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JACQUES ANDRÉ.
LIBRO: LA SEXUALIDAD MASCULINA
INTRODUCCIÓN
“Al menos sería más fácil si, de tanto en tanto, ellas dijeran: Oh no!, no!...” Ellas dijeron
“no”, ellas dicen “sí”, cuando no se apresuran y formulan la primera palabra… En ese caso,
agrega Carlos, “se dice que va a tener que asegurarse la erección”.
Carlos, un joven en análisis, resume en pocas palabras, con una mezcla de humor y de
inquietud, la nueva posición sexual en que se ubica el hombre por los cambios de la
época. Las mujeres no son más las que eran, la época en que descubrían la erección
masculina en la noche de bodas, parece más bien de la prehistoria, incluso ese momento,
el de las heroínas de George Sand, tiene apenas poco más de un siglo. A la hora de la
paridad entre los sexos la dominación masculina perdió su seguridad, el machismo
decayó. Lucien, un hombre de otra época a pesar de sus treinta años, puede aún
pregonar: “Hay dos sexos, los hombres y las secretarias”, pero la nostalgia que se capta
bajo el humor cínico de sus palabras recuerda más un “Edén” perdido que un imperio
asegurado.
La historia de la sexualidad es una historia discontinua, imposible de contarse según una
línea continua que iría desde la más implacable de las represiones a la más completa de
las emancipaciones. La “liberación sexual que ha caracterizado al siglo XX en las
sociedades occidentales es incomprensible sin la referencia al siglo XIX, un siglo
particularmente higiénico, apasionado por la represión de la masturbación, pero en sí
mismo reactivo a un siglo XVIII revolucionario, ilustrado y libertino que a imagen del
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Suplemento al Viaje de Bougainville (Diderot) pensaba a la sexualidad sin trabas del “buen
salvaje”.
Iniciada entre las dos guerras, la “liberación sexual” tuvo a partir de los años de 1960 una
enorme aceleración. Concierne inevitablemente a los dos sexos, la sexualidad es su
rapport pero en primer lugar afecta a las mujeres. Cualquiera sean las épocas –y las
culturas- tanto que sean represivas, los hombres se han beneficiado siempre de una
libertad inversamente proporcional al control de que las mujeres lo hacían objeto; de un
lado el orden conyugal y frígido, del otro el calor sensual del burdel. Pero los tiempos
cambiaron y la contracepción ofreció a las mujeres la posibilidad de no confundirse con las
madres, de distinguir deseo sexual y deseo de niño. Si había que retener un solo indicador
del nuevo orden, el desuso en el que cayó el tabú de la virginidad en algunos decenios
mide la profundidad del cambio. Lo que en principio concierne a las sociedades
occidentales no salva, a la hora de la universalización, a las culturas más intransigentes,
por ejemplo el Magreb, donde el conflicto entre la libertad naciente de las mujeres y el
peso de la tradición engendró una nueva especialidad médica: la reparación del himen
para devolver a la noche de bodas toda su “inocencia”.
Las palabras de Carlos o de Lucien dan a entender claramente que la libertad conquistada
por unas no hace simétricamente a los hombres tanto más libres. Lo que la sexualidad
masculina ha perdido en triunfo (con o sin gloria) lo ha ganado en incertidumbre y en
preguntas… ella es, así, vuelve a ser interesante. Tanto más que la tal “liberación” no se
contentó con liberar la femineidad de las mujeres, la femineidad de los hombres también
sacó provecho. La ola emancipadora más reciente concernió a la elección sexual, la
libertad de orientarse según el deseo por el otro sexo o por el mismo (homo). También
allí, las cosas fueron muy rápido, a imagen de estos homosexuales hombres o mujeres de
Madrid que se abrazan fuertemente en la Puerta del Sol, en el mismo sitio donde reinaba
ayer aún la estrechez del orden franquista y católico, versión Opus Dei.
Una historia de ciencias, cualquiera sea la ciencia en cuestión, es siempre la historia de un
saber progresivamente constituido, contra el error, contra lo desconocido; una historia de
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la invención. ¿La sexualidad ha inventado algo? ¿Qué gesto, qué práctica de hoy en día
habría sido ignorada por nuestros lejanos ancestros? ¿Se ha descubierto acaso una
“posición” perfectamente inédita? Tan lejos como se remontan los archivos, algunos
milenarios –pinturas paleolíticas, vasijas griegas, amerindias o del valle del Indo, frescos
romanos…-, la impresión es más bien la de un “saber” de siempre. Una historia de la
sexualidad es evidentemente posible, además es largamente escrita1 pero concierne a las
representaciones del acto más que al acto mismo. La penetración del adolescente pasivo,
eromeno, por el adulto activo, erastés, es un pasaje obligado de la transmisión de la
virilidad en la Esparta antigua y guerrera, es el peor de los “pecados contra la especie”
para Tomás de Aquino. La felicidad de unos hace al horror de los otros. La línea divisoria
entre lo lícito (incluso lo obligatorio, tal el deber conyugal) y la prohibición es
particularmente variable en el espacio de las culturas y evoluciona en el tiempo de su
historia, desafía toda “naturaleza” pero esta línea nunca falta. Ninguna sociedad pasada o
presente que no someta la vida sexual a regulación. Nuestra actualidad no escapa a esto,
lo invasor “todo es posible, todo está permitido” que regula la vida sexual contemporánea
encuentra su límite en la pasión pedófila: “Todo… salvo el niño” – “pasión”, porque el
oprobio igualó solo a la fascinación. Cuando el uso sexual de los niños dejó indiferentes a
muchas culturas, muchas épocas.
