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Una compilación de historia
escalofriantes de los autores clásico
del género. Cuentos atractivos para
ectores fanáticos del terror
acompañados por un estudio de
género, las obras y los autores.
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AA. VV., 2005Prólogo: Marcelo BirmajerEstudio: María Cristina Figueredo
Editor digital: GONZALEZPub base r1.2
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N
[Prólogo
Por Marcelo Birmajer
unca me ha convencido el punto dvista que sitúa a la serpiente com
el villano en la historia de Adán y EvaEn cuanto se lo piensa un poco, lserpiente no obliga ni engaña a Eva, nmucho menos a Adán. Apenas si l
sugiere a Eva probar el fruto prohibidoLa serpiente seduce, pero no amenazaEva podría haber rechazado su incitaciósin riesgos. Adán también. La serpient
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era apenas un detalle, como lo es tambiéen el cuento de Ambrose Bierce que abreste libro: «El hombre y la serpiente». L
sustancial del cuento, en cambio, es emiedo. El terror. Y no podemos echarlea culpa a las serpientes por la tentación
por el terror, ni por sentirnos tentados poel terror. Mientras leía sobrecogido estoelatos, me preguntaba cuáles son esa
cosas a las que todos los hombre
ememos en algún momento de la vidaAunque no hice una encuesta planetariame arriesgo a proponer que casi todos lo
nacidos de mujer tememos, por lo menosa la muerte, al dolor, a la vejez, y a lpérdida o el sufrimiento de los serequeridos. Aquel que no tema al misteri
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nunca aclarado del fin de la existencihumana, temerá al implacable procespor el cual nuestra piel se arruga
nuestros músculos se atrofian y nuestrmemoria flaquea; y quien no tema ni uno ni a otro, seguramente temblará ant
a perspectiva de ese chispazo infernaque es el dolor en el cuerpo humano; quien sea tan valiente como para namedrentarse frente a esas inevitable
circunstancias, apuesto a que sí temerque le ocurran a un ser querido, o perderlo. Hay personas temerarias qu
prefieren morir antes que sufrir, inclusantes que ser objeto de una humillaciónOtras son capaces de afrontar las mádolorosas enfermedades con tal de segui
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viviendo semanas. Existen seres humanoque se alegran por la tranquilidad que lerae la vejez, y otros que prefiere
abandonar al ser amado antes que verlenvejecer. Así de variado, heroico y tristes el mosaico humano. Sin embargo
odos, todos los integrantes de alguno destos equipos han sentido miedo algunvez. El miedo es una sensación. Puedparecer una obviedad, pero la muerte, l
vejez, el dolor, la pérdida del ser amadoson hechos concretos; el miedo sólo ssiente, y puede sentirse o no. Uno de lo
grandes atractivos de la literatura derror es poder disfrutar de la sensaciódel miedo sin tener que afrontar el hecheal que lo produce. El miedo a la
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arañas, a las ratas, a las cucarachas —qupor lo general no nos hacen nada y conas cuales apenas si nos cruzamos un pa
de veces al año— son formas del miedo cualquiera de los hechos antemencionados; y la suma de todos lo
miedos es el miedo a lo desconocido. Ladultez nos ayuda a recibir con menoemor un dolor de muelas, porque nuestr
experiencia nos enseña que en algú
momento lo superamos; pero ¿cuál serínuestra reacción ante el mismo dolor snos dijeran que es imposible aplacarlo
Lo desconocido nos atemoriza aucuando sepamos que más allá de labrumas nos aguarda algo bello placentero. Pero en un cuento podemo
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espiar la experiencia de morir de miedsin pagar el precio. No se trata sólo dver qué le pasa a otro: cada lector pued
compartir las sensaciones de upersonaje, extraer de él la intensidad preservarse al mismo tiempo. Todos lo
ectores somos vampiros con lopersonajes. Acompañamos a Napoleómientras es guiado por un espectroporque siempre quisimos vivir el vértig
de hablar con un habitante del Más Allápero sin dejarle nuestro teléfono nnuestra dirección. Transpiramos en l
casa embrujada de la calle Aungier, peral cerrar el libro nos burlamos del pobrnfeliz que quedó atrapado entre su
páginas. Llegamos hasta el umbral de l
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ferocidad del conde Drácula, y laplicamos el único conjuro realmentnapelable: considerarlo un personaje d
ficción. Pero ¿de veras salimos tandemnes de las historias de terror queemos por placer? ¿Nos despedimos co
anta facilidad de aquellos personajes coos que vivimos a lo largo de un cuentocomo polizones o súcubos? Los miedoque ellos viven ya acompañaban a
hombre de las cavernas y sigueacompañando al de los rascacielos: emisterio de la muerte y del sufrimiento
de la identidad (¿quién soy?) y dedesamor, no ha avanzado hacia sespuesta, ni con la tecnología ni con la
múltiples escuelas filosóficas. Nacemo
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con miedo y tememos hasta el último díacada uno, como individuo, igual que eprimer hombre sobre la Tierra
Absorbemos las historias de estopersonajes como el lobo intenta succionaa sangre del joven en el cementerio.
No faltan cementerios en estantología, pero… ¿por qué nos dan miedos cementerios? Se supone que eso
sitios son más tranquilos y pacíficos qu
el resto de los lugares de la Tierra. Soos vivos, no los muertos, quienes puede
ponernos en peligro. Pero nuestr
maginación se resiste a aceptar que lvida termine, y, por algún motivo —mnteligencia no llega tan lejos como par
deducirlo—, la mayoría de los autore
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sugieren que nada bueno puede provenide los redivivos. Mis dos cuentopreferidos en esta antología son, e
primer lugar, el que trata este tema: «Lpata de mono», de W. W. Jacobs. Estnarrado con una austeridad y un
sencillez que lo vuelve doblementsiniestro. No me extraña que haya sidescrito por un humorista; en mi opiniónes un cuento perfecto. El segund
pertenece a un maestro y precursor, H. GWells, y trata otro de los temas a los qunos referíamos: la vejez.
Como desde siempre la literatura hprocurado inquietar al lector —ya separa prevenirlo, castigarlo o simplementdivertirlo—, estos cuentos no tiene
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fecha de vencimiento. Podrían haber sidescritos hoy mismo, y sin duda seguirásiendo material de adaptaciones para e
cine y la televisión. Hoy ustedes tienen eprivilegio de poder leerlos tal y como suautores los concretaron.
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E
El hombre y la
serpiente
Ambrose Bierce
I
s informe verídico —y confirmad
por tantos testigos, que ningúhombre juicioso y erudito osa hoy en dícontradecirlo— que los ojos de lserpiente tienen propiedades magnéticas
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de modo que si alguien cayese bajo snflujo es atraído hacia ella contra s
voluntad, y muere en forma lamentabl
or la mordedura de ese ser.
Recostado en el sillón con todcomodidad, en bata y zapatillas, HarkeBrayton se sonrió mientras leía aquellfrase en la vieja obra de Monyster, La
maravillas de la ciencia: «Lo único quiene de maravilloso», se dijo, «es que lo
hombres juiciosos y eruditos de lo
iempos de Morryster hayan creído eales tonterías, rechazadas por la mayoríahasta por las personas más ignorantes dnuestra época».
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Siguió reflexionando, pues Braytoera un hombre de ideas, y sin darscuenta bajó el libro sin desviar la vista
En cuanto el volumen estuvo por debajde su línea de para sostener la direcciónde su mirada malévola. Los ojos ya n
eran simples puntos luminosos; miraron os suyos con sentido, un sentido quencerraba un significado maligno.
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II
Por suerte, una serpiente en edormitorio de una de las mejores casas duna ciudad moderna no es un fenómen
an común como para pasar inadvertidoHarper Brayton, un soltero de treinta cinco años, culto, indolente, pero tambiéatlético, rico, popular y de buena saludacababa de regresar a San Franciscdespués de llevar a cabo un largo viajpor países remotos y desconocidos. Su
gustos, siempre un tanto lujosos, shabían vuelto exagerados tras largaprivaciones; y puesto que los serviciodel Hotel Castle ya no satisfacían su
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deseos a la perfección, aceptó gustoso lhospitalidad de su amigo, el distinguiddoctor Druring. La casa grande y antigu
del científico, ubicada en lo que erentonces un barrio poco ostentoso de lciudad, se mostraba a todas luce
apartada y distante del resto. Era obvique no guardaba relación alguna con laedificaciones contiguas de su entornobastante modificado, y había desarrollad
as excentricidades propias deaislamiento. Una de ellas era un alvisiblemente inadecuada desde el punt
de vista arquitectónico y no menodiscordante en cuanto a su propósitopues era una combinación de laboratoriozoológico y museo. Allí era donde e
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doctor satisfacía la faceta científica de snaturaleza con el estudio de aquellaformas de la vida animal que atraían s
nterés y se adecuaban a sus gustos, locuales, hay que confesarlo, se inclinabapor el tipo inferior. Para que alguno d
os tipos superiores agradara a susentidos, aunque fuera de modsuperficial, debía conservar por lo menodeterminadas característica
udimentarias propias de los «dragoneprimigenios», tales como sapos culebras. Sus simpatías científicas s
nclinaban por los reptiles: admiraba a loseres ordinarios de la naturaleza y sdescribía a sí mismo como el Zola de lzoología. Como su esposa e hijas n
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enían la suerte de compartir su lúcidcuriosidad respecto de los hábitos de vidde las malhadadas criaturas —nuestro
parientes lejanos—, fueron excluidas coseveridad exagerada de lo que él llamabel Serpentario, y condenadas a l
compañía de sus semejantes; no obstantepara suavizar los rigores del destino, lehabía permitido, gracias a su enormgenerosidad, aventajar a los reptiles en l
magnificencia de su ambiente y brillacon mayor esplendor.
En cuanto a su arquitectura y a su
«decoración», el Serpentario era sencilly austero, como convenía a las humildecircunstancias de sus habitantes, muchos de los cuales, por cierto, no se le
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podía conceder sin peligros la libertanecesaria para disfrutar con plenitud deujo, pues tenían la inquietant
particularidad de estar vivos. En sucompartimientos, sin embargo, gozabade muy pocas restricciones, limitadas
as indispensables para su necesariprotección frente a la costumbre nefastde comerse unos a otros; y, como bien lnformaron a Brayton, era ya tradiciona
encontrar a algunos de ellos, en diversomomentos, en determinados lugares deocal donde les hubiera resultado mu
embarazoso explicar su presencia. Apesar del Serpentario y de sus siniestraasociaciones —a las que, en efectoprestaba muy poca atención—, la vida e
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a mansión Druring le resultaba a Braytomuy agradable.
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III
Más allá de la sorpresa inicial y uigero estremecimiento de repugnancia, l
situación no alteró demasiado al seño
Brayton. Su primer impulso fue el docar la campanilla para llamar al criado
pero no lo hizo, aunque el cordón de lcampanilla se encontrara al alcance de lmano. Se le ocurrió que tal acto lo haríparecer temeroso, lo cual, desde luego, nera cierto. Lo afectaban menos lo
peligros de la situación que sncongruencia, de la cual era mu
consciente: era repulsiva, pero a la veabsurda.
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El reptil pertenecía a una especidesconocida para Brayton. Tan sólo podícalcular su longitud; pero en su parte má
visible, el cuerpo del animal parecía tangrueso como su antebrazo. ¿De qué modesultaba peligroso, si en verdad lo era
¿Se trataba de una serpiente venenosa¿Una boa constrictora? Su conocimientde las señales de peligro de la naturalezno le permitía saberlo, pues nunca habí
enido necesidad de descifrar aquecódigo.
Pero si el animal no era peligroso, a
menos era ofensivo. Por lo demás«desentonaba», estaba fuera de lugar, lque lo convertía en una impertinencia. Loya no era digna del engaste. Ni siquier
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os gustos bárbaros de nuestra época nuestro país, que llenaron las paredes das habitaciones con cuadros, el piso co
muebles y los muebles con baratijas, hanproporcionado un sitio adecuado para esejemplar de vida selvática. Además —¡l
sola idea le resultaba insoportable!—, laexhalaciones de su aliento se mezclabacon el aire que él mismo respiraba.
Cuando estos pensamiento
adquirieron forma, con mayor o menoprecisión, en la mente de Brayton, ssintió impulsado a tomar cartas en e
asunto. Podría denominarse este procescomo reflexión y decisión. Es por eso qusomos sabios o imprudentes. Así es coma hoja marchita en la brisa otoña
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muestra mayor o menor inteligencia qusus compañeras cuando cae en el suelo en el lago. El señorío del movimient
humano es un secreto a voces: algcontrae nuestros músculos. ¿Importa qulamemos voluntad a esos cambio
moleculares iniciales?Brayton se levantó y decidió apartarsdespacio de la serpiente, sin perturbarlen lo posible, hasta cruzar la puerta. As
se alejan los hombres de la presencia da grandeza, pues la grandeza es poder,
el poder constituye una amenaza. Sabí
que podía retroceder sin cometer erroresSi el monstruo lo seguía, el gustdecorativo que había llenado las paredede cuadros también le proporcionaba u
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estante de armas orientales asesinaspodría elegir una apropiada para locasión. Mientras tanto, los ojos de l
serpiente ardían con una malevolencimás despiadada que nunca.
Brayton levantó el pie derecho par
dar un paso atrás, pero en ese mismnstante sintió una poderosa fuerza que lfrenaba.
—Dicen que soy valiente —murmur
—. Y la valentía, ¿no será simplementorgullo? ¿Voy a retirarme sólo porque nhay testigos de mi humillación?
Se sostenía con la mano derechapoyada en el respaldo de la sillmientras mantenía el pie suspendido en eaire.
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—¡Ridículo! —exclamó en voz alt—. No soy tan cobarde como para tenemiedo de sentirme atemorizado.
Levantó el pie un poco más, doblandapenas la rodilla, y lo clavó con fuerza eel piso, ¡a un par de centímetros delant
del otro! No podía ni imaginar cómhabía sucedido aquello. El intento con epie izquierdo obtuvo el mismo resultadoy éste avanzó con respecto al derecho. L
mano aferraba el respaldo de la sillamantenía el brazo estirado, un tanto haciatrás. Cualquiera diría que no estab
dispuesto a perder ese punto de apoyo. Lcabeza maligna de la serpiente aúnsobresalía del anillo interior, igual quantes, a la altura del cuello. No se habí
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movido, pero en ese momento los ojoeran chispas eléctricas que irradiaban unnfinidad de agujas luminosas.
El rostro del hombre era de unpalidez cenicienta. Volvió a avanzar upaso, y otro más, arrastrando en parte l
silla, que, al soltarla, cayó con estrépito apiso. Brayton lanzó un gemido. Lserpiente no se movió ni emitió sonidalguno, pero sus ojos eran dos sole
esplandecientes. El propio reptil quedaboculto por completo tras ellos. Exhalabaaros crecientes de colores brillantes y
vividos que, al alcanzar su mayoamaño, desaparecían uno tras otro compompas de jabón. Parecían acercarse aostro del hombre, pero luego se retiraba
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a una distancia inconmensurable. Braytooyó en alguna parte el redoble de un graambor, con estallidos esporádicos de un
música lejana, increíblemente dulcecomo el sonido que produce el viento eun arpa eolia. Supo que era la melodía de
amanecer de la estatua del rey Memnón creyó encontrarse en los juncos al laddel Nilo, oyendo, exaltado, el himnnmortal a través del silencio de lo
siglos.Cesó la música o, más bien, s
convirtió, de modo imperceptible, en e
ejano tronar de una tormenta distanteAnte él, se desplegaba un paisajeluciente de sol y de lluvia, atravesad
por un arco iris de vivos colores qu
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contenía dentro de su curva gigantesccien ciudades del todo visibles. A mitade camino, una serpiente enorme qu
ucía una corona levantaba la cabeza poencima de sus voluminosacircunvoluciones y lo miraba con los ojo
de su madre muerta. En forma súbitaaquel paisaje encantado pareció elevarsa toda velocidad como el telón de ueatro y desapareció en el vacío. Algo l
golpeó con fuerza en el rostro y el pechoCayó al suelo y le brotó sangre de la nariota y de los labios lastimados. Se qued
un rato atontado y aturdido; permanecien el piso con los ojos cerrados y el rostrapoyado contra la puerta. Poco despuése recuperó y se dio cuenta, entonces, d
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que, con la caída, al apartar la vista, shabía roto el hechizo que lo aprisionabaSintió, pues, que si miraba hacia otro lad
e sería posible retroceder. Pero, aunquno la viera, la sola idea de que lserpiente estaba a poca distancia de s
cabeza —quizás a punto de saltar sobre éy enroscarse en su garganta—, lesultaba demasiado espantosa. Levanta cabeza, volvió a mirar esos ojo
siniestros y fue de nuevo cautivado poellos.
La serpiente estaba quieta y habí
perdido en parte su poder sobre lfantasía; no se repitieron las espléndidavisiones de los instantes anteriores. Bajsu frente plana y carente de cerebro, lo
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ojos negros, como perlas relucientesbrillaban como al principio, con unexpresión de malignidad horrorosa. Er
como si aquella criatura, segura ya de suvictoria, hubiera decidido no poner epráctica más engaños seductores.
Entonces sucedió una escena atroz. Ehombre, boca abajo en el piso a cortdistancia de su enemigo, se apoyó en locodos, con la cabeza echada hacia atrás
as piernas extendidas a todo lo largoTenía el rostro blanquecino entre lagotas de sangre, y los ojos abiertos a
máximo. De los labios le caía espuma eforma de escamas. Poderosaconvulsiones le sacudieron todo ecuerpo, que empezó a realiza
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ondulaciones casi serpentinas. Se doblpor la cintura, moviendo las piernas de uado a otro. Y cada movimiento l
acercaba un poco más a la serpienteLanzó las manos hacia adelante en untento de empujarse para atrás, per
siguió avanzando con los codos sin podedetenerse.
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IV
El doctor Druring y su esposa shallaban sentados en la biblioteca. Ecientífico estaba —cosa rara— de bue
humor. —A través del intercambio con otr
coleccionista, acabo de obtener uespléndido ejemplar de Ophiophagus —e dijo a su mujer.
—¿Y qué es eso? —preguntó ella coanguidez.
—¡Caramba, qué supina ignoranciaQuerida mía, un hombre que después dcasarse comprueba que su esposa enculta tiene derecho a divorciarse. L
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Ophiophagus es una serpiente que scome a las otras serpientes.
—Pues ojalá se coma a todas la
uyas —contestó ella, mientras cambiabadistraída, la dirección de la lámpara—Pero ¿cómo las encuentra? Supongo qu
hechizándolas. —Tan propio de ti, querida —dijo edoctor con cierta petulancia—. Ya sabeo que me irrita cualquier referencia a es
superstición grosera sobre el poder dfascinación de las serpientes.
La conversación fue interrumpida po
un fuerte grito que resonó en la cassilenciosa como la voz sepulcral de udemonio. Y sonó una y otra vez conerrible claridad. Se levantaron de u
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salto: el hombre, confundido; su esposapálida y muda de terror. Casi antes de quhubiera desaparecido el eco del últim
grito, el doctor salió de la habitación subió las escaleras de dos en dos. En epasillo, frente a la habitación de Brayton
encontró a varios criados que habíabajado del piso superior. Entraron juntosin llamar a la puerta. No tenía llave cedió con facilidad. Brayton yacía muert
en el piso, boca abajo. La cabeza y lobrazos estaban semiocultos debajo de lbarandilla del pie de la cama. Empujaro
el cuerpo hacia atrás y le dieron la vueltaTenía el rostro manchado de sangre yespuma, los ojos muy abiertoscontemplando… ¡una visión espantosa!
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—Ha muerto de un ataque —dijo ecientífico, doblando la rodilla colocándole la mano sobre el corazón
Mientras se encontraba en esa posturamiró debajo de la cama y añadió—: ¡Diomío! ¿Cómo llegó esto hasta aquí?
Alargó el brazo bajo la cama, sacó lserpiente y, enroscada todavía, la arrojal medio de la habitación, desde dondecon un sonido seco y opaco, se desliz
por el piso barnizado hasta chocar con lpared. Y allí se quedó inmóvil. Se tratabde una serpiente disecada; sus ojos era
dos botones de calzado.
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Traducción: Luz FreirTítulo original: «The Man and the Snake»
en Tales of Soldiers and Civilians, 1890
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B
Napoleón y e
espectro
Charlotte Brontë
ien, como les iba diciendo, e
Emperador se fue a dormir. —Chevalier, baja la persiana y cierr
a ventana antes de irte.El valet obedeció. Luego tomó e
candelero y salió del cuarto. Unominutos después, el Emperador sintió qusu almohada le resultaba bastant
ncómoda y se levantó para sacudirla u
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poco. Entonces percibió un leve crujiden la cabecera de la cama. Prestatención pero, cuando volvió a recostarse
odo estaba en silencio.Aún no había logrado relajars
otalmente cuando sintió necesidad d
beber. Se inclinó un poco, apoyándose eel codo, y tomó un vaso de limonada duna mesa pequeña que había junto a lcama. Bebió una gran cantidad y s
efrescó. Al volver a colocar el vaso en sugar, sintió un profundo gemido en eopero que se hallaba en un rincón de
cuarto. —¿Quién anda ahí? —gritó eEmperador, tomando su revólver—Hable o le vuelo la tapa de los sesos.
