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LOWY, MICHAEL, El marxismo en América Latina: antología, desde 1909 hasta
nuestro días, Santiago, LOM, 2007.
Mauricio Casanova Brito
Introducción. Puntos de referencia para una historia del marxismo en América
Latina.
Todas las cuestiones políticas fundamentales del marxismo latinoamericano
obedecen a la cuestión de la naturaleza de la revolución: cómo aplicar el marxismo a la
realidad latinoamericana.
Lowy distingue tres periodos: 1) un periodo revolucionario, entre la década de
1920 y 1930, protagonizado por la obra de Mariátegui y cuya manifestación principal
fue la insurrección salvadoreña de 1932. En este periodo la revolución latinoamericana
se asociaba con el socialismo, la democracia y el anti-imperialismo; 2) un periodo
estalinista, de mediados de la década de 1930 hasta 1959, en donde predominó el
marxismo soviético que interpretaba la revolución en etapas, en donde América Latina
era identificada con el periodo nacional-democrático; 3) un nuevo periodo
revolucionario, posterior a la revolución de Cuba, cuyos puntos de referencia son la
naturaleza socialista de la legitimidad, de la lucha armada y cuyo exponente principal es
Ernesto Che Guevara.
En estos tres periodos, el marxismo estuvo amenazado por dos tentaciones
opuestas:
1. el excepcionalismo indo-americano protagonizado por el APRA (Alianza
Popular Revolucionaria Americana) y las ideas del peruano Víctor Haya de la
Torre. Para este último, por ejemplo, el espacio-tiempo latinoamericano era
inherentemente diferente al espacio-tiempo europeo, y, por tanto, exige una
teoría que niegue y trascienda el marxismo.
2. el eurocentrismo, predominante en la mayoría de los exponentes. Para sus
representantes, América Latina no era más que un reflejo de los procesos del
primer mundo: una Europa Tropical. La estructura agraria del continente se
identificó con la edad feudal, el campesinado como cuerpo social hostil al
colectivismo, etc.
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Aunque estas conductas son antagónicas, llevan a una conclusión común: el
socialismo no está al orden del día en Latinoamérica.
Este problema ha sido recurrente en los pensadores marxistas latinoamericanos.
Autores como Luís Vitale, Caio Prado, Sergio Bagú o Marcelo Segal, por ejemplo, han
criticado la tendencia dogmática eurocentrista de identificar el periodo colonial con el
periodo medieval europeo. Para Vitale las causas de la opresión en las colonias eran las
formas específicas y particulares de la expansión capitalista en el continente. Otros
pensadores, como Mariátegui o Diego de Rivera, enfatizaron en el análisis de los modos
precolombinos de producción, identificando ciertas tradiciones colectivistas que
permitieran diferenciar a los pueblos indígenas con el campesinado descrito por Marx
en El 18 Brumario de Luís Bonaparte.
Otro debate significativo es el referido al carácter de la independencia.
Mariátegui, por ejemplo, afirmaba que el capitalismo de los nuevos estados
latinoamericanos era un capitalismo dependiente del europeo, pues la burguesía local
entró muy tarde a la escena de la historia universal, lo que ameritaba una revolución
socialista como única vía de evitar el imperialismo norteamericano y le hegemonía de
las multinacionales.
Para Lowy, las tentaciones esencialistas y eurocentristas provienen del estado de
la lucha de los trabajadores en el continente y en el mundo.
El marxismo fue inicialmente introducido en América Latina por emigrantes
alemanes, italianos y españoles. En sus comienzos, estuvo representado por una
vertiente moderada, como el Partido Socialista Argentino de Juan Busto (el primer
traductor de El capital al español), y una revolucionaria, protagonizada por el Partido de
los Trabajadores Socialistas de Emilio Recabarren. Ambas posturas estaban
influenciadas por la II Internacional.
