Lectores universitarios: pasados y presente
Este País| Juan Domingo Argüelles | 258 | 01.10.2012 |
En el aula universitaria la falta de interés en la lectura de libros y las dificultades para
practicarla se vuelven especialmente evidentes. Sin embargo, el problema no estalla
porque a pocos profesores y directivos les preocupa. Los estudiantes universitarios son
una élite intelectual que, paradójicamente, desconoce el provecho de la lectura.
Para Gabriel Zaid,
siempre en deuda con él.
Libros gordísimos de 200 páginas
Cuando estudié la licenciatura no a todos mis condiscípulos, y ni siquiera a todos mis
maestros, les encantaba leer. Asombrosamente, se trataba de la carrera de ¡literatura!
Algunos compañeros se quejaban de que los libros que dejaban leer los profesores
estaban gordísimos. ¿Y qué querían decir con “gordísimos”? ¿Mil 500 páginas, acaso;
800, tal vez; 500, quizá? No. Ni siquiera 300. 200 cuando mucho. Pero de esto se
quejaban.
A mí me costaba mucho entender que alguien estuviera inscrito en la carrera de letras
y que sufriera la lectura. (Uno de ellos, que a lo largo de la carrera siempre pronunció
bárroco en lugar de barroco —recuerdo su nombre pero no lo voy a mencionar porque
espero que hoy sea una persona de bien—, me propuso, sin ningún pudor, que lo
suplantara para presentar a su nombre un examen extraordinario. Tuve más pena yo al
negarme que él en insistirme.) Solo después vine a comprender que algunos se
matriculaban en la carrera de literatura porque odiaban las matemáticas o porque
eran pésimos para la física y la química. Dicho sea de paso, yo también era pésimo para
las matemáticas, la física y la química, pero la diferencia era que me encantaba la
literatura y que leía un libro tras otro, en un vicio febril, hasta muy altas horas de la
noche o hasta muy bajas horas de la madrugada.
Fue por esto que me inscribí en literatura: porque pensé que en esa carrera todo sería
leer y cantar. Luego me di cuenta de mi equivocación: no solo por aquellos
compañeros que no querían leer libros gordísimos de 200 páginas, sino también por
algunos profesores que ya no leían nada sino sus apuntes de clase que, año tras año,
fatigaban con afán, sin dejar jamás que sobre ellos se asentara el más levísimo polvo.
Las veces que quise conversar con estos maestros sobre los nuevos libros de literatura,
que en ese momento eran indispensables para la formación de un estudiante de letras
hispánicas o para la actualización de un profesor de literatura, me salían con que no los
habían leído porque andaban ocupadísimos preparando y dando clases y, por
supuesto, calificando exámenes.
En el bachillerato, yo había tenido incluso un profesor de la asignatura de probabilidad
y estadística (en la cual me esforzaba para poder sacar seis) con quien conversaba
sobre Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Alejo Carpentier, Jorge Luis Borges y José
Donoso, entre otros escritores latinoamericanos. Y con mi profesor de historia
contemporánea conversábamos de Wilhelm Reich, de Marx y Engels, del ¿Qué hacer?
de Lenin, de los cuentos, las novelas y las memorias de Máximo Gorki y del Poema
pedagógico de Antón Makárenko. Y con mi maestro de lógica no solo leíamos a
Aristóteles sino también a Platón, Joyce, San Agustín y Séneca. Los tres eran profesores
jóvenes, los recuerdo muy bien porque eran accesibles, entusiastas, contagiosos, y
porque leían más allá de lo que les marcaban los límites de sus materias y los
programas académicos.
Por ellos, en parte, yo quise estudiar literatura, y en parte por ellos también me quedó
la errónea idea de que todos los profesores leían y que todos los estudiantes de
literatura, y ya no digamos los maestros de letras, eran unos espíritus
apasionadamente locos por los libros.
