta al importante
problema jurídico-institucional que representa la competencia del Poder Judicial –en el
caso, por boca de su cabeza, la Corte Suprema de Justicia de la Nación- para examinar
la constitucionalidad de una disposición legal debe iniciarse, debido a eminentes
razones metodológicas, por cierto, por el análisis de la función que cumple la Justicia en
un Estado de Derecho.
Para comprender cabalmente este punto, conviene recordar que
nuestro Poder Judicial fue forjado, desde una perspectiva institucional, como un
verdadero híbrido entre las concepciones norteamericana y continental –de raíz
francesa- de lo que debe ser la Justicia. Así lo explica Gelli14 al señalar que en la visión
del derecho continental codificado “el juez es percibido como la boca que pronuncia las
palabras de la ley y debe, en consecuencia, resolver conflictos de interés aplicando y,
sobre todo, interpretando las normas vigentes con particular deferencia a los motivos y
voluntad del legislador”. En cambio, en la tradición norteamericana, “el Judicial es
14 Gelli, María Angélica, Constitución de la Nación Argentina. Comentada y concordada, T. II, p. 443 y siguientes, ed. La Ley, cuarta edición ampliada y actualizada, Buenos Aires, 2011. En sentido semejante se manifiesta Jorge Vanossi al desarrollar el acápite titulado “¿Qué jueces queremos? El perfil de los juzgadores”, Teoría constitucional, T. II, p. 997 y siguientes, tercera edición, Ed. Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2013. Dice allí que debe establecerse una diferenciación entre la Justicia como Poder del Estado y como órgano administrador de Justicia, lo que, a su vez, deriva en la correlativa distinción entre “función judicial” y “servicio de Justicia”, inclinándose por reconocer una mayor jerarquía a lo primero que a lo segundo. Comparto la necesidad de diferenciar una cosa de la otra, lo que, sin embargo, no me impide advertir que el ciudadano no está obligado a hacerlo y, en todo caso, percibe que lo que el Poder Judicial le brinda es un servicio que, como tal, debe ser suministrado con la mejor calidad y de la mejor manera posible, enderezado a obtener, a su vez, los mejores resultados para los protagonistas del conflicto.
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designado y estructurado como uno de los poderes del Estado”. En el primer caso, el
juzgador no es más que un mero administrador, limitado a dispensar entre las partes en
conflicto la justicia ya contenida en las normas dadas por el legislador, en tanto titular
de la soberanía popular; mientras que en el segundo supuesto, titulariza un verdadero
papel político al ejercer el control de constitucionalidad.
A la luz de los antecedentes que inspiraron su configuración actual, el
Poder Judicial tiene asignada, como su principal tarea, desde el punto de vista
constitucional, el de actuar como el tercero imparcial al que se le encomienda la
resolución de los conflictos que se suscitan entre los ciudadanos y que para nada
excluye el control de constitucionalidad. Se trata de una función de intermediación que
“discurre por los cauces del derecho objetivo en una actuación que deriva de lo
dispuesto en la operación de otras agencias estatales; esa actuación, a su vez, tiene
incidencia restringida puntualmente a los casos sometidos a su decisión”15. A ello debe
agregarse que “la generalización, la cuantificación y la difusión del ‘poder’ aparecen
recortadas en el caso del Judicial, por la no espontaneidad inherente al ‘nemo procedat
iudex ex officio’; su poder no se dinamiza sino a partir del reclamo que excita la
jurisdicción en concreto”16.
Ninguna duda cabe de que, a pesar de que ésta es la faceta del
ejercicio del Poder Judicial con la que más familiarizada está la sociedad, no es la que
mayores fricciones institucionales provoca. Antes bien, la cuestión conflictiva emerge
con mayor intensidad en los casos en los que la materia a dirimir versa sobre decisiones
adoptadas por los restantes poderes del Estado y se advierten mejor aun cuando la tarea
a cumplir por los Tribunales radica en el control de constitucionalidad de las normas
emitidas por el Poder Legislativo.
4. DESPEJANDO INGENUIDADES E HIPOCRESIA: LA
DIMENSION POLÍTICA DEL CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD
COMO FUNCION ESENCIAL DEL PODER JUDICIAL.
La función esencial del Poder Judicial, desde el punto de vista
institucional es la de marcar los límites constitucionales que deben observar las
decisiones de los otros poderes del Estado.
15 Soler Miralles, Julio E., “Poder Judicial y Función Judicial”, publicado en El Poder Judicial, p. 103, AAVV, ed. Depalma, Buenos Aires, 1989. 16 Soler Miralles, Julio E., op. cit., p. 104.
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En orden a comprender cabalmente el problema ante el que nos
enfrentamos, conviene tener en consideración que no cualquier conflicto llega a
conocimiento de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, mereciendo que se expida
al respecto, sino sólo aquél que por su entidad y gravedad, conectado a –u originado en-
cuestionamientos de índole constitucional, son susceptibles de provocar el
pronunciamiento del Más Alto Tribunal del País.
4.1. El rol (¿vergonzantemente?) político del
Poder Judicial.
Decía bien Sagüés que hasta “hace unas décadas, hablar del ‘perfil
político’, o de la ‘naturaleza política’, o de los ‘papeles políticos’ del Poder Judicial
sonaba a algo anómalo y hasta inmoral”, toda vez que los poderes políticos eran el
Legislativo y el Ejecutivo, limitando la labor de la judicatura a una actuación neutra,
profesionalizada y puramente jurídica17. No me es posible soslayar que esta visión del
asunto no deja de ser una mirada interesada, toda vez que su postulación implicaba, a la
vez, restar peso específico –que no puede ser otro que político- a la Justicia como Poder
del Estado y subordinarla a planos de decisión secundarios. En este orden de ideas,
conviene recordar lo enfatizado gráficamente por Alejandro Nieto, echando mano de
datos de la experiencia histórica española, al decir que “la politización del juez se
entendía como un rasgo negativo por sí mismo. De aquí la apología del apolítico tanto
en los regímenes democráticos como en los dictatoriales”. En los primeros por la
conveniencia de que “los representantes del Poder Judicial se hallen alejados del terreno
de la política activa, no tomando parte en sus ardientes luchas”, y en los segundos
porque la actividad política era “intrínsecamente prohibida o, al menos, muy
sospechosa, lo mismo para jueces que para ciudadanos, lo mismo dentro que fuera de la
función”18.
Sin embargo, esta manera de ver al Poder Judicial ya no resulta
adecuada al rol que efectivamente debe cumplir en la sociedad en los tiempos que
corren. Este aspecto se revela en toda su importancia, sobre todo, en lo atinente al
control de constitucionalidad19.
17 Sagüés, Néstor Pedro, El tercer poder. Notas sobre el perfil político del Poder Judicial, p. XIX, ed. LexisNexis, Buenos Aires, 2005. 18 Nieto, Alejandro, El desgobierno judicial, p. 253, ed. Trotta, Madrid, 2005. 19 Bercholc, Jorge O., comentario al art. 108 de la Constitución Nacional, en Constitución de la Nación Argentina y normas complementarias. Análisis doctrinal y jurisprudencial, AAVV, dirigida por Daniel Sabsay y coordinada por Pablo Manili, T. 4, p. 308, ed. Hammurabi, Buenos Aires, 2010.
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En efecto, resulta obvio el papel político que desempeña el Poder
Judicial, habida cuenta del significado que encierra la posibilidad de bloquear las leyes
del Congreso, así como los decretos o resoluciones emitidas por el Poder Ejecutivo, en
la medida en que puedan ser tachados de inconstitucionales por los jueces. Lo mismo
ocurre cuando se advierte que la Corte Suprema de Justicia tiene a su cargo definir de
manera final las ambigüedades normativas eventualmente contenidas en la Carta Magna
o cubrir sus vacíos, lo que excede la mera facultad de interpretar, sino que conlleva
también la facultad de integrarla20.
Asimismo, afirma Sagüés, cuando los magistrados definen
incertidumbres interpretativas sobre disposiciones legales, especifican el significado de
las reglas jurídicas de carácter general, evidenciando, de tal suerte, su eminente poder
político.
Este extremo, sin embargo, también permite constatar la existencia de
distintas modalidades distorsivas sobre la interpretación del valor que adquiere el poder
político de la Justicia. En este orden de ideas, se pretende asumir que, en atención a ese
rol político, el Poder Judicial debe mostrarse no sólo afín, sino también subordinarse a
los otros poderes del Estado o, en el peor de los casos, a los designios del partido
mayoritario21. Deviene por demás interesante recordar, pues la discusión generada en
torno al tema fue idénticamente recreada en nuestro país, que la decisión a adoptar sobre
esta materia no fue pacífica. Rememora al respecto Kramer lo arduo del debate, ya
desde los albores del funcionamiento institucional de la democracia norteamericana,
suscitado entonces entre los llamados federalistas y los republicanos22. Con mayor
énfasis en la discusión puramente jurídica que provocó la cuestión, Ackerman
puntualiza la presencia de un patrón evolutivo que identifica como “movimiento,
partido, presidencia”, que es el que marca la línea de conflicto con la postura que
autoriza el control de constitucionalidad en cabeza del Poder Judicial23. Esta
20 Sagüés, Néstor Pedro, op. cit., p. 43. Agrega este autor un comentario interesante a esta situación: “en definitiva, y como es habitual oír decir en los Estados Unidos, ‘la Corte Suprema es una convención constituyente en sesión permanente’. Naturalmente, esto es más acentuado si en un país hay un Tribunal Constitucional, en lo que a éste hace. Y ello importa, por supuesto, contar con un innegable poder político”. 21 Explica Sagüés, op. cit., p. 43, que esta mirada sobre el Poder Judicial conduce a inferir que existe una forzosa consecuencia: “que quien ha triunfado en la última contienda electoral cuenta con el derecho de integrar los tribunales con jueces provenientes de (o próximos a) tal partido político; e incluso, a modificar en ese sentido los tribunales ya existentes, en particular a los supremos, que según la gráfica expresión de uno de los adscriptos a tal teoría, son ‘cotos de caza’ del victorioso en los comicios”. Es decir que lo “político” del papel que le toca desempeñar al Poder Judicial implica que “tendría que guardar correspondencia con la fuerza ‘política’ gobernante. Lo ‘político’ de la judicatura empalmaría de tal modo con lo ‘político’ de los otros poderes”. 22 Kramer, Larry D., Constitucionalismo popular y control de constitucionalidad, p. 123 y siguientes, ed. Marcial Pons, Madrid, 2011. 23 Ackerman, Bruce, La Constitución viviente, p. 44 y siguientes, ed. Marcial Pons, Madrid, 2011.
14
circunstancia obliga a pensar en que “en tanto los altos jueces de un país –del Tribunal
Supremo, del Tribunal Constitucional- dependan en su nombramiento de otros poderes
estatales controlados por los partidos políticos, la jurisdicción permanecerá politizada y
falta de independencia política”24. En este contexto institucional, “un partido político
voraz de poder, que cuando alcanza la mayoría parlamentaria dispone con libertad del
uso de los tres poderes del Estado, por sí mismo si alcanza mayoría parlamentaria
absoluta, o en coalición con otro u otros partidos, si tan sólo consigue mayoría
parlamentaria y forma Gobierno. El partido que gana las elecciones, por sí mismo o en
comandita, designa al Gobierno, a los legisladores que conformarán la mayoría
parlamentaria, y a los jueces más relevantes del país, que compondrán las magistraturas
más altas…”.
A la luz de la historia del problema institucional que representa para la
sana convivencia de los tres poderes del Estado democrático el origen del control que el
Poder Judicial ejerce sobre la constitucionalidad de las decisiones adoptadas por los
otros dos, bien podría afirmarse que se trató de una solución que por imperio de las
circunstancias y de una correcta lectura del texto de la Carta Magna, se tornó necesaria.
En efecto, recuerda Kramer que “para [James] Wilson, así como esos escritores
tempranos, el control judicial de constitucionalidad no era un rasgo conscientemente
elaborado de la Constitución sino más bien uno accidental, un afortunado subproducto
de su estatus como ley suprema. Los tribunales no habían sido especialmente investidos
con el deber de interpretar o hacer cumplir la Constitución, pero tampoco podían
ignorarlo. ‘La función y el diseño del poder judicial es administrar justicia según el
derecho aplicable’, y el derecho aplicable está necesariamente incluido en la
Constitución: ‘la ley suprema’ a la cual ‘debe subordinarse y ser inferior todo otro
Señala este autor, en orden a esclarecer el contenido de cada uno de los pasos de esa evolución, que “la característica que define al movimiento son sus activistas, un gran grupo de ciudadanos que están dispuestos a invertir una gran cantidad de tiempo y esfuerzo en la consecución de la nueva agenda constitucional”. En cuanto al llamado “movimiento-partido”, afirma que “la mayoría de los movimientos no despegan, y aquellos que lo hacen no forman un nuevo partido político o colonizan uno antiguo”, agregando que “los movimientos partidistas siempre se encuentran en una carrera contra el tiempo. Las motivaciones idealistas se desdibujan una vez que algunos problemas se resuelve, otros desaparecen y aparecen nuevos problemas que desafían la ideología del movimiento. El poder comienza a corromper a los políticos del movimiento, y el partido sirve cada vez más como un imán para oportunistas a quienes no les importan nada los ideales originarios. Inexorablemente, el gran movimiento popular para el cambio institucional cae en el olvido”. A esto se denomina “normalización de la política de los movimientos”. Finalmente, y merced a lo anterior, adviene la presidencia, respecto de lo cual, cabe advertir que “en virtud de su posición estratégica, el presidente miembro de un movimiento tiene los recursos organizativos para ganarle la carrera al tiempo movilizando una coalición ganadora en el Congreso en apoyo de una ley estandarte y logrando la confirmación de jueces simpatizantes del movimiento para ocupar puestos en el Tribunal Supremo”. 24 Soriano, Ramón, El silogismo de la incertidumbre jurídica institucional, publicado en Interpretación y argumentación jurídica, AAVV, coordinado por Carlos Alarcón Cabrera y Rodolfo Luis Vigo, p. 439, ed. Marcial Pons, Sociedad Española de Filosofía Jurídica y Política y Asociación Argentina de Filosofía del Derecho, Buenos Aires, 2011.
15
poder’. Los tribunales se involucraron en la interpretación constitucional y su
exigibilidad no porque la Constitución fuera derecho ordinario dentro de su especial
competencia, sino porque los jueces estaban tan obligados como cualquier otra
institución o ciudadano a respetar los mandatos constitucionales”25. Este razonamiento,
hecho en el marco de los antecedentes del instituto del control de constitucionalidad en
los Estados Unidos es perfectamente aplicable a nuestro sistema nacional, habida cuenta
de lo innegable del vínculo que mediara entre las respectivas normas supremas y la
filosofía que las inspirara.
La distinción estriba en que, como lo advierte Sagüés, el Poder
Judicial es naturalmente político en tanto está previsto dentro de la Constitución como
un Poder del Estado, pero “su ‘politicidad’ es la de ser autónomo e imparcial frente a los
demás poderes”, pues “si la judicatura no fuese independiente no tendría razón
institucional para existir como tal: sus tareas podrán ser asumidas por la Administración
Pública ordinaria”26. Desde luego que esta visión política del Poder Judicial en general
y de los Superiores Tribunales o Cortes Supremas en especial sólo puede justificarse en
aquellos sistemas en los que la Justicia es reconocida como un Poder del Estado, al
mismo nivel que el Poder Ejecutivo o el Legislativo27.
Es que, tal como remarca Morello, sin perjuicio de resguardar las
formas de “apoliticidad” en la Justicia, tampoco puede perderse de vista que los Jueces
“son un poder del Estado y actúan con independencia absoluta, pero también guiados
por criterios políticos (de alta política), que excluye cualquier partidismo”. Para ello
cabe considerar lo que denomina “la creciente politización del juez”, lo que no equivale
“a que los altos órganos asuman, como integrantes del Gobierno, un papel de ‘élite
política’ y orienten la línea de sentido de las políticas de Estado, porque no son
fugitivos de la realidad ni indiferentes a las ideas de su tiempo”28.
A mérito de estas apreciaciones surge con prístina claridad el rol
político que debe cumplir el Poder Judicial, legitimado para ello por el mismo texto
25 Kramer, Larry D., op. cit., p. 131. 26 Sagüés, Néstor Pedro, op. cit., p. 44. En igual sentido, en cuanto hace a la génesis constitucional del Poder Judicial como dato revelador de su esencia política, se pronuncia Jorge Bercholc, op. cit., p. 309. Señala este autor que “la Corte Suprema encabeza uno de los tres poderes políticos del Estado, aunque sin las características propias del reclutamiento electoral típico de los otros poderes políticos en el marco de una democracia representativa, pero con una clara demanda normativa del art. 108 de la Const. Nacional para ejercer un rol institucional como tribunal de garantías constitucionales, que, luego de la reforma de 1994, se extienden inequívocamente a la protección del sistema político, en tanto democrático (art. 36, Const. Nacional)”. 27 Falcón, Enrique M., “La función política y los tribunales superiores”, publicado en El papel de los tribunales superiores, AAVV, Roberto Omar Berizonce, Juan Carlos Hitters y Eduardo David Oteiza (coords.), p. 23, ed. Rubonzal-Culzoni, Santa Fe, 2006. 28 Morello, Augusto Mario, El proceso justo, segunda edición, p. 8, ed. LexisNexis Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2005.
16
constitucional y sin que la cuestión deba confundirse con la naturaleza y el sentido
político que impregna a los otros dos Poderes del Estado. Proclamar, entonces, el
carácter político de la Justicia en modo alguno deviene censurable, sino que, en todo
caso, no hace más que reafirmar su carácter de Poder equilibrante de las pretensiones de
los demás Poderes frente a los ciudadanos y entre sí, así como garantizador de la
constitucionalidad de sus decisiones. De otro modo, fácil resulta descubrir que si no
existiera esa paridad entre los Poderes del Estado, la Justicia vería imposibilitada su
labor de contralor de la actividad de los otros dos y sus resoluciones serían meramente
líricas o declarativas, sin efectividad real para resituar la labor del Ejecutivo o del
Legislativo dentro de los carriles que marca la Carta Magna.
4.2. El control de constitucionalidad como
expresión concreta del rol político del Poder Judicial.
A la luz del contenido de las controversias desatadas alrededor de las
dos leyes mencionadas a título de ejemplo en este estudio, ninguna duda cabe que los
debates se centraron en los elementos constitucionales que se afirmaban desoídos a la
hora de emitirlas. El siguiente inconveniente a superar, entonces, estriba, como es
natural, en discernir las razones por las cuales un Tribunal, cuyos integrantes no
accedieron a él por obra del voto popular, pueden, sin embargo, juzgar la
constitucionalidad de una norma dictada por la mayoría de los representantes del pueblo
y, en su caso, emitir un pronunciamiento cuyos efectos son claramente derogatorios de
esa disposición legal. Gráficamente señalaba Sagüés el problema diciendo que “en un
Estado democrático no es sencillo digerir cómo un poder no electo popularmente, y
además vedado para casi todo el pueblo (dado que para desempeñarse como juez es
necesario ser abogado, lo que implica excluir al 99 % de la población), puede operar
como ‘poder moderador’ o como ‘árbitro del proceso político’ de los poderes que han
surgido de los comicios”29.
En rigor de verdad no son pocos los países, y entre ellos muchos de
tradiciones republicanas inquebrantables, que confían el control de constitucionalidad al
Poder Judicial, tal como se encarga de remarcarlo Linares, destacando que el control
judicial de las leyes reconoce su origen hace más de doscientos años en los Estados
29 Sagüés, Néstor Pedro, op. cit., p. 5.
17
Unidos30. Pero, acudir al argumento en función del cual una conducta generalizada, en
sí misma considerada, justifica la propia, no puede constituir una explicación racional
de un problema tan complejo, por lo que se torna indispensable, ahondar en el estudio
de la cuestión.
4.2.1. Una norma democrática ¿es siempre constitucional?
El nudo crítico del problema se produce porque “el constitucionalismo
encierra en su núcleo un doble compromiso difícil de mantener: un compromiso con la
idea de derechos (y por lo tanto, con una dimensión sustantiva de la legitimidad), y un
compromiso con la idea de democracia (esto es, con una dimensión procedimental de la
legitimidad). El primero de ellos se expresa en la adopción de una lista de derechos
incondicionales e inviolables. El segundo compromiso se expresa en la adopción de un
régimen de acceso al poder que tiene su eje, por un lado, en la elección periódica de
autoridades y, por el otro, en la toma de decisiones políticas legislativas a través de la
regla de la mayoría”31.
Lo interesante del fenómeno es que aparece vinculado a lo que se
conoce como la “tercera ola de democratización”. Es decir que, contrariamente a lo que
propone una versión débil del control judicial, esta función atribuida al Poder Judicial,
no es per se no democrática sino, precisamente, fruto del mecanismo democrático de
supervisión.
La importancia del mecanismo democrático como método de creación
de leyes es fundamental dentro del desenvolvimiento consustancial al Estado de
Derecho. Para enfatizar este aspecto deviene conveniente recordar la alta ponderación
que en el criterio de Carlos Nino representa la democracia, excediendo en su concepto y
alcance la sola significación de sistema de gobierno para internarse en el ámbito de la
legitimidad de las normas emanadas de ella. Decía este autor que la cuestión se vincula
“con la relación entre moral y derecho y con la relevancia que tiene para la validez
moral de las normas jurídicas el que ellas tengan o no un origen democrático”32. Sobre
este aspecto, destaca Aulis Aarnio que el principio de la democracia es importante
porque “se basa esencialmente en la idea de participación que, a su vez, presupone la
30 Linares, Sebastián, La (i)legitimidad democrática del control judicial de las leyes, p. 17, ed. Marcial Pons, colección Filosofía y Derecho, Madrid, 2008. Puntualiza este autor, citando a Horowitz, que “hacia el año 2005, más de tres cuartos de los países del mundo consagraban alguna forma de control judicial de constitucionalidad o revisión judicial”. 31 Linares, Sebastián, op. cit., p. 45. 32 Nino, Carlos Santiago, Democracia y verdad moral, publicado en Los escritos de Carlos Santiago Nino, T. II, Derecho, moral y política, p. 189, ed. GEDISA, Buenos Aires, 2007.
18
aceptación de la exigencia de apertura. La participación significa la posibilidad de
controlar la toma de decisiones”. Aunque cabe distinguir: en la toma política de
decisiones, el control se realiza, por ejemplo, cambiando a los representantes. El
control, sin embargo, es también algo distinto y más. Supone también la supervisión del
contenido de las decisiones”33. Esta relación entre el acto generador de la decisión y el
acto de control no está exenta de tensiones que requieren ser constantemente
equilibradas, debiendo reconocerse que “el principio de la mayoría es, por otra parte,
elástico, y hace posible que haya una evolución dinámica de las ideas en la sociedad. La
base de valores de la sociedad puede cambiar, por lo que, en algunas situaciones, la
opinión de la minoría disidente podrá obtener el apoyo de la mayoría. Pero esto se debe
a cambios en los valores, de tal forma que la audiencia estará racionalmente convencida,
después de haber reconsiderado el problema, sobre lo poco razonable de su propia
opinión”. Es que “el principio de la mayoría es un modelo, un ideal. En una situación
social actual, la mayoría no necesariamente –quizás nunca- resuelve de forma racional.
La argumentación puede llevar consigo formas autoritarias y, de esta forma, persuasión,
aun cuando la argumentación pueda ser considerada racional”34.
Para dirimir el conflicto que crea la crítica relativa a la influencia de la
moral en el derecho positivo, Nino se mostraba convencido de que la mejor alternativa
“está dada por la posición que sostiene que no se accede a la verdad moral por un
proceso solitario, o sectario, de revelación, intuición o aun de reflexión o razonamiento
individual, sino por un proceso colectivo, abierto y público, de discusión libre y racional
entre todos los posibles interesados, de modo que el consenso que se obtuviera como
resultado de esa discusión gozaría de una fuerte presunción de que refleja aquella
verdad moral. Esto sólo puede ser así si la verdad en materia moral está dada por la
aceptabilidad hipotética de principios éticos por todos los afectados por ellos en el caso
de que fueran plenamente imparciales, racionales y conocedores de los hechos
relevantes. En la medida que en la discusión intentemos detectar los principios que
gozan de esa aceptabilidad hipotética y tratemos de reproducir al máximo las
condiciones de libertad, apertura a todos los interesados, racionalidad, etc., el consenso
que se obtenga al cabo de ella será un reflejo presuntamente fiel del consenso ideal que
es constitutivo de la verdad moral”. En consecuencia, “en la medida en que la
33 Aarnio, Aulis, ¿Una única respuesta correcta?, publicado en Bases teóricas de la interpretación jurídica, p. 32, AAVV, Fundación Coloquio Jurídico Europeo, Madrid, 2010. 34 Aarnio, Aulis, op. cit., p. 43.
19
democracia incorpora esencialmente la discusión, tanto en el origen de las autoridades
como en su ejercicio (cambiando sólo por razones de operatividad el consenso unánime
por su análogo más cercano que es el consenso mayoritario), la democracia es un
método apto de conocimiento ético, y sus conclusiones gozan de una presunción de
validez moral. La democracia tiene un valor epistemológico del que carecen otros
sistemas de decisión”.
He allí, entonces, la justificación de la marcada importancia que
guarda la ley como el producto del consenso democrático, con ajuste a sus propias
normas de procedimiento, estatuidas por la Carta Magna, y que la enfrenta, como
decisión mayoritaria y legítima que es, al escrutinio constitucional de los Tribunales.
Ello revela el verdadero nudo de la cuestión, a saber, la tensión que
media entre los derechos y los procedimientos democráticos. Este aspecto, como lo
expresa Linares, “se materializa en dos cuestiones distintas, aunque interrelacionadas”
que se manifiestan en dos interrogantes: “¿qué justifica que existan asuntos –los
derechos consignados en una ‘Carta de Derechos’- sobre las cuales las mayorías no
puedan decidir?”, traducido en lo que Garzón Valdés35 llama “el coto vedado” de
naturaleza constitucional; y ¿qué justifica que unos jueces que no son elegidos por el
pueblo tengan autoridad para invalidar las leyes del Congreso?
A la luz de tal postulación surgen con evidencia al menos dos
derivaciones relevantes: la primera de ellas consiste en admitir que el control judicial,
lejos de entrar en pugna con el sistema democrático, contribuye a afianzarlo al
garantizar la prevalencia de determinados derechos de los ciudadanos frente al
cambiante criterio de las coyunturas políticas de turno; la segunda, que la cuestión se
resuelve a nivel de la categoría de constitucionalidad de las disposiciones en crisis.
Esta nueva perspectiva de control se justifica hoy con mayor razón
aún pues el Estado no es sólo un Estado de Derecho sino que ahora es un Estado
Constitucional de Derecho.
En rigor, la solución que autoriza esta atribución no es más que la
natural consecuencia de la apreciable evolución conceptual que media desde el Estado
Legal de Derecho hasta el Estado Constitucional de Derecho36 y que repercute en la
35 Linares, Sebastián, op. cit., p. 46, citando a Garzón Valdés, 1989, agregando otras denominaciones como la propuesta por Ferrajoli, “esfera de lo indecidible”; por Prieto Sanchís, “derechos atrincherados” o por Dworkin, “cartas de triunfo”. 36 Vigo, Rodolfo Luis, Fuentes del derecho. En el estado de derecho y el neoconstitucionalismo, LL, 2012-A, 1012.
20
actividad judicial como el paso que conduce del Juez legal al Juez constitucional37,
privilegiando entre los deberes que se encuentran en cabeza de los Magistrados el de
controlar la constitucionalidad de los preceptos infraconstitucionales. Desde esta
perspectiva, el juez “legal” plantea y resuelve los conflictos sometidos a su
conocimiento a partir de preceptos infraconstitucionales, interpretando sus disposiciones
de manera aislada respecto de las directivas constitucionales, a las que acude sólo en
casos extremos y de manera supletoria38.
Ahora bien, la transición del juez legal al constitucional, como
resultado correlativo al paso del Estado legal de derecho al Estado constitucional de
derecho, implica afianzar la tesis de considerar a la Carta Magna como una norma
jurídica, así como reconocer el carácter directamente operativo de sus mandatos, los que
dependen para su actuación, de la interpretación y aplicación judicial. Asimismo, cabe
advertir la expansión de la idea de la supremacía constitucional, lo que conduce a la
necesidad de comprender que el derecho positivo infraconstitucional no es
independiente de la Constitución, sino subordinado a ella, a lo que debe adunarse la
superioridad no sólo normativa sino también ideológica de la Carta Magna39, aspecto
éste último que se convierte, como se verá más abajo, en un elemento importantísimo a
la hora de entender cabalmente el fenómeno de la interpretación judicial.
