Download - mi primera literatura
Cuentos
Amor antes, durante y después de la lluvia
Me llamó la atención él, por su forma de mirarla, como si no fuese una
desconocida que veía por vez primera, pero así era. Él había subido en la misma
estación que yo y estaba solo.
Recién en la siguiente parada, ella entró al autobús y no se percató de su
presencia, pese a que se sentó junto a él. Después, sacó de la mochila un dossier
de ilustraciones. Él, como ya dije, la miraba, como si evocase un centenar de
momentos compartidos: el otoño en que la lluvia los llevó a refugiarse en el mismo
lugar, la excusa para hablarle, un número de teléfono, los días de dudas, la timidez
de él para invitarla a salir, los silencios de ella para retrasar la cita, el recital en el
que coincidieron, el beso, los besos, las confesiones, los descubrimientos, cenas
de dos, reuniones, compromisos, el compromiso, hijos y deseos de seguir
soñando. ¿Y si únicamente le recordase a un antiguo amor? O quizá, sin aguzar
tanto la memoria, ella era la silueta vacía de sus anhelos, de esa ilusión latente que
lo mantuvo despierto, de un desenlace feliz que ya había vivido durante cada
noche de insomnio.
Yo no tenía pensado tomar un autobús, ella tampoco. Afuera había dejado de
llover. Le pregunté si las ilustraciones eran suyas.
Huella Impar
Cuando la viuda terminó de vestirlo para ser enterrado, Lino entró a verlo. Su
padre estaba sobre la cama con el traje de domingo y los zapatos impolutos,
como solía ser sin excepción. Su madre se retiró de la habitación. Al regresar, el
difunto vestía un pijama y estaba descalzo. Lino les dio a ambos el beso de
buenas noches y, siguiendo el ejemplo de su padre, se fue a dormir.
A los pocos días dejó de preguntar por él. Sabía que ya nunca despertaría, ni en
ésta ni en otra vida, porque cuando uno sueña durante más de una semana
continua lo que hay en esta tierra resulta irreal.
Los pies de Lino Montes tenían un tamaño similar al de cualquier otro niño de
siete años, así que esperó 13 más para usar por primera vez los zapatos que
había heredado. Pudo haberlos estrenado mucho antes, pero quiso que fuese en
una ocasión profundamente especial. Hasta esa fecha, los cuidó con la misma
entrega que lo había hecho su padre. Todos los sábados por la mañana, al
despertarse, los sacaba de su caja y los limpiaba con un cariño gratificante. “Los
ojos reflejan lo que guardas dentro, hijo; los zapatos, lo que das”.
Creyó que sería bueno estrenarlos al graduarse en la universidad. No ingresó.
Había que llevar dinero a casa. ¿Qué tal al conseguir el primer empleo? El
puesto de dependiente en una tienda de repuestos no le ilusionaba en absoluto.
Buscó alternativas. Llegó a obtener un trabajo de conserje en un colegio, donde
le alegraba ir, pero para ese entonces los zapatos habían sido utilizados media
decena de veces, comenzando por su primera cita con la mujer con la que pronto
se casaría.
En mayo de 1965 nació su primera hija. En el 71, la segunda. Cuatro años
después, la tercera. Y Luciana asomó la cabeza el 11 de diciembre de 1979. De
cariño, con mucho cariño, la llamaba Lulla.
Diario de una canción “Esta mañana arrojé el diario contra la pared. No estoy segura de por qué lo
hice. Antes pensaba que los periódicos se centraban en las tragedias, pero
ahora sé que lo único que les atrae es la violencia, que la muerte sin ella no
interesa, por más que sea colectiva y te deje sola, que es la tragedia más grande
que hay”. Así comenzaba el diario personal de Eriel, el que durante una década
estuvo a la venta en una feria callejera de objetos usados, el que nadie compró al
ojear sus primeras páginas y el que hace dos semanas fue adquirido por el Reina
Sofía al conocer el contenido de todas las demás.
