Download - Monografia Sociologia Del Arte
Facultad de Ciencias Políticas y Sociales Universidad Nacional de Cuyo
Carrera: Licenciatura en Sociología
Trabajo: Monografía
Título: Ofendiendo la cultura. Música popular, identidad y
política
Nombre del alumno: Octavio Stacchiola
Cátedra: Sociología del Arte y la Cultura
Profesor titular: Marcelo Padilla
Año: 2012
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Introducción
El trabajo que se presenta pretende echar luz sobre la relación existente entre música popular,
identidad y política en el contexto del neoliberalismo argentino. A lo largo de las últimas décadas, los
sectores populares en Argentina han transitado un camino de constantes transformaciones que ha
reconfigurado de formas diversas la cotidianeidad de los mismos. El abandono de un modelo de
industrialización sustitutivo de importaciones por un modelo aperturista neoliberal que se inició en los
años setenta y se consolidó en los años noventa, trajo consigo, entre otras cosas una modificación en el
significado de “lo político”. Las instituciones fundamentales desde donde se pensaba y se moldeaba la
praxis política (partidos, sindicatos, etc.) fueron objeto de profundas críticas por parte de los jóvenes de
sectores populares, quienes acrecentaron su rechazo por ciertas formas de “hacer política” (presencia
de punteros en los barrios, creciente importancia del clientelismo político) dando lugar a un
cuestionamiento de la misma como expresión de una racionalidad instrumental, que se servía de las
necesidades de esos sectores a favor del incremento del poder político.
Dicha modificación, abrió el terreno para que se visibilizaran numerosas formas de pensarse
colectivamente. Con la crisis de las instituciones y espacios de integración y socialización –
fundamentalmente la escuela y el ámbito laboral- se reforzaron otros lugares desde donde construir
distintos “nosotros”. Así, a la par del creciente proceso de pauperización que atravesaron dichos
sectores, fueron emergiendo un conjunto de expresiones culturales que hicieron posible entrever las
formas en que intentaron afrontar dicha situación y a partir de las cuales pudieron ensayar estrategias
para sobrevivir.
Para los jóvenes que sufrían las consecuencias del desmejoramiento de las condiciones de vida, que
tenían que enfrentarse al resquebrajamiento de la cultura del trabajo y que en ese visible panorama de
descomposición social, no encontraban hacer pie para pensar en un futuro favorable, la música funcionó
como un catalizador que les permitió mostrarse y mostrar al resto de la sociedad el modo de vida de los
de abajo. Esta escenificación fue tomando forma en diversas expresiones estéticas entre las que se
puede destacar un género musical con fuerte raigambre en las clases populares: la cumbia.
A fines de los años ’90 aparecen en escena un conjunto de grupos musicales que vienen a actualizar lo
que hasta esos años se estaba desarrollando en el ámbito de la música tropical. La cumbia villera, como
nuevo subgénero, empieza a construir un nuevo relato desde el seno mismo de los sectores populares,
el cual introduce algunas novedades que abarcan desde lo musical, pasando por lo estético hasta llegar,
incluso, a lo político. Con las múltiples contradicciones y sin ser ajeno a las desigualdades que se pueden
evidenciar en diferentes ámbitos de la cotidianeidad, la cumbia villera parecía instalarse así en un
espacio de luchas, en donde los portavoces de la cruda situación que atravesaban los sectores más
humildes, provenían de ahí mismo.
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Hasta la actualidad, la presencia de este subgénero persiste como uno de los más importantes, aunque
ha ido mutando a la par de la aparición y desarrollo de diferentes procesos económicos, políticos y
culturales.
De esta manera, la construcción de estas subjetividades a través de la música abre un abanico de
posibilidades a partir de las cuales los sujetos toman la palabra para expresarse colectivamente. Se hace
operante en la realidad la instancia a partir de la cual pueden construir un “nosotros”, con visiones del
mundo y valores propios al que muchas veces deben apelar sectores que no están representados en los
discursos políticos hegemónicos o que son interpelados a partir de identidades estigmatizadas desde las
que es casi imposible levantar una voz en conjunto.
La presente propuesta, entonces, busca problematizar algunas de dichas construcciones identitarias que
se han elaborado y reelaborado a través del género antes mencionado. El trabajo está guiado por las
siguientes preguntas: ¿Cómo se construyen las identidades de los y las jóvenes de sectores populares a
través de la cumbia? ¿Qué elementos de dicha construcción son permeables para el desarrollo de una
socialización política?
Para ello éste trabajo está organizado en cuatro partes. En la primera, se llevará a cabo una
presentación del abordaje teórico-metodológico a partir del cual se analizará el fenómeno de la cumbia
villera. En la segunda, se presentará una caracterización y contextualización de la cumbia en nuestro
país. En la tercera parte, en función de las nociones previamente referidas y a partir de la realidad que
nos presenta el mundo tropical a través de su historia, de letras, de públicos, de la estética musical y
demás elementos que lo configuran, analizaremos el fenómeno de la cumbia villera. Finalmente en el
último apartado se expondrán algunas conclusiones.
1. Estudios sobre cultura popular: entre la transgresión política y la celebración populista
Este pequeño trabajo tiene como primer objetivo, la provocación: cuestionar la mirada cultista y letrada
que hace a la academia marginar determinados fenómenos que no cumplen con la suficiente
pertinencia sociológica aunque se presentan en vastos sectores de nuestra sociedad. Pero también,
tiene un segundo objetivo, que es advertir: no pretende ser una celebración populista acrítica y
despolitizada de un fenómeno tan masivo, sino más bien busca reponer el carácter conflictivo y
antagónico que nos plantea la cumbia como uno de los géneros musicales más importantes de la música
popular argentina en la actualidad.
Para empezar éste recorrido nos apoyaremos en el aporte sustantivo de Hall en referencia a su
enunciación sobre la cultura popular. La definición de la misma contempla aquellas formas y actividades
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cuyas raíces están en las condiciones sociales y materiales de determinadas clases; que han quedado
incorporadas a tradiciones y prácticas populares. Pero continúa insistiendo que lo esencial para la
definición de la cultura popular son las relaciones que definen a la “cultura popular” en tensión continua
(relación, influencia, antagonismo) con la cultura dominante. El significado de un símbolo cultural lo da
en parte el campo social en el que se lo incorpore, las prácticas con las que se articule y se le haga
resonar. Lo que importa no son los objetos intrínsecos o fijados históricamente de la cultura, sino el
estado del juego en las relaciones culturales: “hablando francamente y con un exceso de simplificación:
lo que cuenta es la lucha de clases en la cultura y por la cultura (…). El pueblo contra el bloque de poder:
ésta, en vez de la ‘clase contra clase’, es la línea central de contradicción alrededor de la cual se polariza
en el terreno de la cultura” (Hall, 1984).
Esta primera noción nos obliga a situarnos en los estudios desarrollados por la Escuela de Birmingham a
partir de la década del sesenta en Inglaterra y que nos servirán como soporte teórico-metodológico.
