CUENTOS
c o n c r i a t u r a s , c a l c e t i n e s y b r u j a sNOCHE DE DESEOSItzel Chávez • Lía Gutiérrez • Armando Toscano • Ángeles Rodríguez
La niña que no quería que fuera de noche Itzel Chávez
Criaturas escurridizas Lía Gutiérrez
El día que los calcetines atacaronArmando Toscano
Malos deseosLía Gutiérrez
BrujitaÁngeles Rodríguez
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LA NIÑA QUE NO QUERÍA QUE FUERA DE NOCHE
Por Itzel Chávez
A Aimi no le gustaba la noche, siempre que el sol
se estaba ocultando comenzaba a llorar. Entonces su
papá, un hombre barbón y muy paciente, le explica-
ba que esto sucedía por el movimiento de rotación.
Por eso, cuando en su país era de noche, en otro país
del otro lado del mundo, era de día. Pero a ella las
explicaciones no le bastaban. Odiaba la noche y era
muy testaruda. Lo había decidido: ¡haría que en su
país SIEMPRE fuera de día!
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A la mañana siguiente comenzó la investigación para
poner en marcha su plan. Buscó en los libros que
tenía en su habitación, también puso más
atención en el televisor, incluso, en la
escuela preguntó a su profesor. Nadie
tenía una respuesta. La noche pronto
comenzaría, y papá ya cocinaba
la cena.
Cuando todo parecía perdido, la niña no tuvo más
remedio que ponerse a jugar en su tableta. De pron-
to, una de esas fastidiosas publicidadades interrum-
pió su pantalla. Estaba a punto de cerrar el anunció,
cuando escuchó: «¿Cansada de tener que ir a dormir
todas las noches?, ¿preferirías que siempre fuera de
día? Entra y conoce el nuevo apagador universal».
Estaba asombrada, era justo lo que necesitaba.
Miró a su alrededor, cuando vio que su papá seguía en
la cocina, se apresuró a tocar la pantalla. Comenzó un
video. Un personaje muy extraño, con cara de reloj,
le saludó: «¡Bienvenida! Esta aplicación te ayudará a
eliminar la noche. Es muy fácil, sólo sigue estos tres
sencillos pasos:
Con esto, la oscuridad no se meterá otra vez en tu
vida. Pero hay una advertencia…
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Selecciona el modo de día.
Coloca la tableta cerca de un apagador.
Enciendela luz de la habitación.
1.
2.
3.
4
Aimi estaba tan emocionada de poner a prueba la
aplicación, que interrumpió el video y fue corriendo
a su habitación. Eran las ocho. Tenía que apresurarse
antes de que mamá volviera del trabajo. Encendió la
aplicación y siguió los tres sencillos pasos. Cual fue
su sorpresa, el cielo oscuro empezó a iluminarse. Y en
menos de cinco minutos resplandecía un sol brillante.
—¡Hija, ya llegué!— escuchó a su madre decir. Aimi
se ilusionó, pues aunque eran las ocho, esta vez no
tendría que ir a dormir. —¡Ya voy mami!— gri-
tó mientras bajaba a toda velocidad las escaleras
—¿Hoy sí vamos a jugar?— preguntó Aimi emocio-
nada. Su mamá estaba a punto de decirle que ya era
muy noche, cuando vió el sol por la ventana. —¡Qué
raro!— exclamó con sorpresa —seguramente salí
más temprano hoy—, y se pusieron a jugar.
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Después de unas horas, mamá, un poco desesperada,
miró su reloj. No funcionaba, los números se mo-
vían sin parar. Papá, luego de haber hecho dos pas-
teles, una pasta y una pizza, extrañado decía —¡Ca-
ray, cómo me ha rendido este día!— y cuando quiso
consultar la hora, lo mismo le ocurrió. Nadie podía
ver un reloj.
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Tras un par de días, todo se volvió una verdadera pe-
sadilla. Sus padres comenzaron a transformarse en
unos seres gruñones y gritones, y cada día, se arru-
gaban más. En cambio, ella parecía hacerse más y
más chiquita. —Oh oh, esta no fue buena idea— dijo
Aimi mientras corría a su habitación para apagar la
tableta. Pero nada funcionó. Así que fue por un poco
de agua, —Un pequeño sacrificio por el bien de la
familia— dijo Aimi, mientras vertía un chorro de
agua en la tableta. Salieron chispas y un gran estalli-
do apagó todas las luces. Incluído el sol.
Una oscuridad silenciosa comenzó a invadir su habi-
tación, pero esta vez a Aimi no le molestó. Sintió una
calma dulce que la abrazaba. Se acurrucó sobre su
cama y cerró sus ojos para entregarse a los sueños.
