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PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA
FACULTAD DE FILOSOFÍA
MAESTRÍA EN FILOSOFÍA
La comunidad del naciente
Por una biopolítica afirmativa del exceso
[Tesis de grado presentada como requisito para obtener el título de Magíster en Filosofía]
César Mario Gómez Montañez
Gustavo A. Chirolla
[Director]
Bogotá D.C., Febrero 26 de 2010
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PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA
FACULTAD DE FILOSOFÍA
MAESTRÍA EN FILOSOFÍA
La comunidad del naciente
Por una biopolítica afirmativa del exceso
[Tesis de grado presentada como requisito para obtener el título de Magíster en Filosofía]
César Mario Gómez Montañez
Gustavo A. Chirolla
[Director]
Bogotá D.C., Febrero 26 de 2010
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A mi madre y mi padre,
mis abuelas y tuta,
y en ellos,
a quienes aún están.
En el momento en que un individuo muere, su
actividad es inacabada y puede decirse que
permanecerá inacabada en tanto subsistan seres
capaces de reactualizar esta ausencia activa,
semilla de conciencia y acción.
Gilbert Simondon (2009: 370)
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The original fire has died and gone, but the riot
inside moves on…
Audioslave
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Tabla de contenido
0. Empezar porque sí…………………………………………………………….. 7
1. La comunidad en deuda……………………………………………………… 15
2. Inmunidad: perentoriedad del extrañamiento…….……………………….. 43
3. La comunidad del exceso……………………….……………………………. 69
4. Un naciente… un monstruo………….………………………………………. 93
Referencias bibliográficas………………………………………………………. 112
Bibliografía………….……………………………………………………………. 114
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0. Empezar porque sí…
No hay que tratar de saber si una idea es justa o verdadera. Más bien habría que buscar una idea totalmente diferente, en otra parte, en otro dominio, de forma que en entre las dos pase algo, algo que no estaba ni en una ni en otra. Ahora bien, generalmente esa otra idea uno no la encuentra solo, hace falta que intervenga el azar o que alguien os la dé.
Gilles Deleuze con Claire Parnet (2004: 14)
La gratitud es, en primera instancia, un sentimiento que no puede por principio ser
nostálgico o melancólico. Y decir ‘gracias’ se dice en un momento en que nada más
puede ser dicho, el resto es un predicado de la gratitud. La gratitud se instala en un
movimiento: sólo puede ofrecerse por aquél que inmediatamente ya no es el
mismo. Digo gracias al mismo tiempo que ya no puedo decirlo, que ya no soy
quien lo dice. Dado que la gratitud es uno de esos sentimientos que no pueden
rebotar sobre aquel que lo siente: sólo se es agradecido ante otro; la gratitud es
siempre a-simétrica por desemejanza. De hecho, doble desemejanza. Agradezco a
aquél que precisamente no soy yo –ni puede serlo—y lo hago en tanto ya no soy
aquel, y soy otro de mí, y es precisamente tal no ser más yo mismo lo que siempre
se agradece. Tartamudeando no me queda más que la gratitud a esa comunidad
que me ha desarraigado. Gracias a aquellos que me han sacado de mí. Gracias a los
que me han desautorizado a hablar en su nombre.
La gratitud se dice cuando nada más se puede decir. Es afirmativa y traiciona el
silencio: afirma que cuando no se puede decir sobre algo, hay todavía que decir:
grito, exclamación, risa o llanto. Por eso la gratitud es más que un sentimiento: es
un gesto. Se trata, entonces, de un exceso: ¿qué más que un ‘gracias’, pero qué
menos que un gracias? La gratitud es devenir. Y no hay más a quién agradecer que
a la confabulación de tantos que, aun en muchos casos a pesar de sí mismos, me
hicieron inclinar hacia este impasse que hoy se fragmenta en un texto. Decir donde,
tal vez, no haya nada que decir, pero decir al fin y al cabo.
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No voy a nombrarlos, a hacer una lista más de pendientes. Y hay una buena razón
para no hacerlo, para mi dicha son muchos. Deuda con una comunidad. También
hay otra razón realmente mezquina: quiero que sigan ahí y por ello no voy a
jerarquizar ni a enumerar, no voy a someterme a la trampa de mi memoria. Por eso
incluyo este agradecimiento en el cuerpo del texto. Lo que sí puedo prometer es
que los abrazaré en el inmediato próximo encuentro, incluyendo a los que ya no
están. Ellos saben de mi abrazo, y de ellos lo he aprendido. Ahora sólo queda
escribir y dejar siempre en punta el texto, suspendido, dispuesto a ustedes. Porque
he de agradecer de antemano, también, a usted: lector.
Alguno que otro lector podrá solidarizarse –o si lo prefiere por ahora, digamos,
identificarse—con la sensación que acompaña al escribir. Decimos que acompaña,
pues no hay simetría ni causal, ni sincrónica entre las dos: sensación y escritura.
Parece que se tratase, en todo caso, de una asimetría diacrónica. Si bien pareciera
que en un ‘principio’ la sensación antecediera el acto escritural, se sospecha, al
mismo tiempo, que en ella ya se deja anteceder la escritura como proceso. En otras
palabras, la sensación de vértigo –o de naufragio, como prefiera el lector—no
antecede al escribir, lo anuncia. Y una vez en la escritura, no parece nunca
sincronizarse con ella. Por lo tanto, la escritura no es un objeto sobre el que recae
un afecto. Tampoco escribir es un proceso que ‘causa’ un afecto particular que no
conoce destinatario. En este caso, escribir es más una afección que no conoce otro
destinatario que el lector. Tal vez por eso comienzo de esta manera: en primera
persona y dirigiéndome a un hipotético –por no decir: delirado—lector. Sin
embargo, pronto se dará cuenta de que no se trata de usted.
Por qué se escribe, si no como expiación de una deuda. El motivo de la escritura no
es su causa; más bien habría que decir que la escritura se instaura, habita aquel
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motivo que, sin embargo, nunca le es propio. Dicho esto, no queda más que declarar
mi propia irresponsabilidad sobre lo que sigue a continuación.
En La comunidad desobrada, Jean-Luc Nancy (2001) esgrime a propósito del éxtasis en
Bataille, que tal figura responde a la imposibilidad de la absolutez de lo absoluto, o
a la imposibilidad de una inmanencia absoluta y acabada. Desde este punto de
vista, el éxtasis vendría a definir la imposibilidad, tanto ontológica como
gnoseológica de lo absoluto, que se expresa en la comprensión clásica tanto del
individuo como de la comunidad. Para Nancy, el individuo y la comunidad son
solidarios de lo absoluto, ya como in-dividuo cerrado en sí, ya como la pura
totalidad colectiva que se supone apropiada de sí misma. En este punto la cuestión
de la comunidad se hace inseparable de la cuestión del éxtasis.
En esa misma línea, continúa preguntando por la singularidad:
“¿Qué es un cuerpo, un rostro, una voz, una muerte, una escritura –no indivisibles, sino singulares? ¿Cuál es su necesidad singular, en la partición que divide y que hace que comuniquen los cuerpos, las voces, las escrituras en general y en totalidad? En suma, esta cuestión formaría el reverso exacto de la cuestión del absoluto. Por este motivo, ella es constitutiva de la cuestión de la comunidad (…) Pero la singularidad no t i e n e n u n c a n i l a n a t u r a l e z a n i l a e s t r u c t u r a d e l a individualidad” (Nancy, 2001: 21-22).
En otras palabras, opone singularidad e individualidad, en el mismo constructo
conceptual que, sin embargo, hace corresponder inmanencia y absoluto.
Quisiéramos, en modesta respuesta, arriesgar un desarrollo de la cuestión de la
comunidad que, a su vez, nos permita resignificar la individualidad y la
inmanencia. La cuestión es retomar el tono extático que demanda Nancy, esa figura
del exceso propuesta por Bataille, y evidenciarlo en el modelo que propone Gilbert
Simondon para la individuación, y Roberto Esposito para la communitas. No sobra
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declarar que suponemos la articulación de estos dos modelos teóricos precisamente
en la propuesta de una inmanencia que llamaremos del exceso.
El centro de nuestro trabajo es la noción de exceso. Esta idea trae consigo dos
consecuencias: por una parte nos permite confrontar de manera crítica la cuestión
de la comunidad abordada desde un punto de vista negativo, como falta y
carencia, en las obras de Esposito y Nancy. Esta oposición fundamental a la idea de
la carencia es posible al contraponer una comunidad del exceso. Por otra parte, una
ontología del cambio y de la diferencia, que se configura desde esta noción, se
encuentra en su camino con la finitud, pero no la supone como principio. Una
ontología del exceso se diferencia de una ontología de la finitud, no porque se niegue el
carácter finito de nuestra existencia, sino porque comprende la finitud como efecto,
como resto de un proceso, que tiene como condición el carácter excesivo de la vida
como singularidad y la multiplicidad.
Comunidad, inmunidad, individuación, inmanencia, vida y exceso serán las
categorías fundamentales de este ensayo –de antemano declarado inacabado e
inacabable—, constituyendo el ecosistema conceptual en el que anidarán la figura
del nacimiento como paradigma –y el naciente como personaje—como esbozo de
una biopolítica afirmativa, a la vez que como modelo crítico para comprender el
riesgo de una familia fundada en una semántica de soberanía, que lleva como
riesgo a un totalitarismo de la identidad, que articula a los individuos en medio de
regímenes con una inminente deriva de muerte.