Cabe puntualizar que las notas no eran registradas con fechas, pero dicho
documento adquiere la categoría de diario, y no de libro de apuntes, porque
Eriel, cada vez que escribía, señalaba si era un lunes, jueves o sábado;
envolviendo una historia lineal en una secuencia circular de días de la semana. Sin
embargo, por los datos registrados y las averiguaciones realizadas por la actual
institución propietaria, se estima que las vivencias descritas transcurrieron entre
1974 y 1979.
Un viernes en el que Eriel cayó en una de sus recurrentes depresiones, fue
socorrida por un débil recuerdo extraído de su infancia, cuando sus padres le
aplacaban sus ganas de ser mayor, cantándole:
“Si de verdad quieres crecer y no envejecer
nunca vayas deprisa ni tampoco lento
el secreto es ir a la inversa del tiempo
pero nunca deprisa ni tampoco lento
sólo hay que ir a la velocidad del tiempo
para así comenzar a crecer y no envejecer
El que acelera el paso descubre la nostalgia
el que se queda en el momento se queda
mas el que decide crecer conservando al niño
avanza hacia atrás recuperando su inicio
y los recuerdos que traspasan el ombligo (bis)…”.
Cuando era niña no le prestaba mucha atención a la letra, sólo se dejaba llevar
por la melodía que la hacía sentir arropada por un hogar. Recordaba algo más
que la voz cálida de sus padres, recordaba cada uno de los instrumentos que
armonizaban la letra; y, envuelta en esas sensaciones, comenzó a sentirse bien,
verdaderamente bien. Era como si el recuerdo pasara a ser un presente que la
introducía en un espacio donde la tristeza y la rabia estaban prohibidas. No
obstante, el hambre y luego el sueño la sacaron de su burbuja, pero la sonrisa se
quedó en su rostro.
A la mañana siguiente, Eriel se despertó con la firme idea de conseguir esa
canción –cruzada que marcó el interés del museo por el diario–. Recorrió todas
las discográficas de su ciudad sin éxito, y tampoco lo tuvo al preguntarle a sus
amigos y conocidos. A raíz de eso, dejó su trabajo, cogió una mochila y recorrió
todos los países hispanohablantes durante unos cuatro años.
Un sorbo en blanco y negro
–Esas fotos en blanco y negro, las personales en particular, me entristecen.
Reacción relativamente normal. Lo desconcertante es que sean las más recientes
las que agudicen ese sentimiento de añoranza, hasta el punto de quitarme el
habla durante días. No puedo evitar verme 40 años mayor, echando de menos el
presente.
Renato Llerena acercó la taza a sus labios, pero no llegó a sorber el café,
únicamente inhaló su aroma. Era un placer infantil que se le hizo costumbre. No
recordaba haberlo bebido nunca. Renato prosiguió…
–40 años mayor, lejos de este presente, de estos días próximos que aún no he
vivido y que habrán pasado de mí sin darme apenas cuenta. ¡Por qué cuantos más
años tengo todo se hace cada vez más fugaz! Mi niñez duró algo cercano a una
eternidad; la adolescencia, menos de lo que hubiese querido. El resto se parece
a un recuerdo ajeno, a las anécdotas de un amigo.
Miró a sus tres colegas, con quienes se reunía todos los jueves en el café
Cordano. Desde un principio, acordaron que en cada sesión sólo uno tomaría la
palabra. Tenían otros grupos para conversar. Renato prosiguió…
–Estoy casi seguro de que tiene que ver con la concentración. A mis 37 años he
remplazado la edad por la relatividad del tiempo y es indiscutible que fui niño
hace uno o dos días. Y es porque ahora no me concentro en el presente. Mis
acciones las realizo pensando en el pasado y en el futuro, en el por qué y para
qué, y lo que hago no dura, no se ensancha en el instante.