De aquellos tiempos del bachillerato conservo el recuerdo de una parábola gorkiana
que concluye del siguiente modo: “Amad los libros; harán más fácil vuestra vida, os
prestarán amistosos servicios en la búsqueda de vuestro camino a través de la
abigarrada y tumultuosa confusión de ideas, emociones y acontecimientos, os
enseñarán a respetaros y a respetar a los otros e inspirarán la mente y el corazón”. Era
una lección moral quizá muy simple, pero a veces las lecciones morales simples sirven
mucho más que la ausencia de lecciones.
Lo cierto es que la carrera de literatura en la Facultad de Filosofía y Letras de la unam
me desilusionó profundamente, pues supe que si los que estudiaban y los que daban
clases de literatura leían tan anémicamente, más valía encerrarse en una biblioteca y
leer cuanto uno quisiera, y no andar perdiendo el tiempo en didácticas estériles y
aburridas que más bien podían llevar a detestar la literatura y a contagiarnos de los
que se quejaban de los libros gordísimos de 200 páginas.
Hoy sé que los universitarios
constituyen, por una parte, la
mejor posibilidad de lograr
que el gusto por los libros no
desaparezca (son los
universitarios que, como
aquellos maestros jóvenes
que tuve, leen con fervor y
dialogan, debaten, polemizan acerca de lo leído), pero también, por otra parte,
constituyen la más elocuente prueba de que los libros solo sirven para pasar
exámenes, aprobar materias, cursar carreras, sacar títulos y diplomas, y después
mandar los libros al cajón de los olvidos.
Una parte de los universitarios lee con fervor; la otra, tan grande o más grande que la
primera, no solo no lee libros, sino que no quiere leer nada que no sean 140 palabras;
esas 140 palabras que son la mayor miseria (y aclaro que no tengo nada contra el
Twitter) si a lo único más amplio y más profundo que pueden conducirte es al
Facebook, esa zona, igualmente remota, donde todos sabemos que hay más caras que
libros, porque solo es el libro de las caras y de los mensajes más porcentualmente
vacíos, ingrávidos y superficiales. Y conste que no tengo nada contra el Facebook.
Y tampoco tengo nada contra los web logs o bitácoras, porque creo que las
herramientas de internet han potenciado la escritura y le han dado otra dimensión a la
lectura, pero, en no pocos casos —hay que decirlo también— la web ha producido
generaciones de perezosos, muchos de ellos universitarios, que lo único que desean es
desentenderse para siempre de los libros y de la cultura para entregarse por completo
a la banal y frívola vanidad donde la formación intelectual y la educación sentimental,
vinculadas a la cultura del libro, no pintan absolutamente para nada. Y tengo buenas
razones y sólidas ejemplos para demostrar esto que afirmo.
Frecuentemente escucho a universitarios decir que los textos muy largos de una
revista o de un periódico fatigan y aburren a los lectores. Yo me quedo asombrado o
más bien perplejo. ¿Qué quieren decir con textos “muy largos”? ¿Se refieren acaso a
los folletines del siglo XIX, a las crónicas de la primera mitad del siglo XX o a las críticas
de arte y ensayos científicos y literarios de la segunda mitad del siglo anterior, que
llegaban a ocupar entre 3 y 12 páginas de un periódico o entre 10 y 30 páginas de una
revista? No, claro que no. Los textos “muy largos” a los que se refieren estos
universitarios son los de dos páginas en una revista y los de página completa en un
periódico, incluyendo en ambos casos imágenes e ilustraciones.
Según sus “argumentos”, estos textos tan endiabladamente largos, tan
encanijadamente extensos, desaniman a los lectores. Y cuando dicen “lectores” no se
están refiriendo a los párvulos o a los estudiantes de secundaria o preparatoria, sino a
muchos universitarios que, ¡pobrecitos!, tienen un nivel intelectual y una tolerancia
lectora de muchachos de quinto año de primaria; los mismos que solo leen y escriben
140 palabras y se la pasan mensajeando textos mal redactados desde su celular o su
BlackBerry. (Y conste que no tengo nada contra el teléfono celular y el BlackBerry.)