Cualquiera sea la diversidad de sus referencias, este libro no es el de un historiador ni de
un antropólogo, un sociólogo, un biólogo… es el de un psicoanalista. No hay duda que la
sexualidad masculina es susceptible de ser considerada desde una multiplicidad de puntos
de vista, sin que alguno de ellos pueda pretender valer más que otros. La originalidad del
psicoanálisis en la materia trata a la relación privilegiada que anuda su objeto, lo
inconsciente, con lo sexual. Lo inconsciente no es simplemente lo que escapa a la
consciencia o al conocimiento, es mucho más radicalmente lo inaceptable, lo indeseable,
ese aspecto salvaje en el corazón de nosotros mismos que hace que “Yo es otro”
(Rimbaud), habitados como estamos por un cuerpo extraño interno que comanda sin
1 La excelente Historia de la virilidad bajo la dirección de A. Corbin, J.-J. Courtine y G. Vigarello, 3 vol., París,
Le Seuil, 2011.
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saberlo nuestras elecciones (particularmente las amorosas y sexuales) nos transporta al
tiempo del sueño en comarcas peligrosas jamás visitadas y siembra en nuestra ruta
trampas y síntomas que nos encantaría tener. Lo sexual inconciliable con las exigencias
policíacas del yo, lo sexual reprimido, si no es lo único inconsciente, constituye sin
embargo una gran parte. Toda la experiencia psicoanalítica no deja de confirmar que esto
sexual, aunque alejado, no es sin embargo silencioso. Por el contrario, constituye en cada
uno de nosotros el punto vivo de lo que nos hace alegrar o desfallecer.
El psicoanálisis nació en una época, al final del siglo XIX, que multiplicaba las histerias,
sobre todo oponiéndole a los adolescentes de ambos sexos un violento rechazo de la
masturbación (promesa de locura o degeneración), y a las mujeres un “No!” cubriendo
enteramente su vida sexual, pensamiento incluido –“ellas no confiesan sus sentimientos,
escribe Flaubert. Toman su culo por su corazón”. Hoy es inverso a la generalización de un
“Sí” que desplaza las líneas de la “patología” ordinaria: el o la adolescente de 16 años que
no ha tenido aún su primera relación sexual está rezagado, el hombre o la mujer que no
hace el amor más que una vez por semana sufre de pauperización, aquellos que no llegan
al orgasmo van al sexólogo, en cuanto al número de partenaires durante la vida mejor ni
contarlos. Qué queda de la represión luego de tal régimen? Por cierto no las mismas
representaciones: Freud quedaría atónito si escuchara a los analizantes de hoy, hombres o
mujeres, recordar su masturbación en el curso de la conversación. ¿Quién pensaría hoy en
calificar la fellatio de “horrible perversión”? Incluso la sodomía, rebajada al rango de las
prácticas comunes, que ha perdido su olor de azufre. Los tiempos sexuales han cambiado,
los discursos en los divanes también. Salvo que… el remanente, la insistencia de algunas
palabras de hoy, como fracaso, eyaculación precoz vienen seriamente a matizar el
hedonismo de rigor. La “liberación sexual” ha trastornado el comportamiento y las
prácticas de hombres y mujeres, ha dejado intacto el conflicto psíquico y su cortejo de
síntomas y de inhibiciones. La sexualidad no sería más que práctica y técnica, bastaría
aprender de memoria el Kama-sûtra. Pero es también y desde el inicio, psíquica. Y esto
complica todo. La “liberación sexual” es la confirmación paradojal del acta psicoanalítica
de que no hay tratamiento social o político de la cuestión sexual, en todo caso de la parte
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siempre inaceptable de esta. La libertad social es divertida, la libertad psíquica es
angustiante.
El psicoanálisis sostiene con una tranquila pretensión que irrita a más de uno el carácter
atemporal de los procesos inconscientes. Esto no significa en absoluto una indiferencia a lo
epocal: lo inconsciente procede con respecto al contexto histórico y cultural como el
sueño frente al día que lo precede, diseña los materiales a partir de los cuales construye
su propia realidad, pero esta nunca es a imagen de lo que el mundo propone. El
psicoanálisis navega entre dos escollos, el primero de elevar a lo inconsciente al nivel de
una trascendencia ignorante de las variaciones sociales; el segundo de devolver la realidad
psíquica al simple registro del mundo circundante. De un lado un universalismo abstracto
que se condena a negar las diferencias culturales y los reordenamientos históricos; del
otro un empirismo disperso, devenido ciego.
