Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
NUMANCIA CONTRANUMANCIA CONTRA EL TIRANOEL TIRANO
Alberto Lominchar Pacheco
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© Alberto Lominchar Pacheco. 2011.
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La libertad no hace a los hombres más felices. Los hace, sencillamente, hombres.
Manuel Azaña.
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La gloria y un poder inmenso cierran el cuadro de
las monarquías absolutas. Es el último aliento de la
gloria militar que con ellas expira; Su manto real, el
último que cubre los hombros de un poderoso monarca y
complemento magnífico de la gran revolución que ha
trastornado la faz del mundo, se presenta a decirle: “He
aquí el más grande de los generosos, el hijo del pueblo,
el genio escogido, el rey más obedecido y poderoso, el
privilegiado de la fortuna”. Pero todavía con cualidades
tan grandes, con tanta fuerza, con poder tan
extraordinario, no basta, pueblos, a hacer vuestra
felicidad, a renovar la sociedad corrompida, porque sólo
podéis labrar, a base de lucha y tiempo, vosotros
mismos vuestra felicidad; Porque la sociedad se formula
a sí misma; Porque el hombre más grande y elevado
sobre vuestros hombres vive una hora apenas en la vida
de la humanidad.
José de Espronceda. 1841
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Índice
CAPÍTULO I: La Amistad.......................................9CAPÍTULO II: Estudios.........................................28CAPÍTULO III: VEGUITA (Ventura De La Vega)..............40CAPÍTULO IV: Política. Los Clubes...........................53CAPÍTULO V: Travesuras......................................74CAPÍTULO VI: Noche Lúgubre...............................108CAPÍTULO VII: El Buen Retiro. Las Sociedades Secretas.137CAPÍTULO VIII: Tarde de Toros...............................161CAPÍTULO IX: La Academia del Mirto......................175CAPÍTULO X: ¡Regresan los Franceses!...................194
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CAPÍTULO XI: Una Semilla de Audacia.....................207CAPÍTULO XII: Las Temibles Represalias...................223CAPÍTULO XIII: Las Reuniones Numantinas.................239CAPÍTULO XIV: La Ejecución de Riego......................255CAPÍTULO XV: Un Cambio de Sede.........................267CAPÍTULO XVI: Clausura de San Mateo. El Mirto Peripatético .....................................................296CAPÍTULO XVII: Prácticas de Tiro.............................332CAPÍTULO XVIII: El Intento de MAgnicidio...................363CAPÍTULO XIX: Delación.......................................398CAPÍTULO XX: El Castigo.....................................427EPÍLOGO: Joven en Barco Camino de Portugal......459
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CAPÍTULO I:
La Amistad
Corría el turbulento año de 1823 en este
nuestro país y dos adolescentes, Pepe y
Patricio, llevaban una -para ellos- larga etapa
de camaradería, aunque en realidad ésta sólo
se remontase hasta 1820. Debemos de tener
en cuenta que tres años, para unos
jovenzuelos de quince y dieciséis aniversarios
respectivamente, significaban una porción
importante del tiempo de su aún limitada
existencia. Lo importante –cosa que ellos
ignoraban entonces- era que esa amistad, esos
lazos de unión fraternal continuarían fuertes e
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inquebrantables a pesar del sufrimiento, las
persecuciones y el dolor que el futuro próximo
les tenía reservado.
Pero centrémonos en el meollo de
nuestra historia y dejémonos de futuribles. El
caso es que el más joven, Pepe, nació un 25 de
marzo del terrible año de 1808, en
circunstancias un tanto anticipatorias de su
muy ajetreada vida.
En esa jornada, una sección de caballería
del regimiento de Borbón que había partido de
su base en Villafranca de los Barros (Badajoz),
se abría camino hacia la capital pacense,
urgida por órdenes superiores. El
desencadenante de tal traslado lo supusieron
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los sucesos acaecidos en Aranjuez los días 17 al
19 del mismo mes, en los que, mediante golpe
de estado, se dio al traste con el cetro de
Carlos IV para entronizar a su hijo, el bellaco
del príncipe Fernando.
Un vetusto carruaje arrastrado por mulas
formaba parte de aquel cortejo castrense,
poniendo la nota discordante a la marcialidad
del evento. De él partió un soldado que, a la
carrera, se acercó al caballo que gobernaba
Don Juan José Camilo Espronceda y Pimentel,
sargento mayor del regimiento. Reclamando la
atención del jinete, el mílite le comunicó una
corta serie de palabras atropelladas. El
sargento volvió grupas presurosamente y
abandonó la formación, cabalgando en sentido
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contrario a la dirección de la tropa hasta
alcanzar el coche que el soldado había
abandonado momentos antes. Acto seguido
echó pie a tierra y abrió la portezuela del
vehículo, penetrando raudamente en su
interior. Allí se hallaba una mujer aún joven y
en avanzado estado de gestación, a la que
acompañaba un núbil soldadito y una
muchacha que hacía las veces de doncella de
compañía. La señora se dirigió al veterano
sargento:
— Juan, mi vida. La criatura ya no
aguarda –dijo, entre evidentes gestos de
malestar, palpándose el vientre- Ha de ser
aquí.
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— Así lo ha querido la providencia, cariño
–comentó resignado Don Juan José
Espronceda-. Aprestémonos a lo inevitable y
sea todo en buena hora.
El marido, entre la angustia y la
esperanza, tomó la mano de su esposa
mientras el soldadete, que resultaba ser hijo
de una partera, hacía acopio de agua y paños,
con objeto de auxiliar, en la medida de sus
heredados conocimientos, a la inminente
madre.
Tras la agonía del alumbramiento, llevado
felizmente a buen puerto, vino el regocijo que
supuso el recibimiento de la criatura, robusta
y, a juzgar por su berreo, de buenos pulmones,
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a la que sus progenitores bautizaron
cristianamente ya en Almendralejo.
Fue, pues, de esta accidentada manera,
como inició su periplo por estos lares José
Ignacio Javier Oriol Encarnación de Espronceda
y Delgado. Sin tiempo para asimilar su venida
al mundo, el estallido de libertad que
propiciaron las jornadas del dos y tres de Mayo
de 1808 en las calles de Madrid arrastraron a
Don Juan José y a su entorno en la terrible
espiral de los acontecimientos. Doña Carmen,
la sufrida madre, y su recién estrenado retoño
se vieron obligados a peregrinar por la
geografía hispana tras los guerreros pasos del
cabeza de familia, el cual, durante la horrible
contienda, llegó a sufrir más por el bienestar
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de los suyos que por los azares bélicos
propiamente dichos.
Quién sabe si por las atípicas
circunstancias de su nacimiento o por un
carácter que luego se revelaría indomable, el
protagonista de nuestra historia disfrutaría de
una existencia trepidante, hasta tal punto que
podría decirse que fue, en el estricto sentido
de la expresión, un verdadero hombre de
acción. La historia nos enseña que su
experiencia vital pasó de la risa al llanto, de la
euforia a la depresión, del placer al dolor, en
un frenesí constante, en una acelerada carrera
sin solución de continuidad contra la línea del
tiempo.
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Así nació Pepe, así transcurrieron sus
primeros meses, sus prístinos años: debiendo
conocer desde el principio las fugaces glorias
de los triunfos militares y el inmenso
sufrimiento y destrucción que acarreaba un
conflicto como fue aquel de la Guerra de la
Independencia, como lo son, al cabo, todos. Su
más tierna infancia resultó un conjunto de
travesuras y pequeñas tropelías, criado como
anduvo entre armas –que enseguida aprendió a
manejar- y con tan peligrosos
entretenimientos militares estuvo a punto –en
más de una ocasión- de liar una desgracia. En
su peregrinar por la geografía española,
siguiendo junto a su madre las andanzas
bélicas de Don Juan José Camilo, pudo
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aprender a montar a caballo a la sorprendente
edad de cinco añitos. De hecho, su progenitor,
una vez había el pequeño adquirido este
hábito, le presentó como aspirante a cadete
del ejército, proposición que, dada la alta
estima en que se tenía a Don Juan José, fue
inmediatamente admitida: Habría que
imaginarse al chiquitín de pelo negro y rizado
intentado levantar una espada o cabalgando
todo lo enhiesto que la criatura pudiera,
tratando de jugar un papel en esa tremebunda
guerra a la que sus rasgados ojos de infante
trataban de descubrirle algo de noble.
En fin, que el pequeño debió seguir a sus
progenitores a través de los avatares de la
guerra hasta que ésta tocó a su fin. Luego,
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antes de 1820, le veremos instalado junto a su
familia en la madrileña calle del Lobo, donde
tendría como vecino, entre otros, al amigo del
alma del que ahora pasamos a tratar.
El otro pilar de esta hermosa historia de
camaradería tan especial fue Patricio de la
Escosura y Morrogh, nacido en Madrid el 5 de
noviembre de 1807. Su padre, Jerónimo de la
Escosura, era, al igual que el de Espronceda,
militar. La afición por la literatura de Escosura
padre le caracterizó toda su vida, hasta el
punto de que en los ambientes castrenses era
conocido por el apelativo del “estudiante con
charreteras”. Tal fue su ingenio y habilidad
literaria que llegó a ingresar en la Real
Academia de la Lengua, donde, andando los
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años, llegó a coincidir con su hijo Patricio.
A causa de los destinos oficiales del
padre, la familia –D. Jerónimo, Patricio y su
madre, Dña. Ana Morrogh Wollcott-, se instaló,
procedente de Valladolid, en Madrid el día 7
de marzo de 1812, justo en la jornada de la
forzada aceptación de la Constitución de Cádiz
por parte de Fernando VII.
Patricio fue matriculado en el colegio de
Doña María de Aragón, donde llegó a ser co-
pupilo de personajes tan ilustres como el que
luego fuera poeta y político Salustiano de
Olózaga. Esta corta etapa en sus estudios dio
paso a su ingreso en la Universidad Central,
establecida por aquel entonces en el que fue
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Colegio Imperial de San Isidro. Su
incorporación a ese centro data del año 1820.
Don Jerónimo tenía fe en que su hijo se
convirtiera en un hombre de leyes, cosa contra
la que la juventud y las muy diferentes
inclinaciones del joven Patricio se rebelarían.
Al muchacho lo que verdaderamente le atraía
era el manejo de la espada y el esplendor, la
pompa de los uniformes castrenses.
La fortuna deparó que ambas familias –los
Espronceda y los Escosura- fueran a cohabitar
en la misma casa de vecinos, sita en la calle
del Lobo. La de Pepe ocupaba el bajo
izquierdo del bloque. Otro de los inquilinos de
la parte baja –derecha- del edificio, José Valls,
cadete de infantería que vivía con su tío,
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coronel mayor del regimiento del infante
Carlos, era buen camarada de Patricio y fue el
que finalmente propició el encuentro y
presentación de los que luego serían
fraternales amigos. A mediados de 1820,
Espronceda era un muchachuelo travieso e
inteligente, pícaro y espabilado, que traía por
la calle de la amargura a su resignada madre,
una mujer recta, trabajadora y sacrificada
como pocas, y de un genio tronante y
explosivo. Su padre, D. Juan, resultaba ser
todo un perfecto caballero, un hombre bueno,
de afable carácter, que se había distinguido en
la Guerra de la Independencia por su bravura y
nobleza, aunque no estaba especialmente
dotado para el buen gobierno de una mente
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tan turbulenta como la de su vástago. El
padre, en su inacabable benignidad, dejaba
hacer al jovenzuelo y era la madre la que
presionaba a Pepe para que estudiara,
utilizando su habitual carácter recto y, en
ocasiones, desabrido.
Tanto Valls como Escosura no gozaban de
buena fama a los ojos de Doña María del
Carmen, con lo que las presentaciones se
demoraron un tanto. A iniciativa de Pepe Valls,
se concertó una cita secreta entre los tres
jóvenes en el patio de la vecindad al que,
lógicamente, los dos bajos tenían acceso.
Penetrando por la vivienda de Valls, éste y
Patricio esperaron a la hora convenida a
Espronceda, pero éste no acababa de llegar.
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Cuando ambos empezaban ya a impacientarse,
Espronceda dejó aparecer su figura por el
corredor abalconado del tercer piso de la casa
de vecinos. Antes de que los de abajo pudieran
interrogarle, Pepe Espronceda –todo rizos
negros y sonrisa sibilina- exclamó:
— ¡Atención, mis camaradas! ¡Háganme
un sitio que el descenso no admite demora!
Dicho lo cual se abalanzó sobre la
barandilla del balcón y de ahí, con agilidad
animal, selvática, se aferró a un canalón de
hojalata que desde el tejado descendía, lleno
de roña y cochambre, al patio de la finca. El
canalón restalló y se resintió gravemente del
peso soportado por su maltrecha estructura,
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pero el muchacho llegó al final del descenso
sano y salvo, para asombro del par que en el
suelo le esperaba. Saludó a Valls con un
movimiento de cabeza y una radiante,
enigmática sonrisa, ofreciendo después a
Escosura, francas, sus dos juveniles manos.
Con doce años recién cumplidos, examinó a
Patricio con una mirada penetrante y profunda
que surgía de unos ojos negros, rasgados y
exultantes.
En la forma de acceder a la cita, Patricio
cayó en la cuenta de que Espronceda no era
joven que gustara seguir los caminos trillados,
las convenciones vulgares; necesitaba la
atracción fascinadora del peligro. En él pudo
ya adivinar al muchacho inclinado más hacia la
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acción que hacia la contemplación, gentil,
amable, simpático y de reflejos felinos. La
sinceridad de su amplia sonrisa le revelaba al
zagal entrañable y más que constante en los
afectos.
Superada la inicial sorpresa, Pepe explicó
a los que le esperaban:
— He llegado a la cita antes de tiempo y,
harto de esperar, me he puesto a trepar por el
canalón para hacerle una visitilla a Antonio, el
amiguete del tercero. ¡Qué se le va a hacer, no
puedo parar quieto! En cuanto os he oído, me
he dicho: “Pepe, muchacho, haz una entrada
triunfal”. Y aquí me tenéis, dispuesto a lo que
sea.
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— ¿Lo ves, Patricio? –preguntó Valls-. ¿No
te dije que aquí Pepito no nos iba a defraudar?
— ¡Ya lo creo! ¡Menuda entrada en
escena! –exclamó Patricio-. A fe mía que
nuestra espera ha merecido la pena.
— Pepe Espronceda –añadió el recién
aterrizado, alargando su mano derecha hacia
Patricio-. Para servirte en lo que gustes.
— Patricio de la Escosura –dijo,
estrechando con firmeza la mano tendida-. Tu
fiel camarada desde este momento.
— ¿Me retiro, caballeros? –terció, en tono
de chufla, Pepe Valls-.
— Nos retiramos todos, mequetrefe, no
sea que amanezca mi augusta madre y nos
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disuelva la tertulia –aventuró Espronceda,
justo antes de indicar a los otros mozalbetes el
camino de salida hacia la calle, ámbito de
libertad-.
Éste fue, en fin, el curioso inicio de una
amistad profunda y leal, que sólo la muerte
pudo llegar a deshacer.
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CAPÍTULO II:
Estudios.
Entrados ya en 1821, Pepe Espronceda
fue matriculado en el prestigioso Colegio de
San Mateo, sito en la calle del mismo nombre,
céntrico recinto en aquella caótica ciudad de
Madrid. El colegio había sido puesto en
funcionamiento a principios de año por un
grupo de ilustres profesores liberales
moderados que tuvieron la desgracia de ser
clasificados de “afrancesados” por sus
compatriotas durante la ocupación
napoleónica. Se trataba de figuras tan
importantes como Alberto Lista, humanista,
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poeta y matemático, José Gómez Hermosilla,
adalid del clasicismo, y el director de la
institución, el muy ilustrado presbítero Juan
Manuel Calleja.
Patricio de la Escosura, como
mencionamos anteriormente, no cursó
estudios en San Mateo debido,
fundamentalmente, a que ya había iniciado la
carrera de leyes en la Universidad Central y a
que los ingresos de su padre –que lo era de
cuatro hijos- no le permitían afrontar los
gastos. Sin embargo, Pepe pudo coincidir en
aquel recinto con un nutrido grupo de
compañeros –luego figuras clave de la vida
pública y cultural española- tales como
Pezuela –más tarde Conde de Cheste-, Felipe
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Pardo o un brillantísimo alumno que estudiaba
interno, Ventura de la Vega.
El Colegio de San Mateo descollaba, pues,
no por su continente –una casona destartalada
y algo ruinosa- sino por la alta calidad de su
“contenido”, formado por grandes profesores y
excepcionales alumnos.
Pepe, sin embargo, no era en sentido
estricto un aplicado discípulo. Su talento
rebosaba, bien es cierto, pero él no hacía gran
cosa para encauzarlo por los márgenes
académicos.
— ¡Don José de Espronceda! ¿Puede usted
explicarnos –interpelaba el maestro Lista con
su marcado acento sevillano- en qué nube de
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qué cielo se posa ahora su cabecita? ¿Es que no
le interesan las ciencias matemáticas?
Pepe, como saliendo de un ensueño,
respondía:
— Discúlpeme usted, señor. He de
reconocerle que no puedo echarle freno a mi
imaginación, corcel que raudo viaja lejos en
busca de aventuras en cuanto me entran
números por las orejas…
— ¡Demonio de muchacho! ¡Céntrese o le
centro yo con la vara!
— No habrá que llegar a eso, ¿verdad,
maestro? Vuelvan mis pies a pisar firme suelo,
pósense mis entendederas en esta aula de
sabiduría.
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— ¡Menos chanzas, Espronceda! Espabile
-continuó el maestro, conteniendo la risa-, que
tenemos muchas artes que aprender.
En realidad, todo aquello se trataba de
intentar conducir por la senda del
conocimiento a unos muchachos de potencial
extraordinario pero de una escasa aplicación,
más dados a las fantasías propias de la edad
-sueños de valentía militar y exóticas
peripecias- que a los estudios. El hecho de que
los muchachos estaban a otras lo demuestra el
descanso matinal de ese mismo día. En aquella
jornada primaveral, los alumnos salieron al
patio del edificio con la intención de
distraerse un poco. Dicho patio era un enorme
corralón dentro del edificio que hacía
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funciones de escuela, y estaba vigilado por un
maestro.
— ¡A ver, Pepe! –decía Ventura de la Vega,
más conocido como “Veguita”- Patrúllame el
flanco por si aparece el celador, que hoy me
siento inspirado: Voy a hacerle un retrato a
Muñoz.
Y dicho esto, Veguita, con muchísimo
menos miedo que vergüenza, sacó del bolsillo
de su chaquetilla un trozo de carbón y se puso
a dibujar en una de las paredes –con
extraordinaria habilidad- un cuerpo
desgarbado, escuchimizado y famélico que
coronó con una buena cabeza de burro. El
retrato quería reflejar al maestro Muñoz, que
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había desdeñado, para su desgracia, el puesto
de cabo primero por ejercer de tutor de los
niños más pequeños de la institución.
Finalizado el trabajo pictórico, el
“torbellino” de Pepe Espronceda, que se
aburría en su papel de centinela, sugirió a
Veguita que ejercitaran entre ambos el noble
arte de la declamación, cosa que habrían de
hacer basándose en una creación original de
ambos, y que de nuevo tenía como objetivo al
pobre señor Muñoz. Subidos por turnos a una
vieja silla, los dos “elementos” empezaron a
recitar –para deleite de la muchachada, que se
había congregado al calor del inminente
choteo- un romance que comenzaba:
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Voy a daros una idea,
aunque bastante concisa,
de un hombre a quien por oler le huele
hasta la camisa… Y es que en esta ocasión, los
“autores” jugaban con la fama de sucio y
desaliñado de la cual gozaba el pedagogo
Muñoz. La algazara y la descontrolada bulla
estallaron incontenibles entre la audiencia del
evento, hecho éste que aconsejó a los bardos
una prudente retirada.
— ¡Eh! ¡Quietos, pencos, frenad el
vocerío, que el gendarme se nos viene encima!
–señaló, clamando en el desierto, Pepe-.
— Déjate, Pepe, y échale patas, que
Muñoz es poco dado a las artes escénicas…
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A los pocos días de aquella jornada, la
nueva ocurrencia de patio de Veguita fue
preparar lo que el denominaba “unos trabajos
de voladura”. Acompañado de nuevo por su
inseparable compañero Pepe Espronceda y por
el hermano menor de los Pezuela, penetró en
una especie de desván situado en el ángulo
izquierdo del corralón, estancia que antaño
sirvió para guardar carruajes y donde en ese
momento se pudría infeliz y olvidado un
carcomido bombé.
Una vez allí el trío, el jovencísimo
Pezuela hizo las veces de vigía, mientras que
los otros dos se afanaron en arrastrase por
debajo del carruaje. Lograron ponerse de
rodillas y Pepe fue derramando, hasta hacer
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un montoncito, el contenido de unos cartuchos
de pólvora que había “distraído” de su casa.
Mientras, Veguita se esforzaba en soplar un
ascua para conseguir la llama que pondría
colofón a su plan dinamitero.
— ¡Bufa el rescoldo, Prometeo de
pacotilla…! –apremiaba, nervioso, Pepe-.
— Más que lo hago no me puedo afanar…
Esto está más húmedo que el mar Egeo, zote –
replicó Veguita, en referencia a la pólvora-.
— ¡Pues aplícale más yesca, pasmarote,
que en éstas nos quedamos sin la traca!
Afortunadamente para los tres, Pezuela
no hizo las labores de vigilancia como era de
rigor y se entretuvo lanzando escupitajos a un
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escarabajo pelotero que por allí pasaba. El
resultado: Muñoz, el profesor “mártir”, acertó
a pasar por el sobrado y descubrió la trama
pirotécnica, con lo que envió a sus tres
protagonistas al calabozo de los estudiantes,
estancia sucia y desagradable donde eran
confinados a castigo los más díscolos entre los
más díscolos de San Mateo.
— ¡Canastos, Pezuela! No se te puede
confiar misión alguna –comentaba enfadado
Pepe-. La próxima vez llamamos a tu hermano,
que de seguro está menos interesado en hacer
naufragar insectos que tú.
— Déjale, Pepe –terciaba Veguita-. Tú
tampoco andas libre de pecado. ¡Mira que
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caerte en el charco de la entrada con toda la
pólvora en el bolsillo antes de efectuar la
operación!
— También es verdad –señaló Pepe-.
Habremos de reconocer que la voladura de hoy
no ha sido precisamente un éxito…
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CAPÍTULO III:
VEGUITA (Ventura De La Vega)
-¡Psssst! ¡Veguita! ¡Veguita! –un susurro
en medio de la clase-. ¡Serás bicho rastrero!
¡Valiente sinvergüenza estás tú hecho! Conque
no habías estudiado nada, ¿eh? –quien así
hablaba era Pepe Espronceda, deslumbrado e
irritado, a partes iguales, con la brillante
exposición del tema “Usos y costumbres de la
nobleza en el Imperio Romano” con que
Veguita había deleitado al profesor Gómez
Hermosilla.
— Y no te he mentido, tarugo –replicó
Veguita desde su desvencijado pupitre-. Te
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dije que no había repasado en casa, no que no
se me hubiese quedado en la memoria.
Sí. Así resultaba ser Veguita. A la edad de
trece años, Ventura de la Vega presentaba ya
un intelecto portentoso. Podríamos decir que,
de aplicarse en aquella época las pruebas de
inteligencia, su nivel estaría rozando –si no
dentro de- la superdotación. Su memoria
resultaba prodigiosa, su velocidad de
pensamiento, un auténtico relámpago.
Destacaba igualmente en sus dotes de oratoria
y contaba con una facilidad portentosa para el
recitado poético y la declamación teatral.
Sin embargo, a pesar de estas virtudes
era un muchacho poco estudioso que
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desdeñaba el trabajo, porque en realidad se le
pasaba el tiempo entre ensoñaciones
fantásticas e ideas para cometer alguna que
otra tropelía.
Físicamente, Ventura daba una imagen de
niño frágil y endeble, bajo de talla y de porte
enfermizo. En su rostro, como contraste a esa
imagen, fulguraban dos ojos negros y
vivísimos, de una profunda mirada y un
enorme torrente de expresividad. Su sonrisa
-cuando la ejercitaba, que era a menudo-
transmitía una sensación mezcla de calidez y
comicidad: Más de una vez le salvó de la
severidad de algún castigo o le hizo granjearse
la protección de algún maestro.
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Buenaventura José María de la Vega y
Cárdenas –su nombre completo- había nacido
en Buenos Aires (capital del por aquel
entonces Virreinato del Río de la Plata) el 14
de Julio de 1807. Su padre, Diego de la Vega,
fue destinado desde España a aquella urbe con
las funciones de contador mayor, visitador de
la Real Hacienda y decano del Tribunal de
Cuentas –un “pez gordo”, vaya-. Su madre,
oriunda de Buenos Aires, procedía de cuna
noble y pudiente.
Ventura perdió a su padre a los cinco
años de edad y María de los Dolores Cárdenas,
en parte creyendo de provecho que Veguita
estudiase en la Madre Patria, en parte
temerosa de que los movimientos
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revolucionarios de independencia pudieran
atraer al pequeño, decidió enviarle a Madrid –
concretamente a casa de una tía bastante
entrada en años-. Así pues, el 30 de Junio de
1818, no habiendo cumplido aún los once años,
se dispuso que embarcara rumbo a la
Península. Manifestando su genio, ya por
entonces rebelde, tuvo que ser trasladado a la
fuerza a hombros de un esclavo. Aun así,
cuando estaban atravesando una céntrica
plaza, Ventura elevó su voz –a la vez que sus
brazos- y sobre las espaldas del africano gritó:
— ¿Es que nadie va a defenderme? ¿Acaso
no veis que, con la excusa de educarme, me
llevan a la patria de los oscuros colonizadores?
¡Ayudadme, compatriotas, salvad a un
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pequeño ciudadano indefenso!
El efecto que surtió ese discurso de
hombre puesto en los labios de un niño, junto
a las lágrimas que emitió, fue casi inmediato:
La circundante multitud que se afanaba en sus
quehaceres cotidianos cerró el paso al esclavo
y del tumulto organizado tuvieron que hacerse
cargo las fuerzas del orden. De esta forma, el
primer intento de embarque resultó frustrado
y el definitivo hubo de verificarse al día
siguiente. Para ello, Doña María Dolores tuvo
que emplear sus más altas dotes persuasivas:
— Ventura, hijo; Mira, tu deber es
obedecer a tu madre que sabe lo que es mejor
para ti. ¿O es que acaso crees que esta
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separación no es dolorosa para mí? Sólo pienso
en tu porvenir, y si para ello hay que poner un
océano de por medio entre nosotros, no dudes
que lo haré –y para que en su discurso
cupieran, aparte de las razones que se le
podrían dar a un joven, las pequeñas
concesiones que podrían hacerse a un corazón
de niño, continuó:
-Cariño, no estés pesaroso: Tu madre te
ha preparado un buen saco repleto de
golosinas y otra buena bolsa con tus juguetes
favoritos, para que no los eches en falta –y,
para acabar con sus argumentos, una mentira-.
Ahora que, si tanto te duele nuestra
provisional despedida, yo misma me
comprometo a viajar contigo y permanecer en
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Madrid hasta que te acostumbres a aquella
vida. ¿Conforme, mi alma?
— ¡Ah, madre! Si usted tiene a bien
acompañarme en mi destierro, entonces puede
que le haga caso. Mas -señaló reflexionando
con cómica seriedad-… mas no se crea que
parto convencido de esta mi naciente patria,
afligida damisela que a buen seguro me
necesita en la incierta hora de la lucha por la
emancipación…
De esta forma Ventura embarcó rumbo a
Gibraltar el primero de Julio de 1818. Una vez
a bordo se dio cuenta de que su madre había
desaparecido, quedándole como única
compañía un sacerdote buen amigo de la
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familia, persona encargada de protegerle y
custodiarle hasta llegar al domicilio de su tía
madrileña.
De aquellos sucesos al momento en que
Veguita justificaba su extraordinaria retentiva
a Pepe Espronceda en clase del inflexible
profesor Gómez Hermosilla, apenas habían
pasado dos años. Allí estaba: Asombrando con
su talento a profesores –a adultos en general-
y despertando las más agrias envidias entre los
compañeros de clase. Afortunadamente para
él, su trato agradabilísimo, su desenvoltura y
su infalible sonrisa le hacían fácilmente
perdonable por aquellos muchachos que, no
olvidemos, eran sobre todo sus amigos.
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Pues bien, ya avanzada la mañana y en el
tiempo de asueto de la jornada, los muchachos
se reunieron en el patio. Hacia el grupo de
colegiales en el que se encontraban –
planeando alguna de las suyas- Ventura y Pepe,
se dirigió un jovenzuelo de quince años con un
leve acento sudamericano, que delataba su
procedencia del Perú. Era éste un alumno
sosegado, aplicado y extremadamente juicioso
para su edad. Cualquiera notaría, por la
expectación que creó su llegada, la
ascendencia que ejercía sobre sus
condiscípulos.
— ¡Eh, caballeretes! ¿Sabéis quién está
planeado que hable en la “Fontana” mañana
por la tarde?
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— No me lo digas –replicó Pepe-. El
grande, el ilustre, el prócer de la patria…
— … ¡Don Antonio Alcalá Galiano! –
completó, como una centella, Veguita.
— Eso es, señores –afirmó Felipe Pardo,
que así se llamaba el recién llegado-. ¿Nos lo
vamos a perder una vez más o le echaremos
bemoles?
— ¿Quién dijo miedo? –saltó Pepe-.
Mañana a las cinco todo hombre que de tal
condición se precie, en mi casa.
— ¡Contad conmigo! –se adhirió Veguita,
entusiasta-.
— Hay que encontrarse buenas excusas de
cara a la familia. ¿Individual o en grupo? –
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preguntó Felipe-.
— Creo que toca una grupal. No nos
queda mucho margen para la inspiración
solitaria –terció Pepe-
— Sea. ¿Qué os parece repaso de las
conjugaciones latinas en casa del maestro
Lista? –sugirió Veguita-.
-¡Muy buena! Nos proporciona una
coartada comunitaria y, además… ¡lo de los
estudios nunca falla! –dijo Felipe-.
— De acuerdo, caballeros. Mañana a la
hora convenida en la morada de su humilde
servidor –cerró Pepe-.
La reunión tocó de esa forma a su fin, ya
que una campanilla y la inminente irrupción
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del bonachón pero cascarrabias maestro
Muñoz lo quisieron de esa forma: Hubo, pues,
atropellada disolución y vuelta a los
desvencijados pupitres, a las maltrechas aulas,
donde las desbordadas mentes juveniles
pugnarían de nuevo por escapar del latín y la
gramática.
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CAPÍTULO IV:
Política. Los Clubes
Cuando a principios del mes de mayo de
1814 –recién finalizada la sangrienta y
horripilante Guerra de Independencia- el
Borbón Fernando VII regresó de su forzado
exilio, gran parte del pueblo español se las
prometía muy felices. Sin embargo, al poco de
poner pie en tierra hispana, el monarca
despachó como si nada las ilusiones de muchos
de sus súbditos: El día 4 de Mayo de ese mismo
año firmó en Valencia un decreto por el que
abolía la liberal Constitución de Cádiz de 1812
y las mismas Cortes emanadas de ella. Es así
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como empieza una nueva “edad oscura” de las
ideas en nuestro país, condenándose de nuevo
a las mentes más avanzadas y progresistas a la
persecución, el exilio o, como sucedió en miles
de casos, a la ejecución. Básicamente el
estado de las cosas volvía a la Edad Media, con
un rey en el papel de único gestor de las
políticas que gobernaban los destinos de la
nación, acompañado de una camarilla de
aduladores y soplones dispuestos a repartirse
cualquier migaja que del regio mantel se
vertiera.
Contra esta situación –y tras algunos
intentos fallidos de varios compañeros de
carrera- se sublevó en la localidad sevillana de
Cabezas de San Juan el teniente coronel
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Rafael del Riego. El hecho ocurrió el primero
de Enero de 1820, contando el caudillo militar
para ello con el batallón Asturias, que se
encontraba acampado en aquel pueblo a la
espera de ser embarcado para luchar contra
los movimientos independentistas que se
multiplicaban en América del Sur. Varios jefes
militares de otras regiones se sumaron a su
iniciativa. Tras un par de meses de confusas
luchas entre sublevados y absolutistas –con
períodos de frecuentes vacilaciones de los
insurrectos- se llegaría al mes de Marzo en el
que los liberales triunfaron en Madrid. Se
estableció entonces una Junta Provisional de
Gobierno y Fernando VII, viéndose derrotado –
pero eso sí, incapaz de dejar el poder- tuvo
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que tragar de mala gana con el
restablecimiento de la Constitución de 1812,
publicando un manifiesto que, con toda
facilidad, podría entrar en la historia como
uno de los más indecentemente hipócritas de
todos los tiempos y que acaba con la
“desternillante” frase: “Marchemos
francamente, y yo el primero, por la senda
constitucional.”. Comenzaba de esta forma lo
que la historia ha dado en llamar el Trienio
Liberal (1820-1823) y que se caracterizó,
básicamente, por una enconada lucha
ideológica a tres bandas entre exaltados
(izquierdas) y moderados (centro) por una
parte, y de ambos partidos
(constitucionalistas) frente a los absolutistas,
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que pretendían devolver a España el estatus
de monarquía feudal. Estos últimos,
partidarios del rey neto, como ellos mismos se
autotitulaban, preferían batallar contra el
resto de facciones utilizando principalmente
medios extraparlamentarios, como la
agitación, la infiltración de espías en las filas
liberales o la guerra de guerrillas, practicada
por partidas comandadas por bandoleros,
curas y frailes.
Del lado liberal, los moderados eran,
sobre todo, personas con un pasado
afrancesado y constitucionalistas de reformas
suaves. Los exaltados, sin embargo,
pretendían una revolución liberal más
profunda que en el terreno de las libertades
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igualase a España con otros países europeos.
Lo que sí parece quedar claro es que este
período supuso un florecer de la prensa en sus
diversas tendencias ideológicas, de la
publicación de libros, de los estrenos de obras
teatrales y, sobre todo, del derecho a
asociarse políticamente. Es en este último
aspecto donde se encuadra el fenómeno
particular de aquella época denominado las
Sociedades Patrióticas o Clubes. Los miembros
de estas sociedades se reunían en alguno de
los múltiples cafés de Madrid para debatir y
propalar sus ideas, ya fuera mediante el
método del debate, ya mediante el recurso
más directo del mitin.
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Pues bien, a uno de esos cafés, a la
reunión de una de esas Sociedades Patrióticas
se disponían a dirigirse, la tarde del día
después de haberlo acordado así, los
protagonistas de nuestra historia. Habían
quedado, como ya es sabido, en casa de Pepe
Espronceda y a la cita acudieron Felipe Pardo,
Ventura de la Vega y Patricio de la Escosura.
Este último fue avisado por Pepe, ya que
cursaba estudios en la Universidad Central y no
pudo enterarse de lo acordado in situ. Doña
María del Carmen –madre de Espronceda-
estaba menos escamada de lo habitual, ya que
la presencia del “recto y cabal” Felipe Pardo
la tranquilizaba, creyendo que su ascendente
en el grupo garantizaría que aquello no había
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de tratarse de una nueva excursión para
realizar alguna calaverada.
— Felipe, hijo, controla a estos
inconscientes que, a la que te descuides, se te
apartan del redil y no llegan a casa de D.
Alberto.
— No se preocupe usted, Doña Carmen,
que a éstos los tengo yo firmes. Camino,
aritmética y vuelta a los hogares –sentenció,
solemne, Felipe.
De esta forma el cuarteto, después de
una deambulación de despiste, emprendió el
cortísimo camino que separaba la morada de
Pepe –y de su vecino Patricio- del celebérrimo
y frecuentadísimo café “La Fontana de Oro”.
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Decimos cortísimo camino porque la casa de
vecinos que habitaban Pepe y Patricio se
hallaba en la calle del Lobo, uno de cuyos
extremos iba a parar a la Carrera de San
Jerónimo. Allí se hallaba radicado “La Fontana
de Oro”, justo en esa calle que por aquel
entonces aún no albergaba las Cortes
españolas. La Carrera era una calle repleta de
vida: En ella estaban emplazados cuatro
conventos, varias casas de nobles y un sinfín
de negocios particulares: una barbería, una
tienda de paños, una pequeña librería, una
perfumería, una tienda de comestibles con
horno y todo… se podría decir que San
Jerónimo era una de las pocas excepciones de
un Madrid cuyas vías resultaban ser sucias,
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incómodas, destartaladas y de una fealdad
realmente alarmante. El establecimiento hacia
el cual se encaminaron nuestros protagonistas
se encontraba hacia la mitad de aquella calle
y ejercía de centro de reunión liberal. En
concreto, fijó allí su sede la sociedad “Los
amigos del Orden”, especialmente crítica y
combativa con el gobierno moderado que en
ese momento regía los destinos del país. El
local contaba con un salón alargado –y su barra
correspondiente- donde estaban emplazadas
varias mesas que fundamentalmente eran
utilizadas para tomar café o chocolate al calor,
sin duda, de las conversaciones políticas del
momento. Al fondo de La Fontana, el salón se
ensanchaba para dar cobijo a la zona de
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tertulia propiamente dicha. En ella se alojaba
una tribuna y, alrededor de ésta, una serie de
bancos para el auditorio.
Cuando los jóvenes franquearon el
umbral del negocio, pudieron darse cuenta de
la algarabía y el frenético trasiego que se
estaba produciendo en su interior. La
presencia del aún joven pero ya realidad
política Antonio Alcalá Galiano provocaba
aquella enorme expectación. Este gaditano de
treinta y dos años era uno de los puntales del
partido exaltado gracias a sus firmes e
incorruptibles pensamientos ideológicos y,
sobre todo, a sus excepcionales dotes de
orador. Felipe Pardo se dirigió entonces a sus
compañeros:
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— Dejadme hablar a mí, que yo me daré
las mañas para que el dueño nos deje pasar.