Algunos profesionistas ni siquiera se toman la molestia de abrir una publicación
universitaria si esta contiene artículos y ensayos ¡muy largos, larguísimos! (de tres o
cuatro páginas) y ¡muy densos, densísimos! (nada
más porque para entenderlos tienen que hacer el
mínimo esfuerzo de utilizar el pensamiento).
Este es motivo suficiente, dicen algunos, para
recomendar que los artículos de cualquier revista
universitaria sean breves (una o dos cuartillas
cuando mucho) y ligeros (cosas sencillitas, para
que los entiendan y les presten atención los
universitarios de kínder). Y aun así hay que
imaginarlos, por supuesto, leyendo nada más los
pies de fotos, los balazos y los sumarios, y esto
con mucha flojera porque la revista ¡no es tan
amena ni tan entretenida como TVyNovelas!
La lectura, una universidad paralela
A veces hay razones para preguntarnos si nos estamos volviendo tontos o, nada más,
nos hacemos tontos, pues es difícil comprender que alguien que tiene nivel
universitario (y que incluso puede contar con maestría y doctorado) crea que ya no
necesita mejorar su inteligencia porque ya cursó y aprobó todos los posgrados de la
escolarización formal, y como si esto lo eximiera de una vez y para siempre de abrir y
leer un libro, una revista, un periódico (un amigo que da clases en una escuela de
periodismo me refiere su lucha cotidiana para conseguir que los alumnos ¡lean todos
los días el periódico!). De hecho, está comprobado, científicamente, que la inteligencia
no es un valor fijo: que para mantenerla saludable y en buen estado y continuarla en
desarrollo constante hay que usarla pues, darwinianamente, todo lo que no se usa se
atrofia. Quienes crean que, por tener un título universitario, ya son inteligentes para
siempre, están muy equivocados.
En su libro El vuelo de la inteligencia, José Antonio Marina señala algo fundamental al
respecto: “La inteligencia es la capacidad de resolver problemas vitales, por lo que no
puede ser considerado muy inteligente quien no sea capaz de decidir, aunque dentro
de su refugio resuelva con soltura problemas de trigonometría”. Añade que la
inteligencia no solo es un asunto de conocimientos, sino también de valores. Por ello,
solo la formación continuada y la búsqueda de nuevos horizontes mantienen nuestra
inteligencia despierta. ¿Quién podría refutar a Marina cuando afirma que “confundir la
inteligencia con la capacidad para jugar bien al ajedrez es una broma o un timo”? “Al
fin y al cabo —concluye el filósofo—, un programa de ordenador —Deep Blue— ha
vencido a Kasparov”.
Para mantener viva la inteligencia, la formación intelectual universitaria no puede
prescindir del mejor pensamiento (filosófico, psicológico, sociológico, histórico,
científico) ni de la más alta creación literaria de todos los tiempos. Y, sin embargo, hoy
constituyen legión los universitarios que no han leído por ejemplo a Aristóteles ni a
Eurípides ni a Sófocles ni a Platón ni a Shakespeare ni a Montaigne ni a Nietzsche ni a
Freud ni a Koestler, mucho menos a Chéjov, Tolstoi, Balzac, Chomsky, Jung, Heidegger,
Kant, Schopenhauer, Durkheim, Benjamin, Eliade o Steiner. ¿Qué es lo que ha pasado
con la universidad? Algo muy simple y dramático: que las especializaciones han llevado
a los profesionistas a saber muchas cosas sobre casi nada. Saben generalidades sobre
una carrera (la suya, es decir la que sea) que no les enseñó ni les exigió leer más allá de
ella, y esto incluso en fragmentos, fotocopias y predigeridos exámenes de opción
múltiple. Por ello no aprendieron a leer, y la lectura que no sea de bullets o de
sumarios les aburre y les cansa. Por ello, también, el Twitter y el ruido noticioso de
Yahoo! los tiene como palomillas atraídas por la luz de una lámpara.