Esa noche, durmió como un lirón.
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CRIATURAS ESCURRIDIZAS Por Lía Gutiérrez
La luna comenzaba a abrirse paso entre las nubes. La
mudez de las horas acompañó su aparición. De repente,
un grito agudo interrumpió la noche. Era Mariquita que
había vuelto a ver aquello debajo de la cama. Se paró
de golpe y saltó fuera de la cama lo más lejos que pudo.
No fuera que la cosa aquella la tomara por el tobillo al
bajarse. Entonces recorrió agitada el largo pasillo que la
separaba del cuarto de su madre.
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Del otro lado de la puerta se encontraba la mamá de
Mariquita, quien había escuchado los pasos apresurados
de su hija y sabía que venía a despertarla otra vez con la
misma historia:
—¡Mamá!, hay un humano bajo la cama.
—Ya te dije que los humanos no existen— dijo su madre
torciendo los ojos.
—¡Sí yo lo vi!, son delgados, resbalosos y tienen cinco
dedos en cada mano… bastante feítos.
La madre entonces se preocupó, no sabía por qué últi-
mamente Mariquita se había vuelto tan miedosa. Y lo
peor es que cada vez sacaba mejores historias. No sabía si
mandarla con un especialista o a un concurso de peque-
ños escritores. La admitió una vez más en su cama, pero
no sin antes advertirle que para la siguiente ocasión
cerraría la puerta de su cuarto con llave.
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Al día siguiente la pobre Mariquita estuvo todo el tiempo
con los ojos empiyamados, pensando en esos horribles
humanos. ¿En dónde vivían?, ¿de qué se alimentaban?,
¿por qué sólo aparecían de noche? Si tan sólo su madre
pudiera verlos también…
Esa misma noche pasó lo mismo. Pero esta vez no estaba
bajo la cama, sino dentro del armario…podía olerlo. Se
paró sigilosamente en medio de la oscuridad para en-
cender la luz. Contuvo la respiración y abrió la puerta
del armario.
Ahí estaba el humano, hecho un ovillo. La miraba desde
abajo con los ojos fijos como de vidrio.
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—¡Ahhhhhhhh!— gritaron los dos al verse.
Cuando se les acabó el aliento, se volvían a mirar, lue-
go recobraban el aire y de nuevo volvían a gritar. Y así
estuvieron durante cinco minutos. Por fin Mariquita se
animó a decirle:
—¡¿Qué haces en mi armario?!
—¿«Tu armario»? ¡ja! Éste es mi armario y mi habita-
ción también— respondió el humano, que en realidad
era un niño.
Mariquita estaba muy confundida, pero lo dejó hablar.
—Hace tres días que te veo dormir en mi cama— re-
clamó el niño— y entonces yo me tengo que esconder
debajo. Hasta mi hermanito se río de mí cuando le dije
que había un monstruo durmiendo en mi cama.
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—¿Y yo te doy miedo?, dicen cosas horribles de ustedes
los humanos—
—¿Ah sí? ¿Cómo qué?— quiso saber el niño.
Y sin darse cuenta, se les pasaron las horas de la noche
conversando de lo que pensaban uno del otro. Hablaron
de lo que comían, de cómo era el lugar donde vivían y
qué hacían en sus tiempos libres.
Después de una larga conversación y algunos juegos que
conocían en sus respectivos mundos, el día siguiente en-
tró por la ventana. Entonces, el niño desapareció con los
primeros rayos del amanecer. Mariquita en ese momen-
to se preguntó si todo había sido producto de su imagi-
nación. O tal vez había sido un sueño, uno muy parti-
cular. Lo que es cierto es que nunca más lo volvió a ver.
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Una semana después, la luna salió de nuevo. Mariquita
abrió sus ojos enormes como dos platos. Se paró de gol-
pe y saltó fuera de la cama. Recorrió el largo pasillo de la
casa hasta la habitación de su madre.
—¡Mamá! Hay un…
—Ya te he dicho mil veces que los humanos no…
—Un grillo… hay un grillo bajo la cama que no me
deja dormir.
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EL DÍA QUE LOS CALCETINES ATACARON
Por Armando Toscano
Los calcetines de toda la vida, esas pequeñas fundas
apestosas que van en los pies y te pones sin preo-
cupación, a diario. Esas bestiecillas, suaves y cómo-
das, habían atacado a Matías esa noche. Él los había
descubierto in fraganti, por mero accidente, y ahora,
tenía que aprender a vivir con miedo. ¡No se sentía a
salvo ni en su propio cuarto!