El resto, confiados en el porte y la
serenidad de Felipe, no pusieron ninguna
objeción.
Tras esta advertencia, el joven Pardo
puso rumbo a la barra, donde pudo encontrar a
un hombre más bien gordo y de mediana edad,
cuyo mayor “encanto” residía en poseer unos
modales hoscos, un tono de voz desabrido y
una mirada torva y vidriosa.
— ¡Buenas tardes, señor cafetero, dueño
de este egregio negocio! Mis camaradas y yo le
rogamos nos sirva cuatro chocolatitos que
harán las veces de peaje para ver y escuchar
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al oráculo de nuestras Cortes.
El dueño del café miró entre molesto y
asqueado al joven y acto seguido tronó:
— ¡A ver, pollos! ¿Es que no sabéis que los
lechuguinos como vosotros no tenéis edad para
andar con politiqueos?
— Pero señor dueño de todo esto, ¿no nos
estará diciendo que la juventud de Madrid no
tiene derecho a ser patriota, verdad?
— ¡Qué majaderías dices, chaval!
Simplemente afirmo que los imberbes como
vosotros no podéis pasar.
— ¡Ah, ya! –intervino Pepe-. ¿No será que
aquí el jefe nos quiere juventud servilona y
beata?
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
— ¡Rediós! –saltó iracundo el que estaba
tras el mostrador-. ¡Me vais a amargar la tarde
con vuestro piquito de oro! ¿Os vais ya u os
tengo que echar yo?
— Eso no sería nada prudente –terció
Patricio esta vez-. ¿Cómo va a explicar
entonces que ha largado de su local a varios
muchachos que están a punto de ingresar en la
Milicia Nacional?
— Este hombre es partidario del rey neto.
¡Absolutista convencido, vamos! –comentó,
para aumentar la presión, Pepe-.
El hecho es que Patricio había dado con
la clave. El posadero, bien por no meterse en
líos, bien por que aquellos impertinentes le
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dejaran en paz, accedió finalmente de mala
gana a dejarles pasar.
— ¡Vale, pimpollos! ¡No me caldeéis la
cabeza! Os pongo cuatro chocolates, me los
abonáis y os metéis –con discreción- a
escuchar a D. Antonio, pero si dais motivo de
quejas… ¡Os largo a patadas en el trasero!
Los cuatro penetraron al fondo del local,
justo donde éste se ensanchaba para dar
cabida a la sala en la cual se encontraban la
tribuna y unos cuantos maltrechos bancos. La
mayoría de los asistentes se encontraba de pie
–la afluencia era enorme- y el ambiente
resultaba prácticamente irrespirable, debido a
la aglomeración humana y al humo del tabaco.
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
De repente, y entre la algarabía y el barullo,
se hizo un espeso silencio. Un hombre delgado
y elegante, de ademanes firmes y
desenvueltos, subía con gran resolución al
altillo. En contraste con lo positivo de su
figura, los muchachos pudieron observar que el
personaje tenía un punto débil: Presentaba
una faz de extrema fealdad; Su cara era ancha
y desproporcionada, uno de sus ojos bizqueaba
considerablemente.
— ¡Arrea, chicos! –soltó Ventura-. Pero…
¡Si es feo como él solo!
— Un poco de respeto, Veguita. En honor
a su persona diremos… que es harto difícil de
mirar –replicó Pepe-.
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— Ya, ya… Hágase la calma y vayamos a
escuchar las palabras de esta lumbrera
nacional –sentenció Patricio-.
Con las primeras frases de su discurso,
Alcalá Galiano parecía desmentir el dicho
aquel de que una imagen vale más que mil
palabras, ya que la fluidez, la entonación
-cálida y aguerrida- y el uso de las pausas del
político atraían a los concurrentes hasta el
punto de hacerles olvidar lo poco agraciado de
su rostro.
— Estimado auditorio: Debo de
comunicarles, con todo el dolor de mi alma,
que nuestra amada Constitución se halla en
grave peligro. Supongamos que en un estado
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
sujeto por algunos años al yugo del
despotismo, una revolución ha restituido la
libertad; supongamos que de resultas de esta
mudanza, han sido encargadas del gobierno
personas dignas de toda confianza de los
amantes de su patria y de las nuevas leyes, y
supongamos, también, hay uno muy diferente
a ellos en carácter y doctrinas, si no adicto a
la causa del despotismo antiguo, apegado a
una mentalidad aristocrática, lleno de
aversión a la mudanza violenta de la que nace
la situación nueva y pregunto: en el caso de
esta suposición, ¿estaría bien en los oradores
de estas reuniones entretenerse en vagos
elogios de la forma de gobierno existente o,
al revés, no sería conveniente y aun necesario
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
hablar del hombre cuya conducta se
desaprueba, y señalarle, y decir: Ahí le veis;
Ésa es la nube que empaña y ofusca en esta
hora la alegre serenidad del horizonte?
No bien acabada esta última frase, una
salva de muy ruidosos aplausos atronó el
abarrotado recinto. El cuarteto no pudo menos
que asistir conmocionado al brutal despliegue
dialéctico del gaditano.
— ¡Es el moderno tribuno de la plebe! –
gritó Felipe.
— ¡Ingenio de los ingenios! Este hombre
es un rapsoda de la prosodia –apostilló Pepe-.
— ¡Arrea con los argumentos, señores! ¡La
madre que…! ¡Vaya labia la del andaluz! –
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
apostilló Veguita-.
Cuando terminada la intervención de
Alcalá Galiano, Pepe, Veguita, Patricio y Felipe
juzgaron prudente retirarse a sus hogares, ya
que la noche había caído sobre las calles de
Madrid y no querían despertar demasiadas
sospechas en sus respectivos hogares.
Abrumados por una ola de empellones,
codazos e improperios, los cuatro camaradas
se fueron abriendo paso, como el cielo les dio
a entender, entre aquella maraña amalgamada
de voces, acres olores de humana procedencia
e intoxicante y pesado tufo tabaquil. Su
postrer –y en apariencia inalcanzable-
objetivo: Arribar sanos y salvos, como al final
milagrosamente lograron, a la salida del antro.
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
El camino de vuelta lo aprovecharon en
buscar excusas a su tardanza:
— Lo que hay que explicar es que
anduvimos haraganeando en casa del maestro
Lista y, por ello, nos tuvo retenidos hasta que
pusiéramos más atención en lo sabio de sus
enseñanzas -sugirió, acertadamente, Patricio-.
Dejemos que el castigo imaginario del maestro
impida el que se cierne sobre nuestras cholas
en caso de ser descubiertos.
El resto no puso ninguna objeción:
Coartada perfecta.
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CAPÍTULO V:
Travesuras
Uno de los poderosos argumentos que
Patricio de la Escosura utilizó para que el
oscuro dueño de la Fontana les franquease el
paso al establecimiento fue el hecho de que él
y Felipe Pardo estuvieran –por edad- próximos
a engrosar las filas de la Milicia Nacional.
Dicha Milicia era una organización vertical, en
el sentido de que pertenecían a ella individuos
de todas las clases sociales, desde el pueblo
llano pasando por los comerciantes, miembros
del ejército… hasta llegar a contar con
partidarios entre las clases nobiliarias. El nexo
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
de unión de tan heterodoxo grupo se basaba
en la defensa a ultranza de los principios
básicos de la Constitución de 1812. Este
cuerpo fue creado por dicha Constitución con
el objetivo de mantener el orden ciudadano
desde un punto de vista liberal. Muchos de sus
miembros poseían la contrastada experiencia
que les había proporcionado la lucha contra los
franceses, y varios de ellos se habían
distinguido por sus heroicas acciones en tan
cruenta guerra.
La Milicia Nacional gozaba de un enorme
prestigio entre la mayoría de la ciudadanía y
se encargaba de mantener buenas relaciones
con los barrios celebrando actos vecinales
entre los que destacaban los famosos festejos
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
cívicos, banquetes populares en los que,
comida y bebida aparte, se hablaba bastante
de política.
El grupo de jovenzuelos del Colegio de
San Mateo –y el propio Patricio que,
recordemos, estaba matriculado en la
Universidad Central- bebía los vientos por
aquella institución que, aparte de significar
una defensa de los ideales liberales, entraba
en permanente confrontación con la Guardia
Real. Esta última, cuerpo de élite de Fernando
VII, representaba el núcleo duro de las ideas
absolutistas, siempre partidaria del Rey Neto.
Otro aspecto de la Milicia que encandilaba a
los muchachos era su ostentoso uniforme:
Aquella casaca azul con sus botones de plata;
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
las iniciales M.N. Bordadas en el cuello; el
tremebundo morrión (gorro negro en forma
cónica y alargada); el correaje blanco cruzado
por el pecho y, finalmente, el sable y la
cartuchera hacían que los colegiales, imbuidos
de ideas románticas y caballerescas, perdieran
la chaveta. Decimos esto a cuento de que, ya
que de aficiones nos disponemos a hablar, la
afición desmedida de seguir a las comitivas y
desfiles de la Milicia era una de las favoritas
de los zagales. Se les iban las horas muertas
cuando, camino de sus estudios, se tropezaban
con alguna agrupación en marcha, imitándoles
los pasos y tarareando las músicas e himnos
que los milicianos interpretaban.
El resto del tiempo de asueto lo pasaban
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entre idear y poner en práctica las más
brutales e ingeniosas calaveradas, que
asombraban a veces por su crueldad, siempre
por lo agudo e imaginativo de su concepción y
ejecución.
Una de sus aficiones favoritas consistía en
acercarse a las inmediaciones de la Puerta del
Sol –lugar de paseos y reuniones por
excelencia, centro de la vida social de la
Villa-, más concretamente a la calle de
Correos, donde tenía su entrada principal el
edificio de Reales Postas y Carruajes. Allí, y
aprovechando la confusión reinante en la zona
–recordemos que el hecho de viajar era
infrecuente en la época y en los aledaños de la
zona se congregaban, no sólo los viajeros y sus
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
allegados, sino también multitud de curiosos-,
la cuadrilla –formada habitualmente por Pardo,
Vega, Escosura y Espronceda- se solazaba
perpetrando una broma de lo más ruidosa.
Solían quedar en una calle poco transitada de
los alrededores pertrechados cada cual con un
hatillo y, una vez todos reunidos, daban
comienzo a su plan:
— ¡A ver, señores, vamos a pasar revista
al arsenal! –anunció, en una de esas ocasiones,
Patricio-. ¿Cuál ha sido nuestra metálica
cosecha?
— Yo, un par de cazos –dijo Espronceda-.
— Yo, una cacerolilla y una cazuela –el
turno, para Pardo-.
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
— A mí me cabe la dicha de haber
encontrado un buen perol, de esos que
atruenan a base de bien -hizo público
Veguita-.
— Pues yo, camaradas, tras mucho
registrar la santa cocina de la casa, sólo he
podido toparme con esta olla podrida –señaló
Patricio, extrayendo de su recién desatado
hatillo un objeto roñoso y desvencijado-.
— ¡Ah, olla podrida! –saltó Pardo-. Vaya,
vaya… el correlato original del plato castellano
mencionado en el “Quijote”.
— ¿Cómo?
— Lo que te digo, Patricio. En la novelilla
de Cervantes se menciona una contundente
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
vianda semejante al cocido, pero con más
carne de caza.
— Pero… Felipe… ¿tú te has leído el
“Quijote”? –preguntó sorprendido Patricio-.
— ¿El menda? ¡Ni ganas, hombre! –sonrió
Felipe Pardo-. Tan sólo recuerdo un
comentario que hizo el profesor Gómez
Hermosilla en una de sus clases de literatura,
acerca de los platos mencionados en la novela.
El hombre, en cuanto puede, se deja caer
hablando de comidas, que a lo que parece es
un estómago andante.
— ¡Toma! ¿Y eso quién lo dice? –interrogó
Espronceda-.
— Mi padre, chico. Siempre está que si
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
Hermosilla es un tragaldabas, que si
Hermosilla tiene la solitaria, que si Hermosilla
es un pozo sin fondo… de hecho, está
convencido de que el mal humor del profesor
es debido a que lo exiguo de sus honorarios no
le da para buenos banquetazos, y así, claro, la
paga con nosotros.
— ¡Bueno, bueno! ¡Un poco de orden! –
medió Patricio de la Escosura-. Al meollo,
caballeros, que estamos aquí a otros
menesteres.
Una vez centrados en el plan de acción,
los muchachos se repartieron los papeles,
cayéndole en suerte el de “distractor” a
Espronceda. Los otros se encargarían de
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
ensartar todos los útiles de cocina a una buena
cuerda y esperar el momento propicio para
actuar. De esa forma, Pepe se acercó a un
carruaje que estaba preparado a la puerta del
edificio de postas y cuya salida era inminente.
Se dirigió al cochero:
-Perdóneme usía: ¿Me hace la merced de
decirme si este coche se dirige a Irún?
El cochero, malcarado y bruto, recio
como un asno, le miró de arriba a abajo, lanzó
un abundante escupitajo y le respondió desde
el pescante:
— No, pollo. Vamos a Cartagena.
— ¡Ah, bueno! ¿Y a cuanto está el billete?
En reales, claro…
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— ¿Pero tú no preguntabas por Irún?
— Sí, sí, pero nunca está de más estar
informado del precio del viaje a Cartagena.
— ¡Caray con el pollo! O eres medio
lerdo… o eres un gracioso.
— Por cierto, señor. Quisiera saber si mi
tía, que está impedida, la pobre, tendría que
comprar el mismo billete que una persona,
digamos, sana.
— Natural, lechuguino. No hay diferentes
tipos de billetes: Un asiento, una tarifa.
— No, si yo lo decía por si se le podía
aplicar un descuento, tullida como está, viuda
desde hace veinticinco años…
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— ¡Ya me hartas, botarate! –tronó el
cochero-. Lárgate con viento fresco si no
quieres que me apee y de un empellón te
ponga en el Irún de tus amores…
La conversación duraba el tiempo justo
para que, mientras Pardo vigilaba, Veguita y
Patricio ataran la maroma a la parte trasera
del carruaje con todos los cacharros atados,
cuidando de ocultarlos debajo de la parte que
ocupaban los pasajeros. Una vez terminada la
operación se retiraban a lugar seguro y con
buenas vistas, esperando la llegada de
Espronceda.
— ¡Caballeros, hora es de la metálica
sinfonía! –sentenciaba Patricio-.
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— Ciertamente, Patricio. Excelente
trabajito, Pepe. El papel de tontito… ¡Lo
bordas!
— Muy gracioso, Felipe, muy gracioso. Ríe
el inepto del arte…
— ¡Atención! –chilló Veguita-.
Justo en ese momento, el carruaje del
cochero malcarado inició su marcha a
Cartagena, dejando tras de sí el más atronador
concierto de metales oxidados que oído
humano pueda concebir. La algarabía, las
chanzas de los viajeros y curiosos fueron
excepcionales y la verdad es que las
carcajadas de los muchachos no lo fueron
menos.
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En otra ocasión, su pasión por la pólvora
les llevó a hacer de dinamiteros una vez más.
Fue en la carrera de San Jerónimo, y el
objetivo elegido –tras sopesar otras muchas
posibilidades- fue el convento de las monjas
de Pinto. Dicho convento era una construcción
que, además del edificio propiamente dicho,
contaba con un extenso patio consecuencia de
la prolongación del muro que lo protegía. En el
patio se encontraban algunas tumbas de
religiosas y fieles generosos, amén de los
típicos cipreses. También contaba con un
pequeño huerto y un modestísimo número de
árboles frutales.
La cuadrilla formada ese día por Pepe,
Veguita, Patricio y el menor de los Pezuela –
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Felipe Pardo se encontraba enfermo- decidió
dar un sustillo y provocar la consiguiente
confusión en el convento y alrededores. La
misión se presentaba complicada, ya que San
Jerónimo era una calle bastante transitada y
llena de negocios. Para acometer la salvajada,
dos miembros del equipo debían hacer de
vigías –en ambas esquinas del muro- y otros
dos se encargarían de colocar la pólvora y
escalar el enladrillado para echar un vistazo
dentro del patio.
Así pues, Ventura de la Vega y Patricio se
apostaron respectivamente en una de las
esquinas de la manzana conventual y Pepe
junto con Pezuelita se responsabilizaron de la
voladura. Eligieron la tranquila hora de la
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siesta para disminuir al máximo la posibilidad
de ser descubiertos y pasaron a la acción. Pepe
escogió una hendidura en el muro donde
depositar la carga de pólvora y fue auxiliado
en la labor por Pezuela. La misión se llevó a
cabo rápidamente y sin contratiempos. Sin
embargo, la audacia de Pepe no podía
conformarse con un “trabajo” cómodo y
sugirió a Pezuelita:
— Oye, Pezuela. Vamos a ver qué hay de
postre en el patio, ¿eh? Te ayudo a subir la
tapia y una vez dentro miras si puedes traerte
alguna naranja o producto del huerto.
— ¿Y cómo salgo luego, Pepe? –preguntó,
escamado, Pezuela-.
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— Sencillo, muchacho. Un poco más allá
de donde estamos he observado que hay un
arbolillo bastante pegado al muro. Allí, ¿ves?
Trepas por él que yo te espero.
Convencido Pezuelita, Pepe puso las
manos entrelazadas a una altura adecuada
para que el primero pudiera utilizarlas como
apoyo de su pierna. En esas estaban cuando un
silbido procedente de la esquina inferior del
recinto les sobresaltó:
— ¡Eh, eh! ¡Zape! ¡Qué viene un esbirro! –
se trataba de la voz de Patricio, que alertaba
de un peligro: Un guardia real a caballo
avanzaba calle arriba lento y majestuoso,
pavoneándose a pesar del calor del día y de la
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práctica ausencia de espectadores.
Los de la pólvora abandonaron
precipitadamente el intento de escalada y
disimularon cuanto pudieron.
— ¡Eh, vosotros! ¿Qué hacéis por aquí con
la solanera? –inquirió el guardia a Pepe-.
— Verá usted, señor. Les tenemos mucha
devoción a los santos de las monjitas de Pinto,
pero como las hermanas no nos dejan entrar a
observarlos, nos conformamos con estar
rondando este pío recinto, no vaya a ser que
en algún momento, conmovidas, se apiaden de
nosotros y nos permitan la entrada.
— ¡Caramba! ¡Vaya con la juventud! Al
final resultará que no todo va a ser impiedad y
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liberalismo –opinó el jinete de casaca roja
desde lo alto de su magnífico caballo-. Bien,
¡qué haya suerte, muchachitos!
Tras comprobar que el guardia
desapareció de vista y la calle seguía en la
modorra, Pezuela logró saltar la tapia con
ayuda de Pepe. Hizo equilibrio sobre la misma
y se aferró a un naranjo para luego
desvanecerse. Al momento aparecía por la
copa del árbol señalado por Espronceda, sin
resuello y con un pequeño hatillo en la mano.
Auxiliado por Pepe realizó el descenso.
— Perfecto, ¿no? ¿Qué nos has
encontrado? –preguntó Espronceda-.
— ¡Calla, hombre! ¡Casi se me sale el
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corazón por la boca! –repuso Pezuela, dándole
el hatillo con frutas a Pepe.
— ¿Pues?
— Desciendo por el naranjo que me
indicaste, voy a echar pie en tierra y… ¡al otro
lado del patio, frente a mí, me encuentro a
una monja!
— ¡Releches!
-Sí. Me he quedado petrificado, no sabía
cómo reaccionar. La monjita –revieja- parecía
mirar en mi dirección, pero ni se inmutaba. De
repente, me di cuenta de que llevaba un
bastón y unos anteojos oscuros. ¡Resulta que
es ciega!
— ¡Ah, qué alivio! ¡Suerte que tienes,
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Pezuelita! Venga, vamos, repartamos el botín
de la merienda con los otros…. ¡Caray, que se
me olvida! Que falta darle fuego al ingenio…
Mecha al asunto, carrera, reunión de los
compañeros, búsqueda de un observatorio
seguro en espera de la deflagración. La
pequeña carga hizo explosión, descuajaringó
cuatro ladrillos mal contados. Eso sí, tronó de
lo lindo y el ruido despertó de la galbana a
algunos vecinos, lo cual resultó la mar de
cómico para cuatro pillastres por allí
escondidos.
Y luego estaba el asunto de los faroles:
Un caso de justicia poética en el sentido más
literal de la expresión. Resulta que a veces, en
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los sofocantes crepúsculos del estío madrileño,
nuestros colegiales se entretenían eligiendo
una de esas luminarias callejeras y
sometiéndola a juicio –tal cual, al pie de la
letra-.
— Éste nos servirá –comentó Pepe-.
Calleja poco transitada, farol en proceso.
— Me ofrezco como abogado defensor –
saltó Patricio-.
— Entonces yo haré de fiscal –replicó
Pepe-.
— ¡Ah! Pues no me queda otra que tomar
el papel de juez –aseveró Veguita-. ¡Qué
comience el caso!
— Bien. Con la venia, señoría. Creo que
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podemos imputar al acusado el delito de
ladrón de la luz solar, amén de colaborar con
la noche y las tinieblas –arguyó Pepe-.
— ¡Protesto, señoría! Lo único que se
puede decir de mi cliente es que aligera las
sombras nocturnas y nos provee con algo de
claridad cuando la luna nos falla –replicó
Patricio-.
— ¡Es un invento infernal, contra natura!
— ¡Es una muestra del progreso de la
ciencia, de los tiempos!
— ¡Hechicero!
— ¡Oscurantista!
— ¡Orden, orden! –intervino Vega-.
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
Serénense, caballeros, que ya he tomado una
decisión. Es más, voy a presentar mi sentencia
en verso:
Nos podemos condenar
y condenamos al farol:
Competencia desleal
hacia los rayos del Sol.
La sentencia, a muerte, será ejecutada
de inmediato. Señorías, con su permiso voy a
proceder – y, agarrando el primero de los
abundantes pedruscos que le rodeaban,
Veguita apuntó, lanzó e hizo añicos la urna
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depositaria del fuego y la claridad.
— ¡A correr tocan, camaradas! –anunció
Pepe.
Los vecinos, alertados por el estruendo,
asomaban ya algunas cabezas por las ventanas
e incluso los más rápidos, acostumbrados
seguramente al gamberrismo juvenil, corrían
escaleras abajo y palo en ristre, a la caza de
los perturbadores.
No podemos acabar este capítulo sin
narrar una de las variadas bromas de humor
negro que se gastaban los chavales. Era el caso
que alguna vez reunidos en pandilla -y no
encontrando forma mejor de pasar el tiempo-,
los muchachos poníanse a confeccionar una
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
lista con nombres de individuos famosos en las
inmediaciones del barrio por su indisimulado
apoyo al Rey Neto, es decir, absolutistas
irredentos e impenitentes. Una vez decidida la
potencial víctima, se pasaba a la acción.
Contaban para la chanza con un compañero de
San Mateo, un tal Perico, a la sazón hijo de un
hacendoso carpintero.
— Perico, majo: En habiendo una
defunción cualquiera de estas tardes, tú nos
avisas de urgencia, nos reunimos y le decimos
a tu padre que te ayudamos a trasladar la caja
mortuoria al lugar donde sea menester –dijo
Pepe-.
— ¿Y eso? –contestó Perico en el patio del
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colegio, mientras se hurgaba la nariz con
cierta soltura.
— Broma a la vista. Le tenemos echado el
ojo a un servilón de la Plaza de la Cebada que
nos va a venir como anillo al dedo.
Convencido por un enorme poder de
persuasión –o por ciertas amenazas, vaya usted
a saber-, Perico accedía a colaborar en la
maquinación. A los pocos días, se dio uno de
esos luctuosos sucesos que suelen suceder a
los vivos, en un horario que a los chicos les
pareció conveniente. Enterados y reunidos,
Pepe, Patricio, Felipe Pardo y Veguita hicieron
acto de presencia en la carpintería del padre
de Perico pretendiendo casualidad en su
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
aparición.
— Nosotros ayudamos a Perico, Don
Cosme –señaló Pepe-.
— Hombre, muchachos, ¿no os sabrá mal?
Mirad que estas cosas impresionan mucho.
— No se apure, Don Cosme –agregó
Veguita-. En el camino hacia la madurez hay
que beber de cálices amargos.
— ¿Qué dices, pues? –interrogó,
extrañado, el carpintero.
— Nada, Don Cosme. Que para hacerse
uno un hombre tiene que apechugar con cosas
como éstas –tradujo Felipe-.
— Ah, eso sí. Está bueno; Agarrad cada
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
uno de una esquina que Perico os guía. No
tengáis cuidado, que el difunto vivía aquí
cerca.
El quinteto salió a la calle con los
pulmones rebosantes de virutas y enfiló –
enarbolando el ataúd- en dirección opuesta a
la calle adecuada.
— Venga, vamos. Paso ligero que no
tenemos todo el día –comentó Patricio-.
— ¿No os da impresión? Llevar estas tablas
de madera encima de nuestros hombros…
-preguntó Veguita-.
— Eres un remilgado, Veguita. Déjate de
poner reparos si no quieres acabar estrenando
la caja –dijo Pepe-.
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
La pequeña comitiva fue avanzando por
las callejas desempedradas y antihigiénicas,
levantando los cotilleos de los adultos que la
observaban y provocando en los zagalejos una
mezcla de temor y atracción, a la que algunos
sucumbían:
— ¡Déjeme ver al muerto, señor! –
imploraba uno de esos niños curiosos-.
— ¡Aparta de en medio, canijo! –replicó
Patricio- ¿O es que quieres ocupar su lugar?
— No seas bruto, Patricio. Deja vía libre,
criatura, que vamos de vacío y hay asuntos
que no esperan –apremió Pepe-.
Entre sudores y tropezones varios –causa,
en su mayoría, del penoso estado del firme-
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
fueron alcanzando su objetivo, que no era otro
que la temible Plaza de la Cebada. Llegados
allí, los jóvenes pusieron rumbo a una casa
solariega de aspecto lamentable, donde lo
único que parecía escapar a la ruina de su
fachada era un enorme escudo heráldico que
coronaba el portalón de entrada. Apoyaron el
féretro en el muro y Pepe se dispuso a llamar.
Tras unos cuantos segundos de espera, la
puerta chirrió todo lo que pudo y más y de la
oscuridad interior emergió un personaje viejo,
tétrico; Malcarado y macilento a partes
iguales. Vestía una levita oscura cuajada de
lamparones y de su boca podrida emanaba un
efluvio pestilente.
— ¿Quién es? ¿Qué horas son estas de
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
importunar a un cristiano? –inquirió el viejo-.
— Buenas y cálidas tardes. ¿Es esta la
morada de Don Eulogio Mozas? –preguntó
Pepe-.
— Esta misma es, mozalbete
impertinente. ¿Qué buscas… qué buscáis por
estos lares?
— Pues créame usted que le
acompañamos en el duelo mis dolidos
compañeros y yo el primero.
— ¿Cómo? –soltó, confuso, Don Eulogio-.
— Sí, señor. Si adelanta un par de pasos
hacia afuera, comprobará que D. Cosme, el
carpintero, ha cumplido cabalmente con su
trabajo.
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
— ¡Madera de pino gallego, de primera
calidad, su señoría! –exclamó Veguita sin
apenas poder contener una sonrisa-.
— ¿Qué? ¿Me habéis traído un catafalco? –
rugió el viejo-. ¡Me voy a ciscar un vuestras
madres, pedazo de cabritos! ¡Aguardad que
alcance el trabuco, descastados!
Es evidente que la pandilla no esperó a
comprobar la puntería de Don Eulogio, ya que
en un abrir y cerrar de ojos una bamboleante
caja con patas trotaba a todo trapo
embocando la salida de la plaza.
— Y ahora… ahora vamos a trasladar el
cajón a su legítimo propietario –espetó, casi
sin aliento, Patricio-. ¡Lo estará echando de
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menos!
Por el camino hacia la corrala donde vivía
el difunto, el cortejillo juvenil –ya recuperado
de la carrera- barajaba próximos planes de
acción en los que poner de realce, de nuevo,
sus prodigiosos talentos adolescentes.
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CAPÍTULO VI:
Noche Lúgubre
En el año de gracia de 1789 aparece
publicado en El Correo de Madrid un relato
breve bajo el título de “Noches lúgubres”. Su
autor, José Cadalso y Vázquez de Andrade,
coronel del ejército, había muerto siete años
antes, en el asedio a Gibraltar, a consecuencia
de una esquirla de granada que penetró en su
sien. Fue, pues, una publicación póstuma, que
además quedó incompleta, ya que Cadalso
estaba trabajando en su remate cuando le
sobrevino la muerte. La obrita alcanzó cierto
éxito tras su difusión, quizá por lo morboso de
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
su contenido: Un joven enamorado –Tediato-
pierde para siempre a su amada y, loco de
pasión, decide penetrar en el cementerio
donde ésta reposa con objeto de
desenterrarla.
Años más tarde, el relato fue publicado
en formato libro, dándose varias ediciones en
diversas capitales de España. Un ejemplar de
una de ellas, fechado en Madrid en 1818 y
editado por un tal T. Barrois, encontró
acomodo en la biblioteca personal de Don
Jerónimo de la Escosura, padre de Patricio y
lector empedernido. Por esos avatares del
destino –y gracias a la curiosidad innata a la
juventud, a la atracción por lo prohibido- la
obrilla cayó en manos de Patricio: Éste la
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devoró con pasión y no tardó en difundirla
entre sus compañeros. El impacto que produjo
su lectura en la imaginación desbocada de los
muchachos fue enorme, no tardando en surtir
efecto. Fue así como, inopinadamente, Pepe
sugirió realizar un homenaje a la novelilla y a
su autor, proponiendo la descabellada idea de
realizar una excursión nocturna al cementerio
del Mediodía, sito allende la Puerta de Toledo.
Cierta noche estival de inusual brisa,
auspiciados por una luna en cuarto creciente,
el trío formado por Pepe, Patricio y Ventura
comenzó a surcar las calles de Madrid. ¿Las
calles de Madrid, hemos dicho? Ese caótico
laberinto formado por dispares añadiduras de
viviendas, iglesias, monasterios, casas
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
solariegas y humildísimos comercios eran las
vías de comunicación que los vecinos de la
villa tenían a su alcance. El camino que siguió
el terceto para acometer su nueva aventura
resumía la abigarrada y desquiciante
distribución arquitectónica de la ciudad:
Calzadas de empedrado roto y gastado –donde
lo había, cuando no paletadas de tierra monda
y lironda-, aceras raquíticas y fragmentadas
comidas por el empuje de los edificios y de los
puntales utilizados para sostener los mismos,
escombros de casas medio ruinosas… Por no
hablar de la insalubridad del ambiente: Orines
y deposiciones a la entrada de los portalones,
en cada esquina, basura y desperdicios por
doquier… formaban parte del decorado en
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
aquel curioso paseo nocturno. La oscuridad
regía en la mayoría del camino, ya que los
ridículos farolillos, colocados muy de trecho
en trecho, no servían para disipar las tinieblas.
Los amigos, pertrechados con hatillos en
los que guardaban frascas de vino, alguna
navaja, varios libros y otros elementos
personales, creían estar prevenidos contra
cualquier posible eventualidad. Como
contrapunto a la escasa visibilidad, Pepe y
Ventura portaban sendas linternas al uso de la
época, formadas por una urnita que sólo
proyectaba luz por la parte frontal, siendo la
parte trasera el lugar del asa.
Según fueron dejando atrás el centro de
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
la villa para adentrarse en el extrarradio, la
sensación de inseguridad les iba ganando poco
a poco. Aquí y allá se formaban variopintos
grupos de desocupados que porfiaban en alta
voz, soltando a veces estridentes carcajadas.
Los borrachos de vino malo maldecían y
vomitaban en las esquinas, añadiendo más
olores a la ya de por sí cargada noche. El
ambiente se tornaba amenazante por
momentos.
— Esto no me gusta –dijo Ventura-. Habría
que volverse a casa si realmente queremos
amanecer vivos.
— ¡De eso nada, enclenque! Los hombres
se miden en estos trances, los niños gimotean
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
y llaman a mamá –exclamó Pepe-.
— ¡Señores, señores! –intervino Patricio-.
Dejemos las discusiones y confiemos en
nuestra buena estrella.
De repente, de entre la densa maraña de
sombras, dos bultos con forma humana
emergieron para plantarse delante del trío.
Uno de ellos, embozado en larga capa y tocado
con un sombrero, alto y recio, dejó ver parte
de su cara desvelada por un rayo de luna: Un
chirlo gigantesco cruzaba de parte a parte su
mejilla izquierda. El otro, de escasa estatura,
presentaba un encorvamiento tremebundo,
hecho que le confería a sus andares un aspecto
grotesco.
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
— ¡Mira, Julián! ¡Unos pimpollos! –
exclamó el de la cicatriz- Nos van a alegrar la
noche, ¿verdad?
— Verdad, verdad, Paco. Por los trapos
que se gastan, me parece que hemos “dao”
con el premio gordo.
— ¡A ver, lechuguinos! “Darnos” algo al
señor y a mí si no queréis que “sus” aviente la
filosa –dijo el alto, extrayendo de entre los
pliegues de su mugrienta capa una navaja de
excelentes proporciones.
— ¡Ah, ah! –exclamó Patricio, tragando
saliva y controlando en todo lo posible su
temblor de piernas-. Caballeros: Ustedes no
conocen a “Manuela”, ¿cierto?
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
— ¿Manuela? ¡Qué Manuela ni cristo que
la crió! ¿Has “perdío” el norte, “creatura”?
— Nos quiere embromar, el pitiminí –
analizó el jorobado-. Pínchale un poco, a ver
qué sangre tiene.
— Un momento, señores –pidió Patricio-:
Pepe, majo, haz las presentaciones.
No hubo terminado de acabar la frase
cuando Pepe extrajo, con agilidad envidiable,
un pistolón de entre los recovecos de su levita
y, apuntando directamente a la cara del
hombre marcado por el chirlo, exclamó:
— ¡Ea, ciudadanos! Aquí tenemos a
“Manuela”, cargadita y en perfecto estado de
conservación.
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
— Es inglesa, ya mató unos cuantos
franceses cuando lo de la invasión. No
queremos que ahora derrame sangre española,
¿verdad? –preguntó Patricio-.
— ¡Cierto, cierto, su señoría! –se apresuró
a decir el tal Paco-. Miren que la confusión…
Julián, no te quedes “pasmao”, invita a los
jóvenes a algo de vino…
— No se moleste, Julián. Tenemos que
proseguir nuestro camino, bastará con que no
nos entretengan ustedes –habló Pepe-.
El malcarado par puso pies en polvorosa
tan pronto como les fue posible y los
muchachos suspiraron de alivio.
— ¡No me llegaba la camisa al gaznate! –
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
exclamó Patricio.
— ¡Quiá! Lo has hecho fenomenal, chico.
¡Mira como corren los muy patanes! –replicó
Pepe-.
El grupo siguió avanzando hacia su
objetivo. En la oscuridad de la noche,
tamizada por los lánguidos reflejos lunares, se
divisaban hogueras y fuegos que punteaban el
negror de la madrugada. Manolos y manolas,
exponentes del pueblo llano de Madrid,
alzaban sus voces al compás del rasgueo de las
guitarras, intentando olvidarse de la miseria
incrustada en sus vidas aplicando el castizo
dicho aquél de que “quien canta, su mal
espanta”.
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
No bien allegados a la Puerta de Toledo,
los muchachos entrevieron los inquietantes
muros del cementerio del Mediodía.
— Curioso el nombre con que lo han
bautizado, ¿eh? -comentó Veguita-.
Cementerio del Mediodía. La hora central de la
jornada, representante de la plenitud de la
vida, para designar el lugar donde todo acaba.
— Aquí, “Mediodía” viene a significar
“sur”, zopenco –replicó Pepe-.
— Lo sé, lo sé. ¿Es que tú no haces juegos
de palabras?
— Todos los días. Recuerda que soy poeta.
— ¡Poeta de los malos, Pepe, de los
malos! –exclamó Veguita-.
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
— Vamos, vamos. Dejaos de cháchara y
pongámonos al lío –intervino, juicioso,
Patricio-.
Acercándose a una de las tapias laterales
del camposanto, los muchachos decidieron
acometer su escalada. El primero en
realizarla, con innata facilidad, fue Pepe,
acostumbrado a esas lides. Desde arriba, se
ofreció a echar una mano al dúo que iniciaba
su ascensión. Una vez los tres estuvieron
arriba, se sentaron en el muro, como para
tomar aliento después del esfuerzo.
— ¿Bajamos? –preguntó Patricio.
— Bajemos –contestó Pepe, al que, por
otra parte, le sobraba cualquier descanso-.
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
Una vez dentro del recinto y como por
arte de ensalmo, los jóvenes se hicieron
conscientes de la profunda tranquilidad que
transmitía el lugar. Sin embargo, no podía
decirse que se disfrutara de un silencio
completo: El ulular de las lechuzas y el frota-
frota de los grillos ponían telón de fondo a sus
precavidos pasos.
Paradójicamente, el emplazamiento
donde se hallaban les ofrecía un aire puro y
ausente de vicios, en profundo contraste con
el inficionado ambiente de basuras y
podredumbre que se respiraba en el centro de
la Villa. Los amigos, ante este panorama, no
pudieron más que caer en un breve pero
sentido mutismo que les llevó a reparar en el
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
entorno que les rodeaba: El cementerio del
Mediodía estaba formado por un patio
principal y otros varios de dimensiones más
reducidas. Estos patios secundarios estaban
rodeados de unas galerías abovedadas que
servían de cubierta a nichos y panteones.