El coleccionista de sonrisas
El 26 de agosto de 1990, en la segunda página del „The New York Times‟, se
publicó la fotografía de un atentado producido durante la invasión de Irak a
Kuwait. A pocos metros de los cadáveres de un par de civiles, una niña miraba lo
que parecía ser una muñeca, mientras que el artículo correspondiente
mencionaba a 18 kuwaitíes exiliados, que recordaban a sus más de 500
compatriotas muertos. Y si bien existía una relación entre el texto y la imagen, el
rostro de la niña hablaba de otra historia, que no tenía nada que ver con los
personajes retratados. Era como si ella hubiese acabado de sonreír hacía un
segundo.Albert O‟remor no era corresponsal de guerra, pero a su
representante le fue sencillo contactar con el „Times‟ y venderle los derechos de
la fotografía, porque O‟remor gozaba de cierto prestigio en el ámbito artístico
neoyorquino. Aunque prestigio no es el término más adecuado para definir su
posición en ese gremio. Prácticamente no se hablaba de la calidad de su trabajo,
sino del tema recurrente que siempre abordó en sus obras, derivando las
conversaciones hacia los posibles orígenes de su obsesión, donde las opiniones
eran encontradas e iban de lo dramático a lo sublime, pasando incluso por la
burla. En lo que sí estaban todos de acuerdo era en que su „enfermedad‟ era
degenerativa.
Refranes
Abril alabo, si no vuelve el rabo.
A balazos de plata y bombas de oro, rindio la plaza el moro.
A bicho que no conozcas, no le pises la cola.
A bien obrar, bien pagar.
A boda ni bautizado, no vayas sin ser llamando.
A borracho o mujeriego, no des a guardar dinero.
A buen amigo, buen abrigo.
A buen bosque vas por leña! también funciona con: A buen puerto vas por
agua.
A buen entendedor, pocas palabras.
A buen hambre, no hay pan malo. también funciona con: A buen sueño, no
hay mala cama.
A buen juez, mejor pastor.
A buenas horas, mangas verdes.
A burro viejo, poco verde.
A caballo comedor, cabestro corto.
A caballo regalado, no se le miran los dientes.
A cada cerdo, le llega su sabado.
A cada pajarillo, le gusta su nidillo.
A cada santo le llega su dia.
Historias
Así es el amor.
Se conocían desde muy pequeños, habían nacido en la misma calle y
jugado los mismos juegos. Sus madres además de primas en un grado
muy lejano, eran las mejores amigas. En las parrilladas de los días de
fiesta, se sentaban en el columpio y sin que nadie lo notara, se tomaban
tiernamente de las manos.
Ya en el colegio él le cargaba los libros de regreso, mientras ella le
contaba lo alocadas que eran sus compañeras de clase. Ella se la pasaba
noches enteras escribiéndole cartitas de amor, en las que le decía todo
lo que durante el día no tenia oportunidad de compartirle, y lo que por
pudor, no se atrevía a contarle.
Sentados sobre en pozo de piedra, precisamente el día de los
enamorados; los dos lanzan una moneda y cada uno en solemne silencio
pide un deseo.
Ella, casarse pronto y tener cuatro lindas y sonrosadas criaturas.
El, empacar dos mudas de ropa y perderse en el monte.
Chispa Navideña
Fabián heredó la propiedad de sus abuelos maternos quienes lo habían
criado como a un hijo. Era una enorme casa estilo colonial, con dos
adorables balcones, una escalera tallada por un ebanista artesano, piso
de duela, chimenea, muebles que denotaban un poco el carácter de los
abuelos, severo y oscuro, techo con vigas de madera y tejas de barro.
Aunque no lucía descuidada del todo, por dentro los hijos de Fabián se
habían encargado de darle desgaste a todo lo que hasta su nacimiento
se había conservado en buen estado. Así pues, los muebles, la duela y
la pobre escalera, no se habían escapado de raspones, agrietamientos y
astilladuras a lo largo de los ocho años de los mal criados gemelos.
