Los Cuadernos del Pensamiento
PERVIVENCIAS
ESTRUCTURALISTAS
(Lévi-Strauss, Lacan y Cardín)
Alberto Hidalgo Tuñón
EL BRICOLAGE MUSICAL DE UN
GUERRILLERO O LA REFLEXION
ETNOGRAFICA DE ALBERTO CARDIN
e uando leí por primera vez y de un tirón los 52 «sueltos» reunidos en Tientos etnológicos (1), confieso que estuve tentado a titular este comentario «honesti
dad plumífera», porque tal fue la muy marcada coda moral que, según mi sesgado olfato filosófico, parecía exhalar aquel concentrado armónico de temas y estilos, cuyas variadas, opuestas y, a veces, contradictorias esencias había tenido la imprudencia de descorchar simultáneamente. Y bien mirado, si no me equivoco, es ese talante f' puntilloso hasta el amaneramiento, esa escrupulosa acidez por el detalle, esa incorruptible exigencia de perfección literaria, que le lleva a denostar sin miramientos tanto subproducto cultural español, lo que de modo recurrente está im-pidiendo que Alberto Cardín alcance la consagración intelectual, poética, literaria y periodística que su no menguada producción merece (2). La honestidad plumífera llevada con tanto desparpajo a tantos ámbitos propios y ajenos provoca, sin duda, animadversiones sin cuento en los fabricantes de libros y artículos de pacotilla que han sido víctimas de su atención. Baste recordar como muestra la burda manipulación, frívola y ambivalente, que de su imagen física han hecho ciertos medios periodísticos en detrimento de su sólida imagen intelectual (3).
Cuando leí por segunda vez la coda teórica que acompaña a la edición de Júcar (4), mi perspectiva hermenéutica cambió. Me pareció excesiva la reducción monocorde que el primer título sugería, incluso despreciando las tergiversaciones que los propios significantes inducirían en los pícaros psicoanalistas del estructuralismo más dados a destacar la dimensión accidental del adjetivo que la «racionalización» filosófica del sustantivo. Cuadraba mejor, así pues, enfrentar este álbum de composiciones bibliográficas, mimetizador de las Mitológicas (5) de LéviStrauss, aceptando su disposición irónico-estructural en preludios, motetes y chaconas, cuyos dispares y fragmentarios arpegios habían sido reconducidos de forma sistemática a la huidiza expresión de una «fuga» heraclítea. Cuadraba mejor aguzar el oído histórico-cultural que dejarse embargar por el olfato filosófico.
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l. Preludios diaméricos: emic/etic; relatos/reliquias
Alberto Cardín practica deliberadamente la etnología a lo Lévi-Strauss. Pero su material antropológico no son los mitos bororo, ni las ceremonias amerindias, sino la producción bibliográfica aparecida en castellano, que utiliza hábilmente -con la técnica de un avezado bricoleurcomo pretexto para hilvanar su propia teorización «a salto de mata» sobre la indigencia cultural del entorno con el que se halla emicamente comprometido. No en vano el preludio que sirve de obertura al álbum, el primer tiento etnológico, que recorre el teclado entero de su clavicémbalo teórico hasta el último registro, versa precisamente sobre «el efecto Rashomón», cuya tonalidad emic contagia siempre al observador por aséptico que se pretenda. El propio Cardín, que ha defendido contra el materialismo cultural de Harris la ineluctable presentificación de este efecto distorsionador en «todos» los contextos antropológicos, define, no por escéptica menos meridianamente, su propia posición, que yo calificaría de «diamérica», en los siguientes términos:
«Es el nivel emic del objeto observado, no sólo el que se intenta capturar, sino el que de hecho se captura distorsionadamente, por su inmediata e inadecuada traducción al sistema emic del observador, quien universaliza su propia tabla de rasgos distintivos como nivel etic universal y referencial» (6).
A partir de esta declaración programática diríase que el privilegio de los componentes emic debería conferir al resto de las piezas del álbum el carácter precario de una categorización insuficiente, en la medida en que la objetividad universal etic queda reducida a un mero desdoblamiento de una de las perspectivas emic, que se enfrentan en el proceso de interpretación o hermeneusis. Y si bien es cierto que la recurrencia de los temas -en particular, la impostación de las contradicciones jamás resueltas a lo largo de toda la historia cultural española de mediopelo, en la que sólo se salvan individualidades «a contracorriente»- abona esa mezcla de impotencia y tenacidad característica de quien no puede desprenderse emicamente del contorno que salmodia, la fuerza y la verdad de las agudas críticas de Cardín no reposa sobre sus particulares creencias subjetivas, ni siquiera sobre sus preferencias inconscientes (lacanianamente afloradas en el discurso), mal que le pese a su hipotética vanidad.
En realidad, la fuerza y la verdad de esta colección de breves reposa íntegramente en su dimensión etic con independencia del procedimiento por el que el sujeto Cardín haya accedido a la misma. Dimensión etic que, por lo demás, siempre estuvo en el horizonte intelectual de Lévi-Strauss, en la medida en que aceptó
explícitamente la catalogación de Paul Ricoeur de «kantismo sin sujeto trascendental» (7). Y no tanto porque las estructuras construidas gnoseológicamente constituyan un «código de tercer grado, destinado a asegurar la traducibilidad recíproca» de diversas formaciones culturales (valga la nomenclatura), cuanto porque las estructuras inteligibles que hojaldran el material antropológico se jerarquizan internamente de acuerdo con sus propios contenidos. De ahí que el propio Lévi-Strauss, aunque considere el nivel etic (a través del cual solidifican las leyes científicas) «como un artificio» (ly qué otro estatuto podrían ostentar las leyes científicas en tanto que «construcciones» culturales?), concluya objetivando el conjunto de «condiciones en virtud de las cuales se vuelven mutuamente convertibles» distintos «sistemas de verdades» (8), de modo que la única realidad exenta cae del lado de la «lógica de las transformaciones» y no del material antropológico en que se fundan: formalismo terciogenérico contra el que rompe cualquier concepto de evolución cultural, nivelando los fragmentos en las interconexiones cerebrales que revelan.
Es cierto que la incidencia oblicua de la distinción de Pike entre emicletic (de fonemic y fonetic, respectivamente) (9) ha venido a distorsionar la preciosista sintaxis, en la que el estructuralismo etnológico se había atrincherado desde el mismo momento en que decidió privilegiar los fonemas como elementos de articulación despojados de significación sobre los morfemas significativos. Lévi-Strauss no encajó bien, en
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su día, este golpe en la mandíbula, proveniente precisamente del lado contrario a los colores del materialismo que creía defender. En este sentido, dañada la estructura cerebral como única presencia duradera, en la que se desvanecía la distinción entre sentido y falta de sentido, el mérito de Alberto Cardín puede cifrarse en su intento de salvar el estructuralismo en base a abandonar las rigideces innatistas de lo sustantivamente biológico, recuperando así la historia a través del discurso etnográfico y manteniendo la confrontación dialéctica de los sistemas de oposiciones contradictorias, que actúan como redes conceptuales para formalizar la experiencia (10). En lugar de incorporar la distinción emicletic mecanicistamente, al modo ingenuo de Harris, el estructuralismo lacaniano, de que hace gala Cardín, presume estar instalado emicamente más allá de la distinción gracias a la finta psicoanalítica que había anticipado prolépticamente el golpe.
Ahora bien, el contragolpe estructuralista sólo puede ejecutarse tras una operación de maqui-llaje en la propia noción de estructura: obliterar la dimensión étic (nomológica, objetiva) en pro-vecho de lo ya conseguido en la articulación fonemática. Tal cirugía deja intacta, sin duda, la homologación inmisericorde de los pensamien- ft tos reflexivos de todo sujeto cultural con independencia de su adscripción ecológica. Pero la distinción de Pike sólo puede tener importancia para el estructuralismo en la medida en que afecta a la estructura, por lo que o tal cirugía es innecesaria por irrelevante o es necesaria para erradicar el cáncer espiritualista que vuelve a instaurar subrepticiamente un desolador dualis-mo, allí donde el orden del relato parecía garanti-zado por encima de toda subjetividad, a través de los grupos de transformaciones.