Fue Pepe quien se decidió a romper el
hechizo y comenzó a moverse con precaución,
como felino en tierra extraña. Entre las
tumbas y enterramientos, reparó en un bulto,
situado cerca de una esquina, que tenía toda
la pinta de una montonera. Acercándose, con
Espronceda a la cabeza, el grupo descubrió a
la débil luz de los faroles que se trataba de un
osario: El apilamiento estaba formado por
tibias, peronés, cráneos… despojos de seres
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
anónimos expuestos a la intemperie.
— ¿Inmortalidad? –se preguntó Pepe,
señalando al bulto-. Me muestro bastante
escéptico. Aquí tenemos a unos cuantos que
más bien atestiguan lo contrario –y
dirigiéndose a los restos-… ¿Verdad,
antiguallas?
— ¡Qué bruto eres, Pepe! –exclamó
Veguita-. ¿Cómo puedes salirnos tan impío?
— No me seas meapilas, Veguita. Ríete
conmigo, que cuando seamos como éstos…
Exploraron con precaución el patio mayor
del cementerio, caminando entre los túmulos y
haciendo bromas al tono de susurros. Luego
decidieron penetrar en uno de los patios
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
secundarios, por donde, cual si de un claustro
se tratase, pasearon fabricando
conversaciones que cambiaban sin solución de
continuidad de un cariz profundo a uno irónico
y festivo.
— Mirad, mirad –señaló Patricio en
referencia a los nichos bajo las galerías-. Esta
casa de vecinos de aquí, aparte lo barato de la
renta, genera pocos conflictos. ¡Los inquilinos
no deben de armar mucha gresca!
— Ya lo puedes tener por seguro! Aquí
paz… ¡y después gloria! –soltó Pepe,
provocando carcajadas entre sus dos
compañeros-.
— Bueno, caballeros. Vamos a lo
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
importante. Lectura y libaciones, que para eso
trajimos excelentes libros y vino decente –
apremió Veguita-.
— Un instante, que ahora regreso –
intervino presuroso Pepe-. Comienzo yo con
“Hamlet”.
Antes de que Patricio y Ventura pudieran
preguntarle a dónde se dirigía, Pepe
desapareció en la oscuridad. Al poco de
marchar volvió con un objeto más o menos
esférico en la mano, que según se fue
acercando tomó la forma de un cráneo.
— Listo. Con esta calavera ya puedo
recitar a gusto -se aclaró la voz, bebió un buen
trago de la frasca que ya rondaba entre los
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compañeros y, dirigiéndose al cráneo, empezó:
“¡Ah, pobre Yorick!... Yo le conocí,
Horacio… Era un hombre sumamente gracioso,
y de la más fecunda imaginación. Me acuerdo
que siendo yo niño me llevó mil veces sobre
sus hombros… y ahora su vista me llena de
horror, y oprimido mi pecho palpita… ¿Qué se
hicieron tus burlas, tus cantares y aquellos
chistes repentinos que de ordinario animaban
la mesa con alegre estrépito? Ahora, falto ya
enteramente de músculos, ni aun puedes
reírte de tu propia deformidad”.
— ¡Bravo, bravo! ¡Qué dicción! ¡Menudo
sentimiento! –espetó Patricio-. Ahora, el turno
del insigne vate Don Ventura de la Vega.
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Ventura, de aspecto enfermizo y
enclenque, tímido y a veces apocado, se
transformaba teniendo un texto a la vista. Sus
ojos comenzaban a refulgir y su voz no tardaba
en extender un poderoso influjo, una atracción
inenarrable que sólo poseen aquellos elegidos
que hacen revivir con su declamación la letra
impresa.
— ¡A ver, Patricio! Pásame las “Noches
lúgubres” –señaló Veguita-. Y tú, William-Pepe,
pon en mi mano esos restos –por la calavera-.
Ejem, ejem…
“¡Ay, qué veo! Todo mi pie derecho está
cubierto de gusanos. ¡Cuánta miseria me
anuncian! ¡En ésto se ha convertido tu carne!
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¡De tus hermosos ojos se han engendrado
estos vivientes asquerosos! ¡Tu pelo, que en lo
fuerte de mi pasión llamé mil veces no sólo
más rubio, sino más precioso que el oro, ha
producido esta podre! ¡Tus blancas manos, tus
labios amorosos se han vuelto materia y
corrupción! ¡En qué estado están las tristes
reliquias de tu cadáver!”.
— ¡Tremendo, tremendo! ¡Eres el rey de
la prosodia! –gritó, dejándose llevar por la
emoción, Patricio-.
— Definitivamente, tienes el don de la
palabra, Veguita. Tú vales para esto –reconoció
Pepe Espronceda-.
Pero antes de que pudiera continuar con
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sus elogios, un crujido metálico seguido de un
desagradable chirrido se abrió paso en la
quietud de la noche. Los muchachos se
aprestaron a esconderse, mas con tan mala
fortuna que la calavera que sostenía Veguita
escapara de su mano yéndose a chocar
estruendosamente contra las losas de la
galería.
— ¿Quién anda ahí? –preguntó la voz de
un hombre-. Salga quien quiera que sea.
¡Hágase presente!
— ¡Apariciones! –gritó, de repente, Pepe-.
— ¡Espectros! –secundó Patricio-.
— ¡Remordimientos del pasado! –poetizó
Veguita-.
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— ¿Apariciones? ¿Espectros? Venid, venid,
acercaos, que este enterrador os va a medir
las espaldas con su pala terruñera –comentó,
amenazante, el sepulturero, que era el que
hacia ellos avanzaba-.
A punto de entrar en la galería y mientras
repartía mandobles en las tinieblas, los
muchachos pudieron observar la silueta de un
hombre de media estatura, algo panzón.
— ¡Qué bestia! –soltó Patricio-. ¡Decidle
algo, que se nos viene encima!
— ¡Señor, señor, no se inquiete! Somos
gente de paz, humildes estudiantes en busca
de experiencias -probó Pepe-.
— Con que estudiantes, ¿eh? Caramba,
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caramba… ¡Vais a pagar cara la broma…!
— Patricio, ¿qué modales son los
nuestros? Ofrécele un trago de la frasca a este
caballero –apremió Pepe-.
El avizore de la frasca logró atemperar
los ánimos del agresor. Su voz se tornó más
humana.
— ¿Vino? ¿del bueno? –preguntó el de la
pala en ristre-.
— ¡Valdepeñas, caballero! Todo un gusto
para el paladar –sentenció Veguita-.
El sepulturero se quitó el sombrero, echó
mano del brebaje y lo tentó. Al acercarse
tanto dejó ver su reluciente calva a la luz de
las linternas.
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— Pero, ¿qué hacéis por estos lares,
creaturas? –preguntó, ya más calmado-.
— Investigar. Tan sólo eso –respondió
Patricio-.
— Y filosofar, leer, debatir…. Todo al calor
de un buen tinto.
— Y usted, si no es indiscreción, ¿qué
hace a estas horas por aquí? –interrogó Pepe-.
— Adelantar trabajo. No hago más que
dar vueltas en la yacija con el maldito calor de
las casas… Afuera corre algo de aire… ¡y no
tengo que aguantar a la mujer!
— Sabias palabras, caballero –apostilló
Patricio-. Pero, dígame, ¿podría preguntarle
algo acerca de su labor?
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— Sí claro, mientras vayan rodando las
frascas…
— Acorde a su experiencia, fruto de
trabajar todo el tiempo con difuntos, cavar su
fosa, ayudarles a hacer su último descenso… y
luego vigilar su descanso, acorde su
experiencia, digo, señor, ¿usted cree que el
vergel de la vida se extiende más allá del
páramo de la muerte? –atinó a preguntar, por
fin, Patricio-.
— ¿Volver a la vida? ¿Andar por verdes
pastos en compañía del Señor? –preguntas que
en realidad no esperaban contestación ajena-.
Llevo más de diez años en este pudridero y he
escuchado historias de rituales, mil oraciones,
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brujerías y otros cuentos de viejas, y os puedo
asegurar, mal que me pese, que no he visto
mano ni ojo humanos que inertes entraran por
las cancelas e hicieran luego señal de
movimiento una vez yo les di tierra.
— Es lo que viene a confirmar mis teorías
–intervino Pepe-. ¿Y le gusta su trabajo?
— Sí, mucho. Ten en cuenta que soy
amante del sosiego, y no puede haber lugar
más tranquilo en la Tierra. Aquí no hay riñas;
se olvidaron de cuajo todas las disputas, los
celos, las pendencias, los politiqueos… Ellos –
dijo señalando a los nichos-… ellos sólo
quieren descansar. Por cierto, ¿un cigarrito? –y
alargó un pitillo a Pepe-. Cosecha propia. Nada
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de lindezas, ya veréis.
Pepe lo encendió con la llama del farol,
aspiró el humo y entre toses sofocadas
exclamó:
— ¡Quebrantapechos!
— ¡Ya lo pasarás, abusativo! –apremió
Patricio, que lo recogió y dio una buena
calada-. Toma, Veguita, aromatízate….
Veguita… ¡Veguita! ¡El sitio de Zaragoza! Mira,
Pepe, ¡que éste se ha quedado dormido!
— Angelito… Cayó en brazos de las Musas
–comentó Pepe, sonriendo-. Usted nos
perdonará, señor, pero creo que debemos
regresar a nuestros lares.
— No hay problema, hijos. Id con dios y
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no volváis por aquí, que este recinto cría
hombres melancólicos… -dijo el sepulturero-.
— Esperemos tardar en volver, caballero –
replicó Patricio-. Eso será buena señal.
Se despidieron del enterrador dejándole
lo que quedaba de las frascas y despertaron a
Veguita, que refunfuñando y de pésimo humor
tuvo que incorporarse al cortejo que partía.
Arriba en el cielo, el alba llamaba ya a
aldabonazos en las puertas de la oscuridad y
los contornos de la Villa iban haciéndose más
precisos. Un relente silencioso, que ayudaba a
digerir la experiencia, acompañó al trío en su
tranquilo regreso a la urbe.
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CAPÍTULO VII:
El Buen Retiro. Las Sociedades Secretas.
El Palacio del Buen Retiro fue mandado
construir por Felipe IV sobre un terreno que le
fue regalado por el Conde-Duque de Olivares.
Empezó a construirse sobre 1630 y fue
rematado en el año 1640. La edificación se
hizo en base a la improvisación, de tal modo
que se fueron añadiendo instalaciones según se
fue creyendo conveniente. Otro de los detalles
de este Palacio fue la mala calidad de los
materiales utilizados para su elaboración, algo
que la real residencia pagaría a la vuelta del
tiempo. Con todo, el suntuoso recinto
contaba, al final de su construcción, con dos
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cuerpos principales de base cuadrangular y un
par de plazas abiertas utilizadas para festejos
y celebraciones. Entre los elementos
singulares del Real Sitio cabía destacar la
leonera para la exhibición de animales salvajes
y un estanque de enormes dimensiones donde
se solían representar naumaquias, es decir,
representaciones de batallas navales con
barcos a escala. Durante el reinado de Carlos
III se añadieron al conjunto la Real Fábrica de
Porcelanas o el magnífico Observatorio
Astronómico. El fin de este magno conjunto
arquitectónico sobrevino con la invasión
francesa, periodo durante el cual las tropas
galas utilizaron el Palacio como cuartel. Se
colocó el polvorín en los jardines y, a
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consecuencia de ello, se montó un fortín para
protegerlo. Los desperfectos causados por el
invasor en combinación con la ínfima calidad
de los materiales de elaboración causaron la
ruina en la práctica totalidad del edificio. A
finales Julio de 1822 –época por la que camina
nuestra historia- los restos del Real Sitio se
reducían prácticamente a lo que queda en un
lugar que ha sido escenario de guerra, si bien
los reales jardines podían seguir siendo
visitados; Eso sí, guardando “los más mínimos
requisitos de indumentaria e higiene
personal”, como dejó establecido Carlos III.
Entre esas ruinas, en medio de la
canícula estival, paseaban allá por la última
semana del mes de julio Pepe y Patricio, los
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dos inseparables amigos. Atrás quedaron el
severo castigo por la escapada nocturna al
camposanto –y el recuerdo, en el caso de
Pepe, del rostro frío y duro de su madre
cuando, de amanecida, topó con él al abrir la
puerta de su casa- y las dificultades para
volver a entrar en contacto –aislamiento
forzoso para los miembros del trío
expedicionario-. Ambos amigos gustaban de
dar un garbeo por los jardines, especialmente
por la zona del Observatorio, donde, producto
de la guerra, podían encontrarse multitud de
cuevas que podían utilizarse como espacio de
juegos. Llevaban un puñado de cigarros
escamoteados del escritorio personal de Don
Jerónimo -padre de Patricio- y se disponían a
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dar buena cuenta de ellos poniéndose, eso sí,
en sitio a salvo de miradas indiscretas.
Los jóvenes estaban inquietos pues,
pocos días antes, el 7 de julio, se había
producido un hecho que conmocionó a la
capital: el enfrentamiento en sus calles entre
la Guardia Real y las Milicias Nacionales. Hacia
el 30 de junio, la Guardia Real destacada en la
Villa se atrincheró en el Palacio de Oriente,
como parte de un proyecto que pretendía un
golpe de estado cuyo objeto era proclamar al
monarca “rey absoluto”. Esta maniobra
contaba con la anuencia de Fernando VII –
aunque bien se cuidó luego de disimularlo-. La
irresolución de la Guardia Real permitió a la
Milicia Nacional organizarse y el propio 7 de
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julio, cuando apoyados por los batallones
provenientes del Pardo los de Palacio
decidieron atacar, se encontraron con la feroz
resistencia de los milicianos a lo largo de las
calles de Madrid. El empuje de la Milicia
repelió a los guardias en la Plaza Mayor, los
cuales tuvieron que batirse en vergonzosa
retirada.
Aunque frustrado, el intento de golpe
daba muestra de las intenciones reales de la
parte menos progresiva de la sociedad
española. Pepe y Patricio, como jóvenes
ciudadanos concienciados con la realidad de su
país, no eran ajenos a este tipo de temas que,
por otra parte, excitaban sobremanera su
fantasía política y revolucionaria.
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— ¡Se nos quieren merendar! –exclamó
Pepe, dando una profunda calada al cigarro
gentilmente donado por su colega-. Y el
“Deseado”, haciéndose el longuis… ¡pero
nosotros sabemos bien de qué pie cojea! Y no
lo digo sólo por los ataques de gota, ¿eh?
— Sí, sí. –remarcó Patricio, chupeteando
su tagarnina-. Los servilones ya ni disimulan.
Ahí los tienes, sublevándose aquí en Madrid o
formando sus partidas de curas cavernarios,
como ese tal Merino, por media España.
— Por no hablar de “Los Apostólicos”, esa
sociedad de sinvergüenzas que se propone
exaltar los ánimos de la plebe con sus
retrógradas ideas sobre el Rey Neto.
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— ¡Masones y absolutistas! ¡Vaya una
contradicción! –señaló Patricio-. ¡Ah! Pues
anda que los rumores que se escuchan en la
Central…
— ¿Rumores en la Universidad? ¡No me lo
puedo creer! –comentó, con cierta sonrisa
irónica, Pepe-.
— Tú te chanceas, pero parece ser que
los dineros de Fernandito corren a raudales en
la Fontana de Oro y en el café de Lorencini
con objeto de corromper a los oradores.
— ¿Y para qué? –preguntó Pepe-.
— Pues está claro, hombre: Para
soliviantar a las masas con discursos
incendiarios que vayan contra el orden
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constitucional.
— ¡Meridiano! Agitación, provocación…
Excusa perfecta para luego imponer su
absolutismo so pretexto del caos reinante –
reflexionó Pepe-. No, si es que de tontos, ni
uno de sus cabellos…
— Pues deberíamos de hacer algo –dijo
Patricio, sofocando una tos producto del
cigarro-.
— ¿Y qué? En la Milicia Nacional no nos
dejan ingresar todavía y la Masonería… ésa
dicen que no es para imberbes.
— ¿Tu padre no es del Gran Oriente? –
interrogó Patricio-.
— Yo creo que sí, pero el condenado no
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suelta ni prenda. Lleva sus asuntos con
absoluto secretismo y sólo habla del tema para
poner a caer de un burro a los Comuneros, y
eso si se le pilla parlanchín con el vino de la
comida y la copita de sobremesa.
En ese preciso instante, acertó a pasar
cerca del parche de hierba donde estaban
reclinados y en plena función del humo una
pareja de edad madura, elegantes, denotando
su buena posición social: Él, tripón, de buenas
patillas, embutido en chaqué y pantalones
rayados; Ella cuidada, aún coqueta, luciendo
hermoso vestido, elegante sombrerito y
delicada sombrilla. El hombre se dirigió al dúo:
— ¡Eh, haraganes! ¿Qué hacéis que no os
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estáis quemando las pestañas con los libros?
¡Qué vergüenza! Tan nuevos y ya dándole al
fumeteo…
— ¡Alto ahí señoría! Estamos disfrutando
del merecido descanso estival… y de unos
ínclitos cigarros donados por el bueno de Don
Jerónimo –replicó, ni corto ni perezoso, Pepe-.
— ¡Habrase visto, los lechuguinos!
Vámonos, Pedro, que esta juventud quiere
volver incluso antes de haber ido –indicó a su
marido la señorona-.
— Sí, no merece la pena. Dad gracias que
tengo el bastón arreglando, que de lo
contrario…
— Nos lo hubiese enseñado, ¿fetén?
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Marchen con dios, excelencias, y restauren
aquí, alejándose, la paz brutalmente
quebrantada –poetizó Patricio-.
Una vez solventada la molesta
interrupción, Pepe decidió seguir la charla en
el punto y manera en que la habían
abandonado:
— De todas formas… oye, Patricio;
¿Conoces tú a Miguel Ortiz Amor?
— El nombre me suena… Lo habrás
mentado alguna vez. ¿No estudia contigo?
— En efecto. Está en la clase de los
alumnos más veteranos de San Mateo y tengo
cierta confianza con él. ¿Sabes? Me ha contado
varias veces como son las “tenidas” masónicas
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en el Gran Oriente.
— ¡Quiá! ¿Y de qué fuentes bebe, aquí el
magno experto? –preguntó, con sorna,
Patricio-.
— Su padre es asistente habitual, maestro
de alto grado, y le está poniendo al día con
objeto de irle preparando para su iniciación.
— ¡Caramba! Pues ya puedes
desembuchar, que no vas a encontrar oídos
más ávidos que éstos ante la perspectiva de
tamaña información.
— Bien, compadre; Te cuento. No sé si
estarás enterado que la logia del Grande
Oriente está sita en la calle de las Tres Cruces
–casa del número 3, para ser más exactos-.
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— ¡En pleno centro! La Puerta del Sol a
tiro de piedra.
— Según tengo entendido, la calle toma
su nombre de un auto de fe en el que la
Inquisición quemó en sendas cruces a dos
mujeres y un hombre, dicen que por haber
profanado una imagen de la Virgen en la
cercana calle de la Salud.
— ¡Buen antecedente! No podían haber
elegido lugar de origen más escabroso…
-reflexionó Patricio-.
— Ahí es donde se reúnen los caballeros
de la cinta verde…
— ¿La cinta verde?
— Sí. Es la marca distintiva de los
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masones. Si localizas a alguien con ella, date
por seguro que pertenece a la gran hermandad
–respondió Pepe Espronceda-.
— Interesante…
— En dicha casa de la calle de las Tres
Cruces, penetrarás directamente en un
vestíbulo al que llaman “Sala de los Pasos
Perdidos”, al que dan luz un grupo de
lámparas de aceite, que hacen la vez de
estrellas polares. Podrás ver, más adelante, un
habitáculo forrado en negro; Es la “Cámara de
las Meditaciones”. En ella podrás sorprenderte
contemplando ristras de huesos diversos y
mondas calaveras…
— ¡Cual si fueran chorizos del país! –
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apostilló Patricio-.
— ¡Calla, bocarán! ¡No me interrumpas!
En esa cámara encontrarás una mesa medio
descompuesta donde el secretario de la logia
extiende las actas, que el mal de la burocracia
también ha alcanzado a la fraternidad. Si eres
un no iniciado, un neófito, te encerrarán allí
para que reflexiones acerca del paso que vas a
tomar. En ese lúgubre ambiente tendrías que
hacer testamento de la vida que dejarías atrás
y responder unas preguntas acerca de las
intenciones que te guían para querer ingresar
en la logia…
— ¡Vaya! Ni aún en estos ritos te libras de
hacer exámenes….
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— Después te vendarían los ojos para
trasladarte a la logia propiamente dicha. Allí
te interrogará “el Venerable” y serás sometido
a pruebas diversas, tales como “beber la
sangre” (metáfora de cualquier bebedizo o
vinillo del país), los “golpes” (asestados con
martillos de madera por los hermanos, de
manera simbólica se supone, aunque alguno
pone más celo de los normal en el desempeño
de esta prueba) o las abluciones en el pilón
llamado “Mar de Bronce” (el bautismo a la
nueva vida de iniciado).
— ¡Tremendo! ¡Vaya banquete de estética
y simbología! –exclamó Patricio-.
— Si me dejas terminar, botarate, te diré
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que finalmente la venda en los ojos del
iniciado caería (otro símbolo más) y se
encontraría rodeado de espadas (de hoja de
lata) y de ígneas llamas (pintadas): Estas
imágenes representarían el cruel
remordimiento que acometería al recién
iniciado si traicionase a la logia.
— ¡Sensacional!
— El contenido de las reuniones, las
famosas “tenidas”, donde cada grado
(“aprendiz”, “compañero” y maestro masón”)
cumple con sus ritos organizados de una
manera concienzuda, es algo que Ortiz no me
quiso revelar…
— O no pudo, Pepe; Probable es que su
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padre no haya querido ir tan lejos todavía. Por
cierto, ¿y de los Comuneros? ¿Te contó algo
Ortiz? Por lo visto, corre el rumor de que el
mismísimo Riego está con ellos…
— Sí. Bajo el lema de “conoce a tu
enemigo”, su padre –liberal, dicen que estuvo
con los afrancesados- le explicó a Miguel
algunas de las interioridades de la sociedad
comunera.
— ¿Y cómo posee esa información? –
preguntó Patricio-.
— Parece ser que los del Grande Oriente
tienen algún infiltrado entre “Los Hijos de
Padilla”.
— ¡Espionaje! Todo esto no deja de ser
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una novela apasionante…
— ¡Tómalo en serio, Patricio!
— Perdona, compañero, pero creo que
estoy algo abrumado. Continúa, continúa –rogó
Patricio, que con la emoción dio tal calada al
cigarro que a punto estuvieron de saltársele
las lágrimas-.
— Éstos se reúnen en la calle de la
Inquisición. A la casa de reuniones la llaman
“La Fortaleza”. Gran parte de sus miembros
salieron de la masonería para crear una
hermandad de tendencia aún más liberal que
defendiera la Constitución de 1812. Las logias
reciben el nombre de “Castillos” y el
Venerable o Maestro de cada una de ellas el de
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“Castellano”. El color distintivo de los Hijos de
Padilla es el morado, en oposición al verde de
los masones. El recinto interior de la logia,
que recibe el nombre de “Plaza de Armas”,
está adornado con lienzos y telones en los que
se representan torreones con banderolas,
lanzas e inscripciones muy, muy patrióticas.
— ¡Esto es bueno! Pura estética
medieval…
— Los miembros tienen el apelativo de
“Guarnición” y se dirigen a los neófitos como
“reclutas”. En sus tenidas, los Caballeros
Comuneros suelen estar ataviados con cascos,
escudos y espadas –todo ello de “atrezzo”, eso
sí-y llevar una banda dorada al pecho.
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— Pues yo, de poder elegir, estaría donde
está gente como Riego, compañero
Espronceda.
— Ahí milita gran parte de los del partido
“exaltado”, los más liberales de entre los
liberales. Defienden la libertad a ultranza…
— …y son grandes enemigos del Rey Neto
–apostilló Patricio-. Pero no nos van a dejar
ingresar en sus filas aún.
— ¿De qué somos culpables, oh estimado
Patricio? –ironizó Pepe-. ¿Qué horrible delito es
achacable a la juventud? –y, poniéndose en
pie, se llevó la mano al pecho y continuó con
voz melodramática- Si nos cierran las puertas
a la cosa pública, si nos ciegan la entrada a la
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defensa de la patria, a la lucha contra la
tiranía y el oscurantismo… si, por nuestra
tierna edad no nos dejan alternativa….
¡Construiremos nuestra propia Sociedad!
¡Fundaremos algo nuevo que una a los jóvenes
contra el absolutismo!
— Pepe, Pepe… No te emociones –dijo
Patricio desde el suelo, tirando de la pernera
del pantalón a su amigo-. Que por aquí puede
pasar cualquiera…
— Tienes razón, compañero. –expresó
Pepe, volviendo a la realidad-. Me he dejado
llevar por la emoción, tal vez por la
indignación.
— La verdad es que a veces tienes unas
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cosas… Anda, regresemos a casa que se nos
echa encima la hora de la cena.
— ¡Y no quieras ver la cara de mi señora
madre cuando me retraso, chico! –exclamó
Pepe, mientras comenzaron a caminar para
salir del Buen Retiro-. Un monstruo de ojos de
fuego, una furia cuya visión dejaría helado el
corazón más valeroso…
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CAPÍTULO VIII:
Tarde de Toros
Hacia el año 1822, las preferencias del
tiempo de ocio del que disfrutaban los
madrileños se repartían, mayormente, entre
dos espectáculos bastante dispares entre sí:
Los toros y el teatro. Para disfrutar de éste
último, los habitantes de la Villa y Corte
contaban con dos opciones: El Teatro del
Príncipe (con sede en la plaza de Santa Ana) y
el Teatro de la Cruz (sito en la calle del mismo
nombre). Ambos locales compartían cercanía
espacial y rivalidad, una rivalidad inusitada
desde el punto de vista actual, hasta tal punto
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
que cada uno poseía un grupo de aficionados
acérrimos defensores del buen nombre y
gustos dramáticos del respectivo teatro: Los
“chorizos” defendían –a como diera lugar- las
excelencias del Príncipe; los “Polacos”, la
calidad escénica y dramática del de la Cruz.
No resultaba, ni mucho menos, extraño
encontrar a ambos grupos en las céntricas
calles de la Villa dirimiendo sus disputas
estéticas a base de garrotazos. En los periodos
de tregua, las obras de Calderón, Tirso de
Molina, Lope de Vega o Moratín desfilaban
ante la mirada de un público aún sin
domesticar, que aplaudía a rabiar lo que era
de su agrado y “premiaba” con horrendos
pataleos, silbidos y naranjazos –u otros
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
productos de la huerta- la mala ejecución de
los actores. Tampoco resultaba extraño ver a
las gentes de menor extracción social llevarse
bota de vino y merienda al recinto para hacer
más ameno el espectáculo, rellenando así los
tediosos huecos entre actos.
Otro evento que hacia aquella época
llegó a conquistar la atención de los
madrileños fue la ópera italiana,
especialmente la compuesta por el maestro
Giacomo Rossini, autor de obras como el
“Barbero de Sevilla” u “Otelo”. El furor y la
admiración que estas composiciones
levantaron en la sociedad aquella fueron
descomunales, pudiendo decir que el lírico
espectáculo se convirtió –por increíble que
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suene- en fenómeno de masas.
En cuanto a la tauromaquia… Cierta tarde
de septiembre del año 22, un grupo de
personas –un adulto y tres jovenzuelos-
hicieron su ingreso en el coso de la Villa,
dirigiéndose a la zona de localidades acorde
con su acomodada posición social. La
expedición estaba compuesta por Don Alberto
Lista, Pepe Espronceda, Patricio de la Escosura
–presentado “en sociedad” al maestro por
Pepe días antes- y Ventura de la Vega. Todos
ellos se encontraban allí a sugerencia del
maestro Lista, creyéndose los muchachos en la
obligación de aceptar la invitación que el
docto sevillano les había hecho. Tras una
cruenta batalla de golpes, empellones,
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codazos y “discúlpeme usted” cruzados con
“no faltaría más”, pudieron alcanzar su fila –
situada en la zona media/alta de sombra-. Al
menos dos de los muchachos –Pepe y Veguita-
no parecían estar especialmente cómodos en
aquel ambiente. Una vez aposentadas sus
sentaderas, Pepe dirigió una pregunta al
maestro:
— Discúlpeme, maestro, pero, ¿para qué
nos ha traído aquí? Con todo respeto, y desde
mi humilde punto de vista, no creo que sea
éste un espectáculo demasiado edificante.
— Vamos a ver, criatura. Tú quieres ser
escritor, ¿verdad?
— Sí, señor. No creo tener en la vida
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superior anhelo.
— Pues mira, Pepe. El escritor nace y
crece con el hábito de la observación.
— No entiendo, maestro. ¿Qué tiene que
ver la observación con la muerte de un bicho?
— Sencillo, chaval. Estamos en la plaza,
¿cierto? Echa una ojeada a tu alrededor. Tienes
ante ti el mejor fresco social que puede
retratar nuestra época. Aquí, concentrados,
hallamos representados a todos los estamentos
de ésta nuestra sociedad –bien es verdad que
juntos pero no revueltos- en un ambiente
festivo, distendido. Observa, escucha, siente,
huele…
Pepe –y por extensión Patricio y Veguita-
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empezó a reparar en el contexto que le
rodeaba. Puso su atención en los olores, una
intensa y variopinta mezcla olfativa compuesta
de efluvios corporales, suaves perfumes,
contundentes embutidos y vino peleón
derramado por las gradas. Después se dejó
llevar por lo que le llegaba a través del oído:
Los más sutiles y delicados saludos, las
interjecciones más caballerosas se confundían
con los improperios y las más horrorosas
injurias. Los suaves y corteses tratamientos
sociales bregaban por ser escuchados entre
sonorísimos eructos y risotadas estrepitosas. El
sonido de una guitarra acompañando al cante
de un “manolo” de voz chulesca y acazallada
vino a última hora a sumarse a la polifonía.
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— ¿Qué me decís de este “totum
revolutum”? ¿Hay o no hay elementos para el
estudio de los personajes? -preguntó,
retóricamente, el maestro Lista-.
— ¡Qué razón tiene, Don Alberto! –
exclamó Ventura-. Aquí se encuentran
elementos suficientes para hacer una buena
comedia.
— De ésas que tanto te gusta representar,
pillastre. Madera de actor tienes, hijo –
comentó Lista-. En dicción y modos dramáticos
no hay quien te gane…
— No le diga tal cosa, maestro, que aquí
el pollo pera es capaz de creérselo –intervino
Pepe-.
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— ¡Fijaos, fijaos! Acaba de hacer su
aparición la familia real –interrumpió Patricio-.
— ¡Ah sí! Son la reina María Josefa Amalia
de Sajonia y Don Carlos María Isidro, el
hermano del rey –dijo Veguita-.
— ¡Qué joven es la consorte! ¡Si parece
una niña! –añadió Lista-. Reparad en su
belleza, en su porte angelical.
— Dicen que es amabilísima en el trato –
añadió Patricio-. Da gusto departir con ella…
— Muy al contrario del meapilas de Don
Carlos. Me juego el gaznate que, ahí donde le
veis, acaba de dejar en palacio alguna
conspiración a medio hacer –soltó Pepe-. El
muy truhán andará en contacto con todas las
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partidas de frailes ultramontanos.
— ¡Bueno, basta de políticas! –exclamó
Don Alberto- Estaos atentos, el drama de la
muerte vuelve a comenzar…
Un torero escuchimizado y fibroso saltó a
la arena para recibir al bovino. Éste hizo acto
de presencia sin demasiada convicción, como
si fuera consciente de que en la tarde iban a
pintar bastos. El torerillo se lo tomaba con
calma.
— ¡Eh, esquelético! ¡Arrímate un poco,
que los morlacos no muerden! –gritaron desde
las gradas inferiores-.
— ¿Te traemos una lanza, valiente? –otra
voz, otra “pullita”-.
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— ¡Dale al capote, sinvergüenza! –y al de
al lado- Alcánzame un pedrusco, Vicentico,
que a éste le avío las entendederas.
El toro tuvo la mala ocurrencia de
pegarse a las tablas, justo debajo de la zona
donde se sentaban nuestros protagonistas. Uno
de los manolos de la fila de suelo comenzó a
hostigar al animal a golpe de palos. El bicho
gruñía y miraba hacia atrás extrañado.
— ¡Uuuuushh! ¡Tira “pal” “esmirriao”!.
¡Enséñale la cornamenta! –comentaba el de la
pértiga-.
El “tirillas” de la montera decidió hacer
de sus tripas corazón y se acercó al morlaco
con la sana intención de hacerle una serie de
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pases de fantasía, los cuales –
desafortunadamente- probaron ser un fiasco, a
juicio del respetable. El hecho desencadenó
una terrible bronca, una singular algarabía que
fue el preludio de una lluvia cerrada de
inmundicias y desperdicios: Cáscaras, mondas,
restos y frutas de cuerpo entero empezaron a
arreciar contra torero y bestia. Los más
indignados con la falta de bravura en el coso
arramblaron con cuanto cascote pudieron
llevarse a las manos y bautizaron con ellos al
singular par sobre la arena.
— ¡Madre del cielo! ¡Le van a desgraciar!
–gritaba, asombrado, Patricio-.
— ¡Y lo que es peor, nos van a dejar sin
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toro! –señaló Veguita-.
— ¿Cuáles son aquí los brutos? ¿Quién
actúa como animal en esta sangrienta fábula? –
preguntó, como pudo, Pepe-.
El motín de la plaza iba degenerando en
verdadero tumulto, con el torerillo huyendo a
la carrera y el morlaco espantado, muerto de
miedo, acorralado por lanzas y piedras.
— Observad, hijitos, -reflexionó Lista-
como la lidia puede reflejar todo el carácter
de la historia de nuestra patria: Lo trágico
deviene con extrema facilidad en un
galimatías patético y grotesco. A eso hemos
llegado; De eso será harto difícil que salgamos.
— Cierto es, maestro. Diga usted que la
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lección de hoy no se nos va a olvidar
fácilmente –remarcó Pepe, que aprobaba la
agudeza de Don Alberto-.
Mientras algunos miembros de la Milicia
Nacional se veían en el deber cívico de
intentar controlar lo incontrolable –y de paso
proteger la salud del muletilla- aún a costa de
sus ratos de esparcimiento, alumno y pupilos
abandonaban el coso, más pendientes de su
propia integridad personal que del
esperpéntico y bodeviliano espectáculo que la
plaza de la Villa y Corte volvía a revivir por
penúltima ocasión.
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CAPÍTULO IX:
La Academia del Mirto
Cierto día de finales de abril de 1823, un
puñado de alumnos del Colegio San Mateo
aguardaba en el aula a Don Alberto Lista. La
jornada escolar había concluido, pero habían
sido conminados por el maestro para que le
aguardasen. Entre el grupo que expectante se
sentaba frente a los pupitres se encontraban
Pepe Espronceda, Ventura de la Vega, Felipe
Pardo y Juan de la Pezuela, entre otros. El
maestro no se demoró en demasía y con
acento firme se dirigió al muchachil auditorio:
— Bien, jóvenes. Últimamente le he
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estado dando vueltas a la idea de formar una
especie de club poético como me sugirió
vuestro condiscípulo aquí presente, José de
Espronceda. Creo honestamente, Pepe, que
puede resultar una experiencia agradable y
enriquecedora para todos, incluso para éste
que os habla.
— Perdón, señor –interrumpió, con
timidez, Pepe-. ¿Ha considerado la posibilidad
de ejercer de tutor y guía de las actividades
del club? Hemos pensado que… En fin, sería un
gran honor para todos nosotros.
— Por supuesto, Pepe, por supuesto. Me
imagino que necesitáis un timonel que os
ayude a navegar entre las procelosas aguas de
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la literatura, máxime cuando vuestro navío
apenas acaba de abandonar la orilla.
— ¡Excelente, maestro! –exclamó Felipe
Pardo-. No podríamos encontrar mejor tutela.
— Bueno, bueno –apaciguó Lista-. Me he
tomado la libertad, mis aplicados socios, de
elegir un nombre para este proyecto que ahora
comienza a rodar. Le llamaremos, si no hay
objeción muy grande, “La Academia del
Mirto”, en honor a la diosa Venus, no por su
vertiente amorosa, sino por ser considerada
protectora de la belleza. Porque de eso se
trata, muchachos; de rendir constante tributo
a la belleza, de dejar ofrendas de tinta ante el
altar de la querida divinidad.
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— ¡Genial!
— ¡Sublime!
Comentarios de esta índole, escapados de
eufóricas bocas, pusieron punto y seguido al
parlamento de Lista.
— ¿Y dónde nos reuniremos, maestro? –
preguntó Veguita-.
— Pues si no os parece mal, he pensado
que la primera y solemne reunión de la
Academia del Mirto tenga lugar en mi humilde
morada que, como algunos no ignoráis, se
encuentra en la calle de Valverde.
— ¡Estupendo!
— ¡Sensacional!
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— ¡Viva por siempre Don Alberto!
— ¡Basta, basta! –exigió Lista-. Os
aguardo, pues, en mi casa a las cinco de esta
tarde. Y sed puntuales, que el rigor en las
costumbres ayuda a mantener las mentes
despejadas.
La reunión se disolvió y cada cual regresó
a su hogar con la mente llena de sueños: Un
puñado de muchachitos deseosos de que el
reloj alcanzase la hora ansiada.
Poco antes de que las campanas avisaran
de la hora quinta, un grupito de zagales con un
equipaje compuesto mayormente de ilusiones
se encontraba frente al portal del número 52
de la calle Valverde. Se trataba de una casa
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pequeña por lo que contaba su fachada, de
espacio justo para albergar dos balcones no
muy extensos. Penetraron en su portal,
descubriendo penumbra y no excesiva
limpieza. Ascendieron por una escalera
irregular de losas quebradas, a tientas por
falta de visibilidad. Al llegar al piso principal,
Pepe golpeó con suavidad en la puerta.