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El único efecto que generó estamenaza fue una risa breve pronunciada, y luego le siguió un silenci
absoluto.El Emperador se levantó de un salto
se puso rápidamente su robe-de-chambre
que había dejado en el respaldo de unsilla, y se dirigió con valentía hacia eopero embrujado. Algo crujió cuand
abrió la puerta. Avanzó hacia adelant
con el arma en la mano. No aparecinadie —ni un alma ni una sustancia—; ecrujido evidentemente había sid
provocado por la caída de un abrigo, qucolgaba de un gancho en la puerta. Algavergonzado de sí mismo, regresó a lcama.
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Cuando estaba a punto de cerrar loojos otra vez, se oscureció de pronto luz de las tres velas de cera que s
hallaban en un candelabro de plata sobra repisa de la chimenea. El Emperado
miró hacia arriba: una sombra negra y
opaca la tapaba. Sudando de terrorNapoleón extendió la mano para alcanzael cordón de la campana, pero algún senvisible se la arrebató y en ese mism
momento desapareció la sombramenazante.
—¡Bah! —exclamó el Emperador—
Sólo fue una ilusión óptica. —¿Sí? —susurró cerca de su oíduna voz apagada, con tono grave ymisterioso—. ¿Fue una ilusión
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Emperador de Francia? ¡No! Lo quusted oyó y vio es una triste realidad, unadvertencia. ¡Levántese! ¡Usted, qu
enarboló el estandarte del águilaDespiértese! ¡Usted, que blandió el cetr
de lirios! Sígame, Napoleón, y verá más.
Cuando la voz dejó de oírse, eEmperador percibió con asombro unfigura. Pertenecía a un hombre alto delgado, vestido con una levita azul
ibeteada con encaje de oro. Llevaba uncorbata negra muy ajustada, con dopequeños broches colocados debajo d
as orejas. Tenía la cara pálida, la lengue sobresalía de entre los dientes, y loojos, vidriosos y enrojecidos, se salían dsus cuencas de modo temible y
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prominente. — ¡Mon Dieu! —exclamó e
Emperador—. ¿Qué es lo que veo? ¿D
dónde ha venido, espectro?La aparición no dijo nada per
avanzó un poco y, levantando el dedo, l
hizo señas a Napoleón para que lsiguiera. El Emperador, bajo el influjo duna fuerza misteriosa, que le anuló lcapacidad de pensar y de actuar por s
mismo, obedeció en silencio. La paresólida del cuarto se abrió cuando sacercaron y, luego de atravesarla, se cerr
ras ellos con un ruido similar al de urueno. La oscuridad hubiera sidabsoluta de no ser por la débil luz qubrillaba alrededor del fantasma y permití
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ver las paredes húmedas de un largcorredor abovedado. Avanzaron por allcon silenciosa celeridad. Una brisa fría
efrescante subía rápidamente por lbóveda, con el sonido de un lamentoanunciando que se acercaban al exterior
el Emperador se ajustó un poco más scamisón holgado. Enseguida salieron Napoleón advirtió que se hallaba en unde las calles principales de París.
—Estimable espíritu —dijoemblando con el aire frío de la noche—
permítame regresar a ponerme un abrigo
Volveré enseguida. —Avance —respondió su compañeromplacable.
A pesar de la creciente indignació
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que le provocó una especie de ahogo, eEmperador se sintió obligado a obedecer
Siguieron por las calles desierta
hasta que llegaron a una casa imponentconstruida en las orillas del Sena. Aquel espectro se detuvo: las puertas s
abrieron para recibirlos y ambos entraroen un amplio vestíbulo de mármolcubierto en parte por una cortina. Aravés de sus pliegues semitransparente
se podía ver una luz intensa que brillabcon un lustre deslumbrante. Delante desta cortina, había una hilera de figura
femeninas lujosamente vestidasLlevaban en la cabeza guirnaldas con lamás bellas flores, pero tenían la caroculta por horribles máscaras qu
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epresentaban calaveras humanas. —¿Qué significa toda est
mascarada? —gritó el Emperador
haciendo un esfuerzo para deshacerse desas cadenas mentales que lo limitabacontra su voluntad—. ¿Dónde estoy,
por qué me trajo hasta aquí? —Silencio —le contestó el guía, coesa lengua negra y sangrientsobresaliendo aun más de su boca—
Haga silencio, si quiere evitar la muertnmediata.
El Emperador habría respondido —su
coraje natural era capaz de superar eemor transitorio que lo había dominadal comienzo—, pero en ese momento unmelodía extravagante, sobrenatural, fu
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aumentando el volumen detrás de lnmensa cortina, que iba y venía
hinchándose lentamente hacia afuer
como agitada por una conmoción interno una lucha entre fuertes vientos. En esmismo instante, penetró en ese vestíbul
embrujado una mezcla abrumadora dolores de cuerpos putrefactos, combinadcon las fragancias más finas de OrienteAhora se oía a la distancia el murmull
de muchas voces, y algo lo tomó debrazo desde atrás, con ansiedad.
Se dio vuelta rápidamente. Sus ojo
se encontraron con el rostro familiar dMarie-Louise. —¿Qué sucede? ¿Tú también en est
sitio infernal? —le preguntó—. ¿Qué t
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rajo hasta aquí? —¿Puedo hacerte la misma pregunta
—respondió la Emperatriz, sonriendo.
Napoleón no dijo nada; el asombro so impidió.
Ya no había ninguna cortina entre l
uz y él. Había desaparecido como poarte de magia, y una araña extraordinaricolgaba encima de su cabeza. A sualrededor, había un grupo numeroso d
mujeres, lujosamente vestidas pero sin lamáscaras de calaveras humanas, y, entrellas, una cantidad similar de caballeros
contentos y animados. Todavía se oía lmúsica, pero era evidente que proveníde una orquesta ubicada cerca de él. Aúse percibía un agradable olor a incienso
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aunque no estaba mezclado con ningúhedor.
— ¡Mon Dieu! —exclamó e
Emperador—. ¿Cómo sucedió todo esto¿Dónde diablos está el espectro?
—¿El espectro? —contestó l
Emperatriz—. ¿A qué te refieres? ¿Nseria mejor que salieras del cuarto fueras a descansar?
—¿Que salga del cuarto? ¿Por qué
¿Dónde estoy? —En mi salón privado, rodeado d
algunos cortesanos que invité a un bail
esta noche. Entraste hace unos minutoen camisón, con los ojos fijos y bieabiertos. Supongo, por tu asombro, qucaminabas sonámbulo.
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Inmediatamente, el Emperador sufriun ataque de catalepsia, y siguió en esestado toda la noche y gran parte del dí
siguiente.
Título original: «Napoleón and the Spectre»
1833, publicadposteriormente en The Twelve Adventurer
and Other Stories, 1925Traducción: Fabiana A. Sord
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A
La pata de mono
William Wymark Jacobs
I
fuera, la noche era fría y húmedapero en la pequeña sala de l
esidencia Laburnam las persiana
estaban cerradas y el fuego ardívivamente. Padre e hijo jugaban aajedrez; el primero, que tenía la idea d
que el juego involucraba cambio
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adicales, ponía a su rey en peligros tantensos e innecesarios como par
arrancarle comentarios a la anciana d
cabello blanco que tejía plácidamentunto al fuego.
—Escuchen el viento —dijo el seño
White, quien, tras haberse dado cuenta dun error fatal cuando ya era demasiadarde, deseaba amablemente impedir qu
su hijo lo viera.
—Estoy escuchando —confirmó éstenspeccionando severamente el tabler
mientras extendía la mano—. Jaque.
—Me cuesta trabajo creer que vendresta noche —comentó su padre, con lmano suspendida sobre el tablero.
—Mate —replicó el hijo.
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—Eso es lo peor de vivir tan lejos —gritó el señor White con repentina nesperada violencia—. De todos lo
ugares más detestables, fangosos solitarios, éste es el peor. El sendero euna ciénaga y el camino es un torrente
No sé en qué están pensando todosSupongo que porque sólo hay dos casaen el camino creen que carece dmportancia.
—No tiene caso, querido —dijo sesposa, con tono conciliador—, tal veganes la próxima vez.
De pronto, el señor White levantó loojos, justo a tiempo para interceptar unmirada de entendimiento entre madre hijo. Las palabras murieron en sus labios
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y escondió un gesto de culpabilidad en sdelgada barba gris.
—Ahí está —dijo Herbert White
mientras el portal se cerraba y sacercaban a la puerta unos pasos fuertes pesados.
El anciano se levantó con hospitalariceleridad y, al abrir la puerta, lo oyerodarle el pésame al recién llegado, quieambién se compadeció de sí mismo. L
señora White dijo: —¡Ya, ya! —y tosió suavemente
mientras su esposo entraba en la sala
seguido de un hombre alto y corpulentode ojos pequeños y semblante rubiojizo.
—El sargento mayor Morris —dijo
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presentándolo.El sargento mayor estrechó su
manos, tomó el asiento que le ofreciero
unto al fuego y se quedó observandplácidamente mientras su anfitrión sacabwhisky y vasos, y colocaba una pequeñ
etera de cobre sobre el fuego.Al tercer vaso, sus ojos se tornaromás brillantes, y comenzó a hablar. Epequeño círculo familiar apreciaba co
ansioso interés a este visitante de tierraejanas, que hablaba de lugare
desconocidos y formidables hazañas, d
guerras y pestes, y pueblos extraños. —Hace veintiún años de eso —ecordó el señor White, inclinando l
cabeza a su esposa e hijo—. Cuando s
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fue era un jovenzuelo. Y mírenlo ahora. —No parece haberle ido tan mal —
agregó amablemente la señora White.
—A mi también me gustaría ir a lndia —comentó el anciano—; sólo par
echar un vistazo.
—Está mejor aquí —respondió esargento mayor, sacudiendo la cabezaApoyó el vaso vacío y, suspirandsuavemente, la sacudió de nuevo.
—Me gustaría ver todos esos antiguoemplos y a los faquires y malabaristas —
afirmó el viejo—. ¿Qué era eso qu
comenzó a contarme el otro día sobre unpata de mono, o algo así, Morris? —Nada —contestó el soldad
ápidamente—. Por lo menos, nada qu
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valga la pena escuchar. —¿Una pata de mono? —preguntó l
señora White con curiosidad.
—Bueno, es sólo un poco de lo quustedes llamarían magia —dijo esargento mayor espontáneamente.
Sus tres oyentes se inclinaroansiosos. Con la mente ausente, evisitante se llevó el vaso a los labios, yuego volvió a dejarlo. Su anfitrión l
lenó. —Si la miran —continuó el sargent
mayor, buscando torpemente en s
bolsillo—, es sólo una patita comúnmomificada.Sacó algo de su bolsillo y lo mostró
La señora White se apartó haciendo un
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mueca, pero su hijo la tomó y la examincon curiosidad.
—¿Y qué tiene de especial? —
nquirió el señor White al quitársela a shijo; pero después de observarla, lcolocó sobre la mesa.
—Un viejo faquir la hechizó —dijo esargento mayor—. Era un hombre santoQuería demostrar que el destino rige lvida de las personas y que los qu
nterfieren con él lo hacen muy a spesar. La hechizó de manera que trehombres distintos pudieran pedirle tre
deseos cada uno.Sus gestos eran tan impresionanteque sus interlocutores se dieron cuenta dque su risa ligera no concordaba con l
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situación. —Y bien, ¿por qué no pide usted tre
deseos? —preguntó Herbert, astutamente
El soldado lo miró como un hombrde edad madura debe ver a un jovepresuntuoso.
—Ya los pedí —respondiquedamente, y su cara enrojecidpalideció.
—¿Y en realidad se le cumplieron lo
res deseos? —interrogó el señor White. —Sí —dijo el sargento mayor, y s
vaso chocó contra sus dientes fuertes.
—¿Y alguien más ha pedido deseos—insistió la anciana. —El primer hombre pidió sus tre
deseos. Sí —fue la respuesta—. No s
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cuáles fueron los primeros dos, pero eercero fue la muerte. Así fue com
obtuve la pata.
Su tono era tan serio que se hizo usilencio en el grupo.
—Si ya pidió usted sus tres deseos
entonces ya no le sirve para nada, Morri—afirmó el anciano—. ¿Para qué lconserva?
El soldado sacudió la cabeza.
—Por gusto, supongo —dijentamente.
—Si tuviera tres deseos más —agreg
el anciano, mirándolo con perspicacia—¿los pediría? —No lo sé —dijo el otro hombre—
no lo sé.
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Tomó la pata, y, balanceándola entrel dedo índice y el pulgar, la arrojó afuego. White, con un leve gemido, s
agachó y la recogió. —Es mejor dejar que se queme —
comentó el soldado seriamente.
—Morris, si usted no la quiere —dijel otro—, démela a mí. —No lo haré —insistió su amigo—
Yo la lancé al fuego. Si la conserva, n
me culpe por lo que ocurra. Arrójela dnuevo a las llamas; sea sensato.
El otro movió la cabeza y examinó d
cerca su nueva posesión. —¿Cómo lo hace? —inquirió. —Levántela con la mano derecha
pida el deseo en voz alta —dijo e
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sargento mayor—. Pero lo prevengsobre las consecuencias.
—Suena como Las mil y una noche
—opinó la señora White, mientras sevantaba y comenzaba a preparar la cen
—. ¿Cree usted que podría pedir cuatr
pares de manos para mí?Su esposo sacó el talismán de sbolsillo y los tres se echaron a reírmientras el sargento mayor, con cara d
alarmado, lo tomaba del brazo. —Si va a pedir un deseo —dij
ásperamente—, pida algo sensato.
El señor White la volvió a poner esu bolsillo, y, acomodando las sillasnvitó a su amigo a la mesa. Durante l
cena, el talismán fue parcialment
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olvidado y, luego, los tres se sentaron escuchar, encantados, una segunda partde las aventuras del soldado en la India.
—Si el cuento de la pata de mono nes más veraz que los otros que nos hcontado, no conseguiremos nada de ell
—dijo Herbert, al cerrarse la puerta trasu invitado, que salió apurado poalcanzar el último tren.
—¿Le diste algo a cambio? —
nquirió la señora White, mirando dcerca a su esposo.
—Muy poca cosa —respondió él
uborizándose levemente—. No querínada, pero lo obligué a aceptar. Y otrvez me presionó para que la tirara.
—Seguramente seremos ricos
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famosos y felices —dijo Herbert cohorror fingido—. Para comenzar, padrepide ser emperador… así tu esposa no t
dominará.Corrió alrededor de la mesa
perseguido por la traviesa señora White
armada con la funda de un almohadón.El señor White extrajo la pata debolsillo y la miró dudando.
—No sé qué pedir, eso es un hech
—dijo pausadamente—. Me parece quengo todo lo que quiero.
—Si pudieras pagar la casa, estaría
muy feliz, ¿o no? —comentó Herbertcon la mano en su hombro—. Buenoentonces pide doscientas libras; eso serísuficiente.
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Su padre, sonriendo avergonzado antsu propia credulidad, levantó el talismánmientras su hijo, con el rostro serio y u
anto desfigurado por el guiño que hacía su madre, se sentó al piano y tocó unoacordes impresionantes.
—Deseo doscientas libras —asegurel anciano.Un estrepitoso sonido del pian
ecibió la palabras, interrumpido por u
estremecedor gemido del viejo. Su esposy su hijo corrieron hacia él.
—Se movió —gritó, con una mirad
de disgusto hacia el objeto que yacía enel piso—. Al pedir el deseo se torció emi mano como una víbora.
—Bien, no veo el dinero —dijo s
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hijo, al levantarla y ponerla sobre la mes— y apuesto a que nunca lo veré.
—Debe haber sido tu imaginación —
comentó su esposa, mirándolansiosamente.
Él movió la cabeza.
—Sin embargo, no importa. No se hhecho ningún mal, aunque me llevé unfuerte impresión.
De nuevo se sentaron ante el fuego
mientras los dos hombres terminaban dfumar sus pipas. Afuera, el vientsoplaba más que nunca, y el anciano s
sobresaltó por el sonido de una puertgolpeando violentamente en el piso darriba. Un silencio inusual y depresivo sabatió sobre ellos, y duró hasta que l
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anciana pareja se levantó para retirarse dormir.
—Espero que encuentren el diner
dentro de una gran bolsa en el medio dsu cama —dijo Herbert al darles labuenas noches—, y a algo horribl
agazapado sobre el armariobservándolos mientras se guardan suiqueza malhabida.
El señor White se sentó en l
oscuridad, contemplando el fuegagonizante, y adivinando rostros en él. Eúltimo fue tan espantoso y simiesco qu
o miró estupefacto. Se volvió tan vividque, con una risita intranquila, buscó ea mesa un vaso que tuviera un poco d
agua para arrojársela. Su mano se top
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con la pata de mono y, con un ligerestremecimiento, se la frotó en el abrigy subió a su habitación.
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II
A la mañana siguiente, en la claridadel sol frío que iluminaba la mesa dedesayuno, Herbert se rió de sus miedos
Había un aire de integridad en lhabitación, ausente la noche anterior, y lpata sucia y reseca estaba abandonadsobre un mueble con un descuido que ndenotaba mucha fe en sus virtudes.
—Supongo que todos los soldadoviejos son iguales —dijo la señora Whit
—. ¡Qué idea la de hacernos escuchar tabarbaridad! ¿Cómo podrían concedersdeseos en estos días? Y si se pudiera¿cómo podrían perjudicarte doscienta
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ibras? —Podrían caer del cielo sobre s
cabeza —imaginó el frívolo Herbert.
—Morris dijo que todas las cosaocurrían con tanta naturalidad —comentsu padre—, que podrías, si quisieras
atribuirlas a una coincidencia. —Bueno, no se lancen sobre el dinerantes de que yo vuelva —agregó Herberal levantarse de la mesa—. Temo que t
conviertas en un hombre ruin y avaro, engamos que repudiarte.
Su madre rió. Luego lo acompañó a l
salida y lo miró alejarse por el camino. Aegresar a la mesa del desayuno, sdivirtió a costa de la credulidad de suesposo. Todo esto no impidió que corrier
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a la puerta cuando llamó el cartero, ni quse refiriera con brusquedad a losuboficiales retirados de costumbre
bohemias cuando descubrió que en ecorreo venía una factura del sastre.
—Me imagino que Herbert har
alguno de sus comentarios graciosocuando vuelva a casa —dijo mientras ssentaban a comer.
—Así lo creo —respondió el seño
White, sirviéndose un poco de cerveza—Pero, de cualquier modo, la cosa smovió en mi mano; lo juro.
—Te imaginaste que se movía —dija anciana con tono conciliador. —Te digo que se movió —replicó é
—. No me lo imaginé; sólo… ¿qué pasa?
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Su esposa no contestó. Estabobservando los misteriosos movimientode un hombre que estaba afuera, y que
mirando de forma poco decidida hacia lcasa, parecía intentar convencerse dentrar. Ella lo asoció con las doscienta
ibras, cuando notó que el extraño estabbien vestido, y llevaba un sombrero dseda, brillante de tan nuevo. Aquehombre hizo tres veces una pausa ante l
cerca, y luego echó a andar otra vez. Lcuarta vez se detuvo, puso la mano sobrella, y, con repentina resolución, la abri
de par en par y caminó por el sendero. Amismo tiempo, la señora White se llevas manos a la espalda, se desat
apresuradamente el delantal, y puso es
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útil accesorio debajo del almohadón de lsilla.
Invitó al extraño a pasar a la sala. Él
que parecía intranquilo, la mirfurtivamente, y escuchó preocupado ladisculpas de la anciana por la aparienci
del lugar y el abrigo de su esposo, prendque por lo general reservaba para eardín. Entonces esperó, ta
pacientemente como su sumisión se l
permitía, a que él dijera qué lo habíraído hasta allí, pero al principio estuv
extrañamente silencioso.
—Me… me pidieron que viniera —dijo al fin, y se agachó a quitarle urocito de algodón a sus pantalones—
Vengo de Maw y Meggins.
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La anciana se sobresaltó. —¿Pasa algo? —preguntó sin alient
—. ¿Le ha ocurrido algo a Herbert? ¿Qu
pasó? ¿Qué pasó?Su esposo intervino. —Calma, calma, madre —dij
apresuradamente—. Siéntate y no saqueconclusiones. Estoy seguro de que usteno ha traído malas noticias, señor —miró al otro, anhelante.
—Lo siento… —comenzó evisitante.
—¿Está herido? —preguntó
enloquecida, la madre.El hombre asintió. —Muy herido —dijo suavemente—
Pero no sufre.
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—¡Gracias a Dios! —exclamó lseñora White juntando las manos—Gracias a Dios! ¡Gracias…!
Se interrumpió de pronto, acomprender el siniestro sentido que sescondía en ese consuelo, y vio la terribl
confirmación de sus temores en el rostrdel hombre. Entonces contuvo lespiración, miró a su marido, qu
parecía no entender, y le tomó la man
emblorosamente. Hubo un largo silencio —Quedó atrapado en las máquinas —
dijo el hombre en voz baja.
—Quedó atrapado en las máquinas —epitió el señor White, aturdido—. Sí.Se sentó, mirando fijamente por l
ventana; tomó la mano de su mujer entr
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as suyas y la apretó, como lo hacícuarenta años antes, cuando la cortejaba.
—Era el único que nos quedaba —
dijo, volviéndose suavemente hacia evisitante—. Es muy duro.