¿Hay necesidad de ser psicoanalista para convencer que el fracaso y la eyaculación precoz
(y del lado de la mujer la frigidez), cuando un nuevo imperativo rige nuestra vida sexual:
“Disfrutar sin trabas!” no cedieron nada su frecuencia? Estos síntomas por sí mismos no
explican nada, tienen en cambio el mérito de decir el siempre detrás del ahora. El ejemplo
de la “dominación masculina” al respecto es notable. Hoy donde la paridad escribe la ley,
esta dominación deviene políticamente incorrecta, hasta volverse socialmente obsoleta.
Es también condenable, de entrada refrenda la ley sobre el acoso sexual. La libido de los
hombres tendría que adaptarse para por fin dejar de ser dominandi? El fantasma del
rebajamiento de la mujer debería ir a dar a la pieza de las curiosidades? En todo caso no
se ha desertado del psicoanalista que se hace eco regularmente. Es imposible confundir
en una sola la temporalidad a la que son sometidas las representaciones sociales de la
sexualidad (masculina) y esta, al menos más inmóvil, de sus raíces más enterradas. Para
imaginarlo simplemente: se puede ser un hombre ferviente defensor y militante de los
derechos de la mujer y no llegar a eyacular más que si su mujer está en determinada
posición. El inconsciente debido a la resistencia, es políticamente incorrecto.
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Carlos, Lucien, Vicente, Francisco, Pablo… y los otros, los hombres de este libro, pacientes
del psicoanalista no son todos los hombres. Imposible diseñar un inventario exhaustivo de
todas las facetas de la sexualidad masculina. La escucha de un hombre testimonia cada
vez el tejido entre una absoluta singularidad y la parte cultural común de la experiencia. El
psicoanálisis no es una sexología, es más una arqueología, una puesta en historia; la vida
sexual, su parte más íntima, no es el resultado de un saber adquirido, es la obra de toda
una vida, desde los primeros días. Es esta fantasía de la escena psíquica de la que no se
puede encontrar la remota determinación, re-trazar la génesis, por poco que se preste al
análisis.
Joyce, Leiris, Apollinaire, Michelet, Stendhal, Ovide… y algunos otros a menudo solicitados
en estas páginas no se acostaron nunca en un diván, pero lo que han escrito,
especialmente en sus diarios y correspondencias, tiene la fuerza de las palabras del poeta,
la de ir sin rodeos a lo más vivo de la experiencia humana.
PRIMERA PARTE
LAS FUENTES
INSTINTO Y PULSIÓN
La distancia entre estas dos palabras mide lo que hace a la originalidad de la sexualidad
humana. El instinto clásicamente se define como “una facultad innata de cumplir sin
aprendizaje previo y a la perfección ciertos actos específicos”, incluyendo el de copular. Lo
propio del instinto, cualquiera sea, es el estar al servicio de la conservación del individuo y
de la especie: la copulación es indisociable de la reproducción.
La imagen del animal contentándose de aplicar estrictamente lo que comanda su
programa genético no ha resistido casi a las críticas de Konrad Lorenz, y con él de toda la
etología. El beneficio antropomórfico de una imagen tal solo era demasiado obvio, el de
oponer el hombre a la bestia, uno dotado de razón, el otro esclavo de los mensajes
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enviados por el cuerpo. Sin cuestionar los caracteres de fijeza, de innatismo, de
especificidad de los diferentes instintos, los etólogos han mostrado el rol de las múltiples
interacciones manifestándose en el sistema integrado constituido por el ser vivo y su
medio, los problemas eventuales que alteran las conductas prefijadas y la capacidad de
adaptación del animal a situaciones inéditas. Incluso el calamar “piensa”, y no se contenta
con lanzarse “bestialmente” hacia la meta que el instinto le señala.
La reducción de la barrera entre el hombre y el animal tiene sin embargo sus límites. Para
atenerse a la sexualidad, la vida animal, particularmente mamífera, está enteramente
sometida al ritmo del estro. Solo cuando la hembra está en este estado endócrino se
vuelve fecundable y el coito puede realizarse. Por cierto, hay que matizar, como cada vez
que la excitación está en la pradera y que una vaca monta sobre otra vaca. El mundo
animal no está exento de comportamientos que establecen una excepción al coito
reproductor. Y cuanto más nos aproximamos al hombre, que se llega a los primates, las
similitudes se vuelven sorprendentes. En este registro, los bonobos se llevan la palma. Sus
hembras se frotan la vulva, solas o entre ellas, los machos hacen lo mismo con su pene. La
agresión sexual es puesta al servicio de las relaciones de poder en el interior del clan, sin
meta reproductiva, particularmente cuando se ejerce de un macho a otro. Y, punto
máximo de la confusión entre el animal y el hombre, el bonobo en las profundidades de su
Africa evangelizada practica a la vez en “misionero”. Buscar la diferencia? Estaría más bien
en lo que se observa: no se ha visto jamás un bonobo far fiasco (sic); si no consagra más
que diez segundos como máximo a su asunto, no es ser un eyaculador precoz, sino porque
el placer de tomarse su tiempo le es desconocido; y entre un joven macho saltando y una
hembra en celo, su elección es ineluctablemente la misma.