Las primeras tentativas significativas de analizar la realidad latinoamericana en
términos marxistas provinieron de los partidos socialistas que dieron la espalda a la
revolución de Octubre y de movimientos anarquistas o anarco-sindicalistas que se
acercaron con el bolcheviquismo. Ambas vertientes estuvieron influenciadas por la III
Internacional, particularmente por sus dictámenes sobre América Latina (en las
secciones Sobre la revolución en América: un llamado a la clase obrera de las
Américas de 1921 y A los obreros y campesinos de América del Sur de 1923). En estos
textos, en donde no se refieren nunca a la existencia de un feudalismo latinoamericano,
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llaman a la unión estratégica entre campesinos y proletarios en pos de derrocar el
imperialismo norteamericano, del cual las burguesías locales eran cómplices. No se
afirma la necesidad de un periodo nacional democrático y capitalista previo a la
revolución socialista.
Ejemplos de la influencia de la III Internacional son Emilio Recabarren en Chile
y Juan Antonio Mella en Cuba. Este último, el primer representante del futuro prototipo
del estudiante revolucionario, fundador del Partido Comunista cubano (1925), exiliado
en México por el dictador Machado, afirmaba (por medio del slogan: Wall Street debe
ser destruida) la necesidad de una revolución anti-imperialista que uniera obreros,
estudiantes y campesinos (negando la participación de la burguesía local). Llamaba a las
fuerzas armadas a defender a sus hermanos de clase y no a sus opresores: la burguesía
extranjera y regional.
Mella criticó duramente el nacionalismo populista del APRA de Torres de la
Haya enfatizando en la necesidad de revoluciones locales unidas por el la lucha contra
el imperio. Para Mella las luchas particulares estaban relacionadas siempre con un
contexto internacional: en este caso, el imperialismo capitalista. No negaba el carácter
nacional de las luchas, sino que afirmaba que, para que naciones realmente libres
puedan existir, es menester la abolición de la causa imperialista.
Esta dialéctica entre lo universal y lo particular inspiró la obra de José Carlos
Mariátegui, el más vigoroso y original pensador marxista de Latinoamérica. Inspirado
también por la III Internacional, rompió relaciones con el APRA en 1927 al rechazar
cualquier unión con otras clases que amenazara al programa de acción del proletariado.
En 1928 publicó Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, el primer
intento de análisis marxista desde una perspectiva local. Fue acusa de eurocentrista por
sus adversarios del APRA y de populista nacional por los autores soviéticos. Sin
embargo, el pensamiento marxista no era ni uno ni lo otro, sino una fusión de los
elementos más avanzados de la cultura europea con las tradiciones ancestrales del
continente. Para Mariátegui, la revolución latinoamericana debe unir la fuerza agraria
con el anti-imperialismo, sin dar oportunidad a la burguesía capitalista, la que, según su
opinión, llegó atrasada a la escena histórica. La hipótesis del autor es que en el
continente no existió nunca una burguesía progresista con una sensibilidad nacional que
sea realmente liberal y democrática.
Para Mariátegui la revolución socialista era facilitada, sobre todo en las zonas
agrarias, por la sobrevivencia de un cierto comunismo inca.
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En conjunto con pensadores como Mariátegui y Mella, surgieron otro tipo de
marxistas, más afines a las ideas soviéticas. Uno de sus primeros representantes fue
Vittorino Codovilla, miembro del Partido Comunista argentino, asociado a la III
Internacional. Compartía ideas contrarias al trotskismo y solidarizaba con el mandato
del Partido Comunista en la Unión Soviética. Codovilla, en la I Conferencia Comunista
Latinoamericana en Buenos Aires (1929) defendía una lucha revolucionaria de carácter
democrático-burguesa que evitara cualquier acuerdo son la social democracia. Insertaba
la lucha latinoamericana con el tercer periodo del Comintern e identificaba a la social
democracia como social-fascismo (siguiendo la idea de Stalin).
Mientras unos se sumergían en las ideas soviéticas de la revolución, otros, como
Agustín Farabundo Martí, fundador del Partido Comunista de El Salvador, enfatizaron
en la necesidad de fundar movimientos revolucionarios autónomos. Farabundo Martí
protagonizó la primera y única insurrección de masas liderada por un partido comunista
en América Latina. Ésta, como lo revelan sus documentos, tenía como propósito la
revolución socialista. No poseía una dirección central, pues las redes del partido al
interior del ejército fueron erradicadas por el dictador Martínez. La posterior ofensiva
de la guardia civil de la oligarquía en contra de los focos insurrecciónales campesinos es
conocida en la historia de El Salvador como La Matanza. En este episodio Farabundo
Martí es ejecutado.