El otro tosió, se levantó y se acerc
con lentitud a la ventana. —La empresa me ha encomendadque les exprese sus condolencias por estgran pérdida —dijo sin volverse—. Le
uego que comprendan que sólo soy uempleado y que obedezco órdenes.
No hubo respuesta. El rostro de l
señora White estaba lívido, sus ojos fijosy su respiración inaudible. El semblantde su esposo reflejaba una expresiócomo la que podría haber tenido su amig
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el sargento al comienzo de su carrera. —Quería decirles que Maw
Meggins se deslindan d
esponsabilidades —prosiguió—. Nadmiten ninguna obligación. Pero econsideración a los servicios prestado
por su hijo, desean compensarlos con uncantidad de dinero.El señor White soltó la mano de s
mujer y, levantándose, miró con horror a
visitante. Sus labios secos pronunciaroa palabra:
—¿Cuánto?
—Doscientas libras —fue lespuesta.Sin oír el grito de su mujer, el seño
White sonrió lánguidamente, extendió lo
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III
En el cementerio nuevo e inmenso, unos tres kilómetros de distancia, maridy mujer sepultaron a su hijo y volvieron
a casa inmersos en la sombra y esilencio. Todo fue tan rápido que aprincipio casi no se dieron cuenta y lequedó una esperanza, como si fuera ocurrir algo que aliviara ese pesodemasiado grande para dos corazoneviejos.
Pero pasaron los días y esa esperanzse transformó en resignación, esdesesperada resignación de los viejos qualgunos llaman apatía. A veces casi n
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hablaban, porque no tenían nada qudecirse; sus días eran largos hasta ecansancio.
Alrededor de una semana después, eseñor White se despertó repentinamentuna noche, estiró la mano y se encontr
solo. El cuarto estaba a oscuras y éescuchó el sonido de un llanto contenidque venía de la ventana. Se incorporó ena cama para escuchar mejor.
—Ven aquí —dijo tiernamente—. Tva a dar frío.
—¡Mi hijo tiene frío! —respondió l
señora White y volvió a llorar.Los sollozos se desvanecieron en looídos del señor White. La cama estabibia y sus ojos, pesados de sueño
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Cabeceó de forma intermitente hasta quun grito salvaje de su mujer lo despertbruscamente.
—¡La pata! —gritaba—. ¡La pata dmono!
El señor White se levantó alarmado.
—¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué pasa?Ella se acercó a él tambaleante. —La quiero —dijo en voz baja—
¿No la has destruido?
—Está en la sala, sobre la repisa —contestó, asombrado—. ¿Por qué?
Llorando y riendo al mismo tiempo
se inclinó y lo besó. —La había olvidado —dijhistéricamente—. ¿Por qué no lo habípensado antes? ¿Por qué no lo había
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pensado tú? —¿Pensar qué? —preguntó. —En los otros dos deseos —
espondió rápidamente—. Sólo hemopedido uno.
—¿Y no fue suficiente?
—No —gritó ella, con aires de triunf—. Pediremos uno más. Baja y tráelpronto, y pide que nuestro hijo vuelva a vida.
El hombre se sentó en la camaLevantó las sábanas y sus temblorosomiembros quedaron al descubierto.
—Dios mío, estás loca —grithorrorizado. —Tráela —jadeó—. Tráela pronto
pide. ¡Mi hijo! ¡Mi hijo!
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El hombre encendió la vela. —Vuelve a acostarte —dijo, insegur
—. No sabes lo que estás diciendo.
—Nuestro primer deseo se cumpli—afirmó la mujer febrilmente—. ¿Poqué no el segundo?
—Fue una coincidencia —balbuceel anciano. —Ve por ella y pide el deseo —grit
su esposa, temblando por la emoción.
El marido se dio vuelta, la miró y dijcon voz trémula:
—Hace diez días que está muerto,
además… no quiero decir más… sólpude reconocerlo por la ropa. Si yentonces era demasiado horrible para quo vieras, ahora…
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Estaba ansiosa y pálida, y tenía algsobrenatural. Tuvo miedo de ella.
— Pídelo —gritó con violencia.
—Es absurdo y perverso —balbuceó — Pídelo —repitió su esposa.El hombre levantó la mano.
—Deseo que mi hijo vuelva a vivir.El talismán cayó al suelo y el señoWhite lo miró con terror. Luegoemblando, se dejó caer en una silla
mientras la anciana, con ojos febriles, sacercaba a la ventana y levantaba lpersiana.
El hombre se quedó sentado, inmóvilaterrado; miraba ocasionalmente lsilueta de la anciana que escudriñaba poa ventana. El cabo de la vela, quemad
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hasta el borde del candelero de porcelanaanzaba sombras palpitantes sobre eecho y las paredes, hasta que expiró, co
una última oscilación. El anciano, con unexplicable alivio ante el fracaso dealismán, volvió a la cama. Minuto
después, ella vino silenciosa y apática su lado.No hablaron. Escuchaban en silenci
el pulso del reloj. Crujió un escalón y u
atón se escurrió por la pared. Loscuridad era opresiva, y, después dpasar un rato juntando coraje, el seño
White buscó la caja de fósforos, encendiuno y bajó a buscar una vela.Al pie de la escalera se apagó e
fósforo y él se detuvo para encender otro
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Al mismo tiempo, sonó un golpe suavecasi imperceptible, en la puerta dentrada.
Se le cayeron los fósforos. Épermaneció inmóvil, sin respirar, hastque se repitió el golpe. Huyó a su cuart
y rápidamente cerró la puerta. Resonó uercer golpe por toda la casa. — ¿Qué fue eso? —dijo la mujer
evantándose de la cama.
—Un ratón —contestó el hombrecon un estremecimiento—, un ratón. Pasa mi lado por la escalera.
La mujer se había erguido yescuchaba. Un golpe más fuerte que loanteriores retumbó en el aire.
—¡Es Herbert! —gritó ella—. ¡E
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Herbert!Corrió hacia la puerta, pero su espos
a siguió, la tomó de un brazo, y l
mantuvo inmovilizada. —¿Qué vas a hacer? —susurró co
voz quebrada.
—¡Es mi hijo, es Herbert! —gimiella, luchando por liberarse—. Olvidé questaba a tres kilómetros de aquí. ¿Por qume detienes? Déjame ir. Debo abrirle l
puerta. —¡Por el amor de Dios, no lo deje
entrar! —exclamó el anciano, lleno d
error. —¿Vas a temerle a tu propio hijo? —gritó, forzando a su marido a soltarla—.Déjame ir. ¡Ya voy, hijo! ¡Voy a verte
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Herbert!Sonó otro golpe, y otro más. L
anciana, con un tirón desesperado, s
zafó de su esposo y corrió hacia abajo. Éfue detrás de ella y la llamangustiosamente al darse cuenta de qu
bajaba por la escalera. Oyó cómo soltaba cadena y quitaba el pasador de lpuerta. Luego, la voz jadeante de lanciana llegó hasta él.
—El cerrojo de arriba —gritó—. Vepronto. No lo alcanzo.
Pero su esposo estaba agachado en e
piso, buscando la pata. Si pudierencontrarla antes de que aquella cosentrase a la casa. Los golpes eran ahormás frenéticos. Oyó que su esposa s
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apoderaba de una silla y la arrastrabhasta colocarla junto a la puertaDescorrió el cerrojo. En ese momento, e
anciano encontró la pata de mono y pidisu tercer y último deseo, ya casi sialiento.
Los golpes cesaron abruptamenteaunque su eco se quedó en el aireEscuchó a su esposa mover la silla y abria puerta. Una fría corriente de aire s
coló hasta la escalera, y un largo lamentde desaliento y dolor de su esposa le difuerzas para correr a su lado. Desde l
puerta vio el farol que se balanceaba en lacera de enfrente, iluminando un caminranquilo y solitario.
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Título original: «The Monkey’s Paw», 1902e
The Lady of the Barge (1906). Gentileza: ThSociety of Authors
Tomado de: Cuentos de terror, AlfaguaraMéxico, 1997
Traducción: Noemí Nove
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N
Relato de los
extraños
sucesos de la calle
Aungie
Joseph Sheridan Le Fanu
o vale la pena relatar mi historia; amenos, no vale la pena escribirla
En realidad, al contarla como me lpidieron a veces, no me fue tan malaunque no soy yo quien debiera decirlo
Era una noche de invierno, y yo m
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encontraba ante un círculo de rostronteligentes y ávidos, iluminados por u
buen fuego después de la cena; afuera s
evantaba el viento helado y gemíamientras los comensales se hallaban en enterior, cómodos y abrigados. Pero e
arriesgado hacerlo como usted me lpide. La pluma, la tinta y el papel no somedios adecuados para transmitir lmaravilloso, y un «lector» es por ciert
un animal más crítico que un «escucha»No obstante, si usted puede convencer sus amigos de que lo lean al anochecer,
después que la conversación alrededor da chimenea haya versado sobre cuentoemocionantes de ese terror vago mpreciso; en pocas palabras, si usted m
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verdad, y no se parecía a mí en modalguno, pues mi temperamento eexcitable y nervioso.
Mientras estudiábamos, mi tíLudlow, el padre de Tom, compró tres cuatro casas viejas en la calle Aungier
Una de ellas estaba desocupada. Éesidía en el campo, y Tom propuso qunos estableciéramos en la casa vacímientras no se alquilara; una opción qu
cumpliría el doble fin de situarnos cercde la universidad y de nuestros lugares ddiversión, y de ahorramos el pago de l
enta semanal por el hospedaje.Nuestro mobiliario era muy escasonuestro equipaje, modesto y rudimentarien extremo. En pocas palabras, nuestra
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posesiones eran casi tan austeras comas de un campamento militar. Así pueslevamos a cabo nuestro plan no bien l
deamos. El salón se convirtió en la salde estar. A mí me tocó el dormitoriubicado encima de la sala, y a Tom, el d
atrás, en el mismo piso, cuarto que yo nhubiera ocupado por nada del mundo.En primer lugar, la casa era muy, mu
vieja. Tengo entendido que hac
cincuenta años renovaron la fachadapero aparte de eso no tenía nadmoderno. El agente que la compró
astreó los títulos a pedido de mi tío, mdijo que se vendió, junto a otrapropiedades confiscadas, en la casa demates Chichester, creo que en 1702;
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había pertenecido a sir Thomas Hacketquien fue alcalde de Dublín en loiempos de Jacobo II. Cuántos años tení
entonces, no lo sé, pero, de todos modosos años y los cambios sufridos a travé
del tiempo fueron suficientes par
otorgarle ese aspecto misterioso y tristeexcitante y depresivo a la vez, que es tapropio de la mayoría de las mansioneantiguas.
Se modernizaron muy poco lodetalles, y quizá fuera mejor así, puehabía algo extraño y anticuado en la
paredes y techos, en la forma de lapuertas y ventanas, en la posiciópeculiar de la repisa de la chimeneasituada en diagonal, en las vigas y la
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pesadas cornisas, además de la singulasolidez de la ebanistería, desde labarandillas hasta los marcos de la
ventanas. Todo eso era imposible docultar, y hubiera revelado su antigüedadebajo de innumerables capas de barniz
adornos modernos.A decir verdad, se notaban algunontentos, al punto de empapelar las salas
pero, de un modo u otro, el papel parecí
osco y fuera de lugar. La anciana, quatendía un pequeño bazar en el camino, cuya hija —una solterona de cincuenta
dos años— era nuestra única criada desdel amanecer hasta su discreta retirada ecuanto terminaba de preparar el té en ladependencias de servicio, esta mujer
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digo, lo recordaba, desde la época en quel juez Horrocks solía pasar allí sus díasagasajando a sus invitados con excelent
carne de venado y vinos raros y añejosÉste se había ganado la reputación de se
un juez severo y «amigo de la horca» y
acabó por colgarse él mismo bajo uapto de «locura temporal», comsentenció el juez de primera instancia)En aquellos tiempos felices, tapices d
cuero dorado adornaban las salas de estay es muy posible que causaran unmagnífica impresión, pues la
habitaciones eran de veras espaciosas.Los dormitorios teníaevestimientos, pero el del frente no eróbrego; y en éste la hospitalidad de l
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antiguo prevalecía sobre suconnotaciones sombrías. Pero edormitorio de atrás, por compatibilida
de temperamentos, se había unido a lecámara y anulado la separación. Tení
dos ventanas sombrías ubicadas de mod
extraño, que miraban al vacío frente apie de la cama, y con el recoveco oscurpropio de las viejas casas de Dublíncomo un enorme armario fantasmal. Po
a noche, este «nicho», como solílamarlo nuestra mucama, tenía, a muicio, un carácter especialmente siniestr
y sugerente. La vela distante y solitaride Tom brillaba en vano con luz trémulen la oscuridad. Allí estaba siemprvigilándolo… siempre impenetrable. Per
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esto creaba sólo una parte del efecto. Nengo palabras para expresar lo repulsiv
que me resultaba toda la pieza. En su
razos y proporciones había, supongodiscordancias latentes, cierta relacióndescriptible y misteriosa, qu
perturbaba en forma confusa algúecóndito sentido de lo apropiado y lseguro, y daba lugar a indescriptiblesospechas y recelos en la imaginación. E
general, como dije al principio, por naddel mundo hubiera pasado una noche solen ese cuarto.
Nunca pretendí ocultarle al pobrTom mis debilidades supersticiosas, y élpor su parte, ridiculizaba mis temores coa mayor franqueza. Sin embargo, e
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escéptico estaba predestinado a recibiuna dura lección, como se verenseguida.
Al poco tiempo de ocupar nuestroespectivos dormitorios empecé a padece
una gran inquietud por las noches y
rastornos en el sueño. Puesto qusiempre había dormido profundamente no era de ningún modo propenso a lapesadillas, supongo que estas molestia
me tornaron muy intolerante. Así puesen lugar de disfrutar de mi acostumbradeposo, mi destino consistía ahora e
«beber todos los horrores» cada nocheLuego de una serie inicial de sueñodesagradables y espantosos, miangustias adquirieron forma definitiva,
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a misma visión, sin variacioneperceptibles en los detalles, me visitaba amenos (en promedio) dos veces po
semana.Ahora bien, este sueño, pesadilla
lusión infernal —como se la quier
lamar— en cuya desgraciada víctima mconvertí, se aparecía de la siguientmanera:
Yo veía, o imaginaba que veía, cad
mueble y cada particularidad de la piezdonde dormía con la más abominablnitidez, a pesar de la profunda oscuridad
Esto, como es sabido, se da al margen da pesadilla común. Pues bien, mientrame encontraba en ese estado dclarividencia, que consistía apenas en l
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conservaban su negrura original. Bieecuerdo cada línea, matiz y sombra d
ese semblante, ¡y con razón! La mirad
de esa cara infernal permanecía fija emí, y la mía respondía a la inexplicablfascinación de una pesadilla, durante u
período de angustia muy prolongado. Pofin:Cantaba el gallo y entonce
desaparecía el demonio que me habí
esclavizado durante las espantosavigilias de la noche; y, atormentado ynervioso, me levantaba para cumplir co
as obligaciones del día.Sentía —no sé por qué, pero pueddeberse a la intensa angustia y profundampresiones de horror sobrenatural, co
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el cual estaba asociada la extrañfantasmagoría— un insuperable rechaza describir la naturaleza exacta de mi
preocupaciones nocturnas a mi amigo ycompañero. Por lo general, sin embargoe decía que estaba obsesionado co
sueños abominables; y, conforme amaterialismo atribuido a la medicinaratamos los dos de disipar mis miedos
no a través del exorcismo, sino por medi
de un tónico reconfortante. —Le haré justicia a este tónico
admitiré con franqueza que el maldit
etrato empezó a espaciar sus visitas bajsus efectos. ¿Qué me dices? ¿Fue, puesesa singular aparición —tan llena dcarácter como de terror— una criatura d
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mi fantasía o la invención de mi pobrestómago? ¿Fue, en suma, subjetiva (pardecirlo en la jerga técnica de nuestr
iempo), y no la intromisión y el ataqupalpable de un agente externoReconozcamos, mi querido amigo, qu
eso carece de lógica. El espíritu perversque cautivó mis sentidos bajo la forma dun retrato, bien pudo haber estado cercde mí y haber sido igualmente enérgico
maligno aunque yo no lo hubiera visto¿Qué implica la totalidad del códigmoral de la religión revelada en cuanto a
debido cuidado de nuestros cuerpos, a lsobriedad, la templanza, etc.? Hay uncorrespondencia obvia entre lo material o invisible. Hasta donde sabemos, l
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onicidad saludable del sistema y suenergía intacta pueden protegemos contrnfluencias que de otro modo volvería
espantosa la vida. El mesmerista y eelectrobiólogo fracasan, en promediocon nueve de cada diez pacientes, y es
ambién puede ocurrirle al espíritmaligno. Para la producción ddeterminados fenómenos espirituales sondispensables condiciones especiales de
sistema corporal. A veces la operaciósale bien, pero a veces falla, eso es todo.
Descubrí después que mi compañero
escéptico al parecer, también teníproblemas. Pero en ese momento yo aúno lo sabía. Una noche en que, pomilagro, me encontraba durmiend
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profundamente, me despertaron unopasos en el vestíbulo delante de mi piezaseguidos de un ruido atronador qu
esultó ser el candelabro de bronce que epobre Tom Ludlow había lanzado coodas sus fuerzas por encima de l
barandilla, y que luego rebotó con graestrépito hasta el segundo tramo de laescaleras; y casi al mismo tiempo, Tomabrió mi puerta de golpe e irrumpió d
espaldas en mi cuarto en un estado dextrema agitación.
Salté de la cama y lo agarré del braz
antes de tener una idea clara de mi propiubicación. Allí estábamos —en camisóndelante de la puerta abierta—, mirando ravés de la vieja barandilla la ventana de
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vestíbulo, por la que brillaba la tenue lude la luna opacada por las nubes.
—¿Qué pasa, Tom? ¿Qué te pasa
¿Qué demonios te pasa, Tom? —lpregunté, sacudiéndolo nervioso, compaciencia.
Respiró hondo antes de respondermepero no con mucha coherencia. —No, nada. Nada en absoluto. ¿Y
hablé? ¿Qué dije? ¿Dónde está la vela
Richard? Está oscuro; yo… yo tenía unvela.
—Sí, muy oscuro —dije—. ¿Pero qu
pasa? ¿Qué ocurre? ¿Por qué ncontestas, Tom? ¿Has perdido el juicio¿Qué pasa?
—¿Qué pasa? Ah, ya acabó. Debe d
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haber sido un sueño, nada más que usueño, ¿no crees? No puede ser otra cosque un sueño.
— Por supuesto —le contesté, munervioso—. Fue un sueño.
—Creí —dijo— que había un hombr
en mi cuarto y… y salté de la cama y…y… ¿dónde está la vela? —En tu cuarto, probablemente —
espondí—. ¿Voy a buscarla?
—No, quédate aquí… no vayas. Nmporta… te pido que no vayas; fue sól
un sueño. Cierra la puerta con llave
Dick. Me quedaré aquí contigo… estonervioso. Así que, Dick, sé buenoenciende tu vela y abre la ventana…estoy en un estado calamitoso.
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Hice lo que me pedía y, envuelto enuna de mis mantas como Granuailenuestra heroína irlandesa del siglo XVI, s
sentó al lado de mi cama.Todo el mundo sabe lo contagios
que es el miedo de todo tipo, pero e
especial la clase de miedo quexperimentaba Tom en esacircunstancias. Yo no quería oír lopormenores de la espantosa visión qu
anto lo había aterrado, y creo que ponada del mundo él los hubiese referido eese preciso momento.
—No es necesario que me cuentes tsueño disparatado, Tom —le dijesimulando indiferencia, pero en verdad aborde del pánico—. Hablemos de otr
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cosa. Es evidente que esta casa vieja mugrienta nos hace daño a ambos, y quDios me libre de quedarme más tiemp
aquí, para sufrir indigestiones… y…pasar noches horribles. De modo qumejor buscamos otro hospedaje, ¿no t
parece?, de inmediato.Tom estuvo de acuerdo, y después duna pausa, dijo:
—He estado pensando, Richard, qu
hace tiempo que no veo a mi padre, y hdecidido ir a verlo mañana y regresar euno o dos días, y podrías alquilar un pis
para nosotros mientras tanto.Supuse que esta decisión, sin duda eesultado de las visiones que lo había
atemorizado tan hondamente, se disiparí
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volumen de Anatomía, y me dediqué coplacer, antes de beber el ponche acostarme en la cama, a leer una medi
docena de páginas del Spectator. Y eeso oí pasos que bajaban por la escalerdel desván. Eran las dos de la mañana y
as calles estaban tan silenciosas como ucamposanto. Por consiguiente, se oían louidos con perfecta nitidez. El andar erento y pesado, caracterizado por l
afectación y la gravedad de la edaavanzada, y descendía por la angostescalera del piso superior, y, lo que hací
más singular el sonido era sin duda quos pies que lo producían estabadescalzos y bajaban tanteando el camincon golpes secos y torpes, mu
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desagradables al oído.Sabía a ciencia cierta que mi asistent
se había ido varias horas antes y que sól
yo quedaba en la casa. Era evidentambién que la persona que bajaba por la
escaleras no tenía la intención d
disimular sus movimientos, sino que, poel contrario, parecía dispuesta a hacemás ruido aún y proceder con mayopremeditación sin necesidad alguna
Cuando los pasos llegaron al pie de lescalera delante de mi cuarto, parecierodetenerse, y supuse que en cualquie
momento se abriría la puerta de golpe entraría el personaje original del odiosetrato. Sin embargo, sentí un gran alivi
pocos segundos después al oír que lo
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pasos volvían a descender, en la mismforma, por las escaleras que desembocaen las salas, y luego, después de un
pausa, iban de allí al piso de abajo, aecibidor, donde dejaron de oírse.