Nuestro análisis se asentará en el marco de la posición definida por Raymond Williams como
materialismo cultural1 que implica un adecuado reconocimiento de las conexiones indisolubles que
existe entre producción material, actividad, instituciones políticas y culturales y la conciencia (2009: 111
y 112). La misma intenta superar la dicotomía desarrollada al interior del materialismo histórico entre
base económica y superestructura político-ideológica, en donde la cultura se encontraría en esta
segunda esfera, quedando supeditada a las determinaciones desarrolladas en el campo de la economía.
Este reduccionismo dificulta la comprensión de un conjunto de actividades como lo que son: prácticas
reales, elementos de un proceso social material total; no un reino, o un mundo, o una superestructura,
sino una numerosa serie de prácticas productivas variables con intenciones y condiciones específicas
(Williams, 2009: 130). De ello deriva la necesidad de incorporar al análisis cultural la importancia de las
relaciones bajo las que se produce música –en lo que respecta al interés de éste trabajo-, dando una
mirada integral de la realidad que se busca aprehender.
En “Marxismo y Literatura”, Raymond Williams destaca el concepto de ideología como uno de los
principales dentro del pensamiento marxista sobre la cultura. A su vez, entiende que han coexistido tres
versiones de dicho concepto a lo largo de ésta tradición (Williams, 2009: 78):
a) Un sistema de creencias característico de un grupo o una clase particular.
b) Un sistema de creencias ilusorias –falsas ideas o falsa conciencia- que puede ser contrastado
con el conocimiento verdadero o científico.
c) El proceso general de la producción de significados e ideas.
1 Williams, Raymond. 2009 [1977]. Marxismo y Literatura, Traducción Guillermo David. Buenos Aires, Editorial Las
Cuarenta.
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En cuanto a la primera versión, la ideología de una clase se deriva de la posición que ocupa en el proceso
de producción en determinado modo de producción histórico. Esa posición objetiva refleja un conjunto
de prácticas y representaciones, las cuales dan cuerpo a un sistema de creencias determinadas.
En la segunda versión, la ideología funciona como obstáculo de la conciencia que impide comprender de
forma cabal el proceso social material que motoriza la historia. Si bien “la decisión de no partir de
aquello ‘que los hombres dicen, imaginan, conciben ni tampoco de lo que se dice, se piensa, se concibe
o se imagina de los hombres’ es, por lo tanto, en el mejor de los casos, un recordatorio correctivo de
que existe otra evidencia” (Williams, 2009: 86). La idea de “falsa conciencia” abrió la posibilidad de
contrastar la ideología con lo que se denomina “ciencia”. Esta noción vino a jugar un papel negativo para
el concepto de ideología, dado que en el contraste de uno y otro, la ciencia asentada en la posición de
quienes menos tienen que perder en el proceso de conocimiento –proletariado-, podía develar el
sentido de aquellos supuestos que buscaban distorsionar o encubrir las relaciones sociales bajo las que
se erigía el capitalismo.
Finalmente la tercera versión se relaciona con un concepto más abarcativo que es el de hegemonía. El
concepto de “hegemonía” tiene un alcance mayor que el concepto de “cultura” (Williams, 2009: 149), ya
que articula la noción de “proceso social total” en que se define la cultura, con las distribuciones
específicas de poder. Tal como lo piensa Gramsci, la hegemonía es un complejo entrelazamiento de
fuerzas políticas, sociales y culturales.
En este sentido, el concepto de hegemonía también va más allá del concepto de ideología. Lo que
resulta decisivo no es solamente el sistema consciente de ideas y creencias, sino todo el proceso social
vivido, organizado prácticamente por significados y valores específicos y dominantes. Gramsci introdujo
el necesario reconocimiento del dominio y la subordinación como un proceso total.
Lo central en la construcción hegemónica se encuentra en su capacidad de interpelación en las
conciencias prácticas siendo que el objetivo que persigue es saturar efectivamente el proceso de la vida
en su totalidad, logrando así instalarse como el “sentido común”. Esa operación comprendida en el
marco de la relación dominación-subordinación implica el pasaje desde la visión del mundo de una clase
particular a la visión del mundo de un principio hegemónico dominante que se presenta como totalidad.
De esta forma constituye un sentido de la realidad para la mayoría de las personas en una sociedad.
Este concepto de hegemonía, según Raymond Williams, presenta dos ventajas. En primer término, dado
que el poder hegemónico está diseminado en diversas instituciones de la sociedad –Estado, escuelas,
iglesia y otras-, el terreno donde es planteada la lucha política se modifica. El complejo entramado en
donde el poder asienta su capacidad de coerción y consenso le permite hacer extensiva sus
posibilidades de influencia en muchas áreas. Pero a la vez esto implica nuevos focos desde donde
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pueden generarse diferentes formas de lucha, de modo tal que la creación de una hegemonía
alternativa implica la articulación activa de las mismas. Este giro en el esquema estratégico de lucha
política busca integrar aquellas formas que no resultan fácilmente reconocibles como tales ya que no
son fundamentalmente “políticas” o “económicas”.
En segundo término y ligado a esto, existe una forma muy distinta de comprender la actividad cultural,
como tradición y como práctica. La tradición y la práctica cultural son comprendidas como algo más que
expresiones superestructurales –reflejos, mediaciones y tipificaciones- de una estructura social y
económica determinada: se hallan entre los procesos básicos de la propia formación y, más aún,
asociados a un área de la realidad mucho mayor que las abstracciones de experiencia “social” y
“económica”.
Ahora bien, la hegemonía es un proceso de construcción permanente que demanda una necesaria
actualización y reformulación para mantener su dominación. En ese trayecto también es continuamente
resistida, criticada y atacada desde distintas posiciones. La realidad de toda hegemonía es que, mientras
que por definición siempre es dominante, nunca lo es de un modo total o exclusivo. Por tanto, todo
proceso hegemónico debe estar en un estado especialmente alerta y receptivo hacia las alternativas y la
oposición que cuestiona o amenaza su dominación (Williams, 2009: 156).
Al interior de dicha construcción, podemos distinguir tres aspectos que nos ayudan a comprender
cualquier proceso cultural: las tradiciones, las instituciones y las formaciones. Cada uno de ellos tiene un
papel fundamental tanto en la selección de los elementos históricos que darán conectividad entre
pasado y presente al servicio de una construcción hegemónica, como en la tarea de difusión y
reproducción del orden imperante.
Asimismo también debemos distinguir que una cultura no sólo se define por sus rasgos dominantes, sino
que en ella conviven elementos residuales y emergentes. Estos elementos se interrelacionan entre sí: lo
residual, como elemento del pasado que se hace efectivo en el presente y lo emergente, como fuente
de una nueva práctica cultural, ambos en disputa con la hegemonía dominante.