La insurrección de 1932 fue totalmente autónoma a los dictámenes del marxismo
soviético. Incluso ciertos pensadores afines al estalinismo la criticaron catalogándola de
izquierdista y sectaria.
Otra tentativa de una rebelión liderada por un Partido Comunista fue la
efectuada en 1935 en Brasil. No fue similar a la anterior pues fue una revolución
fracasada, no con ideales socialistas sino democráticos y, en cierto sentido, planeada por
el Comintern (en un encuentro de partidos comunistas latinoamericanos en Moscú
llevado a cabo en 1934). El movimiento fue liderado, por una decisión tomada en el VII
Congreso del Comintern (1935) por Luis Carlos Prestes. Comenzó en noviembre del
mismo año cuando, luego de la ofensiva del gobierno de Vargas en contra de la Alianza
Nacional Liberadora (ANL), emergió una insurrección inminentemente militar (no hubo
una verdadera movilización de masas o entrega de armas a los sectores obreros y
campesinos).
El carácter militar y no popular de la revuelta se debe al origen tenientista de
Prestes y sus cercanos (y de la ANL en general), acostumbrados a levantamientos
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militares. Como sus ideales eran nacionales y democráticos, Prestes esperaba conseguir
el apoyo de las facciones nacionalistas del ejército.
Después de la rebelión de Prestes, el partido comunista latinoamericano
abandonó la intención de formar movimientos autónomos y dio comienzo a la política
de alianzas que lo caracteriza hasta la actualidad.
En la segunda mitad de la década de 1930 el estalinismo estaba ya consolidado
en los pensadores marxistas latinoamericanos. “Con estalinismo queremos designar la
creación, en cada partido, de un aparato dirigente – jerárquico, burocrático y autoritario
– íntimamente ligado, desde el punto de vista orgánico, político e ideológico, al
liderazgo soviético y que seguía fielmente todos los cambios de su orientación
internacional. El resultado de ese proceso fue la adopción de la doctrina de la revolución
por etapas y del bloque de cuatro clases (el proletario, el campesinado, la pequeña
burguesía y la burguesía nacional), como fundamento de su práctica política, cuyo
objetivo era la concretización de la etapa nacional-democrática (o antiimperialista o
antifeudal). Esa fue la doctrina elaborada por Stalin y aplicada en China, y, más tarde,
generalizada hacia todos los países coloniales o semi-coloniales (inclusive, claro está,
América Latina). Su punto de partida metodológico es una interpretación economicista
del marxismo, ya encontrada en Plejanov y en los mencheviques: en un país semifeudal
y económicamente atrasado, las condiciones no están lo suficientemente maduras
(“amadurecidas”) para una revolución socialista” (p. 28).
Desde el VII Congreso del Comintern en 1935, los partidos comunistas
latinoamericanos, dirigidos por la URSS, dieron comienzo a la estrategia de los frentes
populares: la alianza con partidos burgueses y nacionalistas contrarios al fascismo. Sin
embargo, este dictamen, en su mayoría, quebró sus bases originales. En Perú, México y
Colombia, las uniones aparentemente antifascistas se concretaron con los partidos
representantes de la oligarquía y la derecha tradicional. En Cuba, el PC, al no encontrar
partidos burgueses liberales y nacionalistas, apoyo la candidatura de Fulgencio Batista.
El único país en donde el plan del VII Congreso del Comintern se llevó a cabo fue en
Chile. El frente popular, que llevó a la presidencia a Pedro Aguirre Cerda, logró unir al
PC y al PS (más cercano al nacional socialismo alemán que al socialismo que al
marxismo) bajo el mandato del Partido Radical. El plan del PC era formar una alianza
que permitiera establecer una etapa capitalista burguesa y liberal previa a la revolución
socialista. Sin embargo, la alianza fue efímera y paradójica. En los años que duró el
Frente Popular el Partido Radical se unió unas veces con socialistas (o facciones
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derechistas del socialismo chileno) en contra de comunistas (como en 1948), otras con
comunistas en contra de socialistas. Cuando el partido socialista y el comunista lograron
formar un bloque autónomo de trabajadores, el movimiento estaba tan desgastado que
su candidato único, Salvador Allende, obtuvo sólo el 6% de los votos.