Por si fuera poco, la casa sufría de frio y humedad.
Por las noches, cuando ya todos estaban dormidos y la casona podía
tener un poco de paz; la pobre se estremecía con las venidas del viento
sur. Era como una anciana desnuda expuesta al intemperie, friolenta y
temblona. Solo entonces, se podía escuchar claramente como las
gruesas vigas del piso más alto, crujían a modo de chillido doloroso y
largo.
Estando a pocos días de las fiestas decembrinas, la mujer de Fabián
tuvo como capricho, comprar un montón de series de luces novedosas
para decorar la casa.
No hubo rincón, incluyendo balcones, chimenea y ventanas; que no
quedaran cubiertos por foquitos que tintineaban frenéticamente,
escarchas, calcetines, y cuanta decoración sobrara para poder sentirse
inundado de espíritu navideño.
Luego que sofocaran el fuego y no quedaran ruinas en pie, ni ser con
vida; los bomberos se arrebataban la probable causa del incendio,
mientras se llevaban a cabo las investigaciones pertinentes. El jefe del
escuadrón un hombre con mucha experiencia, aseguraba que todo
habría iniciado por un corto interno, dentro de las entrañas de las
paredes; dadas las condiciones y la edad de la instalación eléctrica. Pero
un joven bombero tenia serias sospechas sobre la calidad de las series
navideñas, hechas en china.
Ausencia.
Cada mañana, Susana se prepara un plato de fruta , una taza de granola con cereal y
café descafeinado. Federico desayuna todos los días, una pieza de pan tostado con un
poco de mantequilla de maní y un vaso de leche fresca. Mientras se lavaba los dientes,
Federico piensa que tal vez éste será el día afortunado; quizá en el sexto piso del
elevador, en la sala de fotocopiado, o en el metro, conocerá a la mujer de su vida.
Cuando parece que Susana se mira en el espejo cepillando su larga cabellera, en
realidad se pierde en esa mirada que ve detrás de todas las cosas, imaginando si en la
junta de la tarde conocerá a alguien interesante.
En el metro, Federico cede siempre su asiento a cualquier mujer que suba al vagón
después que él, le gusta escudriñar los rostros de los pasajeros con la tierna esperanza
de encontrar en alguna furtiva mirada un atisbo de dulzura.
Susana se contonea sobre sus tacones altos rumbo a la puerta giratoria del alto edificio
de oficinas, con el inmortal deseo de coincidir con un chico lindo que le permita entrar
primero.
A sus treinta y cinco años, Susana siente que su reloj biológico la apresura en una
carrera con interminables curvas sinuosas. Federico hace lo posible por esquivar el
deseo de comprar la enorme camioneta para su inexistente familia.
Ella quiere a alguien que la cuide. Él sueña con cuidar de alguien.
Tienen tanto amor que dar, tantas películas favoritas que compartir, lugares mágicos
que visitar, libros con orillas dobladas hacia adentro para reflexionar sobre alguna
frase en especial, ambos sueñan con atardeceres anaranjados.
Ya en la tarde, Susana detiene el auto en la luz roja del semáforo, Federico pasa justo
en frente.
Él solo mira un limpia parabrisas que sube y baja lentamente, ella solo mira el
impermeable empapado de un chico que baja las escaleras del metro.
Luna llena para Justina.
Justina caminaba de la clínica al estacionamiento. Había tenido mejores días. La
dirección del hospital la presionaba para aplicar quimioterapia a todos los enfermos
terminales de cáncer, aun si con ella no podía hacer más que prologarles la agonía. Era
una manera de atraer el dinero de las aseguradoras a la caja general para el bono de
fin de año de los médicos en jefe.
Desde luego que a Justina todo eso le parecía una maniobra asquerosa.