Lo cierto es que las
publicaciones universitarias
no deben ponerse al nivel
de las publicaciones frívolas
de los puestos de
periódicos, sino ser
extensiones de las aulas, de
la cátedra. ¿O, acaso, porque un gran sector de los universitarios apenas si lee algo,
hay que darles a todos materiales para semialfabetizados? Hoy, muchas publicaciones
han renunciado a sus lectores naturales, es decir a sus lectores lógicos, a cambio de
darles brevísimas cápsulas como las que encuentran en los noticiarios radiofónicos y
televisivos y en internet.
Hasta los suplementos y las secciones culturales de los diarios ya también tienden a
esto, a partir de diseños mercadotécnicos que tienen el propósito de darles notas
brevísimas, casi telegráficas, a los presuntos lectores. Hoy parece un sacrilegio que una
publicación cultural o universitaria entregue a sus lectores amplios ensayos, amplias
crónicas, amplios artículos, generosas entrevistas. Y es obvio que si un universitario no
es capaz de leer, en una revista, en un suplemento o en un periódico, un texto de cinco
páginas, es porque tampoco es capaz de leer cinco páginas de un libro. En otras
palabras, si nos sumamos a la exigencia mercadotécnica de igualar el texto impreso al
texto de pantalla, lo único que haremos será agravar el analfabetismo funcional de los
universitarios.
En La industria del libro: Pasado, presente y futuro de la edición, el editor Jason
Epstein recuerda que “el gran número de matrículas universitarias que siguió a la
Segunda Guerra Mundial produjo una generación de lectores serios de diversas
procedencias sociales”. Por ello, los mejores editores saben que tienen que aprovechar
esa formación universitaria no solo para ir al encuentro de esos lectores, sino para
proponerles obras e ideas nada previsibles, distintas, enriquecedoras, pues la
universidad es solo un paso para la verdadera formación de los lectores, que se va
haciendo, sobre todo, fuera de las aulas y muchas veces muy lejos de las asignaturas
académicas.
Para Epstein, la edición cultural tiene que ser una universidad paralela. Y si un sector
de los universitarios, de los profesionistas, de los egresados de las universidades, no
quiere leer sino 140 palabras, flashes, bullets, insights publicitarios, grafiquitas,
sumarios, pies de fotos y textitos previamente masticados, en papillas predigeridas,
pues que se conformen con eso, pero no podemos sacrificar a los lectores que sí
quieren leer y continuar su formación intelectual y espiritual, nada más para darles por
su lado a los universitarios que no quieren leer. Que no lean si no quieren leer (y que
nadie los obligue), pero no nos obliguemos nosotros —en razón de una buena
intención mal entendida— a darles a todos productos chatarra nada más porque a un
sector mayoritario le encantan los productos chatarra. Si pensáramos desde un punto
de vista nutricional y gastronómico, sería injusto sacrificar la alimentación y el gusto de
los que saben comer, nada más para atender las exigencias de los aficionados a la
chatarra.
Recordemos una vez más el certero diagnóstico de Gabriel Zaid: el gran problema de la
lectura no tiene que ver con las masas pobres y analfabetas que no saben leer ni
escribir, sino con una enorme cantidad de universitarios que, aun teniendo recursos
para comprar libros, no quieren leer. Por muy mal que estén, tienen medios
adquisitivos suficientes. La prueba de ello es que compran corbatas, celulares, trajes
de marca, zapatos caros, buenos automóviles, pero los libros no solo no les interesan
sino que les parecen carísimos cuando cuestan 200 o 300 pesos, cantidad que sin
embargo pagan sin chistar por unos aperitivos, seguramente porque, listos como son,
piensan que no solo de libros vive el hombre.
¿Qué es lo que quieren esos universitarios: leer monitos? No, tampoco quieren eso; lo
que quieren es desentenderse de la lectura de libros, revistas, periódicos, etcétera, y
solo estar frente a la tele y ante la pantalla de internet. Resulta que muchos
universitarios no quieren dedicar demasiado esfuerzo intelectual a la lectura. No
quieren libros profundos, quieren papillas: alimentos que otros han masticado para
que ellos se encarguen únicamente de tragarlos.