Ahora bien, cuando cesó el ruido, y
estaba hecho un atado de nervios, comsuele decirse; había alcanzado un gradde excitación muy molesto. Me puse escuchar, pero no se oía nada. Cobr
ánimo para llevar a cabo una pruebdecisiva y, con voz estentórea, grité poencima de las barandillas:
—¿Quién anda allí?Pero la única respuesta que obtuvfue el eco de mi propia voz resonando ea vieja casa vacía… ningún nuev
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movimiento; nada, en fin, que les diera mis fastidiosas sensaciones unorientación concreta. Creo que en tale
circunstancias hay algo muydesagradable y decepcionante en esonido de la propia voz, cuando e
proyectada en soledad y en vanontensificó mi sensación de aislamiento, mis temores aumentaron al ver que lpuerta, que yo estaba seguro de habe
dejado abierta, estaba cerrada detrás dmí; con vaga inquietud, por temor a qume cortaran la retirada, entré en mi cuart
an rápido como pude, y allí me quedé eun estado de aislamiento imaginario, muy incómodo en efecto, hasta eamanecer.
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Esa noche no apareció el huéspedescalzo, pero la noche siguiente, cuandya estaba acostado, en la oscuridad, cre
que alrededor de la misma hora que lvez anterior, oí otra vez con nitidez lopasos del viejo bajando del desván.
Esta vez ya había bebido mi ponchey por lo tanto mi estado de ánimo erexcelente. Salté de la cama, agarré eatizador mientras pasaba al lado de
fuego casi extinguido, y en un santiaménme encontré en el vestíbulo. En esmomento, ya había cesado el ruido, l
oscuridad y el frío eran desalentadores, magínese mi horror cuando vi o creí veun monstruo negro, no sé si con forma dhombre o de oso, de pie y de espaldas a l
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pared, en el vestíbulo frente a mí, con upar de ojos verdes que brillaban con luenue. Ahora bien, con toda franqueza l
confesaré que la alacena dondcolocamos a la vista nuestros platos azas estaba situada justo en aquel lugar
aunque en ese momento no lo recordé. Amismo tiempo debo decirle con todhonestidad que, pese a la imaginacióexaltada, nunca pude convencerme d
que fui víctima de mi propia fantasía eeste asunto, pues la aparición, después duno o dos cambios de forma, como en u
acto de transformación incipienteempezó a avanzar hacia mí, ahora que lpienso bien, en su forma originalEmpujado más por el terror que por l
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audacia, le lancé el atizador por la cabezcon todas mis fuerzas; y con eacompañamiento de un horrible estrépit
egresé a mi cuarto y cerré la puerta codoble llave. Entonces, apenas unosegundos después, oí que los espantoso
pies descalzos bajaban por las escalerashasta que cesó el sonido en el recibidorgual que la otra vez.
Si la aparición de la noche anterio
fue una ilusión óptica producto de mfantasía que jugueteaba con los oscurocontornos de la alacena, y si sus horrible
ojos no eran más que tazas invertidasuve la satisfacción, de todos modos, dhaberle lanzado el atizador coasombroso resultado, ya que, para decirl
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con una de esas frases hechas, «mató dos pájaros de un tiro», tal como pusieroen evidencia los trozos y fragmentos d
mi juego de té. Hice todo lo posible poconsolarme y llenarme de valor a partide esas demostraciones, pero n
funcionó. ¿Y qué puedo decir de esoespantosos pies descalzos y su continumarcha pesada, que marcaba lontervalos de la escalera a través de l
soledad de mi casa embrujada, y a unhora en que no se manifestaba ningúnflujo positivo? ¡Maldición! Todo est
asunto era abominable. Me sentía mudesanimado y me horrorizaba la llegadde la noche.
Llegó, y empezó amenazante, co
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ormentas y ráfagas tenaces de lluvideprimente. Las calles se volvierosilenciosas antes de lo acostumbrado; y
as doce de la noche no se oía nadexcepto el inquietante golpeteo de lluvia.
Me puse todo lo cómodo y abrigadque pude. Encendí dos velas en vez duna. Renuncié a la cama y me dispuse salir, con la vela en la mano; pues, cout
qui coute, estaba decidido a ver, si ervisible, al ente que perturbaba la quietunocturna de mi mansión. Estab
ntranquilo y nervioso, e intenté en vannteresarme por mis libros. Caminé por ecuarto, silbando ya fuera música marciao alegre, mientras que, de vez en cuando
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ntentaba escuchar el pavoroso ruido. Msenté y miré fijo la etiqueta cuadrada da solemne y discreta botella negra, hast
que «EL MEJOR WHISKY AÑEJO DE MALTA
DE FLANAGAN & CÍA.» se convirtió euna especie de callado acompañamient
de todas las especulaciones fantásticas horribles que acosaban mi mente.Entretanto, el silencio se hizo má
profundo y la oscuridad, más tenebrosa
Traté en vano de escuchar el ruido de uvehículo o el alboroto atenuado de uiña en la distancia. Apenas se oía e
umor de un viento incipiente que surgidespués de la tormenta que habíatravesado las montañas de Dublín máallá del alcance del oído. En medio d
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esta enorme ciudad empecé a sentirmsolo con la naturaleza, y sabe Dios qumás. Mi valor disminuía. Sin embargo, e
ponche, que embrutece a tantos, mconvirtió de nuevo en un hombre, justo iempo para oír, con firmeza y suficient
sangre fría, los pies desnudos, blandos yorpes que una vez más descendían por lescalera.
Tomé un candelabro con ciert
estremecimiento. Mientras avanzaba tratde improvisar una oración, pero calldurante un momento para escuchar, y n
ogré terminarla. Los pasos continuabanConfieso que dudé por unos segundofrente a la puerta, antes de armarme dvalor y abrirla. Cuando eché una mirada
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ata, porque —ríase de mí, si lo desea—me lanzó lo que creo que fue unexpresión de malicia indudablement
humana, y, al tiempo que se arrastrabcasi entre mis pies y me observabapodría jurar que vi —entonces lo pens
pero ahora estoy seguro— la miradnfernal y la cara odiosa de mi viejamigo del retrato, impresas en el rostrde la enorme alimaña que tenía ante mí.
Regresé con rapidez a mi cuarto couna sensación de repugnancia y horromposible de describir, y aseguré l
puerta, como si al otro lado hubiera ueón. ¡Maldito él o eso; maldito el retraty su modelo! Tenía la sensación de que lrata —sí, la rata, la RATA que acababa d
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ver— era aquel ser maligno oculto bajun disfraz, vagando por la casa en una dsus infernales diversiones nocturnas.
Temprano por la mañana, empecé ecorrer con grandes dificultades la
calles fangosas, y, entre otras diligencias
envié una nota de urgencia a Tompidiéndole que volviera. Pero no bieegresé a la casa me encontré con u
mensaje de mi «compinche» viajero, e
el cual me anunciaba su arribo para el dísiguiente. Me alegró la noticia en más dun sentido, ya que, por un lado, habí
enido éxito en mi búsqueda dalojamiento, y por otro, la aventurmedio ridícula y medio horrible de lnoche anterior volvía especialment
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gratos el cambio de ambiente y el retornde mi compañero.
Esa noche, dormí en forma provisori
en mi nueva vivienda de la calle Diggesy a la mañana siguiente regresé desayunar a la mansión embrujada, dond
sin duda Tom acudiría de inmediato ecuanto llegase.Estaba en lo cierto: llegó y una de su
primeras preguntas se refirió al principa
motivo de nuestro cambio de residencia. —Gracias a Dios —dijo, co
auténtico fervor, al enterarse de que y
estaba todo arreglado—. Me alegrmucho por ti. En cuanto a mí, te asegurque por nada en el mundo volvería pasar una noche en esta espantosa cas
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vieja. —¡Al diablo con la casa! —exclamé
con una sincera mezcla de miedo
aversión—. No hemos pasado ni umomento agradable desde que vinimos vivir aquí.
Seguí hablando y de paso le conté maventura con la vieja rata hinchada. —Bueno, si eso fuera todo —dijo m
primo, fingiendo no darle importancia a
asunto—, no creo que me hubiespreocupado demasiado.
—Cierto, pero su mirada, su rostro
querido Tom —insistí—, si hubiesevisto eso, habrías pensado que ercualquier cosa menos lo que laapariencias indicaban.
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—Prefiero creer que el mejoprestidigitador en ese caso sería un gatgrande y robusto —respondió, con un
isita irritante. —Pero ahora hablemos de tu propi
aventura —dije, con brusquedad.
Ante esta provocación, miró a sualrededor con inquietud. Yo le habíavivado un recuerdo muy desagradable.
—La oirás, Dick, te la contaré —dij
—, pero, por Dios, caballero, relatarlaquí me haría sentir muy incómodo, pesa que presentamos un frente demasiad
sólido como para que los fantasmas satrevan a entrometerse en este momento.Aunque lo dijo en broma, creo qu
fue una apreciación seria. Nuestra criad
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este repulsivo episodio me hallabacostado en la vieja cama de madera coa intención de dormir. Me repugn
ecordarlo. En realidad, estaba biedespierto, pese a que había apagado lvela y me mantenía inmóvil como s
estuviera dormido; y, aunque inquietos eocasiones, mis pensamientos se sucedíande modo alegre y placentero.
»Creo que, cuando oí un sonido en…
en ese recoveco detestable y oscuro en eextremo del dormitorio, eran por lmenos las dos de la mañana. Parecí
como si alguien arrastrara con lentitud urozo de cuerda por el piso, levantándoly dejándola caer de nuevo, suavementeen espirales. Me senté en la cama una
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dos veces, pero no pude distinguir nadaasí que llegué a la conclusión de que srataba de los ratones del revestimient
de las paredes. No sentí ninguna emocióalarmante, excepto curiosidad, y pocdespués dejé de prestar atención.
»Mientras permanecía en ese estadoaunque parezca raro, sin sospechar aprincipio de la presencia de algsobrenatural, vi de pronto a un viejo, má
bien robusto y corpulento, en una especide bata de color rojo apagado, con ungorra negra en la cabeza, que se moví
con lentitud y dificultad en formdiagonal a través del dormitorio, desde eecoveco, pasando delante del pie de m
cama, hasta el antiguo armario de la leñ
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a mi izquierda. Llevaba algo bajo ebrazo: la cabeza le colgaba ligeramenthacia un lado; y, ¡Dios misericordioso
cuando le vi la cara…».Tom se calló por un momento, y
uego continuó:
—Ese semblante funesto, que vivo muerto nunca podré olvidar, reveló lo quera. Sin mirar a izquierda o derecha, paspor mi lado, y entró en el armari
ubicado cerca de la cabecera de la cama.»Mientras se acercaba a mí es
especie pavorosa e indescriptible d
muerte y culpa, sentí que ya no tenía lcapacidad para hablar ni moverme, agual que un cadáver. Muchas hora
después de su desaparición, yo aún estab
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demasiado aterrorizado y débil como parntentar algún movimiento. En cuantlegó el día, me armé de valor y registr
el cuarto, en especial el camino qupareció tomar el aterrador intruso, perno había rastros de que alguien hubies
pasado por allí, ni señales visibles ddesorden entre la leña que cubría el pisdel armario.
»Empecé a recuperarme un poco e
ese momento. Estaba rendido y exhaustoy por fin me venció un sueño febril. Bajarde, y al verte tan abatido, por causa d
us sueños relacionados con el retratocuyo original se presentó ante mí —ahora lo sé—, no quise hablar sobre lvisión infernal. De hecho, estaba tratand
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de convencerme a mí mismo de que todhabía sido una alucinación, y no tenídeseos de revivir la intensidad de la
epugnantes impresiones de la nochanterior… ni de comprometer lpersistencia de mi escepticismo, po
medio del relato de mis padecimientos.»Confieso que me hizo falta muchsangre fría para regresar a mis aposentoembrujados la noche siguiente
acostarme tranquilo en la misma cama —continuó Tom—. Y lo hice en tal estadde agitación que habría bastado un
nsignificancia —no me avergüenzdecirlo— para desatar en mí un pánicncontrolable. Sin embargo, esa nochranscurrió en calma, como la siguiente
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ambién dos o tres más. Empecé ecuperar la confianza en mí mismo y
convencerme de que creía en las teoría
de las ilusiones espectrales, con las que aprincipio había tratado en vano dengañar a mis convicciones.
»La aparición había sido, en efectodel todo anómala. Recorrió la habitaciósin advertir para nada mi presencia. Yno la perturbé, y ésta no mostró interé
por mí ¿Para qué fin imaginable le servíapues, cruzar el cuarto en forma visiblePor supuesto, bien podría haber estado e
el armario en vez de haber ido allí, con lmisma facilidad con que se introdujo eel recoveco sin entrar en la habitación eforma perceptible por los sentidos
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Además, ¿cómo demonios pude verloEra una noche oscura; yo no tenía velasno había fuego en la chimenea; ¡y si
embargo lo vi con la misma claridadanto el colorido como el contorno, co
que suelo distinguir cualquier form
humana! Un sueño cataléptico podríexplicarlo del todo; y yo estaba decidida considerarlo un sueño.
»Uno de los fenómenos más notable
elacionados con la mendacidad consisten la enorme cantidad de mentiradeliberadas que nos contamos a nosotro
mismos, puesto que es lícito suponer qucaeríamos en el engaño con facilidad. Enodo esto —no necesito decírtelo, Dick
—, sencillamente me estaba mintiendo,
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no creía una sola palabra de ladespreciables patrañas. Sin embargoseguí adelante, como suelen hacer lo
hombres, igual que los charlatanes mpostores perseverantes, que impone
por cansancio la credulidad en la
personas a través del simple recurso de leiteración; de modo que tenía lesperanza de poder persuadirme a mmismo, por fin, de asumir el cómod
escepticismo con respecto al fantasma.»No había aparecido por segunda vez
era, sin duda, un alivio. Y, después d
odo, ¿qué me importaban él, sus viejas ypeculiares vestimentas y su extrañapariencia? ¡Ni un rábano! Lexperiencia no me había dañado e
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se había calmado, todavía podía oír a unsimpático tipo cantando, de regreso a sucasa, la canción picaresca de entonce
lamada Murphy Delaney. Aprovechandesa distracción, volví a acostarme, con lcara hacia la chimenea, y, cerrando lo
ojos, intenté pensar sólo en la balada, quse perdía cada vez más en la distancia:
Murphy Delaney, tan alegre y
gracioso,entró en una taberna a beberse uno
ragos;salió tambaleándose repleto d
whiskyfresco como una lechuga, ciego com
un toro.
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»El cantante, cuyo estado erparecido, sin duda, al de su héroe, pront
se distanció demasiado como pardeleitar mis oídos; y a medida que salejaba la música, caí en un sueño ligeronada reparador. De algún modo, lcanción se me había metido en la cabezay empecé a divagar con las aventuras dmi respetable compatriota, quien, al sali
de la “taberna”, cayó al río, del que lsacaron para hacerlo “comparecer” antun “jurado”, el cual, informado por u“veterinario” de que el tipo estab“muerto de remate y asunto concluido”falló en conformidad, en el precisnstante en que el difunto recobraba l
conciencia, de modo que un furios
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»Ahora bien —¿podrás creerlo, Dick—, vi a la misma maldita figura, dfrente, y me contemplaba con s
expresión sepulcral y demoníaca a nmás de dos metros de la cabecera».
Tom hizo una pausa y se limpió e
sudor de la cara. Me sentí muy raro. Lcriada estaba tan pálida como Tom; ypuesto que nos encontrábamos en emismo lugar de tales aventuras, todos no
sentíamos muy agradecidos, sin dudalguna, de la brillante luz del día y de lactividad de la calle.
—Sólo la vi con claridad unos tresegundos; luego se tomó vaga mprecisa; pero, por mucho tiempo, hub
algo parecido a una columna de vapo
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oscuro en el lugar donde se había ubicada figura entre la pared y la cama; y y
estaba seguro de que aún se encontrab
ahí. Después de un buen rato, estaparición también se desvaneció. Llevé lopa abajo, al recibidor, y me vestí allí
con la puerta semiabierta; luego salí a lcalle, y caminé por el pueblo hasta eamanecer, hora en que regresé en uestado calamitoso y muerto de cansancio
Fue una tontería de mi parte, Dick, sentivergüenza de contarte los motivos de magitación. Pensé que te reirías de mí
sobre todo porque siempre me tomé lacosas con filosofía y me referí a tufantasmas con desprecio. Llegué a lconclusión de que no me darías tregua; d
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modo que mantuve en secreto mi relatde terror.
»Así pues, Dick, quizá no me creas
pero te aseguro que hace muchas nochesdespués de mi última experiencia, que npiso mi cuarto. Cuando te ibas a acostar
me quedaba sentado un rato en la sala destar; luego me deslizaba en silencihasta la puerta de entrada, salía y mquedaba en la taberna Robin Hood hast
que se fuera el último parroquiano; uego pasaba la noche como un centinela
caminando las calles de arriba abajo hast
a mañana siguiente.»Durante más de una semana ndescansé en mi cama. A veces, madormecía en un banco en la Robi
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Hood, y a veces echaba una siesta en unsilla durante el día, pero no dormnormalmente en ningún momento.
»Tomé la firme decisión de qualquiláramos otra casa, pero no matrevía a confesarte el motivo, y de u
modo u otro fui postergando mesolución de día en día, a pesar de qumi vida se había vuelto, cada hora ddilación, tan desgraciada como la de
criminal perseguido por la policía. Estamentable estilo de vida estaba acaband
con mi salud.
»Una tarde resolví disfrutar de unhora de sueño en tu cama. Odiaba la míade modo que, fuera de una sigilosa visitdiaria para deshacerla, temeroso de qu
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Martha, la criada, descubriera el secretde mi ausencia nocturna, no entré parnada en la fatídica habitación.
»Por desgracia y para mi mala suerteu dormitorio estaba cerrado y te habíalevado la llave. Fui al mío con e
propósito de deshacer la cama, como dcostumbre, y darle la apariencia de quhabía dormido en ella. Ahora bien, esnoche, debido a la coincidencia d
diversas circunstancias, me vi obligado enfrentar una escena pavorosa. En primeugar, me sentía literalmente abrumad
por el cansancio, y ansiaba dormir; esegundo lugar, el efecto del agotamientexcesivo sobre mis nervios se asemejabal de un narcótico, y me volvía meno
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susceptible a los angustiosos miedos yhabituales en mí. Y además, la ventanestaba un poco entreabierta, un
agradable frescura impregnaba eambiente, y, como broche de oro, ealegre sol de la tarde hacía muy agradabl
a habitación. ¿Qué podía impedirmdisfrutar de una hora de siesta allí ? Eaire resonaba con el zumbido alegre de lvida, y la abundante luz natural del dí
lenaba todos los rincones de la pieza.»Cedí —suprimiendo mi desasosieg
— a la casi abrumadora tentación;
apenas me quité el saco y me aflojé lcorbata, me recosté en la cama con ldea de limitarme a un breve sueño d
media hora, con la finalidad de disfruta
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de modo inusitado de un colchón dplumas, un cobertor y un almohadón.
»Fue un hecho terrible e insidioso; y
el demonio, sin duda, guió mipreparativos, fatuos y caprichosos. Tontde mí, creí, con la mente y el cuerp
agotados por falta de sueño, y unsemana sin descanso en mi haber, que erposible, en esa situación, dormir tan sóluna media hora. Mi sueño fue profundo
argo y desprovisto de pesadillas.»Me desperté con calma, pero de
odo, sin sobresaltos o sensaciones fea
de ningún tipo. Como sin duda recuerdasera pasada la medianoche, me parece qucerca de las dos de la mañana. Cuando esueño ha sido profundo y largo, suficient
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para satisfacer las necesidades de lnaturaleza, uno se despierta cofrecuencia de este modo, en forma súbita
ranquila y completa.»Había una figura sentada en el viej
y pesado sofá al lado de la chimenea
Estaba más bien de espaldas a mí, peryo no estaba equivocado; se dio vueltdespacio y, ¡por todos los cielos!, allestaba el rostro sepulcral, con su
nfernales rasgos de perversidad ydesesperanza, contemplándome comalicia. Ya no cabía duda acerca de s
percepción de mi presencia, ni de lnfernal maldad que lo animaba, pues sevantó y se acercó a mi cabecera. Tení
una soga alrededor del cuello, y en l
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soga alrededor del cuello, balanceaba unudo en el otro, como para lanzarlo a mcuello, y mientras realizaba esta siniestr
pantomima, tenía una sonrisa tan lascivaan horrorosa y espeluznante, que m
anuló los sentidos. No vi ni recuerd
nada más, hasta que me encontré en tcuarto.»Tuve un escape milagroso, Dick —
eso no se puede negar—, un escape por e
cual, mientras viva, bendeciré lmisericordia del cielo. Nadie puedconcebir o imaginar lo que significa par
un ser humano la presencia de semejantcosa, pero he vivido esa espantosexperiencia. Dick, Dick, una sombra sha cruzado en mi camino, se me h
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helado la sangre hasta los tuétanos, y nseré el mismo nunca más… nuncaDick… ¡nunca!».
