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Principios del siglo XIX. Una
Norteamérica no independizada
todavía de la corona británica
donde la magia y los conjuros de
folclore son tan efectivos entre e
hombre blanco como entre lopieles rojas. Alvin ha nacido en e
seno de una familia de colonos que
se dirige al oeste. Es el séptimo hijovarón de un séptimo hijo varón,
por las prodigiosas circunstancia
de su nacimiento, está llamado aser un hacedor; un antagonista de
os poderes innominables que
persiguen la destrucción de todo lo
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creado.
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Orson Scott Card
El séptimo hijo Alvin Maker - I
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ePUB v1.0Tanodos 01.05.12
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A Emily Janquien sabe de magia todo l
que pueda necesita
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AGRADECIMIENTOS
Debo mi gratitud a CaroBreakstone, quien me ayudó en lnvestigación sobre la magia tradiciona
de la frontera americana. El material quogró reunir ha resultado ser una ric
mina de ideas arguméntales y detalle
sobre la vida en los territorios denoroeste durante su período de lfrontera. También hice amplio uso de la
nformación contenida en A Field Guido America's History (Facts of Filenc.), de Douglass L. Brownstone, y e
The Forgotten Crafts (Knopf), de Joh
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Seymour. Scott Russell Sandercontribuyó al poner en mis manos uejemplar de su deliciosa serie históricWilderness Plots: Tales About theSettlement of the American Land (Quill)Su obra me demostró cuánto podí
ograrse con un tratamiento realista de lvida de la frontera y me mantuvo en lsenda correcta en mi siguiente proyecto
Alvin el Hacedor. Y, aunque hayafallecido hace largo tiempo, econsiderable mi deuda con William
Blake (1757-1827), por haber escritos poemas y refranes que tanbiequedan en labios de TruecacuentosPero, sobre todo, estoy en deuda co
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Kristine A. Card por el inapreciablvalor de sus opiniones, su aliento y ledición y corrección de pruebas, y pohaber hecho de nuestros hijos —siayuda— seres amables, sabios y dbuenos modales, dispuestos a perdonar
su padre cuando no es ejemplo cabal destas virtudes.
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posada se hospedaban los viajeros coniños, Mamá nunca fruncía la nariz antos pañales más escandalosos. Lo
excrementos eran húmedos, viscosos e dejaban los dedos pegajosos, pero a pequeña Peggy le daba igual.
Apartaba la paja, envolvía el huevcon la mano y lo retiraba del cajón de lponedora. Y todo eso subida en un
abla bamboleante, de puntillas y con ebrazo extendido por encima de lcabeza. Mama dijo una vez que era mu
pequeña para recoger los huevos, perPeggy le hizo una demostración.Todos los días revolvía los cajone
de paja y retiraba todos los huevos, si
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dejar ni uno, vaya que sí.Sin dejar ni uno, repetía para su
adentros, una y otra vez. No debo dejani uno.
Y entonces la pequeña Peggy mirabhacia el rincón más oscuro del gallinero
Y allí estaba Mary la Mala en scajón de ponedora, la peor pesadilla dedemonio, con el odio brotando de su
ojos repugnantes, como si dijera: veaquí, niñita, que te voy a picotearQuiero picotearte los dedos y lo
pulgares, y si te acercas bien e intentalevarte mi huevo, hasta te picotearé uojo.
La mayoría de los animales carecía
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de fuego interior, pero Mary la Mala erfuerte y arrojaba un humo ponzoñoso
adie más que la pequeña Peggy podíverlo. Mary la Mala deseaba la muertde todos los hombres, pero en especiaa de cierta niña de cinco años, y l
pequeña Peggy llevaba en los dedos lamarcas que lo atestiguaban. Bueno, amenos una marca, y aunque Papá dijer
que no veía ninguna, la pequeña Peggrecordaba cómo se la había hecho nadie podía culparla de nada si a vece
olvidaba buscar por debajo de Mary lMala, que se sentaba allí como un indisalvaje a la espera del primer viajerque osara acercarse.
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Nadie podía enfadarse si a veces se olvidaba buscar allí.
Me olvidé. Miré en todos locajones, en toditos, y si me dejé algunopues fue porque me olvidé, me olvidé me olvidé.
Al fin y al cabo, todos sabían quMary la Mala era una gallina vulgar mezquina, incapaz de poner un sol
huevo que no estuviese podrido.Me olvidé.Entró la cesta de los huevos ante
ncluso de que Mamá hubiera preparadas brasas, y Mamá se alegró tanto que permitió poner los huevos uno a un
en el agua fría. Y entonces Mamá colgó
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el perol del gancho y lo arrimó al fuegoPara hervir huevos no hay que esperar que bajen las llamas. Se puede hacecon humo y todo.
—Peg —dijo Papá.Ése era el nombre de Mamá, per
Papá no lo dijo con la voz de llamarla ella. Lo dijo con su tono de pequeñaPeggy-te-la-has-ganado, y la pequeñ
Peggy supo que la habían descubiertsin remedio, conque dio media vuelta anunció a viva voz lo que todo el tiemp
había planeado decir: —¡Me olvidé, Papá!Mamá se volvió y miró a la pequeñ
con asombro. Pero Papá no pareci
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sorprendido en absoluto. Enarcó unceja. Escondía una mano detrás de lespalda. La pequeña Peggy sabía que eesa mano habría un huevo. El huevnfame de Mary la Mala.
—¿De qué te olvidaste, pequeñ
Peggy? —preguntó Papá con su voz masuave.
Y en ese mismo instante la pequeñ
Peggy supo que era la niña más idiotnacida sobre la faz de la tierra. Teníaque negarlo todo antes de que nadie l
acusara de nada...Pero no iba a rendirse. No tafácilmente. No podía soportar que senfadaran de ese modo con ella; l
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único que quería era que la dejarapartir rumbo a Inglaterra. Compuso srostro más inocente y dijo:
—No lo sé, Papá.Se imaginaba que no había mejo
sitio para vivir que Inglaterra, porqu
nglaterra tenía un Lord Protector. Auzgar por la mirada de Papá, un Lor
Protector era, casi seguro, lo que mejo
e vendría a Peggy en ese momento. —¿De qué te olvidaste? —insisti
Papá.
—Dilo y acabemos de una vezHorace —intervino Mamá—. Si hhecho algo malo, lo ha hecho y ya está.
—Me olvidé una sola vez, Papá —
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dijo la pequeña Peggy—. Es una gallinvieja y mala, y me odia.
Papá respondió con voz lenta suave.
—Una sola vez... —repitió.Y entonces asomó la mano que tení
detrás de la espalda. Pero no llevaba usolo huevo, no. Era una cesta. Y en lacesta había un montón de paja —mu
probablemente la paja del cajón dMary la Mala—, y la paja estabpegoteada y aplastada con huevo crud
seco y pedazos de cáscara mezcladocon los restos masticados de tres cuatro pollitos.
—¿Tenías que traer eso a casa justo
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antes del desayuno, Horace? —se irritMamá.
—No sé qué me enfurece más —dijHorace—. Que haya hecho esta maldao que haya preparado una mentira parsalvarse.
—No he preparado nada y no hmentido —gritó la pequeña Peggy. O eodo caso quiso gritar. Lo que s
escuchó se parecía lastimosamente alanto, aun cuando la pequeña Pegg
había decidido ayer, sin ir más lejos
que ya había llorado lo suficiente parel resto de su vida. —Estarás contento —inquinó Mam
—. Has conseguido que se sienta mal...
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—Se siente mal porque la he cazad—dijo Horace—. Eres demasiadblanda con ella, Peg. Es de las qumienten. No quiero que me salga unhija torcida.
Preferiría verla muerta como a su
hermanitas antes que verla creceorcida.
La pequeña Peggy vio que el fueg
nterior de Mamá se encendía drecuerdos, y ante sus ojos vio unhermosa pequeña yacer en un cajoncito
luego otra, sólo que no era tapequeña, porque era la segunda Missya que murió de pústulas y nadie podíocarla salvo Mamá. Aunque Mam
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estaba tan débil de las mismas pústulaque no pudo hacer demasiado. Lpequeña Peggy vio la escena y supo quPapá había cometido un error al deciaquello, pues a Mamá sé le enfrió erostro, a pesar de que su fuego interio
seguía ardiendo. —Es lo más maligno que alguie
haya dicho jamás en mi presencia —dij
Mamá. Luego tomó de la mesa la cestcon la porquería y la llevó afuera.
—Mary la Mala me pica en la
manos —dijo Peggy. —Veremos dónde te pica —anuncióPapá—. Por haberte olvidado lohuevos te daré un azote, porqu
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comprendo que esa gallina lunáticpueda asustar a una niñita como tú, deamaño de una rana. Pero por deci
mentiras te daré diez azotes.Al escuchar la noticia, Peggy lanz
un quejido de súplica. Papá era riguros
en las cuentas, pero muy especialmentcuando se trataba de contar azotes.
Tomó la varita de avellano de
estante superior. La guardaba allí desdque la pequeña Peggy había arrojado lanterior al fuego hasta reducirla
cenizas. —Preferiría oír mil verdades dura amargas de ti, hija, que una mentir
fácil e inofensiva —sentenció, y lueg
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se inclinó y le dio con la varita en lomuslos. Juic, juic, juic, fue contandodos los azotes. Le dolían hasta e
alma, tanta era la ira que contenía. Y lopeor de todo era que sabía que ernjusto, pues el fuego interior de s
padre rugía por una causa enteramentdistinta, como siempre. El odio quPapá sentía hacia la perversida
siempre provenía de sus más íntimorecuerdos. La pequeña Peggy no llegaba comprenderlo, porque era alg
confuso y retorcido, y ni Papá mismo sacordaba bien de ello. Lo único quPeggy veía siempre con claridad era unseñora que no era Mamá. Papá pensab
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en esa señora cada vez que algo no salíbien. Cuando la pequeña Missy murisin ninguna razón, y luego cuando la otrniña que también se llamaba Missfalleció de pústulas, y cuando una vez sncendió el granero y murió una vaca
cada vez que algo salía mal, él pensaben esa señora y comenzaba a decicuánto aborrecía la perversidad, y e
esas ocasiones la varita de avellanvolaba que ponía la carne de gallina.
Preferiría escuchar mil verdade
duras y amargas; eso es lo que decíapero la pequeña Peggy sabía que habíuna verdad que nunca querría oír, dmodo que no pensaba decírsela. Jamá
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e diría nada sobre esa verdad, aunquél le partiera la varita de avellano en lanalgas, pues cada vez que pensaba edecir algo sobre esa señora, smaginaba a su padre muerto, y eso er
algo que nunca deseaba tener que ver
Además, esa señora que rondaba sfuego interior no tenía ropas, y lpequeña Peggy sabía que se ganarí
unos cuantos azotes si hablaba de gentdesnuda.
De modo que aguantó los azotes
loró hasta que sintió que se le taponaba nariz. Papá se alejó de la habitacióde inmediato, y Mamá regresó preparar el desayuno para el herrero, la
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visitas y los peones, pero nadie dijo estboca es mía, como si lo ocurrido nfuera importante. Siguió llorando gritando un minuto más, pero no sirvide nada. Finalmente, tomó a su Bugy da canasta de la costura y camin
envarada hasta la choza de Abuelito.Estaba dormido, pero lo despertó.Él la escuchó, como siempre.
—Conozco a Mary la Mala —aseguró— y le advertí a tu padrcincuenta veces, vaya si lo hice, que l
retorciera el cogote a la gallina esa, y otra cosa. Es un bicho loco. Semana pomedio le da un ataque y rompe supropios huevos, aun los que ya está
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istos para nacer. Mata a sus propiacrías. Quien mata a sus crías está locde remate.
—Papá quisiera matarme —aventura pequeña Peggy.
—Bueno, si aún puedes caminar e
que no ha sido tan grave. —No puedo caminar mucho... —Eso. Veo que quedarás tullida de
por vida —dijo Abuelito—. Pero te diralgo.
Por lo que veo, tu madre y tu padr
están de morros. ¿Por qué ndesapareces por un par de horas? —Ojalá pudiera convertirme e
pájaro y echar a volar...
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—Lo mejor es que te consigas urincón secreto donde a nadie se locurra ir a buscarte. ¿Tienes algún lugaasí? No, no me lo digas. Si se lo cuentaa una persona siquiera, ya lo estáestropeando. Vete un rato a ese sitio
mientras sea un lugar seguro, que no esten los bosques de las afueras, donde upiel roja podría quedarse con tu bonit
cabello, y mientras no sea un lugar altde donde te puedas caer ni un sitipequeño donde puedas quedar atascada
—Es grande, bajo y no está en ebosque —indicó la pequeña Peggy. —Pues entonces ve, Maggie.La pequeña Peggy frunció el ceño
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como hacía cada vez que Abuelito llamaba de ese modo. Sostuvo su Bug
en alto y, con la vocecita fina y quebradiza de Bugy, dijo:
—Se llama Peggy. —Pues ve allí, Piggy, si así te gust
más...Peggy palmeó a Abuelito en la
rodillas con su Bugy.
—Un día de estos, Bugy volverá hacer eso, tendrá un accidente y morirá
—advirtió Abuelito.
Pero Bugy siguió bailoteando en sunarices e insistiendo: —¡No es Piggy, es Peggy! —Está bien, Puggy, te vas a ese sitio
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secreto, y si alguien dice que hay quencontrar a esa niña, yo responderé: sdonde está, y volverá cuando le vengen gana.
La pequeña Peggy corrió hasta lpuerta de la choza y allí se detuvo.
—Abuelito, eres la persona mayomás maravillosa del mundo.
—Tu padre tiene una opinió
distinta de mí, pero eso tal vez tenga quver con otra varita de avellano a la cuasolía recurrir con demasiada frecuencia
¡Ahora lárgate!Antes de cerrar la puerta se volviotra vez.
—¡Eres la única persona mayo
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agradable! —Lo dijo a voz en cuellocon cierta esperanza de que lescucharan dentro de la casa. Y luego semarchó, cruzó el jardín, dejó atrás lopastos del ganado, subió la colina, snternó en el bosque y avanzó por e
camino hacia la casa del manantial.
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Capítulo 2
LOS DE LA CARRETA
Tenían una buena carreta, vaya si no dos buenos caballos que tiraban d
ella. Incluso podría haberse pensado quera gente próspera, siendo que teníaseis varones, desde el mayor, yhombre, hasta los pequeños, do
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mellizos que de tanto pelearse estabamás fuertes de lo que cabía esperar a sudoce años. Y además, una hija mayor yun montón de hijitas. Una familinumerosa. Acomodados, habría pensadouno, de no saber que sólo un año atrá
habían sido dueños de un molino vivían en una inmensa casa a la vera dun arroyo, al oeste de Nueva Hampshire
Habían caído en desgracia, vaya que s esa carreta era todo lo que le
quedaba.
Pero tenían esperanza y viajabarumbo al oeste, por los caminos qucruzaban el Hio, en busca de tierrdisponible para la apropiación. Si la d
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uno era una familia de espaldas fuertes manos diestras, sería una buena tierramientras el buen tiempo los acompañaraos pieles rojas no los capturaran y lo
banqueros y abogados se quedaran eueva Inglaterra.
El padre era un hombre corpulentoalgo entrado en carnes, lo cual no ersorprendente, ya que los molineros po
o general se mueven poco en todo edía. Pero en tierras boscosas esaredondeces no le durarían un año. D
odas formas, no pensaba mucho en elloo era hombre que temiese el trabajduro. Lo que ese día le preocupaba ersu mujer, Fe. Le había llegado la hora d
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dar a luz, lo sabía. No es que ella se lhubiera dicho directamente.
Las mujeres no hablan de esas cosacon los hombres. Pero veía lo gruesque estaba y sabía cuántos meses habíaranscurrido. Además, cuando s
detuvieron al mediodía ella le habídicho en un susurro:
—Alvin Miller [1], si hay algun
posada a lo largo del camino o inclusuna pequeña choza destartalada, creque me vendría bien un poco d
descanso.Un hombre no necesitaba sefilósofo para comprender de qué srataba. Y
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después de seis varones y seihembras, tenía que ser un cabeza dalcornoque para no darse cuenta de lque se avecinaba.
De modo que ordenó al hijo mayorVigor, que se adelantara y echara un
vistazo al camino.Se podía saber que venían de Nuev
nglaterra en que el joven partió si
escopeta. De haber habido un piel rojaamás habría regresado, y el hecho d
que volviera con la cabellera intact
daba cuenta de que ningún indio lo habídescubierto. Los franceses del norte, eDetroit, pagaban los cueros cabelludongleses con licor, y si un piel roja veí
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un hombre blanco solo en el bosque sin arma, éste podía dar por perdida scabellera. Alguien podría haber pensadoque la suerte estaba con ellos, despuéde todo. Pero como estos yanquis nenían idea de que el camino pudiera se
peligroso, Alvin Miller no pensó ni poun momento en su buena fortuna.
Vigor dijo que había una posada
unos cinco kilómetros. Era una buennueva, salvo que entre ellos y la casa snterponía un río. Era un río escuá-
lido, de vado poco profundo, perAlvin Miller había aprendido a no fiarsnunca del agua. Por inofensiva quparezca, crecerá y tratará de llevarte.
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Estuvo tentado de decir a Fe qupasarían la noche de este lado del ríopero la mujer lanzó un débil quejido, entonces supo que no tenían alternativaFe le había dado doce hijos vivos, perhabían pasado cuatro años desde qu
naciera el último, y muchas mujereenían dificultades en dar a luz después.
de tanto tiempo. Muchas morían. Un
buena posada significaba comadronaque podían ayudar en el alumbramientode modo que tendrían que cruzar la
aguas.Y además, Vigor había dicho que erío no era gran cosa.
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Capítulo 3
LA CASA DEL
MANANTIAL
En la casa del manantial el aire erfresco y cargado, oscuro y húmedo. Aveces, cuando Peggy echaba una siest
en el lugar, despertaba boqueando, com
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si todo el sitio estuviese bajo las aguasSoñaba con agua aun cuando nestuviese allí, lo cual hacía decir algunos que la niña no era una «teasino una «hidromántica». Pero cuandsoñaba al aire libre siempre sabía qu
estaba soñando. En la casa demanantial, en cambio, el agua era real.
Real, en las gotas que s
condensaban como sudor sobre loarros de leche dispuestos en l
corriente. Real, en la arcilla fría
húmeda del suelo de la casa. Real, eos borbotones que parecían provenidel arroyo que atravesaba las tierras da casa.
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El agua, que la refrescaba durantodo el verano, surgía de la colina
serpenteaba hasta el lugar. Durante todosu curso corría bajo la sombra dárboles tan añosos que la misma luna sentretenía en pasar por entre sus rama
sólo para escuchar algún buen cuento dos de antes. Por eso Peggy siempre ib
a la casa, aun cuando Papá no la hubier
regañado. No era por la humedad deaire. Sin eso podía arreglárselas. Erpor la forma en que el fuego se alejab
de ella y ya no necesitaba ser una teao tenía que mirar todos los sitiooscuros en que los demás se ocultaban.
Se ocultaban de ella, como si fuera
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servirles de algo. Trataban de escondeen algún rincón oscuro lo que más ledisgustaba de sí mismos, pero no sabían cómo ardían esos sitios oscuroante los ojos de la pequeña Peggy.
Era tan pequeña que todavía escupí
a papilla de maíz con la esperanza dque le dieran el biberón. Y sin embargoa conocía todas las historias qu
ocultaban los que vivían a su alrededorVeía los fragmentos de su pasado qumás deseaban poder enterrar, y veía lo
fragmentos más temidos de sus futuros.Y por eso le agradaba venir a lcasa del manantial. Allí no tenía que veodas esas cosas. Ni siquiera a la señor
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hubieran preguntado. Sabía lo qusignificaba tener un herrero. Significabque la aldea prosperaría y que vendríaviajeros de otros lugares, y si habíviajeros habría comercio, y entonces lnmensa casona de su padre sería un
hostería en el bosque, y donde hay unhostería en un bosque todos los caminouercen para pasar por el lugar, si no
está muy lejos. La pequeña Peggy lsabía todo, como los hijos de logranjeros conocen los ritmos de l
granja. Una posada cerca de un herrersería una casa próspera. Por ello habrídicho: claro que sí, que se quede.
Dadle tierras, hacedle una chimene
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de ladrillos, no le cobréis la comidaofrecedle mi cama, aunque yo tenga quvérmelas con el primo Peter, que nodeja de espiar por debajo de mcamisón. Lo soportaré todo, mientras nse quede cerca de la casa del manantia
Pues si no, cada vez que quiera estasola con el agua, tendré que escuchaese clang, fshh, clin todo el tiempo,
ver el fuego que se eleva hastennegrecer el cielo y oler el carbóardiente.
Eso bastaba para que cualquier hijde vecino quisiera remontar el arroyhasta las montañas con tal de conseguiun poco de paz.
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Desde luego, el arroyo era un buesitio para alojar al herrero. Menos en eagua, podía instalar su herrería donde lviniera en gana. El hierro le llegaba eos embarques que provenían de Nuev
Holanda, y el carbón... bueno, habí
nfinidad de granjeros dispuestos rocar carbón por una buena herradura
Pero lo que el herrero necesitaba
nadie podía darle era agua, conqudesde luego lo pusieron al pie de lcolina de la casa del manantial, dond
su clin, clin, clin la despertaba reavivaba su fuego, en el único lugadonde antes podía contenerlo y dejaque se convirtiese casi en frías
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húmedas cenizas.Rugió el trueno.En un segundo se encontró en l
puerta. Debía ver el relámpago. Llegó vislumbrar la última sombra de la luzpero sabía que vendría otro. No debí
de haber transcurrido mucho tiempdesde el mediodía, ¿o había dormidodo el día? Pero con esos nubarrone
grises y panzudos no podía saberlo.Bien podría ser casi la hora de
crepúsculo. El aire parecía estremecers
por los relámpagos contenidos, a puntde descargar. Conocía esa sensaciónsabía que el rayo caería cerca.
Miró hacia el establo del herrer
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para ver si seguía lleno de caballos. Asera.
Las herraduras no estabaerminadas, el camino se volverí
fangoso y el granjero y sus dos hijos quvenían de West Fork tendrían que
quedarse allí. No tenían la menor posibilidad d
regresar con esa tormenta. Los rayo
amenazaban con incendiar el bosque arrojarles un árbol encima, o inclusabatirse sobre ellos mismos y dejarlo
muertos en círculo, como aquellos cinccuáqueros de quienes tanto se hablabaún, y eso que había sucedido en enoventa, cuando llegaron los primero
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blancos que se afincaron en el lugar.La gente seguía hablando del Círcul
de los Cinco y todo eso, y algunos spreguntaban si Dios no los habrícastigado desde arriba para cerrarles lboca a esos cuáqueros como nadie má
podría haber hecho, y otros spreguntaban si Dios no se los habrílevado al cielo como al primer Lor
Protector Oliver Cromwell, que murifulminado por un rayo en el noventa siete y desapareció.
No, ese granjero y sus muchachoteendrían que quedarse otra noche. Lpequeña Peggy era hija de un hostelero¿no? Los niños pieles rojas aprenden
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cazar, los negritos aprenden a llevar lcarga, los hijos de granjeros aprenden eer el tiempo y la hija de un hosteler
sabe cuándo se quedará alguien a pasaa noche, aun antes de que él mismo l
sepa.
Los caballos tascaban el freno en eestablo, rebufaban y se ponían sobraviso de la tormenta. En cada grupo d
caballos, se imaginaba Peggy, debíhaber uno muy sordo, de modo que lodemás tenían que decirle todo lo qu
estaba sucediendo. Mala tormentacomentaban. Nos empaparemos, si anteno nos cae un rayo encima. Y el sordoseguía relinchando y diciendo: ¿qué ser
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mpresionantes que uno pudierescuchar, que subían convertidos enubes. Eructos de mar, y ahora eherrero recorrería todo ese trayectosería tragado y eructado y algún día ellestaría pensando en sus propios asunto
alguna nube se partiría y dejaría caeal herrero vivito y coleando, el viejPacífico Smith, todavía fastidiando co
su clin, clin, clin.Luego la lluvia amainó un instante
vio que el herrero aún seguía allí. Per
no fue eso lo único que vio. No señorVio chispas de fuego a lo lejos, en ebosque, aguas abajo rumbo al Hatrackdonde estaba el vado. Pero ese día n
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había la menor posibilidad de cruzar evado con semejante lluvia. Chispasmontones de chispas, y supo que erapersonas. No tuvo que preguntarse squería hacerlo: solo miró esos fuegonteriores, y los miró de cerca. Tal ve
fueran del pasado, o del futuro. En efuego interior convivían todas lavisiones.
Y lo que vio entonces fue lo mismoen todos los corazones. Una carreta emedio del Hatrack, el agua que subía,
odo lo que tenían en el mundo, en escarreta.La pequeña Peggy no era mu
habladora, pero todos sabían que er
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una tea, conque siempre que anunciabproblemas, la escuchaban con respeto.
Especialmente cuando se trataba desa clase de problemas. Loasentamientos de la región ya teníaunos cuantos años, seguro. Más años qu
a misma Peggy, pero nadie habíolvidado que una carreta atrapada en lcrecida era una tragedia para todos.
Salió disparada por la colinapizada de hierba, saltando madriguera esquivando los puntos escarpados. N
habían pasado veinte segundos desdque viera esas chispas lejanas cuando yestaba gritando delante de la tienda deherrero. Al principio el granjero d
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West Fork intentó detenerla hasta qudejara de contar sus historias dormentas. Pero Pacífico conocía a l
pequeña Peggy. La escuchó y ordenó os jóvenes que ensillaran los caballos
con herraduras o sin ellas. Que habí
gente atrapada en el vado del Hatrack que no había tiempo que perder coestupideces. La pequeña Peggy no tuv
ocasión de verlos partir. Pacífico lenvió de inmediato a la casa grande buscar a su padre y cuantos viajeros
peones hubiera. Hasta el último de ellohabía puesto en una ocasión todo lo quenía en este mundo sobre una carreta a había arrastrado por caminos d
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montaña hasta estos espesos bosques deoeste. No había uno que no supiera lque se siente cuando el río quierapoderarse de una carreta y llevárselaTodos salieron como una exhalaciónAsí eran las cosas entonces. La gent
advertía la desgracia ajena tan depriscomo si se tratara de la propia.
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Capítulo 4
EL RÍO HATRACK
Vigor iba a la cabeza de los varonesratando de empujar la carreta, mientra
que Eleanor contenía los caballos. AlvinMiller llevaba a las niñas de una en unhasta la orilla opuesta, donde estuvieraseguras.
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La corriente era un demonio que sensañaba con él y le susurraba: mquedaré con tus hijas, con todas ellaspero Alvin decía que no con cadmúsculo de su cuerpo. Mientras resistíel embate, rumbo a la orilla, fu
diciendo que no, una y otra vez, hastque todas sus hijas quedaron empapadasobre tierra firme, mientras la lluvia le
bañaba el rostro como si arrastrasconsigo todas las lágrimas del mundo.
También habría llevado a Fe, con e
niño en el vientre y todo, pero ella npensaba ceder. Estaba sentada dentro da carreta, aferrada a los muebles
petates mientras el carromato se mecía
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bamboleaba. Los rayos crujían y laramas caían. Una de ellas desgarró lona y el agua empezó a entrar en l
carreta, pero Fe siguió firme, con lonudillos blancos y los ojodesorbitados.
Alvin leyó en sus ojos que nadpodía hacer para persuadirla de qusaliera.
Había una única forma de hacer quFe y el niño por nacer estuvieran fuerde ese río, y eso significaba sacar l
carreta. —Los caballos no están siendo dningún provecho, Papá —gritó Vigor—Se tambalean, y en cualquier moment
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acabarán con una pata quebrada. —Bueno, pero no podemos tirar d
a carreta sin los caballos... —Los caballos son importantes
Papá. Si los dejamos aquí perderemos lcarreta y además nos quedaremos si
ellos. —Tu madre no saldrá de la carreta.Vio que Vigor empezaba a
comprender. Lo que había en el vehículono merecía que nadie se arriesgara morir para salvarlo. Pero Mamá sí valí
a pena. —Aun así —dijo Vigor—, desde lorilla podrían tirar con más fuerza. Aquen el agua no sirven de nada.
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—Que los chicos los desenganchenPero primero que tiendan una cuerdhasta el árbol para que sostenga lcarreta.
En dos minutos los mellizoModeración y Previsión estaban en l
orilla atando una gruesa soga a un árborobusto. David y Mesura pasaron otrcuerda por los aparejos que sujetaban
os caballos, mientras Calma cortaba lacorreas que los unían a la carretaBuenos hijos. Hacían su trabajo co
prontitud, mientras Vigor les dabnstrucciones a gritos y Alvin mirabmpotente desde la parte trasera de
carro. Miraba el rostro de su esposa
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que trataba de no parir al niño, mirabel río Hatrack, que trataba dlevárselos a todos al infierno.
No era gran cosa, había dicho Vigorpero entonces las nubes se juntaron y lluvia cayó, y el Hatrack sí fue una gra
cosa. Aun así, cuando llegaron a éparecía fácil de cruzar. Los caballopisaban firme y Alvin dijo a Calma
quien llevaba las riendas: —Hagámoslo sin perder un minuto.Y entonces el río enloqueció. L
corriente se aceleró y cobró fuerza en unstante, y los caballos fueron presa depánico y perdieron la dirección, parironear cada uno por su cuenta. Lo
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chicos se lanzaron al agua para tratar dconducirlos hacia la orilla, pero parentonces la carreta había perdido empulso y las ruedas ya estaba
atrapadas en el barro. Casi como si erío hubiera sabido que iban hacia él
hubiera reservado su peor furia parcuando estuvieran en el centro y npudieran regresar.
—¡Mirad, mirad allí! —gritMesura desde la orilla.
Alvin levantó la vista hacia l
corriente para ver qué plan diabólicpreparaba el río, y distinguió un troncnmenso que venía flotando sobre la
aguas, de punta, como un ariet
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enfurecido, con la raíz dirigida al centrde la carreta, justo donde Fe estabsentada con su hijo a punto de nacerAlvin no supo hacer otra cosa qunvocar el nombre de su esposa coodas sus fuerzas.
Tal vez íntimamente pensara quepodía mantenerla con vida con sólrepetir su nombre, pero no habí
esperanza, ninguna esperanza.Sólo que Vigor no lo sabía. El jove
saltó cuando el árbol estaba a uno
metros, y su cuerpo cayó precisamentsobre las raíces. El impulso del salto ldesvió ligeramente, y luego lo hizrodar y alejarse de la carreta.
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Naturalmente, Vigor rodó con él fue arrastrado bajo las aguas, pero diresultado. Las raíces del árboesquivaron la carreta por completoaunque el tronco la embistió de lado.
El árbol avanzó por la corriente y s
estrelló contra un peñasco que había ea orilla. Alvin estaba a unos treint
metros, pero desde ese momento en s
recuerdo siempre vio la escena como shubiera estado en el mismo lugar. Eárbol estrellándose contra la roca,
entre los restos, Vigor. Fue una fracciónde segundo que duró una existencia. Loojos de Vigor desorbitados por lsorpresa, la sangre que manaba
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borbotones de su boca para salpicar eárbol que lo estaba matando. Y luego erío Hatrack arrastró el árbol corrientabajo. Vigor se hundió en las aguasodo menos el brazo, que qued
enredado entre las raíces y tieso en e
aire, como un invitado al despedirse trauna visita.
Alvin veía morir a su hijo con ta
desesperación que apenas advertía lque le sucedía a él mismo. El empellódel tronco había sido suficiente par
des-atascar las ruedas encajadas. Lcorriente arrastró consigo la carretaaguas abajo, mientras Alvin se aferraba la parte trasera, Fe gemía en s
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—Gracias a Dios... —gritó Eleanor. —El niño va a nacer —susurró Fe. Pero lúnico que oía Alvin era el débil gemidoque su primogénito había exhalado poúltima vez; no podía ver más que aoven aferrado al árbol mientras rodab
rodaba sobre las aguas; no podía decisino una sola palabra, una única orden:
—¡Vive! —murmuró. Vigor siempre
e había obedecido antes. Había sido ucompañero trabajador y voluntariosoMás un hermano o un amigo que un hijo
Pero esta vez supo que ldesobedecería. Y sin embargo, repitió amedia voz—: Vive... —¿Estamos salvo? —preguntó Fe, con vo
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emblorosa.Alvin se volvió para mirarla y trat
de ocultar la agonía que asomaba a srostro. Para qué darle a conocer eprecio que Vigor pagaba para que ella el niño se salvasen. Ya tendría tiempo
de saberlo una vez que el pequeñnaciera.
—¿Puedes trepar para salir de l
carreta? —¿Sucede algo malo? —preguntó Fe al ver su rostro.
—Me asusté mucho. El árbol pud
habernos matado. ¿Puedes trepar, ahorque estamos junto a la orilla?Eleanor se inclinó desde la part
delantera de la carreta.
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—David y Calma están allí parayudarte a subir. La cuerda ha resistidoMamá, pero no sabemos cuánto tiempmás lo hará.
—Vamos, Mamá, es sólo un paso —dijo Alvin—. Podremos arreglárnosla
mejor con la carreta si estás en tierrfirme.
—El niño está naciendo... —
comenzó Fe. —Será mejor en la orilla que aqu
—la cortó Alvin con brusquedad—
Baja.Ahora.Fe se puso de pie y trepó torpement
hasta el pescante. Alvin venía tras ell
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para ayudarla si resbalaba. Hasta épodía advertir la forma en que el vientrhabía caído. El niño ya debía de estaasomando la cabecita para respirar.
Pero en la orilla ya no estaban sólCalma y David. Había desconocidos
hombres corpulentos, y varios caballosncluso una pequeña carreta, lo cual fu
una agradable visión. Alvin no tenía l
menor idea de quiénes pudieran ser, nde cómo habían llegado hasta allí en sayuda, pero no era momento d
entretenerse en presentaciones. —¡Eh, gente! ¿Hay alguncomadrona en la posada?
—La posadera se las arregla con lo
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partos —dijo uno grandote, de brazoque parecían patas de buey. Seguramentun herrero.
—¿Podéis llevar a mi esposa en lcarreta? No podemos perder un solnstante.
Alvin sabía que era algo impúdicque los hombres hablaran taabiertamente de un alumbramiento
delante de la misma mujer que iba parir. Pero Fe no era tonta. Sabía qucosas importaban, y conseguirle u
echo y una hábil partera era mámportante que andarse con remilgosobre la cuestión.
David y Calma ayudaron a su madr
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a descender de la carreta con sumcautela. Fe se partía de dolor. Desduego una parturienta no tendría qu
andar saltando de una carreta parcaminar hasta la orilla, seguro. Eleanovenía detrás de ella, tomando las rienda
de todo, como si no fuera menor que suhermanos varones, salvo los mellizos.
—¡Mesura! Que las niñas se reúnan
Ellas vendrán en la carreta con nosotrasVosotros también, Previsión y
Moderación. Sé que podríais ayudar
os chicos, pero os necesito para qucuidéis de las pequeñas mientras yestoy con Mamá. —Con Eleanor no sugaba, y la gravedad de la situación er
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al que ni siquiera la llamaron Eleanode Aquitania mientras la obedecíanHasta las niñas más pequeñas dejarode refunfuñar e hicieron lo que se lemandaba.
Eleanor se detuvo un momento en l
orilla y miró hacia donde se encontrabsu padre, sobre el asiento de la carretaSus ojos bajaron por la corriente y lueg
regresaron hasta su padre. Alvicomprendió la pregunta y meneó lcabeza en muda negativa. Fe no debí
saber el sacrificio de Vigor. Laágrimas asomaron ingratas a los ojos dAlvin, pero no a los de Eleanor.
Tenía sólo catorce años, pero
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cuando no quería llorar, no lloraba.Previsión azuzó los caballos y l
pequeña carreta avanzó. Fe se retorcíde dolor mientras las niñas lpalmeaban y la lluvia caía. La mirada dFe era opaca como la de una vaca
gualmente ausente. Miraba a su esposoque aún permanecía en el río. Emomentos como el de dar a luz, pens
Alvin, la mujer se convierte en unbestia atontada mientras el cuerpo sapodera de ella para cumplir su labor
¿De qué otro modo podría soportar edolor? Como si el alma de la tierra lposeyera, tal como posee las almas das bestias, como si la hiciera parte d
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—Lo peor pasó en el agua —señalel herrero—. Pero ya estáis bienReponte, hombre. Hay trabajo que hacer
Sólo entonces reparó Alvin en questaba llorando. Sí, había trabajo quhacer, contrólate, Alvin Miller. No ere
ningún blandengue para llorar corno uniño. Otros hombres han perdiddocenas de hijos y siguen adelante. Tú
has tenido doce, y Vigor vivió hasthacerse hombre, aunque no lo suficientpara casarse y tener sus propios hijos
Tal vez Alvin llorara porque su hijohabía muerto de modo tan noble. O tarepentino...
David posó su mano sobre el braz
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del herrero. —Dejadlo un minuto —dij
suavemente—. Nuestro hermano mayofue arrastrado por la corriente hace unodiez minutos. Quedó atrapado entre laraíces de un árbol que bajaba flotando.
—No quedó atrapado —intervinAlvin con brusquedad—. Saltó sobrese árbol y salvó nuestra carreta, y salv
a tu madre que iba dentro de ella. El ríse lo hizo pagar. Eso fue lo que pasó: erío lo castigó...
Calma habló con los hombres eono sereno. —La corriente lo estrelló contra es
peñasco. —Todos volvieron la vista
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o se veía una sola traza de sangrsobre la roca. Parecía tan inocente...
—El Hatrack tiene una corrientdifícil —manifestó el herrero—. Pernunca antes lo había visto taendemoniado. Lo siento por su hijo
Aguas abajo hay un banco donde irá parar seguramente. Todo lo que el río seleva termina por aparecer allí. Cuand
a tormenta amaine iremos hasta allí buscar el... a buscarlo.
Alvin se frotó los ojos con la manga
pero no sirvió de mucho porque tenía laropas empapadas. —Dadme un minuto más y luego m
haré cargo de las cosas —pidió Alvin.
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Engancharon dos caballos más y lacuatro bestias no tuvieron dificultad eirar de la carreta; la corriente ya no era de antes. Cuando el carromato estuv
en tierra firme asomó un rayo de sol. —Es cosa de no creer —dijo e
herrero—, pero cuando a uno no le gustel tiempo que hace por esta zona, bastcon hacer algún conjuro para qu
cambie... —Pero no esta vez —repuso Alvin
—. Esta tormenta nos estaba esperando.
El herrero posó su brazo sobre ehombro de Alvin y le habló con toda lsuavidad de que fue capaz.
—No se ofenda, don, pero est
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diciendo tonterías...Alvin se desembarazó del abrazo. —
Esa tormenta y el río querían quedarscon nosotros.
—Papá —intervino David—, estácansado y afligido. Será mejor que t
ranquilices hasta que lleguemos a lcasa y veamos cómo está Mamá.
—Será un varón —aseguró Papá—
Ya lo veréis. Habría sido el séptimohijo varón de un séptimo hijo varón.
De inmediato el herrero y los demá
o miraron atentos. Todos sabían que unséptimo hijo varón tenía ciertos donespero no podía haber nacimiento mápoderoso que el del séptimo hijo varó
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de un séptimo hijo varón. —Eso cambia las cosas —calculó e
herrero—.Habría nacido hidromántico, si
duda, y el agua aborrece ese don. —Lodemás asintieron con aire de entendidos
—El agua se salió con la suya—dijAlvin—. Se salió con la suya, qué lvamos a hacer. Habría matado a Fe y a
niño, si hubiera podido. Pero como npudo, mató a mi hijo Vigor. Y ahoracuando nazca el niño, será el sexto hij
varón, pues sólo habrá cinco con vida. —Algunos dicen que no importa sos primeros seis están vivos o no
—aventuró un granjero.
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Alvin nada dijo, pero sabía que eso cambiaba todo. Había creído que es
niño sería un prodigio, pero el río shabía ocupado de que no fuera así. Si eagua no te detiene en un sentido, lo hacen otro. No debía haber esperado un hij
milagroso. El precio había siddemasiado alto. Durante el viaje npudo ver otra cosa que a Vigor
bamboleándose entre el abrazo de laraíces, volteado por la corriente comuna hoja atrapada en un remolino d
polvo diabólico, mientras la sangrmanaba de su boca para saciar labominable sed del Hatrack.
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Capítulo 5
LA MEMBRANA
La pequeña Peggy estaba de pie anta ventana, mirando la tormenta. Podí
ver todas esas chispas, especialmentuna, tan intensa que era como el mismsol. Pero alrededor de todas ellas sextendía una negrura. No, no era un
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negrura. Era una nada, como si fuera unparte del universo que Dios hubierdejado inconclusa, que se agitaba eorno de esas luces como par
separarlas, arrastrarlas, devorarlas.La pequeña Peggy sabía qué era es
nada. Cuando sus ojos veían los fuegoardientes y amarillos, también percibíaotros tres colores. El naranja oscuro
rico de la tierra. El sutil gris del aire. Yel vacío negro y hondo del agua. Era eagua lo que quería destruirlos.
Jamás había visto el río tan negroan poderoso, tan terrible. Y en la nochequé diminutos eran esos fuegos...
—¿Qué ves, niña? —pregunt
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Abuelito. —El río se los va a llevar —dijo l
pequeña Peggy — Ojalá que no.La pequeña Peggy se echó a llorar. — ¡Vamos niña! — la calmó
Abuelito — . No siempre es algo buenver tantas cosas, tan lejanas, ¿verdad?
La niña sacudió la cabeza.
— Pero tal vez no todo sea tan malcomo piensas...
En ese momento, vio que uno de lo
fuegos se separaba del resto y srevolcaba en la oscuridad. — ¡Oh! — exclamó, tendiendo l
mano como si pudiera coger la luz
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devolverla a su sitio. Pero claro que npodía. Su visión era nítida y distantepero sus brazos no llegaban muy lejos.
— ¿Se han perdido? — quiso sabeAbuelito.
— Uno — murmuró Peggy.
— ¿No han llegado aún Pacífico y eresto?
— Ahora sí. La cuerda resistió
Están a salvo. Abuelito no le preguntócómo lo sabía, ni qué veía. Sólo lpalmeó en el hombro.
— Porque tú les avisaste. Recuerdeso, Margaret. Uno se perdió, pero si nos hubieras visto y no hubieras ido po
ayuda, podrían haber muerto todos.
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La niña sacudió la cabeza. — Tendría que haberlos visto antes
Abuelito. Pero me quedé dormida. — ¿Y te culpas por eso? — Tendría que haber dejado qu
Mary la Mala me picoteara, y entonce
Papá no se habría enfadado conmigo no habría ido a la casa del manantial no me habría dormido, y entonces lo
habría visto a tiempo.. . — Ay, Maggie, todos sabemos
fabricarnos rosarios de culpas com
ése. No tiene sentido.Pero ella sabía que sí lo tenía. Npuede culparse a un ciego por no habertavisado que había una serpiente ante tu
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pies, pero sí tiene culpa alguien que lve y no te dice una palabra. Sabía cuáera su deber desde la primera vez quomó conciencia de que los demás n
veían lo mismo que ella. Dios le habídado unos ojos distintos, conque más l
valía ver y avisar o el diablo se llevarísu alma. El diablo o el profundo manegro.
— No tiene sentido — murmurAbuelito. Pero entonces, como si lhubieran clavado una cornamenta en e
rasero, dio un respingo y exclamó — Pero claro! ¡La casa del manantial! —Se acercó — . Escúchame, pequeñPeggy. No fue culpa tuya, ésa es l
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verdad. La misma agua que corre por eHatrack es la que fluye por el arroyo da casa del manantial. Es la misma agu
que los quería muertos, y sabía que tpodías advertirlo e ir en busca de ayudaPor eso te acunó y te arrulló hast
hacerte dormir.Y a ella le pareció que aquello tení
sentido. Vaya si lo tenía.
— Pero, ¿cómo puede ser, Abuelito — Bueno, es propio de l
naturaleza. Todo el universo se compon
de cuatro elementos, pequeña Peggy, cada uno quiere salirse con la suya —Peggy pensó en los cuatro colores quveía cuando ardían los fuegos interiore
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supo cuáles eran antes de que Abuelitouviera que nombrarlos — . El fueg
hace que las cosas sean calientes brillantes, y las consume. El aire hacque las cosas sean frescas y se introducen todas partes. La tierra hace que la
cosas sean sólidas y resistentes, parque duren. Pero el agua... el agudemuele las cosas, cae del cielo
arrastra consigo todo lo que puede, larrastra hasta el mar. Si el agua ssaliera con la suya, todo el mundo serí
suave, como un inmenso océano dondnada escaparía del alcance del agua.Todo muerto y suave. Por eso te
dormiste. El agua quiere destruir a eso
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desconocidos, quienesquiera que seanArrastrarlos y matarlos. Es un milagrque llegaras a despertar...
—Me despertó el martillo deherrero —dijo la pequeña Peggy.
—Entonces es eso, ¿no lo ves? E
herrero trabajaba con hierro, la mádura de las tierras, y con el furiossoplido de sus fuelles, y con un fuego ta
caliente que quema la hierba que crecfuera de la chimenea. El agua no pudocarlo para que se quedara quieto.
La pequeña Peggy apenas podícreerlo, pero debía ser así. El herrero lhabía rescatado de su sueño de agua. Eherrero la había ayudado. Pero vaya, er
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para echarse a reír, eso de saber que pouna vez el herrero había sido su amigo.
Se escucharon gritos en el portal puertas que se abrían y cerraban.
—Han llegado gentes —dijAbuelito. La pequeña Peggy vio la
chispas de fuego abajo y encontró la qusentía más miedo y dolor.
—Es la madre —dijo Peggy—. Est
a punto de tener un hijo. —Bueno, pero mirad lo que es l
suerte. Perder uno y ya tener otro po
nacer, para poner vida donde hubomuerte. —Abuelito se incorporó codificultad y bajó para ofrecer su ayuda.
Pero la pequeña Peggy no se movi
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de allí y siguió mirando lo que veía ea distancia. Ese fuego perdido n
estaba perdido del todo. Estaba biesegura de ello. Lo veía ardiendo a lejos, por mucho que la oscuridad de
río tratara de sepultarlo. No habí
muerto. Sólo lo había arrastrado, y tavez alguien pudiese ayudarlo. Salicorriendo, pasó junto a Abuelito como
una exhalación y se abalanzó escaleraabajo.
Mamá la cogió de un brazo mientra
corría hacia la sala principal. —El niño va a nacer —dijo Mam—, y te necesitaremos.
—¡Pero Mamá, el que se fue por e
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río... está vivo! —Peggy, no tenemos tiempo para...Dos niños con idéntico rostro s
metieron en la conversación. —¡El que se fue por el río...! —
exclamó uno.
—¡Sigue con vida! —gritó el otro. —¿Cómo lo sabes? —No puede ser...
Hablaban uno por encima del otroatropellándose de tal modo que Mamuvo que imponer silencio para pode
escuchar lo que decían. —Era Vigor, nuestro hermanomayor. Lo arrastró el río...
—Pues está con vida —dijo l
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pequeña Peggy—, pero el agua siguaferrándolo.
Los mellizos miraron a Mamá combuscando confirmación.
—¿Sabe lo que se dice, buenposadera?
Mamá asintió, y los jóvenepartieron rumbo a la puertaexclamando:
—¡Aún vive! ¡Aún vive! —¿Estás segura? —preguntó Mam
con rudeza—. Sería una crueldad pone
esperanzas en sus corazones de esmodo si no es cierto.Los ojos centelleantes de Mam
asustaron a Peggy, que no sabía qu
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responder.Pero entonces ya había llegad
Abuelito. —Oye, Peg —intervino—. ¿Cóm
sabría que a uno se lo llevó el río si no hubiera visto de verdad?
—Tienes razón —reconoció Mam—. Pero esta mujer ha estado reteniendel niño demasiado tiempo, y m
preocupa lo que pueda sucederle apequeño.
Ven, Peggy, y dime qué ves.
Condujo a la pequeña Peggy adormitorio que había detrás de lcocina, donde dormían Papá y Mamcuando había visitas. La mujer yací
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sobre el lecho, oprimiendo la mano duna niña alta y de ojos profundos graves. La pequeña Peggy no conocísus rostros, pero reconoció sus fuegosespecialmente el temor y el dolor de lmadre.
—Alguien gritaba... —susurró lmujer.
—Silencio ahora —conminó Mamá.
—... que seguía con vida...La niña de ojos solemnes alzó l
vista y enarcó las cejas, mirando
Mamá. —¿Es cierto, buena posadera? —Mi hija es una tea. Por eso la traj
a esta habitación. Para que vea al niño.
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—¿Ha visto a mi hijo Vigor? ¿Estvivo?
—Pensé que no se lo dirías, Eleano—dijo Mamá.
La grave niña meneó la cabeza. —Lo vio desde el carromato. ¿Est
con vida? —Díselo, Margaret—ordenó MamáLa pequeña Peggy se volvió y busc
ese fuego interior. Cuando se trataba dver esas cosas no había pared qupudiera interponerse. Su llama seguí
allí, aunque sabía que muy lejos. Estvez, sin embargo, se inclinó de aquemodo tan peculiar suyo y aguzó lmirada.
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—Está en el agua. Enredado en unaraíces.
—¡Vigor! —exclamó la madre desda cama.
—El río quiere quedarse con élMuere, muere, le dice.
Mamá tomó a la mujer del brazo. —Los mellizos han partido par
poner a los demás sobre aviso. Saldr
un grupo en su búsqueda. —¡En la oscuridad...! —susurró l
mujer con sorna.
La pequeña Peggy volvió a hablar. —Está diciendo algo, una oracióncreo. Dice... séptimo hijo.
—Séptimo hijo... —murmur
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Eleanor. —¿Y eso qué significa? —preguntó
Mamá. —Si este niño es varón —explic
Eleanor— y si nace mientras Vigor aúnestá con vida, será el séptimo hijo varó
de un séptimo hijo varón, mientras todoos demás viven.
Mamá contuvo la respiración.
—Con razón el río... —dijo. No tuvque completar su frase. En cambio, toma mano de la pequeña Peggy y l
condujo hasta la parturienta—. Mira este niño, y dime qué ves.La pequeña Peggy ya había hecho l
mismo otras veces, desde luego. Era e
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principal uso que hacían de las teas: qumiraran al niño por nacer justo antes dealumbramiento. En parte para ver cómestaba colocado en la matriz, perambién porque a veces la tea sabí
decir quién era el niño, qué sería,
podía anunciar eventos del porvenir.Aun antes de que tocara el vientre d
a mujer, pudo ver el fuego interior de
niño. Era el que ya había visto. Ardícon tal brillo y calor que era como el so la luna, comparado con el de su madre
—Es un varón—anunció. —Pues dejadme parir a este hijo —repuso la madre—. Dejadme parirlmientras Vigor aún tenga aliento...
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—¿Cómo está colocado el pequeño—quiso saber Mamá.
—Bien —repuso la pequeña Peggy. —¿Primero la cabeza? ¿Boca abajoLa niña asintió. —¿Y entonces por qué no sale? —
exigió Mamá. —Ella le estuvo diciendo que n
naciera —dijo la pequeña Peggy
mirando a la madre. —En la carreta... —comenzó l
madre—. Ya estaba naciendo, y tuve qu
hacer un sortilegio. —¡Pues habérmelo dicho antes! —dijo Mamá con aspereza—. Me pide qua ayude y ni siquiera me avisa que h
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hecho un sortilegio. ¡Tú, niña!Había un grupo de pequeñas de pie
cerca de la pared, con los ojos bieabiertos. No sabían a cuál de ellas sdirigía.
—Cualquiera... necesito esa llave d
hierro que cuelga de la anilla, en lpared.
La más alta la tomó torpemente de
gancho y se la extendió, con anilla odo.
Mamá hizo oscilar el inmenso aro
a llave sobre el vientre de la madremientras invocaba suavemente:He aquí el círculo, bien abierto, h
aquí la llave que lo abre, sea hierro l
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ierra, sea justa la llama, deja las agua lánzate al aire.
La madre gritó de pronto, rota ddolor. Mamá soltó la llave, apartó lasábanas, levantó las rodillas de la muje con toda su rudeza ordenó a Peggy qu
viera.La pequeña Peggy posó su man
sobre el vientre de la mujer. La ment
del niño estaba vacía, salvo por ciertsensación de presión y frío que sagolpaba mientras emergía al aire. Per
a misma vacuidad de su mente lpermitía ver cosas que ya nunca másería capaz de volver a ver. Ante él seextendían los miles de millones d
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millones de caminos de su vidaaguardando sus primeras elecciones, yque los primeros cambios en el mundcircundante eliminarían millones dfuturos a cada segundo. Todos teníanante sí el porvenir, como sombr
vacilante que sólo por momentoograba vislumbrar, y nunca co
claridad, a través de los pensamiento
del instante actual. Pero en ese caso, durante unos inapreciables momentos, lpequeña Peggy los vio con toda nitidez.
Y lo que vio fue la muerte al final dcada camino. Ahogado, ahogado...Todos los caminos de su futuro
conducían al niño a una muerte por agua
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—¿Por qué lo odias tanto? —gritó lpequeña Peggy.
—¿Qué? —exigió Eleanor. —Silencio —impuso Mamá—. Dejadlque lo vea.
Dentro del niño, que aún no habí
nacido, el oscuro cúmulo de agua qurodeaba su fuego interior parecía taerriblemente poderoso que la pequeñ
Peggy temió que el niño fuera devorado —¡Déjalo respirar! —aulló l
pequeña Peggy.
Mamá tendió sus manos y, aunqucausó un dolor atroz a la madre, aferral niño por el cuello con sus fuertededos y tiró hacia afuera.
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—¿Estás segura?La niña asintió. —Pues bien, entonces. Cuand
despierte le traeremos el niño. De todaformas, la primera noche no hace faltque tome nada.
Eleanor llevó al niño a la salgrande, donde el fuego ardía para secaa los hombres, y ellos dejaron d
ntercambiar relatos de lluvias nundaciones peores que ésa par
contemplar al niño con admiración.
Pero dentro de la habitación, mamomó a la pequeña Peggy del mentón y lmiró fijamente a los ojos.
—Margaret, me dirás la verdad. E
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algo muy grave que un niño amamantadpor su madre se alimente de odio.
—No lo odiará, Mamá —repuso lpequeña Peggy.
—¿Qué has visto?La niña habría respondido, pero n
conocía palabras con que decir casodo lo que veía. Miró al suelo. L
respiración jadeante de Mamá l
avisaba que se avecinaba uno de sunterrogatorios. Pero Mamá aguardó, uego su mano acarició suavemente l
mejilla de la pequeña. —Ay, mi pequeña, qué día haenido... El niño podía haber muerto s
no me hubieras dicho que tirase de é
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Hasta tendiste tu mano para abrirle lboca.
Eso hiciste, ¿a que sí? La pequeñPeggy asintió. —Es suficiente para unniña. Es suficiente para un solo día. —Mamá se volvió hacia las demás niñas
que descansaban apoyadas contra lpared con los vestidos húmedos—. Y
vosotras también habéis tenido u
día agotador. Salid de aquí. Dejaddescansar a vuestra madre e id a secarounto al fuego. Os haré una buena cena
qué digo...Pero Abuelito ya estaba en la cocinafanándose con la comida y no quissaber nada de que Mamá moviera ni u
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dedo. Pronto estuvo fuera con epequeño, mientras hacía a un lado a lohombres para poder acunarlo y lofrecía un dedo para chupar.
Al cabo de un rato, la pequeñPeggy calculó que no la echarían d
menos, de modo que trepó por lopeldaños que conducían a la escalerilldel ático y subió hasta la diminuta
oscura estancia. Las arañas no lmpresionaban mucho, y los gatos por l
general ahuyentaban a los ratones: n
enía miedo.Fue a horcajadas hasta su sitisecreto y tomó la caja de madera talladque Abuelito le había regalado y qu
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según dijo su propio padre había traídde Ulster al llegar a las coloniasContenía las preciosas posesiones de lnfancia: guijarros, cuerdas, botones.
pero ahora sabía que no significabanada comparadas con la tarea qu
endría por delante para el resto de svida. Vació la caja de todo cuantoposeía y sopló en su interior par
impiar el polvo. Luego depositó allí lmembrana plegada y cerró la tapa.
Sabía que en el futuro tendría qu
abrir esa caja docenas de docenas dveces. Que la llamaría, la despertaría dsu sueño, la apartaría de sus amigos y lprivaría de sus ilusiones. Y todo porqu
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un niño que dormía abajo no tenía otrfuturo que una oscura muerte entre laaguas a menos que ella utilizara esmembrana para mantenerlo a salvocomo ya lo había hecho en una ocasiódentro del vientre de su madre.
Durante un momento la enfureció veque su vida cambiaba de ese modo. Erpeor que cuando vino el herrero. Peo
que Papá y la varita de almendro coque la zurraba. Peor que Mamá cuanda cólera asomaba a sus ojos. Todo serí
distinto para siempre, y no era justoSólo por un niño a quien nadie habínvitado, a quien nadie pidió que fuer
hasta allí. ¿Qué le importaba a ella es
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pequeño?Extendió la mano y abrió la caja
pensando en tomar la membrana arrojarla a algún rincón oscuro deático. Pero aun en la oscuridad pudo veun lugar donde las sombras eran má
densas todavía: alrededor de su propifuego interior, el vacío del negro río shabía dispuesto a hacer de ella un
asesina. No conmigo, dijo al agua. No ere
parte de mí. Sí que lo soy, musitó e
agua.Estoy en todo tu cuerpo, y sin mí tsecarías hasta morir.