Una criada cerril sacada de las
profundidades del páramo manchego les abrió,
sin saludarles, con un seco:
— Síganme los señores. Don Alberto les
aguarda.
Penetraron sin transición en una pequeña
estancia de forma cuadrada con piso irregular
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de ladrillo malo. Alrededor de la habitación se
encontraban unas cuantas sillas sin orden ni
concierto y en el centro, presidiendo, la
sempiterna mesa camilla, con hule de tapete
verde. Don Alberto Lista se encontraba en ella
y, sonriente, saludó a los muchachos:
— ¿Qué hay, prometedores talentos? No os
quedéis ahí pasmados. Tomad una silla y
sentaos al albur en torno a mi mesa.
La criada ceñuda abandonó la escena, y
mohína volvió a sus quehaceres. Los poetillas
agarraron sendas sillas y tomaron asiento junto
al maestro. De esa forma pudieron observar a
Lista en la cercanía: Resultaba ser un hombre
de cuarenta y ocho años que, acaso por los
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avatares de su azarosa vida, representaba
algunos más. Bajo de estatura y algo
encorvado, solía vestir con traje negro.
Particularmente, era usual verle con una levita
que le caía algo grande y demasiado larga, ya
pasada de moda para los gustos de la época.
En la tranquilidad de su hogar, era propenso a
cubrirse con un gorro de negra seda, coronado
por una borla que resultaba algo ridícula, la
cual se balanceaba de un lado para otro de un
modo constante, lo que ponía en aprietos y
colmaba de molestias al docto profesor.
Resaltaba sobremanera la cortedad de su
vista, producto, seguramente, de las penurias
que soportó a lo largo de su existencia. Aunque
su rostro no era de facciones bellas, la suave
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armonía de su discurso y la templanza de sus
palabras le conferían un halo de atracción
ante todo aquel que pudiera escucharle.
Hablaba con un marcado acento andaluz –el
maestro nació en Sevilla- del que nunca quiso
desprenderse.
En la parte intelectual, Lista siempre
demostró ser un foco de sabiduría, una
lumbrera que iluminaba las inteligencias
díscolas y rebeldes de los muchachos a través
de su magisterio. La tarea le resultaba
sencilla: Dominaba las ciencias exactas
-especialmente las matemáticas-, la filosofía,
la teología –no en vano era sacerdote-,
sentaba cátedra en derecho y, por supuesto,
predicaba los fundamentos del noble arte de
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las letras. Podría decirse que Lista poseía el
espíritu de un hombre renacentista. Su
enseñanza destacaba por un excepcional dote
para explicar de un modo sencillo los
conceptos más profundos de cualquier
materia.
Ese hombre, que a la vista daba la
impresión de ser tan poca cosa, volvió a
dirigirse a los muchachos una vez éstos
tomaron asiento alrededor del admirado
maestro:
— Bien, bien. Así me gusta. De acuerdo,
¿quién de vosotros será el primero en
deleitarnos con sus composiciones?
Los zagales –Pepe, Patricio, Veguita,
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Felipe Pardo y Juan de la Pezuela-
intercambiaron una serie de miradas de
asombro, conmocionados por lo inesperado del
trance. Tras unos segundos silenciosos, Pepe
extrajo de su chaleco un pliego de papel
cubierto de escrituras formadas por la más
primorosa caligrafía.
— Puedo comenzar yo, maestro, si no es
demasiada molestia –sugirió Pepe-.
— Adelante, adelante. Te esperamos
ansiosos –sentenció Don Alberto-.
— Gracias. Se trata de una oda que he
compuesto en homenaje a la muy noble Milicia
Nacional, con motivo de su heroica actuación
ante la rebelión de la Guardia Real y en
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defensa de nuestra Constitución. La he
titulado “Al siete de Julio”.
— ¡Ah, canastos! –exclamó Lista- ¿Vas a
entrar en materia política? Te advierto, Pepito,
que eso es meterse en materia pantanosa. Y
créeme que habla la voz de la experiencia.
El maestro, adivinando el desconcierto de
su pupilo ante el comentario, se apresuró a
animarle:
— No te apures, angelito, y comienza tu
lectura, que de todo, si bien expresado, se
puede hacer arte.
Pepe carraspeó, tosió, y se rascó hasta
finalmente dar comienzo al recitado. Su voz
adolescente sonó pura y poderosa, dotando a
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cada verso de una emoción y un sentimiento
conmovedores. El calado de su dicción
delataba al enorme poeta en ciernes.
Mientras, el maestro Lista sonreía
asintiendo al escuchar una metáfora de su
agrado o un giro léxico especialmente
ingenioso. También dejaba traslucir en su
rostro cuando alguna expresión o rasgo
estilístico le desagradaba, torciendo el gesto y
cabeceando levemente de un lado para otro.
Por fin, la declamación se extinguió. Los
muchachos se miraban entre sí expectantes, a
la espera del juicio del maestro.
— Has dado la talla, Pepe. Nos has
comunicado sensaciones (en eso estaremos
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todos de acuerdo) y las has expresado de un
modo convincente, pero algo irregular en su
forma.
— ¿Entonces…? –cuestionó Pepe, pidiendo
a Don Alberto más concreción-.
— Entonces puede decirse que tienes un
inmenso talento, pero que está, cual plaza de
toros, colmado de plebe.
Los compañeros –y hasta Espronceda
mismo- rieron con la ocurrencia de Lista. Éste
prosiguió:
— Hay un proverbio oriental que dice:
“Antes de escribir, asegúrate de que eres tú el
que tiene el dominio sobre la pluma, y no
viceversa.” Somos nosotros los que debemos
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controlar la escritura, dominar nuestras
emociones, encauzarlas con el propósito de
conducirlas hacia la belleza. Y para ello
habremos de recurrir a la técnica: Técnica,
técnica y más técnica. Dominio de los
instrumentos de la lengua: Primero el “cómo”
y luego el “qué”.
— ¿Y de qué manera adquiriremos esa
técnica, maestro? –preguntó Felipe Pardo-.
— A través del estudio y la lectura. Hay
que leer y revisitar a los clásicos, el teatro y la
poesía del Siglo de Oro, Calderón, Quevedo,
Lope… Sin olvidar los orígenes de todo este
“negocio”: Horacio, Virgilio, Ovidio, Safo…
— Pero, Don Alberto, con el debido
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respeto, ¿no sería eso renunciar a la
originalidad? –se atrevió a preguntar Veguita-.
— ¿Originalidad, dices? Te diré, joven
Ventura, que el sano y fuerte árbol de la
literatura hace tiempo que fue plantado. El
tronco de este prodigio lo forman, entre otros,
algunos de los excelsos escritores que
anteriormente he comentado. No debéis,
pues, creer en vuestra vanidad que seréis
capaces de engendrar por vosotros mismos un
árbol de parecida calidad. Seguid mi consejo,
si en algo lo estimáis, y conformaos con
alcanzar a ser una de sus robustas ramas, que
al hacerlo no habréis alcanzado gloria
pequeña, ni mucho menos.
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— Usted nos ayudará a mejorar, ¿verdad,
maestro? –atinó a preguntar Pepe-.
— Ciertamente, ciertamente. Intentaré
ayudaros a sacar lo mejor de vosotros mismos,
a poner en marcha el potencial que tenéis (y
que es mucho, a fe mía). Escribiremos,
practicaremos, leeremos y comentaremos, nos
ejercitaremos en las habilidades lingüísticas,
en los tropos y en las metáforas: Pondré a
vuestra disposición el arsenal técnico
necesario para que os encumbréis como
poetas, hombres de letras. Por cierto… -y aquí
hizo una pausa- Pezuela, hijo, no ha abierto
usted la boca en todo el tiempo. ¿No podría su
señoría regalarnos los oídos con algún escrito
de su cosecha?
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Juan de la Pezuela abrió los ojos de
asombro y, azorado, sólo atinó a contestar:
— Mire usted, maestro… Realmente sólo
estoy aquí en calidad de acompañante, en
mera solidaridad con mis compañeros, pero
yo… -dudó- yo preferiría seguir la carrera
militar.
Ante la respuesta del zagal, Don Alberto
no pudo menos que echarse a reír. Cuando
alcanzó a reponerse, le replicó:
— Pero bueno, Pezuela, ambas
ocupaciones no son incompatibles: Fíjate en
mí, muchacho, que soy sacerdote, profesor y
literato… ¡y no me ha entrado el tabardillo! –y
continuó- De cualquier forma, es conveniente
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que sigas asistiendo a estas reuniones, no sea
el caso de que al final caigas contagiado de
nuestro entusiasmo por las letras.
Y así, de esta curiosa manera, echó a
rodar la Academia del Mirto, escuela de
aprendizaje literario, vivero de amistad y
devoción hacia un maestro de trato humano y
justo, al que habría después de agradecérsele
varias y muy buenas vocaciones poéticas,
dramáticas y de otras áreas de la creación
artística.
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CAPÍTULO X:
¡Regresan los Franceses!
Por aquellas fechas –postrimerías de Abril
de 1823-, la Puerta del Sol era un hervidero de
rumores y especulaciones. Alrededor de la
estatua de la “Mariblanca” –blanca figura de
Venus que coronaba una fuente-, grupos
heterogéneos formados por individuos de la
más variopinta índole social se afanaban en
comentar los últimos acontecimientos
políticos: Y es que el ejército galo de los “Cien
Mil Hijos de San Luis”, comandado por el
Duque de Angulema –sobrino de Luis XVIII-,
proseguía su imparable avance hacia la capital
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del reino, avasallando con su potencial técnico
y numérico a las menguadas y básicamente
desorganizadas tropas constitucionalistas. El
objetivo de esta nueva expedición francesa no
era otro que el de reponer en sus privilegios
absolutos a Fernando VII. Para ello contaba
con el inestimable apoyo de diversas partidas
de frailes y guerrilleros que en esta ocasión,
paradójicamente, hacían causa común con las
tropas invasoras, cuando nacieron años antes
para combatirlas en la Guerra de la
Independencia.
Pepe y Patricio pululaban inquietos entre
la multitud de corrillos formados por la
alarmada población, ávidos de recoger cuenta
información les fuera posible acerca del
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apurado trance por el que estaba atravesando
–una vez más- el país. En un momento dado,
repararon en la tensa conversación que
sostenían un hombre de mediana edad y un
joven “pollo”. El primero lucía el severo
carácter de un funcionario, e iba ataviado de
casaca, chaleco y calzón con medias negras. El
otro portaba frac de color verderón, chaleco
de adornos barrocos, pantalón a rayas
bastante ajustado y un extravagante nudo de
corbata.
— Nos van a jeringar una vez más, Don
Roque –comentaba el “pollo”-. Le digo a usted
que los franchutes pasan el verano al calor de
los madriles.
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— ¿Qué has de contarme, Alvarito? –
replicó el hombre del negociado- Ese rubito de
Angulema, que los diablos lleven, tiene gente
suficiente para hacerse con la nación en
menos que canta un gallo.
— Y más si cuentan con los traidores, esos
bandoleros y curas vendepatrias que prefieren
ver a los franceses en Madrid antes que a los
españoles disfrutando de su Constitución.
— Y el gobierno, las cortes y el rey en
Sevilla…
— ¡A la fuerza ahorcan! –exclamó
Alvarito- Habrá que proteger la soberanía
nacional…
— Y el granuja del rey Fernando
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haciéndose el remolón para no ser evacuado:
Que si estoy indispuesto, que si otro ataque de
gota… ¡Ya, ya!
— Anda loco por la música. Los parásitos
cortesanos le tienen en una nube con tanta
adulación. Eso de que el monarca debe ser
soberano absoluto, a base de mucho
repetírselo, se lo ha acabado creyendo.
Pepe y Patricio abandonaron la
conversación y continuaron caminando en
dirección a la Plaza Mayor.
— Oye, Patricio. La cosa se está poniendo
fea. Creo que deberíamos entrar en acción –
comentó Pepe-.
— ¿De qué diantres estás hablando, chico?
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–preguntó Patricio-.
— ¿Recuerdas la jornada aquella que
estuvimos en el Buen Retiro conversando
acerca de las Sociedades Secretas?
— Recuerdo, recuerdo. Si tu intención es
la ingresar en una de ellas, haz memoria: No,
repito, no tenemos la edad. Nadie nos va a
admitir en ninguna de sus logias.
— Ahí voy, Patricio, ahí voy. Me refiero a
que si tenemos el acceso vetado a las logias
existentes… ¡La única salida que nos dejan es
fundar nosotros una!
— ¿Te has vuelto loco, Pepe? Tantas caídas
desde lo alto de tantas tapias…
— Escucha, compañero. Hay que ponerse
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en contacto con los miembros de la Academia
del Mirto. Por supuesto, es importante que el
maestro Lista no sepa nada de todo esto:
Aunque conocemos sus tendencias políticas, no
aprobaría una medida de estas características,
por no hablar de su afán de protección…
— ¿No estás de chanza, Pepe? Mira que ya
tenemos suficientes quebraderos de cabeza.
— La cuestión es la siguiente: El ejército
de invasión va a acabar entrando en Madrid,
pero aún disponemos de unos días para darle
forma a nuestra organización. Tú de leyes
sabes ya un rato, ¿no es así?
— Alguna se me aposenta en la mollera
entre verso y trastada, cuando atino a
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aparecer por la “Central”. Ya sabes, la vida
universitaria… -y añadió, cortando en seco-
Pero, ¡no me líes! ¿Qué pretendes, criatura?
— Sencillo, camarada: Convocaremos una
reunión para recabar apoyos y recoger
sugerencias. Una vez contemos con los
fundamentos básicos, tú te encargarás de dar
forma escrita a los estatutos, que para eso
entiendes de fárragos jurídicos.
— Así que hablas en serio –dijo Patricio-.
— Evidente, querido amigo. Tenemos la
oportunidad de contribuir a frenar la regresión
que pretenden implantar en nuestra patria. Lo
único positivo de esta situación de mil
demonios es que se ha desenmascarado al
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tirano: Fernando el VII no nos quiere en
libertad.
— ¡Qué diablos! –exclamó Patricio,
exaltado por las palabras de Espronceda-. Algo
habrá que hacer, ¿verdad? Ya no somos
zagalejos…
— Ése es el espíritu, Patricio. Vamos a
regresar, demos la vuelta. La ocasión se
merece un cafelito en Lorencini.
El eufórico par renunció al objetivo de
alcanzar la Plaza Mayor y volvió a encaminar
sus pasos hacia la Puerta del Sol. Una vez en
ella, penetraron en el legendario café de
Lorencini, situado frente a la emblemática
fuente de Venus. El local poseía dimensiones
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reducidas y estaba compuesto de un gracioso
saloncito y un pasillo que acababa en un
pequeño patio de techo acristalado. Las mesas
y mostradores del café hacían el papel de
tribunas cuando algún orador político quería
dirigirse a la concurrencia. A la altura de la
jornada que arribaron los dos jóvenes –casi el
mediodía-, el negocio estaba concurrido pero
tranquilo, ya que los mitineros solían hacer
acto de presencia hacia la caída de la tarde.
Ambos camaradas se aproximaron al mostrador
y fueron atendidos por el mismo Don Carlos
Lorencini, propietario del local, en persona.
— ¿Qué va a ser, “pollos”? –preguntó Don
Carlos con aire indiferente-.
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— Un par de… orujillos, señoría –dijo,
sorprendiéndose a sí mismo, Pepe-.
— ¡Caray con los lechuguinos! ¿Acaso
ignoráis que eso es bebida de hombres?
— No se ponga así, Don Carlos, que hoy
estamos en una ocasión especial –replicó
Pepe-.
— ¿Ah, sí? ¿Y qué es ello, si puede
saberse?
— Estamos de albricias por un nacimiento
–contestó Patricio, adelantándose a
Espronceda-.
— Bueno, bueno… ¡Un nacimiento! ¡Y en
estos tiempos! Voy a poner los dos orujos y un
tercero para mí, que vamos a brindar por la
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salud y buena ventura de la criatura, que falta
le va a hacer… -el tabernero colmó tres
vasillos con una botella de aspecto sucio, tomó
el suyo y lo levantó-. ¡Qué la vida le sea
próspera!
— ¡Próspera y muy larga vida a la
pequeña! –exclamó Pepe, haciendo un guiño
cómplice a Patricio-.
— ¡Ah, pues! ¿Es una niña? –inquirió Don
Carlos-
— Sí –respondió Pepe-. Y la parentela ya
se ha decidido por un nombre.
— ¿Cúal será su gracia entonces,
muchacho?
— Esperanza. Esperanza se ha de llamar –
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afirmó, rotundo, Pepe-.
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CAPÍTULO XI:
Una Semilla de Audacia
En una apacible y soleada tarde de
principios de Mayo, cierta pequeña
congregación compuesta por unos diez
muchachos se reunió en los altos del Buen
Retiro, convocada a instancias de Pepe
Espronceda y Patricio de la Escosura. Entre el
plantel asistente se encontraban algunos
miembros de la Academia del Mirto, tales
como Ventura de la Vega, Felipe Pardo o
Pezuela. Completaban el grupo alumnos del
Colegio de San Mateo, tales como Miguel Ortiz
Amor y Luis Ugarte. Éste último era hijo de un
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humilde sastre vizcaíno que, a base de su
esfuerzo y extraordinario quehacer, había
llegado a situarse como proveedor de la Corte.
Una vez el auditorio tomó asiento sobre
un mullido tapiz de césped, Pepe y Patricio
subieron a un montículo y comenzaron a
perorar:
— Estimados compañeros –empezó Pepe-.
En estos momentos trascendentales en los que
nos ha colocado la historia, la nación exige de
todos y cada uno de nosotros que asumamos el
papel de ciudadanos responsables. Es la hora
del compromiso. Por ello, Don Patricio de la
Escosura y éste que os habla hemos decido el
plantearos formar parte activa de una nueva
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sociedad secreta. Creo que entre los presentes
anida el mismo anhelo por la libertad que,
bien aprovechado, debe unirnos para derrocar
la inminente tiranía.
— ¡Sí!
— ¡Bravo!
— ¡Abajo con los serviles!
— No interrumpáis, por favor. Os
propongo, por todo ello, que brindéis vuestra
fiel adhesión a esta sociedad naciente que,
con vuestra ayuda, va a ponerse en marcha.
— ¡Claro, claro!
— ¡Faltaría más!
— Ni que decir tiene –tomó la palabra
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Patricio- que la incorporación al grupo
supondrá la aceptación de una regla basada en
el secreto más absoluto. Los enemigos de la
Constitución, esos malditos serviles, no
dudarán en aplastarnos si llegan a conocer
nuestras intenciones.
— Por no hablar de la multitud de espías
e infiltrados que, a sueldo del tirano, andan a
la busca de colarse en cualquier club de
carácter liberal, para así promover la agitación
y la insidia entre los nobles compañeros –
remarcó Pepe-.
— De momento, nadie fuera de este
selecto círculo, repito, absolutamente nadie,
debe tener conocimiento de nuestros planes, y
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así habremos de afirmarlo en solemne
juramento.
— ¿Y cómo bautizaremos a esta secreta
alianza? –acertó a preguntar Felipe Pardo-.
— Pepe y yo creemos que sería de justicia
llamarla “Los Numantinos”, en pago a la deuda
que el pueblo español contrajo con aquel
indomable pueblo ibérico que hizo frente,
hasta las últimas consecuencias, al invasor
romano.
— Es un nombre acertado –afirmó Felipe-.
— Y más teniendo en cuenta lo gigantesco
del desafío que tenemos por delante –apostilló
Veguita-.
— Los de Numancia tuvieron enfrente al
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Imperio… ¡pero es que nosotros nos las vamos
a ver con tropas francesas y partidas de
españoles reaccionarios! –exclamó Pezuela-.
¡El desafío no es moco de pavo, compañeros!
— Ahora abriremos turno de sugerencias y
cuando hayamos recogido todas las propuestas
encargaremos a Patricio, en base a sus
conocimientos en la redacción de documentos,
la creación de los estatutos de nuestra
organización –prosiguió Pepe-.
— ¡Buena idea! –exclamó Luis Ugarte-.
¡Qué se note que los estudios en Leyes de
Patricio no están siendo en vano!
— Muy gracioso, Luisito, muy gracioso. A
lo mejor te interesa a ti la tarea… ¡Ah, no,
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perdona, que por lo visto suspendiste
Gramática! –lanzó Patricio, indignado-.
— ¡A lo mejor subo a la tribuna, tirillas, y
te hago comer tus propias palabras! –exclamó
Luis, herido en su amor propio.
— ¡Orden, orden! Serenaos, camaradas,
que estamos a cosas serias –pidió Pepe-.
— ¡Continúe el discurso, señor orador! –
pidió Veguita-.
— De acuerdo, de acuerdo. Bien. Prosigo –
retomó Pepe-. Nuestra intención es imprimir a
“Los Numantinos” un carácter político-
masónico, conjugando así la necesidad de
actuación efectiva con la estética propia de
una sociedad secreta. Intervendremos en
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defensa de las ideas de libertad e igualdad, sí,
pero con cierto estilo.
— ¡Qué bárbaro, Pepe!
— ¡Así se perora, pico de oro!
— Propongo, así mismo, que la
presidencia de esta noble institución recaiga
sobre Don Patricio de la Escosura, al
considerarle, desde mi punto de vista, persona
juiciosa y prudente, pero a la vez inclinada a
la acción cuando ésta tiene que producirse.
— ¡Por no hablar de los estudios que
tiene! –exclamó Miguel Ortiz-. ¡Es todo él
intelecto!
— ¿Votos a favor? –preguntó Pepe-.
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La totalidad de los asistentes alzó su
mano, en parte porque sabían que era la
mejor elección, en parte por el alivio que
suponía el no verse investidos de
responsabilidades mayores.
— Perfecto. Aprobamos otorgar la
presidencia al hermano Patricio de la Escosura
y Morrogh. Hablemos de nuestros objetivos –
prosiguió Pepe-. ¿Qué es lo que queremos
reivindicar?
— Deberíamos intentar derribar del trono
a Fernando VII, “El Insidioso” –propuso
Veguita-. Él ha convocado a los franceses que
ahora están a las puertas de Madrid. Él ha
instigado cualquier tipo de sedición contra los
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gobiernos constitucionalistas.
— Deberíamos dar al pueblo una
verdadera soberanía, para que pudiera
gobernarse como creyera conveniente –
sugirió Felipe Pardo-.
— Tendríamos que intentar propagar, una
vez la Sociedad esté consolidada, nuestras
ideas. Una Sociedad estancada es una
Sociedad muerta -habló, acertadamente, Luis
Ugarte-.
— Habría que incluir un artículo donde se
hablara de la necesidad de castigar, en la
medida de nuestras posibilidades, cualquier
tipo de crimen que contra la libertad se
cometa –apostilló Felipe Pardo-.
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— Justo es –añadió Patricio-. Deberé
tener en cuenta las ideas de los compañeros a
la hora de elaborar el documento fundacional.
— Así mismo –prosiguió Pepe-, hemos
decidido elegir como sede provisional de
nuestras reuniones una de las múltiples cuevas
que tachonan estos parajes. Concretamente,
Patricio y yo le hemos echado el ojo a una
cercana al Observatorio que, por sus
dimensiones, nos puede venir de perlas. La
covacha en cuestión tiene toda la pinta de
haber sido utilizada como almacén por los
franceses durante la guerra de liberación y
ahora, ironías del destino, nos puede rendir no
pequeño servicio a nosotros.
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— ¡Estupendo!
— A falta de pan… ¡Buenas son tortas!
— ¡Ah! Otra cuestión; Para alcanzar los
fines que nos hemos ido marcando, la
presidencia de ésta nuestra organización
intentará recabar de sus miembros cuanto
material considere oportuno. Tened en cuenta
–remarcó Patricio- que a veces encontraréis
dificultades para conseguirlo y otras,
simplemente, deberéis recurrir a “distraer”
bienes de vuestros propios domicilios, bien
entendido que, a ser posible, deberán ser
reintegrados a su lugar original.
— ¡Habrá que andarse con tiento! ¡Mi
padre tiene un genio de mil demonios! –
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exclamó Felipe Pardo-. Si me pilla en un
descuido… ¡Baja segura en “Los Numantinos”!
— Por último, nombramos asesor especial
de la presidencia, debido a sus extensos
conocimientos sobre Sociedades Secretas, a
Don Miguel Ortiz Amor. ¿Aceptas, compañero? –
preguntó Pepe-.
— ¡Acepto, camarada! Aunque sospecho
que no me ofrecéis el cargo por mi sapiencia
en temas masónicos, sino por ser perro viejo.
¡Qué os llevo cuatro añetes a más de uno!
— Excelente. Creo que podemos poner fin
a tan provechosa sesión preparatoria –afirmó
Patricio-.
— ¡Marchad y hacedlo dispersos! No nos
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conviene empezar llamando la atención –
apostilló Pepe-. ¡Constitución y democracia!
— ¡Por siempre!
— ¡Viva!
— ¡Abajo los tiranos!
Esa misma noche, Patricio de la Escosura,
a la luz de una débil bujía, comenzó a
redactar los estatutos de la naciente
organización. Se encontraba solo en medio del
profundo silencio de su habitación, colmada la
imaginación por sueños de gallardía, audacia y
heroicidad. El temor a que su severo padre le
descubriera le hacía escribir casi de figuradas,
de tan tenue que resultaba la iluminación de
la cámara. El cálamo se deslizaba presuroso y
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febril sobre las cuartillas, guiado por una mano
entusiasta y ebria de aventuras. Por el telón
de la mente del joven Patricio desfilaron
imágenes de intrigas y sabotaje: Mientras
escribía se imaginó participando en un complot
para asesinar al rey Fernando, en el que
disfrazados de guardias reales, “Los
numantinos” se infiltrarían en el gabinete del
monarca con objeto de pasarle a cuchillo u
obligarle a tomar un bebedizo de efectos
fulminantes. Estatutos y códigos –con
severísimos castigos en caso de traición-
surcaban las páginas emborronadas por el
inspiradísimo estudiante de leyes, cuya cabeza
iba a la vez produciendo nuevas
maquinaciones con las que derribar a los
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sátrapas del mundo, viendo así refulgir en todo
el orbe el bello rostro de la libertad.
El alba, finalmente, le sorprendió
dormido de agotamiento sobre las notas de su
pequeño escritorio. Apagó la bujía, penetró en
su cama y dejó descansar por un breve rato su
alterada conciencia: Bajo la almohada, a buen
recaudo, aquellas hojas producto de la noche
de trabajo atestiguaban que el objetivo había
sido cumplido.
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CAPÍTULO XII:
Las Temibles Represalias
Y llegaron, al fin, los fatídicos días. Entre
el 19 y el 20 de Mayo de 1823, ante la
inminente llegada del ejército comandado por
el Duque de Angulema, los absolutistas
comenzaron a ejercer una cruenta represión
contra las personas e intereses de los
liberales. Hordas formadas en su mayoría por
integrantes del pueblo llano y capitaneadas
por furibundos curas ultramontanos desataron
una cruenta persecución sobre todo aquel
sospechoso de haber colaborado con las
fuerzas constitucionalistas. El simple hecho de
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simpatizar con las ideas del régimen
recientemente derrocado equivalía a estar en
la nómina de los objetivos. Las casas de
significados liberales fueron marcadas con
cruces y apedreadas –cuando no directamente
saqueadas- por la plebe incontrolada. Legiones
de borrachos manipulados por las sacristías se
ensañaban contra todo aquél que consideraran
no afecto a la idea del Rey Neto. Los frailes,
muchos de ellos componentes de la sociedad
secreta absolutista denominada “Los
Apostólicos”, eran llevados en andas por una
turba enfebrecida, cual si de auténticos santos
se trataran. Algunos infelices fueron
brutalmente maltratados por el mero hecho de
gastar bigote –signo “inequívoco”, para
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aquellas mentes “privilegiadas”, de profesar el
credo masónico-.
Por fin, el 23 de Mayo se verificó la
entrada de las tropas de Luis Antonio de
Borbón –Duque de Angulema y sobrino del rey
francés Luis XVIII- en la Villa y Corte.
Paradójicamente, y por influencia de éste,
hombre honrado, cortés y de buena fe, el
ejército galo frenó muchos de los desmanes
que los incontrolados intentaban perpetrar. El
Duque era un personaje afable y cortés,
caballero riguroso en el cumplimiento de lo
que él creía su deber, y abominaba de los
excesos que pudieran cometerse contra los
vencidos.
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
Pocos días después de esta fecha,
Ventura de la Vega se dirigía a cumplir unos
recados encomendados por su anciana tía
cuando, atravesando la Puerta del Sol, se vio
acometido por una panda de desarrapados
capitaneados por un fraile de hábitos
churretosos. Tres personajes que formaban en
aquel detestable grupo, ebrios y de mirar
torcido, cortaron el paso al joven Veguita.
— ¡Eh, tú, pimpollo! –le espetó, con su
fétido aliento, uno de ellos-. ¿A dónde vas con
tanta prisa?
— ¡Miradle! -exclamó otro- ¡Vaya greñas
que se gasta el lechuguino! Éste no es
personaje piadoso. Sus pelos le delatan.
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
— ¡Y lleva chaleco verde, señal de
que ha estado en tratos con los perros
masones del Gran Oriente! –apostilló el
tercero, bizco, con barba de cinco días y un
cabello sucio y grasiento-.
— Déjenme en paz, caballeros –articuló,
como pudo, venciendo el miedo, Veguita-.
— ¡Qué te dejemos en paz!… Eso no va
poder ser –terció el fraile, que vertió una
mirada torva y odiosa sobre el muchacho-.
Para andar por las calles del Madrid de nuestro
rey, Fernando el VII, el Absoluto, deberás lucir
un nuevo corte de pelo. ¡A ver, Matías, saca la
filosa! –añadió, dirigiéndose al bizco-.
En un abrir y cerrar de ojos, el Matías
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
sacó de entre su faja una navaja de
asombrosas proporciones. Al abrirla, una hoja
sucia y oxidada ofreció su brillo mate al sol de
la mañana. Ventura fue aprisionado por tres o
cuatro elementos de la horda y aunque
forcejeó cuanto pudo, por fin tuvo que
rendirse a la evidencia de que estaba en
manos de aquella gentuza.
— ¡Esquila esos hierbajos que tiene el
lechuguino por pelos, Matías! Que no se diga
que no le hicimos un cristiano y piadoso
trabajo… -añadió, con sorna, el fraile-.
El Matías procedió a tironear del cabello
de Ventura, labor que, con la faca desdentada,
supuso un horrible sufrimiento para el
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muchacho.
— ¡Primorosa faena, mi buen barbero! –
comentó el fraile, una vez hubo concluido la
operación-.
— Y ahora… ¡Démosle un recordatorio
para que no olvide a quien debe respetar! –
apremió uno del grupo, deseoso de ver correr
la sangre- ¡A palos con él, hermanos!
¡Convirtamos al impío!
De improviso, unas cuantas varas
aparecieron de entre los pliegues de los
ropajes harapientos. La paliza se presentaba
inminente.
— ¡Toma el primero, por el Rey Nuestro
Señor! -gritó el Matías, descargando un fuerte
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golpe que impactó en el hombro de Ventura,
derribándolo al suelo en el instante-.
— ¡Trae, Matías, déjame a mí, que le voy
a dar ahora mismo una buena bendición! –
exclamó el fraile, ahíto de maldad-.
En el preciso instante en que fue a soltar
el mamporro sobre las espaldas del zagal
tendido en el suelo, una detonación sonó
diáfana a las espaldas de la jauría. La paliza
frenó en el acto y los maltratadores dirigieron
su mirada hacia el foco del sonido. Tras ellos,
un oficial francés, acompañado de cuatro
soldados de azulado uniforme, blandía una
pistola que aún humeaba al aire.
— ¡Quietos, salvajes! –exclamó en un mal
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castellano- ¡Apartad vuestras zarpas del chico
u os las veréis con el que os habla!
— ¡Eso habrá que verlo, caballero! –dijo
el fraile-. Este caballerete es nuestro
prisionero.
— ¿Prisionero vuestro, este niño
indefenso? Largaos con viento fresco,
alimañas, si no queréis hacer la función de un
colador.
Los atacantes, al comprobar que los
soldados cargaban sus armas y se aprestaban a
dirigirlas hacia ellos, intentaron contemporizar
–por la cuenta que les traía, claro-.
— Está bien, oficial. No se apure –dijo el
fraile-. Le dejaremos en custodia a esta pieza
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que, por las vestimentas y peinados, no debe
ser otra cosa que un horrible masón de los que
tanto daño han hecho al Rey, Nuestro Señor.
— Pues eso, ciudadanos, retírense, que
nosotros nos hacemos cargo de este ánima en
pena –zanjó el oficial-.
La horda se retiró de terrible mala gana y
tuvo que empezar a buscar otra víctima
propiciatoria en lugar más adecuado a sus
abyectos intereses.
— ¿Cuál es el nefando crimen, mi joven
caballero, que ha merecido tal castigo? –
preguntó el oficial, mientras ayudaba a
levantarse al maltrecho Ventura-.
— Parece ser que el de llevar mis cabellos
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
a una longitud inaceptablemente larga –atinó a
responder Veguita-. Muchísimas gracias, señor.
Si no llega a ser por su intervención, a buen
seguro que esos cavernarios me hubiesen
escabechado.
— No tiene ninguna importancia. ¿Me
estás diciendo que te querían propinar una
tunda tan sólo por la forma de tus cabellos?
— Y por el chaleco verde que me acaban
de arrasar como bestias salvajes. Según ellos,
su color es signo inequívoco de que pertenezco
a una logia masónica.
— ¡Qué país, voto a bríos! ¡Qué el
demonio me arrastre con él a los infiernos si
logro comprender lo que se cuece en las
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
mentes de esos sinvergüenzas!
— Son una pandilla de ignorantes
fanáticos, señor, si me permite usted la
observación –comentó Ventura, algo más
repuesto ya-.
— Bien dices, hijo. Ignorantes y fanáticos,
que para ver hoy en día a un español en sus
cabales menester es tropezarse con ciento de
caletre descompuesto. Sinceramente, amigo –y
aquí el oficial bajó el tono de su voz-, a veces
me repugna este trabajo. Tener que ayudar a
esta chusma a encumbrarse en el poder… Mira;
No es la primera vez que yo piso Madrid.
Estuve antes en el año ocho, a las órdenes del
Emperador, genio y figura de la estrategia.
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
Entonces pude comprobar, mal que me pese,
la extraordinaria bravura de este pueblo, al
que subestimamos por su falta de
organización. Los españoles lucharon como uno
solo en cuanto vieron su patria en peligro, y a
fe mía que conseguisteis entonces una gran
victoria. Vuelvo ahora, por segunda ocasión –
esta vez triunfante- a esta Villa, pero los
objetivos que nos mueven me parecen aún más
censurables. Todos sabemos quién es ese tal
Fernando “El Deseado”, que serpiente
rastrera, que manipulador de voluntades, qué
engreído personajillo vamos a entronizar como
monarca absoluto. Y esos coros de vítores a
nuestro paso, según avanzábamos hacia
Madrid… Muchos de esas voces nos plantearon
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
digna y noble resistencia y ahora… ahora nos
abren sus brazos como si fuésemos sus
salvadores.
— No se preocupe, mi oficial, que como
usted dijo antes, todavía quedamos algunos
españoles con entendederas y –lo que es más
importante- de buen fondo. Cuando todo esto
haya pasado y las aguas regresen a su cauce,
vuelva usted por estos lares sin pistola ni
uniforme, sólo como hombre que tendrá en mí
a un fiel amigo. ¿Puedo seguir mi camino?
Debo de hacer algunos recados a mi anciana
tía…
— Sí, claro. Por supuesto.
Cuando Veguita comenzó a marchar con
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paso cansino y algo renqueante, la voz del
francés resonó a sus espaldas:
— ¡Un momento!
Ventura volvió su cabeza.
— ¡Regresa aquí!
El joven obedeció sin rechistar.
— ¡Soldado! –exclamó dirigiéndose a uno
de los tres que le acompañaban-. Extienda un
salvoconducto a este joven, que yo me
encargaré de firmarlo –y a Ventura-: Llevarás
contigo este papel. Podría serte útil si te ves
en dificultades con otro grupo de
delincuentes.
El oficial estampó su firma en el
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
documento y se lo hizo llegar a Veguita:
— ¡Adiós, mon amì! Y piensa que todos los
franceses no llevamos rabo y cuernos…
— ¡Así lo haré, oficial! ¡Descuide y suerte
en España! Ventura enderezó su camino
pensando en las mudanzas de la suerte. “He
pasado de estar a punto de ser linchado a
obtener un salvoconducto que nos puede venir
de perilla para la Sociedad. ¡Ay, si no me
doliera tanto la maldita cabeza! ¡De menuda
me he librado!”.
Ciertamente, la suerte que en otros
momentos de su vida le iba a resultar esquiva,
acompañó muy atinadamente al joven Veguita
en aquella peliaguda ocasión.
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CAPÍTULO XIII:
Las Reuniones Numantinas
Aquellas fatídicas fechas el salir a las
calles entrañaba especial riesgo. Las cuadrillas
de “manolos” (integrantes del pueblo llano)
andaban a la caza de cualquier “negro” –
apelativo que se aplicaba a los liberales- con
el que se toparan, enarbolando como grito de
guerra el muy edificante y altamente
instructivo de “vivan las caenas”. Había
comenzado el periodo de las depuraciones y
las purificaciones, eufemismos que en el fondo
significaban expulsiones en la Universidad para
los estudiantes y despidos injustificados para
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
los trabajadores y funcionarios sospechosos de
haber simpatizado con los gobiernos del
Trienio Liberal. Por otra parte, la palabra
“ejecución” comenzaba ya a tomar tétrico
protagonismo: El verdugo de la Plaza de la
Cebada trabajaba a destajo. Muchas familias
vieron expropiados sus bienes por ser afines a
los liberales y otras tantas vieron clausurados
sus negocios, forma segura de dar con sus
componentes en la más absoluta ruina.