Esta circunstancia revela que “la ley ha dejado de ser la única,
suprema y racional fuente del Derecho que pretendió ser en otra época, y tal vez éste sea
el síntoma más visible de la crisis de la teoría del Derecho positivista, forjada en torno a
los dogmas de la estatalidad y de la legalidad del Derecho”40. Dicha perspectiva
obedece también a la necesidad de interpretar el ordenamiento jurídico como un sistema
coherente, “como una red integrada y compacta”41. Con prístina lucidez dice Nousiainen
que “la mayoría de los juristas, hoy en día, coincidirían en que el derecho moderno es un
sistema. La teoría jurídica moderna conceptualiza el derecho como un sistema. Más aún, el
derecho conceptualizado como un sistema y la ciencia jurídica dependen mutuamente. Ambos
37 Sagüés, Néstor Pedro, El tercer poder. Notas sobre el perfil político del Poder Judicial, p.33 y siguientes, ed. LexisNexis, Buenos Aires, 2005. 38 Sagüés, Néstor Pedro, op. cit., p. 30. 39 Sagüés, Néstor Pedro, op. cit., p. 33 y siguientes. 40 Prieto Sanchís, Luis, Neoconstitucionalismo y ponderación judicial, publicado en Neoconstitucionalismo(s), p. 131, AAVV, editado por Miguel Carbonell, ed. Trotta, Madrid, 2009. 41 Pérez Bermejo, Juan Manuel, Coherencia y sistema jurídico, p. 272, ed. Marcial Pons, colección Filosofía y Derecho, Madrid, 2006.
21
son parte de la modernización del derecho”42
. Ello propone valorar a las normas jurídicas en
juego como una integralidad, es decir, como un conjunto al que de ninguna manera son ajenas
las disposiciones constitucionales que, en todo caso, se encuentran en la cúspide de ese
sistema y a las que el resto de las normas deben referenciarse. Por su parte, Carlos Alchourrón
y Eugenio Bulygin señalan en una definición ya clásica, que “un conjunto normativo es un
conjunto de enunciados tales que entre sus consecuencias hay enunciados que correlacionan
casos con soluciones”, agregando que “todo conjunto normativo que contiene todas sus
consecuencias es, pues, un sistema normativo”43
. A su vez, ese sistema debe satisfacer ciertas
propiedades formales como lo son la completitud, la independencia y la coherencia44
,
características a las que sin dudas aporta el plexo normativo constitucional en tanto guía e
inspirador del resto del ordenamiento jurídico inferior.
Ahora bien, “las normas aisladas pierden su carácter jurídico y, con ello, su
validez jurídica cuando son extremadamente injustas”, por lo que “la legalidad conforme al
ordenamiento es, dentro del marco de un sistema jurídico socialmente eficaz, el criterio
dominante de la validez de las normas aisladas, algo que es confirmado cotidianamente por la
práctica jurídica”45
. Por lo tanto la legalidad de la norma en crisis, cuya vigencia haya sido
puesta en cuestión, debe ser ponderada en el contexto del ordenamiento jurídico en su
conjunto, del que la Carta Magna forma parte esencial, pues de otro modo sólo cabe predicar
su inaplicabilidad por inconstitucional.
A la luz de esta perspectiva, queda claro que el sistema normativo no puede
aparecer, a los fines de su interpretación y consecuente aplicación, como incompleto o
imprevisor, a tenor de lo cual corresponde a los jueces buscar una solución que autorice a
establecer una regla de determinación que permita salvar la dificultad y que, sobre todo,
guarde plena identificación con las orientaciones, principios y valores consagrados en la
Constitución.
4.2.2. El objeto de interpretación constitucional: ¿normas históricas o
normas actuales?
Tampoco parece descabellado sostener que el gran desafío que
enfrenta la Justicia cada vez que debe acometer el examen de una cuestión
constitucional reside en la necesidad de desentrañar el sentido actual de disposiciones
42 Kevät Nousiainen, Las interacciones del derecho, p. 142, publicado en La normatividad del derecho, AAVV, Aulis Aarnio, Ernesto Garzón Valdés y Jyrki Uusitalo (comp.), ed. Gedisa, serie CLA-DE-MA Derecho/Filosofía, Barcelona, 1997. 43 Alchourrón, Carlos y Bulygin, Eugenio, Sistemas normativos, p. 82, ed. Astrea, colección mayor Filosofía y Derecho, Buenos Aires, segunda edición revisada, 2012. 44 Alchourrón y Bulygin, op. cit., p. 91. 45 Alexy, Robert, El concepto y la validez del derecho, p. 94, ed. Gedisa, serie CLA-DE-MA Filosofía del Derecho, Buenos Aires, 1994.
22
que fueron emitidas en épocas pretéritas. Ello exige extremar los recaudos en orden a
que la interpretación de la norma constitucional histórica, a cuyos designios debe
subordinarse la norma legal actual, sea la correcta y adecuada conforme criterios de
justicia contemporáneamente compartidos en una sociedad dada.
Afirman Siegel y Post que “la legitimidad democrática de nuestro
derecho constitucional depende en gran parte de su sensibilidad a la opinión popular”.
Es que la legitimidad democrática “tiene su precio, porque el derecho constitucional
define su integridad precisamente en términos de su independencia de la influencia
política. Desde la perspectiva interna del derecho, la distinción entre el derecho y la
política es constitutiva de la legalidad. Es por ello que los tribunales con orgullo e
insistencia se proclaman a sí mismos como ‘meros instrumentos del derecho’”. Ello
muestra que “no es asunto sencillo para los tribunales encontrar formas de incorporar
las creencias populares en el ámbito de la legalidad y al mismo tiempo mantener la
fidelidad a las exigencias de la razón jurídica profesional. Este proceso podría
imaginarse como una serie de ‘conversaciones entre la Corte, el pueblo y sus
representantes’ (Bickel, 1970:91), pero el proceso rara vez es tan civilizado y ordenado
como una conversación. La Corte tiene que navegar en un complejo océano de intensos
desacuerdos para producir una versión del derecho constitucional que sea
democráticamente legítima y fiel a las normas del ejercicio profesional”46.
De otro lado, como lo propone Vigo, la verificación constitucional
puede apuntar a un doble objeto: “o bien se procura con ella fijar el sentido de una
norma constitucional; o bien interesa para fijar el sentido de una norma o de un
comportamiento en relación a la Constitución”47.
4.2.3. Acerca de la necesidad de interpretar la ley conforme a la
Constitución.
La respuesta debe estar dada a partir de la admisión de la necesidad de
coherencia que deben tener las directivas internacionales en materia de derechos
humanos entre sí y de las leyes para con la Constitución.
Si bien es cierto que, en general, los derechos compiten entre sí, no
todos lo hacen al punto de autorizar la supresión del otro. O, como lo dice Lorenzetti48,
46 Post, Robert y Siegel, Reva, Constitucionalismo democrático, p. 57, ed. Siglo Veintiuno, colección Derecho y Política, Buenos Aires, 2013. 47 Vigo, Rodolfo L., Interpretación constitucional, p. 83, ed. LexisNexis Abeledo-Perrot, segunda edición, Buenos Aires, 2004. 48 Lorenzetti, Ricardo Luis, Teoría de la decisión judicial, p. 258, ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2006.
23
"la competencia entre derechos no lleva al extremo de derogar el contenido mínimo, que
hemos denominado ‘garantías’…". Para resolver el entuerto, propone que, "donde hay
competencia es necesario poner de acuerdo la ponderación, las curvas de optimalidad y
el antiguo juicio prudencial que se ha utilizado en el derecho". Precisa, en orden al
cumplimiento cabal de esta faena, que "ponderar es medir el peso de cada principio, lo
cual implica armonizar, y esto último requiere hacer distinciones, comparaciones tan
finas como sabias, lo cual ha sido la base del saber jurídico desde Roma hasta el
presente". Y en este punto descubrimos que se trata, entonces, de acudir a lo que la
prudencia aconseja, conforme lo sugiere Carlos Ignacio Massini Correas49 al señalar, en
relación a la prudencia jurídica que titularizan los jueces, que "el magistrado judicial
establece, frente a un caso concreto en que se controvierte cuál habría debido ser o
deberá ser la conducta jurídica, la medida exacta de su contenido; pero esta
determinación por él establecida no está ya sujeta a revisión o interpretación sino que,
para ese caso, su dictamen prudencial es el que configura lo justo concreto que habrá de
ponerse en la existencia". En otras palabras, de lo que se trata es de delimitar con la
mayor precisión posible en cuanto se trata de reglar conductas humanas y por lo tanto,
orientadas a esa misma naturaleza, la procedencia de las pretensiones de las partes y los
alcances que cabe asignar a cada una de ellas.
Veamos entonces de qué manera resolver el aparente conflicto
normativo y, por tratarse de disposiciones constitucionales y convencionales, también
de principios, conforme lo postula Gustavo Zagrebelsky50.
Si se ha dicho que el parámetro para medir la adecuación
constitucional de las leyes no puede ser otro que la Constitución y las Convenciones
internacionales a ella incorporadas51, queda remanente la pregunta acerca de la razón
por la cual los Tribunales deben seguir siendo los que interpreten la Constitución. O,
dicho en otras palabras, cuál es el motivo por el cual la Constitución debe ser
interpretada cuando se denuncia que una ley, correctamente votada por quienes están
autorizados por la Carta Magna para hacerlo, la pone en crisis.
49 Massini Correas, Carlos Ignacio, La prudencia jurídica. Introducción a la gnoseología del derecho, p. 46, ed. LexisNexis Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2006. 50 Zagrebelsky, Gustavo, El derecho dúctil, p. 110, ed. Trotta, Madrid, 2011. 51 Sobre este punto, conviene ver el interesante trabajo de Víctor Bazán, Control de convencionalidad, tribunales internos y protección de los derechos fundamentales, LL, 2014-A, 761; íd., Ibáñez Rivas, Juana María, Control de convencionalidad: precisiones para su aplicación desde la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, publicado en www.anuariocdh.uchile.cl, anuario 2012, p. 103 y siguientes.
24
En orden a aproximarnos a una respuesta, bien vale formular otra
pregunta, como la que postula Ackerman: “¿Es la Constitución una máquina o un
organismo?”52. Este autor pone de relieve la controversia suscitada entre ambas
posturas, hijas de la evolución del pensamiento jurídico norteamericano, y que denota la
distinta perspectiva asumida respecto de la Carta Magna.
Para comprender estos modos de mirar el texto constitucional, cabe
observar la síntesis de su debate, tal como se produjo entre los académicos
norteamericanos. Originalmente, destaca Ackerman, se pensaba que “nuestros ilustrados
constituyentes nos dieron la máquina que podría funcionar eternamente, sólo con seguir
las instrucciones del manual operativo. Pero este sueño fue destrozado por la Guerra
Civil y cuando los republicanos de la Reconstrucción cambiaron las instrucciones
operativas de la máquina, sus enmiendas constitucionales fueron rebasadas por las
realidades políticas y sociales que habían tratado de reconfigurar”. Por ello, había
llegado la hora de una reevaluación intelectual que despertó una interesante disputa
entre los académicos de las universidades más prestigiosas del momento.
Así, Woodrow Wilson, en su tesis doctoral en la Universidad John
Hopkins, inauguró su ataque a la visión mecanicista de la Constitución señalando que
“la gente seria debería abandonar su obsesión por la Constitución ‘literaria’ y centrarse
en la evolución orgánica de los patrones de autoridad en el mundo real”53.
En función de ello, aduce Ackerman, “para estos padres fundadores
del pensamiento constitucional moderno, el darwinismo, no la mecánica de Newton, era
la clave intelectual al universo; sus esfuerzos jurídicos no fueron sino una pequeña parte
del gran proyecto intelectual de colocar el desarrollo humano en su contexto
evolutivo”54. Más todavía: “la maquinaria del constituyente originario no sólo era
obsoleta, sino que estaba intencionadamente diseñada para frustrar las aspiraciones de
justicia social de una sociedad moderna democrática. La tarea de los abogados, jueces y
de todos los norteamericanos sensatos era clara: era el momento de dejar de adorar a los
ancestros y comenzar con el duro trabajo de adaptación de los arreglos constitucionales
antiguos a las necesidades de los tiempos modernos”55.
52 Ackerman, Bruce, op. cit., p. 89 y siguientes. 53 Ackerman, Bruce, op. cit., p. 90, citando a Woodrow Wilson. 54 Ackerman, Bruce, op. cit., p. 91. 55 Ackerman, Bruce, op. cit., p. 93.
25
Este enfrentamiento revela de manera acabada el gran interrogante de
cuya respuesta depende la asignación de facultades tan relevantes a los jueces como lo
es el control de constitucionalidad, a saber, la comprensión de las directivas consagradas
en la Carta Magna como un conjunto de disposiciones abiertas, flexibles y
comprensivas de situaciones cada vez más novedosas que, por eso mismo, jamás
pudieron ser contempladas por los constituyentes históricos y que, por idéntica razón,
exigen ser leídas e interpretadas a la luz de las nuevas condiciones que contextualizan la
vida social actual, en una suerte de adaptación racional de su sentido a las modernas
circunstancias en las que deben aplicarse. Ello demanda desechar la idea que sugiere ver
a la Constitución como una máquina, para adoptar aquella que propicia percibirla como
un programa flexible y adaptable a los nuevos desafíos que se le presentan, sin por ello
perder su identidad jurídica y política que la convierte en lo que es y que le proporciona
la alta jerarquía que ostenta.
4.3. Aspectos problemáticos.
A los puntos conflictivos ya reseñados, atinentes a las dificultades que
presenta la disyuntiva entre procedimientos constitucionales de formación de las leyes y
los derechos afectados o bien entre la interpretación histórica o actual de la Carta
Magna, se suman otros no menos complejos, pues estriban en la manera de encarar el
estudio de la deficiencia constitucional que se denuncia así como en las fronteras a las
que cabe circunscribir el examen que postula.
Ambos extremos, a su vez, conllevan implícita otra consecuencia, no
menos relevante, a saber, impedir que el Poder Judicial, en ejercicio de sus atribuciones
propias, termine sobrepasándolas e incurriendo, de tal suerte, en un exceso que lo lleve
a escamotear el ámbito de competencia de los otros poderes del Estado. Esto ha hecho
decir a Bianchi56 que tan peligroso para el Estado de Derecho es un Poder Judicial
acorralado, temeroso o complaciente como el gobierno de los jueces que se arrogan
funciones que no les competen.
4.3.1. Los límites al control judicial: los casos no judiciables.
Este entuerto generalmente ha sido identificado como el de las
cuestiones políticas no judiciables57. Se trata de decisiones que afectan, potencialmente
56 Bianchi, Alberto, Control de constitucionalidad, p. 382, ed. Abaco, Buenos Aires, 1992. 57 Kamada, Luis Ernesto, El Poder Judicial en la Constitución Nacional, p. 57 y siguientes, ed. Nova Tesis, Rosario, Santa Fe, 2008. A lo largo del desarrollo de esto sub apartados seguiré la línea argumental ya trazada originalmente en la obra de mi autoría, a las que se agregarán los elementos de juicio novedosos sobre la materia, aportados, entre otros, por Alejandro Nieto.
26
a toda la población, derivan de las atribuciones inherentes a las facultades discrecionales
conferidas a los Poderes políticos del Estado y no resultan susceptibles de ser llevadas
ante un órgano jurisdiccional por un ciudadano, de manera individual, dentro del
estrecho ámbito de un caso judicial, ya que éste no constituye el medio adecuado para
ello.
Así como es posible afirmar que hay leyes que reglan materias
sustancialmente políticas, y por ello mismo, en principio, exceden las potestades
jurisdiccionales, hay otras normas que, aún refiriéndose a los derechos políticos de los
ciudadanos, han sido declaradas justiciables. A los fines de justificar la no
justiciabilidad de una cuestión dada, se han esbozado diversas motivaciones, entre las
que encontramos la existencia de una zona de reserva de los poderes políticos del
Estado, la naturaleza discrecional de la decisión y la propia naturaleza de la función
judicial que no es compatible con el planteamiento de cuestiones de índole general.
A la hora de proponer una solución al problema que significa la
dilucidación de la judiciabilidad de un conflicto, se ha echado mano a tres criterios
básicos: el clásico, el prudencial y el funcional. El primero de ellos constituye un
criterio de interpretación de tinte objetivo, y consiste en la abstención del Tribunal de
conocer en una cuestión con fundamento en la letra de la Constitución. La segunda
perspectiva se asienta en la idea de que el órgano jurisdiccional goza de
discrecionalidad para inhibirse de intervenir declarando la inconstitucionalidad de una
norma cuando ello implica un compromiso para la Corte. Se trata de evitar, por parte de
la cabeza del Poder Judicial, un choque con los restantes poderes. Finalmente, desde la
óptica funcional, se entiende que las cuestiones políticas nacen como consecuencia de
que el poder judicial no puede resolver planteos que exceden los límites del caso
judicial. Su argumento central radica en el principio de división de poderes, evitando
que el Juez ingrese al conocimiento de asuntos que no pertenecen a su competencia.
En orden a caracterizar las llamadas cuestiones no justiciables, es
dable afirmar que, por lo general, consisten en la petición de decisiones a los Tribunales
que, interpuestas por una sola persona, exigen un pronunciamiento sobre una cuestión
de índole política que atañe a un grupo indeterminado de individuos, siendo susceptible
de alcanzar a toda la comunidad.
Cabe preguntarse la razón por la cual, los restantes poderes del
Estado, o bien sus integrantes, de manera individual, igual persisten en su actitud de
27
someter a la Justicia conflictos de índole eminentemente política a sabiendas de las
restricciones existentes.
La primera respuesta que aparece con claridad, autoriza a decir que
nos encontramos ante un fenómeno de transferencia. Cuando el debate político llega o
amenaza llegar a un punto en el que las partes saben, de antemano, que no podrá
evolucionar, sea por el juego de las mayorías como por otras razones de orden formal,
trasladan la cuestión al ámbito de la Justicia. Sin embargo, las razones que conducen a
una conducta semejante no se detienen en la mera traslación del entuerto, pues, a través
de una lectura más profunda del problema es posible advertir una serie de causas que
inspiran tal obrar.
En efecto, varios motivos emergen como posibles respuestas –aislada
o separadamente- para explicar este fenómeno: el primero, paradójicamente, porque el
Poder Judicial tiene una naturaleza no política partidaria, lo que, de frente a la opinión
pública, la posiciona en un lugar institucional más legítimo y menos contaminado de
intereses coyunturales para resolver conflictos esencialmente hijos de la discusión
política; segundo, porque los integrantes de los poderes políticos, a la sazón,
intervinientes en las instancias de designación de los Magistrados, buscan cobrar el
favor concedido con su pronunciamiento; tercero, porque los interesados pretenden
imprimir otros tiempos al conflicto, que son los más lentos y propios de los procesos
judiciales, con lo que escapan a la vorágine que impone el debate político58 y, por
último, la legitimidad jurídica con la que un decisorio judicial, por opinables que sean
los argumentos que le sirven de inspiración, impregna a una decisión política
cuestionada, contagiándole sus virtudes de motivación, andamiaje teórico y sustento
constitucional del que, en sus inicios pudo ésta carecer.
Lo cierto es que, una vez que se produce el planteo judicial, los jueces
no pueden apartarse ni, menos aún, abstenerse de emitir pronunciamiento, toda vez que
ello está prohibido expresamente –y de modo general- por la manda contenida en el art.
15 del Código Civil, y que además, aparece reproducida, con el matiz de la exigencia de
que la decisión que se adopte sea debidamente fundada, en el art. 3º del proyecto de
unificación de los Códigos Civil y Comercial.
58 Existe al respecto una decisiva expresión de uso común en nuestro país, enormemente identificado con las preferencias futbolísticas que le son connaturales: “tirar la pelota afuera”. Este giro grafica poderosamente la pretensión que se manifiesta en el acudir a la Justicia para que dirima entuertos que, por su naturaleza política, deberían ser resueltos en otras sedes.
28
En consecuencia, y para aventar cualquier duda acerca de lo que se
está diciendo: está claro que el Poder Judicial no está llamado a intervenir, en principio
y de oficio, en cuestiones de naturaleza política, en tanto ello le es ajeno a su órbita de
competencia; no obstante esto, cuando el conflicto se plantea en términos de reproche
constitucional, entra en juego la insoslayable obligación de fallar que pesa en cabeza de
los jueces y a la que no pueden sustraerse so riesgo de incurrir en incumplimiento de sus
deberes. Esta es la razón de fondo por la que los magistrados deben pronunciarse, en el
sentido que corresponda, desde luego, para dirimir este tipo de controversias, aun
cuando se sepa, de antemano, el contenido sustancialmente político de la disputa.
Atento a ello y por imperio del mandato constitucional, conforme ya
se viera, el Poder a quien se confía la decisión en esta materia es, inexorablemente, el
Poder Judicial.
Siguiendo a Vanossi59 sostengo que “[E]l aporte francés llevó a
resaltar la independencia del Poder Judicial, la inamovilidad de los magistrados y la
necesidad de preservarlo a la vez del poder popular y del ejecutivo, pero es mérito de
los americanos el robustecimiento de la autoridad judicial como árbitro de la división
del poder, tanto la división horizontal -por funciones- cuanto la vertical o territorial, el
decir, el federalismo. Es en U.S.A. donde el poder moderador, sin mencionarlo como
tal, terminará siendo arrebatado de las manos ejecutivas para reposar, finalmente, en la
Corte Suprema y en los jueces inferiores... no era necesario crear otro poder ni inventar
sucedáneos de una corona moderadora; bastó con conferir la plenitud jurisdiccional a
los jueces, para que éstos -y más particularmente su cabeza visible: la Corte Suprema-
ocuparan ese vacío de poder y se desempeñaran, entonces, no sólo como meros
dispensadores de justicia distributiva, sino a la vez que ello, como poder político,
entendiéndose por tal no necesariamente el poder de establecer (pouvoir d’etablir), más
bien el poder de impedir el avance de lo inconstitucionalmente establecido por los otros
dos poderes políticos: me refiero, como es natural, al pouvoir d’empêcher”.
4.3.1.1. Las cuestiones políticas.
En palabras de Vanossi60, “las cuestiones políticas, estrictamente
hablando, son aquellas sometidas a otros órganos del gobierno que no sean los
judiciales, no en términos de excluír el control judicial, sino con respecto a decisiones
59 “Teoría Constitucional”, Ed. Depalma, T. II, p. 60. 60 Op. cit., p. 169, con cita de Corwin.
29
tan distintivamente políticas en su carácter que los tribunales consideran impropio
procurar ejercer control, aunque en el ejercicio de la jurisdicción que le ha conferido la
Constitución, la Corte Suprema de los E.U puede considerarse llamada a determinar
decisiones tan delicadas como aquellas que evita juzgar”.
Sin embargo, el enervamiento de esa herramienta tan poderosa, que es
el control de constitucionalidad tiene lugar “cuando la Corte, por propia valoración y
por propio criterio, decide también excluir de su competencia el conocimiento de
determinadas cuestiones, que son las que vulgarmente son llamadas ‘political
questions’, es decir, las cuestiones políticas. La categoría de la no justiciabilidad de las
cuestiones políticas no está expresada normativamente en la Constitución ni en la ley,
sino que es un rubro creado por la propia Corte y, como tal, dosificado por ella, y
también como tal, dejado de lado en algunas circunstancias o retomados por la propia
Corte. El fundamento es la prudencia, prudencia política o importancia institucional”61.
Concretamente, las cuestiones políticas constituyen el “conjunto de
casos emergentes de la dilucidación de conflictos sobre derechos presuntamente
lesionados por la comisión de actos políticos o de actos ejecutados en función de
atribuciones políticas de los poderes ejecutivo y legislativo del Estado. La conditio sine
qua non para la procedencia de las causas judiciales basadas en el cartabón de las
cuestiones políticas es que en cada caso exista un derecho individual lesionado, cuya
invocación y defensa constituyan el objeto de la petitio; pues de lo contrario no puede
haber viabilidad alguna de la acción, no a causa de la naturaleza del caso, sino como
consecuencia de -precisamente- la falta de acción”62. Es cierto que “todo lo político está
fuera de la órbita de los tribunales, pero los actos jurídicos de derecho público, inclusive
los electorales, son susceptibles de juzgamiento, cuando la ley atribuye competencia a
los tribunales y debe atribuirla para que el acto no sea una mera declaración”63.
Ahora bien, en lo que respecta a la individualización de una cuestión
como política, debe destacarse que “Como han sido los propios jueces quienes han
ideado el standard de las cuestiones políticas, son ellos quienes determinan cuáles son
políticas y cuáles no lo son... En una palabra, la suerte de esta categoría de casos
depende del propio arbitrio judicial, que la ha creado y que puede ponerle fin si llega a
61 Cfr. Vanossi, op. cit., p. 113. 62 Cfr. Vanossi, op. cit., p. 183. 63 Cfr. Bielsa en LL, 4/3/60.
30
considerar que su mantenimiento significa una brecha disvaliosa para el sistema de
control del Estado de derecho”64.
A modo conclusivo, remarca Vanossi65 lo que él llama “puntos
básicos de la doctrina de las cuestiones políticas”:
1. Aparecen como un status de injusticiabilidad, destinado a amparar
con la no revisión a ciertas determinaciones originadas en los poderes Ejecutivo y
Legislativo, así como también a dar un bill de indemnidad a las consecuencias que
resulten de esas mismas determinaciones.
2. Constituyen en su conjunto una categoría o standard creado por los
propios jueces, que le fijan los alcances con un sentido empírico y de pura oportunidad.
3. Operan una concentración en favor de los poderes políticos, en
perjuicio de los derechos individuales que quedan desprotegidos por obra del
detraimiento de los controles.
4. Tienen como consecuencia privar de carácter operativo a ciertas
normas constitucionales.
5. Exhibe una supuesta virtud de prudencia política y oculta una razón
de imprudencia institucional que se traduce en el notable acrecentamiento de la esfera
del poder discrecional que sustrae de la órbita de las facultades regladas no sólo los
aspectos de oportunidad y conveniencia de los actos en cuestión, sino también el control
mismo de la legalidad en el ejercicio del poder.
6. Crea confusión de conceptos constitucionales.
7. Subsiste el temor de que poniendo fin a la autolimitación de los
jueces se marche hacia el predominio de las valoraciones y criterios ideológicos de los
jueces que no ostentan la representación directa del pueblo para ese cometido.
8. El simple hecho de que en el juicio se busque protección para un
derecho político no implica que él entrañe una cuestión política.
9. La justiciabilidad no pretende subvertir reglas básicas del control de
constitucionalidad, sino que exige nada más que la extensión de ese control en todos los
supuestos que aparecen bajo la forma de casos o causas judiciales, es decir cuando
median controversias o litigios que afectan derechos individuales.
64 Vanossi, op. cit., p. 186. 65 Op. cit., p. 192/196. También se encuentra idéntica referencia en la tercera edición de la misma obra, T, I, p. 811 a 814, ed. Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2013.
31
10. Las funciones privativas de los departamentos políticos del Estado
no son susceptibles de un juicio ante los tribunales cuando el ejercicio de esas funciones
no han puesto la ley o el acto ejecutado en conflicto con la Constitución misma.
11. En aquellos casos en que la dilucidación judicial de las cuestiones
políticas puede devenir en un conflicto de poderes, es posible obtener satisfacción
dentro de ciertas reglas de juego que permitan la imposición de un criterio que salve la
unidad y el desborde de los poderes.
12. No es posible desconocer la función y la dimensión política del
Poder Judicial y, más concretamente, de su cabeza visible, la Corte Suprema.
4.3.1.2. El problema de las áreas de reserva.
El argumento central sobre el que los propugnadores de la exclusión
del control judicial afincan tal solución limitativa del control consiste en el respeto
debido al principio de división de poderes, en cuyo mérito, existen decisiones tomadas
por los Poderes Políticos del Estado que resultan irrevisables en razón de haber sido
dictadas en el marco de las facultades exclusivamente reservadas a ellos.
El encabalgamiento de la postura negativa, en un principio concebido
y vigente a los fines de delimitar áreas de actuación y responsabilidad dentro del Estado
aparece, a todas luces, como notoriamente insuficiente.
Según Vanossi66, “en nuestro país debe distinguirse entre facultades
privativas y cuestiones políticas, y que es menester tratar de ver qué es en realidad lo
privativo y qué es lo que está sujeto a un examen judicial. En rigor, la cuestión política
es una consecuencia de la facultad privativa. La cuestión política surge o se la llama así
con motivo de un caso judicial planteado como consecuencia de actos de ejecución de la
facultad privativa. Pero pareciera ser que una cosa es la facultad privativa en sí, el acto
declaratorio por el cual se pone en juego esa facultad, y otra cosa los actos de ejecución,
que llevan a la lesión de derechos individuales o de intereses legítimos y pueden
provocar el nacimiento de la causa judicial, es decir, de la acción reparatoria”. “En el
análisis de la jurisprudencia concerniente a las cuestiones políticas aparece como dato
constante la invocación del principio de la división de poderes, que se esgrime
ambivalentemente tanto para sostener la procedencia de la justiciabilidad de esos casos
cuanto para fundar la tesis de la abstención de los jueces. Y ello es así, por cierto, al
estar en juego la armonía y el desenvolvimiento de los poderes del Estado, cuyo
66 Op. cit., p. 114.
32
dimensionamiento institucional depende en gran medida de la función atribuida al Poder
Judicial”67. Sólo “aquellos sistemas que no tienen confianza ni en la división de los
poderes ni en la democracia representativa ni en los jueces, tienden natural y
espontáneamente a limitar la naturaleza y el alcance del Poder Judicial”68.
La afirmación de la vigencia del principio constitucional de división
de poderes y la consecuente génesis de determinadas áreas de reserva, en las que la
iniciativa es exclusiva y excluyente de cada uno de los poderes políticos que conforman
el Estado no significa la admisión de la existencia de áreas exentas del control judicial.
Ello así, toda vez que, sin perjuicio de la debida observancia de las áreas de actuación
inherente a cada departamento estatal, adquiere mayor obligatoriedad aún el deber que
tiene cada uno de los órganos emisores de los actos catalogados como políticos, de
acatar, ante todo, la preceptiva constitucional, ya que “no se trata de politizar al Poder
Judicial, en sentido peyorativo, sino de que se imprima juridicidad al gobierno todo y a
cada uno de sus actos”69.
No olvidemos que “los poderes políticos deben ejercer sus facultades
respectivas sin afectar los derechos y obligaciones establecidos por el ordenamiento
jurídico, porque lo contrario transformaría las facultades privativas en facultades sin
control de los jueces... una cosa significa la política en sí misma y otra es el derecho
político que regula jurídicamente la vida de aquella... Cuando las transgresiones de los
poderes políticos afecten la materia sometida a la competencia jurisdiccional de esta
Corte, se impone la sustanciación de las causas respectivas para decidir en
consecuencia, sin que esos poderes del Estado puedan legítimamente alegar que se trata
del ejercicio de facultades privativas”70. Tiene dicho la Corte que “sólo a las personas
en el orden privado es aplicable el principio de que nadie puede ser obligado a hacer lo
que la ley no manda, ni privado de hacer lo que la ley no prohíbe, pero a los poderes
públicos no se les puede reconocer la facultad de hacer lo que la Constitución no les
prohíbe expresamente, sin invertir los roles respectivos de mandante y mandatario y
atribuirles poderes ilimitados”71.
Por lo demás, ha sido constante orientación de nuestro más Alto
Tribunal Nacional que “la separación de los poderes no es incompatible, sino que, por
67 Op. cit., p. 177. 68 Op. cit., p. 94. 69 Op. cit., p. 164. 70 Disidencia del Sr. Ministro Boffi Boggero, Fallos, 248-61 y 518. 71 CSJN, Fallos, 32-120.
33
lo contrario, se robustece cuando la justicia decide revisar lo que se vincula con las
llamadas facultades privativas de un poder, desde lo que atañe a la real existencia de la
facultad respectiva hasta la manera de ejercerla cuando ésta ha lesionado un interés
legítimo...”72.
4.3.1.3. Un peligro siempre latente: la judicialización de la política y la
politización de la Justicia.
Es éste uno de los fenómenos más novedosos que se han producido en
los últimos tiempos de la vida institucional argentina, tratándose de una dudosamente
legítima modalidad de interrelación de los poderes políticos del Estado entre sí y con el
Poder Judicial. Consiste en la creciente tendencia, de parte de algunos actores políticos,
sea individual o colectivamente considerados que, en ejercicio de un alegado derecho de
acudir a la justicia, se autoimponen el rótulo de defensores de los intereses comunitarios
e instauran peticiones de naturaleza judicial persiguiendo objetivos políticos más o
menos disimulados.
Por su parte, Nieto habla de una politización de la justicia, a la que
conceptualiza como una de las “perversiones concretas de una correlativa
‘judicialización de la política’ en sentido amplio y que consiste en la renuncia de los
demás poderes constitucionales a resolver conflictos, que terminan trasladándose a una
sede jurisdiccional”. Precisa, además este autor, con la agudeza crítica que lo
caracteriza, que “para resolver técnicamente este cambio de foro se hace imprescindible,
por tanto, proceder a una mutación previa, transformando en jurídico lo originalmente
político, con lo cual se legitima formalmente al tribunal que va a intervenir; aunque
admitiendo que en rigor los jueces sólo podrán resolver los aspectos legales, que son
marginales, y dejarán intacto el fondo de la cuestión, que así cerrará en falso”73.
La confrontación por el poder representa una constante a lo largo de la
vida político-social e institucional de la humanidad. Así como en tiempos pretéritos, era
solamente la fuerza la que determinaba el liderazgo y facilitaba la distribución de las
cuotas de poder dentro de la organización de seres humanos, en la actualidad, y sin que
ello implique que se ha renunciado del todo a tan primitivo recurso, las modalidades
para obtener dicho poder y lograr el control de una porción dada del sistema
72 Op. cit.., p. 167, Fallos, 243-260; 243-504; 244-164; 248-61; 248-518; 252-54; 253-386; 254-116. 73 Nieto, Alejandro, El desgobierno judicial, p. 256, ed. Trotta, Madrid, 2005.
34
organizacional en el que le toca actuar a un hombre dado o a un grupo de hombres, se
han tornado más sutiles.
Diversos son los factores que influyen en la materia a efectos de
consagrar este cambio. Entre ellos cabe destacar la notable ampliación en el alcance de
los medios de comunicación social, lo que ha permitido a un sector mayoritario de la
comunidad acceder, en igualdad de condiciones, a información directa de sucesos que
tienen relación inmediata con el manejo del poder y que influyen, en mayor o menor
grado, en la toma de decisiones que pueden llegar a afectarlo.
En segundo lugar, deviene menester puntualizar los nuevos
mecanismos que imperan en la conformación de mayorías dentro del sistema
institucional general. Las agrupaciones que ostentan el dominio de una porción mayor
del poder, en algún nivel organizacional o departamento del Estado como el Ejecutivo o
en alguna de las Cámaras del Parlamento, debe, a su vez, asumir el rol minoritario en
otra de las divisiones en las que se encuentra compartimentada la estructura de
gobierno. Todo ello ha obligado a pergeñar una nueva modalidad de convivencia entre
las fuerzas en pugna, inspirada más en el consenso, el debate y la búsqueda de
compatibilizar ideas y proyectos que en la mera imposición numérica sobre el
contrincante de turno, tal como veremos que lo propone Waldron.
Sin embargo, no todos parecen haber comprendido el significado de
esta evolución, obstinándose en la concreción de su voluntad y de sus propias
aspiraciones sin mayor consideración a las motivaciones esgrimidas por sus ocasionales
oponentes. La estrategia en orden a obtener la superación del escollo, para aquellos que
estiman necesario imponer a todo trance su postura, así como para los que entienden
que ha sido -o puede ser- avasallado el derecho que su sector representa, ha radicado en
confiar sistemáticamente la resolución del conflicto a la Justicia.
En este orden, advierto que tanto el oficialismo de turno como la
oposición circunstancial acuden al Poder Judicial por igual, aunque, de hecho, los
argumentos que esgrimen uno y otra son evidentemente disímiles. Así, el primero,
impedido, a veces, de concretar las propuestas que le interesan a efectos de ejecutar
determinadas políticas de gobierno e imposibilitado de obtener las mayorías legislativas
imprescindibles a tal fin o bien, debido al escozor que produce un nutrido y firme
reproche social hacia tales iniciativas, ocurre por ante la Justicia para que un
pronunciamiento jurisdiccional legitime su pretensión, y le posibilite vencer una
voluntad que le es adversa.
35
En otros casos, es la oposición, en sus múltiples variantes, habida
cuenta que bien puede tratarse de la segunda minoría, de otros grupos minoritarios -con
o sin representación parlamentaria- o de una conjunción de ellos, la que, ante lo que
consideran como un avasallamiento potencial o actual de los derechos sectoriales que
representan, por parte del oficialismo mayoritario, acuden a la vía judicial en orden a
resistir la iniciativa tentada. Por cierto que idéntico fenómeno es susceptible de
producirse cuando, siendo los portadores de la pretensión originaria, a los mismos
grupos les resulta dificultoso o imposible vencer la inamovilidad a la que los somete la
mayoría74. Se trata, como se ve, de una confrontación imbuida de innegables objetivos
políticos, pero que, institucionalmente, es extraída del marco de su debate natural, a
saber, los foros parlamentarios o de discusión pública, para depositarla en el seno de un
poder estatal cuya existencia y objetivo primordial tiende a la resolución de
enfrentamientos de orden eminentemente jurídico, despojados, en principio, de
connotaciones extrañas a él.
Ciertamente que, por tratarse de un fenómeno de características
complejas, los factores causales que intervienen a lo largo de su proceso de formación y
desarrollo son múltiples y participan de la más variada naturaleza. Entre los más
destacados, a tenor del grado de incidencia que representan en el problema, se
encuentran los de índole política75, jurisdiccional y la opinión pública.
74 Cabe recordar sobre este particular, lo decidido por el voto mayoritario de la Corte Suprema de Justicia de la Nación en la causa “Rodríguez, Jorge en ‘Nieva y otros c/ Poder Ejecutivo Nacional’”, CSJN, 17/12/978, publicado en Rev. LL, nº 248 del 29 de diciembre de 1997, p. 1, en cuanto denegó legitimación a los legisladores nacionales para solicitar la revisión de un decreto emanado del Presidente de la Nación. Decidió la mayoría del Alto Tribunal que “otorgar legitimación a los diputados de la Nación para solicitar una medida cautelar a fin de suspender los efectos del decreto 842/97 (Adla, Bol. 23/97, p. 4) de privatización de los aeropuertos, significaría admitir que cada vez que su voto en el recinto no sea suficiente para alcanzar las mayorías requeridas por las respectivas reglamentaciones para convertir un proyecto en ley, puedan obtener por vía judicial un derecho que va más allá que el conferido por su propio cargo de legislador, esto es, paralizar las iniciativas que, en el mismo sentido, pueda tener el Ejecutivo Nacional”. 75 Sobre este punto, sólo me interesa destacar, en consonancia con lo que ya tuviera oportunidad de expresar en otro lado –Kamada, Luis Ernesto, Las audiencias públicas judiciales como manifestación republicana. El derecho a ser oído para ejercer el derecho a ser oído, LL NOA, año 16, nº 11, diciembre de 2012, p. 1161 y siguientes, con sus citas-, que “[N]o resulta novedoso afirmar que uno de los signos más característicos de los tiempos que corren es la crisis de representatividad política e institucional. Deviene apropiado señalar, para no caer en interpretaciones equívocas, que cuando mentamos ambos elementos en crisis, a saber, lo político y lo institucional, lo hacemos en el sentido más amplio y profundo que encierran ambos conceptos y que, naturalmente, involucran la política en todo su espectro de actuación (gubernativo, educativo, económico, social, sanitario, legislativo, judicial, etc.) y lo institucional como su modo de manifestación más ostensible y directo. No se nos escapa tampoco que la crisis de marras es la consecuencia de una forma de pensar que, privilegiando la coyuntura frente a la estructura, ha puesto el énfasis en diluir todo sentido de permanencia y seguridad para aportar soluciones casuísticas, inconexas, de corto plazo y, lo que es peor, que profundizan las injusticias ya existentes. Ello es así pues la Justicia como valor pertenece al orden de la estabilidad de un sistema preestablecido y a la confiabilidad recíproca de la conducta de sus actores, por lo que resulta absolutamente extraña a mecanismos que sólo buscan honrar la inestabilidad, predicando que ésta es la única característica estable de un mundo radicalmente cambiante. “Trasladados estos criterios al ámbito del proceso, conviene atender a Peyrano [Peyrano, Jorge W., Aprovechamiento del pensamiento contemporáneo por el Derecho Procesal Civil actual, La Ley On line, 10/8/2011], quien alerta acerca de que ‘el posmodernismo (…) se caracteriza, entre otras cosas, por descreer de las ideas rígidas y excluyentes y por la renuencia a aceptar explicaciones totalizadoras y rigurosamente racionales. Además, no expresa simpatía por un pensamiento
36
Los dos primeros no encierran problema alguno a efectos de su
conceptualización y comprensión, debiendo detenerme sucintamente en el último por
ser el más novedoso de todos.
La opinión pública, en cuanto modo de expresión de la sociedad o de
parte de ella, es uno de los ítems más importantes a ponderar desde dos puntos de vista
claramente distinguibles. El primero tiene que ver con la identificación que merece la
implacablemente sistemático sujeto a reglas que posean la virtud de tornar predecible todo acontecimiento relacionado con el sistema respectivo. Dicha despreocupación hacia lo sistemático explica su afición por lo particular o excepcional como complemento insoslayable de un ‘sistema’ entendido al modo posmodernista. Igualmente, identificatorio del posmodernismo es su predilección por la performatividad, vale decir, pro la eficiencia y el pragmatismo”. “Se dirá, entonces, que parece que todo tiene su raíz en una cuestión ideológica. La respuesta afirmativa se impone pues mal puede pretenderse ignorar lo que es una verdad a gritos: la ideología impregna todos y cada uno de los actos humanos e institucionales, orientando el sentido de las decisiones que se asumen en cada caso concreto. Sólo partiendo de ese reconocimiento podrá hablarse en términos de una honestidad intelectual responsable”. “Las pretensiones de los ciudadanos deben, en principio, ser legítimamente conducidas hacia el Estado, en su calidad de ejecutor organizado de estas aspiraciones, por los canales adecuados. Estos, a su vez, ponen de manifiesto las dificultades, si es que no la imposibilidad, de realizar la democracia directa, por lo que se torna indispensable acudir al escenario del sistema democrático representativo, cuya función consiste en contribuir a la formación de la voluntad estatal a través de órganos elegidos por el pueblo, sobre la base del sufragio amplio (universal, secreto, libre e igual), que decide de acuerdo con la mayoría. Ciertamente que ello demanda también admitir las limitaciones que debe enfrentar el sistema deliberativo, en el contexto de un estado de derecho, pues cabe recordar que, lejos de sus orígenes, ‘la sociedad que subyace en los gobiernos democráticos es pluralista, es decir, se aleja del pensamiento único y recepta multiplicidad de planes de vida’” [Gil Domínguez, Andrés, Los derechos humanos como límites a la democracia, publicado en Los derechos humanos del siglo XXI, AAVV, coordinado por Germán Bidart Campos y Guido Risso, ed. EDIAR, Buenos Aires, 2005, p. 102, citando a Norberto Bobbio, El futuro de la democracia]. “El valor del procedimiento democrático de participación amplia o deliberativo, no reside sólo en la determinación numérica de las aspiraciones de los ciudadanos o, como alguna vez se dijo, en la tiranía de la estadística [En contra de la consideración de la democracia como una forma de gobierno que sólo se limita a reflejar las decisiones de las mayorías, véase Amy Gutman, Democracia deliberativa y regla de la mayoría: una réplica a Waldron, publicado en Democracia Deliberativa y Derechos Humanos, AAVV, compilado por Harold Hongju y Ronald C. Slye, ed. Gedisa, Barcelona, 2004, p. 269 y siguientes], sino en que se convierte en un mecanismo de determinación de las razones profundas que inspiran las decisiones que se toman. Así lo reconoce Nino [Nino, Carlos Santiago, Los escritos de Carlos Santiago Nino. Derecho, moral y política II, ed. Gedisa, Buenos Aires, 2007, en especial su capítulo III, titulado Democracia Deliberativa, p. 191] al señalar que “el hecho de que a la verdad moral no se acceda en forma individual y solitaria, sino mediante el mismo difícil proceso intersubjetivo de deliberación, discusión y consenso que sirve también como técnica social de resolución pacífica de los conflictos, asegura que la democracia –que incluye también ese proceso- ofrezca la única garantía de un orden genuino y estable, frente al caos al que nos conducen las variadas formas de autoritarismo”. Afirma Juan Manuel Abal Medina (h) [La muerte y la resurrección de la representación política, p. 52, ed. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2004], en directa referencia a la materia política partidaria, que la representación fue posible en la sociedad en tanto los individuos pueden reconocerse como pertenecientes a una parte de la sociedad y, por consiguiente, verse o sentirse representados por un partido. “Las tareas que, a su vez, les incumben a los representantes en las distintas áreas estatales exigen la distinción entre las atinentes a la producción y a la aplicación del Derecho, requieren ser delegadas por los ciudadanos a instituciones específicamente creadas para cumplir ese cometido. De allí, entonces, es que es posible calificar a un gobierno como representativo en tanto sus funciones sean el resultado de la legítima voluntad del universo de electores, asumiendo su responsabilidad ante éste por las decisiones adoptadas. Mas cuando ello no se produce de tal manera, es decir, cuando se produce una interrupción entre las pretensiones de los ciudadanos -tanto mayoritarias como minoritarias- y la conducta de sus representantes, debe hablarse de una crisis de representatividad que, naturalmente, hace perder vigor a las decisiones que se tomen en nombre de quienes, en rigor, no participan del proceso de su formación. Esta situación ha derivado, tal como dijera Raúl Gustavo Ferreyra [La Constitución vulnerable, ed. Hammurabi, Buenos Aires, 2003, en especial su capítulo V], en que ‘la ausencia de credibilidad necesaria y suficiente para un correcto y eficaz desempeño de las actividades gubernativas republicanas es uno de los cuestionamientos más oído actualmente’. Ello motiva que ‘se está formando una sociedad abierta de cuestionadores, donde también buena parte de los ciudadanos hace oír su queja, a veces bastante estentórea’”. “Este quiebre entre la voluntad delegada y la ejecutada significa el correlativo quiebre del sistema de representatividad y, por ende, la pérdida de legitimidad de los mandatarios frente a sus mandantes. Como respuesta a dicho fenómeno mucho debe reconocerse el valor que adquiere la actividad de los movimientos sociales, que ‘son factores poderosos en el desarrollo constitucional, debido a razones que son parcialmente reflejadas en los modelos político y judicial, pero que no son adecuadamente capturadas por ninguno de los dos modelos’”.
37
sociedad con la destinataria del obrar político y del judicial pues no puede soslayarse
que el accionar político puede acarrear efectos jurídicos y, recíprocamente, el jurídico,
consecuencias políticas. El segundo, en cambio, consiste en tener a la sociedad como la
generadora de voluntades y objetivos. Sin embargo, me inclino a pensar que la
permeabilidad hacia las iniciativas sociales impregna más fácilmente a los sectores
políticos que a los judiciales. La diferencia recepticia se torna razonable toda vez que es
distinta la incidencia de la sociedad y de su expresión -la opinión pública- en cada uno
de los ámbitos involucrados, el político y el judicial.
Con respecto al primero de los enunciados, cabe tener en cuenta que el
político se nutre de lo que la sociedad opina, de manera directa. Un político que se
divorcia de la realidad que le toca vivir, comete un verdadero suicidio y debe resignarse
a desaparecer como alternativa de poder dentro del marco institucional de decisión. Su
mayor o menor grado de flexibilidad y adaptación a los requerimientos sociales
constituye el mejor indicador de la eficacia de las respuestas y soluciones que brinde a
la sociedad en la que está inmerso. Por lo demás, la agilidad de las transformaciones
sociales exige un ágil y continuado análisis de situaciones cada vez más novedosas, a
los fines de proponer salidas específicas para cada una de ellas.
Del poder judicial, sin embargo, no puede predicarse idéntica
dinámica. Tampoco constituye un órgano refractario a las modificaciones de la
sociedad, pues de manera ineludible, está vinculado a ella y a sus vaivenes vitales. Lo
que ocurre es que éste, a diferencia del primero, ofrece soluciones más dilatadas en el
tiempo y que son el producto de una decantación racional más o menos prolongada y no
de las meras respuestas creadas por reflejo a los problemas sociales emergentes.
Asimismo, la sociedad se encuentra, generalmente, mejor predispuesta
a comprender las causas y los efectos de los actos políticos que de los judiciales, en
razón de la mayor inmediatez que representan los primeros respecto de los segundos. La
comunidad, por su parte, sólo atiende a los conflictos judiciales en la medida en que las
soluciones de tal naturaleza resuelvan cuestiones socialmente relevantes. Las demás,
sólo constituyen, a los ojos de la sociedad, noticias de orden estrictamente periodístico y
sin mayores alcances.
Cabe recordar, junto con Legón76, que “la opinión pública debe ser
opinión y debe ser pública. Para ser opinión no necesita tener ineludible y firme
76 Tratado de derecho político general, Ed. EDIAR T. II, p. 441.
38
basamento racional, ni siquiera brotar de auténticas certidumbres personales: basta,
acaso seguir el parecer de una autoridad que se presume mejor informada. No hay que
confundir deseos y opiniones: lo primero parece orientarse hacia el interés egoísta; lo
segundo, hacia el bien común. Para ser pública conviene que responda al
consentimiento generalizado acerca de los fines o propósitos y que consulte el requisito
de la intensidad, que no es lo mismo que el número. Esto de la intensidad interesa
mucho en las cuestiones morales. Cuando se obtiene, puede reconocerse en la opinión
pública la base del gobierno popular. No es necesaria la unanimidad; no basta la
mayoría: debe tener fuerza moral para someter a la minoría disconforme o disidente sin
ayuda de la violencia”.
Gran incidencia tienen en el presente apartado, los grupos de presión,
también llamados “factores de poder”, pues su acción “sobre la opinión pública es
condición indispensable para el éxito de la influencia que se pretende ejercer sobre el
gobierno: trátase de presentar como normal y conforme al interés general la campaña
que se realiza en favor de los intereses que defienden”77.
Ahora bien, median importantes diferencias entre el contenido del
debate político y el debate jurídico, lo que no implica negar sus similitudes.
Entre éstas últimas se cuenta el que la frontera que los separa se
caracteriza por su notorio dinamismo, no siendo posible olvidar la recíproca naturaleza
generadora que cada uno de ellos tiene respecto del otro, conforme se viera más arriba.
Además, tanto lo jurídico como lo político, participan del universo
axiológico. Así como el primero tiene a la cabeza de su escala a la Justicia, el segundo
sitúa, en el mismo lugar, al Bien Común. Se dirá, por cierto, que el último está integrado
también por el primero, a lo que debo responder que ambos mundos persiguen idénticos
valores, sólo que priorizan algunos por encima de otros encarando su consecución por la
vía de la satisfacción directa de alguno e indirecta de los demás. Mas tal circunstancia
no altera el contenido axiológico de los dos fenómenos y es lo que, en orden a subrayar
similitudes, debe ser rescatado.
En cuanto a las diferencias, cabe anotar que los puntos que distinguen
al fenómeno político del jurídico son más precisos y concretos.
a) La dinámica. Existencia de procedimientos:
77 Linares Quintana, “Tratado de la ciencia del derecho constitucional”, ed. Alfa, T. VII, p. 700.
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Entre las múltiples diferencias que pueden establecerse entre el ámbito
de lo político y el de lo jurídico encontramos el de los distintos tiempos que se
imprimen a uno y otro fenómeno.
a.1. La dinámica de los intereses políticos empece a considerar su
articulado y conformación como un todo más o menos estable. Por el contrario, salvo la
permanencia de algunos principios generales basados, mayormente, en la preservación
del sistema democrático de gobierno, así como en la defensa de las instituciones
republicanas que lo integran y permiten su desenvolvimiento conforme a derecho, el
resto del espectro de debate se encuentra sometido a una notable amplitud en lo que
respecta a las reglas que rigen su vida cotidiana.
Los términos temporales en los que discurren los enfrentamientos
políticos no están sujetos a códigos o leyes que establezcan lapsos perentorios, pues, en
realidad, el transcurso de una etapa a otra del debate está dado por el plazo que lleva
generar convicciones y plantear propuestas alternativas para discutir en cada caso
concreto. El avance se debe producir sobre bases debidamente consensuadas, aunque
más no sea mayoritariamente, sin ajuste a la observancia de períodos estrictamente
reglados.
a.2. Distinto es el caso dentro la órbita de la Justicia, en la que priman
procedimientos preestablecidos, algunos de los cuales son tenidos por el común de los
ciudadanos como engorrosos, lentos, meramente rituales y, a veces, hasta superfluos. La
nota particular del caso es que quienes así opinan, desde los poderes políticos, son,
precisamente, quienes desde su labor legislativa han creado tales procedimientos. Se
reclama celeridad a un poder que tiene como tarea esencial la ponderación de conductas
humanas, debiendo hacerlo observando y haciendo observar el respeto de todas las
garantías para las partes en litigio y cuidando de no vulnerar los derechos involucrados
en el conflicto. Para eso existe el procedimiento, el que no constituye la mera
acumulación de formalidades creadas en orden a rendir pleitesía al juez, sino para
proveer a la preservación del derecho de defensa, las que, si no son mínimamente
acatadas, resultan susceptibles de autorizar el reproche de arbitrariedad a la conducta del
magistrado y, por ende, a lo que haya resuelto.
b) La entidad del debate.
b.1. En el debate político, los decibeles de la discusión son
susceptibles de alcanzar niveles elevados de acaloramiento, sin que ello menoscabe las
instituciones republicanas, pues, en definitiva, las decisiones políticas nacen al abrigo
40
que proporciona el ardor de la discusión. El enfrentamiento se produce entre pares, y
goza de la mayor amplitud en la formulación de los temas sobre los que habrá de versar
la disquisición, así como en la flexibilidad del debate. No escapará a la consideración
del lector que, tras el cruce de mutuas y durísimas recriminaciones, los dirigentes
políticos pueden arribar a satisfactorios entendimientos.
b.2. En sede jurisdiccional, en tanto, y habida cuenta que no es un
igual el que decide, sino un tercero dotado de la investidura, independencia,
imparcialidad, idoneidad y conocimientos necesarios para juzgar a sus semejantes, los
márgenes de debate, aún siendo generosos, deben conducirse con arreglo a mecanismos
en los que primen el respeto y la probidad, como deberes de conducta de observancia
obligatoria y se observe el derecho a la defensa en juicio y la garantía del debido
proceso.
c) Objetivos.
c.1. La política propende a la consagración del bien común. Pero bajo
tal denominación, agrupa a todo un conjunto de finalidades que se caracterizan por su
enorme generosidad temática, con contenidos de diverso orden, así como con diferentes
alcances.
c.2. Si bien es cierto que resulta imposible pensar en el Poder Judicial
sin relacionar sus decisiones con la necesidad de satisfacer un fin comunitario, cual es el
de proveer a la paz social, no es menos cierto que a ello se accede solamente a través de
un procedimiento y con ajuste a la consagración de un valor que se tiene por supremo,
como lo es la Justicia.
Va de suyo que la actividad del órgano jurisdiccional no queda
totalmente despojada de cierto contenido político que no puede ser desconocido. Sin
embargo, éste no deja de ser una respuesta específicamente jurídica, con eventual
trascendencia política -es cierto- pero cuyos alcances en tal sentido se encuentran
impregnados de mediatez.
d) Resultados:
d.1. Las conclusiones emergentes de la disquisición política gozan de
una notoria flexibilidad y amplitud. Digo ello tanto en lo atinente al alcance material,
siempre sujeto a interpretación, como al temporal, habida cuenta que es susceptible de
ser trocado, con posterioridad, por una solución total o parcialmente distinta que
restrinja o extienda sus alcances.
41
d.2. Por el otro lado, las soluciones consagradas por la Justicia
revisten calidades propias que las distinguen manifiestamente de las precedentes. Son
firmes desde un punto de vista temporal, acotadas en cuanto sólo atañen al caso
sometido a conocimiento de la Judicatura, estrictas en razón de que, por constituir una
interpretación de hechos y de normas no pueden, a su vez, estar sujetas a nueva
interpretación, debiendo ser ejecutadas conforme la letra del mismo pronunciamiento.
e) Alcances:
e.1. En lo atinente al alcance temporal que pueden tener las respuestas
de naturaleza política, se advierte que gozan de un mayor grado de inestabilidad. A
excepción de aquellas soluciones específicamente aportadas para satisfacer
requerimientos de orden estructural, la mayoría de las respuestas se circunscriben a
superar exigencias meramente coyunturales. Si bien es cierto, resulta posible conectar el
tema con lo que hace a la dinámica del fenómeno político, no es menos cierto que lo que
reviste mayor relevancia en el caso, es la notoria movilidad de la que está dotada la
resolución emanada de este orden.
Así como la realidad con la que se identifica la decisión política es
cambiante, con arreglo a las continuas modificaciones que experimenta la vida misma,
bajo el influjo constante de elementos heterogéneos y extraños, la contestación política,
debe ser igualmente flexible para adaptarse a ella. Por ello, la extensión temporal de
dichas soluciones es finita y estrechamente relacionada con la duración del problema
que se pretende resolver.
Lo mismo cabe afirmar desde una perspectiva espacial, pues las
distintas características susceptibles de ser encontradas en las diversas geografías sobre
las que habrá de reinar la solución propuesta requieren, a su vez, su adaptación a tales
diferencias, so riesgo de caer en una completa inoperancia y consecuente desuetudo.
e.2. El pronunciamiento judicial, en tanto constituye una respuesta
específica, dada al caso concreto, tiene visos de mayor estabilidad. Asimismo, debe
tenerse en cuenta que la jurisprudencia, entendida como la reiteración de decisiones
judiciales, que versan sobre casos similares, y que se orientan en un idéntico sentido, es
el resultado de un proceso que lleva años afianzar. En el mismo, las modificaciones se
introducen paulatinamente, afinando el criterio inicial que se va completando y
perfeccionando con los sucesivos pronunciamientos de distintos órganos
jurisdiccionales.
42
Todas éstas son sensibles diferencias que ponen la relación entre la
disputa política y la judicial en dos planos también distintos que, por sus objetivos,
contenido y alcances, inclinan la preferencia en la solución de los problemas emergentes
hacia la primera y no hacia la segunda, en orden a no distorsionar los efectos buscados.
4.3.1.4. Los límites del control: ¿Qué se controla?
Una de las discusiones más significativas en la materia es aquella que
versa sobre los límites que cabe imponer al juzgador a la hora de verificar los extremos
que autorizan a predicar la constitucionalidad de una determinada norma en sentido
material. Algunos pretenden imponer a dicha atribución la valla de la oportunidad y la
conveniencia, señalando la imposibilidad de que sea soslayada por el juez. Otros, ponen
el acento en el concepto de las facultades privativas que asisten a los departamentos
políticos del Estado. También están los que se oponen tenazmente a la posibilidad de
que el juez revise de oficio y declare la inconstitucionalidad de un precepto dado,
exigiendo, a guisa de requisito sine qua non, la expresa y puntual petición en ese sentido
por alguna de las partes en pugna. Por último, hay quienes se atrincheran en la idea de
mantener un coto inexpugnable por naturaleza, a las aspiraciones de control del Poder
Judicial, bajo el rótulo de actos institucionales.
¿Es que tal vez el sentenciante debe circunscribir su análisis a cotejar
técnicamente una norma con la Constitución y relegar la constatación de otros factores
de colisión que se identifiquen con una controversia puramente externa? Estoy
convencido que la respuesta negativa se impone.
El contenido axiológico de la norma en exámen:
Bidart Campos se ocupa de remarcar que en el marco de nuestro
Derecho Constitucional es posible válidamente que los jueces declaren la
inconstitucionalidad de una norma legal si reputan que su inconstitucionalidad reside en
su injusticia intrínseca, y que hacerlo no conculca ningún axioma de la Constitución.
Por ende, un juez puede –sin evadirse de su estricta función judicial y sin dejar de ser
órgano de aplicación de la ley- juzgar que una ley es injusta, y por razón de esa
injusticia, declararla inconstitucional y no aplicarla. Con ese proceder ni se erige en
legislador ni trastorna la división de poderes, sino únicamente ejerce control judicial de
constitucionalidad. Otra cosa es que valorativamente, cada cual comparta el criterio de
injusticia e inconstitucionalidad de la norma desaplicada por el juez. De ahí que
filosóficamente y constitucionalmente no respaldemos el aforismo de que el juez
resuelve siempre según la ley y no puede juzgar su valor o equidad, lo que significaría
43
que no puede juzgar su injusticia, y tampoco su inconstitucionalidad. Antes que juzgar
según la ley, debe juzgar según la Constitución a la que toda ley, para valer como tal,
debe subordinarse. Y si un juez razona y argumenta con el debido fundamento requerido
por toda sentencia que una norma legal es intrínsecamente injusta, y que esa injusticia
viola la Constitución (cuyo preámbulo exige afianzar la justicia), está habilitado para
declarar la inconstitucionalidad de la norma injusta y para no aplicarla. Esta postura
aparece constitucionalmente legitimada en virtud de responder a un defecto dikelógico
de la norma, conforme el contexto que brinda el trialismo de Goldschmidt.
La naturaleza del acto inconstitucional:
El escollo fundado en la presunta discrecionalidad de la atribución que
permite el dictado de la norma cuestionada no es ni tan amplio ni tan limitativo como
sus mentores pretenden hacerlo aparecer.
Sabido es que la discrecionalidad juega un papel importante en las
decisiones de la Administración. Según Barra es un caso típico de remisión legal, donde
el administrador ejecuta la voluntad de la ley a través de la apreciación de las
circunstancias; y siempre guardando una medida de proporcionalidad o razonabilidad
con el fin querido por la ley78. Esta es la razón por la cual hoy no es dable hablar de
actos discrecionales puros ni totalmente reglados. Sólo cabe predicar casos en los cuales
la actividad administrativa está más libre de normas de contenido y, por lo tanto, la
78 Abramovich, Víctor y Courtis, Christian, Los derechos sociales como derechos exigibles, p. 127, ed. Trotta. Madrid, 2004, bajo el título “La autorrestricción del Poder Judicial frente a cuestiones políticas y técnicas”, remarcan que “cuando la reparación de una violación de derechos económicos, sociales y culturales importa una acción positiva del Estado que pone en juego recursos presupuestarios, o afecta de alguna manera el diseño o ejecución de políticas públicas, o implica tomar una decisión acerca de que grupos o sectores sociales serán prioritariamente auxiliados o tutelados por el Estado, los jueces suelen considerar tales cuestiones como propias de la competencia de los órganos políticos del sistema”. A ello, agregan ambos autores que “el margen de discrecionalidad de la administración es mayor –y por lo tanto, es menor la voluntad de contralor judicial- cuando el acto administrativo se adopta sobre la base de un conocimiento pericia técnica que se presume propio de la administración y ajeno a la idoneidad del órgano jurisdiccional”. Es verdad que la materia no es el eje central de este trabajo, apenas circunscripto a dilucidar la razón esencial por la que los jueces pueden abordar el control de constitucionalidad de leyes aprobadas por las mayorías parlamentarias, pero no es menos cierto que habiendo despertado tantas controversias la judiciabilidad de las decisiones adoptadas por los Poder Administrador y Legislativo, bien vale recordar lo dicho por la Corte Suprema de Justicia de la Nación en el paradigmático caso “Verbitsky” (3/5/2005, considerando 27): “Que a diferencia de la evaluación de políticas, cuestión claramente no judiciable, corresponde sin duda alguna al Poder Judicial de la Nación garantizar la eficacia de los derechos, y evitar que éstos sean vulnerados, como objetivo fundamental y rector a la hora de administrar justicia y decidir las controversias.- Ambas materias se superponen parcialmente cuando una política es lesiva de derechos, por lo cual siempre se argumenta en contra de la jurisdicción, alegando que en tales supuestos media una injerencia indebida del Poder Judicial en la política, cuando en realidad, lo único que hace el Poder Judicial, en su respectivo ámbito de competencia y con la prudencia debida en cada caso, es tutelar los derechos e invalidar esa política sólo en la medida en que los lesiona. Las políticas tienen un marco constitucional que no pueden exceder, que son las garantías que señala la Constitución y que amparan a todos los habitantes de la Nación; es verdad que los jueces limitan y valoran la política, pero sólo en la medida en que excede ese marco y como parte del deber específico del Poder Judicial. Desconocer esta premisa sería equivalente a neutralizar cualquier eficacia del control de constitucionalidad.- No se trata de evaluar qué política sería más conveniente para la mejor realización de ciertos derechos, sino evitar las consecuencias de las que clara y decididamente ponen en peligro o lesionan bienes jurídicos fundamentales tutelados por la Constitución, y, en el presente caso, se trata nada menos que del derecho a la vida y a la integridad física de las personas”.
44
discrecionalidad es mayor siendo supervisada por reglas orientadoras y limitada por la
unicidad del ordenamiento jurídico.
Barra, por su parte, propuso una nueva clasificación, en actos
exigibles o inexigibles por parte de terceros. Lo discrecional se identifica con lo
inexigible. La distinción entre la actividad reglada y la discrecional, desde el punto de
vista del control judicial, es un problema, primero, de exigibilidad, y por tanto, de
legitimación, y luego, ya franqueada la puerta de entrada al proceso contencioso, de
grado, de intensidad del control judicial desde un máximo a un mínimo pero sin que
deje de ser control.
Este control es, a la vez, imprescindible pues el Estado de Derecho se
caracteriza por ser un estado controlable y controlado a los que no puede escapar la
actividad discrecional de la Administración.
Ya la propia Corte Suprema de Justicia de la Nación tiene dicho que la
circunstancia de obrar “en ejercicio de facultades discrecionales en manera alguna
puede constituir un justificativo a su conducta arbitraria, pues es precisamente la
razonabilidad con que se ejercen tales facultades el principio que otorga validez a los
actos de los órganos del Estado y que permite a los jueces, ante planteos concretos de la
parte interesada, verificar el cumplimiento de dicho presupuesto”79.
Lo referido respecto del Poder Administrador es igualmente aplicable
al Legislativo.
4.3.1.5. El objeto de control.
Es el aspecto jurídico de los actos de contenido político que tiene su
génesis en los dos poderes políticos del Estado, legislativo o ejecutivo, o bien en
cualquiera de sus integrantes en alguno de sus niveles.
Las formas bajo las cuales pueden exteriorizarse tales actos son las
más diversas, a saber, leyes, decretos, ordenanzas o resoluciones. En definitiva, se trata
de cualquier tipo de pronunciamiento que conlleve la definición de cuestiones fácticas
con criterios políticos y sin importar si sus alcances son generales o particulares. La
variedad formal de la decisión no puede constituir obstáculo alguno a la ejecución del
control, ya que éste versa no sobre aspectos externos sino, antes bien, respecto de la
sustancia del acto.
79 Fallos, 306:400.
45
Deben hacerse dos fundamentales distinciones, a saber: el control del
procedimiento seguido para la emisión del referido pronunciamiento y lo atinente a los
aspectos estrictamente vinculados con el contenido de la decisión adoptada. Debe existir
un control total de los actos emanados del Estado, aunque la intensidad de la revisión
distinga entre los elementos reglados y discrecionales del acto, admitiendo el ámbito de
libertad de la administración, para elegir una entre varias alternativas posibles y
consecuentes con el ordenamiento jurídico, pero quedando como función del juez
controlar su correcto ejercicio. La misión del magistrado será controlar que la solución
dada al caso sea razonable, consecuente con el fin que pretende satisfacer; que no se dé
una desviación del poder otorgado, de conformidad no tan sólo con las normas, sino con
los principios y valores que inspiran el ordenamiento jurídico, y que respeten los
parámetros legales en sus aspectos reglados80. Ello deviene exigible en el marco de una
interpretación razonable de los derechos y las normas legales y constitucionales en
pugna en el caso concreto, no siendo posible olvidar que “razonabilidad es el moderno
nombre de justicia (…). Razonable es lo que tiene fundamento; lo que guarda relación y
proporción adecuada entre beneficios y perjuicios, lo que es legítimo, lo que siendo
técnicamente idóneo satisface simultáneamente standards éticos y jurídicos, lo que es
acorde a las exigencias de la realidad, lo que tiene una medida adecuada”81.
El alcance de la revisión de la así llamada “cuestión política”, pero
que, a efectos del presente trabajo, continuaremos identificando como “acto”, en
función de la amplitud que autoriza el concepto, puede extenderse sobre dos aspectos
fundamentales: por un lado, respecto de su período de gestación, esto es, el
procedimiento previo que lleva a la elaboración del acto y, por el otro, en lo atinente al
contenido del acto propiamente dicho.
Ambos resultan igualmente controlables, pues la vulneración a la
Carta Magna puede emerger de la evolución procesal de formación del acto, mediante la
omisión de formalidades que tengan por trascendente finalidad la de preservar el
derecho de defensa de los ciudadanos. Sin dudas que una deficiencia semejante autoriza,
por sí, a la revisión del proceso, a efectos de anular lo actuado o de sanear el yerro,
80 Ponencia titulada “ACCION DECLARATIVA DE INCONSTITUCIONALIDAD: LEGITIMACION Y ALCANCES DE LA SENTENCIA O EL PROBLEMA DE SUS LIMITES SUBJETIVOS Y OBJETIVOS”, presentada por los Dres. Ricardo Alberto Grisetti, Ignacio Martín Parera Gaviña, Constanza María López Iriarte, Alejandra María Luz Caballero, Amalia Inés Montes y Luis Ernesto Kamada en el XXI Congreso Nacional de Derecho Procesal, San Juan, 13 al 16 de Junio de 2001, publicada en el Tomo II del Libro de Ponencias, p. 862. 81 Santiago (h), Alfonso, En las fronteras entre el Derecho Constitucional y la Filosofía del Derecho, p. 63, ed. Marcial Pons Argentina, Buenos Aires, 2010.
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según corresponda, pero siempre teniendo en vista la indemnidad del derecho
constitucionalmente previsto.
Ninguna duda puede caber respecto a la posiblidad de controlar las
formas procesales seguidas para obtener el resultado o pronunciamiento final del poder
político. Las garantías procesales hacen a la preservación del derecho de defensa en
juicio, y plasma uno de los principios más característicos y preciados del régimen
constitucional consagrado por nuestro ordenamiento supremo, de lo que se deriva que,
soslayado el mentado derecho, se torna viable la reclamación en justicia de su estricta
observancia. Ello se justifica pues resulta inadmisible una decisión, por más contenido
político que represente, si es dictada en contradicción a las normas constitucionales que
establecen principios básicos insusceptibles de una aplicación morigerada.
De lo preapuntado se desprende que la entidad política y excluyente
con que se pretenda identificar la resolución adoptada no alcanza para liberarla del
correspondiente control de los jueces si una vulneración a principios básicos y
elementales de derecho constitucional es invocada.
Todo procedimiento implica la existencia de un orden preestablecido
de actos que no pueden ser obviados, so pena de abrir la esclusa de la nulificación de lo
obrado, en tanto resulte lesivo a las garantías constitucionales previstas.
Tampoco pueden albergarse dudas respecto de la imposibilidad de
supervivencia de un acto que, por su contenido, contravenga la Constitución. Es decir
que, no obstante la escrupulosidad con que se haya llevado adelante el procedimiento,
bien puede ocurrir que la conclusión obtenida resulte repulsiva a los principios fijados
en la Carta Fundamental. En este caso, la solución nulificatoria debe ser idéntica. El
fondo de la cuestión que se resuelva, no está exento del control pertinente. Digo ello a
poco que se avizore la imposibilidad de que subsista una resolución que, tras discurrir
por carriles procesales intachables, consagre una solución notoriamente
inconstitucional. Lo disvalioso de semejante respuesta vuelve improponible su
supervivencia.
Ni un proceso viciado puede dar como resultado una conclusión
constitucionalmente aceptable, ni un pronunciamiento deficiente puede ser saneado con
la invocación de un procedimiento intachable. Cada uno de los aspectos de marras debe
ser analizado separadamente, y sólo tras haber sido pasados rigurosamente por el
examen de constitucionalidad y superada dicha exigencia, podrá concluirse en su
vigencia o no.
47
4.3.1.6. El parámetro del control: la Constitución Nacional.
El juez debe verificar la adecuación del acto cuestionado al mandato
constitucional. La colisión entre ambas normativas no puede dar otro resultado que la
prevalencia de esta última, porque la eventual descalificación del pronunciamiento en
crisis debe provenir de su confrontación con el dispositivo constitucional y, por ende,
con los principios en él contenido.
La Constitución refleja una realidad bifronte, pues, así como por un
lado consagra una definida sustancia política, por el otro, otorga a las mismas una
correlativa preeminencia jurídica. Dicho en otras palabras: traduce objetivos políticos en
códigos jurídicos, sin que por ello, ninguno de ambos elementos, el político y el
jurídico, experimente confusión alguna respecto del otro pues se jerarquizan
recíprocamente.
Es por tal razón que la magistratura tiene sobre sí el deber primero de
constatar la indemnidad de los valores, principios, derechos y garantías plasmados en la
Constitución frente al acto cuestionado. Ante el mínimo menoscabo que aquellos fueran
susceptibles de sufrir por conducto de la aplicación de ésta, la respuesta jurisdiccional
debe ser una sola: su inaplicabilidad.
Conforme lo señala Oteiza82, citando las palabras del Juez Marshall en
el célebre caso “Marbury vs. Madison, “la pregunta acerca de si una ley contraria a la
Constitución puede convertirse en ley vigente del país es profundamente interesante.
Para decidir esta cuestión parece necesario tan sólo reconocer ciertos principios que se
suponen establecidos como resultado de una larga y serena elaboración. Todas las
instituciones fundamentales del país se basan en la creencia de que el pueblo tiene el
derecho preexistente de establecer para su gobierno futuro los principios que juzgue más
adecuados a su propia felicidad. El ejercicio de ese derecho supone un gran esfuerzo,
82 “La Corte Suprema”, ED. L.E.P., p. 19. Por su parte, Bickel (citado por Oteiza, op. cit., p. 20 y ssgtes.) remarca que “el argumento desarrollado por Marshall deja abierta una segunda cuestión aún más importante, que consiste en responder porqué debe ser la Corte la encargada de decidir la correspondencia entre un acto y la Constitución. La falta de representatividad directa de los ministros de la Corte trae aparejada la objeción fundada en su carácter contramayoritario, situación que les resta legitimidad para objetar el accionar de los otros dos poderes y que se encuentra balanceada tanto por la participación del Ejecutivo y del Legislativo en el nombramiento de los magistrados como por la posibilidad de que el Congreso destituya a los jueces a través de un juicio político”. Sin embargo, puntualiza Oteiza (op. cit., p. 22) que “la posición que cuestiona el carácter contramayoritario de la actuación del Poder Judicial al invalidar una ley o acto de otro poderes representante directo del electorado, recibe distintas rèplicas que la atenúan. En primer lugar, la democracia no es solamente el principio mayoritario, sino que también está caracterizada por el ejercicio responsable y limitado del poder de la mayoría, que debe reconocer la inviolabilidad de determinados derechos y el respeto de las minorías. Además la democracia entraña un proceso complejo en la toma de decisiones , en donde el Poder Judicial juega un papel decisivo para encontrar el equilibrio y lograr la eliminación de tensiones y la participación social. Su debilidad congénita, por ausencia de la bolsa y la espada, lo aleja del riesgo de convertirse en tirano y lo colocan en una muy buena posición para servir de moderador del sistema”.
48
que no puede ser repetido con mucha frecuencia. Los principios así establecidos son
considerados fundamentales. Y desde que la autoridad de la cual proceden es suprema,
y puede raramente manifestarse, están destinados a ser permanentes. Esta voluntad
originaria y suprema organiza el gobierno y asigna a los diversos poderes sus funciones
específicas. Puede hacer sólo esto, o bien fijar, además, límites que no podrán ser
traspuestos por tales poderes... Los poderes de la legislatura están definidos y limitados.
y para que esos límites no se fundan u olviden, la Constitución es escrita. ¿Con qué
objeto son limitados los poderes y a qué efectos se establece que tal limitación sea
escrita si ella puede, en cualquier momento, ser dejada de lado por los mismos que
resultan sujetos pasivos de la limitación? Si tales límites no restringen a quienes están
alcanzados por ellos y no hay diferencia entre actos prohibidos y actos permitidos, la
distinción entre gobierno limitado y gobierno ilimitado, queda abolida. hay sólo dos
alternativas demasiado claras para ser discutidas: o la Constitución controla cualquier
ley contraria a aquella o la Legislatura puede alterar la Constitución mediante una ley
ordinaria. Entre tales alternativas no hay términos medios: o la Constitución es la ley
Suprema, inalterable por medios ordinarios; o se encuentra al mismo nivel que las leyes
y de tal modo, como cualquiera de ellas, puede reformarse o dejarse sin efectos, siempre
que al Congreso le plazca. Si es cierta la primera alternativa, entonces, una ley contraria
a la Constitución no es ley; si en cambio es verdad la segunda, entonces, las
constituciones escritas son absurdos intentos para limitar un poder ilimitable’”. Por ello,
apunta el autor citado que “la tesis de Marshall determinó que la Corte Suprema se
autoatribuyera el poder de controlar al legislativo y al ejecutivo”.
4.3.1.7. Conclusiones.
• Nada queda excluido del control jurisdiccional.
Por imperio del principio republicano de gobierno, ha quedado
definitivamente consagrado, dentro de nuestro sistema institucional, el recíproco control
entre los distintos departamentos que componen el Estado. Así como distinta es la
naturaleza de los actos que cada uno de los citados poderes realiza, también es diferente
la índole del control que cada uno de ellos ejercita. Mientras los dos departamentos
esencialmente políticos del Estado, a saber, el legislativo y el ejecutivo, se movilizan
con arreglo a razones de orden político y actúan sus mecanismos de control respecto de
los restantes, el judicial hace lo propio aplicándose a su análisis desde una perspectiva
eminentemente jurídica.
49
La enunciación del principio no me permite eludir la posibilidad de la
existencia de excepciones, las que, sin embargo, no pueden ser sino ponderadas con un
criterio estrictísimo. Dos razones me conducen a formular la afirmación de marras: por
un lado, la necesidad de dejar sentada, más allá de toda duda, la regla general que debe
regir en la materia, con lo que excluyo, en principio, que puedan existir áreas de
actuación de los otros poderes, exentas de revisión; por el otro lado, tampoco es posible
determinar categorías estables de actos situados fuera del cono de control, habida cuenta
que la dinámica política obligaría a modificar periódicamente los parámetros para
identificar tal naturaleza de actos.
Lo verdaderamente necesario, en cada caso concreto, es acudir,
primero al principio que zanja la cuestión, esto es, el que consagra la vigencia del
control y, sólo por excepción aplicada con criterio estricto y debidamente fundada,
soslayar su revisión. Por cierto que no se me escapa que, a los fines de justificar tal
conducta excluyente de parte de los órganos jurisdiccionales, deberán invocarse razones
que apunten a señalar en el acto bajo exámen, un contenido identificado con la misma
supervivencia del Estado y dotado de valores tales que pueda predicarse de ellos su
equiparación, en el supuesto particular, con la justicia.
• Es requisito previo que los actores políticos agoten los
medios naturales de debate a su alcance.
Hago especial referencia a los actores políticos como los sujetos que
tienen a su cargo el deber de extremar los recaudos para agotar la discusión en una
ámbito previo al judicial pues son los principales responsables en este sentido.
Ciertamente que esta exigencia no se puede imponer al resto de los ciudadanos, quienes
no están obligados a transitar por todo el intrincado camino administrativo para, recién
entonces, acceder a una respuesta a sus reclamos. Si el ciudadano –individual o
colectivamente considerado- no dio motivo al acto o decisorio político que lo involucra
no se advierte la razón por la que deba subordinarse, con carácter previo a interponer el
reclamo judicial pertinente, a agotar vías que, por su complejidad o demora pueden
poner en riesgo efectivo algún bien jurídico de su pertenencia.
Los protagonistas políticos de la vida institucional del país tienen para
sí la titularidad y el ejercicio de la representación popular de la que están investidos a
los fines de participar activamente de la dinámica republicana. La leal práctica de ese
cometido debe conducirlos a promover las iniciativas propias o a oponerse a las ajenas
con estricta observancia de los requisitos legales y reglamentarios impuestos según sea
50
el foro de debate en el que deban intervenir, sin menoscabo del mismo derecho de los
demás. Ello exige también extremar los recaudos para asegurar la eficacia de su
participación dentro de los ámbitos naturales para ello, abdicando de cualquier
pretensión de extraer el debate de tal contexto con el embozado fin de superar los
obstáculos que normalmente se le oponen, llevando la discusión a terrenos que le son
absolutamente extraños para tal fin como lo es el debate judicial y sobre lo que –gracias
al aporte de Jeremy Waldron- profundizaré más adelante.
4.3.2. Un caso extremo: el control de constitucionalidad de oficio.
Sobre la difícil tarea que representa la declaración judicial de la
inconstitucionalidad de oficio, la Dra. Kemelmajer de Carlucci83 sistematizó los
argumentos esgrimidos en contra de esta posibilidad, a saber, la necesidad de preservar
el equilibrio de los poderes del Estado, la presunción de legitimidad de los actos del
Estado y el derecho de defensa en juicio.
Empero, la cuestión, luego de reconocerse que la declaración de
inconstitucionalidad ex officio es un acto de suma gravedad institucional84, puede ser
resuelta limitándosela a aquellos especiales supuestos en los que la disposición en crisis
no admita una interpretación que la adecue al ordenamiento constitucional y, además,
que esa confrontación emerja manifiesta. La mentada gravedad que reviste un
pronunciamiento judicial de inconstitucionalidad de un dispositivo legal ha conducido
tradicionalmente a formular el cuestionamiento acerca de su justificación pues “… los
jueces, que son una minoría, sustituyen a la mayoría y afectan la base de la
democracia”85. Sin embargo, como lo afirma Lorenzetti, “la justificación está sustentada
en la noción de democracia constitucional, puesto que interesa no sólo la regla de la
mayoría, sino la tutela de las minorías. En tal sentido, los jueces son custodios de la
Constitución, y por lo tanto de las instituciones y de los derechos individuales…”86.
La cuestión aparece definitivamente dilucidada por la Corte Suprema
de Justicia de la Nación en el precedente “Rodríguez Pereyra”87, en el que Tribunal
recordó que “la doctrina atinente al deber de los jueces de efectuar el examen
comparativo de las leyes con la Constitución Nacional fue aplicada por esta Corte desde
83 Kemelmajer de Carlucci, Aída, Reflexiones en torno de la declaración de inconstitucionalidad de oficio, publicado en El Poder Judicial, p. 235 y siguientes, AAVV, ed. Depalma, Buenos Aires, 1989. 84 CSJN, Fallos, 155:248; 311:2580. 85 Lorenzetti, Ricardo Luis, Teoría de la decisión judicial, p. 420, ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2006. 86 Lorenzetti, Ricardo Luis, op. cit., p. 420. 87 CSJN, 27/11/2012, LL, 30/11/2012, 5.
51
sus primeros pronunciamientos cuando -contando entre sus miembros con un
convencional constituyente de 1853, el Doctor José Benjamín Gorostiaga- delineó sus
facultades para ‘aplicar las leyes y reglamentos tales como son, con tal que emanen de
autoridad competente y no sean repugnantes a la Constitución’ (Fallos: 23:37)”.
Siendo ello así, “se expidió el Tribunal en 1888 respecto de la facultad
de los magistrados de examinar la compatibilidad entre las normas inferiores y la
Constitución Nacional con una fórmula que resulta hoy ya clásica en su jurisprudencia:
‘es elemental en nuestra organización constitucional, la atribución que tienen y el deber
en que se hallan los tribunales de justicia, de examinar las leyes en los casos concretos
que se traen a su decisión, comparándolas con el texto de la Constitución para averiguar
si guardan o no conformidad con ésta, y abstenerse de aplicarlas, si las encuentran en
oposición con ella, constituyendo esta atribución moderadora uno de los fines supremos
y fundamentales del Poder Judicial nacional y una de las mayores garantías con que se
ha entendido asegurar los derechos consignados en la Constitución, contra los abusos
posibles e involuntarios de los poderes públicos’”. Tal atribución "es un derivado
forzoso de la separación de los poderes constituyente y legislativo ordinario" (Fallos:
33:162).
Por otro lado anotó que “un año antes, en el caso ‘Sojo’, esta Corte ya
había citado la autoridad del célebre precedente ‘Marbury vs. Madison’ para establecer
que ‘una ley del congreso repugnante a la Constitución no es ley’ y para afirmar que
‘cuando la Constitución y una ley del Congreso están en conflicto, la Constitución debe
regir el caso a que ambas se refieren’ (Fallos: 32:120). Tal atribución encontró
fundamento en un principio fundacional del orden constitucional argentino que consiste
en reconocer la supremacía de la Constitución Nacional (art. 31), pues como expresaba
Sánchez Viamonte ‘no existe ningún argumento válido para que un juez deje de aplicar
en primer término la Constitución Nacional’ (Juicio de amparo, en Enciclopedia
Jurídica Omeba, t. XVII, pág. 197, citado en Fallos: 321:3620)”.
Asimismo, se tuvo en consideración que “el requisito de que ese
control fuera efectuado a petición de parte resulta un aditamento pretoriano que
estableció formalmente este Tribunal en 1941 en el caso ‘Ganadera Los Lagos’ (Fallos:
190:142). Tal requerimiento se fundó en la advertencia de que el control de
constitucionalidad sin pedido de parte implicarla que los jueces pueden fiscalizar por
propia iniciativa los actos legislativos o los decretos de la administración, y que tal
actividad afectarla el equilibrio de poderes. Sin embargo, frente a este argumento, se
52
afirmó posteriormente que si se acepta la atribución judicial de control constitucional,
carece de consistencia sostener que el avance sobre los dos poderes democráticos de la
Constitución no se produce cuando media petición de parte y sí cuando no la hay
(Fallos: 306:303, voto de los jueces Fayt y Belluscio; y 327:3117, considerando 4°)”.
Agregó el Tribunal que la declaración de inconstitucionalidad de
oficio tampoco "se opone a la presunción de validez de los actos administrativos o de
los actos estatales en general, ya que dicha presunción cede cuando se contraria una
norma de jerarquía superior, lo que ocurre cuando las leyes se oponen a la Constitución.
Ni (...) puede verse en ella menoscabo del derecho de defensa de las partes, pues si así
fuese, debería también descalificarse toda aplicación de oficio de cualquier norma legal
no invocada por ellas so pretexto de no haber podido los interesados expedirse sobre su
aplicación al caso" (Fallos: 327:3117, considerando 4° citado).
Ahora bien, expresó el Más Alto Tribunal del país en su
pronunciamiento en la referida causa “Rodríguez Pereyra” que, “sin perjuicio de estos
argumentos, cabe agregar que tras la reforma constitucional de 1994 deben tenerse en
cuenta las directivas que surgen del derecho internacional de los derechos humanos. En
el precedente ‘Mazzeo’ (Fallos: 330:3248), esta Corte enfatizó que ‘la interpretación de
la Convención Americana sobre Derechos Humanos debe guiarse por la jurisprudencia
de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH)’ que importa ‘una
insoslayable pauta de interpretación para los poderes constituidos argentinos en el
ámbito de su competencia y, en consecuencia, también para la Corte Suprema de
Justicia de la Nación, a los efectos de resguardar las obligaciones asumidas por el
Estado argentino en el sistema interamericano de protección de los derechos humanos’
(considerando 20)”.
De igual manera, “[s]e advirtió también en ‘Mazzeo’ que la CIDH ‘ha
señalado que es consciente de que los jueces y tribunales internos están sujetos al
imperio de la ley y, por ello, están obligados a aplicar las disposiciones vigentes en el
ordenamiento jurídico. Pero cuando un Estado ha ratificado un tratado internacional
como la Convención Americana, sus jueces, como parte del aparato del Estado, también
están sometidos a ella, lo que les obliga a velar porque los efectos de las disposiciones
de la Convención no se vean mermados por la aplicación de leyes contrarias a su objeto
y fin, y que desde un inicio carecen de efectos jurídicos’. Concluyó que ‘[e]n otras
palabras, el Poder Judicial debe ejercer una especie de 'control de convencionalidad'
entre las normas jurídicas internas que aplican en los casos concretos y la Convención
53
Americana sobre Derechos Humanos’ (caso ‘Almonacid’, del 26 de septiembre de
2006, parágrafo 124, considerando 21)”.
Por lo demás, “en diversas ocasiones posteriores la CIDH ha
profundizado el concepto fijado en el citado precedente ‘Almonacid’. En efecto, en el
caso ‘Trabajadores Cesados del Congreso’ precisó que los órganos del Poder Judicial
deben ejercer no sólo un control de constitucionalidad, sino también ‘de
convencionalidad’ ex officio entre las normas internas y la Convención Americana
[‘Caso Trabajadores Cesados del Congreso (Aguado Alfaro y otros) vs. Perú’, del 24 de
noviembre de 2006, parágrafo 128]. Tal criterio fue reiterado algunos años más tarde,
expresado en similares términos, en los casos ‘Ibsen Cárdenas e Ibsen Peña vs. Bolivia’
(del Io de septiembre de 2010, parágrafo 202); ‘Gomes Lund y otros ('Guerrilha do
Raguaia') vs. Brasil’ (del 24 de noviembre de 2010, parágrafo 176) y ‘Cabrera García y
Montiel Flores vs. México’ (del 26 de noviembre de 2010, parágrafo 225)”.
Destacó la Corte Suprema de Justicia de la Nación que
“[r]ecientemente, el citado Tribunal ha insistido respecto del control de
convencionalidad ex officio, añadiendo que en dicha tarea los jueces y órganos
vinculados con la administración de justicia deben tener en cuenta no solamente el
tratado, sino también la interpretación que del mismo ha hecho la Corte Interamericana
(conf. caso ‘Fontevecchia y D'Amico vs. Argentina’ del 29 de noviembre de 2011)”.
De este modo concluyó el Tribunal Cimero que “[l]a jurisprudencia
reseñada no deja lugar a dudas de que los órganos judiciales de los países que han
ratificado la Convención Americana sobre Derechos Humanos están obligados a ejercer,
de oficio, el control de convencionalidad, descalificando las normas internas que se
opongan a dicho tratado. Resultaría, pues, un contrasentido aceptar que la Constitución
Nacional que, por un lado, confiere rango constitucional a la mencionada Convención
(art. 75, inc. 22) , incorpora sus disposiciones al derecho interno y, por consiguiente,
habilita la aplicación de la regla interpretativa -formulada por su intérprete auténtico, es
decir, la Corte Interamericana de Derechos Humanos- que obliga a los tribunales
nacionales a ejercer de oficio el control de convencionalidad, impida, por otro lado, que
esos mismos tribunales ejerzan similar examen con el fin de salvaguardar su supremacía
frente a normas locales de menor rango”.
Por otra parte, y tal como lo remarca Ferrajoli, “la sujeción del juez a
la ley ya no es, como en el viejo paradigma positivista, sujeción a la letra de la ley,
cualquiera que fuere su significado, sino sujeción a la ley en cuanto válida, es decir,
54
coherente con la Constitución. Y en el modelo constitucional garantista la validez ya no
es un dogma asociado a la mera existencia formal de la ley, sino una cualidad
contingente de la misma ligada a la coherencia de sus significados con la Constitución,
coherencia más o menos opinable y siempre remitida a la valoración del juez”88. En
rigor, éste aspecto ya había sido agudamente advertido por Alexis de Tocqueville al
puntualizar que el motivo por el cual los jueces (norteamericanos) contaban con la
facultad de dictar la inconstitucionalidad de una ley emitida por la mayoría legislativa
“reside en este solo hecho: los americanos han reconocido a los jueces el derecho de
basar sus sentencias en la constitución más que en las leyes. En otros términos, les han
permitido no aplicar leyes que les parezcan inconstitucionales”89.
A mérito, entonces, de estas consideraciones, a las que adhiero y hago
propias, juzgo que si ya era considerado un deber ineludible de la Magistratura inspirar
sus decisiones, primordialmente, en la Constitución, hoy ello se ve también reforzado en
el deber no sólo de efectuar el control de constitucionalidad, sino también de
convencionalidad. Sólo si la norma legal supera dicho test es posible decir que la
disposición cuya aplicación al caso se predica debe gobernar el conflicto a dirimir, aun
cuando la cuestión no hubiera sido planteada por las partes de autos.
5. LA PREGUNTA DE FONDO: ¿EL PODER JUDICIAL
PUEDE CONTROLAR LA CONSTITUCIONALIDAD DE LAS LEYES
APROBADAS POR LAS MAYORIAS PARLAMENTARIAS?
En rigor, el punto central de la disquisición que se plantea con este
interrogante que, como se ve, es de naturaleza político-institucional y no jurídica, radica
en la necesidad de desentrañar la razón por la cual, dentro del contexto de un sistema
democrático de gobierno, un juez o Tribunal se encuentra habilitado para declarar la
invalidez constitucional de una norma dictada por los departamentos políticos del
Estado, que concentran en sí mismos las mayorías necesarias para adoptar las decisiones
que, a la larga, resultan reprochadas.
Desde luego que ya algo se ha dicho al respecto pero no es menos
cierto que ha llegado la hora de profundizar el estudio en orden a establecer si este
mecanismo de control, consagrado por la Carta Magna es, sin embargo, compatible con
88 Ferrajoli, Luigi, Derechos y garantías. La ley del más débil, p. 26, ed. Trotta, Madrid, 2010. 89 De Tocqueville, Alexis, La democracia en América, p. 68, ed. Folio, Barcelona, 2001.
55
el régimen democrático, en el que imperan, en principio, las orientaciones que imponen
las mayorías electorales, reflejadas en las mayorías parlamentarias correspondientes.
5.1. EL PODER JUDICIAL ES UN PODER
CONTRAMAYORITARIO.
El valor de un Poder contramayoritario y su compatibilidad con la
democracia: el equilibrio de los poderes
En primer término, es posible señalar la creciente cuota de
protagonismo político que ha ido ganando el Poder Judicial, a través de sus
pronunciamientos. Para definir este fenómeno, afirma Alejandro Nieto que “la enorme
importancia que tiene hoy el Derecho Judicial se debe en buena parte a la notoria y
creciente judicialización de la vida moderna”, provocada por las siguientes
circunstancias: a) la judicialización es consecuencia necesaria del imparable aumento de
la juridificación de las relaciones sociales y políticas, b) en cuanto a las relaciones
políticas, su inesperada y sospechosa judicialización es consecuencia de la lucha de
partidos y c) los jueces son, en fin, quienes dicen la última palabra, los que ofrecen
seguridad y certidumbre90. Como resulta fácil advertir, estas apreciaciones no dejan de
guardar congruencia con lo que se viene diciendo hasta esta parte y surgen de modo
patente de la confrontación del par Constitución/Ley.
Desde el punto de vista de la teoría del Estado, ha quedado
sobradamente demostrado que el Poder Judicial es el departamento contramayoritario
del Estado. Esto, a su vez, en asociación con el deber de fundamentar las decisiones que
emita, ha resultado ser tanto el factor de relevancia en el que reside la fuerza de sus
decisiones como el motivo de reproche más frecuente a la hora de poner en tela de
juicio su legitimidad dentro de un sistema democrático de gobierno, tal como lo
demostraron las críticas y elogios levantados respecto de los fallos emitidos por la Corte
Suprema de Justicia de la Nación en los casos reseñados en el apartado 2 de este
estudio.
Es decir que lo que constituye su fuente de independencia es, a la vez,
el origen de las críticas que se le endilgan.
La cuestión conduce inexorablemente a preguntar acerca de la razón
por la que en un Estado democrático, en el que la regla que gobierna es la que, en
principio, impone la mayoría, sea tolerada la presencia, en calidad de cabeza de uno de
90 Nieto, Alejandro, Crítica de la razón jurídica, p. 154, ed. Trotta, Madrid, 2007.
56
los Poderes del Estado y que cuenta entre sus funciones con la de controlar la actividad
de los otros dos, de un Tribunal que no se compone de miembros elegidos por el voto
popular directo y que, para colmo de males, heredó una denominación más propia de un
régimen monárquico que republicano. O, dicho en palabras de Linares, “¿qué es lo que
justifica que unas personas que no son elegidas por el pueblo –y, por lo tanto, no
responden ante él- puedan declarar la invalidez de una ley, que es expresión de la
voluntad popular?”91.
5.2. ARGUMENTOS EN CONTRA.
Existen consideraciones decididamente relevantes que se muestran
opuestas a autorizar la revisión judicial de normas aprobadas por las mayorías
parlamentarias, ni siquiera a título de control de constitucionalidad. Linares recuerda,
entre estas posiciones críticas, la asumida por Waldron, quien arranca de la base de
admitir cuatro premisas, a saber, que existe una legislatura representativa que funciona
razonablemente bien, cuyos miembros son elegidos por el pueblo; que existe un
conjunto de instituciones judiciales razonablemente bien organizadas, cuyos miembros
no son elegidos por el pueblo; que existe un compromiso de la mayor parte de la
sociedad y de los funcionarios públicos con la idea de los derechos individuales y, por
último, que existe un desacuerdo persistente, sustancial y de buena fe entre los
miembros de la sociedad sobre el contenido, los límites y el alcance de los derechos.
Más todavía, la posición adoptada por Jeremy Waldron, crítica
respecto de la expresada por Dworkin, parte de la base de que “la tesis sobre la justicia
puede ser en definitiva imposible de verificar. E incluso si fuera cierta, aún conllevaría
un problemático trade-off entre la justicia y los ideales democráticos, a menos que la
tesis más ambiciosa de Freedom’s Law pudiera sostenerse. Puesto que Dworkin acepta
que la democracia sería erosionada si otorgáramos a un puñado de reyes-filósofos no
electos el poder de invalidar la legislación sólo sobre la base de que la consideran
injusta”92.
91 Linares, Sebastián, op. cit., p. 27. Vale aclarar en este punto que no es cierto que los jueces no respondan por sus faltas. Si bien no lo hacen ante el pueblo, en la latitud total del concepto, sí lo hacen ante sus representantes y de los más diversos modos, pues las responsabilidades que pesan sobre los magistrados son, simultáneamente, de naturaleza política, penal, civil y administrativa. Para abundar sobre la materia recomiendo la enjundiosa obra dirigida por Alfonso Santiago (h), La responsabilidad judicial y sus dimensiones, AAVV, dos tomos, ed. Abaco, Buenos Aires, 2006; íd., Hernández Marín, Rafael, Las obligaciones básicas de los jueces, ed. Marcial Pons, Madrid, 2005; íd., Malem Seña, Jorge F., El error judicial y la formación de los jueces, ed. Gedisa, Barcelona, 2008. Es decir que no es posible predicar que los jueces sean irresponsables ante la sociedad. 92 Waldron, Jeremy, Derecho y desacuerdos, p. 393, ed. Marcial Pons, Madrid, 2005.
57
Es por ello que este autor centraliza la cuestión del argumento de
Dworkin que pretende contestar en la necesidad de distinguir entre tomar una decisión
acerca de la democracia y tomar una decisión por medios democráticos93. En
consecuencia, concluye, “dentro de esta tradición de pensamiento político no llegaremos
muy lejos con ningún argumento que limite la capacidad del autogobierno popular sobre
cuestiones sustantivas y las detenga cerca del umbral del procedimiento político,
atribuyendo las cuestiones sobre las formas de gobierno a un órgano de otro tipo. La
democracia versa en parte sobre la democracia; uno de los primeros ámbitos sobre los
que la gente reclama tener voz y respecto de los que reivindica su competencia, es el
carácter procedimental de sus propios arreglos políticos”94.
La cuestión, para Waldron, parece resolverse mediante la enunciación
de distintos postulados que admiten ser resumidos en lo siguiente: cabe aceptar, en
coincidencia con Dworkin, que “existe una conexión importante entre los derechos y la
democracia”; que “algunos derechos individuales deben ser considerados condiciones
de la legitimidad de la decisión mayoritaria” y que “si la gente discrepa sobre las
condiciones de la democracia, apelando a la legitimidad de la decisión mayoritaria para
zanjar el desacuerdo puede incurrirse en petición de principio”.
Ahora bien, a lo expresado, añade –ahora en discrepancia con
Dworkin- que “si una apelación a la legitimidad de la decisión mayoritaria para zanjar
un desacuerdo sobre las condiciones de la democracia incurre en una petición de
principio, entonces una apelación a la legitimidad del control judicial de
constitucionalidad (o de cualquier otro procedimiento político) para zanjar dicho
desacuerdo incurre probablemente en petición de principio”; que “el hecho de que una
apelación a la legitimidad de la decisión mayoritaria para zanjar un desacuerdo acerca
de las condiciones de la democracia incurra en petición de principio no significa que
debamos usar, sin posibilidad de elección, un procedimiento de decisión seleccionado
según un test que atiende a los resultados” y, por último, que “en los casos en los que
una apelación a la legitimidad de la decisión mayoritaria para zanjar un desacuerdo
acerca de las condiciones de la democracia no incurre en petición de principio, no hay
ninguna razón para menospreciar la decisión mayoritaria sobre la base del nemo iudex
93 Waldron, Jeremy, op. ci., p. 397. Puntualiza a este respecto que “Dworkin parece sugerir que si una decisión política versa sobre la democracia, o sobre los derechos asociados a la democracia, entonces no hay ninguna cuestión relevante, o suficientemente distintiva, que plantear sobre el modo en que (…) se toma la decisión. Lo único que importa es que la decisión sea correcta, desde el punto de vista democrático”. 94 Waldron, Jeremy, op. cit., p. 402.
58
in sua causa”95. Finalmente, y ya decididamente en contra de la posición esbozada por
Dworkin, sostiene Waldron que “siempre se produce un menoscabo para la democracia
cuando una concepción sobre las condiciones de la democracia se impone mediante una
institución no democrática, incluso cuando la concepción es correcta y su imposición
mejora la democracia”; que “no hay ninguna razón para pensar que el control judicial de
constitucionalidad mejora la calidad del debate político participativo en una sociedad”
y que “sigue estando abierta la cuestión de si el control judicial de constitucionalidad ha
hecho más justos a los Estados Unidos (o haría más justa a cualquier sociedad) de lo
que serían sin esta práctica”96.
A mi modo de ver, el fundamento sustancial de la tesis esgrimida por
Waldron es susceptible de ser resumida –con las limitaciones inherentes a mi propio
pensamiento, para nada achacables a Waldron, por cierto- en que debe mantenerse una
estricta confianza en el funcionamiento de los dispositivos, órganos y procedimientos
democráticos, en orden a tornar innecesaria la intervención judicial para resolver
conflictos que reconocen su génesis en las deficiencias de los resultados obtenidos. Por
otro lado, estos mismos elementos -orgánicos y procedimentales- deben extremar los
recaudos para que su funcionamiento pleno, en ejercicio de las responsabilidades
políticas que le son connaturales, garanticen la adopción de decisiones
democráticamente correctas y jurídicamente válidas.
En efecto, señala el autor seguido en este punto que “no hay nada
inapropiado lógicamente en invocar el derecho de participación para determinar
cuestiones sobre los derechos, incluyendo cuestiones sobre la participación misma”, en
cuyo mérito “la lógica no nos obliga a atribuir la decisión última sobre los arreglos
políticos y constitucionales a una institución no participativa”, en clara referencia al
Poder Judicial. Con mayor contundencia aun, indica que “nos puede parecer no
suficientemente democrática –e incluso desagradablemente condescendiente- una
constitución que transfiera a un pequeño grupo de jueces u otros funcionarios el poder
de vetar lo que el pueblo o sus representantes ha acordado en respuesta a las cuestiones
95 Aclara Waldron, op. cit., p. 402, esta objeción diciendo que “los que invocan el principio de nemo iudex in sua causa en este contexto afirman que éste requiere que la decisión última sobre los derechos no sea dejada en manos del pueblo, y que deba trasladarse en cambio a una institución independiente e imparcial como la Corte Suprema de los Estados Unidos”. Ello se tornaría explicable en razón de que si una ley es aprobada por una mayoría parlamentaria, representativa, a su vez, de una mayoría de ciudadanos, sería sumamente difícil que éstos advirtieran los defectos de constitucionalidad que la norma pudiera contener, por lo que resulta recomendable que la revisión sea confiada a un tercero, independiente e imparcial, como lo es el Poder Judicial, a través de los jueces que lo integran. Desde luego que Waldron no comparte esta idea. 96 Waldron, Jeremy, op. cit., p. 408/409, bajo el sugestivo título “Summa contra Dworkin”.
59
controvertidas acerca de lo que conlleva la democracia”97. Por ende si, como afirma
Waldron, todo está al alcance de nuestra mano en una democracia, “todo lo que es
objeto de desacuerdo de buena fe está al alcance de nuestra mano. Ésta es la clave del
asunto, puesto que afirmar lo contrario sería imaginarnos a nosotros mismos, como una
comunidad, en posición de tomar parte en tal desacuerdo pero sin que lo parezca en
ningún momento”98.
Desde luego que, lejos de ser ingenuo, Waldron puntualiza los
problemas centrales que afronta su postulación: “tal vez la política es sólo un conflicto
de intereses (…) Pero si esto es así, deberíamos reconocer que no es sólo la reputación
del mayoritarismo popular lo que está en peligro. Si la política democrática es sólo una
lucha constante con los demás buscando sacar partido personal, entonces los hombres y
las mujeres no son las criaturas que los teóricos del derecho creían. Si pensamos en todo
caso que algunos de sus intereses requieren de una protección especial (contra las
mayorías y otros tipos de tiranías), tendremos que desarrollar una teoría de la justicia y
una teoría de la política que no asocie la petición de esta protección con el respeto
activo por la capacidad moral que la idea de los derechos ha implicado
tradicionalmente”99.
A su vez, expresa que “sabemos que si confiamos la protección de los
derechos al pueblo, se les confiará a hombres y mujeres que discrepan acerca de qué es
lo que implican tales derechos. Es tentador inferir del hecho de dicho desacuerdo y de
los procesos (como el voto) que serán necesarios para resolverlo que este tipo de
protección en política equivale a dejarlos desprotegidos. Es tentador pensar que la gente
que está preparada para conceder su voto en materias de derechos fundamentales y para
aceptar el punto de vista de la mayoría simplemente no se toma los derechos en serio”.
Pero, “seguramente, los magistrados de la Corte Suprema se toman en serio los
derechos si nadie más lo hace, pero dichos magistrados discrepan acerca de tales
derechos tanto como los demás, y también resuelven sus desacuerdos por un voto de
mayoría simple (…) Contamos manos alzadas en el tribunal, pedimos el nombramiento
de un magistrado conservador o uno liberal, hablamos de un magistrado concreto por el
ser el ‘voto oscilante’ en la Corte, y nada de esto nos parece zarandear nuestra confianza
de que los derechos están siendo protegidos de la única manera posible por individuos
97 Waldron, Jeremy, op. cit., p. 409. 98 Waldron, Jeremy, op. cit., p. 410. 99 Waldron, Jeremy, op. cit., p. 411.
60
de pensamiento articulado y con opiniones fundadas. No podemos, por lo tanto, sostener
que los derechos no están siendo tomados en serio en un sistema político simplemente
por el hecho de que el sistema permite el voto mayoritario para zanjar los desacuerdos
sobre los derechos que debemos tener”100.
En virtud de tales razones, concluye Waldron reconociendo que
“discrepamos acerca de los derechos, y es comprensible que lo hagamos. No
deberíamos temer ni estar avergonzados de dichos desacuerdos, ni atenuarlos ni
llevarlos más allá de los foros en los que se toman importantes decisiones de principios
en nuestra sociedad”. De allí que juzga que “tomarse los derechos en serio tiene que ver
también con la forma en que respondemos cuando los demás nos contradicen, incluso
en una cuestión de derechos. Aunque todos consideramos razonablemente importantes
nuestros propios puntos de vista, debemos también (todos nosotros) respetar la
condición elemental de estar con otros, que es a la vez la esencia de la política y el
principio de reconocimiento que reside en el corazón de la idea de los derechos. Cuando
estamos ante un portador de derechos (rights-bearer), no estamos tratando sólo con una
persona a la que se la reconocido la libertad, el sustento o la protección. Sobre todo,
estamos ante una inteligencia particular –una mente y una conciencia distinta a la
nuestra, que no está bajo nuestro control intelectual, que tiene su propia visión del
mundo y su propia concepción de las bases adecuadas de las relaciones con los demás, a
quienes él también ve como otros-. Tomar los derechos en serio, entonces, es responder
respetuosamente a este aspecto de la otredad, y estar deseoso entonces de participar
dinámicamente, pero como un igual, en la determinación de cómo debemos vivir
conjuntamente en las circunstancias y en la sociedad que compartimos”101.
La lúcida descripción proporcionada por el autor seguido me permite
sostener que, sin perjuicio de la importancia del planteo desarrollado, su punto de vista
remite a un estadio jurídico-político anterior al del control judicial de
constitucionalidad, cual es el de formación de las decisiones que luego habrán de ser
revisadas. Ello permite entender contextualmente la crítica emprendida. En el fondo, la
cuestión de la asignación del deber de control constitucional a los jueces surge debatible
en el marco de una discusión incluso pre-constitucional. Ciertamente que esto no
invalida en nada la opinión de Waldron sino que, en todo caso, estimo necesario
100 Waldron, Jeremy, op. cit., p. 413 y siguientes. 101 Waldron, Jeremy, op. cit., p. 419.
61
remarcar este aspecto –atinente al eje hacia el cual se dirige- para permitirme examinar
las posturas que se inclinan a justificar el control judicial.
Otro argumento que me conduce a concluir como lo hago, consiste en
la valoración que me merece la recomendación formulada por el autor a los estamentos
políticos para emplear exhaustivamente todos los resortes de discusión a su alcance,
pero que, en la práctica, y contradiciendo abiertamente su perspectiva de confianza en
las instituciones democráticas, se manifiesta en el apresurado y, muchas veces,
injustificado llamado a intervenir al Poder Judicial por parte de quienes no sólo están
obligados a debatir sobre los derechos en crisis, sino también a acatar lealmente los
resultados parlamentarios obtenidos y no forzar una mudanza del ámbito de discusión.
No se trata de oponer al enjundioso análisis de Waldron la realidad de una práctica en
cuyos defectos coincido plenamente con el autor sino que, antes bien, considero
apropiado, para no perder el centro de este examen, ubicar adecuadamente su crítica en
el punto en el que verdaderamente pienso que debe ser situado, esto es, en la etapa de
formación y toma de las decisiones parlamentarias.
5.3. ARGUMENTOS A FAVOR.
La aparente contradicción que media entre afirmar, por un lado, la
vigencia del control de constitucionalidad en manos de los jueces y, por el otro, el
sistema democrático de formación de las leyes, encuentra su razón de ser en el sistema
de frenos y contrapesos que rige a la República, en el que ninguno de los Poderes del
Estado ostenta el dominio absoluto y en el que debe someterse al control de los restantes
departamentos que conforman el Estado. Se trata, a no dudarlo, de una derivación del
pensamiento liberal que, desde la Revolución Francesa impuso los límites que creyó
convenientes al poder absoluto, hasta entonces titularizado exclusivamente por el
monarca. Desde luego que influyó notoriamente en ello el cambio filosófico-teórico en
la concepción de la fuente del Poder Soberano, desde la Divinidad al Pueblo.
Dice Posner al respecto que “el hecho de que los jueces elegidos
mediante votación popular sean menos independientes desde el punto de vista político
que aquellos que han sido nombrados, especialmente los nombrados de forma vitalicia,
no es necesariamente algo negativo. Esto no se debe sólo al acicate que para el esfuerzo
supone que se niegue la seguridad del puesto de trabajo, sino también porque las
decisiones de los jueces que han sido elegidos por votación popular suelen ser más
predecibles que las de quienes han sido nombrados. Estas conclusiones concuerdan con
–incluso quizás derivan de- el hecho de que los jueces elegidos por votación popular
62
son menos independientes. Es más probable que el juez independiente tenga una forma
de cálculo más compleja para tomar decisiones porque no quiere dejarse guiar
simplemente por el rumbo marcado por la política. Y en la medida en que el elemento
populista presente en la resolución judicial de conflictos no llega hasta el punto de
condenar a personas que son inocentes por crímenes que nunca cometieron, o no tiene
lugar ningún otro tipo de distanciamiento enorme de la legalidad, conformar las
políticas judiciales a las preferencias democráticas puede verse como algo bueno en una
sociedad que se enorgullece de ser la democracia líder en el mundo”.
Concluye Posner, en referencia al sistema judicial norteamericano,
que “la independencia judicial es inversa a la responsabilidad judicial. Si (quizá un gran
sí) se considera que la existencia de una judicatura elegida por votación popular
significa una preferencia democrática legítima por acercar las actitudes judiciales y las
populares más de lo que es posible en un sistema en el que judicatura no resulta de una
elección por votación popular, entonces un juez que desafía a la opinión pública no sólo
es muy poco probable que sea reelegido, además, paradójicamente, podría afirmarse que
es un mal juez, incluso un usurpador. La otra cara de esta moneda, sin embargo, es que
cuanto más uniforme sea la opinión pública, más importante es la independencia
judicial para salvaguardar los derechos de las minorías”102.
El significado de lo contramayoritario implica la posibilidad de
resolver aun en contra de la voluntad de las mayorías legitimadas por el voto popular, lo
que conlleva poner en crisis el sistema democrático, tal como lo denuncia Waldron.
Pero también es cierto que en algún punto debe establecerse el control final acerca de la
constitucionalidad –pues a eso se circunscribe- de las decisiones adoptadas por las
mayorías y que éste poder de control debe ser ejercido por una agencia que no haya
estado involucrada en la generación de la decisión y que, por su naturaleza, tienda a
perdurar por encima de las coyunturas políticas que la favorecieron o, en su caso, se
opusieron a ella.
Otro elemento diferenciador se suma a lo ya señalado, en relación a la
índole del debate merced al cual alumbran las decisiones políticas, traducidas en leyes,
y las jurídicas, representadas en su valor político: “mientras que en las legislaturas
predomina el razonamiento basado en objetivos colectivos, la negociación de intereses y
102 Posner, Richard A., op. cit., p. 156.
63
la cruda votación, dice Dworkin, en la judicatura predomina el razonamiento basado en
principios”103.
Ello no es más que la consecuencia de las condiciones estructurales
que rodean e informan a la Justicia en tanto Poder del Estado, a saber, “a) los jueces
están obligados a confrontar todos los reclamos que se les plantean, b) los jueces tienen
la obligación de justificar sus decisiones tomando como base el texto constitucional, un
texto que, vale la pena destacar, incluye principios; y c) el cargo de juez goza de
numerosas garantías institucionales (mandato vitalicio, remoción por juicio político,
intangibilidad de los salarios, entre otros) que les vuelven menos vulnerables a múltiples
presiones o coacciones”104.
Quizás convenga, en aras de encontrar la razón nodal por la cual el
control judicial de constitucionalidad resulta tan cuestionado, recordar que dicha
supervisión no deja de tener un fuerte componente político –e ideológico- sin importar
la carga de juridicidad que se le pretenda inyectar a fin de mantener una aspiración de
asepsia en el análisis efectuado. En efecto, tal como apuntan Mendonca y Guibourg,
“sucede que el control de constitucionalidad es, sin lugar a dudas, un control político y,
cuando se impone frente a otros órganos del poder, contiene, en toda su plenitud, una
decisión política. Cuando los tribunales proclaman y ejercen semejante derecho de
control, dejan de ser meros órganos de ejecución de decisiones políticas y se convierten,
por derecho propio, en órganos de poder. Cuando el control judicial se aplica a
decisiones políticas (legislativas o ejecutivas), los tribunales adquieren la función de
órganos de control con poder político”105. Este fenómeno produce lo que se conoce,
según los mismos autores, como una anomalía democrática y que pone en evidencia la
crisis de legitimidad a la que es sometida la Judicatura cada vez que este poder de
control es ejercido.
Mirado desde otro punto de vista, no menos relevante, por cierto, y
dirigido a examinar el rol que tienen las Cortes y Superiores Tribunales en su doble
carácter de órganos judiciales y de cabezas de poder, “cuando se habla de función
política de los tribunales superiores nos tenemos que referir a aquellos tribunales que
forman en su conjunto un Poder del Estado al mismo nivel que el poder administrador o
103 Linares, Sebastián, op. cit., p. 65. 104 Linares, Sebastián, op. cit., p. 65. 105 Mendonca, Daniel y Guibourg, Ricardo A., La odisea constitucional, p. 149, ed. Marcial Pons, colección Filosofía y Derecho, Madrid, 2004.
64
el Poder Legislativo”106. Ello conduce a la necesidad de recordar permanentemente que
“las Cortes como la argentina constituyen un poder del Estado y que la política es
inevitable para la dirección de la sociedad”, pero “la independencia, prudencia y
efectivo ejercicio de los poderes tienen demasiados vaivenes, a la vez que el poder
administrador, especialmente, presenta una tendencia casi constante a controlar el Poder
Judicial”107.
De otro lado, los Tribunales Supremos también se pronuncian
políticamente cuando resuelven los casos sometidos a su conocimiento y decisión y
éstos están dotados de fuertes contenidos constitucionales. Ilustra al respecto Posner
diciendo que “cuanto más preocupado se ve al Supremo con los casos constitucionales
polémicos, más parece un órgano político con una discrecionalidad de amplitud
comparable a la del legislativo. Como la Constitución federal es difícil de enmendar, el
Supremo ejerce, por lo general, más poder cuando se ocupa de resolver casos
constitucionales que cuando resuelve casos legislativos”108.
En este contexto, sostiene Posner que un Tribunal Supremo integrado
por jueces que no fueron elegidos merced a la participación popular directa, investidos
de cargos vitalicios y a quienes, además, se les confía la decisión sobre casos con alto
contenido emocional y político, orientados por una Constitución histórica, con
directivas vagas y de relativamente difícil modificación, “está destinado a ser un
poderoso órgano político, a menos que, a pesar de las oportunidades que se les
presentan a los magistrados, se las compongan para comportarse como lo hacen otros
jueces”. Afirma el autor seguido que “los asuntos políticos pueden ser resueltos sólo
mediante la fuerza o por medio de uno de sus sustitutos civilizados, el voto: aquí se
incluye también la votación por los jueces en aquellos casos en los que, muy
probablemente y dado que el texto de la Constitución no ofrece guía alguna en relación
con esa cuestión, sus preferencias políticas determinen el sentido de su voto”109.
106 Falcón, Enrique M., La función política y los tribunales superiores, publicado en El papel de los Tribunales Superiores, vol. 1, p. 23, Roberto Omar Berizonce, Juan Carlos Hitters y Eduardo David Oteiza (coords.), ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2006. 107 Falcón, Enrique M., op. cit., p. 72. 108 Posner, Richard, A., Cómo deciden los jueces, p. 300, ed. Marcial Pons, Madrid, 2008. Agrega este autor que “una Constitución suele ocuparse de los asuntos fundamentales, asuntos que suscitan mayores pasiones que los asuntos legislativos, y la emoción puede llevar a los jueces a desviarse de un análisis técnico desapasionado. Y es que se trata de asuntos políticos: asuntos acerca del gobierno de la nación, de los valores políticos, de los derechos políticos y del poder político. Los artículos constitucionales tienden también a ser a un tiempo viejos y vagos: viejos porque no es frecuente que se introduzcan enmiendas (en parte porque introducirlas es algo difícil) y vagos porque, cuando la introducción de enmiendas es algo difícil, un artículo constitucional formulado en un lenguaje preciso suele convertirse en una fuente de problemas ya que no podría amoldarse con facilidad para ser ajustado a las circunstancias cambiantes, y las circunstancias claramente cambian más durante un intervalo largo de tiempo que durante uno corto”. 109 Posner, Richard, A., op. cit., p. 301.
65
No menos claro es Aguiló Regla cuando recuerda que “las normas
constitucionales son el producto de una decisión” que se traduce en reglas que, a su vez,
definen lo que este autor llama “un cierto momento 0”, al que se suma una vocación de
permanencia por “lo que se agudiza en el interior del constitucionalismo la tensión entre
el pasado y el futuro”. Ello “explica que siempre que hay una constitución formal pueda
plantearse un conflicto de poder entre constituyente (llamado a extinguirse) y soberano
(permanente)”110.
Desde otra perspectiva, ni siquiera la confirmación o desestimación
constitucional de una norma legal, mayoritariamente consagrada como tal, por parte de
un Tribunal Supremo tiene garantizada, por ese mismo hecho, la aquiescencia de la
ciudadanía, no obstante la idea reinante sobre la supremacía judicial. A partir del
reconocimiento de que, en definitiva, la integración del Poder Judicial sigue estando en
manos del control político, titularizado por los otros dos poderes del Estado, “ninguna
interpretación judicial de la Constitución puede soportar o resistir la oposición
movilizada, persistente y determinada del pueblo. Incluso el magistrado Antonin Scalia
admite que ‘el proceso de designación y confirmación’ asegurará la influencia última de
la opinión pública”111.
Con igual orientación aunque, evidentemente desde un punto de vista
sustancialmente distinto desde lo ideológico al de Posner, Taruffo recuerda la
afirmación de Ferrajoli al señalar la inconsistencia de la crítica sustentada en la ausencia
de legitimación de los jueces a través de su elección por el voto popular porque “la
elección directa de los jueces no puede llevarse a cabo (…) pues trae como resultado
desastres, corrupciones, condicionamientos políticos, publicidad, financiamiento de
elecciones, es decir, muchos elementos que operan en contra de la independencia y de la
imparcialidad del juez”. Agrega aquél autor que “el juez tiene una legitimación que
podría ser considerada diferente, que no le viene conferida por el hecho de haber sido
elegido por el pueblo, y en todo caso le deriva por el hecho de desempeñar
correctamente sus funciones. Para verlo de manera sencilla, se autolegitima día con día,
es decir, no viene legitimado desde el origen”112. Puntualiza, además, que en los
sistemas verdaderamente democráticos “el juez se autolegitima todos los días
110 Aguiló Regla, Josep, Sobre el constitucionalismo y la resistencia constitucional, publicado en Interpretación y argumentación jurídica, AAVV, coordinado por Carlos Alarcón Cabrera y Rodolfo Luis Vigo, p. 18, ed. Marcial Pons, Sociedad Española de Filosofía Jurídica y Política y Asociación Argentina de Filosofía del Derecho, Buenos Aires, 2011. 111 Post, Robert y Siegel, Reva, op. cit., 123. 112 Taruffo, Michele, Proceso y decisión, p. 34, ed. Marcial Pons, Madrid, 2012.
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haciéndose creíble con autoridad ante los ojos de un contexto social determinado, en la
medida que ejercita correctamente sus propias funciones, por lo que aquel juez que
realmente protege los derechos fundamentales de los ciudadanos se autolegitima en
cuanto defensor de los derechos de los ciudadanos. Estamos, pues, ante una
legitimación política esencial y no formal, que se adquiere no antes del nombramiento,
sino a través de su actividad”113.
Conviene, empero, acudir a las apreciaciones de Carlos Santiago
Nino, adecuadamente recogidas por Gosa114, en orden a encontrar argumentos que
abonan la tesis favorable al control judicial de constitucionalidad en un marco de plena
compatibilidad con el sistema democrático de formación de las leyes.
Señala Gosa que, para Nino, existen tres motivos esenciales para
justificar la reseñada posición, permisiva del contralor judicial, a saber, que los jueces se
presentan como controladores del proceso democrático; que los jueces no son los
custodios de los derechos individuales, sino que es el propio proceso democrático el que
debe ofrecer la protección final de estos derechos y, finalmente, que este control
representa la continuidad de la práctica constitucional.
La primera de las razones reseñadas indica “que los jueces están
obligados a determinar en cada caso las condiciones que fundamentan el valor
epistémico del proceso democrático, los jueces necesariamente deben ejercer un control
del procedimiento democrático. La revisión que los jueces hacen del procedimiento
democrático también tiene un sentido correctivo hacia el futuro, cuando los jueces
prescriben modificaciones en tal o cual procedimiento a los fines de maximizar su
calidad epistémica, esto tiene un sentido de promover una aproximación de un proceso
democrático concreta al ideal deliberativo que fundamenta su justificación”.
En lo que respecta a la segunda de las motivaciones señaladas, esto es,
la que determina que es el propio proceso democrático el que debe ofrecer la protección
final de los derechos individuales, se explica porque “[S]i se analiza cómo se constituye
el valor epistémico de la democracia, vemos que su valor está dado por su tendencia a la
imparcialidad, porque tiene un procedimiento de discusión amplio, con posibilidades de
participación igual sobre la justificación de los intereses en juego por diferentes
principios, y de decisión mayoritaria con injerencia igualitaria por todos los
113 Taruffo, Michele, op. cit., p. 35. 114 Gosa, Santiago M., Control judicial de constitucionalidad. Objeción contramayoritaria, LL, 11/3/2014, p. 1, AR/DOC/493/2014.
67
involucrados. En definitiva la imparcialidad es el criterio de validez de los principios”.
No obstante ello, cabe apuntar que “el criterio de que la imparcialidad es el parámetro
de corrección de principios morales, no se aplica respecto de los principios morales
autorreferentes. La validez de un ideal de excelencia humana no depende de que sea
aceptable para todos en condiciones de imparcialidad, ya que estos principios no hacen
un balance entre los intereses de distintas personas, a diferencia de lo que ocurre con los
principios intersubjetivos. De esta consideración surge la conclusión, que el valor
epistémico del proceso democrático no se aplica a las decisiones sobre ideales de
excelencia o virtud personal”. De allí, entonces, cabe inferir que “el juez no tiene
motivo para dejar de lado su juicio y el de los ciudadanos involucrados, para atenerse a
los resultados del proceso democrático, cuando ese proceso se ha inmiscuido en ideales
de excelencia humana, que afectan la autonomía de las personas”. He allí un límite claro
y justificado al principio de autorrestricción judicial en materia de control de
constitucionalidad de las leyes.
Por último, en lo atinente al significado de continuidad de la práctica
constitucional que reviste el control, se afirma que “[L]a concepción de la Constitución
como una práctica social implica considerarla como una regularidad de conductas y
actitudes, la conducta de los funcionarios, los jueces y de los ciudadanos, de identificar
a las normas que cumplen con ciertas condiciones positivas y negativas, procesales y
sustantivas como normas legítimas, las actitudes de criticar a quienes no observan o
aplican las normas y de avalar a quienes lo hacen”. Para cumplir este cometido “[E]l
juez no puede ignorar que si bien las decisiones democráticas, son un criterio válido
para determinar los principios valorativos que debe aplicar a la práctica, la continuidad
de esa práctica es condición para la operatividad del proceso democrático Por eso el
juez debe custodiar esa continuidad y puede llegar a considerarse obligado a invalidar
decisiones democráticas si considera que ponen en riesgo tal continuidad”.
Por tal motivo el juzgador debe valorar distintos elementos, como lo
son que el peligro de debilitamiento de la continuidad sea muy serio; que se trate de una
desviación de esta continuidad, tomando en cuenta los márgenes muy amplios que dejan
las convenciones interpretativas y que la necesidad de continuidad debe ponerse en
balance con la necesidad de su perfeccionamiento, según principios de moralidad social,
respecto de los cuales el proceso democrático tiene prioridad epistémica.
En su mérito, entonces, concluyo en la procedencia del control judicial
de constitucionalidad, no sólo por razones puramente formales como lo es la derivación
68
interpretativa que surge de la propia Carta Magna sino, antes bien, porque no existe otro
modo –institucionalmente considerado, desde luego- de resolver entuertos de esta
naturaleza. Alguien debe tener la última palabra en materia de controversias
constitucionales y ese alguien es el Poder Judicial. Como bien ilustra Hart, aunque
desde una perspectiva crítica en cuanto a la atribuciones de los jueces, “un tribunal
supremo tiene la última palabra al establecer qué es el derecho y, después que lo ha
establecido, la afirmación de que el tribunal se ‘equivocó’ carece de consecuencias
dentro del sistema; nadie ve modificados sus derechos o deberes. La decisión, claro está,
puede ser privada de efectos jurídicos por una ley, pero el hecho mismo de que sea
menester recurrir a ello demuestra que, en lo que al derecho atañe, el enunciado de que
el tribunal se equivocó era un enunciado vacío. La consideración de estos hechos hace
que parezca pedante distinguir, en el caso de decisiones de un tribunal supremo, entre su
definitividad y su infalibilidad. Esto conduce a otra forma de negar que los tribunales, al
decidir, están sometidos de algún modo a reglas: ‘El derecho (la constitución) es lo que
los tribunales dicen que es’”115.
Sé que no es una respuesta exclusivamente jurídica pues, al inicio de
este apartado (ver 5) ya advertí que no es eso lo que se pretendía desentrañar, sino que
la clave de la cuestión debe ser, necesariamente, a tenor de la índole del dilema,
político-institucional. Y es esto lo que hemos encontrado.
6. LA CUESTION IDEOLOGICA.
Con toda razón afirma el Ministro Zaffaroni en el voto que emitiera al
resolver el precedente “Rizzo”, que “no es posible obviar que es inevitable que cada
persona tenga una cosmovisión que la acerque o la aleje de una u otra de las corrientes
de pensamiento que en cada coyuntura disputan poder. No se concibe una persona sin
ideología, sin una visión del mundo”116. Sobre este particular punto, Bunge
conceptualiza a la ideología diciendo que es “un sistema de creencias compuesto por (a)
enunciados muy generales –verdaderos o falsos- (…); (b) juicios de valor bien fundados
115 Hart, H.L.A., El concepto de derecho, p. 176, ed. Abeledp-Perrot, Buenos Aires, 1998. Sólo me permito discrepar respecto de lo afirmado al final de esta cita pues no resulta totalmente ajustado a la realidad sostener que los magistrados no se hallen sujetos a reglas. Reconocer una facultad tal implicaría tanto como predicar la más absoluta discrecionalidad que, en los hechos, se reflejaría en una peligrosa posibilidad de arbitrariedad. Por el contrario, los jueces, más que ningún otro funcionario estatal, están subordinados a directivas inquebrantables so riesgo de tener que afrontar las críticas constitucionales –no mediáticas, lo aclaro- pertinentes. Entre éstas se cuentan, el deber de fundamentar las sentencias; de que sus pronunciamientos sean la derivación razonada del derecho vigente con arreglo a las circunstancias comprobadas en la causa; el principio de autoabastecimientos de los fallos judiciales, lo que no significa otra cosa que deben ser completos; que se encuentren conformes con la Constitución y los Tratados Internacionales a ella incorporados; que observen el sentido de los precedentes jurisprudenciales de los Tribunales Superiores, nacionales e internacionales, entre otras muchas exigencias. 116 CSJN, “Rizzo”, voto del Dr. Eugenio Raúl Zaffaroni, considerando 16º.
69
o sin fundamento (…); (c) metas sociales alcanzables o inalcanzables (…) y (d) medios
sociales realistas o no realistas”117. Por su parte, y ya en el ámbito específico –y más
acotado, por cierto- de la filosofía del derecho, anota Atienza que “debe tenerse en
cuenta que la expresión ‘ideología’ es ambigua, se usa al menos con dos significados
diferentes. Por un lado, las ideologías son los sistemas de ideas, las concepciones del
mundo que funcionan como una guía para la acción en el campo de la política, del
Derecho o de la moral, así como la proyección que tales ideas tienen en la conciencia de
los individuos”118. Aduna este autor que en este supuesto estamos ante un uso neutral,
descriptivo de la expresión empleada. Sin embargo, también se habla de ideología para
hacer referencia “al conocimiento deformado de la realidad, a un fenómeno de falsa
conciencia”.
Desde esta última perspectiva, señala Atienza que “el conocimiento
que tenemos sobre las cosas, sobre el mundo, es, en mayor o menor medida, siempre
ideológico: ninguna ciencia puede darnos un conocimiento perfecto y absolutamente
objetivo de la realidad, sin embargo, parece también claro que el riesgo de distorsión es
mucho mayor en el ámbito de las ciencias humanas y sociales que en el de las naturales
y formales”119.
La cuestión ideológica, cuando de jueces se habla, busca entretejer
conceptos que contribuyan a deslegitimar la decisión que en definitiva se adopte y sin
que, en rigor, interese demasiado en qué sentido se expiden. Lo central del caso es
utilizar la calificación que proporciona la ideología, ubicada en cabeza de los
magistrados impregnada de un tinte peyorativo, para restarle objetividad o, más
precisamente, imparcialidad e independencia que son las garantías constitucionales
puestas en juego en cada litigio.
Ciertamente que a partir de su misma raíz etimológica, el vocablo
ideología se presenta íntimamente asociado a las ideas socialmente compartidas. En este
sentido, alerta van Dijk, cuyo trabajo seguiré en este apartado, que las ideologías
“adquirieron una connotación negativa como sistemas de ideas dominantes de la clase
gobernante. O se definieron como las falsas ideas de la clase trabajadora que era
erróneamente aconsejada respecto de las condiciones de su existencia. Como una
versión más sutil de esa ‘falsa conciencia’, las ideologías fueron descriptas
117 Bunge, Mario, Filosofía política, p. 205, ed. GEDISA, colección CLA-DE-MA, Filosofía, Barcelona, 2009. 118 Atienza, Manuel, El sentido del derecho, p. 145, ed. Ariel, Barcelona, 2012. 119 Atienza, Manuel, op. cit., p. 146.
70
posteriormente en términos de las ideas hegemónicas, persuasivas, aceptadas por los
grupos dominados como parte del sentido común sobre la naturaleza de la sociedad y su
lugar en ella. Y finalmente, más allá de las limitaciones de un análisis de la lucha de
clases, se ha considerado a las ideologías de una manera más general como cualquier
sistema de ideas míticas que sirven a sus propios intereses o que son engañosas de
alguna otra manera, definidas en contraste con las ideas verdaderas de ‘nuestra’ ciencia,
historia, cultura, institución o partido”120. Con mayor precisión aún, expresa van Dijk
que “prácticamente ninguna definición breve de la ideología dejará de mencionar que
las ideologías sirven típicamente para legitimar el poder y la desigualdad. Igualmente,
se piensa que las ideologías ocultan o confunden la verdad, la realidad o las
‘condiciones objetivas, materiales, de la existencia’ o los intereses de las formaciones
sociales”121.
Los valores tienen asignado un rol central en la construcción de las
ideologías por lo que, junto con éstas, “son puntos de referencia de la evaluación social
y cultural”122. Su característica –dice el autor seguido- estriba en que gozan de una base
cultural más amplia, a tenor de lo cual, “cualesquiera que sean las diferencias
ideológicas entre grupos, poca gente en la misma cultura tiene sistemas de valores muy
diferentes: la verdad, la igualdad, la felicidad, etc., parecen ser generalmente, si no
universalmente, compartidas como criterios de acción y al menos como objetivos reales
por los que luchar”.
Puntualiza Bunge que “los cínicos tienden a subestimar la ideología
como mero epifenómeno o incluso escaparatismo”, lo que puede llegar a ser cierto en el
caso de los líderes moralistas, pero no en el de sus seguidores. A ello, añade este autor
que “ya sean verdaderas o falsas, políticas o apolíticas, interesadas o desinteresadas, las
creencias no son innatas. Emergen en cerebros, tanto de la experiencia (aprendizaje,
análisis, duda, reformulación) como de la interacción social (persuasión, discusión,
acción). De tal modo, mientras que el creer, el descreer y el dudar son personales, las
creencias se vuelven sociales en la medida en que se difunden”123. Ello conduce a
120 Van Dijk, Teun A., Ideología. Una aproximación multidisciplinaria, p. 31, ed. GEDISA, Serie CLA-DE-MA, Lingüística/Análisis del discurso, Sevilla, 2006. 121 Van Dijk, Teun A., op. cit., p. 178. Más adelante, p. 181, en su mismo trabajo, expone que “cada grupo social o formación que ejerza una forma de poder o dominación sobre otros grupos podría asociarse con una ideología que funcionaría específicamente como un medio para legitimar o disimular tal poder. Antes se enfatizó que también los grupos que resisten tal dominación deberían tener una ideología para organizar sus prácticas sociales”. 122 Van Dijk, Teun A., op. cit., p. 101. 123 Bunge, Mario, op. cit., 201.
71
compartir la afirmación de van Dijk en cuanto sostiene que “todos los enfoques
tradicionales concuerdan en que las ideologías son sociales, aunque sólo sea por sus
múltiples condiciones y funciones sociales”. Ello así incluso desde un punto de vista
cognitivo, pues “se ha enfatizado esta dimensión social: las ideologías no son solamente
conjuntos de creencias, sino creencias socialmente compartidas por grupos”, siendo
empleadas y modificadas en situaciones sociales, y sobre la base de los intereses
sociales de los grupos y las relaciones sociales entre grupos en estructuras sociales
complejas124. Pero también la ideología sirve para tener por constituido al grupo porque
“un conjunto de personas constituye un grupo si y sólo si, como colectividad, comparten
representaciones sociales. Para los miembros individuales del grupo esto significa que
parte de su identidad personal (sí mismo) está ahora asociada con una identidad social, o
sea, la autorrepresentación como miembros de un grupo social”125.
A su vez, la ideología se exterioriza y se reproduce a través de
diversos mecanismos o actos comunicativos, socialmente difundidos, entre los que gana
absoluta relevancia el discurso que, a su vez, se debe amoldar a los variados roles
profesionales que ejercen los participantes en tales eventos comunicativos, los que, por
lo demás, acceden a esos roles bien sea por asignación social o legal, como es el caso de
los legisladores y, desde luego, los jueces126.
Es en este preciso punto en el que se abre al estudioso preocupado por
la cuestión en examen, un panorama más complejo pero no por ello menos significativo,
en cuanto autoriza a visualizar la íntima relación que la ideología tiene con la formación
del Derecho vigente y con sus respectivas interpretaciones.
Se ha dicho, entonces, que la ideología implica un intento por
legitimar el poder y que el derecho es, sin dudas, una emanación del poder, el que, a su
vez, constituye una clara manifestación de la autoridad estatal. Afirma Atienza que “el
funcionamiento del aparato estatal sería incomprensible sin el fenómeno de la autoridad,
esto es, del poder que se tiene no –o no sólo- porque se dispone de la fuerza física, sino
en virtud de ciertas cualidades vinculadas con el saber, con el prestigio, con la posición
social”127. Este producto cultural que es el derecho128 se caracteriza, además, por gozar
124 Van Dijk, Teun A., op. cit., p. 175. 125 Van Dijk, Teun A., op. cit., p. 182. 126 Van Dijk, Teun A., op. cit., p. 279. 127 Atienza, Manuel, El sentido del derecho, p. 142, ed. Ariel, Barcelona, 2012. 128 Acerca de esta calificación del derecho como producto cultural, sostiene Alejandro Nieto en Crítica de la razón jurídica, p. 73, ed. Trotta, Madrid, 2007, que merced al quiebre, a fines del siglo XIX del dogma de la única religión verdadera y de la moral universal “pudo considerarse al Derecho como dato cultural propio de cada pueblo y de cada momento…”, lo que explica que “un
72
de una cierta racionalidad formal, que “deriva fundamentalmente de la previsibildad que
genera al ordenar la conducta mediante normas generales y abstractas, dictadas por
órganos preestablecidos por el propio Derecho…”129.
En relación a ello, y accediendo a la comprensión del asunto en el
contexto de un estado de derecho, “el concepto de ideología permite entender mejor la
relación entre el Derecho y el consenso. Por un lado, el Derecho no necesita imponerse
siempre –ni, quizás, habitualmente- por la fuerza en la medida en que sus normas
reflejan ideologías vigentes socialmente. Por otro lado, el Derecho es también una
instancia segregadora de ideología y de consenso: lo jurídico aparece como algo que
asegura el orden, la paz, la justicia, algo que debe ser obedecido por el simple hecho de
existir”130.
Asimismo, tampoco puede dejarse de lado que el control de
constitucionalidad está vigorosamente inspirado en una selección de valores a partir de
una escala axiológica provista y consagrada en la Carta Magna, en el que la Justicia, a
través de la actuación de los jueces, ocupa un lugar de privilegio. Es por ello que
Atienza afirma que “el poder también se presta para expresar el ideal del Derecho: un
sistema jurídico es tanto más justo cuanto más contribuye a poner límites al poder como
dominación y a aumentar los espacios regidos por el poder del diálogo, de la persuasión
racional”131.
La orientación ideológica de los jueces –es verdad- puede presentarse
como problemática en, al menos, dos momentos distintos, a saber, a la hora de su
selección para ser incorporados a la judicatura y cuando deben resolver los conflictos
sometidos a su conocimiento.
6.1. La ideología a la hora de seleccionar jueces.
Hoy nadie se atrevería seriamente a poner en cuestión que los jueces
tienen ideología y que la expresan a través de la elección de las soluciones que
proporcionan a los casos sometidos a su conocimiento y decisión.
Destaca al respecto Hernández García que “Si partimos, como
difícilmente cabe cuestionar, que los jueces ya no son simples aplicadores de la norma y
que por la constitucionalización del derecho éste se nutre tanto de reglas de textura
Parlamento puede aprobar una ley en una semana; pero si esta ley no concuerda con las normas culturales del pueblo (en la conocida terminología de M.E. Mayer) encontrará una enorme resistencia a la hora de su aplicación práctica”. 129 Atienza, Manuel, op. cit., p. 143, citando a Max Weber. 130 Atienza, Manuel, op. cit., p. 147. 131 Atienza, Manuel, op. cit., p. 155.
73
cerrada como de principios de textura abierta cuya aplicación reclama comprometidas
operaciones de tipo ponderativo, utilizando escalas axiológicas móviles, resulta evidente
que tanto la ideología judicial como la forma en que ésta se proyecta en los procesos de
toma de decisión deben convertirse en un objetivo de análisis constitucional del primer
orden”132.
No es posible olvidar, a la hora de examinar este asunto, en
oportunidad de seleccionar a los aspirantes a llenar los cargos de la judicatura, que la
ideología es una cuestión privada, encerrada en la protección que le proporciona el
principio de reserva y, por ende, excluida del control del Estado. Ello conduce a que
nadie pueda ser discriminado en razón de su ideología ni excluido por esa misma razón
del proceso de designación de jueces.
Pero ello no empece a advertir que en función de la exigencia de
protección del derecho a un proceso justo y equitativo, la ideología que titularizan los
magistrados puede volverse un factor de exclusión del proceso por vía de recusación.
Una de las razones que justifica esta opción estriba en reconocer que “si bien la
dimensión interna de la libertad ideológica no puede ser objeto de control estatal, resulta
muy difícil identificar un supuesto, sobre todo cuando el titular del derecho es un agente
público, en el que la ideología hiberne en condiciones que la hagan invisible o
desapercibida en la esfera pública”133.
La otra razón consiste en valorar que, en el caso de los jueces, el
estándar de exclusión de funciones públicas por motivos ideológicos, debe también
nutrirse de los demás valores e intereses en conflicto que por su naturaleza social
exceden al derecho individual del magistrado, dando pábulo, de tal suerte, a soluciones
diferentes que autorizan la exclusión temprana del postulante.
6.2. La ideología dentro del proceso.
Por otra parte, todo lo atinente a la incidencia de la ideología del
proveyente en el proceso, “viene obligando al juez a reflexionar sobre el papel que
ocupa su ideología en la toma de decisiones y en la argumentación de las mismas”,
haciendo que la ideología judicial actúe como una suerte de precondición metodológica
en los procesos decisionales. Esta exigencia deviene de reconocer que “la fijación
132 Hernández García, Javier, “El derecho a la libertad ideológica de los jueces”, publicado en Los derechos fundamentales de los jueces, AAVV, Saiz Arnaiz, Alejandro (dir.), p. 68, ed. Marcial Pons, Centre d’Estudis Juridics i Formació Especialitzada, Generalitat de Catalunya, Barcelona, 2012. 133 Hernández García, Javier, op. cit., p. 77.
74
judicial de los hechos tiene que perseguir su objetivo –la formulación de aserciones
verdaderas- teniendo en cuenta, al mismo tiempo, la necesidad de preservar otros
valores. Estos valores son fundamentalmente de dos tipos. De un lado, un valor que
podríamos llamar práctico, por cuanto expresa una característica básica del proceso
judicial: la finalidad práctica, y no teorética, que lo anima. De otro lado, una serie de
valores que podríamos llamar, en sentido amplio, ideológicos”134.
Conforme lo refiere Piero Calamandrei135, “juzgar ha sido siempre la
función más ardua a que los hombres puedan ser llamados, quizá una función
demasiado onerosa para la fragilidad humana. Pero hoy a esta inevitable intromisión en
todo juicio de inconscientes elementos sentimentales de orden individual, se agregan (y
en esto sobre todo consiste la crisis actual) factores sentimentales de inspiración
colectiva y social, que tratan de conciliar las leyes de la lógica con las exigencias
irracionales de la política. El juez, como hombre que es, se encuentra inevitablemente
implicado en ciertos movimientos de carácter moral o religioso, en aspiraciones
colectivas hacia ciertas reformas políticas: y ni siquiera el juez puede sustraerse a lo que
los marxistas denominarían su ‘conciencia de clase’, que le deriva de sentirse partícipe
de una cierta categoría social, de un cierto círculo económico. El juez no sólo es juez; es
un ciudadano, es decir, un hombre asociado, que posee determinadas opiniones e
intereses comunes con otros hombres. No se halla solo, sino ligado por inconscientes
solidaridades y connivencias: es inquilino o dueño de casa; casado o célibe; hijo de
comerciantes o de agricultores; pertenece a una iglesia y quizá, aunque no lo diga, a un
partido. ¿Es posible que todas estas condiciones personales no repercutan de algún
modo sobre su justicia? ¿Es posible que en su razonamiento justicia y política jamás
entren en contacto? Cuando predicamos (y es una santa aspiración) que la justicia debe
ser independiente de la política, ¿decimos algo que sea prácticamente realizable, o
tratamos simplemente de ilusionarnos a fin de no perder la fe en la legalidad?”. A su
turno, y ya desde una mirada sociológica del mismo problema, tengo dicho en otro
lado136 que los pronunciamientos judiciales, como modo de expresión de la voluntad
134 Gascón Abellán, Marina, Los hechos en el derecho, p. 119, ed. Marcial Pons, colección Filosofía y Derecho, Madrid, 2004. Precisa esta autora que en la persecución de la verdad los ordenamientos jurídicos tienen que preservar valores ideológicos que “no son consustanciales a la idea de acción judicial como actividad encaminada a poner fin a un conflicto, sino que forman más bien parte de una cierta ideología jurídica”. 135 “La crisis de la Justicia”, en “Crisis del Derecho”, AAVV, ed. E.J.E.A., Buenos Aires, 1961, p. 313. 136 Kamada, Luis Ernesto, Elogio de la independencia (la metagarantía de la justicia del siglo XXI), publicado en Proyectando la Justicia del Siglo XXI en el bicentenario de la Revolución de Mayo, p. 74, editado por el Poder Judicial de la Provincia de Córdoba, Centro de Perfeccionamiento Ricardo C. Núñez, Colección Premios y Homenajes, Córdoba, 2010.
75
estatal traslucen siempre la personalidad de su emisor, por lo que existirán perfiles y
rasgos que quedan como impronta en cada decisión que se dicte, elementos que, en
palabras de Bourdieu, constituyen su “habitus”137. Estas características son
consecuencia de construcciones subyacentes que se nutren en lo nuclear de la
personalidad del magistrado, con lo que resulta evidente que cada juez compromete su
integridad cuando resuelve un conflicto dado.
Se ha sostenido que los jueces no deben dejar trascender en sus
pronunciamientos una determinada orientación ideológica. Pero también es sabido que
el principal objetivo de la magistratura es administrar justicia, con su implicancia de
conocimientos técnicos, inspirados por contenidos ideológicos de los que el juez no
puede desligarse138. Desde lo simbólico, el juez es el garante de la aplicación del
derecho que hace a la convivencia en paz, bajo las premisas de legalidad y legitimidad.
El rol y la función de los magistrados se traducen como de participación dependiente, se
manifiesta por sus sentencias, como partes del sistema, e intenta realizar la justicia en el
caso concreto preservando los valores sociales y haciéndolos conjugar con sus valores
individuales139.
Señala Andruet (h) el rechazo que generan, “por ser una contradictio
in adjectus, los ensayos que afirman la existencia de una sentencia químicamente pura,
sin dichas penetraciones ideológicas”140. Más todavía, los aspectos ideológicos integran
la propia personalidad de los magistrados como los de cualquier persona, no obstante la
imposibilidad de señalar con precisión cuándo y cómo se han constituido, es posible
indicar con certeza que existen y que aparecerán en toda actividad humana, mostrándose
con mayor facilidad según la temática que le toque decidir al juez. En efecto, cuanto
mayor sea la complejidad o la gravedad del conflicto a dirimir, mayores serán las
posibilidades para que se exteriorice la impronta ideológica, en razón de que el sistema
normativo se hace menos constringente para el juzgador y, al hallar éste mayor libertad,
137 Pierre Bordieu, en El sentido social del gusto, p. 39, ed. Siglo XXI, Buenos Aires, 2010, señala que debe reconocerse que los individuos son también el producto de condiciones sociales, históricas, etc., “y que tienen disposiciones (maneras de ser permanentes, la mirada, categorías de percepción) y esquemas (estructuras de invención, modos de pensamiento, etc.) que están ligados a sus trayectorias (a su origen social, a sus trayectorias escolares, a los tipos de escuelas por los cuales han pasado)”. 138 Niño, Luis Fernando, Juez, institución e ideología, en La administración de justicia en los albores del tercer milenio , compilada por Messuti y Sampedro Arrubla, Ed. Universidad, p. 219, dice: “si una ideología es un conjunto de ideas fundamentales que caracterizan el pensamiento de una persona, colectividad, época, movimiento cultural, religioso o político, no sólo reconozco que tengo una ideología, sino que desconfío de quien argumente carecer de ella, porque ha de ser un impostor o un mentecato”. 139 Ghersi, Carlos Alberto, “El rol y la funciones del Poder Judicial, publicada en “Revista de contratos y obligaciones”, Ed. Abeledo-Perrot, p. 798/799. 140 Andruet (h), Armando S., La sentencia judicial. Diversas conceptualizaciones de ella, discurso de incorporación como Miembro de Número de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba.
76
se siente menos condicionado para consagrar su propia orientación. Este proceso se
torna todavía más evidente en la medida en que se produzca una mayor juridización de
ámbitos otrora no comprendidos en la actividad jurisdiccional.
Este sentido revelador se encuentra en los llamados “casos difíciles”,
en los que no existe un criterio precedente que sirva de referencia para la decisión del
magistrado, a tenor de lo cual la respuesta jurisdiccional puede originarse a partir de una
ausencia jurídica que demanda una construcción definitoria por parte de aquel141.
Concluye Andruet (h) que no hay procedimiento alguno, conviniendo en una militancia
judicial coherente, que pueda erradicar las influencias ideológicas provenientes de las
cosmovisiones adquiridas por la propia especulación teórica, pues “constituyen la
misma naturaleza del magistrado”.
De igual manera, Perfecto Andrés Ibáñez dice que “la legitimación del
juez es legal, pero la forma necesariamente imperfecta en que se produce su sujeción a
la ley, tiñe de cierta inevitable ilegitimidad las decisiones judiciales (Ferrajoli), en la
medida en que el emisor pone en ellas siempre algo que excede del marco normativo y
que es de su propio bagaje. Y, por ello, muy directamente, de su exclusiva
responsabilidad”. En consecuencia, no es exagerado decir “que en el ejercicio de la
jurisdicción –como en el de otras funciones estatales sujetas a la ley- hay siempre un
componente fisiológico (en la medida que pertenece a la naturaleza de las cosas) de
poder personal”, por lo que “una última exigencia ética dirigida al juez de este modelo
constitucional es que debe ser muy consciente de ese dato, para ponerse en condiciones
de extremar el (auto)control de ese plus de potestad de decidir”, constituyendo “una
garantía cultural, no reclamada por ninguna ley escrita, pero cuyo fundamento, a tenor
de lo expuesto, está fuera de duda”142.
Por ello, se torna legítimo preguntarnos, junto con Augusto
Morello143, “¿Cómo, entonces, pretender que el Derecho, la Justicia y sus operadores
limiten su menester al de cómodos y distantes espectadores?”
141 Dworkin, Ronald, Los derechos en serio, p. 46, ed. Planeta-Agostini, Barcelona, 1993, caracteriza los casos difíciles, mentados por los positivistas, del siguiente modo: “cuando un determinado litigio no se puede subsumir claramente en una norma jurídica, establecida previamente por alguna institución, el juez –de acuerdo con esa teoría- tiene ‘discreción’ para decidir el caso en uno u otro sentido. Esta opinión supone, aparentemente, que una u otra de las partes tenía un derecho preexistente a ganar el proceso, pero tal idea no es más que una ficción. En realidad, el juez ha introducido nuevos derechos jurídicos que ha aplicado después, retroactivamente, al caso que tenía entre manos”. 142 Andrés Ibáñez, Perfecto, Etica de la función de juzgar, Reelaboración del texto de la ponencia expuesta en el seminario sobre “Ética de las profesiones jurídicas”, organizado por la Universidad de Comillas. Madrid, febrero de 2001, publicado en Jueces para la Democracia. Información y debate nº 40/2001. 143 “El Estado de Justicia”, ed. Librería Editora Platense, Buenos Aires, 2003, p. 178.
77
Por otra parte, el reconocimiento de la presencia insoslayable de
jueces dotados de ideología también debe permitir establecer algunos límites para su
manifestación, tanto dentro del proceso como fuera de él. Hacia adentro del litigio, el
magistrado debe conducirse con la mesura, equidistancia y prudencia adecuadas para
con las partes y para con todos aquellos que intervengan en el proceso bajo cualquier
título que sea. Hacia afuera del proceso, en cambio, su actitud debe ser de corrección y
decoro, incluyendo las posibles manifestaciones de sus naturales preferencias políticas e
ideológicas144.
Estos datos marcan la incidencia relevante que la necesaria ideología
de la que están dotados los juzgadores tiene en la decisión que adoptan a título de
pronunciamiento final que dirime el conflicto sometido a su conocimiento. Ello vuelve a
la ideología en un factor que no puede ser minusvalorado a la hora de explicar las
argumentaciones expuestas por el sentenciante en su fallo y, menos aun cuando la
cuestión ventilada consiste en un reproche constitucional de normas dictadas por las
mayorías parlamentarias.
7. UN PASO PREVIO POCO PONDERADO: ACEPTAR LAS REGLAS DEL
JUEGO IMPLICA ACEPTAR SU RESULTADO.
Es común que las partes, al inicio del conflicto judicial en cuyas
resultas afincan toda su confianza institucional, efectúen repetidas declaraciones de
apego a las normas constitucionales, legales y procesales a las que se subordinan para
dirimir la controversia. Sin embargo, ello es así mientras el pronunciamiento judicial no
es emitido y, además, en tanto éste no les resulte adverso.
Pero la perspectiva de las partes cambia diametralmente cuando sale a
la luz el decisorio tan esperado, resultando ser negativo para sus pretensiones. En tal
caso, la cuestión da pábulo a la crítica dirigida hacia el juzgador.
Deviene por demás ilustrativo sobre este tópico lo rememorado por
Kramer al señalar que “al protestar frente al deseo de algunos miembros de la Cámara
de Representantes de adoptar la petición cuáquera sobre la esclavitud, Abraham
Baldwin, el diputado de Georgia, declaró no temer que la Cámara pudiera interferir con
la peculiar institución del Sur dado que, incluso si dicho proyecto lograra la aprobación
del Senado y el Presidente, todavía necesitaría ‘la aprobación de la Corte Suprema de
144 Malem Seña, Jorge, La función judicial. Ética y democracia, p. 163 y siguientes, AAVV, Jorge Malem, Jesús Orozco y Rodolfo Vázquez, compiladores, ed. GEDISA e ITAM, Barcelona, 2003.
78
los Estados Unidos (…) posiblemente una de las Cortes más respetables sobre la
tierra”145. Es decir que aun ante la espinosa posibilidad de tener que dirimir un aspecto
íntimamente vinculado con la identidad institucional de un pueblo, por chocante que
este resulte a la perspectiva moral actual, siempre queda vigente –y así se expresa- la
confianza que se deposita en el criterio del Tribunal que habrá de resolver el conflicto,
con la expectativa que lo hará conforme los intereses que cada una de las partes
persigue, por lo que, por lo menos hasta allí, permanece también vigente la confianza en
la Justicia de su decisión. Ello se traduce en la aceptación de las reglas del juego
procesal, derivado –entre otras cosas- de los mandatos constitucionales que lo informan,
lo que debería desembocar en la correlativa aceptación de la decisión que, como
consecuencia de ese proceso, se produzca.
Sin embargo, la experiencia indica que ello no siempre ocurre de esa
manera, revelando un límite irracional, por contradecir lo previamente admitido, a la
comprensión del resultado final obtenido cuando lo que se decide por el Tribunal no se
compadece con lo esperado.
8. ¿QUIEN LE TEME AL PODER JUDICIAL?
A su vez, se torna indispensable tener en cuenta que ni siquiera las
decisiones contramayoritarias adoptadas por la Corte, emitidas en defensa de la
superioridad de la Constitución, son susceptibles de generar problemas de
gobernabilidad o de inestabilidad institucional pues “es necesario que las mismas tengan
cierto consenso en la comunidad para tener algún efecto, sea para impedir o al menos
demorar decisiones legislativas o de la administración. En definitiva, las decisiones de
los jueces constituyen un gran aporte a la democracia deliberativa, pero no la
sustituyen”146. En este sentido, Siegel y Post enfatizan que lo que está verdaderamente
en juego en esta discusión es el concepto de supremacía constitucional, del que debe
precisarse que ello “no significa que las cortes estén facultadas para determinar las
creencias de los ciudadanos acerca de la Constitución”147. De esto se deriva que aun los
pronunciamientos de los Tribunales Superiores están subordinados a una cierta cuota de
aquiescencia ciudadana, sin la cual carecen de legitimidad política, sin perjuicio de la
legitimidad jurídica de la que ineludiblemente debe estar dotado.
145 Kramer, Larry D., op. cit., p. 129. 146 Lorenzetti, Ricardo Luis, Teoría de la decisión judicial, p. 419, ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2006. 147 Siegel, Reva y Post, Robert, Constitucionalismo democrático, op. cit., p. 123.
79
Imagina Hart148 un ejemplo que demuestra la importancia de la
función del juez y ahuyenta los temores sobre su tiranía: “es posible, por supuesto, que
escudados en las reglas que dan a las decisiones judiciales autoridad definitiva, los
jueces se pongan de acuerdo para rechazar las reglas existentes, y dejen de considerar
que las leyes del Parlamento, aún las más claras, imponen límite alguno a sus
decisiones”. Aclara que “ninguna regla puede ser garantizada contra las transgresiones o
el repudio, porque nunca es psicológica o físicamente imposible que los seres humanos
las transgredan o repudien, y si un número suficiente de hombres lo hace durante un
tiempo suficientemente prolongado, la regla desaparecerá”. Finaliza admitiendo que “es
lógicamente posible que los seres humanos pudieran violar todas sus promesas,
sintiendo al principio, quizás, que eso es incorrecto, y más tarde sin experimentar tal
sentimiento. La regla que obliga a cumplir las promesas dejaría entonces de existir; pero
esto sería un magro fundamento para sostener que esa regla ya no existe y que las
promesas no son realmente obligatorias. El paralelo argumento referente a los jueces,
basado en la posibilidad de que maquinen la destrucción del sistema en vigor, no tiene
más fuerza”.
La temida tiranía de los jueces o una conspiración de la Magistratura
destinada entorpecer si es que no a colapsar directamente el sistema democrático de
gobierno, deviene de imposible realización. Ello así porque lo que habitualmente se
reprocha al Poder Judicial se vuelve, en este caso, un valor importante, a saber, la
independencia de criterios de los jueces en sus distintos fueros e instancias que, a la
larga, garantizan la ausencia de una pretensión, así llamada “corporativa”, en orden a
desequilibrar a los otros dos poderes del Estado.
Por ende, no existe peligro alguno al respecto.
9. LA GRAVEDAD DE LA CRITICA
INTERINSTITUCIONAL: LA ACUSACION DE SER UN TRIBUNAL
ANTIDEMOCRATICO.
Nadie duda, a esta altura de la vida institucional argentina, que la
crítica que se formula tanto a los funcionarios como a las instituciones resulta un
elemento enriquecedor para el debate público y la construcción de ideas y alternativas
de prácticas de gobierno más beneficiosas para la sociedad. La aceptación de este
mecanismo libre que tienen los ciudadanos para conectarse con la labor pública no está
148 Hart, Herbert L. A., El concepto de Derecho, p. 181 y siguientes, ed. Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1998.
80
exenta de dificultades pues es también cierto que no son pocos los casos de abuso en
estas atribuciones, los que, sin embargo, resultan preferibles a un silencio sumiso de los
gobernados.
El asunto se complica cuando la crítica ya no emana sólo de los
ciudadanos sino que proviene de los titulares o integrantes de los restantes Poderes del
Estado, con lo que el reproche excede el ámbito de la mera disconformidad, natural
entre quienes se sienten defraudados por la solución judicial emitida, para ingresar en el
del cuestionamiento institucional, que es más peligroso por los efectos destituyentes
susceptibles de producir. Con ello no pretendo afirmar que los funcionarios
involucrados no puedan pronunciarse críticamente respecto del decisorio emitido sino
que lo que sostengo es que el reproche que se formule debe ser mesurado, sin perder de
vista la jerarquía constitucional e institucional que tiene el Tribunal Cimero y sin que
pueda escudarse quien lo realice en su calidad de ciudadano que, para el caso, todos
portamos, incluyendo a los jueces, desde luego.
Bien vale proponer que se entienda la idea de lo expresado por medio
de ofrecer el ejemplo opuesto: ¿Cuántas veces la crítica emprendida en contra de los
actos de gobierno propios del Poder Ejecutivo o en contra de la acción –o inacción- del
Congreso fueron traducidos como destituyentes por la gravedad implícita que la
impregna? Lo mismo debe predicarse de los cuestionamientos dirigidos en contra de la
Corte Suprema de Justicia de la Nación que, en tanto cabeza del Poder Judicial
representa uno de los tres poderes del Estado y merece idéntico grado de respeto hacia
sus decisiones que el resto de los departamentos, lo que se justifica aún más cuando se
tiene en cuenta que sus pronunciamientos son definitivos y últimos.
Expresado con otros términos: la crítica no sólo es esperable sino
también necesaria, mas, cuando la llevan a cabo los titulares o integrantes de los otros
Poderes del Estado se torna indispensable que éstos observen las debidas formas,
evitando caer en reproches vacíos de fundamento, debiendo, en todo caso, efectuarlas
acudiendo a las razones que la moderación y el respeto por la investidura de quienes son
criticados merecen. Esta circunstancia deviene todavía más comprensible al valorar que
en todo conflicto judicial, lo que se le concede o reconoce a una de las partes, se le
deniega a la otra, sea esto total o parcialmente, con lo que siempre habrá un vencedor y
un vencido, cuya ponderación acerca de las bondades de la solución consagrada por la
Justicia será también diametralmente distinta. De su lado, Lorenzetti destaca la
importancia de lo que llama "regla de armonización". Reconoce que "es difícil lograr
81
que todos los derechos, reglas institucionales, principios y valores se realicen de ese
modo, ya que no hay posibilidad de atenderlos a todos en la máxima cantidad deseable
por cada individuo, por el carácter relacional de los derechos. Cada derecho concedido a
una parte es una quita al derecho de otro"149.
Esa distinta posición que asumen las partes, según cuál haya sido la
suerte seguida por sus respectivas pretensiones exige comprender, también, que la
cuestión de fondo, sobre todo en materia de control de constitucionalidad de normas
legales, es sumamente opinable, pues suele haber –e invocarse- argumentos para todos
los gustos. Lejos de ser ésta una afirmación cínica, no es más que el resultado mismo de
la práctica judicial, en el que deviene una cuestión común la esgrima argumental a que
están acostumbrados todos los operadores del derecho, a saber, jueces, fiscales,
abogados, etc.. Y, precisamente, en ese complejo ámbito, ocupado por la zona gris de la
discusión, es que los magistrados deben desplegar su sapiencia y su prudencia para
decidir la controversia, sabiendo de antemano que una de las partes quedará conforme y
la otra no pues resulta altamente improbable una solución que satisfaga
simultáneamente ambas pretensiones.
Por ello, si una de las partes es uno de los poderes del Estado que, en
el caso, se ha subordinado previamente a las reglas del juego procesal, admitiendo
también que, llegado el caso, deberá acatar lo que se decida, no puede incurrir luego –
cuando la sentencia le es adversa- en reproches que excedan los límites de la leal
observancia del deber de respeto hacia la investidura de otro poder del Estado y que, en
el caso, además, está obligado por la Constitución y la ley a emitir un fallo al que deberá
someterse. Una solución distinta, cuando la decisión final ya ha sido tomada y
debidamente publicitada, se vuelve, al menos, una sobreactuación innecesaria que
lesiona no ya la clásica “majestad de la Justicia”, sino la estabilidad institucional del
mismo Estado del que Poder Judicial es uno de sus departamentos, al igual que la parte
eventualmente vencida.
Lo digo de una manera definitiva y para que no queden dudas: no sólo
se puede sino que se debe criticar cuando el comportamiento de un Poder del Estado así
lo justifica, pues ello hace a la salud del sistema democrático; pero el reproche debe
guardar ciertos márgenes de decoro que lo tornen aceptable para el marco de
convivencia en el que todos estamos involucrados y en el que, sin dudas, habrá de
149 Lorenzetti, Ricardo Luis, Teoría de la decisión judicial, p. 256, ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2006.
82
seguir desenvolviéndose la relación dialéctica indispensable entre los poderes del
Estado.
10. EL CENTRO DE LA CUESTION: LA
INDEPENDENCIA DEL PODER JUDICIAL.
Va de suyo que para conseguir pronunciamientos jurídicamente
intachables, sin perjuicio de las insoslayables connotaciones políticas e ideológicas que
ya hemos visto que deben tener, se necesita de una garantía esencial. En efecto, ninguna
de las acciones interpretativas confiadas al Poder Judicial, en general, y a la Corte
Suprema de Justicia de la Nación, en particular, pueden ser satisfechas sin la debida e
imprescindible independencia de este departamento del Estado respecto de los otros dos,
de naturaleza eminentemente política y que gobiernan dos elementos esenciales del que
la Justicia carece pero necesita, a saber, la fuerza pública y el tesoro150. De su lado,
sostiene Owen Fiss que lo que denomina “aislamiento político” es esencial para
alcanzar la justicia, la cual “es un ideal objetivo que se diferencia del sentimiento
popular”. Continúa diciendo que “los tribunales deben decidir lo que es correcto y no lo
que es popular. Una definición de objetivos de esta clase (…) origina la doctrina de la
separación de poderes y permite que la judicatura actúe como contrapeso en el sistema
político y controle los abusos de poder en que incurran el legislativo y el ejecutivo”151.
Esta característica, que alcanza la jerarquía de una verdadera garantía
para los ciudadanos sometidos a su potestad, identificada específicamente como
jurisdicción, posibilita que los criterios constitucionales, comprensivos de los valores,
principios, ideología, directivas y preferencias contenidos en la Carta Magna
prevalezcan a lo largo del tiempo frente a los vaivenes de las coyunturas políticas,
determinando de tal suerte una continuidad jurídica que le da identidad al Estado y a la
sociedad.
150 No es posible iniciar un balance adecuado del problema de la independencia judicial si no se parte de la realidad que contienen las críticas dirigidas hacia el Poder Judicial. A su vez, cabe tener en consideración que esa ineficacia, como lo advierte Alejandro Nieto en El desgobierno judicial, p. 37 y siguientes, ed. Trotta, Madrid, 2005, no es más que el resultado de la confluencia de otras características que parecen informar, según la unánime coincidencia social, el accionar de este Poder del Estado, que se muestra como tardío, atascado, que resulta ser un servicio relativamente caro, proporciona soluciones desiguales y que es imprevisible. Entre nosotros, Néstor Pedro Sagüés, en El tercer poder. Notas sobre el perfil político del poder judicial, p. 3 y siguientes, ed. LexisNexis, Buenos Aires, 2005, ha expuesto la situación de la Justicia describiéndola como huérfana, confundida, débil, domesticada, acosada y dividida. De su lado, Owen Fiss en El derecho como razón pública, p. 99 y siguientes, ed. Marcial Pons, Madrid, 2007, no deja pasar la circunstancia de que reina, en materia de organización del poder judicial, una deficiencia a la que llama “burocracia judicial”, fenómeno que no deja de exhibir una serie de patologías que menoscaban la eficacia en el funcionamiento de este poder del Estado (op. cit., p. 105). 151 Fiss, Owen, op. cit., p. 91.
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La identidad de una sociedad constituye un tema inescindiblemente
unido a la persistencia de determinadas características que le proporcionan continuidad
a lo largo del tiempo, permitiéndole, simultáneamente, seguir siendo lo que es,
diferenciándola del resto de las sociedades nacionales contemporáneas, y mantener su
cohesión interna, con el suficiente grado de flexibilidad que le permita adaptarse a las
modificaciones que la vida le requiere. Es decir que, a la vez que no experimenta
cambios apresurados, que le restarían su identificación con determinados factores como
valores y principios admitidos como imprescindibles para su existencia, autoriza una
dinámica que le permita absorber las modernas necesidades de sus integrantes,
asimilarlas y proveer a su satisfacción sin renegar de aquéllos elementos que la
informan ab initio.
Pero para ello, el Poder Judicial, en su rol de garante de la
supervivencia de tales valores y principios, debe poder conciliarlos razonablemente con
los nuevos requerimientos que se le presenten a la sociedad, sin debilitar la identidad
social que los cobija. A esos fines este departamento del Estado debe gozar de
independencia.
La independencia judicial se ejerce también aun en contra de las
mayorías, en cuyo mérito se ha dicho –conforme se viera más arriba- que la Justicia es
un poder contramayoritario. Ello es así pues el juez no sólo es custodio de la ley, en
cuanto expresión mayoritaria, sino que cuida los valores constitucionales, habida cuenta
que existe la necesidad de poner límites a cualquier poder, incluyendo el que se funda
en la soberanía popular152. De esta forma, el magistrado se vuelve guardián del pacto
social, y en una democracia constitucional su rol consiste en defender los derechos de la
persona, por encima de la voluntad de la mayoría, cuando ésta contraviene el programa
contenido en la Carta Magna153. Sobre este punto en particular, deviene menester
recordar que, como lo asevera Dworkin, “podríamos pensar que el gobierno por mayoría
152 Kemelmajer de Carlucci, Aída, El poder judicial hacia el siglo XXI, publicado en Derechos y garantías en el siglo XXI, AAVV, Aída Kemelmajer de Carlucci y Roberto López Cabana (Directores), ed. Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 1999, p. 19 y siguientes. 153 Vanossi (1996:122) recuerda que Bartolomé Mitre, en oportunidad de su mensaje legislativo del 1º de mayo de 1863, “pudo declarar enfáticamente que el gobierno ‘se había penetrado de la necesidad de completar nuestro sistema político e instaló la Corte Suprema de Justicia Federal, que tan grande y benéfica influencia está destinada a ejecutar en el desenvolvimiento de las instituciones, como un poder moderador’”. Por su parte, del análisis que del concepto de soberanía hace Giorgio Agamben en Estado de excepción, p. 24 y siguientes, ed. Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2007, se desprende la tangible posibilidad de que las mayorías adopten decisiones lesivas a los derechos de las minorías. El ejemplo proporcionado por este autor, relativo al ascenso constitucionalmente legitimado de Hitler al poder en Alemania para, luego, incurrir en la distorsión ostensible de sus objetivos, resulta históricamente contundente a la hora de probar la necesidad de la existencia de un Poder independiente que, aún en contra de los designios mayoritarios, provea a la protección de los derechos de las minorías.
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es la decisión más justa en política, pero sabemos que a veces la mayoría tomará
decisiones injustas acerca de los derechos de los individuos”154.
En orden a comprender esta dinámica, conviene tener presente que los
jueces se vinculan con la ciudadanía en una relación dialéctica distinta a la que
mantienen el legislador y el gobernante, pues no poseen otro medio de imposición que
el derivado del reconocimiento de la autoridad argumentativa y ética de sus decisiones y
el decoro de su actuación155. Conforme lo sostiene Martín Laclau, “se puede adjudicar
la expresión ‘Estado de derecho’ a aquella organización jurídica en la cual los poderes
públicos deben actuar dentro del ámbito fijado por las normas generales que regulan su
comportamiento. El poder legítimo sólo será aquel que actúe conforme a pautas
legales”156. En este punto es que se cumple con el ideal clásico de la preeminencia del
gobierno de las leyes sobre el gobierno de los hombres, quedando descartado el
ejercicio arbitrario del poder157. Por otra parte, su invocación también importa el
reconocimiento de la existencia de derechos propios de los individuos contra los cuales
los órganos del gobierno no pueden avanzar.
El Estado de Derecho actúa como límite y como garantía. Lo primero,
en cuanto fija una frontera mínima que no se puede rebasar sin asumir los riesgos
154 Dworkin, Ronald, El imperio de la justicia, ed. GEDISA, Barcelona, 2005, p. 133. Sobre este mismo punto, expresa Tom Campbell en La justicia. Los principales debates contemporáneos, p. 92, ed. GEDISA, Barcelona, 2002, que “la protección de las minorías contra las pretensiones morales de las mayorías ha sido considerada durante mucho tiempo como una prueba fundamental de toda teoría de la justicia, ya que es debido a consideraciones de justicia que buscamos razones sobre las cuales limitar los derechos políticos de las mayorías”, señalando que “la cuestión que surge es si este principio mayoritario implica que no hay límites a lo que una mayoría de personas en una comunidad política pueda decidir imponer a minorías disidentes”. 155 Recuerda Kemelmajer de Carlucci, op. cit., p. 21, que “en este sentido, explica Dworkin que mientras los organismos políticos deben ocuparse de lidiar con los objetivos colectivos (esto es, los objetivos orientados a satisfacer las necesidades generales de la sociedad), los jueces tienen que custodiar los derechos individuales para impedir que se lleven a cabo políticas públicas que no respeten la autonomía de cada individuo en particular”. Por otra parte, el decoro en la actuación de los jueces, en mayor grado aún que al resto de los funcionarios del Estado, les resulta plenamente exigible incluso en su vida privada. Véanse al respecto las apreciaciones vertidas por Jorge Malem Seña en “La vida privada de los jueces”, publicado en La función judicial. Ética y democracia, p. 163 y siguientes, AAVV, Jorge Malem, Jesús Orozco y Rodolfo Vázquez (comp.), ed. Gedisa, Barcelona, 2003. 156 Laclau, Martín, Reflexiones sobre la noción de Estado de derecho: su origen y su papel en la actual problemática jurídica, publicado en Anuario de Filosofía Jurídica y Social de la Asociación Argentina de Derecho Comparado, Sección Teoría General, nº 24, ed. LexisNexis Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2004, p. 34. 157 La admisión de la posibilidad de que el poder mayoritario incurra en violaciones a los derechos de las minorías, exigiendo la intervención moderadora de los jueces, no implica –en modo alguno- desconocer la importancia primordial que, por principio, tiene el sistema democrático de toma de decisiones, aún cuando éste deba someterse al control constitucional. Sobre ello, Nino señala en Democracia y verdad moral, publicado en Los escritos de Carlos Santiago Nino. Derecho, moral y política II, p. 191, ed. GEDISA, Buenos Aires, 2007, que “en la medida que la democracia incorpora esencialmente la discusión, tanto en el origen de las autoridades como en su ejercicio (cambiando sólo por razones de operatividad el consenso unánime por su análogo más cercano que es el consenso mayoritario), la democracia es un método apto de conocimiento ético, y sus conclusiones gozan de una presunción de validez moral. La democracia tiene un valor epistemológico del que carecen otros sistemas de decisión”. Asimismo, anota Marcelo Alegre en Igualitarismo, democracia y activismo judicial, publicado en Los derechos fundamentales, p. 102. SELA 2001 y Ed. Del Puerto, Buenos Aires, 2003, que “la regla de mayoría que goza de primacía normativa como modo de tomar decisiones es un método idealizado, en el que todas las partes involucradas tienen igualdad de acceso a la información, son igualmente racionales y razonables, sus costos de participación son iguales, etc. Al pasar a la regla de mayoría como institución real, no idealizada, algo de peso normativo se pierde”.
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señalados y lo segundo, en cuanto el respeto a las normas jurídicas es un postulado de
cultura que aleja la arbitrariedad y distingue al Estado moderno del Estado absoluto,
generando la convicción en el ciudadano de que vive en un ámbito de libertad158.
Existe tanto una dimensión formal como una material del Estado de
Derecho, cruciales a la hora de considerar las condiciones bajo las cuales es posible una
tarea de reforma del Poder Judicial y la función de juzgar. “Buen gobierno” es así el
Estado de derecho en función gubernativa, basada en el reconocimiento de la premisa
básica de que el derecho configura la forma más eminente de legitimación pública y
racional. De allí la garantía que sólo el derecho puede proporcionar como instrumento
de organización y limitación racional del poder a través de un equilibrio entre sus
diversas funciones y, paralelamente, la afirmación del principio democrático
precisamente en aquella función visualizada por la tradición como las más lejana a las
condiciones de la regla de la mayoría159.
La independencia del Poder Judicial debe ser afirmada en virtud de
que en un Estado democrático los jueces deben hallar los motivos para resolver las
causas sometidas a su conocimiento dentro del sistema de reglas. Se trata de una
garantía de la voluntad popular que elige sus representantes y a través de ellos discute la
formación de las leyes, en el convencimiento de que éstas sirvan como pauta para
resolver las causas judiciales. En consecuencia, cuando las presiones resultan efectivas,
los magistrados dirimen los conflictos por motivos ajenos al sistema de reglas
preestablecido, aun cuando procuren disimular la situación con fundamentos aparentes.
Señala Ernst que “si las autoridades electivas deciden presionar a la
judicatura para obtener decisiones favorables a una cierta política instrumentada en
leyes y los jueces carecen a un tiempo del control de constitucionalidad y de las
herramientas normativas que garantizan su independencia negativa, esa es una
jurisdicción débil y en situación de indefensión ante las presiones”160.
Desde luego que el juez no es ni puede convertirse en legislador. Ello
es así pues es evidente que la competencia del poder legislativo consiste en obrar con
158 Aída Kemelmajer de Carlucci, citando a Pablo Lucas Verdú en Emergencia y Seguridad Jurídica, publicado en Revista de Derecho Privado y Comunitario, T. 2002-I, p. 22. 159 Enrique Zuleta Puceiro, Poder judicial y función de juzgar en el nuevo contexto de la organización estatal, publicado en Anuario de Filosofía Jurídica y Social de la Asociación Argentina de Derecho Comparado, Sección Teoría General, nº 18, ed. Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1998, p. 322. 160 Ernst, Carlos, Independencia judicial y democracia, publicado en La función judicial. Etica y democracia, p. 242, AAVV, Jorge Malem, Jesús Orozco y Rodolfo Vázquez (compiladores), ed. GEDISA, Barcelona, 2003.
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arreglo a argumentos políticos y adoptar programas que vengan generados por tales
argumentos, ámbito en el que no puede introducirse el juzgador161.
Ahora bien, la solución asoma a través de la afirmación de que “en las
democracias modernas, la actividad creadora de los jueces, que se desarrolla a partir de
la interpretación, es una actividad controlada por principios positivos de naturaleza
garantista que –en las sociedades actuales- se encuentran consagrados
constitucionalmente, y que muestra que ha habido un tránsito del Estado de derecho al
Estado constitucional, en el que tanto las leyes como los jueces se subordinan a tales
principios constitucionales”162.
En este orden de ideas, las denominadas garantías de la independencia
judicial, esto es, la inamovilidad, la intangibilidad salarial y el método de ingreso a la
carrera judicial, adquieren, según esta perspectiva, connotaciones negativas. Así, la
inamovilidad pasa a ser considerada una condición no democrática; el modo de ingreso
en la función y su carácter técnico, también, por no ser propios de un mandato
representativo; la intangibilidad pasa a ser entendida como un privilegio.
Empero, cuando se comprende cabalmente que la existencia de tales
garantías no se reconoce en beneficio del juez sino, antes bien, de los ciudadanos que
son llamados a comparecer por ante el Poder Judicial, es igualmente posible entender la
razón nodal por la que el Constituyente argentino ha establecido el régimen de control
de constitucionalidad que hoy se critica –cuando la decisión no es la esperada- pero que
se vuelve absolutamente indispensable a efectos de enervar el poder absoluto so capa de
decisión mayoritaria. Ello así por la incompatibilidad que media entre un poder de tan
inconmensurables dimensiones con el régimen democrático de gobierno.
11. DERECHO Y POLITICA: LA JUSTICIA.
Tradicionalmente se ha enfatizado la oposición que media entre el
derecho y la política, como herramientas necesarias para consagrar soluciones justas a
los conflictos que se suscitan en el seno de la sociedad. Sin embargo, a la luz de una
observación minuciosa de la realidad, concluyo que ello no es necesariamente así. En
161 Señala Dworkin, op. cit., p. 150, que “como los jueces, en su mayoría, no son electos, y como en la práctica no son responsables ante el electorado de la manera en que lo son los legisladores, el que los jueces legislen parece comprometer esa posición”. A ello debe agregarse que “la primera objeción, legislar debe ser misión de funcionarios electos y responsables, no parece admitir excepciones cuando pensamos en la legislación como política, es decir, como un compromiso entre objetivos y propósitos individuales en aras del bienestar de la comunidad como tal”. De allí que “el funcionamiento del sistema político de la democracia representativa es quizás apenas indiferente en este aspecto, pero es mejor que un sistema que permita que jueces no electivos, que no tienen contacto con el público ni están sometidos al control de grupos de presión, establezcan, a puertas cerradas, compromisos entre los intereses en juego”. 162 Arocena, Gustavo, Ensayo sobre la función judicial, ed. Mediterránea, Córdoba, 2006, p. 90.
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rigor, tanto la política, como forma de manifestación programática ordenada de la
sociedad, enderezada tanto a la resolución de los problemas que aquejan a los
ciudadanos como a su evitación, como el derecho, en su calidad de exteriorización de
las decisiones políticas a título de mandatos generales, se orientan razonablemente a
conseguir estándares aceptables de Justicia. En efecto, nadie puede dudar acerca del
carácter eminentemente político que tiene el derecho “pues consagra en cualquier caso
una distribución adecuada de las cargas de cada uno de los sujetos sociales sostenida, en
último término, coercitivamente”163.
Ello, en modo alguno, puede significar desatender otro aspecto de la
realidad que también acecha en relación a la misma materia y que se traduce en lo que
se ha dado en llamar justicia política. Se entiende por tal, “en principio, al uso perverso
de los procesos jurisdiccionales realizado por quien detenta el poder, bien para reprimir
a la oposición o a una parte de ella, bien para afianzar su propio dominio ideológico
mediante la represión emplarizante de ciertos sujetos elegidos como víctimas
propiciatorias. Como dice Kirchheimer, la justicia política es la utilización del
procedimiento jurisdiccional para fines políticos”164.
Entre los métodos empleados por la justicia así entendida encontramos
un abanico extenso de normas de excepción165 que buscan permitir la elusión del
juzgamiento o disminuir la intensidad de la condena166 así como la existencia de
condicionamientos contextuales del procedimiento judicial que lo desnaturaliza, al
impregnar a la faena juzgadora criterios políticos de oportunidad.
Lo llamativo del asunto es que la justicia política no es privativa de
sistemas políticos autocráticos sino que también puede manifestarse en regímenes
democráticos y representativos.
Es importante, luego de haber repasado las múltiples posibilidades de
ejercicio de un accionar distorsivo sobre la Justicia, es aventar cualquier posibilidad de
instrumentación del Poder Judicial para cumplir pretensiones espurias, naturalmente
ajenas a los objetivos que deben orientar el buen obrar del Estado. Esta alternativa,
163 Capella, Juan Ramón, Elementos de análisis jurídico, p. 150, ed. Trotta, Madrid, 2008. 164 Capella, Juan Ramón, op. cit., p. 151, citando a Kircheimer en Political Justice, Princeton University Press, Princeton, 1961. 165 Para una comprensión adecuada de la historia y los diversos sentidos que encierra el giro “estado de excepción”, véase Agamben, Giorgio, Estado de excepción, tercera edición, Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2007. 166 Entre estos Capella, op. cit., p. 152, enuncia los siguientes: la sustitución de los tribunales de justicia ordinarios por otros especiales; la instauración de jurisdicciones especiales cuya naturaleza perversa se patentiza en que los jueces son designados por el poder político o seleccionados por métodos distintos a los ordinarios; la violación al principio de legalidad; autorización de procedimientos especiales; creación de un clima de opinión coactivo para los jueces, entre otros.
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reñida con los mandatos constitucionales por buscar una utilización viciada de las
decisiones jurisdiccionales, debe ser desechada de todo programa de gobierno así como
del de los opositores para no evadir el ámbito de discusión propio de los diversos
proyectos políticos en pugna, agotando el debate allí donde en verdad debe producirse,
tal como lo predica Waldron.
12. CONCLUSIONES:
El análisis desarrollado en el presente trabajo, como se ha visto, no ha
versado centralmente sobre los contenidos, fundamentos y las decisiones adoptadas por
la Corte Suprema de Justicia de la Nación en los casos relativos a la constitucionalidad
de la ley de reforma al modo de integración del Consejo de la Magistratura y de la ley
de Servicios de Comunicación Audiovisual, sino que, en todo caso, estos han servido de
pretexto para ahondar en la revisión de las miradas que se posan sobre el Más Alto
Tribunal de la Nación según el resultado de sus sentencias.
En efecto, la preocupación que inspira este estudio no radica tanto en
el sentido de los pronunciamientos sino, antes bien, en la repercusión socio-política y
jurídica que tienen en la sociedad a la que van dirigidos y la consiguiente puesta en
crisis del modelo democrático frente a ellos. El peor de los equívocos en que se puede
incurrir a la hora de examinar este complejo problema es, sin dudas, el de la ingenuidad
al suponer que tanto las consecuencias como las críticas que despiertan los decisorios
emitidos por el Tribunal Cimero no son más que el resultado de análisis asépticos y de
factura e inspiración puramente académicas. Por el contrario, toda la discusión generada
antes, durante y después de estos actos de decisión de la Corte Suprema de Justicia de la
Nación está claramente afincada en razones ideológicas, políticas, sociales y
económicas que no pueden ser soslayadas so riesgo de despojar al estudio de sus
elementos de valoración más fuertes. Con ello no se pretende debilitar, en modo alguno,
el imprescindible componente jurídico que es el que termina definiendo la cuestión, sino
que se torna menester reconocer que éste tanto puede servir para encubrir y justificar
una decisión ya previamente adoptada, buscando presentarla como una solución
racional al asunto planteado, como también puede ser considerado un mero resultado de
la confrontación de aquellos elementos, a la sazón, tenidos como más relevantes por el
juzgador.
A mi modo de ver, el punto central a tener en cuenta estriba en la
necesaria consideración institucional que merece la Corte Suprema de Justicia de la
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Nación, lo que para nada empece a la crítica que pueda dirigirse a sus pronunciamientos
sino que, en todo caso, exige un tratamiento respetuoso de su posición constitucional.
Es que, según creemos haberlo demostrado a lo largo de este estudio,
la circunstancia de que el control de constitucionalidad de las leyes, dictadas por el
poder legisferante y en ejercicio de su competencia constitucional, le haya sido confiada
a los Jueces, no designados por medio del voto popular, en nada desmerece el contenido
republicano de su decisión final como tampoco el sentido igualmente constitucional que
tiene su labor. Si bien es cierto que este aspecto de la tarea desarrollada por la
Magistratura tiende a ser peyorativamente menoscabado bajo el rótulo de
“contramayoritaria”, no es menos cierto que aun las decisiones políticas asumidas
democráticamente por las mayorías, traducibles en normas legales de carácter general,
también deben someterse al imperio constitucional pues ser el resultado de una voluntad
mayoritaria no las exime de esta exigencia.
Sobre este punto, indica Lorenzetti que “la democracia funciona en
base al respeto de las decisiones de la mayoría”, lo que obedece “a un fundamento de
sentido común, puesto que si se respeta habrá mayor cantidad de personas
satisfechas”167. Pero ello no puede hacer perder de vista que “las mayorías podrían
tomar decisiones inconstitucionales como por ejemplo apoyar el terrorismo de Estado, o
la pena de muerte, y en tales casos las mentadas decisiones encuentran su límite en la
norma constitucional”168. En consecuencia, la justificación del control judicial de
constitucional se asienta firmemente en la idea de democracia constitucional, con el alto
valor agregado, desde el punto de vista epistémico y moral que señala Carlos Nino, pero
en el que se debe saber congeniar no sólo la regla de la mayoría, sino también la tutela
de las minorías. De ello se deriva que “el límite es importante, porque la actuación no
debe estar encaminada a sustituir la voluntad de las mayorías o minorías, sino a asegurar
el procedimiento para que ambas se expresen. De tal modo, la actuación de los jueces
no debe ser, en este sentido, sustantiva, sino procedimental, garantizando los
instrumentos de una expresión diversificada y plural, antes que sustituirlas mediante
opiniones propias”169.
A su vez, también debe comprenderse que la Constitución Nacional
no es susceptible de ser interpretada sólo como un texto histórico pues, si así fuera, el
167 Lorenzetti, Ricardo Luis, op. cit., p. 417, citando a Jeremy Waldron. 168 Lorenzetti, Ricardo Luis, op. cit., p. 417. 169 Lorenzetti, Ricardo Luis, op. cit., p. 420.
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resultado de esta faena resultaría materialmente incompatible con el gobierno de las
novedosas circunstancias vitales que informan la vida social actual y futura y que jamás
pudieron ser previstas por el constituyente, no obstante su presumible sabiduría. Dice
bien Zaffaroni en su solitario voto disidente en la causa “Rizzo”, que el constituyente,
una vez alumbrado el texto normativo, sólo alcanza a despedirlo, desprendiéndose de él.
Pero esta metáfora, con ser cierta históricamente, no es, sin embargo, jurídicamente
aceptable cuando de lo que se trata es de cumplir el riguroso mandato que pesa sobre los
jueces de interpretar compatibilizando la norma legal puesta en crisis con la Carta
Magna pues el mensaje constitucional profundo sigue subyacente en el texto de esta
última, sobre todo en sus pasajes más precisos, que menos quedan librados a la
imaginación o a la improvisación argumentativa.
Haciendo propia la afirmación de Ackerman, digo que la Constitución
es “viviente”; debe ser vista como un órgano y no como una máquina; sometible a
constante interpretación y reinterpretación, pero siempre única y suprema en los valores
y principios que alberga y consagra pues ellos son los que la convierten en el proyecto
político que proporciona identidad a una sociedad determinada a lo largo del tiempo y
frente a otros grupos sociales de los que debe diferenciarse y con los que debe convivir.
Ese carácter viviente exige a los jueces mantener permanente actualizados sus criterios
que, naturalmente, excederán los puramente jurídicos, para integrarse también con los
sociológicos, económicos, políticos y filosóficos, entre otros, a través de los cuales, la
interpretación actual que se obtenga de los textos constitucionales históricos será
también la de la sociedad, lo que es otra forma de decir que será una interpretación
democrática. Ello no implica afirmar que los jueces deban pronunciarse siempre según
los mandatos de la mayoría, o emitir pronunciamientos populares170 sino que sus
decisiones ganarán en contenido democrático cuanto mayor sea su apego a los mandatos
constitucionales con respecto a los cuales tienen el deber de confrontar cada decisión
cuyo cuestionamiento sea sometido a su conocimiento.
170 Sobre este particular afirmo sin hesitación que la mayoría de los fallos emitidos por los Jueces son tanto acordes a las aspiraciones de las mayorías como “populares”, pero como los que llegan a conocimiento de la sociedad -por imperio de la estimulación mediática- son aquéllos que los interesados en cuestionarlos tildan de “polémicos”, calificación que he abdicado de utilizar al inicio de este estudio por sus connotaciones poco rigurosas, se tiene la impresión que todos los pronunciamientos judiciales son contrarios al buen sentido y a las pretensiones de la ciudadanía. Esto no es así y basta para probarlo la sola mención a la enorme cantidad de decisorios que se dictan a diario y que no merecen la menor atención social o mediática, sólo por ser correctos y adecuados a las circunstancias del caso resuelto. Esto, traducido en términos constitucionales, se identifica con la labor de afianzamiento de la justicia y la consiguiente paz social que le encomienda la Carta Magna al Poder Judicial.
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En suma, entonces, concluyo que formar parte de un Poder
contramayoritario y no ser designados por el voto popular no deslegitima a los
Magistrados para ejercer el más alto deber que la misma Constitución les confía cual es
el de controlar la constitucionalidad de los actos de los demás poderes del Estado. Esa
atribución, de las más elevada responsabilidad, por cierto, fue concebida como una
manera no sólo de hacer realidad el mecanismo de contrapesos necesario en toda
República que se precie de tal, sino también como un modo razonable de garantizar la
continuidad de los valores y principios plasmados en la Constitución así como también
de fijar un contexto de estabilidad frente a los avatares propios de las renovaciones
políticas que deben experimentar periódicamente los Poderes Legislativo y Ejecutivo.
He allí pues, la razón fundamental por la que un Juez, un Tribunal y,
con mayor razón todavía, la Corte Suprema de Justicia de la Nación, en tanto cabeza de
uno de los Poderes del Estado, no deja de ser democrática por el hecho de tachar de
inconstitucional una norma creada por la mayoría de los representantes del pueblo. Lo
he advertido antes: ser ingenuos no es una opción cuando se debate acerca de estos
temas tan sensibles –nada más y nada menos- como lo es la forma republicana de
gobierno y la alta valoración que merece la participación popular en un sistema
democrático. Es por esa misma razón que tampoco podemos ser indiferentes a la crítica
que, sobrepasando la legitimidad de su formulación, pone en riesgo la institucionalidad
que la Carta Magna le ha conferido al Tribunal Cimero.
Según se ha visto, la Corte, como nada en la vida ni en la lógica
formal, no puede ser y no ser democrática al mismo tiempo. En todo caso, será requisito
indispensable siempre, antes de sopesar el sentido de sus decisiones, examinar
pormenorizadamente sus motivos y, recién allí, si la materia lo justifica, reprocharlas
cabal y lealmente porque el sistema republicano también lo exige para seguir existiendo,
pero sin excesos que sólo atentan contra la saludable convivencia republicana y no
hacen más que facilitar las aspiraciones destituyentes de los interesados de siempre.
Quizás el nudo de este aporte no consista en otra cosa más que en
reconocer que la auténtica valía de un Poder Judicial, profundamente consustanciado
con el sistema democrático, estriba en el apuntalamiento que le presta a pesar de no ser
designados sus integrantes por el voto popular, pues una esto último no deslegitima lo
primero. El fruto de esta actividad es innegablemente provechoso para el buen
desarrollo de la vida en democracia así como para el fortalecimiento de los derechos de
los ciudadanos en ese contexto. En esto coincido plenamente con la opinión de Charles
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Epp al señalar que “la revolución de los derechos siempre se ha desarrollado y ha
alcanzado su máxima cima mediante una interacción entre jueces inclinados a apoyarla
y la estructura de sostén necesaria para litigar a lo largo de todo el proceso judicial”171.
Sin dudas, no puedo permitirme dar por cerrado un debate que, en
rigor, apenas empieza y que, como lo dijera Borges en las palabras que inician este
estudio, no se trata más que de un despojado reparto de ignorancias que otros, con más
sabiduría, podrán alumbrar. La discusión quedará saludablemente abierta pues es más
que seguro que la Corte Suprema y los tribunales inferiores continuarán tomando
decisiones que estimularán nuevos intercambios, a la sazón, enriquecedores del sistema
republicano al que nos debemos. La buena convivencia social, institucional, política y
jurídica de nuestro País demanda madurez, lo que es tanto como decir, lealtad a la hora
de contradecir argumentos ajenos, sin abdicar del deber de observar el mayor de los
respetos por el ocasional contrincante. Esa conducta, tan simple a la vez que tan difícil
de conseguir, nos aleja definitivamente de la lógica del amigo/enemigo para permitirnos
ingresar en otra, más cordial, en la que todos habremos de vernos recíprocamente como
partícipes de un crecimiento democrático conjunto y unívoco, haciendo que tanta sangre
derramada y tanta tragedia sufrida en nuestra Patria a lo largo de su historia no haya
sido en vano.
LUIS ERNESTO KAMADA
SAN SALVADOR DE JUJUY, JUNIO DE 2014.
Publicado en Infojus, 20/8/2014, www.infojus.gov.ar, Id INFOJUS: DACF140558
171 Epp, Charles R., La revolución de los derechos: abogados, activistas y cortes supremas en perspectiva comparada, p. 293, ed. Siglo XXI, colección derecho y política, Buenos Aires, 2013.