Soltera aun a los treinta ocho años, siempre se sentía atacada por una profunda
tristeza en ese breve recorrido de camino a su auto, y de ahí a su casa. A veces antes
de abordar su vehículo se permitía una bocanada profunda de aire nocturno, que
gracias a las grandes aéreas boscosas del hospital, se perfumaba de las flores que solo
cuando se oculta el sol sueltan su escandaloso aroma.
Particularmente las azucenas desprendían a un dulzor muy fresco, y solo dios
adivinaba lo mucho que Justina necesitaba robarse algo así para terminar de mejor
manera la jornada.
Mientras introducía la llave en la puerta del auto la oncóloga cerró los ojos y respiró
muy hondo en varias ocasiones, casi con desesperación. Mientras giraba la llave sintió
un pequeño piquete en el tobillo derecho, casi por instinto se agachó y paso la mano
sobre la extremidad.
Durante varios días después del curioso piquetito se sintió extraña, notó que algunos
alimentos le causaban nauseas y todo el tiempo pese a tomar suficiente agua, sentía
una sed espantosa. La piel en el área de los brazos y muslos sufría de una resequedad
inusual, y durante las noches dormía bien poco así que se sentía cansada.
Para colmo, pronto sería la fiesta de fin de año en el hospital y le tocaría como ya era
costumbre, atender a algún invitado ricachón para sacarle un donativo.
Esa noche otra vez de camino a su vehículo se concentro de manera inusual en lo
incomodo que le resultaba el chasquido de sus tacones en cada paso que daba. Una
ligera lluvia de invierno había dejado el suelo mojado, las nubes poco a poco se
movían para ir mostrando pedazos de luna, que según el calendario era llena.
Justina se encontraría quizá a unos diez pasos del auto cuando el cielo se despejó por
completo y una limpia luz lo clareó todo. Una extraña sensación en los parpados la
obligó a detenerse, sus dedos comenzaron a hormiguear, y al llevárselos a la cara para
mirarlos mejor, notó un color verdoso en sus palmas. En las contra partes de codos y
rodillas una punzada dolorosa, caliente y profunda terminó por tumbarla en el suelo en
posición fetal.
Para ese instante la tierra entera irradiaba de vuelta la luz que le proyectaba la luna
llena en toda su plenitud.
En el suelo quedaba una bata blanca, un portafolio negro, y las llaves del auto.
Las flores perfumaban todo con su escandaloso aroma.
Y la mujer rana croaba perdiéndose entre los charcos de los amplios jardines.
Repetición
Como si los chicos Universitarios no tuviésemos vida social, otra vez nos dejan mucha
tarea para el fin de semana. Sobre todo la maestra de literatura que me da en la nariz
que tiene algo contra mi, cada vez que pasa lista y menciona mi nombre, me echa una
miradita de “te odio maldito” que realmente ni siquiera intenta disimular.
Es viernes por la noche y tendré que abstenerme de salir para hacer toda mi tarea de
una vez y tener libre el fin. Son los dos únicos días que puedo ver a Sandra, entre
servir, limpiar mesas y los exámenes no me queda margen para mucho más.
A ver…Kafka y su chingada Metamorfosis.
Tengo que leer y escribir en quinientas palabras mi interpretación personal, no parece
gran cosa.
Comencé a leer con autentico desgano, aunque la triste suerte del pobre Goyo me
pareció no solo descabellada, sino injusta. Me reacomodé la almohada cuando su
madre llamó a la puerta; casi sentí ese nerviosismo que me da cuando mi propia
madre toca y yo estoy en alguna situación incomoda.
En ese justo momento y como por arte de algún embrujo mi madre golpeaba mi
puerta.
-Luchooooo, apúrate que ya vamos a cenar
-No tengo hambre, má. Tengo que terminar mi tarea
-Como quieras, nomas no te duermas tan tarde
Seguí en mi lectura y conforme el pobre de Goyo batallaba por ponerse en pie y
entender un poco lo que le sucedía, yo comparaba su tragedia con mi propia fútil
existencia.