La verdad es que, como afirma Epstein, “la edición de libros se ha desviado de su
verdadera naturaleza, y ha adoptado la actitud de un negocio como cualquier otro”.
Para muchos universitarios, los libros son simples instrumentos que sirven para
avanzar en la carrera profesional en tanto consiguen su inserción en los ambientes
laborales. Cuando ya han conseguido su objetivo de titularse y son flamantes
ejecutivos y directivos de la empresa privada o del Gobierno, los libros constituyen un
lastre que hay que arrojar por la borda si se quiere avanzar, además de que, estos
ejecutivos exitosos, no tienen tiempo para leer, pues están ocupadísimos en no leer.
Leen, cuando mucho, manuales sobre liderazgo y, entre ellos, por supuesto, cosas
como ¿Quién se ha llevado mi queso? y El monje que vendió su Ferrari, pero eso está
muy lejos realmente del verbo leer si el objetivo de tales productos no es que pienses
sino que acabes convencido. Los gurús de la autosuperación han hecho pingües
negocios con los universitarios semialfabetizados, porque saben que si les dicen frases
como “cuando dejas atrás tus temores, te sientes libre” o “prepárate para cambiar con
rapidez y para disfrutarlo”, sentirán que quien les habla es Dios porque nunca en su
vida habían escuchado tan elevada sabiduría. ¿Y todo por qué? Porque jamás leyeron a
Platón, a Séneca, a Montaigne, a Schopenhauer o a alguno de sus buenos
divulgadores, como por ejemplo Fernando Savater o André Comte-Sponville. Entonces
capsulitas y fabulitas bobas como las de Spencer Johnson y Robin S. Sharma les
parecen la mar de profundas, tan profundas que casi se ahogan en ellas.
Algunas universidades ya se dieron cuenta de que el problema de la lectura no está
solo con los no profesionistas, sino también, y muy alarmantemente, con los
profesionistas que hoy son ejecutivos de empresas, funcionarios de la administración
pública y directores generales de esto y aquello. Gente que no lee ni su horóscopo ni
mucho menos la caja del cereal. Lo cierto es que nunca les gustó leer, y que si leyeron
algunos libros o capítulos de ellos fue, básicamente, para sacar la carrera.
Esto ya lo sabíamos. Pero es hasta ahora, es decir recientemente, que el tema salta a
las primeras páginas de los diarios y como asunto preocupante de las agendas públicas
de educación y cultura, pero no por lo educativo o cultural que pueda tener el asunto,
sino porque incide en cuestiones económicas y sociales. La lógica de la Organización
para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (ocde) es una lógica simple: si un
universitario no lee, ni se actualiza, ni tiene interés por conocer más, es alguien que no
resulta “competitivo” ni competente frente a las exigencias de la globalización.
Esto último es verdad, y sin embargo no es lo más importante. Porque resulta por
demás obvio que un universitario que lee es una persona que desarrolla mayores
capacidades, aun sin hacerlo expresamente para lograr mayores competencias y
mejores cualificaciones. Un universitario que lee por gusto es alguien que no sufrirá la
lectura por obligación.
Nuestro error, tanto en cultura como en educación, ha sido el privilegiar las
capacidades técnicas antes que las potencialidades humanísticas. Desde la más tierna
infancia hasta los umbrales de la titulación académica, lo que hacemos es un ejercicio
memorístico más que una práctica reflexiva. Todos sabemos —lo mismo si lo dijo
Einstein que si lo pronunció Pepito— que la memoria es la inteligencia de los tontos, y
sin embargo la escuela se sigue montando sobre la memoria para todo, en lugar de
abrir los caminos del pensamiento y la discusión. La duda y el escepticismo son
siempre mejores maestros que la memorización.