En éstas se vieron Los Numantinos y es
por ello que tuvieron que aguardar algunas
semanas para hacer su ansiado debut, justo el
tiempo imprescindible para que las nuevas
autoridades –apremiadas por el ejército
invasor, abrumado y avergonzado a partes
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iguales por el dantesco espectáculo de las
calles- lograran atemperar un tanto los ánimos
de agitadores y camorristas. Aun así debían de
andarse con suma cautela, ya que los
miembros de la masonería absolutista,
integrados en sociedades de nombres tan
reveladores como “Los Apostólicos” o el
tristemente famoso “Ángel Exterminador”,
patrullaban los barrios en busca de víctimas
sobre las que cernirse: Para estos retrógrados,
los muchachos podrían resultar un bocado más
que apetecible. Resultaba, pues, evidente que
Los Numantinos no querían acabar en las
zarpas de esas hermandades de asesinos cuya
única misión consistía en mandar “herejes” al
cielo por la vía rápida.
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
Cuando amainó relativamente la
tormenta, los jóvenes de la presidencia
decidieron convocar a reunión en una cueva
situada en la parte inculta del Buen Retiro,
muy cerca del Real Observatorio, en la zona
del alto de San Blas.
Camuflados en pequeños hatillos y con el
máximo sigilo posible, los muchachos
trasladaron al refugio una serie de materiales
con los que decorar la sede de sus encuentros
clandestinos. Una vez allí y comprobado que
no faltaba nadie, se dispusieron a vestir la
cueva con lúgubres y espantosas galas, acordes
con la idea que los zagales tenían acerca de lo
que debía de ser una sociedad masónica.
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
Con la ilusión desbordada como acicate,
los miembros de la secta se afanaron en
disponer cada pieza del decorado en su lugar
conveniente, enfebrecidos por el placer que
les proporcionaba esta actividad. En cuestión
de un rato, instalaron una pequeña mesa que
habían trasladado con las patas desmontadas
encima de un monticulillo de tierra, que
actuaba a modo de tarima: Ése sería el rincón
consagrado a la presidencia. Para el resto la
concurrencia, no hubo mejor solución que
instalar algunos pequeños taburetes, y eso
para los asistentes más afortunados: El resto
tendría que conformarse con aposentar sus
posaderas sobre el térreo suelo. Se cubrieron
mesas y taburetes con tela de bayeta negra.
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
Con ese mismo material se confeccionó una
cortina para tapar la entrada de la cueva.
Una serie de faroles de papel rojo, de
manufactura casera, alumbrados por lámparas
de espíritu de vino ayudaban a luchar contra la
triste penumbra de aquel agujero. Dichos
faroles fueron troquelados con lóbregas
figuras, transparentándose así a la luz difusa
huesos, calaveras y otras fantasías que los
muchachos se habían dedicado a modelar
sobre el papel. El decorado empezaba de esa
forma a cumplir la oscura misión terrorífica
que los iniciados creían imprescindible para
sus ocultas reuniones.
Encima de la mesa, la presidencia colocó
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
todos los útiles necesarios para escribir –
cálamos y papel en abundancia-, amén de un
par de espadas y sendas pistolas, cruzadas de
un modo simbólico. Estas armas procedían de
alguna de las casas de los miembros, tomadas
temporalmente bajo “préstamo” para aquellas
especiales circunstancias.
Una vez culminado el rito escenográfico,
los “hermanos” comenzaron a enfundarse en
ropones negros o capas del mismo color.
Cubrieron su rostro con máscaras de carnaval
veneciano y sacaron de donde las tuvieran
escondidas pequeñas armas blancas, tales
como navajas o ínfimos cuchillos: De tal guisa,
se encontraban ya preparados para la solemne
apertura de la sesión.
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
— ¡Estimados hermanos! ¡Afectos
camaradas! –prorrumpió Pepe Espronceda,
situado junto a Patricio en la mesa de
presidencia-: Vamos a dar comienzo a nuestra
“tenida”. En primer lugar, y antes de que
Patricio pase a dar lectura a los estatutos de
nuestra organización, es mi deber daros una
pésima noticia: Miguel Ortiz Amor, consejero
de esta vuestra presidencia, nos ha dejado de
manera forzosa: Su padre, a tenor de la
persecución que sufría por parte de las filas
realistas y en vista de su deficiente
rendimiento académico, ha decidido enviarle a
estudiar a la Universidad Pontificia de Oñate.
— ¿Cómo?
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
— ¡No hay derecho!
— ¡Qué se escape! Tiene derecho a
decidir su futuro… -dijo Veguita-.
— Bueno, bueno… Ante este hecho hemos
de reconocer que poca cosa podemos hacer –
continuó Pepe-. Sin embargo, el camarada
Miguel ha asegurado a Patricio que en su nuevo
destino hará todo cuanto esté en sus manos
para propagar nuestra sociedad entre sus
futuros condiscípulos. En ello ha empeñado su
palabra, y a fe mía que cumplirá con lo
prometido como leal y noble compañero que
es.
— ¡Viva Miguel Ortiz! –exclamó Felipe
Pardo-.
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
— ¡Por siempre nuestro camarada! –
añadió un zagal llamado Indalecio, a la sazón
mancebo de una botica sita en la calle de
Hortaleza-.
— De acuerdo –tomó la palabra el
honorable presidente, Patricio de la Escosura-.
Atengámonos a los hechos y dejemos de
lamentar lo que difícilmente ha de ser
cambiado. Ahora paso a leer los solemnes
estatutos de nuestra hermandad, que deberán
ser refrendados por los miembros aquí
presentes y que no podrán ser desvelados sin
el consentimiento de la organización, bajo
pena de las más terribles represalias.
Dicho esto, tomó con mimo en sus manos
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los pliegos de papel en los que había invertido
una noche en blanco y todo su caudal de
sueños y esperanzas. Según avanzaba en la
lectura, los compañeros iban asintiendo a su
contenido o coreando las frases más audaces e
ingeniosas. Cuando Patricio dejó caer la frase
final “¡Muera la tiranía, arriba por siempre la
libertad!” el reducido grupo de muchachos
prorrumpió en un emocionadísimo aplauso.
— Un aspecto fundamental se deriva de
nuestros estatutos, a saber: Hemos definido al
enemigo, ese tal Fernando de Borbón que,
apoyándose en un ejército extranjero, va a
derribar la Constitución del pueblo. Pues bien,
yo digo –continuó Patricio- que desde este
mismo instante pasemos a no mencionar su
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nombre ignominioso nunca más.
— ¿Y cómo llamaremos a la “alhaja”?
— ¿“Narices”, como le llama mi padre? –
comentó Felipe Pardo-.
— No, no… eso ya está inventado –dijo
Patricio-. Veréis; En un viejo libro de la
biblioteca de mi padre, Don Jerónimo,
comprobé cierta noche de invernal
aburrimiento que hay en lo más profundo del
África determinadas tribus ancestrales de
costumbres peculiares. Para esas tribus, el
demonio es “aquel cuyo nombre no debe ser
pronunciado”, so pena (según sus creencias)
de caer en sortilegio, calamidad o desdicha. El
mero hecho de articular su nombre supone el
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riesgo de enfrentarse a la maldición.
— ¿Y a cuento de qué toda esa murga,
presidente? –preguntó Veguita, balanceándose
hacia atrás y hacia delante en su taburete.
— Propongo que, al igual que esas tribus
hacen con el diablo, nosotros conozcamos al
“Deseado” con el apelativo, muchísimo más
merecido, del “Innombrable”.
— ¡Superior!
— ¡Ole tu sangre, presidente! La
algarabía aumentaba por momentos y el
escándalo podría levantar sospechas en los
alrededores. Los abrazos, gritos, aullidos y el
patear de los juveniles pies en el suelo
provocaron que Pepe llamase al orden a sus
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camaradas.
— ¡Venga, basta! ¡Ya es suficiente!
¡Centraos, corcho, que parecéis críos de leche!
Unos segundos después, y restablecida
cierta paz, Pepe pudo intervenir:
— Me vais a permitir que os recuerde,
porque así lo considero necesario, cuál es el
objetivo insustituible, razón de ser de esta
congregación secreta en buena hora fundada –
hizo una pausa de silencio que aprovechó para
tomar en su mano una de las espadas de la
mesa de presidencia-: Nuestra misión no es
otra que la de derrocar al sátrapa que nos va a
ser impuesto para instaurar una república al
modo griego, república donde la democracia
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sea el modo de elegir a los gobiernos –nueva
pausa, que aprovechó Pepe para elevar la
espada y redoblar el volumen de su voz-. El
pueblo será el encargado de detentar la
soberanía patria. ¡Eso sí, un pueblo educado e
instruido, no los gañanes absolutistas éstos
que, por pura ignorancia, se arrastran y
babean ante Su Corrupta Majestad, el Rey,
Señor digno de tal morralla!
El frenesí estalló, ya casi incontenible, en
las filas de Los Numantinos. La cueva era una
explosión de emociones contenidas, reprimidas
a lo largo de días de angustia y persecución,
de atropellos y abusos indecentes, del más
abyecto deseo de venganza aplicado a las
calles, las gentes, los barrios de una Corte y
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Villa que, por arte de magia, había cambiado
mayoritariamente de camisa con la llegada de
Los Cien Mil Hijos de San Luis.
Poco importaban ya el orden y concierto
de las votaciones, la aprobación de los
estatutos y las propuestas de los hermanos: La
“tenida” original de Los Numantinos había sido
un éxito, aunque sólo fuera por la inyección de
moral que supuso para todos los componentes
de tan variopinto grupo.
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CAPÍTULO XIV:
La Ejecución de Riego
El 7 de Noviembre de 1823 fue la fecha
escogida por las nuevas autoridades para
cometer un auténtico asesinato jurídico –esto
es, camuflado bajo el manto de la legalidad-
en la persona de Rafael del Riego y Flórez
Valdés. El paladín constitucionalista, el héroe
de Cabezas de San Juan, tendría que afrontar
el cadalso bajo las acusaciones de alta traición
y lesa majestad, al haber votado en las Cortes
la deposición temporal de Fernando VII,
cuando éste se negó a abandonar Madrid en el
momento en el que el gobierno tuvo que ser
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evacuado de la Villa y Corte debido a la
presión ejercida por las tropas francesas.
El día antes, la Gaceta de Madrid había
publicado una carta en demanda de perdón
por parte de Fernando VII, supuestamente
firmada por el reo. El tono sumiso y humillado
de esas líneas hace suponer que o bien fue
coaccionado o bien le fue prometido un tardío
indulto… o bien nunca llegó a escribir tal nota
suplicatoria.
El caso y razón es que la bochornosa e
impúdica ceremonia estaba a punto de tener
lugar. Entre la multitud expectante, frente al
Colegio de los Estudios de San Isidro –en plena
calle de Toledo-Patricio, Pepe y Ventura
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observaban el tremebundo espectáculo con los
ojos desorbitados y el corazón encogido por
una amalgama de pena, rabia e indignación.
Rodeando a los muchachos, cientos de
“manolos” y “manolas”, chulos de arrabal,
parecían encantados con la miserable carnaza
que se les ofrecía. Aquellos desarrapados, los
desheredados de la sociedad –la inmensa
mayoría, en definitiva- resultaban repulsivos,
no por su procedencia, sino por la soberbia y
despreocupación con la que aceptaban su
situación. Su abrumadora incultura, su
ignorancia supina les hacía fácilmente
manipulables por el poder: Así sucedió, por
ejemplo, en el Motín de Aranjuez, así volvía a
suceder con la enésima restauración del
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absolutismo.
— ¡Vivan las caenas!
— ¡Viva por siempre el Rey nuestro Señor
y protector!
— ¡Mueran los perros liberales!
— ¡Los masones a la hoguera! Gritos de
tal calibre intelectual recorrían las filas y filas
de seres humanos sedientos de sacrificios a su
crueldad. También podían contarse, en el
numen de los curiosos, cierta cantidad de
representantes de las clases altas, delatados
por sus maneras e indumentarias. Y clero.
Mucho clero… Frailes y curas, luciendo
dispares galas, encantados de que, una vez
más, se fuera a impartir real justicia.
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— ¡Sinvergüenzas! ¡Malditos canallas! –
musitó Pepe, cuando el asco venció al temor-.
— ¡Van a asesinar a un preclaro hijo de la
patria! No me puedo creer que nadie mueva un
dedo por este hombre… -susurró Patricio,
apretando los puños hasta hacerse sangrar las
palmas de sus manos-.
Los gritos y el bullicio se extendían por
doquier, en lo que parecía conformar un acto
festivo más que una acción repelente y
deleznable perpetrada contra una persona que
lo había dado todo en pos de sus ideales:
Porque aquellos que tuvieron la fortuna de
tratar con Riego sabían que era individuo
simpático, firme e íntegro en sus convicciones,
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pacífico y bonachón en el trato y de un
incurable idealismo que, a la postre, le iba a
costar la vida. El personaje histórico, el
hombre de profunda mirada azul y rostro
agradable, el defensor de causas que, a tenor
de la tesitura nacional de la época, estaban
condenadas al ostracismo, iba a ser el objeto
de una clamorosa injusticia: Estaba a punto de
perecer víctima de la inquina personal del
rencoroso capricho fernandino.
En un momento dado, un silencio casi
unánime se cernió sobre la muchedumbre: La
Guardia Real contenía a los congregados,
impeliéndolos a apartarse de la vía; La
macabra comitiva estaba llegando. Avanzando
desde el margen derecho de la calle de
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Toledo, un burro famélico y reventado se
arrastraba cansino por medio de la vía. Tiraba,
como buenamente podía, de un serón de
esparto desportillado y sucio, dentro del cual
se encontraba algo que remedaba a una figura
humana. El triste espectro que viajaba en su
interior portaba negra hopa y el birrete
especial con que solía tocarse a los reos de
muerte. Su faz pálida, su postura exánime
indicaban que el individuo estaba ya a las
puertas del otro mundo. Incapaz de sostenerse
por sí mismo, era socorrido por un par de
hermanos de la Paz y Caridad, que hacían de
esa piadosa manera honor al nombre de su
congregación. Delante y detrás del pollino y su
carga, una legión de frailes exhortaba al reo
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para conseguir su postrer arrepentimiento:
— ¡Hermano pecador! ¡La hora de
reunirte con el creador está cercana!
¡Abomina de tus terribles crímenes, no sea que
pagues también con tu alma! –requería al reo
uno de los religiosos-.
— ¡Da glorias al Señor! ¡Implora su
infinita misericordia en este trance tan
amargo! –le azuzaba otro, carente del más
mínimo tacto-.
Riego parecía hacer caso omiso de las
recomendaciones, la mirada perdida en un
lejano horizonte. Sus ojos, velados por un
profundo abatimiento, parecían haber
abandonado toda esperanza.
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Un tambor ronco y brutal rompía la
quietud de la concurrencia, marcando el paso
de la lúgubre comitiva. Las campanas de las
iglesias cercanas, acompañando al duelo,
tañían con acentos lastimosos.
— ¡Le van a matar, los muy cobardes! –
susurraba, ciego de indignación, Veguita-.
Los muchachos siguieron el terrible
desfile a lo largo de la calle de Toledo hasta
que al fin desembocó en la nefasta Plaza de la
Cebada. El cadalso estaba dispuesto en el
centro de la misma; El verdugo, impertérrito,
aguardaba formal y paciente. Los hermanos de
la Paz y la Caridad ayudaron a Riego a apearse
–no sin grandes dificultades- y lo entregaron a
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un par de guardias que, arrastrándolo, le
guiaron hacia el fatídico patíbulo.
— ¡Gloria a Fernando el Séptimo, ungido
por Dios como nuestro padre salvador! –se
chilló desde el público-.
— ¡Viva Cristo Rey! ¡Abajo la impiedad
masónica! –grito que resonó en medio de la
quietud-.
El condenado fue conminado a pronunciar
unas últimas palabras, a lo cual no dio
respuesta. El semblante estupefacto y
aterrorizado de Rafael del Riego resumía el
desconcierto que le provocaba el que Madrid,
la ciudad que poco tiempo atrás le rindiera
pleitesía, fuera a verle morir de un modo tan
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ruin, despojándole de todo honor militar.
El verdugo ajustó la soga al cuello del reo
y, en unos segundos que parecieron alargarse
hasta la eternidad, se preparó para accionar la
palanca. Después vino un ruido sordo, un fugaz
balanceo y un hombre menos sobre la faz de la
Tierra.
La muchedumbre, satisfecha en sus
deseos de espectáculo, empezó a disgregarse y
el trío de Numantinos, con los ojos arrasados
en lágrimas, fue retornando a sus hogares con
paso cansino y abatido.
— ¡Vengaremos esta injusticia, ya lo
veréis! –exclamó Pepe, con un hilo de voz y un
nudo en la garganta-.
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
— ¡No te quepa duda, Pepe! Esto no va a
quedar así… -reflexionaba Veguita, sorbiendo
la mocarrera que impunemente le descendía-.
— Cabeza y un buen plan de acción… Hay
que reunir a la Sociedad –intervino Patricio-.
El camino de vuelta al hogar se les hizo
interminable, pues un manto fúnebre cubría
sus hombros. Tres escolares adolescentes se
habían convertido, por un brutal golpe del
destino, en adultos concienciados, conscientes
de la verdadera realidad del mundo en el que
les había tocado en suerte vivir.
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
CAPÍTULO XV:
Un Cambio de Sede
Pocas jornadas después del legal
homicidio de Riego, quiso la fortuna que los
Numantinos encontraran un nuevo lugar donde
reunirse, un emplazamiento más amplio e
higiénico que la cueva de los altos del Retiro,
acorde con las altas miras de tan noble
conciliábulo.
Resultó que Indalecio, a la sazón
miembro de la logia muchachil, laboraba de
mancebo en una botica de la calle de
Hortaleza. El dueño del negocio, moderno
alquimista, profesaba ideas liberales y a
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
sugerencia del joven numantino les había
cedido, no sin mucho meditarlo debido a la
represión circundante, el sótano de su
farmacia con fines al progreso de las “tenidas”
oficiales de la novísima sociedad.
Ante la afortunada perspectiva, los
muchachos no vieron el momento en el que
trasladar cachivaches y artilugios a la sede de
estreno. Pusieron manos a la obra y en ésas
estaban Pepe, Patricio y Veguita, que
marchaban juntos portando algunos
materiales, cuando, poco antes de arribar a la
dirección por Indalecio indicada, toparon por
azar con un trío de prostitutas que, cansadas y
ojerosas, hacían la calle con la más absoluta
de las desganas.
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— ¡Eh, compadres! –exclamó Pepe-.
¡Mirad lo que nos sale al encuentro!
— ¿De qué diantres hablas, Pepe? –
preguntó Patricio.
— De esa trilogía de la carne, zopenco –
respondió, señalando a las mujeres públicas-.
Me parece que es tiempo de embromar,
caballeros.
— Hombre, Pepe, déjalas en paz, que no
tienen pinta de estar en su mejor día –
aconsejó Veguita-
— Pues por eso mismo, compañero, por
eso mismo. Vamos a ver si conseguimos
arrancarles alguna sonrisilla –añadió
Espronceda, totalmente convencido de que
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
había que actuar-.
Pepe se adelantó unos pasos a la pareja
que le acompañaba y soltó, ni corto ni
perezoso, la siguiente exclamación a las
buenas señoras:
— ¡Salve, oh sacerdotisas del placer!
Animado por la primera andanada, Patricio
disparó la suya:
— ¡Saludos, afroditas callejeras! Y
Veguita añadió, por aquello de no quedarse
atrás:
— ¡Mis humildes reverencias, eternas
hetairas accesibles! –doblando el espinazo
varias veces mientras esto decía-.
— ¡Afuera con esa jerga, pollos! –replicó
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una de las aludidas-.
— ¡Ahuecando el ala, pajaritos, que no
está el horno para bollos! –soltó otra, con
gesto de hastío-.
— ¡Ah, señoras! –exclamó Pepe- Pues si no
está aquí precisamente el horno para bollos,
¿dónde bemoles lo va a estar?
— Déjalos, Matilde. ¿No ves que están
locos? -aconsejó una tercera- Tién la cabeza
“revoleá”… -la prostituta paró en seco su
parlamento y la conexión neuronal se hizo por
fin en su cerebro- Pero calla… ¡Claro… el
horno para bollos! ¿Serán sinvergüenzas?
¡Pillastres incurables! -prorrumpió la mujer,
cayendo en la cuenta de la obscena metáfora
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con la que Pepe se había descolgado-
— ¡“Jodíos” zagalejos! ¡Anda por ahí, si
no queréis que informemos a la autoridad! –
exclamó la Matilde con una sonrisa-.
Tras este simpático incidente, el trío
arribó finalmente a la puerta de entrada de la
botica. Miraron a un lado y otro de la calle.
Una vez comprobaron que no había nadie que
en ellos reparara su atención, tocaron a la
puerta. Ésta cedió casi de inmediato con un
leve crujido: Frente a ellos, el compañero
Indalecio.
— ¡Pasad, pasad! –les dijo-. Ya estamos
todos aquí. Os estábamos aguardando.
Dentro de la botica distinguieron las
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
caras de sus camaradas y repararon en una
desconocida:
— Tengo el honor de presentaros a Don
Eladio, boticario… e incurable liberal –añadió
Indalecio-.
— ¡Buenas tardes, señor! –saludó Patricio-
No sé cómo agradecerle que nos ceda parte de
su local para nuestros propósitos.
— ¡A las buenas de dios, muchacho! –
respondió el boticario-. No me lo agradezcas,
jovenzuelo, que ya veremos en qué termina
esto. ¡Ah! Si no fuera porque soy un negro
impenitente… Yo también conspiré de
estudiante, ¿sabéis?
El hombre que así hablaba les había
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recibido con un mandil tiznado en polvos y un
teloncillo de cabellos estratégicamente
distribuido para disimular las calvas de su
hiperbólica cabeza. A pesar de estar a
principios del mes de diciembre, unas gotillas
de sudor perlaban su relleno rostro.
— Bueno, bueno… Así es que vosotros sois
los temibles Numantinos, ¿eh? –prosiguió el
boticario-. Pues ya podéis andaros con mil
ojos, que la cosa no está para chanzas. Si os
descubren –dijo, deslizando su mirada por el
grupo de muchachos-, no dudéis por un
instante que alegaré ignorancia; Afirmaré que
todo el montaje se desarrolló a espaldas mías.
De todas formas… ¡Ánimo y suerte, hijos míos!
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— ¿Algún consejito más, Don Eladio? –
preguntó Indalecio-.
— Pues… Sobre todo medid vuestros
pasos, emplead sigilo y discreción en
cantidades abundantes. ¡Cualquier precaución,
en este “negocio”, es poca, que os lo digo yo!
El boticario se dirigió a la puerta, agarró
el postigo y, antes de abrir, volvió de nuevo su
rostro a la concurrencia, para fijarlo en el
mancebo:
— Y recuerda, Indalecio: Tú y sólo tú eres
el más frágil eslabón de esta cadena. Si se
descubre el pastel… ¡Vas a correr con la mayor
parte de los gastos! En fin, sea lo que dios
quiera… -añadió, para salir definitivamente y
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cerrar la puerta tras de sí-.
— Te tiene aprecio el viejo, ¿eh,
Indalecio? –preguntó Pepe, irónico-.
— ¡Y qué lo digas, chico! –replicó el
mancebo-. Bien; Vamos al tema. Regla número
uno: A partir de hoy nunca, insisto, nunca
volveremos a pasar por la puerta de la botica.
Accederemos al sótano por la entrada que
tiene en el portal de la casa. Levantaremos
menos sospechas…
— De acuerdo, Indalecio. Nada de entrar
por botica, nos queda claro –afirmó Patricio-.
— Bueno; Pues ahora seguidme. Os
mostraré el lugar donde se van a celebrar
nuestras “tenidas”. De entrada -dijo mientras
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bajaban por las escalerillas-, os prevengo que
vamos a tener que echarle un rato al
acondicionamiento del garito.
Por fin llegaron al sótano. El panorama
que se ofrecía ante sus ojos no resultaba muy
halagüeño que digamos, pero a los
Numantinos, a tenor del recuerdo del lugar
donde procedían, les pareció el súmmum de la
excelencia.
El habitáculo, recinto abovedado, estaba
pobremente iluminado por tres tragaluces que
daban al exterior. Ninguna ventana más
aportaba visibilidad. El polvo pugnaba en
protagonismo con las telarañas; En pequeñas
estanterías –también apilados en rincones o
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esparcidos por los suelos-, ejércitos de
materiales de botica se apiñaban
caóticamente: Retortas mugrientas,
alambiques desportillados, tarros de esencias,
líquidos para friegas, ungüentos milagrosos…
Los muchachos se aplicaron a realizar una
limpieza concienzuda y exhaustiva del local,
operación que les llevó algo así como un par
de horas. Una vez terminado el saneamiento,
el sótano pudo ser redecorado: Volvieron a
entrar en danza las calaveras, los negros
telones, las lamparillas de espíritu de vino, las
espadas, las armas de fuego, las capas y
túnicas oscuras, amén de, por supuesto, las
caretas venecianas. Para finalizar, se levantó
una tarima sobre la cual colocar la mesa de
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presidencia, acompañada de las sillas
correspondientes. La muy respetable sesión
podía, finalmente, dar comienzo.
Tomó la palabra Patricio, a la sazón digno
presidente de la sociedad:
— Estimados compañeros: La muy
luctuosa “tenida” de hoy presentará –creo que
en esto estaremos todos de acuerdo- un único
punto en el orden del día: La venganza del vil
holocausto ofrecido a la canalla realista en la
persona del Capitán General y Mariscal en jefe
del Tercer Cuerpo de Ejército, Don Rafael de
Riego y Flórez Valdés.
— ¡Eso, eso! –exclamación anónima y
sentida-
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
— ¡Asesinos!
-¡Sinvergüenzas!
— Meridiano, presidente; Debemos hacer
justicia -afirmó Veguita, asombrado de su
propia resolución-.
— Bien, bien –prosiguió Patricio-. Pasemos
a los datos: El “Innombrable” regresó a Madrid
el 13 de Noviembre del presente, después de
haber sido entregado a los franceses por los
liberales aún entonces resistentes en Cádiz,
haciendo su maldita entrada triunfal por
Atocha; El pueblo le tributó un vergonzante y
adulador recibimiento. Antes de ayer asistió al
Teatro del Príncipe, siendo agasajado con una
ópera de Rossini en su honor. Día sí, día
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
también las iglesias de la Villa ofrecen
solemnes misas al “serenísimo Rey, nuestro
Señor, caudillo defensor de la cristiandad y el
legítimo buen orden”.
— Lastimosa verborrea lisonjera la de los
apóstoles del nuevo orden –interrumpió Pepe,
todo él semblante crispado, a la derecha del
presidente-.
— Continúo: Por supuesto, las autoridades
locales ya le tienen proyectados un par de
arcos del triunfo para conmemorar la victoria
de una guerra en la cual el “personaje” no ha
movido ni un solo dedo –denunció Patricio-.
— ¡Ah! Y no te olvides de los desfiles
laudatorios… -comentó Felipe Pardo-.
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— Y los banquetes a la mayor gloria del
sátrapa… -intervino Luis Ugarte-.
— Efectivamente, efectivamente –
continuó Patricio-. Como podéis observar, al
“Innombrable” no le faltan ocasiones para
pasear su desvergüenza por las calles de la
Villa. A nosotros nos corresponde
aprovecharnos de ésa su debilidad ególatra
para darle el escarmiento que se merece.
— ¿Y cuál sería la forma, presidente? –
preguntó Pezuela, intrigadísimo por el tono
que estaba adquiriendo la sesión-.
— Felipe, por favor –indicó Patricio-.
Haznos el honor de subir a la tribuna a darnos
razón de tu interesante hallazgo.
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Felipe Pardo abandonó su silla –antes de
que ella, a juzgar por sus trazas, pudiera
abandonarle a él- y se encaminó a la tarima.
Subió, se aclaró la voz y arrancó su perorata:
— Con la venia de presidencia –dijo,
dirigiéndose a Pepe y Patricio-. Queridos
compañeros: Cierto día de hace pocas fechas
sucediome que, caminado despreocupado por
la calle Mayor en dirección al hogar de unos
amigos, reparé por el más absoluto azar en
una casa saqueada. Sus habitantes, a lo que
me he podido informar notorios liberales,
andan huidos por temor a la represión. Según
parece, todos los bienes de alguna valía han
sido robados por la chusma facciosa. La puerta
de entrada está marcada con la “X” de la
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ignominia, signo que utilizan las ratas serviles
para señalar la presencia de
constitucionalistas. Pues bien, cerciorándome
previamente de pasar desapercibido, me
acerqué a la entrada y empujé: La puerta
cedió con relativa facilidad, está mal
atrancada. Me di cuenta de lo sencillo que nos
podría resultar el acceso…
— ¿De qué demonios nos hablas,
compañero? –intervino Indalecio, el
mancebo- ¿Acaso tienes intención de
emanciparte del seno familiar? A tu señor
padre no le va a resultar muy gracioso…
— ¡Haz el favor, zopenco, que no es
tiempo de chascarrillos! –replicó Felipe,
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
enfadado-. Pues bien; una vez dentro, sorteé
el desorden de cachivaches como pude y
ascendí al piso de arriba, donde descubrí un
pequeño ventanuco enrejado de interesantes
aplicaciones…
— Pues sigo sin entender –interrumpió, de
nuevo, Indalecio-.
— Si me dejas acabar, podré señalar al
resto de camaradas la utilidad de aquel lugar.
Creo poder afirmar, sin temor a equivocarme,
que el caserón y, más concretamente, el
ventanuco del piso de arriba, nos
proporcionarían una posición de tiro
excelente. ¡Ah! Y para colmo de parabienes,
he descubierto un pequeño boquete en el
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
techo de aquella ruina que nos vendría de
perlas para la huida.
— ¡Acabáramos! –exclamó Indalecio-. Tú
planeas un regicidio.
— ¿Es qué se plantea algo diferente en
esta solemne sesión? –replicó Felipe-. Al grano
es al grano, Indalecio.
— ¿Cuándo tendremos ocasión de llevar a
cabo lo que nos propones? –interrogó Pezuela,
henchido de adrenalina-.
— Hay que esperar el momento propicio,
aunque, conociendo la vanidad del
“Innombrable”, me atrevo a pronosticar que
será pronto. Uno de esos desfiles servilones,
con el rey llevado en andas por clero y plebe,
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pasará inevitablemente por la calle Mayor,
camino a la plaza del mismo nombre, con
destino al Palacio de Oriente. Como supongo,
el monarca estará encantado de darle
publicidad al evento, con lo cual nos
concederá algunos días –siquiera horas- de
antelación con las que ultimar nuestro plan.
— ¿Y quién va a ser el héroe que apriete
el gatillo? –preguntó Veguita-. A mí ya sabéis
que me tiembla un poco el pulso…
— Tranquilo, Ventura –replicó Pepe,
sonriendo-. A ti te reservamos otro papel
dentro de la misión. En el momento decisivo
no queremos temblores de ningún tipo.
Risas generalizadas y notable embarazo
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de Veguita. Espronceda continuó:
— Si nadie se opone a ello, me ofrezco
como voluntario para mandar un canalla hacia
el infierno. Creo que, modestia aparte, soy
gran tirador.
— ¡Evidente, Pepe! Te has pegado como
una lapa a las pistolas desde que echaste los
dientes… -indicó Felipe-.
— ¡Sí, sí! ¡El candidato perfecto! –expresó
Pezuela-
— ¡Pepe, Pepe, que nunca apunta en
vano! ¡Sea nuestra mano vengadora! –exclamó
Luis Ugarte-.
— ¡Viva Don José de Espronceda, el
hombre que los tiene bien cuadrados! –gritó
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Indalecio-.
— Conformes –apuntó Patricio-. En el
preciso momento en el que salte la liebre
echaremos a andar la maquinaria. Habrá que
perfilar las líneas maestras del plan, cosa en la
que abundaremos en la próxima “tenida”.
— Por ahora, prestemos solemnísimo y
fiel juramento de que todos cumpliremos con
nuestro inexcusable deber para con la patria –
dijo Pepe-. Excuso decir que, si detectados,
castigaremos con toda crudeza a delatores,
traidores y otra morralla abominable.
Una vez terminado su parlamento, Pepe
tomó con suavidad una de las espadas
emplazadas sobre la mesa de presidencia y,
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con un rápido movimiento, se tajó la palma de
su mano izquierda. Pasó el arma blanca a
Patricio, el cual realizó la misma operación.
Lenta pero firmemente la espada fue abriendo
las carnes de todos los Numantinos. El dolor
del corte apenas era sentido, de tan excitados
que estaban los muchachos.
Cuando el último de ellos terminó la
ceremonia, pusiéronse todos en pie y formaron
un gran círculo. Extendiendo sus brazos,
entremezclaron sus manos, haciendo piña con
ellas. El rojizo líquido elemento, aliento de
vida, resbaló por las extremidades superiores
de los jóvenes tibio y espeso.
— ¡Jurad, nobles caballeros, compañeros
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en armas por la causa de la libertad! ¡Jurad
que prestaréis audaz servicio a la humillada
Constitución! –gritó Patricio-.
— ¡Juramos!
— ¡Jurad que, a la menor oportunidad,
vengaremos a Riego y acabaremos con el
“Innombrable”!
— ¡Juramos!
— Queda pues sentado el irrompible
juramento. ¡Igualdad!, ¡Fraternidad!,
¡Apoteosis de la Democracia!: ¡Numancia
contra el Tirano! –gritó, al límite de sus
fuerzas, Pepe-.
— ¡Numancia contra el Tirano! –
respondieron a voz prieta y unánime los
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Numantinos.
La euforia estalló entre las filas
juveniles: Abrazos, apretones de manos… y
lágrimas, muchas lágrimas; Lágrimas
provocadas por un incontrolable y sublime
sentimiento de solidaridad. Los miembros de
aquella humilde e idealista sociedad habían
descubierto en ese preciso instante, para su
eterno recuerdo, el maravilloso vínculo que
une a los más nobles y altruistas de los seres
humanos.
De repente, y roto ya el hechizo, el
bueno de Veguita se acercó al presidente, Don
Patricio de la Escosura, que había retomado ya
su puesto en la tarima. Aplicó su boca al oído
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del directivo y susurró en él unas cuantas
palabras:
— Oye, Patricio; A ver si con la emoción
se te va a olvidar lo mío…
— ¡Ah, sí! –replicó Patricio-. No te apures,
que ahora mismo lo anuncio.
— ¡Orden, orden! –pidió el presidente-.
Ocupe cada miembro su lugar, por favor.
Los Numantinos obedecieron las
indicaciones y Patricio pudo continuar:
— Para demostrar que no sólo de política
vive esta augusta sociedad, el compañero
Veguita me ha rogado que anuncie su
actuación.
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
— ¿Actuación? ¿Qué actuación? –preguntó
Indalecio-
— Ventura, gran aficionado al teatro y
cómico amateur, nos va a representar un
fragmento de la obra inmortal de Calderón “La
vida es sueño”. Adelante, Veguita, viste los
harapos y transfórmate en Segismundo.
Ventura se atavió con un traje
confeccionado de trapos viejos y ante la
estupefacción del improvisado público
arrancó, mano en el corazón:
— ¡Ay, mísero de mí,
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Ay, infelice! …
Alegría y regocijo generales. Los jóvenes
disfrutaban de aquel zascandil, aquel pillo que
dramatizaba esa obra cumbre del Siglo de Oro
dándole una vena cómica, exagerando la
dicción de un modo que, de tan patético,
sonaba irónicamente ridículo. Curiosos,
cuando menos, esos tiempos en los que, a
pesar del miedo, la represión y la injusticia
rampantes, la diversión y la cultura caminaban
juntas de la mano, para mayor gloria de
aquella brillante generación.
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CAPÍTULO XVI:
Clausura de San Mateo. El Mirto Peripatético
Una mañana tormentosa y desapacible,
pocos días antes de Navidad, la totalidad de
los alumnos del Colegio de San Mateo fueron
concentrados en la mayor de las aulas de la
institución. Serios y circunspectos, Don José
Gómez de Hermosilla y Don Alberto Lista
comparecían ante los estudiantes. El emérito
sacerdote tomó la palabra:
— Queridos pupilos: Ayer mismo tuvimos
la visita de un real agente de la Instrucción
Pública. Dicho señor, arrogante y maleducado,
vino a hacernos entrega de una notificación en
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la que se nos apremiaba al cierre de nuestra
escuela.
-¿Qué? –preguntó, sobrecogido, Pepe-.
— ¡No puede ser, maestro! –intervino
Veguita-.
— ¡Silencio, criaturas! Dejadme
continuar. A pesar de mis súplicas y las del
propio director de estos estudios, Don Juan
Manuel Calleja, nos vimos obligados, bajo
severas amenazas, a firmar el “enterado” al
pie del documento. Tanto uno como otro
intentamos de mil modos y maneras retrasar la
cruel decisión, posponer lo que expresamos
causaría un tremendo daño a la juventud que
aquí os preparáis para el futuro. No hubo
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remedio. Éste es el último día en que esta
bienintencionada escuela abrirá sus puertas al
conocimiento.
— ¡Así miran por el porvenir de la nación,
los muy facciosos! –exclamó Felipe Pardo-.
— Sí. Nos quieren convertir en un país de
acémilas integrales –remachó Pepe, repleto de
indignación-.