Esto nos lleva a preguntarnos por el lugar desde donde se puede articular la resistencia en el campo de
la cultura. Como venimos observando, las relaciones contenidas en el proceso de disputa por la
hegemonía poseen un signo fuertemente contingente dando pie a un juego de posiciones en que las
posibilidades de resistencia son mucho más amplias. De esta manera, los modos en que pueden
desplegarse las diversas formas de resistencias nos permiten amplificar la mirada analítica hacia todas
aquellas acciones en que sectores en posiciones subalternas lleven a cabo una praxis ya sea para señalar
la relación de dominación o a modificarla. En este sentido, señalar la relación de dominación implica una
problematización y toma de conciencia de dicha situación, en tanto aparece como un principio de
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escisión. La modificación de dicha condición supone la puesta en práctica de dicho principio a través de
la búsqueda de una praxis alternativa.
Ahora bien ¿cómo se elabora esa praxis alternativa? ¿Qué papel juega lo popular en esa construcción?
Cuando hablamos de cultura, de música, debemos aclarar exactamente a qué nos estamos refiriendo
con lo popular. Dentro de algunos estudios sobre cultura popular, coincidimos con aquellos en donde el
significado de lo popular se presenta como la dimensión de lo subalterno en la economía simbólica2.
Ante todo, esta noción señala una desigualdad: no sólo al acceso a determinados bienes culturales, sino
también a las condiciones de producción de todo lo simbólico; pero a la vez, a las condiciones de
producción de cualquier discurso: básicamente el derecho a la voz (Alabarces y Rodríguez, 2008: 25). De
esta forma, el análisis sobre la música popular debe pensarse en ese contexto: en el de una distribución
compleja y estratificada de los bienes culturales, donde lo popular ocupa posiciones subalternas
(Alabarces y Rodríguez, 2008: 31). Es importante enfatizar dicha posición porque si nos dejaramos llevar
por una impresión populista de que hoy lo popular es hegemónico, estaríamos en lo incorrecto. Si lo
subalterno se volviera hegemónico pues estaríamos frente al diagnóstico de una sociedad sin clases: “No
podemos, a esta altura de la soirée y de la teoría, confundir los mecanismos hegemónicos masificadores
y despolitizadotes de la industria cultural con un milagroso movimiento de democratización cultural que
legitime lo que no puede ser legítimo porque las relaciones de dominación así lo deciden”3.
Esta definición de lo popular nos conduce a repensar la categoría de clase. Cuando hacemos mención de
lo popular queremos referir al conjunto de las clases subalternas e instrumentales de una sociedad
determinada, tal como lo expresa Gramsci. Dado que las mismas no son un conjunto homogéneo, lo que
se busca es reponer el carácter antagónico y contrastante en tanto es un espacio donde los actores
discuten, negocian y traban conflictos permanentes, tanto al interior de las mismas como en su relación
con las clases dominantes4.
En suma, a partir de los conceptos que de manera esquemática hemos tratado de esbozar, en los
siguientes capítulos se hará el abordaje del fenómeno de la cumbia villera. Para ello, primeramente nos
adentraremos en los orígenes e historia de la cumbia en Argentina, más allá de ser un género musical
ampliamente extendido por toda Latinoamérica.
2. De Colombia para toda Latinoamérica: la cumbia en Argentina2 Alabarces, Pablo y Rodríguez, María Graciela. Resistencias y mediaciones: estudios sobre cultura popular, Buenos
Aires: Paidós, 2008.3 Alabarces, Pablo. 11 apuntes para una sociología de la música popular en la Argentina, Local x Global: Cultura,
Mídia e Identidade, Editorial Armazem Digital, Porto Alegre; Año: 2009; p. 155 - 178
4 Volvemos a insistir que el campo de la música popular no es un territorio ajeno a los desniveles y a las
desigualdades presentes en cualquier otro campo, sino que al interior del mismo hay diferencias y jerarquías que
motorizan la disputa constante de lo simbólico.
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“Los países que están bien,
sin problemas,
escuchan blues y rock ‘n’ roll.
Los países que caen en desgracia
escuchan cumbia”.
Pappo
A lo largo de la historia de la música popular argentina han convivido numerosos géneros musicales que
han ostentado la legitimidad social de acuerdo a las distintas formas de ordenamiento social
imperantes. Fue el tango a partir del siglo XX, el folklore con el ascenso del peronismo a mediados de la
década del cuarenta y el rock a partir de los años sesenta. Así como fueron difamados y censurados en
sus épocas, todos ellos fueron reconocidos y aceptados mucho después de su legitimación popular. Sin
embargo, la cumbia en la Argentina de hace algunas décadas a esta parte, no posee el mismo status que
supieron conseguir aquellos géneros. ¿Por qué? Pues porque es música de pobres, estéticamente pobre.
Muchos de los prejuicios y de las críticas giran alrededor de esta aseveración. La crítica se antepone a la
descripción: tanto la reacción moralista, como la progresista, que denostan la cumbia villera como
síntoma de la decadencia social, no dan paso (obstáculo epistemológico propio de los cientistas sociales)
a la problematización y contextualización de las formas de expresión que se están desarrollando. La
tarea que nos encomendamos, aunque posea un limitado alcance, pretende romper con dicha tradición.
Comenzaremos con una breve historización y caracterización de la cumbia en la Argentina, para tomar
conocimiento de las raíces del género.
Fruto de una estructura rítmica cuyas características principales son una relativa simplicidad del patrón
rítmico y la importancia de la percusión, es que la cumbia pudo moverse geográficamente y permitir el
cambio de formas musicales. Por otro lado, tuvo una débil asociación con Colombia –otra de las
características para desplazarse geográficamente-, es decir, no estuvo ligada a proyectos políticos
nacionales dado que para la élite y para las ascendentes clases medias “blancas” esto generaba el
reconocimiento del origen social de la cumbia: un origen afro-caribeño, pero que además había
permitido una mestización cultural con los “blancos”.
Hacia la década del 60’ llegan los primeros conjuntos colombianos a la Argentina y a su vez, en nuestro
país, se produce una reconfiguración de algunas orquestas típicas, en donde se ejecutaban repertorios
que iban desde el jazz hasta el chamamé y que comenzaban a incorporar la cumbia. Tal como venimos
desarrollando en dicho trabajo, la música es entendida no solamente en su composición musical o
poética, sino entendiéndola en relación a toda una serie de prácticas desarrolladas alrededor de lo
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estrictamente musical, como lo son: la composición, ejecución, circulación, apropiación y uso que de ella
se hace. Por ello es central con el público con el cual se lo vincula.
En la Argentina ese público tiene un origen popular-tradicional vinculado al folklore y para ser más
precisos aún, en donde encuentra mayor arraigo es en aquel proletariado industrial que se había
empezado a forjar en la década del ’30 y que se había consolidado con el peronismo y el pequeño
campesinado que en aquellas épocas resultaba una porción mayoritaria en nuestro territorio. A partir de
ahí es que nacerá una relación fundamental: el vínculo desarrollado entre el chamamé y la cumbia.