Con Esposito recorremos el camino que va desde la crítica de la comunidad, como
comunidad de lo uno y de lo propio, a una propuesta de la communitas como
fundamento de una ‘ontología del cambio’. Sin embargo, la comunidad toma un
carácter negativo, aunque operativo dialécticamente desde la diferencia. En un
segundo tramo, exponemos el ‘paradigma inmunitario’ – propuesto por Esposito—
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como respuesta al carácter paradójico que adquiere la biopolítica en los trabajos de
Foucault. La categoría de inmunidad nos permite construir un puntal
hermenéutico de partida, en el que vida y política se encuentran anudados
originariamente. Esta es la fuerza del modelo de Esposito ante la dicotomía de la
biopolítica. Vida y política no se suponen separadas en principio, y posteriormente
articuladas en figuras que toman un valor, ya sea afirmativo –como producción de
vida y subjetividad—o negativo –como producción de muerte--. El paradigma
inmunitario expone, de manera sintética, que la inmunidad es el procedimiento
negativo que la vida opera para defenderse. Decimos negativo, pues la inmunidad
es la incorporación de la amenaza como defensa ante ella misma, en otras palabras,
protegerse mediante aquello que, en su extrañeza, pone en riesgo a la vida.
De esta manera, luego de los dos primeros capítulos, hemos construido una
comunidad como principio ontológico de diferencia, y un paradigma inmunitario,
que opera en y desde la comunidad misma, como protección negativa, lo que explica
el doble carácter de la biopolítica; el cambio cualitativo deriva de un cambio
cuantitativo. La biopolítica negativa aparece como consecuencia de un exceso de
inmunidad –como en las enfermedades autoinmunes, donde se dirige el ataque
sobre aquello que pretende protegerse—o, como ausencia de inmunidad—tal como
en los déficit inmunitarios. Así, Esposito ya desarrolla una biopolítica afirmativa al
comprender la inmunidad, ya no desde una carga semántica bélica, de destrucción
de lo extraño, sino como modelo cognitivo, que actúa reconociendo y
constituyendo la identidad biológica a proteger, por incorporaciones y variaciones
de lo extraño. En esta concepción de la inmunidad como sistema de
reconocimiento e identidad, por necesidad y acción de lo extraño, nosotros
comprendemos un modelo del exceso, que nos lleva a reformular la communitas
como comunidad del exceso, confrontando tanto la ontología de la finitud, como el
carácter negativo de la comunidad que Esposito no replantea en su obra, a pesar de
sus mismos desarrollos que lo conducen a una biopolítica afirmativa.
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Para esta reformulación de la comunidad, nos apoyamos en la tesis de Simondon a
propósito del principio de individuación, particularmente lo que corresponde con la
individuación psíquica y colectiva. La radicalidad de esta propuesta, se debe a la
condición de pre-individualidad del ser. Volviendo sobre la ontogénesis, Simondon
pone el énfasis en el proceso de individuación y ya no en el individuo, supuesto
como acabado y cerrado en sí mismo. La individuación como tránsito de una pre-
individualidad a un individuo, nos ayuda a comprender el carácter ontológico y
operativo del exceso. Lo pre-individual es un momento del ser, problemático y
real, que no coincide con el individuo, pero que es condición inicial y permanente
--como carga que acompaña al individuo-- de individuación. En esta comprensión,
el individuo es una solución parcial a un sistema problemático y metaestable de
carácter pre-individual. Sin embargo, tal parcialidad no es carencia. El individuo
resuelve de una forma entre muchas la problemática pre-individual, lo que a su
vez altera la carga pre-individual que opera como nuevas condiciones
problemáticas a ser resultas. De esta manera, Simondon critica el modelo
hilemórfico como fundamento para pensar el ser en general, pero sin olvidar al
individuo, que termina resignificado y excedido, pero nunca negado.
La fuerza de este modelo la articulamos en tres claves argumentativas que son
centrales en nuestro trabajo: en primer lugar, el individuo es sólo un momento de
un proceso que lo excede porque lo pre-individual es tan real como lo individual.
En segundo lugar, el proceso de individuación no agota el carácter problemático de
lo pre-individual en lo individual, lo que particularmente hace del individuo
biológico un teatro de individuación continua. Y tercero, que es lo que nos ayuda a
reformular la cuestión de la comunidad, una parte de la carga pre-individual que
no se resuelve en el individuo pasa a resolverse, por relación de pre-
individualidades, en una individuación de mayor orden que es la individuación
colectiva. Así, la comunidad que se concluye de este modelo, no es una suma de
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individuos, sino un nuevo proceso a partir de excesos pre-individuales que se
resuelven en la comunidad, que a su vez no coicide con el individuo colectivo, sino
con el proceso continuo de individuación. Los individuos interactúan entre sí, pero
lo que funda la comunidad, es la relación, no entre ellos como individuos
individuados, sino entre sus cargas problemáticas pre-individuales.
Una vez hemos reformulado la comunidad, como comunidad del exceso,
apoyándonos en los procesos de individuación psíquica y colectiva, pero también
en la concepoción problemática de la vida como exceso, nos hemos distanciado de
Esposito en la formulación de una biopolítica afirmativa. Por ello, presentamos el
nacimiento como tránsito, y al naciente – aunque sería mejor decir un naciente—
como paradigma y personaje conceptual, respectivamente, de una biopolítica
afirmativa que articula una comunidad ética y política. Pero para mostrar la
‘potencia’ afirmativa del nacimiento, debemos mostrar los procedimientos que en
este nivel pueden derivar en una negatividad por conjura del exceso. Por ello
presentamos una aproximación crítica al modelo soberano de familia, que tiene a la
identidad como bandera de identificación y apropiación –procedimientos de la
sobreinmunizada comunidad de lo uno—, para con ello evidenciar la alternativa
que se concluye del modelo propuesto por nosotros.
Ante todo, se trata de un trabajo que hace énfasis en el carácter cualificado del bíos,
pero se trata de una cualificación por singularidades múltiples, que nos llevan a
concluir la necesidad de vérnoslas con las ‘condiciones de individuación’ tanto
como con los individuos. Reconocer la necesidad de una ética, tanto como una
política, del exceso, que pueda articular lo pre-individual como condiciones que
determinan –aunque no predeterminan—las individuaciones que se producen, a
nivel psíquico y colectivo correlativamente. Si no hay más naturaleza humana que
su propia producción, una biopolítica afirmativa de cara a un naciente, lo reconoce
como potencia absoluta de cualidades pre-individuales, que se resolverá en uno u
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otro individuo de acuerdo a las condiciones que configuremos en nuestras
relaciones.
El grito de un naciente nos expone a la singularidad y multiplicidad de una vida no
resuelta y que nos demanda un cuidado. Más allá de los individuos, lo que
implica radicalmente es el cuidado de lo aún no resuelto en nosotros, el cuidado de
nuestro siempre naciente, que terminamos por llamar infancia, como el exceso
monstruoso del que procede el riesgo al tiempo que la esperanza. La infancia es la
carga de potencia, tanto como de vulnerabilidad, que nos acompaña; aquello que
no retorna, y a lo que no podemos volver, por su carácter siempre presente como
virtualidad real por resolver. Esto es lo que consideramos sugestivo de la comunidad
del naciente.
“Empezar porque sí y acabar no sé cuando, el azul me da el cielo y el iris los
cambios”, dice una canción de Héroes del Silencio que lleva por título Deshacer el
mundo. No nos queda más que un atrevimiento parafraseando a Artaud en el inicio
de El pesanervios (2002) : ‘la vida es quemar preguntas. Suspendo en la vida este
texto, que no puede ser más que una exposición, una deriva al acecho, pero sobre
toto, acechada por todas las cosas exteriores incluyendo las oscilaciones de mi yo, de
aquel nos-otros por venir.
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1. La comunidad en deuda
Repito, en lugar de Bataille, la interrogación: ¿Por qué ‘comunidad’? La respuesta está dada bastante claramente: “En la base de cada ser, existe un principio de insuficiencia…” (principio de incompletud).
Maurice Blanchot (2002: 18)
Tal vez de manera un tanto apresurada decimos que se nos presenta en nuestra
vida cotidiana la evidencia de estar con otros. Decimos apresurada, pues la pura
co-presencia nos pasa de largo, nos parece demasiado obvia hasta el momento en
que el otro ‘insiste’ demasiado en su ‘estar también ahí’. El otro deja de ser obvio
para hacerse problemático a nuestro ojos cuando nos interrumpe –cuando irrumpe
en medio, entre nuestros instantes—, fraccionando el flujo de nuestra existencia. Es
el momento de la proximidad, aquél en el que la cercanía sin embargo se delata
como pura distancia: parece tan cercana la otra orilla, y al mismo tiempo un
abismo sin fondo entre ambas.
Estamos con otros. Afirmación radical que se traduce en lo que se ha dado en
llamar: ‘la cuestión de la comunidad’, que es, en otras palabras, el compromiso de
pensar en diferentes vías, lo que se nos impone como existencia común, que no es
otra cosa que decir nuestra existencia a secas. La evidencia de ser juntos, lejos de
ser una simple evidencia, se ha configurado en la modernidad como la antítesis
misma de la comunidad. Se trata, de lo que ha ido en el pensamiento de la filosofía
política moderna del hecho de estar juntos, a pensar la categoría de ‘lo común’. Ser
juntos, se dirá ser-en-común.
Ahora bien: ¿Qué es lo común? Es la cuestión inicial que nos convoca en este
trabajo. Nos es imperativa una necesidad de pensar de otra forma lo común; ese
común que se ha dado como lo propio de muchos, ese común sustancializado, ese
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común de lo mismo, ese común que antes que contrastar, replica el modelo de lo
propio. Y es imperativo, cuando la historia nos trae una y otra vez la imagen de
cómo en nombre de la ‘comunidad’ – ya sea particular como raza, etnia, pueblo o
nación; ya sea como comunidad de todos los hombres—de la ‘humanidad’ se ha
desplegado un terrible poder de destrucción y muerte:
Que la obra de muerte –sustrayendo de hecho la muerte misma su dignidad, en la aniquilación—se haya llevado a cabo en nombre de la comunidad –aquí la de un pueblo o una raza autoconstituida, allá la de una humanidad autotrabajada—es lo que ha puesto fin a toda posibilidad de basarse sobre cualquier forma de lo dado del ser común (sangre, sustancia, filiación, esencia, origen, naturaleza, consagración, elección, identidad orgánica o mística) (Nancy, 2003: 11 ).