Nuestra criada, una mujer madura dcincuenta y dos años, como ya dije, shabía quedado inmóvil mientras oía e
elato de Tom, y poco a poco se acercó os dos, con la boca abierta y las cejafruncidas sobre los ojos negros, pequeñoy brillantes, hasta que, mirando d
soslayo de vez en cuando por encima dehombro, se ubicó detrás de nosotrosDurante el relato había hecho vario
comentarios serios, en voz baja, pero homitido tanto éstos como suexclamaciones, por razones de breveday sencillez.
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—He oído a menudo hablar de ello —dijo en ese momento—, pero nunca lhabía creído hasta hoy, aunque, e
ealidad, ¿por qué no habría de creerlo¿Acaso mi madre allá abajo, en ecamino, no sabe varias historias extraña
—¡bendito sea Dios!— aunque no ldiga? Pero usted no debió dormir en edormitorio de atrás. Ella, mi madre, nquería en absoluto que yo entrara
saliera de esa habitación ni siquiera ddía, y menos que un cristiano pasara lnoche allí; pues ella asegura que era su
dormitorio. —¿El dormitorio de quién? —preguntamos al mismo tiempo.
—Pues, el de él… el del viejo juez…
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el juez Horrock, claro, que en padescanse —y miró aterrada a salrededor.
—¡Así sea! —murmuré, entre diente—. Pero ¿murió allí?
—¡Murió allí! No, no exactament
allí —respondió ella—. Por cierto, ¿no scolgó de la barandilla, ese viejo pecadorDios tenga piedad de nosotros? ¿Y no fuen el recoveco donde encontraron lo
mangos cortados de la soga de saltar, y ecuchillo donde colocó la cuerda —bendito sea Dios!— para ahorcarse? L
hija de su ama de llaves era la dueña de lsoga, me lo dijo mi madre varias veces, a niña no pudo recuperarse nunc
después de eso, y se despertab
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sobresaltada, chillaba de noche, por lapesadillas y los terrores nocturnos que lacosaban; y decían que era el alma de
viejo juez la que la atormentaba; y ellbramaba y gritaba para que alejaran aviejo grande y robusto con el cuell
orcido; y entonces profería: «Ay, ¡eamo!, ¡el amo!, ¡camina pesadamenthacia mí y me llama con señas! Madrquerida, ¡no me abandones!». Hasta qu
al fin la pobre criatura murió, y lodoctores dijeron que falleció por causa dagua en el cerebro, pues ¿qué otra cos
podían decir? —¿Cuándo pasó todo eso? —pregunté.
—Ah… ¿cómo podría saberlo? —
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espondió—. Pero debe de haber ocurridhace mucho, mucho tiempo, porque eama de llaves ya era vieja, con la pipa e
a boca y sin un solo diente. Pasaba loochenta cuando mi madre se casó, ydecían que había sido una mujer atractiv
y elegante cuando el viejo juez ssuicidó. Por cierto, mi madre pronto va cumplir los ochenta. Y lo que empeoras cosas para el viejo villan
desnaturalizado, que en paz descansehasta el punto de asustar a la chica, como hizo, y llevársela de este mundo, fue l
que en su mayor parte creían y pensabaodos. Mi madre dice que la pobrcriaturita era su propia hija, pues él scomportaba, según se decía, como u
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auténtico villano en más de un sentido, yera el juez más amigo de la horca en todel territorio de Irlanda, de entonces
siempre. —Por lo que ha mencionado acerc
del peligro de dormir en ese dormitori
—dije—, supongo que ha habido otrahistorias acerca de las apariciones defantasma.
—Bueno, sí, hubo cosas que s
dijeron, cosas raras, sin duda —respondiMartha, sin muchas ganas, al parecer—¿y por qué no? ¿Acaso no durmió en es
mismo cuarto por más de veinte años? ¿Yno fue en el nicho donde preparó la sogque llevó a cabo, al fin, lo que él mismsolía hacer, de la misma manera qu
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mandó matar en vida a muchos hombremejores que él?… ¿Y acaso no tendieroel cadáver en la misma cama, lo metiero
en el ataúd en ese lugar, además, y llevaron a su tumba desde allí hasta e
cementerio de Pether, después de
dictamen del juez de instrucción? Perhubo historias raras —mi madre laconoce todas— sobre cómo un taNicholas Spaight se metió en un lío en
elación con ese tema. —¿Y qué dijeron del tal Nichola
Spaight? —pregunté.
—Ah, si de eso se trata, puedcontárselo ahora mismo —respondió.Contó una historia muy extraña, po
cierto, que despertó de tal modo m
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curiosidad, que fui a visitar a la ancianasu madre, de quien obtuve muchodetalles curiosos. En efecto, estoy tentad
de relatar el suceso, pero se me hcansado la mano de tanto escribir, lo qume obliga a postergarlo. Si desea oírla e
otra oportunidad, haré todo lo posible pocomplacerlo.Cuando escuchamos el extraño relat
que no le he contado, le hicimos una
dos preguntas más acerca de lasupuestas visitas espectrales que habíaasediado la casa después de la muerte de
malvado juez. —Nunca a nadie le fue bien allí —nos dijo—. Siempre hubo terribleaccidentes y muertes repentinas, y todo
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se quedaron por poco tiempo. Loprimeros en alquilarla pertenecían a unfamilia —no recuerdo el nombre—, per
de todos modos eran dos muchachaacompañadas de su papá. Éste tenía unosesenta años, y era un caballero fuerte
sano como más de uno quisiera verse esa edad. Pues bien, él dormía en esnfortunado cuarto de atrás, y, en efect
—¡Dios nos guarde del peligro!—, l
encontraron muerto una mañana, caído medias de la cama, con la cabeza negrcomo un carbón e hinchada como u
budín, colgando cerca del piso. Fue uataque, dijeron. Estaba más muerto quun pescado, de modo que él no podícontar lo que le había pasado; pero lo
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ancianos estaban seguros de que el viejuez, y no otra cosa —¡Dios nos bendiga
—, lo había asustado hasta el punto d
hacerlo perder el juicio y la vida, ambacosas a la vez.
»Poco después, llegó a la casa un
solterona vieja y rica. No sé en cuál dos dormitorios dormía ella, pero vivísola; de todo modos, una mañana, cuandos sirvientes bajaron temprano par
niciar sus tareas, la encontraron sentaden la escalera del pasillo, temblando murmurando para sí, totalmente loca;
nunca más ni ellos ni sus amigopudieron sacarle una palabra, excepto “nme pidan que me vaya, porque le prometesperarlo”. Ella jamás les dijo a quién s
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medianoche creyó oír un ruido en laescaleras, y, estando ebrio, no tuvo mejodea que ir a ver por sí mismo qu
pasaba. Bueno, un rato después, lo últimque su mujer oyó fue un “¡ay Dios!”, y eestruendo de una caída que sacudió lo
cimientos de la mismísima casa y allí, eefecto, estaba tendido el pobre Micky, eos últimos escalones, debajo de
vestíbulo, con el cuello quebrado en do
partes, en el lugar donde fue arrojaddesde la barandilla».
Luego la criada añadió:
—Voy a buscar a Joe Gawey para quvenga a embalar el resto de las cosas y laleve a su nuevo alojamiento.
Y así, todos salimos juntos, cada un
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dando un respiro de alivio —no lo dud— al atravesar el funesto umbral poúltima vez.
Pues bien, conforme a lacostumbrado desde tiemponmemoriales en el ámbito de la ficción
diré unas palabras más con el fin dacompañar al héroe no sólo a través dsus aventuras, sino incluso más allá deste mundo. Debe de haber notado qu
así como el héroe de carne y hueso de lnovela es el personaje principal deescritor de ficción, del mismo modo l
vieja casa de ladrillo, madera y argamases la protagonista del humilde escriba deste auténtico relato. Por lo tanto, msiento obligado moralmente a narrar l
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catástrofe que la destruyó al final: doaños después de mi relato la alquiló ucurandero charlatán, que se hacía llama
barón Duhlstoerf. Llenó las ventanas da recepción con frascos llenos d
horrores indescriptibles conservados e
aguardiente y colmó los periódicos coos habituales avisos grandilocuentes mendaces. Este caballero no incluía lsobriedad entre sus virtudes, y una noche
endido por el vino, prendió fuego acortinado de la cama, sufrió algunaquemaduras, y las llamas consumiero
oda la casa. Fue reconstruida después, por un tiempo un empresario de pompafúnebres se estableció en sus predios.
Así pues, le he contado mis aventura
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y las de Tom, junto con algunos detallesecundarios valiosos, y, habiendcumplido con mi obligación, le dese
muy buenas noches y sueños placenteros
Título original: «An Account of Some Strang
Disturbances in Aungier Street»en Dublin University Magazine, 1853
Traducción: Luz Freir
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A
El invitado de Drácula
Bram Stoker
l empezar el viaje, el sol brillabintensamente sobre Munich y e
aire tenía esa alegría plena de locomienzos del verano. Cuando estábamoa punto de partir, Herr Delbruck —emaître d’hotel del Quatre Saisons, dond
yo me alojaba— bajó hasta el coche, sinponerse el sombrero, y, luego ddesearme buen viaje, se dirigió acochero, con la mano en la manija de l
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puerta del vehículo. —No olvide que debe regresar a
anochecer. El cielo parece despejado
pero el aire frío del viento norte indicque puede haber una tormenta repentinaAunque estoy seguro de que usted no s
demorará —agregó, sonriendo—, porqusabe muy bien qué noche es hoy. — Ja, mein Herr —respondió Johann
enfáticamente, y partió de inmediato
levándose la mano al sombrero.Cuando ya estuvimos lejos de l
ciudad, le pedí que se detuviera y l
pregunté: —Dígame, Johann, ¿qué noche ehoy?
— Walpurgisnacht —me contest
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acónicamente, persignándose. Luegsacó su reloj, un objeto alemán antiguode plata, de unos veinte centímetros, y l
miró, juntando las cejas y encogiendo unpoco los hombros, con cierta inquietudAdvertí que era un modo respetuoso d
protestar contra esa demora innecesaria, yvolví a sentarme en el asiento del cochhaciéndole señas que siguiera caminoPartió de inmediato, como para recupera
el tiempo perdido. Cada tanto, locaballos parecían levantar la cabeza olfatear el aire, con desconfianza. En esa
ocasiones, yo miraba a mi alrededoralarmado. La ruta estaba bastantdesolada; atravesaba una especie dmeseta elevada, expuesta al viento. A
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niega.Como respuesta, pareció arrojarse de
coche, por la rapidez con que llegó a
suelo. Luego extendió las manos compara suplicarme que no fuera por allíHablaba un poco de inglés mezclado co
alemán, lo suficiente como para que yentendiera el sentido de sus palabrasParecía siempre a punto de decirme algoalgo cuya sola idea evidentemente l
aterrorizaba. Pero después se detenía exclamaba, persignándose«¡Walpurgisnacht!».
Traté de razonar con él aunque ermuy difícil hacerlo al no conocer sengua. Obviamente, él estaba en ventaja
pues, aunque empezó a hablar en u
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nglés muy rudimentario y fragmentadosiempre se excitaba y seguía hablando esu lengua materna. Y cada vez que l
hacía, miraba el reloj. Luego, los caballose inquietaron y olfatearon el aire. Él spuso muy pálido, miró a su alrededor
aterrorizado, y de pronto dio un salthacia adelante, tomó las bridas de locaballos y los hizo avanzar algunometros. Lo seguí y le pregunté por qu
había hecho eso. Pero él se persignóseñaló el lugar donde habíamos estadparados un momento antes y condujo s
coche en dirección al otro caminoseñalando una cruz. —Lo enterraron —dijo, primero e
alemán y luego en inglés—. A ellos, qu
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aquí no hay lobos ahora. —¿No? —le pregunté—. ¿No hac
mucho que los lobos estaban cerca de l
ciudad? —Hace mucho —respondió—, e
primavera y verano. Pero con la niev
han estado aquí hace poco tiempo.Mientras mimaba a los caballos yrataba de calmarlos, unas nubes negra
se desplazaron rápidamente por el cielo
La luz del sol se desvaneció y sentimouna bocanada de aire frío sobre nosotrosPero fue sólo una ráfaga, y parecía má
una advertencia que un hecho concretoporque el sol volvió a brillantensamente. Johann miró el horizontevantando la mano a la altura de la frent
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y volvió a hablar. —La tormenta de nieve. Vendrá e
poco tiempo.
Luego miró otra vez el reloj yenseguida —sosteniendo fuerte laiendas, porque los caballos seguía
escarbando el suelo con las patas sacudiendo inquietos la cabeza— subió acoche como si hubiera llegado emomento de continuar viaje.
Sentí cierta obstinación y no lo segude inmediato.
—Hábleme del lugar adonde lleva e
camino —le dije, señalando en esdirección.Otra vez se persignó y balbuceó un
plegaria antes de responder.
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—Está endemoniado. —¿Quién? —pregunté. —El pueblo.
—Entonces, hay un pueblo. —No, no. Allí no vive nadie desd
hace cientos de años.
Otra vez se despertó mi curiosidad. —Pero usted dijo que había upueblo.
—Había.
—¿Y dónde está ahora?Entonces empezó a contar una larg
historia, un poco en alemán y otro poc
en inglés, con tanta confusión que nentendí muy bien lo que dijo, pero pudcolegir que hacía mucho tiempo, cientode años, algunas personas habían muert
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allí y habían sido enterradas en suumbas, y se oían sonidos debajo de lierra, y cuando las tumbas se abrieron
encontraron hombres y mujereozagantes, con la boca llena de sangre. Y
así, apresurados por salvar su vida —¡ay
y también sus almas!, y aquí se persignotra vez—, los que quedaban huyeron otros sitios, donde los vivos vivían y lomuertos estaban muertos, y no… no alg
así. Evidentemente, tenía miedo dpronunciar las últimas palabras. Amedida que avanzaba su relato, se ib
excitando cada vez más. Parecía habecaído presa de su imaginación. Hasta querminó completamente aterrorizado, coa cara lívida, sudando, temblando
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—Regrese, Johann. EWalpurgisnacht no es un problema paros ingleses.
Los caballos estaban más inquietoque nunca y Johann trataba dcontenerlos, mientras me implorab
desesperadamente que no hiciersemejante tontería. Me dio pena el pobrhombre, que estaba muy serio, pero iguano pude dejar de reírme. Su inglés y
había desaparecido totalmente. Con lansiedad, se había olvidado de que sólpodía entenderlo si me hablaba en es
engua, así que siguió parloteando en sualemán nativo. Empezó a resultarme upoco tedioso. Después de indicarle que sfuera a su casa, me di vuelta para toma
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el camino que se internaba en el valle.Con gesto de desesperación, Johan
giró sus caballos en dirección a Munich
Me incliné sobre el bastón y lo seguí coa mirada. Durante un rato, avanzentamente por el camino. Luego, en l
cresta de una colina, apareció un hombralto y delgado. No veía muy bien a esdistancia. Cuando se acercó a locaballos, éstos empezaron a encabritars
y a patear, y luego a relinchar con terrorJohann no podía controlarlos; sdesbocaron al bajar la cuesta y huyero
enloquecidos. Los vi perderse de vista yuego busqué al desconocido. Peradvertí que él tampoco estaba.
Tranquilo, tomé el camino lateral qu
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se internaba en el valle que Johann habíobjetado. Yo no veía que hubiera ningunazón para cuestionarlo y me atrevo
decir que estuve caminando un par dhoras sin pensar en el tiempo ni en ldistancia, y, en realidad, sin ver casas n
personas. En lo referente al lugar, era ldesolación misma. Pero no lo advertí eespecial hasta que, al doblar en un recoddel camino, encontré una hilera d
árboles. Entonces me di cuenta de quenconscientemente, me habímpresionado la desolación de los lugare
por los que acababa de pasar.Me senté a descansar y empecé mirar a mi alrededor. Me sorprendió quel aire fuera mucho más frío que a
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comienzo de mi caminata. Sentía uuido similar al de un suspiro y, cadanto, bien arriba, una suerte de rugid
apagado. Miré hacia arriba y advertí quas grandes nubes densas estaba
cruzando rápidamente el cielo de norte
sur, a gran altura. Había señales de quuna tormenta se avecinaba en algúestrato elevado del aire. Tenía un poco dfrío y pensé que debía de ser por esta
sentado después del ejercicio de lcaminata; entonces seguí avanzando.
Pasé por un lugar mucho má
pintoresco. No había ningún objetlamativo, pero todo ese sitio tenía eencanto de la belleza. No presté atencióal tiempo; sólo cuando se impuso l
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ntensidad del crepúsculo comencé pensar cómo encontraría el camino degreso. El brillo del día habí
desaparecido. El aire era frío y, arriba, edesplazamiento de las nubes era mápronunciado. Lo acompañaba un sonid
ejano y violento, del cual parecía surgicada tanto ese llanto misterioso qusegún el cochero provenía de un loboDudé un momento. Había dicho que verí
el pueblo desierto, así que seguí adelanty en poco tiempo llegué a una ampliextensión de campo abierto, tod
encerrado por las colinas. Las laderaestaban cubiertas de árboles, que bajabahasta la llanura, en grupos, moteando lacuestas más moderadas y las depresione
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que había aquí y allá. Seguí con la vistel serpentear del camino, y vi qudoblaba cerca de uno de los grupos má
densos de árboles y se perdía detrás de élMientras miraba hacia allí, sentí u
escalofrío en el aire y empezó a nevar
Pensé en los kilómetros y kilómetros dcampo desolado que había atravesado yentonces me apresuré para buscar refugien los árboles que tenía adelante. El ciel
fue oscureciendo cada vez más, ambién aumentó el volumen de la nieve
hasta que la tierra a mi alrededor s
convirtió en una alfombra blanceluciente, cuyo extremo más lejano sperdió en una vaga imprecisión. Ecamino era aquí rudimentario y, cuand
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estaba parejo, sus límites no eran tamarcados, como sucedía en las áreas siárboles; y al rato descubrí que me habí
desviado, porque no hallé la superficidura en la tierra y mis pies se hundieromás en el pasto y el musgo. Luego e
viento se tomó más fuerte y soplaba couna intensidad cada vez mayor, hasta qume arrastró. El aire se tornó gélido y, pesar del ejercicio que había hecho
empecé a sufrir. Caía tanta nieve formaba remolinos tan rápidos a malrededor, que apenas podia mantener lo
ojos abiertos. Cada tanto, el cielo spartía con intensos relámpagos, y en edestello podía distinguir una masa dárboles adelante, en especial tejos y
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extensión y me permitía ver que estaba aborde de un denso bosquecillo de tejos cipreses. Como había dejado de nevar
salí de mi refugio y comencé a investigaun poco más de cerca. Me pareció queentre todos esos cimientos antiguos po
os que había pasado, todavía debía habealguna casa en pie, que, aunque estuvieren ruinas, me sirviera de refugio por uato. Al bordear el extremo de
bosquecillo, advertí que estaba rodeadpor una pared baja. La seguí, y prontencontré una abertura. Aquí, los ciprese
formaban un callejón que conducía a unmasa cuadrada de algún tipo dconstrucción. Pero, en el mismmomento en que la vi, las nubes s
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desplazaron y ocultaron la luna. Entonceecorrí el sendero en medio de l
oscuridad. El viento debió habe
efrescado, porque sentí un escalofrío acaminar; sin embargo, tenía la esperanzde hallar un refugio y seguí avanzando
ientas.De pronto, hubo un momento dcalma, así que me detuve. La tormenthabía pasado y, tal vez en armonía con e
silencio de la naturaleza, mi corazópareció dejar de latir. Pero eso fue sólmomentáneo, porque de repente la luz d
a luna penetró entre las nubes y mndicó que estaba en un cementerio y quese objeto cuadrado que tenía adelantera una enorme tumba de mármol, ta
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blanca como la nieve que lo cubría todoCon la luz de la luna, la tormenta emitiun suspiro violento, que pareció retoma
su curso con un aullido grave prolongado, similar al de una manada dperros o lobos. Estaba absorto
conmovido, y sentí que el frío crecía emi interior, hasta apoderarse de mcorazón. Luego, mientras la luz de la lunseguía inundando la tumba de mármol, l
ormenta pareció renovarse, como segresara sobre sus huellas. Impulsad
por una suerte de fascinación, me acerqu
al sepulcro para ver qué era y por questaba allí solo en semejante sitioCaminé alrededor y leí unas palabras ealemán inscriptas en la puerta de estil
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dórico:
Condesa Dolingen de Gratz En Stiria, buscó y halló la muerte.
1801
En lo alto de la tumba, había unenorme estaca de hierro, aparentementclavada en el mármol sólido, pues l
estructura estaba compuesta por unopocos bloques grandes de piedra. En lparte trasera, vi, tallado en grandes letracirílicas:
Los muertos viajan rápido.
Había algo tan raro e inexplicable e
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odo eso, que me asusté y me sentbastante débil. Por primera vez, desehaber escuchado el consejo de Johann. E
este punto, en circunstancias misteriosay terriblemente afectado, pensé: «¡Es lnoche de Walpurgis!».