El folklore argentino de la década del ’30 y del ’40 representaba e interpelaba a los migrantes internos
que llegaban a la capital con el ascenso del peronismo, lo cual produjo un rechazo de las clases medias
porteñas, blancas y europeas. La legitimidad del folklore se engendraría en este proceso político, dando
paso a un encuentro no menos problemático entre el campo y la ciudad.
Como todos los géneros musicales, el folklore no puede ser analizado como un campo homogéneo, sino
que deben reconocerse las diferencias al interior del mismo. El chamamé, como “una de las variantes
plebeyas del folclore”5, nace en los pueblos del Litoral argentino y se traslada a la capital del país junto
con los inmensos contingentes que llegan a los centros urbanos para buscar nuevas oportunidades
laborales. Así es como al calor de una nueva configuración social van emergiendo expresiones culturales
de aquellos nuevos habitantes de la ciudad, ganando espacio el folklore en una época en donde la
palabra ‘cultura’ era entendida de un modo restringido.
En los primeros asentamientos que se establecen en los cordones poblaciones alrededor de Capital
Federal, comienzan a instalarse los primeros “bailes” que eran los espacios de reunión donde se
escuchaba fundamentalmente chamamé. Junto con otros subgéneros del folclore es que comienza a
pujar por un reconocimiento masivo, aunque la legitimidad sólo la lograrán hacia la década del ’60, con
el boom del folklore.
Sin embargo, como dijimos anteriormente, no todo el folklore tuvo esa legitimidad tan anhelada, ya que
hubo consideraciones diversas sobre los ritmos que lo integran: por un lado, podría colocarse a la
zamba, como la más legítima de las músicas folklóricas, mientras que en el otro extremo se encuentra el
chamamé (Silba, 2011: 260). Esto se debe, entre otras cosas, a que el chamamé no sólo es la expresión
de sectores sociales subalternos sino también porque fue asociado fuertemente al peronismo, al
‘cabecita negra’.
5 Silba, Malvina. La cumbia en Argentina. Origen social, públicos populares y difusión masiva. En: Semán, Pablo
(comp.). Cumbia: nación, etnia y género en Latinoamérica. Ed: Gorla, Facultad de Periodismo de la Universidad
Nacional de La Plata, 2011. P. 260
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Esta aseveración nos permite establecer puentes analíticos entre lo que sucedió en una época con el
folklore en general y el chamamé en particular, y lo que, en la actualidad sucede con la cumbia.
Salvando las distancias históricas y contextuales se pueden interpretar desde parámetros similares,
siendo que los diversos ritmos y composiciones poéticas que caracterizan a uno y otro son formas de
representar las vivencias y los conflictos que los miembros de las clases populares urbanas atraviesan
cotidianamente.
Retomando lo que se expuso en el primer apartado, debemos desestimar la idea de linealidad entre los
usos diversos y las posibles configuraciones de sentido que una música puede propiciar o representar
para una clase social. Esa imbricación siempre debe ser reconocida en el contexto de las relaciones entre
culturas, y entre clases sociales también, del momento histórico en que se presenta. Sin embargo,
debemos acordar con Vila:
La música para mí… tiene sentido (no intrínseco, pero sentido al fin), y tal sentido está ligado a las
articulaciones en las cuales dicha música ha participado en el pasado. Por supuesto que dichas
articulaciones pasadas no actúan como una camisa de fuerza que impide su re-articulación en
configuraciones de sentido nuevas, pero, sin embargo, sí actúan poniendo ciertos límites al rango de
articulaciones posibles en el futuro. Así, la música, no llega “vacía”, sin connotaciones previas al
encuentro de actores sociales que les proveerían de sentido, sino que, por el contrario, llega plagado de
múltiples (y muchas veces contradictorias) connotaciones de sentido6.
Otro de los nexos entre la música rural y la música urbana se asocia al lenguaje de los cuerpos en
movimiento, es decir, son danzas que obligan a los bailarines a poner en estrecho contacto sus cuerpos.
Esto afirma al chamamé como música-danza puente entre habitantes rurales y urbanos a través de una
propuesta de baile en pareja “agarrados”, tal como sucedía con el tango.
Todo esto fortalecerá la relación del chamamé con la cumbia (público, música, letras, danza y demás),
aunque el punto final de vinculación se producirá con el surgimiento del “chamamé tropical”, una
variante que surge en los años ’80 y que sellará definitivamente dicho vínculo. De esta manera la cumbia
se irá consolidando cada vez más en los sectores populares.
Hacia la década del ’80, la denominada movida tropical o “bailanta” (nombre de los bailes populares
litoraleños), que nucleaba tanto a la cumbia como al cuarteto, logró afianzarse en Buenos Aires. En este
período se lleva a cabo un proceso de homogeneización de la música tropical en aras de un beneficio 6 Vila, P., “Música e identidad. La capacidad interpeladota y narrativa de los sonidos, las letras y las actuaciones
musicales”, En: Recepción artística y consumo cultural, Piccini, M., Mantecón, A. R. y Scchmilchuk, G. (eds.), México,
2000. Citado en: Silba, Malvina. La cumbia en Argentina. Origen social, públicos populares y difusión masiva. En:
Semán, Pablo (comp.). Cumbia: nación, etnia y género en Latinoamérica. Ed: Gorla, Facultad de Periodismo de la
Universidad Nacional de La Plata, 2011. P. 263
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comercial: la fusión de ambos géneros permitiría una explotación rentable para los sellos
multinacionales. En esta misma línea, comienza a crearse un circuito de difusión y promoción propio de
la música tropical.
La masividad que comenzó a crecer de manera exponencial, sin embargo, no se vio reflejada en la
mejora de las condiciones de producción de este tipo de música. El universo tropical se seguía
constituyendo como música doblemente periférica: en primer lugar, por la desigual distribución de
bienes materiales y simbólicos, y en segundo lugar, por las condiciones de producción artísticas entre los
escenarios locales o nacionales y los internacionales.
En los ’90, se produce un acelerado crecimiento comercial de la movida tropical. El nuevo contexto
político-cultural, el “vale todo” de la cultura menemista, permitió que el mundo tropical pudiera llegar
rozarse con hombres y mujeres de la clase media y alta. De esta manera, muchos conjuntos musicales
que en otras épocas circunscribían sus presentaciones al circuito tropical, experimentaron la posibilidad
de actuar en otros espacios donde concurrían públicos distintos a los que ellos acostumbraban.
Esto acarreó sin dudas, algunas transformaciones al interior del mundo tropical. Los productores
cumbieros decidieron dirigirse hacia otro perfil de consumidor: los sectores medios. Esto implicó entre
otros cambios, una nueva estética del grupo: rasgos físicos y vestimentas van ser los primeros cambios
para captar al nuevo público. Así aparecieron grupos musicales –armados por el productor- cuyos
integrantes eran jóvenes prolijamente peinados, que utilizaban vestimentas más cercanas al gusto
hegemónico y que se diferenciaban radicalmente de los artistas del mismo género que tenían una fuerte
raigambre popular, pero que eran asociados al provincianismo, quienes se caracterizaban por usar
habitualmente vestimentas multicolores.