A partir de esta necesidad de vérnoslas con otra forma de lo común, con otra
alternativa de experiencia posible, aparece la comunidad en la obra de Roberto
Esposito (2003): lejos de ser una cuestión poco pensada o debatida, aparece, tal vez,
pensada en exceso. Decimos ‘pensada en exceso’, pues la dificultad –si no la
aberración, en palabras del propio autor—del tratamiento que se ha hecho de la
comunidad en cierta filosofía política, ha sido, precisamente intentar reducirla
haciendo de ella su ‘objeto’ discursivo. En su lugar, se propone impensar la cuestión
de la comunidad. Impensar sería el procedimiento de hacer retroceder el carácter
de objeto para el pensamiento que se le ha supuesto a la comunidad.
Al intentar nombrarla se la ha desvirtuado, encapsulándula en el lenguaje
conceptual del individuo, de la totalidad, de la particularidad –o más fuerte aún,
en el origen o el fin--. Las teorizaciones sobre la comunidad que denuncia Esposito,
la han sobrepuesto a la categoría de sujeto, sin renunciar para nada a la carga
metafísica del término con connotaciones de unidad, absoluto e interioridad.
Precisamente “[e]s esta primacía del sujeto –entendida como completa presencia
ante sí mismo y, de este modo, como posesión plena de su propia sustancia—lo que
vincula en un mismo marco onto-teológico a todas las filosofías de la comunidad
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del siglo XX” (Esposito, 2009: 14). En las filosofías comunitarias, comunales y
comunicativas1 la comunidad aparece como una cualidad, o atributo que se
predica de uno o más sujetos, en tanto se evoca una esencia común. En otras
palabras, la concepción de la comunidad a partir de aquello común a muchos,
propio de cada uno y de todos, antes que oponerse al paradigma individualista, lo
infla e hipertrofia en una especie de ‘supreindividuo’ o ‘metasujeto’. Al mismo
tiempo, las culturas de la intersubjetividad suelen reducir la alteridad a un alter ego
que es, al fin y al cabo, un semejante que duplica la figura de la individualidad y la
reproduce al infinito.
Lo que resulta, a pesar de todas las diferencias que se aludan, es que se remite la
comunidad a la figura de lo propio: esa propiedad común que define a cada uno de
los miembros de la comunidad como pertenecientes a ella, al tiempo que los define
a sí mismos. Por ello, impensar la comunidad es, en la obra de Esposito, un
momento decisivo que va de la elaboración de lo impolítico a su propuesta
paradigmática de la biopolítica (asunto del que nos ocuparemos más adelante). En
sus, paradójicamente, propias palabras, su “reflexión sobre la categoría de
comunidad (…) es una modificación [respecto de la elaboración de lo impolítico]
en el sentido de que traslada la voluntad reconstructiva desde el plano de una
analítica de la finitud al de una ontología del cambio” (2009: 14).
El desarrollo que hace Esposito reconecta a la communitas, a partir de un abordaje
etimológico –de ahí el recurso al vocablo en latín— sobre el concepto, con su
implicación de categoría originaria. Ahora bien, tal condición originaria de la
comunidad no puede ser comprendida en su novedad por fuera de su marco
ontológico. No se trata entonces de una condición perdida, y mucho menos de un
telos histórico de la humanidad (pues como veremos problematiza la noción
1 Esposito remite bajo estas categorías, reconociendo sus diferencias específicas, el organicismo alemán de la Gemeinschaft, el comunitarismo americano, la ética de la comunicación de Apel y Habermas, y también la tradición comunista misma.
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misma de humanidad); antes bien, propone un carácter activo de la comunidad en
su condición misma de negatividad. Si bien la comunidad se nos presenta en
condición real, no por ello supone una entidad o positividad ontológica, tanto
como una actividad productiva de cambio, fundada en una ontología de la
diferencia y de la multiplicidad:
Como no pertenencia e impropiedad de todos los miembros que la forman en una recíproca modificación, que es el cambio propio de la comunidad misma: su ser siempre otra cosa de aquello que quiere ser, su no poder consistir en tal, su imposibilidad de hacer obra común sin destruirse. He aquí el sentido y la raíz de nuestra común melancolía. Si la comunidad no es más que la relación –el ‘con’ o el ‘entre’—que vincula sujetos, esto significa que no puede ser a su vez sujeto, ni individual ni colectivo. Que no es un ‘ente’, sino precisamente un no-ente, una nada que precede y corta todo sujeto sustrayéndolo de la identidad consigo mismo, confinándolo a una alteridad irreductible (Esposito, 2009: 47-48).
Para elaborar la deconstrucción de la comunidad y su carga semántica en el
lenguaje de la filosofía política, Esposito (2003) propone buscar un nuevo ‘puntal
hermenéutico’ –un nuevo punto de partida. Para ello recurre a la etimología del
término latino communitas. De esta manera, al remitirnos al primer significado que
se registra del sustantivo communitas, tanto como de su adjetivación
correspondiente en el vocablo comunis, lo que encontramos es, precisamente, que
su campo semántico adquiere sentido por oposición a lo ‘propio’. Lo común es,
específicamente, lo que que no es propio. Este significado inicial, ubica a la
communitas en el campo de sentido que ya se encuentra en el koinos griego, así
como en el gemein gótico del que derivarán Gemeinde, Gemeinschaft. Sin embargo, se
va a agregar una complejidad semántica en el término communitas como derivación
del término munus. Este vocablo nos remite a un ‘deber’, a una ‘obligación’,
además de a un ‘intercambio’ –que se expresa en su raíz mei. De esta manera, el
alcance inicial de este procedimiento etimológico, implica en la communitas una
acepción de don y de deber, que se opone al carácter del proprium. El munus sería –
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concluyendo rápidamente- un don que no nos es propio y del cual estamos
obligados a su retribución.
El don recibido –y que implica una gratificación y agradecimiento—es expropiado
de antemano en la obligación de retribuir, de poner en intercambio en un
procedimiento que lo pone a disposición y a merced del otro. La communitas no
está unida por una ‘propiedad’, por algo que pertenecería a cada uno y a todos los
miembros de la misma, antes bien, lo que ‘vincula’ es justamente un ‘deber’, una
deuda, una retribución que expropia a cada uno, pero que no se transfiere a nada,
ni a nadie: la communitas es pura circulación, sin apropiación.
¿Qué otra cosa es lo ‘común’ sino la falta de lo ´propio´, esto es, lo no propio y lo inapropiable? Precisamente éste es el significado que etimológicamente se inscribe en el munus, del cual deriva la communitas y que lleva dentro de su propio no pertenecerse. Como no pertenencia e impropiedad de todos los miembros que la forman en una recíproca modificación, que es el cambio propio de la comunidad misma: su ser siempre otra cosa de aquello que quiere ser, su no poder consistir en tal, su imposibilidad de hacer obra común sin destruirse (Esposito, 2009: 47).
Esta deriva etimológica nos ha llevado a un punto que no es el de la acepción de la
comunidad de lo uno, lo mismo –el uno en el que convergen los muchos que tienen
por propio lo mismo-. No es ya la comunidad de la identificación. La comunidad
sería, en su acepción más originaria, una desapropiación de los sujetos que la
conforman: el efecto de la comunidad, por expropiación, es el de ‘menos sujeto’, la
obligación de éste a salir de sí mismo, en el contacto –contagio—con el otro: fuera
de sí, no puede identificarse el yo con el otro, sólo queda ‘ser otro’: la alteración.
Si hubiera que pensar un sujeto –que intentaremos esbozar en sus condiciones más
adelante—de la comunidad, sería precisamente un no sujeto o, por qué no, un
sujeto “de su propia ausencia, de la ausencia de lo propio” (Esposito, 2003: 31).
Este es el carácter negativo que encara ontológicamente la communitas. En la
desapropiación es la nada misma, volcada como experiencia de finitud, la que
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encara al sujeto. Se trata de la finitud ontológica que precisamente se opone a la
suposición del individuo –in-dividuo, completo en sí—como absoluto. La
resonancia –y la deuda— de Esposito con Nancy es importante en este punto. El
carácter ontológico de la comunidad tiene, en una de sus aristas, precisamente al
mundo como destino. No se puede hablar de mundo de átomos, o individuos
cerrados en su propio ser para sí y por sí. “Es necesario un clinamen. Hace falta una
inclinación o una disposición del uno hacia el otro, del uno por el otro o del uno al
otro. La comunidad es al menos el clinamen del ‘individuo’” (Nancy, 2001: 17).
Lo que opone la comunidad con el individuo es el pretendido carácter ab-soluto de
éste. Como consecuencia, la comunidad misma sólo puede ser la gran ausente en
todo pensamiento fundado en una metafísica del sujeto absoluto, y por tanto en
cualquier metafísica de lo absoluto en general. La comprensión de ser como
perfectamente suelto, distinto, clausurado, calca –o hace derivar- una comprensión
que clausura al sujeto en el individuo. De allí la lógica de la carencia de relación en
figuras como el Individuo o el Estado. Si el individuo es absoluto y es, a su vez,
distinto de otro ¿cómo se resuelve la paradoja de lo múltiple en lo uno? Lo que se
termina proponiendo es una figura de la comunidad que encierra la separación, al
mismo tiempo que la separa, como totalidad, de lo otro, redoblando la paradoja.
De ahí los pensamientos de una comunidad que comulga en un mismo cuerpo, que
encierra la separación de los individuos en una separación de los mismos con los
otros. Comunidad de lo común de muchos, no es otra cosa que la sobreposición del
individuo en un conjunto de iguales, de idénticos a sí mismos en aquello que
comparten.