Los universitarios padecen los mismos problemas que los estudiantes de preparatoria,
secundaria y primaria: en una enorme proporción, no leen y no les gusta leer porque,
en cuanto a libros, les basta con memorizar autor, título, tema, trama, personajes,
género, corriente, época, etcétera, sin tener que leer los libros. Son fruto de los
mecanismos tradicionales, vacíos y repetitivos de enseñar lengua y lectura en los
niveles escolares previos a la matrícula profesional.
Es difícil no plantear, en este punto, el tema de las tecnologías de información. Pero
creo que se equivocan quienes ven en las herramientas de internet la muerte del libro
y la competencia “desleal” de las pantallas y los teclados. De hecho, está
suficientemente probado que quienes leen y escriben en papel y son migrantes
digitales, leen y escriben también en la computadora y en los demás instrumentos que
facilitan más que complican la lectura y la escritura. Mi hija, que es lectora y autora de
libros en papel, me dijo hace poco, sin reprimir su entusiasmo: “¡Adoro mi Kindle!”.
Por algo será.
El problema de la lectura no radica en que internet sea una competencia frente a la
lectura en el formato tradicional del libro en papel, sino en el hecho de que la
escolarización no está promoviendo ni fomentado el placer de leer y escribir, sino el
deber de leer para hacer tareas, memorizar datos y entregar soporíferos e inútiles
reportes de lectura. Los profesores se desesperan porque los reportes de lectura están
mal escritos, pero están mal escritos a partir de que los libros están mal leídos: con
tedio, con sufrimiento y con rencor.
Aunque nos pese a los nostálgicos, no hay demasiada diferencia entre leer un libro en
papel y hacerlo en el Kindle, pero los que leen en el Kindle es porque antes, de todos
modos, leían en papel, y disfrutaban (y siguen disfrutando) este ejercicio que no se
reduce a las tareas, sino que va más allá incluso del placer, y se vincula con el
conocimiento, el hallazgo, la interrogación sobre quiénes somos, hacia dónde vamos y
cómo afrontamos la soledad, el dolor, la dicha, la fragilidad, el placer y la certidumbre
de sabernos mortales. “Los libros me guían a través de la vida.” Estoy citando otra vez
a Gorki, con la incómoda sensación de que muchos universitarios no saben quién es
Gorki.
Los lectores no pueden reducirse a practicantes de un deber instrumental inmediato.
Las bibliotecas, y especialmente las bibliotecas personales, siempre están un paso
adelante de las universidades. A quienes contamos con estudios universitarios y
seguimos siendo lectores nos cuesta trabajo reconocer (porque es políticamente
incorrecto) que ello no fue producto, necesariamente, de las aulas universitarias,
donde —si bien nos fue— lo que adquirimos, gracias a ciertos y estupendos
profesores, fue el impulso para leer, al mismo tiempo que los libros obligatorios, los
libros que se nos daba la gana. En mi caso, yo puedo afirmar esto. Y a veces esta es la
verdad, nos volvemos lectores voraces solo si conseguimos sobrevivir a la autoritaria
enseñanza de la lengua y la lectura en nuestras escuelas.
Replantearnos la lectura y la educación
Entre 2007 y 2008 sufrí una tremenda depresión: una de esas depresiones que los
psicólogos llaman grave y que los neurólogos denomina como mayor. De ella salí
debilitado pero también fortalecido en la razón, e incluso escribí un librito (Escritura y
melancolía) por el cual también valió la pena, para mí, haber pasado por esa penosa
experiencia.
Gracias también a esa depresión comprendí un hecho que tiene validez científica: todo
lo que hacemos sin placer, a regañadientes, o con profundo sufrimiento; todo lo que
hacemos y no deseamos hacer es fuente de enfermedad. Estoy plenamente
convencido de ello. Yo, en aquel entonces, no estaba feliz con lo que hacía, y cada uno
de los días que pasaban se iba acumulando como fuente indudable de infelicidad.
