Download - Facu - Sobre La Posibilidad de La Filosofía
¿Es aún posible la filosofía?
Apuntes en torno al materialismo
Este mundo real y visible en el cual vivimos y que vive en nosotros, será el objeto
constante y el límite de nuestras investigaciones, y es bastante rico su contenido para
que el más profundo estudio de que es capaz el espíritu humano no pueda agotarle
nunca
Schopenhauer
Que se reconozca en la apariencia de lo temporal y pasajero la sustancia que es
inmanente y lo eterno que es presente
Hegel
I
Dos definiciones vertebran desde hace algún tiempo la experiencia pensante de
Amartillazos. Estas definiciones pueden sintetizarse en la fórmula anticapitalismo
político y materialismo teórico. La primera parte de la fórmula supone que, para
nosotros, la tarea política se solapa con la pregunta por la posibilidad de construir
alternativas globales y radicales al modo vigente de organización de la vida social. La
política es, para nosotros, la introducción de la contingencia en la aparente necesidad
con que lo existente se reproduce a diario. Todo modo de producción hasta el presente
ha sido, a la vez, un modo de dominación; toda organización social precedente ha sido a
la vez una organización del sometimiento de los hombres. Toda dominación, al mismo
tiempo, implica la oclusión de la caducidad histórica. Para que un orden de dominio se
sostenga en el tiempo, éste debe presentarse como intemporal, eterno, ajeno al cambio.
La dominación es, pues, la elevación de lo histórico, transeúnte y contingente a algo
necesario e intemporal. En el mundo actual la forma que toma la dominación revestida
ideológicamente como necesidad es el capitalismo, basado en la reducción del trabajo
concreto a trabajo abstracto. Pensar políticamente, pensar lo dado como caduco, es para
nosotros pensar la posibilidad incierta de un más allá del capitalismo.
La segunda parte de la fórmula se refiere a nuestro modo de entender la filosofía. Para
nosotros, la filosofía es inseparable de la estética, en la medida en que las condiciones
trascendentales de la experiencia posible son inmanentes a la experiencia real. La
filosofía estética, que también podría llamarse filosofía de la experiencia o filosofía
histórica, supone que el sujeto del conocimiento y la acción (que era constitutivo para
las gnoseologías idealistas) no se afirma en una posición pura, sino que se constituye al
interior de las relaciones sociales. En otras palabras: para nosotros, la experiencia
histórica y determinada produce al sujeto. Si las condiciones de posibilidad de la
experiencia se juegan en la experiencia histórica, entonces no hay punto arquimédico
allende lo histórico, contingente y transitorio donde podamos instalarnos para pensar.
Pensar, pensar en filosofía, es para nosotros abismarse en lo histórico en su
transitoriedad, no elevarse a pretendidos marcos fundamentales.
II
La fórmula anterior bien podría, también, invertirse: materialismo político y
anticapitalismo filosófico. La inversión complementa la expresión original.
Políticamente, ser materialistas supone que la pretensión de mirar lo dado como caduco,
como pasible de transformación, no descansa sobre ideales trascendentes y
preconcebidos, sino que debe remitirse a lo histórico mismo. El cambio social, para
nosotros, no puede ser producto de la implantación de un ideal, sino que debe surgir del
movimiento real, que anula y supera el estado de cosas existente. Esto significa dos
cosas. Primero, que no puede predefinirse el contenido de la emancipación. Si se le da
un contenido fijo de antemano, la emancipación se vuelve heterónoma, se convierte en
un momento más del dominio. Si ha de existir emancipación alguna, ésta debe abrirse a
su propia contingencia, porque sólo así se dejará construir por los hombres, en lugar de
impostárseles verticalmente. La edificación del cambio social no puede, entonces,
sujetarse a los ideales preconcebidos e impostados por una minoría ilustrada, sino que
debe germinar concretamente de la connivencia de voluntades diversas e imprevisibles
en una elaboración común. Segundo, el materialismo político significa que la
construcción de la emancipación debe distinguirse de modo estricto de toda
elucubración de utopías, atendiendo en cambio a las condiciones objetivas, al legado
histórico, de cuya dialéctica interna puede surgir, acaso, un nuevo orden social. La
política que queremos es materialista porque no le interesan ya los ideales buenos y
bellos, sino las construcciones posibles que pueden encarar los sujetos, conforme las
condiciones objetivas bajo las que esas construcciones han de darse. La introducción de
la contingencia en la necesidad del orden social capitalista, en suma, no responde para
nosotros a ideales formulados a priori, sino a las inconsistencias en la propia factura de
lo histórico, inconsistencias que son signo de su revocabilidad potencial.