Alberto Cardín, que ha podido distanciarse de la fascinación que sobre él ejerce Lévi-Strauss (gracias no tanto a las ambiguas relaciones edípicas supuestamente inducidas por Lacan y la escritura, cuanto a su propia voracidad intelectual, sin que la vasta erudición de que ha hecho acopio haya menguado en un ápice su capacidad crítica) acierta a percibir que el impasse teórico de mayor envergadura con que se enfrenta la opción metodológica que practica proviene precisamente de la distinción emicletic. lCómo suturarla en beneficio de la estructura?
La respuesta teórica de Cardín, aunque gentilmente resumida y gnoseológicamente manufacturada en la coda final a través de 17 tesis bien trabadas (y cuya discusión sistemática me reservo para las apostillas), se preludia en el corpus de la obra con el estilo exuberante y críptico de un ejercicio reflexivo multirreferente. En los preludios (todo hay que decirlo para aviso de navegantes bisoños que se engolfan entre Palos y Gata antes de descubrir el Mediterráneo) la bien temperada perspectiva gnoseológica de la coda apenas se trasluce negativamente en tres movi-
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mientos ubicados tácticamente en las posiciones 1, 6 y 12 (como buen platónico yo habría preferido la disposición prima 1, 5, 11). Ya he comentado los dos primeros: su interpretación diamérica de emic/etic (primer movimiento) y el parangón autoanalítico (emic) que establece entre dos de sus mentores juveniles -Lacan y Lévi-Strauss-, utilizados como pretextos para plasmar una autoconcepción todavía confusa ( el ensayo es de 1982) de las tareas antropológicas (segundo movimiento). No hay confusión, ni ambigüedad, en cambio, en el varapalo que propina a la seducción «semiótica» de Baudrillard (tercer movimiento), allí donde la posmodernidad degrada anarquistamente «lo simbólico» y dilapida zafiamente la tradición estructuralista (contraria sunt circa ídem):
«la seducción como fundamento ontológico de la realidad misma, no sólo priva a la acción humana de cualquier rasgo atractivo (la priva incluso del criterio diferencial de la fuerza, al generalizar el poder de las cosas como maremágnum), sino que permite una mayor impunidad a los desaprensivos: siendo todo seducción genérica, cualquier cosa es posible, todo es igualmente cierto, todo está por igual degradado, hasta el punto de que la propia teoría que funda semejante apaño puede, si no pasar por buena, al menos colar como verosímil» (11).
En una palabra, la consigna holista del «todo vale» (metamorfoseable lógicamente a través del maremágnum y la seducción genérica en el degradante y nihilista «nada vale», como ya viera el viejo Platón en el Sofista) es incompatible con la localización crítica de estructuras, por cuanto la discriminación ( diáiresis) de las oposiciones pertinentes arrastra una toma de partido teórica (gnoseológica) y moral (práctica). Algunos pensamos que también ontológica (etic), aunque la dimensión sobre la que se imposta sólo pueda ser segregada negativamente a través del ejercicio (emic y etic contradictoria y dioscúricamente) de la racionalidad crítica.
Pero ¿por qué otorgar a la distinción emicletic un carácter tan pregnante? ¿Acaso el marxismo y el psicoanálisis y tras ellos, en la misma senda, el propio Lévi-Strauss de Tristes Tropiques (12) no habían problematizado suficientemente el inevitable y paradójico estatuto del «observador» tanto en la praxis revolucionaria, como en la situación terapéutica o en la experiencia antropológica? ¿Qué es lo que ha cambiado en los últimos veinte años para que ya no baste especificar la irremediable adscripción intracultural del antropólogo (y de su disciplina) a la sociedad occidental e instaurar, en consecuencia, la subsiguiente autocrítica ideológica (proyectada, por cierto, con demasiada frecuencia y «sintomáticamente» contra el trasfondo de algún guiñapo filosófico) de los automatismos «inconscientes» que sólo se revelan en la diferencia? ¿Por qué
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agregar al ya espeso manto de categorizaciones que pesan sobre el célebre dialelo antropológico un último agravio dualista, si, apenas formulado, debe ser diligentemente suprimido por mor del pluralismo relativista de los relatos emic? ¿Dónde entonces la fuerza y la verdad del planteamiento de Cardín?
Ni que decir tiene que la incorporación de emicletic no obedece a un simple prurito de erudición etnográfica. No ha sido el excéntrico misionero Pike, ni el lastre de algún espiritualismo residual que anide en Lévi-Strauss o su epígono -Jean Lacroix denunciaba inquisitorialmente«la filosofía más rigurosamente atea de nuestrotiempo» (13) en La pensée sauvage-, lo que induce a Alberto Cardín a coger emicletic por loscuernos y a ejecutar la acrobática finta que lelleva a la pluralidad de experiencias emic, sino ladesoladora constatación de una ausencia: «Yano existen hombres primitivos» (14). Pero si laantropología cultural ha engullido su propiocampo de estudio (fragilidad de las culturas exóticas al contacto aculturativo), ya no queda«substancia» alguna que capturar con la miradaetic, ya no hay exterioridad alguna que penetrar,puesto que el material antropológico ha entradoa formar parte emicamente del propio cuerpo teórico de las doctrinas antropológicas y sólo puedegozar de la eficacia práctica que aguarda a losmateriales entropizados. El efecto Rashomón seha consumado a escala planetaria. ¿Qué restaentonces? Sólo la confrontación plural de las alternativas teóricas de la antropología ( confrontación siempre abierta al socaire de los avatares dela condición humana), por el lado de las superestructuras ideológicas -permítaseme usar metafóricamente la simplificación marxista-, y, paradecirlo textualmente, «los dispersos, fragmentarios y no pocas veces contrapuestos informes etnográficos» (15), por el lado de la base.
Vistas así las cosas, diríase que la antropología cultural ha quedado emparedada entre filosofías e historias, esto es, entre reflexiones epistemológicas y legajos de viajeros, exploradores, misioneros, comerciantes y otros aventureros a través de cuya fragmentaria mirada de informantes se recupera hipotéticamente la situación originaria de lo ya sido. Comparto con Cardín el desdén hacia la actual «balcanización» universitaria de disciplinas y subdisciplinas y, en este sentido, no puedo dejar de admirar la maestría con la que, en márgenes aparentemente tan exiguos, ha sabido urdir una compleja reflexión etnográfica, que amplía sin cesar su riqueza temática. En su trama se combinan la teorización filosófica y teológica de corte abstracto (v.g. la exégesis del Filioque en la historia del Trinitarismo español o la discusión transcultural de los portentos religiosos) con la recuperación etnolingüística e historiográfica de informantes hasta ahora menospreciados por acientíficos (su traducción de la obra de T. E. Lawrence, Los siete pilares de la sabiduría (16), o su prudente relectura anti-Gay-
tisolo de Mi peregrinación a Medina y La Meca (17) de Sir R. Burton), y la perfecta localizaciónlógica de los nichos ecológicos en los que se individualizan círculos culturales específicos (v.g.el seguimiento del viaje de Nikitin a través delos tres mares) con la puntillosa captación semántica de los loci que condensan las representaciones originarias de mitos y leyendas(tan bien tejida con los demás elementos en suanálisis sobre el mito de las amazonas -quizála pieza más lograda de cuantas componen esteálbum-). Con estos ingredientes logra Cardínofrecer desde los preludios un complejo recital,cuyo mayor atractivo no sé muy bien si debeatribuirse a la exasperante variedad polimorfa delas disciplinas entrelazadas o al aleatorio métodocombinatorio -tan parecido al de la música concreta de Moles-, que subyace a la ejecución delas piezas (18).