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Todo había sucedido una fatídica noche en la que
Matías había cenado demasiado y no podía dormir.
A las diez su casa era una tumba, como todos dor-
mían temprano, se apagaban los sonidos habituales y
reinaba el silencio. Entonces, el niño podía escuchar
todos los ruidos nocturnos de la casa: las burbujas
de la pecera, el tic-tac del reloj en la sala, el ronquido
de su padre y la gente que pasaba por la calle. Pero
esa noche, lo que Matías había escuchado era dife-
rente. Era el sonido de algo que se arrastraba en el
piso, algo suave y peludo, pero muy chiquito.
Lo primero que hizo Matías fue taparse con la co-
bija. Cuando tomó valor, decidió asomarse al piso,
donde provenía el ruido, y fue ahí que lo descubrió.
Era uno de sus calcetines favoritos caminando. Sí,
¡CA-MI-NAN-DO!, con unos pequeños piececitos
que estaban entre las costuras.
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El solitario calcetín, iba contoneándose muy galante ha-
cía la puerta del patio; y Matías, feliz de haber encontra-
do al otro par de sus calcetines favoritos, lo siguió para
volverlo a meter en el cajón, junto con su hermano.
Ahí, en pleno pasillo, iba el calcetín caminando y
el niño detrás de él. Pronto, Matías empezó a des-
esperarse, ya que, como podrás imaginarte, los cal-
cetines caminan ¡muy, muy lento! Pero, estoico, y
muy curioso, el niño resistió hasta que el calcetín
llegó a su destino final: la puerta que daba el patio.
Y sin hacer ruido, se escabulló detrás de la lavado-
ra, donde lo vio todo.
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¡Había un mitin eufórico de calcetines en su patio!
Los había de todo tipo: de gatos y perros, de rombos
y círculos; de seda y algodón; largos y cortos; blancos
y negros; incluso, Matías juraba que había visto ¡unos
que brillaban en la oscuridad! Pero eso sí, todos sin
pareja. El niño reconoció a varios que se le habían
perdido algún tiempo atrás, como el de dinosaurios,
que era de sus favoritos cuando tenía 4 años.
El niño no comprendía muy bien lo que pasaba, y
se talló los ojos varias veces para comprobar si es-
taba despierto. Miró de nuevo. Todos los calceti-
nes perdidos estaban reunidos, hablando en señas.
Cargaban planos y señalaban con entusiasmo de
rebelión, los esquemas detallados de sus planes. ¡El
horror!, aparentemente, estaban planeando la con-
quista del planeta.
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Matías, naturalmente, se exaltó muchísimo, tanto,
que sus piernas comenzaron a temblar. Tenía que sa-
lir de ahí. Así que comenzó a dar pasos sigilosos para
alejarse. No había avanzado mucho cuando pisó un
trozo de galleta, e hizo un ruidoso ¡crac!, como in-
vitando a los calcetines a verlo. De inmediato, ellos
voltearon en esa dirección.
Los calcetines, al verse sorprendidos, corrieron ha-
cía Matías. Aunque bueno, su manera de correr no
era lo mas rápido del planeta. Por lo que Matías, con
tranquilidad, pudo darse media vuelta y llegar a su
cuarto. Entró deprisa, cerró la puerta y la tapó por
abajo con toallas, playeras, y hasta un zapato. ¡Nin-
gún calcetín podía colarse por ahí!
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Matías aguzó el oído para ver si podía escuchar a
aquellas malvadas bestias por atrás de la puerta, y
acercó su oreja lo más que pudo. Hasta que empezó a
escuchar unos suaves pasitos detrás de él. Entonces,
recordó que justo en su cuarto había un cajón lleno
de calcetines. Giró su cabeza hacia ellos, sabía que
estaba perdido. Respiró hondo, se armó de valor y
les dijo lo más serenamente que pudo:
—¡Me rindo! por favor no me ataquen, juro que ja-
más diré nada sobre lo que vi esta noche. Además,
nunca volveré a buscar un calcetín perdido, no in-
terrumpiré en sus planes, ¡lo juro!— Los calcetines
parecieron deliberar señalándose entre ellos y luego
a Matías, y, sin más, volvieron a su cajón.
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Desde esa noche, Matías siempre siente un poquito
de miedo cuando voltea a ver al cajón donde están
esos pequeños monstruos. Están ahí, en cada casa,
conspirando en parejas entre la oscuridad. Y esca-
pando siempre de a uno, para que nadie sospeche.
Saben todos nuestros secretos, o al menos, los que
revelamos cuando los traemos puestos.
