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Mara Leonor Gavito sobre El nombre de
los hombres, de Juan Cruz López (Baile del
Sol. Tenerife: 2016)
Quería hacer una presentación corta y ligera,
hablar poco, quedarme callada, en silencio, tal
como me quedé cuando terminé de leer el libro de
Juan. Pero de esto ya pasaron unos días, y el libro
fue creciéndome por dentro mientras las palabras
rebotaban en mi vientre, y volvía a leerlo o a
buscar alguna frase, alguna imagen o secuencia
para pensar, pensar…
Este libro es breve, conciso, escueto. Las palabras
nacen pidiéndole permiso al silencio, sin
concesiones a la vaguedad. Cada palabra del
poemario tiene un peso específico, no podría haber sido dicha de otro modo: ni
sobra, ni adorna.
Brevedad no es igual a liviandad. Por el contrario, utilizando un adjetivo que Juan
puso el otro día en un comentario de Facebook —y que a mí jamás se me habría
ocurrido— es RECIO; puedo decir también que es HONDO, GRAVE. Se delatan
los años que Juan dedicó a escribirlo y se diluyen las fronteras entre la escritura, la
larga búsqueda de todos esos años, toda la experiencia atravesada y los
conocimientos adquiridos; todos estos elementos confluyen como arrastrados por
una fuerza centrípeta, hacia el punto oscuro y magnético, mínimo y denso de este
centro que es El nombre de los hombres.
La poesía de Juan no es inocente. No por nada comienza pidiendo la inocencia.
Ojalá
esta noche
durmiera
con el sueño
pesado e inexpugnable
de aquellos que se creen
libres de pecado
y arrojan / siempre
las primeras piedras.
Los inocentes son los niños, los locos o los que ignoran, en este caso, la historia. Y
el personaje creado por Juan para este poemario, el yo lirico que narrará su historia
y que, por medio de ella, tomará como paradigma la historia del pueblo hebreo, a
su vez, símbolo de la humanidad, no es inocente. En el medio de la noche, cuando
los ignorantes duermen a pierna suelta, ha sido visitado en sueños por «uno de
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ellos», los muertos de la injusticia que, aún enterrados en las fosas del olvido,
despiertan su voz rebelde para reclamar la memoria:
Fue él quien me dijo
que la memoria de los justos
duerme en la esperanza
de los que nunca desesperan.
Haber elegido al pueblo judío para acompañar su peregrinaje, tampoco es inocente.
Se dice que la religión judía es la religión de un libro. El elemento que unifica la
idea de nacionalidad para los judíos es EL LIBRO, la Biblia (del griego, biblos,
libros). La religión de los hebreos es, también, la religión de la palabra. Logos en
griego es palabra, es Verbo (el nombre de la acción), pero también es razón y
sentido. Así despierta el personaje al inicio del libro:
En el principio de todo
—dice la Biblia—
fue el Verbo,
y el Verbo era Dios,
su misma carne.
Por eso la búsqueda insaciable, la que produce sed y hambre del personaje es la
búsqueda impostergable del sentido. Este personaje que busca el nombre de los
hombres, pasando por dos éxodos, el del desierto en busca de la tierra prometida, y
el de la huida del nazismo, atravesando Europa para encontrar la salida al
exterminio, no se contenta con razonar limpiamente sobre el sentido de la palabra,
o, lo que es lo mismo, sobre el destino de los hombres. Hemos dicho que el Verbo
es su carne. Por eso, como una especie de Mesías solitario, sufre en carne propia el
desasosiego de la búsqueda. Las imágenes que remiten al cuerpo proliferan en el
poemario: logos y cuerpo son un ente indestructible que sufre el extravío y las
consecuencias de la modernidad. Insisto: no hablamos de un personaje que piensa,
sino que vive el pensar en carne propia, que sufre el pensamiento en todo su ser,
diríamos de algún modo, somatizándolo.
Las neurosis del personaje no son suyas: son neurosis antropológicas, filosóficas,
históricas de la humanidad y, no obstante, como hemos dicho, nada metafóricas.
Revierten en un cuerpo acosado por imágenes que remiten a la locura: «Temí
volverme loco».