En el orden humano, es el instinto cuyas objetivos son descalificados: que debe aún la
excitación del gourmet al hambre, el pozo sin fondo del alcohólico a la sed, el sadismo del
guerrero a la agresividad… Mostrar que la sexualidad, las extrañas metamorfosis que el
hombre le hace sufrir, no es ajeno al desvío de estas diversas finalidades, via la sustitución
del deseo a la necesidad, nos llevaría mucho más allá de nuestro tema. Para atenernos a la
vida sexual misma, basta recordar que el deseo sexual de las mujeres, al filo de la
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evolución de la especie, se liberó del celo para medir el abismo que separa las
sexualidades humanas y animales. Una independencia que no deja de inquietar a los
hombres: a falta de ser circunscripta por la hormona, se inclinan fácilmente a prestar a las
mujeres una espera insaciable. Nada de “celos” cíclicos, por tanto calientes siempre! La
mujer es la “puerta del Diablo”! (Tertullien).
La descalificación del instinto no implica su desaparición. La pubertad, la adolescencia,
que le sigue, en el hombre es lo que se parece más el empuje del instinto, a la imagen de
un pene en erección buscando lo que podría aplacar su tensión. Si la presencia del proceso
instintivo no está en duda, su perturbación lo está aún menos. En primer lugar en el caso
de la violencia del conflicto psíquico, y de modo ejemplar en las chicas anoréxicas, pero
también en los varones neuróticos o psicóticos, retarda, inmoviliza las transformaciones
puberales. Más ampliamente, en la discordancia entre el carácter más tardío de la
pubertad en el hombre y su carácter a pesar de todo intempestivo: nunca no es en el
momento adecuado, más a menudo demasiado temprano, enredando al adolescente en
una madurez genital de la que todavía no puede hacer uso con un objeto que
“naturalmente” se preste.
Otro momento en que la sexualidad del hombre reanuda con la meta instintiva, es cuando
se trata de hacer un niño. Hacer el amor un día fijo fiándose en la curva de la
temperatura… Retomar eso cada día durante algunos días para no fallar lo que Pablo
llama: “la ventana de tiro”. Sintió cierta vergüenza, pero es así: “empalmarse por
encargo”, no es su fuerte. Este niño, lo desea, pero es como si desear el niño y desear a su
mujer, como si estos dos deseos que el instinto adapta el uno al otro, se encontraran aquí
en exclusión recíproca. Lo que Pablo presenta confusamente, Michel Leiris lo expresa
simplemente: entonces cuando se le pregunta por qué rechazó tener niños, respondió:
“porque me habría parecido luego, acostándome con su madre, caer en el incesto”2 No
hay ninguna posibilidad para la sexualidad humana encontrar un estado hipotético de
naturaleza, virgen de toda contaminación por el fantasma.
2 Citado por Françoise Héritier en Las Dos Hermanas y su madre. Antropología del incesto. París, Odile
Jacob, 1994.
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La palabra pulsión se encarga, en psicoanálisis, de nombrar esta desviación que profundiza
la sexualidad humana con el instinto. Muchas vidas sexuales de hombres (o de mujeres) se
despliegan al margen de toda mira reproductiva, incluso al margen del coito, rebajadas al
rango de práctica ocasional, cuando no francamente ignoradas (o descartadas?), como en
ciertos comportamientos S/M. Como el instinto, la pulsión impulsa, bajo una modalidad
exigente, irrepresible, que solo calma la satisfacción. Pero cuando el instinto “sabe” lo que
busca: una vagina o descargar su esperma con fines reproductivos, la pulsión dispone de
un abanico de posibilidades (qué lugar para el pene?, la mano, la boca, el ano, la vagina…
de una mujer, de otro hombre, de una muñeca de plástico, incluso de un pato atrapado en
un cajón, a imagen del personaje sartriano de La Infancia de un jefe…) que desafía hasta la
idea de una satisfacción posible, en todo caso una “satisfacción plena” (Freud). La pulsión
es corporal, pero no debe nada a los genes, y si ella se vale de las vías orgánicas, no es
nunca para someterse: una boca de mujer (o de hombre) no acepta jamás un pene para
alimentarse. El cuerpo de la pulsión es un cuerpo extraño, muchos procesos somáticos
quedan fuera de su campo. El cuerpo de la pulsión no es por tanto todo el soma, aún si
desde la planta de los pies a la cabellera, pasando por todo lo que parece un apéndice o
un orificio, se excita de nada y no deja tranquilo el menor rincón de la piel. Una de las
imágenes más fuertes de este cuerpo pulsional está dada por lo que llega al soñante,
cuando la fuerza alucinatoria del sueño, por la fuerza onírica de la imagen, en ausencia de
toda penetración, de todo tocamiento, provoca un orgasmo (en el hombre o en la mujer)
que nada le falta en intensidad y en realidad al que resulta del acto sexual. El fantasma no
tiene el vigor del sueño, pero su evocación no falta nunca ni bien se estremece la piel o
cualquier parte del cuerpo que no pide más que respuesta al llamado. No se “ve” nunca
pulsión sin fantasma; este no se contenta con poner en escena una fuerza bruta, se ubica
en su fuente. Una fuente carnal, encarnada, el fantasma no es simple fantasía, el hombre
sexual la tiene en la piel.