Si en un primer momento la reflexión sobre la communitas se funda en un origen
distinto de aquel lenguaje de la filosofía política que calcaba la comunidad del
sujeto, ahora el camino del autor toma otra vía. Si la communitas es la gran ausente
del pensamiento político, no lo será por ser pensada, antes bien, porque a pesar de
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los intentos de calco, ésta no deja de problematizar, de retroceder incisamente
como el mar en la playa. Al intentar hacer de la comunidad un objeto para el
pensamiento, ella ha operado en éste como lo impensado mismo de la comunidad.
No ha dejado de ocultarse como secreto incofesable –diría Blanchot—pues
impúdicamente ha revelado el pudor de su propia negatividad, de su no ser, no
poder ser, no deber ser ‘objeto’. Sin pudor, la comunidad se ha jugado una y otra
vez como la desgarradura misma en el pensamiento de lo absoluto. Aparecerá una
y otra vez contradiciéndose y diciéndose al mismo tiempo.
Consideramos que ese es precisamente el diagrama que dibuja Communitas. Origen
y destino de la comunidad. El giro que comienza con este texto en la obra de Esposito
–y que irá derivando en la propuesta de un paradigma biopolítico primero y,
luego, en una filosofía de lo impersonal—es, como él mismo lo ha expresado, el de
una ‘ontología del cambio’. Ahora bien, el procedimiento no es ni directo, ni mucho
menos expositivo. No podría serlo, dentro de su desarrollo mismo, pues irá
apareciendo en su misma condición negativa. Si no es presentado directamente, el
asunto ontológico de la comunidad será abordado por rodeo, podríamos decir
‘impensándolo’, al evidenciar lo que llamaríamos la acción ontológica de la
comunidad en su repliegue como objeto para el pensamiento.
El miedo, la culpa, la ley, el éxtasis y la experiencia son las figuras que establecen el
esquema general del texto –que por cierto se corresponde con sus capítulos-. Sin
pretender resumir o exponer el texto en su integridad, queremos señalar algunos
puntos en los que se declara impúdicamente el carácter ontológico de la
comunidad. Tal carácter, se presenta con un estatuto negativo. Tres categorías
expresan en Esposito, entrecruzando las diferentes figuras, este impensar de la
comunidad: ella es originaria, necesaria e imposible. Sin embargo, son la primera y
la última de estas categorías las que terminan por negar el carácter real mismo de
la comunidad. Al pensarla como originaria se da paso a una ‘melancolía de
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comunidad’, al tiempo que al pensarla como imposible se propone como fin nunca
resuelto de la humanidad. Confundir la necesidad de comunidad con una
positividad ontológica, y más aún, como positividad absoluta, ha derivado en
hacer de la comunidad “un bien, un valor, una esencia que –según los casos—se
puede perder y reencontrar como algo que nos perteneció en otro tiempo y que por
eso podrá volver a pertenecernos. Como un origen a añorar, o un destino a
prefigurar, según la perfecta simetría que vincula arche y telos” (Esposito, 2009: 23).
El carácter necesario de la comunidad se ha traslapado en las figuras del origen y
del destino, al imponerse su condición de negatividad ontológica. En tanto origen,
necesidad y negatividad se expresan en la melancolía de comunidad, en una
nostalgia de aquello a lo que deberíamos regresar (como en Rousseau), pero que en
todo caso ya no somos; y en tanto destino, aparece como aquello a lo que se debe
aspirar, como lo aún irrealizado, y que aunque tal vez irrealizable, jalona desde el
porvenir el destino de la humanidad o nos hace dirigirnos hacia ella.
La cuestión para Esposito es de otro carácter. Antes que un principio o un final, la
comunidad es una condición, “a la vez singular y plural de nuestra existencia
finita” (Esposito, 2009: 57). Asumir el límite, la propia finitud que es expropiación
misma, sería precisamente el único munus, la condición misma de lo común.
Volvamos entonces al desarrollo de Esposito para perseguir el carácter perentorio
que se expresa en algunas de las formas de pensar la comunidad en la
modernidad.
Uno de los estandartes de la finitud ha sido la muerte. Nuestra condición mortal,
que supone ante todo la de seres vivos, toma la voz en Hobbes bajo la forma del
miedo. Este pensamiento figura al miedo como condición originaria. El miedo tensa
la línea del viviente que comparece ante la muerte. La filosofía política de Hobbes
instaura una subjetividad que desdobla al viviente: la vida en el hombre no es la
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simple lucha – como si en algún caso fuera simple—de permanecer en vida
siempre ante una muerte que opera como límite y condición; vivir ya no es sólo el
acto continuo de posponer la muerte, en todo caso inevitable, inexorable. El ser
humano tiene una carga de subjetividad originaria, como ser que comparece ante
la muerte: lo que le es más propio y que a su vez es su límite como pura
desapropiación. Ser mortales, en Hobbes, es ser ante todo ‘sujetos al miedo’.
“Miedo de no ser más lo que somos: vivos. O de ser demasiado pronto lo que
también somos: precisamente ‘mortales’ en tanto destinados, confiados, prometidos
a la muerte” (Esposito, 2003: 54).
En el ámbito político, el miedo no sólo está en el origen, sino que es, él mismo, el
origen de la política. Lo realmente novedoso en Hobbes, no es tanto la concepción
originaria del miedo, como su doble carácter originario: el miedo no sólo origina y da
cuenta del pacto, sino que lo mantiene. Recordemos en este punto, que nos interesa
perseguir el rodeo de Esposito hacia un carácter ontológico de la comunidad, a la
vez que negativo y operativo. Su paso por Hobbes nos ofrece una primera pista: en
el estado de naturaleza, el individuo humano proyecta fundamentalmente su
comparecencia ante la muerte en el otro. Aquel otro, que puede darle muerte. Y sin
embargo: ¿De qué otro se trata?
El miedo se define en Hobbes como aquel sentimiento que sobreviene cuando se
cierne sobre un bien la posibilidad de perderlo: es sólo imaginar perderlo. Pero,
¿de dónde viene la posibilidad de perder la vida, si no de la misma condición de
estar vivo? De todo aquello que puede traer la muerte, o en todo adelantarla, aquel
otro del estado de naturaleza es particularmente especial: se trata, ante todo, de un
otro como yo. De todo aquello que no soy yo, y que puede darme muerte, hay uno
que se diferencia. El estado de naturaleza es el estado del miedo ‘recíproco’: el otro
es objeto de mi temor, en la misma medida en que yo, a su vez, puedo darla
muerte. En el estado de la naturaleza, lo común y originario es el miedo. La
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comunidad del temor fundada en el peligro común de ser fatal para el otro. La
comunidad de los que se saben fatales. ¿De dónde vendrá el mayor de los riesgos
sino de aquel, que como yo, posee la idea de su propia finitud?
El miedo hobessiano nos pone ante una primera y originaria forma delo común: lo
que ya se sospecha proviene del carácter mismo de la común finitud. Pero el miedo
hobessiano da un salto sobre este supuesto: el otro debe reducirse a un “como yo”,
a un igual, al menos potencialmente. La diferencia de los hombres no se instaura
en su singularidad: el otro es el doble y toda diferencia es de grado, de grado de
vulnerabilidad, de grado de fatalidad. Los iguales ante la muerte, se diferencian en
fuertes y débiles por aquello mismo que los identifica. La comunidad del temor, ya
en el estado de naturaleza, funda en la finitud una relación de simetría común con
la muerte.
El paso al estado civil – el siguiente modo originario del miedo—no sólo tiene
como condición la fatalidad el hombre para el hombre, sino que se nutre de ella
como lo que dará de comer al gran artificio de la sociedad: se trata de una
institucionalización del miedo, que en sentido riguroso, entonces, no es otra cosa
que una institucionalización de la finitud y por tanto de la muerte. Esposito llama a
esto el modelo de arcaicidad de lo moderno: “la permanencia del origen en el tiempo
de su retirada” (Esposito, 2003:61). Si bien el carácter mortal está en el origen, el
miedo es una figura que en Hobbes opera desde el paradigma del individuo. Más
aún, lo que hace de Hobbes un adversario de la figura de la comunidad es
precisamente la objetivación que, a través del miedo, el hombre pretende realizar
de su misma condición de finitud. El carácter negativo –en sentido ontológico—de
la finitud, se trastoca en una positivación política que hace ‘objeto’ lo que no puede
ser objeto de ninguna forma. No, a menos que opere el anverso de la communitas: la
immunitas. Sobre el paradigma inmunitario volveremos luego, por ahora
permanezcamos en la cuestión de la comunidad.
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Ahora bien, aquello que no puede ser objeto -la muerte, la finitud- sólo puede
pretender objetivarse en una figura que lo encarne: el otro. De ahí que el otro no
pueda ser tal más que siendo uno como yo. La figura del individuo distorsiona el
carácter común de la propia finitud, en la figura individual del otro como peligro.
Lo que se trastoca, en un movimiento para nada sutil, es que de la común
condición mortal, lo que se objetiva es la común posibilidad de dar muerte. Deja el
individuo de comparecer ante la muerte, que en principio lo expropia de toda
individualidad, para individualizar la muerte en el otro. El giro de tuerca parece
más psicológico que ontológico: la muerte de la que puedo cuidarme es aquella
que viene, y sólo puede venir, de aquel que como yo mismo comparece ante ella. El
individuo hobbesiano se desdobla antes de cargar en sus hombros lo que lo puede
expropiar de sí mismo: un sujeto que carga su propia disolución, se duplica en un
sujeto que teme a otro sujeto, que a su vez le teme. Lo aporético de la filosofía
política hobbessiana y que interpretamos como la perentoriedad de la communitas, -
expresión de un carácter ontológico y negativo de la comunidad- es que el mismo
individuo sigue cargando la muerte pues es, él mismo, el objeto de temor de otro
como él. De una u otra forma, a pesar de la trasposición individualista, aquel como
yo pacta conmigo la subordinación ante el soberano, figura que paradójicamente
nos reúne a todos como iguales, no sólo ante la ley, sino que expresa en un
metaindividuo, el objeto mismo de temor común. El soberano objetiva, ahora en el
estado civil, la muerte: por un lado el temor de los individuos subordinados a él,
por el otro la capacidad legítima de dar muerte a uno de los individuos en nombre
de lo común.