— Sin duda alguna. Estos meapilas son los
paladines de la ignorancia supina –comentó
Pezuela-.
— ¡Pezuela! –exclamó Lista- Contén tu
boca, que tienes a un sacerdote delante.
— Excúseme usted, maestro: Presa soy
del enfado –reconoció Pezuela-.
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
El profesor Hermosilla, seco, repelente y
de hosco mirar, se aprestó a intervenir:
— Ahora es cuando os va a pesar el no
haber aprovechado los estudios que os ofrecía
esta noble institución, gandules. Recordaréis
con dolor las trastadas y el haraganeo que os
han apartado del conocimiento.
Los muchachos agacharon las cabezas
ante tan terrible reconvención.
— No sea usted tan duro, profesor
Hermosilla –terció Lista-. Al fin y al cabo todo
está en la sangre caliente que les proporciona
la edad… Suficiente castigo llevan para andar
ahora echando sal en la herida…
— Digo lo que siento, estimado profesor
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
Lista –continuó Hermosilla-. Esta insolente
juventud no atina a reconocer los valores del
esfuerzo y del sacrificio, la aplicación y el
trabajo bien hecho.
— De verdad que nos pesa, señor
Hermosilla, pero el nuevo gobierno no nos va a
dar ocasión de rectificar –comentó Veguita-.
— ¿Lo ve usted, compañero Hermosilla?
Los muchachos no tienen tan mal fondo. En fin
–añadió Lista, dirigiéndose al alumnado-, qué
queréis que os diga: No os voy a negar que
esto se veía venir. Los pedagogos que echamos
a rodar esta escuela llevamos varios años
sometidos a acoso y persecución debido a
nuestras ideas ilustradas. Estábamos en la
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
nómina de sospechosos y sabíamos que, al
cambio de gobierno, seríamos rápidamente
señalados. Ya estamos acostumbrados a la
situación. Lo que hubiésemos deseado evitar y
a la postre no hemos conseguido era que
nuestros “pecados” pudieran perjudicar
vuestra instrucción: No lo hemos logrado. No
nos lo han permitido.
— ¡Viva el maestro Lista! –exclamó Felipe
Pardo-.
— ¡Mal haya los cerriles que no dejan a
tan ilustres personajes ejercer su magisterio! –
voceó Pepe-.
— ¡Basta de política, insensatos! –gritó
Hermosilla-. Don Alberto –por Lista-, me retiro
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
a mis quehaceres. Despida usted como
buenamente pueda a esta panda de
descarriados.
— ¡Vaya con dios, Don José! –replicó
Lista, mientras Hermosilla se retiraba-. Bien.
Ahora que estamos solos os diré que tenéis
abiertas las puertas de mi casa. En ella podréis
encontrar la instrucción que os ha sido negada
aquí. No os oculto que el espacio, como
algunos ya sabréis, es escaso y el mobiliario
austero, pero os prometo poner todo el
modesto caudal de mi sabiduría al servicio de
vuestras mentes.
Los alumnos prorrumpieron en una salva
de aplausos y vítores al insigne docente.
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
Calmado ya el alboroto gracias a la
intervención aplacadora de Lista, éste señaló:
— Marchen en paz todos los alumnos,
excepto los miembros de la Academia del
Mirto. Llevad la cabeza bien alta, conservad el
espíritu de curiosidad y el ansia por aprender;
Acaso sea ése el mejor bagaje que podáis
acumular a lo largo de vuestras vidas.
Parte del alumnado se retiró de las
dependencias de San Mateo, ya para no volver
jamás. El resto –los componentes del grupo
literario- quedaron a solas con su mentor.
— Esta tarde, aun siendo día triste, estáis
convocados a una sesión peripatética de la
Academia del Mirto. Os espero en mi casa a la
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
hora usual –dijo Lista-.
Los “académicos” se miraron unos a otros
inquietos e indecisos; Todos desconocían el
significado de la palabra “peripatética”, ese
adjetivo tan eufónico que el maestro había
utilizado.
— ¿Pasa algo? –preguntó el sacerdote
dejando escapar una sonrisilla, pues creía
adivinar la causa del azoramiento en los
chavales-
— Sí, maestro –se atrevió a decir Pepe-.
El caso es que… Verá… La cosa es que
ignoramos lo que entiende usted por
“peripatética sesión”.
Lista se echó a reír.
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
— Lo que entiendo yo (y todo el orbe
civilizado) por “peripatética sesión”, querido
Pepe, es áquella la cual se realiza caminando,
de tal modo que el aire libre ayude a estimular
la inspiración de los participantes. Es un
método griego, si me guardas el secreto.
¡Venga, venga, marchen, y estudien más,
caray! –dijo el maestro, mientras observaba
con tristeza salir del aula a los chicos-
Tras una mañana lluviosa y mortecina, se
engendró, como por ensalmo, una tarde
límpida y brillante, de una tibieza inusual para
el comienzo del invierno. La expedición de
“académicos”, encabezada por Don Alberto
Lista, partió a la hora señalada del hogar del
pedagogo. El objetivo era el Buen Retiro,
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
concretamente la zona de los altos, desde
donde el grupo obtendría una magnífica
perspectiva de la Villa y Corte. Para ello,
decidieron navegar por el Salón del Prado,
para tomar así de paso el pulso a la buena
sociedad madrileña. El maestro no perdió
oportunidad de empezar a perorar desde el
comienzo del recorrido:
— Practicad el verso sáfico, el espondeo,
la silva y el soneto. ¡Ah! Y, por supuesto, no os
olvidéis del romance, estrofa popular pero en
extremo lucida.
— ¿Y cuáles son, a su juicio, los temas
sobre los que deben versar nuestras
composiciones? –preguntó Patricio, poniéndose
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
a la altura de Lista-
— De eso hay poca duda, mi joven amigo.
Como siempre gusto de decir, “miremos a los
clásicos”: Griegos y romanos eligieron a los
héroes de su historia para componer los más
augustos poemas. En ese aspecto, imitad sin
rubor a los antiguos y elegid así las historias y
hazañas de los que han sido orgullo del patrio
suelo: Pensad en Colón, en el Cid; Reparad en
el valor de Don Pelayo o en la bravura del Gran
Capitán… Y practicad; Sobre todo practicad.
No os importe emborronar pliegos y pliegos de
papel, abundando en los modos, estudiando las
estrofas…. Sólo a través del constante
ejercicio mejoraréis vuestra técnica.
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
— ¿Y no nos convertiremos en meros
amanuenses si seguimos las sendas que otros
ya han marcado? –preguntó, audaz, Pepe-.
— ¡No, Pepe, no! –exclamó, sonriendo,
Lista-. El dominio de los metros y estilos sirve
para adquirir seguridad. Una vez firme en su
base, el autor podrá desplegar su talento,
explorar nuevos suelos.
— ¿Algún consejo más, señor? –intervino
Veguita-
— Rehuid del ingenio si no va
acompañado de la razón. Nuestro objetivo
debe ser el entendimiento del lector, no tanto
el oropel o el fuego de artificio. Ya sé que esto
os resultará complicado: Sois jóvenes, queréis
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
impresionar. Reprimíos, estudiad las formas y
leed con avidez: El poeta que lleváis dentro de
seguro os lo agradecerá.
El grupo, a paso más que decente,
descendía ya por San Jerónimo. La Carrera
estallaba en vida, aprovechando sus inquilinos
el breve regalo que el tibio sol invernal les
ofrecía. Las casas de nobles, habitadas por
títulos de antiguas costumbres, se
ensoberbecían dormitando al amparo de sus
escudos heráldicos. La multitud de negocios
arracimados hervía de actividad: Allí podía
verse la barbería del maestro Calleja (héroe
de la Guerra de Independencia), la tienda de
paños con sus cristales sucios y ennegrecidos,
la librería con sus minúsculos escaparates,
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
ofreciendo al posible lector las pocas
novedades que en aquellas fechas la censura
permitía ofrecer… La “Academia” desfilaba a
la altura de la perfumería, cuyos aromas
etéreos pugnaban con aquellos más
mundanales y prosaicos que exhalaba la
modesta tienda de comestibles y los productos
de su horno. En cuestión de pocos minutos se
encontraron caminado junto a la fachada del
Palacio de Medinaceli, mojón que marcaba el
final de la Carrera. Toparon con la fuente de
Neptuno, incorporándose al Salón del Prado
tomando por la derecha. Entre las hileras de
árboles, las clases altas de la Villa y Corte
prodigaban sus estudiados paseos de
exhibición en los que lucir sus más selectas
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
galas. Este ritual solía ocurrir antes o después
–según las costumbres de cada casa- de sorber
con delicadeza y exquisitos modales un
chocolatito, echar una mano de baraja
española o participar en una tertulia a
domicilio -de buen tono, eso sí, nada de andar
enredando con la perniciosa política de
marras-. Entre los paseantes de orden con los
que se cruzaron los “académicos” llamaba la
atención una pareja formada por un señor de
impoluta levita, extraordinario chaleco y
sombrero bajo a la moda. Su acompañante
lucía un ruidoso vestido que iba crujiendo y
raspando ostentosamente, de una claridad
hiriente a la vista. Coronaba el conjunto un
hiperbólico sombrero que hacía las delicias de
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
las aves circundantes: La señora,
evidentemente, no quería pasar
desapercibida.
— ¡A la paz de dios, Don Alberto! –dijo el
tipo elegante, dirigiéndose al maestro-.
— ¡Buena tarde, Don Ramiro y señora! –
contestó, dando un cabezazo, Lista-.
“Muerto de hambre” comentó en un
murmullo Don Ramiro a su esposa, en cuanto
se encontraron a una distancia prudencial de
grupo.
— No sé cómo te atreves a dirigirle el
saludo a ese tipejo. ¿Acaso no es el maestrillo
aquel que compone versos? –replicó la dama-.
— ¡Ah! ¿Qué quieres, Gertrudis? Uno tiene
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
tan buen corazón…
Don Alberto Lista tiraba de la cuadrilla
con un paso que, según avanzaba, se iba
haciendo más pesado y cansino. Su desastrado
aspecto, su abrigo raído y salpicado de
manchurrones, el andar encorvado, los
andares tristes y descabalados, en fin,
delataban en el hombre los rigores de toda una
vida de azares e inquietudes.
Carruajes de nobles maderas, como el
nogal bruñido o la caoba, se abrían paso sin
ningún tipo de miramiento para con los
viandantes. El cochero manejaba en ellos con
aire seco y estirado, mientras que en la parte
trasera, en pie sobre una tabla saliente,
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
viajaban dos levitones (lacayos de la
servidumbre) empingorotados con grandes y
extravagantes sombreros. Aquellas tartanas
surcaban el Prado sin otro objetivo que el de
mostrar a los paseantes la ostentación de los
dueños –camuflados tras la cortinillas de la
ventanas del carruaje-.
La perorata del maestro era ciertas –
pocas- veces interrumpida por algún discreto
saludo al que Lista respondía echándose mano
al ala de su abollado sombrero. Los más de los
que con él se cruzaron le conocían, pero
entonces, en aquel nuevo orden nacional,
fingieron no hacerle aprecio, porque el
sacerdote había vuelto a ser, mal que le
pesara, otro apestado político.
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
Al fin arribaron al Buen Retiro, tomando
dirección hacia los altos, desde donde podrían
disfrutar de una excelente panorámica de
aquella ciudad donde unas ciento cincuenta
mil almas pugnaban por la supervivencia en
clara desigualdad de condiciones. Un
crepúsculo morado y tibio iba rompiendo el día
para cuando decidieron situarse en un
emplazamiento al gusto de Lista. El aire, frío e
inmisericorde, caía a plomo sobre los hombros
de los “académicos”:
— Maestro, abríguese: Tome mi capote –
ofreció Felipe Pardo, solícito-.
— ¡Ay, gracias, hijo! ¡Estáis en todo! –
reconoció Don Alberto, arropándose con la
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
prenda-.
— Cualquier atención es poca para
nuestro benefactor –afirmó Pardo-.
Lista pareció ensimismarse ante la urbe
que tenía delante. Tras un prolongado silencio
–que los muchachos íntegramente respetaron-
rompió su letargo con unas palabras: -
Observad con detalle nuestra ciudad: Desde
este punto, la Villa y Corte presenta
exactamente el mismo aspecto que tenía antes
del regreso de los franceses. Semeja aquella
otra ciudad cuya sociedad bullía, previa a la
restauración fernandina en el trono de sus
absolutos mayores. Algo ha cambiado, sí, de
ello no hay duda. Sin embargo, yo creo
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
firmemente en el alma de esta urbe y estoy
convencido que su espíritu permanece
inalterable a pesar de todas estas turbulencias
pasajeras.
— Ya, maestro. Pues a mí me parece que
esta Villa es ciertamente feudo de villanos –
intervino Pepe-. Esta corte ampara y permite
la traición. Es la capital del doble fondo, el
engaño y la componenda. Es el lugar por cuyas
calles corre la sangre del inocente. Es el lugar
donde triunfa la ignorancia bajo el grito de
“vivan las caenas”.
— No seas tan duro, Pepe. Tú sabes mejor
que nadie que la ignorancia es fácilmente
manejable. Deslumbrado por el oropel, cegado
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
por palabras ampulosas, el pueblo, en su
incultura, es presa que se deja llevar con
facilidad. Ése es nuestro campo de batalla:
Sólo el conocimiento nos ha de traer una
nación más libre. Por ahí debemos comenzar.
— Ni eso nos dejan, maestro –comentó
Patricio-. Antes de ayer le llegó una
notificación a mi padre, Don Jerónimo, por la
cual se me impurificaba de la Universidad
Central. El documento afirmaba que no podría
seguir ejerciendo mis estudios en tan noble
institución ni ser matriculado en universidad
alguna del territorio patrio.
— ¿Qué me dices, muchacho? –exclamó
Lista-. ¡Qué el cielo nos asista! –paró de
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
repente su discurso, deteniéndose a
reflexionar durante unos segundos- Quieren un
pueblo inerme, y a fe mía que llevan trazas de
conseguirlo…
— Maestro –intervino Pepe-: No nos están
dejando demasiadas alternativas. Mire usted;
Yo soy persona de acción. No puedo orillarme
al borde del camino mientras sé positivamente
que el gran carruaje del mundo se apresta a
pasar a mi vera. Mi deber es agarrarlo a como
dé lugar y unirme a su alocada carrera. Ése es
mi sino. Para otra cosa no valgo, que yo no me
arredro ni me avengo a componendas. Mi
corazón es un caldero; mi sangre, fuego
hirviente en constante ebullición. ¡Salga el sol,
pues, por donde quiera, que a mí ha de
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
alcanzarme en escena!
— ¡Quiá, hijos! Dejaos de politiqueos, si
no queréis veros como el que os habla –
aconsejó Lista-. A ver, Pepito –añadió, como
para desviar la atención del tema-, ¿has traído
a este digno conciliábulo algún poemilla de tu
cosecha? Rindamos pleitesía a la diosa Venus,
motivo real que a estas reuniones nos convoca.
— Por supuesto, Don Alberto. Con permiso
de los concurrentes…
Espronceda extrajo unos pliegos
arrugados del bolsillo interno de su abrigo. El
añil que teñía el cielo fue recrudeciendo su
color y un telón de oscuridad comenzaba a
extender su reino. Cuando el joven, con
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
acento emocionado, comenzó a recitar a la luz
de un minúsculo farol, las estrellas titilaban en
el gran decorado del cielo.
A la noche
Salve, oh tú, noche serena, Que al
mundo velas augusta, Y los pesares de un
triste
Con tu oscuridad endulzas.
El arroyuelo a lo lejos
Más acallado murmura,
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
Y entre las ramas el aura
Eco armonioso susurra.
Se cubre el monte de sombras Que las
praderas anublan, Y las estrellas apenas
Con trémula luz alumbran.
Melancólico rüido
Del mar las olas murmuran, Y fatuos,
rápidos fuegos
Entre sus aguas fluctúan.
El majestüoso río
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
Sus claras ondas enluta,
Y los colores del campo
Se ven en sombra confusa.
Al aprisco sus ovejas
Lleva el pastor con presura, Y el labrador
impaciente
Los pesados bueyes punza.
En sus hogares le esperan Su esposa y
prole robusta, Parca cena, preparada
Sin sobresalto ni angustia.
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
Todos süave reposo
En tu calma, ¡oh noche!, buscan, Y aun
las lágrimas tus sueños Al desventurado
enjugan.
¡Oh qué silencio! ¡Oh qué grata
Oscuridad y tristura!
¡Cómo el alma contemplaros En sí
recogida gusta!
Del mustio agorero búho
El ronco graznar se escucha, Que el
magnífico reposo
Interrumpe de las tumbas.
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
Allá en la elevada torre
Lánguida lámpara alumbra, Y en
derredor negras sombras, Agitándose,
circulan.
Mas ya el pértigo de plata
Muestra naciente la luna,
Y las cimas del otero
De cándida luz inunda.
Con majestad se adelanta
Y las estrellas ofusca,
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
Y el azul del alto cielo
Reverbera en lumbre pura.
Deslízase manso el río
Y su luz trémula ondula
En sus aguas retratada,
Que, terso espejo, relumbran.
Al blando batir del remo
Dulces cantares se escuchan Del
pescador, y su barco
Al plácido rayo cruza.
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
El ruiseñor a su esposa
Con vario cántico arrulla,
Y en la calma de los bosques Dice él solo
sus ternuras.
Tal vez de algún caserío
Se ve subir en confusas
Ondas el humo, y por ellas Entreclarear
la luna.
Por el espeso ramaje
Penetrar sus rayos dudan, Y las hojas que
los quiebran, Hacen que tímidos luzcan.
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
Ora la brisa süave
Entre las flores susurra,
Y de sus gratos aromas
El ancho campo perfuma.
Ora acaso en la montaña
Eco sonoro modula
Algún lánguido sonido,
Que otro a imitar se apresura.
Silencio, plácida calma
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
A algún murmullo se juntan Tal vez,
haciendo más grata La faz de la noche
augusta.
¡Oh! Salve, amiga del triste, Con blando
bálsamo endulza Los pesares de mi pecho,
Que en ti su consuelo buscan.
Los asistentes contemplaron en silencio
la ciudad y el cielo que la cubría. Esporádicos
puntos de luz salpicaban la amorfa silueta de
la urbe, de aspecto fantasmal y sobrecogedor.
El lejano sonido de una guitarra y el ladrido de
algún perro rompían la relativa quietud del
momento.
— Tú has de ser poeta, Pepe. No
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
equivoques la senda –afirmó Don Alberto-. Tu
talento está alzando el vuelo; No permitas
nunca que lo enfangue la política.
José de Espronceda, henchido de orgullo,
recibió las cálidas muestras de homenaje que
le prodigaron sus compañeros.
— ¡Genial, Pepe! –le espetó Patricio,
palmeando su espalda con firmeza-.
— ¡Sublime, sublime, hijo de las musas! –
dijo Veguita, sinceramente emocionado por el
poema-
— Bien está por hoy. Marchemos pues,
queridos, hacia el hogar y sus lumbres, que la
espalda de este pobre viejo empieza a
resentirse con el húmedo relente –apremió
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
Lista, hablando por boca de sus achaques-.
La comitiva inició camino de regreso. En
su trayecto, cuadrillas de soldados franceses y
borrachos ateridos les contemplaron con
indiferencia. Sólo las despedidas rompieron el
pesado silencio que, vástago de amargas
reflexiones, envolvía a todos y cada uno de los
integrantes del grupo.
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
CAPÍTULO XVII:
Prácticas de Tiro
A principios de primavera de 1824, en
mañana tibia de un domingo alternante en
nubes y claros, el reducido grupo de
Numantinos formado por Pepe, Patricio,
Ventura y Felipe se había citado en el portalón
de la calle del Lobo que hacía las veces de
entrada a la casa de los dos primeros. Se juzgó
oportuno no convocar al resto de miembros de
la sociedad secreta: No resultaba aquélla
ocasión de hacer demasiado bulto ni levantar
excesivas sospechas. La cuadrilla iba
apertrechada de pinturas, pinceles, paletas,
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algún caballete y todo aquel útil pictórico, en
fin, que consideraron necesario para ejercer el
bello arte visual. Veguita, entre sus
materiales, portaba un lienzo vetusto y
deslustrado, con los colores en fuga:
— Lo he sacado del viejo desván de mi
tía: ¡Debe de tener al menos tantos años como
ella! –dijo Ventura-.
— Con que tenga la mitad, ya va aviado
–intervino, con sorna, Pepe-.
— ¡Toda una reliquia! –exclamó Felipe,
refiriéndose al paisaje, bucólico y pastoril, que
Ventura sostenía entre sus manos-.
— ¡Ah, pues yo no me quedo atrás! –
afirmó Patricio-. Observad –dijo, mientras les
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enseñaba un retrato incompleto-: Es mi padre,
charreteras a los hombros y libro en mano.
Obra mía, no creáis. ¡Un auténtico disparate,
ya lo sé!... Pero ha de venirnos de susto en
caso de un encuentro con la autoridad.
— Efectivamente, Patricio –comentó
Felipe-. Si de disimular se trata, un cuadro a
medio hacer será la coartada perfecta.
Antes de iniciar el camino que se habían
propuesto realizar, penetraron en la tahona de
la misma calle del Lobo, donde tomaron
provisión de hogazas, roscas, bollitos y algún
que otro confite con los que acompañar las
ristras de chorizos que, a buen recaudo entre
sus ropas, tenían la misión de hacerles más
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liviano el trayecto.
— ¡Buen almuerzo, pollos! –les deseó el
panadero, desde una cara racheada de
harina-.
— Muchas gracias, caballero. Ya sabe
usted: “Estómago joven no admite remilgos” –
contestó Veguita, tan risueño como en él era
usual-.
El dueño del horno vio partir a los
muchachos rascándose la rala cabeza y
añorando aquellos felices años que se fueron
para no volver, llevándose sus cabellos como
botín de la huida.
Pero no sólo de pan y artefactos
pictóricos vive el hombre –y mucho menos el
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joven-: Entre las vueltas de sus ropajes, tres
pistolas inglesas –contando con la ya conocida
“Manuela”- y su correspondiente munición
viajaban a salvo de miradas indiscretas;
Porque, en realidad, lo que a ojos de cualquier
mortal podría resultar una excursión al campo
para disfrutar de la espléndida mañana
dominical y ejercitar el noble oficio del pincel,
escondía un propósito más turbio, menos
lúdico: Afinar, lejos del mundanal ruido, la
puntería de Pepe Espronceda.
Tras un rato de brujulear por los madriles
y su infames travesías embocaron por la calle
de Toledo, siguiéndola hasta alcanzar la Puerta
del mismo nombre, la cual atravesaron.
Prosiguieron después camino y de esa forma
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alcanzaron el cementerio del Mediodía. Tras
una mirada de observación al recinto del
último descanso –comentando la noche de
aventuras que allí pasaron-, dejaron atrás sus
tapias de ladrillo y continuaron a buena
marcha, siempre rumbo al sur. A poco de salir
al extrarradio, los Numantinos avistaron un
ventorro de mala muerte, lugar de ellos
conocido, ya que de allí habían obtenido
cabalgaduras en otros paseos anteriores. Se
acercaron, con la sed acuciándoles, al portón
de entrada, abierto de par en par. Una vez
atravesado dieron con sus cuerpos en el
inmenso patio, dirigiéndose de inmediato
hacia el lado izquierdo, donde sabían
positivamente se encontraba la barra
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mugrienta y el puñado de mesas de presunta
madera que componían la parte de la posada.
Al penetrar, los pocos parroquianos –que
podrían pasar por ser cualquier cosa excepto
miembros de un club literario- observaron a
los recién llegados con caras de muy pocos
amigos. Algunos vieron en los jóvenes la
oportunidad de conseguir algo de diversión en
esa monótona mañana de domingo. Uno de los
clientes, sentado a la mesa de al lado de la
puerta, se dirigió a ellos, pretendiendo romper
el fuego de las chanzas. Era tuerto de un ojo y
vidrioso del otro, la boca torcida y una cicatriz
de mediano tamaño a la altura de la barbilla.
Completaba su aspecto un vestuario formado
por pantalón de negro riguroso, camisa blanca,
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faja encarnada y prieta y pañuelo a la cabeza.
El infeliz dejó la mano de cartas que tenía a
medias con su compañero –igualmente
malcarado- y lanzó la primera andanada:
— ¡Uy, uy! ¡Vaya con los refinados
señoritos! ¿No se habrán perdido, por un
casual, sus señorías?
El ventero –que estaba al otro lado de la
barra- se sacó el dedo del oído y dejó de
rascarse la nariz para cortar el ataque por lo
sano:
— ¡Quieto “parao”, muerto de hambre! ¡A
ver si tenéis que decir algo de los señores,
gañanes, vosotros que os pasáis todo el día
frente al chato de morapio y a duras penas
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pagáis el dinero que se me debe!
— ¡Hombre, Julián, no te pases –replicó
el tuerto-, que somos clientela habitual!
— Muchas gracias, caballero –dijo Pepe,
ya apoyado en la barra-. La verdad es que no
tenemos el cuerpo para líos a estas horas de la
mañana.
— No se preocupen, no se preocupen –
expresó el ventero-. Disculpen a estos incultos
sin estudios que, el diablo sabrá por qué, se
han empeñado en frecuentar mi negocio. Pero
vamos, díganme: ¿Qué se les ofrece?
— Pues verá usted –terció Patricio-;
Nuestra intención es alquilarle unos burritos a
usted.
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— Y tres o cuatro botas de Valdepeñas –
intervino Veguita, sofocado por la calima
matutina-.
— Y tres o cuatro botas de Valdepeñas –
repitió, maquinalmente, Patricio-. A devolver,
claro está, a nuestro regreso junto con los
jumentos.
— Bien, bien, sin problema –comentó el
ventero, para hacer de inmediato una pausa
reflexiva antes de continuar- Pero el caso es
que… En fin, me es desagradable tener que
decirles esto pero… tendrán que dejarme una
fianza si quieren hacer el alquiler. Sólo de unos
pocos reales, ya me entienden.
— ¡Pero, caray, Don Julián! ¿Cómo nos
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viene usted con ésas? –replicó Pepe-. ¡Qué ya
nos tiene muy vistos!
— Ya, ya, hijos, pero comprendan… El
caso es que la última vez alquilé sendos burros
a dos pollos así como ustedes, de buen porte…
¡Y tuve que estarme dos días por esos campos
de dios para dar con el paradero de mis pobres
rucios! Resulta que los dos finolis se habían
emborrachado, habían emborrachado a los
pollinos y me los habían abandonado al albur,
¡hala!, así, por las buenas. ¡Hacerme eso a mí,
que quiero a esos bichos como a mis propios
hijos!
— Bueeeeeno… ¡Sea, Don Julián! Más
tarde habremos de recuperar lo que nos
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corresponde –cedió Pepe-.
— ¡Ah, vale! Pues siendo así no hay
impedimento. Vamos pues al patio, que allí les
esperan mis alhajas.
Salieron los jóvenes junto al posadero,
notando en sus espaldas los puñales oculares
lanzados por los garrulos hartos de vinacho. En
el patio, justo en la tapia frontal a la entrada
de la posada, pudieron observar un porche
cubierto de tejas, envigado en madera. Al
acercarse a él pudieron ver una fila de burros
famélicos y escuchimizados, cuajados de
moscas y avispones. Para que no les faltase de
nada, una hilera de mataduras y cortes
cruzaba sus maltrechos lomos.
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— Aquí los tienen. ¿Acaso no da gloria
verlos? –preguntó el posadero-.
— En la gloria tenían que estar… -susurró
Veguita, sonriendo-.
— ¿Cómo dice, muchacho?
— No, nada. Que sí, que son una
bendición de bichos –mintió Veguita-.
— ¡Pues venga, venga! Elijan cuatro a su
gusto, pasen a cargar con las botas de
Valdepeñas y abónenme lo que es de ley.
Tras de apertrecharse de vino y saldar la
cuenta con el ventero, los Numantinos
desataron los cuatro jumentos que a su juicio
consideraron menos damnificados y salieron de
la venta, no sin antes colocar la molesta carga
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que llevaban en las alforjas de las caballerías.
En marcha otra vez –en esta ocasión
sobre cuatro patas renqueantes-, los
muchachos afrontaron la parte final de su
trayecto.
El pedregoso camino estaba salpicado de
quiebras y guijarros de tal modo que, entre
saltos, botes y cabeceos, el desenlace se
preveía inminente. Sólo restaba saber a quién
elegiría el destino como víctima propiciatoria,
cuestión ésta que se resolvió prontamente: Un
rebuzno brutal, seguido de una tremenda
costalada que hizo retumbar el suelo,
enmudeció al grupo: El perjudicado fue
Veguita, magullado pero prácticamente ileso,
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por fortuna para sus riñones. Tras los
momentos de lógico desconcierto llovieron las
risas de rigor y con ellas las chanzas, sus
hermanas ibéricas.
— ¡Levanta, Veguita, hombre, que no es
tiempo de cosecha! –dijo Patricio-.
— Ventura, majo, ¿acaso ignoras que la
parte indicada para montar una caballería es
la grupa, no sus pezuñas? –añadió Pepe,
socarrón-.
El pobre caído se frotaba cabeza y lomos
perdido en su desconcierto, demasiado
preocupado por recuperar el resuello como
para dar ingeniosa réplica a las bromas. Tan
pronto como dejaron de chotearse, los tres
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
compañeros socorrieron solícitos al
perjudicado Ventura, dolorido y, sin embargo,
milagrosamente intacto.
En cuestión de hora y pico de baches,
zarandeos y crujir de huesos, la cuadrilla
divisó un pequeño oasis en medio del páramo
castellano, una isla de álamos silvestres que
los jóvenes reconocieron como el objeto final
de sus andanzas. Entre los verdes reflejos de
las hojas de los árboles blanqueaba un
edificio, al que los muchachos se fueron
aproximando. Se trataba de una minúscula
ermita al pie de la que corría un regatillo,
causa de la súbita explosión de verdura que
maquillaba aquella desolación. Según se
fueron aproximando a ella, los Numantinos
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pudieron observar que la antaño puerta de
entrada –hueco lleno de matojos- estaba
coronada por una hornacina, hornacina que
albergaba una Virgen de yeso descabezada y
algo ennegrecida. Los lienzos que una vez
conformaron las paredes del edificio habían
colapsado, viniéndose abajo en varios trechos
del recinto. Los pedazos de muro que aún
resistían se encontraban tiznados,
probablemente por las hogueras realizadas por
caminantes o pastores, en días o noches de
riguroso frío.
Dentro apenas podía reconocerse la
pequeña elevación sede del altar. Un amasijo
de piedras y restos de entrecruzadas y
carcomidas vigas de madera completaban la
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decoración.
La cuadrilla eligió un fragmento del muro
que aún se sostenía dignamente en pie y
colgaron de él, por su parte exterior, el viejo
cuadro de la tía de Veguita.
— Este engendro pictórico nos va a venir
de muerte –comentó Patricio-. Para que luego
hablen de la inutilidad del arte…
Salieron las pistolas a la luz. Ventura,
Patricio y Felipe se encargaron de limpiarlas,
ponerlas a punto y, finalmente, cargarlas.
Pepe recogió la primera y se colocó del blanco
a una distancia que él juzgaba acorde con la
que tendría que salvar el arma el día del
regicidio. Dobló su brazo hacia arriba para
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pegar el arma a su hombro. Posteriormente lo
extendió, alargó y mantuvo en esa posición por
unos instantes; Era el momento de máxima
concentración para el tirador: Pepe debía
sentir la pistola como una prolongación de su
propia mano. En segundos sonó una detonación
sorda, que espantó a unos cuantos gorriones
de un álamo próximo. El disparo erró su
objetivo en cuestión de un metro.
— Tiene desviación a la derecha –comentó
Pepe-. Además, larga un extraño cuando
golpea el percutor. De ésta mejor nos
olvidamos.
Patricio puso en sus manos la segunda
pistola. Se repitió el ritual paso por paso.
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
Volvió a sonar el disparo, con parecido
resultado: Desvío y decepción.
Al fin le llegó el turno a “Manuela”, la
joya de la corona, y no sólo por sus
prestaciones. “Manuela” había acompañado a
los chicos en multitud de ocasiones de peligro
y aventuras. Poseía un valor sentimental
añadido.
— Vieja pero fiable, amigos, vieja pero
fiable –comentó Pepe al recoger el arma con
especial cariño-. ¡Vamos allá, “Manuela”,
dales a éstos una lección de fuego!
El boquete humeante que se abrió en las
carnes del cuadro reveló el éxito de la
operación.
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
— ¡Bravo, bravo! –exclamó Veguita-.
— ¡Larga vida a “Manuela”! –exclamaron,
abrazados, Patricio y Felipe-.
Completado el ensayo de puntería, la
cuadrilla se dedicó a reponer fuerzas, dando
cuenta de chorizos, panes, roscas y otros
dulces, a la mayor gloria de sus batientes
mandíbulas y sus insondables estómagos. El
vino contribuyó a rebajar la pesadez de los
alimentos y elevó poderosamente la moral de
los compañeros.
— ¡Date por frito, “Innombrable”! –
declaró, medio atragantado, Veguita-.
— ¡Qué disfrute mientras pueda de sus
lujos, que en su estancia en el infierno poco
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los va a utilizar! –añadió Felipe-.
Las horas habían pasado presurosas y el
sol se elevaba poderoso en las alturas del
cielo. La representación numantina juzgó
conveniente levantar el campamento, embutir
los materiales en las alforjas de los
cuadrúpedos y poner rumbo a la urbe cuanto
antes.
En medio de su regreso -y poco después
de haber devuelto los pollinos y recuperado los
reales de fianza retenidos por el ventero- la
comitiva andante reparó en que una pareja de
guardias reales a caballo comenzaba a
descender el empinado sendero que ellos
estaban tomando. Seguramente se dirigían a la
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venta que los zagales habían dejado atrás, con
objeto de despejar el gaznate polvoriento con
unos chatos de Valdepeñas. Se imponía lidiar,
pues, con aquellos dos. Por fortuna, las
casacas rojas del uniforme realista llamaban la
atención a leguas, con lo cual los jóvenes
dispusieron de unos momentos para afianzar su
coartada.
— Y sobre todo, nada de nervios, ¿eh? –
previno Pepe- Si no sabéis que decir o creéis
que vais a meter la zanca, silencio, y que
corra el turno de palabra.
— ¡Vamos allá, que esto es pan comido! –
animó Felipe- De todos es sabido que nunca se
conoció realista con entendederas.
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La pareja de orden llegó a la altura de la
cuadrilla.
— ¡Hola, hola! Excursionistas… -comentó,
gracioso sin gracia, el mayor de ellos, canoso y
de mejillas coloradotas-.
— Artistas, señor, artistas –corrigió Pepe-.
— ¿Ah, sí? ¿Y qué clase de arte practicáis,
si se puede saber?
— Se puede y se va a saber, con su
permiso –prosiguió Pepe-. Somos estudiantes
de pintura en la Real Academia de San
Fernando y vamos buscando sitios tranquilos
donde practicar el muy noble y muy antiguo
arte de los pinceles.
— ¡Ay! Mira tú que finos nos han salido los
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muchachuelos, ¿verdad, Vicente? –comentó el
del rubor en las mejillas al repollo de su
acompañante-. En mi época no perdíamos el
tiempo con esas sandeces y nos dedicábamos a
perseguir faldas, como zagales sanotes que
éramos. A ver, Vicente, ¿tú qué dices?
— Pues… -intentó intervenir el joven
guardia-.
— Nada, nada. Lo que yo te cuente. No es
la juventud tiempo para andarlo
desperdiciando en zarandajas. De todas
formas… –pareció reflexionar por un instante,
su espíritu inquisidor en funcionamiento- ¿Qué
diantres lleváis en esos bultos?
— Lienzos y materiales pictóricos, señor –
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dijo Patricio, sacando el retrato inacabado de
su padre junto con un manojo de pinturas y
pinceles-. Pura calidad, ¿eh?
— Pues a mí esto me huele raro, ¿no es
cierto, Vicente?
— A ver, yo creo… -balbució el guardia
novato, temiendo, con razón, que su frase
quedaría inacabada-.
— ¡Qué sí, qué sí! Que la gente no va al
quinto carajo a pintar la mona –comentó,
escamado, el de las canas-. Vamos a echar un
buen vistazo a todos esos hatillos…
Hubo un momento cargado de tensión y
azoramiento, que resolvió inesperadamente
Veguita:
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— Con su permiso, señor, antes quisiera
enseñarle… -señaló Ventura-.
— ¡Alto esas manos o te riego en pólvora!
–exclamó el guardia veterano al comprobar
que Veguita echaba mano al interior de su
camisa-
— ¡Tranquilo, caballero, sosiéguese! Tan
sólo es un pedazo de papel… Si tiene usted la
bondad de dejármelo extraer… Tengo sumo
interés en que su merced lo lea.
— ¡Ah, recontra, un papel! Siendo así…
¡Pero despacito, que mi dedo índice peca de
nervioso! –explicó el canoso, levantando el
percutor del pistolón que portaba, de tamaño
nada despreciable-
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Veguita sacó con cautela el documento y
se lo acercó al guardia. Éste se tomó unos
instantes para leer su contenido y miró a su
compañero, callando por unos instantes. Al fin
soltó:
— ¡Vaya, vaya! Salvoconducto en toda
regla firmado por un oficial francés. ¡Haber
empezado por ahí, zagales! Sálvenos el cielo
de buscarnos problemas con nuestros
bienhechores, ¿verdad, Vicente?