En el periodo de las II Guerra Mundial, el marxismo latinoamericano recibió las
fuertes influencias de Earl Browder, líder del Partido Comunista estadounidense. Para
este último era necesaria la alianza estratégica entre el campo socialista y los Estados
Unidos que fuera perpetuada luego de las alianzas ocasionales entre EEUU y la URSS
durante la guerra. Como consecuencia de las idead de Browder, el México y Cuba, por
ejemplo, se llamó a formar una alianza entre obreros y patrones en pos del beneficio
común.
Si bien luego de la guerra la idea de una alianza sólida con los Estados Unidos
fue enormemente criticada, en muchos países los pensadores marxistas continuaron con
la política de alianzas entre la burguesía nacional y los obreros. En México, por
ejemplo, luego de 1945, el partido comunista enfatizó en la necesidad de un pacto
nacional que transformara el país y que permitiera abandonar los vestigios ancestrales
del periodo colonial. Luego, con la emergencia de los populismos, como el de Perón en
Argentina o el del Movimiento Nacional Revolucionario de Bolivia, el partido
comunista llevo a cabo alianzas con los sectores más acomodados de la oligarquía, con
la intención de derrocar los fascismos que concentraban gran parte del electorado de
sectores populares.
Durante este periodo, a pesar de la hegemonia estalinista, existieron también
pensadores marxistas críticos, sobre todo trotskistas. Algunos ejemplos son Mario
Pedrosa, Livio Xavier, Rodolpho Coutinho en Brasil, fundadores de la Liga Comunista;
Manuel Hidalgo, Humberto Mendoza y Oscar Waiss en Chile; Guillermo Lora en
Bolivia. Este último, en un encuentro de la Federación Sindical de los Trabajadores
Mineros de Bolivia (FSTMB) efectuado en 1946, instauró los ideales trotskistas de la
revolución permanente sin organización burocrática como el eje principal de la lucha de
los trabajadores en Bolivia. Los pensadores trotskistas revindican el anterior marxismo
de la década de 1920, representado en la figura de Mariátegui.
En la década de 1950 el panorama latinoamericano estuvo notablemente
influenciado por la Guerra Fría. Muchos gobiernos apoyados por los votos comunistas,
como el de Gonzáles Videla en Chile y el Miguel Alemán en México, intervenidos por
EEUU, declararon el comunismo como una práctica ilegal.
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La respuesta fue una incipiente radicalización de los movimientos comunistas y
la permanencia de sus ideales antiimperialistas. Se enfatizó nuevamente en la lucha en
contra de la burguesía, negando la política de alianzas del periodo anterior. Sin
embargo, la herencia del estalinismo, reflejada en la ideas de la revolución en etapas,
del el bloque de cuatro clases y de la necesidad de un periodo nacional-democrático,
siguió siendo predominante.
Un ejemplo claro de lo anterior es el gobierno del Partido Guatemalteco del
Trabajo (PGT) presidido por Jacobo Arbenz. Este último, durante 1951 y 1954, intentó
formar una alianza con el ejército y ciertos sectores de la burguesía en función de
transformar la realidad social y económica del país, la que aún tenía una estructura
colonial. Luego de que se expropiaran tierras de la United Fruit Company, el gobierno
fue derrocado por la invasión militar de mercenarios estadounidenses apoyados por la
oligarquía local. En 1955, ya derrocado el gobierno, el PGT asumió su error histórico de
no seguir una dirección independiente de la burguesía nacional democrática.
Otra muestra de la orientación todavía aliancista fue el PSP cubano, el que,
incluso durante y posterior a la revolución de 1959, afirmó la necesidad de instaurar una
revolución democrática, burguesa y liberal el pos de establecer las bases de una futura
revolución socialista.