Será. Pero, de todas formas, no ere
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mi amo, replicó.Cerró la tapa de la caja y descendi
por las escaleras, deslizándose sobre erasero. Papá siempre decía qu
acabaría clavándose alguna astilla en laposaderas. Esta vez tuvo razón. Le dolí
mucho, así que tuvo que ir hasta lcocina caminando de medio lado ebusca de Abuelito. Y el bueno de
Abuelito interrumpió sus guisos parquitarle las astillas una a una.
—Ya no tengo ojos para esto
Maggie—se quejó. —Tienes vista de lince. Papá me lodijo.
Abuelito contuvo la risa.
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—Conque ahora dice eso... —¿Qué hay de cena? —Ah, Maggie... Esta cena sí t
gustará...La pequeña Peggy frunció la nariz. —Huele a pollo.
—Así es. —No me gusta la sopa de pollo. —No es sólo sopa, Maggie. E
asado, menos el cogote y las alas. —También odio el pollo asado. —¿Alguna vez te ha mentido t
Abuelito? —No. —Entonces más vale que me crea
cuando te digo que esta cena de pollo t
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hará feliz. ¿No se te ocurre de qué forme haría feliz una cena a base de ciert
pollo en particular?La pequeña Peggy lo pensó un rato,
uego su rostro se iluminó. —¿Mary la Mala?
Abuelito guiñó un ojo. —Siempre dije que esa gallina habí
nacido para hacer de estofado.
La niña lo abrazó con tal furor quhizo toser a Abuelito por la asfixia. Yuego ambos se echaron a reír y venga
reír.Esa noche, mucho después de quPeggy estuviera en su cama, trajeron a lcasa el cuerpo de Vigor, y Papá y
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Pacífico le construyeron un cajón. AlviMiller no parecía estar vivo, ni siquiercuando Eleanor le mostró a la criaturaHasta que dijo:
—Esa niña, la tea. Dice que estpequeño es el séptimo hijo varón de u
séptimo hijo varón.Alvin miró a su alrededor buscand
alguien que le confirmara la verdad.
—Oh , puede fiarse de ella —aseguró Mamá.
Las lágrimas inundaron los ojos d
Alvin. —El chico resistió —dijo—. Allíen las aguas, resistió lo suficiente...
—Sabía lo importante que eso er
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para ti —atinó a decir Eleanor.Entonces Alvin tomó al niño, lo
aferró con todas sus fuerzas, lo miró os ojos y dijo:
—¿Nadie te ha puesto nombre aúnverdad?
—Claro que no —repuso Eleanor—Mamá dio nombre a todos los demávarones, pero tú siempre dijiste que e
séptimo hijo tendría... —Mi propio nombre. Alvin
Séptimo hijo varón de un séptimo hij
varón, con el mismo nombre que spadre. Alvin Júnior. —Miró a sualrededor, y luego volvió su rostro arío, que corría lejano por el bosqu
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nocturno—. ¿Lo has escuchado, ríHatrack? Su nombre es Alvin, y nopudiste matarlo...
No tardaron en traer el cajón ender en su interior el cuerpo de Vigor
rodeado de velas para evocar el fueg
de la vida que lo había abandonado.Alvin sostuvo al niño sobre el ataúd —Mira a tu hermano —susurró a
pequeño. —El niño no puede ver nada aún
Papá —dijo David.
—Te equivocas, David —aseguróAlvin—. No sabe lo que ve, pero suojos ya saben mirar. Y cuando tengaedad suficiente para escuchar el relat
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de su nacimiento, le diré que con supropios ojos vio a su hermano Vigor, eque dio su vida por el bien del pequeño
Pasaron dos semanas antes de quFe estuviera en condiciones de viajar.
Pero Alvin se encargó de que él y
sus hijos trabajaran duramente parretribuir el hospedaje. Desbrozaron unbuena franja de tierras, partieron leñ
para el invierno, cargaron bultos dcarbón para Pacífico Smith ensancharon el camino. También
derribaron cuatro grandes árboles construyeron un sólido puente a travédel río Hatrack. Un puente cubierto parque aun en días de tormenta la gent
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pudiera cruzar ese río sin que una gotde agua cayera sobre ella.
La tumba de Vigor era la tercera quse cavaba en el lugar al lado de lasepulturas de las dos hermanitas dPeggy muertas. La familia ofreció su
respetos y oró la mañana en que smarcharon de allí. Luego, todos subieroa su carreta y partieron en dirección a
oeste. —Pero dejamos parte de nosotro
aquí, para siempre —advirtió Fe,
Alvin asintió.La pequeña Peggy los vio partir uego corrió hacia el ático, abrió la caj sostuvo la membrana de Alvin entr
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sus manos. No corría peligro. Por ahoraal menos. Por ahora estaría a salvoGuardó la membrana y cerró la puerta.
Más vale que llegues a ser alguienniño Alvin, o habrás causado un sinfínde problemas para nada.
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Capítulo 6
LA VIGA MAESTRA
Las hachas caían, los hombreentonaban himnos durante la labor y l
nueva iglesia del reverendPhiladelphia Thrower se erigímponente sobre la comunidad de l
aldea de Vigor. Todo transcurría mucho
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más deprisa de lo que el reverendThrower podía haber sospechado. Lprimera pared de la construcción apenahabía sido levantada uno o dos díaatrás, cuando apareció ese piel rojebrio y tuerto y fue bautizado, como si l
sola visión de la iglesia le hubiespermitido ascender hacia la civilizació el Cristianismo.
Si un piel roja ignorante como LollaWossiky podía acercarse a Jesús, ¿quotros milagros no podrían realizarse e
estas tierras salvajes cuando el recintsagrado estuviese concluido y sministerio fuera firmemente encauzado?
Pero el reverendo Thrower n
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estaba enteramente feliz. Habíenemigos de la civilización mápoderosos que la barbarie de los pielerojas, y los signos no eran taesperanzadores como cuando LollaWossiky vistió ropas de hombre blanco
por vez primera.En particular, lo que oscurecía es
día tan diáfano era el hecho de qu
Alvin Miller no estuviera entre lorabajadores. Y su esposa ya habí
agotado toda excusa posible en s
nombre. El viaje para dar con unpiedra de molino apropiada ya habíerminado; había tomado un día d
descanso, y ahora le correspondía esta
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allí. —¿Acaso está enfermo? —pregunt
Thrower. La boca de Fe se endureció. —Cuando le dije que no vendría
reverendo Thrower, no quise decir quno pudiera venir...
Esa respuesta confirmó lasospechas crecientes de Thrower.
—¿Le he ofendido en algo? F
suspiró y apartó la vista para posarlsobre los postes y vigas de la iglesia.
—No es algo que usté mismo hay
hecho, señor, como decirle... no tienque ver con el trato que un hombrdispensa a otro, vea... —De pronto smostró alarmada—. ¿Qué es eso?
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Al lado del edificio, casi todos lohombres sujetaban cuerdas en la mitaposterior de la viga maestra para podecalzarla en su sitio.
Era un trabajo engorroso, quresultaba más difícil aún porque lo
niños se revolcaban en el suelo de tierr pasaban por entre las piernas de lo
hombres. Los revoltosos eran objeto d
su atención esta vez. —¡Al! —exclamó Fe—. ¡Alvi
Júnior, ya te me estás levantando de ahí
—Dio dos zancadas hacia la nube dpolvo que daba cuenta de las luchaheroicas de los niños de seis años.
El reverendo Thrower no pensab
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permitirle que terminara la conversacióan fácilmente.
—Señora Fe —comenzó coaspereza—. Alvin Miller es el primehombre que se asentó en estas tierras, a gente lo tiene en alta estima. Si est
en contra de mí por alguna razónperjudicará sumamente mi ministerio. Amenos puede decirme qué es lo que hic
para que se sienta ofendido...Fe lo miró a los ojos, como para ve
si sería capaz de escuchar la verdad.
—Fue su estúpido sermón, señor.—dijo. —¿Estúpido? —Bueno, señor. La verdá es qu
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usté tendría que saber que no es asdigo, viniendo de Inglaterra...
—De Escocia, señora Fe. —Y digo, ¿no?, como lo educaro
en colegios donde no saben mucho de... —¡En la Universidad de Edimburgo
Si cree que no saben mucho de... —De sortilegios, conjuros, hechizo
cosas por el estilo...
—Sé que quien sostiene usar talepoderes invisibles y oscuros en tierraque obedecen al Lord Protector, señor
Fe, comete un delito fatal, si bien en smisericordia el Lord se limita desterrar a aquellos que...
—Pero si ahí lo tiene, justamente —
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repuso ella triunfal—. No creo que eesa universidá le enseñen mucho sobrestas cosas, ¿o sí? Y sin embargo, aquvivimos de ese modo, y llamarlsuperstición...
—Yo lo llamé histeria... —Eso no
cambia el hecho de que dé resultado. —Entiendo que algunas persona
crean que da resultado —dijo Throwe
con paciencia—. Pero todo en el mundes o bien ciencia o bien milagro. Lomilagros fueron producidos por Dios e
as épocas remotas. Pero esas épocas yhan concluido. Hoy, si queremocambiar el mundo, debemos buscar laherramientas, no en la magia, sino en l
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pero acabo de recordar que Mesura llamó
«sesomancia», y se figuró que ustno tendría muy buena fortuna por estoados...
Cierto es, pensó el reverend
Thrower, pero no se proponía admitirlo —Señora Fe, hablé como lo hic
para que la gente comprendiera que ha
formas superiores de pensamiento en emundo actual y que ya no tenemonecesidad de apoyarnos en las ilusione
de...Pero de nada sirvió. La paciencia da mujer se había agotado.
—Mire, reverendo Thrower, tendr
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que disculparme, pero si ese chico ndeja de enredar con los otros, acabarrecogiendo el primer sopapo que pasvolando. —Y se marchó para caer comoa ira del Señor sobre Alvin y Calvin
sus pequeños de seis y tres años. Nadi
como ella para echar filípicas. Podíescucharla desde donde estaba, y esque el viento soplaba en contra.
Qué ignorancia, dijo Thrower parsus adentros. No sólo se me necesitaquí como hombre de Dios entr
salvajes, sino también como hombre dciencia entre necios supersticiososAlguien pronuncia una maldición uego, seis meses después, algun
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desgracia le ocurre al maldecidoSiempre es así. Al menos dos veces aaño algo malo ha de suceder cualquiera. Y eso les da la absolutacerteza de que su maldición tuvo efectmaléfico. Post hoc ergo propter hoc.
En Gran Bretaña, los estudianteaprenden a dejar de lado tales erroreelementales de la lógica mientras aú
estudian el trivium. He aquí un modo dvivir. El Lord Protector estaba en locierto al castigar a los practicantes d
magia en Gran Bretaña, si bien Throweprefería que lo hiciera sobre los cargode estupidez y no de herejía. Tratar lmagia de herejía le confería excesiv
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dignidad, como si fuera algo que temer no que despreciar.
Tres años atrás, después de habeobtenido su título de doctor eDivinidad, Thrower vislumbró por veprimera el daño que el Lord Protecto
estaba cometiendo. Lo recordaba comun hito en su vida. ¿Acaso no fuambién la primera vez que el Visitant
se había presentado ante él? Fue en spequeña sala de la rectoría de la igleside St. James, en Belfast, donde oficiab
de pastor asistente, su primer cargdesde que había sido ordenado. Estabobservando un mapa de la Tierra cuandosu mirada se posó sobre América, en e
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sitio donde Pensilvania se veía conitidez, desde las colonias holandesas suecas hacia el oeste, hasta que laíneas se desvanecían en la oscur
región más allá del Mizzipy. Fue comosi el mapa cobrara vida, y entonces vi
el flujo de gente que arribaba al NuevMundo. Los buenos puritanos, lohombres fieles a la iglesia y los sólido
empresarios marchaban a Nuevnglaterra; los papistas, los realistas os bribones iban a la región esclava
rebelde de Virginia, Carolina y Jacobiaa las llamadas Colonias de la Corona.Era la clase de gente que, cuand
hallaba su sitio, se quedaba allí par
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siempre.Pero a Pensilvania iba otra clase d
personas. Los alemanes, holandesessuecos y hugonotes huían de sus países se dirigían a la colonia de Pensilvanipara hacer de ella una escupidera, un
ciénaga desbordante de la peor estofhumana del continente. Y lo peor es queno se quedarían allí.
Estos oscuros campesinos recalaríaen Pensilvania, descubrirían que laierras pobladas —para Thrower n
eran «civilizadas»— de Pensilvaniestaban demasiado atiborradas parellos y de inmediato partirían hacia eoeste, con dirección a la región de lo
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pieles rojas para establecer sus granjaentre los bosques. ¿Qué importaba quel Lord protector les hubiese prohibidespecíficamente afincarse allí? ¿Qué lemportaba la ley a estos paganos? L
que querían era tierras, como si la mer
posesión de una franja de polvo hicierde un campesino un caballero.
Y entonces, la visión que Throwe
uvo de América ya no fue desoladorsino negra. Vio que en el nuevo siglo lguerra llegaría a América. En su visión
el rey de Francia enviaría a Canadá ese molesto coronel corso, Bonaparte, su gente agitaría a los pieles rojas desdel fuerte francés de Detroit. Los indio
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se abatirían sobre los colonos pardestruirlos. Podían ser la peor escoriapero fundamentalmente eran escoringlesa, y la visión de la matanza pie
roja puso a Thrower la piel de gallina.Pero aun cuando ganasen lo
ngleses, el resultado sería el mismo. Aoeste de los Apalaches, América nuncasería tierra cristiana. Ora se quedaría
con ella los condenados franceses españoles papistas, ora los no menomalditos pieles rojas salvajes, o bie
pulularían por doquier los ingleses mádepravados, que se reían de Cristo y deLord Protector por igual. Otro continentse perdería por entero al conocimient
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de Nuestro Señor Jesucristo.Era una visión tan espeluznante qu
Thrower lanzó un grito, creyendo qunadie lo escucharía en los confines de sdiminuta sala.
Pero alguien sí lo escuchó.
—El hombre de Dios tiene podelante toda una vida de trabajo —dijalguien a sus espaldas.
Thrower giró de inmediato, azoradoPero era una voz suave y cálida, urostro anciano y afable, y el temor d
Thrower no duró más de un momentopese a que la puerta y la ventana estabafirmemente cerradas y ningún hombrcomún podía haberse introducido en s
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recinto.Thrower se dirigió a é
reverentemente, creyendo que el hombrera sin duda parte de la manifestacióque acababa de revelársele:
—Señor, quienquiera que seáis, h
visto el futuro de Norteamérica, y mpareció ser la victoria de Satán.
—Satán vence —repuso el hombr
— allí donde los hombres del Señopierden las esperanzas y le abren paso.
Y luego, sin más, el hombr
desapareció. En ese momento, Throwecomprendió cuál sería la labor de svida. Llegar hasta las tierras indómitade América, construir una iglesia d
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campo, y luchar contra el demonio esus propias tierras. Le había llevado treaños conseguir el dinero y la anuencide sus superiores de la Iglesia dEscocia, pero ahora estaba allí, ante lavigas y postes de su templo a medi
erigir, ante la madera blanca y desnudaun claro reproche al oscuro bosque dbarbarie del cual había sido arrancada.
Desde luego, era de esperar que ediablo reparara en semejante empresmagnífica. Y era obvio que el principa
discípulo del demonio en la aldea dVigor era Alvin Miller. Aun cuandoodos sus hijos se encontraban all
ayudando a construir la iglesia, Throwe
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sabía que eso era obra de Fe. La mujehasta había concedido que tal vez scorazón perteneciera a la Iglesia dEscocia, a pesar de haber nacido eMassachussets; su participaciósignificaba que Thrower podía espera
formar una congregación, siempre cuando Alvin Miller no lo estropearodo.
Y vaya si podría estropear lacosas... Una cosa era que Alvin shubiera ofendido por algo que Throwe
dijera o hiciera inadvertidamente. Perabrir el debate sobre la creencia ebrujerías, desde el comienzo mismo, ahno había modo de eludir el conflicto. E
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campo de batalla estaba trazadoThrower ocupaba el lado deCristianismo y la ciencia, y del otroodos los poderes de la oscuridad y l
superstición. Del otro lado estaba lnaturaleza carnal y bestial del hombre,
Alvin Miller era su abanderado. Apenahe iniciado mi contienda en nombre deSeñor, pensó Thrower. Si no puedo
derrotar a este primer oponente, ningunotra victoria me será posible.
—¡Pastor Thrower! —gritó el hij
mayor de Alvin, David—. ¡Estamoistos para izar la viga maestra!Thrower avanzó con paso ligero
uego, recordando su dignidad, serenó s
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andar. Nada en los evangelios sugeríque el Señor hubiese corrido alguna vezSólo caminó, como era propio de selevada estatura. Desde luego, Pablhabía hecho comentarios acerca dcorrer una larga distancia, pero eso er
sólo una alegoría. Un ministro debía sea sombra de Jesucristo, caminar com
Él y representarlo ante el pueblo. Era l
más cerca que esta gente podía llegar estar de la majestuosidad de Dios. Ereverendo Thrower tenía el deber d
refrenar la vitalidad de su juventud caminar con el paso reverente de uanciano, aunque sólo tuvierveinticuatro años.
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—¿Piensa bendecir la viga, verdad—preguntó uno de los granjeros. ErOle, un sueco proveniente de las orillade Delaware y, por lo tanto, luterano dcorazón. Pero estaba dispuesto colaborar para construir una iglesi
presbiteriana en el valle del Wobbishconsiderando que fuera de ella el templmás cercano era la catedral papista d
Detroit. —Así es —repuso Thrower. Posó s
mano sobre la viga pesada y cortada
golpes de hacha. —Reverendo Thrower. —A suespaldas oyó la voz de un niño. Sólo unvoz infantil podía ser tan aguda
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estridente—. ¿No sería una especie dhechizo bendecir un pedazo de madera?
Thrower se volvió y alcanzó a ver Fe Miller imponiendo silencio al niñoAlvin Júnior sólo tenía seis años, perobviamente acabaría causando tanto
problemas como su padre. Tal vez máaún... Alvin, el padre, al menos habíenido la delicadeza de mantenerse a
margen de la construcción de la iglesia. —Usté siga adelante —dijo Fe—
o se moleste por él. Todavía no le he
enseñado cuándo abrir la boca y cuándcallar...Pero aunque la mano de la muje
oprimía fuertemente los labios de
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bendiciendo es la congregación dcristianos que se reunirá bajo este techoY
en eso no hay nada de mágico. Lque estamos pidiendo es el poder y eamor de Dios, no una cura para la
verrugas ni un hechizo contra el mal dojo.
—¡Qué lástima! —murmuró u
hombre—. A mí me vendría bien unacura pa'
las verrugas...
Todos se echaron a reír, pero epeligro había pasado. Cuando la vigmaestra se elevara, su ascensión sería uacto cristiano y no pagano.
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Bendijo la viga maestra y tomó lprecaución de cambiar la oracióhabitual por otra que específicamente nconfiriera ninguna propiedadeterminada a la viga misma. Luego lohombres ajustaron la cuerda y Throwe
entonó«Gloria al Señor sobre el inmens
mar», con toda su espléndida voz d
barítono, para que su labor hallara ritme inspiración.
Y sin embargo, todo el rato tenía un
nítida conciencia del pequeño AlviJúnior. No era sólo por el incómododesafío que el niño le había lanzadpoco antes. El pequeño era espontáneo
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puro como todas las criaturas. Throweno pensaba que cavilara intencionesiniestras. Lo que llamaba la atenciódel niño era algo totalmente distinto. Nera ninguna propiedad del pequeño esí, sino algo acerca de las personas qu
o estuvieran mirando todo el tiempo.Eso sería una ocupación permanente
a que no paraba de corretear un minuto
Pero siempre tenían conciencia de écomo el cocinero del colegio tenísiempre conciencia del perro de l
cocina: jamás le hablaba, pero iba venía a su alrededor sin detenerse en srabajo.
No eran sólo sus familiares los qu
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anto lo cuidaban. Todos secomportaban del mismo modoalemanes, escandinavos, ingleses, reciélegados y antiguos colonos. Como si l
crianza del niño fuera un proyectcomunitario, al igual que la construcció
de la iglesia o de un puente sobre el río —Despacio, despacio, despacio —
gritaba Previsión, encaramado cerca d
a cumbrera derecha para guiar hasta ssitio la pesada viga. Debía ser así, parque las alfardas se recostara
suavemente contra ella y formaran usólido techo. —No, no, os habéis pasado —grit
Mesura.
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Estaba de pie sobre un andamio, ea viga transversal sobre la cua
descansaba el corto poste que sostendrías dos vigas maestras allí donde lo
extremos de ambas encajaban uno en eotro. Precisamente esto era lo má
mportante para poder construir el techo también lo más engorroso.
Debían colocar los extremos de do
pesadas vigas sobre la punta de umadero que apenas tenía medio metro dancho. Por eso estaba allí Mesura, quie
hacía justicia a su nombre por su bueojo y cuidado. —¡Va bien! —gritaba el joven—
Más!
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—¡Otra vez para mi lado! —exclamó Previsión.
—¡Quietos! —gritó Mesura. —¡Listo! —se oyó la voz d
Previsión.Por fin también Mesura dio el alto,
os hombres que trabajaban desde esuelo aflojaron la tensión de las cuerdasY cuando las sogas cayeron laxas, todo
anzaron vivas, pues la viga maestra sextendía hasta la parte central de lglesia. No sería una catedral, pero e
esas tierras de ignorancia era una laboprodigiosa: la estructura más grande qualguien hubiera osado imaginar en milede kilómetros a la redonda. El mer
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hecho de construirla era una declaracióde que los colonos estaban decididos quedarse, y que ni franceses, nespañoles, ni caballeros, ni yanquis, nsiquiera los salvajes pieles rojas cosus flechas de fuego podrían consegui
que se marcharan de ese lugar. Naturalmente, el reverendo Throwe
entró junto con todos los demás para ve
por primera vez el cielo quebrado pouna viga de no menos de doce metros dargo. Y eso apenas era la mitad de lo
que finalmente llegaría a ser.Mi iglesia, pensó Thrower, y ya emás bella que casi todo lo que vi eFiladelfia.
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Sobre la endeble estructura dablas, Mesura embutía un tarugo d
madera en la muesca que había aextremo de la viga maestra hastntroducirla en el orifici
correspondiente de la cumbrera
Previsión hacía lo mismo por el otrado. Los tarugos sostendrían la viga e
su sitio hasta que colocaran las alfardas
Y cuando hubieran terminado, la vigmaestra sería tan fuerte que hastpodrían quitar la viga transversal, de n
ser porque la necesitaban para colgar ecandelabro que iluminaría la iglesia dnoche. De noche, para que los vidrios dcolores refulgieran en la oscuridad. Ta
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era la grandeza del sitio que ereverendo Thrower concebía. Que sumentes simples se postraran dadmiración cuando vieran el lugar y quse maravillaran ante la majestuosidadel Señor.
Y en eso pensaba, cuando de prontoMesura dejó escapar un alarido derror, y todos vieron horrorizados qu
a cumbrera se había partido bajo egolpeteo del martillo del muchacho. Lpesada e inmensa viga maestra brinc
dos metros por los aires y se escapó das manos de Previsión, quien lsostenía del otro lado, para quebrar eandamiaje como si fuese hojarasca. L
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viga maestra pareció quedarssuspendida en el aire por un momentoan horizontal como uno pueda imaginar luego se desplomó como si el mism
Señor hubiese plantado sus pies sobrella.
Y el reverendo Thrower no tenía qumirar para saber que directamentdebajo de esa viga habría alguie
cuando se estrellara contra la tierra. Lsupo porque tuvo conciencia depequeño, supo que corría precisament
en la dirección equivocada, supo que spropio grito de «¡Alvin!» hizo que eniño se detuviera exactamente en el sitindebido.
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Y cuando miró, fue tal como supoque sería: allí estaba de pie el pequeñAl, mirando el tronco rebanado que lenterraría en el suelo de la iglesia.
Ninguna otra cosa sufriría dañospues la viga caería horizontal
perfectamente plana, y su impacto sransmitiría a todo el suelo. El niño er
demasiado pequeño incluso para atenua
a caída del madero. Sería aplastadomachacado, y su sangre salpicaría lmadera blanca del suelo de la iglesia.
Jamás conseguiré limpiar esmancha, pensó Thrower irracionalmentepero uno no puede controlar supensamientos en presencia de la muerte
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Thrower vio el impacto como si sratara de un relámpago cegador
Escuchó el estruendo de la madera sobra madera. Escuchó los gritos. Luego su
ojos se aclararon y vio la viga maestrendida. Un extremo, exactamente dond
debía estar. El otro, también. Pero en emedio, la viga se había partido en dos, entre ambas partes estaba el pequeñ
Alvin de pie, con el rostro pálido derror. Ileso. El niño estaba ileso
Thrower no sabía alemán ni sueco, per
supo muy bien qué significaban lomurmullos que oía a su alrededor. Pueque blasfemen, pensó Thrower. Yo debocomprender qué ha sucedido aquí. Fu
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hasta el niño y posó sus manos sobre lcabecita, buscando hallar algún dañoPero ni un solo cabello estaba fuera dugar. La cabeza del pequeño estab
caliente, muy caliente, como si hubierestado ante un fuego. Luego Thrower s
arrodilló y examinó la viga. El corte erde una suavidad tal que parecía que lmadera había crecido de ese modo, just
con la anchura suficiente para esquivaa cabeza del niño por completo.
Y entonces llegó la madre de Al y
alzó al niño entre llantos y sollozos dalivio. El pequeño Alvin tambiéloraba. Pero Thrower pensaba en otra
cosas.
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Era un hombre de ciencia, despuéde todo, y lo que acababa de ver no erposible. Hizo que los hombres midieraa zancadas la longitud de la viga, una otra vez. Yacía sobre el sueloexactamente con el largo original. E
extremo derecho distaba del izquierdal como debía ser. Y el fragmento deamaño de la cabeza del niñ
sencillamente había desaparecido. Shabía desvanecido en un momentánedestello de fuego que dejó la cabeza d
Alvin y ambas puntas de la vigardiendo como brasas, pero sin marcani quemaduras de ninguna clase.
Y luego Mesura comenzó a aulla
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desde la viga transversal, de la cuapendía sujeto por los brazos. Habíogrado asirse de ella al caer e
andamio.Moderación y Calma treparon par
ayudarlo a bajar sin que se lastimara. E
reverendo Thrower no podía pensar eeso. Lo único que cabía en su mente erque un niño de seis años podía plantars
debajo de una viga que caía para quésta se partiera en dos y le hiciera uugar en el medio. Tal como el mar Rojo
se abrió en dos para Moisés, a izquierd derecha. —El séptimo hijo... —murmur
Previsión. El joven se sentó sobre l
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viga caída, a la izquierda de la fractura. —¿Qué? —preguntó el reverend
Thrower. —Nada—repuso el joven. —Has dicho «el séptimo hijo», per
el séptimo es Calvin...
Previsión meneó la cabeza. —Teníamos otro hermano. Murió
unos minutos después de que Al naciera
—Yvolvió a menear la cabeza—. Es e
séptimo hijo varón de un séptimo hij
varón. —Pero eso le convierte en uengendro del diablo —dijo Throweestupefacto.
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Previsión le miró con desprecio. —Tal vez en Inglaterra penséis así
pero en estos lugares creemos que unpersona así puede ser un sanador, tavez, o un dotado, -pero sea lo que fuero hará con rectitud y bondad. —-Lueg
un pensamiento asomó a los ojos dPrevisión y le . hizo sonreír—Engendro del diablo —repitió, pa
adeando maliciosamente sus palabra—. A mí eso me suena a histeria.
Furioso, Thrower se alejó de l
glesia a grandes zancadas.Encontró a la señora Fe sentadsobre un banco, con Alvin en su regazomeciéndolo mientras el pequeño seguí
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gimiendo. Lo regañaba suavemente. —Te dije que no corrieras sin mirar
Siempre andas metido entre las piernade los demás. No sabes quedarte quietoUna tiene que andar como una locbuscándote de aquí para allá... —
Entonces vio a Thrower de pie ante ell guardó silencio—. No se aflija —dij
—. No lo volveré a traer por aquí. —
Me alegro, por su seguridad —repusThrower—. Si pensara que mi iglesidebe construirse a costa de la vida de u
niño preferiría predicar bajo el cielabierto el resto de mis días.La mujer lo escudriñó y supo qu
hablaba con sinceridad.
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—Bueno, no es culpa de usté —dij—. Siempre ha sido un niño torpeParece salir vivo de situaciones qumatarían a cualquier niño normal.
—Quisiera... comprender lo que hocurrido aquí.
—La cumbrera cedió, desde lueg—dijo ella—. A veces suele pasar.
—Me refiero a... cómo fue que no l
ocó. La viga se partió... antes de tocarla cabeza. Quisiera examinarlo, si me l
permite, para ver si...
—No tiene ni una marca —replicó. —Lo sé. Quisiera tocarlo para vesi...
Miró hacia el cielo y murmuró:
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—Ya sé. La sesomancia. —Pero amismo tiempo apartó sus manos parque el hombre pudiera palpar econtorno de la cabeza.
Lentamente y con cuidado, Throwerató de comprender el mapa del cráne
del niño, de leer los bordes y cantos, lorelieves y las depresiones. Nnecesitaba consultar ningún libro. D
odas formas, los libros no decían máque sandeces. No había tardado edescubrirlo. Sólo decían generalidade
mbéciles, como por ejemplo: «lopieles rojas siempre tendrán unprotuberancia sobre la oreja, lo cuandica salvajismo y canibalismo»
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cuando, desde luego, los pieles rojaenían idénticas variaciones en su
cráneos que los blancos. No, Throweno tenía confianza en esos libros, perhabía aprendido un par de cosas sobrpersonas que poseían determinada
facultades y que tenían en común ciertaprotuberancias. Había desarrolladcierto don para comprender los mapa
de los cráneos humanos. Mientras sumanos se paseaban por la cabeza deniño, comprendía lo que estab
hallando. Nada digno de mención, eso fue lque encontró. Ningún rasgo que sdestacara sobre los demás. Norma
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Tanto como cualquiera podía serlo. Tanabsolutamente normal que podía ser uejemplo de normalidad de esos quvienen en los manuales, en caso de quhubiera algún manual que mereciera seeído.
Retiró sus dedos, y el niño —qucon su contacto había dejado de llorar—se retorció sobre el regazo de su madr
para mirarlo. —Reverendo Thrower —le indic
—, sus manos son tan frías que casi m
hielo. —Luego se escabulló de la falda dsu madre y salió corriendo, llamando uno de los niños alemanes, con quie
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antes había estado luchando taferozmente.
Fe se echó a reír con pesar. —Ya ve qué rápido olvidan... —Usted también —le señaló e
reverendo Thrower.
La mujer sacudió la cabeza. —Yo no —negó—. Yo no olvido
nada.
—Ya está sonriendo... —Yo sigo adelante, reverendo
Thrower. Sigo adelante. No es lo mismo
que olvidar.Asintió. —¿Y bien? ¿Qué ha encontrado? —¿Qué he encontrado?
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—Cuando le tocaba los chichonesLa sesomancia. ¿Ha visto algo?
—Normal. Completamente normalEn su cabeza no hay una sola cosa quse salga de lo normal.
La mujer gruñó.
—¿Nada fuera de lo normal? —Así es. —Bueno, si quiere saber lo qu
pienso, aquí eso sí es algo fuera de lnormal.
No tener nada de anormal... vay
rareza. —Tomó el banco y lo arrastrólamando a Al y a Cally mientraandaba.
Al cabo de un rato, el reverend
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Thrower comprendió que tenía razón
adie era tan perfectamente normaTodos tenían algún rasgo más acusadoque los demás. No era normal que Afuera tan bien equilibrado. Que tuvierodas las características posibles que u
cráneo pudiera exhibir y en laproporciones exactamente normalesLejos de ser normal, el niño er
extraordinario, si bien Thrower no tenídea de lo que ello pudiera significar ea vida del niño.
¿Sería de los que saben un poco dodo y mucho de nada? ¿O de los qusobresalen en todo?
Superstición o no, Thrower s
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encontró pensando. Séptimo hijo varóde un séptimo hijo varón... un cránesorprendente... y el milagro de la vig—no tenía otra palabra para aquello—Ese día habría muerto cualquier otrniño común. Las leyes naturales l
determinaban. Pero algo o alguieprotegía a ese niño, y las leyes naturalehabían sido desoídas.
Cuando la conversación declinó, lohombres siguieron trabajando en eecho.
La viga original era inservibledesde luego, y tuvieron que trasladaafuera ambos fragmentos. Después de locurrido, no pensaban emplear lo
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maderos para ninguna otra cosa. Ecambio, pusieron manos a la obra y, media tarde, lograron terminar otra vignueva, reconstruyeron los andamies para la noche ya estaba en su sitio emaderamen fundamental del techo.
Nadie habló del incidente de la vigmaestra, al menos en presencia dThrower. Y cuando quiso encontrar la
cumbrera resquebrajada, no logrhallarla en ninguna parte.
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Capítulo 7
EL ALTAR
Cuando Alvin Júnior vio caer lviga no se asustó. Tampoco se asustó
cuando se estrelló contra el suelo en dopartes.Pero cuando los mayore
comenzaron a comportarse como si fuer
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el día del Juicio Final, que si abrazo poaquí, que si murmullo por allá, entoncesí se asustó. Los mayores tenían lcostumbre de hacer las cosas sin razóalguna.
Igual que Papá, que estaba en e
suelo frente al fuego, estudiando lofragmentos partidos de la cumbrera, erozo de madera que saltó bajo el pes
de la viga y la hizo desplomarseCuando Mamá era mamá, ni Papá nnadie podía entrar en su casa astillas
restos de madera sucia. Pero hoy Mamestaba tan loca como Papá, y cuando éapareció cargado de madera hasta lcoronilla, sólo se inclinó, enrolló l
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alfombra y desapareció de la vista dPapá.
Bueno, nadie sería tan tonto compara quedarse delante de Papá, cuandéste traía semejante cara. David y Calmenían suerte. Podían marcharse a s
propia casa, en sus propias tierrasdonde sus propias esposas loaguardaban con la comida en el fuego
donde podían decidir si queríavolverse locos o no. Pero el resto nenía tanta fortuna. Si Papá y Mam
estaban enloquecidos, a los demás nes quedaba otro remedio quenloquecer también. Ni una sola de laniñas reñía con las demás, y todas s
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afanaban por cocinar y limpiar sin deciesta boca es mía. Previsión Moderación salieron por la tarde partir leña y ordeñar las vacas sisiquiera pellizcarse el uno al otro en lobrazos, por no hablar de enredarse e
una lucha. Ello era sumamentdesalentador para Alvin Júnior, puestoque a él le correspondía luchar con e
perdedor, lo cual representaba loportunidad de medirse en las mejoreuchas a las que podía aspirar. Tenían
dieciocho años, y eran todo un desafíono como los niños con quhabitualmente debía for-cejear.
Y ahí estaba Mesura, sentado cerc
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del fogón, tallando un cucharón para eperol de Mamá sin levantar la vista. Ahestaba, como los demás, esperando quPapá retornara a sus cabales y le pegarun berrido a alguien.
La única persona normal de la cas
era Calvin, el pequeño de tres años. Eproblema era que, en Calvin, normasignificaba andar pisándole los talones
Alvin Júnior como un gatito a la cazdel ratón. Jamás se acercaba lsuficiente para jugar con Alvin Júnior
para tocarlo, hablar con él o cualquiecosa útil. Estaba allí, siempre al bordde todo.
Cuando Alvin levantaba la vista
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Calvin apartaba la mirada, o alcanzaba verle la camisa mientras desaparecídetrás de una puerta, o, a veces, en lpenumbra de la noche, escuchaba undébil respiración más cerca de ldebido, y era Calvin, que no estaba e
su cama sino de pie al lado del lecho dAlvin, mirando. Nadie parecíadvertirlo. Ya había pasado un año
desde la última vez que Alvin intentódisuadirlo. Si Alvin Júnior decíaMamá, Cally me está molestando, Mam
se limitaba a responder: Al Júnior, no hdicho una palabra, ni te ha tocado, y sno te gusta que se esté quieto como Diomanda, pues lo siento por ti, porque a m
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me viene de perilla. Ojalá el resto dmis hijos supiera comportarse así. Alvisupuso que en realidad no era quCalvin fuese normal ese día, sino que eresto de la familia había alcanzado snivel habitual de locura.
Y Papá, que no dejaba de mirar remirar la madera partida. De vez ecuando unía los pedazos para formar l
pieza entera. Una vez habló, en voz bajde verdad:
—Mesura, ¿estás seguro de qu
reuniste todos los pedazos? —Toditos, Pa —repuso Mesura—Con una escoba no habría podido juntamás. No habría juntado más si m
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hubiera puesto de rodillas a lamer esuelo como un perro.
Mamá estaba escuchandonaturalmente. Una vez Papá dijo qucuando Mamá prestaba atención a algopodía oír el pedo de una ardilla en e
bosque a un kilómetro de distancia emitad de una tormenta, mientras laniñas lavaban los platos y los niño
partían leña.Alvin Júnior se preguntaba a vece
si entonces Mamá no sabría más brujerí
de lo que dejaba entrever, ya que unvez él se había sentado en el bosque unos metros de una ardilla durante máde una hora y jamás llegó a escucha
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siquiera un eructo.De todas formas, allí estaba en cas
esa noche, conque desde luego escucho que Papá preguntaba y lo qu
respondió Mesura, y como estaba taoca como Papá, soltó la lengua como s
Mesura hubiera jurado en nombre deSeñor.
—Cuida tu boca, jovencito, porqu
el Señor dijo a Moisés en la montañahonra a tu padre y a tu madre y tus díaserán muchos sobre las tierras que e
Señor tu Señor te ha dado, y cuandhablas como un impertinente a tu padrestás restando días y semanas y aun añoa tu propia vida, y tu alma no s
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encuentra en situación de dar buenacogida a una visita prematura al recintdel Juicio Supremo para enfrentarte aSalvador y escucharle decidir tu suerteterna.
A Mesura no le preocupaba u
comino su suerte eterna, pero sí la ira dMamá. No intentó alegar que no estabhaciéndose el gracioso ni siend
mpertinente. Sólo un tonto harísemejante cosa cuando Mamá echabhumo. Comenzó a poner cara de humild
a suplicarle disculpas, por no habladel perdón de Papá ni de la graciosmisericordia del Señor. Para cuandoMamá decidió terminar su filípica, e
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pobre Mesura ya se había disculpadmedia docena de veces, por lo que ellgruñó un poco y siguió con su costura.
Entonces Mesura miró a AlviJúnior y le guiñó un ojo.
—Te he visto —le espetó Mamá—
si no te vas al infierno, Mesuraelevaré una petición a San Pedro parque te envíe allí.
—Yo mismo firmaría esa petición—respondió Mesura, que aparecía mádócil, que cachorro en penitencia.
—Sí. Eso tendrías que hacer —siguió Mamá— y firmarla con sangreambién, porque cuando acabe contigendrás tantas heridas que die
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escribanos podrían mojar el plumín erojo durante un año entero.
Alvin Júnior no pudo contenerseLas tenebrosas amenazas le hicierogracia.
Y aunque sabía que podría costarl
a vida, abrió la boca para reír. Sabíque si reía Mamá le partiría la cabeza, e soltaría un sopapo en la oreja, o ta
vez estamparía su piececito duro sobrel suyo descalzo, cosa que una vez hiza David cuando éste le dijo que deberí
haber aprendido la palabra no antes dener trece bocas que alimentar.Esto era cuestión de vida o muerte
Mucho más pavoroso que lo de la viga
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echaran a reír. Lo cual hizo que Mesurriera. Y finalmente, también Mamá rió.
Todos rieron y rieron hasta caslorar, y entonces Mamá comenzó
mandar a todo el mundo arriba a dormir también a Alvin Júnior.
Tanto jolgorio había despertado enAlvin un humor travieso, y todavía nhabía aprendido que a veces era mejo
no pasarse de listo. Resultó que Matildaquien bordeaba los dieciséis años y screía ya una dama, venía subiendo l
escalera delante de él. Todos aborrecíanener que caminar detrás de Matildapues solía andar con pasitos afectadode damisela. Mesura siempre decía qu
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prefería caminar detrás de la lunaporque iría más rápido que ella. Y ahorael trasero de Matilda estabprecisamente delante del rostro de AJúnior, balanceándose rítmicamentePensó en lo que Mesura había dich
sobre la luna y se le ocurrió que erasero de Matilda era redondo como luna, y entonces se le ocurri
preguntarse cómo sería tocar la luna... ssería dura como el lomo de uescarabajo o resbaladiza como un
babosa. Ycuando un niño de seis años que yestá un poco animado piensa en algo asno pasa medio segundo antes de qu
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hunda su dedo unos centímetros en ldelicada piel de su hermana. Matilda sque sabía gritar. Al podía haberecibido una bofetada en ese mismmomento, de no haber estado Previsió Moderación detrás de él. Vieron tod
a escena y se rieron de Matilda con tacrudeza que la niña comenzó a llorar salió disparada por las escaleras
saltando los peldaños de dos en dos, lcual decididamente no era propio de undamisela. Previsión y Moderació
alzaron a Alvin y le hicieron subir laescaleras entre ambos, tan alto que casse mareó, mientras cantaban esa viejcanción sobre San Jorge matando a
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dragón. Sólo que en vez de San Jorgdecían San Alvin, y allí donde lcanción solía decir algo acerca densartar al dragón mil veces y que lespada no se le derretía en el fuegocambiaron la palabra espada por dedo,
hasta Mesura echó a reír. —¡Esa canción es una cochinada
una grosería! —gritó Mary, la niña d
diez años, quien hacía guardia de piante la puerta del dormitorio de laniñas.
—Mejor dejad de cantar esa canció—advirtió Mesura— antes de que ooiga Mamá.
Alvin Júnior nunca lograba entende
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por qué razón a Mamá no le agradabesa canción. Pero lo cierto era que lochicos nunca la cantaban cuando ellpodía escucharlos. Los mellizos dejarode cantar y treparon por la escalera quconducía al altillo. En ese momento s
abrió de golpe la puerta del dormitoride las niñas mayores y Matilda asomó lcabeza, los ojos rojos del llanto, par
gritar: —¡Lo lamentaréis! —¡Ohhh, lo lamento, lo lament
anto! —exclamó Moderación con vochillona.Sólo entonces recordó Alvin qu
cuando las niñas se disponían a toma
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venganza, el principal damnificado solíser él. Calvin aún seguía siendo epequeñín, de modo que aún gozaba dcierta inmunidad, y los mellizos eramayores y más fuertes, y ademásiempre iban juntos. Así, cuando la
niñas se enfurecían, el primero sobre ecual caía su ira fatal era Alvin. Matildenía dieciséis años; Beatriz, quince
Elizabeth, catorce; Ana, doce; Maríadiez, y todas ellas preferían meterse coAlvin antes que cualquier otr
recreación permitida por la Biblia. Euna ocasión, Alvin fue torturado máallá de lo que cualquiera podrísoportar, y sólo los fuertes brazos d
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Mesura pudieron evitar que muriercruelmente atravesado por una horcpara heno. Ese día, Mesura convino eque los tormentos del infierno consistíacasi seguro en vivir en la misma cascon cinco mujeres que lo duplicaran
uno en tamaño. Desde entonces, Alviamás dejaba de preguntarse qué pecad
habría cometido antes de nacer par
merecer semejante destino aciago ydesde el mismo parto.
Alvin entró en la pequeña habitació
que compartía con Calvin y no se movióesperando que Matilda irrumpiera parmatarlo. Pero no vino y no vino, y Alvicomprendió entonces que probablement
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estaría esperando a que apagaran lavelas para que nadie supiera cuál de suhermanas había sido la que acabó coél. El cielo sabía que en los dos últimomeses les había dado amplias razonepara que quisieran verlo muerto. Tratab
de adivinar si lo asfixiarían con lalmohada de plumón de Matilda —sería primera vez que le permitiera tocarl
— o si moriría con las preciadas tijerade costura de Beatriz clavadas en ecorazón, cuando de pronto comprendi
que si no iba al retrete en veinticincsegundos se lo haría en los pantalones.El retrete estaba ocupado, po
supuesto, y Alvin se quedó ante la puert
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saltando y aullando durante tres minutospero nadie salió. Se le ocurrió quprobablemente era una de las niñas, ecuyo caso ése era el plan más diabólicque jamás lograrían tramar: dejarlfuera del baño a altas horas de la noche
cuando tenía demasiado miedo parsalir al bosque a aliviarse. Era unvenganza atroz. Si se ensuciaba lo
pantalones pasaría tal vergüenza quprobablemente tendría que cambiarse enombre y escapar, y eso era mucho peo
que un dedo en el trasero. Era algo tanjusto que enloqueció, como un búfalseco de vientre.
Por último, su furia fue tal que lanz
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una amenaza decisiva: —Si no sales de ahí haré lo qu
enga que hacer delante mismo de lpuerta y tendrás que pisarlo para podesalir.
Aguardó, pero quienquiera qu
estuviese en el interior no dijo: si lhaces, tendrás que limpiarme los zapatocon la lengua, y dado que ésa solía se
a respuesta de rigor, Al comprendió povez primera que la persona que ocupabel excusado podía no ser una de su
hermanas, después de todo.Sin duda, tampoco era uno de lochicos. Lo cual dejaba sólo doposibilidades, a cual peor. Al se enfadó
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anto consigo mismo que descargó upuñetazo sobre su propia cabeza. Pereso no le reparó ningún alivio. Papprobablemente le daría una zurra, perMamá sería aún más dura. Podíencasquetarle uno de sus sermone
erribles, lo cual ya era malo de por spero si estaba realmente disgustada lmiraría con esos ojos que sabía poner
e diría con voz muy suave: —Alvin Júnior, tenía la esperanz
de que al menos uno de mis hijo
varones fuese un caballero dnacimiento, pero ahora veo que mi vidha sido en vano. —Y eso bastaba parque se sintiera todo lo mal que podí
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legar a sentirse alguien que aúconservaba la vida.
De modo que casi sintió alivicuando la puerta se abrió y apareciPapá, todavía abotonándose lopantalones y no con cara de felicidad
precisamente. —¿Puedo trasponer esta puerta si
peligro? —preguntó fríamente.
—Sss—repuso Alvin Júnior. —¿Qué? —Sí, señor.
—¿Estás seguro? Por aquí andabestias salvajes que creen que está biedejar sus desperdicios en el suelodelante de la puerta de los retretes. Y t
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digo que si existe un animal semejantee tenderé una trampa y lo atraparé poa cola una de estas noches. Y cuando lo
encuentre por la mañana, le coseré eagujero por donde sale su inmundicia o soltaré para que se hinche hast
reventar y muera en el bosque. —Lo siento, Papá.Papá sacudió la cabeza y comenzó
andar hacia la casa. —No sé qué ocurre con tu vientre
niño. Hace un minuto no necesitabas ir
al minuto siguiente estás que tmueres... —Bueno, si construyeras otro retret
no tendría ningún problema —masculló
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Pero Papá no lo oyó, porque Alvino dijo cuando ya había cerrado l
puerta del retrete y Papá estaba dentrde la casa. Y, además, tampoco lo habíadicho en voz alta.
Alvin se entretuvo mucho rat
avándose las manos en la bomba dagua, pues temía lo que pudiera estaaguardándole en la casa. Pero entonces
afuera, en la oscuridad, comenzó a temepor otra razón. Todos decían que lohombres blancos no eran capaces d
distinguir a un piel roja cuandcaminaba por el bosque, y sus hermanomayores se divertían de lo linddiciendo a Alvin que cuando estuvier
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afuera, solo, especialmente de nochehabría pieles rojas en el bosqueobservándolo, jugueteando con suhachas de pedernal y ardiendo en deseode arrancarle el cuero cabelludo. Baja luz del día, Alvin no les creía, pero
de noche, con las manos frías por eagua, sentía que un escalofrío latravesaba y hasta creyó ver el punt
desde el cual lo espiaba. Justo sobre shombro, cerca del chiquero, y se movían suavemente que ni aun los cerdo
gruñían. Ni aun los perros ladraban. Yencontrarían el cuerpo de Al, todoensangrentado y sin cabello, y entoncesería demasiado tarde. Por muy mala
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que fuesen sus hermanas —y eso queran malas— Al consideró que erapreferibles antes que morir de uhachazo en la cabeza a manos de un pieroja. Salió disparado hacia la casa y nsiquiera se volvió para ver si el indi
realmente estaba allí.Apenas hubo cerrado la puerta
olvidó sus temores sobre pieles roja
nvisibles y silenciosos. En la casa todestaba en calma, lo cual para empezar ydaba que pensar. Las niñas jamá
guardaban silencio antes de que Papá legritara tres veces cada noche. De modque Alvin subió muy, pero que muydespacio, miró antes de pisar cad
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escalón y volvió la cabeza tantas veceque casi se le torció el cuello. Cuandfinalmente estuvo en su habitación, coa puerta cerrada, temblaba tanto qu
casi deseó que hicieran de una vez lque hubiesen tramado y acabar con e
asunto.Pero no lo hacían, no señor
Recorrió toda la habitación bajo la lu
de la vela, revisó debajo de su camaescudriñó cada rincón, pero nadaCalvin dormía con el pulgar en la boca
o cual indicaba que si habían revueltsu habitación, de eso ya hacía largo ratoComenzó a preguntarse si por azar laniñas habrían decidido por una ve
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dejarlo en paz o reservar sus sucioardides para los mellizos. Para él seríuna nueva vida si las niñas decidieraser amables con él. Sería como si uángel descendiera y lo rescatara de lonfiernos.
Se quitó las ropas lo más rápido qupudo, las dobló y las dejó sobre ebanco, al lado de su cama, para que po
a mañana no estuvieran llenas dcucarachas. Había hecho una especie dpacto con las cucarachas: podía
meterse donde quisieran mientras fueren el suelo, pero no treparían al lecho dCalvin, ni al de Alvin, ni a su bancoComo retribución, Alvin jamás la
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pisoteaba. Y como resultado, .habitación de Alvin venía a ser ereducto de todas las cucarachas de lcasa, pero ya que respetaban el pacto, é Calvin eran los únicos que jamá
despertaban gritando por culpa d
cucarachas que hubieran trepado a sucamas.
Tomó su camisón de la percha y s
o puso por la cabeza.Algo le picó debajo del brazo. E
dolor le hizo gritar.
Algo le picó sobre el hombro. Sea lque fuere, estaba dentro de su camisón, mientras se lo quitaba a manotazosiguió aguijoneándole por todas partes.
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Finalmente cesó, y el niño quedó dpie, completamente desnudo, frotándos palmeándose para quitarse del cuerpos insectos o lo que fuere.
Luego extendió la mano y tomó ecamisón con cuidado. No vio que nad
se escabullera de su interior. Lo sacudióuna y otra vez, pero ni un solo bichcayó de él. En cambio, si cayó otra cosa
Titiló un segundo bajo la luz de la vela al dar contra el suelo hizo un ruiditmetálico.
Sólo entonces escuchó Alvin Júnioas risas contenidas del otro lado de lpared. Ay, se la hicieron, claro que se lahicieron. Se sentó sobre el borde de l
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cama, retirando alfileres de su camisó clavándolos en la esquina inferior de
colchón. Jamás pensó que pudieran estaan enojadas como para arriesgarse
perder uno solo de los valiosos alfilerede Mamá con tal de vengarse de él. Per
a lo sabía para otra vez. Las niñaamás tenían en cuenta el deber de jugaimpio, como sí hacían los varones
Cuando un chico te arrojaba al sueldurante una pelea, o bien saltaba sobre to bien esperaba a que te pusiera
nuevamente en pie, y en ambos casoambos quedaban mano a mano. Pero Ahabía aprendido con sangre que laniñas te patean cuando estás en el suel
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se abalanzan sobre ti cada vez que ses presenta la ocasión. Cuando peleanas anima el afán de concluir l
contienda tan pronto les sea posible. Asno tenía gracia.
Como esa noche. No era un castig
usto. Él sólo le había enterrado un deden el trasero, y en cambio ellas llenaban de alfileres de pies a cabeza
En un par de lugares hasta lo habíadejado sangrando los alfileres dmarras. Y
Alvin se imaginaba que Matilda nsiquiera debía tener un morado, aunqubien deseó que lo tuviera.
Alvin no era ruin, no señor. Pero
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estaba sentado allí, a los pies de scama, quitando alfileres de su camisón no pudo menos que reparar en la
cucarachas que iban y venían por entras hendijas del suelo. No pudo sinmaginarse qué podría pasar si a toda
esas cucarachas se les ocurría ir dvisita a determinada habitación llena drisitas.
De modo que se puso en cuclillasdejó la vela en el suelo y comenzó murmurar a las cucarachas, del mism
modo que lo había hecho ese día en qusellaron su pacto de paz. Comenzó hablarles de suaves sábanas primorosas de piel suave y tersa sobre la cua
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repar, y sobre todo de la funda de satéde Matilda, la que iba sobre lalmohada de plumón. Pero nparecieron dar mucha importancia nadde eso. Hambre. Lo único que tienen ehambre, pensó Alvin. Sólo saben d
comida. De comida y de miedo.Conque les habló de comida, de l
comida más deliciosa que hubiese
probado jamás. Las cucarachas scongregaron para escuchar, pero ningunrepó sobre él, lo cual se avenía a lo
érminos del pacto. Toda la comida quedeseéis, sobre esa suave piel rosada. Yserá algo seguro. No hay nada quemer, nada de qué preocuparos, sólo
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enéis que ir hasta allí y encontraréis lcomida sobre esa suave piel tersa rosada.
Y sí. Unas cucarachas comenzaron deslizarse por debajo de la puerta dAlvin, y luego más y más, y finalment
salieron todas en tropel, como uejército de caballería. Sus cuerpoustrosos brillaban bajo la luz de l
vela, guiados por su eterna hambrnsaciable y sin temor porque Alvin le
había dicho que no había de qu
asustarse.A los diez segundos escuchó eprimer alboroto en la habitación vecinaY al cabo de un minuto había ta
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batahola en toda la casa que cualquierhabría dicho que había un incendio. Laniñas gritaban, los chicos aullaban yuego, las viejas botas impresionante
de Papá devoraban los escalones pisoteaban cucarachas. Al estaba feli
como cerdo en el fango.Finalmente, en el dormitori
contiguo las cosas se fueron aquietando
o tardarían en venir a fijarse en él y eCalvin, así que sopló la vela, se hundibajo las sábanas y susurró a la
cucarachas que se escondieran. Y, enefecto, ya se escuchaban los pasos dMamá por el corredor de afuera. En eúltimo momento, Alvin recordó que no
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levaba puesto su camisón. Sacó unmano fuera para buscarlo a tientas y lntrodujo dentro de las sábanas en e
preciso momento en que se abría lpuerta. Se concentró en respirar comcorresponde a alguien que duerme.
Los escuchó apartar las mantas dCalvin para ver si había cucarachas emió que hicieran lo mismo en su cama
Sería una vergüenza que lo vieradurmiendo sin nada encima. Pero laniñas sabían que no podía estar dormid
an pronto después de haber sidpinchado por tantos alfileres naturalmente temían que Alvin le contarodo a Papá y Mamá, y fue así que s
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apresuraron a apartarlos fuera dedormitorio antes de que tuvieran tiempmás que para acercar una vela al rostrde Alvin. Éste mantuvo el rostroabsolutamente inmóvil, sin mover upárpado. La vela se apagó y las puerta
se cerraron suavemente.Pero siguió aguardando y, dicho
hecho, la puerta volvió a abrirse
Escuchó los pies desnudos sobre esuelo. Y luego sintió contra el rostro ealiento de Ana y la oyó susurrar en s
oído: —No sabemos cómo lo hicisteAlvin Júnior, pero sabemos que fuiste túquien mandó las cucarachas a nuestr
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habitación.Alvin simuló no escuchar. Hasta s
atrevió a roncar un poco. —No me engañas, Alvin Júnior
Más te valdrá no dormir esta nocheporque si te duermes, nunca despertarás
¿Me has oído?Fuera, Papá decía: —¿Dónde se ha metido Ana?
Está aquí, Papá, intentandamenazarme, pensó Alvin. Pero posupuesto, no lo dijo en voz alta. D
odas formas, sólo trataba de asustarlo. —Haremos que parezca un accident—reveló Ana—. Tú siempre tieneaccidentes, de modo que nadie pensar
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en un asesinato.Pero Alvin comenzaba a creer en su
palabras. —Nos llevaremos tu cadáver y l
arrojaremos por el pozo del retrete, odos creerán que fuiste a hacer tu
necesidades y caíste dentro.Eso daría resultado, calculó Alvin
Ana era perfectamente capaz de trama
algo tan diabólicamente ingenioso: nadicomo ella para pellizcar en secreto a lodemás y estar a diez pasos de distanci
cuando las víctimas gritaban. Por essiempre llevaba las uñas tan afiladas argas. Incluso en ese momento, Alvi
podía sentir una de esas uñas filosa
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arañándole la mejilla.La puerta se abrió de par en par. —Ana —murmuró Mamá—. Sal d
esta habitación en este mismo instante.La uña dejó de arañar. —Estaba asegurándome de que e
pequeño Alvin estuviera bien. —Supies desnudos se alejaron dedormitorio.