Otra de las consecuencias en contra de la comunidad del modelo hobbesiano, en la
subordinación de todos los individuos al Estado – de todos, pero al fin de cuentas,
de cada uno— es que opera, a su vez, como disociación. La subordinación y la
figura del miedo común al Estado y su legítima violencia, no conjuran el miedo
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propio de la existencia común. La unidad de los individuos en el Estado se
configura como unión desvinculada. Cuando lo común se opera desde la
exacerbación de lo propio, sólo queda lo mío, y lo tuyo, esto es, “una partición en la
que nada se comparte” (Esposito, 2003: 66). La inmunización del Estado, se calca
de la inmunización ‘común’, de cada individuo, contra ese riesgo de muerte que
contiene la comunidad, en tanto com-partir la finitud. Para Esposito, desde la
filosofía política de Hobbes, se inaugura el modelo inmunitario en oposición
contrastativa a la comunidad: cuando la relación es portadora de un peligro
mortal, la vinculación de cada individuo con el Estado Leviatán, conjura cualquier
vinculación entre sí. El vínculo, la relación que carga ahora la muerte es aquella del
individuo y el Estado.
En el argumento de Esposito, la paradoja que Hobbes introduce y que él mismo
pretende resolver en la autorización como principio de legitimidad, lejos de
resolverse, se tuerce a sí misma en la tuerca del sacrificio. Los individuos no
solamente renuncian a su fuerza individual para conjurar el riesgo que se
representan mutuamente. Además, cada individuo autoriza a una persona que lo
representará. Sujeto al Estado, éste sin embargo encarna su propia subjetividad al
representar la voluntad de los individuos. El estado de naturaleza, más que ser
superado en el estado civil, es puesto en juego en la figura del soberano que “es
aquel que ha conservado el derecho natural, en un contexto en el que todos los
demás han renunciado a él” (Esposito, 2003: 70). De esta manera, el Leviatán
devora a la naturaleza misma bajo operaciones que en última instancia son de
carácter psicológico: representación e identificación. La figura del sacrificio, en la
que cada individuo renuncia a sí para autorizar en la persona del soberano su
propia representación, opera a su vez como identificación entre súbditos pues al
tiempo que recae en el soberano la representación de un ‘nosotros’, lo que
identifica a este ‘nosotros’ como tal, desarraigado de todo vínculo, es la propia
renuncia, la identificación con el otro en su propia pérdida de identidad. Sin
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embargo, al mismo tiempo, el soberano no es una figura que exceda el paradigma
individualista, es completamente simétrica con la del individuo: se trata de una
identidad del soberano con cada uno de los individuos, pues encarna lo que a su
vez es más propio, la posibilidad de la muerte.
Por el momento, mientras desarrollamos más detenidamente la figura de la
inmunización, pero habiéndola introducido en este apartado sobre Hobbes, baste
decir que la inmunización del Leviatán, el procedimiento de protección ante su
propia finitud, ante su disolución, se realiza incorporando en la figura del soberano
aquello mismo que cada individuo pretende conjurar tras el miedo que produce la
amenaza del otro: El estado Leviatán se inmuniza por el procedimiento de
sacrificio que le autoriza sólo a él, el derecho legítimo que correspondía a cada
hombre en su estado de naturaleza, a saber, el uso de la fuerza y la posibilidad de
dar muerte.
Una vez sometidos sacrificialmente al Estado Leviatán, pero inmunizados de todo
vínculo que porta el riesgo de muerte, la comunidad del miedo representada en el
Soberano adquiere otro talante que se superpone. El uso de la fuerza no se
restringe en su dirección hacia cada individuo subordinado; lo común del miedo
adquiere otra objetivación: representados e identificados en la figura soberana, la
fuerza legítima se va a dirigir contra todo aquello que atente contra el soberano
mismo. La relación de interioridad-exterioridad funciona en virtud del riesgo. El
soberano dirige entonces sus fuerzas contra su enemigo, que de esta manera es, a su
vez, enemigo común ya sea súbdito o no. El enemigo del Estado es, al mismo tiempo,
enemigo común de cada individuo subordinado e identificado con él en el
sacrificio y la autorización.
Esta comunidad del miedo, del miedo en tanto origen, hace preguntarse a Esposito
por el carácter primario del miedo. Si bien el miedo es primario frente al sacrificio
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que de él deriva para conjurarlo, ¿qué opera perentoriamente en el miedo de
manera tal que, antes que ser conjurado, se establece como condición permanente
en el aparato político de Estado? La pesquisa nos lleva a buscar una especie de
archi-origen, de principio del miedo mismo del cuál éste a su vez deriva
incesantemente. En virtud de que tal miedo frente al Estado no es un temor que
pueda hacer razonar y disponerle una réplica, sino que se trata de un ‘terror’ que
inmoviliza para no resistirlo, la cuestión deviene en aquello que pueda originar tal
tipo de temor irracional por principio. En este camino Esposito superpone la figura
antropológica propuesta por Freud de ‘asesinato del padre’.
El carácter estructural del miedo-sacrificio, nos conduce a una nueva figura, que
intermediada por el discurso freudiano, invita ahora a Rousseau a escena:
[L]a política nace signada por una culpa originaria que sólo puede reparar introyectándola en términos de renuncia, en esa dinámica sacrificial y autosacrificial (…) Se puede decir que el sentido último del discurso de Rousseau se identifica en la separación entre premisa y resultado de este pasaje: entre asunción de la culpa y prescripción del sacrificio. Naturalmente, este corte presupone una muy distinta caracterización de la culpa misma: esta no es más el asesinato ritual del padre cometido por la comunidad de hermanos; es más bien el conjunto previo de hechos que sustrae a la comunidad la posibilidad de su propia realización. También aquí un ‘delito’: pero sólo en el sentido objetivo del delinquere –faltar- (Esposito, 2003: 84).
La crítica de Rousseau, una vez propuesta la figura de la culpa, del delito ‘pre-
originario’, no será a propósito del funcionamiento del aparato hobbesiano. Se
trata más bien de una oposición a los fundamentos hobbesianos. Lo que Rousseau
reclama es el carácter histórico con el que pretende recubrirse un origen que, por
principio, estaría por fuera de cualquier tiempo. Aquello que estaría en el origen y
retirado de toda historia es precisamente el ‘hombre natural’, que por cierto nunca
define, pero sobre el que supone una forma natural individual, absoluta y separada
de ante mano. El origen es precisamente el no-vínculo entre los hombres. La
negación misma de la comunidad, su carácter negativo como el retorno siempre
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insistente del origen que puede aparecer y acompañar la historia por que está
precisamente por fuera de ella.
Antes que el temor, la soledad es el estatuto del hombre natural de Rousseau, el
desvinculado en el origen. Toda historia, toda técnica, no pueden conjurar tal
condición sino devolviéndola una y otra vez. En este sentido cabe preguntarnos:
¿Qué se demanda o se inquiere en un origen por fuera de la historia? ¿Qué se
demanda en una petición de naturaleza del hombre?
La crítica de Rousseau al individualismo hobbesiano permanece, sin embargo,
dentro del mismo paradigma. El ‘hombre natural’ rousseauniano es un individuo
clausurado, absoluto, encerrado en su ser completo ante sí. De ahí el carácter
originariamente solitario, la condición negativa de la comunidad como imposible e
irrealizable. El artificio político, antes que trasformar la naturaleza absoluta del
individuo humano, antes de inclinarlo fuera de su absoluto, sólo lo calca en una
exaltación de su propia naturaleza: el modelo del uno y de la identidad. La
operación del aparato político supone una identidad de cada cual con todos y de
todos con cada cual en la medida en que opera como reducción de los muchos al
uno. Instituir un pueblo se impone como la trasformación de cada individuo, que
por sí es absoluto, cerrado y solitario, en parte de un todo mayor. En este punto,
Esposito devela el riesgo protototalitario del calco político de un modelo metafísico
de la individualidad. La naturaleza individual y absoluta de cada ser humano se
calca en una exacerbación de la comunidad del uno: la humanidad, cerrada en sí
misma como el calco de los individuos, ahora idénticos entre sí e identificados
unos con otros. Lo que se conjura es la diferencia, el otro:
De ahí se hace evidente que el riesgo protototalitario no está en la contraposición del modelo comunitario con el modelo individual, sino en la superposición que dibuja la comunidad contra la silueta del individuo aislado y autosuficiente: el camino que va del uno-individual al uno-colectivo no puede más que recorrerse de manera directa, orgánicamente.
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Es como si ambos –individuo y comunidad– no pudieran salir de sí mismos. No sabemos comprender al otro sin absorberlo e incorporarlo, sin hacerlo parte de nosotros (Esposito, 2009: 31).
La necesidad de la comunidad, el imperativo de nuestra existencia en común, se
anuda con su negatividad, con su imposibilidad. La comunidad es tan necesaria
como imposible. Sin embargo, esta enunciación de imposibilidad se dice de dos
formas. Una primera: la fórmula rousseauniana sugiere que la imposibilidad es
un efecto secundario del carácter natural y primero de la naturaleza humana, esto
es del hombre natural como individuo absoluto y solo. Cabría una segunda
formulación de la imposibilidad, que predica de la comunidad su
impredicabilidad, su retirada, su negatividad ontológica, su ser pura ausencia. No
derivada de una metafísica del individuo, la comunidad es imposible porque
preexiste como la condición a la vez finita y separada de sus ‘miembros’. En este
punto, de la mano de Nancy, se oponen finitud y absoluto: el individuo (o el ya no
individuo) se declina como no bastándose a sí, declinado hacia el otro que no es
más ni menos que el ser otro de sí mismo.
Pero en Rousseau, necesariedad e imposibilidad son paradójicas, pues por un
momento el individuo rousseauniano tiene una doble faz: como absoluto,
encerrado, al tiempo que finito en una especie de carencia fundamental.