A pesar de la influencia estalinista, durante este periodo, desde la década de
1930 hasta 1959, se realizaron importantes avances científicos. Caio Prado en Brasil,
por ejemplo, en Historia Económica de Brasil, niega el concepto de feudalismo
latinoamericano aseverando la existencia de un capitalismo de tipo mercantil. Lo mismo
hace Sergio Bagú en A economia de sociedade colonial con su propuesta del
capitalismo colonial. De forma similar, el historiador chileno Marcelo Segal, insistió en
la importancia de la minería, una industria típicamente capitalista, en el periodo
colonial. Un caso aislado lo constituye el sociólogo argentino Silvio Frondizi y su
análisis de la derrota histórica del peronismo como causa de su incapacidad de
implantar una revolución democrática real.
Paralelamente, los historiadores y pensadores asociados a la interpretación
oficial del comunismo latinoamericano, como Hernán Ramírez Necochea en Chile,
perpetuaban la imagen feudal de la colonia.
La revolución cubana de 1959, inauguró una nueva época en el marxismo
latinoamericano. Para los revolucionarios cubanos el socialismo y el antiimperialismo
formaban parte de una única revolución: capitalismo y socialismo eran dialécticamente
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antagónicos. No era necesaria una etapa democrática y burguesa previa a una revolución
socialista. Al contrario, trabajadores y campesinos debían juntos establecer el
socialismo desde sus condiciones de ambigüedad entre el capitalismo mercantil y su
agrario post-colonial. Este proceso, al contrario de los anteriores, no fue precedido por
un análisis teórico en torno a la acción revolucionaria, sino que, antes bien, fue la propia
práctica la que modificó la teoría. “Las revolución cubana subvirtió claramente la
problemática tradicional de la corriente marxista hasta entonces hegemónica en América
Latina. Por un lado, demostró que la lucha armada podía ser una manera eficaz de
destruir el poder dictatorial y pro-imperialista y abrir camino hacia el socialismo. Por un
lado, demostró la posibilidad objetiva de una revolución combinando tareas
democráticas y socialistas en un proceso revolucionario ininterrumpido. Esas lecciones,
en nítida contradicción con la orientación de los partidos comunistas, obviamente
estimularon el surgimiento de corrientes marxistas inspiradas en el ejemplo cubano. La
principal limitación de la experiencia cubana, que se volvió evidente a partir de finales
de los años 60, fue la estructura autoritaria del poder revolucionario, la ausencia de
pluralismo político, de libertad de expresión y de formas de control democrático de la
población sobre las instancias políticas (salvo a nivel loca” (p. 47).
Este nuevo periodo recuperó las ideas del antiguo marxismo de la década de
1920. En la revolución cubana era recurrente la mención de las ideas de Mariátegui y
Mella.
El principal intelectual de esta tendencia fue Guevara. Sus principales ideas eran
las siguientes: 1) el rechazo a la construcción socialista por medio de las armas de dejó
el capitalismo (la mercancía como unidad, la rentabilidad, el interés económico
individual); 2) la crítica con respecto al socialismo real y la búsqueda de un socialismo
alternativo de carácter igualitario y más democrático; 3) la crítica hacia la burguesía
local y su incapacidad de haber lucha contra el imperialismo; 4) la necesidad de una
revolución socialista armada apoyada por el pueblo y sin recurrir a alianzas con la
burguesía; 5) el rechazo a constituir un etapa democrático-burguesa previa al
socialismo.
De estas ideas surgió el castrismo y el ideal de voluntarismo revolucionario
determinante en el marxismo desde la década de 1960. Ejemplos de movimientos que
surgieron al amparo del castrismo en esta década son los siguientes: 1) Las Fuerzas
Armadas de Liberación Nacional (FALN) dirigidas por Douglas Bravo y el Movimiento
de Izquierda Revolucionario (MIR) dirigido por Américo Martín en Venezuela; 2) Las
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Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) lideradas por Turco Lima y el Movimiento
Revolucionario 13 de Noviembre liderado por Yon Sosa en Guatemala (MR-13); 3) el
MIR, liderado por Luis de la Puente Uceda, el Ejército de Liberación Nacional (ELN),
dirigido por Héctor Bejar y el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN),
liderado por Carlos Fonséca en Nicaragua; 4) el ELN de Guevara en Bolivia. En su
mayoría, estos movimientos, de carácter rural o campesino, fueron derrocados
militarmente.