La noche de Walpurgis, en que, segúa creencia de millones de personas, ediablo andaba suelto, en que las tumbase abrían y los muertos salían
caminaban, en que las cosas diabólicas da tierra, el aire y el agua se reunían
festejar. Y estaba justamente en el luga
que el cochero había evitado taespecialmente, el pueblo evacuado hacísiglos, el sitio donde se hallaba el suiciday donde yo me encontraba, solo, si
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ninguna presencia humana, temblando dfrío en un manto de nieve, con unormenta enfurecida que se avecinaba
Tuve que recurrir a toda mi filosofía, odos mis estudios de religión, a todo m
coraje para no caer en un paroxismo d
error.Y en ese momento estalló sobre mí uerrible tornado. El suelo se estremeci
como si galoparan sobre él miles d
caballos. Pero esta vez la tormenta nraía nieve en sus alas gélidas, sinnmensas piedras de granizo que caían
con tal violencia como si fueran arrojadapor los honderos baleares. Piedras quderribaban hojas y ramas, y hacían que eefugio de los cipreses no fuera más úti
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que un campo de espigas de maíz. Acomienzo corrí hasta el árbol mácercano, aunque pronto me vi obligado
salir de allí y buscar el único sitio quparecía brindar cobijo, la profundentrada dórica de la tumba de mármol
Allí, acuclillado contra la enorme puertde bronce, logré protegerme un poco dos golpes del granizo, pues ahora sól
me pegaban cuando rebotaban en el suel
y en los costados del mármol.Cuando me apoyé en la puerta, ésta s
movió levemente y se abrió haci
adentro. Cualquier refugio, aunque fuerel de una tumba, era bienvenido en esdespiadada tempestad, y estaba a puntde entrar cuando el destello de u
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elámpago zigzagueante iluminó todo ecielo. En ese instante, como que estovivo, vi, al girar la vista a la oscuridad d
a tumba, una bella mujer con las mejillaedondeadas y los labios rojos
aparentemente durmiendo en un féretro
Cuando estalló un relámpago arriba, sentalgo que me agarraba, como si fuera lmano de un gigante, y me arrojaba hacia tormenta. Fue todo tan repentino que
antes de que me diera cuenta del golpmoral y físico, advertí que el granizo mazotaba otra vez. Al mismo tiempo, m
dominó la sensación extraña de no estasolo. Miré la tumba y en ese precisnstante hubo otro relámpag
enceguecedor, que pareció impactar sobr
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a estaca de hierro que estaba en la partsuperior de la tumba y penetrar en lierra, haciendo estallar y desmoronar e
mármol como en un incendio. La mujemuerta se levantó en un momento dagonía, envuelta por las llamas, y s
ntenso grito de dolor se ahogó en eestruendo del relámpago. Lo último quoí fue ese sonido terrible y confuso, pueotra vez me agarró la mano gigante y m
sacó de allí, mientras el granizo mgolpeaba y el aire parecía reverberar a malrededor con el aullido de los lobos. L
última visión que recuerdo fue la de unmasa blanca e indefinida que se movíacomo si todas las tumbas que modeaban hubieran dejado salir a lo
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fantasmas de sus muertos con sumortajas y se estuvieran acercando a mí ravés del manto blanco del granizo, qu
seguía cayendo.
Poco a poco, sentí que recuperabvagamente la conciencia, y luego tuvuna sensación de cansancio aterradoraPor un momento, no recordé nada, per
entamente recuperé los sentidos. Teníos pies muy lastimados; no podí
moverlos. Parecían entumecidos. Sentí
frío en la nuca y en toda la columna; y looídos, como los pies, estaban muertopero doloridos. Sin embargo, en el pechenía una sensación de calidez que, e
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comparación, era deliciosa. Era unpesadilla —una pesadilla física, si eposible usar esa expresión— porque u
peso enorme en el pecho me dificultaba respiración.
Este período de semiletargo pareci
durar mucho tiempo, y cuanddesapareció, debo de haberme dormido desmayado. Luego sentí una fuertaversión, como una náusea, y un intens
deseo de liberarme de algo, aunque nsabía de qué. Me rodeaba una quietuextrema, como si todo el mundo estuvier
muerto, interrumpida solamente por uadeo grave, como si hubiera algúanimal cerca de mí. Sentí que me raspabel cuello y luego tomé conciencia de l
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atroz realidad, que me hizo sentir uescalofrío en todo el cuerpo e hizo qume subiera súbitamente la sangre a
cerebro. Un animal enorme estabencima de mí, lamiéndome el cuelloTuve miedo de moverme, pues ciert
nstinto de prudencia me obligó quedarme quieto. Pero la bestia pareciadvertir que se había producido en malgún cambio, porque en ese moment
evantó la cabeza. A través de lapestañas, vi encima de mí los dos ojoenormes y ardientes de un lobo gigante
Sus dientes blancos y afilados relucían ensu boca roja, completamente abierta, ypodía sentir su respiración caliente, feroy corrosiva sobre mi cuerpo.
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sonido alguno. El resplandor rojo sacercó más, sobre el manto blanco que sextendía en medio de la oscurida
circundante. Luego, repentinamente, salide atrás de los árboles un conjunto dhombres a caballo, al trote, blandiend
antorchas. El lobo se apartó de mí y sfue hacia el cementerio. Vi que uno de lohombres a caballo —que, por sus capas sus uniformes militares, deduje era
soldados— levantó su carabina y apuntóUn compañero le golpeó el hombro y oel sonido del proyectil encima de m
cabeza. Evidentemente, me habíconfundido con el lobo. Otro divisó aanimal que se escabullía y le siguió udisparo. Luego, al galope, la tropa avanz
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os hombres se llamaban entre sí. Seunieron, pronunciando exclamacione
alarmantes, y las luces brillaban a medid
que los otros iban saliendo decementerio atropelladamente, composeídos. Cuando los más alejados s
acercaron a nosotros, los que estaban mi lado les preguntaron ansiosos. —Y, ¿lo hallaron? —¡No, no! —respondiero
apresuradamente—. ¡Vayámonos rápidde aquí! ¡No es un lugar para quedarse, ymucho menos esta noche!
—¿Qué era? —preguntaron en todoos tonos de voz.La respuesta surgió de parte de vario
hombres, vagamente, como si tuvieran u
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mpulso común para hablar pero ssintieran restringidos por un temor comúde dar a conocer sus pensamientos.
—¡Era… era… efectivamente! —balbuceó uno de ellos, que por emomento no podía razonar co
propiedad. —¡Era y no era un lobo! —dijo otroestremeciéndose.
—No tiene sentido que intentemo
dispararle sin la bala bendecida —afirmun tercero con naturalidad.
—¡Lo tenemos bien merecido po
salir esta noche! ¡En verdad nos hemoganado nuestros mil marcos! —profiriun cuarto.
—Había sangre en el mármol roto —
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agregó otro después de una pausa—. Loelámpagos nunca hicieron eso. Y e
cuanto a él… ¿está a salvo? ¡Mírenle e
cuello! Ven, camaradas, el lobo estuvencima de él, para que no se le enfriara lsangre.
El oficial me miró el cuello yespondió: —Está bien; la piel no está perforada
¿Qué significa todo esto? Si no fuera po
el aullido del lobo, no lo habríamoencontrado nunca.
—¿Qué se hizo de él? —preguntó e
hombre que sostenía mi cabeza en alto que parecía el más tranquilo del grupoporque no le temblaban las manos. En lmanga llevaba la insignia de u
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suboficial de marina. —Se fue a su guarida —contestó e
hombre, con el rostro pálido, tembland
de terror al mirar asustado a su alrededo—. Puede haber entrado en cualquiera destas tumbas. Son suficientes. ¡Vamos
camaradas, vayámonos rápidoAbandonemos este lugar maldito.El oficial me levantó hasta que qued
sentado, impartió una orden y lueg
varios hombres me subieron al caballo. Ésaltó a la montura que estaba detrás dmí, me tomó en sus brazos, dio la orde
de avanzar y, sacando la vista de locipreses, nos alejamos de allí cabalganden formación militar. Todavía no mespondía la lengua y permanecía callad
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a la fuerza. Debo haberme quedaddormido, porque sólo recuerdo que luegme encontré de pie, sostenido por u
soldado de cada lado. Era casi pleno día hacia el norte se reflejaba un rayo rojizde sol, como un sendero de sangre, sobr
a nieve que quedaba. El oficial les estabpidiendo a los hombres que no dijeranada de lo que habían visto, excepto quhabían encontrado a un inglé
desconocido, custodiado por un perrenorme.
—¡Un perro! ¡Eso no era un perro! —
o interrumpió el hombre que habíexhibido tanto temor—. Creo reconocer un lobo cuando lo veo.
—Dije «un perro» —respondió co
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calma el joven oficial. —¡Un perro! —insistió el otro
rónicamente. Era evidente que su coraj
aumentaba con la salida del sol yseñalándome a mí, agregó—: Mírele ecuello. ¿Es eso obra de un perro, jefe?
Instintivamente, levanté la manhacia el cuello y, al tocarlo, grité de dolorLos hombres se reunieron alrededor parobservar; algunos bajaron de la
monturas, y una vez más se oyó la vocalma del joven oficial.
—Un perro, como dije. Si dijéramo
otra cosa, sólo se reirían de nosotros.Luego me montaron detrás de uno dos soldados y cabalgamos hacia la
afueras de Munich. Aquí nos cruzamo
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con un coche apartado, me subieron a él partimos hacia el hotel Quatre Saisons. Eoven oficial me acompañó, mientras u
soldado nos seguía con su caballo y lootros regresaron al cuartel.
Cuando llegamos, Herr Delbruck baj
as escaleras tan rápidamente para venir buscarme, que era evidente que habíestado mirando desde adentro. Me tomde ambas manos y me llevó solícito a
nterior del hotel. El oficial se despidió estaba a punto de retirarse cuando advertsu propósito e insistí en que viniera a m
cuarto. Bebimos una copa de vino yuego le agradecí cordialmente a él y sus valientes camaradas por habermsalvado. Él se limitó a responder qu
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estaba más que satisfecho y que HerDelbruck ya había dado los primeropasos para gratificar al grupo de rescate
Ante ese comentario ambiguo, el maîtrd’hotel sonrió, mientras el oficial sdisculpaba para retirarse.
—Pero, Herr Delbruck, ¿cómo y poqué me fueron a buscar los soldados? —pregunté.
Él se encogió de hombros, como s
estuviera desvalorizando su propiacción, y respondió:
—Tuve la suerte de obtener u
permiso del comandante para pedivoluntarios en el regimiento del que yparticipé.
—Pero ¿cómo sabía que yo me habí
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perdido? —interrogué. —El cochero vino con los restos de
vehículo, que volcó cuando huyeron lo
caballos. —Pero usted no iba a enviar un grup
de soldados a buscarme sólo por eso…
—¡Oh, no! —respondió—. Pero auantes de que llegara el cochero, recibeste telegrama de su anfitrión boyardo —y me entregó un trozo del papel que tení
en el bolsillo. Entonces lo leí.
Bistritz:
Tenga cuidado con miinvitado. Su bienestar es de lomás valioso para mí. Si algollegara a sucederle, o si se
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perdiera, no repare en nada contal de hallarlo y garantizar suseguridad. Es inglés y, por tanto,
aventurero. Suele haber peligrosentre la nieve, los lobos y lanoche. No pierda un instante si
sospecha que puede estar enriesgo. Recompensaré su celo conmi fortuna.
Drácula
Mientras sostenía el telegrama en lmano, el cuarto pareció dar vueltas a m
alrededor, y si el atento maître d’hotel nme hubiera agarrado, creo que me habrídesplomado en el suelo. Había algo taextraño en toda esta situación, algo ta
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aro e imposible de imaginar, que sentnteriormente la sensación de ser de algú
modo el objeto de una pelea entre fuerza
opuestas, y esa sola idea parecíparalizarme. Era evidente que me hallabbajo una suerte de protección misteriosa
Desde un país lejano había llegado, en emomento crucial, un mensaje que msacó del peligro de congelarme y mescató de las mandíbulas del lobo.
Titulo original: «Dracula’s Guest». Eroriginariamente el primer capítulo de l
novela Drácula, 1897, pero no apareció en l
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edición original y fue publicado como cuenten 1914
Traducción: Fabiana A. Sord
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U
El fantasma
Catherine Wells
na niña de catorce años estabsentada en una vieja cama
ecostada sobre unos almohadones yosiendo de tanto en tanto a causa deesfrío y la fiebre que la obligaban
permanecer allí. Ya no quería segui
eyendo a la luz de la lámpara permanecía reclinada, escuchando lpoco que podía oír y observando el fuegde la chimenea. Desde abajo, más allá de
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ancho y oscuro pasillo, cubierto dpaneles de roble y en el que colgabancuadros antiguos con llameantes batalla
navales pintadas en sus telas, desde máallá de la amplia escalera de piedra qudaba a una pesada puerta chirriante, l
legaban, por momentos, los tenuesonidos de la música de baile. Primosprimos y más primos se hallaban allabajo, y el tío Timothy, como anfitrión
animaba la velada. Muchos de ellohabían entrado alegremente en su cuartdurante el día, le decían que su
enfermedad era «una verdadera lástima»que patinar en el parque era «demasiaddivertido», y luego se iban a bailar otrvez. El tío Timothy se comportó co
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mucha amabilidad. Pero… allí abajo sescapaba para siempre toda la felicidaque la niña había deseado durante más d
un mes.Contempló cómo caían parpadeand
as llamas del gran fuego de leños en e
hogar. Por momentos tenía que apretarsas manos para detener las lágrimasHabía descubierto —pronto empezaba conocer los pequeños secretos de l
feminidad— que si tragaba con fuerza ápidamente cuando las lágrimas suntaban, podía evitar que se le inundara
os ojos. Deseó que alguien fuera a verlaTenía una campana a su alcance, pero nse le ocurría ninguna excusa para hacerlsonar. Deseó también que hubiera má
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uz en el cuarto. El fuego la iluminabvivamente cuando los leños llameabahacia arriba; pero, cuando apena
brillaban, las sombras oscuras bajabadesde el techo y se juntaban en loincones, contra las paredes. Puso s
atención en el tenue resplandor quproyectaba la lámpara sobre el agradabldesorden de la mesa de luz: la mermeladde grosellas y la cuchara, las uvas, l
imonada, el pequeño montón de librosodo parecía cálido y acogedor. Tal vez l
señora Bunting, el ama de llaves de su
ío, regresara pronto a conversar con ellaLa señora Bunting muyprobablemente estaría más ocupada qude costumbre esa noche. Se había
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agregado varios invitados nuevos: loparticipantes de otra fiesta que llegaroen coche, acompañados de una conocid
figura romántica, nada menos que efamoso actor Percival East. La enterezde la niña se había quebrado esa tarde
cuando el tío Timothy le contó que Easestaba en la casa. El tío estabsorprendido: sólo otra niña podría habeentendido perfectamente lo qu
significaba que un simple resfrío lmpidiera conocer en persona a es
mítico héroe del teatro; otra niña que s
hubiera desbordado de alegría ante saudacia, llorado ante sus nobles gestos denuncia, sentido felicidad —y un poc
de envidia— ante el abrazo final con l
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mujer amada. —¡Bueno, bueno, querida sobrina! —
e había dicho el tío Timothy
palmeándola suavemente en el hombrocon gran pena—. No te preocupes. Si npuedes levantarte, le pediré que suba
verte. Te lo prometo. ¡Qué increíblatracción que tienen sobre las niñas estopersonajes! —dijo como para sí mismo.
El revestimiento de madera crujió
como suele pasar en las casas viejas. Lniña era de esa clase de personaemerosas que no creen en fantasmas, y
sin embargo, desean con toda su alma ncruzarse nunca con uno. ¡Y hacía tantiempo que nadie la visitaba! Pasaría
muchas horas, se dijo, antes de que l
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niña que dormía en la habitación de aado se acostase; las dos piezas estaba
comunicadas por una puerta, lo que l
daba tranquilidad. Si hacía sonar lcampana, pasarían un par de minutoantes de que alguien llegara desde lo
cuartos de la servidumbre, que shallaban bastante lejos. Una de lamucamas pronto debería cruzar el pasillopensó, para arreglar los cuartos y agrega
carbón al fuego de las chimeneas. Todeso iría acompañado de una serie duidos que serían una distracción. ¡Cóm
se aburría una en la cama! ¡Qué horribleque insoportablemente horrible era estaatada a la cama, perdiéndose toda lalegre diversión de allá abajo! Ante est
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pensamiento, tuvo que tragarse una vemás las lágrimas.
Con un ruido inesperado, un
explosión de risas y aplausos, la puerta apie de la escalera se abrió y cerró. Lniña oyó unos pasos que subían y una
voces que se acercaban. Era el tíTimothy, quien golpeaba la puertentreabierta.
—Pasen —gritó, contenta.
Junto al tío se hallaba un hombre dmediana edad, de expresión tranquila ycabello gris. ¡Al fin el tío había traído u
médico! —Aquí tiene a otra de sus pequeñaadmiradoras, señor East —dijo el tíTimothy.
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¡El señor East! De pronto comprendique había esperado verlo llegar envuelten una capa, con el cabello empolvado y
finos ropajes. Su tío sonrió ante su carde sorpresa.
—No lo reconoce, señor East —
señaló. —Por supuesto que lo reconozco —dijo valientemente la niña y se incorporósonrojada por la excitación y la fiebre, lo
ojos brillosos y el cabello revuelto.En efecto, empezó a ver cómo e
enombrado héroe del escenario y e
hombre de rostro bondadoso se uníacomo en un mismo retrato. Allí estaba esuave movimiento de la cabeza, lbarbilla… ¡Claro! Y los ojos, ahora qu
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Estoy perfectamente bien. ¿Puedo bajarquerido tío…, por favor?
Ya casi había salido de la cama, por e
entusiasmo. —¡Bueno, bueno, pequeña! —l
ranquilizó el tío, alisando las sábana
con rapidez y tratando de cubrirla. —Pero ¿puedo? —Por supuesto, si quieres que t
asuste en serio, te aseguro que te daré u
susto tremendo —empezó a deciPercival East.
—Oh, sí, claro que quiero —gritó l
niña, saltando en la cama. —Volveré para que me veas cuandesté disfrazado, antes de bajar.
—¡Ay, por favor, por favor! —
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exclamó, radiante, la pequeña.¡Una representación privada, sól
para ella!
—¿Estará de veras horrible? —preguntó riendo.
—Todo lo que pueda —el señor Eas
sonrió y siguió al tío Timothy, que ysalía del cuarto—. ¿Sabes? —dijovolviéndose antes de cerrar la puerta mirándola con burlona seriedad—. Cre
que estaré bastante espantoso. ¿Estásegura de que no te importará?
—¿Importarme?… ¿Tratándose d
usted? —rió la niña.El señor East salió de la habitacióncerrando la puerta tras de sí.
—Tralalá, tralalá —tarareó content
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a pequeña y volvió a meterse entre lasábanas, las estiró sobre su pecho y spuso a esperar.
Permaneció muy tranquila durante ubuen rato, sonriente, pensando ePercival East, y en sus distintos papele
dramáticos. Lo admiraba muchoRecordó detalladamente la última obra eque lo había visto. ¡Estaba tan espléndidal batirse a duelo! No podía imaginársel
con aspecto horrible, pensó. ¿Qué harípara lograrlo?
Hiciera lo que hiciera, ella no se iba
asustar. Él no podría decir que la habíasustado a ella. El tío Timothy tambiéestaría allí, supuso. ¿O no?
Oyó pasos frente a la puerta, a l
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argo del pasillo, que luego se perdieronLa puerta al pie de la escalera se abrió uego se cerró con un golpe.
El tío Timothy había bajado.La niña siguió esperando.Un tronco, quemado y rojo, se parti
súbitamente en dos y los pedazos cayerode repente en el fondo de la chimenea. Lpequeña se sobresaltó con el ruido. ¡Todestaba tan silencioso! Se preguntó cuánt
más tardaría el señor East. Hacía faltatizar el fuego, pues los pedazos dronco se habían juntado. ¿Debía llamar
Pero el señor East podría entrar justo enel momento en que la sirvienta estuvieravivando el fuego, y eso arruinaría suentrada. El fuego podía esperar…
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La habitación estaba silenciosa y, causa de la tenue luz del fuego, máoscura. Ya no le llegaba ningún ruid
desde abajo, porque la puerta estabcerrada. Había estado abierta durantodo el día, pero ahora se había roto e
último y frágil vínculo que la unía a lodemás.La llama de la lámpara dio u
epentino salto. ¿Por qué? ¿Estaría
punto de apagarse? ¿Se apagaría?… No.Esperaba que el señor East no se l
apareciera de golpe. Por supuesto que n
o haría. De todas maneras, hiciera lo quhiciera, ella no se asustaría…, nverdaderamente. Hombre prevenido valpor dos.
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¿Hubo un ruido? La niña se levantócon la mirada clavada en la puertaNada!
Pero, sin duda, la puerta se habíentreabierto, ¡ya no encajaba taperfectamente en el marco! Tal vez, l
puerta… tenía la seguridad de que shabía movido. Sí, se había movido…, shabía abierto unos dos centímetros, ypoco a poco, mientras observaba, vio un
hilo de luz entre el filo de la puerta y emarco, que crecía despacio y se detenía.
No era posible que entrara por allí. S
había entreabierto por sí sola. El corazóde la niña empezó a latir con más fuerzaSólo podía ver la parte superior de lpuerta: el pie de la cama le ocultaba e
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esto.Su atención se hizo más aguda. D
pronto, tan repentinamente como u
disparo, descubrió una pequeña figuracomo un enano, cerca de la pared, entra puerta y la chimenea. Era una pequeñ
figura con capa, no más alta que la mesa¿Cómo lo hacía? Se movía despacio, mudespacio, hacia el fuego, como si no sdiera cuenta de la presencia de la niña
envuelto en una capa que arrastraba poel suelo, con un sombrero en la cabeznclinada sobre los hombros. La pequeñ
se aferró a las sábanas: era algo tan raroan inesperado; soltó una risita nerviospara romper la tensión del silencio…para demostrarle su aprecio.