Pronto las puertas se cerraron escuchó que Papá y Mamá descendíapor las escaleras.
Supo que lo más lógico sería questuviera muerto de miedo por laamenazas de Ana, pero no era así. Habíganado la batalla. Imaginó la
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cucarachas trepando por encima de laniñas y se echó a reír. Epa, no debíhacer eso. Tenía que contenerse yrespirar lo más tranquilo posible. Todosu cuerpo se sacudió tratando de sofocaa risa.
Había alguien en la habitación. No oía nada, y al abrir los ojo
ampoco vio a nadie. Pero sabía qu
alguien estaba allí. No había entrado poa puerta, de modo que tenía que habersntroducido por la ventana. Qué tontería
se dijo Alvin. Aquí no hay un alma.Pero permaneció inmóvil, sin emenor asomo de risa, pues podía sentique sí había alguien en su habitación
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o, es una pesadilla. Sólo eso. Todavíaestoy asustado por lo de los pieles rojaque me persiguen, o por las amenazas dAna, o a saber por qué. Si cierro loojos, desaparecerá.
La negrura de su interior torn
rosados sus párpados. En la habitacióhabía luz. Luz brillante, como la del día
o había vela ni antorcha en el mund
que pudiera brillar así. Al abrió los ojo todos sus temores se trocaron e
pavor, pues veía ante silo que habí
emido que fuese realidad.A los pies de su cama había unhombre de pie. Un hombre que brillabcomo si estuviese hecho de luz o de so
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La luz que iluminaba la habitacióprovenía de su piel, de su pecho, dondsu camisa estaba abierta a jirones, de srostro y de sus manos. Y en una de esamanos, un cuchillo, un afilado cuchillde acero. Moriré, pensó Al Júnior
Como Ana me prometió, sólo que nohabía forma de que sus hermanapudiesen conjurar una aparición ta
espantosa como ésa. Este brillantHombre Refulgente había venido por supropios medios, de eso no cabía duda,
planeaba matar a Alvin Júnior por supropios pecados y no porque nadie se lhubiese encomendado.
Entonces fue como si la luz de
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hombre atravesara la piel de Alvin y snternara dentro de él, y el temo
desapareció. El Hombre Refulgente biepodía tener un cuchillo o haber entraden la habitación sin siquiera abrir lpuerta, pero no pensaba hacer daño
Alvin. Por lo que Alvin se serenó unanto y decidió incorporarse en su cam
hasta casi quedar sentado, con l
espalda reclinada contra la pared, parmirar al Hombre Refulgente y ver quharía con él.
El Hombre Refulgente tomó sbrillante hoja de acero y la acercó a lotra palma de su mano. Cortó. Alvin vioque la ardiente sangre escarlata brotab
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de la herida del Hombre Refulgente corría por su brazo hasta llegar al codode donde comenzó a gotear hacia esuelo. Pero antes de que cayeran cuatrgotas, en su mente surgió una visión. Vioa habitación de sus hermanas
reconoció el lugar, pero esta vez habíalgo diferente. Las camas estabaelevadas y sus hermanas era
gigantescas, y lo único que distinguícon claridad eran pies y piernas. Luegentendió que estaba viendo la habitació
con los ojos de una criatura diminutaDe una cucaracha. En su visión sarrastraba, devorado por el hambre, siel menor temor, pues sabía que s
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repaba por esos pies y esas piernahabría comida, toda la que pudiesdesear. Así, subió, trepó, se arrastróbuscó. Pero no encontró nada qucomer, ni una migaja. En cambio, unamanos inmensas se abalanzaron sobre é
lo barrieron de un golpe, y entonceapareció sobre su cuerpo una sombrenorme que le hizo sentir la agoní
aplastante, dura, súbita de la muerte. No una, sino muchas veces, docena
de veces, la esperanza de la comida, l
confianza en que nadie le haría daño; uego el desencanto —nada que comernada de nada—, y tras la desilusión, eerror, el dolor y la muerte.
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Cada vida diminuta albergandesperanzas, traicionada, aplastadaderribada.
Y entonces, en su visión, él vivía escapaba de las botas pesadas mortíferas por debajo de las camas, po
entre las rendijas de los muros. Huía da sala de la muerte, pero ya no rumbo a habitación segura de antaño, pues y
no era segura. De allí provenían lamentiras. Era el sitio del traidor, dementiroso, del asesino que las habí
enviado a ese lugar a morir. Desduego, en su visión no había palabraso podía haberlas. Qué claridad podí
esperarse en el cerebro de un
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cucaracha... Pero Al tenía palabras pensamientos, y sabía más que cualquiecucaracha lo que ellas habían aprendidoÉl les había prometido algo sobre emundo, se lo había asegurado, pero ermentira. La muerte era algo temible, s
mejor huir de esa habitación, pero en lotra sala había algo peor que la muerteAllí el mundo había perdido tod
compostura: era un sitio donde cualquiecosa podía suceder, donde no podíconfiarse en nada, donde nada er
seguro. Un sitio atroz. El peor de lositios.La visión concluyó. Alvin estaba all
sentado, con las manos sobre los ojos
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sollozando desesperadamenteSufrieron, gemía en silencio, sufrieron fue por mi culpa, yo las traicioné. Y eHombre Refulgente ha venido mostrármelo. Hice que las cucarachaconfiaran en mí, y luego las engañé y la
envié a la muerte. Soy un asesino.¡No!, ¿cómo un asesino? ¿Quié
había oído decir que pudiera asesinars
a una cucaracha? Nadie podía referirsa una criatura así hablando de asesinato
Pero qué importaba lo que el rest
de la gente pudiese pensar. Al lo sabíaEl Hombre Refulgente había venido demostrarle que un asesinato era uasesinato.
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volvió a abrir los ojos, miró el rostrdel Hombre Refulgente y esperó a qudijera algo. Pero como no hablabaAlvin pensó que era su turno de hacerlo pronunció las palabras en un balbucean débil que apenas podía comparars
con la intensidad de sus sentimientos. —Lo siento, jamás volveré
hacerlo. Yo... Las palabras se atoraban
en su garganta, lo sabía, y su afliccióera tal que no conseguía escucharshablar.
Pero la luz se hizo más poderosdurante un instante, y sintió que en smente surgía una pregunta. Una preguntsin palabras, por así decirlo, pero sabí
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que el Hombre Refulgente deseaba qudijera de qué se arrepentía. Y
lo pensó, pero no sintió que hubieshecho algo enteramente incorrecto. Ndebía serla muerte en sí... Si uno nmataba un cerdo de tanto en tanto
seguro que acabaría muerto de hambreY cuando una comadreja mataba algúroedor no podía decirse que hubier
asesinado, ¿verdad?Luego la luz volvió a invadirlo
percibió otra visión. Esta vez no fuero
cucarachas. Vio la imagen de un pieroja de rodillas ante una ciervalamándola para que se acercara
morir, Y la cierva se acercaba
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emblorosa y con ojos desorbitadoscomo hacen los ciervos cuando tienemiedo. Sabía que iba a morir. El pieroja lanzó una flecha que se hundirémula en la grupa de la cierva. Su
piernas flaquearon. Cayó. Y Alvin supo
que en esa visión no había pecadalguno, ya que morir y matar eran partde la vida. El piel roja estaba haciend
algo correcto, y también la ciervaAmbos actuaban según su ley natural.
Pero, si el mal que había cometid
no era la muerte de las cucarachas, ¿cuáera entonces? ¿Era su poder? ¿Su don dhacer que las cosas sucedieran tal comquería, de que se rompieran en el siti
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preciso, de comprender cómo debían seas cosas y ayudarlas a que sucediera
de ese modo? Había descubierto que lresultaba muy útil para hacer y reparaodo lo que es tarea de un niño en un
casa de campo donde la vida es dura
Podía unir las dos mitades de un aspartida con tal fuerza que quedabaunidas para siempre sin cola n
achuelas. O dos pedazos rotos de cuersin dar una puntada. Cuando él hacía unudo en una cuerda, jamás se soltaba
Era el mismo don que había empleadcon las cucarachas. Les hacícomprender cómo debían ser las cosas luego hacían lo que él quería. ¿Acas
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este don que tenía constituía un pecado?El Hombre Refulgente escuchó s
pregunta antes de que hallara palabracon qué expresarla. Y nuevamente sintióa oleada de luz y tuvo otra visión. Est
vez se vio oprimiendo sus manos contr
a piedra, y la piedra se derretía bajo scontacto, como mantequilla, hastadquirir la forma exacta que él deseaba
suave e íntegra. Y luego caía de laadera de la montaña y echaba a rodar
Era una esfera perfecta, una bol
perfecta que crecía y crecía hasta ser umundo, de la forma que sus manos lhabían dado, con árboles y hierba sobrsu faz y animales que corrían y saltaban
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volaban y nadaban y reptaban y sasomaban dentro y fuera de la bola dpiedra que él había creado. No, no erun poder atroz sino glorioso, si sabíusarlo.
Bueno, pero si lo que hice de mal
no fue el don ni la matanza, ¿en dónderré entonces?
Esta vez el Hombre Refulgente no l
mostró nada. Esta vez Alvin no vioningún estallido de luz ni imagen algunaEn cambio, surgió la respuesta, no de
Hombre Refulgente, sino de su propiser. En un momento se sentía tan torpque ni siquiera podía comprender spropia perversidad, y al instant
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siguiente lo vio todo, más clarmposible.
No fue que las cucarachas murieranni que el hubiera hecho que essucediera. Pero sí que las hubiese hechmorir por su propio placer. Les dijo qu
era por su bien, pero no era así. Sólo lhizo e beneficio propio. Más quastimar a las cucarachas habí
astimado a sus hermanas, y todo parpoder tenderse en la cama muerto drisa por haber podido vengarse... .
El Hombre Refulgente escuchó lopensamientos que surcaban el corazóde Alvin, sí señor, y Al Júnior vio quede su ojo centelleante saltaba un
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lamarada que le acertó en el pecho. Lhabía adivinado. Era eso.
Entonces Alvin hizo la promesa másolemne de toda su vida, en ese mismmomento. Tenía un don, y lo usaría, perodebería acatar ciertas reglas que estab
dispuesto a seguir aun cuando en ello lfuera la vida.
—Jamás volveré a usarlo para m
mismo —juró Alvin Júnior. Y cuandohabló, sus palabras fueron como ufuego en su corazón, de tanto qu
ardieron.El Hombre Refulgente desapareciuna vez más.
Alvin quedó tendido bajo la
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sábanas, exhausto de tanto llorar, muertode alivio. Había hecho algo malo, siduda. Pero mientras fuera fiel auramento que acababa de pronunciar
mientras sólo empleara su don parayudar a los demás y jamás lo usar
para ayudarse a sí mismo, sería un bueniño y no tendría de qué avergonzarseSe sintió ligero como cuando uno sal
de una fiebre, y así debía ser, pues habísido curado de la perversidad que uhechizo había sembrado dentro de é
Recordó cómo se había reído al matapor su propio placer y sintió vergüenzapero fue una vergüenza atenuadaatemperada, pues sabía que nunca má
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volvería a hacer nada semejante.Y allí tendido, Alvin volvió a senti
que la luz se apoderaba de la habitaciónPero esta vez no provenía de un
sola fuente. Ni tampoco del HombrRefulgente. Esta vez, al abrir los ojo
comprendió que la luz partía de spropio cuerpo. Sus propias manobrillaban, su rostro debía esta
brillando, como antes lo había hecho eHombre Refulgente. Apartó las sábana vio que todo su cuerpo destellaba d
uz, con tal resplandor que apenas podíolerar el reflejo en los ojos, aunque everdad casi no podía tolerar la visión dninguna otra cosa. ¿Soy yo?, se preguntó
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No. No soy yo. Estoy brillando deste modo porque yo también debo hacealgo. Así como el Hombre Refulgenthizo algo por mí, también yo tengo algque hacer. ¿Pero para quién deboactuar?
Y allí apareció el HombrRefulgente, nuevamente a los pies de scama, pero esta vez ya no brillaba. A
Júnior se dio cuenta de que el hombre lresultaba conocido. Era Lolla-Wossikyese indio tuerto y borracho que se habí
hecho bautizar días atrás y que aúvestía las ropas de hombre blanco que lhabían dado cuando se convirtió aCristianismo. Ahora que la luz brillab
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dentro de sí, Alvin lo veía de otro modoSupo que no era el alcohol lo quenvenenaba a ese pobre piel roja, y quno era la pérdida de su ojo lo que lbaldaba. Era algo mucho más oscuroque crecía dentro de su cabeza como u
úmulo enmohecido.El piel roja dio tres pasos y se pus
de rodillas al lado del lecho, con e
rostro muy cerca de los ojos de Alvin¿Qué quieres de mí? ¿Qué debo hacer?
Por primera vez, el hombre abrió lo
ojos y habló. —Haz que todas las cosas seantegras y enteras —dijo.
Un segundo después, Al Júnio
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reparó en que el hombre había habladen su idioma indio... en shaw-nee, segúrecordaba por lo que habían dicho lomayores cuando lo bautizaron. Pero Ao comprendió al derecho y al revé
como si lo hubiese dicho en el mism
nglés del Lord Protector. Haz que todaas cosas sean íntegras y enteras.
Pues bien, ése era el don de Al, ¿o
no? Reparar cosas, dejar las cosas demodo en que cabía esperar questuvieran. Pero, vaya problema, apena
comprendía cómo lo hacía y, sin dudalguna, no tenía idea de cómo arreglaalgo vivo.
Aunque tal vez no fuese necesari
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comprender. Quizá sólo tuviera quactuar.
Levantó la mano, la extendió coodo cuidado y la posó sobre la mejill
de Lolla-Wossiky, debajo del ojo inútilo, no estaba bien. Levantó su ded
hasta que tocó el párpado hundido donddebía haber estado el otro ojo de pieroja. Sí, pensó. Integro y entero.
El aire estalló y saltaron chispas duz. Al contuvo la respiración y apartó
su mano.
La luz había desaparecido de lhabitación. Sólo alumbraba el reflejo da luna que entraba por la ventana. N
quedaba el menor rastro del resplandor.
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Era como si despertara de un sueñodel sueño más poderoso que hubiesenido en toda su vida.
Alvin tardó un minuto en enfocar loojos hasta poder ver. Qué va, no erningún sueño. Allí estaba el piel roja, e
que antes fuera el Hombre RefulgenteUno no está soñando cuando a los piede la cama hay un piel roja de rodillas
lorando por el ojo sano, y con el otrojo, el que uno tocó...
El párpado seguía caído, hundido. E
ojo no se había curado. —No dio resultado —murmurAlvin—. Lo siento.
Era algo vergonzoso que el Hombr
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Refulgente lo hubiera salvado de lperversidad más abominable y él nhubiera podido retribuirle con nadaPero el piel roja no dijo una solpalabra de reproche. En cambioextendió sus manazas portentosas
acercó al pequeño tomándolo por lohombros, lo besó en la frente, con fuerz vigor, como un padre besa a su hijo
como se besa a los hermanos o loamigos de verdad el día antes de morirY ese beso y lo que entrañaba... amor
perdón, esperanza... Que nunca molvide de esto, se dijo Alvin.Lolla-Wossiky se puso de pie de un
salto. Era ligero como un niño. Ya no se
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ambaleaba como cualquier borrachoHabía cambiado, había cambiado, entonces Alvin pensó que acaso lhubiese curado algo, hubiese arregladalgo más profundo que sus ojos. Tal veo hubiese curado de la fiebre de
alcohol.Pero en ese caso, Alvin supo que no
había sido él, sino esa luz que brill
fugazmente en su interior. Ese fuego quo había calentado sin llama.
El indio se acercó a la ventana, sali
a la cornisa, se colgó un instante de sumanos y luego desapareció. Alvin nsiquiera oyó que sus pies se posarasobre la tierra, tan silencioso fue. Com
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os gatos del granero.¿Cuánto tiempo habría pasado
¿Horas y horas? Quizá prontamaneciera. O
tal vez sólo hubieran transcurridunos segundos desde que Ana susurró e
su oído y la familia se marchó descansar...
Pero qué importaba. Alvin ya no
podía dormir. No después de todo loque había sucedido. ¿Por qué se habíacercado a él ese piel roja? ¿Qu
significaría esa luz que inundó primeral indio y luego a él? No podía quedarsallí, en la cama, con semejantepreguntas. Se levantó, se cubrió con e
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camisón lo más rápido que pudo y sescurrió por la puerta entreabierta.
Ahora que estaba en el pasillescuchó que alguien conversaba abajoMamá y Papá seguían despiertos. Aprincipio quiso bajar corriendo
contarles todo lo que le había pasadoPero entonces advirtió el tono de suvoces. Irritación, miedo, preocupación
o era el mejor momento para aparececon un relato increíble. Aunque Alvinsupiera que no se trataba de un sueño
que era real, ellos lo tomarían como usueño. Y ahora que lo pensaba bien, nopodía decirles nada. ¿Qué? ¿Que habíenviado las cucarachas al dormitorio d
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sus hermanas? ¿Les contaría lo de loalfileres, lo del dedo en el trasero, lo das amenazas? Habría tenido qu
decírselo también, aunque a estas alturaAlvin sentía como si todo aquellhubiese sucedido hacía meses... años.
Ahora nada de eso importabacomparado con el juramento que habípronunciado y con lo que el futuro l
depararía de allí en adelante. Pero sí lemportaría a Papá y a Mamá.
Caminó de puntillas por el pasillo
bajó las escaleras sin hacer el menoruido, hasta poder escuchar, hasta podequedar oculto en un rincón donde npudieran verlo.
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Pero al cabo de unos minutoampoco le importó quedar fuera de l
vista.Siguió bajando, hasta poder mirar e
nterior de la sala. Papá estaba sentadsobre el suelo, rodeado de madera. A
se sorprendió de que Papá todavíestuviera con eso, después del lío de lacucarachas, después de tanto tiempo
Estaba inclinado, con el rostro enterradentre las manos. Mamá estaba drodillas ante él, y entre ambos, lo
fragmentos más grandes de madera. —Alvin está con vida —dijo Mam—. Todo lo demás no importa nada.
Papá levantó la cabeza y la miró.
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—Fue agua lo que se filtró dentrdel árbol, para congelarse y luegderretirse mucho antes siquiera de quo taláramos. Y mira que casualidad
fuimos a cortarlo justo de tal forma quno advertimos la falla en la superficie
Pero adentro estaba partido por treugares, como si sólo esperara el pes
de la viga. Fue obra del agua...
—Del agua... —repitió Mamá con udejo de desdén en la voz.
—Ya van catorce veces que el agu
rata de matarlo. —Los niños siempre andametiéndose en líos...
—La vez que resbalaste sobre e
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suelo mojado cuando lo tenías ebrazos...
La vez que David volcó el calderde agua hirviendo. La tercera, cuando sperdió y lo encontramos junto a la orilldel río. El invierno aquel que se rompi
el hielo sobre el río Tippy-Canoe... —¿Crees que es el primer niño qu
se cae al agua?
—Ese agua envenenada que lo hizvomitar sangre. El búfalo aquel, todembarrado, que lo embistió en el valle..
—Todo embarrado... Todo el mundosabe que los búfalos siempre andarevolcándose como los cerdos. Quendrá eso que ver con el agua...
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que ver con el , la lunática eres tú.Mamá estaba petrificada. Alvi
Júnior conocía muy bien esa mirada dhielo.
Era lo peor que le podía suceder Mamá. En esos momentos no habí
cachetes ni sermones. Sólo frialdad silencio, y cualquier niño que recibierde ella semejante trato comenzaba
ansiar la muerte y los tormentos denfierno, pues al menos serían un poc
más cálidos.
Con Papá no permaneció en silenciopero su voz fue terriblemente fría. —El mismo Salvador bebió agua d
a fuente del samaritano.
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—De todas formas, no recuerdo quJesús se haya caído dentro de esa fuente
—fue el comentario de Papá.Alvin Júnior recordó haberse metid
en el cubo del aljibe, haber caído en loscuridad, hasta que la cuerda se ator
en el malacate y el cubo se detuvexactamente sobre el agua, donde siduda habría muerto ahogado. Le había
dicho que aún no tenía dos años cuandeso sucedió, pero a veces seguísoñando con las piedras alineada
dentro del aljibe, cada vez más oscuraa medida que descendía. En sus sueñosel aljibe tenía kilómetros de profundida nunca terminaba de caer, hasta que po
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fin despertaba. —Entonces piensa en esto, Alvin
Miller, ya que crees conocer laescrituras.
Papá comenzó a protestar que ncreía nada de eso.
—El diablo mismo dijo al Señor eel desierto que los ángeles cargarían Jesús por los aires con tal de que no s
astimara el pie contra una roca. —No veo que eso tenga que ver co
el agua...
—Y, sí, evidentemente si me casécontigo por tus luces, caí como unonta...
El rostro de Papá enrojeció.
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—No me trates como a un simplónFe. Sé lo que sé y...
—Tiene un ángel guardián, AlvinMiller. Hay alguien que lo custodia...
—Tú y tus escrituras. Tú y tuángeles.
—Dime entonces cómo es que tuvcatorce accidentes y ninguno pudo máque arañarle un brazo. ¿Cuántos niño
legan a los seis años sin un solrasguño?
Entonces el rostro de Papá adquiri
una expresión extraña, algo contraídacomo si le resultara difícil hasta hablar. —Sé lo que te digo: hay algo qu
quiere acabar con él. Lo sé.
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—No sabes nada.Papá habló con mayor lentitud aún
dejando salir las palabras como si caduna le produjese un hondo pesar.
—Lo se.Le costó tanto hablar que Mam
siguió con sus palabras por encima das de él.
—Si hay algún demonio conspirand
para matarlo, y no es que yo lo digahabrá un plan celestial más poderosaún para salvarlo.
Entonces, de pronto, a Papá dejó dmportarle hablar. Dejó de decir todaesas cosas difíciles y Alvin Júnior ssintió decepcionado, como cuand
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alguien dice fui yo antes de que lacusen. Pero en el mismo momento eque lo pensó supo que su Papá no srendiría tan fácilmente, a menos que unfuerza terrible le impidiera seguihablando. Papá era un hombre fuerte. N
enía una pizca de cobarde. Y al ver Papá tan hundido, el pequeño se asustóAlvin sabía que Mamá y Papá hablaba
de él, sabía que Papá estaba diciendque alguien quería la muerte de AlviJúnior y que, en el preciso momento e
que Papá se disponía a dar pruebas dello, esa misma fuerza que le daba lcerteza le había impedido hablar y lhabía detenido.
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Alvin Júnior supo, sin que se dijeruna palabra, que eso que detenía lengua a Papá era el polo opuesto de luz esplendorosa que lo habíraspasado esa noche al igual que a
Hombre Refulgente. Había algo qu
deseaba que Alvin fuera fuerte y buenoY había otra cosa que quería verlomuerto. Sea cual fuere esa cosa buena
producía visiones, podía mostrarle specado terrible y enseñarle cómmantenerse apartado del mal par
siempre.Pero la cosa mala tenía el poder dcerrar la boca a Papá, de derrotar ahombre más fuerte y bueno que Alvi
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hubiese conocido jamás. Y eso loatemorizó.
Papá siguió argumentando, pero sséptimo hijo varón sabía que no estabempleando las evidencias contundentes.
—No se trata de demonios n
ángeles —adujo Papá—. Son loelementos del universo. ¿No ves que euna ofensa contra la naturaleza? En é
hay un poder tal que ni tú ni yo podemocalcularlo. Tal poder que no hay partede la naturaleza capaz de tolerarlo
Tanto poder que él mismo se protegeaun cuando no se dé cuenta de ello. —Si hay tanto poder en ser e
séptimo hijo varón de un séptimo hij
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varón, Alvin Miller, ¿dónde está tupoder entonces? Tú también ereséptimo hijo varón. Supuestamentendrías que tener lo tuyo, pero yo n
veo que descubras manantiales, ni que.—Tú no sabes lo que yo sé hacer. —S
o que no sabes hacer. Sé lo que nocrees... —Creo en todas las cosaverdaderas. —Lo que yo sé es que todo
os demás hombres están allconstruyendo la hermosa iglesicomunal. Todos menos tú.
—Ese predicador es un zángano. —¿No has pensado que acaso Dios estvaliéndose de tu preciado séptimo hijpara hacer que despiertes y que surja e
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i el arrepentimiento? —¿Conque ése es el Dios en el qu
crees? ¿Un dios que intenta asesinapequeñuelos para que sus papas vayaal sermón?
—El Señor ha salvado a tu hijo
como señal de su naturaleza amorosa misericordiosa.
—El mismo amor y la mism
misericordia que dejaron morir a mVigor...
—Pero un día de éstos su pacienci
se acabará... —Y entonces matará a otro de mihijos.
La mujer le estampó una bofetada e
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pleno rostro. Alvin Júnior lo vio con supropios ojos. Y no fue el manotazodescuidado que sacudía a sus hijocuando molestaban o se iban de lengua. Fue un sopapo que casi le saca cabeza y que lo hizo despatarrars
por el suelo. —Pues esto es lo que te digo, Alvi
Miller. —Su voz era tan fría que ardí
—. Si esa iglesia se termina y en ella nhay un solo fruto de tu labor, dejarás dser mi esposo y yo dejaré de ser t
esposa.Si hubo más palabras, Alvin Júniono las escuchó. Salió disparado embloroso rumbo a su cama
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aterrorizado de que alguien pudierpensar semejante cosa, y mucho máaún, que pudiera decirla en voz alta. Esnoche había pasado demasiados sustosmiedo al dolor, miedo a morir cuandoAna lo amenazó de muerte al oído,
sobre todo miedo cuando el HombrRefulgente se acercó hasta él y le mostrsu pecado. Pero esto era otra cosa.
Esto era el fin de todo el universo, efin de lo único seguro: su Mamá hablabde dejar de estar con Papá. Qued
endido sobre la cama, mientras todclase de pensamientos bailoteaban en smente con tal velocidad que no pudasir ninguno de ellos y, finalmente, e
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medio de semejante confusión, no hubotra cosa que hacer sino dormir.
Por la mañana pensó que tal vehubiese sido un sueño. Que debía ser usueño. Pero en el suelo de su habitacióna los pies de la cama, había nueva
manchas de sangre frescas, allí dondhabía chorreado la herida del HombrRefulgente, de modo que no podí
ratarse de un sueño. Y tampoco lo eraa discusión de sus padres. Papá l
detuvo después del desayuno y le dijo:
—Hoy te quedas aquí conmigo, AlLa expresión del rostro de Mamá ldijo, más claro imposible, que todo lde la noche anterior seguía en pie.
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—Quiero ir a ayudar a la iglesia —dijo Alvin Júnior—. Y no tengo miedode ninguna viga.
—Hoy te quedarás aquí conmigoMe ayudarás a construir algo. —Papengulló saliva y dejó de mirar a Mam
—. Esa iglesia necesitará un altar, supongo que podremos armar uno biebonito que vaya dentro apenas termine
el tejado y las paredes. —Papá dirigió Mamá una sonrisa que le dio escalofríoal pequeño Alvin—. ¿Crees que a es
predicador le agradará?Eso tomó a Mamá de sorpresa, ncabía duda. Pero ella no era de las qudaban por concluida una pelea sól
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porque el otro asestaba un buen golpe.Alvin Júnior lo sabía muy bien. —¿Qué puede hacer el niño? —
preguntó—. No es carpintero. —Tiene buen ojo —aseguró Papá—
Si sabe remendar y repujar cuero podr
hacer algunas cruces sobre el altar. Ldarán un bello aspecto.
—Mesura es mejor tallador—
ntervino Mamá. —Entonces haré que el niño grab
as cruces a fuego. —Papá posó su man
sobre la cabeza del pequeño Alvin—Aunque se quede sentado aquí todo edía a leer la Biblia, el niño no irá a esglesia hasta que esté puesto el últim
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banco.La voz de Papá fue tan dura qu
podía haber esculpido las palabrasobre la roca. Mamá miró a AlviJúnior y luego a Alvin SéniorFinalmente, les dio la espalda
comenzó a llenar la cesta con la comidpara los que irían a la iglesia.
Alvin Júnior salió. Afuera, Mesur
enganchaba los caballos, y Previsión Moderación cargaban en la carreta unoistones para el tejado de la iglesia.
—¿Piensas poner los pies en lglesia otra vez? —preguntModeración.
—Podríamos arrojarte troncos a l
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cabeza para que los partas en dos —dijPrevisión. —No voy —repuso AlviJúnior. Previsión y Moderaciócambiaron una mirada que lo decía todo
—Vaya, qué lástima —dijo Mesura—. Pero cuando Mamá y Papá se trata
con frialdad es como si cayera unormenta de nieve sobre todo el valle d
Wobbish. —Hizo un guiño a Alvin a
gual que la noche anterior, cuando shabía metido en tantos problemas.
Ese guiño dio ánimos a Alvin par
hacer una pregunta que normalmentamás habría expresado en voz alta. Sacercó a Mesura para que sus palabrano fueran escuchadas por los demás
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Mesura comprendió la intención deniño y se agachó al lado de la rueda da carreta para poder oírlo.
—Mesura... si Mamá cree en Dios Papá no, ¿cómo sé cuál tiene razón?
—Creo que Papá cree en Dios —
dijo Mesura. —Pero ¿y si no? Eso es lo que m
pregunto. ¿Qué debo hacer cuand
Mamá dice una cosa y Papá dice otra?Mesura comenzó a dar una respuest
para salir del paso, pero se detuvo.
Alvin vio en su rostro que habíresuelto hablar en serio. Algoverdadero, en lugar de algo fácil.
—Al, debo decírtelo: ojalá l
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supiera. A veces me imagino que nadiesabe nada.
—Papá dice que uno sabe lo que vcon los ojos. Mamá dice que uno sabe lque siente con el corazón.
—¿Y tú? ¿Qué dices? —¿Cómo
saberlo? Sólo tengo seis años... —Yoengo veintidós, Alvin. Soy un hombre
sigo sin saberlo. Me figuro que ni Ma n
Pa lo saben tampoco. —Bueno, pero si no lo saben, ¿po
qué se enfadan tanto entonces?
—Ah... eso es lo que significa estacasado. Uno pelea continuamente, pernunca por lo que uno cree estapeleando.
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—¿Y entonces por qué pelean erealidad? Esta vez, Alvin vioexactamente lo opuesto. Mesura pensen decirle la verdad, pero cambió ddea. Se levantó cuan largo era
acarició el cabello de Alvin. Para e
niño, eso era una señal segura de qualgún mayor le diría una mentira, comsiempre hacen con los pequeños, com
si los niños no merecieran escuchar lverdad.
—Pues bien, calculo que pelea
para escucharse hablar.La mayoría de las veces Alviescuchaba las mentiras de los mayores no decía nada al respecto. Pero esta ve
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se trataba de Mesura, y no le agradabque Mesura en particular le mintiera.
—¿Cuántos años tendré que tenepara que me digas la verdad?
Los ojos de Mesura se encendierode ira durante un instante. A nadie le
agrada que le llamen mentiroso. Peruego sonrió, con mirada penetrante
comprensiva.
—Te la diré cuando tengas edadsuficiente para adivinarla por ti mismo
—repuso—, pero cuando seas jove
odavía, de forma que pueda servirte dalgo. —¿Y eso cuándo será? —exigió
Alvin—. Quiero que me digas la verda
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ahora, siempre.Mesura se acuclilló nuevamente. —No siempre puedo hacerlo, Al
porque a veces podría dolerte. A veceendría que explicarte cosas que no s
cómo explicar. A veces hay cosas que s
saben a fuerza de vivir el tiempsuficiente...
Alvin se enfureció y no se molest
en ocultarlo. —No te enfades tanto conmigo
hermanito. No puedo decirte cierta
cosas porque yo mismo no las sé, y esno es mentir. Pero puedes estar segurode esto. Si puedo decirte algo, lo haré, si no puedo, te lo diré, y no fingir
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delante de ti.Eso era lo más justo que un mayor l
hubiese dicho jamás, e hizo brillar lmirada de Alvin.
—¿Me das tu palabra, Mesura? —Te doy mi palabra. O cumplo, o
muero. Puedes estar seguro de eso. —No lo olvidaré, tenlo en cuenta
—Alvin recordó el juramento que habí
hecho al Hombre Refulgente la nochanterior—. Yo también sé cumplir mipromesas.
Mesura se echó a reír y acercó Alvin para estrecharlo contra suhombros.
—Eres malo como Mamá —le dij
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—. Nunca te das por vencido. —No puedo ser de otra manera —
repuso Alvin—. Si comienzo a creerte¿cómo sabré cuándo no hacerlo?
—Nunca dejes de creerme —respondió Mesura.
Entonces Calma apareció montaden su vieja yegua, Mamá salió con lcesta de la comida, y partieron todos lo
que debían partir. Papá llevó a Alvin agranero y, en menos de lo que canta ungallo, Alvin ya estaba ayudando
perforar tablones, y sus maderaquedaban tan bien unidas como las dPapá. A decir verdad, quedaban mejoque las de su padre, puesto que Al podí
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emplear en ello su don, ¿o no? Ese altaera de todos, así que podía calzar laablas con tal firmeza que jamás s
separaran, ni en las junturas ni eninguna parte. Alvin incluso pensó ehacer que las uniones de Papá quedara
firmes como las de él, pero cuando lntentó, descubrió que Papá tambiéenía algo de ese don. La madera no s
unía para formar una pieza continuacomo sabía hacer Alvin, pero quedabmuy firme, sí señor, conque no habí
necesidad de reparar nada.Papá no dijo mucho. No hacía faltaAmbos sabían que Al Júnior tenía el dode hacer que las cosas encajaran bien, a
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gual que su Papá. Hacia la hora decrepúsculo, el altar estaba construido ustrado. Lo dejaron secar y s
marcharon caminando hacia la casa, lmano de Papá firme sobre el hombro dAlvin. Andaban juntos como si ambo
fueran parte del mismo cuerpo, tan suav sereno era su andar, como si la mano
de Papá hubiera crecido en el mism
cuello de Alvin. El niño sentía loatidos en los dedos de su padre y sabí
que ambos pulsos latían al compás.
Cuando entraron, Mamá estabpreparando el fuego. Se volvió contemplarlos.
—¿Cómo ha ido? —quiso saber.
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—Es la caja más bien hecha que hvisto en mi vida—repuso el pequeño.
—Hoy en la iglesia no hubo un solaccidente —comentó ella.
—Aquí también todo anduvo dperilla —dijo Papá.
Alvin Júnior no pudo explicarse poqué las palabras de Mamá parecierodecir no me iré a ninguna parte, y las d
Papá, quédate conmigo para siempre.Pero supo que no se equivocaba a
sentir así, pues en ese mismo moment
Mesura levantó la vista desde dondestaba, tumbado ante el fuego, y lanzó uguiño que sólo Alvin pudo ver.
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Capítulo 8
EL VISITANTE
El reverendo Thrower se permitípocos vicios, pero uno de ellos era el d
comer con los Weaver los viernes por lanoche. Cenar, sería más correcto decirpues los Weaver eran comerciantes yartesanos, y no se detenían a mediodí
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más que para tomar apenas un bocadilloLo que hacía regresar a Thrower cadviernes no era la cantidad sino lcalidad de la comida. Se decía quEleanor Weaver podía tomar una viejacepa de árbol y darle el sabor de u
guisado de liebre. Y tampoco era sólo lacomida; Soldado de Dios Weaver era unhombre conocedor de la Biblia, qu
frecuentaba la iglesia y con el cuapodía conversarse a un nivel superior
o tan elevado como el de los clérigo
nstruidos, pero en esas tierras salvajeera lo mejor a que podía aspirar.Solían cenar en la trastienda de lo
Weaver, que era en parte cocina, en
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parte taller y en parte bibliotecaEleanor revolvía el perol de vez ecuando, y el aroma del guiso de venad del pan recién horneado s
entremezclaba con el de la tinaja dondfabricaban jabón y el de la parafina co
que hacían velas en ese mismo lugar. —Verá, somos un poco de todo —
había dicho Soldado de Dios la primer
vez que el reverendo Thrower los visit—. No hacemos nada que los demágranjeros de la zona no puedan hace
por sí mismos, pero lo hacemos mejor, al comprarnos a nosotros se ahorrahoras de trabajo que pueden emplear eroturar la tierra y cultivar mayore
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extensiones.La tienda, en la parte anterior, estab
colmada de estantes hasta el techo, y loestantes rebosaban de productovariados traídos en carretas desde laocalidades del este. Tela de algodón de
as ruecas y los telares a vapor drrakwa, vajilla de peltre, cazos y olla
de hierro de las fundiciones d
Pensilvania y Suskwahenny, fincerámica y alacenas y cajas de loalfareros y carpinteros de Nuev
nglaterra, y hasta unos pocos sacos dvaliosas especias traídas de NuevÁmsterdam desde el Oriente.
Soldado de Dios Weaver había
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confesado una vez que la mercancía lhabía costado los ahorros de toda svida y que no era muy probable quprosperara en esa tierra de escaspoblación. Pero el reverendo Throweadvertía que a su tienda iba y venía u
flujo constante de carretas provenientedel Wobbish inferior y del TippyCanoe, y hasta algunas del oeste, de l
región del río Ruidoso.Ahora, mientras aguardaban a qu
Eleanor los llamara a comer el guisad
de venado, el reverendo Thrower lformuló una pregunta que veníacosándolo desde hacía cierto tiempo.
—He visto lo que se llevan su
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clientes —comenzó el reverendThrower— y no puedo atinar responderme con qué le pagan. Nadianda con dinero contante y sonante poeste lugar, y no creo que puedan dar erueque nada que después quiera
comprarle a usted en el este... —Me pagan con carbón y leña, co
ceniza y buena madera, y desde luego
con comida para Eleanor y para mí... para el que viene en camino. —Eleanoestaba más gruesa. Pronto daría a luz
sólo un tonto podía no darse cuenta—Pero principalmente pagan con crédit—concluyó Soldado de Dios.
—¡Crédito! ¿A granjeros que puede
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perder el cuero cabelludo a manos dcualquier piel roja, que lo cambiará poicor o mosquetes el próximo inviern
en Fort Detroit? —Se habla mucho más de esto
cueros cabelludos de lo que hay e
realidad —respondió Soldado de Dios—
Los pieles rojas de esta región no so
diotas.Saben lo que ocurrió en Irrakwa
saben que ahora tienen su sitio en e
Congreso de Filadelfia al lado de lohombres blancos, y que tienemosquetes, caballos, granjas, campos pueblos como los hay en Pensilvania
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Suskwahenny o Nueva Oran-geConocen a los cherriky de los Apalache saben que hoy cultivan la tierra uchan del lado de los rebeldes blanco
de Tom Jefferson para que su país seandependiente del rey y de lo
caballeros. —Tal vez también hayan reparado
en el flujo constante de embarcacione
que llegan por el Hio y en las carretaque marchan hacia el oeste, y en loárboles derribados, y en las cabañas d
roncos que se construyen... —Admito que tiene parte de razónreverendo —dijo Soldado de Dios—Me figuro que los pieles rojas puede
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optar por uno de los dos caminos. Pomatarnos a todos, o por tratar dasentarse y vivir entre nosotros. Viviunto a nosotros no les será fáci
precisamente: no están acostumbrados a vida de pueblo, que es el mod
natural en que vivimos los hombreblancos. Pero luchar contra nosotrodeberá resultarles peor, pues si lo hace
acabarán muertos. Tal vez piensen qusi matan hombres blancos podrádisuadir a los demás de venir. No saben
o que ocurre en Europa, ni saben que esueño de tener tierras propias hará qumuchos hombres atraviesen millas millas para trabajar más duro que nunc
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antes en su vida, y para enterrar hijoque podrían haber vivido en la tierrnatal, y para arriesgarse a que un día uhacha les parta la cabeza y todo porques mejor ser un hombre independientque tener que servir a algún señor
Salvo a Nuestro Señor... —¿Y eso es lo que ocurre co
usted? —preguntó Thrower—. ¿L
arriesga todo por tierras?Soldado de Dios miró a su espos
Eleanor y sonrió. Thrower notó que l
mujer no le devolvía la sonrisa, perambién advirtió que tenía unos ojohermosos y profundos, como sconociera secretos que la obligaran
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ser grave aun cuando en su corazósintiera gozo.
—No tierras como las que quiereos granjeros. No soy campesino par
que lo sepa. Hay otras formas de poseeierras —repuso Soldado de Dios—
Verá, reverendo Thrower, les doycrédito ahora porque creo en este paísCuando vienen a comerciar conmigo
hago que me digan los nombres de todosus vecinos, y trazo mapas rudimentariode las granjas y arroyos donde viven,
de los caminos y ríos que cruzan durantsu trayecto hasta aquí. Hago que lleveas cartas que escriben otros, y escrib
cartas para ellos y las embarco hacia e
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este, con destino a los que han dejadatrás. Sé dónde están todos, y sé todo lque hay a lo largo de todo el Wobbishsuperior y de la región del río Ruidoso sé cómo llegar hasta allí. El reverend
Thrower sonrió. —En otras palabras
hermano Soldado de Dios, usted es egobierno.
—Digamos que si llega el moment
en que sea propicia la constitución de ugobierno, estaré dispuesto a servir —respondió el hombre—. Y en dos años
res años, cuando lleguen mápobladores y haya quienes comiencen fabricar otras cosas, como ladrillosvajilla y herrajes, cajas y toneles
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cerveza y queso y forraje, pues bien¿adonde cree usted que irán a vender comprar? A la tienda que les dio créditocuando sus esposas desesperaban poconseguir una tela con que hacerse uvestido de bonitos colores, o cuand
necesitaban una olla de hierro o unestufa con que hacer frente al invierno.
Filadelfia Thrower prefirió n
mencionar que él era más escépticrespecto a la gratitud o lealtad de lgente para con Soldado de Dio
Weaver. Además, pensó Thrower, bienpuedo equivocarme. ¿No dijo eSalvador que debíamos arrojar nuestrpan a las aguas? Y aun cuando Soldado
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de Dios no lograra todos su sueñoshabría hecho una buena obra contribuido a que esta tierra fuesaccesible para la civilización.
La comida estaba lista. Eleanosirvió el guisado.
Cuando colocó ante él un delicadplato blanco, el reverendo Thrower npudo evitar una sonrisa.
—Debe estar muy orgullosa de sesposo, y de todo lo que está haciendo.
En lugar de sonreír con pudor, como
Thrower esperaba, Eleanor casi se echa reír abiertamente. Soldado de Dios nfue tan delicado. Lanzó una risotada sidisimulo.
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—Reverendo Thrower, no sconfunda —repuso—. Cuando yo tengos brazos hundidos en parafina, Eleanoos tiene enterrados en jabón. Cuand
escribo cartas para los pobladores y lahago embarcar, Eleanor está haciendo
mapas y apuntando nombres para nuestrcatastro. No hay nada que yo haga sique ella esté a mi lado, y no hay nad
que ella haga sin que yo estacompañándola. Salvo tal vez su jardíde hierbas, al cual se dedica más que yo
Y la lectura de la Biblia, que mpreocupa a mí más que a ella. —Vaya, me alegro de que sea un
compañera apropiada para su esposo
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—comentó el reverendo Thrower. —Ambos somos compañeros, el un
del otro dijo Soldado de Dios—. Y noo olvide.
Lo dijo con una sonrisa y Thrower ldevolvió el gesto, pero el ministro s
sintió algo decepcionado: su mujer ldominaba de tal modo que tenía quadmitir a boca de jarro que no estaba a
frente e su propia tienda en su propicasa... Pero, ¿qué odia esperarse, sEleanor había sido criada en esa extrañ
familia de los Miller? No podíesperarse que la hija mayor de Alvin Fe Miller agachara la cabeza ante sesposo como Dios manda.
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Con todo, en su vida había probadun venado tan delicioso.
—No está nada fuerte —dijo—unca pensé que la carne de cierv
salvaje pudiera saber así... —Le quita la grasa —explic
Soldado de Dios— y agrega algo dpollo.
—Ahora que lo menciona —dij
Thrower—, creo reconocerlo en eguisado.
—Y aprovechamos la grasa d
venado para hacer jabón —continuSoldado de Dios—. Jamádesperdiciamos nada, si le encontramoalguna utilidad.
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—Tal como ordena el Señor —comentó Thrower. Y se lanzó a comerba por su segundo plato de guisado y sercera hogaza de pan cuando hizo u
comentario que quería ser una jocosalaban-Señora Weaver, su comida es tan
deliciosa que un poco más y empiezo creer en brujerías.
Como mucho, Thrower esperaba un
risilla. En cambio, Eleanor clavó lvista en la mesa, avergonzada, como sa hubiera acusado de adulterio. Y
Soldado de Dios se irguió tieso en ssilla. —Le agradecería que no mencionar
ese tema en esta casa —dijo.
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El reverendo Thrower trató ddisculparse.
—No hablaba en serio —dijo—Entre cristianos racionales, esta clase dcosas es objeto de chanzas, ¿no everdad? No es más que una tont
superstición, y...Eleanor se puso en pie y se march
de la habitación.
—¿Qué he dicho ahora? —preguntThrower.
Soldado de Dios suspiró.
—Ay, usted no podía saberlo —comentó—. Es una pelea que se remonta antes de que nos casáramos, cuandlegué a estas tierras. La conocí cuand
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vino con sus hermanos para ayudarme construir mi primera choza... lo que hoes el cobertizo donde hacemos el jabónComenzó a desparramar menta verdpor el suelo y a pronunciar cierta clasde rima, y yo le grité que cerrara la boc
que se largara de mi casa. Cité lBiblia, donde dice: «No tolerarás a unbruja con vida.» No puedo decirle l
media hora que pasamos después... —¿La llamó bruja y se casó co
usted?
—Verá, entre medias tuvimoalgunas conversaciones... —No seguirá creyendo en esa
cosas, ¿verdad?
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Soldado de Dios frunció las cejas. —No es cuestión de creer
reverendo, sino de hacer. No lo hacmás. No aquí, ni en ningún otro sitio. Ycuando usted casi la acusó de esobueno, se ofendió. Porque me l
prometió, sabe usted... —Pero una vez que me disculpé
¿por qué se...?
—Pues bien, ahí lo tiene. Usteendrá su forma de pensar, pero no
puede decirle que esos conjuros, hierba
encantamientos no tengan poder, pueella misma ha visto cosas que incluspara usted serían inexplicables.
—Sin duda, un hombre como usted
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versado en las escrituras y conocedodel mundo, podrá convencer a su esposde que abandone las supersticiones dsu infancia.
Soldado de Dios posó su mansuavemente sobre la muñeca de
reverendo Thrower. —Reverendo, debo decirle algo qu
amás pensé debería decir a un hombr
adulto. Un buen cristiano se niega permitir que en su vida intervengan esacosas porque la única forma correcta d
que en la vida de uno surjan podereocultos es por medio de la oración y lgracia de Nuestro Señor Jesucristo.
Pero no porque tales cosas no de
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resultado. —Pero no dan resultado —insisti
Thrower—. Los poderes del cielo soreales, y también lo son las visiones apariciones de los ángeles, al igual quodos los milagros de los cuales dan f
as escrituras. Pero los poderes decielo nada tienen que ver con que laparejitas se enamoren, ni con curarse d
garrotillo, ni con hacer que las gallinapongan huevos, ni con todas esaonterías que hace la gente ignorante co
sus llamados poderes ocultos. No hanada que hagan esos conjuros, o doneso como quiera que se llamen, que npueda ser explicado por medio de l
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sencilla investigación científica.Soldado de Dios permaneció e
silencio un buen rato. El silencincomodó un tanto a Thrower, y no
obstante no halló qué decir. No se lhabía ocurrido pensar que Soldado d
Dios pudiese llegar a creer en talecosas. Era una perspectiva sorprendenteUna cosa era inhibirse de la brujería po
ratarse de una insensatez y otra mudistinta creer en ella y abstenerse poser algo incorrecto. A Thrower se le
ocurrió que la última posición era tantmás enaltecedora: para el reverendodesdeñar la brujería era cuestión dsentido común, mientras que par
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Soldado de Dios y Eleanor era algo ascomo un sacrificio.
Antes de que pudiera dar forma a supensamientos, Soldado de Dios sreclinó en su silla y cambió enteramentde tema.
—Tengo entendido que su iglesicasi está terminada...
El reverendo Thrower aceptó segui
por terreno más seguro. —Ayer se terminó el techo y hoy
pudieron fijar todas las tablas sobre la
paredes. Mañana ya podrá resistir laluvias, cuando pongamos celosías eas ventanas. Cuando estén las puertas os vidrios, será sólida como un tambor
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—He hecho que traigan el vidrio ebote —dijo Soldado de Dios. Luegguiñó un ojo—. Resolví el problema dembarcar en Lago Erie.
—¿Cómo lo hizo? Los franceseestán hundiendo uno de cada tres botes
hasta los que vienen de Irrakwa. —Muy sencillo. Encargué el vidri
a Montreal...
— ¿Vidrio francés en las ventanade una iglesia inglesa?
—De una iglesia americana... —
corrigió Soldado de Dios—. Y Montreaambién es una ciudad americana. Dodas formas, los franceses quizás estératando de deshacerse de nosotros, per
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hasta que lo consigan somos mercadpara sus productos manufacturados, asque el gobernador, el marqués de LFayette, no pone reparos a que su pueblobtenga algún provecho de nuestracompras en tanto estemos aquí. L
embarcarán de un momento a otro por eago Michigan y luego lo harán viaja
por lanchón, por el St. Joseph y e
Tippy-Canoe. —¿Lo harán antes de que venga e
mal tiempo?
—Supongo que sí —-comentSoldado de Dios—. De otro modo, no ses pagará...
—Es usted un hombre sorprendent
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—dijo Thrower—. Pero me extraña quguarde tan poca lealtad al ProtectoradBritánico.
—Pues bien, verá... Así es, eefecto. Usted creció bajo eProtectorado y sigue pensando como u
nglés. —Soy escocés, señor... —Como británico, en cualquie
caso. En su país, todo aquel que practicas artes ocultas, aunque sólo se sep
por rumores, es exiliado sin más,
ncluso sin que primero se molesten euzgarlo, ¿no es así? —Tratamos de ser justos... pero la
cortes eclesiásticas son rápidas y no ha
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apelación. —Pues bien, piense en esto: si tod
aquel que tenía el más mínimo don paras artes ocultas fue embarcado rumbo as colonias americanas, ¿cómo podrí
haber visto el menor asomo d
hechicería cuando era pequeño? —No puedo haber visto algo que n
existe... —En Gran Bretaña tal vez n
exista. Pero es la maldición de lobuenos cristianos de América, questamos hasta la coronilla de teas
hidrománticos, conjuradores y dotados un niño no llega al metro de altura aqusin toparse con alguien que lanza unmaldición o sin cruzarse con lo
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hechizos de algún bromista que le hacedecir lo primero que le viene a lcabeza y ofende a todo el mundo a diekilómetros a la redonda.
—¡Las maldiciones de un bromistaVea, hermano Soldado de Dios
convendrá usted conmigo en que unbuena botella de vino produce el mismefecto.
—... No en un niño de doce años quamás ha tomado una gota de alcohol eoda su vida.
Era evidente que Soldado de Diohablaba por propia experiencia, pereso no cambiaba las cosas. —Siemprhay otra explicación. —Hay un sinfín d
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razones con que explicar lo que suced—dijo Soldado de Dios—. Pero le diresto. Puede usted predicar contrconjuros y seguirá teniendo uncongregación. Pero si sigue diciendque los conjuros no sirven de nada
bien... supongo que casi todos spreguntarán por qué han de recorresemejante camino para acudir a un
glesia a escuchar la prédica de un tontde remate.
—Debo decir la verdad tal como l
veo —se defendió Thrower. —Usted puede ver que un hombre edeshonesto en sus negocios, pero no poeso dirá su nombre desde el pulpito
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¿verdad? No, señor, pero sí dará usermón sobre la honestidad y esperarque surta su efecto.
—Usted sugiere que adopte uenfoque distinto...
—Está usted construyendo un
hermosa iglesia, reverendo Thrower, no sería ni la mitad de bella si no fuesporque la alimenta su sueño de cóm
debe llegar a ser. Pero los pobladorede esta región consideran que la iglesies de ellos. Ellos cortaron la madera
ellos la construyeron y se encuentrerigida sobre tierras comunales. Y seríoda una lástima que su obstinació
acabase por cansarlos y obligarlos
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ofrecer el pulpito a otro predicador...El reverendo Thrower contempló lo
restos de la cena durante un buen rato.Pensó en la iglesia, no en l
estructura de madera sin pintar que hoera, sino en el edificio terminado, co
os bancos en su sitio, el pulpito en lalto y el recinto inundado por la claruz del sol que penetraba por la
ventanas prolijamente vidriadas. No esólo el lugar, se dijo, sino lo que puedoograr desde aquí. Estaría cumpliend
mal mis deberes de cristiano spermitiera que este sitio cayera bajcontrol de necios supersticiosos comAlvin Miller y, aparentemente, toda s
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familia. Si mi misión es destruir el mal a superstición, debo habitar entrgnorantes y supersticiosos. Con eiempo sembraré en ellos e
conocimiento de la verdad. Y si noogro convencer a los padres, con má
iempo aún podré convertir a sus hijosMi ministerio es el trabajo de toda unvida. ¿Por qué entonces arriesgarlo co
al de decir la verdad unos poconstantes?
—Es usted un hombre sabio
hermano Soldado de Dios. —También usted, reverendoThrower. A la larga, aun cuandopodamos disentir aquí y allá, creo qu
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ambos deseamos lo mismo. Queremoque todo este país sea civilizado cristiano. Y a ninguno de los dos nomolestaría que la iglesia de Vigor sconvirtiera en la ciudad de Vigor, y quea ciudad de Vigor pasara a ser l
capital de todo el territorio de WobbishHasta se habla en Filadelfia de invitar Hio a unirse en calidad de estado, y si
duda no tardarán en hacer el mismofrecimiento a los Apalaches. ¿Por quno Wobbish, algún día? ¿Por qué no un
país que se extienda de mar a mar, dblancos y pieles rojas, donde cada unde nosotros sea libre de votar egobierno que desea para que haga la
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eyes que todos aceptaríamos obedecede buen grado?
Era un bello sueño. Y Throwepodía verse en él. El hombre que tuviesel pulpito de la iglesia más grande, de lciudad más grande del territorio sería e
conductor espiritual de todo un puebloDurante unos minutos creyó en su sueñcon tal intensidad que cuand
gentilmente dio las gracias a Soldado dDios por la comida y se marchó de lcasa tuvo que contener la respiración a
ver que el poblado de Vigor sóloconsistía en la gran tienda de Weaver ysus dependencias, unas fincas cercadacon unas pocas cabezas de ganad
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paciendo en ellas y el armazón dblanca madera de una gran iglesinueva.
Pero aun así, la iglesia era real. Casestaba terminada, las paredes estabaallí y el techo estaba concluido
Thrower era un hombre racional. Debíver algo sólido ante sus ojos para creeen su sueño, pero esa iglesia ya er
suficientemente sólida, y entre él Soldado de Dios bastaba para que eresto del sueño se tornase realidad
Atraer gente a este lugar, hacer de él ecentro del territorio... Esta iglesia podíservir de local para las reunionemunicipales, y no sólo para lo
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sermones locales. ¿Y durante la semanaEstaría malgastando su educación s
no abriera una escuela para los niños da región. Les enseñaría a leer,
escribir, a calcular y, sobre todo, apensar, a expulsar de sus mentes tod
superstición y a no dejar en ellas máque el puro conocimiento y la fe en eSeñor.
Y tan ensimismado iba por estopensamientos que ni siquiera advirtique no se dirigía a la granja de Pete
McCoy, río abajo, donde lo aguardabsu lecho en la vieja cabaña de troncosEstaba desandando el trayecto que llevaría a la iglesia. Sólo cuand
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encendió un par de velas comprendique en realidad pensaba pasar la nochallí. Aquellas paredes desnudas dmadera eran su hogar, más que ningúotro sitio del mundo. El olor a savia lexaltaba los sentidos, le daba deseos d
entonar salmos que nunca antes habíescuchado... Se sentó allí murmurandorecorriendo las páginas del Viejo
Testamento sin notar siquiera que habíapalabras sobre el papel.
Sólo oyó los pasos cuand
resonaron sobre el suelo de maderaEntonces levantó la vista y allí, para ssorpresa, vio a la señora Fe llevanduna linterna, seguida de los mellizos d
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dieciocho años, Moderación Previsión.
Entre ambos cargaban una pesadcaja de madera. Tardó un momento encomprender que la caja era un altar dmadera. Que en realidad era un hermos
altar, de maderos tan bien armadoscomo los dejaría un maestro carpintero bellamente lustrado. Y grabadas a
fuego, sobre las tablas que rodeaban lcubierta del altar, había dos hileras dcruces.