Decimos, también, que nos reúne cierto anticapitalismo filosófico. Llamamos
anticapitalismo en general a la puesta en caducidad de las relaciones sociales vigentes.
Nuestra apuesta filosófica se vincula con el anticapitalismo por el modo como nos
remitimos a lo histórico. El materialismo filosófico, la reconducción de las condiciones
de posibilidad de la experiencia a su historia efectiva, no debe empero constituir esa
experiencia en algo cerrado, completo y autoconsistente. Por el contrario, la inmanencia
histórica, la facticidad concreta en cuyo seno nace el pensar, se torna captable
únicamente desde el punto de vista de su superación. Remitirse a lo histórico no
significa encontrar en lo dado un punto de llegada definitivo. Por el contrario, el
pensamiento se remite a lo histórico concibiéndolo ya como móvil y transitorio. La
filosofía, por lo tanto, tiene por tarea primordial pensar la sociedad existente, pero sólo
si la piensa en el movimiento de su transformación. El cometido de la filosofía es
superar el espíritu de su propia época, con los medios que ese mismo espíritu provee. La
filosofía sigue siendo, pues, su tiempo aprehendido en pensamientos, como lo era para
Hegel; mas lo es siempre y cuando -y contra Hegel- conciba a ese tiempo como caduco,
superable.1
III
El pensamiento materialista debe ser considerado, en un comienzo, como un
pensamiento antimetafísico. El materialismo filosófico pretende, frente a las
abstracciones universalizantes, entregarse a la inmanencia histórica, perdiéndose en la
riqueza de determinaciones de lo particular y lo finito. Pensamos aquí en la filosofía de
T. W. Adorno, que él mismo vinculó con el materialismo.2 El materialismo es la actitud
filosófica que no busca asentarse en un fundamento último o un comienzo impoluto
para decidirse al pensar, sino que se dirige a lo fáctico en su caducidad.
La decadencia de la metafísica no es, empero, meramente el resultado de una posición
teórica. El pensar metafísico pierde terreno en el mundo por el avance de la racionalidad
instrumental. La historia de occidente puede ser vista como la historia del surgimiento y
desarrollo de un tipo de racionalidad que limita el trabajo del pensamiento a la meta del
dominio progresivo de la naturaleza y el hombre (este proceso es el iluminismo).3 La
ecuación de la racionalidad instrumental equipara saber y dominio. Así, pone al hombre
dotado de intelecto en un rol señorial. El conocimiento se vuelve, entonces, poder para
disponer del mundo y de los hombres. Esta idea del conocimiento se corresponde con
una imagen del sujeto que se vincula con la objetividad en términos estrictamente
1 Cita Hegel.2 ADORNO, T. W., Dialéctica Negativa, trad. cast. De Alfredo Brotons Muñoz, Madrid, Akal, 2008, p. 182.3 Cita Dialéctica del Iluminismo.
manipulativos: el sujeto llega a conocer aquello que puede subsumir, apresar. El mundo
objetivo deviene entonces un mundo vaciado de sentido para el hombre y se le enfrenta
como mera materia disponible para ser manipulada. La objetividad se define, para la
perspectiva de la racionalidad instrumental, no por las posibilidades de encuentro con lo
no-idéntico que acaso yazcan en ella, sino por el conjunto de operaciones en que puede
ser apresada.