La pulsión es una noción, una hipótesis psicoanalítica, y solo psicoanalítica. Si la pulsión
fuera biológica, haría tiempo que los biologistas se habrían dado cuenta. La pulsión tiene
su fuente en el cuerpo, usa todos los recursos energéticos, si no es más que ese cuerpo es
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el que el fantasma dibuja. La sexualidad humana es una psico-sexualidad, eso de que
Mickael, un adolescente, hace la experiencia paradojal. Contra las inhibiciones de su
neurosis, conquistó desde hace poco la libertad de masturbarse. Pero no llega, o mal. Al
psicoanalista, no está lejos de preguntar cómo hace… A la pregunta: “”Con que fantasea
en esos momentos?”, responde: “Con nada… sobre todo con nada”. No es que no
alimente ningún fantasma, pero estos son solicitados en otros momentos, aislados de
toda manipulación.
La pulsión es como el sueño, no tiene autor. Ello puja, ello pulsa. “Ello ha sido más fuerte
que yo”, para el violador y su abogado la pulsión se vuelve una circunstancia atenuante.
Esta deriva no nada al psicoanálisis que extiende, al contrario, considerablemente la
esfera de la responsabilidad. “Ello ha sido a pesar mío, contra mi voluntad”, la fórmula
vale como excusa en términos de una psicología de la conciencia y de una moral del libre-
arbitrio –la que rige la Justicia-, promete la repetición a la escucha de lo inconsciente.
EL INFANTILISMO DE LA SEXUALIDAD
Si la pulsión, a diferencia del instinto, no es un hecho de la naturaleza, se plantea la
pregunta acerca de su génesis, de su psicogénesis. Sin su extrema capilarización y el flujo
sanguíneo que permite, nunca habría erección del pene, pero tampoco esta disposición
fisiológica explicaría por qué el Portnoy de Philip Roth tensa hasta no dar más a Newark y
permanece obstinadamente impotente cuando toca la Tierra prometida. Que tal punto de
piel o de mucosa abunde en terminaciones nerviosas y se preste pues muy
particularmente a la excitación, no dará nunca cuenta de las singularidades de la geografía
erótica que, en tal hombre haga del dedo gordo del pie el competidor oral del pene.
Lo que no es innato es adquirido.¿A qué experiencia de vida referirse para tratar de
comprender cómo se construye esta sexualidad proteiforme, a imagen de los cientos de
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posiciones inventariadas por el ars erotica o de la célebre colección de estampas
japonesas del actor Michel Simon? Si la sexualidad de los hombres tuviera por
fundamento y condición la madurez sexual biológica, sexualidad y genitalidad serían
tomadas como sinónimos. Está muy lejos de la verdad, lo que resumiría el acto sexual a la
penetración de una vagina por un pene. Entre un hombre y una mujer, a fortiori entre un
hombre y un hombre, pasan otras cosas. James Joyce, en las cartas dirigidas a su mujer
Nora, entrega algunas ilustraciones: “Te he enseñado a realizar en mi presencia el acto
corporal más vergonzoso y más repugnante. Tú recuerdas el día en que has levantado tu
vestido y me has dejado estar erecto debajo de ti para mirarte mientras lo hacías?”3 El
ejemplo es obsceno pero porque está en el tiempo del “pipi-caca”, tiene el mérito de la
evidencia, la de designar las raíces infantiles de la sexualidad. La oralidad evidentemente
dice tanto, sea que se trate del simple besar, de mamar del seno de su compañera, de
lamerle la vulva y de hacerse succionar el pene. Analidad y oralidad de la sexualidad
evidentemente llevan más las marcas de la infancia que la genitalidad, salvo que se olvide
que el valor de esta no espera el número de años. Por supuesto, para la penetración, se
precisará paciencia y contentarse durante algún tiempo de no tomar por asalto los
castillos fortificados, hasta que los placeres táctiles y visuales no se den rienda suelta.
El niño sería un horrible “perverso polimorfo”? La expresión de Freud es ligeramente
diferente y el matiz importa: “polimórficamente perverso”, escribe donde perverso es
adjetivo y no sustantivo. Este ligero paso al costado es valioso que permita distinguir al
niño del perverso adulto, el cual no es nada menos que “polimorfo”, sino al contrario
fijado como lo es por una argolla a la realización de un fantasma y de un solo.
“Perverso”, el niño no tiene ninguna elección, el que no dispone del coito para descargar
su excitación y está pues obligado a tomar prestado los caminos desviados. Pero esta
presentación por defecto esconde lo esencial: el exceso, más que la falta. El niño es
susceptible de liberar una prima de placer de la más mínima de sus actividades, aquella a
la que se entrega solo, como hacer burbujas de saliva con los labios, o la que comparte
3 J. Joyce, Cartas a Nora. París, Rivages, 2012, p.130-131.
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con el adulto presente, como continuar jugando con el pezón del seno materno cuando ya
el hambre ha sido satisfecha.