Matías también tiembla de miedo cuando su mamá
le pide que vaya a colocar un nuevo calcetín despa-
rejado al clóset, en esa masa amorfa donde los tie-
ne amarrados unos con otros. Entonces, se limita a
hacer la tarea a medias y deja a los calcetines recién
llegados un poco flojos, o incluso sueltos, para no
incumplir el pacto que esa noche le salvó la vida.
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MALOS DESEOS Por Lía Gutiérrez
Encontré fotos de ellos dos en el teléfono. Estaban
muy sonrientes y con el cabello mojado afuera de un
carro. Cuando la invité, ella me dijo que no podía ir
porque estaba enferma. Y él me comentó alguna vez
en una fiesta que ella le parecía insípida y antipática
cuando le conté lo que sentía por ella. Y ahora esto.
Dicen que escribir puede ser liberador en estos ca-
sos, pero para mí puede ser un riesgo.
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Lo explicaré una sola vez, aunque sé de antemano
que nadie va a creerme. Resulta que puedo escribir
cosas que después se hacen realidad. Sí, ya sé cómo
se ve, pero es cierto. Lo supe por primera vez en el
último año de primaria, cuando no había estudiado
para el examen de inglés y escribí en el cuaderno de
biología cuánto deseaba que el profesor faltara por
alguna causa. Esa misma mañana, nuestro maestro
titular nos anunció que Mr. Henderson no vendría
pues había amanecido gravemente enfermo, pero
que «afortunadamente» había dejado los exámenes
en su escritorio el día anterior. Obtuve tan malas no-
tas que mis padres me castigaron sin salir con mis
amigos toda la semana.
Un tiempo después lo confirmé cuando mi hermano
mayor vendió mi colección de tazos para comprarse
dos latas de cerveza, ¡dos latas de cerveza! Entonces
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escribí en una hoja simple de papel que deseaba ver
su patineta hecha mil trozos. Solamente olvidé espe-
cificar que fuera sin él encima. Duró una semana en
el hospital y dos sin ir a la escuela.
Así es de fácil y simple. A veces es tan efectivo que
ni siquiera tengo que terminar la frase, se cumple
automáticamente cuando la idea está lista. «¿Y por
qué no escribes que te sacas la lotería o que Karla
vuelva contigo?» Me preguntó una vez en la secun-
daria el inútil de Manolo creyéndose muy astuto. Y
le dije la verdad: porque sólo funciona con los malos
deseos. Tampoco Karla, mi novia de la secundaria,
quería darme crédito, tuve que hacer que muriera
su hámster para que me creyera. No es ningún don
ni talento, como ella decía. Es un verdadero fastidio,
tengo que tener cuidado con lo que deseo por es-
crito. No quiero desatar una catástrofe mundial, no
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soy tonto, no estoy buscando problemas, de ésos ya
tengo bastantes. «Es una suerte que esta condición
la tenga yo, que soy tan noble y tan bueno», me dijo
Karla cierta vez. Pero no soy tan bueno, ni tan noble
tampoco. Si supiera que fue por mí que no funcionó
lo de Rogelio… sin embargo, se hizo otro novio poco
tiempo después.
Ahora me encuentro pensando cómo diablos podría
escribir uno de mis proféticos mensajes para armar-
les una escenita a la ex chica de mis sueños y a quien
se decía mi mejor amigo de forma que el resultado
final sea positivo para mí. Después de todo, el bien y
el mal son relativos.
—¿Cómo pudieron mentirme así?—
A veces sólo quisiera desap
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BRUJITAPor Ángeles Rodríguez
El día que cumplí 10 años me escondí detrás del au-
ditorio. En ese lugar podría jugar con los dedos de
mis manos como personajes y no sería molestada
por mi enemigo: Lissandro, el abusón; ni por ningu-
no de mis compañeros.
Imaginaba que un dragón se tragaba a aquel chico.
La criatura era mía. En mi historia, yo era la mejor
alumna de una extraordinaria bruja. El chico quiso
combatir, pero el dragón arrojó llamas y después se
lo tragó. Entonces detuve mi juego. Sentí como si
alguien me observaba, pero al voltear nadie estaba
ahí. Sólo vi unas cuantas ramas de un árbol moverse.
¡Odiaba a Lissandro! Cambiaba mi nombre de «Mó-
nica» a «Monarca de las horrendas». Un día arrojó
chocolate derretido en mi mochila; otro, puso pintu-
ra café en mi asiento, y al no darme cuenta, manché
todo mi trasero. Nadie se hizo responsable, nadie vio
nada, todos fingieron ignorar al culpable. ¡Sabía que
era él! Pero no tenía pruebas, y, tristemente, aunque
las hubiera tenido, mi temor era tan grande que no
me habría atrevido a señalarlo.