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El enano se detuvo en seco al oír euido y giró hacia ella.
¡Ay! ¡Pero qué miedo sentía! La car
del enano era de un tono blanccadavérico, tenía un rostro largo afilado, hundido entre los hombros. ¡N
había color en los ojos que la observaban¿Cómo lo hacía? ¿Cómo lo hacía? Erdemasiado bueno. Se volvió a reínerviosamente; y con un estremecimient
de terror que no pudo dominar, vio cóma figura salía de las sombras y avanzab
hacia ella. Se armó de valor; no debí
asustarse por una simplepresentación… Se acercaba, erhorrible, horrible…, estaba llegando a sucama…
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Escondió de golpe la cabeza entre lasábanas. Nunca supo si gritó o no…
Alguien tocaba a la puerta, habland
alegremente. La niña sacó la cabeza das sábanas, avergonzada por su temorLa horrible criatura había desaparecido
El señor East hablaba desde la puerta¿Qué era lo que decía? ¿Qué? —Ya estoy listo —dijo—. ¿Quiere
que entre y empiece?
Título original: «The Ghost», en El libro dCatherine Wells, 1928
Traducción: Luz Freir
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época en que mi padre trabajaba comardinero. Mi madre murió cuando yenía tres años y mi padre, cuando cumpl
os cinco. Mi tío, George Eden, madoptó como hijo propio. Era solteroautodidacta y había logrado ciert
prestigio en Birmingham comperiodista. Costeó mis estudios con gragenerosidad y me impulsó a sentir deseode progresar en el mundo. Al morir, hac
cuatro años, me dejó toda su fortuna, quascendía a unas quinientas libras despuéde pagar todos los impuestos. Yo tení
entonces dieciocho años. En sestamento me aconsejaba emplear esdinero en completar mi educación. Yhabía elegido estudiar medicina y, gracia
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a su generosidad póstuma y a mi buensuerte para obtener una beca, me converten estudiante de la Universidad d
Londres. En el momento en qucomienza mi historia, alquilaba unbuhardilla en University Street 11 A
pobremente amueblada, expuesta a lacorrientes de aire, con vista a los fondode Schoolbred. Allí vivía y dormíaratando de hacer valer hasta mi últim
centavo.Un día, al llevarle mis botas a
zapatero de Tottenham Court Road, m
encontré por primera vez con el viejo da cara amarilla, con quien mi vida estnextricablemente enlazada. Cuando abra puerta de calle, lo vi observando, con
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evidente incertidumbre, el número de lcasa. Sus ojos, de un gris deslucido y coos bordes rojizos, se fijaron en mí. Su
ostro asumió de inmediato una expresióde torpe amabilidad.
—Llega justo a tiempo —me dijo—
Había olvidado el número de su casa¿Cómo le va, señor Eden?Me sorprendió un poco s
familiaridad; nunca antes había visto
ese hombre. También estaba molesto dque me viera con las botas debajo debrazo. El viejo notó mi falta d
cordialidad. —Usted se preguntará quién diablosoy —me dijo—. Un amigo, le aseguroYo lo he visto antes, aunque usted no m
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el ruido del tráfico, no voy a conseguique usted oiga mi voz.
Me tocó el brazo persuasivament
con una mano delgada y temblorosa. Yno era tan viejo como para que uhombre mayor no pudiera invitarme
almorzar. Pero al mismo tiempo no mgustaba demasiado su repentinofrecimiento.
—Prefiero… —respondí.
—Vamos —exclamó—. Deme egusto, aunque sea por respeto a micanas.
Entonces acepté. Me llevó aestaurante de Blavitski. Tuve qucaminar despacio para adecuarme a sitmo. Durante un sabroso almuerzo, en
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el que se las arregló para contestar mipreguntas capciosas, pude observadetenidamente su fisonomía. Su cara
bien afeitada, era delgada y estaba llende arrugas; sus labios ajados caían sobrsu dentadura postiza; su cabello blanc
era fino y más bien largo; tenía la espaldarqueada. Me pareció chico, pero casodos los hombres me parecían chicos e
ese entonces. Y, al observarlo, advertí qu
él también me examinaba, con un curiosaire de codicia en los ojos. Me observabos hombros, las manos tostadas por e
sol, la cara llena de pecas. —Y ahora —agregó, mientraencendíamos un cigarrillo— le explicarpara qué vine a buscarlo. Debo decirl
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que tengo, para que pueda liberarse de lapreocupaciones de la pobreza.
Traté de mostrar indiferencia y, co
evidente hipocresía, dije: —Entiendo, usted quiere que yo l
ayude, como profesional, a encontrar
esa persona.Sonrió, me observó a través del humdel cigarrillo y yo reí al sentir que mhabía descubierto.
—¡Qué brillante carrera puede teneese hombre! —exclamó—. Me llena denvidia pensar que otro disfrutará de l
que yo he acumulado durante tantos añosPero obviamente deberá cumplir algunacondiciones. Las cosas nunca son deodo gratuitas. Por ejemplo, deber
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agradecimiento. No sabía qué decir ncómo decirlo.
—Pero ¿por qué justo yo? —pregunt
finalmente.Comentó que el profesor Haslar m
había nombrado cuando él le pregunt
por un joven sano y honesto. Y qudeseaba dejar su dinero a una persona queuniera esas condiciones.
Así terminó mi primer encuentro co
el viejo. No habló mucho sobre sí mismoDijo que por el momento no me daría sunombre y, después de hacerme una
preguntas, se despidió y me dejó en lpuerta del restaurante. Advertí que, apagar el almuerzo, había sacado de sbolsillo un puñado de monedas de oro
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Me intrigó su insistencia sobre la saludel heredero. De acuerdo con lconvenido, al día siguiente me present
en la Royal Insurance Company parsacar un seguro de vida por una sumconsiderable. Durante la seman
siguiente, los médicos de la compañía msometieron a exámenes exhaustivos. Perel viejo no quedó satisfecho e insistió eque el famoso doctor Henderson m
hiciera un examen adicional.Pasó un tiempo hasta que tomó l
decisión. Un viernes a la noche, a eso d
as nueve, se presentó en mi casa. Yestaba preparando un examen. Él shallaba parado en el pasillo, debajo defarol, y las sombras que confluían en s
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cara le daban un aspecto grotescoParecía más encorvado que en nuestrprimer encuentro y sus mejillas se había
hundido un poco más. Su voz temblabde emoción al hablar.
—Todo está muy bien, señor Eden. E
examen ha dado un buen resultado. Todestá muy, muy bien. Ésta es la gran nochy usted debe cenar conmigo para festejasu… —fue interrumpido por la tos—…
su ascenso. Por otro lado, no tendrá quesperar mucho —agregó, secándose loabios con el pañuelo, extendiendo haci
mí su mano esquelética—. De veras, nhabrá que esperar mucho.Salimos a la calle y tomamos un tax
Recuerdo claramente cada detalle de
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viaje: el movimiento rápido, el contrastque generaba la iluminación de petrólecon la luz eléctrica, la multitud en la
calles, el restaurante de Regent Streedonde fuimos a cenar y la cena exquisitque nos sirvieron. Me desconcertó que e
mozo observara con desprecio mi ropgastada pero pronto recuperé mconfianza gracias al calor del champagneAl principio, el viejo habló de sí mismo
Ya en el taxi me había revelado snombre. Era nada menos que EgberElvesham, el gran filósofo, cuyo nombr
conocía desde mis años escolares. Mpareció increíble que este hombre, estgran abstracción cuya inteligencia habídominado mi mente desde tan tempran
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edad, se corporizara de pronto en estfigura decrépita que estaba delante de míMe atrevo a decir que todos los jóvene
solemos sentir una gran desilusiócuando nos enfrentamos con uncelebridad. Mientras comíamos, m
hablaba del futuro, de los beneficios quobtendría de su vida lánguida y próxima extinguirse: sus derechos de autor, supropiedades, sus inversiones. Nunc
pensé que los filósofos tuvieran tantdinero. Me observaba comer y beber coun dejo de envidia.
—¡Cuánta vida hay en usted! —exclamó. Y luego, con un suspiro, ususpiro que me pareció de alivio, agreg—: No habrá que esperar mucho.
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—Ay —le contesté, un poco mareadpor el alcohol—, le debo a usted uexcelente futuro. Voy a tener ahora e
honor de llevar su nombre. Pero usteiene un pasado. Un pasado que es dign
de todo mi futuro.
Sacudió la cabeza y sonrió. Mpareció que estaba un poco triste por mactitud aduladora.
—¿Realmente cambiaría ese futuro
—me preguntó.El mozo trajo licores. —Es probable que a usted no l
mporte adoptar mi nombre o mposición. Pero ¿de verdad tomarívoluntariamente mis años?
—Con sus obras —repliqué, co
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galantería.Sonrió nuevamente. —Por favor —dijo, dirigiéndose a
mozo—, otros dos kümmel.El anciano había sacado un pequeñ
paquete de su bolsillo y fijó su atenció
en él. —Esta hora de la sobremesa —continuó— es la hora de las pequeñacosas. He aquí una ínfima porción de m
sabiduría inédita.Abrió el paquete con sus dedo
emblorosos y amarillentos, y me mostr
un polvo rosado. —Debe adivinar qué es. Ponga upoco en el kümmel y verá cómo mejorel gusto.
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Sus grandes ojos grises mobservaban con una expresiónescrutable. Me conmovió un poco qu
el maestro dedicara su sabiduría al gustde los licores. Sin embargo, fingí un grannterés por esta debilidad suya. Estab
bastante borracho para esa adulación.Repartió el polvo en los dos vasos yevantándose de pronto con una dignidanesperada y extraña, me extendió su
copa. Lo imité y los vasos chocaron. —Por su pronta sucesión —dijo
levándose la copa a los labios.
—No, eso no —respondntempestivamente—. Por una larga vidaEl anciano vaciló, con la copa a l
altura del mentón, y luego repitió, riendo
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—Por una larga vida.Bebimos, mirándonos a los ojos. A
medida que el kümmel pasaba por m
garganta, sentí una sensación intensa ara. De inmediato experimenté una gra
confusión. Me dolía la cabeza y m
zumbaban los oídos. No sentía ningúsabor en la boca, ningún aromatravesaba mi garganta. Sólo veía lntensidad de su mirada gris y abrasadora
La confusión mental, el ruido y lconmoción parecían interminablesmágenes de cosas semiolvidada
aparecian y desaparecían en el límite da conciencia. Finalmente, el viejompió el hechizo. Con un fuerte suspiro
apoyó la copa sobre la mesa.
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—¿Bien? —preguntó. —Es exquisito —exclamé, aunque n
había percibido el sabor.
Sentí unas terribles puntadas en lcabeza y tuve que sentarme. Mconfusión era total. Luego, fu
aumentando mi poder de percepcióncomo si viera todas las cosas a través dun espejo cóncavo. Su modo de actuapareció haberse transformado. Ahor
estaba nervioso. Sacó el reloj y le dirigiuna mirada ansiosa.
—¡Son las once y diez! —exclamó—
Y esta noche tengo que… el tren sale as once y treinta de Waterloo. Debo irmenseguida.
Pidió la cuenta y se colocó co
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orpeza el abrigo. Los mozos acudieropara ayudarnos. Unos minutos despuénos despedíamos: él en el interior de un
coche y yo afuera, todavía con esabsurda sensación de —¿cómexpresarlo?— ver y sentir a través de u
binocular invertido. —Esa bebida —dijo el viejoponiéndose la mano sobre la frente—. Ndebí habérsela dado. Mañana le va
doler la cabeza. Espere un momentoTome.
Me dio un sobre chato que contení
un polvo similar a un laxante. —Tómelo con agua antes dacostarse. Lo que tomamos era fuertePero esto le despejará la cabeza. Dem
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Era un paquete blanco, con dos selloojos en cada uno de los bordes.
—Si esto no es dinero, es platino
plomo —comenté.Lo guardé con cuidado en el bolsill
y, con la cabeza todavía dándome vueltas
empecé a caminar hacia mi casa poRegent Street y por las calles desoladas yoscuras, más allá de Portland RoadRecuerdo vividamente las extraña
sensaciones de esa caminata. Me sentían ajeno a mi mismo que podía adverti
mi confusión mental. Me preguntaba s
habría ingerido opio, algo que nunchabía probado. Es difícil describir ahorese estado tan particular, algo semejante una disociación mental. Mientra
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caminaba por Regent Street, estabextrañamente convencido de que estaben la estación Waterloo y sentí el rar
mpulso de entrar en el Politécnico comquien toma un tren. Entonces me froté loojos y la calle volvió a ser Regent Street
¿Cómo expresarlo? Ustedes ven a uactor que los observa tranquilamente y dpronto hace un gesto y se transforma enotra persona. ¿Suena increíble si les dig
que me pareció, por un momento, que lcalle había hecho lo mismo? Luegocuando quedé convencido de que era otr
vez Regent Street, me asaltaron algunaeminiscencias fantásticas. «Fue aquí»pensé, «donde hace treinta años discutpor última vez con mi hermano»
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Entonces me reí, y un grupo dmerodeadores nocturnos se asombróHace treinta años yo no existía y nunc
uve un hermano. Sin duda, la bebida quhabía tomado era muy fuerte, porque eecuerdo angustioso de ese herman
perdido seguía entristeciéndome. EPortland Road la locura tomó un aspectdiferente. Empecé a recordar negociodesaparecidos y a comparar la calle co
a que alguna vez supo ser. Ercomprensible que surgieran esopensamientos confusos después de l
bebida que había ingerido, pero lo qume desconcertaba eran esos recuerdovividos y fantasmales. No sólo loecuerdos que surgían de la nada sin
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ambién aquellos que habíadesaparecido. Me detuve ante la vidrierde Stevens, el veterinario, y traté en van
de recordar la relación que teníconmigo. Pasó un ómnibus e hizo emismo ruido que un tren. Yo estab
sumergido en la profundidad de miecuerdos. «Es claro», me dije al final«Stevens me ha prometido tres ranas parmañana». Curiosamente debo haberl
olvidado.¿Todavía les mostraban a los niño
esas imágenes superpuestas? Recuerd
algunas que comenzaban como una figurdébil que iba creciendo y desplazaba otra. Sentía algo similar en mi interiorcomo si un conjunto de sensacione
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nuevas estuviera luchando por desplazaa las que siempre habían estado conmigo
Atravesé Euston Road haci
Tottenham Court Road, en ese estado dconfusión mental, un poco asustado, sidarme cuenta de que estaba tomando u
camino completamente distinto dehabitual. Doblé hacia University Street descubrí que había olvidado mi númeroTuve que esforzarme bastante par
ecordar que vivía en el 11 A, pero mdio la sensación de que alguien me lhabía dictado. Traté de recordar lo
detalles de la cena, pero juro por mi vidque no pude recuperar el rostro de manfitrión. Veía sólo una silueta, como sestuviera viendo mi propio reflejo sobr
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un vidrio. Sin embargo, sí podía verme mí mismo, sentado a la mesa, excitadocon los ojos brillantes y charland
aturdidamente.«Tengo que tomar este otro polvo»
pensé. «Todo esto se está tornand
nsoportable». Busqué los fósforos y ecandelero en el lugar equivocado y dudsobre la ubicación de mi cuarto. «Estoborracho», me dije, tambaleand
nnecesariamente para confirmar esafirmación.
A primera vista, mi cuarto me pareci
desconocido. «¡Qué sitio desagradable!»observé, mirando a mi alrededor. Siembargo, con esfuerzo, empecé ecordar y lo desconocido se torn
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familiar y concreto. Allí estaba el espejde siempre, con mis anotacioneenganchadas en el marco y mis poca
opas desparramadas por el suelo. Pero ecuarto todavía me resultaba un pocrreal. Me sentí tontamente convencid
de que estaba en un tren que se detenía yo veía por la ventanilla una estaciódesconocida. Me aferré con fuerza aborde de la cama para tranquilizarme u
poco. «Es un caso de clarividencia»eflexioné. «Debo comunicarlo a l
Psychical Research Society».
Puse el paquete sobre la mesa de luzme senté en la cama y empecé a sacarmas botas. Mis sensaciones actuale
parecían estar pintadas sobre una tela e
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a que ya había otra pintura que intentabmostrarse. «Maldición», me dije, «¿estoperdiendo la razón o estoy en dos lugare
a la vez?». Medio desvestido ya, vertí epolvo en un vaso y lo tomé. Habíadquirido un color ámbar de ton
fluorescente. Antes de dormirme, yestaba tranquilo. Sentí el contacto de mcara con la almohada y luego debo dhaberme dormido.
Desperté sobresaltado, de un sueñ
leno de animales extraños, y descubrque estaba recostado boca arriba. Ecomún despertar atemorizado después dun sueño tan deprimente. Sentí un gust
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aro en la boca, las piernas cansadas una cierta incomodidad en la piel. Nmoví mi cabeza de la almohada, con l
esperanza de poder ahuyentar essensación de terror y de extrañeza, volver a dormirme. Pero, en cambio, l
sensación parecía aumentar. Al principino pude distinguir nada malo en mí. Ecuarto estaba casi en tinieblas y lomuebles emergían como mancha
aisladas e inciertas. Me quedobservando el lugar sin levantademasiado las sábanas que me cubrían.
Me asaltó la idea de que alguien habíentrado en el cuarto para robarme miahorros e intenté hacerme el dormidoespirando a un ritmo regular. Enseguid
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advertí que era sólo mi imaginación. Siembargo, la sensación de que algo andabmal permanecía. Con gran esfuerzo
evanté la cabeza de la almohada y tratde acostumbrar mi vista a la oscuridadNo entendía qué era lo sucedía. Observ
as formas oscuras que me rodeaban, qucorrespondían a las cortinas, la mesa, lchimenea, la biblioteca. Entonces crepercibir algo raro en ellas. ¿Habí
cambiado de lugar la cama? En ese sitiodonde debía estar la biblioteca, sevantaba algo pálido, envuelto en un
ela, algo que no respondía a la forma dos estantes con libros. Era demasiadgrande para ser mi camisa tirada en lsilla.
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Sobreponiéndome a un terror infantilme destapé y quise poner un pie fuera da cama. En vez de llegar al suelo, mi pi
sólo pudo alcanzar el extremo decolchón. Di otro paso, como quien dice, me senté en el borde de la cama. Al lado
sobre la silla rota, debían estar ecandelero y los fósforos. Estiré la manpero no había nada. Al retirar el brazoropecé con algo blando y pesado qu
estaba colgando, que crujió al tocarlo. Ldi un tirón. Parecía una cortinsuspendida del techo de la cama.
Ya estaba completamente despierto empezaba a comprender que me hallaben una pieza extraña. Estaba confundidoTraté de recordar lo que había pasad
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caminé despacio hacia la ventana. Npude evitar lastimarme la pierna con unsilla. Con la intención de levantar l
persiana, busqué alrededor del espejoque era grande y tenía unos candelabrode bronce; encontré una borla, tiré, y, co
un brusco ruido metálico, la persiana sevantó. Me encontré de pronto ante upaisaje desconocido. El cielo estabcubierto y las nubes pesadas, con u
borde de color rojizo, dejaban filtrar ldébil claridad del amanecer. Debajo, todestaba oscuro y borroso: remotas colinas
nciertos edificios que se erigían en lalto, árboles como manchas de tinta y, apie de la ventana, una tracería denegridos canteros y de senderos grises
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sueño. Imaginé que había una grieta emi memoria producida por la extrañbebida, que era probable que hubier
ecibido mi herencia y que esa bruscfelicidad me había privado de miecuerdos. Quizás, esperando un poco, la
cosas se aclararan para mí. Pero la cencon el viejo Elvesham aparecía ahorespecialmente detallada y vivida: echampagne, los mozos atentos, el polv
osado y los licores. Podría haber juradque todo eso era muy reciente. Yentonces me ocurrió algo tan trivial y a
mismo tiempo tan horrible que mestremezco al recordarlo. Dije en voalta: «¿Cómo diablos he llegado aquí?»…Y la voz no era mía. No era mía: er
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débil, mal articulada, la resonancia dmis huesos faciales era diferente. Pardarme valor, junté las manos y sent
arrugas de piel floja y, en los huesos, ldebilidad propia de una persona de edad«Sin duda», dije con esa voz horrible qu
de algún modo se había instalado en mgarganta, «¡sin duda esto es un sueño!»Casi tan rápido como movido por umpulso, me llevé los dedos a la boca
Habían desaparecido mis dientes. Layemas de mis dedos palparon lsuperficie fláccida de unas encía
encogidas. Me sentí abatido y asqueado.Experimenté un impetuoso deseo dmirarme, de comprobar de una vez, eodo su horror, la transformació
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ncreíble que había sufrido. Fuambaleando hasta la chimenea y busquéanteando, unos fósforos. En es
momento tuve un acceso de tos y palpun grueso camisón de franela que tenípuesto. No encontré fósforos y sentí u
ntolerable frío en las piernas. Tosiendo yespirando con dificultad, lloriqueandacaso, me volví a tientas a la cama«Tiene que ser un sueño», me dije
gimiendo mientras me recostaba, «tienque ser un sueño». Era una repeticiósenil. Me tapé los hombros con la
sábanas, me tapé los oídos, puse la manseca bajo la almohada y me decidí dormir. Era evidente que todo era usueño. Por la mañana sería sólo u
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ecuerdo y yo volvería a despertarme otrvez con toda mi juventud y mi vigor paretomar mis estudios. Cerré los ojos
espiré con ritmo regular y, al advertique me había desvelado, repetentamente la tabla del tres.