En cualquier caso, si mi audición continuista de la partitura es correcta, los tres movimientos de los preludios mencionados atrás (1, 6, 12), por los que negativamente afluye, en mi opinión, la representación teórica, apenas sirven de contrapuntos tácticos para pautar los intereses temáticos in crescendo de Alberto Cardín, cuya dispersión sólo parece justificarse antropológicamente apelando al dictum agustiniano: nihil humanum a me alienum puto. La riqueza que atribuyo a los preludios de este álbum no se halla, pues, en su representación teórica, sino en la ejecución práctica de las piezas sueltas, por donde afluyen los temas que recurrente y caleidoscópicamente vuelven a refluir en la composición bricolística
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de los motetes más sagrados y los pasacalles más profanos. Y son precisamente esas ejecuciones prácticas las que parecen venir a desmentir dialécticamente las representaciones teóricas excesivamente emic que con tanto ardor se defienden en la obertura inicial y la coda teórica final. Basten dos ejemplos para ilustrar por qué he tenido la osadía de ubicar la fuerza y la verdad de las críticas de Alberto Cardín en la dimensión etic, contradiciendo así palmariamente las autoconcepciones endogremiales de su autor. Claro que, como se verá, lo etic (objetivamente) no es nunca un a priori (una premisa, un principio o un axioma), sino un resultado «provisional» y a posteriori, obtenido diaméricamente a través de la confrontación dialéctica entre varios relatos emic.
El primer ejemplo nos lo brindan a vuelaplu-ma las «apostillas sobre Richard Burton», cuan-do Cardín defiende frente a Goytisolo la «objeti-vidad diferencial» o el «reconocimiento racional de las diferencias entre culturas» que muestra el militar, explorador y diplomático británico en su «contacto» con el «otro» (con minúsculas) ára-be. lAcaso no es etic la perspectiva estructural que permite capturar los «modos de sentir» simétricos y complementarios del muladí o del colonizador en sus roles respectivos de «renega- f
J do» y «explotador»? Por si fuera poco, la aposti-lla final, que concierne al escabroso asunto de las aficiones sexuales que parecen compartir Burton, Goytisolo y Cardín y a su implicación en las labores de observación, no tiene desperdi-cio por lo que a la distinción entre «fantasmas personales» (emic) y «datos» (etic, objetivos, ex-ternos) se refiere:
«Y, en cuanto a la observación como tal -suscribe Cardín- la mayor parte de losmanuales de campo recomiendan un prudente comedimiento con los indígenas, queen gran medida inhibe el tipo de contactoslibidinales que Goytisolo parece propugnar,con vistas, sobre todo, a no entremezclarlos fantasmas personales con los datos»(19).
Alguien podría objetar el carácter coyuntural y polémico de este escrito como eximente de posibles incongruencias. Vayamos, pues, a la pieza más acabada del álbum, donde siguiendo al maestro Carlos Alonso del Real se trata de discriminar lo que hay de realidad y lo que hay de leyenda en las «Amazonas de América», (20) cuestión en la que el plano epistemológico (emic/etic) se cruza con peculiar profusión con el ontológico y la clásica distinción apariencia/realidad. Pone en juego aquí Cardín toda su erudición etnológica, que no es poca, y todos los recursos analíticos de discriminación estructural, que tampoco son mancos ( de donde podría colegirse fácilmente que este preludio es el único que lleva trazas de convertirse en una sinfonía, en un opus magnum subtitulado nada comercial-
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mente: «Grandeza y servidumbre de la etnografía española: descubrimiento y conquista de América»). Pues bien, después de haber pasado revista con gran finura hermenéutica a todos los eslabones documentales del ciclo americano de las amazonas desde la Martininó del Primer Viaje de Colón hasta la evaluación crítica que de las noticias de Oviedo, Carvajal, etc. hace Del Real, concluye Cardín, sin ulterior crítica, con un «final ilustrado» que se limita a recoger las reflexiones realistas de Carlos M.ª de la Condamine, de las que lo menos que se puede decir es que están redactadas en el más puro estilo etic a la Harris. En efecto, liga La Condamine que escribe en 1743, la verosimilitud de la existencia de amazonas en América a las peculiares condiciones de existencia errante que «las mujeres, que siguen frecuentemente a sus maridos en la guerra y que no son muy dichosas en la vida doméstica» (21), deben soportar; de ahí habría surgido una posibilidad de emancipación feminista de la que el mito de las amazonas (etimológicamente: cuñantensecuima, «mujeres sin marido») no sería otra cosa que una mera expresión ideológica. lEn qué se diferencia esta solución, tildada por Cardín como un «curioso ejemplo» de inversión (Unstülpung), de la que Harris ofrece para expli-f' car el feminismo de los 60 en La cultura norteamericana contemporánea (22)? lNo se trata de un final etic, en la medida en que la etiología real de las representaciones mentales ( el mito amazónico) se vincula a condiciones materiales des-cubribles objetivamente? Es cierto que la principal tarea exegética de Cardín en esta pieza no se ejecuta en el «final ilustrado», sino en la mostración de las mutuas complicaciones entre el bagaje interpretativo (emic) de conquistadores, misioneros y cronistas que «proyectaron» el mito clásico de las amazonas sobre «equívocos indicios exóticos» -puros nombres de lugar en ocasiones- y el propio material mítico de las culturas amerindias (también emic), que les fueron transmitidos por medio de informantes sometidos al síndrome de «Hans el listo». Pero por debajo de los problemas de traductibilidad entre ambas series de datos semic y por encima de la confrontación teórica ( entre Ch. Duverger y R. Van Zantwijk, por ejemplo, a propósito de Cihuatlán) lno se cuela, no ya «un poco de referencialismo etic, a lo Harris ... para aclarar el caso» (23) coyunturalmente, sino toda una batería de «datos objetivos», lugares, fechas, nombres y condiciones materiales de existencia, difícilmente reducibles a meras representaciones mentales? ¿y no es este mismo «aparato científico», unido a «hipótesis materiales» y al uso de un férreo razonamiento lógico lo que confiere valor etnográfico a la pieza?
A este segundo ejemplo, podrían agregarse otros. Pero no es mi intención hurgar en las incongruencias entre representación teórica y ejecución práctica, puesto que más que de una causa se trata de un síntoma, de un desmayo intermi-
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tente que alude indirectamente al hecho de que hasta la fecha la reflexión etnográfica de Cardín no haya podido superar el nivel de una expresión menor y fragmentaria. Para quienes estamos kantianamente convencidos del «primado de la razón práctica» la situación no es irremediable. Estoy seguro de que la práctica-teórica de Cardín, utilizando otra jerga invocada por el estructuralismo, acabará modificando sus representaciones teóricas.
Hay, en cambio, otro asunto de mayor entidad que, a mi parecer, subtiende sus convicciones teóricas y hace desmayar blandamente su práctica en un escepticismo de corte cínico. Concierne al primado de lo sincrónico y lo tipológico sobre lo diacrónico y temporal, primado que, si no me equivoco, viene exigido en la línea Durkheim-Mauss-Lévi-Strauss por el doble imperativo metodológico de capturar «el hecho social total» en «el instante fugitivo en que la sociedad y los hombres toman conciencia afectiva de sí mismos y de su situación ante el otro» (24), por un lado, y de considerar «los hechos sociales como cosas», por otro. Dicho limpiamente en términos de Lévi-Strauss:
«Discernimos ya la originalidad de la antropología social: consiste -en lugar de oponer la explicación causal y la comprensión- en descubrir un objeto que sea, a la vez, objetivamente muy lejano y subjetivamente muy concreto, y cuya explicación causal se pueda fundar en esa comprensión que, para nosotros, sólo es una forma suplementaria de prueba» (25).
La solución tradicional mediante la que el estructuralismo enfrenta esta doble exigencia, intencionalmente canceladora de la oposición sujeto/objeto, consiste en afirmar la naturaleza simbólica de los objetos culturales, semiologizando así el campo de la antropología social y excluyendo toda conducta humana que no encaje en algún sistema de signos: lenguaje mítico, signos orales y gestuales que componen el ritual, reglas de matrimonio, sistemas de parentesco, leyes habituales, ciertas modalidades de los intercambios económicos ...