El toque picaresco de las letras, el ritmo pegadizo y la estética más modernizada y armónica de los
grupos permitió que mucho de los exponentes de la cumbia pudieran desfilar por distintos espacios
televisivos y codearse con algunos miembros del establishment. Sin embargo, esta fiesta menemista,
esta “ficción igualitaria” (Silba, 2011: 280), no podía disfrazar las características devastadoras que tenía
el plan político-económico que se había iniciado a mediados de los años ’70 y que se consolidaría en los
años ’90. En este contexto es que surgirá la cumbia villera, de la cual nos ocuparemos en el próximo
apartado.
3. Sentimiento villero: la cumbia villera toma la palabra
“Quieren bajarme y no saben cómo hacer
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porque este pibito no va a correr
me miras en la tele, te quieres matar
la envidia te mata, me quieren llevar
por ser un pibito bien cumbiambero
me subís a tu patrullero
¡Anti!”
Damas Gratis
Las transformaciones suscitadas a partir del nuevo modelo de acumulación capitalista, el neoliberalismo,
tuvo hondas repercusiones en toda la estructura social argentina. Estos procesos, caracterizados por
novedosas formas de organización social y por la reestructuración de las relaciones sociales, modificaron
las pautas de integración y exclusión, incidiendo directamente en los modos de vinculación entre
economía y política. Estos cambios promovieron un aumento de las desigualdades, permitiendo la
subsunción creciente del capital sobre el trabajo.
En el periodo anterior –entre la década del ’30 y la década del ’70- los sectores populares habían
construido principalmente su identidad colectiva entorno a la denominada “cultura del trabajo”. El
movimiento obrero como tal había logrado dotarse de herramientas propias para llevar a cabo una vida
digna, a fuerza de una sólida organización sindical. Sin embargo, la última dictadura desarrollada en el
país dio el espaldarazo necesario para trastocar este esquema de cierta cohesión social, dando paso a
una nueva etapa. “Marcado por la desindustrialización, la informalización y el deterioro de las
condiciones laborales, este conjunto de procesos fue trazando una distancia creciente entre el mundo
del trabajo formal y el mundo popular urbano, cuyo corolario fue tanto el quiebre del mundo obrero
como la progresiva territorialización y fragmentación de los sectores populares”7.
Esto acarrea enormes consecuencias, entre las que es posible ubicar la modificación de las pautas de
integración y socialización entendida como los modos en que los sujetos se incorporan y se reconocen
como ciudadanos de un Estado-Nación. La reestructuración de dichas pautas, que habitualmente se
sostenían en espacios como la escuela y el ámbito laboral, fue paulatinamente socavando los lazos
sociales, acrecentando los procesos de fragmentación y polarización social.
Si bien dicha reestructuración dejó enormes secuelas en todos los sectores de la sociedad, ésta impactó
con especial profundidad en los sectores populares en general, y a los y las jóvenes de esos sectores, en
particular.
7 Svampa, Maristella. La sociedad excluyente: La Argentina bajo el signo del neoliberalismo . Buenos Aires: Aguilar,
Altea, Taurus, Alfaguara, 2005. Pp. 159-160
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El carácter excluyente del nuevo orden social (Svampa, 2005) en el que la juventud de los sectores
populares debía insertarse, abrió una etapa muy distinta en cuanto a los parámetros para pensarse
colectivamente, en comparación con el modo en que usualmente lo habían hecho las generaciones
anteriores. Esto se evidenció, por un lado, en el distanciamiento con el mundo disciplinar del trabajo
que fue extendiéndose, a la par de trayectorias laborales cada vez más inestables y precarizadas, cuando
no inexistentes.
Por otro lado, a partir de la refuncionalización del Estado, se profundizaron las tareas de asistencia y
represión, como vías privilegiadas de “tratamiento” de la nueva cuestión social.
En el plano de lo político, también se hicieron notables transformaciones. Con el retorno a la
democracia, se produce lentamente una profesionalización de la política (Frederic, 2004) en la que la
práctica política fue legitimándose para algunos sectores de la sociedad: aquellos que se ajustaban a
ciertas condiciones acordes a los aspectos más formales e institucionales del sistema democrático. Las
estructuras partidarias y sindicales consiguieron amoldarse a este nuevo formato, alterando los soportes
en que las clases populares sostenían su conformación como actores políticos.
En suma, entran en crisis muchos de los espacios de integración y participación que en otras épocas
brindaban las herramientas para que los sujetos pudieran definir un “nosotros/as” con posibilidades de
actuar conjuntamente.
Estas mutaciones van a tener una profunda influencia en los procesos de construcción identitaria de la
juventud de los sectores populares, ante la imposibilidad de referenciarse en las experiencias de las
generaciones anteriores.
Una de las dimensiones en que se van a cristalizar la crisis y la reeelaboración de identidades sociales, es
en el plano de las prácticas culturales y, más específicamente, en la música: de forma muy compleja y
contradictoria, el campo de la música se erigiría como un catalizador de esas experiencias. Éste, como
otras prácticas culturales y como otros ámbitos de agregación (cancha, barrio, ruta), se reforzó como
espacio desde donde pensarse y postular un(os) “nosotros” (más reducidos, más efímeros y dinámicos)
para parte de sectores juveniles.
La música fortaleció su función como proveedora de sentidos frente a los novedosos procesos de
subjetivación que emergían. Esto es posible distinguirlo a través del análisis de los giros en la
composición musical y en las elaboraciones discursivas, plasmadas en diversas propuestas estéticas,
tales como la cumbia villera y el rock barrial.
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La cumbia villera emerge casi a finales de los años ’90, provocando un corte disruptivo en lo referido a
las temáticas que se abordaban en la música tropical8. El enfrentamiento con las instituciones del Estado
–la policía, fundamentalmente- y otras autoridades, la exaltación del consumo de drogas y el delito
como vía de supervivencia, son algunos de los temas que recorren las letras de los conjuntos musicales
que se formaron en dicho subgénero. Aparece crudamente retratada esa contradicción entre la ruptura
de un mundo disciplinario (organizado alrededor del trabajo, la educación y la familia) y una
desagregación en la que los “pibes” no quieren ser controlados, pero tampoco quieren ser excluidos.
Otra de las variaciones será la incorporación de nuevos ritmos musicales, como lo son el rap y el hip-
hop, música asociada a los slums (barrios bajos) de las grandes urbes estadounidenses, y más
precisamente, a las comunidades afroamericanas y latinoamericanas de los barrios populares
neoyorquinos.
Asimismo, la estética villera contrastará con la de otros grupos musicales dentro de la cumbia: estos
serán varones jóvenes pertenecientes a los sectores populares urbanos de las villas, quienes adoptarán
el uso de vestimenta deportiva, tal como sucedía en las barriadas populares. La negritud, elemento
distintivo de la configuración de la cumbia, va a ser retomado y transformado de estigma en emblema
de la cumbia villera. Sin embargo, este aspecto no se asociará como en otras partes de América Latina a
un sentido racial –afro o indígena- sino más bien a un sentido social –pobres urbanos- y a un sentido
simbólico –lo oscuro-.