Dar cuenta de la génesis de esta sexualidad infantil, puesto que no sigue ningún plan
trazado por la naturaleza, que mezcla inextricablemente la excitación corporal, la
actividad del pensamiento y los tesoros de lo imaginario, que desborda lo que puede
restituir la más fina de las observaciones, no señala más que hipótesis. Por mucho tiempo
prevaleció la del apuntalamiento. La idea es desarrollada por Freud en los Tres Ensayos
para una teoría sexual (1905). La sexualidad del niño nacería “por apuntalamiento sobre
una de las funciones corporales importantes para la vida”. Lo que está de entrada es un
lugar funcional, principalmente la boca o el ano, adquiriría progresivamente el valor de
una zona erógena. Pero entonces, cómo dar cuenta de los placeres del ojo, del lóbulo de
la oreja o de la punta de la nariz? Para Luis, la cuestión es clara, se acuerda de la excitación
y de las risas a carcajadas cuando su madre jugaba con él al “beso esquimal”. La teoría del
apuntalamiento no deja de tener valor, comer, beber, defecar, orinar, muestran el camino
de muchos placeres (o ascos) posteriores. Pero están los otras, numerosos para los que la
fuente vital falta. La idea de una sexualidad que se desprendería de sí misma, como por
demasía y por milagro, de la satisfacción instintiva adolece por lo menos de insuficiencia.
Yendo más lejos, no vemos por qué estaría ausente del mundo animal. El “beso esquimal”
aporta otro elemento de respuesta que es también una pieza decisiva en la construcción
de la sexualidad humana.
El pequeño, aún cuando nazca a término, afronta el mundo en un estado tal de
prematurez que la vida se volvería enseguida hacia el estado de desamparo, si quedara
librado a sí mismo. Su dependencia del mundo adulto circundante es máxima, su
sobrevida y la calidad de su desarrollo están sometidas. Los progresos de la psicología del
apego han mostrado sin embargo que el bebé inmediatamente es interactivo. No se
conforma con recibir, el instinto le hace tender los labios hacia la fuente de leche, y una
primera particularidad de la situación le permite al cabo de tres días distinguir las voces y
volverse preferentemente hacia la persona que le cuida, generalmente la madre. En vez
de volcarse hacia sí mismo como un huevo, el recién nacido se vuelca hacia el mundo
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exterior, y en consecuencia especialmente al agradecimiento de lo que se le otorga.
Ccómo la madre, ella en primer lugar, podría no mezclar en sus gestos de cuidados todo
un plus que, al abrigo del amor –amor, en casos favorables-, vehiculiza significaciones
inconscientes, esta parte de sí que desconoce, que rechaza y que excita sin saberlo? Esta
idea está también presente en los Tres Ensayos de Freud: “El comercio del niño con la
persona encargada de cuidarlo es para él una fuente inagotable de excitación sexual y de
satisfacción partiendo de zonas erógenas tanto más que esta última persona, por regla
general la madre, considera al niño con sentimientos provenientes de su propia vida
sexual, lo acaricia, lo besa y lo mece, tomándolo de hecho como sustituto de un objeto
sexual completo”4. Freud no imagina aquí de ningún modo a una madre particularmente
pedófila, recuerda a una madre genérica, primera seductora, sin que ella necesite hacer
otra cosa que cuidar y “amar” normalmente a su hijo. Por cierto, continúa Freud, la madre
se asustaría mucho si se le dijera que ella confunde así “la inocente” ternura y la
sensualidad. Pero se tranquiliza, la vida es aún mucho más difícil para el niño cuando falta
esta contribución de la pasión adulta en los primeros momentos. El mérito involuntario de
la madre despierta la pulsión sexual y prepara “la intensidad futura”; una pulsión sexual
enérgica sin la que nada grande se hará. Ni siquiera desear, fue sin relación visible con la
sexualidad, que no presta a esta su urgencia y su vivacidad.
Jean Laplanche ha denominado “situación antropológica fundamental” a esta reunión
asimétrica de un adulto (de una madre) dotada de una sexualidad para sí misma
inconsciente, y de un infans vuelto hacia la satisfacción de sus necesidades elementales
(hambre, sed, calor, ternura…). Le bebé busca la leche, le llega un seno erótico tanto como
nutriente. El desequilibrio inherente a la sexualidad humana, que la deja siempre más o
menos insatisfecha, sin duda debe mucho a este malentendido originario. Esta
psicogénesis de la sexualidad, el privilegio que le da a la fuente exógena, al inconsciente
del adulto, queda evidentemente muy oscura; el detalle de lo que se trasmite no es asible,
no se puede más que hacer hipótesis. Porque la patología exagera, está en un lugar
privilegiado para captar con mayor seguridad algo. Recuerdo de aquel joven prepúber,
4 Ibid
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muy perturbado, cuya madre recordaba cuando nuestras entrevistas su intenso placer al
amamantar, llegando al orgasmo, y que claramente daba a entender que ese hecho había
motivado mucho la reiteración de sus embarazos. Qué experimenta el bebé al seno
mientras que su madre goza? Imposible saberlo con precisión, pero parecería dudoso que
una tal conmoción no provoque algún daño y deje una marca durable. Más allá de este
ejemplo poco común, habría que suponer sin embargo que lo que adviene al niño de la
sexualidad inconsciente adulta siempre es sin duda demasiado; demasiado porque el
pequeño no dispone aún de medios somáticos y psíquicos para vérselas con una fuente de
excitación así.