Alberto Cardín, consciente de la evanescencia de las estructuras simbólicas de las pequeñas sociedades sin historia, cuya «cultura inercial» se despedaza bajo el peso del contacto aculturativo, expresa claramente su intención de «no vadear el problema del progreso y de la historia» (26). Pero atrapado como está por la doble exigencia metodológica, cuyo cumplimiento se aleja al mismo ritmo que desaparecen las «culturas inerciales», no le queda otro remedio que acogerse al cínico escepticismo de quien sólo aspira a recuperar los «tiempos perdidos» a través de los relatos siempre fragmentarios y cada vez más inconexos de quienes tuvieron el privilegio de observar las culturas «otras» en su estado estacionario. En esta tesitura, a nadie puede extra-
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ñar el taciturno harakiri, que sugiere el último párrafo de su coda final:
«Todo lo cual -concluye- convierte a la antropología en una disciplina cínica (tanto desde el punto de vista de la dialéctica que maneja, como desde la actitud moral -a la vez abstencionista y crítica- que propugna), difícil de practicar desde la reiteración mecánica y el esquematismo, y difícil de enseñar reducida a fórmulas y consignas (lo que parece ser, hoy por hoy, la única forma deseada de enseñanza)» (27).
Ahora bien, si mi audición de la ejecución práctica de los preludios es correcta, esta conclusión pesimista sólo puede acogerse en el plano de la representación teórica. Son las inercias estructuralistas las que le impiden aprovechar el enorme caudal de sus conocimientos y acometer la empresa, no necesariamente «narratológica», ni «lineal», de reconstruir racionalmente las estructuras en el ámbito abstracto de una gran teorización y probar su validez en los combates por la historia. Claro que para ello deberá Cardín abandonar su proclividad hacia los relatos (textos, mitos, leyenda, literatura ... ) en detrimento de las reliquias ( cerámica, tumbas, templos, arados, máquinas de guerra ... ), pues sólo la consideración simultánea de ambos aspectos puede remitir la actitud cínica y escéptica (en tanto que trámite necesario para la investigación antidogmática) más allá de la estructura monocorde de una disolución recurrente de todo cuanto toca.
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No le faltan a Cardín tesis «positivas» que defender «en la práctica», virtuosismo en la ejecución, ni coraje guerrillero para intervenir.
2. Motetes sacros: la cultura y el reino de lagracia a través de la diferencia
Ignoro las razones emic por las que Alberto Cardín ha decidido etiquetar sus variadas composiciones bricolísticas con los nombres de preludios, motetes y chaconas; pero desde un punto de vista etic cualquier lector atento puede colegir que el criterio clasificador ejercitado no es temático, sino estilítico. Las melodías ( o materiales antropológicos) se repiten; sólo el formato, en el que engarzan, cambia. Si los 13 preludios, independientemente de su extensión y de sus referentes, alcanzan su homologación bajo el formato de ensayos monográficos ampliables, los 24 motetes se acogen al «culto» modelo académico de la recensión bibliográfica, mientras las 15 desenfadadas chaconas finales pretenden ostentar el ritmo bailable y «profano» del artículo periodístico. Resta por averiguar, sin embargo, la razón última que ampara la metamorfosis de esta catalogación bibliófila en una clasificación melómana. He sugerido ya la dependencia narcotizante que sobre Cardín ejerce el estructuralismo de Lévi-Strauss, para quien:
«el hecho de que la música sea un lenguaje por medio del cual se elaboran mensajes de los cuales por lo menos algunos son comprendidos por la inmensa mayoría, mientras que sólo una ínfima minoría, es capaz de emitirlos, aparte de que entre todos los lenguajes sólo éste reúna los caracteres contradictorios de ser a la vez inteligible e intraducible ... hace de la música misma el supremo misterio de las ciencias del hombre ... (pues) hace intervenir en quienes la escuchan estructuras mentales comunes» (28).
Hay, así pues, en esta metamorfosis musical un marcaje cultural, no exento de redaños hipercríticos, cuya operatoriedad parece cifrarse en promocionar el acceso a las estructuras subyacentes a través del juego especular que refractan las metáforas de las composiciones musicales. En lugar de argumentos lineales busca Cardín proyectar el relativismo cultural por medio de la diversidad estilítica de las composiciones musicales. La «polifonía de polifonías», como diría el maestro francés, constituye, por tanto, una disposición irónico-estructural que, al privilegiar el orden de las formas estilísticas sobre los contenidos temáticos, pretende descoyuntar la organización tradicional de la cultura «humanística», usando como bisturí catártico de cualquier representación «etnocéntrica», aquel producto cultural, la música, cuya opacidad analítica guarda celosamente la llave de su progreso. Inteligente estrategia, sin duda, que permite a sus cultores jugar con todas las cartas
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de la cultura occidental sin necesidad de descubrirlas.
Cualquier lector atento, que haya tenido la paciencia de seguirme hasta aquí, habrá observado también mi estrategia etic (revelo mis cartas) de ejecutar una lectura oblicua tendente aentretejer en symploké estilo y contenido (forma y materia, diría Gustavo Bueno), de modo quequede al descubierto el segundo código, por medio del cual articula Cardín su aparentemente polimorfa reflexión etnográfica. Desde esta estrategia materialista, la pregunta que suscitan estas composiciones vocales de carácter exquisitamente sacro, bien denominadas motetes por cuanto las recensiones bibliográficas alcanzan sus máximas calidades expresivas cuando se ciñen lo más posible al significado del texto que comentan, sin empacho de recurrir para ello a los más variados recursos tonales o retóricos, se refiere a los registros antropológicos con los que el interpretante modula sus recensiones críticas.lCuál es la concepción de la cultura que el mezzosoprano Cardín demuestra en la ejecución delas partituras o libros reseñados, cuya variedad temática usa libérrimamente como mero acompañamiento «instrumental» por encima del cual eleva intermitentemente su voz? f' Ya en el primer brevis motus cantilenae, ejecutado sobre el trasfondo de los monótonos acordes del anarquismo nostálgico de Pierre Clastres, que resucita el mito del «buen salvaje» entre los guaraníes para justificar etnológicamente su rebeldía política, tan bien sonante a «un cier-to sector de la izquierda semiilustrada española», se decanta Cardín por una concepción no socio política ( contra el primado de lo político sobre lo cultural) y no evolucionista ( contra la confusión entre primitivo y originario) del abanico cultural mundial, procediendo a elevar el método estructuralista de la diferencia como único recurso de lo que ya no puede ser otra cosa que «entropología» en el sentido de Lévi-Strauss. A pesar del carácter primerizo de esta reseña (pues de ahora en adelante acepta Cardín el orden cronológico para sus composiciones), su declaracióninicial tiene algo de emblemático y casa perfectamente con el argumento emic de los preludios, ya visto:
«Muerto el informante, desaparecida la cultura, cabrá siempre la posibilidad de tachar de parcial al investigador, erigiéndose en defensor de una realidad más allá de los datos, reclamando no sé qué saber del en sí de aquella cultura, no sé qué desinteresado conocimiento, cuando es bien sabido que el único interés que podemos tener en lo distinto a nosotros es lo que, a partir de la diferencia, podamos averiguar de nosotros mismos» (29).
Tal declaración programática justifica, sin duda, el tono autorreflexivo en el que reinciden la mayoría de los motetes de Cardín. Se compren-
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de fácilmente que el método de la diferencia acabe refractando monótonamente fragmentos de la realidad cultural española, cualquiera que sea el objeto del discurso. Por detrás de Clastres asoman las barbas de Savater (30), Octavio Paz se confunde dioscúricamente con Juan Goytisolo (31), sobre el transfondo del hercúleo Leviatán de Hobbes se dibuja la exangüe «figura» deSubirats (32), la España teológica (de Ecc/esia aMiret Magdalena, pasando por Díez Alegría, Azcárate, Ugarte, Llanos y González Ruiz) desfila a propósito de la chapuza teórica de Alfredo Fierro (33), el nacionalismo voluntarista catalán (y vasco) queda vejado por los objetivos análisis marxistas de Tom Nairn (34), los esoteristas españoles ( de Sánchez Dragó a Jiménez del Oso) fuman en la misma pipa sagrada que Alce Ne gro y J. E. Brown (35), y el «engendro nacional» de Miguel de Avilés, puesto en la picota a propósito de la minuciosa nadería del Santo Lebrel Guinefont reconstruida por Jean-Claude Schmitt, sirve de aviso para navegantes a los futuros cultores de la «historia de las mentalidades» a la Le Golf que surjan en España (36). Todo ello sincontar, naturalmente, las fobias recurrentes, ni la media docena abundante de reseñas con motivo exclusivamente nacional, de modo que, si lascuentas no me fallan, sólo se salvan del archicélebre eslogan del ínclito Solís dos modulaciones del milagro japonés ( entonadas en la tradición weberiana por Gibney y Morishima), un sólo rotundo y airado del ruso Volkoff y un contrapunto teórico sobre el «reduccionismo figurativo» de Gilbert Durand.