Por eso, a lo largo ya de varios libros (¿Qué leen los que no leen?, Antimanual para
lectores y promotores del libro y la lectura, Si quieres… lee, Estás leyendo… ¿y no
lees?, etcétera) he venido insistiendo en que la lectura no tiene por qué ser una
coerción tediosa, infeliz, desdichada, sino una maravillosa felicidad a partir de
estrategias creativas, cordiales, gentiles.
La solución es sencilla aunque no simple: dejemos de obligar a la gente a hacer cosas, y
planteémosle realizarlas con alegría y con creatividad y veremos que todo funciona
mejor. Y digo que es sencilla aunque no simple, porque esto, tan sencillo, no ha podido
ser comprendido por muchísima gente que sigue creyendo que la letra con sangre
entra.
Si entra con sangre es natural que salga con sangre, y siendo así lo que deseamos es
olvidar el sufrimiento, no recordarlo todo el tiempo. Por eso, cuando ya ha cesado la
obligación de leer en la escuela, los estudiantes que fueron obligados a leer
estérilmente abandonan por completo ese ejercicio que padecieron, y se convierten en
analfabetos funcionales, esto es en personas que pueden leer pero no leen, porque lo
que menos se les antoja es regresar al tedio que padecieron bajo el rigor de profesores
o simplemente de adultos sin ninguna creatividad pero sí con un afán militar
disciplinario.
No hace mucho disfruté dar
una charla a algunos cientos
de alumnos de la
Preparatoria 2 de la unam.
En general, los muchachos
son receptivos si les interesa
lo que uno habla con ellos, y
si también se les permite
hablar y meter la cuchara en
el diálogo. Todos habían
leído libros por obligación, y
muchos también estaban
leyendo libros por puro
gusto. Y cuando yo referí que en mis conferencias siempre me encuentro con
muchachos de su edad a quienes les cuesta mucho trabajo hallar el sentido exacto de
las interpretaciones que los manuales o sus maestros hacen de las obras, de inmediato
se alzaron muchas manos de muchachos que pedían la palabra para compartir sus
experiencias. Al final algunos se acercaron para decirme en corto alguna
inconformidad o algún agravio. Unos decían que habían entendido cosas muy distintas
en Rulfo y en García Márquez que las que frecuentemente les daban como absoluta y
únicamente válidas en los exámenes; otros manifestaban que cierto libro les había
parecido aburridísimo, mientras que algún otro, incluso del mismo autor, les había
fascinado. Puedo asegurar que el problema de la lectura no es un problema de la
tecnología sino de la mala educación, y cuando me refiero a “la mala educación”, de lo
que estoy hablando es de la insulsa escolarización que no distingue entre una persona
y un alumno, entre un ser humano y un estudiante.
El problema, les dije, es que el sistema escolar así como les niega el derecho al placer,
les niega también el derecho de aburrirse. Desde hace cuántos años Susan Sontag
escribió contra la interpretación, y todavía seguimos en lo mismo. Las interpretaciones
acerca de los libros no son mejores que los libros en sí, y las interpretaciones ajenas no
son otra cosa que lecturas parciales, personales y, por lo mismo, subjetivas y
arbitrarias, y no tenemos por qué adoptarlas antes de leer un libro y de dar nosotros
nuestra propia interpretación al leerlo.
Todos sabemos que hay interpretaciones jaladas de los pelos y que muchas de ellas
están fabricadas por una hermenéutica de burócratas y académicos subvencionados
que tiene la absoluta certeza de que todos los libros son acertijos que siempre
esconden la verdad muy en lo profundo. Pero aun si esto fuera cierto, esa verdad
profunda de todo libro no es la misma para todos los lectores. Con algo de humildad,
lo que tenemos que conseguir quienes leemos, interpretamos, criticamos, damos
clases sobre lectura o escribimos, es acompañar a los otros lectores a encontrar esos
subtextos y referentes profundos, sin que les impongamos los nuestros. Sólo así la
lectura recuperará su principio de placer y su seducción iniciática.