Es la debilidad del hombre la que lo hace sociable; son nuestras miserias comunes las que llevan nuestros corazones hacia la humanidad, nosotros no le deberíamos nada si no fuéramos hombres […] Los hombres no son naturalmente ni reyes, ni grandes, ni cortesanos, ni ricos; todos han nacido desnudos y pobres, todos sujetos a las miserias de la vida, a los pesares, a los males, a las necesidades, a los dolores de toda clase; en fin, todos estamos condenados a morir (Rousseau, citado por Esposito, 2009: 32).
Por un lado individuo absoluto, por el otro finito y mortal en deuda con la
humanidad, que pospone al tiempo que evidencia su propia finitud mortal.
Tenemos dos caras de la relación individuo - comunidad. Comunidad de la falta –
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delinquere—, en Rousseau parece decirse tanto de la comunidad imposible por la
absolutez natural del individuo, su encerramiento y soledad, pero, a su vez,
comunidad de la falta en el sentido de que es precisamente la finitud la que se
comparte, individuos mortales. Absoluto y mortal. ¿Cómo pensar lo absoluto y lo
mortal en una misma metafísica del individuo? ¿Por qué la necesidad se juega por
finitud del individuo, al tiempo que su imposibilidad por el carácter absoluto del
mismo individuo?
A pesar de esta antinomia sugerente, de esta doble declinación de la metafísica del
individuo en Rousseau, todavía la comunidad –ahora reconocida en su
imposibilidad misma y no como condición perdida—se funda y calca, se deriva de
un paradigma individualista: primero es el individuo, por más que se le decline en
dos formas, luego se deduce la comunidad, su necesidad y su imposibilidad. A
pesar de que aparecen perentoriamente necesidad e imposibilidad, aún se derivan
de una ontología del individuo. La novedad de Esposito será extraer de esta
perentoriedad una inversión ontológica: la comunidad será ontológicamente
primera. Fidelidad a la finitud. Sin embargo su deriva ontológica, completada
paradigmáticamente con la operación de la immunitas como contracara de la
communitas, propone una nueva articulación de finitud y absoluto en clave distinta
a la de Rousseau, al tiempo que no demanda un fanatismo por la finitud que
expulse al individuo de la escena, como reclama radicalmente Nancy.
Pero antes, reconozcamos un desvío –autorizado por el mismo Esposito—
apartándonos en este punto de la cuestión de la experiencia y del éxtasis
(desarrollados en el libro Communitas) y tomemos el camino de la ley, la melancolía
y el nihilismo (camino que se recorre en el texto de 2009 Comunidad, inmunidad y
biopolítica).
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El vínculo de la communitas no es un vínculo cualquiera. Se trata, como se ha
expuesto en el camino etimológico que rastrea Esposito, del munus que la declina:
de un don, pero de uno que circula inapropiable por sus miembros, de una
‘obligación’ y, por lo tanto, de un deber vinculante. Los miembros de la
comunidad están vinculados por una ley común. Sin embargo no se trata de nada
externo que viene a imponerse a la comunidad misma: “La comunidad es una con
la ley en el sentido de que la ley común no prescribe otra cosa que la exigencia de
la comunidad misma. Éste es el primer contenido de la ley de comunidad: la
comunidad es necesaria” (Esposito, 2009: 25-26). No hay que perder de vista que la
necesidad de la comunidad es a su vez una obligación.
En Kant se mantiene la idea de que la comunidad, aunque necesaria, es imposible.
También apela a una doble naturaleza humana: “La natural ‘sociabilidad’ es a la
vez equilibrada y contradicha por la natural ‘insociabilidad’” (Esposito, 2009: 34).
La comunidad se trasfigura en una mera idea de la razón; no puede hacerse real, ni
tampoco concepto. Hay una herencia rousseauniana en la imposibilidad de la
comunidad, pero con un trasfondo hobbesiano en tanto el estado de naturaleza es
un estado de guerra. Ahora bien, dicho estado de guerra, como estado natural, va
de la mano del carácter absoluto de la libertad en su condición esencial. Pero,
además de absoluta, la libertad tiene otra connotación fundamental en la obra
kantiana: está conectada con el mal. Afirma Esposito,
“La historia de la naturaleza comienza con el bien porque ésta es obra de Dios”, escribe Kant en un texto dedicado precisamente a Rousseau, pero “la historia de la libertad comienza con el mal porque es obra del hombre”. Si el hombre nace libre, en su origen no puede existir más que el mal. Es en este sentido en el que aquello que habíamos llamado la culpa –nuestro delinquere como falta de comunidad hacia la que tendemos y de la cual contradictoriamente derivamos—se presupone como condición trascendental de nuestra común humanidad (2009: 36).
El Estado kantiano procede de la fuerza y coacción, pues debe actuar precisamente
sobre esta esencialmente ilimitada libertad. La tarea de la política es limitarla con
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un poder irresistible. La comunidad política no puede esperar a la comunidad
ética. De hecho tampoco pueden coincidir, so pena de arruinar ambas, pues de
hecho la comunidad ética kantiana es la comunidad faltante. La ley, como
imperativo categórico no puede ser realizada, en la medida en que su prescripción
tiene dos condiciones. Por una parte, sólo prescribe su deber sin aparecer
formalmente más que como carente de contenido. Por otra parte el contenido se
llena con una fórmula vacía: nuestra voluntad se comporte de tal forma que pueda
constituirse en voluntad de una comunidad universal. Pero tal posibilidad está
negada de antemano por el carácter originario de la libertad y el mal. La política no
da espera a la ética, pero tampoco es un estado transitorio mientras se da el arribo
de la comunidad universal de la ley del imperativo categórico, pues ésta última es
irrealizable y, si el mal está en el origen, no es sólo en un sentido histórico, sino
como principio siempre activo en la culpa. La culpa, siempre presente como
expresión de finitud, impone de antemano el incumplimiento de la ley.
La ley no se corresponde más que con un sujeto trascendental, en medio de una
comunidad de seres de la finitud donde aquello que nos es común como hombres
es el vaciamiento del cumplimiento de la ley, la ley misma en tanto incumplible. El
carácter impolítico que devela Esposito en esa comunidad del incumplimiento de
la ley, consiste en la figuración de la condición de la comunidad como su propia
imposibilidad. Lo que nos es común es la finitud misma.
Lo que se avanza, en este momento, es que manteniéndonos en una antropología
individualista, la comunidad nos elude. Su carácter negativo se mantiene en un
horizonte estrictamente antropológico. El paso siguiente apela a Heidegger. El
punto específico es encarar al individuo: “Los individuos en cuanto tales –fuera de
su ser-en-un-mundo-común-con-otros—no existen” (Esposito, 2009: 42). El mundo del
Dasein es un mundo común, en tanto mit –con—, de tal manera que ser-en-el-
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mundo es indisociable del otro: Mitdasein. La condición solitaria del individuo
natural de Rousseau, sólo se instaura a partir de una negación de lo común.
La comunidad en Heidegger adquiere un carácter irrealizable, pero se plantea
como destino. En otras palabras, podríamos decir que la comunidad es una realidad
irrealizable. Lo que resulta ontológicamente decisivo es que la constitución
fundamental del Dasein es precisamente la de ser de la comunidad. “La comunidad
es: no como una pura potencia por venir, y tampoco como una ley antepuesta
desde siempre a nuestro Dasein, sino como el Dasein mismo en su constitución
singularmente plural” (Esposito, 2003: 155). Adquiere un tono ontológico en tanto es
la comunidad ya realizada, en el sentido del carácter originario de la falta. La
finitud es una realidad ontológica expresada en la idea de ser-para-la-muerte. Pero
su declinación no se detiene en este punto, adquiere la forma de un ‘cuidado
recíproco’ en la finitud y por la finitud misma que se comparte. El cuidado,
comprendido necesariamente como recíproco de antemano, es lo que se encuentra
a la base de la comunidad y no la disolución del interés individual. El individuo es
un efecto posterior de una operación inmunitaria sobre la radicalidad de este
cuidado.
Ahora bien, la reciprocidad del cuidado es una reciprocidad absoluta. No se trata
de asumir el cuidado del otro usurpando su lugar, antes bien, se trata de instarlo al
cuidado de su cuidado:
Esto significa que la figura del Otro coincide en último término con la de la comunidad. Pero no en el sentido de que cada uno de nosotros tiene que ver con el otro, sino más bien en el de que el otro nos constituye desde el fondo de nosotros mismos. No que comunicamos con el otro, sino que somos el otro. (…) Ése es el problema: ¿cómo traducir esta fórmula a la realidad de nuestra subjetividad? ¿Cómo ‘con-vencer’ a nuestra obstinada identidad? Una vez más la comunidad nos plantea de nuevo su enigma: es imposible y necesaria (Esposito, 2009: 44).
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Esta es la radicalidad del carácter ontológico de la comunidad para Esposito: la
comunidad es constitutiva, originaria y primera que el individuo. No calca su
figura, ni a una metafísica fundada en su supuesto y ubica al individuo como
segundo respecto a la comunidad pues antes que el presupuesto, el individuo será
aquello que habrá que pensar, por supuesto de una forma radicalmente distinta, a
partir de la comunidad. Este camino es el que tomaremos como senda del presente
trabajo: asumir una fidelidad a la finitud sin sacar de escena al individuo o
satanizarlo. ¿Cómo pensar el individuo derivado de la comunidad antes que como
su radical opuesto? En todo caso, si tuviéramos que admitir la oposición del
individuo a la comunidad, sería ahora como segundo, como efecto de ‘otra
operación’ que la de la comunidad, o tal vez, como resultado de una comunidad de
dos caras.
Si la forma de ser misma de la comunidad es la falta de lo ‘propio’, la dislocación
de la finitud en su partición, el mundo con otro en su finitud, entonces el Otro –
con el que la comunidad finalmente coincide como la finitud misma que opera
desapropiándome aún en ‘mí mismo’—es en última instancia la forma del nos-
otros: somos el otro. Sujeto que no es más ‘sujeto’ en tanto no puede más que
‘decirse’ fuera de sí. En este sentido se tocan la melancolía y el éxtasis. El éxtasis
corresponde a la invocación que hace Heidegger del carácter originariamente
singular y plural de la existencia compartida, esto es, la apertura de cada uno a
todos en su singularidad. Pero no se trata en ningún caso de una intersubjetividad,
que sigue correspondiendo a una analítica del ‘yo’ o, lo que es lo mismo, la
relación con un alter ego, en todo caso un como ‘yo’. El éxtasis supone lo contrario
del in-dividuo: “El uno no puede abordar al otro, absorberlo, incorporarlo –o
viceversa—porque el uno está ya con el otro, dado que no existe el uno son el
otro” (Esposito, 2003: 155). Por ello el modo realmente afirmativo de relacionarse
con los otros es el de ‘co-abrirlos’, al ‘co-abrirse’ al mutuo cuidado, de cada uno y
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todos como comunidad y ya no como sujetos, pues ella misma “construye-
deconstruye la subjetividad en la forma de la alteración” (Esposito, 2003: 163).
Estamos confrontados a pensar de otra manera la relación, tradicionalmente
propuesta como oposición, entre melancolía y comunidad. Ya no más el predicado
de un individuo que se retrae de toda vida en común. Ya no como oposición a la
comunidad. No es más “una enfermedad ocasional, un carácter contingente o un
simple contenido de la comunidad, sino algo que le concierne mucho más
intrínsecamente hasta constituir su forma misma” (Esposito, 2009: 47). La
comunidad toma ese carácter lacaniano de lo Real, su realidad es precisamente su
ser un ‘no-ente’, una nada que precede y que corta a todo sujeto y que lo substrae
hacia una alteridad irreductible.
En la figura de la melancolía, la cuestión de la comunidad se desliza de una
ontología, a una ‘ontología de la diferencia’, tal como había declarado Esposito. En
cierto sentido opera una inversión del paradigma individualista. Si el problema
declarado sobre los pensamientos de la comunidad había sido su hipóstasis del
individuo, la melancolía deriva como el único predicado de este ‘nuevo individuo
de la comunidad de la falta’. El carácter originariamente irrealizable de la
comunidad, el destino mismo de la irrealización como finitud, supone que la
comunidad no es lo que se ha perdido (de ahí que se diga melancolía y no
nostalgia) en tanto realizado en el pasado, sino que es la pérdida en sí misma. No-
objeto, no-ente, pura pérdida. Pero, ¿hemos de habérnoslas con la pérdida en sí
misma? Sin objeto, la melancolía sería pura Angustia –siguiendo el tono lacaniano
que nos dispensa la inclusión del mismo por parte de Esposito-, el afecto que se las
ve con la pura ausencia de objeto (y por tanto se disuelve el sujeto: angustia
estructural y primera como sujeto escindido). Ante la incapacidad de vérnosla con
la ‘pura falta’, sin objeto referido, se procede a suponer un objeto fantaseado para
encarar la ausencia. Así que podríamos preguntar por el objeto imaginado, la
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fantasía, el mito, que cobija esta pura ausencia y que especifica el carácter
melancólico –que no angustioso—de la comunidad. Tal fantasía se corresponde con
el mito de la comunidad realizada, positiva en un momento anterior y que ahora
aparece como su falta, negación de algo que ‘alguna vez fue’.
Ese objeto perdido, ese reclamo incesante del afecto melancólico, se dirige a la
imaginación mítica de que alguna vez fuimos ‘yo’. Lo que la comunidad opera en
su individuo como segundo respecto a ella, es que ha estado perdido para sí
mismo desde siempre: lo perdido es el absoluto, el encierro, el ser propio de mí que
encarna la función del ‘yo’. Pero si la melancolía es constitutiva de la comunidad,
es porque en ésta se expresa no sólo la desapropiación, sino el mismo ‘objeto’
perdido. La necesidad de la comunidad, su irrealización y melancolía, esconden,
quizás, la misma necesidad del individuo retirado siempre en ella de sí mismo.
Aquí pues, en este desfondamiento de principio, en esta dislocación desde su mismo inicio, se encuentra la melancolía: no un desfondamiento en la comunidad ni de la comunidad, sino como comunidad: como hiato originario que separa la existencia de la comunidad de su propia esencia (Esposito, 2009: 47).
En este mismo sentido, la melancolía es la experiencia del individuo desfondado
como individuo, como propiedad y presencia plena ante sí. Dislocado, lanzado a la
alteración, a ser siempre otra cosa que sí mismo, pues siendo otro de sí, no
experimenta más que la pura existencia; vaciado ahora de cualquier esencia, de
cualquier positividad fija del ser, la acción de la comunidad se define por devenir.
El otro es siempre ese término que me arrastra a diferir y que no está más en el
exterior o en el interior, sino en el vacío mismo de la retirada de la esencia. El
carácter negativo de la comunidad, no puede entenderse entonces como ‘nada’,
sino como la operación misma de la nada. Si nos fuese permitido, diríamos que la
comunidad es ontológicamente negativa y activa: en ello radica su caracterización
como fundamento de una ontología de la alteridad o del cambio.
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Quisiéramos, antes de continuar, hacer énfasis en la actividad de la comunidad. Si
la comunidad nos constituye, la finitud no es entonces un límite que se padece o
aquello contra lo cual nos dirigimos. Se trata de la condición que nos define a la
vez como singulares y plurales instaurados en ese no-ser-más-sí-mismo que nos es
común como existencia finita. Por ello, de la misma manera que la melancolía se
redefine como el afecto mismo de la experiencia de la comunidad, y ya no como el
afecto resultante de su negación o retirada, el nihilismo tendrá un lugar
fundamental en la construcción del modelo de Esposito. La actividad de la
comunidad, tal como la estamos proponiendo, nos ayudará a comprender la
postura que no pretende elegir entre una disyuntiva –tal vez tramposa—que
supone la oposición en que se han ubicado comunidad y nihilismo, a saber: “o
negar la actitud constitutivamente nihilista de la época presente o excluir la
cuestión de la comunidad de nuestro horizonte de debate” (Esposito, 2009: 61).
La importancia de acompañar el tratamiento que hace Esposito de la comunidad y
el nihilismo, no sólo radica en su avance conceptual, sino que, de manera
igualmente significativa, nos permite adelantar en su forma de proceder
metodológicamente. No sólo el contenido de la exposición, sino su abordaje – ya
esbozado en la reformulación de la melancolía y su relación con la comunidad—
nos muestra el procedimiento que estará a la base de la formulación del paradigma
inmunitario en la biopolítica. Pero seamos pacientes, que más temprano que tarde
nos ocuparemos de lo que ya hemos introducido y pospuesto en otros momentos
del texto.
Dice Esposito –y es importante que lo diga con algo de extensión:
El único modo de pensar la cuestión sin renunciar a ninguno de sus dos términos pasa por la necesidad de anudar en una única reflexión comunidad y nihilismo para, de este modo, ver en el cumplimiento del nihilismo, no un obstáculo insuperable, sino la ocasión para un pensamiento sobre la comunidad. Esto no quiere decir, obviamente, que
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comunidad y nihilismo resulten identificables o siquiera simétricos, que hayan de ser situados sobre el mismo plano o a lo largo de la misma trayectoria. Lo que significa, más bien, es que se cruzan en un punto del que ninguno puede prescindir, porque es, de distinto modo, constitutivo de cada uno de ellos. Este punto –inadvertido, silenciado, reducido a cero por las actuales filosofías comunitarias, pero también, en general, por la tradición filosófico-política—puede ser señalado como la ‘nada’. Ese punto es lo que tienen en común comunidad y nihilismo, en una forma que hasta ahora ha sido ampliamente desatendida (Esposito, 2009: 61-62).
Ya hemos expuesto la inversión del punto de vista que contrapone a la comunidad
con la nada. El desarrollo de la argumentación de Esposito, nos ha llevado a una
comunidad en la que, antes que contraponerse, se superponen ‘algo’ y ‘nada’. La
comunidad no es más ese ‘todo’ completamente lleno de sí mismo, en la hipóstasis
de la figura absoluta del individuo. Se trata ahora de un desplazamiento
ontológico al cambio, en el cual que la “comunidad se vincule no a un más sino a
un menos de subjetividad quiere decir que sus miembros no son ya idénticos a sí
mismos, sino que están constitutivamente expuestos a una tendencia que les lleva a
forzar sus propios confine individuales para asomarse a su ‘afuera’” (Esposito,
2009: 63). La comunidad es, por lo tanto, siempre de otros y nunca de sí. Se
caracteriza y se constituye por su impropiedad, por una ausencia de identidad.
Rompe toda continuidad que se establecía entre lo ‘común’ y lo ‘propio’, quiebra
esa comunidad entendida como lo propio de muchos, “si el sujeto de la comunidad
no es ya el ‘mismo’, será necesariamente ‘otro’. No otro sujeto, sino una cadena de
transformaciones que no se fija nunca en una nueva identidad” (Esposito, 2009:
63).
La nada es el modo de ser de la comunidad. Ahora bien, esto se sigue en Esposito
de una forma específica:
Dicho de otra manera: la comunidad no es inhibida, oscurecida o velada por la nada, sino que está constituida por ella. Esto significa simplemente que no es un ente, ni tampoco un sujeto colectivo, ni un conjunto de
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sujetos. Es la relación que les hace ya no ser tales –sujetos individuales--, porque interrumpe su identidad con una barra que les atraviesa modificándolos: el ‘con’, el ‘entre’, el umbral sobre el cual se entrecruzan, en un contacto que les vincula a los otros en la medida en que los separa de sí mismos (2009: 64).