Sin embargo, el motivo de la diferencia no forma una unidad indisoluble de melodía, armonía y ritmo. La combinatoria de estos tres factores se lleva a cabo con tanta prodigalidad que uno tiene la impresión de que el mezzosoprano sedesdobla, a veces, esquizofrénicamente por mor de la más pura y exquisita diferencia. No digo que haya contradicciones entre distintos motetes, pero sí sospechosas inconmensurabilidades. Así, por ejemplo, a Clastres se le reprocha «una impotencia radical -o un rechazo en el sentido freudiano- para concebir lo institucional», lo que positivamente se traduce en una reivindicación aristotélica up to date del Estado:
«Porque Estado -concluye el primer motete-, quiéranlo o no Clastres y todos losanarquistas que en el mundo han sido, lo hay siempre desde que hay sociedad. Lo anterior al Estado es la horda animal» (37).
Tanto radicalismo parece asustar al propio Cardín. Por mucho que el fragor dialéctico requiera, a veces, extremar las diferencias para alejarse simultáneamente del marxismo y del anarquismo, volver a la idea del «animal político» como tertium no se compadece bien con la expresa intención de construir un concepto de cultura nosociopolítico. De ahí que el motete 10, de-
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dicado también a la antropología política de Clastres, tras reconocer las diferencias entre el «marxismo, en sus versiones tanto sociológica (polémica con Birnbaum) como antropológica (polémica con Godelier, Terrey y Meillassoux)», y el anarquismo ( cuyo doctrinarismo voluntarista aparece ahora como una mera «imagen especular de su antagonista»), termina con un final más sosegado y conciliador, que busca dialécticamente hacerse un hueco teórico a través del reconocimiento de «la existencia de múltiples niveles de realidad, que exigen un aborde específico y una síntesis muy matizada». Lo anterior al Estado ya no es, por tanto, la horda animal. Sólo que ahora el problema es mantener el anti-evolucionismo cultural a toda costa:
«Acierta, sin duda, Clastres al concebir un cierto modelo de sociedad primitiva ( que él considera el único) como abismalmente contrapuesto al modelo estatal, fundando la diferencia en la oposición (que él mismo confiesa tomada de Hobbes): sociedad atomizada igualitaria y guerrera versus sociedad uniformizada, jerárquica y esencialmente desgarrada. Pero, al destruir todo posible puente hipotético entre ambos tipos, niega a la vez toda relevancia que no sea utópica al modelo primitivo» (38).
Esta suerte de capacidad camaleónica para disfrazarse de adversario, que da un tono guerrillero y militante a casi todas las piezas sueltas de Cardín, hace muy difícil atrapar sistemáticamente el centro neurálgico desde el que se ejecuta el
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concierto bricolístico de Tientos etnológicos. Si las melodías de los motetes son variadas, sus armonías rehuyen el «mutuo sahumerio» identificatorio y provocan continuas disonancias críticas, al tiempo que sus ritmos cambiantes y entrecortados parecen buscar tan sólo una efímera impresión de verdad, más allá de la apariencia de los discursos contradictorios, por donde zafarse en última instancia de la refriega. Dicho en román paladino, Alberto Cardín «tira la piedra y esconde la mano». Tal parece ser la estrategia subyacente en el correcto diagnóstico de «neoscurantismo» que atribuye al galimatías cristoanalítico-marxista de Fierro, pero que, acto seguido, considera erróneo, al estar dictado por «un estúpido afán, de paradoja», apenas acogible tras el fracaso de la razón ilustrada; lo mismo ocurre con su valoración ambigua de la utopía: a veces se descarta como enemiga del rigor y de la información, mientras otras veces se mantiene como caución epistemológica contra la eventualidad de un popperismo falsador meramente mecánico (39).
En este contexto anfibológico la disposición musical cobra todo su significado: convierte las críticas de Cardín en fragmentos inteligibles emicamente para quienes participan de su alto entrenamiento civilizatorio, al tiempo que im-e, posibilita la mutua traducibilidad etic de los frag-mentos significativos. Recupera así Cardín para el espacio antropológico el aura numinosa de la que la secularización ilustrada había despojado al «reino de la gracia» (la inversión teológica del racionalismo). Sólo que esta incursión en el misterio de la cultura carece de las funciones salvíficas que otrora detentaba en las religiones superiores. El misterio estriba ahora inmanente y recurren temen te en la propia disposición organizativa de la ejecución musical, cuya falta de intertraducibilidad se revela negativamente co-mo un postulado de cierre etnográfico y positiva-mente como un principio hipercrítico que prohí-be toda trascendencia, sea espiritualista o mate-rialista.
Vistas así las cosas, se comprende la desafección de Cardín hacia toda solidificación categorial del concepto antropológico de cultura de tradición humanista, cuya pervivencia en la definición denotativa de E. B. Tylor habría venido a hipotecar el desarrollo de la disciplina en favor de la pesada «herencia teleológica» ( denunciada por Stocking), por cuanto se habría limitado a remedar la escisión respecto a la naturaleza que la perfección del «reino de la gracia» consagra en las religiones. Pero, secularizado el reino de la gracia en la cultura, el progreso tecno-económico (único constatable) no sólo no garantiza ya la salvación, sino que destruye el encanto de las culturas primitivas sin desvelar su misterio cultural; y de ahí la áspera renuncia cínica de Cardín a valorar positivamente los inevitables procesos de aculturación, que acaban determinando los cambios mentales, tanto en su ver-
Los Cuadernos del Pensamiento
sión marxista como burguesa. Acierta así Cardín a mante�erse en una actitud expectante, tejida de negaciones diferenciales, mediante la que trata de salvar un concepto de cultura no reducible a sus componentes psicológicos (mentalistas) y/o sociológicos (segundogenéricos, diríamos nosotros) ... pero tampoco asimilable a los restos físicos de las culturas materiales (primogenéricos). Ese vaivén pendular confiere a su concepto de cultura un sesgo abstracto e intangible que sólo acepta manifestarse como orden autó�omo y dinámico a través de la ejecución estructurada de incompletas y breves piezas musicales. Pero lno serán éstas, «músicas celestiales» sobre to� do para quienes no acepten el carácter' exento de las �structuras terciogenéricas hacia las que se ha deshzado, consciente o inconscientemente el estructuralismo? '
3. Chaconas profanas: acosos mundanos sin derribos académicos
Antes de resolver la perplejidad acerca del arsenal teórico de Alberto Cardín, en que nos sume la lectura de sus recensiones bibliográficas, en todas las cuales la crítica se ejecuta negativa-f mente apelando exclusivamente al método de la
' diferencia, sin que a ciencia cierta pueda saberse a q�é carta juega el ejecutante, conviene pasar revista a los 15 artículos periodísticos que cierran el libro. Aun cuando todos ellos podrían optar dignamente al premio «Ortega y Gasset» de periodismo, dado el género menor que cultivan, cabría dudar legítimamente acerca de su relevancia teórica en orden a fijar las coordenadas de la reflexión etnográfica de Alberto Cardín. Basta �ojear la primera chacona para disipar cualquier duda al respecto. «La ética de la etnología» no sólo comienza con un exordio epistemológico sobre su peculiar estatuto «circular» ( el dialelo antropológico) que convierte al etnólogo «en un individuo molesto, que parece no tocar tierra o hablar desde ningún sitio concreto» (sublime autodescripción), sino que además se describen con trazos vigorosos las razones «imperialistas» de la implantación académica de la etnología en U.S.A., Inglaterra y Francia. Por si fuera poco, nos proporciona autocontextualmente la clave de por qué la etnología en España debe adoptar el estilo instrumental de una danza airosa y espectacular y dejarse acompañar con castañuelas mundanamente, antes de adquirir la forma grave del libreto académico. Más que un problema de validez ecológica, se trata de un problema de anemia institucional que amenaza esterilidad:
«lQué ocurre en España? lQué importancia se da a la etnología en el país que en cierto modo, le dio remotamente vida c�n los llamados «Cronistas de Indias»? La etnología parece formar parte del mismo folclore que habría de desentrañar: hundida en el ma-
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ra��,o universitario español, ni cumple la mis10n de comprenderlo, en conexión con la cultura que lo posibilita, ni intenta siquiera enunciar las limitaciones mentales, conceptuales y materiales que le impiden abordar semejante tarea ... Hoy en día -agrega Cardín-, las editoriales que publican libros de viajes y de ocultismo están haciendo más por la expansión del conocimiento de los pueblos exóticos que los titulares de las cátedras de antropología social _ y cultural, que debieran ser los primeros mteresados en dar a conocer su especialidad. Y su incuria, al mismo tiempo que deja el estudio de las culturas «otras» en manos de ocultistas, herméticos y demás sacamuelas de lo arcano, resta aún mayor terreno a la etnología en el organigrama académico, donde, como en la guerra,fortuna audaces iuvat» ( 40).