— Hombre, me imagino yo que…
— ¡Por supuesto, compadre! Cuarenta mil
soldados del ejército de su majestad Luis XVIII
no pueden estar equivocados, compañero. Y
este legajo lo rubrica un oficial de las tropas
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
amigas… Su gloriosa alteza, Don Fernando VII,
nos ha insistido tanto en congeniar con
nuestros vecinos…
— Será ahora, porque hace unos añitos
bien que los aborrecíamos –explotó, al fin, el
novato de casaca roja-.
— ¡Calla, deslenguado! ¿Ves como no se
te puede dejar hablar? –comentó con
embarazo el veterano-. En fin, caballeretes:
No les entretenemos más, que ya tendrán prisa
por llegar a sus casas…
La cabalgante pareja partió a buen paso,
dejando pronto atrás a los Numantinos, los
cuales, al verse libres de vigilancia, celebraron
la gran ocurrencia y capacidad de previsión
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
que Ventura había demostrado.
— ¡Eres un lince, Veguita, un auténtico
lince! –dijo Pepe, mientras palmeaba con
violencia la espalda del otro muchacho-.
— Pero, ¿de dónde canastos has sacado tú
ese papelote? –preguntó Patricio,
genuinamente asombrado-.
— ¿Os acordáis de la vez aquella en que
una pandilla de realistas por poco me lincha
en la Puerta del Sol?
— ¡Claro, fenómeno, como para olvidarlo!
–exclamó Felipe Pardo-.
— Pues el gentil oficial francés que a base
de cartuchazos puso en fuga a aquel rebaño
me extendió este documento salvador, que
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
desde entonces guardo como oro en paño.
— ¿Y por qué demonios no nos lo habías
comentado, cazurro? –preguntó Patricio-.
— Bueno, ya sabéis lo despistes que soy…
Se me olvidó por completo.
Entre risas, comentando cada momento
de la jornada transcurrida, el restante camino
de vuelta hacia Madrid se cubrió sin mayores
incidencias y, lo que es más importante, los
acontecimientos dominicales significaron un
enorme espaldarazo de moral para los eventos
que, sin duda alguna, se avecinaban.
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
CAPÍTULO XVIII:
El Intento de MAgnicidio
Al fin llegó la ocasión propicia, la
conjunción de los hados tan largamente
esperada. Los Numantinos habían preparado
con toda la puntillosa precisión de la que
fueron capaces el atentado, atentado que a la
luz de sus juveniles magines no parecía tan
suicida, después de todo. El momento
largamente deseado parecía, dadas las
circunstancias, al alcance de la mano. El día
30 de Mayo –San Fernando en el santoral- se
iba a celebrar un magno desfile –otro de
tantos- dedicado al “salvador de la nación”,
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“el paladín de la cristiandad” y varios títulos
más, tan rimbombantes como inciertos,
aplicados al rey Fernando VII. Con motivo de
su onomástica, los palmeros oficiales y
oficiosos decidieron, en un nada original
arrebato, que el mayor tributo que al tirano se
le podría hacer consistía en volver a llevarlo
en andas.
Oportunamente enterados los Numantinos
de la programación del evento y del recorrido
que éste previsiblemente iba a tomar, se
decidió poner en práctica la ejecución del
regicidio. Durante aquellos días en espera de
la ocasión adecuada, los muchachos ultimaron
detalles y repartieron papeles en la misión,
además de aclarar los puntos considerados
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
como “oscuros” o “flojos” que en el desarrollo
de su plan se les fueron presentando. Mimaron
con cuidado y especial dedicación a
“Manuela”, extremando su limpieza y
mantenimiento, sabedores de la vital
importancia del arma de fuego en toda aquella
trama.
Acorde a las noticias que los Numantinos
pudieron recabar, la “procesión” se celebraría
ese mismo día 30 por la tarde, pero la
Sociedad Secreta decidió reunirse a primera
hora de la mañana para empezar a actuar
cuanto antes.
Al salir de sus hogares, de amanecida, los
miembros del complot se habían despedido de
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
padres, madres, tía (en el caso de Veguita)…
de una manera que a sus familiares les
parecería, sin duda, en extremo efusiva:
— ¡Qué barbaridad, Pepe! Me vas a
asfixiar con tus abrazos. ¡Ni que te fueras a la
guerra, zalamero! ¡No veo yo a qué vienen
estos cariños repentinos! –decía Doña María del
Carmen, señora madre de Espronceda,
mientras pugnaba por zafarse de los brazos de
su hijo-.
— ¡Qué sé yo, madre! Me ha dado por ahí.
Es que nunca encuentro ocasión para
expresarle lo mucho que la quiero –replicó
Pepe-.
— Ya, ya, Pepito –prosiguió Doña María del
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
Carmen, levemente escamada-. No querrás
embaucarme con agasajos para sacarme algo,
¿verdad? –preguntó, malinterpretando de parte
a parte las intenciones del joven-.
— En absoluto, madre. No se apure,
mujer, que esta demostración de afecto es
totalmente desinteresada. Créamelo, hágame
ese favor –dijo Pepe, forzando una sonrisa en
su turbado semblante-.
— ¡Ea, Pepe, vuelve! –dijo la señora al ver
que el hijo se disponía traspasar el umbral de
la puerta de casa- Ven aquí, cabeza loca. Ven
y dame un buen beso.
Los zagales se dieron cita en los sótanos
de la botica e hicieron un último repaso del
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
plan de acción. Entre nervios y caras
descompuestas por la tensión y el ansia,
fueron adjudicando las tareas de un modo ya
definitivo. Por último, Pepe arengó al grupo:
— No hay marcha atrás, amigos. Ya no hay
marcha atrás. Debemos actuar por el bien de
nuestra patria, sacudir con brutal golpe la
apatía que ha provocado “El Innombrable”.
¡Despertemos las conciencias nacionales!
¡Convirtamos este día en una fecha para
recordar! Gritad conmigo, pues: ¡Numancia
contra el tirano!
— ¡Numancia, siempre, contra el tirano! –
corearon a una los congregados-.
— Bien está. Salgamos y hagamos de una
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
vez lo que hace tiempo que debió ser hecho –
sentenció, con una firmeza apabullante para
un chaval de dieciséis años, José de
Espronceda-.
La comitiva abandonó la calle Hortaleza
rumbo a la Mayor. Atravesaron la Puerta del
Sol, que aún dormitaba de pereza a esas horas
somnolientas. Llegados al fin a la calle Mayor,
comenzaron a desplegar su actividad. Con
objeto de no levantar demasiadas sospechas a
lo largo de la jornada, se habían establecido
entre los Numantinos turnos rotativos de
vigilancia; Los muchachos se irían relevando
en distintos puntos estratégicos de aquella
importante vía para así poder dar la señal de
alarma a Pepe –el tirador apostado en la
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
ventana del edificio elegido- en el momento
en que cualquier incidencia se produjese. Todo
movimiento que pudiera resultar peligroso o
susceptible de alterar el desarrollo de la
operación debía pasar a conocimiento de
Espronceda, para que éste procediera, sin más
dilación, a la huida. Frente a la casa cuyo piso
alto ocuparía Pepe siempre debería de haber
un vigía presto a sacar de su bolsillo un
pañuelo rojo o dar un buen silbo, señal
inequívoca de escape inmediato para el
tirador.
La calle Mayor aparecía poco transitada a
esas horas. Se desperezaba lentamente,
sacudiéndose la galbana que produce la
amanecida imitando los despaciosos
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
movimientos de un lagarto que reacciona a los
primeros rayos de sol. El principal problema
para que Espronceda se introdujera en el
inmueble elegido parecía plantearlo una
pareja que charlaba animadamente justo en
aquella acera. El par conversador se
encontraba cercano a la puerta de entrada y
mirando en esa dirección. Uno de ellos era un
elegantísimo caballero de distinguida levita,
impresionante bastón confeccionado en
madera noble y unos relucientes botines a la
farolé. El otro individuo presentaba un aspecto
inconfundible: Su hábito de congregación
religiosa no dejaba mayor lugar a dudas.
Los muchachos daban la impresión de
estar paralizados ante la incómoda e
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imprevista interferencia, debatiéndose entre
esperar a que la molesta pareja abandonase la
zona o provocar una situación de oportuna
distracción. La primera opción no resultaba
demasiado conveniente, ya que la calle
empezaría pronto a poblarse de tránsito, así
que el hábil e ingenioso Veguita decidió tomar
la iniciativa. Ventura de la Vega cruzó la
calzada desde la acera en la que se
encontraba y avanzó acercándose por la
espalda a los contertulios.
— ¡Madre del cielo! ¡Gracias a dios que le
encuentro, Don Jenaro! Llevo una hora
buscándole. Es la pobre abuela Margarita, que
ha empeorado al alba. ¡Ay, Señor, que no sé yo
si va a salir de este trance!
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
La pareja se giró de inmediato para
atender aquella voz que había llamado su
atención. Saliendo de su desconcierto, el
caballero de postín espetó al joven:
— ¿Pero qué dices, criatura?
— Pues eso, Don Jenaro, que debe usted
acompañarme a ver si se puede hacer algo
para aliviar a la anciana abuelita.
— ¡Qué abuelita ni qué bemoles! ¿Y quién
es ese Don Jenaro? Aquí no hay más que Don
Venancio, padre reverendísimo, y un servidor,
Don José Torralba, funcionario de Gracia y
Justicia.
— ¡Ah, vaya! Pues créame su merced si le
digo que es usted en todo semejante a Don
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Jenaro, el médico de la familia –explicó
Veguita-. Está uno tan desesperado… ¡Ustedes
sabrán disculpar la embarazosa confusión!
— Nada, hijo, nada –intervino el fraile-.
Ve y encuentra en buena hora a tu doctor, pero
no olvidéis de procurar a tu abuela el consuelo
espiritual que necesita… ¡Hay que congraciarse
con el Altísimo previo a comparecer ante su
severísimo tribunal!
— No se apure usted, padre, que el cura
lo tenemos en casa. Es mi tío Juan, santo
varón y miembro de los Agustinos.
— Entonces ya me quedo más tranquilo.
Habiendo sacerdote en el hogar, ya puede uno
entregar su alma a gusto… -sentenció el
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religioso-.
— Y ahora marcha, mozalbete, que no se
hicieron las mañanas para perderlas aquí
contigo –le espetó el funcionario, visiblemente
molesto por aquella interrupción-.
Durante el breve intervalo de tiempo en
el cual se produjo aquella confusa
conversación entre Veguita y la pareja, el
resto de Numantinos aprovechó para realizar
un rápido barrido visual de la zona y dar el
visto bueno a Espronceda que, en tres
zancadas ágiles y desenvueltas se acercó a la
puerta del domicilio abandonado. Con un
movimiento felino asestó un golpe de hombro
a la tabla de madera medio atrancada y
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
penetró como una sombra por la estrecha
abertura del portón entornado.
Pepe avanzó con precaución entre la
umbría del interior. Esperó unos segundos a
que sus ojos se hicieran a la escasez de luz y
echó a andar, decidido, entre los restos de
muebles y cenizas, residuos de las fogatas que
algún inconsciente tuvo a bien realizar.
Espronceda removió con un pie los antiguos
rescoldos y pudo comprobar, para su
indignación, que lo que allí había sido pasto de
las llamas eran unos cuantos volúmenes de
lectura, severamente mutilados por el fuego.
Decidió dejar atrás aquel sacrilegio y comenzó
a subir, como dios le dio a entender, las
escaleras que llevaban al piso de arriba,
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plagadas de obstáculos y desperdicios. Una vez
en la zona superior, lo primero que le llamó la
atención fue una pintada en la pared derecha,
según se observaba desde los peldaños. Con
letra chusca y temblona, algún ·”intelectual”
había escrito: “Esto te pasa por masón y
liberal. ¡Descreído!”. El joven obvió tal
derroche literario y clavó su vista al frente:
Allí se encontraba el pequeño ventanuco que
iba a mantener sus sentidos ocupados durante
un buen puñado de horas. Se acercó a él y
procedió a limpiar sus alrededores con esmero.
Necesitaba una zona franca, libre de
impedimentos, que le permitiera un mínimo de
libertad en sus movimientos. Culminada la
operación, decidió echar un vistazo al exterior,
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asomándose con suma cautela por la ventana.
Frente a él, en la acera opuesta, descubrió la
figura de Felipe Pardo, semblante tenso pero
sin aparentes signos de alarma. Al retirar su
cabeza cayó en la cuenta de que algo se le
había enredado en un pie: Se trataba de un
pedazo de tela que había, en tiempos
mejores, formado parte de una cortinilla. Lo
recogió, extendió y colocó con precaución
para cubrir la ventana. Ese trapo inservible
podía facilitar su vigilancia del exterior,
ocultando su cabeza a posibles miradas
inquisitivas.
Comenzaba así, para Pepe, un maratón
destinado a mantener un nivel de tensión
constante evitando caer desfondado. Se
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trataba de realizar un delicado equilibrio entre
concentración y ahorro de fuerzas. Extendió a
su lado, entre el polvo, el hatillo donde
portaba pan, queso, vino y algo de embutido.
Por un instante se dedicó a observarlo,
reflexionando quizás acerca de cómo ir
distribuyendo la pitanza a lo largo de aquella
jornada que tan larga se preveía.
Las horas iban pasando lentamente,
deslizándose incontables entre las manos del
tiempo. Afortunadamente, la adrenalina
generada por su cuerpo compensaba el tedio
que acompañaba a Espronceda en su
vigilancia. Los compañeros de abajo se iban
relevando, aparentemente sin mayor
problema, mientras la afluencia de público iba
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aumentando progresivamente en la calle
Mayor. Multitud de variopintos personajes de
toda extracción social, aunque
preferentemente de clase baja, se
desplegaban atropelladamente para intentar
conseguir el mejor sitio, algún rincón
privilegiado desde donde observar el desfile
más nítidamente. Algunos soñaban con siquiera
rozar el carruaje del monarca, transmitirle
algún grito adulatorio que pudiese halagar sus
regios oídos.
Al tirador silente le entraban bascas
presenciando el obsceno y rastrero
espectáculo que ante sus ojos se estaba
desarrollando. Espronceda comprobó in situ,
con una mezcla de asco y vergüenza, que
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aquel régimen despótico estaba sostenido
mayoritariamente por el pueblo llano, que
ejercía una vez más de dócil felpudo donde los
pies de aquel real rufián se limpiaban con
delectación. Se trataba de una brutal
regresión al pasado, a lo más profundo de la
Edad Media, como si la Independencia de los
Estados Unidos, la Revolución Francesa o la
Constitución liberal de Cádiz jamás hubieran
tenido lugar: Un pueblo entero perdía sus ya
de por sí menguadas libertades y lo celebraba
cantando.
Para olvidarse de lo que le repugnaba
afuera, Pepe se puso a meditar. Entre vistazo y
vistazo desde el lateral del ventanillo, a
cubierto por la tela que él mismo había
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emplazado allí, el joven comenzó a reflexionar
sobre las consecuencias que la misión traería a
su vida. Pensó en su padre, destinado por
entonces en Guadalajara. Se planteó la duda
acerca de si la misión que su hijo estaba a
punto de llevar a cabo significaría motivo de
orgullo o, por el contrario, razón de escarnio
para él. Pensó en su madre, rígida e inflexible
mujer en apariencia, pero capaz de albergar
un enorme cariño por los suyos. Pepe se
preguntaba incluso si la dureza en el trato de
Doña María del Carmen no sería consecuencia
de la conducta desordenada y rebelde en la
que tanto él se prodigaba. Pensó, también, en
sus compañeros Numantinos, en todo aquello
que las consecuencias de su acto les
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
depararían dentro de breves horas. ¿Acabarían
siendo héroes o -como en tantos otros casos-
desolados mártires de la causa incomprendidos
por sus coetáneos?
Para salir de la ensoñación en la que se
había instalado temporalmente, volvió a
revisar la calle: Frente a él tenía establecido
en turno de vigilancia a su fiel amigo Patricio,
confundido entre las gentes, inconfundible sin
embargo para él. Desde abajo, soportando
codazos y vítores ensordecedores, Patricio de
la Escosura tuvo voluntad y ganas para
ofrecerle una sonrisa. “Todo está bien,
hermano.” Parecía indicarle con ese gesto de
tranquilidad. En ese momento Pepe se aplicó a
dar buena cuenta de algunas viandas,
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
regándolas con algún trago de vino. El sabor
del queso y el embutido, combinado con la
bebida espirituosa, relajaron un tanto sus
músculos y ofrecieron ligera tregua a su
fatigada mente. Al terminar el receso y mirar
por el resquicio que ofrecía la cortinilla por
enésima vez, un sobresalto, seguido de un
tremendo escalofrío que recorrió su espina
dorsal, le pusieron en inmediata alerta: Por
más que se esforzaba, no conseguía localizar a
Patricio ni a ningún otro de los compañeros
haciendo la pertinente guardia frente a la
acera de la casona. Tragó saliva y buscó en su
ofuscado cerebro la reacción que le salvara de
aquel peligro. No hubo tiempo para mucho. Un
crujido en los peldaños del piso de abajo
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
señalaban la inminencia de lo que se
avecinaba, la resolución de aquella angustiosa
duda: En unos instantes, esos pasos tendrían
dueño.
Pepe se apretó contra la pared de la
ventana, el corazón a punto de estallarle en el
pecho, asiendo a “Manuela” con la firmeza
desesperada del que se sabe acorralado. Los
pasos avanzaron con una lentitud exasperante
hasta alcanzar el umbral de la puerta. Un
personaje muy familiar ocupó el campo visual
de Pepe Espronceda.
— ¿Pero te has vuelto majara, estúpido? –
dijo Espronceda, con voz temblona- ¡Maldito
imbécil! ¡Y yo que creí que tenías algo de
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
seso…!
— Bueno, el poco que tenía lo perdí al
conocerte, botarate –replicó Patricio,
sonriendo a su amigo-.
— Pues ya me dirás qué haces aquí –soltó
Pepe, bajando a “Manuela”-. Eres un
inconsciente, has abandonado tu posición.
— Sólo para estar contigo, camarada. No
quería dejarte a tu suerte en este trago tan
jodido. Además –continuó Patricio-, no he
abandonado nada: Mira por la ventana.
Espronceda obedeció al recién llegado y
comprobó que Veguita estaba frente a él,
luchando por hacerse un hueco estable entre
la alocada marea humana.
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
— ¿Pero cómo rayos te has podido colar
en la casa sin llamar la atención? Anda que si
te ha visto alguien…
— Tranquilo, poeta. Ha sido cuestión de
lo más sencillo. Me he cambiado de acera y, en
llegando a la altura de la casona, me he
puesto a gritar como un loco “¡Ya viene, ya
viene, ya se ve aparecer a su augusta
majestad!”. La plebe se ha arracimado y
apelotonado, formando un maremágnum de
cabezas, gritos e insultos. La falta de espacio y
el desorden son grandes aliados a la hora de
incubar peleas, y así es como ha nacido la de
ahí abajo. Entre tamaño lío, como tú
comprenderás, ¿quién va a prestar atención a
una puerta que cede, a un muchachito que por
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
ella se desliza?
— ¡Maldito inconsciente! ¡Me has dado el
susto de mi vida! Anda, ven. Dame un abrazo –
exigió Pepe-.
Los dos pilares numantinos se fundieron
en un tembloroso abrazo, que a ambos sirvió
de alivio.
— Ahora coge algo de comida, hazte a un
lado y no me entorpezcas con tu letal
verborrea de leguleyo –apremió Pepe-.
— Disculpe su eminencia –replicó Patricio
mientras se hacía con algo de queso y el vino-.
Tenga usted por seguro que éste su servidor
procurará no decir ni pío y le prestará
solamente un valioso apoyo moral.
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
Escosura se trasladó al fondo de la
estancia, sentándose apoyado contra el muro
donde se encontraba la puerta. Pepe volvió a
ocupar su posición bajo la ventana. Tras un
breve momento de calma, un estruendo en la
calle señaló que el momento tan largamente
ansiado se aproximaba. Alguien había lanzado
una salva de trabuco, señal inequívoca de la
inminencia del paso del cortejo real.
Efectivamente; proveniente de la Puerta
del Sol, la regia comitiva enfilaba el primer
tramo de la calle Mayor. Se dirigía hacia el
Palacio de Oriente, después de haber dado una
vuelta por medio Madrid –incluido el Salón del
Prado, donde el fantoche se lució a su gusto-.
La cuestión es que la calle Mayor fue evitada
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
en la primera parte del recorrido –quizá con
objeto de reservarla para la parte final del
mismo-, con lo que los muchachos tuvieron
que esperar a las postrimerías de la parada
para perpetrar su acción. De cualquier forma,
los curiosos que se agolpaban en aquella
conocidísima travesía eran ya testigos de los
primeros colores y figuras del desfile, a la vez
que sus oídos percibían los iniciales acordes de
la estruendosa fanfarria.
Pepe apretó los dientes ante la
inminencia del desenlace, cualquiera que éste
fuera. Hizo situarse a Patricio junto a él, bajo
la ventana, con objeto de que le sujetara la
cortina en el crítico momento del disparo.
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
— ¡Haz algo útil, gañán! –susurró
Espronceda a su amigo-: Apártame el telón un
instante, que voy a darle lumbre a un señor
que viaja en carruaje.
Patricio sonrió sin decir palabra ante las
indicaciones de su compañero. Sabía
perfectamente que a partir de entonces todo
quedaba en sus manos.
Desde su posición y a través de la franja
de perspectiva que permitía la tela levantada
por Patricio, Pepe fue presenciando toda la
parafernalia que formaba parte de aquella
hiperbólica comparsa. Observó a los lacayos
con pelucas, emperifollados, marchando con
solemnes bastones, abriéndoles el paso a los
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
mejores caballos de las cuadras reales,
penacho en frente y montados por flamantes
Guardias Reales. Una cohorte de uniformes,
sables y condecoraciones atestaba la calzada,
avanzando presuntuosos cual pavos reales.
Escuchó el frenético trompeteo de la banda
marcial, observó sus delirantes vestimentas, el
ímpetu con que se dejaban los pulmones en
cada soplido. La bulla, el jaleo, los gritos
indignantemente aduladores acechaban por
doquier y se entremezclaban con el fulgor de
las bayonetas que portaban aquellos impolutos
soldaditos de plomo. Cerca de la comitiva,
rondando como un moscón alrededor de
empalagosa miel, siempre podía encontrarse
un poeta, perpetrando sus ripios a la mayor
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
gloria del monarca agasajado.
Al fin clavó sus ojos en el carruaje del
monarca. El coche regio avanzaba a duras
penas, cortejado por Guardia Real a caballo.
Fernando el Séptimo lucía sus mejores galas,
cubierto de armiño y portando la
característica banda celeste al pecho. Repartía
saludos a diestro y siniestro, con una sonrisa
abominable y torcida en su rostro sibilino.
Todo en él indicaba que estaba encantado con
la situación: A la postre había conseguido
tener al país donde él siempre deseó, es decir,
dando palmas y vitoreando su omnipotente
liderazgo.
Pepe deseó fervientemente borrar esa
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
sonrisa mezcla de estupidez y mezquindad… o
congelarla para siempre en el tiempo, con
objeto de que trascendiera de esta vida el
rictus grimoso que era propio de aquel
individuo. Preparado y en posición, Espronceda
se propuso, con un disparo, la nada
despreciable tarea de mandar a ese hombre
nefando al muladar de la historia. Se imaginó
la detonación y, un instante después, la cabeza
del monarca floja y ladeada, remedando la de
un absurdo pelele, con el cuerpo a medio
vencer sobre el lujoso asiento del carruaje. El
tirador contuvo el aliento. El instante supremo
había llegado. Pepe concentró todo su mundo
en el dedo que apretó el gatillo y… un leve
ruido amortiguado, acompañado de un hilillo
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
de humo procedente de su arma le indicaron lo
peor: En el momento crucial, “Manuela” les
había fallado. Durante unos segundos el joven
trató de hacer reaccionar a su pistola,
sacudiéndola, levantando y bajando el
percutor. Pero fue inútil, pues cualquier
maniobra de reanimación resultaría, entre los
nervios de la situación y la premura en el
tiempo, absolutamente vana. Miró a Patricio
apretando ojos y dientes, cabeceando,
destrozado por la adversidad.
— ¡Rediós, rediós! ¡”Manuela”,
“Manuelilla”, qué me has hecho! –exclamó
Pepe, los ojos fijos en su pistola-. ¡Se nos va a
escapar vivo, Patricio, el rufián del Borbón se
nos escapa! –dijo entonces, con voz rota
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
dedicada al compañero-.
Escosura, saliendo del trance, apremió a
Pepe:
— ¡Déjalo, corcho, que ya no tiene
remedio! ¡Vámonos de aquí, no vaya a ser que
encima descubran el pastel!
Tirando de Espronceda, Patricio inició
movimiento hacia la parte de la habitación
donde se encontraba el boquete en el tejado.
Echando mano de un desportillado mueble
trepó hasta alcanzar el aire de Madrid.
Tumbado sobre las tejas, apremió a Pepe a
través del agujero:
— ¡Vamos, hombre, sube para arriba! ¡No
te quedes como un pasmarote, que no sé lo
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
que puede resistir este tejado!
El joven de pelo negro y ojos brillantes
ascendió maquinalmente, perdidos sus
pensamientos entre mares de sueños rotos.
El desfile proseguía su marcha cansina y
triunfal, ahora sí, inapelable, de vuelta hacia
la gruta del dragón.
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CAPÍTULO XIX:
Delación
El fallido intento de regicidio tuvo como
consecuencia un acto de profunda reflexión en
el seno de los Numantinos. El fracaso significó
un salto cualitativo en la madurez de sus
miembros, que comprendieron el hecho de que
no basta con descabezar un régimen para
acabar con él. Se debía atacar sus
fundamentos, las bases sobre las que
sustentaba. Descubrieron, como resultado, dos
caminos que apenas habían explorado para
lograr alcanzar sus metas: La pedagogía y el
proselitismo. Se plantearon ganar adeptos
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
entre la juventud, a base de explicar las
bondades que reportaba vivir en un sistema
que otorgara mayores libertades.
Evidentemente, el método de crecer para
ampliar las simpatías liberales entre cuanta
más gente mejor entrañaba un peligro más que
obvio, pero los muchachos decidieron
enfrentarlo en aras de difundir su mensaje y
evitar caer en la endogamia o el sectarismo.
Al mismo tiempo, un importante suceso
vino a modificar la estructura de la
organización: El padre de Patricio, Don
Jerónimo de la Escosura, decidió enviarle a
proseguir sus estudios a Francia, acompañado
de cierto oficial galo que estuvo albergado en
su casa durante varios meses. La inhabilitación
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
universitaria que pesaba sobre el joven
-además de las sospechas más que fundadas
del progenitor de que Patricio andaba metido
en algún club político- desencadenó la decisión
de apartarle de la escena el tiempo que fuese
conveniente. Así pues, en Septiembre de 1824,
Patricio de la Escosura partió en forzoso exilio
hacia Bayona. La decisión tomada por Don
Jerónimo probó ser acertadísima, ya que los
acontecimientos que estaban a punto de
desencadenarse iban a demostrarle hasta qué
punto se había mostrado previsor con respecto
al futuro de su vástago.
Pocos meses después, un día cualquiera
en la primavera de 1825, vemos a Fernando VII
en el real gabinete del Palacio de Oriente. Se
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
plantea rubricar algunos de los decretos que se
acumulan sobre la mesa, pero, hastiado,
desecha inmediatamente la idea. Reflexiona.
“¡Maldito país de los demonios! ¡Cuán
ímprobo el esfuerzo que me ha costado
hacerles entrar en razón! Terrible este
pueblo, brutal y hosco, pero manejable si uno
sabe aprovecharse de la marea. Y luego esta
corte de aduladores, lisonjeros y dobla-
espinazos que en mala hora me ha tocado en
suerte. Están acogotados, claro. Saben que
ahora soy yo, por fin, el que maneja el
cotarro. Decretos, permisos, discursos… ¡Palo
y tentetieso! Ése es el único mensaje que
entienden los españolitos. Y aquí Fernando de
Borbón sabrá administrar tal medicina.”
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
De repente, un sirviente interrumpe el
hilo de tan elaborados pensamientos.
Arrastrando los flecos de la librea, arrastrando
sus pies, casi a rastras con unos brazos largos y
sarmentosos… En fin, rastrero todo él. Con la
cabeza gacha, se va acercando -humilde hasta
la sumisión total- hacia el escritorio de madera
de caoba, colmado de papeles que en este día
tampoco verán la luz.
Coletilla, el perrillo favorito del
monarca, zigzaguea entre las barroquísimas
patas de la mesa y los pies del tirano,
demostrando mayor cantidad de rasgos
humanos positivos –fidelidad, nobleza,
alegría…- de los que se había permitido el
Borbón a lo largo de su vida.
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
El sirviente levanta tímidamente la voz:
— Su Serenísima Majestad, con su
permiso: El ministro de Gracia y Justicia pide
ser recibido de urgencia.
— Ahora no puede ser –dice Fernando,
apoyándose en un gesto despectivo realizado
con su mano-.
— Ya se lo había avisado yo, Su Majestad,
pero él ha insistido en que se trata de un
asunto de extrema gravedad.
— Bien, bien. Que pase, pues. Si no
queda más remedio… -afirma, contrariado, el
sátrapa-.
Entra en escena Francisco Tadeo de
Calomarde. Aragonés –de Villel, para más
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
señas-, ministro de Gracia y Justicia, hijo de
ministro de Gracia y Justicia. En este momento
alcanza la edad de cincuenta años. Servil y
absolutista por naturaleza, repugna los
cambios y las evoluciones políticas. Cursó la
carrera de Leyes, y es un personaje pedante,
redicho al hablar. Tiene notoria fama de
adulador y de pájaro zorruno, astuto, maestro
en el arte de tratar a las personas y de
obtener de cada cual lo que más le convenga
en cada ocasión. Se aproxima al rey,
aguardando a que éste le interpele.
— Veamos, Calomarde. ¿Qué es lo que
ocurre y es tan importante como para
interrumpirme en la gobernanza de la nave del
Estado?
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
— Disculpe Su Majestad, pero, con todo
respeto, creo mi deber informaros sobre un
asunto trascendente, que juzgo resultará de su
interés.
— Pues tú dirás –dice Fernando,
acariciando el lomo de “Coletilla”-.
— Hemos detenido a un mozuelo, un tal
Luis Ugarte. Su padre, sastre proveedor de la
Corte, le ha denunciado. Mucho se teme que
ande metido en líos masónicos.
Concretamente, tiene fundadas sospechas de
que esté involucrado en un club secreto
formado junto con un puñado de sus
amiguitos.
— ¡Ay, ay, ay! –exclama Fernando- ¡Tan
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
chico y ya conspirando! ¿Me permites una
pregunta, Paquito? –dice, en tono irónico, el
monarca-.
— Por supuesto, Majestad.
— Si la terrible organización existe –
continuó con la ironía- y este mozo forma
efectivamente parte de ella, entonces, ¿me
puedes decir, Paquito, por qué tenemos un
sólo cachorrillo y no toda la camada?
— Verá usted, Alteza: En cuanto
recibimos el soplo pusimos a dos agentes a
seguir los pasos del muchacho, pero el muy
ladino ha caído en la cuenta de que le
espiaban y les ha tenido dando un buen garbeo
por todo Madrid… Inteligente que es el mozo…
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
— O torpes nuestros agentes, Paquito, o
torpes nuestros agentes. Bueno, bueno. Te
dejo a cargo del asunto. A ti siempre te han
gustado los niños… -sonríe el monarca de su
propia chanza-. Tan sólo te exijo que esta vez
atrapéis a toda la colección… ¡Les daremos a
esos estudiantes una lección magistral! ¿Nada
más?
— Simplemente una cosa más, Majestad.
Tengo al muchacho ahí afuera. ¿Quiere hacerle
algunas preguntas usted mismo?
— ¿Por quién me tomas, Paquito? ¡Yo no
soy funcionario del orden! ¡Encárgate tú del
“prenda”, carajo, que un rey no desciende a
esos temas!
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
Calomarde pliega la columna en
reiteradas ocasiones y se retira de espaldas a
la puerta del gabinete. Sale de la suntuosa
habitación y se dirige a la sala donde dos
agentes de la policía fernandina custodian a
Luis Ugarte. Entra, presuntuoso, sabedor del
poder que acumula en sus manos. Se siente
temido más que respetado, y eso le gusta.
Disfruta haciendo su sucio trabajo,
persiguiendo liberales y masones,
descubriendo paranoicas teorías conspirativas
que pudieran poner en peligro la estabilidad
del régimen.
El joven de origen vizcaíno, pálido de
miedo, apenas se hace sostener por un par de
piernas temblonas.
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— ¡Soltadle y retiraos! –ordena,
imperioso, Calomarde-.
Los agentes se retiran sin chistar y dejan
en la sala a muchacho y ministro.
— Bueno, bueno. Así que tú eres Luisito
Ugarte, ¿eh, criatura? –comienza el ministro-.
— Así es, excelencia. Ya le he dicho mi
gracia nada más llegar.
— Bien. Me gusta estar seguro de con
quien hablo. ¿Sabes quién soy yo?
— Sí, excelencia. Usted es Don Jesús
Tadeo de Calomarde, ministro de Gracia y
Justicia.
— ¡Ea! Chico listo. Como ya he
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comentado con anterioridad, siempre es
conveniente saber quién es nuestro
interlocutor. Y ahora que ya estamos en tratos,
me gustaría conocer en qué absurdos líos
andas metido y quién te ha embaucado para
participar en esas actividades indeseables.
— Me temo, señor, que no comprendo de
qué me está hablando usía –responde el joven
Luis-.
— ¡Hola, hola! ¿Con que esas tenemos?
Mira, hijo, no es cuestión de jugar a hacerse el
héroe en estos días. ¿Eres consciente de la
gravedad de tu situación?
— Sé que estoy detenido, pero ignoro con
qué cargos.
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— Estás entrando en una dinámica que no
te conviene en absoluto, muchacho. Luisito,
Luisito –comenta el ministro, dando vueltas
por la estancia con las manos a la espalda-…
Lo sabemos casi todo. En realidad, sólo
queremos que tú confieses el mal que estáis
intentando hacer a la Monarquía, la
cristiandad y, sobre todo, al Rey Nuestro Señor.
He estado departiendo con su Majestad hace
un instante y gracias a su magnánimo corazón
está dispuesto a perdonarte, siempre que
colabores y ayudes a parar esta infantil locura.
— No puedo serle útil, señor. En
realidad… no quiero serle útil –comenta Luis,
sacando fuerzas de flaqueza-.
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
— De acuerdo; Míralo de esta forma.
Puedes colaborar para evitar que esta
chiquillada se convierta en un mal mayor.
Considéralo como un favor que les vas a hacer
a tus camaradas. Porque… no querrás que tus
compañeros caigan en un gravísimo entuerto
del que ya no puedan salir, ¿verdad? –dice
Calomarde, esta vez apoyando su mano en el
hombro de Luis-. No, ya me imagino que no.
Libérales de seguir participando en un juego
peligroso que atenta contra los principios más
sagrados del natural orden patrio.
— Con todo respeto, excelencia: Ya le he
dicho que no me es posible proporcionarle
información alguna –dice Luis, mirando
fijamente hacia las ventanas para escapar del
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influjo ministerial-.
— Conforme. Hablemos de tu padre
entonces. Me han comentado que es un
excelente sastre… ¡y nada menos que
proveedor de la Corte! Eso da buena prueba de
su fantástica labor. Confeccionar trajes y
vestidos para bailes y recepciones, cuajados
de encajes y bordados, plenos de adornos y
galas… En fin –dice el ministro, torciendo el
gesto-, sería una lástima que el pobre tuviera
que buscarse otra ocupación. Ya sabes que,
hoy en día, la competencia es terrible, y hay
sastrecillos jóvenes que van abriéndose hueco
a base de ambición…
— ¡Señor! ¡Mi padre no tiene nada que
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ver con este asunto! –salta, indignado, el
joven-.
— Te equivocas, mozo. Él también se verá
afectado por tus decisiones. Como puedes
observar, no es cuestión de perjudicar a tantas
personas por un orgullo mal entendido…
— Pero… pero… -balbuce Luis Ugarte,
destrozado, viéndose sin salida- No puede
hacerme esto…
— Puedo y lo haré, si no me dejas
alternativa.
— ¿Y qué es lo que quiere, que le haga
una lista de los miembros de la Sociedad?
— ¡No, no! No es necesario dar nombres.
Simplemente entérate de cuando se celebrará
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la próxima reunión y pon una buena excusa
para justificar tu ausencia de hoy. El día
señalado pondré un puñado de hombres del
Rey a tus espaldas y ellos se encargarán del
resto. Así de sencillo. Con un poco de suerte,
tus amigos ni siquiera repararán en conectar
tu llegada con la irrupción de los agentes del
orden.
— Sea –dice, descorazonado, Luis-.
¿Puedo marcharme ya?
— Por supuesto, muchacho. Pero
recuerda: Tenemos un trato. No vayas a
estropearlo o tu padre y tú lo pasaréis muy,
muy mal…
— No se apure, excelencia. Sé a lo que
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atenerme. Con su permiso… -añade Luis, que
se retira con la cabeza gacha y arrastrando los
pies, deseando salir de Palacio cuanto antes-.
Aproximadamente una semana después,
Luis fue convocado a un nuevo cónclave
numantino. Mandó recado a la Corte y a la
hora señalada varios agentes de la policía
secreta fernandina, de paisano, le esperaron
apostados en distintos puntos de su calle.
Aquellos hombres formaban parte de la recién
creada Policía General del Reino, compuesta
en su mayor parte por miembros del ejército
adictos al régimen y conocidos como
“Celadores Reales”. A veces, cuando así se les
requería, actuaban sin uniforme, como era el
caso.
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
El muchacho salió del hogar cabizbajo,
con las manos en los bolsillos, desmoralizado.