Como venimos desarrollando, la cumbia villera se gestó en el marco de una sociedad pauperizada que
no estaba centrada en el trabajo, como eje vertebrador de la vida cotidiana. Esto genera una
desorganización de los tiempos y los espacios en que generaciones anteriores habían sido socializadas.
Se produce un corrimiento de los lugares en que interpela a los sujetos la música. Por ejemplo, tanto en
el folklore como en el rock, cuando se hablaba del ocio, la recreación y la diversión, en el marco de
sociedades cuya organización estaba centrada en el trabajo, se distinguían los tiempos y espacios para
desarrollar las distintas actividades. En cambio en sociedades donde se hace más difuso el trabajo como
principio ordenador del tiempo y el espacio, el panorama se modifica.
El trabajo comienza a relativizarse como práctica legítima para obtener sustento y de allí surgen distintas
estrategias de sobrevivencia, que pueden ir desde “changas” hasta el delito. Con esto no se pretende
sostener que a través de la cumbia villera se haya promovido una valoración negativa del trabajo, sino
que se hizo foco en el ocio, el consumo o el robo como otras formas de soportar la realidad. “Aquel que 8 El género “cumbia” aglutina infinidad de subgéneros (santafesina, colombiana, romántica, norteña, villera, etc.)
por ello, si bien existen raíces comunes, es importante destacar que cada subgénero posee características
distintivas. Asimismo, hay una diferenciación dentro de la música tropical en Argentina con el cuarteto, el cual es
originario de la provincia de Córdoba, donde no disputa espacio con la cumbia, y tiene también características y
raíces distintas.
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impera en la cumbia villera es un tiempo ajeno a la disciplina de la escuela y el trabajo: no administrado,
la sucesión de las noches y las mañanas y de los días de la semana no regulan ni diferencian el descanso
de la actividad”9. Unido a esto, se pone en fuerte cuestionamiento el trabajo como soporte principal en
la construcción de masculinidades. El hombre como proveedor se verá afectado en la construcción de su
virilidad, la cual sería obtenida de acuerdo a las letras de las canciones, a través del “aguante”: su
masculinidad residiría en su capacidad para resistir física y moralmente en robos, en el consumo de
alcohol, de drogas, en peleas, etc.
La cumbia en general, y la villera, en particular, se presentará así como un espacio más en donde se
visibilizan las pautas de relación androcéntricas, jerárquicas y violentas. La reacción moralista que señala
este espacio como el único en donde legitiman dichas relaciones de género, están muchas veces más
asociados a un anticumbismo de clase (Vila, 2011), que a la problematización de estas relaciones en toda
la cultura argentina. El lugar desde donde se construye la figura de la mujer, como veremos, está
marcado por fuertes contradicciones, que no son ajenas a lo que sucede en otros ámbitos de la vida
cotidiana.
Es importante comprender la importancia de contextualizar la música: hay que preguntarse cómo
funciona la música en una situación dada. La música no es variable dependiente, ni independiente, sino
que es un uso situado, tal como nos advierte Vila. Esto habla de sujetos activos, no de públicos pasivos,
como receptáculos de significantes, sino más bien de sujetos que están atravesados por
condicionamientos sociales de diversa índole y que el uso que hagan de determinada música nos ayuda
a interrogar una época.
Por eso partimos de la base de la condición compleja, fragmentaria y móvil de la estructuración
narrativa del sujeto (Vila, 2011: 54): la adhesión a un género musical no vertebra la perspectiva de un
sujeto. Una lectura esencialista derivaría de la posición en la estructura social un conjunto de prácticas y
representaciones asociadas a identidades plenas, absolutas y sistemáticas, en la que los sujetos no
tendrían ni remotamente ninguna capacidad de agencia.
Por lo tanto, la cumbia villera, percibida como momento parcial de las prácticas cotidianas, es un lugar
de baile y de enlace para hombres y mujeres, aunque difieran en los significados para unos y otros. El
elemento que se encuentra latente detrás de la agresividad de las letras, es el conflicto que implica la
activación de la mujer en distintos ámbitos. Las mujeres –siempre desde una voz masculina- interesadas,
traidoras y valoradas, solamente, desde el aspecto sexual, desnuda el carácter machista y homofóbico
dentro de la cumbia villera. Sin embargo, con el correr de los años, se han producido algunas novedades
9 Martín, Eloisa. La cumbia villera y el fin de la cultura del trabajo en la Argentina de los 90. En: Semán, Pablo
(comp.). Cumbia: nación, etnia y género en Latinoamérica. Ed: Gorla, Facultad de Periodismo de la Universidad
Nacional de La Plata, 2011. P. 221
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en cuanto a este fenómeno. Esto puede observarse en el baile –como espacio físico- en donde las
mujeres pueden buscar un hombre más allá de un vínculo único, lo cual simbólicamente tiene mucho
peso y además, aparece la capacidad de disfrute como posible freno a dicha cosificación.
Las mujeres que adhieren a la cumbia villera y que son duramente criticadas por ello10, de acuerdo a
algunos estudios de campo (Silba, 2011; Spataro, 2011), pueden desarrollar modos de escucha
selectivos. De forma no menos ambigua y contradictoria buscan conciliar el disfrute del baile con la
agresividad de las letras a través de diferentes mecanismos. Esto es lo que llaman “escuchar como
mujeres”: recupera la mirada femenina que transforma el discurso ofensivo y pone freno, al menos de
forma parcial y simbólica y presenta a la mujer más allá de la mirada masculina. La celebración de su
cuerpo, de sus movimientos, de su inaccesibilidad (Semán y Vila, 2011) dota de poder aunque sea en
parte, a las mujeres que serían posicionadas, por ejemplo, como putas. La escucha selectiva que focaliza
la atención en algunos versos y descarta otros, les permitiría ejercer un cierto posicionamiento ya sea de
rechazo, aceptación o negociación ante tales situaciones.
El Estado tuvo un papel preponderante ante esto que se evidenciaba como moral y éticamente
intolerable y que, para colmo, lograba cierta masividad. Hacia fines de los ’90 y principios del 2000 el
país se encontraba sumido en una situación de gran efervescencia política y social. Los indicadores de
pobreza e indigencia crecían de manera exponencial, las políticas económicas no hacían más que
reforzar lo que se había desarrollado durante el menemismo, las condiciones mínimas de vida eran
insostenibles: la crisis se avizoraba. En este marco, el COMFER (Comisión Nacional de Radiodifusión)
emite las “Pautas de evaluación para los contenidos de la Cumbia Villera”, en clara voluntad de censurar
las voces de la disidencia:
“Que los sujetos criados en los márgenes de la sociedad pudieran decir públicamente: ‘nos drogamos
porque no tenemos para comer, porque no tenemos trabajo, educación, ni futuro’ era demasiado. La
marginalidad, el hambre y la desocupación eran (y siguen siendo hoy) tolerados como parte de los
riesgos que el sistema trae casi naturalmente: con pobres sumisos es más fácil negociar. Pero cuando se
pasa a exaltar esa forma de vida, la cosa cambia” (Silba, 2008: 55).