—¿Dónde quiere que lo pongamos—preguntó Previsión. —Papá dijo que lo trajéramos est
noche, cuando las paredes y el techo y
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estuvieran terminados... —¿Papá? —preguntó Thrower. —Lo hizo especialmente para ust
—dijo Previsión—. Y el pequeño Agrabó las cruces a fuego, al ver que yno le permitían venir hasta aquí.
Thrower ya estaba junto a ellos, veía que era un altar amorosamentconstruido. Era lo último que habrí
esperado de Alvin Miller. Y las crucesperfectamente trazadas, no parecían obrde un niño de seis años.
—Aquí —dijo, señalando el sitidonde había imaginado su altar. Era loúnico que había en el recinto, ademádel techo y las paredes, y como estab
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ustrado, la madera era más oscura qua de la construcción. Era perfecto,
hizo asomar lágrimas a los ojos dereverendo Thrower—. Dígales que ehermoso.
Fe y sus hijos sonrieron a más n
poder. —Ya ve que no es su enemigo... —repuso Fe, y Thrower no pud
sino estar de acuerdo.
—Tampoco yo soy su enemigo —advirtió. Y no agregó: «Me lo he deganar con paciencia y amor, pero
ganaré, y este altar es señal clara de quen su corazón secretamente desea que libere de la oscuridad de la ignorancia.»
No se quedaron más tiempo. Si
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demora atravesaron la noche, de regresa su hogar.
Thrower encendió el candelabro y lposó sobre el suelo cerca del altar, perono sobre éste, pues semejante coshabría sido propia de un papista. S
puso de rodillas y pronunció una oracióde gracias. La iglesia estaba caserminada y ya había en ella u
espléndido altar, construido por ehombre que más temía, y en él, crucegrabadas por ese extraño niño que tant
simbolizaba la superstición compulsivde esa gente ignorante. —Se te ve lleno de orgullo —indic
una voz a sus espaldas.
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Se volvió, casi sonriendo, ya qusiempre le alegraba la llegada deVisitante.
Pero el Visitante no sonreía. —Lleno de orgullo...
—Perdonadme —solicitó Throwe
—. Ya me he arrepentido de ello. Perono puedo menos que regocijarme por lgran labor que ha comenzado aquí.
El Visitante tocó suavemente ealtar, recorriendo las cruces con sudedos.
—Él hizo esto, ¿verdad? —Alvin Miller. —¿Y el niño? —Las cruces. Tenía tanto miedo de
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que fueran sirvientes del demonio...El Visitante lo miró con aspereza. —Y porque han construido un alta
ú crees que no lo son.Un escalofrío de terror lo recorri
de pies a cabeza. Thrower murmuro:
—No pensé que el demonio pudierusar la señal de la cruz...
—Eres tan supersticioso como e
resto —dijo el Visitante con frialdad—Los papistas se persignaconstantemente. ¿Acaso crees que e
algún conjuro contra el demonio? —Entonces, ¿cómo puedo estaseguro de nada? —se preguntó Throwe—. Si el diablo puede construir un alta
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hacer la señal de la cruz... —No, no, Thrower, mi querido hijo
no son diablos, ninguno de los dosSabrás reconocer al diablo cuando estéante él. Allí donde los hombres llevacabello sobre la cabeza, el diablo luc
os cuernos de un toro. Donde lohombres tienen pies, el diablo tiene lapezuñas hendidas de una cabra. All
donde los hombres tienen manos, edemonio muestra las grandes zarpas dun oso. Y
ten esto por seguro: cuando vengano construirá altares para ti. —EVisitante posó ambas manos sobre ealtar—. Éste es mi altar ahora —dijo—
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o importa quién lo haya hecho, puedemplearlo para mi propósito.
Thrower lloró de alivio. —Ahora está consagrado, vo
habéis hecho de él algo santo. —Yextendió una mano para tocar el altar.
—¡Detente! —susurró el VisitanteAunque su voz casi era inaudible, teníel poder de estremecer los muros—
Primero debes escucharme —ordenó. —Siempre os escucho —dij
Thrower—. Aunque no alcanzo
comprender cómo es que habéis elegidun gusano tan indigno como yo. —Hasta un gusano puede ser grand
cuando es tocado por el dedo de Dios
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—replicó el Visitante—. No, no mnterpretes mal. No soy Dios. No m
veneres.Pero Thrower no pudo contenerse
loró con devoción, de rodillas antaquel ángel sabio y poderoso. Sí, ant
aquel ángel. Thrower no tenía dudas deso, aunque el Visitante no tenía alas ucía un traje de los que a nadi
extrañaría encontrar en el Parlamento. —El hombre que construyó este alta
está confundido, pero en su alma ha
muerte, y si se le provoca lo suficienteésta aparecerá. Y el niño que hizo lacruces... es tan notable como suponesPero aún no se ha consagrado al bien n
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al mal. Ambos caminos yacen delante dél, y está abierto a una y otra influencia¿Me comprendes?
—¿Es ésa mi labor? —preguntThrower—. ¿Debo olvidar todo lo otr dedicarme a guiar a esta criatura po
el camino recto? —Si muestras demasiado celo, su
padres te rechazarán. Debes llevar
cabo tu ministerio tal como lo habíaplaneado. Pero interiormente lorientarás todo hacia este niño notable
con el afán de ganarlo para mi causaPuesto que si no ha llegado a servirme os catorce años, lo destruiré.
La mera imagen de Alvin Júnio
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herido o muerto resultó intolerable parThrower. Le causó tal sensación dpérdida que no creyó que un padre o unmadre pudieran sentirse peor que él.
—Haré cuanto esté en manos de uhombre débil para salvar a este niño
—exclamó, y su voz fue casi un gritde angustia.
El Visitante asintió, lo obsequió co
aquella espléndida y amorosa sonrisa extendió su mano hacia Thrower.
—Confío en ti —dijo con dulzura
Sus palabras fueron como un bálsamfresco sobre una herida ardiente—. Sque lo harás bien. Y en lo que respectaal diablo, no debes sentir temor de él.
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Thrower tomó la mano que se lofrecía para cubrirla de besos, pero eugar de tocar la carne, sus manos s
cerraron sobre el aire. El Visitante habídesaparecido.
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Capítulo 9
TRUECACUENTOS
En otra época, recordabTruecacuentos, podía trepar a un árbo
por estos lares y pasear la vista sobrkilómetros y kilómetros de bosquninterrumpido. En una época, los roble
vivían cien años o más y sus troncos
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cada vez más gruesos, formabamontañas de madera. En esa época, lahojas crecían tan frondosas sobre lierra que había sitios desnudos a fuerz
de no recibir la luz del sol.Ahora, ese mundo de etern
crepúsculo se desvanecía. Todavíaquedaban tramos de bosque primitivdonde los pieles rojas merodeaba
silenciosos como ciervos y dondTruecacuentos se sentía como en lcatedral del Dios más y mejor venerado
Pero esos sitios eran ya tan infrecuenteque, en su último año de viaje erranteTruecacuentos no había andado un solodía en que pudiese trepar a un árbol
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ver la techumbre imperturbada debosque.
Entre el Hio y el Wobbish, todo eerritorio estaba siendo poblado, e
forma dispersa pero pareja, e incluso eese momento, encaramado sobre u
sauce en la cresta de un morónTruecacuentos veía más de treintchimeneas que arrojaban columnas d
humo al aire frío del otoño. Y, en todasdirecciones,; se habían despejadgrandes retazos del bosque, donde l
ierra se veía arada, sembrada, atendidacosechada... Allí donde otrora lonmensos árboles ocultaban la tierra de
ojo del cielo, hoy el suelo lleno d
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rastrojos se exponía desnudo, a lespera de que el invierno cubriera sdesvergüenza.
Truecacuentos recordó su visión doé borracho. La había grabado par
una edición del Génesis para escuela
dominicales de rito escocés. Noédesnudo, con la boca abierta y un jarrmedio vacío pendiente de sus dedo
cerrados; no lejos, Cam, riendo codesdén; y Jafet y Sem, caminando; hacisu padre para echar sobre él un mant
con que cubrirlo de modo que no vieseo que su padre había expuesto en sembriaguez.
Con excitación eléctrica
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Truecacuentos comprendió que en esvisión profética estaba el germen de espreciso instante: él, Truecacuentosencaramado sobre un árbol, observabcon estupor la tierra desnudaaguardando el púdico manto de
nvierno. Era una profecía hechrealidad. Algo que cabía desear mas noesperar durante la existencia de uno.
Pero tal vez la historia de Noborracho no fuese la imagen de esmomento en absoluto. ¿Por qué no a l
nversa? ¿Y si la tierra pelada fuese unmagen de Noé borracho?Al llegar al suelo, Truecacuento
estaba de mal humor. Pensaba
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pensaba, trata de abrir su mente para vevisiones, para ser un buen profeta. Percada vez que creía tener algo firme seguro se le escurría y cambiaba. Upensamiento se convertía en muchos, oda la trama se deshacía, tan inciert
como antes.Al pie del árbol abrió su petate
Tomó el libro de cuentos que había
niciado para el viejo Ben allá por e85. Con cuidado desató la parte selladacerró los ojos y pasó las páginas.
Abrió los ojos y vio que sus dedodescansaban sobre los Proverbios denfierno. Desde luego, así tenía que se
en un momento semejante. Sus dedo
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ocaban dos proverbios, ambos escritode su puño y letra. Uno no significabnada, pero el otro parecía apropiado«El tonto no ve el mismo árbol que esabio.»
Pero cuanto más trataba d
desentrañar el significado de esproverbio en ese momento, menorelación hallaba, salvo que hací
mención de los árboles. Conque prefiridedicarse al primer proverbio: «Enecio que persiste en su necedad acab
por ser sabio.»Ah. Después de todo, eso iba parél. Era la voz de la profecía registradcuando vivía en Filadelfia, antes aun d
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que iniciara su travesía, una noche eque el Libro de los Proverbios cobrvida para él y vio como en letras dfuego las palabras que deberían habesido incluidas. Esa noche habípermanecido en vela hasta que la luz de
amanecer acabó con las llamaradas da página.
Cuando el viejo Ben subió la
escaleras estruendosamente en busca dsu desayuno, se detuvo a olisquear eaire.
—Humo —dijo—. ¿No habráestado tratando de incendiar la casaverdad, Bill?
—No, señor —respondi
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Truecacuentos—. Pero ví en una visióo que Dios quiso que dijera el Libro dos Proverbios, y lo anoté todo.
—Las visiones te obsesionan —aseguró el viejo Ben—. La única visióverdadera no es la que proviene d
Dios, sino de lo más recóndito de lmente humana. Escríbelo comproverbio, si eso deseas. Es demasiad
agnóstico para que yo lo emplee en eAlmanaque del Pobre Richard. —Mire
—dijo Truecacuentos. El viejo Be
miró, y vio morir las últimas llamas. —Que me aspen, es el truco más ingeniosque he visto hacer con letras. Y dijisteque no eras brujo...
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—No lo soy. Ha sido un obsequiodivino. —¿Divino o diabólico? Cuande rodee la luz, Bill, ¿cómo sabrás si ea gloria de Dios o las llamas denfierno?
—No lo sé —repuso Truecacuentos
cada vez más confundido. Era jovenentonces. No llegaba a los treinta años era fácil que se sintiera confundido e
presencia del gran hombre. —O tal vez tú mismo te hiciste e
obsequio, ya que deseas la verdad co
al ardor... —El viejo Ben inclinó lcabeza para examinar las páginas de loProverbios a través de la porciónferior de sus lentes bifocales—. La
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etras han sido quemadas. Qué curioso¿verdad?, que me llamen mago a mí, quno lo soy, y que tú que lo eres te nieguea admitirlo.
—Soy un profeta... aspiro a serlo. —Si alguna de tus profecías se torn
realidad, Bill Blake, te creeré, pero nantes de que eso ocurra.
En los años siguientes
Truecacuentos había ansiado ecumplimiento de una sola profecísiquiera. Pero cada vez que creía esta
ante ese cumplimiento escuchaba la vodel viejo Ben en su mente, ofreciendotra explicación válida, burlándose dél por creer que pudiera haber algun
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otra relación entre la profecía y lrealidad.
—No es verdadera—solía decir eviejo Ben—. Útil, sí. Eso ya es algo. Tmente ha establecido una relación útiPero verdadera ya es otro cantar
Verdadera sería si tu relación existierandependientemente de que tú t
percatases de ella, si existiera ya fues
que la descubrieses o no. Y debo decique en toda mi vida no he hallado tarelación. A veces sospecho que no
puede haberla.Que todos los lazos, conexionesvínculos y semejanzas son criaturas dnuestro pensamiento y carecen d
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sustancia. —Entonces, ¿por qué la tierra no s
disuelve bajo nuestros pies? —preguntaba Truecacuentos. —Porquhemos conseguido convencerla de quno deje pasar nuestros cuerpos. Tal ve
fue sir Isaac Newton. Era un tipo tapersuasivo...
Los seres humanos acaso duden d
él, pero la tierra le cree, y por esresiste.
—El viejo Ben se echaba a reír
Para él todo era motivo de broma. Nsiquiera podía llegar a tomar en serio spropio escepticismo.
Ahora, sentado al pie del árbol, co
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os ojos cerrados, Truecacuentos volvióa establecer relaciones: el relato de Nocon el viejo Ben. El viejo Ben era Camquien veía la verdad desnudavergonzosa y sin dobleces, y se reía della, mientras los hijos leales de l
glesia y la Universidad regresaban cubrirla para que la tonta verdad npudiese ser vista. Así, el mundo seguí
pensando que la verdad era firme orgullosa, sin haberla visto realmentsiquiera un instante fugaz.
Esta relación es verdadera, pensTruecacuentos. Ése es el significado da historia. El cumplimiento de l
profecía. La verdad es ridícula cuand
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se la ve, y si alguien quiere venerarlamás debe permitirse verla.
En ese momento de revelaciónTruecacuentos se puso en pie de usalto.
Debía encontrar a alguien d
nmediato. Alguien a quien contar sgran des-cubrimiento mientras todavícreyese en él. Como decía su propi
proverbio:«La cisterna contiene, la fuent
desborda.» Si no contaba su cuento, ést
se volvería hediondo y putrefacto, sconsumiría en su interior, mientras qual explicarlo haría que permanecierfresco y virtuoso.
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¿Hacia dónde? El camino debosque, a tres pasos de él, conducíhacia una gran iglesia blanca con ucampanario alto como un roble. La habívisto desde la copa del árbol, a ukilómetro de distancia. Era el edifici
más elevado que Truecacuentos veídesde la última vez que había estado eFiladelfia. Un recinto de semejante
dimensiones donde la gente pudierreunirse significaba que los pobladorede esta región creían tener lugar d
sobra para los recién llegados. Buenseñal para un narrador de cuentotinerante, ya que él vivía de l
confianza ajena, de la fe de quien l
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acogiera y lo alimentara cuando no tenínada con qué pagar salvo su libro, surecuerdos, dos brazos fuertes y un par dpiernas firmes que lo habían aguantaddurante diez mil kilómetros y aúservirían al menos para cinco mil más.
El camino se veía surcado pohuellas de carretas, lo cual era indicide que se usaba a menudo, y en los sitio
bajos estaba reforzado con rieles quformaban un buen camino de rollizopara que las carretas no se hundieran e
el suelo empapado por las lluvias. Dmodo que esto pensaba convertirse en upueblo... La inmensa iglesia tal vez nhablara de un espíritu abierto, sino má
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bien de ambición. se era el peligro duzgar las cosas, pensó Truecacuentos
Cada efecto tiene cientos de causaposibles, y cada causa, cientos defectos posibles. Se le ocurrió anotaese pensamiento, pero se decidió por l
contrario. No había más huellas en éque las de su propia alma. No habírazas del cielo ni del infierno. Y esto le
permitió saber que no había sido uregalo. Era un pensamiento forzado posí mismo. De modo que no podí
ratarse de una profecía, ni tampoco secierto.El camino terminaba en un ejid
cercano a un río. Truecacuentos lo supo
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por el olor a agua presurosa. Tenía buenolfato. Alrededor del ejido había variaconstrucciones dispersas, la más grandde las cuales era un edificio encalado ddos pisos, con tinglado y un pequeñetrero que decía «Weaver's».
Ahora bien, cuando una casa tenía ucartel sobre su fachada, Truecacuentoo sabía, por lo general era que su dueñ
deseaba que las gentes reco-nocieran eugar aun cuando nadie les hubier
señalado el camino, lo cual es lo mism
que decir que la casa estaba abierta os extraños. Truecacuentos se acercósin vacilar y golpeó la puerta.
—¡Un minuto! —se escuchó un grit
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desde adentro.Truecacuentos aguardó en el patio
delantero. En un extremo había variacestas colgantes, de las cuales pendíaas largas hojas de diversas hierbas.
Truecacuentos reconoció muchas d
ellas: se empleaban en variadas artesales como la curación, el recuerdo, e
hallazgo de cosas perdidas o para sella
recipientes. Y vio que las cestas estabandispuestas de tal modo que, vistas desdun punto cercano a la base de la puerta
formaban un conjuro perfecto.En realidad, el efecto era tapronunciado que Truecacuentos se pusoen cuclillas y finalmente se tendió sobr
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el patio para apreciarlo debidamente.Los colores pintarrajeados en la
cestas, exactamente en los puntoapropiados, revelaban que no se tratabde una disposición accidental. Era uexquisito conjuro para la protección
orientado hacia la salida principal.Truecacuentos trató de pensar po
qué razón alguien pondría un conjuro ta
poderoso y a la vez buscaría ocultarloPues Truecacuentos era probablementa única persona capaz de sentir l
oleada de poder que emitía algo tapasivo como un conjuro y así detectarloTodavía estaba echado en el suelo
pensando en este enigma, cuando l
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puerta se abrió y asomó un hombre. —Veo que está muy cansado
desconocido...Truecacuentos se puso de pie de u
salto. —Admiraba la disposición de su
hierbas. Es un verdadero jardín aéreoseñor.
—Es de mi esposa —dijo el hombr
—. Siempre anda ocupada con suplantas.
Tienen que estar de ese modo...
¿Se encontraba ante un mentirosoo, decidió Truecacuentos. No tratabde ocultar el hecho de que las cestaformaban un conjuro y que las hoja
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colgantes se entrelazaban ddeterminada manera. Sencillamente lgnoraba. Alguien... probablemente s
esposa, si éste era su jardín, habíerigido una protección para ese hogar, el esposo ni siquiera lo sospechaba.
—Me parece muy bonito —comentTruecacuentos.
—Me preguntaba cómo podía se
que alguien hubiese llegado hasta aqusin que escuchara la carreta ni locaballos. Pero por lo que veo, ha venid
a pie. —Así es, señor —repusTruecacuentos.
—Y en su petate no parece habe
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gran cosa para vender... —No vendo cosas, señor. —¿Qué entonces? ¿Qué pued
venderse que no sea una cosa? —Trabajo, por ejemplo —respondi
Truecacuentos—. Trabajo a cambio de
comida y albergue. —Ya es usted mayorcito para anda
vagabundeando.
—Nací en el cincuenta y sieteconque todavía me quedan diecisietaños hasta que se me acabe la cuerda
Además, tengo un par de dones...De inmediato el hombre parecialejarse. No físicamente, sino con lmirada.
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Dijo: —Mi esposa y yo nos las arreglamo
bien con nuestro propio trabajo aquídado que nuestros hijos son pequeñoaún. No necesitamos ayuda.
Ahora, detrás de él había una mujer
una joven todavía fresca y de cutis tersoaunque a la vez grave. Tenía un pequeñoen sus brazos. Le habló al marido:
—Soldado de Dios, tenemosuficiente para dar de comer a uno máesta noche...
Al oír eso, el rostro del hombre sobstinó. —Mi esposa es más generosa qu
o, desconocido. Se lo diré sin rodeos.
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Usted habló de tener ciertos dones ysegún mi experiencia, eso significa qucree ejercer poderes ocultos. Y nopienso albergar tales blasfemias en uncasa cristiana.
Truecacuentos lo miró con dureza,
uego sus ojos se atemperaron al reposasobre la mujer. Conque así eran lacosas en esa casa: la esposa haciend
odos los conjuros y hechizos qupudiera ocultar a su esposo y érechazando de plano la menor señal d
encantamientos. Truecacuentos spreguntó qué llegaría a suceder con lmujer si el marido se enteraba de lverdad. El hombre —¿Soldado de Dios
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—no parecía ser de los capaces dasesinar, pero nunca podía saberscuánta violencia podía bullir por lavenas de un hombre cuando su ira sdesbordaba.
—Comprendo su cautela, señor.
—Sé que usted mismo llevprotecciones —dijo Soldado—. ¿Uhombre solo, a pie todo el camino
ravés de la espesura? El hecho de quaún conserve el cabello sobre el cráneda cuenta de que ha sabido ahuyentar
os pieles rojas...Truecacuentos sonrió y se quitó esombrero, para mostrar su calvcoronilla.
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—¿Es una verdadera protecciócegarlos con el reflejo glorioso del sol?
—preguntó—. No cobrarán botípor esta calva.
—A decir verdad —comentóSoldado—, los pieles rojas de est
región son más pacíficos que los demásEse profeta tuerto ha construido unciudad para ellos al otro lado de
Wobbish, donde les enseña a no bebealcohol.
—Ése es buen consejo par
cualquier hombre —dijo TruecacuentosY pensó:«Un piel roja que se hace llama
profeta...»—. Antes de marcharme d
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este sitio debo conocer a ese hombre cambiar unas palabras con él.
—Pero él no hablará con usted —respondió Soldado—. No hasta qucambie el color de su piel. No hhablado con un hombre blanco desd
que tuvo su primera visión, años atrás. —¿Me matará si lo intento? —No creo. Enseña a su gente a n
matar hombres blancos. —Ése también es un buen consej
—estimó Truecacuentos.
—Será bueno para los blancos, perno creo que dé el mejor resultado coos pieles rojas. Hay tipos como ese qu
se hace llamar gobernador Harrison, e
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Ciudad Cartago, que sólo buscperjudicar a los indios, sean pacíficos no...
—La hostilidad no habídesaparecido del rostro de Soldadopero de todas formas siguió hablando,
con sinceridad, Truecacuentos tenía graconfianza en los hombres que abren scorazón a todos, hasta a lo
desconocidos, incluso a los enemigos—De todas formas —prosiguió Soldad—, no todos los pieles rojas creen en e
mensaje de paz del Profeta. Hay otroque siguen a Ta-Kumsaw y que estáncausando problemas en el Hio, y muchopobladores no ven otra salida qu
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rasladarse al norte, a la región superiodel Wobbish.
De modo que no le faltarán casadispuestas a acoger a un mendigo.
También puede dar las gracias a lopieles rojas por eso.
—No soy ningún mendigo, señor —se defendió Truecacuentos—. Como ldije, deseo trabajar.
—Con dones y poderes ocultos, siduda...
La hostilidad del hombre er
claramente el extremo opuesto del airgentil y acogedor de la esposa. —¿Cuál es su don, señor? —
preguntó ella—. A juzgar por su modo
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de hablar, usted es un hombre instruido¿No será maestro, verdad?
—Mi don está en mi nombre —dijTruecacuentos—. Estoy dotado parcontar cuentos...
—¿Para inventar cuentos? Aquí
esas personas las llamamos embusteras. —Cuanto más trataba la mujer d
mostrarse amigable con Truecacuentos
más frialdad dejaba traslucir el marido. —Mi don es recordar historias. Per
sólo cuento las que creo verdaderas
señor. Y no es fácil convencerme. Susted me cuenta su historia, yo le cuenta mía y ambos nos enriquecemos con entercambio, puesto que ninguno pierd
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o que tenía al comienzo. —No tengo historias que contar—
atajó Soldado de Dios, aunque ya habícontado una sobre el Profeta y otrsobre Ta-Kumsaw.
—Qué mala noticia. Si es así, no h
dado con la casa indicada. —Truecacuentos veía que no era l
casa apropiada para él, sin duda
Aunque Soldado cediera y lo dejarquedarse, estaría rodeado de sospecha Truecacuentos no sabía vivir en u
ugar donde la gente se empeñaba eponerle mala cara—. Tengan ustedebuenos días.
Pero Soldado de Dios no pensab
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dejarlo marchar tan fácilmente. Tomóas palabras de Truecacuentos como u
desafío. —¿Por qué mala noticia? Llevo un
vida común y tranquila. —La vida de un hombre nunca e
común para él mismo —dijTruecacuentos—. Y si dice que lo es, enese caso es una historia de las que nunc
he de repetir. —¿Me está llamando mentiroso? —
exigió saber Soldado.
—Le pregunto si conoce algún lugadonde mi don sea bien acogido.Soldado de Dios no lo vio, per
Truecacuentos sí: la mujer hizo u
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conjuro tranquilizador con los dedos da mano derecha y con la izquierda tom
a su marido de la muñeca. Lo hizo cosuavidad, y sin duda el esposo debíestar acostumbrado a ello, pues se relajnotoriamente mientras ella daba un pas
adelante para responder. —Amigo, si toma la senda que v
por detrás de esa colina, la sigue hast
el final y cruza dos arroyos, amboatravesados por puentes, llegará a lcasa de Alvin Miller, y sé que allí lo
aceptarán. —Hum —dijo Soldado de Dios. —Gracias —repuso Truecacuento
—. Pero, ¿cómo puede estar tan segura?
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—Le dejarán quedarse cuantiempo desee y jamás le rechazará
mientras usted se muestre dispuesto colaborar.
—Dispuesto siempre estoy, señor—adujo Truecacuentos.
—¿Siempre está dispuesto? —dijSoldado—. Nadie está siemprdispuesto.
Pensé que siempre decía la verdad. —Siempre digo lo que creo. Si e
verdad o no, no puedo saberlo más qu
cualquier otro hombre. —Entonces, ¿por qué me llam«señor» si no soy caballero, y por qué ldice
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«señora» a ella, que es tan plebeycomo yo?
—¿Por qué? Pues porque no creo eos señores que nombra el rey. É
nombra caballero a alguien porque ldebe un favor, ya se trate de u
verdadero señor o no. Y todas sumujeres son llamadas «damas» por lque hacen bajo las sábanas reales. As
se utilizan las palabras entre caballerosa mitad de las veces son mentira. Per
su esposa, señor, se comportó como un
verdadera dama, donosa y hospitalariaY usted, señor, como un verdaderocaballero, al proteger su casa de lopeligros que más teme.
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Soldado de Dios se echó a reír ealta voz.
—Su charla es tan almibarada quapuesto a que debe llenarse el buche dsal cada media hora para quitarse de lboca el sabor dulce...
—Es mi don —dijo Truecacuento—. Pero puedo hablar de otros modosno precisamente dulces, cuand
corresponde. Buenas tardes a usted, y su esposa, y a sus hijos, y a su cascristiana.
Truecacuentos caminó hacia eprado del ejido. Las vacas no repararoen él, porque de veras llevaba unprotección, si bien no de la clase qu
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Soldado podría haber reconocidoTruecacuentos se sentó un rato al sopara calentarse los sesos y ver si lvenía algún pensamiento. Pero no diresultado. Casi nunca tenía upensamiento que valiese la pena despué
de mediodía. Como decía el proverbio«Piensa por la mañana, actúa amediodía, come por la tarde, duerme po
a noche.» Ya era demasiado tarde parapensar. Y demasiado temprano paracomer.
Se encaminó hacia el sendero quconducía a la iglesia, que quedabdetrás del prado comunal, sobre uncolina de considerables dimensiones. S
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fuera un verdadero profeta, se dijo, ysabría las cosas. Sabría si me he dquedar aquí un día, una semana o umes. Sabría si Soldado será mi amigocomo espero, o mi enemigo, como temoSabría si su esposa se liberará algún dí
para poder usar sus podereabiertamente. Sabría si he dencontrarme con ese Profeta piel roj
frente a frente.Pero eran tonterías. Esa visión podí
enerla una tea. Había visto hacerl
antes, no pocas veces, y le llenaba despanto, pues sabía que nunca era buenpara un hombre saber demasiado sobro que el futuro le deparaba.
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No, el don que él quería era el de lprofecía. Ver, no las nimiedades de lohombres y mujeres ocultos en sumadrigueras del mundo, sino el graflujo de acontecimientos dirigidos poDios. O por Satán. Truecacuentos no s
refería a uno u otro en particular, pueambos tenían idea clara de lo quplaneaban hacer en el mundo, y por ell
cualquiera de los dos podía saber un pade cosas sobre el futuro. Desde luegosería más agradable escuchar la palabr
de Dios. Las señas del demonio quhabía conocido en su vida, hasta esmomento, habían sido todas dolo-rosascada una a su propio modo.
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La puerta de la iglesia estababierta. Era un día templado, para seotoño, y Truecacuentos entróacompañado por el zumbido de lamoscas. Por dentro, la iglesia era tabonita como por fuera. Sin duda debí
de ser de rito escocés, pero así estabmejor: un sitio luminoso y aireado, coparedes blancas y ventanas de vidrio
coloreados. Hasta los bancos y epulpito eran de madera clara. Lo únicoscuro de todo el recinto era el altar
aturalmente, su atención se dirigihacia él. Y como tenía un don para eseipo de cosas, vio huellas de un contactíquido sobre su superficie.
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Caminó lentamente hacia el altarHacia él, pues tenía que saberlo cocerteza. Lentamente, pues en una iglesicristiana no debía haber esa clase dcosas. Pero al acercarse no le quedarodudas. Era la misma huella que habí
visto en el rostro de ese hombre dDekane que torturó a sus hijos hasta qumurieron y echó la culpa a los piele
rojas. La misma huella que había visten la espada que decapitó a GeorgWashington. Era como una delgad
película de agua inmunda, invisible menos que uno mirara desde ciertángulo y bajo determinada luz. Pero parTruecacuentos siempre era visible: tení
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ojo para eso.Extendió su mano y posó el índic
cuidadosamente sobre la huella máclara.
Tuvo que valerse de todas sufuerzas para dejar el dedo apoyado u
nstante, de tanto que ardía. El brazo lquedó temblando de dolor hasta ehombro.
—Sed bienvenido en la casa de Dio—dijo una voz.
Truecacuentos, chupándose el dedo
quemado, se volvió para mirar de frental hombre que había hablado. Llevaba ehábito que usaban los predicadores drito escocés, que en América se llama
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presbiterianos. —¿No os habréis clavado un
astilla, verdad? —preguntó epredicador.
Habría sido más fácil decir sí, me hclavado una astilla. Pero Truecacuento
sólo contaba las historias en las qucreía.
—Predicador —dijo Truecacuento
—. El diablo ha puesto la mano encimde este altar.
De inmediato, la lúgubre sonrisa de
predicador se desvaneció. —¿Cómo reconocéis la huella dedemonio?
—Es un don de Dios —aseguró e
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Truecacuentos—. Ver.El predicador lo miró de cerca, si
saber si creerle o no. —En ese caso también sabréi
dónde han posado su mano los ángeles.. —Si han intervenido espíritu
celestiales, creo que podría ver suhuellas. Ya he visto señales así conanterioridad.
El predicador se detuvo, como squisiera hacer una pregunta importantpero temiese la respuesta. Luego s
estremeció, el deseo de saber se alejotalmente de él y habló con muchdesprecio.
—Tonterías. Podréis engañar a l
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gente simple, pero yo fui educado englaterra y no me embaucaréis co
discursos sobre poderes ocultos. —Ah —exclamó Truecacuentos—
Sois un hombre instruido... —Y a juzgar por vuestras palabras
ambién lo sois vos —indicó epredicador—. Diría que del sur dnglaterra.
—De la Academia de Artes del LorProtector —repuso Truecacuentos—Me instruyeron como grabador. Puesto
que vos pertenecéis al rito escocés, memo que habréis visto mi obra evuestro libro de la escuela dominicana.
—Jamás reparo en esas cosas —
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señaló el predicador—. Los grabadoson un desperdicio de papel que biepodría emplearse en palabraverdaderas.
A menos que ilustren cosarealmente vistas por el artista, com
representaciones anatómicas. Pero lque el artista concibe en su imaginacióno resulta a mis ojos mejor que lo qu
magino por mí mismo.Truecacuentos siguió el concepto
hasta su raíz.
—¿Y si el artista fuese también uprofeta?El predicador entornó los ojos. —Han concluido los días de lo
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profetas. A igual que ese salvaje pieroja apóstata, borracho y tuerto, todoos que hoy sostienen ser profetas no so
más que charlatanes. Y no dudo que sDios concediera el don de la profecía un solo artista siquiera, pront
endríamos toda una profusión dbocetistas e ilustradores deseando seenidos por profetas, especialmente s
eso puede hacer que se les pague mejorTruecacuentos respondió
suavemente, pero sin dejar pasar l
acusación velada del predicador. —Un hombre que predica la palabrde Dios y percibe un sueldo no debiercriticar a otros que buscan ganarse l
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vida revelando la verdad. —Yo fui ordenado —se defendió e
predicador—. Nadie ordena a loartistas.
Ellos se ordenan solos.Tal como Truecacuentos había
esperado. El predicador se habírefugiado en la autoridad tan prontcomo empezó a temer que sus idea
pudiesen no sostenerse por sí mismasCuando la autoridad se erigía comarbitro, era imposible todo debat
racional. Truecacuentos retornó al temnmediato. —El diablo ha puesto sus mano
encima de este altar —asever
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Truecacuentos—. Al tocar ahí, me hadejado el dedo ardiendo.
—A mí jamás me ha quemado lodedos... —aseguró el predicador.
—Me lo figuro —repusTruecacuentos—. Vos habéis sido
ordenado...Truecacuentos no hizo esfuerzos po
ocultar la sorna en su voz, lo cua
encrespó al predicador. ATruecacuentos no le molestaba que lgente se enfadará con él. Al meno
significaba que lo estaban escuchando, que aunque fuera a medias, creían en él. —Decidme entonces —lo desafió e
predicador—, ya que tenéis una vista ta
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aguda... Decidme si alguna vez hposado su mano sobre este altar umensajero de Dios.
Sin duda, para el predicador srataba de una especie de examen.
Truecacuentos no tenía ni idea d
cuál sería la respuesta que el hombrconsideraría acertada. Pero nmportaba. De todas formas
Truecacuentos habría respondidosinceramente.
—No —dijo.
Fue la respuesta equivocada. Epredicador: sonrió con vanidad. —¿Ah, sí? ¿Podéis asegurar que no?Truecacuentos pensó por un instant
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que tal vez el predicador creyese qusus propias manos clericales habíadejado las marcas de la voluntad dDios.
Pero él no permitiría que lo siguiercreyendo.
—La mayoría de los predicadoreno dejan huellas de luz sobre las cosaque tocan. Sólo unos pocos adquieren l
santidad suficiente.Pero no era en sí mismo en quie
pensaba el predicador.
—Ya habéis dicho lo que teníais qudecir —lo interrumpió el predicador—.Ahora sé que sois un embustero
Fuera de mi iglesia.
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—No soy ningún embustero —replicó Truecacuentos—. Puede ser qume equivoque, pero jamás miento.
—Y yo jamás creo en un hombre qudice que nunca miente.
—Un hombre siempre supone en lo
demás la misma virtud que él mismcree tener —sentenció Truecacuentos.
El rostro del predicador se encendi
de ira. —Fuera de aquí, de lo contrarios echaré por la fuerza.
—Me iré con gusto —repus
Truecacuentos. Se encaminó hacia lpuerta con paso enérgico—. Espero nregresar nunca a una iglesia cuypredicador no se sorprende al saber qu
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Satán ha puesto las manos sobre su altar —No me sorprende porque no l
creo. —Me creéis —afirmTruecacuentos—.
También creéis que un ángel haocado este altar. Ésa es la historia qu
vos creéis cierta. Pero os aseguro quningún ángel podría tocarlo sin dejar unhuella que yo pudiera ver. Y allí yo veo
una sola señal. —¡Mentiroso! Vos mismo sois un
enviado del demonio que intenta ejerce
su necromancia aquí, en la casa de DiosFuera. ¡Atrás! ¡Os conjuro para que omarchéis!
—Creía que los clérigos como vo
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no practicaban conjuros. —¡Largo de aquí! —El predicado
o dijo a voz en grito y con las venas decuello a punto de estallar. Truecacuentose caló el sombrero nuevamente partió. Oyó que la puerta se cerraba d
un golpe a sus espaldas. Caminó por uprado irregular cubierto de hierbamarillenta hasta dar con la senda qu
conducía a la casa de la cual le habíhablado la mujer. La casa donde habíadicho que sería bien recibido.
Truecacuentos no estaba tan segurounca hacía más de tres visitas en umismo lugar. Si al tercer intento no eracogido en ninguna casa, lo mejor er
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rse a otra parte. Esta vez, su primerposta había sido infrecuentementaciaga, y la segunda, peor aún.
Pero su inquietud no provenía de lposibilidad de que le fuese mal. Aunquen este último sitio le besaran los pies
Truecacuentos era reacio a permaneceallí. Estaba en un pueblo tan cristianque su principal poblador no estab
dispuesto a permitir la presencia dpoderes ocultos en su casa. Y sinembargo, el mismo altar de la iglesi
enía las huellas del demonio. Lo peoera el engaño. Los poderes ocultos susaban en las propias narices dSoldado de Dios, y quien lo hacía era l
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persona que más amaba y en la que máconfiaba. Mientras que en la iglesia, epredicador estaba convencido de que ealtar había sido consagrado por Dios no por el diablo. ¿Que podía esperaTruecacuentos de esta región montaños
sino más locura, más engaños? La gentaviesa se mezcla con los de su claseTruecacuentos lo sabía bien por propi
experiencia.La mujer tenía razón: los arroyo
estaban franqueados por puentes. Pero n
siquiera esto era un buen augurioLevantar puentes sobre los ríos era unnecesidad; hacerlo en un arroyo anchouna gentileza para con los viajeros.
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Pero, ¿para qué habrían levantadpuentes tan elaborados sobre vados tapoco profundos que hasta un anciancomo Truecacuentos podía saltar simojarse un pie? Eran puentes sólidosque terminaban bien en tierra firme,
ambos tenían techos de facturcuidadosa. La gente paga dinero poalojarse en hosterías menos firmes
secas que estos puentes, pensTruecacuentos.
Sin duda, esto significaba que l
gente que vivía al otro lado de la sendera al menos tan extraña como los quhasta ahora había conocido. Sería mejoque diera la vuelta. La prudencia l
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exigía regresar.Pero la prudencia no er
precisamente el punto fuerte dTruecacuentos. Eso le había dicho eviejo Ben, años atrás.
—Un buen día entrarás en la mism
boca del infierno, Bill, sólo pardescubrir si el diablo tiene caries en lodientes.
Los puentes debían tener algunrazón, y Truecacuentos pensó que lhistoria podía valer la pena, una ve
recogida en su libro.Después de todo, era menos de ukilómetro. Cuando parecía que esendero estaba a punto de perderse en l
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espesura impenetrable, girabruptamente hacia el norte desembocó en el rincón más bonito quTruecacuentos recordaba haber visitado
i siquiera había visto un sitio así eos plácidos poblados de Nueva Orang
Pensilvania. La casa era grande hermosa, con troncos torneados pardemostrar que su intención era qu
perdurase. Yhabía graneros, corrales, gallinero
cobertizos, lo cual hacía del paraj
casi una aldea en sí mismo. A medimilla se elevaba una columna de humoo que le indicaba que sus suposicione
eran acertadas. Había otra viviend
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cerca, sobre el mismo sendero, muprobablemente la de algún familiarHijos casados, casi seguro, qucultivaban la tierra con el resto de lfamilia para provecho de todos. Eso erbuena cosa, estimó Truecacuentos. S
os hermanos sabían crecer en armonía enerse afecto -suficiente para arar lo
campos del otro, era" buena cosa.
Truecacuentos se encaminóresueltamente hacia la casa. Era mejoanunciarse de una buena vez en lugar d
andarse merodeando y exponerse a quo tomaran a uno por ladrón. Pero en esocasión, en cuanto pensó en dirigirse a casa se sintió extraviado d
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nmediato, incapaz de recordar spropósito.
Era un embrujo tan poderoso qusólo advirtió su influencia cuando yestaba a mitad de la colina, avanzanden dirección a un edificio de piedra qu
se alzaba junto al vado. Se detuvbruscamente, despavorido. Nadie tenípoder suficiente para hacerle dar medi
vuelta sin que pudiera advertir lo qusucedía. Era un sitio tan extraño comos otros dos y no quería tener nada qu
ver con él.Pero cuando trató de regresar por emismo camino que había seguido volvia sucederle la misma cosa. Se encontr
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endo por la colina hacia lconstrucción de piedra.
Nuevamente hizo un alto, y esta vemurmuró:
—Quienquiera que seas, sea cuafuere tu deseo, iré por mi propi
voluntad o no iré.Y de inmediato una brisa lo empujó
por detrás hacia el edificio. Pero sabí
que si quería podría volver atrás. Contra brisa, sí, pero podía hacerlo.
Aquello lo seren
considerablemente. El embrujo questaba actuando sobre él no pretendíesclavizarlo. Y eso, como bien sabíaera una de las señales de un bue
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hechizo. No las cadenas ocultas de uorturador.
El camino giraba un tanto hacia lzquierda, a lo largo del arroyo. Ya
podía darse cuenta de que lconstrucción era un molino, puesto qu
enía un saetín y cerca del flujo del aguse veía el marco de una inmensa ruedaPero en el saetín no caía agua ese día,
supo por qué al acercarse más y mirar ravés de la gigantesca puerta, má
propia de un granero. No era que l
hubieran clausurado durante el inviernounca lo habían usado como molinoLos engranajes estaban en su sitio, perfaltaba la inmensa piedra redonda d
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molino. Toda la estructura de palancas ycantos rodados aguardaba intacta.
Y debía aguardar desde hacía largoiempo. La construcción al menos datab
de unos cinco años atrás, a juzgar poas enredaderas y el musgo que cubría
as paredes. Habría llevado no pocabor construir semejante molino, y si
embargo lo usaban como depósito d
heno.Al otro lado de la gran puerta, un
carreta se mecía a un lado y a otr
mientras dos niños forcejeaban sobre ecargamento de heno. Era una riñamistosa. Obviamente, se trataba de dohermanos, uno de unos doce años, y e
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otro acaso de nueve, y la única razópor la cual el menor no era lanzadfuera de la carreta era porque el mayono podía contener la risa. Desde luegono reparó en Truecacuentos.
Tampoco advirtieron al hombre que
estaba de pie en el borde del altillohorquilla en mano, mirándolos. Aprincipio Truecacuentos pensó que er
una mirada de orgullo, propia de upadre. Pero luego se fijó en la forma eque tomaba la horquilla. Era como un
abalina, lista para ser lanzada. Durantun fugaz instante, Truecacuentos vio loque sucedería: la horquilla arrojadahundiéndose en la carne de uno de lo
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niños, para matarlo sin duda, si no dnmediato, al cabo de poco tiempo, d
gangrena o bien desangrado. Lo quTruecacuentos vio fue un asesinato.
—¡No!—gritó.Corrió desde la puerta hacia l
carreta, mirando al hombre que estaben lo alto.
El hombre hundió la horquilla en e
heno, a su lado, y lanzó el forraje poos aires a la carreta. Los niños cas
quedaron sepultados bajo el heno.
—Os traje aquí para que trabajaraiscachorros, no para que os enzarzarais dese modo. —El hombre sonreía bromeaba. Hizo un guiño
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Truecacuentos.Como si un segundo atrás la muert
no hubiera asomado a sus ojos. —¿Cómo anda, joven amigo? —
preguntó el hombre. —No tan joven —repus
Truecacuentos. Se quitó el sombreropara dejar ver su cabeza rala.
Los niños asomaron por entre l
paja. —¿Por qué nos gritaba, señor? —
preguntó el menor.
—Tuve miedo de que alguien salierastimado —respondió. —Ah, pero si siempre estamo
peleando así —dijo el mayor—. Veng
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esa mano, amigo. Me llamo Alvin, comoPapá. —La sonrisa del pequeño ercontagiosa. Había sido un día de muchsusto y muchas sombras y Truecacuentono halló otra opción que devolver lsonrisa y tomar la mano que se l
ofrecía. Alvin Júnior daba la manocomo un adulto. Era un joven muy fuerteTruecacuentos lo comentó.
—Ah, le ha dado la mano dmantequilla. Cuando se pone a apretafuerte le gusta estrujar la mano del otr
como si fuera una fresa.El menor también le dio la mano. —Tengo siete años, y Al Júnio
iene diez.
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Eran más pequeños que lo quparecía. Ambos tenían ese olor rancio ácido que expelen los niños cuanduegan como potrillos. Pero
Truecacuentos eso no le molestabaQuien lo intrigaba era el padre. ¿Habí
sido un capricho de su imaginación, ese hombre había querido matar a suhijos? ¿Qué hombre podía atacar co
mano asesina a dos pequeños taadorables?
El hombre había dejado la horquill
en el altillo y, tras descender por laescaleras, avanzaba hacia Truecacuentocomo si quisiera abrazarlo.
—Bienvenido, desconocido —l
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saludó—. Soy Alvin Miller, y éstos sonmis hijos menores, Alvin Júnior Calvin.
—Cally —corrigió el menor. —No le gusta como riman nuestro
nombres —explicó Alvin Júnior—
Alvin y Calvin. Ya lo ve, le pusieron unnombre parecido al mío para que llegara ser un ejemplar de hombre tan acabad
como yo. Pero lástima que no diresultado.
Calvin respondió con una mueca d
burla. —Según tengo entendido, él fue eprimer intento, y cuando llegué yo, pofin sabían cómo se hacía...
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—Casi siempre les llamamos Al Cally —explicó el padre.
—Casi siempre nos llamái«cállate» y «largo de aquí» —rectificCally.
Al Júnior le dio un empellón en e
hombro y lo lanzó de cabeza al sueloTras lo cual el padre plantó una de subotas sobre su trasero y lo hiz
atravesar la puerta. Todo en bromaadie se había lastimado. ¿Cómo pud
pensar que estaba a punto de cometers
un asesinato? —¿Trae un mensaje? ¿Una carta? —preguntó Alvin Miller. Ahora que loniños jugaban afuera y se gritaban sobr
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a hierba, los hombres podían cambiaunas palabras.
—No. Lo siento —dijTruecacuentos—. Soy sólo un viajeroUna damisela del pueblo me dijo quaquí podría encontrar sitio donde pasa
a noche. A cambio de cualquier trabajoen que desee emplear mis brazos, poduro que sea.
Alvin Miller sonrió. —Veamos cuánto trabajo son
capaces de hacer esos brazos. —
Extendió un brazo, pero no parestrecharle la mano a modo de saludoAferró a Truecacuentos por el antebrazo apoyó su pie derecho contra el pi
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derecho de Truecacuentos—. ¿Cree qupueda arrojarme al suelo? —preguntAlvin Miller.
—Antes de comenzar —dijTruecacuentos—, dígame si me darámejor cena en caso de que lo arroje,
qué pasará si no lo hago.Alvin Miller echó la cabeza haci
atrás y aulló como un piel roja.
—¿Cuál es su nombre, extraño? —Truecacuentos. —Bueno, señor Truecacuentos
espero que le agrade el sabor del polvopues eso es lo que comerá antes quninguna otra cosa en esta casa.
Truecacuentos sintió que la presió
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sobre su antebrazo se hacía más intensaTenía buenos brazos, pero no como
os de este hombre. Sin embargo, en eforcejeo no todo era cuestión de fuerzaTambién intervenía la astucia, y eso aTruecacuentos no le faltaba. Se dejó
vencer lentamente por el peso de AlviMiller mucho antes de que éste svaliera de todas sus fuerzas. Entonces
de pronto, empujó con toda su energía ea misma dirección en que lo hacía s
contrincante. Por lo general, eso bastab
para derribar al hombre más fuertehaciendo uso de las propias fuerzas deadversario. Pero Alvin Miller estabprevenido, empujó hacia el lado opuest
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arrojó a Truecacuentos tan lejos quéste fue a dar de bruces sobre los cantorodados que formaban la base demolino inconcluso.
No había habido la menor malicia eello, sino el puro placer de la contienda
Apenas Truecacuentos puso pie eierra, ya estaba Miller a su lad
ayudándolo, preguntándole si se habí
roto algo. —Me alegro de que todavía no hay
puesto la piedra de molino en su sitio
—dijo Truecacuentos—, pues dotro modo tendría que meterme los sesode nuevo en la cabeza.
—¿Qué? Está en el territorio de
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Wobbish, hombre. ¡Aquí no se necesitansesos!
—Pues bien. Me ha vencido. ¿Essignifica que no me he ganado la cama a comida?
—¿Ganado? Claro que no se lo h
ganado. —Pero su sonrisa desmentía lseveridad de sus palabras—. No, no, squiere puede trabajar, que a un hombr
e agrada sentir que paga por lo qurecibe. Pero, la verdad... le permitiríquedarse aun cuando tuviera las do
piernas rotas y no pudiera ayudar ucomino. Tenemos una cama para ustedal otro lado de la cocina, y apuesto diecontra uno a que los niños ya ha
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avisado a Fe para que ponga otro plato a mesa esta noche.
—Es usted muy amable, señor. —Qué va —repuso Alvin Miller—
¿Seguro que no se ha roto nada? Vaya, scayó justo sobre las piedras...
—En ese caso debería revisar lapiedras para cerciorarse de que no shaya roto ninguna, señor.
Alvin volvió a reír, le palmeó lespalda y lo condujo rumbo a la casa.
Y qué casa... En el mismo infierno
no podría haber más gritos y aullidosMiller trató de presentarle a su familiaLas cuatro niñas mayores eran sus hijasque se afanaban en un sinfín de labore
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distintas mientras discutíaseparadamente con cada una de suhermanas a viva voz, de altercado ealtercado a medida que el trabajo lalevaba de una sala a otra. E
pequeñuelo que lloraba era un nieto
como también lo eran los cinco mocosoque jugaban a la cacería debajo de lmesa del comedor. La madre, Fe
parecía no prestar atención a lo que lrodeaba mientras trabajaba en la cocinaOcasionalmente lanzaba algún moquet
al niño que pasaba más cerca de ellapero, si no, proseguía su tarea sin qunada la interrumpiera... o su constantretahíla de órdenes, amenazas, retos
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quejas. —¿Cómo consigue no volverse loc
en medio de semejante desquicio? —lpreguntó Truecacuentos.
—¿No volverme loca? —respondiella con acritud—. ¿Cree que si todaví
estuviera cuerda podría hacer frente odo esto?
Miller lo condujo a su habitación
Así la llamó. «Su habitación, mientraguste quedarse.» Tenía una gran cama yuna almohada de plumas, y frazada
ambién. Y la mitad de una de laparedes daba a la chimenea, de modque era un sitio cálido. En toda sravesía, nadie había ofrecido
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Truecacuentos una cama como ésa. —Prométame que su nombre no e
Procusto en realidad... —dijo.Miller no comprendió la alusión
pero no fue problema, pues vio lexpresión del rostro de Truecacuentos
Sin duda, no era la primera vez que veíesa expresión.
—No damos a nuestros huéspedes l
peor habitación, Truecacuentos, sino lmejor. Y no se hable más del asunto.
—Entonces mañana deber
permitirme que trabaje para usted... —Ah, si es bueno con las manoshay mucho que hacer. Y si no le davergüenza hacer labores de mujeres, m
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esposa podría aprovechar su ayuda.Veremos mañana. —Alvin Miller se
marchó de la habitación y cerró lpuerta tras de sí.
El ruido de la casa apenas quedabamortiguado por la puerta cerrada, per
no era música que molestase Truecacuentos. Era media tarde, pero nopudo evitarlo: se libró de sus bultos, s
quitó las botas y se tendió sobre ecolchón.
Oyó el ruido de la paja, pero sobr
a paja había un colchón de plumas quhacía de la cama algo suave y mullidoY la paja era fresca, y de las solerapendían hierbas secas que olían
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omillo y romero. ¿Alguna vez dormí euna cama tan cómoda en Filadelfia? ¿Oantes aun, en Inglaterra? No desde qudejé el vientre de mi madre, pensó.
En esa casa no había nadvergonzoso en el uso de poderes: en l
puerta, a ojos vista, habían pintado uconjuro. Él supo reconocer el dibujoera un conjuro pacificador, concebido
para alejar toda violencia del alma qudurmiera en esa casa. No era un conjurde advertencia, ni de defensa. Ni estab
hecho para proteger la casa del huéspedni al huésped de la casa. Era para dacomodidad, así de simple. Y estabaperfecta y exquisitamente dibujado co
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as proporciones debidas. No era fácirazar con exactitud un conjuro hecho dreses. Truecacuentos no podía recorda
haber visto otro tan perfecto.Por ello no le sorprendió que, a
enderse en la cama, sus músculo
comenzaran a desanudarse, como si esecho y esa habitación pudieran diluir e
cansancio de veinticinco años d
peregrinaje. Pensó que sería bueno qusu tumba fuese tan cómoda como escama.
Cuando Alvin Júnior lo sacudió pardespertarlo, la casa olía a salvia y pimienta, y a carne humeante.
—Tiene el tiempo justo para ir a
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excusado, lavarse y venir a comer —dijo el niño.
—Debo de haberme quedaddormido —aventuró Truecacuentos.
—Para eso hice el conjuro —respondió el pequeño—. Funciona bien
¿verdad? —Y luego salió de la habitación.Casi de inmediato, Truecacuento
oyó a una de las niñas lanzar unretahíla de espeluznantes amenazas aniño. La riña prosiguió a todo volume
mientras Truecacuentos se dirigía aexcusado, y cuando regresó todavíseguían peleando. Pero esta veTruecacuentos creyó advertir que s
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rataba de una hermana distinta. —Juro que esta noche, Al Júnior, t
coseré un zorrillo a la planta de los pies —La distancia le impidió escucha
a réplica del niño, que provocó otrexabrupto. No era la primera vez qu
Truecacuentos oía gritos. A veces deamor, otras de odio. Cuando eran dodio, se marchaba tan pronto como se l
permitían sus piernas. Pero en esta caspodía quedarse.
Con las manos y el rostro limpio, F
e permitió que llevara a la mesa lahogazas de pan, «siempre y cuando npermita que el pan toque esa camisnmunda que lleva puesta». Y luego
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Truecacuentos ocupó su lugar en lhilera, plato en mano, y toda la familise dirigió a la cocina en tropel emergió con buena parte de un cerdrepartido entre todos sus miembros.
Fue Fe y no Miller quien ordenó
una de las niñas que rezara, Truecacuentos notó que Miller nsiquiera cerraba los ojos, aunque todo
os niños inclinaron la cabeza y unierosus manos. Era como si tolerara loración pero no la alentara. Sin tene
que preguntar, Truecacuentos supo quAlvin Miller y el predicador de aquellbonita iglesia blanca no debían dlevarse muy bien. Truecacuentos s
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figuró que Alvin Miller podría apreciauno de los proverbios de su libro: «Ascomo la oruga escoge las hojas mádistantes para poner sus huevos, esacerdote arroja su maldición sobre lasatisfacciones más justas.»
Para sorpresa de Truecacuentos, a lhora de comer la casa fue un paraíso.
Cada niño informó en su momento d
o que había hecho ese día y todoescucharon, a veces aderezando el relatcon alabanzas o consejos.
Finalmente, cuando el guisaddesapareció y Truecacuentos limpiabos últimos restos de su plato con un
rebanada de pan, Miller se volvió a él
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como si fuera uno más de la familia. —¿Y su día, Truecacuentos?
¿Estuvo bien empleado? —Anduve unas millas antes d
mediodía y trepé a un árbol —dijTruecacuentos—. Vi un campanario, que
me condujo a un pueblo. Allí un hombrcristiano temió mis poderes ocultos, sbien no vio ninguno de ellos, y lo mism
hizo un predicador, si bien dijo no creeque los tuviera. Pero yo andabbuscando una cama y algo que comer,
a oportunidad de trabajar para retribuipor ellos, y una mujer me dijo que loque vivían al final de cierta senda dcarretas me acogerían.
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—Ésa debió ser nuestra hija Eleano—comentó Fe.
—Sí —asintió Truecacuentos—Ahora veo que tiene los ojos de smadre, que siempre están serenos pomucho que suceda a su alrededor.
—No, amigo —contradijo Fe—. Eque estos ojos han visto tales épocas qudesde entonces no ha sido fáci
alarmarme. —Espero que antes de marcharm
me permita escuchar el relato de esa
épocas —pidió Truecacuentos.Fe apartó la mirada mientradepositaba sobré el pan de su nieto otronja de queso.
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Truecacuentos prosiguió con lnarración de su día, sin embargo, sintención de que la mujer se diera cuent
de que él podía haberse incomodado pono obtener respuesta.
—Esa senda de carretas era de l
más extraña —explicó—. Había puentecubiertos sobre vados que hasta un niñpodría cruzar, y un hombre, saltar d
orilla a orilla. Espero poder oír lhistoria de esos puentes antes dmarcharme.
Una vez más, nadie enfrentó smirada. —Y cuando salí de la espesura
encontré un molino sin rueda, y do
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niños luchando en una carreta, y umolinero que me dio el peor empujón dmi vida, y una familia que me acogió me ofreció la mejor habitación de lcasa a pesar de que yo era udesconocido y de que no sabían si y
era bueno o malo. —Por supuesto, usted es bueno... —
concedió Al Júnior.
