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El Zarpe Final. Memorias de los últimos yaganes, Patricia Stambuk. LOM, Santiago,
2007. 141 págs.
La historia oral es una forma legitimada de incorporar en la memoria colectiva la
experiencia de vida de hombres y mujeres comunes, quienes desde la emocionalidad
expresan un bagaje cultural muchas veces despreciado por la historiografía oficial.
Registrar estos “pequeños relatos” constituye una de las pocas oportunidades que tienen
los marginados de ingresar en la otra historia, la que habla de grandes hazañas y
hombres ilustres. La historia oral está destinada a ser la “voz de los sin voz”.
Esta particular manera de registrar los hechos del pasado tiene sus antecedentes
en la década de los años cuarenta del siglo veinte, cuando un grupo de historiadores en
Francia, Inglaterra y Estados Unidos (la escuela francesa de los Anales, la historiografía
marxista británica y la nueva historia económica estadounidense) se dio a la tarea de
entregar nuevas perspectivas para estudiar el acontecer humano. Esta nueva historia no
se propuso buscar la verdad absoluta, supuestamente registrada en archivos y
documentos, sino que se interesó por todo lo que el ser humano dice, siente e imagina.
Así surgieron valiosas historias orales de comunidades negras, de sobrevivientes del
holocausto, y de obreros y campesinos que no sabían o no podían escribir.
El relato oral no sólo ha sido una herramienta utilizada por historiadores y
antropólogos; escritores y periodistas también han optado por acercarse a este método
para construir sus historias o explorar en la complejidad del ser humano, colocando en
tensión la verosimilitud con la veridicción. En la literatura, por ejemplo, el relato oral ha
permitido el surgimiento de un género narrativo de amplia aceptación, como es la
“novela-testimonio”, cuyo mayor exponente en América Latina es el escritor y etnólogo
cubano Miguel Barnet. Par el autor de “Biografía de un cimarrón” y “Gallego”, la
novela-testimonio se propone reconstruir la microhistoria, “la historia de la gente sin
historia”. En pocas palabras, la novela-testimonio es un reportaje de largo aliento,
originado por un entrevistador que desaparece como tal y que se limita a contextualizar
el material obtenido, a partir de uno o varios informantes que vivifican desde el relato
oral acontecimientos sociales e históricos. Su íntimo propósito es rescatar la memoria,
recreando los hechos sociales más significativos de la cultura de un país.
En el periodismo, numerosos son los reportajes novelados o novelas de no-
ficción que ha tenido logros muy importantes. Sobresalen historias narradas por
periodistas que se hastiaron de la rutina esquemática de la noticia escueta de comienzos
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del siglo XIX y decidieron salir a la búsqueda de realidades que ofrecieran la
oportunidad de escribir historias más profundas. Un clásico del periodismo narrativo es
Operación Masacre del argentino Rodolfo Walsh.
Es en este horizonte de escritura e investigación donde se inscribe el libro El
Zarpe Final. Memorias de los últimos yaganes, de la periodista Patricia Stambuk. Dar
voz a los sin voz, este caso, a los últimos descendientes de la etnia originaria de los
yaganes.
La obra, que obtuvo el primer premio por obra inédita en el concurso “Escritura
de la memoria” del Consejo Nacional del Libro y la Lectura, está estructurada en 29
relatos, donde la autora cede la voz a las hermanas Úrsula y Cristina Calderón Harban,
sobrinas lejanas de Rosa Yagán, con quien se dio inicio a la ardua labor de rescatar del
olvido la historia oral de esta etnia del extremo sur del continente, indeclinablemente
condenada a su desaparición física. Como explica Patricia Stambuk en el prólogo, el
libro relata “la existencia sin censura de los últimos yaganes que poblaron las tierras
ribereñas del Beagle, cuando ya la colonización y la evangelización, aun sin quererlo,
les habían quitado sus modos de vida y sus energías para subsistir en un clima duro y
una geografía soberbia”.
Para darnos a conocer la cosmovisión del pueblo yagán, la autora titula el primer
capítulo de la obra como “Llegan los Cormoranes”, en alusión a una leyenda yagana
que describe la llegada de una bandada de Cormoranes a una choza, en la cual vivía una
solitaria yagán, uno de ellos entró y se sentó al centro de ella, y de pronto, comenzó a
hablarle en su lengua, al tiempo que ingresaban otras aves a ubicarse alrededor del
fuego, al acercarse silenciosamente a ellos y a compartir el fuego, pudo entender con
exactitud lo que decían, cada pájaro habló de su larga jornada lejos del mar abierto y de
los puertos visitados, de las rocas e islas que habían visitado. Como los pájaros hablaban
en yagán, la mujer oculta en la sombra creyó en todo lo que dijeron, entonces feliz y
complacida se aproximó al fuego, pero, cuando estaba introduciéndose en el círculo
para sentarse junto a los pájaros, su brazo chocó contra uno de ellos, lo que provocó que
se alejaran de su choza, dejándole una ballena porque era muy pesada para cargarla; ya
no moriría de hambre, pero estaba sola y muy triste en la isla y sin fuego Lloró por un
largo tiempo, muy largo. Hasta que ella misma se convirtió en un pájaro, que voló de la
isla hacia el mar abierto.
El drama humano de estos nómades milenarios se refleja fielmente en la historia
que nos cuenta Cristina sobre su tía Julia (Carrapukó le kipa, en lengua yagán). Después
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de la muerte de su último marido, Alopaensh, la tía Julia se quedó viviendo sola. Una
noche, Félix, un hombre de 30 años, llegó hasta su hogar, rompió la puerta y se
aprovechó de ella, quedándose a vivir en su casa. A los tres días, pasaron por el lugar
unos carabineros y la tía Julia, armándose de valor, denunció la violación, pero lo hizo
en lengua yagán, ya que no hablaba español. Los carabineros le pidieron a Félix que
oficiara de “traductor” y éste les dijo que la mujer sólo estaba pidiendo algo de comer.
En otro relato, Cristina nos cuenta la forma en que las mujeres yaganas tenían a
sus hijos: “Antes era antes. Cuando la mujer estaba por mejorarse se iba a la playa, se
metía adentro del agua hasta la cintura y ahí tenía a su hijo. La guagua salía y ella la
pescaba rápido para que no se ahogara. Le cortaba la tripita, lo limpiaba un poco con
pasto y le daba pecho altiro. La madre quedaba sentada hasta que le saliera la placenta,
se hacía aseo en el agua de mar y después se iba para su rancho ¡lo más bien!”.
Los testimonios orales de Úrsula y Cristina, fielmente reproducidos por la
autora, que se encarga de resguardar fielmente los sentimientos de los antepasados
yaganes, nos introducen en el conocimiento de la experiencia individual y colectiva de
uno de los pueblos milenarios del continente, cuya cosmovisión original sorprende por
su íntima conexión con la naturaleza. Por ejemplo, uno de los relatos recuerda los cantos
para el viento y para vencer el miedo que los yaganes hacían durante sus travesías por
los peligrosos canales australes: “Eran de temer esas puntas asesinas, la roca oscura que
coronaba un promontorio o algún saliente como Satajal en el Cabo Rifle. También había
que respetar los ventisqueros, para que no se desprendiera un témpano al paso de la
canoa, lanzando a los navegantes a los brazos de lakuma, el monstruo del mar, o a las
fauces de las orcas hechizadas. Cada vez que pasaban frente al glaciar de Puerto Olla,
con sus paredes gigantescas de hielo de un celeste intenso, todos los embarcados, niños,
mujeres o ancianos, tenían que pintarse o ser pintados con carboncillo de la fogata: una
raya a lo largo de la nariz y otra bajando desde los ojos por cada mejilla. Ermelinda y
Úrsula cumplían con metódica previsión los mandatos tradicionales mucho antes de
pasar frente al ventisquero. Era la palabra de los viejos: si se pintaban, no se
derrumbarían los hielos. Para el mar de fondo había un canto y otro para el viento del
Este. A veces era para detener, a veces para convocar. Era preciso estar atento a las
señales de la naturaleza y ojalá tener como mandante a un yagán o a una yagana nacidos
en el espíritu del clima que se deseaba controlar”.
La tristeza es un sentimiento predominante en casi todos los relatos orales,
provocada tal vez por la vastedad del territorio austral, que anuncia la soledad y la
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muerte. Nos cuenta Úrsula: “Cantaban y lloraban, parados en la pampa, como si
estuvieran pegándose, yo también lloraba, porque tenía miedo, creía que estaban
peleando. Corrían, hablaban, cantaban, agarraban sus remos pintados con redondelitos
blancos y negros y los cruzaban, haciendo fuerza, dos hombres aquí, dos por allá, todos
de a dos, y se echaban unos a otros la culpa de la muerte. Después bajaban los remos y
se ponían a llorar de pie”. Otra informante, Gertie explica este profundo dolor frente a la
pérdida: “Quedamos tan tristes si uno de nosotros muere. Pues no sabemos lo que se es
después de la muerte, si los kospiks (Kashpij, espíritus) podrán verse y hablar o no, si
son felices o no. Todo eso no lo sabemos y por eso sentimos luto en la muerte de cada
uno de nuestros queridos deudos”.
También Úrsula y Cristina nos cuentan de los ritos de su pueblo, por ejemplo, el
chiajóus, una ceremonia de iniciación que tenía por objetivo ingresar a los jóvenes,
hombres y mujeres, a la vida adulta. Dice Úrsula: “La Ermelinda me contó un poquito,
pero no todo. Dice que ellos buscaban a los chicos de 15, 16 años, y salían todos a
buscar pájaros. Volvían en la noche, a la una, dos de la mañana; los que se quedaban en
la casa de chiajóus ya sabían que los otros iban a llegar y estaban cantando una canción
del mismo pájaro que habían ido a cazar. Entraban con una bolsa llena de pájaros vivos
y los largaban desde la puerta del rancho de chiajóus. Todos empezaban a tratar de
matarlos, el que pescaba, pescaba; el que no, no, y seguían cantando la misma canción
del pájaro. Tenían cantos para la gaviota, el challe (cormorán), el lobo marino, el
guanaco, pero yo no los sé”.
El Zarpe Final. Memorias de los últimos yaganes, de Patricia Stambuk, no sólo
registra el drama humano de una etnia exterminada por la civilización blanca, cristiana y
occidental, sino que también es un valioso documento histórico-literario que nos
advierte que un país que olvida a sus pueblos originarios, está condenado a ser un
pueblo sin identidad propia.
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