IV
En el marco del progreso del iluminismo, las ideas metafísicas, que querían nombrar lo
trascendente, lo inconmensurable con la totalidad de lo ente, se ven forzadas a huir
hacia una posición defensiva. Si el mundo es materia dócil para el dominio en manos de
un sujeto ávido de poseerlo, no puede haber nada en él que oficie como signo de lo no-
idéntico. Lo otro del sujeto, el mundo perdido para él y objetivado como correlato
material de la razón avasalladora, no le es en verdad otro, pues ha sido dispuesto
previamente como disponible, asequible y subsumible. El iluminismo, que exorcizó el
mito para instituir la frialdad de la distancia y el cálculo en todas las relaciones del
hombre con la objetividad, es en verdad una forma más del mito. Objetiva la naturaleza,
poniéndola a distancia del sujeto, sólo para confirmar que ésta se le somete, que se deja
asimilar en el conjunto de operaciones subjetivamente dispuestas sobre ella. Sólo con el
iluminismo la “cosa en sí” se vuelve del todo “cosa para nosotros”. Este giro excede el
mero constatar la insalvable cuota de subjetividad en toda aprehensión del objeto.
Indica, más bien, que el sujeto se vuelve incapaz de una actitud objetiva no
reduccionista. En todas partes, entonces, el sujeto que sale de sí hacia la cosa se
encuentra en ella de nuevo consigo mismo, pues su experiencia está preordenada como
cárcel y mito, y en ella se confirma sólo el retorno de lo siempre igual.
La metafísica, entonces, ya no puede calar en el mundo totalmente iluminado. Las ideas
metafísicas, al igual que las teológicas, prometían algo más que la experiencia como
totalidad de lo ente dispuesto para ser poseído. Eso excedente, trascendente, se ha
perdido, sin importar que se lo piense a partir de la diferencia entre el ser y el ente o se
lo cifre como ens realissimum. Así como la dialéctica sujeto-objeto no se puede
establecer definitivamente en términos puros, sino que es en sí misma histórica;
igualmente las verdades metafísicas se ven atravesadas por el curso del mundo. Si la
totalidad de la experiencia es equiparada cada vez más a la totalidad de lo subsumible
por el sujeto, entonces nada que exceda el estrecho círculo del dominio de la naturaleza
y el hombre llega ya a ella. La metafísica, impotente ante la realidad, se refugia
consecuentemente en posiciones cada vez más abstractas, que tienden a un mutismo
inane. Heidegger y Wittgenstein, en efecto, coinciden en su llamado al silencio frente a
la metafísica. El primero quiere hacer con eso una elaboración positiva del pensar, pero
el curso del mundo ha destinado de antemano al fracaso a una empresa semejante.
Las posiciones defensivas, ligadas al refugio en una abstracción cada vez mayor con
respecto al ente, ya han sido, sin embargo, conquistadas. Al resignar toda promesa de
realización en la experiencia, la metafísica deja intacta a la totalidad. La racionalidad
instrumental puede tolerar la doble verdad, que le deja seguir siendo irremediablemente
instrumental en sus actitudes mundanas en la medida en que las verdades del metafísico
no le competen. El metafísico aspira simplemente a resguardar un ámbito de
pensamiento que no esté maculado por el horror real, sin modificar un ápice ese horror.
Así, su actitud defensiva es compatible con la mera connivencia con lo dado.
V
La crítica a la metafísica debe, empero, ir aún un poco más lejos. El curso del mundo,
que destierra a la metafísica a la insignificancia, es a la vez su realización. La sola
pretensión de elevarse a un pensamiento sobre la totalidad de lo ente a partir de un
absoluto trascendente es tan totalitaria como la del sujeto iluminista. La relación entre
metafísica y racionalidad instrumental no es simplemente excluyente, como podría
parecer a primera vista. Por el contrario, ambas obedecen a una lógica común: la
reducción de la diferencia a la identidad. Dotar de sentido al mundo, globalmente y de
una vez por todas, sería algo así como “calcular el beneficio neto de la existencia”,
convirtiéndola en totalidad de lo fungible. La metafísica decae por el ascenso
irrefrenable de un sujeto que convierte toda experiencia en experiencia de lo disponible
para ser manipulado, esto es, en experiencia de lo de antemano idéntico. Con todo,
también la construcción metafísica obedece a una racionalidad totalitaria por la misma
naturaleza de la especulación filosófica, es decir, por la pretensión de organizar
inteligiblemente la realidad toda desde una perspectiva pura. Las posiciones defensivas
en las que la metafísica se refugia ya han sido conquistadas porque ellas mismas se
erigen bajo el primado de lo idéntico, estos es, bajo la pretensión de aprehenderlo todo
en un conjunto de principios puros. La metafísica cae en desgracia por los principios
que ella misma moviliza, en tanto la promesa de trascendencia que porta está a su vez
ligada al antagonismo de la identidad total.
VI
La decadencia de la metafísica es, pues, saludable. Tal vez la filosofía misma, la
tradición entera de las preguntas fundamentales, sea una enfermedad de la que debamos
curarnos de una vez por todas. Esta afirmación, empero, es todavía peligrosa. Encierra
el peligro de pasarse sin restos a la totalidad iluminista, equiparando al pensamiento con
la suma de operaciones en que lo dado en la experiencia es vuelto asimilable y
subsumible. La razón, si guarda aún algún compromiso emancipatorio, ha de ser algo
más que un instrumento. Afirmar que la metafísica ha muerto para encarcelar al pensar
en un conjunto de juicios positivos, basados en lo dado, inmoviliza cualquier
perspectiva liberadora. Una tal perspectiva necesita contemplar el mundo sin plegarse a
él sin más: toda visión emancipatoria porta un dejo de motivación trascendente. La
metafísica debe desmoronarse definitivamente, habida cuenta de su afinidad terrible con
la identidad total, pero hacer sobre su tumba la fiesta de la positividad consagrada no
resulta menos horroroso. La metafísica, hoy, vive una situación paradójica: o se asila en
abstracciones exangües, pretendidamente puras y que ya no lo son, o renuncia a
hipostatizar sin más la totalidad de lo vigente. En ambos casos, confirma la mutilación
de la experiencia y la reducción de toda diferencia a la identidad.
VII
Si la promesa excedente de la metafísica puede subsistir, es sólo pasándose a lo mínimo,
a lo insignificante. En lugar de entregarse a un especular vano sobre el Ser, la Sustancia
o los Infinitos, la metafísica perdura únicamente en la forma de materialismo. O, si se
prefiere, la metafísica debe transfigurarse en historia, aún la ontología misma debe
historizarse. La promesa de lo trascendente, de lo no-idéntico, debe guardarse como
promesa de redención en el ente. La crisis de la metafísica es la crisis de su correlato
antagónico: la experiencia. La metafísica decae porque es cada vez más difícil acceder a
la experiencia. Ésta promete el contacto del sujeto con lo que le es heterogéneo, con la
realidad corpórea diferente del pensamiento; pero se ve por todas partes colonizada
como reflexión de lo idéntico. La posibilidad de la experiencia sería, entonces, la única
posibilidad de la metafísica. La redención en el ente significaría que la apertura a lo otro
dejara de ocultarse allende el mundo sensorial, en un mutismo místico o una
especulación desencarnada, y pasara a calar en la experiencia misma. Si hay una
posibilidad para el pensamiento (y la acción) que no se refugie en abstracciones ni
absolutice lo dado como lo único posible, esa posibilidad germina en la idea de una
experiencia metafísica. Adorno nos insta a ser “solidarios con la metafísica en el
instante de su derrumbe”.4 Eso, empero, no significa rescatarla del olvido, sino asumir
lúcidamente que ésta debe derrumbarse para transfigurarse en experiencia de lo no-
idéntico.
VIII
La situación política del presente, que es la que configura a la vez la situación histórica
de la metafísica, interpela a las posibilidades de la crítica. Max Horkheimer, a fines de
los años 30, definió la teoría crítica como aquella que se dirige la realidad vigente a
partir del impulso de su transformación. Mientras que la teoría tradicional se limita a
buscar regularidades sistematizables en lo dado, la teoría crítica lee la realidad como
contradicción, o sea, desde el punto de vista de una transformación posible que ya se
anuncia en ella. Para la teoría crítica la sociedad no se compone de datos de los que se
pueda disponer, sino que está cargada de una serie de promesas emancipatorias que la
movilizan más allá de sí. La crítica, entonces, comprende lo que es desde el punto de
vista de lo que puede llegar a ser, que ya se anuncia en ello. Se trata de una teoría
práctica, cuyo supuesto epistemológico radica, por compendiarlo llanamente, en las
posibilidades trascendentes pero realizables sepultadas en lo dado. El cambio social no
es para la crítica una eventualidad histórica a constatar, sino la condición de posibilidad
de la comprensión de la realidad.
El problema a que se enfrenta siempre la crítica es que ésta debe ser concreta sin perder
fuerza emancipatoria, debe anclarse en el movimiento social real sin dejar de colaborar
con llevarlo más allá de sí. Sin base real, sin referencia a elementos potencialmente
subversivos en el movimiento social efectivo, la teoría crítica corre el riesgo de volverse
teoría tradicional, depositaria de una serie de consignas abstractas a aplicar en el mundo
o de unos principios buenos a ser conservados como privilegio de una casta intelectual.
Sin fuerza trascendente, la teoría no es más que una constatación elaborada de lo
meramente existente.
IX
La elaboración de la crítica se desgarra, pues, en una doble tensión. Por un lado, la
crítica debe ser un fermento de la política radical. Debe negarse a optar entre opciones
fraguadas sin más al interior de las relaciones sociales vigentes, replanteando cada vez
el ámbito de los debates que se dan en el seno de la repetición y reproducción de lo
mismo. De ahí que el lenguaje de la crítica no pueda ser fácil. El lenguaje fácil,
populachero, el lenguaje de la tele, de las charlas de peluquería y de café, es también el
4 ADORNO, T. W., Op. Cit., p. 373.
lenguaje de la policía y los empresarios. La crítica se dirige al lenguaje cotidiano, pero
no se limita a analizarlo. Contrariamente, indaga en él en la convicción de que es
posible hablar y vivir de otro modo. La crítica se dirige al lenguaje cotidiano en la
medida en que en él están sedimentadas las promesas de otro modo de vivir. La crítica
debe, asimismo, ser concreta, debe sustentarse en el movimiento social real. Su
distancia del lenguaje dominante no puede volverla endogámica y para pocos. La
condición intempestiva e inactual de la crítica no es excusa para el sectarismo y el
elitismo: la crítica no es negación ni rechazo. La tarea de la crítica es, pues, no sólo
apuntar a una nueva organización de la sociedad, saliendo de las condiciones y del
horizonte de experiencia actuales, sino hacerlo de modo histórico-concreto, basado en
las positividades del movimiento social real.
X
La teoría crítica, por todo lo anterior, no puede pensarse sin un momento excedente,
“metafísico”, que no coincida con la totalidad de lo dado. La teoría crítica, si va a
distinguirse de la teoría tradicional, no puede ser simplemente empírica. El presupuesto
práctico-epistemológico de la teoría crítica es que el mundo es caduco, transformable, y
por lo tanto susceptible de redención. Así, la teoría crítica lee la realidad dada desde el
punto de vista de una realidad posible, que ya no sería opresiva. Asume, entonces, un
supuesto que no es inmediatamente constatable, porque apunta a la posibilidad de una
experiencia que no se ha dado aún. La teoría crítica puede, entonces, recuperar la
promesa excedente de la metafísica, toda vez que la metafísica esté dispuesta a
secularizarse, dirigiéndose a lo histórico.
La reflexión sobre la metafísica aparece mediada a su vez por la apropiación de una
categoría teológica, la categoría de redención. Tal vez todo pensamiento de la
emancipación sea teología secularizada. El problema, en todo caso, es que la
secularización sea radical, que la promesa trascendente de la teología se haya
reconvertido en algo experimentable en los cuerpos.
XI
Cuando hablamos de experiencia, de filosofía de la experiencia, debemos tener en
cuenta la diferencia entre un concepto descriptivo y uno prescriptivo de la experiencia.
Descriptivamente, la experiencia es la totalidad de lo dado como materia esperando a
ser poseída, sometida y reducida por un sujeto que se erige en dominador. La
experiencia asequible por las operaciones de la razón instrumental se constituye por la
exclusión de lo no-idéntico, por el cierre de todo encuentro con el objeto bajo la lógica
de la proyección infinita del sujeto y su identidad consigo. Descriptivamente, bajo el
orden de cosas dado, la experiencia no es un momento de emergencia de lo particular y
diferente, sino la instancia de subsunción de eso diferente en la fuerza omnímoda del
sujeto.
Prescriptivamente, o sea de cara al cúmulo de promesas inscriptas en lo sido que la
teoría crítica quiere rescatar, la experiencia acaso pueda llegar a ser la instancia de
encuentro del sujeto con lo que le es diverso. Es posible acceder a la experiencia de
objeto sólo si se suspende la manipulación operacional como único modo de aprehender
la realidad, sólo si la objetividad diferente del pensamiento deja de ser vista como algo a
subsumir. La posibilidad de la metafísica, esto es, la posibilidad de algo que exceda la
totalidad de los entes sometidos a la razón instrumental, no se guarda en la abstracción
inane, sino en la idea prescriptiva de la experiencia. La posibilidad de la experiencia,
igualmente, remite al intento imposible de encuentro del concepto con lo que no es en sí
conceptual.5
XII
El materialismo, la única actitud filosófica en la que la metafísica se salva de reproducir
lo existente, se pierde en lo transitorio y lo finito, para encontrar en ello el fermento de
la universalidad. Nuevamente Adorno: “Allí donde la metafísica hegeliana equipara
transfigurativamente la vida de lo absoluto con la caducidad de todo lo finito, mira al
mismo tiempo un poco más allá del hechizo mítico que ella absorbe y refuerza”.6 Antes
dijimos que para nosotros la filosofía, al igual que la política, se dirige al presente en su
caducidad. Ahora agregamos, además, que sólo una política y una filosofía que asuman
sin menosprecio lo caduco, lo temporal y pasajero, pueden alcanzar una universalidad
genuina.
La teoría crítica debe evitar caer tanto en el relativismo como en el universalismo
abstracto. Si hace esto último, guardando excesiva fidelidad a lo insostenible de la
tradición filosófica, la crítica deviene ahistórica, enajenándose al ente y capitulando ante
lo vigente mediante el refugio en abstracciones ya colonizadas por el primado de la
identidad. Si, guardando su compromiso con lo fáctico, el materialismo se sumerge en
lo histórico hasta devenir relativista, el elemento excedente que porta (en el que radica
su compromiso emancipatorio) se pierde. Bajo el relativismo el presente se inmuniza a
la crítica, hipostasiando lo dado como terminus ad quem de todo pensamiento y acción. 5 Cita de Martin Jay.6 ADORNO, T. W., Dialéctica Negativa, trad. cast. De Alfredo Brotons Muñoz, Madrid, Akal, 2008, p. 330.
La teoría crítica de la sociedad se niega a fundamentarse en tesis trascendentes a lo
histórico, tanto como evita hundirse en lo histórico sin trascendencia:
“La decisión sobre permanecer en la inmanencia de la cultura o
situarse en la trascendencia de ella supone una recaída en la
lógica tradicional que fue objeto de la polémica de Hegel contra
Kant: todo método que determina límites y se mantiene dentro de
los límites de su objeto rebasa por eso mismo dichos límites”.7
La metafísica debe transfigurarse en materialismo, en filosofía limitada a lo histórico y
caduco, porque sólo así puede albergar aún una promesa excedente no sometida a la
reproducción de lo dado. Pero el materialismo, a la vez, supera los límites de lo dado en
el instante en que se hunde en ello. Así, la limitación del pensamiento a lo histórico y a
la experiencia no aniquila sin más al impulso excedente de la filosofía, sino que lo
transfigura. La filosofía primera ya no puede sostenerse en un mundo donde la técnica
lo ha dominado todo, y ello es saludable. Existe, sin embargo, aún un pensar filosófico
posible. Éste puede encontrar alojo en la experiencia misma, en tanto en ella se guarda
la posibilidad de lo no-idéntico.
XIII
La filosofía se extiende siempre tanto como la inquietud universalizante. Allí donde ésta
cesara no habría ya razón para preguntar siquiera por la posibilidad del filosofar. El
universalismo que nos interesa, empero, debe afirmarse más allá de todo uso
etnocéntrico y de toda reacción relativista. Un tal universalismo habilita también una
política que no se contente con marcos generales incapaces de alcanzar lo pequeño, lo
histórico, ni se vuelva a la afirmación reaccionaria de la propia particularidad en
desmedro de lo universal. Este universalismo se encuentra en la raíz del proyecto ético-
político de la emancipación. El universalismo de la emancipación reside en la
afirmación de lo particular, finito y caduco como universal y absoluto. La universalidad
viable más allá de toda identificación coactiva es la que reconoce lo transitorio como
revestido de universalidad.
XIV
El anticapitalismo político mencionado al comienzo no supone un posicionamiento
meramente negativo. No basta con limitarnos a señalar que lo que es, podría no ser. Por
el contrario, la idea de emancipación necesita también de alguna determinación positiva,
7 ADORNO, T. W., “La crítica de la cultura y la sociedad”, en Prismas, trad. cast. de Manuel Sacristán, Editora Nacional, Madrid, 2002,, pp. 22 y ss.
afirmativa. Esa determinación le viene dada, empero, de la afirmación misma de la
transitoriedad. Una sociedad emancipada sería aquella que ya no necesitara absolutizar
sus formas la vida en común, y se sostuviera en cambio en la interrogación por su
propia caducidad. La promesa de liberación no se afinca en lo perenne, sino en la visión
de lo caduco como absoluto.
Bajo la sociedad heterónoma, bajo el dominio hasta hoy vigente, la institución de la
sociedad se independiza de la sociedad misma, asumiendo una dinámica propia frente a
la cual, objetivamente, los sujetos nada pueden hacer. La opresión, la alienación de la
institución social, por lo tanto, no aparece como eterna en virtud de un artilugio
ideológico que distorsionaría nuestra visión, pues se eterniza en su dinámica efectiva.
La institución alienada es la que porta unos fines y una lógica objetivos que se vuelven
independientes de lo que la sociedad así instituida y sus sujetos puedan querer: “la
institución, una vez planteada, parece autonomizarse (…) posee su inercia y su lógica
propias”.8 La opresión no se asocia a la eternización de lo dado por razones de simple
conveniencia de la clase dominante. Por el contrario, la inmunización al cambio
histórico es lo que estructura a la opresión como tal.
XV
La heteronomía instituida, en el mismo movimiento en que se eterniza en sus propias
bases objetivas, se asume sin embargo como particular y caduca. Así, es posible romper
el hechizo ideológico que le da su contextura. La totalidad de la institución alienada,
autonomizada frente a los cuerpos particulares que componen su base social y vuelta
ciegamente sobre sí misma, acaba por reducir toda diferencia a la identidad. En este
punto la totalidad se trueca en contradicción. El primado de lo universal en la dialéctica,
que impone el totalismo de la opresión, es la marca de la imposibilidad del todo social
instituido. Éste no puede afirmarse sino en y por el conjunto de los particulares, por la
sociedad misma que lo sostiene como instituido. Sin embargo, por haberse
autonomizado frente a los sujetos que lo sostienen, la institución alienada los niega,
reconcentrándose en sus propios principios puros. Lo universal autonomizado no tolera
a lo particular, que debe sin embargo subsumir. Por eso mismo no es genuinamente
universal, sino contradictorio y por lo tanto particular: “Lo que no aguanta a lo
particular se delata ipso facto como opresor particular”.9 La racionalidad del dominio,
que lo dota de unidad y continuidad, es sin embargo antagónica y socava toda unidad.
8 Castoriadis, C., La institución imaginaria de la sociedad, Tusquets, Buenos Aires, 2007, p. 175.9 Adorno, T. W., op. cit., pág. 287.
La institución alienada como totalidad social niega lo diverso, no lo acomuna: “En vez
de ser simplemente unidad en medio de la pluralidad, se estampa, como postura ante la
realidad, sobre ésta, es unidad sobre algo”.10 La institución heterónoma, que se eleva a
totalidad al autonomizarse frente a los sujetos, es según su propio principio algo
polarizado y carente de totalidad. Puesto que para reunir a los particulares los niega,
oponiéndoseles como unidad abstracta y exterior; la totalidad se vuelve negativa,
contradictoria y particular. El principio de su totalismo, la autarquía frente a todo lo
particular y diferente, es el mismo de su falta de unidad, que la vuelve contradicción
total.
La alienación de la institución social es también la que produce la apariencia de
necesidad y perennidad histórica. La historia parece sometida a una legalidad necesaria
e invariante exclusivamente en tanto los sujetos permanecen impotentes para determinar
sus destinos individuales y colectivos en la sociedad de estructura fetichista. Sin
embargo, la construcción misma de la sociedad cosificada se desgarra en
contradicciones, revelando por lo tanto su carácter contingente. Así, la necesariedad e
invariabilidad históricas se vuelven revocables por sí mismas.
XVI
La heteronomía instituida se reviste del carácter de lo necesario y lo imperecedero, y
por eso mismo se despedaza en contradicciones que la muestran como contingente y
caduca. Inversamente, el proyecto ético-político de la emancipación puede aspirar a una
universalidad genuina precisamente porque asume en sí su propia caducidad y
variabilidad. Una sociedad autónoma sería aquélla capaz de saberse meramente
instituida por los hombres, histórica, transitoria. Si la opresión se recubre siempre de
necesidad e invariabilidad, la emancipación debe asumir los rasgos de lo contingente y
lo transeúnte. Una sociedad autónoma sería la que pudiera poner en caducidad por su
propia institución, asumiendo su contingencia. En ese mismo acto, empero, la sociedad
autónoma alcanzaría a aprehender lo absoluto: que toda obra humana es finita y que
todo lo producido deberá al fin pasar. La sociedad autónoma, al interrogar su propia
institución, al ponerse en cuestión como pasajera, recoge en sí lo universal. La
universalidad histórica, entonces, llega a palparse en la asunción de lo finito y
perecedero como absoluto.
El proyecto de la autonomía o de la emancipación es, también, el único que permite
pensar una sociedad que no se vincule de modo simplemente excluyente con los sujetos
10 Idem.
que la componen. Una institución que ya no fuera alienada no portaría una dinámica y
unos fines objetivos propios, vueltos ciegamente sobre sus propias bases autonomizadas
e independientes de los sujetos. Hay un vínculo elocuente entre autonomía, afirmación
de la caducidad y posibilidad de la felicidad humana. Sólo una sociedad que se afirme
en lo transitorio dejará de impostarse a los hombres con una necesidad aplastante. Sólo
entonces los hombres podrán construir libremente su vida social e individual, y sólo
entonces, por lo tanto, la felicidad podrá alcanzar alguna vigencia en la existencia
compartida.
Finalmente, sólo una sociedad autónoma, dispuesta a verse y construirse a sí misma
como caduca, puede mantener una relación no excluyente con los que para ella son
extranjeros, sus otros. Sólo una sociedad que se ponga a sí misma en cuestión, que se
abra a su propia transitoriedad, podrá dotar de un valor en principio igual a otras
sociedades. De lo contrario, mientras la sociedad se inmunice a su alteración y se
pretenda erigida sobre fundamentos eternos, todo lo que no se asimile a ella deberá
parecerle errado, deforme y ajeno a la verdad.