Ante este panorama, no hay nada extraño en el hecho de que Alberto Cardín derroche gran parte de sus energías extraacadémicamente promoviendo colecciones, traduciendo clásicos o lidiando toros etnológicos con muleta periodística. Y cuando, ya dentro del ruedo ibérico reprocha a Ortega, Laín o Granell sus concepciones vulgarmente existencialistas, empíricas o vecinales del «otro» como mero desdoblamiento especular del «yo» ( 41), cuando descubre a través de boom del ensayismo hispanoamericano un cierto «aire de familia» entre la estirpe intelectual transoceánica («grandilocuente vanamente verborréica, vacía y predicariega») 'que hilvana discursos retóricos con el ojo pue�to en alguna canongía, y el «intelectual bonito» español, que «se ha hecho cortesano de una industria cultural que se arropa bajo el prestigio de la monarquía restaurada» ( 42), o, cuando, finalmente, muestra con datos en la mano que éste no es un país de mártires, ni de herejes desde las persecuciones de Diocleciano a la última «Cruzada» sino el país del disimulo y de la takiya árabe ' no está siendo Cardín víctima de un berrinche �oyuntur!l-1,. sin_o que está intentando enunciar aquellashmitac10nes mentales, conceptuales y materiales, que están impidiendo el desarrollo de la etnología (ino sólo, sino también!) en España.
Hay, además, otra razón que confiere relevancia teórica a las chaconas de Cardín. Al no verse constreñido por el corsé académico, afloran a su pluma luminosas intuiciones etnográficas claves de interpretación y juicios de valor, m'ucho menos escépticos y cínicos de lo que cabría esperar del tono festivo y burlón del género al que se acogen. Así resulta que en tres artículos sobre el Islam apunta Cardín toda una interpretación de corte etnológico sobre la problemática del mundo árabe ( el complejo fanático-comunitario de la Yamahiriya libia, el milenarismo chiita de Irán, la rápida expansión del fundamentalismo, la conexión entre Religión y Estado, etc.),
que no sólo escapa a la «crasa ignorancia» de nuestros periodistas y reporteros más audaces, sino que es enigmáticamente silenciada por nuestros más prestigiosos arabistas. A propósito de «Guadalupe y la Hispanidad» levanta Cardín el vuelo teórico hasta una pauta de tipo universal, que por el esquema cíclico que revela, enuncia quizá, la clave de sus convicciones estructuralistas y anti-evolucionistas:
«la forma como las creencias atávicas se travisten exitosamente bajo las nuevas ideologías y formas políticas, y acaban imponiendo su tenacidad contra la voluntad consciente de los nuevos misioneros, innovadores, agentes del 'cambio', en definitiva» (43).
Leídos bajo esa clave, «El Papa en Papúa» deja de ser un mero ejercicio de divulgación sobre los «cultos cargo» bajo el patronazgo de Harris, el Informe Kissinger sobre Centroamérica y el neoconfesionalismo de Reagan adquieren un espesor histórico cultural, que obliga a repensarlos, más allá de la anécdota periodística, a la luz de categorías más potentes, como las que dimanan de Alexis de Tocqueville (La democracia en América) o de Alain Finkielkraut (La nueva derecha americana}, por citar dos extremos cronológicos, por último, el nepantlismo se convierte en una categoría interpretativa para designar los estados intermedios de aculturación traumática y semifracasada.
Sin prejuicio de estas apreciaciones positivas, no puedo dejar de advertir en las chaconas de
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Cardín una suerte de mecanismo freudiano de supercompensación proyectiva, que viene a emparejarse dualmente con la ocultación de las cartas «culturales» explotada en los motetes. Se trata, dicho abiertamente, de la hipócrita complicidad con la cultura libresca y filológica de la academia, que había saboteado previamente. No cabe duda de que la superioridad de Cardín frente a la «crasa ignorancia» de sus criticados proviene de sus ricas fuentes de información, más que de la sabiduría mundana con que las aplica al análisis de la realidad socio-cultural. Ello le lleva a ejercer, aunque sólo sea deslizando levemente las chaconas hacia la chacota, de inquisidor académico, dando por buena mertonianamente y, en abstracto, la fe en el «escepticismo organizado» de las ciencias frente a otros credos menos asépticos, sean éstos marxistas o católicos. Así, por ejemplo, por muy exacta que sea su apreciación acerca de las diferencias entre los lenguajes animales y el humano, las burlas a que somete al «excluido» Faustino Cordón, cargando sobre sus castigadas espaldas la pesada tradición del «panteísmo carpetovetónico», travestido, además, de «cesaropapismo, krausismo, nacionalcatolicismo y socialismo» no casa bien con quien ha abrazado la metodología de la diferencia co-mo sistema. Da armas precisamente a la corte f' de bioquímicos académicos informacionistas, muchas veces desinformados de la etología, que siguen alegrándose de la marginación del «heterodoxo» por razones nada confesables. Por esta vía los acosos mundanos jamás provocarán de-rribos académicos (44).
4. Apostillas poético-teóricas
Vista en su conjunto, la reflexión etnográficade Alberto Cardín se nos ofrece como una enmadejada y colorista colección de temas que no ha logrado todavía entretejerse en un todo armónico. Pese a ello, el concierto que despliega en Tientos etnológicos no crea en el oyente la impresión de guirigay inconexo que acompaña a muchas obras antropológicas mejor estructuradas formalmente. Por debajo de la pluralidad de argumentos se adivina un poderoso «motor de inferencias», que procesa una enorme variedad de datos de forma coherente, aún cuando las reglas que se usan en cada caso, lejos de ser uniformes, obedecen a un estudiado proceso de oposiciones paradigmáticas, tendente a mantener el enigma de la lógica cultural que las posibilita.
Faltan por tanto en Cardín, quizás intencionadamente, los ne.ws_mínimos que podrían dotar a su estilo del ritmo y la cadencia de una sinfonía en tono menor. Las hebras que desenmadeja . quedan muchas veces flotando en el aire, reverberando a la búsqueda de un acorde final o de una ligadura de fraseo. Este carácter de opera aperta, en la que los silencios ahondan los fosos de la incomunicación, requiere un tipo de lec-
Los Cuadernos del Pensamiento
tor, cuya cabeza debe hallarse tan bien amueblada culturalmente como la del ejecutante. Circunstancia harto difícil, si se tiene en cuenta el hálito de individuo flotante que nimba a Cardín a causa de la versatilidad que exhibe a la hora de usar indistintamente los códigos más heterogéneos. No debe, pues, quejarse el autor de la incomprensión que manifiesten la mayoría de los lectores acerca del alcance gnoseológico de sus piezas sueltas. Las claves interpretativas le han sido avariciosamente hurtadas y los guiños de complicidad estructuralista son tan movedizos y cambiantes que pueden confundirse con leves parpadeos de críptica coquetería.