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Muchas veces lloré antes de llegar a mi casa para que
mis papás no lo notaran. La única que me daba con-
suelo era una gata negra que me esperaba una cua-
dra antes de mi hogar. A diario la acariciaba, ella
miraba mis lágrimas con sus enormes ojos ámbar, y
sólo el día antes de mi cumpleaños, le conté mi pe-
sar: quería morirme, no quería volver a la escuela,
pero no tenía pretexto para faltar. Levanté a la gata
y con su lomo sequé mi llanto. Ella ronroneaba, yo
no dejaba de jurar venganza. A pesar de su consuelo,
sentí vergüenza.
Aquel cumpleaños, al regresar al salón, comencé a
hacer varios garabatos en mi cuaderno. Poco des-
pués el resto de mis compañeros llegó; los sentía: to-
dos me miraban. Estaban aburridos y querían diver-
tirse. Lissandro se acercó.
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—En el receso hicimos una encuesta: nadie te quiere—
dijo Lissandro.
Se escuchaban murmullos a mi alrededor, murmu-
llos que eran como garras.
—Ya no vengas. Si mañana vienes ahora sí te vamos
a apedrear.
—¡Te maldigo!— se me ocurrió decir. Yo estaba a
punto de llorar.
Él y los demás reían. Las muchachas parecían admi-
rar al patán ese.
—Lancé un hechizo para que llores, llores mucho—.
Cuando dije esto todos apretaron el entrecejo, algu-
nos con una extraña mueca de diversión.
—Pues ve, aquí sigo, feliz.
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—Es que falta mi maestra. ¡Ella te va a castigar cuan-
do venga! Y quizás a todos— quise remediar, atemo-
rizarlos. Sólo quería que me dejaran sola.
Entonces él me empujó. Los demás hicieron lo mis-
mo. «Que venga», dijo. Después el resto de mis com-
pañeros repetía: «Que venga, que venga».
De repente una ráfaga estrelló la puerta contra la pared y
un montón de papeles voló dentro del salón. Se veía tie-
rra entrar y salir, y entre ella, distinguí algunos destellos.
Mi cabello se movía con fuerza y los idiotas callaron.
Un horrible lloriqueo se escuchó fuera del salón. Para
asombro de todos, con paso elegante y tardío entró
quien fingiría ser mi maestra bruja: la gata color ne-
gro. Subió de un brinco al escritorio y ahí, como si
estuviera en un espacio en soledad, comenzó a lim-
piarse su pata izquierda.
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—¡Ésa es la maestra de Mónica!— dijo uno de mis
compañeros, lo que causó la carcajada de todos.
Lissandro se acercó a ella, se inclinó y con una gran
sonrisa dijo: «Es horrible y tonta como Món…».Pero
la gata lo interrumpió. Levantó su garra afilada, la
izquierda, y la clavó en uno de sus pómulos. Des-
pués, la felina sólo se hizo un poco para atrás para
continuar con su limpieza.
El chico, de una forma rápida, fue por el borrador
del pintarrón y lo levantó como si fuera a arrojárse-
lo. Yo corrí hacia ellos. No quería que la lastimara.
La gata fijó en él sus ojos ámbar, enormes, como los
había fijado un día antes en mí. Lissandro no podía
dejar de mirarla, tiró el borrador a un lado, se tapó
la cara y comenzó a llorar. Parecía que algo notó en
aquellos ojos.
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—¡No! ¡Que no me vea! ¡No quiero ver!—
gritaba angustiado.
La gata, tal vez cansada de todo el ajetreo que causó
su visita, agrandó sus pupilas y, en medio de un pe-
noso maullido, fue desvaneciéndose hasta volverse
polvo y salió volando por una ventana en forma de
espiral, para después mover las ramas de un árbol
que estaba afuera.
Lissandro no volvió a ir a clases. Tenía crisis nervio-
sas. Decían que hablaba mucho de un dragón, de un
gato y de un castigo. Aunque tuvo su merecido, no
puedo dejar de sentir pena por él, porque yo también
conocía el miedo. Pienso que yo sería igual que Lis-
sandro si disfrutara de su sufrimiento. Tal vez la gata
me favoreció hechizándome de ese otro modo a mí.
Forma parte de los cuentos publicados por El Moco, si lo lees se te pega. Escrita por varios autores. Es una publicación gratuita editada en abril de 2020 en Guadalajara, Jalisco, México, para distribución digital.