—¿No le molesta que pregunte? Hencontrado mucha gente hospitalaria emi vida y he estado en muchos hogare
felices, pero en ninguno tanto como éste en ninguno donde se alegraran tanto denerme.
Todos permanecieron inmóviles
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Finalmente, Fe levantó la cabeza y lsonrió.
—Me satisface que nos encuentrfelices —aseguró—. Pero todorecordamos también otras épocas, y tavez nuestra actual felicidad sea má
dulce por el recuerdo del dolor. —¿Pero por qué han aceptado a u
hombre como yo?
Miller fue quien respondió. —Porque una vez también fuimo
desconocidos, y una buena gente no
recibió. —En una época viví en Filadelfia, quisiera preguntar si sois de la Sociedade Amigos.
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Fe sacudió la cabeza. —Yo soy presbiteriana. Al igual que
muchos de mis hijos.Truecacuentos miró a Miller. —Yo no soy nada—respondió. —Ser cristiano no es no ser nada —
acotó Truecacuentos. —Pero tampoco soy cristiano. —Ah, deísta entonces, como Tom
Jefferson. —Los niños murmuraron aescuchar el nombre del procer.
—Truecacuentos, soy un padre qu
ama a sus hijos, un esposo que ama a smujer, un granjero que paga sus deudas un molinero sin rueda de molino.
—Luego el hombre se levantó de l
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mesa y se alejó. Escucharon que scerraba una puerta. Se había ido afuera.
Truecacuentos se dirigió a la mujer. —Ay, señora, me temo que
amentará mi llegada a esta casa... —Usted hace demasiada
preguntas... —Le he dicho mi nombre, y m
nombre es mi ocupación. Cada vez qu
percibo una historia, una historia dverdad, una historia que interesa, sientavidez de ella. Y si la escucho y la creo
a recuerdo para siempre y la vuelvo contar dondequiera que esté. —¿Así se gana la vida? —pregunt
una de las niñas.
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—Me gano la vida ayudando reparar vagones y a cavar zanjas y hilar y a cualquier otra cosa que hayque hacer. Pero la misión de mi vida econtar cuentos, y los voy trocando unpor uno. Tal vez en este momento
penséis que no deseáis contarme ningunde vuestras historias, y conmigo no haproblema, pues jamás tomé una histori
que no me contaran voluntariamente. Nsoy ningún ladrón. Pero ya veis, hconseguido un relato: lo que hoy m
sucedió. La gente más amable y la casmás cómoda entre el Mizzipy y el Alph. —¿Dónde queda el Alph? ¿Es u
río? —preguntó Cally.
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—¿Qué? ¿Queréis una historia? —preguntó Truecacuentos.
Sí, clamaron los niños. —Pero no sobre el río Alph —
advirtió Al Júnior—. Ese sitio no existeTruecacuentos lo miró con genuin
sorpresa. —¿Cómo lo sabes? ¿Has leído l
colección de Lord Byron sobre la poesí
de Coleridge?Al Júnior miró a los demás
desorientado.
—No tenemos muchos libros poaquí—señaló Fe—. El predicador les decciones sobre la Biblia para qu
puedan aprender a leer.
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—¿En ese caso, cómo supiste que erío Alph no existe?
Al Júnior frunció el rostro, como sdijera: «No me pregunte cosas cuyrespuesta ni yo mismo sé.»
—Quiero una historia sobr
Jefferson. Usted dijo su nombre como so conociera.
—Oh, lo conocí. Y a Tom Paine, y a
Patrick Henry, antes de que lo colgaran vi la espada que decapitó a Georg
Washington. Hasta vi al rey Roberto II
antes de que los franceses hundieran snave en un mal viaje y lo enviaran afondo del mar.
—Donde siempre debió habe
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estado —murmuró Fe. —Si no más hondo todavía —agreg
una de las niñas mayores. —A eso diré amén. En lo
Apalaches dicen que tenía tanta sangren las manos que hasta sus hueso
estaban teñidos, y que ningún pez quishincar un diente en ellos.
Los niños se echaron a reír.
—Más aún que Tom Jefferson —añadió Al Júnior—, quisiera un cuentosobre el más grande mago americano
Seguro que usted conoció a BeFranklin. Nuevamente, el pequeño l
sorprendió. ¿Cómo podía saber que, d
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odas sus historias, las que más lagradaba contar eran las de BeFranklin?
—¿Si lo conocí? Hum... un poco —contestó Truecacuentos, sabiendo que esu forma de decirlo prometía todas la
historias que ellos pudieran desear—Viví con él sólo unos seis años, y todaas noches pasaba ocho horas sin estar
su lado, conque no creo que pueddeciros gran cosa...
Al Júnior se inclinó sobre la mesa
con los ojos brillantes y sin pestañear. —¿De veras fue un hacedor? —Ay, ay, cada historia a su tiempo
—requirió Truecacuentos—. Mientra
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vuestro padre y vuestra madre quieraenerme por aquí, y mientras crean qu
puedo ser útil, me quedaré, y os contarhistorias día y noche.
—Comenzando por Ben Franklin —nsistió Alvin—. ¿Es cierto que sabí
arrancar rayos del cielo?
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Capítulo 10
VISIONES
Alvin Júnior despertó de lpesadilla empapado de sudor. Era ta
real que jadeaba como si hubiesntentado escapar. Pero no se trataba dninguna fuga, lo sabía bien.
Se recostó con los ojos cerrados
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durante largo rato temió volver abrirlos.
Sabía que cuando lo hiciera, lpesadilla seguiría allí. Largo tiempatrás, cuando aún era pequeño, solígritar cada vez que tenía pesadillas
Pero cuando trataba de explicarlas Papá y Mamá, siempre le respondían lmismo:
—Pero hijo, si eso no es nada¿Cómo puedes asustarte tanto por nada—Eso le enseñó a contenerse para n
lorar cuando lo acosaban los sueñopavorosos.Abrió los ojos y la pesadilla s
replegó a los rincones de la habitación
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donde no estaba obligado a tener quverla de frente. Bien. Quédate ahí déjame en paz, dijo para sus adentros.
Entonces comprendió que ya era ddía y que Mamá había sacado lopantalones de paño negro, la chaqueta
una camisa limpia. Era la ropa para lsalida dominical. Casi prefería retornaa la pesadilla antes que despertar par
hacer frente a la realidad.Alvin Júnior odiaba los domingo
por la mañana. Odiaba tener qu
emperifollarse: no podía tirarse asuelo, ni ponerse de rodillas sobre lhierba, ni siquiera inclinarse sin hacealgún desaguisado, tras lo cual venía l
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filípica de Mamá acerca de que no sabírespetar el día del Señor.
Odiaba tener que andar de puntillapor toda la casa durante la mañana, odo porque era Sabbath, y en Sabbat
no había que hacer ruido ni jugar. Y lo
que más aborrecía de todo era tener qusentarse en un banco duro allí delante dodos y que el reverendo Thrower l
mirara a los ojos mientras predicabsobre las llamas del infierno quaguardaban a los impíos qu
despreciaban la religión verdadera depositaban su fe en el vulnerablentendimiento humano. Lo mismo caddomingo...
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Pero en realidad no era que Alvidespreciara la religión. Sóldespreciaba al reverendo ThrowerAhora que la cosecha había terminadoenía que soportar todas esas horas d
clase... Alvin Júnior leía bien y cas
siempre obtenía buenas notas en lasumas. Pero eso no bastaba a ThrowerTambién tenía que enseñarle religión
Los demás niños —los suecos, loholandeses que venían del curso alto derío, los escoceses y los ingleses qu
venían desde aguas abajo— sólrecibían una zurra cuando se poníansolentes o cuando hacían mal la
cuentas. Pero Thrower descargaba s
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vara contra Alvin Júnior a la menoocasión, tal como parecía, y no porquno aprendiera su lección, sino siemprpor religión.
Desde luego, había algo que nayudaba mucho, y era que, en lo
momentos más inoportunos, la Bibliresultaba algo de lo más cómico parAlvin. Eso es lo que le había dich
Mesura aquella vez que Alvin se escapóde la escuela y se escondió en casa dDavid hasta que Mesura dio con él a l
hora de cenar. —No te ganarías tantos azotes si ne echaras a reír cuando lee la Biblia.
Pero era divertido. Cuando Jonata
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arrojó todas esas flechas al cielo y erróCuando Jeroboam no disparó por s
ventana las flechas suficientes. Cuandel Faraón inventaba triquiñuelas parmpedir que los israelitas partieran.
Cuando Sansón fue tan imbécil qu
e contó su secreto a Dalila, y eso quella ya lo había traicionado dos veces.
—¿Cómo se puede contener la risa?
—Piensa en las ampollas que taparecerán en el trasero —dijo Mesur—. Eso debería bastar para borrarte l
sonrisa del rostro. —Pero sólo me acuerdo de escuando acabo de reírme...
—En ese caso, probablemente n
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puedas sentarte en una silla hasta loquince años, porque Mamá nunca dejarque faltes a clase y el reverendThrower nunca aflojará las riendacontigo, y no podrás esconderteternamente en casa de David.
—¿Por qué no? —Porque esconderse del enemigo e
o mismo que dejarlo vencer.
Mesura no iba a protegerlo. Tuvoque regresar y hacer frente a la paliza dPapá, además, por haberlos asustado
odos con una desaparición taprolongada. Pero, aun así, Mesura lhabía ayudado. Para él era un alivisaber que había alguien más dispuesto
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reconocer que Thrower era su enemigoTodos los demás lo tenían harto con lomaravilloso, educado y cristiano que erThrower, y con lo amable que era adejar que los niños abrevaran en smanantial de sabiduría. Tanto lo
hartaban que a Alvin le daba ganas dvomitar.
Si bien Alvin ya había aprendido
controlar sus estallidos de risa durantas clases y recibía menos azotes, nade obligaba a tantos esfuerzos como lo
domingos, porque tenía que estarse allsentado, sobre aquel duro bancoescuchando a Thrower, la mitad de laveces a punto de partirse de risa y l
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otra mitad conteniendo las ganas dponerse en pie y gritar: «Es la cosa máestúpida que he oído decir a una personmayor.» Hasta tenía la impresión quPapá no lo zurraría mucho por decirleso a Thrower, puesto que Papá no tení
al reverendo lo que se dice en upedestal. Pero Mamá... jamás lperdonaría por blasfemar en la casa de
Señor.Decidió que los domingos por l
mañana habían sido creados para qu
os pecadores tuvieran una muestra deprimer día de la eternidad en el infiernoProbablemente Mamá ni siquier
permitiría que Truecacuentos contara l
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más mínima historia que no estuviese ea Biblia. Y considerando que
Truecacuentos jamás contaba historiade la Biblia, Alvin Júnior aventuró qunada bueno sucedería ese día.
La voz de Mamá tronó por la
escaleras. —Alvin Júnior, estoy tan harta
cansada de que tardes tres horas e
vestirte los domingos por la mañana questoy a punto de llevarte desnudo a lglesia.
—¡No estoy desnudo! —replicAlvin a gritos. Pero, dado que todavílevaba puesto el camisón
probablemente eso fuese peor que esta
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desnudo. Se quitó la ropa de dormir, lcolgó de una percha y comenzó vestirse a toda prisa.
Tenía gracia. Cualquier otro día sóldebía extender la mano sin pensar y allaparecía la prenda que necesitaba
Camisa, pantalones, calcetines, zapatos.Siempre a mano, cada vez que lo
necesitaba. Pero los domingos por l
mañana parecía que la ropa sescabullía de entre sus dedos. Buscaba camisa y aparecían los pantalones
Buscaba un calcetín y venía un zapatouna y otra vez. Era como si las ropas nquisieran estar sobre su cuerpo, iguaque él no deseaba que estuvieran.
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De modo que cuando Mamá abrió lpuerta de golpe, no era totalmente culpde Alvin si todavía no se había puestoos pantalones.
—¡Te has perdido el desayunoTodavía estás a medio vestir! Si cree
que por tu culpa toda la familia habrá dpresentarse tarde a la iglesia, más vale.
—...que vayas pensando otra cosa—
dijo Alvin. No era culpa suya si ella siempr
decía lo mismo. Pero se enfureció co
él, como si todavía tuviera que hacersel sorprendido al escucharla decir lmisma cantinela por vigésima vez desdel verano. Ay, ya estaba por darle una
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buena zurra o llamar a Papá para que éo hiciera, lo cual era peor. Pero
entonces Truecacuentos apareció parsalvarlo.
—Mi buena Fe —intervinTruecacuentos—. Si usted quisier
seguir adelante con los demás, msentiría muy feliz de ocuparme de que éfuera a la iglesia.
Apenas habló Truecacuentos, Mamse dio la vuelta e intentó ocultar lfuriosa que estaba. Y Alvin no perdió la
oportunidad de hacer un conjuro parcalmarla. Con la mano derecha, para quno lo viese, pues si llegaba a verlhaciendo un conjuro sobre ella l
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partiría el brazo, y en esa amenaza Alvicreía de verdad. Los conjuros parcalmar no actúan tan bien sin tocar a lpersona, pero esta vez funcionó por todel afán que ella ponía en parecer serendelante de Truecacuentos.
—No quiero causarle ningunmolestia —se excusó Mamá.
—No es molestia, mi buena Fe —
aseguró Truecacuentos—. Es pococomparado con todas las gentilezas quusted tiene para conmigo.
—¡Poco! —El tono áspero ya cashabía desaparecido de su voz—. Mesposo dice que usté hace el trabajo ddos hombres. Y cuando cuenta su
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cuentos a los pequeños, esta casa estmás tranquila que... que nunca, si mpongo a pensarlo. —Se volvió haciAlvin, pero esta vez con ira más fingidque auténtica—. ¿Harás lo que te digTruecacuentos e irás a la iglesia rápido
como el rayo?... —Sí, Mamá —repuso Alvin Júnio
—. Todo lo rápido que pueda.
—Muy bien entonces. GraciasTruecacuentos. Si puede hacer que estniño le obedezca, es más de lo que nadi
ha podido conseguir desde que aprendia hablar. —Es un verdadero bribón —afirm
Mary, desde el pasillo.
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—Y tú cierra la boca, Mary —ordenó Mamá—, o te meteré el labio ea nariz y lo atascaré allí par
mantenerlo bien cerrado.Alvin suspiró aliviado. Cuand
Mamá formulaba amenazas imposible
era que ya no estaba tan enojada. Maralzó la nariz, ofendida, y desaparecidel corredor, pero Alvin ni siquiera
pensó en ella. Sonrió a Truecacuentos el hombre le devolvió la sonrisa.
—Veo que te cuesta vestirse para i
a la iglesia, ¿eh, hijo? —Preferiría untarme de manteca caminar entre una horda de osohambrientos —repuso Alvin Júnior.
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—Son más los que sobreviven a laglesias que a los encuentros con osos...
—No lo creo. No tardó en vestirse. Pero pud
persuadir a Truecacuentos de quomaran por el atajo, lo cual significab
caminar por entre el bosque, sobre lcolina que asomaba detrás de la casa, eugar de ir por el camino. Como afuer
hacía frío, no había llovido en variodías y no estaba por nevar, no habríbarro y probablemente Mamá nunca s
enterase. Y nada que Mamá no supierapodía hacerle daño. —He notado —comentab
Truecacuentos mientras ascendían l
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adera cubierta de hojarasca— que tpadre no va a la iglesia con tu madreCally y tus hermanas.
—No va a esa iglesia. Dice que ereverendo Thrower lo que tiene dreverendo lo tiene de imbécil. Claro qu
no lo dice cuando Mamá puede oírle. —Me lo figuro —respondi
Truecacuentos.
Se detuvieron en lo alto de la colin miraron el valle abierto hacia lglesia.
La propia colina sobre la que serigía la iglesia impedía que se viera epueblo de Vigor. La escarchcomenzaba a derretirse sobre la pard
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hierba del otoño; la iglesia parecía seo mas blanco en un mundo de blancur el sol refulgía sobre ella como si fues
otro astro.Alvin veía las carretas que llegaba
al lugar y los caballos que eran atados
os postes. Si se apresuraban, acasestarían en sus asientos antes de que ereverendo Thrower comenzara el salmo
Pero Truecacuentos no descendiópor la colina. Se sentó sobre un tocón comenzó a recitar un poema. Alvin lo
escuchó inmóvil, pues por lo general lopoemas de Truecacuentos solían seespecialmente bellos.
Fueron mis pasos al Jardín de
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mor y vi allí lo que jamás antes viera
en la hierba de mis juegos más tiernos
una capilla vestida de nieblas.
Y en la capilla, las puerta
cerradas; sobre ellas escrita una
condena. Me volví entonces al Jardín
de Amor, al jardín de las dulces flores
rescas.
Y vi que estaba sembrado de tumba
lápidas donde hubo flores frescasmientras clérigos en procesión sombría
cercenaban mis gozos y quimeras.
Vaya, Truecacuentos tenía un don, aver si no, pues cuando recitaba, emundo mismo cambiaba ante los ojos dAlvin. Los valles y árboles parecían e
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grito más estruendoso de la primaveravivida en su verde dorado y en sus diemil capullos, y la nívea capilla en lniebla ya no brillaba, no. En su lugarhuesos viejos y polvorientos, blancocomo la tiza.
—Cercenando mis gozos quimeras... —repitió Alvin—. Veo queno haces buenas migas con la religión.
—En cada aliento respiro religió—dijo Truecacuentos—. Anhelovisiones, busco las huellas de la man
de Dios. Pero, en este mundo, antes vehuellas de otra mano. Es un hilo de babbrillante que me quema al tocarlo.
Dios nos tiene medio olvidados e
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estos días, Al, pero al parecer Satán noeme hundirse en la ciénaga con l
humanidad. —Thrower dice que su iglesia es l
casa de Dios...Y Truecacuentos permaneció
sentado, sin articular palabra durantargo rato.
Finalmente, Alvin se lo preguntó si
rodeos: —Dime, ¿alguna vez has visto seña
del diablo en esa iglesia?
En los días que Truecacuentolevaba con ellos, Alvin había notadoque el hombre nunca mentíexactamente. Pero cuando no quería da
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a respuesta verdadera, recitaba upoema. Esa vez lo hizo.
Oh, Rosa, enferma estás. L
nvisible larva que vuela en la noche
en la vil ráfaga, ha hallado tu lecho d
dicha escarlata y su amor perverso co
u vida acaba.
Las respuestas enrevesadampacientaban a Alvin.
—Para escuchar algo que ncomprendo me basta con leer a Isaías...
—Ah, niño, que me compares con e
más grande de los profetas suena música celestial en mis oídos. —No veo de qué sirve ser tan gra
profeta si nadie entiende lo que dices...
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—O tal vez lo que quiso es quodos fuéramos profetas.
—No me gustan los profetas —aseguró Alvin—. En mi opinión, acabaodos tan muertos como el que más. —
Era algo que había oído decir a s
padre. —Todos acaban muriendo—dijo
Truecacuentos—. Pero alguno
sobreviven en sus palabras. —Las palabras nunca son lo qu
deben ser —repuso el niño—. Per
cuando hago una cosa, es la cosa que hhecho. Como cuando hago una cesta: euna cesta. Cuando se rompe, es una cestrota. Pero cuando digo palabras, puede
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mezclarse y confundirse. Thrower puedomar mis propias palabras y darles l
vuelta y hacer que digan lo contrario. —Piénsalo de otro modo, Alvin
Cuando haces una cesta, no puede semás que una cesta. Pero cuando dice
palabras, pueden ser repetidas una y otrvez y llenar los corazones de lohombres a miles de kilómetros del siti
donde las pronunciaste. Las palabras tavez magnifiquen, pero las cosas jamáson más que lo que son.
Alvin trató de imaginarlo y, mientraTruecacuentos lo decía, la imagen cobróvida en su mente. Palabras, invisiblecomo el aire, que salían de la boca d
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Truecacuentos y se transmitían dpersona a persona. Creciendo creciendo, pero siempre invisibles.
Entonces, de pronto, la visiócambió. Vio que las palabras salían da boca del predicador como un temblo
en el aire, se dispersaban, se introducíaen todas las cosas... y entoncesnesperadamente la imagen se convirti
en su pesadilla, en ese sueño atroz quo acosaba, dormido o despierto, y que atravesaba el corazón hasta hacerl
desear la muerte. El mundo se colmabde una nada invisible y temblorosa quse introducía en todas partes descomponía todo lo que existía. Alvi
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a veía rodar hacia él como una inmensbola cada vez más grande. Habíaprendido de las otras veces queaunque apretara los puños, la nada sescurriría entre ellos y, aunque cerrara boca y los ojos, se comprimirí
contra su rostro y se filtraría por su nari por sus oídos...
Truecacuentos lo sacudió. Co
fuerza. Alvin abrió los ojos. El airrémulo se retiró hacia los confines d
su vista. Allí era donde Alvin lo veía
casi siempre, al acecho, apenas fuera dsu ángulo de visión, alerta como uncomadreja, dispuesto a invadir terrenapenas volviera la cabeza.
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—¿Qué te ha sucedido, niño? —preguntó Truecacuentos. El temoasomaba en su rostro.
—Nada —respondió Alvin. —No digas «nada» —repus
Truecacuentos—. De pronto he visto qu
el miedo se apoderaba de ti, como sestuvieras ante una terrible visión.
—No era una visión —dijo Alvin—
Una vez tuve una visión, y por eso lo sé —¿Eh? ¿Y cómo fue esa visión? —Un Hombre Refulgente —confes
Alvin—. Jamás se lo he contado a nadie no pienso empezar ahora.Truecacuentos no insistió. —¿Y ahora, qué has visto? Si no er
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una visión... pues bien, ¿qué era? —Nada. —Era una respuest
verdadera, pero también sabía que nera ninguna respuesta. Pero no querídecirlo. Cuando lo contaba a otrossiempre recibía burlas por armar tant
escándalo por nada.Pero Truecacuentos no pensab
dejarle eludir su pregunta.
—He aguardado largo tiempo lhora de tener una visión verdadera. Y túAl Júnior, has visto una a plena luz de
día, con los ojos bien abiertos. Havisto algo tan terrible que te ha dejadsin aliento, y ahora me dirás qué fue.
—Ya te lo he dicho. ¡Nada! —Y
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uego, en voz más baja—: Es nada, perpuedo verlo. El aire se pone turbulentpor donde pasa...
—Es nada, pero no es invisible... —Se filtra en todas las cosas. S
ntroduce en las rendijas más pequeñas
o deshace todo. Se agita sin parar hastque no queda más que polvo, y lueghace temblar el polvo, y yo trato d
mpedirlo, pero cada vez se vuelve mágrande y echa a rodar por encima dodas las cosas, hasta que parece llena
el cielo y la tierra por entero. —Alvino podía controlarse. Estaba temblandde frío, aun cuando estaba abrigadcomo un oso.
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—¿Cuántas veces has visto estantes?
—Desde que tengo memoria. Se maparece cada tanto. La mayoría de laveces pienso en otra cosa y se retira.
—¿Adonde?
—Se retira. Se aleja de mi vista. —Alvin se puso de rodillas y finalmente ssentó, exhausto. Se sentó sobre e
césped húmedo con sus pantalones dos domingos, pero ni siquiera reparó e
ello—. Cuando hablaste de extenders
más y más vino a mi mente otra vez. —Cuando un sueño vuelve sin cesaes que intenta decirte la verdad —dijTruecacuentos.
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El anciano estaba tan excitado con easunto que Alvin se preguntó srealmente habría comprendido lpavoroso que era.
—Esto no es una de tus historiasTruecacuentos.
—Lo será —repuso—en cuantogre comprenderla.
Truecacuentos se sentó a su lado
pensó en silencio durante una eternidad.Alvin estaba a su lado, retorciend
a hierba entre sus dedos. Pero no tard
en impacientarse. —Quizá no puedas comprendenada. Tal vez sea una locura propia demí. Tal vez me hayan hechizado...
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—Vale —comenzó Truecacuentossin siquiera pensar en lo que Alviacababa de decir—. He pensado en usignificado. Déjame que te lo cuente, ver si creemos en él.
A Alvin no le gustaba que lo
gnoraran. —O quizá seas tú el hechizado
¿Alguna vez lo has pensado
Truecacuentos?Truecacuentos apartó las dudas d
Alvin de un manotazo.
—Todo el universo es un sueño dea mente de Dios, y mientras duermecree en él y las cosas siguen siendreales. Lo que tú ves es que Dio
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comienza a despertar, y su vigilia sfiltra por entre el sueño, deshace euniverso, hasta que finalmente se sientase frota los ojos, y dice: «Caracolesqué sueño.
Ojalá pudiera recordar qué era»,
en ese momento todos desaparecemos. —Miró a Alvin con ansiedad—
¿Qué te parece?
—Si tú crees eso, Truecacuentoseres tonto de remate, como dice Soldadde Dios.
—Aja, conque eso dice... —Dpronto, Truecacuentos tomó la muñecde Alvin de un zarpazo. Alvin sesorprendió tanto que dejó caer lo qu
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enía en la mano—. ¡No! Recógelo. Miro que estabas haciendo...
—Sólo jugueteaba, por todos locielos.
Truecacuentos extendió su mano recogió lo que Alvin había dejado caer
Era una cestilla diminuta, de menos duna pulgada de ancho, hecha de briznade hierbas.
—Acabas de hacer esto. —Supongo que sí —concedió Alvin —¿Por qué lo has hecho?
—Lo hice, eso es todo. —¿Ni siquiera pensabas en lo quhacías?
—Bueno, a decir verdad, com
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canastilla no vale gran cosa. Solíhacérselas a Cally. De niño las llamabcestas para bichos. Se deshacen cofacilidad.
—Tuviste una visión de la nada uego hiciste algo.
Alvin miró la cestilla. —Supongo que sí. —¿Siempre naces esto?
—Alvin pensó en las otras veceque había visto temblar el aire.
—Siempre estoy haciendo cosas —
dijo—. No tiene significado. —Pero ne sientes bien nuevamente hasta quhaces algo. Cuando se te presenta lvisión de la nada, no logras serenart
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hasta haber creado algo. —Bueno, tal vez trabajando m
ranquilice... —Pero no se trata de trabajar
¿verdad, niño? No creo que te serencortar leña. Ni recoger huevos, n
bombear agua, ni cortar heno. Nada deso te devuelve la paz.
Ahora Alvin comenzaba a ver l
dea que había desarrolladTruecacuentos.
Era cierto, por lo que podí
recordar. Solía despertar de supesadillas por la noche y no podía dejade dar vueltas hasta haber tejido algo, armado una muñeca para las sobrinita
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con vainas de maíz o construido algúalmiar. Lo mismo cuando la visión loperseguía de día: no podía hacer bieningún quehacer hasta crear algo que nexistiera antes, aunque no fuera más quuna pila de piedras o parte de un mur
de adoquines. —Es cierto, ¿verdad? ¿Lo hace
odas las veces?
—Casi siempre. —Déjame que te diga el nombre d
esa nada. Es el Deshacedor.
—Jamás oí hablar de él. —Ni yo, hasta ahora. Eso es porque gusta mantenerse oculto. Es e
enemigo de todo lo que existe. Lo únic
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que busca es deshacerlo todo epedazos, y deshacer esos pedazos epedazos, hasta que no queda nada.
—Si uno rompe algo en partes rompe las partes en partes, no es la nado que obtiene... —razonó Alvin—. Lo
que consigue es un montón de pedacitos —Calla y escucha la historia —dij
Truecacuentos.
Alvin estaba acostumbrado a oírldecir eso. A Alvin se lo decía con másfrecuencia que a ningún otro, sobrinito
ncluidos. —No estoy hablando del bien y emal —dijo Truecacuentos—. Hasta emismo diablo no puede permitirse es
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de andar deshaciéndolo todo, pues eese caso él también dejaría de existircomo todo lo demás. Las criaturas máperversas no desean la destrucción dodo, sino sólo explotarlo en provech
propio.
Alvin nunca antes había oído lpalabra «explotarlo», pero le parecihorrible.
—Por ello, en la gran guerra entre eDeshacedor y todo lo demás, Dios y ediablo deberían estar en el mism
bando. Pero el diablo no lo sabe, y poello demasiado a menudo acabsirviendo al Deshacedor.
—¿Quieres decir que el diablo va
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acabar por derrotarse a sí mismo? —Mi historia no se refiere al diabl
—repuso Truecacuentos. Cuando se locurría contar una historia, era máenaz que la lluvia—. En la gran guerr
contra el Deshacedor de tu visión, todo
os hombres y mujeres del munddeberían ser aliados. Pero el graenemigo se mantiene invisible, de mod
que nadie advierte estar sirviéndolnvoluntariamente. Nadie comprend
que la guerra es el aliado de
Deshacedor, puesto que destruye todo loque toca. Nadie comprende que el fuego, e
crimen, la muerte, la concupiscencia y l
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codicia destruyen los frágiles lazos quconvierten a los seres humanos enaciones, ciudades, familias, amigos almas.
— Oye, debes de ser un profeta —dijo Alvin — , porque no entiendo nad
de lo que dices. — Profeta... — murmur
Truecacuentos — , pero fueron tus ojo
os que lo vieron. Ahora conozco lagonía de Aarón: hablar con verdadmas nunca ver la visión con los propio
ojos. — Estás exagerando con mipesadillas. Truecacuentos permanecióen silencio, sentado en el suelo, con lo
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codos sobre las rodillas y el mentóaplastado contra las palmas de lamanos. Alvin trató de imaginar a qué srefería el hombre. Sin duda alguna, lque él veía en sus sueños no era uncosa, eso seguro, por tanto, hablar de
Deshacedor como si fuera una persondebía de ser una licencia poética. Peral vez fuese verdad y el Deshacedor n
fuera una mera imaginación de su mentesino algo real, y Al fuese el único capade verlo. Tal vez el mundo entero
estuviera en un terrible peligro y lmisión de Alvin fuera combatirlomantener a raya a ese ser, forzarlo replegarse. Cuando el sueño lo acosaba
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así era por cierto: Alvin no podíolerarlo, quería alejarlo. Pero nuncograba adivinar cómo.
— Supongamos que te creo —concedió Al. Supongamos que existierese Deshacedor.
Yo no puedo hacer nada de nadaUna sonrisa asomó lentamente al rostrde Truecacuentos. Se inclinó un poco d
ado para liberar su mano, y con ella fuhasta el suelo sin premura y recogió lcestilla de hierba que yacía sobre e
suelo. —¿Esto te parece nada de nada? —No es más que un puñado d
hierba.
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—Era un puñado de hierba —dijTruecacuentos—. Y si tú lo destruyeravolvería a serlo. Pero ahora, en estmismo instante, es algo más que eso.
—Es una cestilla para bichos. —Es algo hecho por ti.
—Bueno, sí. Es verdad que la hierbno crece con esta forma...
—Y cuando lo hiciste, derrotaste a
Deshacedor. —No por mucho. —No —negó Truecacuentos—. Po
haber hecho una canastilla para bichosPor haber hecho tan poco lo derrotaste.Y entonces la mente de Alvin vio
con claridad lo que Truecacuento
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rataba de decirle. Alvin conocía todclase de opuestos en el mundo: el bien el mal, la luz y la oscuridad, los libres os esclavos, el amor y el odio... Per
por debajo de todos esos opuestoestaban el hacer y el deshacer. Tan
profundamente que casi nadie advertíque era el oponente más formidable dodos. Pero él lo sabía, y eso hacía de
Deshacedor su enemigo. Por eso eDeshacedor venía tras él en sueñosDespués de todo, Alvin tenía sus dones.
Tenía el don de poner las cosas enorden, de dar a las cosas la forma qudebían tener.
—Creo que mi visión verdader
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enía que ver con eso mismo —comentAlvin.
—No tienes que hablarme deHombre Refulgente —lo detuvTruecacuentos—.
Nunca es mi intención fisgonear.
—¿Qué quieres decir? ¿Qufisgoneas por accidente?
Ésa era la clase de observacione
que en casa le valían un buen sopapopero Truecacuentos se contentó coecharse a reír.
—Hice algo malo sin saberlsiquiera —dijo Alvin—. Apareció eHombre Refulgente y se detuvo a lopies de mi cama, y primero me mostr
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una visión de lo que había hecho, y assupe que había sido algo malo. Te digoque hasta lloré al saber que yo era tapero tan malo. Pero luego me mostrpara qué servía mi don, y ahora veo ques lo mismo de lo que tú hablas. Vi un
piedra, la extraje de una montaña y erredonda como una bola, y al mirar dcerca vi que era el mundo entero, co
bosques y animales, océanos y pecesTodo eso estaba allí. Y para eso sirvemi don: para intentar poner en orden la
cosas.Los ojos de Truecacuentocentelleaban.
—El Hombre Refulgente te mostr
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una visión... como la que yo daría lvida por poder ver.
—Todo porque había usado mi donpara dañar a los demás por propiplacer
—explicó Alvin—. Entonces hic
una promesa, mi juramento másolemne: que jamás usaría mi don ebeneficio propio. Sólo para los demás.
—Una buena promesa —afirmTruecacuentos—. Ojalá que todos lohombres y mujeres del mundo hiciera
un juramento así y lo mantuvieran. —De todas formas, por eso sé quel... Deshacedor no es una visión. EHombre Refulgente tampoco era un
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visión. Sí lo fue lo que él me mostrópero él, allí de pie... era bien real.
—¿Y el Deshacedor? —También es real. No sólo lo veo
en mi mente. Está allí.Truecacuentos asintió, sin apartar l
mirada del rostro de Alvin. —Tengo cosas que hacer. Má
rápido de lo que él las deshace.
—Nadie puede hacer cosas tarápido —aseguró Truecacuentos—. Sodos los hombres del mund
convirtieran el planeta en millones dmillones de millones de millones dadrillos y construyeran un muro durantodos los días de su vida, el muro s
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desmoronaría más rápido de lo quardarían en construirlo. Partes del murncluso caerían antes de que llegaran evantarlas.
—Oye, eso es una estupidez —manifestó Alvin—. Una pared no pued
derrumbarse antes de que uno lconstruya.
—Si tardan el tiempo necesario, lo
adrillos se convertirán en polvo cuandos alcen, y sus propias manos s
pudrirán y se les caerán a pedazos hast
legar a los huesos, hasta que carneadrillo y hueso se mezclen en un mismpolvo indiscernible. Y entonces eDeshacedor estornudará, y el polvo s
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dispersará infinitamente de tal forma qununca más volverá a unirse. El universserá frío, inmóvil, silencioso, oscuro, por fin el Deshacedor hallará la paz.
Alvin trató de encontrar sentido a lapalabras de Truecacuentos. Era como
cuando Thrower hablaba de religión ea escuela, de modo que Alvin pensó
que estaba haciendo algo peligroso
Pero no podía contenerse, no podídejar de hacer preguntas, aun cuando esenloqueciera a la gente que lo rodeaba.
—Si las cosas se deshacen más dprisa que lo que tardan en hacerse¿cómo es que todavía queda algo¿Cómo es que el Deshacedor no h
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ganado?¿Qué estamos haciendo aquí?Pero Truecacuentos no era e
reverendo Thrower. Las preguntas dAlvin no lo irritaban. Sólo frunció lacejas y sacudió la cabeza.
—No lo sé. Tienes razón. Nopodemos estar aquí. Nuestra existencies imposible...
—Bueno, por si aún no te has dadcuenta, estamos aquí —dijo Alvin—. Eun cuento bastante estúpido, yo diría
nos basta con mirarnos para saber quno es cierto... —Reconozco que tiene su
problemas...
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—Pensaba que sólo contabahistorias en las que creías.
—Creía en ella cuando la conté.Truecacuentos se veía ta
acongojado que Alvin le puso la manosobre el hombro, aunque su abrigo er
an grueso y la mano del niño tapequeña que no supo si Truecacuentohabía sentido su contacto.
—Yo también creí en ella. Al menoen parte. Y por un instante.
—Entonces hay verdad en ella. Ta
vez no mucha, pero algo es algo. —Truecacuentos se mostró máaliviado.
Pero Alvin no se conformaba con tan
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poco. —El hecho de que creas en algno hace que sea así...
Los ojos de Truecacuentos sabrieron desmesuradamente. Ahora sque la he hecho buena, pensó Alvin. Lohe enfurecido, como enfurezco
Thrower. Como hago con todos lodemás. Por eso no se sorprendió cuandTruecacuentos extendió ambos brazo
hacia él, tomó su rostro entre las mano habló con tal fuerza que parecía estantroduciendo las palabras en la mism
frente de Alvin. —Todo lo que puede ser creído emagen de la verdad.
Y las palabras lo atravesaron y la
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comprendió, aunque no podría habedicho con palabras lo que llegó comprender. Todo lo que puede secreído es imagen de la verdad. Si mparece cierto, debe haber algo cierto eél, aunque no todo sea verdad. Y si lo
analizo, tal vez pueda descubrir qupartes son ciertas y qué partes sofalsas, y...
Y Alvin comprendió algo más. Queodas sus disputas con Thrower s
reducían a eso: que si algo no tení
sentido para Alvin, no podía creer eello, por mucho que el otro citara lBiblia con el afán de convencerloAhora Truecacuentos le decía que tení
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razón al negarse a creer en algo qucarecía de sentido.
—Truecacuentos... ¿eso significque aquello en lo que no creo no puedser cierto?
Truecacuentos enarcó las cejas
salió con otro proverbio. —La verdad jamás puede decirse d
al forma que pueda entenderse y n
creerse.Alvin ya estaba hasta la coronilla d
proverbios.
—¡Haz el favor de hablar claro! —El proverbio es la verdad lisa lana, niño. Me niego a retorcerlo par
que quepa en una mente confundida.
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—Bueno, pero si mi mente estconfundida es por tu culpa. Tantocharlar, que si ladrillos que se deshaceantes de que la pared se construya...
—¿Acaso no creíste en eso? —Bueno, puede que sí. Supongo qu
si me pongo a trenzar toda la hierba deste prado para hacer cestillas, antes dque llegue al otro lado del valle l
hierba se habrá marchitado hasta quedareducida a la nada. Supongo que si mpongo a construir graneros con todos lo
roncos que hay desde aquí hasta el ríRuidoso, los árboles habrán muerto caído antes de que llegue al último dellos. Y no se construye una casa con
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roncos podridos. —Iba a decir: «Los hombres n
pueden construir cosas duraderas coelementos perecederos.» Ésa es la leyPero lo que tú has dicho es el proverbide la ley: «No se construye una casa co
roncos podridos.» —¿He dicho un proverbio? —Y cuando regresemos a la casa, lo
anotaré en mi libro. —¿En la parte sellada? —pregunt
Alvin. Y entonces recordó que sólo
había visto ese libro un día que habífisgoneado por una rendija del suelocuando Truecacuentos escribía a la lude una vela en la habitación de abajo.
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Truecacuentos lo miró coseveridad. —Espero que nunca intentehacer un conjuro para abrir ese sello...
Alvin se sintió ofendido. Podícuriosear por una rendija, pero jamáhurgar.
—Sólo saber que no quieres que leesa parte es mejor que cualquier sello, si no sabes eso no eres mi amigo. N
hurgaría en tus secretos. —¿Mis secretos? —ri
Truecacuentos—. Sello esa parte porqu
es donde van mis propios escritos sencillamente no quiero que nadie máescriba en ese lugar del libro.
—¿En la parte de delante escrib
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otra gente? —Así es. —Dime: ¿qué escriben? ¿Pued
escribir yo allí? —Escriben una frase sobre lo má
mportante que hayan hecho o visto co
sus propios ojos. Esa sola frase es todo que necesito para recordar s
historia.
Y cuando visito otra ciudad, otrcasa, puedo abrir el libro, leer la frase contar el cuento.
Alvin pensó en una posibilidaprodigiosa. Truecacuentos había vividocon Ben Franklin,
¿o no?
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—¿Ben Franklin escribió en tibro?
—De todas las frases, él escribió lprimera.
—¿Escribió lo más importante quhizo en su vida?
—En efecto. —¿Y bien? ¿Qué fue?Truecacuentos se puso de pie.
—Regresa a casa conmigo, hijo, y to mostraré. Y en el camino te contaré l
historia para que entiendas lo qu
escribió.Alvin se levantó como impulsadpor un resorte. Tomó al anciano de lgruesa manga y prácticamente lo arrastr
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por el sendero que conducía a la casa. —¡Pues vamos, entonces!Alvin no sabía si Truecacuento
había decidido no ir a la iglesia, o shabía olvidado que eso era lo que eeoría debían hacer. Sea cual fuere l
razón, Alvin se mostró encantado con eresultado. Un domingo sin iglesia era udomingo que merecía la pena vivir
Agréguese a eso los relatos dTruecacuentos y la escritura de puño etra de Ben el Hacedor y, bueno... cas
era un día perfecto. —No hay prisa, niño. No he dmorir antes del mediodía, ni tú tampoco narrar un cuento lleva su tiempo.
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—¿Fue algo que hizo? ¿Lo mámportante que hizo?
—En realidad, sí. —¡Lo sabía! ¿Los lentes bifocales
¿La estufa? —La gente solía decirle: Ben, tú s
que eres un Hacedor. Pero él siempre lonegaba. Como negaba ser un brujo. Nengo el don de los poderes ocultos
decía. Sólo tomo fragmentos de cosas os ordeno de un modo mejor. Antes de
que yo hiciera la estufa ya había otras
Había lentes antes que los míos.En realidad, jamás hice nada en mvida, del modo en que lo haría uverdadero Hacedor. Yo puedo darte un
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par de lentes bifocales, pero un Hacedoe daría un par de ojos nuevos.
—¿Decía que nunca había hechnada?
—Un día le pregunté eso mismo. Emismo día que empecé mi libro. Le dije
Ben, ¿qué es lo más importante que hahecho en tu vida? Y comenzó a contarmeo que acabo de decirte: que nunca habí
echo nada realmente. Yentonces le contesté, Ben, no puede
creer eso, ni yo tampoco lo creo. Y
entonces dijo, Bill, me has cogidoSí he hecho una cosa, y es lo mámportante que he hecho y he visto eoda mi vida.
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Truecacuentos se sumió en esilencio. Sólo se oía el murmullo de lahojas bajo sus pies al descendieron ladera.
—¿Y bien? ¿Qué era? —¿No prefieres esperar a qu
leguemos y leerlo con tus propios ojos?Alvin se enfureció al punto. S
enfureció más le lo que quería.
—Si hay algo que odio es que lgente sepa algo y no lo diga.
—No tienes que encabritarte así
pequeño. Te lo diré. Escribió: «La úniccosa que realmente he hecho en toda mvida es americanos.»
—Eso no tiene sentido. Lo
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americanos nacen, nadie los hace. —Verás, Alvin, no es exactamente
así. Los que nacen son los niños, englaterra igual que en América. No e
el hecho de nacer lo que hace que seaamericanos.
Alvin lo pensó unos instantes. —Es el hecho de nacer e
América...
—Sí. Es cierto. Pero cincuenta añoatrás, a un niño nacido en Filadelfinadie lo llamaba americano. Era un niñ
de Pensilvania. Y los niños nacidos enueva Ámsterdam eran holandesitos, os nacidos en Boston eran yanquis, os nacidos en Charleston era
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acobinos o caballeros, o algún nombrsemejante.
—Siguen siéndolo —puntualizAlvin.
—Sí, niño, siguen siéndolo. Perambién son algo más. Todos eso
nombres, como lo entendió el viejo Bennos dividían en virginianos y oranginosen blancos, negros y pieles rojas, e
cuáqueros y papistas, puritanos presbiterianos, en suecos, holandesesfranceses e ingleses. El viejo Ben vi
que un virginiano nunca podría confiaen un hombre de Netticut, y que uhombre blanco jamás confiaría en upiel roja, porque eran diferentes. Y
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entonces se dijo, si hay tantonombres que nos separan, ¿por qué no unombre que nos una? Y pensó en lomuchos nombres que ya existían.
Colonos, por ejemplo. Pero nquería que nos llamásemos colonos
porque eso nos haría volver siempre loojos a Europa, y además los pieles rojano son colonos, ¿o sí? Ni tampoco lo
negros, que vinieron como esclavos¿Ves el problema?
—Quería un nombre que todo
pudiéramos compartir por igual—dijAlvin. —Así es. Había algo que todo
eníamos en común. Vivíamos en e
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mismo continente. NorteaméricaEntonces pensó que nos podríamolamar norte-americanos. Pero er
demasiado largo. Y pensó en... —Americanos.
—He aquí un nombre que pertenec
al pescador que vive sobre la costescarpada de West An-glia tanto comoal barón que ejerce la esclavitud al su
de Dryden. Pertenece tanto al jefMohawk de Irrakwa como acomerciante de Nueva Amsterdam
legado de Holanda. El viejo Ben sabíque cuando pudiéramos comenzar pensar en nosotros como americanosnos convertiríamos en una nación. No u
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mero resto de algún viejo y exhaustpaís europeo, sino una nueva nación euna nueva tierra. Y comenzó a utilizar lapalabra en todo lo que escribía. EAlmanaque del Pobre Richard estableno de americanos por aquí
americanos por allá. Y el viejo Benescribía cartas a todo el munddiciendo, por ejemplo: «El conflict
sobre la legitimidad de las tierras es uproblema que los americanos debemoresolver juntos. Los europeos no puede
comprender qué necesitamos loamericanos para sobrevivir. ¿Por quendríamos que morir los americano
por guerras europeas? ¿Por qu
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deberíamos ser juzgados en nuestroribunales según la jurisprudenci
europea?» En cinco años no quedó unsola persona, desde Nueva Inglaterra Jacobia, que no pensara en sí mismo, amenos en parte, como americano. —E
sólo un nombre. —Pero así es como nolamamos. Y eso incluye a todo aque
que en este continente esté dispuesto
aceptarlo. El viejo Ben trabajó muchpara cerciorarse de que ese nombrncluyera a toda la gente posible. Si
ejercer ningún cargo público, salvo ede empleado de correos, por sí solforjó una nación a partir de un nombreCon el rey gobernando a los caballero
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al sur y el Lord Protector gobernandueva Inglaterra al norte, no veía par
el futuro más que guerra y caos y, emedio de todo, Pensilvania. Querímpedir esa guerra, y para ahuyentarl
se valió del nombre de americanos
Hizo que uno de Nueva Inglaterremiera ofender a otro de Pensilvania,
que los caballeros inclinaran la cabez
para conquistar el apoyo de esta regiónEl fue quien se movilizó para que eCongreso Americano establecier
políticas de intercambio y leyeuniformes sobre las tierras. Y finalment—prosiguió Truecacuentos—, antes dnvitarme a venir desde Inglaterra
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escribió el Pacto Americano e hizo quo firmaran las siete colonias originaleso fue fácil, sabes. Incluso el número d
estados fue el resultado de grandeuchas. Los holandeses veían que casodos los in-migrantes de América era
ngleses, escoceses e irlandeses, y nquerían ser aplastados. De modo que eviejo Ben les permitió que dividiera
ueva Holanda en tres colonias parener más votos en el Congreso. Y
cuando Suskwahenny se dividió de la
ierras reclamadas por Nueva Suecia Pensilvania, se puso fin a otro litigio. —Eso hace un total de seis estados.
—calculó Alvin.
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—El viejo Ben se negó a permitique nadie firmara el Pacto hasta qurrakwa fuera incluida como séptim
estado, con límites precisos y con ugobierno autónomo en manos de lopropios pieles rojas. Había muchos qu
querían una nación de hombres blancospero el viejo Ben no quería ni oír hablade ello. La única forma de tener paz
dijo, era que todos los americanos sunieran de igual a igual. Por eso sPacto no permite la esclavitud ni l
servidumbre. Por eso su Pacto npermite que ninguna religión predominsobre otra. Por eso su Pacto no permitque el gobierno clausure un periódico
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silencie un discurso. Blancos, negros pieles rojas; papistas, puritanos presbiterianos; ricos, pobres, mendigo ladrones... todos vivimos bajo la
mismas leyes. Una nación creada partir de una sola palabra. —
Americanos. —¿Ahora ves por qué la llamó s
obra más importante?
—¿Pero cómo es que el Pacto no fumás importante?
—El Pacto sólo fue un conjunto d
palabras. Pero el nombre americanos fua idea que dio lugar a las palabras. —Pero todavía no incluye a lo
anquis ni a los caballeros. Ni h
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detenido la guerra, porque la gente dos Apalaches sigue luchando contra e
rey. —Pero sí incluye a toda esa gente
Alvin. ¿Recuerdas la historia de GeorgWashington en She-nandoah? En esa
época era Lord Potomac y dirigía el mágrande ejército del rey Roberto contresa pobre banda de pelagatos que habí
dejado Ben Arnold. Era evidente que, a mañana siguiente, los caballeros d
Lord Potomac destruirían el fuertecito
sentenciarían la rebelión libertadora dTom Jefferson. Pero Lord Potomachabía luchado al lado de esos hombrede montaña en las guerras contra lo
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franceses. Y Tom Jefferson había sidosu amigo en aquellos días lejanos. Scorazón no podía soportar pensasiquiera en la batalla que les depararía jornada siguiente.
¿Quién era ese rey Roberto para qu
se derramara tanta sangre en su nombreLo único que querían esos rebeldes erser dueños de su tierra y verse libres d
os barones que les enviaba el Rey, y dos tributos extenuantes que les imponí que los hacía tan esclavos como
cualquier negro de las Colonias de lCorona. Esa noche no pegó ojo. —Estuvo rezando. —Bueno, eso es lo que cuent
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Thrower —dijo Truecacuentosecamente—.
Pero quién sabe. Y cuando a lamañana siguiente se dirigió a sus tropasno dijo una sola palabra acerca de habeorado. Pero sí habló de la palabra qu
forjó Ben Franklin. Escribió una carta aRey, renunciando a su cargo de oficial yrechazando sus títulos y tierras. Y no la
firmó Lord Potomac, sino GeorgWashington. Y luego se presentó anteos soldados del Rey, de uniforme azul
les dijo lo que había hecho y leexplicó que eran libres de elegirObedecían a sus oficiales y se lanzabaa la carga, o bien marchaban en defens
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de la gran Declaración de Libertad dTom Jefferson. Les dijo: «Sois libres deelegir, pero en lo que a mí respecta...»
Alvin conocía las palabras dmemoria, como cada hombre, mujer niño del continente.
Ahora las palabras significabamucho más para él las gritó a voz ecuello:«... mi espada americana jamá
derramará una gota de sangramericana».
—Y entonces —prosiguió
Truecacuentos—, y entonces, una veque el grueso de su ejército se hubmarchado para unirse a los rebeldes dos Apalaches, llevando consigo armas
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pólvora, carretas y guarniciones, ordenal oficial de más alto rango leal al reque lo arrestara. «He roto mi juramental rey —proclamó—. Fue por el bien duna causa superior, pero aun así he rotomi juramento, y pagaré el precio de m
raición.» Y lo pagó, sí señor, con unaespada en el cuello. ¿Pero cuántos fuerde la corte del rey creyeron realment
que aquello fue una traición? —Ni un—dijo Alvin.
—¿Y ha podido el rey librar un
sola batalla contra los rebeldes de loApalaches desde ese día? —Ni una. —Ni uno solo de esos soldados d
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Shenandoah era ciudadano de loEstados Unidos. Ni uno solo de ellovivía según las leyes del PactAmericano. Y sin embargo, cuandoGeorge Washington habló de espadaamericanas y sangre americana, todo
comprendieron que esa palabra srefería a ellos. Y ahora dime, AlvinJúnior, ¿se equivocó el viejo Ben a
decir que lo más grande que había hechen toda su vida era una palabra?
Alvin habría respondido, pero just
en ese momento llegaron al porche de lcasa, y antes de que llegaran a la puertaésta se abrió de par en par y ante suojos apareció Mamá. La expresión de s
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rostro indicó a Alvin que se hallaba enproblemas, y sabía por qué.
—¡Pensaba ir a la iglesia, Mamá...! —Mucha gente muerta piensa ir a
cielo —respondió ella—, pero nunclegan tampoco.
—Ha sido culpa mía, señora Fe —ntervino Truecacuentos.
—No, seguro que no, Truecacuento
—afirmó Mamá. —Nos pusimos a conversar, m
buena Fe, y temo que distraje al niño...
—El niño nació distraído —manifestó Mamá, sin apartar los ojos dAlvin—. Va por el mismo camino de supadre. Si uno no lo embrida, lo pone e
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a montura y lo arrastra a la iglesiaamás logra que ponga un pie en ella,
una vez dentro hay que clavarle los pieal suelo para que no esté en la puertantes de un minuto. Un niño de diez añoque odia al Señor, basta para que su
madre desee que nunca hubiese nacido.Las palabras resonaro
profundamente en el corazón de
pequeño. —Es terrible desear algo así... —
comentó Truecacuentos. Su voz era mu
serena.Finalmente, Mamá levantó la vista miró el rostro del anciano.
—No lo deseo realmente —dijo po
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fin. —Lo siento, Mamá—se disculp
Alvin Júnior. —Entrad —ordenó Mamá—. Me fu
de la iglesia para salir a buscarte, y yno hay tiempo para regresar antes de qu
concluya el sermón. —Estuvimos hablando d
muchísimas cosas, Mamá —explic
Alvin—. De mis sueños, de BeFranklin y de...
—La única historia que dese
escuchar de ti —dijo Mamá— es la letrde los salmos. Ya que no has ido a laglesia, te sentarás conmigo en la cocin cantarás salmos mientras preparo l
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comida.Y fue así como Alvin no pudo ver la
frase del viejo Ben en el libro dTruecacuentos durante varias horas.
Mamá lo tuvo cantando hasta la horde comer, y después de la comida, Papá
os chicos mayores y Truecacuentos ssentaron a planear la expedición del dísiguiente para traer una rueda de molin
desde la montaña de granito. —Lo hago por usté —señaló Papá
Truecacuentos—, conque más vale qu
ambién venga. —Jamás le pedí que trajera unpiedra de molino...
—Desde que ha llegado aquí no h
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pasado día sin que hiciera algúcomentario sobre qué lástima que umolino tan bello sólo se use comcobertizo para el heno, cuando la gentdel lugar necesita harina. —Si mal nrecuerdo, sólo lo he dicho una vez. —
Bueno, será —admitió Papá—. Percada vez que lo veo pienso en la rueddel molino.
—Ah, pero eso es porque sigudeseando que la rueda hubiese estadallí cuando me arrojó al suelo. —¡N
puede desear eso —intervino Cally—porque entonces usted estaría muerto!Truecacuentos se limitó a sonreír, y
Papá le devolvió la sonrisa. Y siguieron
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hablando de esto y de lo otro.Entonces las cuñadas trajeron a lo
sobrinos y nietos para la cena dedomingo y pidieron a Truecacuentos ques cantara la canción de la risa tanta
veces que Alvin se dijo que gritaría s
volvía a escuchar una vez más otrestribillo de «Ja, ja, jíii». Sólo despuéde la cena, una vez que los sobrinos
nietos se hubieron marchadoTruecacuentos apareció con su libro.
—Me preguntaba si alguna ve
abriría ese libro —dijo Papá. —Sólo aguardaba el momentoportuno. —Truecacuentos procedió explicar cómo era que la gente escribí
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allí sus hechos más importantes. —No pretenderá que yo escriba ah
—dijo Papá. —¡Oh, eso es algo que n
permitiría! No aún. Todavía no me hcontado su hecho más importante. —L
voz de Truecacuentos se hizo más tenu—. Tal vez todavía no haya hecho suacción más importante...
Entonces Papá se enfadó un poco, al vez era un poco de miedo. Sea lo qu
fuere, se puso de pie y se acercó.
—Muéstreme qué hay en ese librque los demás creen tan condenadamentmportante.
—Mm—dijo Truecacuentos—
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¿Sabe leer? —Pues sepa usté que recibí un
educación yanqui en Massachussetantes de casarme y asentarme commolinero en West Hampshire, muchoantes de llegar aquí. Tal vez no pueda
compararse con una educacióondinense como la de usté
Truecacuentos, pero no sabrá escribir l
palabra que yo no pueda leer, a menoque sea en latín...
Truecacuentos no respondió
Simplemente abrió el libro. Papá leyó lprimera oración. «La única cosa quhice realmente en toda mi vida fuamericanos.»
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Papá miró a Truecacuentos. —¿Quién escribió eso? —El viejo Ben Franklin. —Según contaron, el únic
americano que lizo fue ilegítimo. —Tal vez Al Júnior se lo explique
más tarde -dijo Truecacuentos.Y mientras conversaban, Alvin se
abrió paso entre ellos para pode
contemplar la escritura del viejo Beno era diferente de la del resto de lo
hombres.
Alvin se sintió algo decepcionadoaunque no supo decir qué habíesperado.
¿Acaso letras de oro? Desde lueg
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que no. No había razón por la cual lapalabras de un gran hombre debieransobre la página, ser distintas de las dun tonto.
Pero no podía librarse de ldecepción sufrida al ver que la
palabras eran tan simples. Extendió lmano y volvió la página, y volvimuchas páginas, tocándolas con el dedo
Todas eran iguales. Grises sobre papeamarillento.
Del libro saltó un destello de luz qu
o cegó por un instante. —No juegues así con las hojas —lreconvino Papá—. Las romperás.
