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Las filigranas del secretoPor: William Ospina
LA INCREÍBLE Y TRISTE HISTORIA de la democracia moderna ha ido derivando hacia un
sistema casi siempre inocuo de alarmas y perplejidades en donde todo lo que ocurre está
recubierto por una tela fosforescente de novelería y de espectáculo
Vivimos en gobiernos “del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, donde el pueblo
nunca sabe en realidad qué es lo que están haciendo sus gobernantes. Para
salvarnos de crecientes y vagos peligros los Estados no vacilan en toda suerte de
maniobras, movimientos ocultos y conspiraciones de alto costo, de los que
siempre nos enteramos tarde o nunca, de modo que el mundo verdadero en que
vivimos se convierte en misterio para casi todos.
Así como en la novela de Kafka un hombre es procesado por un crimen que no
sabe cuándo cometió, y es juzgado de acuerdo con códigos que ignora por un
tribunal inescrutable, nosotros continuamente somos salvados por seres
desconocidos y a través de maniobras ocultas, de una maraña de peligros que
ignorábamos y de enemigos que no sospechábamos.
De pronto los finos instrumentos de divulgación de la red de memoria planetaria
nos sorprenden con la revelación de esas tramas ocultas, y algo así como un
corrientazo de zozobra y desconcierto recorre el espinazo del mundo: millares de
documentos nos revelan qué hicieron los gobiernos, cómo llevaron adelante sus
guerras, de qué manera nuestros defensores profanaron la condición humana y
violaron las leyes con el pretexto de que estaban defendiendo la democracia y la
seguridad de los hogares virtuosos; y por un momento sentimos el orgullo de que
la humanidad tenga por fin recursos para defenderse de la prepotencia de los
gobiernos, de la inhumanidad de los políticos y de la eficacia de esos generosos
verdugos.
Pero se diría que no siempre la magnitud de las revelaciones justifica los clarines,
el sobresalto que los medios estimulan como respuesta a esos escándalos. Ante
la reciente divulgación de documentos de Wikileaks, ante eso que, con un término
de plomería, llamamos filtraciones, y viendo la pretensión de los expertos de que
estamos por fin ante la muerte del Secreto, bajo un venturoso viento de libertad,
resulta casi decepcionante el contenido de tantas revelaciones.
En el fondo nada que no se supiera, o se presintiera, sobre las guerras de Irak y
de Afganistán. Nada que no corriera en labios del rumor desde hace años. E
incluso estadísticas menos escandalosas de las que sabemos que existen sobre el
asesinato de civiles, torturas y abusos, sobre las relaciones del Estado
norteamericano con los distintos países del mundo. Poco más que opiniones de
funcionarios, chismes y cotilleo de burócratas, el sórdido y deleznable tráfico de
fisgonerías, amenazas, espionajes, versiones y perversiones que caracteriza
desde hace siglos al hemisferio diurno de las cancillerías y al hemisferio nocturno
de los servicios de inteligencia, los mercenarios y los espías.
Está bien que se filtren los papeles que documentan lo que los Estados hacen sin
expresa autorización de sus ciudadanos, pero quién sabe si algún día
conoceremos el horror verdadero, y no lo que cierta sinuosa voluntad deja filtrar,
con el fin de saciar la novelería sin comprometer en el fondo al gran poder. Más
bien me asombra que estos escándalos produzcan tanto asombro.
Yo pertenezco al gremio de quienes sospechan por principio de todo cuanto el
Estado oculta, y de quienes dudan de todo cuanto el Estado deja filtrar. Dejar salir
destellos del secreto puede ser la mejor manera de mantener sellado lo
fundamental del Secreto, y estoy seguro de que los poderes alarmantes que
dominan el mundo no se caracterizan ni por su ingenuidad ni por su fragilidad.
Viendo de qué manera las revelaciones parecen terminar más bien beneficiando a
unos poderes y absolviendo a otros, yo prefiero pensar que el secreto sólo se abre
cuando ya han cambiado el código del Secreto, que la filtración sólo ocurre
cuando el pozo ya está seguro en otra parte, y que en el fondo sólo nos dejan
saber, con muchas reticencias, lo que ya sabíamos.