Pero no podía conciliar el sueño. Mconvencía cada vez más de la inexorablealidad de mi transformación. Enseguid
me encontré con los ojos bien abiertos, l
abla del tres olvidada y mis dedos flacosobre las encías arrugadas. De prontonesperadamente, yo era, de verdad, u
hombre viejo. Había caído de algún modal fondo de mis años; me habían robado mejor de mi vida: el amor, la lucha, l
fuerza y la esperanza. Me refugié en l
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o presentía. Elvesham siempre me habíparecido físicamente débil y digno dástima; pero ahora, apenas cubierto po
un camisón de franela que dejaba ver ecuello esmirriado, ahora, visto como mpropio cuerpo, no puedo describir su
desgarrada decrepitud. Las mejillahundidas, los sucios mechones de pelgris, los ojos nublados llenos de lagañasos labios temblorosos, el labio inferio
exhibiendo un brillo rosado y esahorribles encías negras… Quien tenga ecuerpo y el alma acorde con su edad n
puede imaginarse lo que significa estprisión diabólica. Ser joven, estar llende deseos, gozar de la energía propia da juventud y, de pronto, en cuestión d
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segundos, estar atrapado y comprimiden este tembloroso cuerpo en ruinas…
Pero me he alejado un poco del hil
de mi relato. Por un tiempo debo habeestado conmocionado por estransformación. Recién pude pensar co
a luz del día. De algún modnexplicable había sucedido, no sé cómoal vez alguna especie de magia. Y
mientras reflexionaba, comprendí l
astucia diabólica de Elvesham. Mpareció evidente que si yo estaba eposesión de su cuerpo, él lo estaba de
mío: es decir, de mi vigor y de mi futuroPero ¿cómo probarlo? Luego, ameditarlo, la situación se volvió tancreíble que mi mente no dejaba de da
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vueltas sobre el asunto. Tuve qupellizcarme, palpar mis encías sidientes, mirarme en el espejo y tocar la
cosas que estaban a mi alrededor antes dpoder enfrentar los hechos otra vez. ¿Lvida entera era una alucinación? ¿Era y
ealmente Elvesham y él era yo? ¿Nhabía yo soñado con Eden toda la noche¿Existía Eden? Pero si yo era Elveshamdebería de recordar lo que sucedió l
mañana anterior, el nombre de la ciudadonde vivía y lo que había sucedido antedel sueño. Luché con mis pensamientos
Recordé esa rara duplicación de miecuerdos de la noche anterior. Pero ahormi mente estaba clara. No sentía ya esaevocaciones fantasmales pero s
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ecordaba todo lo relacionado con Eden.«¡Me volveré loco!», grité con mi vo
aguda y metálica. Tambaleando, arrastr
mis piernas lánguidas y pesadas hasta eavatorio y sumergí la cabeza en la pilet
con agua fría. Luego me sequé y prob
otra vez. Fue inútil. Yo sentía, fuera doda duda, que era realmente Eden, nElvesham. ¡Pero era Eden en el cuerpo dElvesham!
Si hubiera sido un hombre dcualquier otra época, me habría resignada mi destino como si fuera obra de un
brujería. Pero en estos tiempos descepticismo no suceden estos milagrosAquí había alguna trampa psicológica. Suna droga provocaba determinado efecto
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seguramente otra podría hacerldesaparecer. Los hombres han perdidantes la memoria. Pero ¿intercambia
ecuerdos como uno intercambiparaguas? Me reí, aunque mi risa no ersaludable sino fingida y senil. Podí
maginarme a Elvesham riendo ante mdolorosa situación y una ráfaga drritación y de ira, muy inusual en mí, mnvadió de pronto. Ansiosament
comencé a vestirme con la ropa que hallen el suelo y, una vez vestido, me dcuenta de que me había puesto un traje d
etiqueta. Abrí el ropero y saqué algunopa de calle: un pantalón gris y una robde chambre pasada de moda. Me pusuna boina acorde con mis años y
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osiendo un poco por mis excesivoesfuerzos, salí al corredor.
Serían las seis de la mañana. La cas
estaba bastante silenciosa y las persianascerradas. El pasillo era amplio. Lescalera ancha y con lujosas alfombras s
perdía en la oscuridad del hall. Unpuerta entreabierta me dejó ver uescritorio, una biblioteca giratoria, lespalda de un sillón y una pared co
varios estantes de libros.«Mi estudio», murmuré, y caminé po
el pasillo. Luego, el sonido de mi voz m
rajo un recuerdo. Volví al dormitorio yme puse la dentadura postiza con lfacilidad que da la costumbre. «Así estomejor», dije, haciéndola rechinar, y volv
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al estudio.Los cajones del escritorio estaba
cerrados con llave. La parte superio
ambién estaba trabada. No había rastrode llaves por ningún lado. Tampoco eos bolsillos de mi pantalón. Volví co
dificultad hasta el dormitorio y registros bolsillos de todas las prendas. Estabmuy ansioso. Al ver el desorden de mcuarto, cualquiera hubiera imaginado qu
habían entrado ladrones. No había llaveni monedas ni papeles, excepto la cuentdel restaurante.
Sentí un extraño cansancio. Me senty observé la ropa tirada por todos ladoscon los bolsillos hacia afuera. El frenesque sentí al principio ya se habí
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desvanecido. Comenzaba a comprendea inmensa sagacidad de los planes de m
enemigo y a convencerme cada vez má
de que no tenía salida. Con esfuerzo, mevanté y volví al estudio. En la escalera
una mucama estaba levantando la
persianas. Se sobresaltó, supongo, al vea expresión de mi cara. Cerré la puertdel estudio detrás de mí. Con un atizadorntenté abrir a golpes el escritorio. Fue as
como me encontraron. La tabla deescritorio quedó partida; la cerraduraaplastada; las cartas, diseminadas por l
alfombra. En mi furia senil tiré laapiceras y otros objetos del escritorio, derramé la tinta. Además se rompió uarrón que estaba sobre la repisa de l
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secuestrado en el cuerpo de un viejoPero a todo el mundo le cuesta creer esthecho tan evidente. Naturalmente, los qu
no me creen piensan que estoy locoNaturalmente, ignoro los nombres de misecretarios, de los médicos que vienen
verme, de mis sirvientes y de mivecinos, de esta ciudad desconocida en lque me encuentro. Naturalmente, mpierdo en mi propia casa y teng
problemas de todo tipo. Naturalmentehago las preguntas más extravagantesNaturalmente, lloro y grito, y teng
paroxismos de desesperación. No tengdinero ni chequera. El banco neconocerá mi firma, pues estoy segur
de que, a pesar de la debilidad de mi
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músculos, mi letra sigue siendo la dEden. Esta gente que me rodea no mdejará ir personalmente al banco. Parece
sin embargo, que no hay bancos en estciudad y que he abierto una cuenta ealgún lugar de Londres. Parece qu
Elvesham mantuvo en secreto el nombrde su abogado. Yo no pude averiguanada. Elvesham era, por supuesto, uprofundo estudioso de la mente humana
odas mis declaraciones en este relatconfirman la teoría de que mi locura es eesultado de un minucioso estudio e
psicología. ¡Sueños sobre la identidad!Hace dos días yo era un jovesaludable, con toda una vida por delanteahora soy un viejo furioso, desesperado
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hasta el mío, y que toda mi personalidaha sido transferida a su cuerpo inservibleSé que ha cambiado los cuerpos pero s
método está más allá de mi comprensiónYo he sido siempre una personmaterialista y ahora me encuentro frent
a un caso que me demuestrconcretamente la capacidad del hombrpara despegarse de la materia.
Estoy por ensayar un experiment
desesperado y último. Me siento escribir aquí antes de llevarlo a caboEsta mañana, con el auxilio de u
cuchillo que pude sustraer durante edesayuno, logré forzar la cerradura de uncajón evidentemente secreto de estescritorio destruido. No hallé nada má
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que un pequeño frasco de vidrio verdeque contenía un polvo blanco y teníadherida una etiqueta con una sol
palabra: «Liberación». Debe serseguramente, veneno. Puedo entendeque Elvesham lo pusiera en mi camino y
de no haber estado tan escondido, creeríque su intención era ponerlo a mi alcancpara desembarazarse del único testigo dsu crimen. El viejo ha llegado casi
esolver el problema de la inmortalidadSi el destino no le juega alguna malpasada, vivirá en mi cuerpo hasta qu
éste envejezca y luego, desechándoloomará la fuerza y la juventud de algunotra víctima. Al recordar su falta dpiedad, resulta terrible pensar que su
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experiencia ha venido evolucionando coel tiempo… ¿Desde cuándo viensaltando de un cuerpo a otro?…
Pero ya basta de escribir. El polvo defrasco parece disolverse en agua. El gustno es desagradable.
Aquí termina el manuscrito que sencontró en el estudio de seño
Elvesham. El cadáver yacía entre eescritorio y la silla, a la quevidentemente había empujado haci
atrás con sus últimas convulsiones. Eelato estaba escrito en lápiz, con unetra arrebatada, muy diferente de l
caligrafía habitual de señor Elvesham
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Sólo queda destacar dos hecholamativos. Indiscutiblemente, existi
alguna conexión entre Eden y Elvesham
pues la propiedad del último había sidransferida al joven, aunque éste nunclegó a heredarla. Cuando Elvesham s
suicidó, Eden ya estaba muertoVeinticuatro horas antes, en lntersección de Gower Street y Eusto
Road, murió atropellado por un coche
De modo que el único ser humano qupodría haber esclarecido este relatfantástico ya no es capaz de responde
ninguna pregunta.Sin más comentarios, dejo al lectoque juzgue personalmente este asuntextraordinario.
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Título original: «The story of the late misteElvesham»
en Thirty Strange Stories, 1897-1898Gentileza A. P. Watt Ltd
Traducción: Fabiana A. Sord
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Estudio de Noches
de pesadilla
Por María Cristina
Figueredo
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N
[Biografía de los
autores
Ambrose Bierce
ació en 1842. Después d
destacarse en la Guerra Civinorteamericana, se dedicó al periodismoSin embargo, su verdadera vocación fua sátira, ya sea bajo la forma de cuent
de horror, de fábula, de columnperiodística o de diccionario, como, poejemplo, El Diccionario del Diabl
1911).
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N
Charlotte Brontë
ació en 1816. Perdió a su madr
cuando tenía cinco años y a sus dohermanas mayores en los cuatro años qusiguieron. Las tres hermanas y ehermano sobrevivientes se educaron esu hogar, en Yorkshire, Inglaterraeyendo ávidamente y creando mundomaginarios a la manera de Los viajes d
Gulliver y Las mil y una noches. Comsu personaje más famoso, Jane EyreCharlotte se convirtió en maestra
nstitutriz, pero su proyecto de establece
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su propia escuela con sus hermanafracasó. Jane Eyre se publicó en 1847 uvo un éxito inmediato. En 1854
Charlotte se casó y un año despuémoriría. En 1853, M. Arnold escribisobre ella que su mente no contenía nad
«excepto hambre, rebelión y furia».
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N
William Wymark Jacobs
ació y murió en Londres (1863
1943). En la década de 1890comenzó a publicar historias en revistassu primera colección, Many Cargoesapareció en 1896. A pesar de habeescrito varias novelas, su popularidad sdebe a sus cuentos, que puedeclasificarse en dos grupos: lo
humorísticos que tratan sobre laandanzas de los marineros, y los cuentomacabros como «La pata de mono
1902), que se convirtió en el cuento d
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horror por antonomasia y se encuentra ea mayoría de las antologías del género.
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Glass Darkly (1872), un libro qucontiene cinco nouvelles, se considera smejor obra. Le Fanu, además, fu
propietario de varios periódicos de sciudad natal.
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T
Bram Stoker
ambién nació en Dublín en 184
pero murió en Londres en 1912Aunque a temprana edad era inválido (nse pudo parar ni caminar hasta los sietaños), superó su debilidad y se convirtien jugador de fútbol de la universidadTras haber trabajado para el gobierno podiez años, en 1878 se convirtió e
secretario del famoso actor Henry Irvingpuesto que conservó por veintisiete añosStoker escribió novelas y cuentos, as
ambién como crítica teatral, pero e
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N
Catherine Wells (1872-
1927)
ació en 1872 como CatherinRobbins. Conoció a H. G. Wells e
1892. Él se había casado el año anterio
pero pronto dejó a su esposa para vivicon Catherine, con la que se casó en 189después de divorciarse.El libro de Catherine Wells, publicadpóstumamente en 1928, sugiere quCatherine tenía una vida interior muchmás intensa de lo que normalmente se l
concede. Sus historias están bien lograda
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y son ricas en matices psicológicosAdemás, muestran un hambre de amoeprimido y, sorprendentemente, s
solazan en la violencia y el sadismo.Catherine murió en 1927.
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N
Herbert George Wells
ovelista, periodista, sociólogo
historiador nacido en 1866, efamoso por sus historias que inauguran egénero de la ciencia-ficción: La máquindel tiempo (1895) y La guerra de lomundos (1898). Fue un socialista activoDetrás de su inventiva subyace unpreocupación apasionada por el hombre
a sociedad, la cual impregna la fantasíde sus historias, llevándolas, a veceshacia la sátira. Murió en 1946.
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E
[Análisis de la obra
El placer de sentir miedol miedo es la emoción más intensa antigua en el hombre. No e
extraño, entonces, que las historias derror atraviesen todas las épocas
conformen una parte sustancial de
acervo folclórico de todas las culturasAsí, muchos mitos y leyendas scaracterizan por escenarios y personajeque luego aparecerán en historias d
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error. Sin embargo, el culto literario demiedo por el miedo mismo apareció en esiglo XVIII con la novela gótica.
El texto fundacional de este género eEl castillo de Otranto (1765) de HoracWalpole. Pero no fue él sino An
Radcliffe (1765-1823) quien hizo deerror una moda y estableció las pautadel nuevo género. Su novela, Lomisterios de Udolfo (1794), instaura l
rama que será repetida una y otra vezuna temerosa e indefensa heroína explorun edificio siniestro en el que s
encuentra prisionera de un malvadaristócrata. La historia se desarrolla en epasado previo a la reforma protestante el escenario de las maldades del villan
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—y los padecimientos de la heroína— eun castillo lúgubre, en cuyos corredores pasadizos secretos suceden evento
macabros. A pesar de crear estatmósfera, como digna hija del Siglo das Luces, Radcliffe termina sus relato
explicando racionalmente los hecho«sobrenaturales» que habían sucedidodestruyendo así a sus propios fantasmasEl período de apogeo de la novela gótic
se dio entre 1790 y 1820, y produjo en1818 su monstruo más famoso, el creadpor Mary Shelley en Frankenstein.
La novela gótica engendró unextensa progenie que incluyó a lahistorias de vampiros y de fantasmasEstas últimas proliferaron durante l
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época victoriana (1837-1901). Loautores que conforman nuestra antologívivieron durante este período
compartiendo el gusto estético reinante.Herederas de la ficción gótica, tant
as historias de vampiros, como las d
fantasmas y las historias acerca de hechosobrenaturales —llamadas globalment«historias de terror»— intentan asustar nquietar al lector, que se siente atraíd
por esas emociones. El atractivo de lespectralmente macabro se ve acentuadporque va unido a la incertidumbre y e
peligro. Los mundos desconocidopresentan una amenaza y están llenos dposibilidades malignas. En su ensayo «Ehorror en la literatura», H. P. Lovecraf
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1890-1937), un maestro del horrorexplica que para pertenecer a este génerse necesita algo más que una histori
sangrienta o unos fantasmas que arrastresus cadenas por las mohosas escaleras dun castillo. Las historias dignas d
pertenecer al género deben «contenecierta atmósfera de intenso e inexplicablpavor a fuerzas exteriores
desconocidas»[1]. Por otra parte, la tram
debe transmitir una idea terrible para todser humano: «la suspensión o trasgresiómaligna y particular de las leyes fijas d
a Naturaleza»[2]. Una vez que esas leyedejan de aplicarse, quedamos indefensoante el embate del caos.
El vampiro (1819) de John Polidori e
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como tema central el poder de lomuertos que retornan para confrontar os vivos. Antes del siglo XIX, lo
fantasmas que aparecían en la literatureran en sí mismos menos importantes quel mensaje profético o la revelación qu
ransmitían; el fantasma del padre dHamlet, en la obra homónima de WilliamShakespeare, es un ejemplo. En lahistorias de fantasmas, sin embargo, e
fantasma lo es todo. Su propósitprimordial es producir terror e inquietaal lector. Tanto «El fantasma» d
Catherine Wells, como «Relato de loextraños sucesos de la calle Aungier» dSheridan Le Fanu ponen de manifiesto eespanto provocado por lo inexplicable
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¿Es verdaderamente una rata la que bajpor la escalera de la casa en la que viveos estudiantes de medicina en el cuent
de Le Fanu? ¿O ambos jóvenes haestado expuestos a los poderes defantasma del malvado juez? ¿Es un
alucinación, producto de su mentafiebrada, la que produce el fantasma eel cuarto de la niña en el cuento dCatherine Wells? A diferencia de la
explicaciones reconfortantes dadas poAnne Radcliffe, estos autores Victorianodejan sus relatos en la incertidumbre
produciendo así una mayor sensación dnquietud e indefensión en el lector.La fascinación victoriana por lo
fantasmas puede inscribirse en un
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nclinación más amplia de la época por ldesconocido y lo difícil de explicar, dallí el gran auge del espiritismo en es
período. El mundo de lo sobrenatural, do inexplicable, sirvió de contrapunto a l
fuerza dominante de la ciencia. Así, la
historias de terror en este períodproveen juicios admonitorios contra eacionalismo. En «El hombre y l
serpiente» de A. Bierce, Harker Brayto
es definido como «un hombre de ideasque se mofa de las creenciasupersticiosas del pasado y se ufana de
acionalismo de su propio tiempo en eque ni siquiera los más ignorantepodrían creer «tales tonterías». Siembargo, al morir, cree que es víctima d
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poderes sobrenaturales. De la mismmanera, el invitado de Drácula se burldel cochero y se refugia en s
acionalismo, pero luego vive paramentarlo.
En el reino de lo inexplicable, e
sueño ha sido siempre un territorio que sesiste a ser conquistado. En el cuento dC. Brontë, «Napoleón y el espectro», lexplicación racional del sonambulism
del emperador no convence totalmenteOtra lectura es posible: que el espectrhaya despertado a Napoleón par
mostrarle algo que no hubiera visto dotra manera. Por otra parte, sefectivamente fuera sonámbulo, aúquedarían por explicar las regla
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«racionales» que rigen el ambular daquellos que duermen.
Los autores Victorianos, en su intent
por contrarrestar las ideas científicas da época, también trataron de establece
en sus historias la existencia objetiva d
os fenómenos sobrenaturales. Así, e«La historia del difunto señor Elveshamde H. G. Wells, el protagonista-narradorEden, se convierte en reportero y relat
paso a paso el cambio operado en scuerpo. Hacia el final del cuento, otrnarrador completa la historia, ratificand
o relatado por Eden, o tal vez no. ¿CreElvesham en su senilidad esquizoide toda historia? Pero, si fuera así, ¿por qué s
caligrafía difería de la del «anterior
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Elvesham? Wells no toma partido. Desta manera, el lector debe elegir entre laposibles respuestas o, tal vez, formula
más preguntas.La psique del protagonista, su locur
senil, también es escrutada en est
cuento. Pero esa locura se entremezclcon la cordura del relato pormenorizadoEdgar Allan Poe (1809-1849) ya habíelevado las historias de terror por encim
del mero entretenimiento a través de unhabilidosa mezcla entre razón y locuraSu obra exhibe desde toques de necrofili
en «Annabel Lee» (1849), a sadismndulgente en «El pozo y el péndulo1843), lo que ha suscitado el interés da crítica psicoanalítica.
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Además, las historias de terrovictorianas se caracterizan por presentancidentes sobrenaturales enmarcados e
situaciones cotidianas, la banalidad de lacuales hace que las violaciones a las leyenaturales sean mucho más convincentes
«La pata de mono» de W. W. Jacobs eun cuento de superstición y terror que sdesarrolla dentro de un marco realista, a manera de Dickens, donde el calor de
hogar y la placidez doméstica deprincipio del cuento contrastan con sfinal, también incierto.
El siglo XX fue testigo de lcontinuidad del género. Nombres comClive Barker o Stephen King lo pruebanMás recientemente, Internet ha permitid
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a los autores de terror, y a sus seguidorescrear un espacio nuevo constituido poas fanzines (revistas especializadas) qu
aparecen en la web. La adaptabilidad persistencia de este género hasta nuestrodías sólo puede explicarse, en palabras d
Virginia Woolf, por la «tenacidad deextraño anhelo humano de placer po
sentir miedo»[3].
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Notas
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1] Lovecraft, H. P. El horror en l
iteratura. Buenos Aires: Alianza, 1998p. 11. <<
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2] Ibídem. <<