Al final no pude menos que sentir real compasión por el destino de Goyito. Que padres
tan indiferentes, que vida tan corta y que final tan miserable. Intenté no recordar
todas las veces que me he sentido incomprendido y fuera de lugar. Pero siempre me
ha parecido que la forma de compasión mas horrible es la auto indulgencia, así que no
quise seguir con esos pensamientos tan patéticos. Alcancé a escuchar los pasos de mi
padre en el corredor y el apagador de la luz. Estiré la mano y apagué la lámpara de mi
mesita de noche.
La luz del medio día que ya se colaba por la cortina fue lo que me despertó, alguien
tocaba el timbre de la casa y los perros ladraban en el patio de atrás. Mamá arrastraba
los pies con las sandalias de baño todavía puestas para salir por el periódico.
Me estiré todavía sobre la cama con la espalda pegada a mis arrugadas sabanas, y en
lugar de el ruido gutural y matinal que esperaba escuchar salir de mi garganta,
escuché una especie de fuerte zumbido.
De inmediato recordé a Goyo y la manera en que despertó aquel fatídico día.
Traje las manos lo mas cerca de mi cara posible solo para darme cuenta de que no
eran manos, sino unas patitas delgadas y peludas que temblaban tan velozmente que
era casi imperceptible.
Pensé que se trataba de un sueño debido a mi lectura de anoche y a la fuerte
impresión que me había causado en lo personal. Quise ponerme de pie y para mi
sorpresa yo no luchaba como Goyo, tenía unas enormes y pegajosas alas que me
permitieron salir de la cama con asombrosa facilidad. Vi la ventana a medio cerrar y
con las pobres medidas que tenía de mis aproximadas dimensiones actuales, calculé
que me seria posible salir volando, y así lo hice.
Volé hasta el costado de la casa y entré de nuevo por la ventana de la cocina por la
que ya escapaba el olor a comida, mamá estaba parada frente a la mesa picando
verduras sobre la desgastada tabla de madera. Me acerqué lo más que pude al oído de
mi madre para decirle lo que sucedía.
-Soy yo mamá, tu Lucho. No se que fue lo que sucedió pero esta mañana cuando
desperté escuché un zumbido, mis manos no eran manos, sino estas patitas peludas, y
entonces salí volando por la ventana…
Mamá enrolló el periódico y lo levantó en el aire.
Dichos
Tanto peca el que mata la vaca, como el que le agarra la pata.
Vale más morir de lleno y no de vacío.
Vale más pan con amor, que gallina con dolor.
Que si fue, que si vino, que si calabaza, que si pepino.
Pan duro, pero seguro.
Bombas yucatecas
¡BOMBA!
El: Cuando pase por tu casa te vi apurada lavando no sera mezticita que algo estas ocultando Ella: Que ciencias ocultas te traes con eso de mi lavado solo estoy quitando el quiritz de tu calzoncillo piteado.
¡BOMBA!
Te quiero linda mestiza como el barco al vendaval aunque ronques por las noches y perfumes mi jacal
¡BOMBA!
DICEN QUE SOY CABEZON ESO NI QUIEN LO DUDE SI ASI TENGO LA CABEZA COMO TENDRE EL .. CORAZON
¡BOMBA!
DICEN QUE EN LOS ANGELES SE COME MUCHO PAN PERO LO QUE TODOS SABEMOS ES QUE EL MASTER DE ESTA PAGINA ES DAN
¡BOMBA!
PASANDO POR EL PARAJE PRINCIPAL DE MÉRIDA UN ARROGANTE CASTIZO LE DIJO EN SON DE UNA COPLA A UNA BELLA MESTIZA:
"ADIÓS PERLA HUMANA" LA JOVEN AL CREERSE OFENDIDA LE CONTESTA EN LENGUA MAYA: "MAS PERR A MAMA".