García Márquez ha mostrado cuán descabelladas, absurdas o francamente idiotas son
las interpretaciones de ciertos críticos, académicos y profesores a propósito de sus
libros y personajes. Los críticos encuentran cosas que únicamente ellos ven y que el
autor jamás se hubiera imaginado ni en sus más locas borracheras, y los profesores, a
tono con esos críticos e incluso siguiendo sus elucubraciones, creen que los libros solo
se escribieron para dar clases de literatura y, en consecuencia, están convencidos de
que dar clases de literatura es memorizar datos y resolver adivinanzas, simbologías y
extraños misterios. (La tele, más que los libros, les ha sorbido el seso.)
Lo horrible de las clases de literatura es que, cuando un lector está disfrutando algo,
viene la interpretación burocrática a empañarle el placer con barbaridades y
majaderías que han sido inventadas únicamente para tener algo que decir que parezca
muy profundo aunque sea la más ridícula trivialidad.
Es necesario replantearnos la lectura, pero no digo nada nuevo si afirmo que, antes
que otra cosa, tenemos que replantearnos la educación sobre lectura y la educación en
general. Permitir que los estudiantes se cuestionen lo que leen, a partir de sus propias
inquietudes y propiciar el intercambio de opiniones, puntos de vista y concepciones,
para enriquecer y apropiarse del texto disparador del pensamiento y la emoción.
Todos podemos encontrar lo insospechado en los libros, pero es triste que los
estudiantes estén condenados a encontrar únicamente lo insospechadamente ajeno.
El problema de la lectura en la universidad es un problema que proviene de los
mecanismos coercitivos e insustanciales de la lectura en las fases previas de la
escolarización.
Hoy, por ejemplo, y desde hace muchos años, es común que los universitarios, a la
hora de enfrentarse al requisito de la tesis, no sepan no ya digamos cómo escribirla,
sino siquiera cómo abordarla, cómo iniciarla, cómo concebirla, porque la tesis es
también parte de las tareas, o la cúspide de las tareas, que se nutre de libros que
muchas veces no se comprenden, y que se caracteriza por estar llena de citas y
referencias al pie y en el cuerpo del texto, gracias a las cuales sabemos lo que piensan
los autores citados, pero no lo que piensa el autor de la tesis que los cita. Si la lectura
de libros hubiese sido para el tesista un ejercicio cotidiano y placentero, seguramente
sabría cómo se escribe un libro de propuestas y reflexiones cuyo contenido está hecho
esencialmente de ideas, y ni siquiera tendría que ir a leer, para resolver su problema,
el best seller de Umberto Eco Cómo se hace una tesis.
Mucho tenemos que reflexionar al respecto, pero es obvio que no hemos querido
aceptar la verdad, la realidad de nuestra condición educativa. Y mientras más tiempo
nos tome reconocer que nos hemos equivocado en la educación sobre lengua y
lectura, más tiempo nos tomará admitir que quizá debemos llegar a la universidad no a
dilucidar tratados académicos ni a escribir tesis, sino, antes que nada, a aprender a
leer.
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JUAN DOMINGO ARGÜELLES (Quintana Roo, 1958) es poeta, ensayista, crítico literario
y editor. Hizo estudios de Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM. Ha publicado el
volumen de ensayos El vértigo de la dicha: Diez poetas mexicanos del siglo XX. En 2004
reunió su obra poética de dos décadas en el volumen Todas las aguas del relámpago
(UNAM) y en 2009 la Editorial Renacimiento, de Sevilla, le publicó una antología
general de 25 años de escritura poética, con el título La travesía. Es autor también de
varios libros sobre el tema de la lectura, como Escribir y leer con los niños, los
adolescentes y los jóvenes (Océano, 2011) y Estás leyendo… ¿Y no lees? (Ediciones B,
2011). Océano acaba de publicar la Antología general de la poesía mexicana, que él
edita y prologa. Entre otros reconocimientos, ha recibido el Premio Nacional de Poesía
Efraín Huerta, el Premio de Ensayo Ramón López Velarde, el Premio Nacional de
Literatura Gilberto Owen y el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes.