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GEOGRAFÍA DE LA POESÍA CHIAPANECA RECIENTE (1991-2004)
Ignacio Ruiz-PérezUniversity of Texas, Arlington
I. Del trópico imaginífico a la región más transparente
Existen dos lugares comunes sobre la poesía en Chiapas. El primero es el de la presencia
imaginífica —el término es de Hervé Le Corre— del trópico y del color local, lo que ha
dado pie al sentimiento de nostalgia por el origen: de un lado, el modernista Rodulfo
Figueroa (1866-1899), quien según Gustavo Ruiz Pascacio (9) y Jesús Morales Bermúdez
(55) es el iniciador en Chiapas del nostálgico canto por la pertenencia al terruño; y de
otro, aquellos poetas contemporáneos prolongadores de esa vertiente, a saber, Enoch
Cancino Casahonda (1928) y Efraín Bartolomé (1950), por mencionar tan sólo dos
ejemplos. En las obras de los escritores mencionados estaría presente cierta voluntad por
la recreación del paisaje y el firme deseo de construir una mitología maravillosa sobre el
trópico y el prestigio de grandes y antiguas civilizaciones precolombinas asentadas en la
entidad. Este último aserto se fundaría en la conocida noción de que, como dice el poeta
nicaragüense Rubén Darío en Prosas profanas, “Si hay poesía en América, ella está en
las cosas viejas: en Palenke y Utatlán, en el indio legendario y el inca sensual y fino, y en
el gran Moctezuma de la silla de oro” (546).
El segundo lugar común es contrario al primero y en cierto sentido se nutre de su
disolución. Me refiero al enfrentamiento del poeta con la ciudad y la consecuente caída
del sujeto en el espacio distópico de la urbe. Pienso sobre todo en dos autores casi
desconocidos fuera de Chiapas que aún esperan un examen cuidadoso de sus obras: los
malogrados poetas Raúl Garduño (1945-1980) y Joaquín Vásquez Aguilar (1947-1994).
Esta instancia se produciría en el contacto entre la “provincia imaginífica” y la selva de
concreto, que motivaría el canto del poeta a imagen y semejanza de un Orfeo errante,
fragmentado y dolido por la pérdida de su antigua unidad con la naturaleza en medio de
un paisaje de sombras anónimas, vehículos y rascacielos. Se trataría de una asimilación
del paisaje urbano o natural como vivencia interior subjetiva y fragmentada, y no en
cuanto trazo celebratorio y votivo de la exuberancia vegetal. Entre los extremos de la
naturaleza adánica y la urbe implosiva, y mediando como una suerte de obra ideal, se
encontraría la propuesta estética de Jaime Sabines, acaso el punto exacto de intensidad
lírica a la que todos los poetas aspiran, pero que muy pocos alcanzan.
No obstante, perpetuar los lugares comunes implica también el riesgo de cancelar
la aceptación del llamado a la aventura, esto es, a la continuidad y crítica —tradición y
ruptura— de lo anterior. Como contrapeso a las mitologías antes mencionadas se puede
argumentar que desde las obras de Rosario Castellanos, Jaime Sabines y los poetas de
“La espiga amotinada” (Juan Bañuelos, Óscar Oliva y Eraclio Zepeda) se aprecia en la
lírica chiapaneca un cambio en los registros expresivos que se alejan del afán único por el
encomio del paisaje, lo cual llega a un punto de inflexión en la obra de Raúl Garduño,
quien en su volumen Poemas (1973) pero sobre todo en Los danzantes espacios
estatuarios (1982) rompe en definitiva con la naturaleza fastuosa para instalarse de lleno
en el oscuro paisaje interior y desarticulado del yo lírico:
Y no supe más. Y me deshice
al calor original de sus hermosos pasos
y obtuve en ella la conversación del viento,
reduje a sangre el corazón del cosmos
2
y contra el sol, desolado, caí
en la muchedumbre de fuego que me recogía,
caí en la vestimenta de los tiempos,
en la tierra quemada de los días. (26)
Siguiendo los ejemplos de la condición excéntrica e inclasificable de las obras de
Raúl Garduño y Joaquín Vásquez Aguilar, la poesía chiapaneca más reciente parece
plantearse una sana dispersión temática así como una profusa exploración de filones que
van del prosaísmo, el minimalismo verbal y las rizomáticas explosiones de la poesía
neobarroca, a la creación de espacios utópicos y de emblemas tributarios del hermetismo:
la exuberancia de formas, tonos y registros lingüísticos, así como el imperio de la
experiencia personal y literaria sobre el fasto maravilloso e idealizado del trópico. En este
trabajo me propongo esbozar un panorama que despliegue las variaciones de ese paisaje
lírico sinuoso —una geo-grafía—, en movimiento; no aprehender tendencias ni fijar
escrituras o poéticas, sino a lo sumo describir el estallido de salud de las propuestas de
los creadores recientes de la entidad y trazar algunas constantes y variables de la terra
incognita que compone sus obras. Al mismo tiempo intentaré apuntar las diferencias y
concomitancias entre los proyectos escriturales de los autores elegidos y, en la medida de
lo posible, de sus antecesores literarios para describir los derroteros que sigue
actualmente la poesía en Chiapas.
II. Geo-grafías: paisaje de la poesía chiapaneca reciente
Según Gustavo Ruiz Pascacio, a partir de la década de los noventa la poesía chiapaneca
se define por
3
la aprehensión del oficio poético concebido como una vocación sustancial
por el lenguaje —referida, en ciertos casos, a un ente cósmico dador y
convocado; y, en otros, a […] una suerte de autorreferencialidad poética
—más allá de las formas discursivas y las constantes semánticas de la
inmediatez escénica, el decadentismo paisajista, la queja sentimental y la
recurrencia por la poética sabineana, que habían echado sus raíces entre la
mayoría de los grupos convencionales de creadores en la entidad (“La
poesía finisecular en Chiapas”, 4).
Parte de la “vocación por el lenguaje” se centra en el trabajo y el cuidado del
poema, que se resuelve en la búsqueda razonada y consciente de un verso esencial. Esa es
una de las constantes de los libros de Marirrós Bonifaz (Comitán, 1957), cuyos textos
tienden al minimalismo y a la precisión léxica: nada parece echarse de menos en sus
versos, que se caracterizan por lo que me atrevería aquí a llamar una voluntad de poda —
estilo y estilete— que linda con el vacío. Desde Preludio y fama para un amanecer
(1991) hasta Rebeca junto al pozo (1996) y Compás (2002), la escritora ha hecho de la
imagen y de su chispazo fulgurante el epicentro de sus poemas. La poesía de Bonifaz se
caracteriza por la experimentación con las palabras, las grafías y los espacios en blanco
de la página, la cual se convierte en pauta y suma del artilugio lingüístico. Los textos de
Bonifaz se centran en el significado del silencio: no tanto lo que el poema dice en su
distribución tipográfica sobre la página, sino acaso lo que pudo o podría haber dicho
fuera de ésta. Como ocurre en la música con los sonidos —John Cage dixit—, en el
poema, parece decir Bonifaz, los silencios o vacíos son tan significativos como las
palabras. Los espacios en blanco significan y forman la sintaxis del poema en
4
contrapunto y diálogo con los márgenes vacíos de la página. Quizá no sea otra la
intención que orienta el título del primer libro de la autora. El preludio (música pautada)
es inicio, introducción, espacio liminal de la creación, aquello que no es pero que de
alguna manera está siendo al ser nombrado o, mejor aún, sugerido en la hoja donde se
gestan el poema y la escritura: la flama y el amanecer del acto creativo. De ahí que no
sorprenda que la autora acuda constantemente a juegos tipográficos, onomatopeyas y
asonancias para dar forma al texto, que se podría definir como poema-río: siempre en
posibilidad de ser y en deslizamiento y fragmentación sobre la página que se convierte en
topos geográfico y vivencial (experiencia), como se aprecia en uno de los poemas de
Preludio y flama para un amanecer:
R
í
o
q
u
e
t
e
v
a
s
m
u
5
r
i
e
n
d
o
.
.
. .
El poema es palabra (discurso) y trayectoria (curso) de las grafías, pero también es la
muestra visual de una sensación de la que se desea dejar constancia: el paso del tiempo
como discontinuidad y el poema como orden gráfico de esa suma de fragmentos. Un
volumen como Compás confirma la idea que sostiene buena parte de la obra de la poeta:
en primer lugar, señala y resume el recorrido gráfico de una órbita de escritura que es
medida y proporción de una parábola: trayectoria ascendente / descendente y trazo
figurado (relato) de la creencia en la palabra poética; y, en segunda instancia, relaciona al
compás con la división rítmica en partes iguales de una pieza de música. ¿Y no son acaso
el verso y el poema música pautada, una disposición de silencios, un orden del caos,
como vio Mallarmé? Este aserto aparece respaldado por las distintas menciones en el
orden, la estructura y los títulos de varios poemas del volumen. El compás podría verse
como una síntesis de la escritura de la propia autora: instrumento de medición y trazo,
expresa gráficamente una trayectoria y un orden, pero es en sí mismo un cuerpo que
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despliega curvas y elipsis en las que se da acogida a un universo poético y a una
geografía verbal consciente y reflexiva.
Al igual que la poesía de Marirrós Bonifaz, la obra de Roberto Rico (Cintalapa,
1960) se caracteriza por su elegancia y su cuidado prosódico. En sus textos el poeta acude
a sinestesias, juegos verbales y formas de toda índole —versículos, versos blancos y
endecasílabos rimados. Sin embargo, la obra de Roberto Rico se distingue de la de sus
contemporáneos por su virtuosismo léxico de filiación neobarroca —o neobarrosa, como
diría Néstor Perlongher—, lo que señala determinantemente la potencia creadora del
escritor frente al lenguaje: la transformación y la búsqueda de vocablos cuya sola
mención y regusto admonitorio enfaticen los sonidos para articular en el poema efectos
sensoriales: un festín verbal que sea al mismo tiempo un ágape de los sentidos. No es de
extrañar que para conseguir sus fines Rico realice, además de prolijos homenajes
literarios —a Raúl Garduño, Francisco Hernández, José Lezama Lima, Salvador
Elizondo y Alejandra Pizarnik—, espléndidos ejercicios ekfrásticos1 sobre tres cuadros de
Francisco Corzas y una escultura de Fernando González Gortázar en Reloj de malvarena
(1991), y constantes referencias o canibalizaciones de un discurso en apariencia disímil al
poético, como el de la música. En La escenográfica virtud del sepia (2000), quizá el
grado cero de su poesía, el escritor consigue conjuntar esos discursos y sentidos de los
que vengo hablando. El mismo título del volumen resalta el aspecto visual y sonoro del
poema como artilugio y teatro donde se desarrolla de manera programática —
prolongación y síntesis de lo ensayado en libros como Reloj de malvarena y Nutrimento
1 Cuando mencione el concepto de “ékfrasis” me referiré al homenaje descriptivo que realiza una representación verbal —en nuestro caso el poema— a un referente plástico (cuadro, escultura) o musical real o imaginado. Cfr. Krieger, Murray: Ekphrasis. The Illusion of the Natural Sign. Baltimore / London: Johns Hopkins UP, 1992.
7
de Lázaro (2000)— una ardua reflexión sobre el quehacer poético: el texto es el escenario
y las palabras son los actores de una orgía de sonidos y encabalgamientos. En La
escenográfica virtud del sepia Roberto Rico disecciona las palabras en su mínima
expresión (letras, grafías, fonemas); así, en “Jasón es un acrónimo” el escritor crea cinco
poemas, uno por cada letra del nombre del héroe griego (“Julio”, “Agosto”,
“Septiembre”, “Octubre” y “Noviembre”), al tiempo que alude al mito de Jasón y a la
idea del viaje como destino (Vellocino / Bello Sino), para luego enlazar con la idea de
que la poesía es reflexión, búsqueda, periplo e itinerario: el texto como topos donde se
lleva a cabo la construcción y el hallazgo del poema:
Siglas, pentápolis los meses, Jasón es un acrónimo;
conjetural y trashumante códice que ostenta hirsuto par
de erratas: por consiguiente a salvo Bello Sino.
Madero de salvedad, un lápiz —ágrafo polizón— circunnavega
en cada vez más cortas coordenadas, hasta encontrar
salida en un viaducto de la Piedad abovedada… (32).
Pero en La escenográfica virtud del sepia son también recurrentes los homenajes
y las alusiones a la música, como sucede, por ejemplo, en “Bossa nova fallido entre otras
razones por echarse en falta el fonema NH” (40), “Sonatina zonza” (42), “Lento con más
brío” o “Valsete en desagravio de una simbólica avería” (44). En los poemas
mencionados Roberto Rico confirma que el texto es una construcción verbal y sonora —y
en ese sentido, convencional y gráfica— a partir de juegos verbales ya ensayados en sus
ejercicios ekfrásticos. Esa cualidad es la disposición escenográfica del poema (visual) y
su vertiginosa fijación verbal (sonora) sobre la página; la prosodia del texto transita sin
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complicaciones de lo cultista a lo coloquial, mientras en su articulación prevalece un
sentido del humor cercano al de los poemas de Gonzalo Rojas o Gerardo Deniz:
No importa si al trapear
el trapeador oculte, mataselle
con agua (de trapear) el vano
litigio etimológico del trapo,
la jerga escurridiza de la jerga. (43)
Gabriela Balderas (Tapachula, 1963) cuenta, hasta donde sé, con un único libro,
Estaciones del viento (1993), brevísimo volumen de poemas en el que su autora apuesta
por una poesía decantada, de versos medidos y cuidados en su acentuación. En Balderas
el equilibrio del poema encuentra su punto de apoyo en el fulgor de la imagen chispeante
cuya brevedad proyecta de golpe la contundencia sonora y plástica del verso. No es
gratuito que varios de los poemas reunidos en Estaciones del viento sean homenajes a
imágenes míticas y / o legendarias del imaginario (el Cadejo, el basilisco, Perseo,
Medusa); tampoco lo es que los continuos ejercicios ekfrásticos que la poeta ha realizado
sobre cuadros de Francisco Corzas o sobre motivos arquitectónicos de la catedral de
Burgos, se cuenten entre los poemas más logrados del libro; ni que la poeta dialogue
sostenidamente con autores como Giuseppe Ungaretti, Alejandra Pizarnik o Manuel José
Othón; o que la poeta se refiera a la geografía y al color local chiapaneco como meros
referentes en un espacio que excede sus fronteras y las abre al exterior (Holanda, España)
para conseguir con ello la conjunción de espacios geográficos y estéticos que acaso
confirman su variada procedencia cultural sin anclarla en localismos. En relación con la
factura de sus versos, Gabriela Balderas apuesta por la imagen exacta, lo que transparenta
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el deseo de despojar al poema de elementos accesorios para que su brevedad coincida con
su depuración a fin de conseguir de una vez por todas la aprehensión de un instante
fugaz. En “Carta para ciruela negra” la escritora vincula este procedimiento —depurar
para acortar y, con ello, producir en el poema un efecto fulgurante— con las selecciones
de imágenes y sucesos que realiza la memoria, con lo que el recuerdo se convierte, como
el poema, en un artificio que da cabida a una gama amplia de sensaciones producidas
durante un encuentro amoroso: “Porque en mi boca, la de Safo, y la de Olga, / la necedad
de la memoria es oficio; / va guareciéndose en el verso” (64). Otras veces la poeta acude
al empleo de sinestesias a fin de mezclar y transmitir sensaciones en un golpe de imagen
—“tibio olor de resinas” (42), “canto solar” (56)—, con lo que el verso se convierte en un
gozo de los sentidos.
A diferencia de Marirrós Bonifaz, Roberto Rico y Gabriela Balderas, Gustavo
Ruiz Pascacio (Tuxtla Gutiérrez, 1963) ha optado en su obra por el sentido admonitorio,
creador y taumatúrgico del poema. La poesía de Ruiz Pascacio, empero, difiere de la
visión dionisiaca, genésica y extática que tiene en el culto a la Diosa Blanca o Gran
Madre a su punta de lanza, como se aprecia en buena parte de la obra de Efraín
Bartolomé2. En cambio, la poesía de Ruiz Pascacio se decanta por la tendencia solar y
apolínea del poeta vates. Su obra es, ante todo, un diálogo con la tradición hermética y
simbólica, y busca ser recreación de arquetipos e imágenes míticas. Sus poemas lo ubican
en el marco de la “simbología” o estudio de los símbolos, entre los que se cuentan
pensadores como Eliade, Bachelard y el imprescindible Juan Eduardo Cirlot —véanse su
monumental Diccionario de símbolos y su casi ignorada poesía. Si se pudiera emplear un
símil para describir los textos de Ruiz Pascacio, no dudaría en compararlos con emblemas
2 Cfr. sobre todo Música lunar. México: Joaquín Mortiz, 1991.
10
cuyos paisajes son portadores de significados concéntricos como en un mandala —
evolutivo e involutivo, creativo y escatológico, solar y lunar— que, en sus espirales,
acaso tendiese a contener el mundo en una suerte de aleph borgeano. Del diálogo entre
símbolos e iconos, el poeta aspira a transmitir una imago: por un lado, una imagen y una
geografía (paisaje visual); y por otro, una idea del mundo de ribetes universalistas y
heterodoxos, casi alquímicos en su voluntad por unir las tradiciones mitológicas de
oriente y occidente en el crisol del texto: una visión poética. El escritor ha sido fiel a esa
balanza desde Cualquier día del siglo (1994), su ópera prima3, hasta El equilibrista y
otros actos de fe (2000) y El amplio broquel de la melancolía (2001). El primer conjunto
indica ya cuál será la aspiración del escritor en sus libros ulteriores, a saber, la creación
de una poética que se desplace, como señala Gilbert Durand, en tres dimensiones:
cósmica, en cuanto modelo del mundo sensible; onírica, por estar fundada en recuerdos y
sueños; y poética, porque abreva del lenguaje. El traslado vertical y horizontal por esas
instancias vinculadas en el imaginario colectivo gracias a una sugerente codificación
iconográfica y ars combinatoria culmina con la apertura de significados del texto:
Cada mil años
una mujer sin nombre nos pregunta
nos busca nos observa
desde su icono medieval sibilatorio.
“Somos la luna sobre la pendiente,
la luz que viene rodando”. (2001, 53)
3 De aquí en adelante, cuando me refiera a Cualquier día del siglo emplearé la última edición de ese volumen incluida en el libro El amplio broquel de la melancolía. Ver bibliografía.
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En El equilibrista y otros actos de fe, sin dudas su mejor libro de poemas, Ruiz
Pascacio compone una geografía —un lugar y una grafía, un espacio verbal— que
consolida el intento del escritor por hacer del texto un espacio abierto a la reflexión para,
en su sintaxis simbólica, conformar una carta de creencia en el hecho poético. De ahí que
Ruiz Pascacio abra su volumen con una cita de Michel Foucault sobre las utopías como
espacios que consuelan porque “despliegan ciudades de amplias avenidas, jardines bien
dispuestos, comarcas fáciles, aun si su acceso es quimérico” (3). Los nombres adoptados
o creados para trazar esa carta geográfica de estancias maravillosas es por demás
elocuente: Utopía (del griego u-topos), no hay tal lugar; Patricia, palabra que el poeta
emplea para jugar con la etimología latina pater / patria / patricia: herencia, tierra
prometida y nación, pero también subversión de lo masculino para configurar un claustro
femenino, materno y original; Satrel, anagrama de “letras”; y Territorio Insular, espacio
(verbal) que expone el aislamiento y la soledad del escritor frente al texto. En su
conjunto, el libro es un itinerario de las obsesiones de Ruiz Pascacio, a saber, las tres
dimensiones antes referidas para articular la sintaxis del poema y, con ello, la certeza —
religión y comunión— de la fe en el acto creativo, lo cual aparece transfigurado en la
imagen del Equilibrista, homenaje al poeta cubano Eliseo Diego, inventor él mismo de
provincias y prodigios verbales.
La poesía de Marco Fonz (ciudad de México, 1965) pareciera ilustrar de manera
fehaciente el conflicto que Harold Bloom bautizó como “la ansiedad de las influencias”.
La modalidad poética de Fonz es contestataria y sus textos son en buena medida
respuestas que intentan, en su articulación y contra-dicción, des-componer a sus
referentes literarios: más que dialogar con ellos, cuestionarlos y, en un sentido estricto,
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vaciarlos a través de un desgaste paródico progresivo. Por ejemplo, uno de los mejores
textos de El ojo lleno de dientes (1998) es un diálogo desencantado y cínico con la
dimensión visionaria de la obra de William Blake. El poema abre con un epígrafe del
autor de “Las bodas del cielo y el infierno” que dice:
Niños de la edad futura
que vais a leer estas páginas indignas,
sabed que en tiempos más antiguos
el amor, el dulce amor,
era considerado un crimen.
A lo que Marco Fonz añade, como si se tratara de una posdata o una corrección al margen
de la página:
He leído
y en estos tiempos de la edad decadente
todos son viejos
y no conocen el amor.
Así que tampoco saben lo que es un crimen. (12)
El pecado y la degradación de la carne y del tiempo como constancias de la
continuidad y de la corrupción son premisas recurrentes en los poemarios de Marco Fonz.
En “La abertura original” el poeta realiza una parodia de la caída bíblica con el objetivo
de componer, en contraparte, una caída más prosaica: la de un pasajero por una puerta
abierta del metro. El texto busca señalar en clave de humor la condición falible, cotidiana
y, en añadidura, humana del poeta (1998, 29). Incluso cuando se habla de Dios se trata de
una divinidad abscóndita, privada de poder: una entidad tan fugitiva como el mismo
13
hombre: “Soy Dios y no puedo construirme un par de alas. / Hace tiempo que estoy
triste” (33).
En la obra de Fonz la escritura deberá entenderse en su dimensión corrompible y
hasta como silencio y balbuceo; antes que prever la invocatio de la palabra como
advenimiento propicio y solar, el escritor prefiere señalar la condición estéril del acto
creativo, tal como ocurre en “Los autistas”: “Calla, / es mejor callarse todo” (25). El
silencio, de tal forma, se convierte en el grado cero de una escritura consciente de que
todo está escrito y que al poeta sólo le queda la contradicción como condición máxima o
apotegma creativo: la desintegración del texto. Ese es el planteamiento de Cantos
siniestros a Chiapas (2001), en el que Fonz canibaliza, subvierte y parodia el genésico
Canto a Chiapas del poeta Enoch Cancino Casahonda (1928). El hecho de que el joven
escritor use como paradigma el poema de Cancino no es gratuito, pues se trata de uno de
los textos que mejor describe esa tópica visión imaginífica e idílica del estado. No
obstante, el espacio que contempla Marco Fonz no es el de la provincia maravillosa, real
y creada, cifra de todas las mitologías sobre el origen y el fasto de la naturaleza, sino el
“Edén subvertido”, el lugar de “Lilith, la nocturna” (15), el envés del paraíso, el ámbito
telúrico de lo proscrito. Y aún más: la poesía de Marco Fonz confirma la desintegración
de la visión idílica de la entidad como locus amoenus y su ingreso total y devastador a la
aldea global. Si Enoch Cancino afirma: “Chiapas es al cosmos / lo que una flor al viento”
(9), Fonz responde: “Ahora los ángeles son zopilotes, sombras del sol en la tierra /
lágrimas lunares” (17). La contra-dicción al tono edificante del Canto a Chiapas tiene la
finalidad de subvertir o, como dijera Linda Hutcheon, de “des-instalar” y “re-pensar” (44)
un discurso que le sirve de referente para decir que la orientación genésica no tiene ya
14
lugar y que, por el contrario, lo que priva es la degradación de la materia: no el canto
esplendoroso a los poderes de la creación, sino el plañir de un Orfeo que ha perdido toda
posible identidad con el entorno heterotópico, en tanto se percata de que su vocación
taumatúrgica y nominativa está destinada al fracaso. De ahí que la misma des-
articulación del Canto a Chiapas sólo pueda conducir a la conciencia del silencio y de la
esterilidad de la escritura: el canto se vuelve prosa y la prosa se convierte en balbuceo y
fragmento:
No entiendo nada de lo que veo
nada quiero entender.
No quiero saber acerca de los ojos sangrantes de la iguana
ni del cadáver convertido en millones de hormigas
Animal gigante por la selva.
Recuerdos de épocas superiores. (14)
Cierro este breve panorama con un comentario a la poesía de Bernardo Farrera
Vázquez (Berriozábal, 1979), compuesta hasta el momento por un único volumen: Los
istmos de Eros (2004). El libro de Farrera Vázquez muestra una visión total frente al
texto que señala una suerte de retorno nostálgico a la visión demiúrgica del poeta, pero no
desde la perspectiva hermética y visionaria —como sucede en las obras de Gustavo Ruiz
Pascacio y Marco Fonz—, sino desde la fe en la creación de una erótica verbal. En ese
sentido, el pequeño libro del joven escritor se enlaza con la más pura tradición del canto
erótico —véanse el Cantar de los cantares, Piedra de sol de Octavio Paz y Asela de
Eraclio Zepeda. Los istmos de Eros es un recorrido imaginario por la geografía de un
cuerpo femenino al que contempla —del latín cum-templum: mirada ascendente y
15
sagrada— como signo de una abundancia táctil capaz de iluminar y de encender con su
resplandor primigenio el acto creativo:
Llevo largas noches descubriendo
el oculto lenguaje bajo la piel de mi mujer.
En la callada tranquilidad hay confidencias, reproches, agradecimientos,
pronunciados con el brillo de nuestras miradas.
Sobre el lecho somos dos en constante lid,
en la pared una sombra se mece armoniosamente. (14)
En Los istmos de Eros la mirada es la primera escala en el tránsito a la contemplación de
la vasta y milagrosa geografía del cuerpo. La descriptio de esa provincia a la que el poeta
declara abiertamente su pertenencia va convirtiendo su exploración en un lenguaje
primero visual y luego táctil, de tal forma que el procedimiento descriptivo se vuelve
escritura y mapa de esa zona a la que el poeta vuelve alimentado por la nostalgia del
origen. El retorno deberá entenderse, pues, como el regreso celebratorio a un topos
(cuerpo) consagrado y a un tiempo continuo original:
Vuelvo a ti
como el que retorna
y anda antiguas ciudades. (15)
La forma privilegiada en Los istmos de Eros es el canto, en cuya exaltación extática la
voz poética adquiere las facultades para deslindar, configurar y construir; en síntesis, de
nombrar para cargar de sentido y otorgar peso, realidad y existencia al mundo. Pero
designar implica el conocimiento de un lenguaje capaz de revivir y traducir la experiencia
sensorial. ¿Cuál? Bernardo Farrera Vázquez no vacila al responder: el erotismo que es en
16
sí mismo, como dijera Octavio Paz en La llama doble, una gramática de los cuerpos que
se emparienta, a su vez, con esa otra erótica que es el poema: encuentro y
encabalgamiento de sonidos, sílabas y palabras (10). En esa doble faz —cuerpo, poema:
¿de nuevo el texto como geografía?— transfigurada en la página, el texto discurre para
que todo sea sucesión gracias a la repetición ritual del contacto físico y de las palabras. El
poeta se convierte en oficiante porque ejecuta un rito verbal y erótico:
El día, la noche, la tarde
se repiten (21).
Al nombrar al cuerpo femenino como región salvífica, Bernardo Farrera Vázquez
articula la vuelta nostálgica a una provincia imaginaria: el poema. Ese retorno, sin
embargo, confirma la paradoja de que todo verdadero regreso es necesariamente
imaginario porque sólo la invención puede recuperar el estado de gracia original. En el
instante del contacto de los cuerpos es el erotismo lo que ayuda a trascender el espacio
terrestre y fugaz; en el poema, es la concreción de ritmos y sonidos lo que configura la
geografía viva de esa experiencia sensible. El retorno ritual (erótico, poético) que plantea
Farrera Vázquez en Los istmos de Eros parece dirigirse precisamente en esta dirección y
confirmar que el regreso es posible y que además es necesario.
III. Aperturas: instantánea provisional
Más que a filiaciones y propuestas de grupo los escritores chiapanecos recientes tienden a
una sana dispersión y variedad de tonos y registros. Aunque no prevalece una sola línea
formal y temática sí se puede apreciar un rasgo común: las características de las obras
revisadas parecen confirmar que la última poesía chiapaneca apunta hacia una búsqueda
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del conocimiento pleno de la experiencia poética y de sus posibilidades expresivas, y no a
la prolija exploración del paisaje (climas, espacios) del trópico o del color local. De ahí
que en las prácticas discursivas revisadas se destaque la creación de provincias verbales
(Marirrós Bonifaz, Bernardo Farrera Vázquez) sin referencias explícitas a la geografía
inmediata (Gustavo Ruiz Pascacio). De la misma manera, cuando hay menciones a
espacios de la entidad se trata de referentes geográficos no sublimados que se ubican en
un contexto mayor (Gabriela Balderas, Roberto Rico), o de la subversión de la mirada
edificante del espacio local (Marco Fonz). De ahí que todos los escritores mencionados
en este panorama tiendan a ver el poema como un continente verbal: un topos reflexivo
donde el creador asume la factura del texto o de los referentes que le sirven para formar
espacios creativos personalísimos, o simplemente para (de)construirlos a partir de la
parodia y del homenaje. Esta actitud entraña un acto de conciencia frente al idioma, pues
los creadores recientes de Chiapas se concentran en el poema como topos de reflexión y
de adscriben a la idea de que ese espacio es eminentemente textual: un continente de
palabras.
En suma, y a riesgo de reducir las propuestas poéticas aquí señaladas, se pueden
mencionar las siguientes características concomitantes y divergentes en las obras de los
escritores referidos: 1) reflexión sobre el lenguaje; 2) concepción del texto como topos de
la escritura; 3) presencia del cuerpo como geografía humana y escritural, es decir, como
espacio sensible y gráfico; 4) conciencia del poema como artificio; 5) homenajes a
escritores, músicos y pintores (ékfrasis), lo cual avisa de algunas de las filiaciones
estéticas de los poetas; y 6) apuesta por la experimentación verbal —paradojas,
anagramas, sinestesias, invención de palabras— en cuanto trazo escrito de la experiencia
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creativa. Si bien lo prolijo y variado del paisaje no asegura que tal o cual autor será en
definitiva imprescindible —recuérdese que se trata de un paisaje aún en movimiento y
reacomodo—, sí se pueden mencionar poemas logrados, versos exactos e imágenes que
merecen destacarse porque confirman la continuidad en la arriesgada apuesta por la
poesía, lo cual es, o al menos debería ser, motivo de regocijo.
Bibliografía
Balderas, Gabriela. Estaciones del viento. México: Fondo Editorial Tierra Adentro, 1993.
Bloom, Harold. The Anxiety of Influence: a Theory of Poetry. Nueva York: Oxford UP,
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