Tal indeterminación, incompletud e, incluso, confusión autoriza a preguntar: lqué tiene de significativo la obra de Cardín para que desde las «afueras» filosóficas le dediquemos una atención que, a buen seguro, no alcanzará dentro de los márgenes de su especialidad? No hace falta haber leído a Clifford Geertz para.apreciar «la poderosa fuerza regenerativa que para los estudios sociales» puede tener ese aguijoneo socrático del «modo antropológico de ver las cosas» (45). Digo «socrático» intencionadamente, porque lo que aporta la antropología cultural en las postrimerías del siglo XX, ya no son rela-f' tos inauditos, excitantes aventuras solitarias através de lo exótico, ni siquiera datos científicos novedosos para ampliar el concepto de «naturaleza humana»; las nuevas tareas antropo-culturales exigen restaurar, en contextos etnocéntricos, la vieja consigna del «conócete a ti mismo», empleando para ello la consabida ironía ( el distanciamiento, la forma descentrada de autopercepción, la burla impía de la «crasa ignorancia») y la mayéutica ( el arte ginecológico de sacar a la luz en las culturas «otras» los nuevos engendros que han surgido de su intenso contacto aculturativo con occidente). En este contexto se dibuja la reflexión etnográfica de Cardín como un proyecto, todavía turbio e inconcreto, de homologación institucional (con las tradiciones foráneas, en particular, las de corte estructuralista), histórica (ahora que el «experimento» español con las culturas precolombinas hace casi quinientos años se ha «generalizado» a escala planetaria) y filosófica (regresando a las categorizaciones producidas durante el primer contacto aculturativo, planificado y consciente, durante el período helenístico).
De estos tres componentes me he ocupado ya, por separado, en las secciones anteriores. El primero remitía regresivamente hacia el estructuralismo francés y desmayaba progresivamente hacia la superación de la dualidad emic/etic. El segundo desembocaba inevitablemente hacia una elucidación del concepto de cultura, cuyo anclaje en el contexto español sólo parecía superable a través del uso recurrente del método de la diferencia, vehiculado a través de la conmutación y la oposición estructurales. El tercero, por último, disuelto como un plasma por los intersticios
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de los otros dos, concluye en una impostación del relativismo y del cosmopolitismo cínico. Puesto que la articulación de los tres planos sólo alcanza en el corpus de la obra una representación fragmentaria y algo precaria, Alberto Cardín se ve obligado a escribir una coda teórica destinada precisamente a perfilar cori mayor nitidez los contornos de su proyecto antropológico. Vuelve a plantearse aquí, con toda fuerza, el fracaso del proyecto estructuralista originario de integrar la historia y el «cambio» en sus rígidos esquemas.
Difícilmente podrá agradecerme Cardín que yo subraye con tanto énfasis su morosa fidelidad a Lévi-Strauss después de tantos años de reciclaje, tantas lecturas divergentes y tantas modas snob desmenuzadas. Y, sin embargo, es ese camino del ayer, tempranamente aprendido, el que le sirve de norte teórico todavía y le protege del zascandileo peregrino de la posmodernidad. Ciertamente es extraño no poder arribar ya a las estructuras de las sociedades «frías» o «sin historia» directamente y tener que recurrir al primitivo bricolage ( contra el culto y hegeliano Aufhebung) para recomponer «idealmente» las piezas preexistentes, cediendo la batuta a las pervivencias «atávicas» y a la causalidad «teleológica», sino de las «mentalidades», sí de las resistencias de «rasgos actitudinales» más o menos conscientes y electivos. Ciertamente es extraño apostar por el carácter «cíclico» de la naturaleza y de la sociedad después de Prigigine y la termodinámica de los procesos irreversibles. Ciertamente es extraño seguir deseando la utopía de una comprensión emic del concepto antropológico de cultura sin el consuelo de la significación de un futuro humano. Cardín abraza impávidamente tanta extrañeza, tanto «dolor cósmico». Pero lpuede, sino justificarla, explicarla teóricamente?
Hace pocos años todavía el estructuralismo podía nivelar las siempre postuladas seiscientas culturas humanas a partir de la complejidad similar de sus mitos originarios, sin conceder primacía alguna a la racionalidad científico-filosófica occidental. El álgebra de las estructuras elementales del parentesco amparaba la libre selección de pautas de organización alternativas de los procesos simbólicos de intercambio y reproducción. La fuerza de los hechos ha venido a reforzar la asimetría y a romper la preciosista clase de equivalencia puramente formal, que homologaba las 600 culturas. No sólo las «innovaciones tecnológicas», sino también la estructura de mercados, la difusión de bienes, servicios y productos, las agencias de viajes, el turismo masivo y los mass-media han cambiado la faz de la tierra. El cambio se produce ante nuestros ojos y la homogeneización creciente ( en trópica) se muestra ahora como un síntoma de los abisales desniveles (de información, tecnología, organización, poder, conocimiento, etc.) entre la cultura dominante y las «otras». Sólo hay homogeneiza-
ción, aunque sea tendencia! y convulsiva, porque había desniveles previos. Pero, entonces, lcómo compatibilizar el relativismo cultural con la evidencia del «cambio»?
Desde un punto de visto teórico, habilita Cardín una sugerente distinción:
«Para poder dar cuenta del cambio, el concepto antropológico de cultura debe, sin embargo, distinguir y desdoblarse en dos aspectos, que llamaré cultura inercial y cultura positiva, cuya distinción se efectúa desde la experiencia de las sociedades complejas o históricas, ya que en las primitivas la distinción apenas es pertinente, debido a su carácter homeostático tanto a nivel demográfico-ecológico, como a nivel simbólico. El aspecto inercial hace referencia a todas aquellas actitudes y modos de pensar (comportamientos y representaciones mentales) que se reproducen estructuralmente idénticos debido a su probada eficacia, por encima de los cambios formales o modales; el aspecto positivo de la cultura hace referencia a las innovaciones formales o modales que, sobre la base de actitudes atávicas o inerciales, intentan modificar ésta de manera consciente o reflexiva» (46).
Se trata, sin duda, de una pregnante metáfora geológica que viene a sustituir las gastadas oposiciones «inconsciente/ consciente» (Lacan) y «estructura/acontecimiento» (Lévi-Strauss). Pero el problema para el estructuralismo sigue siendo el mismo: el zócalo, además de indeterminado,
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sigue siendo demasiado rígido, y los fluctuantes sedimentos superficiales de las culturas positivasson tan superficiales que jamás podrán provocar un cambio en profundidad. De ahí, quizá, su empeño por adscribir su reflexión a las filosofías clásicas del cinismo y el relativismo, ligadas al primer desencanto consciente y reflexivo respecto a los procesos de aculturación. Salva así Cardín «formalmente» la coherencia entre dos de sus componentes. Lo que sigue sin salvarse es el abismo entre teoría y práxis. Claro que, como sus convicciones filosóficas pertenecen al orden de la cultura positiva, i.e., a la superficie, pueden cambiar con la marea.
A mi parecer, sin embargo, hay algo de conmovedor en la actitud del guerrillero solitario que sigue librando la batalla en favor de sus ideales, a sabiendas de que carece de la infraestructura necesaria para hacer frente al enemigo, siempre bien atrincherado en el zócalo� ...-.. Más que cinismo, yo llamaría a eso, � valor. �
NOTAS
(1) Alberto Cardín, Tientos etnológicos, «Luego» ... , Textos, 2, Barcelona, 1986, pp. 234.
(2) Tientos etnológicos constituye el quinto libro de ensayo publicado por Alberto Cardín. Los anteriores fueron: La revolución teórica de la pornografía, Ed. Ucronía, 1979; Como si nada, Pre-textos, 1980; Movimientos religiosos modernos, Salvat, 1982; Guerreros, Chamanes y Travestis. Indicios de homosexualidad entre los exóticos, Tusquets Editores, 1984. En la obra colectiva Las Razas Humanas, CIESA, Barcelona, 1981, dio buena muestra de su amplísimo saber etnográfico con artículos sobre Ceilán, Japón, Corea, Asia Insular, etc. Es autor además de dos libros de poemas (Paciencia del destino, Alcrudo Ed., 1980; y Despojos, Pre-Textos, 1981) y de dos libros de relatos (Detrás por delante, Ucronía, 1978; y Lo mejor es lo peor, Laertes, 1981). Ha sido además secretario de redacción de Revista de Literatura, Diwan, La Bañera, codirector de Sinthoma y columnista habitual de Diario 16 y El Noticiero Universal. Actualmente co-
Los Cuadernos del Pensamiento
dirige Luego ... Cuadernos de crítica e investigación y colabora asiduamente en Los Cuadernos del Norte y en el suplemento de «Libros» de El País.