La sexualidad adulta no es la simple prolongación de la del niño. La realidad de la
penetración sea actuada o sufrida, no es un complemento, tiene un valor mutativo, lo que
mide la carga psíquica de la “primera vez”, sea varón o mujer. Cuando llega la madurez
genital, la historia sexual del individuo ya es larga y nos falta esta sexualidad “previa”
calificándose de pregenital. Un adjetivo tal genera la ilusión de una sexualidad previa que
se borraría en el tiempo genital que llega. En cierto modo, ocurre lo contrario: lejos de
absorber, disolver la sexualidad infantil, la sexualidad genital se somete, se somete a su
polimorfismo, a su plasticidad y al primado del fantasma. El bonobo puede explorar dos
posiciones, nunca necesita tiempo durante el coito para pasar de una a otra. En cuanto a
la genitalidad humana, salvo que sea tomada por la neurosis o el integrismo en un
monótono y conyugal vaivén cubierto de sábanas, inventa una verdadera coreografía en
que las miniaturas indias o las pinturas chinas no terminan de representar la variedad. No
son solo los preliminares que llevan la marca del infantilismo de la sexualidad, la sumisión
del conjunto de la vida sexual al primado del fantasma es la marca más profunda. Los
amores de Luis “el Esquimal” toman sus primeros amores, el fantasma lo lleva por la
punta de la nariz. Él renunció a conquistar a la primera de entre todas las mujeres, pero
codicia ardientemente a la de su mejor amigo. Entre las asociaciones que acompañan
imaginariamente una elección así, recuerda una lectura que había tenido en él un gran
efecto, al punto de considerar el viaje a Groenlandia. Los Inuits, dicen, tienen un sentido
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de hospitalidad inigualable, al viajero de paso, el jefe del iglú le ofrece una de las chicas
del grupo para pasar la noche…
MADRE E HIJO
Mucho antes de Freud, al menos desde Sófocles, pasando por Shakespeare, el artista ha
expresado la violencia de los primeros amores y odios. Y no está seguro, contrariamente a
lo que da a entender Diderot, que las pasiones infantiles sean responsables de la
intensidad de las de la adultez. Por cierto, no hay crimen pasional en ese tiempo
temprano, pero porque el inconsciente estableció una ecuación entre “desear” y “hacer”,
los primeros crímenes de pensamiento, de fantasma, crímenes de amor o de odio,
condenan muchas vidas para perpetuar –si no a perpetuidad- lo que el niño ha conocido,
ha cometido.
Las variantes culturales e históricas concernientes a la vida amorosa y la sexualidad son
considerables, comprometen la representación que una sociedad se hace del hombre, la
mujer, el niño y sus relaciones. Pero lo que no cambia es esta “situación antropológica” ya
evocada, que desde el punto de vista del niño, otorga inevitablemente una importancia
desmesurada a los primeros objetos, a las primeras personas, a las que el “mundo” se
reduce. Lo que no cambia, es el carácter determinante, fundador, para la vida futura de
estas primeras pasiones. En términos del individuo, la ecuación entre lo inconsciente y ese
presente continuo que es lo infantil sigue tan campante. La orientación sexual está ahora
abierta, socialmente liberada, pero su determinación inconsciente, inseparable de los
primeros amores, no ha desaparecido, incluso cuando prevalecen la bisexualidad y su
aparente indeterminación. Las infancias de hoy en día no son las de antes, pero el modo
en que imprimen su marca sobre las vidas afectivas y sexuales permanecen incambiadas.
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“Al subir a acostarme, mi único consuelo, era que mamá habría de venir a darme un beso
cuando estuviera yo en la cama. Pero duraba tan poco aquella despedida, y volvía mamá a
bajar tan rápido, que aquel momento en que la oía subir, cuando se sentía por el pasillo
de doble puerta el leve roce de su traje de jardín de muselina azul, con cordoncitos
colgantes de paja trenzada, era para mí un momento doloroso. Porque anunciaba el
instante que vendría después, cuando me dejara solo, y volviera abajo. Y por eso llegué a
desear que ese adiós con que yo estaba tan encariñado viniera lo más tarde posible y que
se prolongara aquel espacio de tregua que precedía a la llegada de mamá”. Es el mismo,
narrador de “En busca del tiempo perdido”, que mucho más tarde, cuando muere su
madre donará a su burdel preferido los canapés, sillones y tapices de la que acaba de
morir: “Me habría violado a una muerta que no iba a sufrir más”. Terrible reducción que,
de la madre a la puta, condensa las dos figuras extremas del primero de todos los amores.
De todas las determinaciones de lo infantil, aquellas que hacen del hombre, del niño, el
ser afectivo y sexual que llegará a ser, el amor de la madre, entendido en ambos sentidos
que la fórmula permite, ocupa sin lugar a dudas una posición privilegiada. Que elija a su
compañera según el exacto modelo (o todo lo contrario) de la Primera de las mujeres, o
que permanezca fiel a esta amando a los jóvenes (como Proust) la impronta está grabada
en mármol. Si pareciera imposible que las mujeres amadas (/odiadas) o simplemente
poseídas, por el hombre adulto, no conservaran algo del primer objeto –o segundo, una
hermana-, queda que el trazo dejado no siempre tiene la evidencia de una “bobonne aux
fourneaux” o de una identidad de silueta o de carácter. La “identidad” tiene a veces la
elegancia de un rasgo discreto, una sonrisa de Gioconda o un movimiento de cabellos.