Se trata de una falla subjetiva que no puede ser sanable. Es ante todo una apertura
que no se puede cerrar, que no se repara, en la que lo ‘com-partido’, está dado
precisamente en esa partición. Desde esta comprensión de ruptura, es que el
vínculo de la comunidad es un vínculo que procede desde la exterioridad misma.
Pero en ese salir fuera de sí que constituye a la comunidad, ella ya no conjura un
figura de abrigo, de interioridad, de resguardo; por el contrario nos confronta con
el riesgo más extremo de perder, con la misma individualidad, los confines de la
seguridad y nos desliza hacia la nada, desde la nada.
En esta perspectiva de la relación entre comunidad y nada, el nihilismo se
comprende inicialmente de una forma particular: “El nihilismo no es la expresión,
sino la supresión de la nada-en-común” (Esposito, 2009: 65). Su relación con la
nada es de aniquilación. Antes que la nada de la cosa, se corresponde con la nada
de la nada de la cosa. Si en la figura de la comunidad la nada supone el carácter de
la relación –no un sujeto colectivo ni la suma de muchos--, en el nihilismo se juega
su disolución, la nada de relación, el carácter absoluto de lo sin-relación. Esta
operación ya se explicaba en el aparato político hobbesiano, en el cual, la nada-en-
común –la figura del delinquere latino como carencia—se positiviza en un
verdadero delito, o por lo menos en la potencialidad del delito en el vínculo de los
hombres. La comunidad del delito cancela la communitas, ese munus de la
donación, para vaciar de todo vínculo a la comunidad misma. Desvinculados entre
sí, los individuos sólo se vinculan a al figura del soberano en la disociación misma.
Sin embargo, la pretendida figura comunitaria que pretende contrastar al modelo
hobbesiano en la tradición política moderna, esa nueva figura que ya no vacía sino
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que pretende llenar en un modelo de comunión, no es más que un modelo opuesto
y especular de la sociedad desvinculada de Hobbes. La operación que supone a la
comunidad de manera positiva, como completa, extrapola el modelo absoluto del
individuo desvinculado, para aplicarlo a la comunidad en su conjunto. Esta
inversión nos devuelve al inicio de este capítulo, a la justificación de la necesidad
de repensar o ‘impensar’ la cuestión de la comunidad. Esposito nos recuerda que,
Cada vez que se ha intentado oponer al vacío de sentido del paradigma individualista el exceso de sentido de una comunidad plena de la propia esencia colectiva, las consecuencias han sido destructivas: primero en relación con los enemigos externos o internos, contra los cuales tal comunidad se instituye y, finalmente, también contra sí misma. Como se sabe, esto está vinculado, en primer lugar, con los experimentos totalitarios que han ensangrentado la primera mitad del siglo pasado pero, de manera diferente y menos devastadora, también con todas las formas de ‘patria’, ‘matria’ y ‘fratia’ que han cosechado multitud de fieles, patriotas, hermanos, etcétera, en torno a un modelo inevitablemente koinocéntrico (2009: 69).
Esta comunidad, ya no constituida por la nada sino por la nada de la nada, se eleva
como reparación, como cura mítica del vacío de esencia que constituye
precisamente el ex de ex-sistencia. Se evita la falta con la imposición de un
fantasma. La indiferenciación comunal suprime a la propia comunidad y al sujeto
mismo que la opera. La actitud nihilista sería el pretendido olvido de la nada. Así
las cosas, el nihilismo no ha de buscarse por el lado de la falta, sino de su
sustracción. Para Bataille, esto se traduce no en una fuga del sentido, sino en su
reclusión, se le encierra en una concepción homogénea y completa del ser. Se
constituye como el bloque de la alteridad, como operación de encierro. Su
expresión psicológica –que devela la apuesta ontológica por el cambio y la
alteridad que asume Esposito—es el tedio: el afecto del ser recluido en sí mismo,
sustraído de la variación y de la alteración de sí, confinado a la repetición de la
mismidad (Esposito: 2009).
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En este lugar de la exposición es fundamental hacer una precisión. El carácter
ontológico de la nada, al que recurre Esposito en las tesis de Bataille, no es un calco
antropológico. En otras palabras, no es el hombre la figura de la falta, es el ser
mismo, en su origen, el que carece de sí mismo, dado que las cosas no se
constituyen por una sustancia, sino por una apertura. La experiencia es la puesta
en juego de los seres que se abren a un entre, es la experiencia del desgarro,
inclinados sobre su nada, pero tal nada no les es propia ni siquiera como
comunidad de los hombres. Tal falla no es sino la expresión y la experiencia del ser
mismo fallado originariamente y de ante mano. El carácter ontológico de la
comunidad es tanto en el orden del munus, como del cum. “Cum es algo que nos
expone: nos pone los unos frente a los otros, nos entrega los unos a los otros, nos
arriesga los unos contra los otros y todo juntos nos entrega a lo que Esposito llama
para concluir ‘la experiencia’: la cual no es otra sino a de ser con” (Nancy, 2003: 16).
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2. Inmunidad: perentoriedad del extrañamiento
Hay que tener siempre presente esta doble cara de la communitas: Es al mismo tiempo la más adecuada, si no la única, dimensión del animal ‘hombre’, pero también su deriva, que potencialmente lo conduce a su disolución.
Roberto Esposito (2003: 33)
Ya hemos expuesto la deconstrucción que realiza Esposito de la cuestión de la
comunidad a partir del trabajo etimológico sobre la communitas. Tanto del cum,
como del munus del que deriva, se sigue una ruptura con todo aquello anudado a
la comunidad con lo proprio, ligándola así con otro sentido. “Si nos atenemos a su
significado originario, la comunidad no es aquello que protege al sujeto
clausurándolo en los confines de una pertenencia colectiva, sino más bien aquello
que lo proyecta hacia fuera de sí mismo, de forma que lo expone al contacto, e
incluso al contagio, con el otro” (Esposito, 2009: 16). El ser mismo de la comunidad
es su exposición al cambio. Este vacío que opera en la suposición ontológica de la
comunidad, no es un simple negativo, como ‘afuera’ no exterior de lo político, no
es su confín sino su constitución. Pero para realizar el movimiento hacia una
exposición política, ya no sólo ontológica, se abre una nueva categoría que, por
otra parte, ya veníamos anunciando. Se trata de la categoría de inmunidad o
inmunización.
La primera formulación, expone la relación con la communitas en su sentido
etimológico. La immunitas, de la que derivan inmunidad e inmunización, comparte
el munus del que deriva la comunidad, pero con una operación de dispensa: si el
munus es el ‘don’ que obliga su circulación, a la apertura de cada uno al otro, la
immunitas será lo que exonere de tal carga. “Así como la communitas remite a algo
general y abierto, la immunitas reconduce a la particularidad de una situación
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definida como algo que precisamente se sustrae a la condición común” (Esposito,
2009: 17). Esta acepción de la inmunidad se encuentra tanto en el ámbito jurídico,
como en el médico y biológico. Por una parte está dotado de inmunidad quien no
es sujeto de una jurisdicción que afecta a cuaquier otro ciudadano común, y por la
otra, la inmunización natural o adquirida protege al individuo de una ameza que,
proveniente del exterior –y en todo caso diferenciable de sí—porta la posibilidad
de destruirlo. De esta manera se puede comprender el carácter anundado de la
communitas y de la immunitas, pues si la primera evidencia una fisura, una apertura
de la individualidad, la segunda se instituye como el intento de reconstiruirla de
forma defensiva y ofensiva contra aquello que venga –del exterior—a amenazarla.
El término que aparece para anudar comunidad e inmunidad, aquello en lo que las
dos categorías aprecen como constitutivas en inseparables, es la vida. En este
escenario, no sólo es necesaria la suposición ontológica de la comunidad, sino que
a su vez el procedmiento inmunitario es condición igualmente necesaria –incluído
el riesgo inherente a la inmunidad--. Esposito lo plantea explícitamente cuando
afirma que “cuando la inmunidad, aunque sea necesaria para nuestra vida, es
llevada más allá de cierto umbral, acaba por negarla, encerrándola en una suerte
de jaula en la que no sólo se pierde nuestra libertad, sino también el sentido mismo
de nuestra existencia individual y colectiva” (2009: 17).
La introducción, con la categoría de inmunidad, de la vida en los trabajos de
Esposito, le da a este nuevo movimiento un cariz distinto. Sin desconocer el
supuesto ontológico de la comunidad, la cuestión inmunitaria será el anclaje de un
nuevo tono, ya no reconstructivo, sino genealógico y afirmativo en relación con lo
que ha de ser la filosofía política de nuestro tiempo, es decir, aquella que se las ha
de ver con la biopolítica. La relación entre vida y política es el dilema que propone
resolver Esposito por intermedio del paradigma inmunitario. El dilema de lo primero
y lo segundo, de una vida doblegada por una política –que parece ser exterior a
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ella, ya sea para potenciarla o para aniquilarla--, o el de una vida que resiste a la
política, que excede a los procedimientos que intentan circundarla, constreñirla.
O el poder niega la vida, o la vida neutraliza el poder. Ahora bien, la ventaja del paradigma inmunitario reside precisamente en el hecho de que estos dos vectores de sentido –positivo y negativo, conservador y destructivo—encuentran finalmente una articulación interna, porque la inmunización, en cuanto forma de protección negativa, los contiene a ambos ligándolos en un único bloque semántico. Esto significa que la negación no es la forma de sujeción violenta que el poder ejercita en el exterior sobre la vida, sino el modo contradictorio en el que la vida intenta defenderse, cerrándose a aquello que la circunda—a la otra vida. De ahí la dialéctica, interna a la misma comunidad, que, a un mismo tiempo, la conserva pero también bloquea su desarrollo, la salva pero la pone en riesgo de implosión (Esposito, 2009: 21).
Detengámonos un momento en este punto. Lo primero que está en juego es la
relación entre los dos términos de la categoría ‘biopolítica’. Si bien no es Foucault
quien acuña el término2, su operación con el concepto q