En estos casos, la policía –como representante del Estado- jugó un papel importante a la hora de hacer
cumplir la ley a rajatabla y por ello fue el blanco de muchas de las canciones de la cumbia villera. El
enfrentamiento con dicha institución, el relato testimonial de las contiendas de la cual muchas veces
10 La concentración de significantes misóginos y machistas no es propiedad exclusiva de la cumbia villera. Si bien es
cierto que existe una ostentación sexista como marca distintiva, que muchas veces es difícil de tolerar, también es
justo decir que no se observa con la misma lente otros géneros musicales. Si el criterio de escucha de la música y de
disfrute de la danza estuviera circunscripto a aquellas músicas que no contuvieran en ninguna de sus formas, giros,
guiños o claros mensajes sexistas, pues las mujeres no podrían complacerse ni con el rock, el blues, ni mucho menos
el tango, para tomar algunos casos como ejemplo.
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pudieron salir airosos, pero en muchas otras se perdieron vidas, no hacía más que mostrar la
criminalización con que se abordaba la problemática de la pobreza. En este escenario, el agente policial
sería doblemente castigado: no sólo por pertenecer a las fuerzas de la represión, sino porque en su gran
mayoría posee la misma extracción social del reprimido. Y como veremos más adelante, la reprobación
no es ideológica, sino más bien ética: la crítica hacia la institución se promueve primariamente, en
nombre de un sistema de valores en donde el delito y el consumo de drogas no debería ser reprimido.
Más cerca en el tiempo, hacia el año 2004, durante la presidencia de Nestor Kirchner, el jefe de gabinete
Alberto Fernández, ante sucesivos hechos delictivos en el Conurbano bonaerense, dijo que la cumbia
villera incitaba a los jóvenes de los barrios más pobres del Conurbano a cometer delitos. Nuevamente,
violencia social y música iban de la mano. La disyuntiva era: ¿Es más grave que se exalte el consumo de
drogas, el delito, la marginalidad a través de letras de canciones o que realmente estas condiciones se
encuentren presentes en vastos sectores de la sociedad? “Lo que evidentemente no ‘se puede decir’ es
que consumir droga está bien, ni que robar para comprar drogas está justificado. O sea, la obscenidad
está en hablar del consumo y en la exaltación del modo de vida que estos jóvenes practican y no en todo
lo otro” (Silba, 2008: 54). De una manera profundamente etnocentrista parecían decir que si no
escuchaban esa música estarían alejados de ese tipo de prácticas.
A este tipo de discursos se plegarían algunos sectores sociales, los cuales quedarían retratados en las
letras de las canciones: los chetos o los caretas asumirían el lugar del “ellos” opositivo. Si bien se
produciría un modo de apropiación de la cumbia villera por parte de los sectores medios y, en menor
medida altos, el mismo fue de segundo grado, siendo “…que lleva implícito un reconocimiento (el
carácter festivo de la música, ligado –supuestamente- a su origen plebeyo) y, a la vez, una toma de
distancia donde persiste el reflejo estigmatizador (su carácter de ‘música villera’, propia de las villas
miseria)” (Svampa, 2005: 179).
De esta manera, los chetos -un “otro” de clase- quedarían enlazados a esta argumentación que condena
el delito y al uso de drogas para cometer delitos, y que por una cuestión ética, por no formar parte del
sistema de valores creados alrededor del mundo villero, no podrían justificar dichas prácticas. La puesta
en palabras crudas y sin eufemismos de una dura cotidianeidad de los sectores populares –muchas
veces, exacerbada y sobrecodificada por los medios de comunicación-, no hizo más que reflejar el
aumento de las desigualdades que se vivían en la época.
Al calor de las transformaciones que se suscitaron desde 2001 a esta parte, la cumbia villera también fue
mutando. Se produjo una vuelta hacia temáticas románticas y festivas –no en todos los casos-. Sin
embargo, las condiciones del mercado y de trabajo de la música tropical aún continúan siendo precarias
y muy poco estables. La intención lucrativa, tanto de empresarios como de músicos, ha provocado una
implosión en el universo tropical: cada vez surgen bandas con baja calidad musical, completamente
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estandarizadas y con pocas posibilidades de proyección a largo plazo. Los conjuntos tienen que recorrer
durante todos los fines de semanas, una cierta cantidad de boliches y presentaciones, para poder
solventar todos los gastos. Tanto es así, que una de las bandas consolidadas como lo es Damas Gratis,
después de estar más de diez años en el subgénero –y siendo creadora del mismo- aún deben hacer el
mismo circuito.
La industria cultural dentro del mercado tropical, encuentra en la producción seriada de grupos el rédito
económico11. El hecho de copiar canciones allana el camino y permite una explosión, aunque efímera, en
la cual la juventud queda entrampada y desechada al poco tiempo. Distinto es el caso de artistas como
Oscar Belondi (Yerba Brava, La Base, La Repandilla) o Pablo Lescano (Flor de Piedra, Damas Gratis)
quienes han trascendido en el tiempo y han sido los que más se han animado a innovar tímbrica e
instrumentalmente, e incluso en la armonía o la temática.
4. Conclusiones
De forma esquemática a lo largo de dicho trabajo, hemos tratado de presentar algunos indicios para
responder a las preguntas orientadoras propuestas en la introducción. Esto nos lleva a reflexionar acerca
de la mirada con que debemos abordar el estudio de los fenómenos aquí expuestos:
“…es imposible analizar un fenómeno como el de la música popular por fuera de una mirada de
totalidad, que reponga el mapa de lo cultural –completo y espeso, con sus desniveles y sus jerarquías,
con sus riquezas y sus precariedades, con sus zonas legítimas y deslegitimadas- en una sociedad
determinada. Caso contrario, ocuparnos de estas zonas libres de la cultura puede llevarnos a la
autonomización populista, a la celebración del fragmento aislado, de ese espacio donde el débil se hace
fuerte y celebra su identidad, su libertad, su creatividad cultural, sin ver las innumerables ocasiones en
que el poderoso marca los límites de lo legítimo y lo enunciable. Reponer la continuidad de una cultura,
aun consciente de sus diferencias y desigualdades, permite recolocar lo popular –la música popular- en
el territorio complejo y en disputa constante de lo simbólico, en relación contrastante y en lucha
permanente por la hegemonía” (Alabarces, 2008: 32).
Esta tarea exige la construcción de una lectura compleja que no puede reducirse a lo expuesto en el
texto poético sino que además debe abarcar lo musical, la puesta en escena, los circuitos industriales y
comerciales, los espacios de realización, las formas de consumo, las prácticas de los consumidores. Y por
supuesto debe contemplar las instituciones y los agentes que participan en esas relaciones del campo, la
historia del mismo y sus luchas.