Afortunadamente también, la repetición no es implacable como el Destino. La relación
amorosa actúa a veces como un psicoanálisis cuando la alteridad del objeto amado
interroga la historia y permite que se desplacen las líneas. Una mujer es apenas suficiente,
hay que retomar varias veces. No es raro, observaba Freud, que los segundos matrimonios
(palabra en desuso) sean más felices que los primeros, como si el primero se hiciera cargo
de lo peor, el amor/odio inaugural, y permitiera al hijo liberarse de la repetición.
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Marc recuerda un sueño de angustia en que el relato vacilante es casi tan penoso como el
propio sueño. Hacía el amor con una mujer desconocida, por atrás. Solo percibía de ella
una larga cabellera rubia… hasta que lentamente, ella da vuelta la cabeza hacia él y
entonces el despertar pone fin al sueño de un modo brutal cuando descubre el rostro de
su madre. Un sueño que no se le desea a nadie… Para Luc, es haciendo realmente el amor
que el rostro materno se sobreimpone en el papel del cuarto, interrumpiendo el acto al
instante. Estos ejemplos, cuando se trata se seguir el devenir de los trazos incestuosos, no
son, ni de cerca los más frecuentes. A menudo, la represión hizo su trabajo con eficacia,
una represión a veces no obstante manifiesta, cuando el hijo ya adulto escapa del abrazo
de su madre y solo besa apenas su mejilla. O según el modo de Michel Leiris, que se
proteja de la peligrosa promiscuidad aislando a la mujer de la madre, como si se tratara de
dos especies distintas: “Me sería imposible hacer el amor, si considerara este acto de otro
modo que como algo estéril y sin nada en común con el instinto humano de fecundar”.5
Una manera paradojal de conservar el lazo con la madre es odiar la maternidad. Tomamos
de Aragon esta palabra, viendo una mujer embarazada: “Cómo se pone una mujer en este
estado”?
De todas las nociones psicoanalíticas, el complejo de Edipo es la más banalizada… y la
peor comprendida. Una imagen de esta incomprensión nos la suministra el film de Louis
Malle, Soplo al corazón (1971). Una madre ofrece a su hijo adolescente su primera
relación sexual, todo sucede en el mejor de los mundos posibles, el de una burguesía
parisina esclarecida que no se aviene a los prejuicios. Lo hace como si nada pasara, el hijo
va a proseguir su iniciación con una joven de su edad. Ningún rastro de angustia o de
locura en este galanteo, cuando la realidad trata del incesto madre-hijo indica que la
psicosis asoma generalmente en el horizonte. Como esta madre pronta a masturbar a su
hijo hospitalizado, un hombre joven esquizofrénico, y que, sorprendido por el interno del
servicio, le dice tranquilamente: “Si no soy yo, quién lo hará?”
El “pequeño salvaje” que se acostaría de buen grado con su madre es un niño que juega,
5 La Edad del hombre (1939), París, Gallimard, “Folio”, 1973.
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sueña o fantasea. “Acostarse”, la palabra no pertenece aún a su vocabulario. La lista de
sus equivalentes infantiles es infinita que van a dormir juntos para matar, de la dulzura del
mimo a la más violenta de las agresiones. El niño no quiere “acostarse” con su madre, la
sigue al baño, se baña con ella, la mira en la ducha, duerme en sus rodillas o no quiere
dormirse hasta que ella no le cuente un cuento. La imposibilidad de descarga, lejos de
frenar los ardores, no hace más que atizar las brasas. Hasta que el niño enurético apaga el
fuego… y se va de su cama a la de sus padres, los padres que él gusta de separar
deslizándose entre los dos para acurrucarse contra Ella. La madurez puberal no deja de
despertar el deseo adormecido, pero más a menudo no es con la madre con la que el
pene sueña. Esta se tornó un personaje de la escena interior, en busca de actores para
jugar su rol; una búsqueda que en general ignora a su objeto-fuente.
En el “complejo de Edipo”, complejo debe entenderse en sentido literal. La madre abraza,
mece o frota la nariz, juega con su niño como un “juguete erótico” (Freud)… antes de
Edipo y Nerón, hay Yocasta y Agripina. Inevitablemente, es el adulto el que comienza. El
padre no cuenta, se trate de amar o de rivalizar. Jean no tolera que su mujer desde que
tuvo al recién nacido, le impida besarle el seno. El “complejo” es un nudo de deseos y de
relaciones en que cada miembro del trío es alternativamente activo y pasivo, presente y
excluído, amante y agresor. La bisexualidad del niño se diseña en este lugar, a través de la
identificación con el mismo sexo (poseer a la madre) y con el otro sexo (ser poseído por el
padre).
Traducción: Elena Errandonea