Alvin dio la vuelta para contempla
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a Truecacuentos. — ¿Qué es esa página con luz? —
preguntó—. ¿Qué dice allí? —¿Con luz?Entonces Alvin supo que sólo él l
había visto.
—Encuentra la página y muéstramel—pidió Truecacuentos.
—La romperá —advirtió Papá.
—Sabrá tener cuidado.Pero la voz de Papá parecí
enfadada.
—Te digo que te apartes de eseibro, Alvin Júnior.Alvin comenzó a obedecer, pero e
ese momento sintió sobre su hombro l
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mano del Truecacuentos, escuchó su voserena y sintió que los dedos deanciano se movían para hacer un conjurde resguardo.
—El niño vio algo en el libro —dijTruecacuentos—y quiero que vuelva
encontrarlo para mí.Y, para sorpresa de Alvin, Papá
cedió.
—Si no le importa que su librquede hecho jirones en manos de esmocoso atolondrado... —murmuró,
uego guardó silencio.Alvin volvió al libro y fue pasandas páginas una a una. Finalmente s
detuvo en una, y de ella brotaba una lu
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que al principio lo cegó y luego fuatenuándose paulatinamente hasta rodeauna única frase, escrita con letras dfuego.
—¿No ve cómo arden? —preguntAlvin.
—No —dijo Truecacuentos—, perohuelo el humo. Toca las palabras queves arder...
Alvin tendió la mano cautelosamente tocó el comienzo de loración.
La llama, para su asombro, no lquemó, si bien le resultó cálida. El caloe llegó hasta el hueso. Y mientras e
último frío del otoño se alejaba de s
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cuerpo, se estremeció. Y sonrió, tal erel brillo que sentía en su interior. Peroapenas posó su dedo sobre ella, la llamse extinguió, se enfrió, se acabó.
—¿Qué dice? —preguntó Mamá. Shabía acercado hasta plantarse al otr
ado de la mesa. No leía demasiadbien, y las palabras quedaban pataarriba para ella.
Truecacuentos leyó. —Nace un Hacedor. —No ha habido otro Hacedor —dij
Mamá— desde aquel que convirtió eagua en vino. —Tal vez no —replicó
Truecacuentos—, pero es lo que ell
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escribió... —¿Quién lo escribió? —exigi
Mamá. —Una niña. Hace unos cinco años. —¿Y cuál es la historia qu
acompaña la frase? —quiso sabe
Alvin.Truecacuentos sacudió la cabeza. —Pero usted dijo que nunc
permitía escribir a la gente a menos qusupiera su historia.
—Lo escribió mientras yo no mirab
—dijo Truecacuentos—. Me di cuenten mi siguiente parada. —Entonces, ¿cómo sabe que fu
ella? —preguntó Alvin.
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—Fue ella —repuso Truecacuento—. Era la única persona en ese lugaque pudo haber abierto el conjuro qupor esos días yo mantenía sobre el libro
—Es decir, que no sabe lo qusignifica. ¿Puede decirme al menos po
qué ardían las letras para mí?Truecacuentos sacudió la cabeza. —Era la hija de una posadera, s
mal no recuerdo. Hablaba muy poco, cuando lo hacía, cada una de supalabras era estrictamente veraz. Jamá
mentía, ni siquiera para ser gentil. Lconsideraban una fierecilla, pero ya ldice el proverbio: «El malo esquiva quien siempre habla con sinceridad.» O
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algo así. —¿Cómo se llamaba? —pregunt
Mamá. Alvin la miró sorprendidoMamá no había visto arder las letras¿Por qué estaba tan ansiosa por sabequién las había escrito?
—Lo siento —dijo Truecacuento—. No recuerdo su nombre en estmomento.
Y si lo recordara tampoco lo diríai su nombre ni el sitio donde vive. N
quiero que nadie vaya en su búsqueda n
a moleste pidiéndole respuestas quacaso no quiera dar. Pero diré esto. Eruna tea, y veía con ojos veraces.
De modo que si escribió que habí
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nacido un Hacedor, yo lo creo, y por esodejé que sus palabras quedaran en mibro.
—Algún día me gustaría conocer shistoria —dijo Alvin—. Quiero sabepor qué las letras brillaban tanto.
Levantó la vista. Mamá Truecacuentos se miraban fijamente.
Y entonces, en los confines de su
propia visión, allí donde casi no podíver, percibió al Deshacedorembloroso, invisible, aguardando l
ocasión de desmigajar el mundo.Sin darse cuenta, Alvin sacó de lopantalones los faldones de su camisa anudó ambos extremos. El Deshacedo
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vaciló, y luego se retiró pardesaparecer de su vista.
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Capítulo 11
LA RUEDA DE MOLINO
Truecacuentos despertó. Alguien loestaba sacudiendo. Afuera todo estab
en sombras, pero ya era hora de ponersen marcha.Se sentó, se desperezó un rato y s
regocijó al notar los pocos nudos
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achaques que tenía en esos días, despuéde dormir en un lecho mullido.
Podría acostumbrarme a esto, pensóPodría gustarme vivir aquí.
El tocino era tan graso que desdallí podía oírlo crepitando en la cocina.
Iba a ponerse las botas cuando Marlamó a la puerta.
—Estoy más o menos presentable —
respondió él.La joven entró, llevando dos pare
de calcetines largos y gruesos.
—Yo misma los tejí —explicó. —i en Filadelfia podría compracalcetines tan gruesos... —comentTruecacuentos.
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—Aquí, en la región del Wobbish, envierno es muy frío, y... —no concluyó
Se ruborizó, hundió la cabeza desapareció de la habitación.
Truecacuentos se puso localcetines, sobre ellos las botas,
sonrió. No le molestaba aceptapequeños obsequios como éseTrabajaba tanto como el que más, y
había dedicado muchos esfuerzos preparar la granja para el invierno. Erbueno reparando tejados: le gustab
repar y no se mareaba.Con sus propias manos habícomprobado que casa, granerosgallinero y cobertizos estuvieran firme
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secos.Y sin que nadie lo decidiera habí
preparado el molino para que recibieruna nueva rueda. El mismo habícargado íntegramente el heno del sueldel molino. Cinco carretas llenas. Y lo
mellizos, que todavía no tenían granjpropia, puesto que se habían casado esverano, se ocuparon de cargarlo todo e
el granero grande. Y sin que Milleuviera que tocar una sola horquilla
Truecacuentos se ocupó de ello, si
lamar la atención de nadie, y Miller nnsistió.Pero no todo marchaba tan bien, Ta
Kumsaw y sus pieles rojas shaw-ne
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espantaban a tantos pobladores a largo del camino a Ciudad Cartago quodos estaban con los nervios de punta
Estaba bien que el Profeta tuviera sgran ciudad con miles de pieles rojas aotro lado del río, y que hablaran de qu
nunca levantarían sus manos en son dguerra por ningún motivo. Pero habímuchos pieles rojas que sentían, com
Ta-Kumsaw, que había que empujar aos blancos hasta las costas de
Atlántico y obligarlos a retornar
Europa, con o sin barcos. Se hablaba dguerra y se aseguraba que, allí eCartago, Bill Harrison era feliavivando esta particular llama, por n
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hablar de los franceses de Detroit, qusiempre alentaban a los indios para quatacaran a los colonos americanos sobras tierras que, según los franceses
pertenecían a Canadá.En la aldea de Iglesia de Vigor todo
hablaban de eso, pero Truecacuentosabía que Miller no lo tomaba muy eserio. Pensaba que los pieles rojas sól
eran payasos autóctonos y que todo lque querían era engullir todo el whiskque pudiesen encontrar. Truecacuento
había visto esta actitud anteriormentepero sólo en Nueva Inglaterra. Loanquis, al parecer, no advertían quodos los pieles rojas de Nuev
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nglaterra que tenían dos dedos de frentse habían trasladado al estado drrakwa. Sin duda a los yanquis le
abriría los ojos saber que los de Irrakwrabajaban duramente con sus máquina
de vapor compradas directamente
nglaterra, y que en la región de loagos un blanco llamado Eli Whitney lo
ayudaba a construir una fábrica capaz d
producir armas veinte veces más rápidque nunca antes. Un día de éstos, loanquis despertarían y descubrirían qu
no todos los pieles rojas eran borrachosin remedio. Más de un blanco tendríque darse prisa para poder alcanzarlos.
Pero mientras tanto, Miller n
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omaba muy en serio la chachara sobra guerra.
—Todos sabemos que hay pielerojas en los bosques. No se puedmpedir que anden merodeando, pero
mí jamás me faltó ni un pollo. Por ahora
no veo que sean un problema... —¿Más tocino? —preguntó Miller
Empujó la tabla con el tocino sobre l
mesa, hacia Truecacuentos. —No estoy acostumbrado a come
anto por las mañanas —dij
Truecacuentos—. Desde que estoy aquíen cada comida me he embuchado máde lo que antes comía en todo un día.
—Estaba en los huesos... —coment
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Fe. Le acercó un par de bollos calienteuntados con miel.
—No puedo dar un solo bocado má—se disculpó Truecacuentos.
Los bollos desaparecieron del platde Truecacuentos.
—Pues ya son míos —intervino AJúnior.
—No te abalances así sobre la mes
—lo reconvino Miller—. Y además, nopodrás comerte esos dos bollos.
Pero en tiempo relativamente corto
Alvin se encargó de demostrar que spadre se equivocaba. Luego simpiaron la miel de las manos, s
calzaron los guantes y partieron hacia l
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carreta. Y mientras Calma y David seacercaban cabalgando desde el puebloasomó la primera luz de la alborada.
Al Júnior trepó por la parte traserde la carreta, junto con las herramientassogas, tiendas y provisiones. Tardarían
unos días en regresar. —¿Esperamos a los mellizos y
Mesura? —preguntó Truecacuentos.
Miller subió de un salto al asientde la carreta.
—Mesura ya está en camino
derribando troncos para construir erineo de carga. Y Previsión yModeración se quedarán aquí, parurnarse de casa en casa. —Sonrió—
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o podemos dejar indefensas a lamujeres con todo lo que se rumoresobre los salvajes pieles rojas, ¿verdad
Truecacuentos le devolvió lsonrisa. Era bueno saber que Miller nera tan confiado como parecía.
El trecho hasta la cantera erbastante largo. Durante la marchdejaron atrás los restos de una carret
con una rueda de molino partida en emismo centro.
—Ése fue nuestro primer intento —
explicó Miller—. Pero al bajar por estcolina escarpada se partió un eje y toda carreta cayó bajo el peso de l
piedra.
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Se acercaron a un arroyo de buecaudal, y Miller contó que en doocasiones habían tratado de llevar laruedas de molino flotando sobre unbalsa, pero que las dos veces la balsa shundió.
—Hemos tenido mala suerte —dijMiller, pero en su rostro se veía qupara él era algo personal, como s
alguien se hubiera esforzado para quas cosas resultaran un fracaso.
—Por eso esta vez usaremos u
rineo y rodillos —explicó Alvin Júniodesde la parte de atrás—. Nada puedcaerse, nada puede romperse, y aunquasí fuera sólo serán troncos, y podremo
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conseguir con qué reemplazarlos. —Mientras no llueva —dijo Mille
—. Ni nieve... —El cielo se ve despejado —
comentó Truecacuentos. —El cielo es un embustero —dij
Miller—. Siempre que quiero hacealgo, el agua se interpone en mcamino...
Llegaron a la cantera cuando el soestaba en lo alto, pero aún lejos demediodía. Desde luego, el viaje d
regreso sería mucho más prolongadoMesura ya había derribado seis gruesoroncos jóvenes y unos veinte má
pequeños. David y Calma pusiero
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manos a la obra y se dedicaron arrancarles las ramas y dejarlos lo máisos posible. Para sorpresa d
Truecacuentos, fue Al Júnior quien tomóel saco con las herramientas de canter se encaminó hacia las rocas.
—¿Dónde vas? —le preguntó. —Ah, tengo que encontrar un bue
sitio donde cortar—fue la respuesta de
pequeño. —Tiene ojo para la piedra —
comentó Miller. Pero sabía más de lo
que decía. —Y cuando encuentres la piedra¿qué harás? —preguntó Truecacuentos.
—Pues la cortaré. —Alvin avanz
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por el camino con la arrogancia del niñque se sabe capaz de hacer la tarea dun hombre.
—Es que también tiene mano para lpiedra —agregó Miller.
—Sólo tiene diez años —le record
Truecacuentos. —Su primera rueda la cortó a lo
seis —repuso el padre.
—¿Me está diciendo que se trata dun don?
—No estoy diciendo nada.
—¿Me responderá a esto, AlvinMiller? Dígame si por casualidad eusted séptimo hijo varón.
—¿Por qué me lo pregunta?
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—Los que saben de estas cosadicen que el séptimo hijo varón de uséptimo hijo varón nace sabiendo cómse ven las cosas por debajo de lsuperficie. Por eso son tan buenos pardescubrir manantiales.
—¿Eso dicen?Mesura se acercó, se plantó frente
su padre, se puso las manos en la
caderas y no ocultó su exasperación. —Papá, ¿qué hay de malo e
decírselo? En toda la región no ha
nadie que no lo sepa... —Quizá piense que Truecacuentoa sabe más de lo que me gustaría qu
supiera por ahora...
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—Eso es muy poco amable, Pa¿Cómo puede decir eso a un hombre quha demostrado ser todo un amigo en máde una ocasión...?
—No tiene que decirme nada que nquiera que sepa —le detuv
Truecacuentos. —Pues entonces seré yo quien se l
diga —dijo Mesura—. Papá es séptim
hijo varón. Ahilo tiene. —Como Al Júnior. ¿O m
equivoco? —aventuró Truecacuentos—
Jamás lo habéis dicho, pero imagino qucuando un hombre da su propio nombra un hijo que no es su primogénito eporque ha de ser el séptimo varón.
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—Nuestro hermano mayor, Vigormurió en el río Hatrack minutos despuéde que Alvin naciera —dijo Mesura.
—Hatrack... —repitiTruecacuentos.
—¿Conoce el lugar? —pregunt
Mesura. —Conozco todos los lugaresPero por alguna razón ese nombre mhace pensar que tendría que haberl
recordado antes, y no sé por quéSéptimo hijo varón de un séptimo hijvarón. ¿Extrae la rueda de molino de l
roca con un conjuro? —Nadie diríeso... —repuso Mesura. —La corta —dijo Miller—. Como cualquier talladode piedra.
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—Es un niño corpulento, pero sigusiendo un niño, de todas formas
—comentó Truecacuentos. —Digamos —intervino Mesura—
que cuando él corta la piedra es máblanda que cuando lo hago yo.
—Le agradecería que se quedaraquí y ayudara con las muescas y loroncos. Necesitaremos un trineo bie
firme y rodillos lisos de verdad. —Lque no dijo, pero Truecacuentoentendió tan claro como el día, fue
quédese aquí y no haga demasiadapreguntas sobre Al.Y así, Truecacuentos trabajó con
David, Mesura y Calma toda la mañan
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buena parte de la tarde. Y mientraanto, todo el tiempo oía el repiquete
del hierro sobre la piedra. El trabajo dAlvin Júnior sobre la roca marcaba os demás el ritmo de la labor, si bie
nadie lo comentó.
Pero Truecacuentos no era de loque saben trabajar en silencio. Ya queos demás al principio no se mostraba
muy inclinados a conversar, fue él quiecontó historias todo el rato. Y como noeran niños sino adultos, no les cont
sólo historias de aventuras, héroes muertes trágicas.De hecho, dedicó casi toda la tarde
contar la saga de John Adams: cómo fu
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que una muchedumbre de Boston quemsu casa después de que hubiera lograda absolución de diez mujeres acusada
de brujería. Cómo Alex Hamilton lonvitó a la isla de Manhattan, dond
ambos se dedicaron al ejercicio de
Derecho. Cómo en diez años se langeniaron para que el gobiern
holandés tuviera que permitir l
nmigración ilimitada de gentes que nhablaran el holandés, hasta que e
ueva Ámsterdam y Nueva Orange lo
ngleses, escoceses, galeses e irlandesefueron mayoría, y en Nueva Holanda, lprincipal minoría. Cómo lograron que e1780 el inglés fuera declarado segund
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engua oficial, justo a tiempo para quas colonias holandesas se convirtiera
en tres de los siete estados originaleque firmaron el Pacto Americano.
—Apuesto a que por aquel entonceos holandeses debían odiar a esos tipos
—dijo David. —Bueno. No creas que eran ta
malos políticos —repuso Truecacuento
—. Los dos aprendieron a hablaholandés mejor que muchos nativos, hicieron que sus hijos se educara
hablando holandés en colegioholandeses. Eran holandeses hasta euétano, hijos, hasta el punto que cuand
Alex Hamilton se presentó a gobernado
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de Nueva msterdam, y John Adamspara presidente de los Estados Unidosambos obtuvieron más votos entre loholandeses de Nueva Holanda que entros escoceses e irlandeses.
—Es decir, que si me presento
alcalde podría conseguir que los sueco los holandeses que hay sobre el río m
votaran —dijo David.
—Ni yo te votaría —repuso Calma. —Pues yo sí—afirmó Mesura—. Y
espero que algún día te presentes d
verdad... —No puede hacerlo —indicó Calm—. Éste ni siquiera es un pueblo comDios manda...
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—Lo será —aseguró Truecacuento—. Lo he visto antes. Cuando estmolino se ponga en marcha, no pasarmucho tiempo antes de que hayrescientas familias viviendo entr
vuestro molino y la iglesia de Vigor.
—¿Lo cree usted así? —Ahora ya hay nuevos viajeros qu
se acercan a la tienda de Soldado d
Dios tres o cuatro veces al año —dijTruecacuentos—. Pero cuando puedacomprar harina vendrán mucho más
menudo. Durante algún tiemppreferirán vuestro molino a cualquieotro que se instale aquí, puesto que tenéis un camino llano y buenos puentes.
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—Si el molino da dinero —dijMesura—, Papá encargará seguro Francia una piedra Buhr. Teníamos unaen West Hampshire, antes de que lanundación rompiera el molino. Y un
piedra Buhr significa harina blanca
fina. —Y harina blanca significa bueno
negocios —agregó David—. Nosotros
os mayores, nos acordamos. —Sonricon aire de conocedor—. Allí casfuimos ricos...
—Así —prosiguió Truecacuentos—con semejante tráfico, no sólo habrá unienda, una iglesia y un molino. Sobre e
Wobbish hay buena arcilla blanca.
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Seguramente algún alfarero snstalará y fabricará vasijas para todo eerritorio.
—Ojalá se dieran prisa con eso —dijo Calma—. Mi esposa me tienenfermo con todo lo que le fastidia tene
que servir la comida en platos de latón. —Así es como crece un pueblo —
sentenció Truecacuentos—. Una buen
ienda, una iglesia, luego un molino entonces una alfarería. Y tambiénadrillos, para el caso. Y cuando esto
sea un pueblo... —David podrá ser alcalde —concluyó Mesura.
—Yo no —dijo David—. Para mí e
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demasiado todo ese asunto de lpolítica.
Ésas son las aspiraciones dSoldado de Dios...
—La aspiración de Soldado es serey —comentó Calma.
—No seas descortés —repusDavid.
—Es la verdá —insistió Calma—
Si pensara que el puesto está vacanteambién trataría de ser Dios.
Mesura se explicó a Truecacuentos:
—Calma y Soldado de Dios nhacen buenas migas. —No es buen marido quien llam
bruja a su mujer —dijo Calma co
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acritud. —¿Y por qué habría de hace
semejante cosa? —preguntTruecacuentos.
—Bueno, sin duda ya no lo hace —ntervino Mesura—. Ella le prometió n
hacerlo más. Utiliza sus dones en lcocina. Es una vergüenza obligar a unmujer a que lleve adelante su hogar co
sólo sus dos manos. —Es suficiente —dijo David
Truecacuentos alcanzó a ver su mirad
alerta por el rabillo del ojo.Obviamente, no confiaban aún eTruecacuentos para dejarle saber lverdad.
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De modo que el anciano confesestar en posesión del secreto.
—A mí me parece que ella emplemás que lo que Soldado sospecha... —dijo Truecacuentos—. En el porche dsu casa hay un ingenioso conjuro hech
de cestas. Y ante mis propios ojos hizoun conjuro de tranquilidad el día qulegué al pueblo.
Entonces el trabajo se interrumpiun instante. Nadie lo miró, pero durantun segundo tampoco se hizo nada. Sól
pensaron en que Truecacuentos sabía esecreto de Eleanor y que no lo habícontado a ningún extraño. Ni a Soldadde Dios Weaver. Pero una cosa era que
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él lo supiera y otra que ellos se lconfirmaran. De modo que no dijerouna sola palabra y regresaron a lamuescas y a los troncos.
Truecacuentos rompió el silencioretornando al asunto principal.
—No pasará mucho tiempo antes dque estas tierras occidentales tengapoblación suficiente para llamars
estados, y de que soliciten unirse aPacto Americano. Cuando eso sucedahará falta gente honesta que ocupe lo
cargos. —Aquí en las tierras inhóspitas nencontrará ningún Hamilton, ni Adams nJefferson... —comentó David.
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—Tal vez no —dijo Truecacuento—, pero si vosotros, los jóvenes deugar, no establecéis vuestro propio
gobierno, podéis apostar a que habrá usinfín de hombres de la ciudad deseosode hacerlo por vosotros. Así fue como
Aaron Burr llegó a ser gobernador dSuskwahenny antes de que Daniel Boono matara de un disparo en el noventa
nueve... —Tal como lo dice usté —juzgó
Mesura—, parece un asesinato. Pero fu
un duelo justo. —Tal como yo lo veo —repusoTruecacuentos—, un duelo no es máque dos asesinos que convienen e
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urnarse para tratar de asesinar al otro. —No cuando uno de ellos es u
usto hombre de tierra adentro y el otres un embustero advenedizo de la ciud—dijo Mesura.
—No quiero que ningún Aaron Bur
rate de ser gobernador del territorio dWobbish —dijo David—. Y si hayalguien como él, es ese Bill Harrison
allá en Ciudad Cartago. Antes quvotarle a él votaría a Soldado de Dios.
—Y antes que votar a Soldado d
Dios yo te votaría a ti —asegurTruecacuentos.David gruñó. Siguió pasand
cuerdas por entre las muescas de lo
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roncos del trineo para ajustarlos entrsí. Truecacuentos hacía lo mismo deotro lado.
Cuando llegó al sitio donde debíhacer los nudos, Truecacuentos sdispuso a atar ambos extremos de l
cuerda. —Aguarde —lo interrumpió Mesur
—. Iré a buscar a Al Júnior. —Mesura
subió al trote la ladera de la colina.Truecacuentos dejó caer lo
extremos de la cuerda.
—¿Alvin ata los nudos? Habrípensado que unos hombres comvosotros podríais hacerlo mejor...
David sonrió.
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—Tiene un don... —¿Y vosotros no tenéis ningún don? —Algunos. —David tiene cierto don con la
damas... —dijo Calma. —Calma tiene pies de bailarín e
os rodeos. Y nadie toca el violín comoél, tampoco —dijo David—. Nsiempre afina, pero hay que ver cómo l
da al arco... —Mesura, donde pone el ojo pon
a bala —opinó Calma—. Ve las cosas
mucha más distancia que cualquiera dnosotros. —Todos tenemos lo nuestro —
agregó David—. Los mellizos tienen e
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don de saber dónde van a surgir loproblemas y el de estar allí justo iempo.
—Y Papá sabe unir cosas. Cuandohay que hacer muebles, le pedimos a éque se ocupe de las junturas de madera.
—Y las mujeres tienen dones dmujer...
—Pero, con todo —concluyó Calm
—, no hay otro como Alvin Júnior.David asintió gravemente. —La verdá, Truecacuentos, es qu
parece no darse cuenta de ello. Lo ququiero decir es que siempre que algo lsale bien se muestra sorprendido.
Cuando le encargamos alguna labor
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no sabe cómo ocultar su agrado. Jamáe he visto avasallar a nadie por tene
más dones que él. —Es un buen niño —afirmó Calma. —Algo torpe... —agregó David. —No es torpe —le corrigió Calm
—. Las más de las veces no es culpsuya...
—Digamos que a su alrededo
suceden accidentes con más frecuencide lo normal.
—Yo no diría que le hayan echado
un mal de ojo, ni nada de eso... —sapresuró a añadir Calma. —No, yo tampoco diría eso del ma
de ojo...
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Truecacuentos advirtió que ambos lohabían dicho efectivamente, pero ncomentó su indiscreción. Después dodo, era la tercera voz la que hacía qua mala suerte se hiciera realidad. S
silencio sería la mejor cura para l
ndiscreción. Y los demás no tardaronen notarlo. Nadie habló.
Al cabo de un rato, Mesura apareci
unto a Alvin Júnior. Truecacuentos nose atrevió a ser la tercera voz, ya que éhabía intervenido en la conversació
anterior. Y peor sería que a continuacióhablase Alvin, ya que él había sidorelacionado con el mal de ojo. ConquTruecacuentos miró a Mesura y enarcó
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as cejas para indicarle que él debíhablar.
Mesura respondió aquello que creye preguntaba Truecacuentos.
—Ah, Papá se quedará al lado de lroca. Para vigilarla.
Truecacuentos oyó cómo David Calma suspiraban de alivio. La tercervoz no pensaba en la mala suerte, d
modo que Alvin Júnior estaba a salvo.Ahora Truecacuentos era libre d
preguntar por qué razón Miller habí
creído conveniente quedarse vigilanden la cantera. —¿Qué podría sucederle a una roca
Jamás he oído decir que los pieles roja
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robaran rocas...Mesura guiñó un ojo. —A veces ocurren sucesos extraño
poderosos. Especialmente cuando srata de ruedas de molino...
Alvin bromeaba con Calma
Mesura, mientras anudaba los cabos. Sesforzaba por atarlos con todas sufuerzas, aunque Truecacuentos vio qu
su don no se revelaba en el nudo en sí.Cuando Alvin tiraba de las cuerdas
éstas parecían retorcerse y morder l
madera en cada muesca y hacer que todel trineo quedara firmemente unido. Eralgo sutil, y si Truecacuentos no hubiesestado mirando no lo habría notado
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Pero era real. Lo que Al Júnior atabquedaba firmemente unido.
—Está tan firme que podría ser unbalsa —dijo Alvin con orgulloretrocediendo para admirar su obra.
—Bueno, pero esta vez habrá d
flotar sobre tierra —dijo Mesura—Papá dice que nunca más meará siquiersobre el agua.
El sol ya se estaba poniendo por eoeste. Se dispusieron a encender efuego.
El trabajo los había mantenido ecalor durante el día, pero por la nochnecesitarían del fuego para mantenealejados los insectos y el frío del otoño
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Miller no se acercó, ni siquiera parcomer, y cuando Calma se puso de picon intenciones de llevar alimentos a spadre hasta el pie de la colinaTruecacuentos se ofreció para ir.
—No sé —lo pensó Calma—. No e
necesario. —Quisiera ir... —A Papá... no le agrada que hay
mucha gente alrededor de la roca eocasiones como ésta. —Calma parecíun poco avergonzado—. Es molinero,
se trata de su rueda... —Yo no soy mucha gente —arguyóTruecacuentos. Calma no agregó nada.
Dejó que Truecacuentos lo siguier
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por la senda entre las rocas.Durante el camino pasaron por do
ugares donde se veían recientes corteen la roca. Los restos de piedra cortadhabían sido empleados para formar unsuave rampa desde la ladera del risc
hasta el nivel del suelo. Los cortes eracasi perfectamente redondosTruecacuentos había visto muchísima
canteras, pero jamás un corte asíperfectamente redondo, y sobre lmisma pared de roca. Casi siempre s
cortaba una laja entera y se lredondeaba en tierra.Eran muchas las razones par
hacerlo de este modo, pero la mejor d
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odas era que no había cómo cortar lcara trasera de la rueda a menos que unallara la laja primero. Calma n
aminoró el paso, por lo quTruecacuentos no tuvo oportunidad dexaminarlas más de cerca, pero hast
donde se atrevía a opinar, no habíforma posible de que el cantero pudiesallar el revés de la piedra en es
cantera.En el nuevo emplazamiento ocurrí
o mismo. Miller estaba formando un
rampa frente a la piedra de molino corestos de roca caída. Truecacuentoretrocedió unos pasos y, bajo loúltimos fulgores del día, estudió la fa
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rocosa. En una sola jornada, trabajandsolo, Al Júnior había pulido el frente da rueda de molino y tallado toda l
circunferencia. La rueda estabprácticamente lijada, y eso que aúseguía adherida a la superficie de l
roca.Y no sólo eso, sino que ademá
había cortado el orificio central dond
ría el eje principal del mecanismo dmolienda. Estaba completamentcortado. Y no había forma en el mundo
en que nadie pudiera situar el cincel euna posición que le permitiera cortar lfaz trasera.
—Vaya don que tiene el niño... —
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comentó Truecacuentos. Miller asintiócon un gruñido.
—Oí decir que pensaba pasar aqua noche.
—Oyó bien. —¿Le molesta si lo acompaño?
Calma se encogimperceptiblemente.
Pero al cabo de un rato, Miller s
encogió de hombros. —Allá usted.Calma miró a Truecacuentos con lo
ojos desorbitados y las cejas en altocomo si dijera: nunca dejará de habemilagros.
Calma se retiró una vez servida l
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comida del molinero. Miller hizo a uado el rastrillo.
—¿Ya ha comido? —Iré a coger leña para el fuego —
anunció Truecacuentos—. Antes de queanochezca. Coma usted.
—Cuidado con las víboras —lprevino Miller—. Casi todas estáescondidas por el invierno, pero quié
sabe...Truecacuentos se mantuvo alerta
pero no vio ninguna serpiente. Y no
ardaron en tener un buen fuegoencendido con un grueso tronco quardería toda la noche.
Se acurrucaron a la luz del fuego
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envueltos en mantas. Truecacuentopensó que Miller bien podía habeelegido un terreno más llano, a unometros de la cantera, pero aparentementera más importante no quitar el ojo de lrueda de molino.
Truecacuentos comenzó a hablarLenta pero firmemente, comentó ldifícil que debía ser para un padre ve
crecer a sus hijos, tan lleno de anhelopero sin saber nunca cuándo podía lmuerte venir a llevarse a alguno d
ellos.Dijo las palabras precisas, puepronto fue Alvin Miller quien siguió lconversación. Le contó el relato de l
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muerte de su primogénito Vigor en el ríoHatrack, pocos minutos después dealumbramiento de Alvin Júnior. Y deallí pasó a contar las docenas de formaen que casi había muerto el pequeño.
—Siempre es el agua —dijo Mille
por fin—. Nadie me cree, pero es así.Siempre agua... —La pregunta —dijo Truecacuento
— es: ¿Se trata de un agua mala, qurata de destruir a un buen niño? ¿O srata de un agua buena que busca destrui
un poder maligno?Era una pregunta capaz de enfurecea más de un hombre, pero Truecacuentohabía renunciado a la tarea de adivina
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cuándo sobrevendría la ira de MillerEsta vez no lo hizo.
—Eso mismo me he preguntado y—admitió—. Lo he observadatentamente, Truecacuentos. Desduego, tiene el don de haser que la gent
o quiera. Incluso sus hermanas. Las hatormentado sin piedá desde que tuvedá suficiente para escupir en la comida
Pero no hay una de ellas que no sdesviva por hacerle algo especial, y nsólo en Navidad. Le cosen la abertur
de los calcetines para que no puedponérselos, o ensucian con ho-llín easiento del retrete antes de que lo use, e llenan de alfileres el camisón, per
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ambién darían la vida por él. —He descubierto —dij
Truecacuentos— que ciertas personaienen el don de hacerse acreedores de
amor ajeno incluso sin ganárselo... —Yo también temía eso —
respondió Miller—, pero el niño nsabe que posee dicho don. No induse a gente con trucos para que hagan l
que él quiere.Cuando se equivoca, me deja que l
castigue. Y si quisiera podrí
detenerme. —¿Cómo? —Porque sabe que a veces, cuand
o veo, también veo a mi hijo Vigor, a
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mi primogénito, y entonces no puedhacerle ningún daño, aun cuando sea posu bien.
Tal vez fuera una razón cierta enparte, pensó Truecacuentos. Pero no eroda la verdad. De eso estaba seguro.
Poco más tarde, Truecacuentos atizóel fuego para que el tronco prendierbien. Y Miller le contó la historia qu
Truecacuentos había venido a buscar. —Tengo una historia —comenzó—
que podría figurar en su libro.
—A ver...-—Pero no me sucedió a mí. —Tiene que ser algo que usted haya visto—dijo Truecacuentos—. He escuchado
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as historias más insensatas que alguieoyó contar sobre un amigo de su amigo.
—Ah, pero yo lo vi suceder. Yahace años de esto, y he tenido ciertaconversaciones con el sujeto ecuestión. Es uno de los suecos que vive
sobre el río, y habla inglés tan biecomo yo. Lo ayudamos a levantar schoza y su granero nada más llegar aqu
unos años después de nosotros. Y desdeentonces que lo vengo observandoTiene un niño, sabe. Un rubito, ya sab
cómo son... —¿Esos de cabello casblanco? —Como la escarcha de lmañana, así de blanco y sedoso. Uprimor de niño.
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—Me lo imagino como si lo vier—dijo Truecacuentos.
—Y el padre adoraba al pequeñoMás que a su vida. ¿Conoce esa historide la Biblia, del padre que dio a su hijun abrigo de muchos colores? —H
oído hablar de ella. —Bueno. Asamaba al niño este hombre. Pero yo lovi caminando por la orilla del río, y e
padre, de buenas a primeras, se agazapódio un empellón a la criatura y lo lanzde cabeza al Wobbish. Hete aquí que e
niño se cogió a un madero, y entre spadre y yo lo ayudamos a salir de laaguas, pero era algo espeluznante pensaque el padre pudiese haber matado a s
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propio hijo tan amado. No adrede, ysabe, pero eso no habría significado quel hijo estuviera menos muerto ni que epadre fuera menos culpable.
—Creo que ese padre jamás shabría repuesto de algo semejante.
—Bueno, desde luego que no... Perpoco después lo vi un par de veces más
Partía leña, y manejaba el hacha co
al imprudencia que si el niño hubiesresbalado y caído en ese precismomento, el filo se habría hundido en s
misma cabecita, y nunca vi que alguiesobreviviera a un golpe así. —Ni yo. —Y traté de imaginarme qué podí
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estar sucediendo. Qué debía de pensael padre. Conque un día me le acerqué e dije: Neis, debe tener más cuidad
con ese niño. Un día de éstos le sacara cabeza si sigue manejando el hach
con tal imprudencia.
—¿Y sabe qué me contesta eseis? Me dice: Señor Miller, no fu
ningún accidente. Bueno, me quedé qu
me podrían haber tumbado con el eructde un niño de pecho. ¿Cómo que nhabía sido un accidente? Y entonces me
dice: No se imagina lo terrible que esCreo que debo estar embrujado, o que ediablo debe de haberse apoderado dmí. Sin embargo, estoy trabajando
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pensando en cómo quiero a este niño, de pronto siento el deseo de matarlo. Lprimera vez fue cuando aún lamamantaba su madre. Estaba en lo altde las escaleras, con él en los brasos, dentro de mi cabeza sentí que una vo
me decía arrójalo, y quise haserloaunque al mismo tiempo sabía que serío más atroz del mundo. Estab
desesperado por arrojarlo, como spone un niño cuando quiere aplastar unsecto con una piedra. Quería ver s
cabeza partida contra el suelo... —Y bien, luché contra essentimiento, me lo tragué, y sostuve aniño con tal fuerza que casi lo estrujo
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Finalmente, cuando lo posé sobre scuna, supe que desde ese día nunca mávolvería a llevarlo conmigo por laescaleras.
—Pero no podía abandonarlo, ¿se dcuenta? Era mi hijo, y crecía ta
radiante, tan bueno y tan hermoso que npude menos que amarlo. Si me manteníapartado, el pequeño lloraba porque s
padre no jugaba con él. Pero si mquedaba con él, volvían esosentimientos, una y otra vez. No todo
os días, sino varias veces al día, y veces con tal velocidad que mencontraba hasiendo cosas antes dpoder pensarlo siquiera. Como ese dí
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en que lo arrojé al río. Pisé mal y lempujé, pero incluso mientras daba espaso sabía que sería un tropezón y quo empujaría. Lo sabía, pero no tuviempo de detenerme. Y un día sé que no
podré detenerme, que no querré hacerlo
que cuando el niño esté en mis manoacabaré por matarlo.
Truecacuentos vio que el brazo d
Miller se movía, como si quisierenjugar las lágrimas de sus mejillas.
—¿No es de lo más extraño? —
preguntó Miller—. Que un hombre tengesa clase de sentimientos hacia spropio hijo.
—¿Tiene otros hijos ese hombre?
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—Algunos más. ¿Por qué? —Me preguntaba si también tendrí
deseos de matar a los demás... —Nunca. Ni gota. En verdá y
ambién se lo pregunté. Y me dijo que enabsoluto.
—Y bien, señor Miller... ¿Qué ldijo usted?
Miller suspiró un par de veces.
—No sabía qué decirle. Hay cosademasiado grandes para que puedcomprenderlas un hombre como yo. M
refiero a la forma en que el agua intentmatar a mi hijo Alvin. Y luego estesueco y su hijo. Tal vez haya niños quenunca deban llegar a mayores. ¿Lo cre
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usté, Truecacuentos? —Creo que hay niños ta
mportantes que alguien... alguna fuerzdel mundo... tal vez desee su muertePero siempre habrá otras fuerzas, acasmás poderosas, que los deseen vivos.
—¿Y entonces por qué no se dan conocer, Truecacuentos? ¿Por qué noaparece ese poder del cielo y dice... po
qué no se le aparece a ese sueco y ldise no tema más, que su hijo está salvo, incluso de usté?
—Tal vez esas fuerzas no hablen envoz alta. Acaso sólo muestren suefectos...
—La única fuerza que se muestra e
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este mundo es la que mata. —Nada sé sobre ese niño sueco —
dijo Truecacuentos—, pero me atrevo decir que sí hay una protección especiasobre su hijo. A juzgar por lo que usteddice, es un milagro que no haya muert
diez veces. —Es sierto. —Creo que alguien lo custodia.
—No lo suficiente. —El agua nunca se lo llevó
¿verdad?
—Pero estuvo tan cercaTruecacuentos...Y en lo que respecta a ese suequito
sé que alguien lo guarda.
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—¿Quién? —preguntó Miller. —Pues su propio padre. —Su padre es el enemigo —l
corrigió Miller. —No lo creo —dijo Truecacuento
—. ¿Sabe usted cuántos padres matan
sus hijos por accidente? Van de cacerí un tiro se escapa. O una carreta aplast
al niño, o éste se cae. Sucede muy
menudo. Quizás esos padres no vieroo que sucedía. Pero este sueco est
alerta y ve lo que sucede, y se observa
sí mismo y se contiene a tiempo.Miller dejó entrever algo desperanza.
—Tal como usté lo dise, parece
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como si el padre no fuera tan malo. —Si lo fuera, señor Miller, el hijo
estaría muerto desde hace muchiempo...
—Tal vez. Tal vez.Miller lo pensó un tiempo. Tanto
iempo, en realidad, que Truecacuentose durmió. Despertó al escuchar lapalabras de Miller.
—... y cada vez es peor. Se le hasmás y más difícil luchar contra esosentimientos. No hace mucho estaba e
el altillo de su... de su granero, apiando heno. Y allí abajo estaba su hijo, odo era cuestión de arrojar la horquillao más fácil del mundo, y podía deci
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que la horquilla se le escapó, y quién senteraría. Sólo dejarla caer y atravesaal niño. Iba a haserlo, ¿me entiende? Lera tan difícil luchar contra esosentimientos, más difícil que nunca, fue así que bajó los brazos. Decidi
dejar de luchar y ceder a sus impulsosY en ese mismo momento, en esmismísimo instante, aparesió u
desconosido en la puerta y gritó: ¡No!, entonces bajé la horquilla, es lo qudijo, bajé la horquilla, pero temblab
anto que no podía apenas caminarsabiendo que el desconosido había vistel crimen en mis ojos, debe pensar qusoy el hombre más terrible del mund
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para querer matar a mi propio hijo, sisospechar todo lo que he estaduchando durante tantos años...
—Tal vez el desconocido supieralgo acerca de los poderes que obran eel corazón de un hombre —dij
Truecacuentos. —¿Lo cree usté así? —Hum, no puedo asegurarlo, per
al vez ese desconocido también viercuánto amaba ese padre al niño. Acasoel desconocido haya estado confundid
cierto tiempo, pero finalmentcomenzara a darse cuenta de que el niñera extraordinario y que tenía enemigopoderosos. Y entonces quizá llegara
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comprender que por muchos enemigoque el pequeño tuviera, su padre no scontaba entre ellos. Que no era uenemigo. Y acaso quisiera decirle algo ese padre...
—¿Qué querría decirle? —Miller s
enjugó las lágrimas nuevamente con smanga—. ¿Qué cree que podría queredecirle ese desconocido?
—Quizá quisiera decirle: ha hechusted todo lo que ha podido: y ahoresto se ha convertido en algo demasiad
poderoso para usted. Debiera enviar aniño a otro lugar. Al este, con suparientes, o como aprendiz a algúpueblo.
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Sería muy duro para el padre, ya quama tanto a su niño, pero lo haría porqusabe que el verdadero amor es el qupone a salvo al hijo de todo peligro.
—Sí—dijo Miller. —Ya que hablamos de esto —dijo
Truecacuentos—. Acaso usted debahacer lo mismo con su propio hijoAlvin.
—Quizá... —¿No dijo usted que estaba e
peligro cerca de las aguas en este lugar?
Alguien o algo está protegiéndoloPero tal vez si Alvin no viviera aquí... —Algunos de los peligro
desapareserían—concluyó Miller.
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—Piénselo —dijo Truecacuentos. —Es algo terrible tener que enviar
un hijo a un sitio lejano a que viva coextraños...
—Pero es peor sepultarlo... —Sí. No hay nada que pueda se
peor que sepultarlo. No hablaron más y, al cabo de u
rato, ambos se quedaron dormidos.
La mañana estaba fría y la escarchera espesa, pero Miller no dejó que Ase acercara a la roca hasta que el so
derritió la helada por completo. En lugade eso, pasaron la mañana preparando eerreno desde la ladera de roca hasta erineo para que la piedra pudiera roda
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por la pendiente.A estas alturas, Truecacuento
estaba seguro que Al Júnior se valía dun poder oculto para soltar la rueda da superficie rocosa, aun cuando é
mismo no se diera cuenta. Truecacuento
era curioso. Quería ver cuan portentosera ese poder para comprender mejor snaturaleza. Y puesto que Al Júnior no
sabía lo que hacía, el experimento dTruecacuentos debía ser sutil.
—¿Qué talla usa para la piedra? —
preguntó.Miller se encogió de hombros. —Antes usaba una piedra Buhr
Todas vienen con talla de hoz.
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—¿Podría enseñármelo? —solicitTruecacuentos.
Con el extremo del rastrillo, Milledibujó un círculo sobre la escarchaLuego trazó una serie de arcos qupartían del centro del círculo e
dirección al borde. Entre cada par darcos trazó un arco más corto, qucomenzaba sobre la circunferencia per
sin acercarse nunca a más de dos terciodel trayecto hacia el centro.
—Como ésa —indicó Miller.
—Casi todas las ruedas de molinde Pensilvania y Suskwahenny tienealla de un cuarto —dijo Truecacuento
—. ¿Conoce ese corte?
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—Muéstremelo.Y Truecacuentos trazó otro círculo
o quedó tan visible, pues la escarcha se estaba derritiendo, pero fu
suficiente. En lugar de hacer líneacurvas desde el centro hasta el borde
razó rectas, y desde estas líneas largahizo otras más cortas que partíadirectamente hacia la circunferencia.
—A algunos molineros, éstas leagradan más, ya que pueden mantenersafiladas más tiempo. Como todas la
íneas son rectas, se obtiene un trazadiso cuando uno trabaja sobre la piedra. —Ya veo —dijo Miller—. Pero no
sé... Estoy acostumbrado a las línea
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curvas. —Ah, como le parezca. Nunca fu
molinero, de modo que no sé. Sólo lcuento lo que he visto.
-—Oh, no me molesta su comentarioo me molesta en absoluto...
Al Júnior estaba de pie, estudiandambos círculos.
—Si llegamos a casa con esta piedr
—repuso Miller—, intentaré la talla dun cuarto. Me parece que será más fácihaser una molienda fina con ella...
Finalmente, el suelo quedó seco y AJúnior caminó hasta la superficie de lroca. Los demás estaban abajoevantando el campamento o trayend
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os caballos a la cantera. Sólo Miller Truecacuentos observaron a Al mientralevaba su martillo hasta la roca. Par
que el círculo adquiriera toda sprofundidad a lo largo de lcircunferencia entera, aún debía hace
unos cortes más.Para sorpresa de Truecacuentos
cuando Al Júnior posó el cincel
descargó un golpe de martillo, de lsuperficie de piedra saltó un grafragmento de unos doce centímetros
fue a dar en tierra. —Pero esa roca es blanda como ecarbón —observó Truecacuentos—¿Qué clase de rueda de molino pued
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hacerse con algo tan poco resistente?Miller sonrió y sacudió la cabeza.Al Júnior dio un paso atrás. —Ah, Truecacuentos, es piedr
dura, a menos que sepas el sitio exactdonde dar el golpe. Prueba y lo verás.
Truecacuentos tomó el martillo y ecincel de las manos del niño y saproximó a la roca. Cuidadosámente
posó el cincel sobre la piedra, en uángulo ligeramente oblicuo. Luego, traunos golpes de prueba, descargó u
fuerte mazazo.El cincel saltó prácticamente de smano izquierda, y el impacto fue tagrande que dejó caer el martillo.
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—Lo siento —dijo—; no es lprimera vez que lo hago, pero debhaber perdido la destreza...
—Descuide, es la roca... —indicAl—. Es algo temperamental. Sólo lgusta ceder en determinada
direcciones.Truecacuentos inspeccionó el luga
donde había intentado penetrar. Pero no
pudo dar con él. Su poderosa descargno había hecho la menor mella.
Al Júnior recogió las herramientas
posó el cincel sobre la roca. YTruecacuentos estuvo seguro de quo estaba haciendo en el mismo luga
donde antes lo había hecho él. Pero A
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actuó como si lo hubiera situado de unmanera enteramente distinta.
—¿Ve? Hay que saber encontrar eángulo. Así...
Descargó el martillo, el hierrresonó, se escuchó un crujido de roca
una vez más la piedra se desmoronsobre la tierra.
—Ahora veo por qué lo manda a é
hacer los cortes... —Párese ser la mejor forma —
repuso Miller.
En minutos apenas, la piedra quedotalmente recortada en círculo.Truecacuentos no abrió la boca. S
imitó a observar al niño.
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Al dejó sus herramientas en el suelocaminó hasta la rueda de molino y labrazó. Su mano derecha se curvalrededor del reborde. Su manzquierda se hundió en el corte del lad
opuesto. La mejilla de Alvin se posó
sobre la piedra. Tenía los ojos cerradosParecía como si estuviese escuchando lroca, por ridícula que fuese la idea.
Comenzó a murmurar suavementeUn sonido monótono e impreciso. Movias manos. Cambió de posición. Escuch
con el otro oído. —Vaya... —dijo Alvin—. Casi nopuedo creerlo...
—¿Creer qué? —preguntó su padre.
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—Esos últimos golpes deben habehecho temblar la piedra. El dorso casse ha desprendido.
—¿Quieres decir que la rueda dmolino está suelta? —preguntTruecacuentos.
—Creo que ya podemos ir sacándol—dijo Alvin—. Llevará un poco drabajo de cuerdas, pero lo podremo
hacer sin demasiados problemas.Sus hermanos trajeron las cuerdas
os caballos. Alvin pasó una soga po
detrás de la piedra. No había dado usolo golpe contra el dorso, pero lcuerda se deslizó fácilmente en su sitioLuego otra cuerda, y otra más, y pront
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odos estuvieron tirando, primero a lzquierda, luego a la derecha, par
quitar lentamente la pesada piedra de secho de roca.
—Si no lo hubiera visto... —dijTruecacuentos.
—Pero lo ha visto —repuso Miller.La habían separado unos centímetro
cuando cambiaron las cuerdas, pasaro
cuatro cabos por el orificio central y losujetaron a dos caballos, quaguardaban arriba de la pendiente.
—Rodará cuesta abajo de lo mábien —explicó Miller a Truecacuento—. Los caballos están como contrapesopá tirar en contra.
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—Parece pesada... —Bueno. En ese caso no se pong
delante de ella —aconsejó Miller.Comenzaron a hacerla rodar, mu
entamente. Miller tomó a Alvin dehombro y mantuvo al pequeño lejos d
a piedra, y más arriba de la ladera.Truecacuentos ayudó con lo
caballos, de modo que no pudo examina
bien el dorso de la piedra hasta questuvo posada sobre el suelo junto arineo.
Era suave como la piel de un reciénacido. Plana como un espejo de aguaheladas. Y estaba tallada según unesquema de talla de un cuarto. Las línea
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rectas partían del orificio central haciel reborde de la piedra.
Alvin se acercó a su lado. —¿Lo hice bien? —Sí—repuso Truecacuentos. —Fue una suerte —comentó Alvin
—. Sentí que la piedra estaba popartirse justo por donde ve las líneas. Squería partir por allí, más fáci
mposible.Truecacuentos extendió la mano
pasó el dedo suavemente por el bord
de uno de los cortes. Le dolió. Se llevel dedo a la boca y sintió el sabor sangre.
—La rueda saca un lindo filo, ¿eh
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—comentó Mesura, como si se tratarde algo totalmente cotidiano. PerTruecacuentos advirtió el asombro esus ojos.
—Buen corte —dijo Calma. —El mejor hasta ahora —asegur
David.Entonces, mientras los caballos s
afanaban por no caer, la pusieron d
ado para apoyarla sobre el trineo, coos cortes hacia arriba.
—¿Me hará un favor
Truecacuentos? —preguntó Miller. —Si puedo... —Lleve a Alvin de regreso a casa
Su tarea ha terminado.
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—¡No, Papá! —exclamó el pequeñoCorrió hasta su padre—. No puedeenviarme a casa ahora...
—No necesitamos niños que sanden por entre las piernas mientramanipulamos una piedra de mesejant
amaño —dijo su padre. —Pero debo vigilar la rueda par
asegurarme de que no se parta o s
melle, Pa...Los hijos mayores observaban a s
padre, a la espera. Truecacuentos s
preguntó qué estarían esperando. Erademasiado mayores para sentir celos deamor que su padre deparaba a estséptimo hijo. También debían de quere
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que el pequeño estuviera a salvo de toddaño. Pero para todos era mumportante que la rueda llegara sana
sin roturas para que comenzara cumplir sus funciones en el molino
adie dudaba de que Alvin tenía l
facultad de conservarla intacta.Finalmente, Miller habló: —Podrás cabalgar junto a nosotro
hasta que se ponga el sol. Entonceestaremos serca, y tú y Truecacuentopodréis adelantaros y pasar la noche e
una buena cama. —Por mí no hay problema —dijTruecacuentos.
Era evidente que esto no satisfacía
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Alvin pero el niño no respondió.Antes del mediodía, el trineo y
estaba en marcha. Dos caballos delant dos a la zaga, para hacer de freno, iba
atados directamente a la piedra, qudescansaba sobre las maderas de
rineo. Y éste iba sobre siete u ochorodillos pequeños. El trineo avanzaba se deslizaba sobre los tronco
dispuestos por delante. Y a medida queos rodillos de atrás quedaban libres
uno de los jóvenes lo quitaba por debaj
de las cuerdas que iban hacia las bestia corría hacia el frente para situarldetrás del par que tiraba. Es decir, qupor cada kilómetro que avanzaba l
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roca, los hombres corrían cinco.Truecacuentos quiso hacer su parte
pero ni Calma ni Mesura ni Daviestuvieron dispuestos a permitírseloTerminó ocupándose de los caballos deretaguardia. Alvin iba montado sobre e
omo de uno de ellos. Miller conducía epar de delante, y cada tanto regresaba cerciorarse de que no iba demasiad
deprisa para los jóvenes.Y así avanzaron, hora tras hora
Miller propuso que se detuvieran par
descansar, pero al parecer no sentíafatiga, y Truecacuentos se asombraba da resistencia de los rodillos. Ni un
solo partido contra la roca o vencid
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por el peso de la piedra. Sólo smellaban ligeramente.
Y cuando el sol se hundía dos dedopor debajo ¿el horizonte, desdibujadentre las nubes encendidas por el ocasoTruecacuentos reconoció el valle que s
abría ante ellos. Habían hecho toda lravesía en una sola tarde.
—Creo que tengo los hermanos má
fuertes de todo el mundo —murmurAlvin.
No me cabe la menor duda, dij
Truecacuentos para sus adentros. Si túpuedes cortar una roca de la montaña simanos, sólo porque «encuentras»
las fracturas precisas en la piedra
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no me sorprende que tus hermanohallen en sí mismos exactamente tantafuerzas como crees que tienen.
Truecacuentos intentó, como tantaveces antes, dilucidar la naturaleza dos poderes ocultos. Sin duda debía d
haber alguna ley natural que rigiera suso. El viejo Ben siempre solía decirloY sin embargo, aquí estaba este niño
que por mera creencia y deseo podícortar la roca como mantequilla nfundir fortaleza a sus hermanos. Habí
una teoría según la cual el poder ocultprovenía de la afinidad con ciertelemento natural en especial. ¿Pero cuápodía hacer todo lo que Alvin sabía
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¿La tierra? ¿El aire? ¿El fuego? Sin dudno se trataba de agua, pueTruecacuentos sabía que las historias dMiller eran ciertas. ¿Cómo podía seque Alvin deseara algo y la tierra mismcediera a su voluntad, mientras que otro
podían desear cosas sin lograr qusoplara la más mínima brisa?
Cuando llegaron al molin
necesitaron encender antorchas parluminar el recorrido de la rueda ravés de las puertas.
— Más vale dejarla puesta estnoche — dijo Miller.Truecacuentos imaginó los temore
que azotaban la mente del hombre. S
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dejaba la rueda erecta, seguramentrodaría por la mañana y aplastaría cierto niño mientras inocentementcargaba agua hasta la casa. Puesto que lrueda había venido milagrosamentdesde la montaña en un solo día, serí
onto dejarla en cualquier sitio que nfuera el adecuado: sobre la base dierra apisonada y cantos rodados de
molino.Trajeron un par de caballos a
nterior del recinto y ataron la rueda
as bestias, como habían hecho cuanda hicieron descender sobre el trineo. Ymientras el peso de la rueda ib
descargándose sobre la base, lo
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animales harían de contrapeso.Pero en ese momento la roc
descansaba sobre la tierra que habíalrededor de la base de cantos rodadosMesura y Calma estaban pasando unapalancas por debajo del borde exterio
para aplicar fuerza y conseguir qucayera sobre el sitio preciso. Mientrarabajaban, la rueda se bambole
igeramente. David sostenía locaballos. Sería una tragedia que tirarademasiado pronto y que impulsaran l
piedra en sentido contrario para que eado tallado cayera sobre el suelo dierra.
Truecacuentos, a un lado, observab
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a Miller dirigir la labor de sus hijos conútiles advertencias.
— Cuidado allí. Ahora quietos... —Desde que habían traído la roca anterior del molino, Alvin habí
permanecido a su lado. Uno de lo
caballos se encabritó. Miller reaccionde inmediato — . Calma, ayuda a thermano con los animales. — El mism
Miller dio un paso hacia ellos.En ese momento, Truecacuento
advirtió que Alvin no estaba a su lado
como creía. Llevaba una escoba caminaba a paso raudo hacia la rueda dmolino.
Tal vez hubiera visto algún canto
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suelto sobre la base. Tenía queapartarlo,
¿verdad? Los caballos retrocediero las cuerdas se aflojaron. Justo cuand
Alvin se detenía detrás de la rocaTruecacuentos advirtió que nada podrí
mpedir que el peso cayera sobre él, sahora que las cuerdas no estaban tensasa roca se inclinaba.
Lo más razonable era que no cayesePero Truecacuentos ya había aprendidoque no había que confiar en l
razonable. Alvin Júnior tenía uenemigo invisible y poderoso, que nperdería una oportunidad como ésa.
Truecacuentos avanzó unos pasos
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Cuando llegó a la altura de la piedrasintió que la tierra cedía bajo sus piesque se desmoronaba. No mucho, sólunos centímetros, pero suficiente parque el borde inferior de la rueda snclinara apenas y provocara un impuls
mposible de detener en lo alto de lnmensa rueda. La roca caería sobre e
sitio correcto, sobre la base de canto
rodados, y debajo de ella quedaría epequeño Alvin, triturado como logranos de la molienda.
Con un grito, Truecacuentos tomó Alvin del brazo y dio un tirón paralejarlo de la roca. Sólo entonces viAlvin que la piedra caería sobre él. E
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movimiento de Truecacuentos tuvofuerza suficiente para hacer que el niñretrocediera unos pasos, pero no bastóLas piernas del pequeño quedaron baja sombra de la roca. Y ésta caía
deprisa, muy deprisa. Truecacuentos no
pudo reaccionar a tiempo, no pudo haceotra cosa, más que mirar cómo aplastabas piernas de Alvin. Sabía que era un
daño igual a la muerte, pero máprolongado. Había fracasado.
En ese momento en que observaba l
caída asesina de la piedra, vio apareceuna grieta sobre su superficie y, emenos de un instante, la rueda quedpartida en dos mitades perfectas. Cad
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una caería a un lado de las piernas dAlvin, sin tocarlo.
Apenas vio Truecacuentos el haz duz por entre ambos fragmentos de l
piedra, oyó que Alvin gritaba: —¡Noo!
Cualquiera habría pensado que eniño gritaba por su muerte inminentbajo el peso de la roca. Per
Truecacuentos estaba sobre el suelo, su lado, iluminado por la luz mortecinde las antorchas que se filtraba a travé
de la rajadura. Y para él, el grito fualgo más. Inconsciente del propipeligro, como era propio de los niñosAlvin gritaba porque la piedra s
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rompía en dos.Después de todo su trabajo y de
esfuerzo de traer la roca a casa, npodía soportar verla destruirse.
Y como no pudo soportarlo, nosucedió. Las mitades de la rued
volvieron a unirse como una aguja sadhiere a un imán, y la roca cayó intacta
La sombra de la piedra habí
exagerado su huella sobre el suelo. Naplastó ambas piernas del niño. Spierna izquierda, en realidad, qued
fuera de la rueda, pero la derecha estabendida de tal forma que el borde de lpiedra le mordió la pantorrilla unocentímetros en la parte más ancha. Com
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Alvin estaba apartando las piernas, empulso dirigió la rueda aún más en l
dirección que llevaba. Y la rueda dpiedra desgarró la piel y el músculohasta el hueso, pero la pierna no quedaplastada bajo el peso de la roca. N
siquiera se habría roto, de no ser porqua escoba yacía atravesada debajo d
ella. La rueda empujó la pierna de Alvin
hacia abajo contra el mango de lescoba, con fuerza suficiente para partipor la mitad ambos huesos de l
extremidad inferior. Las puntas rotas dos huesos perforaron la piel y quedaroa ambos lados del mango de la escobasujetándolo firmemente como una prens
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de tornillo. Pero la pierna no habíquedado bajo la piedra, y los huesos shabían partido en un corte limpio, sique la roca los redujera a polvo.
El aire estaba atravesado por eestruendo de la roca sobre la roca, po
os gritos roncos de los hombreazorados por el dolor, y sobre todo poa agonía hiriente de un niño que nunc
como entonces había sido tan pequeño vulnerable.
Cuando todos estuvieron all
Truecacuentos ya había visto que ambapiernas de Alvin habían quedado libresAlvin trató de sentarse para observar sherida. Tal vez la visión fuese
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demasiado para él, o acaso fuera edolor. Lo cierto es que se desmayóEntonces, su padre lo alzó. No habísido el más próximo, pero se habíacercado más rápido que los hermanode Alvin.
Truecacuentos trató dranquilizarlo, pues la pierna no parecí
rota, ya que ambos huesos estaba
aferrados al mango de la escoba. Milleevantó a su hijo, pero la pierna n
cedió y, aun en la inconsciencia, e
dolor arrancó un cruel quejido apequeño. Fue Mesura quien tuvo agallapara tirar de la pierna y liberarla demango de la escoba.
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Antorcha en mano, David iba delantde su padre, alumbrando el caminmientras éste llevaba en sus brazos aniño. Mesura y Calma los habríaseguido, pero Truecacuentos los detuvo
—Allí ya están las mujeres, David
vuestro padre —les señaló—. Alguieiene que ocuparse de esto.
—Tiene razón —concedió Calma—
Padre no querrá acercarse por aqudurante un tiempo.
Los jóvenes emplearon palanca
para levantar la rueda de forma quTruecacuentos pudiera retirar el mangode la escoba y las cuerdas que seguíaatadas a los caballos. Los tres retiraro
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as herramientas del molino y luegencerraron los animales en el establo guardaron todos los instrumentos. Sólentonces regresó Truecacuentos a lcasa. Alvin dormía en la cama deanciano.
—Esperó que no se moleste —dijAna con ansiedad.
—Pues claro que no —repus
Truecacuentos.Las demás niñas y Cally estaba
recogiendo los platos de la cena. En l
habitación que fuera de TruecacuentosFe y Miller estaban sentados sobre lcama, mudos y con el rostro del color da ceniza. Alvin yacía con la piern
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entablillada y vendada.David estaba de pie, cerca de l
puerta. —Ha sido una fractura limpia —
murmuró a Truecacuentos—. Pero laheridas...
tememos que haya infección. Hperdido toda la piel de delante de lpantorrilla. No sé si podrá curar así e
hueso desnudo... —¿Volvieron a ponerle la piel en su
ugar? —preguntó Truecacuentos.
—Toda la que quedó la prensamocontra el lugar, y Mamá la cosió en ssitio.
—Bien hecho.
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Fe levantó el rostro. —¿Sabe algo de medicina
Truecacuentos? —Uno aprende, después de años d
ntentar hacer lo que esté en sus manopara ayudar a quienes saben tan poc
como uno... —¿Cómo puede ser que esto hay
ocurrido? —preguntó Miller—. ¿Po
qué esta vez, cuando tantas otras nada lsucedió? —Miró de frente Truecacuentos—.
Había llegado a pensar que el niñenía un protector... —Lo tiene... —Entonces el protector fracasó.
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—No —lo corrigió Truecacuento—. Durante un momento mientras lrueda caía, vi que se partía en dos y quentre ambas mitades quedaba el espacisuficiente para no tocarlo.
—Como la viga... —recordó Fe.
—Yo también creí verlo, Padre —ntervino David—. Pero cuando cay
entera, pensé que había visto un
esperanza, y no la realidad. —Pero ahora no hay ninguna grieta.
—manifestó Miller.
—Así es —convino Truecacuento—. Alvin se negó a dejar que spartiera.
—¿Está disiendo que la volvió
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unir? ¿Para que cayera sobre él y laplastara la pierna?
—Estoy diciendo que no penssiquiera en su pierna. Sólo en la rueda.
—Ay, mi niño. Mi buen niño... —murmuraba su madre, acariciand
iernamente el brazo que se extendíhacia ella instintivamente. Mientras ellmovía los dedos del niño, éstos cedía
axos para luego volver a caer. —¿Es posible? —se preguntó Davi
—. ¿Es posible que la rueda se hay
partido y vuelto a unir con tanta rapidez —Debe de serlo —concluyTruecacuentos—, pues así sucedió.
Fe volvió a mover los dedos de s
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hijo, pero esta vez no cayeron flácidosSe extendieron aún más, luego scerraron y finalmente volvieron extenderse.
—Está despierto —dijo su padre. —Iré a buscar algo de ron para e
niño —indicó David—. Para calmarlel dolor.
Soldado de Dios ha de tener algo e
su tienda. —No —musitó Alvin. —El niño dice que no —repiti
Truecacuentos. —¿Qué sabe él, en medio de tantdolor?
—Tanto como pueda, debe
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mantenerse consciente—explicTruecacuentos. Se acuclilló al lado de lcama a la derecha de Fe, para estar biecerca del rostro del pequeño—. Alvin.¿me oyes?
Alvin gruñó, como diciendo que sí.
—Entonces escúchame. Tu piernestá gravemente herida. Los huesos estárotos, pero han sido puestos en su lugar
Se curarán. Pero la piel ha siddesgarrada, y a pesar de que tu madre lha cosido, hay posibilidades de que e
ejido muera y se gangrene. Y de que esacabe con tu vida. Cualquier cirujano tcortaría la pierna para salvarte la vida.
Alvin echó atrás la cabeza
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ntentando gritar. Dejó escapar ugemido:
—¡No, no! ¡No! —Está empeorando las cosas —dij
Fe con ofuscación.Truecacuentos miró al padre
Buscaba permiso para poder proseguir. —No atormente al niño —lo previn
Miller.
—Un proverbio dice —sentenciTruecacuentos—: «El manzano nuncpregunta al haya cómo ha de crecer, ni e
eón al caballo cómo ha de cazar spresa.» —¿Y eso qué significa? —preguntó
Fe.
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—Significa que no me incumbratar de enseñarle a él a usar podere
que apenas comienzo a comprenderPero ya que no sabe cómo hacerlo por ssolo, debo intentarlo, ¿verdad?
Miller lo pensó un momento.
—Adelante, Truecacuentos. Emejor que sepa lo mal que está, ya seque pueda curarse o no.
Truecacuentos tomó suavemente lmano del niño entre las suyas.
—Alvin, ¿quieres conservar t
pierna, verdad? Entonces tienes qupensar en tu pierna tal como pensaste ea roca. Tienes que pensar que la piel du pierna vuelve a crecer y se adhiere a
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hueso como debiera. Tienes que pensaen ello. Dispones de tiempo de sobraaquí en la cama. No pienses en el dolorPiensa en la pierna como debe ser. Otrvez entera y fuerte.
Alvin yacía con los ojos cerrado
contra el dolor. —¿Lo estás haciendo, Alvin
¿Puedes intentarlo?
—No —repuso Alvin. —Debes luchar contra el dolor, par
poder emplear tu don y hacer l
correcto. —Jamás lo haré —dijo el niño. —¿Por qué no? —exclamó Fe. —El Hombre Refulgente... —
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respondió Alvin—. Se lo prometí.Truecacuentos recordó la promes
que Alvin había hecho al HombrRefulgente, y su corazón se abatió copesar.
—¿Qué es el Hombre Refulgente
—quiso saber Miller. —Es... una aparición que tuvo e
niño —explicó Truecacuentos.
—¿Cómo es que no nos hemoenterado de ello? —preguntó Miller.
—Fue la noche en que se partió l
viga —agregó Truecacuentos—. Alvinprometió al Hombre Refulgente quamás utilizaría sus poderes para s
propio beneficio.
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—Pero Alvin —dijo Fe—. Esto noes para que te enriquezcas ni nada... Epara salvar tu vida.
El niño se limitó a fruncir el ceño ddolor y a sacudir la cabeza.
—¿Me dejarían con él? —pidi
Truecacuentos— Sólo unos minutospara poder hablar con Alvin.
Antes de que Truecacuentos pudier
erminar la frase, Miller ya establevándose a su mujer de la habitación.
—Alvin —comenzó—. Debe
escucharme. Con suma atención. Sabeque no te mentiría. Una promesa es algmportantísimo, y nunca aconsejaría a u
hombre que rompiera su palabra, au
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para salvar su propia vida. De modo quno te pediré que te valgas de tu poder eu propio beneficio. ¿Me has oído?
Alvin asintió. —Pero piensa. Piensa en e
Deshacedor que recorre el mundo
adie lo ve mientras realiza su labormientras destruye y desmigaja las cosas
adie, salvo un niño solitario. ¿Quién e
ese niño, Alvin?Los labios de Alvin formaron l
palabra, si bien de ellos no salió ningú
sonido. Yo. —Y a ese niño le ha sido dado upoder que ni siquiera puede comenzar comprender. El poder de construir all
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donde el enemigo destruye. Y más queeso, Alvin. El deseo de construir... Unniño que, haciendo, responde a cadmagen que percibe del Deshacedor
Ahora dime, Alvin. ¿Los que ayudan aDeshacedor son amigos o enemigos d
a humanidad?Enemigos, dijeron los labios d
Alvin.
—De modo que si ayudas aDeshacedor a destruir a su enemigo mápeligroso tú también eres un enemigo d
a humanidad, ¿verdad?La angustia hizo hablar al pequeño. —Lo estás retorciendo todo... —Lo estoy poniendo claro —repus
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Truecacuentos—. Tu juramento fue nousar nunca el poder en tu propibeneficio. Pero si mueres, sólo eDeshacedor se beneficia, y si vives, sesa pierna se cura, es para el bien doda la humanidad. No, Alvin, es par
beneficio del mundo entero y de todo lque existe en él.
Alvin gimió. Más le dolía la ment
que el cuerpo. —Pero tu juramento fue claro, ¿no e
así? Jamás en tu propio beneficio. ¿Po
qué no satisfacer un juramento con otroAlvin? Haz otro juramento: quconsagrarás toda tu vida, tu vida, construir contra el Deshacedor. S
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cumples con ese juramento, y lo haráspues eres un niño que tiene palabra, smantienes ese juramento, salvar tu vides una acción en beneficio de los demás no en tu provecho personal.
Truecacuentos aguardó, aguardó
hasta que por fin Alvin asintióigeramente.
—Alvin Júnior: ¿juras que dedicará
oda tu vida a derrotar al Deshacedor, hacer que las cosas sean íntegrasbuenas y correctas?
—Sí—murmuró el niño. —Entonces te digo, en los términode tu propia promesa, que debes curarta ti mismo.
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Alvin aferró el brazo dTruecacuentos.
—¿Cómo? —musitó. —Eso no lo sé, niño —repus
Truecacuentos -—. Tendrás que hallaen ti mismo la forma de emplear t
propio poder. Sólo puedo decirte qudebes intentarlo, pues si no el enemigogrará la victoria y tendré que termina
u relato diciendo que tu cuerpo fuarrojado bajo tierra.
Para sorpresa de Truecacuentos
Alvin sonrió. Entonces el anciancomprendió la chanza. Su relaterminaría con la tumba hiciera lo qu
hiciere ese día.
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—De acuerdo, niño —dijTruecacuentos—. Pero me gustaríescribir unas páginas más sobre ti antede dar fin al Libro de Alvin...
—Lo intentaré —prometió Alvin.Si lo intentaba, sin duda lo lograría
El protector de Alvin no lo había hecholegar hasta allí sólo para dejarlo morir
Truecacuentos estaba seguro de qu
Alvin tenía poder suficiente para curarsa sí mismo, si conseguía descubricómo. Su propio cuerpo era mucho má
complicado que la roca. Pero si pensabsobrevivir, debía aprender los senderode su propia carne y reparar las fisurade sus huesos.
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Fuera, en la sala grande, prepararouna cama para Truecacuentos. Sofreció a dormir sobre el suelo, al laddel lecho de Alvin, pero Miller sacudióa cabeza y respondió:
—Ése es mi lugar.
Pero a Truecacuentos le fue difíciconciliar el sueño. En mitad de la nochfinalmente se dio por vencido, encendi
una antorcha con un fósforo, se envolvien su abrigo y salió afuera.
El viento soplaba cruelmente. S
avecinaba una tormenta, y a juzgar por eolor del aire, habría nieve. Los animaleno hallaban sosiego en el corral. ATruecacuentos se le ocurrió que es
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noche tal vez no estuviera solo a lntemperie. Podía haber pieles rojas eas sombras, o incluso merodeando po
entre las dependencias de la granjaobservándolo. Se estremeció y luegahuyentó su propio temor. Era una noch
muy fría. Aun los cree-eks o choc-tawmás sanguinarios y enemigos del hombrblanco, que acechaban desde el sur, era
demasiado listos para salir cosemejante tormenta en puertas.
La nieve no tardaría en caer. L
primera de la temporada. Pero no seríuna simple nevisca; Truecacuentopodía sentir que nevaría todo el dísiguiente.
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Detrás de la tormenta, el aire seríodavía más frío, ese aire helado qu
vuelve la nieve seca y esponjosa, que lhace apilarse cada vez más, hora trahora. Si Alvin no los hubiese apresuraddurante el regreso, y si no hubiera
cargado la rueda de molino en una solornada, habrían tenido que arrastrar erineo bajo la nevada. Y el trayecto
habría sido resbaladizo...Podría haber sucedido algo peo
aún.
Truecacuentos se encontró en emolino, contemplando la rueda. Se veían sólida Era difícil imaginar qu
alguien pudiese moverla. Sus dedo
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acariciaron los cortes sobre lsuperficie por los cuales se recogería lharina cuando la gran rueda de maderarrastrada por las aguas hiciera girar eeje y la piedra de moler diera vueltas vueltas alrededor de esta laja, con l
firmeza con que la Tierra gira alrededodel Sol año tras año, convirtiendo eiempo en polvo, así como el molin
convierte los granos en harina...Echó un vistazo al suelo, al siti
donde la tierra había cedido apenas baj
a rueda de molino, hasta hacerla caesobre el niño. Bajo la luz de la antorchbrilló el fondo de la depresiónTruecacuentos se agachó y hundió e
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dedo en un centímetro de agua. Debía dhaberse juntado allí, empapando esuelo, hasta ablandarlo. No tanto compara ser una humedad visible. Sólo parceder bajo un gran peso.
Ay, Deshacedor, pensó
Truecacuentos, muéstrate ante mí construiré un edificio tal que quedaráallí cautivo para siempre. Pero po
mucho que lo intentó, no pudo hacer qusus ojos vieran temblar el aire compodía hacer el séptimo hijo varón d
Alvin Miller. Finalmente, Truecacuentoevantó su antorcha y abandonó emolino. Ya caían los primeros copos. Eviento casi había muerto. La nieve s
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precipitaba más y más rápido, bailanduna danza bajo la luz de su antorchaCuando llegó a la casa, el suelo yestaba gris de nieve y el bosque ernvisible en la distancia. Se refugió en enterior, se tendió en el suelo si
quitarse las botas siquiera y caydormido.
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Capítulo 12
EL LIBRO
Noche y día mantenían tres troncoen el fogón, y casi se veía arder la
piedras de las paredes y el aire de shabitación se mantenía siempre seco.Alvin yacía inmóvil en su lecho. S
pierna derecha, pesada de tantas férula
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vendajes, lo hundía en la cama como sfuera un ancla que dejaba flotar el restdel cuerpo, a la deriva, rodandomeciéndose. Se sentía mareado y algasqueado.
Pero casi no notaba el peso de l
pierna, ni la sensación de mareo. Edolor era su enemigo. Le lanzabpuñaladas y pinchazos que le impedía
abocar la mente a la tarea que le habíencomendado Truecacuentos: curarse.
Pero el dolor también era su amigo
Construía un muro a su alrededor, dmodo que apenas advertía que estaba euna casa, en una habitación, en un lecho
El mundo exterior podía arder
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reducirse a cenizas, que él no lo notaríaLo que ahora exploraba era su mundnterior.
Truecacuentos no tenía idea de loque se decía No era cuestión dformarse imágenes en la mente Su piern
no se compondría con sólo simular questaba curada. Pero aun asTruecacuentos estaba en el camino
correcto.Si Alvin podía descubrir sendero
dentro de la roca, si podía detectar lo
sitios fuertes y débiles y enseñarledónde romperse y dónde resistir, ¿poqué no habría de hacer lo mismo con spiel y sus huesos?
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Pero había un problema: piel huesos se confundían en una masnforme.
La roca era siempre más o menogual en todos lados, pero la pie
cambiaba en cada capa y no era fáci
maginarse adonde iba cada cosa. Allestaba, tendido, con los ojos cerradosescrutando por primera vez su propi
carne.Al principio trató de seguir el dolor
pero eso no lo condujo a ninguna parte
sólo a donde todo se confundíaplastado y sajado, y no lograbdistinguir lo de arriba de lo de abajo. Acabo de un largo tiempo intentó un
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áctica distinta. Escuchó los latidos dsu corazón. Al principio, el dolor siguióobstruyendo su labor, pero no tardó econcentrarse en el sonido. Si en emundo exterior había ruidos, él no lsabía, el dolor le impedía notarlo. Y e
ritmo de los latidos de su corazódejaba afuera el dolor, o al menos casera así.
Siguió la senda de su propia sangrea corriente inmensa y poderosa, y la
más pequeñas. A veces se perdía. A
veces irrumpía una punzada de doloprocedente de su pierna que exigía seescuchada.
Pero, paso a paso, halló la ruta hast
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a piel sana y el hueso entero de la otrpierna. Allí la sangre no era ni la mitadde impetuosa, pero lo condujo adonddeseaba ir. Descubrió todas las capascomo si la pierna fuera una cebolla.
Aprendió el orden en que s
disponían, vio cómo se unían lomúsculos, cómo se bifurcaban lapequeñas venas, cómo la piel e extendí
ensa y firme.Sólo entonces se encaminó hacia l
pierna enferma. El retal de piel qu
Mamá le había cosido estaba casmuerto y comenzaba a pudrirse. Alvisupo lo que necesitaría para que cadparte pudiera sobrevivir. Encontró lo
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extremos de las arterias alrededor de lherida y comenzó a inducirlos a qucrecieran, así como hacía que las grietaviajaran a través de la piedraComparada con eso, la roca era asuntsencillo. Había que hacer una fisura
dejarla correr, y eso era todo. Con lcarne viva era demasiado lento para smpaciencia, y no tardó en dejar de lad
oda otra cosa que no fuera la arteriprincipal.
Comenzó a ver que se valía d
fragmentos y pedazos de aquí y de allpara poder construir. Mucho de lo qusucedía era tan rápido, diminuto complejo que excedía la capacidad d
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comprensión de Alvin. Pero pudo haceque su cuerpo liberara lo que necesitaba arteria para crecer. Podía enviarlo
donde hacía falta, y al cabo de un ratogró enlazar la arteria con el tejid
descompuesto. Le llevó su trabajo, per
finalmente dio con el extremo de unarteria cercenada y unió ambas partepara que la sangre fluyera al parch
cosido.Demasiado pronto, demasiad
deprisa. Sintió calor en la pierna: l
sangre se abalanzaba sobre la carnmuerta, se derramaba por una docena dsitios. No podía contener tanta sangrcomo le enviaba Más despacio, co
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calma...Siguió nuevamente el curso de l
sangre y, esta vez, en lugar de dejarlmanar a chorros, lo hizo gota a gota, nuevamente se dedicó a ligar venas arterias, tratando de que se parecieran a
máximo a lo que había visto en la otrpierna.
Finalmente lo logró, más o menos
Ya podía contener el flujo normal de lasangre. Muchas partes del parche de pierevivieron a medida que la sangr
comenzó a recorrerlo. Otrapermanecieron inertes. Alvin siguióendo y viniendo con la sangre
apartando las partes putrefactas
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deshaciéndolas en fragmentos tapequeños que casi no pudreconocerlos. Pero sí reconocía lapartes sanas, las ponía efuncionamiento y las hacía actuar. Podonde Alvin exploraba, la carne crecía.
Hasta que su mente se cansó de tantpensar y trabajar y cayó dormido, muy su pesar.
—No quiero despertarlo. —No hay forma de cambiarle e
vendaje sin tocarlo, Fe.
—Pues así sea. Ay, ten cuidadoAlvin. No, déjame a mí... —He hecho esto antes... —En terneros, Alvin, no en niños...
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Al sintió que algo hacía presiósobre su pierna. Algo tironeaba allí da piel.
El dolor no era tan intenso como edía anterior. Pero era tal su cansancioque ni siquiera podía abrir los ojos. O
hacer el menor ruido que permitiersaber a los otros que estaba despierto que podía escucharlos.
—Santo cielo, Fe, debe de habesangrado muchísimo durante la noche...
—Mamá, Mary dice que tengo que..
—-¡A callar y a volar de aquíCally! ¿No ves que tu madre estpreocupada con...?
—No hase falta gritarle al pequeño
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Alvin. Sólo tiene siete años. —Siete años son suficientes par
que mantenga cerrada la boca y deje epaz a los mayores cuando tienen cosaque... oh, mira eso...
—No puedo creerlo.
—Pensé que veríamos salir el pucomo crema de la ubre...
—Más limpia imposible...
—¿Y quieres ver esto? La piel estcomenzando a crecer. Tu costura debehaber prendido.
—Ni siquiera me atrevía a pensaque esa piel pudiese sobrevivir. —Casi no se le ve el hueso po
debajo.
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—El señor nos está bendisiendoRecé toda la noche, Alvin, y mira lo quha hecho Dios.
—Bueno, tendrías que haber oradmás fuerte y haber hecho que se curasde una vez. Necesito al niño para una
cuantas tareas. —No empieses a blasfema
conmigo, Alvin Miller.
—Si hay algo que me saca de quicies la forma que tiene Dios de andasiempre metiéndose en todo par
levarse los honores. Quizá Alvin sea ubuen sanador. ¿No se te había ocurrido? —Mira. Tus necedades está
despertando al niño.
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—Ve si quiere un vaso de agua. —Pues se la pienso dar la quiera
no.Alvin deseaba agua con todo su ser
Su cuerpo estaba seco, no sólo su boca. Necesitaba reponer lo que habí
perdido en sangre. Tragó toda la qupudo, de un jarro de latón que lacercaron a los labios. Buena parte de
agua le corrió por el cuello y el rostropero ni siquiera lo notó. Lo qumportaba era el agua que entraba en s
vientre. Se recostó y trató de descubridesde su interior cómo se encontraba lherida. Pero regresar allí era algdemasiado arduo, le era muy difíci
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concentrarse. Desistió a mitad dcamino.
Volvió a despertar y pensó quedebía de ser de noche, o que habíacorrido las cortinas. No podía saberlporque le era imposible abrir los ojos,
el dolor había regresado. Otra vez latenazaba igual que antes, o incluso másLa herida le picaba y casi no podí
contener las ganas de rascarse. Pero acabo de un tiempo pudo descubrir lherida y ayudar nuevamente a que la
capas crecieran. Para cuando caydormido, había logrado formar una capdelgada y completa de piel sobre lherida. Por debajo, el cuerpo seguí
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rabajando para renovar los músculodesgarrados y soldar los huesoquebrados. Pero no habría máhemorragias ni heridas abiertas qupudieran infectarse.
—Mire esto, Truecacuentos
¿Alguna vez ha visto algo así? —Como la piel de un recié
nacido...
—Tal vez esté loco, pero salvo poa tablilla no veo rasón para deja
vendada la pierna ya.
—No se ve ni rastro de la heridaLas vendas ya no hacen falta...-—Quizá mi esposa tenga razón
Truecacuentos. Acaso Dios haya hecho
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un milagro con mi hijo... —Eso no demuestra nada. Cuando e
niño despierte, tal vez sepa algo acercde lo sucedido.
—Ni pensarlo. No ha abierto loojos ni una sola ves.
—Hay algo seguro, señor Miller. Eniño no ha de morir. Eso es más de loque cabía pensar ayer.
—Yo ya pensaba en haser un cajónpara enterrarlo, eso pensaba. No veíposibilidad de que siguiera con vida. ¿Y
ahora quiere usté ver lo sano que estáQuisiera saber qué o quién estprotegiéndolo...
—Sea lo que fuere, señor Miller, e
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niño es más fuerte. Eso es algo en lo qumerece la pena pensar. Su protectopartió la rueda en dos, pero Al ldevolvió a su forma original y sprotector no pudo hacer nada arespecto.
—¿Sabría lo que estaba hasiendo? —Debe de tener cierta noción de su
poderes. Sabía lo que podía hacer con l
piedra... —Jamás oí hablar de un don com
ése, para decírselo de una vez. Le cont
a Fe lo que hiso con la piedra, cómo lalló sobre el dorso sin poner siquiera lherramienta sobre él, y ella me empesó eer el Libro de Daniel y a exclamar qu
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se está cumpliendo la profecía. Queríentrar corriendo en la habitación advertir al niño sobre los pies de barro¿No es el colmo? La religión las vuelvocas. No conozco una sola mujer que n
se haya vuelto loca con la religión...
La puerta se abrió. —¡Largo de aquí! ¿Eres sordo
endré que decírtelo veinte veces, Cally
¿Dónde está su madre que no puedmantener a un mocoso de siete añofuera de...?
—Tenga paciencia con el niñoMiller. Se ha ido, de todas formas. —No sé qué pasa con él. Desde qu
Al ha caído en cama veo su rostro po
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donde quiera que mire. Parece usepulturero a la espera de un cliente.
—Tal vez le resulte extraño esto deque Alvin se haya herido.
—Con todas las veses que Alvin hestado a punto de morir...
—Pero jamás se lastimó.Se hizo un largo silencio. —Truecacuentos...
—Diga, señor Miller. —Aquí ha sido usté un amigo par
nosotros, a veses a nuestro pesar. Pero
me figuro que sigue siendo un viajero... —Eso soy, señor Miller. —Lo que quiero desirle... sin prisas
compréndame, pero si en los tiempo
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próximos piensa viajar más o menos codirección este, ¿cree que podría llevauna carta por mí?
—Con mucho gusto. Y sin paga. Ni austed ni a quien la reciba.
—-Es muy gentil de su parte. Estuv
pensando en lo que dijo. Eso de que uniño necesita ser alejado de ciertopeligros. Y pensé, ¿dónde puede habe
gentes a quienes pueda confiarles eniño? No tenemos parientes que valgaa pena en Nueva Inglaterra... Y en
cualquier caso, tampoco quiero que aniño me lo críen como un puritano aborde del infierno.
—Me alegra oír eso, señor Miller
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porque no tengo muchos deseos dvolver a pisar Nueva Inglaterra.
—Si sigue el camino que hisimos avenir del oeste, tarde o temprano llegara un sitio sobre el río Hatrack, unocincuenta kilómetros al norte de Hio, n
muy lejos de Fort Dekane. Allí hay unposada, o al menos la había, y fuera hauna sepultura donde se lee: «Vigor
quien murió para salvar a los suyos.» —¿Quiere que lleve al niño? —No, no. Nunca lo enviaría ahor
que ha comensado a nevar. El agua... —Comprendo. —Allí hay un herrero, pensé que e
niño podría trabajar de aprendiz. Alvi
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es joven, pero para su edá es corpulento calculo que a ese hombre le será d
utilidá. —¿Como aprendiz? —Bueno, no voy a entregarlo com
esclavo. Y no tengo dinero pá pagarle
una escuela... —Llevaré la carta. Pero esper
poder quedarme hasta que el niñ
despierte y despedirme... —No pensaba enviarlo hoy por l
noche. Ni mañana, con semejante niev
de locos... —No creía que se hubiese dadcuenta del tiempo que hace.
—Jamás dejo de darme cuent
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cuando tengo agua bajo los pies. —Riristemente y se marchó de la habitación
Alvin Júnior yacía en la camaratando de imaginar por qué razón Pap
podría querer enviarlo a otro lugar¿Acaso no había dado lo mejor de s
durante toda su vida? ¿No había tratadde ayudar cuanto le había sido posible¿No había ido a la escuela de
reverendo Thrower, aun cuando epredicador lo enfureciera o lo hicierpasar por estúpido? Y lo principal de
odo, ¿acaso no había extraído de lmontaña una rueda de molino perfectaconservándola intacta todo el tiempo enseñándola por dónde debía ir,
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finalmente arriesgando su propia piernpara que no se rompiera? Y ahoraquerían llevarlo lejos...
¡Aprendiz! ¡De herrero! Hasta esdía no había visto un sólo herrero en svida. Tenían que cabalgar tres días para
legar a la herrería más cercana, y Papnunca lo dejaba ir. En toda su vidamás había estado a más de quinc
kilómetros de su hogar.En realidad, cuanto más lo pensaba
más se enfurecía. Mira que les habí
pedido a Papá y Mamá que lo dejaraandar por el bosque solo, pero ellosnada. Siempre tenía que ir alguien coél, como si fuera un cautivo o un esclav
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que pensara escapar. Si tardaba más dcinco minutos en regresar de algún ladoa estaban todos buscándolo. Jamá
podía hacer viajes largos. Lo más lejoque había llegado era a la cantera, upar de veces. Y ahora, después de
enerlo encerrado toda su vida como upavo de Navidad, se disponían levárselo al fin del mundo.
Era algo tan endiabladamente injustque las lágrimas se le escaparon de loojos y le rodaron por las mejillas hast
metérsele en los oídos, lo cual le hizsentirse tan tonto que no le quedó máremedio que echarse a reír.
—¿De qué te ríes? —preguntó Cally
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Alvin no le había oído entrar. —¿Estámejor ahora? Ya no te sangra por ningúnado, Al.
Cally le tocó la mejilla. —¿Lloraporque te duele mucho? Alvinprobablemente podría habérsel
contado, pero le pareció un esfuerzmposible abrir la boca y empujar la
palabras, de modo que meneó la cabez
suave y lentamente. —¿Te vas a morir, Alvin? —
preguntó Cally. Volvió a sacudir la
cabeza. —Ah... —dijo el pequeño. Parecía tadesilusionado que Alvin se sintiórritado. Lo suficiente como para abri
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a boca después de todo. —Lo siento —gruñó. —No es justo —dijo Cally—. Yo no
quería que te murieras, pero tododesían que ibas a morir. Y entoncespensé cómo sería si yo fuese de pront
el que todos cuidaban. Todos estánsiempre preocupados por ti, vigilándote cada vez que yo digo una palabra s
ponen con que sal de aquí, Cally, cierra boca, Cally, nadie te llamó, Cally, ¿nendrías que estar en la cama, Cally?
No les importa nada de lo que hagoSalvo cuando me pongo a peleacontigo, y entonces dicen: Cally, bastde peleas.
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—Para ser un ratón de campo pelearealmente bien —quiso decir Alvinpero no supo bien si había llegado mover los labios.
—¿Sabes lo que hise una vez cuandenía seis años? Me fui. Me perdí en e
bosque. Caminé y caminé. Hasta cerros ojos y di varias vueltas para esta
seguro de perder la orientación. Deb
haber estado perdido medio día.¿Alguien vino por mí? Finalment
uve que dar la vuelta y descubrir solo e
camino de regreso. Nadie dijo: ¿dóndhas estado todo el día, Cally? Lo únicque dijo Mamá fue: tienes las manosusias como el trasero de un caball
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flojo de vientre, ve a lavarte.Alvin volvió a reír, y la ris
silenciosa le hizo estremecer el pecho. —Será divertido para ti. Todos t
cuidan...Esta vez Alvin se esforzó por emiti
a voz. —¿Quieres que me marche?Cally tardó un buen rato e
responder. —No. ¿Con quién jugaría entonces
Con los zánganos de los primos. Entr
ellos no hay uno solo que sepa luchacomo se debe. —Me marcho —susurró Alvin. —De eso nada. Eres el séptimo hij
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varón y jamás te dejarán partir. —Me marcho... —Claro que tal como hago la
cuentas, el número siete vengo a ser yoDavid, Calma, Mesura,
previsión, Moderación, Alvin
Júnior, que eres tú, y luego yo, es decirsiete.
—Y Vigor...
—Está muerto. Se murió hase muchiempo. Alguien tendría que decírselo
Ma y Pa.
Alvin yacía casi exhausto de lapocas palabras que había logradarticular.
Cally no añadió mucho más despué
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de aquello. Se quedó allí sentadoquietecito. Sosteniendo muy fuerte lmano de Alvin. Éste comenzó a perdea conciencia, de modo que no supo bie
si Cally había hablado de verdad o sfue un sueño. Pero le oyó decir:
—No quiero que mueras nuncaAlvin. —Y luego agregar—: Ojalá yofuera tú.
—Pero de todas formas Alvin sperdió en sueños, y cuando volvió despertar, no había nadie con él y l
casa estaba en silencio. Sólo oía losonidos de la noche: el viento entre lapersianas, el tronco crepitando en lchimenea, los maderos encogiéndose d
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frío.Una vez más, Alvin se internó en s
cuerpo y se abrió paso hasta la herida.Pero en esta ocasión no había much
que hacer con la piel y los músculos.Tuvo que trabajar sobre los huesos
Le sorprendió que fuera una masa taesponjosa, cubierta de orificios y nsólida como la piedra de molino. Per
pronto aprendió a andar entre la masdel hueso para poder soldarlo.
Y sin embargo, algo no marchab
bien con ese hueso... Algo en la piernenferma no lograba quedar igual que ea pierna sana. Pero era tan pequeño qu
no alcanzaba a distinguirlo. Sabía qu
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eso, sea lo que fuere, estabdescomponiendo el hueso.
Era una diminuta zona enferma, perno podía imaginarse cómo curarla. Ercomo tratar de recoger copos de nievdel suelo. Cada vez que uno creía habe
cogido algo, se convertía en nada, o eran pequeño que ni se veía.
Tal vez se vaya solo, pensó. Tal vez
si todo lo demás se cura, ese sitienfermo del hueso llegue a sanar por ssolo.
Eleanor se demoró en regresar de lcasa de su madre. Soldado creía que unesposa debía tener fuertes lazos con sfamilia, pero llegar a casa al anochece
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e parecía demasiado arriesgado. —Se habla de que hay indio
salvajes del sur —dijo Soldado de Dio—. Y tú paseándote por la oscuridad...
—Vine de prisa —se disculpó—. Yconozco el camino en la oscuridad...
—No es cuestión de conocer ecamino —le dijo con severidad—. Lofranceses ya han empezado a entrega
armas de fuego a cambio de cabellerade blancos. No tentarán a la gente deProfeta, pero habrá más de un choc-taw
deseoso de llegarse hasta Fort Detroit hacerse con algunas cabezas durante erayecto.
—Alvin no va a morir —dij
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Eleanor.Soldado aborrecía su forma d
cambiar de tema. Pero era tal noticique no podía dejar de preguntar sobrello.
—Entonces, ¿decidieron cortarle l
pierna? —He visto la pierna. Está much
mejor. Y esta tarde Alvin Júnior estaba
despierto. Hablé un rato con él. —Me alegro de que hay
despertado, Elly, de verdad. Pero no
esperarás que esa pierna sane. Unherida tan importante puede que parezcen vías de curación durante un tiempopero no tardará en pudrirse.
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—Esta vez no creo que eso suced—comentó ella—. ¿Te preparo la cena?
—Debo haber comido dos paneenteros mientras iba de aquí para allpensando a qué hora regresarías a casa.
—No es bueno que un hombre ech
panza... —Pues yo tengo la mía, y pid
comida como la de cualquiera.
—Mamá me dio un queso. —Lpuso sobre la mesa.
Soldado de Dios tenía sus dudas
Pensaba que los quesos de Fe Milleresultaban tan buenos en gran partporque debía de hacerle algo a la leche.
En realidad, sobre las riberas de
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Wobbish, sobre Tippy-Canoe y sobre eCreek no había quesos mejores que lode ella.
Lo sacaba de quicio verse haciendconcesiones con la brujería. Y cuandoestaba fuera de quicio, no podía deja
que nadie mintiera, aun cuando se dabcuenta de que Elly no quería hablar deema.
—¿Por qué crees que la pierna no spudrirá? —Se está curando muy deprisa
—repuso ella.
— ¿Cuan deprisa? —Hum... está casi curada. —¿Casi?La mujer se dio la vuelta, levantó lo
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ojos al cielo y comenzó a cortar unmanzana para comer con el queso.
—¿Qué quiere decir «casi»? ¿Cuacurada está?
—Ya está curada. —¿Hace dos días que una rueda d
molino le arranca la mitad delantera da pierna y ya está curada?
—¿Sólo dos días? A mí me parece
una semana... —El calendario dice que ha
ranscurrido dos días —reiteró Soldad
de Dios—.Lo cual indica que allí han estadhaciendo brujerías.
—Tal como yo leo en lo
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evangelios, el que curaba a la gente nera ningún brujo, precisamente.
—¿Quién ha sido? No me digas quu padre o tu madre de pronto fuero
capaces de hacer algo tan poderoso¿Conjuraron a algún demonio?
Ella dio la vuelta, con el cuchillo ea mano, listo para cortar. Sus ojo
relampaguearon.
—Papá no será de los que van muy menudo a la iglesia, pero el diablamás ha puesto un pie en nuestra casa.
Eso no era lo que decía el reverendThrower, pero Soldado sabía que nodebía sacar el tema a conversación.
—Entonces fue ese mendigo...
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—Trabaja para ganarse su lecho y scomida. Tan duro como cualquiera.
—Dicen que conocía a ese brujo dBen Franklin. Y a ese ateo de loApalaches, Tom Jefferson.
—Cuenta buenas historias. Y
ampoco él curó al niño. —Pues bien, alguien lo hizo... —Tal vez se curó él solo. De toda
formas, la pierna aún está quebrada. Dmodo que no es un milagro ni nada deso. Sólo se está curando deprisa.
—Aja. Tal vez se cure deprisporque el diablo se ocupa de cuidar os suyos...
Ella dio la vuelta y el hombre vio l
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expresión de sus ojos. Casi deseó nhaberlo dicho. Pero, caracoles, ereverendo Thrower decía que epequeño era más malo que la bestia deApocalipsis.
Bestia o niño, seguía siendo e
hermano de Elly, y aunque fuera la mujemás tranquila del mundo casi todo erato, cuando se encolerizaba podí
resultar terrorífica. —Retira eso —dijo. —Pero vaya tontería. ¿Cómo voy
retirar algo que ya he dicho? —Diciendo que sabes que no es así —No sé, si es así o no es así. Dij
al vez, y si un hombre no puede decirl
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algún tal vez a su mujer cuando le vienen gana, más vale estar muerto.
—Sí, estoy de acuerdo en eso —replicó—. Y si no retiras lo que dijistedesearás estar muerto. —Y comenzó acercarse a él con dos mitades d
manzana, una en cada mano.Aun enfurecida de verdad, cas
siempre que ella iba tras él de es
modo, si él la dejaba que lo persiguieraerminaba riendo. Pero no esa vez. L
aplastó una parte de la manzana en e
cabello y le arrojó la otra al cuerpo. Yuego se sentó en la habitación de arribalorando a moco tendido.
No era de las que lloran, por lo qu
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Soldado entendió que se le había ido lmano.
—Retiro lo dicho, Elly —dijo—. Eun buen chico, lo sé.
—Ah, no me importa lo que piense—se lamentó—. De todas formas, tú n
sabes nada de nada. No había muchos maridos qu
permitieran hablar de ese modo a su
mujeres sin cruzarles la cara de urevés. Soldado de Dios deseaba a veceque su esposa Elly agradeciera l
ventaja de tener un marido cristiano. —Sé un par de cosas, mujer —lrespondió.
—Lo enviarán a otro lugar —cont
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Eleanor—. Cuando llegue la primaverao mandarán de aprendiz. No está mu
contento, puedo asegurarlo, pero no sha opuesto. Sólo está tendido en lcama, hablando en voz muy baja, permirándome a mí y a todos como s
estuviese despidiéndose sin parar. —¿Por qué quieren enviarlo a otr
sitio?
—Ya te lo he dicho. Para que hagde aprendiz.
—Por la forma en que consienten
ese niño, apenas puedo creer que lpierdan de vista... —No hablan de nada cercano. A
otro lado del territorio del Hio, cerca d
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Fort Dekane, bien al este. A mitad decamino rumbo al océano...
—Sabes... si uno lo piensa, tiensentido...
—¿Eso crees? —Ahora que surgen problemas co
os pieles rojas, quieren qudesaparezca.
Los demás pueden exponerse
recibir un flechazo en pleno rostro, pernunca Alvin Júnior...
Ella lo miró con desprecio.
—A veces eres tan suspicaz que mdan ganas de vomitar, Soldado de Dios. —Decir las cosas tal como son no e
ser suspicaz.
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—Tú no sabes distinguir una cosreal de una rutabaga...
—¿Vas a limpiar esta manzana conque me has embadurnado el pelo endré que hacer que me la laves con lengua?
—Supongo que algo tendré quhacer con ella, o me ensuciarás todas lasábanas limpias.
Truecacuentos se sentía casi comoun ladrón por llevarse tantas cosaconsigo al partir. Dos pares d
calcetines gruesos. Una manta nueva. Uabrigo de piel. Queso y cecina. Unbuena piedra de afilar.
Y otras cosas que ellos ni siquier
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maginaban haberle dado. Un cuerpdescansado, libre de dolores magulladuras. Un paso vivaz. Erecuerdo de unos rostros sanos. Yrelatos. Relatos atesorados en la partsellada de su libro, que él mism
escribió. E historias verídicapenosamente escritas con sus propiamanos.
Pero él los retribuyó con justicia. Ose esforzó por hacerlo. Tejadoreparados para el invierno y otro
rabajos aquí y allá. Y más importanteaún: habían visto un libro con lescritura del propio Ben Franklin, cofrases de Tom Jefferson, Ben Arnold
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Pat Henry, John Adams, Alex HamiltonHasta de Aaron Burr, de antes del duelo de Daniel Boone, de después. Antes d
que llegara Truecacuentos, eran parte dsu familia y parte del territorio deWobbish y nada más. Ahora pertenecían
a historias mucho más amplias. Lguerra de la independencia de loApalaches. El Pacto Americano. Vieron
su propio periplo a través de la espesurcomo una huella entre muchas, sintieron el vigor de la trama qu
formaban tantas hebras entretejidas. Nera un tapiz, sino una alfombra. Unbuena alfombra, sólida, gruesa, sobre lcual podrían transitar generacione
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enteras de americanos que vendrían traellos. Allí había un poema; alguna vese ocuparía de dar forma a ese poema.
Les dejó algunas cosas más. Un hijamado que él mismo había apartado duna rueda de molino que caía. Un padr
que ahora tenía fuerzas para alejar a shijo antes de acabar con él. Un nombrpara la pesadilla de un joven, para qu
pudiera comprender que su enemigo erreal. Un aliento hecho susurro para quun niño herido se curara.
Y un único dibujo, grabado a fuegoen una fina placa de roble con la puntde un cuchillo al rojo. Tendría que haberabajado con cera y ácido sobre meta
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pero en ese lugar no disponía de nadsemejante. De modo que grabó las líneasobre la madera e hizo lo que pudo. Era imagen de un joven sorprendido e
mitad del río durante una tormentaatrapado entre las raíces de un árbol a l
deriva, luchando por respirar, mirandoa muerte de frente y sin temor. En l
Academia de Artes de Lord Protector no
habría ganado más que burlas, tal era ssencillez. Pero al verlo, la buena de Fse echó a llorar y lo estrechó entre su
brazos, y sobre él derramó sus lágrimacomo las últimas gotas que caen de loaleros después de la llovizna. Y Alvinpadre al verlo, asintió y dijo:
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—Ésta es su visión, TruecacuentosJamás lo ha visto, y sin embargo lexpresión de su rostro fue esactamentésta. Es Vigor. Es mi hijo... —Y luegoambién rompió a llorar.
Lo pusieron sobre la chimenea. Ta
vez no fuera una obra de arte, pensTruecacuentos, pero era verdad, y parestas gentes significaba más de lo qu
cualquier retrato representaría para uviejo lord o un parlamentario barrigudde Londres, Camelot, París o Viena.
—La mañana está ya avanzada —dijo la buena de Fe—. Debe marcharsbastante antes de que oscurezca.
—No podéis culparme por no quere
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rme. Pero estoy feliz de que me hayáiconfiado esta misión, y no odefraudaré. Se palmeó el bolsillo, dondlevaba la carta destinada al herrero de
río Hatrack. —No puede irse sin despedirse de
niño —aseveró Miller.Lo había postergado todo lo que l
fue posible. Asintió una vez y luego s
evantó de la cómoda silla que lo reteníunto al calor del hogar, para ir hacia l
habitación donde había dormido lo
mejores sueños de su vida. Era buenver los ojos de Alvin Júnior bieabiertos y el rostro tan vivaz. Ya noenía la expresión alicaída
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desencajada de dolor que antes le vieraPero el dolor seguía allí. Truecacuentoo sabía.
—¿Te marchas? —le preguntó epequeño.
—Ya me he ido. Sólo me faltaba
decirte adiós.Alvin parecía algo enfadado. —¿Conque no piensas dejarm
escribir en tu libro? —Sabes bien que no todos l
hacen...
—Papá lo hizo. Y también Mamá. —Y Cally. —Apuesto a que debe ser gracios
—dijo Alvin—. Escribe como un.
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como un... —Como un niño de siete años. —
Era una reprimenda, pero Alvin no teníntención de mostrarse rebelde con e
hombre. —¿Y entonces? ¿Por qué yo no
¿Por qué sí Cally y yo no? —Porque sólo dejo que los demá
escriban lo más importante que ha
hecho o visto con sus propios ojos. ¿Quhabrías escrito tú?
—No lo sé. Tal vez habría contado
o de la piedra de molino.Truecacuentos hizo un gestoelocuente.
—Entonces quizá contaría mi visión
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Eso es importante. Tú mismo lo dijiste. —Y eso ya está escrito en otra part
del libro... —Quiero escribir en el libro —dij
—. Quiero que allí esté mi frase, juntcon la de Ben el Hacedor...
—Todavía no —rehusóTruecacuentos.
—¿Cuándo?
—-Cuando hayas derrotado a esDeshacedor, niño. Entonces te dejarescribir en mi libro.
—¿Y si nunca lo derroto? —-Ah... En ese caso no creo queste libro sirva de mucho...
Los ojos de Alvin se llenaron d
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ágrimas. —¿Y si muero?Truecacuentos sintió un escalofrío
de miedo. —¿Cómo va tu pierna?El niño se encogió de hombros
Parpadeó y las lágrimas desaparecieron —Eso no es una respuesta, niño. —No dejará de doler.
—Así será hasta que el huesermine de soldar.
Alvin sonrió lánguidamente.
—El hueso ya está soldado. —¿Y entonces por qué no caminas? —Me duele, Truecacuentos. E
dolor jamás se va. En el hueso h
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quedado un sitio malo, y no he podiddescubrir cómo curarlo,
—Encontrarás la forma. —Todavía no la he encontrado. —Un viejo cazador de pieles m
dijo una vez: «No importa si un
empieza por el esternón o por el traserocualquier forma de desollar a unpantera está bien.»
—¿Es un proverbio? —Casi. Encontrarás una forma, au
cuando no sea la que esperas.
—Nada es lo que espero —dijo eniño—. Nada resulta como lo imaginé. —Tienes diez años, amigo. ¿Ya
estás cansado del mundo?
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Alvin no cesaba de enroscar sábana frazadas entre los dedos.
—Truecacuentos, voy a morir...Truecacuentos estudió su rostro
ratando de hallar en él la muerte. Perno la encontró.
—No lo creo. —Ese sitio malo en la pierna... Est
creciendo. Lentamente, pero est
creciendo. Es invisible, y va comiendas partes duras del hueso. Dentro de uiempo lo hará más rápido y más rápid
... —Y te Deshará.Alvin comenzó a llorar, y esta ve
de verdad. Sus manos temblaban.
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—Tengo miedo de morirTruecacuentos, pero lo tengo dentro y nopuedo hacer que se vaya...
Truecacuentos posó su mano sobra del niño para acallar su temblor.
—Encontrarás el modo. Tiene
mucho por hacer en este mundo parmorir tan pronto.
—Es la idiotez más grande que h
oído este año. Porque alguien tenga quhacer muchas cosas no se salvará dmorir...
—Pero eso significa que no morirde buena gana. —Yo no tengo ganas de morir. —Por eso hallarás la manera d
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vivir.Alvin permaneció en silencio uno
nstantes. —He estado pensando. En qué har
si sobrevivo. Como lo que he hechpara que mi pierna se compusiera
Puedo hacerlo por los demás, ¿no puedposar mis manos sobre ellos y senticómo son por dentro, y arreglar lo qu
esté mal. ¿No sería algo bueno? —Todos aquellos a quienes curara
e adorarían por ello.
—Supongo que la primera vez habrsido la más difícil. Y cuando lo hice noestaba precisamente en forma. Segurque puedo hacerlo más rápido con lo
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demás... —Tal vez. Pero aun cuando cures
cien enfermos por día, y vayas al pueblvecino y cures a otros cien, habrá diemil que morirán detrás de ti, y diez mimás adelante, y para cuando mueras
ambién lo habrán hecho casi todos loque curaste. Alvin apartó la mirada.
—Si sé cómo curarlos
Truecacuentos, debo hacerlo. —Debes curar a quienes pueda
sanar. Pero ésa no ha de ser la labor d
u vida. Ladrillos del muro, Alvin, esoes lo que serán. Nunca llegarás a tiempsi piensas reparar los ladrillos eruinas. Cura a los que se crucen en t
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camino, pero la labor de tu vida emucho más profunda que ésa.
—Sé cómo curar a la gente. Pero nsé como derrotar al Des... aDeshacedor.
Ni siquiera sé lo que es.
—Aun así, mientras seas el úniccapaz de verlo, también serás el únicque pueda tener esperanzas de vencerlo
—Tal vez.Se hizo otro largo silencio
Truecacuentos sabía que era el momento
de marcharse. —Espera... —Debo irme ya.Alvin lo aferró de la manga.
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—Todavía no. —Ya es hora. —Al menos... al menos déjame lee
o que han escrito los demás.Truecacuentos tomó su morral
extrajo el estuche con el libro.
—No puedo prometerte explicar lque han querido decir—le previnomientras sacaba el libro de la cubiert
que lo protegía de la humedad.Alvin no tardó en encontrar la
frases más recientes.
Con la letra de su madre: «Vigoempuja un tronco y no muere asta que eniño nasió.»
Con la escritura de David: «Un
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piedra de molino se habré en dos uego estaba hunida otra ves sin una sol
raja.»Con los trazos de Cally: «Un sétim
jo.»Alvin levantó la vista.
—No está hablando de mí, ¿sabes? —Lo sé —dijo Truecacuentos.Alvin volvió a posar los ojos sobr
el libro. Y con letra de su padre: «Nomata a un ninio porque un estraño yega iempo.»
—¿De qué habla Papá? —preguntAlvin.Truecacuentos tomó el libro en su
manos y lo cerró.
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—Encuentra la forma de curar espierna —le dijo. Hay muchas más almaque tú que necesitan que esté bien fuerte
o es por tu propio bien, ¿recuerdas?Se inclinó y besó al niño en l
frente. Alvin extendió sus brazos y lo
aferró con todas sus fuerzas, y se colgde él con tal desesperación quTruecacuentos no pudo incorporarse si
evantar al niño consigo. Al cabo de uniempo, tuvo que separar los brazos de
pequeño de su cuello. En su mejill
sintió la humedad de las lágrimas dAlvin. pero no se limpió el rostro. Dejque la brisa las secara mientraavanzaba lentamente por el sender
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ermo y helado, a izquierda y derechdel cual se extendían campos de nievmedio derretida.
Se detuvo un instante sobre esegundo puente cubierto. El tiemppreciso para preguntarse si alguna ve
volvería a este lugar, o si los verínuevamente. O si podría incluir en sibro la frase de Alvin Júnior. Si fuera
profeta lo sabría. Pero no tenía la mámínima idea.
Echó a andar, y sus pies s
encaminaron hacia la montaña.
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Capítulo 13
CIRUGÍA
El Visitante se sentó cómodamentsobre el altar, reclinándos
nformalmente sobre su brazo derechoSu cuerpo adquirió una garbosexpresión. El reverendo Thrower habívisto una pose así de desenvuelta en u
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ibertino de Camelot, un lujurioso quclaramente despreciaba todo aquellque representaban las iglesias puritanade Inglaterra y Escocia. Thrower ssintió bastante incómodo al ver que eVisitante adoptaba una pose ta
rreverente. —¿Por qué? —preguntó el Visitant
—. El hecho de que tú sólo pueda
controlar tus pasiones carnalesentándote erguido en una silla, con larodillas juntas y las mano
delicadamente dispuestas sobre eregazo, con los dedos firmemententrelazados, no significa que yo debhacer lo mismo.
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Thrower se sintió incómodo. —No es justo castigarme por mi
pensamientos. —Lo es, cuando tus pensamiento
pretenden juzgarme por mis accionesTen cuidado con la arrogancia, amigo
mío. No te creas tan recto como parpoder juzgar los actos de los ángeles...
Era la primera vez que el Visitant
se llamaba a sí mismo ángel. —No me he llamado nada —dijo e
Visitante—. Debes aprender a controla
us pensamientos, Thrower. Extraeconclusiones con demasiada facilidad. —¿Qué motiva tu aparición? —Tiene que ver con el que ha hecho
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este altar —comenzó el VisitantePalmeó una de las cruces que AlviJúnior había grabado a fuego sobre lmadera.
—He hecho cuanto he podido, perel niño es ingobernable. Duda de todo
contesta a todas las cuestiones deología como si tuviera que satisfaceas mismas pruebas de lógica
consistencia que prevalecen en el mundde la ciencia.
—En otras palabras, espera que tu
doctrinas tengan sentido. —No está dispuesto a aceptar ldea de que algunas cosas son misterios
sólo comprensibles a la mente de Dios
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La ambigüedad lo vuelve insolente y lparadoja provoca una franca rebelión.
—Es un niño molesto... —De lo peor que he visto —
manifestó Thrower.Los ojos del Visitant
relampaguearon. Thrower sintió unpunzada en el corazón.
—Lo he intentado —dijo Throwe
—. He intentado convertirlo para qusirviera al Señor. Pero la influencia dsu padre...
—Es propio del débil culpar de sufracasos a la fortaleza de los demás. —¡Aún no he fracasado! —ataj
Thrower—. Me dijiste que tenía tiemp
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hasta que el niño tuviera catorce años... —No. Te dije que yo tenía tiempo
hasta que él tuviera catorce años. Tsólo lo tendrás mientras él viva aquí.
—No he sabido que los Miller smudaran. Acaban de poner en su sitio
una rueda de molino y comenzaran lmolienda en primavera. No smarcharían sin...