Su conciencia le estrujaba el cerebro, dándole
vueltas a algo que, en el fondo, ya no tenía
ningún remedio. Pateó las piedras que osaban
interponerse en su camino, haciendo caso
omiso de la realidad que le circundaba: Para
Madrid la vida seguía, la ciudad no parecía
entender el drama que estaba a punto de
desarrollarse en la existencia de un puñado de
zagales con más ilusiones que criterio
práctico. Al alcanzar la Puerta del Sol no
reparó en los ciegos que pugnaban por ser
escuchados, enzarzados en feroz competencia,
en la monótona declamación de sus
truculentos romances. Tampoco escuchó los
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gritos de los aguadores, pregonando las
bondades del agua de sus cubas, ni los de las
naranjeras, empeñadas en que la calidad de
sus “excelentes” naranjas se conociera en el
extrarradio madrileño a base de berridos
inhumanos. Le eran indiferentes la multitud de
elegantes petimetres que sin duda se dirigían a
cortejar a la dama de sus sueños, dispuestos a
conquistar su atención con versos y frases
estudiadas. En esa mañana, ya podría dar el
mundo vuelta y que todos caminasen cabeza
abajo, que el pobre Luis Ugarte no había de
darse cuenta del portento. Los sicarios
fernandinos, confiados de ir a tiro hecho,
apenas ponían una pizca de disimulo en su
labor de seguimiento, con lo que le
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recordaban aún más al mozo lo inminente del
naufragio numantino y su inestimable
colaboración para que ello sucediera.
A medida que el joven avanzaba, las
calles se iban relevando como si fueran
decorados de un estreno en un teatro de
segunda fila, sin orden aparente, sin
significado, cuando lo único que resuena en los
fueros internos de alguien son los ecos de la
traición, el seco golpear de la conciencia sobre
el yunque de los pensamientos.
Al fin topó, autómata de sus propias
piernas, con el portón de entrada al portal
objeto de su deambular. Dominado por un
inmenso sentimiento de repulsión empujó la
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
puerta para llegar al oscuro corredor donde se
encontraban las escaleras que daban acceso a
la botica. Descendió al sótano como quien
desciende a los mismísimos infiernos. Llamó
con clave secreta. Fue admitido y recibido. En
tan sólo unos instantes, la policía,
inobservante de las más elementales normas
de urbanidad, irrumpió estruendosamente en
el portal, bajó galopando los peldaños y redujo
a añicos la puerta de entrada al sótano.
Los miembros de la Sociedad Secreta
quedaron como petrificados ante la inesperada
imagen de un grupo de hombres penetrando
por la fuerza en su recinto sagrado.
— ¡Ea, sinvergüenzas! ¡Se os han acabado
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las correrías! –gritó uno de los invasores, a la
sazón el líder del cotarro-. ¡Sacad los grilletes,
que éstos tienen habitación reservada en la
Cárcel de la Corona! –dijo, dirigiéndose a los
cuatro policías que le acompañaban-.
En el momento en que los guardias se
disponían a hacer sus detenciones, Pepe,
rápido donde los hubiera, saltó hacia la mesa
de presidencia –forrada en negra bayeta, por
supuesto- y agarró por el cañón una de las
pistolas que allí se encontraban. El polizonte
que fue a pararle recibió un fulminante
trastazo en la mandíbula propinado por la
culata del arma, cuyo resultado fue que dos de
las muelas del agente comenzaran a flotar sin
destino conocido atravesando la estancia.
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
— ¡Hijo de satanás! ¡Cogedme al de las
greñas negras! –gritó el jefe-.
Felipe Pardo tampoco se anduvo con
rodeos y consiguió alcanzar, en medio de la
confusión, una de las espadas que formaban
parte de la parafernalia numantina, acertando
a rasguñar a otro miembro de la partida
invasora. Pepe se vio emboscado entre dos
fuegos y mientras pugnaba por hacer frente a
un enemigo frontal recibió una tremenda
descarga a sus espaldas: Cayó de bruces sobre
el suelo, severamente maltrecho. Entre todo
aquel galimatías de gritos y carreras, algunos
jóvenes intentaron la huida, pero la vía de
salida hacia el portal estaba taponada por un
guardián inmutable.
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— ¡Ya está bien! ¡Suelta la espada o te
hago un par de agujeros! –exclamó el jefe de
la partida, pistolón en ristre, dirigiéndose a
Felipe, que espada en mano se resistía a ser
capturado-.
El argumento de la autoridad no podía ser
más convincente, así que los muchachos
depusieron su beligerante actitud. Ayudaron a
levantarse al conmocionado Pepe y en un
santiamén fueron reducidos y confinados entre
grilletes. Resultaba patente que los
Numantinos, sociedad político-masónica
fundada por entusiastas amigos de la libertad y
la democracia, había llegado a su fin.
La desoladora comitiva abandonó el local
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
e inició así un breve peregrinaje por la Villa
que había de llevarla a la Cárcel de la Corona.
Entre empujones, empellones, gritos e
insultos, los zagales arrastraban sus pies,
hundidos, desconcertados, abatidos por el
inmenso dolor que les causaba la derrota. En
la mayoría de ellos apenas se había hecho
presente el miedo. Tan sólo la indignación y la
rabia punzante tenían cabida en sus
destrozados corazones.
— ¡Observen, ciudadanos, a qué se
dedican algunos de nuestros jóvenes,
intoxicados por el liberalismo y la masonería! –
exclamaba, a voz en grito, el policía al mando,
mientras señalaba a los desangelados
convictos-.
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
Manolos y manolas, pueblo llano y
ramplón, comerciantes, leguleyos…
contribuían al triste espectáculo escupiendo,
lanzando desperdicios y abusando verbalmente
de aquellos chicuelos. Hubo quien intentó
atinarles con piedras, pero el jefe de
expedición se lo impidió:
— Mi deber es llevarles enteros a prisión,
a la espera de juicio. ¡Ordenes son órdenes! –
parecía excusarse el agente fernandino-.
En un corto trayecto que a los derrotados
pareció hacérseles interminable, arribaron a la
Plaza de la Provincia, cercana a la Plaza
Mayor, donde destacaba la silueta de la Cárcel
de la Corona. Aquel edificio, paradójicamente
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tan bello, que portaba en su frontispicio un
escudo monumental y cuatro excelentes
esculturas –representando las cuatro virtudes
cardinales-, se les presentaba a todos los
compañeros de secta como una cruel caverna
de torturas y desmanes, albergadora de no se
sabe muy bien que horribles suplicios en horas
privadas de toda libertad.
Al traspasar el umbral de aquella
institución, Pepe, Felipe, Ventura y los demás
dejaban en la calle los restos de su inocencia,
renunciaban abrupta e involuntariamente a
una niñez acabada de forma prematura,
pisoteada por los hechos y las circunstancias
de un país al que, una vez más, se le había
negado todo atisbo de redención.
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CAPÍTULO XX:
El Castigo
Cuatro o cinco días después de su
detención, la práctica totalidad de los
Numantinos seguían a la espera de juicio en la
Cárcel de la Corona, sobrecogidos ante la
posibilidad de un rigurosísimo escarmiento.
Tan sólo se habían salvado de la quema
Patricio de la Escosura –exiliado en
Francia bajo el pretexto de continuar sus
estudios-, Miguel Ortiz Amor –que había
cambiado la Universidad de Oñate por la de
Valladolid- y Luis Ugarte, que había visto
recompensada su delación con un indulto.
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
Las horas caían lentas y pesadas para los
muchachos encarcelados, agravadas por la
incertidumbre sobre cuál sería el destino que
les aguardaba. Allí penaban, en un largo
corredor provisto de celdas minúsculas a uno y
otro lado. Les envolvía y embargaba una casi
completa oscuridad, apenas rota por unos
ridículos ventanales enrejados que a duras
penas dejaban pasar la luz del sol. El
ambiente, lóbrego y sobrecargado, hacía la
tarea de respirar harto desagradable. Todo se
había conjurado, en fin, para hacer de aquella
estancia un maremágnum de angustia, temor y
malestar físico al que aquellos jóvenes,
mayoritariamente procedentes de familias
acomodadas, difícilmente podrían
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
acostumbrarse. La única bendición en ese
lugar horrendo le llegó a Pepe en forma de
casualidad: El carcelero le había emplazado en
una celda contigua a la de Ventura de la Vega,
con lo que ambos pudieron prestarse mutuo
apoyo moral en lo que duró su reclusión allí.
— Dicen que nos van a encasquetar un
tribunal militar, con ese malnacido de
Chaperón como jefe supremo –comentó Pepe,
agarrado a los barrotes y sacando su rostro
entre ellos-.
— Veremos a ver –replicó Veguita-. El
ministro de Gobernación, Cea Bermúdez, era
pariente lejano de mi difunto tío. Me consta
que está moviendo algunos hilos…
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
— Pues más nos vale. Esperemos que
consiga hacer buena su condición de
parentesco porque, si no, a fe mía que estas
bestias nos escabechan.
— ¡Callaos, sinvergüenzas! –intervino la
voz de otro preso, común para más señas- Todo
esto os está bien empleado, por andar en
componendas contra su Majestad. No habrá
justicia en España si a poco no se os ve
colgando de una soga…
— ¡Cállate tú, Ernesto, y deja en paz a
los chavales! –exclamó otro recluso, en
contestación al primero- Hay que tenerlos bien
puestos para intentar montarle gresca al
“Narices”.
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
— ¡Respeta a su Majestad, botarate!
— ¡Respeta tú a los que desean mejorar
las condiciones de tu miserable vida, meapilas!
— ¡Desgraciado!
— ¡Servilón!
— ¡A ver esa boca, Romero, que te estoy
oyendo! -intervino el carcelero, desde el fondo
del pasillo-
— Mi padre está en Madrid –siguió, en un
murmullo, Pepe-. Él también está haciendo lo
que puede, intentando utilizar sus castrenses
influencias para atenuar nuestra condena.
— ¿Y cómo lo sabes? –preguntó Ventura-.
— Me lo ha dicho el carcelero, que a
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
lo que parece tuvo el honor de luchar a sus
órdenes contra los franceses en Badajoz.
Justo en ese momento, la cancela que
daba acceso al pasillo de celdas tintineó con
un ruido de llaves magnificado por el eco. La
reja chirrió sobre sus goznes y se oyeron pasos.
En cuestión de segundos Pepe se encontró
frente a frente con la cara cansada y abatida
de Don Juan José Camilo de Espronceda.
— ¡Padre! ¡Padre! –gritó, emocionado, el
joven-.
— Tan sólo unos minutos, ¿eh, Don Juan
José? Me la estoy jugando con este asunto... –
intervino el guardián-.
— No se preocupe. Intentaré ser lo más
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breve posible –dijo Don Juan José, en un hilo
de voz-.
El padre de Espronceda, un anciano que
ya había sobrepasado los setenta años, parecía
tener la mirada perdida, vidriosa, abrumado
por un peso tan grande para una edad tan
poco propicia a los sobresaltos. Había
alcanzado en el ejército el grado de coronel y
ejercía sus funciones plácidamente en
Guadalajara, justo hasta enterarse de la
funesta noticia. Intentó recomponer su figura
y armarse de entereza para dirigirse a su hijo:
— ¡Pepe, Pepillo mío! ¿Qué es lo que has
hecho?
— ¡Ay, padre, que nos han delatado! Un
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
compañero, vaya usted a saber por qué
motivos, ha servido nuestras cabezas en
bandeja de plata a los esbirros de este
régimen.
— ¡Silencio, insensato! ¡Deja de hablar de
esa forma! ¿Acaso no comprendes la gravedad
de tu situación?
— Lo siento, padre. Comprenda usted, los
nervios, la excitación, el cansancio…
— Y el miedo, Pepe, y el miedo.
— Y el miedo, padre. Para qué lo vamos a
negar…
— Escúchame bien –dijo Don Juan José,
esforzándose al máximo para deshacer el nudo
que se había formado en su garganta-. No hay
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
mucho tiempo, así que presta atención. Tu
madre está al borde del colapso y en atención
a ella he venido para hablarte.
— ¡Mi pobre madre! ¡Me imagino cuánto
estará sufriendo!
— Déjate de tardíos lamentos. Deberías
de haber pensado en ella, en todos nosotros,
antes de haberte embarcado en esta locura
suicida que ahora nos trae de cabeza. Bien. En
consideración a mi cargo y provecta edad, he
podido tener acceso a algunos superiores que
me han asegurado que harán todo lo que les
sea humanamente posible con objeto de
suavizar el rigor de vuestra penitencia.
— ¡Mil gracias, padre! Como se conoce
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
que quiere usted a su hijo, aunque le haya
salido algo ligero de cascos…
— También me han llegado noticias de
que Don Francisco Cea Bermúdez está
revolviendo el reino para que no caigáis reos
de una comisión militar... –y añadió, bajando
el tono- Sólo el cielo sabe la sentencia que os
pueden endilgar esos desalmados…
— Totalmente de acuerdo, señor.
— Solamente te ruego que en estos
momentos de espera no des lugar a quedar en
aún mayor evidencia. Compórtate y sigue las
instrucciones de esta gente al pie de la letra.
— No se apure, padre. Haré todo cuanto
usted me dice.
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
— De acuerdo. Debo retirarme –el anciano
alargó su mano para estrechar las que estaban
al otro lado de los barrotes-. Cuídate, Pepe.
— Cuídese, padre –dijo Espronceda,
demorándose en liberar la mano de su
progenitor-. De muchos recuerdos a madre…
Fuera ya del respectivo campo visual,
padre e hijo comenzaron a sollozar; Cada cual,
eso sí, por diferentes motivos, aunque raíces
ambos de un mismo sentimiento de temor e
impotencia.
El caso es que el juicio se celebró al
poco, consiguiendo la suma de voluntades e
influencias de amigos y familiares que fuera en
su versión civil. La responsabilidad de
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
administrar justicia en nombre del rey recayó
sobre la Sala de Alcaldes de la Villa, cuyos
componentes, sin ser hermanitas de la
Caridad, trataron a los acusados con un
mínimo de humanidad y dulcificaron un tanto
sus penas. La Sala consideró que, puestos a
reconvertir y recuperar a los jóvenes para el
nuevo orden creado -cruel ironía histórica la
de que un régimen que retrotraía al país al
medievo fuera la última novedad en España-,
lo más adecuado sería que la reclusión
impuesta a cada uno de los miembros de la
Sociedad Numantina fuese llevada a cabo en
instituciones religiosas: Se trataba de
catequizar las díscolas mentes de los
muchachos a la vez que se intentaba borrar de
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
ellas toda traza de librepensamiento.
Así pues, los muchachos fueron
condenados a varios años de encierro en
distintos monasterios distribuidos por la
geografía hispánica. Veguita permaneció en
Madrid, bajo la vigilancia de los Padres del
Convento de la Trinidad. Pepe, sin embargo,
fue enviado al convento de San Francisco en
Guadalajara. En esa adjudicación de destino
tuvo mucho que ver Don Juan José, su padre,
que allí residía, como ya hemos mencionado,
por motivos castrenses.
En aquellas jornadas, Los Numantinos
disfrutaron en general de un trato amable y
correcto por parte de las distintas
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
congregaciones religiosas, que no habían sido
contagiadas del fanatismo e intransigencia de
las autoridades civiles.
Cierto día de primavera, año 1825, Pepe
Espronceda se hallaba en el claustro del
Convento de San Francisco, cumpliendo su
particular penitencia. Se trataba de un lugar
recoleto y pacífico, inspirador de calma y
tranquilidad. Los cuatro laterales del recinto
estaban compuestos de arcadas en forma de
semicírculo, sobre las que se encontraba un
piso alto también repleto de arcos. La piedra
caliza pugnaba en protagonismo con el ladrillo
como materiales visibles de la construcción.
Una hilera de cipreses rodeaba el claustro,
apoyados sobre un tapiz de hierba. En el
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
centro del patio se elevaba, sobrio y estático,
un pozo de mediano tamaño, sobre el que se
apoyaba el joven Espronceda. En sus manos
sostenía una carta y la lectura de la misma
daba a sus rasgos un tono relajado, de
absoluta distensión. De cuando en cuando
sonreía, echaba los brazos en alto o soltaba
algún bufido, según lo que las líneas del
documento inspiraban al lector. En esas estaba
en el momento que vino a interrumpirle el
Padre Vicente, religioso al que se había
encomendado la tarea de velar por el
bienestar físico y espiritual de Pepe. Portaba
el clásico hábito franciscano, color marrón
claro y coronado por capucha, y el muy
afamado cordón franciscano de tres borlas
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
colgado a la cintura. En sus manos,
constantemente, un escapulario. Hablando de
su aspecto mundanal, el Padre Vicente era un
hombre de unos cincuenta años, delgado y
adusto sin caer en lo severo, de barba
encanecida y ojos de un azul profundo.
— ¿Qué hay, Pepillo? ¿Qué nuevas te
cuenta tu compañero del alma? –dijo el Padre,
refiriéndose al contenido de la carta-.
— ¡Ah, es usted! –replicó Pepe levantando
la cabeza, como saliendo de un sueño-. Muchas
y buenas, Padre Vicente, muchas y buenas.
¡Este chico es un pillastre! Figúrese usía que
acude a todos los actos de la comunidad
trinitaria mostrando la mayor devoción
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
posible, cuando a él no se le suele ver pisando
una iglesia. Me cuenta que ha encontrado
nueva inspiración en los asuntos sagrados, así
que se ha puesto a componer versos religiosos
“de alta profundidad espiritual” –en ese
instante Pepe no pudo contener la risa, que se
le escapaba del alma a borbotones-.
— ¡Pepe! –le amonestó el religioso-.
— Perdone usted, Padre. Mi risa no
significa burla de las cuestiones divinas, sino
asombro ante las cosas mundanas de este
tarambana de Veguita.
— La gente cambia, Pepillo. No es
necesario ser tan irónico.
— Ya. Pues mire usted que puede tener
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
razón porque al muy truhán le ha dado
también por cantar en el coro de los frailes las
Vísperas y los Maitines, supongo que para
castigo de sus religiosos oídos.
— Bien, bien. El mozo comienza a andar
por la buena senda. ¡Ya podías aprender algo
de él en vez de ser tan descreído!
— Está bueno, Padre, pero ahora escuche
que sigo: Por las tardes, el ínclito Veguita
disfruta jugando al escondite en la huerta del
monasterio con los Hermanos más jóvenes.
— No se aburre, no. –comentó el Padre
Vicente, sonriendo-. ¿Y por la noche?
— ¡Ah! La noche la reserva para una
peculiar tertulia que tiene montada en la
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
celda de un tal Padre González, donde lo
mismo recita poesías que inventa acertijos y
charadas o despliega su encanto y gracejo a
base de chanzas e ingeniosas ocurrencias.
¡Demonio de muchacho!
— ¡Pepe!
— Perdón, Padre.
— Perdonado, Pepillo.
— Pues mire usted –dijo Pepe, moviendo
de un lado a otro su cabeza y sin dejar de
sonreír- que en cuestión de rellenar la panza
tampoco le va mal. Me cuenta que le tienen
alimentado a base de sopas de tortuga, salmón
y alguna que otra carne exquisita. Por no
hablar de los sabrosos chocolates con
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soconusco, excepcional deleite para su
paladar.
— ¡Diantre, Pepillo! ¡Tu amigo es un
artista!
— No lo sabe usted bien, Padre –en ese
instante, Espronceda pareció reflexionar por
un momento-Padre Vicente, ¿podría yo darle
réplica a mi fiel compañero?
— ¿Devolverle contestación, te refieres?
Claro está. Eso sí, siempre que en tu texto no
injuries, calumnies o levantes falso testimonio
contra alguno de los grandes personajes que
han traído la paz a éste nuestro amado reino.
— ¿La… la paz? –balbució, desconcertado,
Pepe-.
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— ¡Pepeeee!
— Disculpe usted, Padre.
— Recuerda por qué estás aquí. No
remuevas toda esa suciedad que antaño
albergó tu mente, aplaca tus ánimos juveniles.
Por ellos te has visto donde te ves.
— De acuerdo, Padre.
— Bien está.
— Padre Vicente…
— Sí. Dime.
— Si yo, en la misiva, dibujo la realidad
tal cual se presenta a mis ojos, tal cual se
presenta a la vista del resto de mortales…
¿sería eso injuriar, calumniar o levantar falso
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
testimonio?
— Ni lo sería ni lo será, muchacho. La
verdad no ofende a Dios, cuanto menos ha de
ofender el oído del hombre. Ahora, cuida de
observar con tino y procura dulcificar lo que
penetra en tu visión… Porque… No nos querrás
buscar conflictos, ¿verdad?
— Descuide, Padre. Su honor y la
reputación de esta venerable congregación
quedarán totalmente salvaguardadas.
— Ve, pues, y escribe tranquilo a tu
amiguito.
Pepe se dispuso a cobijarse en su celda
determinado a echarle unas líneas a Ventura,
pero antes de alcanzar la salida del claustro le
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alcanzó la voz del Padre Vicente:
— ¡Pepe!
— Dígame su merced –contestó
Espronceda, dándose media vuelta-.
— Y que no me entere yo que andas
convirtiéndome a los novicios o vamos a tener
más que palabras.
— Sea, Padre –replicó Pepe esbozando
una sonrisa, para luego añadir-. Aunque no
debe de olvidar usía que si la carne es débil, la
boca, parte de ella, puede serlo del mismo
modo.
El Padre Vicente no pudo más que reír de
la ocurrencia de aquel adorable sinvergüenza
que el destino les había mandado como
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penitencia.
Al fin Pepe se encerró en su diminuta
celda. La quietud del cuarto, unida al
rumoroso sonido de los álamos del exterior, le
hicieron caer instantáneamente en una
especie de ensoñación. Imaginó ser un monje
copista de la Edad Media, todo el día “ora et
labora”, enterrado entre maravillosos códices
bellamente iluminados por pan de oro.
Repasaría sus páginas, plenas de una caligrafía
prácticamente sobrenatural, de otro mundo,
procedentes de algún soplo divino más que de
una humana manufactura.
El piar alegre y cantarín de los gorriones,
de algún jilguero o petirrojo, el lento y
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Numancia Contra el Tirnao Alberto Lominchar Pacheco
espacioso tañer de las campanas, no podían
ser muy diferentes al ruido de fondo que
aquellos copistas medievales escuchaban
mientras, con extrema minuciosidad, se
dedicaban a reproducir aquellas obras de arte
intemporal.
En medio de toda esa quietud
sobrecogedora Espronceda tomó el cálamo, lo
sumergió en tinta y agarrando unos pliegos de
papel se dispuso a escribir a su querido
compañero Ventura de la Vega, cómplice de
tantas y tantas correrías:
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Estimadísimo Veguita:
He recibido tu misiva y en cuanto me ha
sido posible he decido responderte.
Primeramente he de confesarte la sinceridad
de todas y cada una de las líneas que vas a
leer. Me arriesgo a escribirte conforme a mis
sentimientos, sin previa censura, esperando y
confiando en la buena fe de los Padres
Franciscanos, pues prefiero jugármela a que
no llegue una carta franca y abierta a que
llegue mutilada o retocada que, al cabo,
viene a ser una y la misma cosa. La verdad es
que tus letras me han reportado gran alegría.
El relato de tus andanzas con los Padres
Trinitarios me han proporcionado un buen rato
de divertimento. Ya veo que vives a cuerpo de
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rey, y la verdad es que no me extraña en
absoluto, debido a tu proverbial facilidad
para ganarte a todas y cada una de las
personas que te rodean. El hechizo de tus
ojillos negros y tu fluidísimo verbo han
logrado –como no podía ser de otra forma-
que los pobres religiosos hayan caído en tu
trampa. Por mi parte, sigo trabajando en mis
poemas y composiciones –tiempo tengo aquí
más que de sobra- y modestamente pienso que
estoy adelantando mucho en mejorar mi estilo
y técnica. De hecho, te puedo comentar que
ando embarcado en la confección de un largo
romance al que voy a titular “El Pelayo”, el
cual narra la epopeya de tan insigne personaje
histórico de los anales patrios. En cuanto
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pueda, he de hacérselo llegar al Maestro Lista
para que me dé su justa opinión acerca de su
calidad. Me parece que la temática y las
formas métricas elegidas serán de su
completo agrado, aunque me atrevo a
adelantarte que de seguro le encuentra
multitud de fallas -¡Ya sabes lo exigente que
es Don Alberto!-. En fin; De mi estancia aquí,
decirte que intento difundir nuestras ideas
entre los frailes más jóvenes, ya sea mediante
algún panfletillo que reparto a escondidas, ya
mediante alguna conversación furtiva que
intente esquivar la estricta vigilancia a la que
me somete el Padre Vicente, franciscano a
cuyo cargo ha sido encomendada mi custodia.
Lo cierto es que el buen señor me lo pone
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bastante difícil, pero yo no pienso cejar en el
empeño –ya me conoces, ¿no?-. Por lo demás,
aprovecho la sabiduría de estas gentes para
progresar en mi conocimiento de materias tan
provechosas como el latín y la filosofía, ya
que no me gustaría tampoco descuidar mi
formación. Y leo: Leo cuanto puedo –o, para
ser más exactos, me dejan- de los volúmenes
que guardan los Padres en su excelente
biblioteca, cuajada de clásicos griegos y
romanos y de autores medievales de la
cristiandad.
Por lo demás, he de reconocer que mi
mente es un hervidero de proyectos, que
espero llevar a buen puerto una vez termine
esta condena con la que nos quieren hacer
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entrar en vereda. El más importante de ellos –
sin duda el más urgente en mi orden de
preferencias- es el de viajar. Necesito ver
mundo, Veguita, ampliar mis menguadas
perspectivas, visitar otros países
democráticamente mucho más avanzados que
el nuestro, con objeto de recopilar
información y estrategias que algún día
-espero no muy lejano- nos permitan aplicar
esas experiencias en suelo patrio: Porque
necesito sacudirme esta galbana hispánica,
esta soberana decepción que me va
consumiendo poco a poco. La verdad es que
pienso mucho en Patricio, en su forzada
estancia en Francia, aunque por otra parte me
da cierta envidia, ya que ha tenido la inmensa
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fortuna de librarse de esta hoguera
inquisitorial en la que nos han sumido estos
nuevos Torquemadas. Si el tiempo y las
circunstancias me lo permiten, no te quepa la
menor duda de que haré lo que esté en mis
manos para poder encontrarme con él en la
gloriosa patria de la revolución.
En fin, Ventura. Me voy despidiendo de
ti. A este periodo de nuestras vidas tarde o
temprano le llegará su San Martín, así que nos
ha de pillar preparados. Creo que todos
hemos aprendido una valiosa lección del
embrollo que nos ha tocado vivir. Esta
experiencia –no tengo la menor duda- ha de
servirnos para hacernos más fuertes y creo
que nos ayudará a madurar a pasos
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agigantados. Espero, queridísimo compañero
de fatigas, poder darte un ciclópeo abrazo a
la mayor brevedad posible. De momento,
habremos de conformarnos con este
monumental saludo que te envía tu siempre
amigo: José de Espronceda.
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EPÍLOGO:
Joven en Barco Camino de Portugal
En las postrimerías de una inusualmente
fresca noche de Julio de 1827, una balandra
sarda surcaba el Atlántico aproximándose a
Lisboa. Después de tres azarosas jornadas de
viaje que tuvieron su inicio en el puerto de
Gibraltar, la pequeña nave estaba a punto de
arribar a su objetivo. La primera ciudad
moderna europea permanecía con sus galas
ocultas en la madrugada debido a la influencia
de una bruma difusa y a la cierta distancia que
del barco aún la separaba. La capital lusa,
cual dama celosa de sus encantos, parecía
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querer esconder su renovado rostro, fruto de
la reconstrucción a la que fue sometida tras el
tremendo terremoto de 1755.
Asomado a la borda de aquella modesta
embarcación, un joven de diecinueve años
observaba el reflejo de la luna llena sobre las
cambiantes ondas marinas. La blanca luz se
dejaba mecer por los vaivenes caprichosos del
sutil oleaje oceánico, jugando a romperse y
reunir de nuevo sus trozos sobre el oscuro
manto acuático. La mente del muchacho
utilizaba ese telón de fondo para proyectar las
imágenes y recuerdos que a ella acudían en
esa hora de calma y meditación. José de
Espronceda ni podía ni quería descansar y
había abandonado la cámara de bajo cubierta,
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atestada de pasajeros e inundada por un calor
húmedo y rancio, unido a una mezcla de olores
tal, que desperezó ipso facto el poco sueño
que aún le faltaba por perder. Abajo eran
treinta y tantos los pasajeros que pugnaban
por mantener un espacio donde descansar, en
un ambiente que sometía los nervios a
constante prueba. Una luz tenue y
fantasmagórica era el único consuelo entre
aquella marea de cuerpos destrozados por la
fatiga.
Pepe prefirió alejarse de aquella
monumental mezcolanza para pensar al
socaire de la brisa. En su cerebro se sucedían
las remembranzas de todo lo acontecido en los
últimos años de su vida: Las jocosas aventuras,
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las audacias, las travesuras, los estudios en el
ya clausurado colegio de San Mateo… También
tuvo tiempo para acordarse de sus amigos, de
Patricio, de Ventura, de Felipe… así que volvió
a repasar mentalmente toda aquella ejemplar
historia de camaradería, compañerismo y
lucha por las perdidas libertades. Hubo
momentos en que, funesto y tenaz, le
acometió el miedo, la angustia, la añoranza de
la patria que atrás dejaba. En esas estaba
cuando una mano apoyada en su hombro vino a
liberarle de sus ensoñaciones.
— ¿Qué hay, joven caballero? ¿Acaso no
puede usted conciliar el sueño?
La potente voz provenía de un hombre
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robusto y algo grueso, de modales un tanto
hoscos y genio torcido. Se trataba de un
comisario de guerra español a la sazón
también tripulante de aquella nave.
— ¿Cómo podría, señor? Esa cámara de
ahí abajo es lo más parecido a los infiernos
que Dante pintó en su “Divina Comedia” –Pepe
hizo una pausa-. Aunque, aquí entre nosotros,
no creo que, de haber un infierno, alcance
tales grados de bochorno, sofocación o
condensación humana cuales los que presenta
esta balandra del demonio.
— Muy pensativo le veo, si no es
indiscreción el comentario –señaló el
comisario-. ¿Mal de amores, quizá? ¿Melancolía
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al dejar España?
— Nada de lo primero y algo bastante de
lo segundo. ¿Usted es también emigrado?
— Puede decirse que sí, joven. Le puedo
confesar que su majestad el rey Fernando VII
no es de mis monarcas favoritos precisamente.
Regresaré a España porque allí se encuentra mi
sustento, pero aprovecho cualquier ocasión
para aceptar tareas en el extranjero. Donde
otros terruñeros dicen “no”, yo digo “allá
voy”.
— Bien, señor. Pues entonces entenderá
mis sentimientos. Llevo en el alma una mezcla
de asco y de rabia, y no sé si en ese orden
precisamente.
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— ¿Exiliado político?
— Exiliado y punto. La gran mayoría de
usos y costumbres del día en la patria me es
totalmente ajena. No comulgo con el orden
establecido ni con el pueblo que servilmente
lo sustenta.
-Bueno, bien. Usted es joven y demasiado
fogoso aún, pero con la edad ha de ver que a
todo se acostumbra uno: La necesidad es la
señora madre de la adaptación, si me permite
decirle.
El comisario de guerra era un hombre
pendenciero, excesivamente obsesionado con
las cuestiones del honor y ya había tenido
varios encontronazos a lo largo de la travesía
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con algún que otro catalán de aspecto rústico
a costa de cualquier cuestión referente al
rancho de navegación o del espacio disponible
para cada cual en la diminuta cámara. Su
carácter atrabiliario y desabrido le había
granjeado la antipatía de la mayor parte del
pasaje y Pepe sabía que debía andarse con
tacto a la hora de tratar con tan delicado
personaje.
— Me encuentro algo cansado, caballero.
¿Le apetece que bajemos un rato a descansar?
–inquirió Espronceda-.
— Vayamos, pues. Tengamos el coraje y la
habilidad de encontrar espacio donde no lo
hay.
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La pareja descendió hacia la cámara
despaciosamente. En lugar de instalarse entre
la multitud, decidieron aposentarse en las
escalerillas, el lugar más desahogado de toda
aquella estancia.
En la penumbra apenas pudieron
distinguir el totum revolutum de figuras
humanas, rodando entre náuseas y quejidos,
respiraciones pesadas a causa de la escasez de
oxígeno. El aire viciado pendía en el ambiente.
Llamaba especialmente la atención el aullido
lastimero y exasperante de una mujer que se
mezclaba con sus propias maldiciones y
juramentos. La dama estaba gravemente
enferma y agonizaba en compañía de su
marido, hombre serio, circunspecto y
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resignado ante tal trance. Una chanza, cierta
ocurrencia que se le escapó al comisario hizo
que Pepe soltase una carcajada que molestó
sobremanera al esposo de la mujer
desahuciada, el cual se dirigió amenazante
hacia el muchacho y le espetó:
— ¿Te parece ésta hora para risas,
jovenzuelo insolente?
— Dígame usted, pues, a qué hora me
debo yo de reír, caballero –respondió, en un
arranque de mal humor, Pepe-.
El marido, encorajinado ante tal
contestación, levantó su puño, dispuesto a
descargarlo contra el osado muchacho, pero
un golpe de timón le hizo perder el equilibrio y
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acabó atizando a uno de los catalanes que, sin
comerlo ni beberlo, se encontró metido en la
refriega. Estalló así una caótica pelea que
enredó a la mayor parte del hastiado pasaje.
Alguien golpeó el farol que prestaba débil luz
a la escena y los mamporros se repartieron al
azar de la oscuridad. Tras unos minutos
interminables, el cansancio impuso calma a los
genios destemplados. Pepe decidió volver en
solitario a cubierta para volver a llenar sus
pulmones de aire puro y deshacerse así de
todo aquella infernal zarabanda.
El sol emergía poderoso y bello al final
del horizonte oceánico. Un leve viento marino
del amanecer empujaba todos los recuerdos de
una mala noche y una peor travesía,
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inspirando en el joven una fortaleza que se
había ido debilitando en las jornadas de viaje.
Un rebaño de nubes se teñía en carmesí,
delicadas y mansas sobre un fondo azul oscuro.
Los primeros rayos del astro rey tendían
alargadas sábanas doradas sobre la superficie
acuática que parecían moverse al capricho de
las olas. Todo ese espectáculo, en fin, llegó
para reconfortar los ánimos del muchacho,
inspirándole nuevos pensamientos y
esperanzas.
De repente, algo arrancó a Pepe de su
plácido letargo. Una comitiva, encabezada por
el marido llevando a hombros el cadáver de su
esposa, desfiló lentamente hacia cubierta. El
hombre reflejaba en sus facciones una mezcla
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de pena, rabia y resignación. Se paró cerca de
Espronceda y, sin mirarle, dejó caer sobre las
tablas el cuerpo de su mujer al que dedicó una
última mirada, antes de arrojarla con
resolución a las espumas que la balandra
surcaba. El cadáver pareció pugnar por un
momento contra las aguas para luego
desaparecer definitivamente. Terminada la
operación, el marido volvió a lo más recóndito
de la cámara sin mediar palabra, con objeto
sin duda de mascar en solitario su desolación.
Lisboa aparecía ya nítida a la vista y en
breves instantes la balandra arribó a la costa
lusa. Al atracar en el puerto de Lisboa, una
barcaza abordó al navío recién llegado.
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— ¿Qué nos quiere esa gente? –preguntó
curioso Pepe-.
— Son de inspección médica. Vienen a
revisar el estado del barco y hacernos pasar
una breve cuarentena –respondió el comisario
de guerra-.
— Creerán que los españoles venimos a
traerles alguna rara enfermedad que ellos no
tengan, como si no sobrasen en el mundo
cientos de ellas.
— Puede ser. Ahora, que la más grave
dolencia que portábamos hace unos minutos
que yace con las bestias marinas en el fondo
del océano –comentó el comisario, en
referencia a la mujer muerta-.
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Un par de hombres subieron a la
embarcación y hablaron en portugués con el
comisario, el cual poseía sus rudimentos del
lenguaje extranjero.
— ¿Qué desean? –interrogó Espronceda a
su compañero de viaje-.
— Nos demandan una gabela sanitaria.
— ¿Una gabela? ¿Y eso qué demonios es?
— Pues el pago de una tasa de salud para
el gobierno de Portugal.
— ¡Vaya con los lusos! –exclamó Pepe-.
Bueno, ¿y a cuánto asciende la suma?
— Tres pesetas por cabeza.
Espronceda alargó un duro a uno de
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aquellos hombres y recibió dos pesetas de
cambio. Al tomarlas en su mano, con ademán
raudo y dispuesto, decidió arrojarlas al mar:
Había echado por la borda todo el capital que
llevaba encima.
— ¿Pero por qué ha hecho eso, hombre de
dios? –le preguntó, azorado, el comisario-.
— Mire usted, señor. Simplemente no
quiero entrar en tan gran ciudad con tan poco
dinero.
Una vez guardada la ínfima cuarentena y
hechas las despedidas de rigor, Pepe se
sumergió con ansia de aventuras en la bella
capital. El radiante sol de la mañana -unido a
las espectaculares estampas que a su vista se
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ofrecían- fue suficiente aliciente para hacerle
olvidar que andaba sin pan que le sustentase
ni techo fijo donde poder guarecerse. La falta
de conocidos en aquellas tierras y la incógnita
que le presentaban sus gentes no parecían
arredrar en lo más mínimo su pujante espíritu
juvenil. Todo aquello no representaba ningún
problema para un muchacho de voluntad
extraordinaria cuyo instinto no ignoraba que
sólo disponemos de una vida: Y Pepe estaba
determinado a aprovecharla plenamente.
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