Luego de la muerte de Guevara en Bolivia se inicia un nuevo periodo del
castrismo: uno protagonizado por movimientos urbanos de gran alcance político. En su
mayoría, eran conformados por estudiantes, trabajadores de sectores popul ares y
campesinos. Algunos ejemplos son: 1) el Movimiento de Liberación Nacional dirigido
por Raúl Sendic en Uruguay; 2) el PRT-EP, Partido Revolucionario de los
Trabajadores- Ejército del Pueblo, liderado por Roberto Santucho en Argentina; 3) la
ALN, Acción Liberadora Nacional, liderado por Carlos Mariguella y el MR-8,
Movimiento Revolucionario 8 de Octubre, dirigido por Carlos Lamarca en Brasil; 4) el
MIR, liderado por Miguel Henríquez en Chile.
Durante este periodo el marxismo ingresó a los circulos académicos y
universitarios. Diversos trabajos de sociología, ciencia política e historia enriquecieron e
pensamiento marxista latinoamericano. Destacan Sietes tesis erróneas sobre América
Latina (1965) de Rodolfo Stavenhagen, América Latina: ¿feudal o capitalista? (1966),
Capitalismo y subdesarrollo en América Latina (1967) de Gunder Frank y la revista
cubana Pensamiento Crítico dirigida por Fernando Martínez (cerrada en 1971 por
presión soviética). Los puntos principales de estos autores eran (p. 52):
1. El rechazo de la teoría del feudalismo latinoamericano y la caracterización de la
estructura colonial histórica y de la estructura agraria presente como
esencialmente capitalistas.
2. La crítica al concepto de una burguesía nacional progresistas y de la perspectiva
de un posible desarrollo capitalista independiente en los países latinoamericanos.
3. El análisis de la derrota de las experiencias populistas como resultado de la
propia naturaleza de las formaciones sociales latinoamericanas, su dependencia
estructural y la naturaleza política y social de las burguesías locales.
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4. El descubrimiento del origen del atraso económico no en el feudalismo ni en
obstáculos pre-capitalistas al desarrollo económico, sino el carácter del propio
desarrollo capitalista dependiente.
5. Finalmente, la imposibilidad de un camino nacional-democrático para el
desarrollo social en América Latina y la necesidad de una revolución socialista
como única respuesta realistas y coherente al subdesarrollo y la dependencia.
Otras vertientes que surgieron con fuerza en el periodo fueron el trotskismo y el
maoísmo.
Debido a que en la mayoría de los castristas y guevaristas no existía prejuicio en
torno a las ideas de trotski, en muchos países surgieron movimientos de la alianza entre
castristas y trotskistas. Ejemplos son :1) el PRT (Partido Revolucionario de los
Trabajadores) en Argentina, que representó al país en la IV Internacional de 1969 a
1973; 2) el PRT en México; 3) el FOCEP, Frente de Obreros, Campesinos y Estudiantes
del Perú.
El maoísmo surge en el continente producto del conflicto chino-soviético y de la
división de los partidos comunistas tradicionales. El primer grupo maoísta fue el PCdel
B (Partido Comunista del Brasil), que surgió de un grupo disidente del PCB (Partido
Comunista Brasileño). “El partido maoísta brasileño, siguiendo el ejemplo chino,
proponía un bloque de cuatro clases y el establecimiento de un gobierno por la guerra
popular (concebida como la barrera de las ciudades en el campo), cuya tarea sería
realizar una revolución antiimperialista y antilatifundista. Los maoístas convergían con
los pro-soviéticos al negar no sólo el carácter socialista de la revolución en su presente
etapa, sino que también negaban la insistencia en la necesidad de una alianza con la
burguesía nacional; proponían, por otro lado, la hegemonía del proletariado en esa
alianza de clases y la necesidad de una lucha armada” (p. 54). Otros movimientos
maoístas fueron el PCML (Partido Comunista Marxista-Leninista) del Perú, el PCML
de Bolivia, el PCML en Colombia, etc.