El núcleo medular en el que se ubica este conjunto de poemas es la crisis del lenguaje
de nuestra civilización, el gran tema filosófico que, inexorablemente, deben asumir
todos los pensadores, poetas, narradores de la posmodernidad. La primera mitad
del siglo XX fue el culmen y la explosión de la fe del hombre en la razón. Mientras
se alcanzaban las cotas más altas del pensamiento, de la formalización de las
ciencias, del alumbrar de las ideologías humanistas que focalizaban sus esfuerzos
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en el desarrollo de las ideas de libertad, igualdad y fraternidad; la humanidad
alcanzaba, paradójicamente, las cotas más altas de horror y maldad. Lo que
realmente supone una paradoja es que el espanto de la Segunda Guerra Mundial, el
surgimiento del nazismo, incluso, la deriva del comunismo, solo han sido posibles
gracias a que los discursos del hombre los permitieron. Es decir, que a través del uso
de las palabras, cualquier posibilidad de barbarie se hacía justificable. La palabra, el
elemento que nos define como hombres, se había convertido en nuestro peor
enemigo. «Las putas palabras», decía Cortázar, porque por medio del mal uso de su
poder, tergiversando su sentido, abusando de su plasticidad, se han convertido en el
envoltorio más eficaz para las acciones más deleznables.
Caen en la trampa incluso pensadores como Heidegger, quien dedica toda su vida y
su obra a rescatar las palabras del sucio manoseo al que han sido expuestas y, no
obstante, no evita que las suyas, sus palabras, sean utilizadas por el régimen del
nazismo para justificarse.
Pasada la Segunda Guerra podría haberse esperado que este manoseo cesara. Y, sin
embargo, aquí estamos, a día de hoy, en un mundo —alentado por la publicidad y
la falsa política— cada vez más envueltos en las palabras vacías, es decir, en la
contradicción de un mundo en el que la palabra ha perdido el sentido y la razón.
Uno puede llegar a escuchar frases tan espantosas como la que le escuché hace unos
meses al periodista Francisco Marhuenda (supongo que no es suya): «La
desigualdad crea riqueza». Os la dejo caer, pensar profundamente en esa frase da
terror, sin embargo, los oyentes televisivos se quedan con el peso sentencioso de esa
frase y con su cáscara “desigualdad=riqueza” y no son capaces de reflexionar sobre
ella. Esta frase no miente, pero engaña. Es verdad, pero riqueza para quién. Y no
dice la segunda parte: «La riqueza de unos pocos es la pobreza, el hambre, la
esclavitud, la indignidad de todos los demás».
Decía que el personaje del poemario no es inocente. Carga sobre sus espaldas las
culpas y los errores de nuestra civilización, y siente como una obligación
irrenunciable el hacerse cargo de ellas por medio de la memoria.
El poemario se divide en tres partes y sus títulos son las etapas de este peregrinaje:
«Sed», «Sombra», «Semillas». Primero será la búsqueda necesariamente dolorosa.
Segundo, el hacerse cargo de los muertos del pasado, ser su sombra. Tercero,
intentar encontrar el germen, la semilla, que le permita creer en el futuro, es decir,
tener esperanza.
Muchas cosas son loables en este libro, pero quizás haya que destacar que la queja
no se queda en lamento estéril. No hay nada más cobarde que llorar y dejarse
anegar la mirada con las lágrimas. Nada más fácil ni más cobarde que dar todo por
perdido. Aun sintiéndose cobarde, el personaje lucha por encontrar una salida, por
limpiar las palabras, por resignificar la historia y poder decir por lo menos algo,
alguito, «un mordisco al pan de la verdad». No hay escepticismo ni nihilismo en la
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postura. No hay siquiera la tentación de asumir que todo da igual. Hay una ética
que implica compromiso, responsabilidad, deber. Y, aunque está claro y no
podemos negar que han acabado las épocas de las verdades meridianas (Dios,
razón, ideologías puras), no podemos resignarnos a buscar, a seguir buscando
quizás trágicamente (como decía Unamuno) las pequeñas verdades a las que
agarrarnos pero, sobre todo, que nos sirvan de herramientas para no ser cobardes.
Aunque el personaje viva en un mundo posmoderno, él no es posmoderno. La
historia no es un relato, y las vidas de todos los hombres que vivieron, sufrieron y
murieron buscando un ápice de la verdad, merecen ser homenajeadas y
reivindicadas como verdaderas. La vida no es sueño. Esta es la única forma de
redención tanto de sus memorias como de nuestras vidas. Aunque para buscar haya
que hundirse en el fango, entre los restos podridos de un banquete servido para
nadie.
La paciencia, el peregrinaje, el sacrificio tiene su pequeña recompensa: la semilla, y
esa semilla, que alumbra la esperanza, la calma y la paz, es el amor, no como un fin
o un estadio definitivo, no como un “qué” sino como un método, una herramienta
y también como la necesaria clemencia para sobrevivir en este mundo derruido de
palabras torcidas. El pequeño mordisco del pan de la verdad. Las gotas de agua que
caen en los labios agrietados cuando ya no se puede más. Solo a través del amor el
hombre será capaz de encontrar el nombre de los hombres.
***