(3) No cito al autor ni al medio que cometió semejantefelonía para no contribuir a la difusión del bulo.
(4) Tientos etnológicos, Júcar, Madrid, 1988, pp. 248.(5) Plantea Claude Lévi-Strauss sus Mitológicas (Vol. I:
Lo crudo y lo cocido, F. C. E. México, 1968; Vol. II: De la miel a las cenizas, México, F.C.E., 1971; Vol. III: L'origine des manieres de table, París, Pion, 1968; Vol. IV: L'homme nu, París, Pion, 1971) como «un regreso a los mismos materiales, un ataque diferente de los mismos problemas», adoptando para ello distintas formas musicales (variaciones, sinfonías, fugas ... ), que se desarrollan en forma espiral. Aunque sus planteamientos sinfónicos son más modestos, la estrategia general de Cardín es la misma, por lo que cabe esperar que a este álbum de Tientos sigan otros.
(6) Tientos ... p. 7.(7) P. Ricoeur, «Symbole et temporalité», Archivio di Fi
losofia, n.º' 1-2, Roma, 1963. Apud Lo crudo y lo cocido, op. cit. p. 20 SS.
(8) /bid., p. 21.(9) Para las definiciones de emic!etic véase Kenneth Pi
ke, Language in relation to a unified theory of the structure of human behavior, Mouton, La Haya, 2.3 ed., 1967. En el n.º de la revista Luego ... ofrece Cardín una traducción del importante artículo de 1976 de Marvin Harris: «Historia y significación de la distinción emic/etic» (Luego ... , 1986, n.º 2, pp. 1-17 y n.º 3 pp. 1-24).
(10) Véase «Lacan y Lévi-Strauss», Tientos ... p. 64 y ss.(11) /bid. «Seducción sin seducción», pp. 103-4.(12) París, Pion, 1955 (trad. cast. Eudeba, Buenos Aires,
1976). (13) Cfer. Eliseo Verón, «Prólogo a la edición española»
de la Antropología estructural de Claude Lévi-Strauss, Eudeba, Buenos Aires, 1968, p. ix.
(14) Entrevista con Lévi-Strauss, El País, 2 de octubrede 1986.
(15) Véase «Coda», Tientos ... (Júcar).(16) Júcar Universidad, Madrid, 1986, 2 vols. 926 pp.(17) Laertes, Barcelona, 1983, introducción a R. Burton.(18) La falta de un argumento secuencial, no excluye la
articulación de los sonidos en otros planos: tonos, ritmos, «contactos», «revoluciones». O para decirlo drásticamente, la desarticulación de la «armonía» pitagórica, no excluye la symploké. En este sentido, mi alusión a la música concreta no comparte la diatriba peyorativa de Lévi-Strauss: «El caso de la música concreta oculta pues una curiosa paradoja. Si conservara a los ruidos su valor representativo, dispondría de una primera articulación que le permitiría instaurar un sistema de signos por intervención de otra. Pero con tal sistema no se diría nada (sic). Para convencerse basta con imaginar la clase de historias que podrían contarse con ruidos teniendo certidumbre razonable de que a la vez se entenderían y conmoverían. De ahí la solución adoptada de desnaturalizar los ruidos para volverlos seudosonidos; pero entonces es imposible definir entre ellos relaciones sencillas que formen un sistema significativo ya en otro plano y capaces de brindar la base a una segunda articulación. Ya puede la música concreta embriagarse con la ilusión de que habla; no para de chapotear al lado del sentido». (Lo crudo y lo cocido, op. cit. p. 32). A. Moles, por su parte, me confesó que su técnica de obtener gestalten originales a través de la descomposición y recombinación de sonidos es también una suerte de estructuralismo (Cfer. A. Hidalgo: «Abraham Moles: un clásico en la brecha de la modernidad», Los Cuadernos del Norte, n.º 33, Sept. Oct., 1985, p. 33 y 36).
(19) Tientos ... p. 84.(20) Realidad y leyenda de las amazonas, Espasa-Calpe,
Madrid, 1967. (21) Viaje a la América Meridional por el río de las Ama
zonas, Alta Fulla, «Mundo Científico», Barcelona, 1986, pp.
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57-58: «Es cosa sabida, que entre varias naciones de laAmérica, las mugeres no dexan de pelear. No hallo repugnancia ny falta de provabilidad, que en las guerras que sehazían todos aquellos indios, algunas mugeres, más animosas despues de algun encuentro en que morían sus maridos,intentassen eximirse de la servidumbre en que todas ellasvivían, buscando algún parage en que pudiessen establecerse y vivir solas con más libertad. Lo de más que se cuentade ellas, serán consecuencias de su primer intento ... » (pp.89-90).
(22) Alianza B. n.º 1.019, Madrid, 1984.(23) Tientos ... p. 18.(24) Así lo plantea el propio Lévi-Strauss en su celebra
da «lección inaugural» de la cátedra de Antropología Social del College de France de 5 de enero de 1960, reproducida como «Introducción» a la Antropología Estructural (op. cit. pp.XXIII-XXV).
(25) /bid. p. XVI.(26) Tientos ... «Coda», proposición 16.(27) /bid., proposición 17.(28) «En apoyo de nuestra tesis -agrega Lévi-Strauss
puede recurrirse a un argumento basado en el hecho de que innumerables sociedades, pasadas y presentes, conciban la relación entre la lengua hablada y el canto de acuerdo con el modelo de la relación entre lo continuo y lo discontinuo. Esto se reduce a decir, en efecto, que en el seno de la cultura el canto difiere de la lengua hablada como la cultura difiere de la naturaleza». (Lo crudo ... op. cit. p. 37). De ahí que el recurso a la música constituya también en Cardín una suerte de «mecanismo de defensa» contra la tentación de «naturalismo», que le parece aquejar al materialismo.
(29) Tientos ... p. 113.(30) [bid. «Los anarquistas descubren la etnología».(31) !bid. «Entre necios y divinos».(32) /bid. «Leviatan español».(33) /bid. «El neoscurantismo».(34) !bid. «Salir y volver al Musteriense».(35) !bid. «Los indios nos salen ocultistas».(36) /bid. «Pequeña historia de un perro santo».(37) /bid. p. 116.(38) /bid. pp. 146-47.(39) Entre las muchas formulaciones de esta ambigüe
dad, me parece que la más clara aparece en la «Coda» (proposición 16), donde Cardín echa el resto: «y a la vez que pretende la preservación (ideal y utópica en la mayor parte de los casos) de las culturas «otras», sabe que no podrán dejar de ser engullidas y niveladas por la cultura occidental, que acaba convirtiéndolas (al etnologizarlas) en parte de su propia cultura humanista («positiva»)». Más adelante vuelvo sobre este asunto. En todo caso, la utopía como «deber ser» no compagina bien con la actitud del cínico, tal como lo define Ambrose Bierce: «Miserable cuya defectuosa vista le hace ver las cosas como son y no como debieran ser. Los escitas acostumbran arrancar los ojos a los cínicos para mejorarles la visión». (Diccionario del Diablo, Ediciones del Dragón, Madrid, 1986).
(40) Tientos ... pp. 188-89.(41) /bid. «Ese otro tan nuestro».(42) /bid. p. 198.(43) /bid. p. 203.(44) El discurso de Cardín sobre «Lenguajes animales»
se mueve limpiamente en la perspectiva etológica por contraste con la perspectiva cultural (simbólica). El tercero en discordia es la perspectiva tecnológica reduccionista de la teoría de la información a la que se opone frontalmente en biología Faustino Cordón. Si es verdad que «sólo se conoce por diferencia», Cardín no hace gala de sagacidad estructuralista en este caso.
(45) «El reconocimiento de la Antropología», Los Cuadernos del Norte, n.0 35, Enero-Febrero, 1986, pp. 59-63 (Traducción de Alberto Cardín).
(46) Tientos ... «Coda», proposición 12.