La emergencia de estas tendencias amenazó la hegemonía de los partidos
comunistas tradicionales. En un principio, la mayoría de los PC se negaron a participar
de las nuevas corrientes (Colombia, Brasil, Argentina, Chile), catalogándolas de
“aventureras” o “pequeño-burguesas”. En gran parte de los casos, los partidos se
separaron producto de las divergencias en torno al papel de la lucha armada en la
revolución. En Chile, por ejemplo, muchos de los castristas del PC se fueron al MIR.
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Durante el gobierno de la Unidad Popular en Chile, el PC aún mantuvo las ideas
tradicionales del periodo anterior: la política de alianzas con la burguesía (Democracia
Cristiana), la idea de una revolución burguesa y capitalista previa a la revolución y su
respeto a las Fuerzas Armadas y al orden institucional del estado-nación. En cierto
sentido, el PC chileno no tuvo la capacidad de predecir, producto de las ideas ya
mencionadas, el duro golpe militar de 1973.
Las corrientes socialistas, al igual que en los PC, sufrieron variadas escisiones
producto de las diferencias entre los socialistas más radicales asociados al castrismo y
los socialistas tradicionales. En la década de 1980, las diferencias se acentúan con la
emergencia de la social-democracia, la que, según Lowy, abandona los ideales
marxistas. Ejemplos de lo anterior son el APRA en Peru y la AD (Acción Democrática)
en Venezuela.
En la década de 1980 se unió al castrismo el sandinismo de Nicaragua. Al igual
que en Cuba, el PC y el PS estuvieron al margen del proceso revolucionario,
catalogando al FSLN de aventurero, ultraizquierdista y maoísta. “En ciertos aspectos, la
Revolución Sandinista recuerda a la cubana: la derrota armada de una dictadura
impopular, la creación de un poder revolucionario basado en el pueblo armado, en la
reforma agraria, en la confrontación con el imperialismo. Sin embargo, ciertas
características originales fueron específicas de Nicaragua: un papel mucho más
importante desempeñado por la población pobre y joven de las ciudades, la menor
importancia de la guerrilla rural ante las insurrecciones urbanas y la participación en
masa de los cristianos” (p. 58). Otras características de la revolución sandinista fue: 1)
la lentitud de las transformaciones económicas y sociales; 2) el establecimiento de un
régimen político basado en derecho democrático, pluralismo político y sindical, libertad
de prensa y derecho de asociación. Las elecciones fueron reconocidas por los
organismos internacionales y fueron las primeras votaciones de carácter democrático en
el país. La derrota electoral en 1990 se debió, en gran parte, al bloqueo económico de
los EEUU y a ciertos errores del gobierno (falta de democracia interna en el partido
sandinista, concesiones a los privados, etc.)
La revolución sandinista tuvo gran repercusión en centro América. Ejemplos son
el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN) en el Salvador y la Unión
Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG). Uno de los elementos principales de
estos movimientos es el marcado acento cristiano de sus participantes (sin precedente en
la historia del marxismo).
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En la década de 1980, condicionados por el proceso de industrialización dirigido
por la dictadura en alianza con las empresas multinacionales y la burguesía local, surgen
nuevos movimientos de trabajadores. Sus principales representantes son el Partido de
los Trabajadores (PT) y la Central Única de Trabajadores (CUT). Estos movimientos
rechazaron la propuesta de la Nueva República, surgida del consenso entre los militares
y la burguesía liberal. Si bien el PT no se declara abiertamente marxista, muchas de sus
propuestas, como se grafica en el VII Encuentro del partido celebrado en 1990, son
afines al marxismo.
Ni los nuevos movimientos sociales de Centro América ni los movimientos
obreros en Brasil se pueden entender sin enfatizar en la paulatina radicalización de
amplios sectores cristianos y su atracción con el marxismo.