11 Esta lógica de mercado ha sido extendida por otros productores musicales en otros géneros, lo cual puede verse
claramente a través de reality shows y demás programas, en donde el pop, la música melódica y el folklore, entre
otros, son parte de este formato.
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Dado que no hemos podido desarrollar un examen exhaustivo y pormenorizado de todas estas
variables, es que vamos a retomar algunos elementos importantes en torno a las posibilidades de que la
cumbia villera se constituyera como una vía para una socialización política de la juventud de los sectores
populares.
Tal como venimos diciendo, la música “ayuda” en la construcción de sujetos en la medida que éstos se
sienten interpelados por la misma. La cumbia villera no “expresa” y tampoco es “reflejo” de la realidad
en que conviven los sectores subalternos, sino que revela y habilita distintos tipos de construcción
simbólica utilizando de manera creativa los materiales –objetivos y subjetivos- disponibles en su
contexto.
De esta manera, la cumbia villera tematiza y problematiza fenómenos de clase, raciales, de género,
etarios, etc. Al constituirse como un vehículo en donde la juventud de los sectores populares encuentran
la posibilidad de dar sentido a vivencias, explícitas o latentes, que forman parte de su cotidianeidad, es
que se presenta como un terreno fértil para pensar estas cuestiones. Por supuesto, no es menor decirlo,
esto en parte se trató de una inteligente estrategia de producción industrial que consistía en exhibir el
modo de vida de los de abajo, construyendo un discurso despolitizado de la situación por la que
atravesaban gran parte de la población argentina a fines de los ’90. Sin embargo, la industria cultural no
lo es todo: eso sería negar la capacidad impugnadora de sujetos activos. Quienes transitaron y aún
transitan dentro de este género musical, modifican, subvierten y muchas veces rechazan la lógica del
mercado: desde distintos puntos de acción, con mayor o menor éxito.
Lo novedoso es que estas problemáticas sean abordadas en un género musical en donde por primera
vez se combinaba el baile con la política, dos prácticas completamente separadas. Asimismo, esto se
anuda a un segundo agregado, que es el hecho de que sea la cumbia y no el rock donde sucede. El rock
chabón12, que aborda las mismas temáticas (policía, drogas, barrio, etc.), que muchos de sus exponentes
poseen la misma extracción social que quienes están en la cumbia villera pero que poseen distintas
adherencias en cuanto a sus públicos, nos permite preguntarnos, ¿por qué los públicos de uno y otro
subgénero no pueden adherir a ambos? Pues porque la música no es un mero medio para la transmisión
de un “mensaje”, ni el “fondo” para un contenido que estaría solamente en las letras (Martín, 2011:
12 El rock “chabón” o “barrial”, al interior del campo musical al que pertenece, ocupa una posición marginal y luego
de la masacre de Cromañon en 2004 fue fuertemente condenado por muchas bandas como Divididos, Catupecu
Machu y demás. Quien públicamente hizo su rechazo fue Fito Páez, quien tuvo palabras poco felices para con el
rock chabón diciendo que “tiene 193 muertos ahí por no revisar lo que hace y por todo lo que genera el manifiesto
del barrio argentino; y por ser del palo y pensar la argentinidad desde la birome [lo que significa que] para esa gente
si te pones a estudiar música sos puto o jazzero y, entonces, no sos del palo”
http://www.infobae.com/notas/nota.php?Idx=187410&IdxSeccion=100439
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218). El mismo mensaje en otro ritmo musical no sólo no llega, sino que incluso puede generar algunas
tensiones.
Esto nos lleva a preguntarnos por aquello de resistencia, de impugnación que podemos rastrear en la
cumbia villera y que puede permitir un cierto tipo de socialización política. Podríamos comenzar por
revertir un prejuicio: aquel que reza que el rock critica a la sociedad burguesa, en cambio, la cumbia,
solamente la ofende. Si bien no es tarea de este trabajo hablar del rock, si podemos decir que el rock no
es más que un estilo musical, que se pretende como una concepción del mundo y de la vida y que poco
ha quedado, por lo menos en cuanto al rock nacional, de aquel manto místico con que se había
recubierto a dicho género, en cuanto a su retórica antisistema. No solamente referido a las letras, sino a
la composición de las melodías, los arreglos y otras variables que obliga a hacer enormes esfuerzos para
recolocar a la cultura rock como fuente única de resistencia.
Y si la cumbia solamente ofende, pues será que en lo lúdico y en sus particulares formas de expresarlo y
no en la militancia política o sindical en donde configuran su crítica. Por supuesto que allí siempre está –
y estará- el mercado para promover operaciones que busquen anular las desigualdades, exacerbar
algunos elementos y silenciar aquellos que puedan atentar con la moral de los buenos negocios. Sin
embargo, creemos que hay un “más allá” de esa ofensa: creemos que en ciertos pliegues puede
potenciarse una voz que necesita ser expresada.
El ejercicio de ensayar ciertos “nosotros” como formas colectivas de pensarse, ya sea como, cumbieros,
como negros cumbieros, como villeros o como todos esos modos de referenciarse juntos, ya significa un
principio de escisión. Al señalar esos “nosotros” muchas veces reducidos, efímeros y dinámicos implica
reconocerse a ellos mismos pero también reconocer a “otros” distintos a ellos. La distancia entre ese
“nosotros” y el “ellos” a veces puede ser de discusión, otras de negociación y otras de lucha. La noción
de resistencia describe la posibilidad de que sectores en posiciones subalternas desarrollen acciones –
interpretadas por el analista o por los mismos actores- como destinadas a señalar una relación de
dominación o a modificarla (Alabarces, 2008: 33).
Alrededor de la cumbia villera existe un universo de valores, reglas y normas que organiza –no de forma
cabal- esos “nosotros” antes mencionados y que se opone a esos “ellos” que por lo general son los
chetos o los caretas. Estos no son más que un otro de clase.
Aunque dicha forma de politicidad no pueda presentarse de forma sistemática, con una coherente
caracterización y una contextualización adecuada, los tipos de politización poseen distintos grados y
maneras de elaborarse. Esto impone grandes dificultades analíticas ya que implica estar especialmente
alerta, metodológica y teóricamente para saber reconocer en la espesura de los fenómenos culturales
entre aquiescencias pasivas o activas, pero a la vez para no dejarnos llevar por un populismo
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sustancialista que crea leer en cada práctica subalterna, la promesa de un desvío simbólico o una
transgresión política (Alabarces, 2008: 35).
Lo que podemos encontrar entonces en la cumbia villera es un potencial impugnador, por lo menos en
un pliego: en ese principio de escisión. Para transformarse en principio de organización de nuevas
subjetividades y de una nueva hegemonía, se precisa mucho más que eso: se requiere la activación de
una praxis alternativa.
Bibliografía utilizada:
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