El tema de la liberación empezó a preocupar a los teólogos más radicales,
insatisfechos de la teología del desarrollo predominante en el continente, desde la
década de 1960. Pero fue en 1971 cuando, con un libro de Gustavo Gutiérrez, cura
peruano que había estudiado en Francia, escribió Teología de la Liberación –
Perspectivas. Influenciado por el marxismo de Mariátegui o Ernst Bloch, Gutiérrex
proclamó la necesidad de transformar el presente en pos de la revolución socialista. En
1972 se celebró en Santiago el encuentro continental Cristianos por el Socialismo,
organizado por Pablo Richards y Gonzalo Arroyo. Otros autores fundamentales para
esta tendencia fuerom Hugo Assmann, Leonardo y Boris Boff, Frei Betto, Ignacio
Ellacuría y Jon Sobrino. “Los cristianos se volvieron un componente de los
movimientos populares socialistas, libertadores o revolucionarios. Ellos trajeron una
sensibilidad moral, una experiencia del trabajo popular en la base y una urgencia
utópica que contribuyeron a enriquecer el movimiento. Lo que les atrae a ciertos
cristianos del marxismo no es apenas su valor científico como análisis de la sociedad; es
también, o especialmente, su oposición ética a la injusticia capitalista, su identificación
con la causa de los oprimidos y su propia propuesta socialista” (p. 61).
El comienzo de la década de 1990 es un periodo de crisis para el marxismo
latinoamericano (y mundial): la caída de la URSS, la derrota del sandinismo y las dudas
frente a las prácticas autoritarias ejercidas por el régimen cubano (la ejecución del
general Ochoa y sus amigos).
Para muchos, influenciados por el avance del neoliberalismo triunfante, la época
marcada por la revolución cubana había terminado: ahora era la oportunidad del
consenso democrático y de las políticas reformistas moderadas en un marco político-
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institucional capitalista. Uno de los principales intelectuales de esta vertiente es el
mexicano Jorge Castañeda con La utopía desarmada (1993). En este contexto es que,
pocos meses después de publicado el libro, surge en México un enorme levantamiento
de indios liderados por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). Este
movimiento recibe influencias de: 1) las perspectivas de lucha armada del guevarismo;
2) la teología de la liberación; 3) la revolución agraria e indígena del Ejército del Sur de
Emiliano Zapata; 4) la cultura maya de los indígenas de Chiapas, cuya relación mágica
con la naturaleza y su solidaridad comunitaria se resisten al neoliberalismo. El EZLN
combina elementos ancestrales pre-capitalistas con las luchas sociales de la América
Latina post-colonial. “El EZLN es heredero de cinco siglos de resistencia indígena a la
Conquista, a la Civilización y a la Modernidad. No es casualidad que la insurrección
zapatista había sido originalmente planeada para 1992, la fecha del Quinto Centenario
de la Conquista, y que, en aquel año, una multitud de indígenas haya ocupado San
Cristóbal de las Casas, la capital de Chiapas, derrumbando la estatua del conquistador
Diego de Mazariegos, símbolo odiado de la expoliación de los indios y de su sujeción”
(pp. 65-66).
Otros movimientos surgidos en esta década representan el periodo post-
revolución cubana. Destacan, en Colombia, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de
Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN). Existen movimientos
similares también en Paraguay, Ecuador, Guatemala, Perú y México. Pero, sin duda, el
importante es el Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST) en Brasil.
Estos últimos comenzaron en la década de 1980 influenciados por la Teología de la
Liberación y la Pastoral de la Tierra. “Pero a partir de los años 80, el MST se
autonomizó de su relación con la Iglesia e incorporó elementos importantes del
marxismo en su análisis de la estructura rural brasileña y en su programa agrario de
inspiración socialista. Por su combatividad, su mística, sus métodos de lucha poco
convencionales y su oposición intransigente a las políticas neoliberales de los sucesivos
gobiernos brasileños, el MST conquistó la simpatía no sólo de una parte significativa de
los campesinos sin tierra, sino también de la población pobre urbana y de la opinión
pública en general, y aparece cada vez más como la punta avanzada de la lucha por la
transformación social en Brasil” (p. 66).
Lowy finaliza afirmando que, en la actualidad, la lucha contra el neoliberalismo
proviene de movimientos diversos cuya institución más representativa es el Foro Social
Mundial celebrado en Porto Alegre (2001, 2002, 2003).
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