El Visitante se puso de pié. —Permíteme presentarte un caso
reverendo Thrower. Purament
hipotético.Supongamos que estuvieras en unhabitación con el peor enemigo de todoos que tengo. Supongamos que é
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estuviera enfermo y que yacierndefenso en cama. Si se recuperara
sería puesto fuera de tu alcance, y de esmodo podría destruir todo lo que tú y yamamos en este mundo. Pero si murieranuestra gran causa estaría a salvo. Ahor
supón que alguien pusiera un cuchillo eu mano y te suplicara que efectuaras un
delicada operación de cirugía sobre e
niño. Y supón que tu pulso fallarasiquiera una pizca, y tu cuchillo cortaruna arteria importante. Y supón que s
an sólo te demoraras unos instantesperdería sangre con tanta prisa qumoriría en cuestión de minutos. En escaso, reverendo Thrower, ¿cuál sería tu
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misión?Thrower no podía creerlo. Toda su
vida se había preparado para enseñarpersuadir, exhortar, exponer. Jamás paralevar a cabo un acto sanguinario de
calibre del que le sugería el Visitante.
—No estoy hecho para estas cosa—aseguró.
—¿Estás hecho para el reino d
Dios? — preguntó el Visitante. —Pero el Señor ha dicho «N
matarás».
—¿Ah, sí? ¿Eso es lo que dijo Josué cuando lo envió a la tierrprometida?
¿Es eso lo que dijo a Saúl cuando l
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envió contra los amalecitas?Thrower pensó en esos oscuro
pasajes del Viejo Testamento, y temblóde miedo, sólo de pensar en intervenien semejantes actos.
Pero el Visitante no cedió.
—El sacerdote Samuel ordenó al reSaúl que matara a todos los amalecitashombres o mujeres, y a todos los niños
Pero Saúl no tuvo agallas para eso.Salvó al rey de los amalecitas y l
rajo con vida. Y por ese crimen de
desobediencia, ¿qué hizo el Señor? —Escogió a David para que reinaren su lugar.
El Visitante se acercó a Thrower
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horadándolo con el fuego de su mirada. —Y entonces Samuel, el gra
sacerdote, el dulce siervo de Dios, ¿quhizo?
—Llamó a Agag, rey de loamalecitas, e hizo que lo trajeran ante él
Pero el Visitante no pensaba ceder. —¿Y qué más hizo Samuel? —Lo mató —murmuró Thrower.
—¿Qué dicen las escrituras quhizo? —rugió el Visitante. Las paredede la iglesia temblaron y el vidrio de la
ventanas se estremeció.Thrower lloró de miedo, perpronunció las palabras que le exigía eVisitante:
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—Samuel cortó en pedazos a Agag.en presencia del Señor.
Ahora el único sonido en toda lglesia era la propia respiració
entrecortada de Thrower, que trataba dcontrolar sus sollozos histéricos. E
Visitante le sonreía con ojodesbordantes de amor y perdón. Y luegodesapareció.
Thrower se postró de rodillas antel altar y oró. Oh, Padre, moriría por Tipero no me pidas que mate. Aparta est
cáliz de mis labios. Soy demasiaddébil, soy indigno, no deposites estpeso sobre mis hombros.
Sus lágrimas cayeron sobre el altar
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Escuchó un siseo y se alejó de él de usalto, sorprendido. Sus lágrimacorrieron por la superficie del altacomo agua sobre una plancha al rojohasta que finalmente se evaporaron.
«El Señor me ha repudiado —pens
—. Juré servirlo como me lo pidiese, ahora que me encomienda algo difícique me ordena ser tan fuerte como lo
grandes profetas de la antigüedad, mdescubro siendo una vasija rota emanos del Señor. No puedo contener e
destino que Él ha querido verter en mí.»La puerta de la iglesia se abrió. Unráfaga de viento helado se deslizpresurosa sobre el suelo y al llegar a
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cuerpo del reverendo lo hizestremecer.
Levantó la vista, temiendo que fuesun ángel enviado para depararle scastigo.
Pero no era ningún ángel. Sól
Soldado de Dios Weaver. —No quería interrumpir s
plegaria... —se disculpó Soldado.
—Pase —dijo Thrower—. Cierre lpuerta. ¿Qué puedo hacer por usted?
—No se trata de mí.
—Venga. Siéntese aquí. Cuénteme.Thrower esperaba que acaso llegada de Soldado de Dios en es
preciso momento fuese una señal d
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Dios. Un miembro de la congregacióque llegase a ayudarlo justo después dorar... seguramente el Señor le hacísaber que, después de todo, lo habíaceptado. ,
—Se trata del hermano de mi muje
—comenzó Soldado de Dios—. El niñoAlvin Júnior.
Thrower sintió que un escalofrío d
emor lo atravesaba hasta los huesos. —Lo conozco. ¿Qué sucede con él? —Sabe que se aplastó una pierna...
—Algo oí decir. —¿Por casualidad no fue a visitarlpara verlo antes de que curase?
—He llegado a pensar que no so
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bien recibido en esa casa. —Bueno, permítame que le cuente
Fue un feo accidente. Se le desprendiuna zona muy grande de piel. Se lfracturaron los huesos. Pero dos díamás tarde estaba totalmente curado. N
siquiera podía verse la cicatriz. Tredías más tarde ya caminaba...
—No debe haber sido tan mal
como usted lo cuenta. —Se lo estoy diciendo: se le rompi
a pierna, y la herida fue grave. Toda la
familia creyó que el niño moriría. Mpidieron que comprara clavos parhacer un ataúd. Y estaban tan afligidoque yo creía que también habría qu
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enterrar al padre y a la madre. —Entonces no puede estar tan san
como usted dice... —Bueno, no está totalmente curado
por eso he venido a verlo a usted. Sque no cree en estas cosas, pero le dig
que de algún modo tienen que habeembrujado al niño para que sanara. Elldice que el mismo niño fue quien s
embrujó. Estuvo caminando algunodías, sin andar con muletas siquiera.
Pero el dolor nunca se le fue. Ahor
dice que en el hueso hay un sitienfermo. También tiene fiebre. —Todo tiene una explicación
perfectamente natural —dijo Thrower.
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—Bueno, sea como fuere, tal como lo veo, el niño ha invitado a
demonio con sus brujerías y ahora edemonio lo está devorando por dentren vida. Y
como usted es un ministro ordenad
de Dios, pensé que tal vez pudierexpulsar de él a ese diablo en nombre d
uestro Señor Jesucristo.
Las supersticiones y las brujeríaeran una insensatez, desde luego, perahora que Soldado traía la posibilida
de que un diablo habitara dentro deniño, aquello le parecía razonable coherente con lo que le había dicho eVisitante. Tal vez el Señor quisiera que
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exorcizara al pequeño, que expulsara adiablo que había en él, y no que lmatara. Era una oportunidad dredimirse de la falta de voluntademostrada minutos atrás.
cuenta...
—Iré —dijo—, Buscó una pesadcapa y la extendió sobre sus hombros.
—Más vale que se lo advierta: nadi
me pidió que fuera a buscarlo... —Estoy preparado para hacer frent
a la ira de los infieles. Lo que m
preocupa es la víctima del diablo, y nesa familia necia y supersticiosa.Alvin yacía en cama, ardiendo d
fiebre. A plena luz del día, mantenían
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cerradas las celosías para que la luz ne hiriera en los ojos. Pero de noche la
hacía abrir para que entrara algo de airfresco, que respiraba con alivio.
Durante los pocos días que habípodido caminar había visto la nieve qu
cubría el valle. Trataba de imaginarsenterrado bajo ese manto de blancura.
Sería un reposo para el fueg
abrasador que consumía su cuerpo. No podía ver cosas tan diminutas e
su interior. Lo que hacía con los huesos
con los haces de músculos y capas dpiel era más difícil que hallar las grietade la cantera de piedra. Pero podísentir las rutas que surcaban el laberint
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de su cuerpo, hallar las grandes heridasayudarlas a que se cerraran.
Pero casi todo lo que sucedía erdemasiado pequeño y rápido para qupudiera comprenderlo. Veía eresultado, pero no podía ver las piezas
no podía descubrir cómo sucedía.Así ocurría con ese punto malo qu
enía en el hueso. Era una zona diminut
que se estaba pudriendo, debilitandoPodía sentir la diferencia entre el lugamalo y el hueso sano, podía descubri
os límites de la enfermedad. Pero nera capaz de ver lo que sucedía erealidad. No sabía repararlo. Iba morir.
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No estaba solo en la habitación. Lsabía. Siempre había alguien sentadunto a él. Abría los ojos y veía a Mamá
o a Papá, o a alguna de las niñas. Aveces era alguno de sus hermanosaunque ello significara dejar a su espos
sus quehaceres. Para Alvin era ualivio, pero también una carga. Pensabque debía apresurarse a morir para qu
odos pudieran retornar a sus vidahabituales.
Esa tarde era Mesura quien l
acompañaba. Alvin le dijo qué tacuando entró, pero no había mucho dqué hablar. ¿Qué tal? Bien, gracias, mestoy muriendo, ¿y tú? Era un poc
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difícil mantener una conversación.Mesura le contaba cómo él y lo
mellizos habían tratado de cortar unpiedra de moler. Escogieron una piedrmás blanda que la otra con que Alvisolía trabajar, pero así y todo les llevó
un trabajo de mil demonios. —Por último, tuvimos que desisti
—confesó—. Tendrá que esperar hast
que puedas subir a la montaña y cortauna piedra para nosotros...
Alvin no respondió, y después d
eso nadie dijo una palabra.Alvin permaneció allí tendidosudando, sintiendo cómo crecía ldescomposición de su hueso en form
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enta pero inexorable. Su hermano lomaba la mano, sentado cerca de secho.
Mesura comenzó a silbar.El sonido sorprendió a Alvin
Estaba tan inmerso dentro de sí que l
pareció que provenía de una gradistancia y que debía viajar mucho pardescubrir de dónde surgía esa música.
—Mesura... —gritó, pero su voapenas fue un susurro.
El silbido cesó.
—Lo siento —se disculpó Mesur—. ¿Te molesta? —No —dijo Alvin.Mesura volvió a silbar. Era un
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melodía extraña, que Alvin norecordaba haber oído antes. En realidadno parecía ninguna melodía. Nunca srepetía, cada vez seguía con notadistintas, como si Mesura la estuviernventando sobre la marcha. Y mientra
Alvin yacía y escuchaba, la melodía se antojó como una especie de mapa qu
serpenteaba por entre la espesura
Comenzó a seguirla. No es que viernada, como podría hacer con un mapa dverdad.
Pero sí le mostraba siempre ecentro de las cosas, y todo lo qupensaba, lo pensaba como si estuvierde pie en ese lugar. Casi podía ver todo
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o que había pensado antes, mientrarataba de descubrir alguna forma d
enmendar ese sitio descompuesto en shueso, sólo que ahora lo hacía desde ungran distancia, tal vez desde lo alto duna montaña o un claro, desde dond
podía ver mejor.Esta vez pensó en algo que nunc
antes se le había ocurrido. Cuando l
pierna se quebró y la piel se le cayóodos veían lo mal que estaba, per
nadie podía ayudarlo, estaba solo. Tuvo
que arreglarlo todo desde dentro.Ahora, en cambio, nadie podía vea herida que lo estaba matando. Y aun
cuando él sí la veía, no había nada qu
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a mejorase.Así, quizás esta vez algún otr
pudiera sanarlo, pero no por medio dningún poder oculto. Sólo mediante lvieja y cruenta cirugía.
—Mesura —murmuró.
—Aquí estoy —le respondió shermano.
—Sé de qué forma puede curarse l
pierna —dijo.Mesura se le acercó. No abrió lo
ojos, pero sintió su aliento contra l
mejilla. —Ese sitio malo que hay dentro dehueso está creciendo, pero aún no se hextendido mucho. No puedo mejorarlo
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pero calculo que si alguien corta esparte del hueso y la extirpa de la piernao podría curar el resto.
—¿Cortarla? —Esa sierra que usa Papá par
cortar la carne... Creo que con es
podría hacerse el truco que estopensando...
—Pero no hay un solo cirujano e
cientos de kilómetros a la redonda... —En ese caso, más vale que alguie
aprenda deprisa, o si no me veréi
muerto.Ahora Mesura respiraba coansiedad.
—¿Crees que cortándote el hues
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podríamos salvarte la vida? —Es lo mejor que se me ocurre. —Pero podría estropearte la piern
de verdad... —sopesó el hermano. —Qué me importará eso si m
muero. Y si vivo, valdrá la pena
arriesgarme a tener una piernestropeada.
—Voy a buscar a Papá. —Mesura
apartó la silla y salió de la habitación grandes zancadas.
Thrower dejó que Soldado de Dio
fuera por delante al llegar al patio de loMiller. No les sería tan fácil rechazar aesposo de la hija. Pero sus temorefueron infundados. La buena de Fe abri
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a puerta, y no su esposo pagano. —Pero reverendo Thrower, ¿cómo
es que ha sido tan gentil de detenerse enuestra casa? —le dijo.
El regocijo de su tono era ficticio, ssu rostro compungido decía la verdad.
Últimamente no debían de habedormido muy bien en esa casa.
—Lo he traído conmigo, Mamá F
—manifestó Soldado—. Sólo ha venidporque se lo pedí.
—El pastor de nuestra iglesia e
bien acogido en esta casa cuando quierque le plazca pasar por aquí —declama mujer.
Los condujo a la sala grande. U
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grupo de niñas que hacía labores cercde la chimenea levantó la mirada parcontemplarlo. El más pequeño, Callyhacía sus deberes sobre una pizarra, escribía con un tizón chamuscado;
—Me alegra verte haciendo tu
areas —le dijo Thrower.Cally se limitó a mirarlo. Había u
dejo de hostilidad en sus ojos.
Aparentemente, al pequeño lmolestaba que su maestro juzgara suquehaceres también en casa, sitio qu
supuestamente era como una especie dsantuario. —Lo estás haciendo muy bien —l
animó Thrower, tratando de tranquiliza
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al niño. Cally no respondió. Se limitó fijar la vista en su trabajo nuevamente siguió garabateando palabras.
Soldado de Dios expuso el motivde la visita sin más preámbulos.
—Mamá Fe, hemos venido po
Alvin. Sabe cómo pienso con respecto as brujerías, pero nunca he dicho un
sola palabra en contra de lo qu
pudierais hacer dentro de vuestra propicasa. Siempre pensé que se trataba dvuestros propios asuntos, y no de lo
míos. Pero ese niño está pagando eprecio de las malas influencias quhabéis dejado actuar en esta casa. Hembrujado su pierna y ahora hay u
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demonio dentro de él, matándolo, y hraído al reverendo Thrower para qu
expulse a ese diablo de su interior.La buena de Fe se mostró extrañada —En esta casa no hay ningú
demonio...
Ay, pobre mujer, pensó Thrower. Sisupieras cuánto hace que el diablo moren este lugar...
—Es posible acostumbrarse hasta tapunto a la presencia del diablo quresulta difícil reconocer que est
presente...Se abrió una puerta cerca de laescaleras y el señor Miller entró en lsala.
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—No seré yo —decía—. Nacercaré un cuchillo a la pierna deniño.
Cally dio un salto al escuchar la vode su padre y salió corriendo hacia él.
—Soldado trajo a Thrower, Papá
para que matara al diablo.El señor Miller dio la vuelta, con e
rostro surcado por emocione
mposibles de precisar, y miró a lovisitantes como si apenas loreconociera.
—En esta casa he puesto eficaceconjuros... —dijo la buena de Fe. —Esos conjuros son un
convocatoria al demonio —repus
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Soldado de Dios—.Usted cree que protegen su casa
pero en realidad alejan al Señor. —Jamás ha entrado ningún diablo e
este lugar —insistió ella. —No por sí mismo —explic
Soldado—. Usted lo llamó con tantconjuro de aquí y de allá. Usted obligal Espíritu Santo a abandonar esta cas
con sus hechizos y su idolatría, y ahaber desterrado el bien de su hogarnaturalmente los diablos lo ocuparon
Siempre intervienen cuando ven lmenor oportunidad de hacer maldades.Thrower se preocupó un poco
Soldado de Dios hablaba demasiado d
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cosas de las que en realidad sabía mupoco. Habría sido mejor qusimplemente pidiera permiso para quThrower orase por el niño al lado de secho. Ahora Soldado de Dios estab
delimitando un campo de batalla all
donde nunca debía haberlo habido.Y sea lo que fuere aquello qu
ocupaba los pensamientos de Miller e
ese momento, sin duda no era la mejoocasión para provocarlo. Avanzóentamente hacia Soldado de Dios.
—¿Me estás diciendo que lo qurrumpe en casa de un hombre parprovocar maldades es el diablo?
—Lo tengo como alguien que ama
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uestro Señor Jesucristo... —comenzSoldado, pero antes de poder proseguicon su testimonio, Miller ya lo habícogido por la hombrera de la chaqueta a cintura del pantalón para encaminarl
hacia la puerta.
—¡Más vale que alguien abra espuerta! —rugió Miller—. O en medio della quedará un gujero de esos que no s
olvidan. —¿Qué crees que estás haciendo
Alvin Miller? —gritó su esposa.
—¡Expulsando a los demonios! —explotó Miller. Cally ya había abierto lpuerta de par en par. Miller llevó a serno hasta la salida y lo echó voland
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de un empellón. El grito furioso dSoldado de Dios quedó ahogado por lnieve que había sobre el suelo, perdespués de eso no hubo ocasión dseguir oyendo sus improperios, pueMiller cerró la puerta y puso la tranca.
—¿Te crees tan gran hombre —preguntó la buena de Fe— para arrojade tu casa al esposo de tu propia hija?
—Sólo hice lo que, según éldeseaba el Señor —dijo Miller.
Y luego se volvió hacia el pastor.
—Soldado de Dios no habló por m—lo atajó Thrower. —Si llegas a poner una mano sobr
un hombre de la iglesia —advirtió l
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buena de Fe—, dormirás en una camfría por el resto de tus días.
—Jamás pensaría en tocar a esthombre —dijo Miller—. Pero tal como lo entiendo, igual que yo m
mantengo fuera de sus dominios, é
debiera permanecer alejado de los míos —Tal vez usted no crea en el pode
de la oración —aventuró Thrower.
—Supongo que depende de quiéeleve las plegarias y quién las escuche
—repuso Miller.
—Aun así —prosiguió Thrower—su esposa cree en la religión dJesucristo, en la cual he sido ordenadministro. Es su creencia, y la mía, que e
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hecho de que pueda rezar al lado deniño podría ser expeditivo para scuración.
—Si usa mesejantes palabras en suoraciones —observó Miller—, ya es umilagro que el mismo Señor sepa de l
que habla. —Aunque usted no crea que es
oración pueda ser de ayuda —argument
Thrower—, por cierto que daño no hde hacer, ¿verdad?
Miller pasó la mirada de Thrower
su esposa, y de ésta a aquél. Thrower nenía la menor duda de que si Fe nhubiera estado allí, él habría terminadmasticando nieve al lado de Soldado d
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Dios. Pero Fe estaba allí, y ya habípronunciado la amenaza de LisístrataUn hombre no llega a tener catorce hijosi el lecho de su esposa no le resultatractivo. Miller cedió.
—Entre, pero no fastidie mucho a
pequeño.Thrower asintió graciosamente. —Serán sólo unas horas.
—¡Minutos! —insistió Miller. PeroThrower ya se había dirigido hacia lpuerta que daba a las escaleras y Mille
no hizo nada por detenerlo. Podíquedarse horas con el niño, si eso era lque quería.
Cerró la puerta tras él. No tení
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sentido que interfiriera ningún pagano. —Alvin—dijo.El niño estaba tendido bajo un
manta, con la frente perlada de sudorLos ojos, cerrados. Al cabo de un ratoabrió apenas la boca.
—Reverendo Thrower —musitó. —El mismo —respondió Throwe
—. Alvin, he venido a rezar por ti, par
que el Señor libere tu cuerpo dedominio que está enfermándote.
Nuevamente se hizo una pausa, com
si las palabras de Thrower tardaran elegar hasta Alvin y la respuesta deniño se demorara en volver. —No haningún diablo... —repuso Alvin.
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—No puede esperarse que un niñesté versado en asuntos de religión
—comenzó Thrower—. Pero debdecirte que la curación sólo tiene lugaen aquellos que tienen fe en que serácurados. —Luego dedicó varios minuto
en recordar la historia de la hija decenturión y el relato de la mujer quperdía sangre y sólo tocó las vestidura
del Salvador—. ¿Recuerdas lo que él ldijo? Tu fe te ha hecho sanar. Así, AlvinMiller, tu fe debe ser poderosa para qu
el Señor pueda curarte.El niño no replicó. Ya que Throwehabía empleado su considerablelocuencia en el relato de amba
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historias, le ofendió un tanto que el niñpudiera haberse dormido. Extendió unde sus largos dedos y lo hundió en ehombro de Alvin. El pequeño se apartó—Ya le he oído —dijo. No era buenoque el niño pudiera seguir mostrándos
hosco después de oír la palabresclarece-dora del Señor.
—¿Y bien? —preguntó Thrower—
¿Crees? —¿En qué? —murmuró el niño. —¡En los evangelios! En el Dio
que te curaría si tan sólo abrieras tcorazón... —Creo —susurró— en Dios.Eso debiera haber bastado. Per
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Thrower conocía demasiado bien lhistoria de la religión como para nnsistir en más detalles. No er
suficiente confesar fe en una deidadHabía muchas deidades, y todas erafalsas menos una.
—¿En qué Dios crees, Al Júnior? —En Dios —repuso el pequeño. —Hasta el moro salvaje ora hacia l
Piedra Negra de la Meca y la llamDios.
¿Crees en el Dios verdadero, y cree
en Él correctamente? No... Entiendo questás demasiado débil y febril parexplicar tu fe. Te ayudaré, joven AlvinTe haré preguntas y tú me dirás sí o no
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según sea lo que creas.Alvin permaneció a la espera. —Alvin Miller, ¿crees en un Dio
sin cuerpo, partes ni pasiones? ¿En eCreador inengendrado, cuyo centro esten todas partes, pero cuya circunferenci
amás puede ser hallada?El niño pareció sopesar la cuestió
un rato antes de hablar.
—Para mí eso no tiene ni pizca dsentido —repuso.
—No se supone que Él deba tene
sentido para la mente carnal —dijThrower—. Sólo te pregunto ¿si creeen Aquel que ocupa el Trono sin Sitialen el Ser que existe por sí mismo y qu
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es tan vasto que colma el universo, peran ubicuo que mora hasta en tu corazón
—¿Cómo puede estar sentadencima de algo que no tiene dóndapoyarse?
—preguntó el niño—. ¿Cómo pued
entrar en mi corazón algo tan grande?Obviamente, el pequeño er
demasiado poco instruido y simple par
aprehender las complejas paradojaeológicas. Pero allí había en juego alg
más que una vida o un alma. El Visitant
había dicho que si no lograbconvertirlo a la fe verdadera, este niñecharía a perder todas las almas.
—He ahí su belleza —dijo Thrower
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dejando que la emoción invadiera su vo—.
Dios está más allá de nuestrcomprensión, pero, en su infinito amorEl condesciende a salvarnos, a pesar dnuestra ignorancia y necedad.
—¿No es una pasión el amor? —razonó Alvin.
—Si te causa problema la idea d
Dios —dijo Thrower—, permítemplantearte otra pregunta, que tal vez semás pertinente. ¿Crees en el abismo si
final del infierno, donde los perversose retuercen entre las llamas, siconsumirse jamás? ¿Crees en Satánenemigo de Dios, que desea apoderars
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de tu alma y llevarte cautivo a su reinopara atormentarte por toda la eternidad?
El niño pareció incorporarse upoco, y volver la cabeza hacia Throweraunque tampoco esta vez abrió los ojos.
—Podría creer en algo así—
reconoció.Ah, sí, pensó Thrower. El niño tien
cierta experiencia con el diablo.
—¿Lo has visto, pequeño? —¿Qué aspecto tiene su diablo? —
susurró Alvin.
—No es mi diablo —repusThrower—. Y si hubieras prestadoatención a los sermones lo sabrías, pueo he descrito muchas veces. Allí dond
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el hombre tiene cabello sobre la cabezael diablo tiene los cuernos de un toroDonde un hombre tiene manos, el diabliene las garras de un oso. Posee la
pezuñas de una cabra y su voz es comel rugido de un león enfurecido.
Para azoramiento de Thrower, eniño sonrió y su pecho se sacudió en unrisa silenciosa.
—Y usted nos llama supersticiosos nosotros...—dijo.
Thrower jamás habría creído cua
firme podía ser el dominio del diablsobre el alma de un niño si no hubiervisto a Alvin reír de placer al escuchaa descripción del monstruo Lucifer. Es
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risa debía ser acallada. ¡Era una ofenscontra Dios!
Thrower plantó la Biblia sobre epecho del pequeño, lo cual lo dejó sirespiración. Entonces, con la manfirmemente posada sobre el libro, e
mismo Thrower se sintió insuflado dpalabras inspiradas y clamó con mápasión que nunca antes en su vida:
—¡Satán, en nombre del Señor, tcondeno! Te ordeno que abandones este niño, que te marches de est
habitación y de esta casa para siempreunca vuelvas a intentar apoderarte dalma alguna en este sitio, o el poder dDios sembrará la destrucción en los má
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profundos confines del infierno.Luego, el silencio. Salvo por l
respiración del niño, que parecírabajosa.
Había tanta paz en la habitaciónanta rectitud extenuada en el propi
corazón de Thrower, que se sintióconvencido de que el diablo habíobedecido su perorata y que se habí
retirado. —Reverendo Thrower... —dijo e
niño.
—¿Sí, hijo mío? —¿Puede ya sacarme la Biblia depecho? Calculo que si había algúdiablo allí ya debe haberse ahogado.
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Y luego el pequeño echó a reínuevamente, haciendo que la Biblia sbalanceara bajo la mano de Thrower.
En ese momento, la exaltación dThrower se tornó franca desilusión.
Ciertamente, el hecho de que el niñ
pudiera reír tan diabólicamente mientraa mismísima Biblia reposaba sobre s
pecho era prueba de que ningún pode
podría expulsar el mal de su interior. EVisitante tenía razón. Thrower nuncendría que haber rehusado desempeña
a labor titánica que el Visitante habípuesto en sus manos. Había tenido epoder de ser quien acabara con la Bestidel Apocalipsis, y él se había mostrado
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demasiado débil, demasiado sentimentapara aceptar el llamamiento divinoPodría haber sido un Samuel y damuerte al enemigo de Dios. En cambiosoy un Saúl, un débil, incapaz de mataaquello que debe morir según e
mandamiento del Señor, Ahora verécómo este niño crece con el poder dSatán dentro de sí, y sabré que si s
extienden sus demonios, sólo habrá sidpor mi debilidad.
La habitación estaba demasiad
caldeada y lo asfixiaba. No se habídado cuenta hasta entonces de que suropas estaban empapadas de sudor. Erdifícil respirar. ¿Pero qué debí
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esperar? En esa habitación se notaba esofocante hálito del infiernoBoqueando, tomó la Biblia, la interpusentre él y ese niño satánico que yacíriendo febrilmente bajo las frazadas huyó. Se detuvo en la sala principa
respirando pesadamente. Habínterrumpido una conversación, per
apenas lo había notado. ¿Qué importab
a conversación de esa gente ignorantcomparada con lo que acababa dexperimentar? He estado en presenci
del esbirro de Satán, enmascarado traa imagen de un niño; pero sublasfemias lo han revelado a mis ojosDebería haber comprendido quién er
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este niño hace muchos años, cuandposé mis manos sobre su cabeza y lencontré tan perfectamente equilibradaSólo un impostor podría ser taperfecto. El niño nunca fue real. Ah, suviera la fortaleza de los grande
profetas de la antigüedad para podederrotar al enemigo y llevar el trofeante mi Señor...
Alguien tironeaba de su manga. —¿Está usté bien, reverendo?Era la buena de Fe, pero e
reverendo Thrower no pensó eresponderle. Su insistencia le hizo darsa vuelta y volver el rostro hacia l
chimenea. Allí, sobre la piedra, vio un
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magen tallada, y en su estado dconfusión no pudo determinar dnmediato de qué se trataba. Parecía e
rostro de un alma atormentada, rodeadpor tentáculos que se retorcían. Llamaspensó. Eso debe ser, es un alm
hundiéndose en el azufre, ardiendo eas llamaradas del infierno. La imagen l
resultaba una tortura, pero a la vez l
reconfortaba, pues su presencia en lcasa demostraba los estrechos lazos qua familia guardaba con el infierno
Estaba entre enemigos. A su mente vinouna frase del Salmista: «Fuertes toros dBasan me han cercado. Abrieron sobrmí su boca, como león rampante
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rugiente. Heme escurrido como aguas, odos mis huesos se descoyuntaron. Dio
mío, Dios mío, ¿por qué me haabandonado?»
—Venga —dijo la buena de Fe—Siéntese.
—¿El niño se encuentra bien? —preguntó Miller.
—¿El niño? —repitió Thrower. La
palabras apenas podían salir de su bocaEl niño es una arpía de Sheol, y usteme pregunta cómo se encuentra...—. Tan
bien como cabría esperar—repuso.Luego volvieron a la conversaciónAl poco rato empezó a comprender dqué estaban hablando. Al parecer, Alvin
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quería que alguien cortase la partenferma del hueso. Mesura había traíduna sierra de dientes finos del cobertizque servía de matadero. La discusióera entre Mesura y Fe, puesto que lmujer no quería que nadie cortara a s
hijo, y entre Miller y los dos, pueMiller se negaba a hacerlo y Fe sólconsentiría si era el padre de Alvi
quien hacía la operación. —Si crees que debe haserse —decí
Fe—, no veo por qué prefieres que l
haga cualquiera menos tú. —No lo haré yo —fue la respuestde Miller.
A Thrower le sorprendió que e
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hombre tuviera miedo. De alzar ecuchillo contra la carne de su propihijo.
—Pidió que fueras tú, Papá. Dijque él dibujaría las marcas sobre lpierna para que hicieras bien los cortes
Sólo cortarás una capa de piel y lretirarás hacia atrás, y allí debajo estarel hueso. Tienes que hacer una cuña
extirpar la parte enferma... —No soy de las que se desmayan —
afirmó Fe—, pero siento que la cabez
me empieza a dar vueltas... —Si Al Júnior dice que hay quhaserlo, pues se hará—dijo Miller—Pero no seré yo quien lo haga.
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Entonces, como si un rayo de luluminara la habitación oscurecida, e
reverendo Thrower vio su salvación. ESeñor le ofrecía claramente loportunidad exacta que el Visitanthabía profetizado. Una oportunidad d
ener un cuchillo en sus manos, de cortaa pierna del niño y de secciona
accidentalmente una arteria y deja
manar la sangre hasta que la vida sextinguiera. Lo que antes había sidrenuente a hacer en la iglesia, pensand
que Alvin era sólo una criatura, ahora loharía con gusto, después de haber vistque el mal se ocultaba tras el disfraz dun niño.
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—Yo estoy aquí—dijo.Los demás lo miraron. —No soy cirujano, pero teng
ciertos conocimientos de anatomía. Socientífico.
—Sesomántico... —recordó Miller.
—¿Ha troceado usted alguna vevacas o cerdos? —preguntó Mesura.
—¡Mesura! —exclamó su madr
horrorizada—. Tu hermano no eninguna bestia...
—Sólo quería saber si no vomitarí
cuando viera salir sangre. —Ya he visto sangre —dijoThrower —y no tengo miedo, cuando lcirugía es para salvar a alguien.
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—¡Ay, reverendo Thrower, seríapedirle demasiado...! -exclamó la buende Fe.
—Ahora veo que tal vez fue lnspiración lo que me hizo venir hoy
después de tanto tiempo lejos de est
casa. —Lo que lo hiso venir fue e
zopenco de mi yerno —dijo Miller.
—Bueno, fue una idea que se mocurrió —comentó Thrower—. Veo queno queréis que lo haga, y no os culp
por ello. Aun cuando signifique salvar lvida de un hijo, es algo arriesgado dejaque un extraño realice una operacióquirúrgica sobre su cuerpo...
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—Usté no es ningún extraño —ntervino Fe Miller.
—¿Y si algo no marchara bienPodría fallarme el pulso. Su heridpodría haber modificado el curso dciertas arterias. Tal vez cortase alguna
accidentalmente; la muerte seríentonces cuestión de segundos. Y yoendría en mis manos la sangre d
vuestro hijo... —Reverendo Thrower —dijo Fe—
no podemos culparlo por una fatalidá
Lo único que nos queda es intentarlo. —Lo cierto es que si no hacemoalgo morirá —intervino Mesura—. Dicque tenemos que cortar ahora mismo
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antes de que el mal se extienda. —Tal vez uno de sus hijo
mayores... —sugirió Thrower. —No hay tiempo para ir a buscarlo
—exclamó Fe—. Ay, Alvin, tú hasescogido que este niño llevara t
nombre. ¿Lo dejarás morir por npermitir que el predicador esté aquí?
Miller sacudió la cabeza con pesar.
—Hágalo, pues. —Él prefiere que seas tú, Papá —
dijo Mesura.
—¡No! —rehusó Miller covehemencia—. Cualquiera será mejoque yo.
Incluso él será mejor que yo.
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Thrower vio desencanto y hastdesprecio en el rostro de Mesura. Spuso de pie y fue hasta donde estabMesura, que sostenía entre sus manouna sierra y un cuchillo...
—Joven —le dijo— no juzgue
nunca a un hombre como un cobarde. Npuedes saber qué razones alberga en scorazón.
Thrower se volvió a Miller reconoció en su rostro una mirada dsorpresa y gratitud.
—Dadle las herramientas —ordenMiller.Mesura le tendió el cuchillo y l
sierra. Thrower sacó un pañuelo y pus
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sobre él los instrumentos que Mesura lalcanzaba.
Qué fácil había sido todo... En unonstantes todos estaban pidiéndole qu
aceptara el cuchillo y lo absolvían poanticipado de cualquier accidente qu
pudiese ocurrir. Hasta había ganado eprimer asomo de amistad por parte dAlvin Miller. Ah, los he engañado
odos, se dijo triunfal. Estoy a la alturde vuestro amo, el demonio. He burladal gran burlador, y antes de una hor
habré enviado de regreso al infierno a scorrupta progenie. —¿Quién sostendrá al niño? —
preguntó Thrower—. Aunque le dei
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vino, el dolor lo hará saltar a menos qualguien lo sujete.
—Yo lo haré —se ofreció Mesura—Pero no tomará vino —informó Fe—Dise que tiene que estar despierto.
—Es un niño de diez años —
advirtió Thrower—. Si vosotros insistíen que lo beba, no tendrá más remedique obedeceros. Fe sacudió la cabeza.
—Él sabe lo que le conviene. Sabsoportar muy bien el dolor. Es de lo másufrido. Lo nunca I visto.
Me lo imagino, dijo Thrower parsus adentros. El diablo que habita dentrdel niño se regodea sin duda en el dolo no desea que el vino atenúe su orgía.
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—Muy bien, entonces —dijo—. Nhay razón para demorarnos más. —Fuhasta la habitación delante de los demá apartó resueltamente las frazadas de
cuerpo de Alvin. El niño comenzó dnmediato a temblar de frío, aun cuand
seguía sudando de fiebre. —¿Habéis dicho que ha marcado e
ugar dónde cortar?
—Al —anunció Mesura—. Ereverendo Thrower está aquí parcortarte...
—Papá —dijo Alvin. —No sirve de nada que se lpidamos —confesó Mesura—. No lhará.
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—¿Estás seguro de que no quierebeber algo de vino? —propuso Fe.
Alvin comenzó a llorar. —No —insistió—. Estaré bien s
Papá me sostiene. —Eso es —dijo Fe—. Que no hag
el corte, pero estará aquí con el niño o incrustaré en la chimenea. O lo uno o otro. —Salió en tromba de l
habitación. —Dijo usted que el niño marcaría e
ugar... —recordó Thrower.
—Oye, Al. Déjame sentarte un pocoTengo un poco de carbón. Marca lapierna en el sitio esacto donde quiereque levanten la capa de piel...
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Alvin gimió mientras Mesura lncorporaba, pero al marcar un gra
rectángulo de su pantorrilla, el pulso ne tembló.
—Corte desde abajo, y deje pegada parte de arriba —dijo. Tenía la vo
pastosa y opaca, y cada palabra lrepresentaba un gran esfuerzo—Mesura, tú sostendrás la capa de pie
apartada mientras él corta. —Eso tendrá que hacerlo Ma —dij
Mesura—. Yo he de aguantarte para que
no saltes de dolor. —No saltaré —aseguró Alvin— sPapá me sostiene.
Miller se introdujo lentamente en l
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habitación, escoltado por su esposa. —Yo te sostendré —anunció. Tomó
el lugar de Mesura, y se sentó detrás deniño con los brazos a su alrededor—. Testoy abrazando —dijo.
—Muy bien, entonces —intervin
Thrower. Y esperó el paso siguiente.Esperó un buen rato... —¿No olvida usté algo, reverendo
—preguntó Mesura. —¿Qué cosa? —dijo Thrower. —El cuchillo y la sierra —
respondió.Thrower miró su pañuelo, que yacíen su mano izquierda. Vacío.
—Pero si estaban aquí...
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—Los dejó sobre la mesa cuandveníamos comentó Mesura.
—Iré a buscarlos —dijo la buena dFe. Y salió e la habitación a toda prisa.
Aguardaron y aguardaron aguardaron. Finalmente, Mesura se pus
de pie. —No puedo entender por qué n
regresa.
Thrower fue tras él. Hallaron a Fen la sala principal, remendando uncolcha con las niñas.
—Mamá —dijo Mesura—. ¿Y ecuchillo y la sierra? —Santo Cielo —exclamó Fe—. N
sé qué me ha pasado. Ya no me
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acordaba para qué había venido hastaquí. —Tomó el cuchillo y la sierra yregresó a la habitación de Alvin. Mesurse encogió de hombros ante Thrower ambos la siguieron. Ahora, pensóThrower. Ahora haré todo lo que e
Señor espera de mí. El Visitante verque soy un fiel amigo de mi Salvador, mi sitio en el paraíso estará asegurado
o como este pobre, miserable pecadorque vivirá atrapado en la hoguera denfierno.
—Reverendo... —dijo Mesura—¿Qué hace? —Este dibujo... —coment
Thrower.
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—¿Qué le pasa?Thrower examinó de cerca e
grabado que había sobre la chimeneao era un alma en el infierno. Era un
representación del hijo mayor de lfamilia, Vigor, ahogándose. Había oído
a historia al menos una docena dveces. ¿Pero por qué estaba allmirándolo, cuando tenía una misión ta
grandiosa e importante que cumplir en lotra habitación?
—¿Se encuentra bien?
—Perfectamente —respondiThrower—. Sólo necesitaba un instantde oración silenciosa y un poco dmeditación antes de emprender est
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area...Avanzó resueltamente hasta l
habitación y se sentó en la silla, al laddel lecho donde yacía trémulo el hijo dSatán, a la espera del cuchillo. Throwebuscó los instrumentos del crime
sagrado. No estaban por ninguna parte. —¿Y el cuchillo?—preguntó.Fe miró a Mesura.
—¿No trajiste las cosas contigo? —e dijo.
—Eras tú quien las traía —l
recordó Mesura. —Pero cuando saliste a buscar apredicador, ¿no las cogiste?
—¿Yo hice eso? —Mesura parecí
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confundido—. Debo de haberlas dejadallí abajo... —Se puso de pie abandonó la habitación.
Thrower comenzó a notar que allestaba sucediendo algo extraño, aunquno podía determinar qué. Fue hasta l
puerta a esperar el regreso de Mesura.Allí estaba Cally de pie, sosteniend
su pizarra y mirando al ministro.
—¿Va a matar a mi hermano? —lepreguntó.
—Ni siquiera pienses en alg
semejante —le reconvino Thrower.Mesura le entregó los instrumentocon aire amoscado.
—No puedo creer que haya dejad
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as herramientas sobre la solera de esmanera... —Y luego el joven hizo a uado a Thrower y entró en e
dormitorio...Instantes después, Thrower lo sigui
ocupó su lugar al lado de la piern
expuesta, donde se veía el rectánguliznado de negro.
—Bueno, ¿dónde están? —pregunt
Fe.Thrower advirtió que no tenía e
cuchillo ni la sierra. Estaba totalment
confundido. Mesura se los habíentregado al otro lado de la puerta¿Cómo podía ser que los hubiesperdido?
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Cally asomó por la puerta. —¿Para qué quiero yo todo esto? —
preguntó. En sus manos mostraba ambaherramientas.
—Buena pregunta —dijo Mesuramirando al pastor con el ceño fruncid
—. ¿Por qué se las ha dado a él? —Pues yo no he sido —se defendi
Thrower—. Se las habrás dado tú...
—Pero si las puse en sus manos... —Me las dio el predicador —dij
el pequeño.
—Bueno, tráelas aquí—ordenó smadre.Cally entró obedientemente en l
habitación, blandiendo las hojas como s
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fueran trofeos de guerra. Como el ataqude un gran ejército. Ah, sí, de un graejército... Como el ejército de israelitaque Josué condujo a la tierra prometidaAsí llevaban sus armas, en alto, poencima de sus cabezas, mientra
marchaban alrededor de la ciudad dJericó. Marchaban y marchabanMarchaban y marchaban. Y al séptimo
día se detuvieron, e hicieron tronar surompetas y dieron un grito estruendoso los muros se derribaron, y alzaron la
espadas y los cuchillos por encima dsus cabezas y embistieron contra lciudad, despedazando hombres, mujere niños, todos enemigos de Dios, par
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que la tierra prometida se viera libre dsu inmundicia y se preparara parrecibir al pueblo del Señor. Y al finadel día todos yacían tendidos sobre eecho de sangre, y Josué se detuvo entr
ellos, el gran profeta de Dios
sosteniendo una espada sangrienta sobrsu cabeza, y gritó.
¿Qué había gritado? No pued
recordar qué fue lo que exclamó. Spudiera recordar cuáles fueron supalabras, comprendería por qué esto
aquí de pie en el camino, rodeado poárboles cubiertos de nieve...El reverendo Thrower miró su
manos y miró los árboles. Habí
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caminado casi un kilómetro desde lcasa de los Miller. Ni siquiera llevabpuesta su capa.
Entonces vio claramente la verdado había engañado al diablo e
absoluto.
Satán lo había llevado hasta allí, emenos de lo que canta un gallo, parmpedirle acabar con la Bestia. Throwe
había fracasado en su única oportunidade grandeza. Se inclinó contra un troncnegro y frío y lloró amargamente.
Cally avanzó hacia la habitaciónlevando las herramientas sobre lcabeza.
Mesura se dispuso a aferrar l
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pierna, cuando de pronto, Thrower spuso de pie y salió de la habitación coal prisa que parecía encaminarse a
excusado. —Reverendo Thrower —exclam
Mamá—. ¿Adonde va usté?
Pero Mesura ya lo habícomprendido todo.
—Déjalo que se marche, Mamá.
Oyeron que se abría la puertprincipal y oyeron los pasos pesados deministro sobre el patio.
—Cally, ve a cerrar la puerta —ordenó Mesura.Y por una vez, Cally obedeció si
decir esta boca es mía. Mamá miró
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Mesura, luego a Papá y luego otra vez Mesura.
—No comprendo por qué se ha idde ese modo —dijo.
Mesura le sonrió ligeramente y mira Papá.
—Tú sí lo sabes, ¿verdad, Papá? —Quizá... —repuso Miller.Mesura se explicó ante su madre.
—Los cuchillos y ese predicador npueden estar en esta habitación coAlvin Júnior al mismo Tiempo...
—¿Por qué no? —preguntó ella—Si iba a hacer la operación... —Bueno, ten por cierto que ya no l
hará —concluyó Mesura.
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El cuchillo y la sierra aguardabasobre la manta.
—Papá... —anunció Mesura. —Yo no —se negó Papá. —Mamá...—prosiguió Mesura. —No puedo... —se disculpó l
mujer. —Pues bien entonces... —dij
Mesura—. Supongo que acabo d
convertirme en cirujano. —Miró Alvin.
El rostro del niño tenía una palide
peor que el tono mortecino de la fiebre.Pero se las arregló para esbozar unsonrisa y susurrar:
—Supongo que sí.
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—Mamá, tendrás que sostener ecolgajo de piel.
Fe asintió.Mesura levantó el cuchillo y apoy
a hoja sobre la línea inferior. —Mesura... —musitó el niño.
—Sí, Alvin... —respondió Mesura. —Podré soportar el dolor
quedarme quieto si tú silbas.
—Pero si al mismo tiempo pretendcortar derecho, no podré seguir ningunmelodía...
—No te pido ninguna melodía —dijo Alvin.Mesura miró al niño a los ojos y n
uvo más remedio que hacer lo que l
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pedía. Era la pierna de Al, después dodo, y si quería una operación silbada
pues la tendría. Mesura se llenó lopulmones de aire y comenzó a silbar, sinseguir ninguna tonada en particular. Sólosilbar notas. Volvió a posar la hoja
sobre la línea negra y cortó. Aprincipio fue un corte superficial, peroyó que Al contenía la respiración.
—Sigue silbando —murmuró Alvin—. Y corta hasta el hueso.
Mesura silbó otra vez e hizo un taj
hondo y rápido. Hasta el hueso, en mitade la línea. Dos cortes profundos ambos lados, y luego deslizó el cuchillpor debajo de ambas esquinas y tir
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atrás para separar la piel y el músculo.Al principio sangró bastante, pero l
hemorragia cesó casi de inmediato.Mesura supuso que debía ser alg
que Alvin estaba haciendo desde snterior, pues si no no entendía cómo l
sangre podía dejar de manar de esmodo.
—Fe... —dijo Papá.
Mamá extendió su mano y la colocbajo el trozo sangriento. Al acercó unmano temblorosa y dibujó una cuñ
sobre el hueso teñido de rojo, en spropia pierna. Mesura dejó el cuchillo un lado y tomó la sierra. Se oyó usonido espeluznante y horroroso. Per
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Mesura siguió silbando y cortandocortando y silbando. Y pronto, mostró eas manos una cuña de hueso. N
parecía distinta del resto de la pierna. —¿Estás seguro de que era el siti
correcto? —preguntó.
Al asintió lentamente. —¿Lo he sacado todo? —pregunt
Mesura.
Al permaneció unos segundos esilencio y luego volvió a asentir.
—¿Quieres que Mamá vuelva
coserte esto? —propuso su hermano.Al no respondió. —Se ha desmayado —señaló Papá.La sangre comenzó a flui
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nuevamente, muy despacio, manando da herida.
Mamá tenía hilo y aguja en ealfiletero que llevaba alrededor decuello. En un santiamén había cosido esu sitio el colgajo de carne, co
puntadas finas y firmes. —Tú sigue silbando, Mesura —dij
ella.
Y Mesura silbó mientras ella cosíahasta que la herida estuvcompletamente vendada y Alvin quedó
dormido de espaldas, como un reciénacido. Se pusieron en pie parmarcharse. Papá posó su mano sobre lfrente del pequeño, con toda la suavida
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de que fue capaz. —Creo que se le ha ido la fiebre —
dijo.La tonada de Mesura se volvió má
vivaz mientras desaparecían tras lpuerta.
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Capítulo 14
EL CASTIGO
Elly lo vio y fue a recibirlconvertida en la dulzura en persona. L
sacudió la nieve, lo ayudó con su capa en ningún momento le preguntó quhabía sucedido.
Pero su gentileza no sirvió par
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nada. Había sido humillado ante spropia esposa, pues tarde o tempranella sabría la verdad por boca de algunde los crios. Y la historia no tardaría encircular de norte a sur del WobbishCómo Soldado de Dios Weaver
comerciante de toda la regióoccidental, futuro gobernador, fuechado a patadas hasta dar de bruce
sobre la nieve por su propio suegro. Sreirían a sus espaldas, vaya si no. Sreirían de él vergonzosamente. No en l
cara, claro que no, pues no había unsola persona entre el lago Canadá y erío Ruidoso que no le debiera dinero necesitara de sus mapas para demostra
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a propiedad de sus tierras.Y llegaría el día en que la región de
Wobbish fuese un estado, y contarían lahistoria en todos los rincones. Quizá legustara el hombre que motivaba suburlas, pero no le tendrían respeto
nadie votaría por él.Era la muerte de sus proyectos, y s
esposa se parecía demasiado a lo
Miller. Era bonita, para ser una mujer das fronteras, pero qué le importaba a éa belleza en ese momento. Qué l
mportaban las dulces noches y laserenas mañanas. Qué le importaba qurabajara a su lado en la tienda, cod
con codo. Lo único que importaba era s
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furia y su vergüenza. —No hagas eso. —Debes quitarte esa camis
húmeda. ¿Cómo es que te ha llegado lnieve hasta la camisa?
—¡He dicho que me quites la
manos de encima!Ella retrocedió un paso
sorprendida.
—Sólo estaba... —Sé muy bien lo que «sól
estabas». Pobre Soldadito de Dios, sól
ienes que consolarlo como a un niño a se sentirá mejor. —Podrías morir de un resfri... —Díselo a tu padre. Si dejo lo
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bofes de tanto toser, puedes decirle qusignifica arrojar un hombre a la nieve.
—¡Oh, no! —gritó—. ¡No puedcreer que Papá haya...!
—¿Has visto? Ni siquiera crees eu propio esposo...
—Te creo, pero me parecemposible que Papá...
—Sí, señora. ¡Tu padre es como e
mismo diablo, eso es! ¡Es lo que srespira en cada rincón de su casa! ¡Eespíritu del mal! Y cuando un cristiano
ntenta pronunciar la palabra de Dios eese lugar, lo arrojan a la nieve. —¿Qué hacías tú allí? —Trataba de salvar la vida de t
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hermano. Sin duda debe de estar muerta estás alturas...
—¿Y cómo podrías salvarlo tú?Puede que ella no quisiera mostrars
an despectiva. Daba igual. El sabía lque había querido decir. Que como él no
enía ningún poder oculto, no podíhacer nada para ayudar a nadie. Despuéde dos años de casados, ella depositab
su fe en la brujería, igual que los suyoso había podido cambiarla en lo má
mínimo.
—Eres como ellos —le dijo—. Emal está tan arraigado en ti que no puederradicarlo con oraciones, no puederradicarlo con prédicas, con amor, n
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con gritos. —Y cuando dijo «cooraciones», la sacudió un poco parsubrayar la idea. Cuando dijo «coprédicas», la sacudió un poco más y lmujer dio un paso atrás. Cuando dij«con amor», le dio tal sacudida por lo
hombros que el cabello, que estabrecogido en un rodete, salió volando poos aires alrededor de su cabeza. Y
cuando dijo «con gritos», la empujanto que Eleanor fue a dar al suelo.
Al verla caer, aun antes de que s
golpeara, sintió tal vergüenza que fupeor que cuando su suegro lo arrojó a lnieve.
Un hombre fuerte me hace senti
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débil, de modo que vuelvo a casa golpeo a mi esposa para sentirmpoderoso. Hasta aquí he sido ucristiano que jamás puso la mano sobrningún hombre o mujer, y ahora golpeo mi propia esposa, carne de mi carne
hasta hacerla caer al suelo.Eso pensaba, y estaba por caer d
rodillas y balbucear como un niño
pedirle perdón. Y lo habría hecho, perocuando ella vio la expresión de srostro, deformado por la vergüenza y l
ra, no supo que el enojo de su maridera consigo mismo. Sólo supo que lestaba lastimando, e hizo lo que ernatural en toda mujer que hubiera sid
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criada como ella: movió los dedos parhacer un conjuro de protección murmuró una palabra para detenerlo.
No podía caer de rodillas delante della. No podía dar un solo paso hacia smujer. Ni siquiera podía pensar e
acercársele. Su conjuro era tan poderosque se tambaleó hacia atrás, sencaminó hacia la puerta, la abrió
salió corriendo en mangas de camisaEse día se había hecho realidad aquellque más temía. Probablemente su futur
en política estuviese destruido, pero esno era nada comparado con aquellotro: su propia esposa hacía brujerías esu propio hogar, y además en contra d
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él, y lo peor era que no había podiddefenderse de sus conjuros. Era unbruja. Una bruja. Y su casa habíquedado mancillada.
Hacía frío. No llevaba chaqueta. Nsiquiera chaleco. La camisa ya estab
húmeda desde antes, pero ahora se lpegaba a la piel y el frío le calaba hastos huesos. Debía refugiarse en algú
ado, pero no se atrevía a llamar a lapuertas de nadie.
Había un sollo lugar donde podía ir
a la iglesia, sobre la colina. Throwedebía de tener encendido el fuego, y amenos no pasaría frío. En la iglesipodría orar y tratar de comprender po
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qué el Señor no lo había ayudado. —¿Acaso no te he servido bien
Señor?El reverendo Thrower abrió l
puerta de la iglesia y entró con pasento y temeroso. No podía soportar l
dea de enfrentarse con el Visitantesabiendo que había fracasado. Habísido su propia falta. Ahora lo sabía
Satán no debería tener poder sobre épara apartarlo de la casa de ese modoEra un ministro, había sido ordenado
actuaba como emisario del Señorseguía instrucciones dictadas por uángel... Satán no debería poder arrojarlasí de esa casa, antes de que tuvier
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iempo de enterarse siquiera de lo questaba sucediendo con él.
Se quitó el manto. La iglesia estabmuy caliente. El fuego debía de habeestado ardiendo mucho tiempo en lchimenea. O acaso fuera el bochorno d
a vergüenza. No podía ser que Satán fuera má
poderoso que el Señor. La únic
explicación posible era que el mismThrower fuese demasiado débil. Que spropia fe hubiese vacilado.
Thrower se arrodilló ante el altar pronunció el nombre del Señor. —¡Perdonadme por mi falta de fe
—gritó—. Tuve el cuchillo en mi
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manos, pero Satán se interpuso y no tuvfuerzas. —Recitó una letanía dautoflagelación y repasó todos sufracasos de la jornada, hasta que por ficayó exhausto.
Sólo entonces, con los ojo
hinchados por el llanto, con la voz ronc débil, comprendió en qué momento s
fe había sido socavada. Fue cuand
estaba de pie en la habitación de Alvinpidiendo al niño que confesara su fe, el pequeño se mofó de los misterios d
Dios. «¿Cómo puede sentarse encima dalgo que no tiene dónde apoyarse?» Sbien Thrower había rechazado eargumento como resultado de l
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gnorancia y el mal, la pregunta habípenetrado no obstante en su corazóhasta perforar la médula de sconvicción. Certezas que habísostenido durante toda su vida eraahora vulneradas por las preguntas de u
niño ignorante. —Me robó la fe —dijo Thrower—
Entré en esa habitación como hombre d
Dios y salí presa de la duda. —Realmente... —dijo a sus espalda
una voz. Una voz que conocía.
Una voz que ahora, en ese momentde fracaso, deseaba y temía. Oh, mVisitante, mi amigo, consuélame perdóname. Pero no dejes también d
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castigarme con la ira formidable de uDios celoso.
—¿Castigarte? —le preguntó eVisitante—. ¿Cómo podría castigar semejante espécimen glorioso de lhumanidad?
—No soy glorioso —dijo Throwecon pesar.
—Bueno, para el caso, eres apena
humano —repuso el Visitante—. ¿Asemejanza de quién fuiste hecho? Teenvié a transmitir mi palabra a esa casa
en cambio casi te han convertido¿Cómo he de llamarte ahora?¿Hereje? ¿O sólo escéptico? —¡Cristiano! —exclamó Throwe
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—. Perdóname y llámame cristiano unvez más.
—Tuviste el cuchillo en tus manospero lo apartaste.
—No quise hacerlo... —Débil, débil, débil, débil, débil.
—Cada vez que el Visitante repetía lpalabra, la estiraba más y más, hasta qual fin cada repetición fue un canto en s
misma. Y mientras cantaba, empezó acaminar alrededor de la iglesia.
No corría: caminaba deprisa. Co
más premura de la que cualquier hombrpodía ser capaz—. Débil... débil... —Smovía tan rápido que Thrower debígirar constantemente para no perderlo d
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vista. El Visitante ya no caminaba sobrel suelo. Se deslizaba sobre las paredes su movimiento era suave y veloz com
el de una cucaracha. Y luego, mádeprisa aún, hasta convertirse en unmancha que Thrower no llegaba
enfocar con claridad por mucho qugirara. Se inclinó sobre el altar, frente os bancos vacíos, observando l
carrera del Visitante una y otra vez. Yotra vez. Y otra vez.
Gradualmente, Thrower comprendi
que el Visitante había mudado de formaque se había estirado, como una bestiarga y esbelta, como una lagartija
como un lagarto, de escamas lustrosas
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brillantes, más y más largo.Finalmente, el cuerpo del Visitant
se estiró tanto que cercó el recintocomo una vasta serpiente que girara coa cola entre los dientes.
Y, en su mente, Thrower comprendi
o pequeño e insignificante que eracomparado con este ser glorioso qurefulgía con mil colores distintos, que s
encendía con un fuego interior, qurespiraba penumbras y exhalaba luz. ¡Oadoro!, exclamó para sus adentros. ¡Soi
odo lo que deseo! ¡Besadme covuestro amor, para que pueda saboreavuestra gloria!
De pronto, el Visitante se detuvo
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sus grandes fauces avanzaron hacia éo para devorarlo, pues Thrower sabí
que era demasiado indigno para seengullido. Y vio la terrible aporía dehombre: vio que pendía sobre el hoydel infierno, como una araña del hil
más débil, y que la única razón por lcual Dios no lo dejaba caer era porquni siquiera merecía la destrucción. Dio
no lo odiaba. Era tan vil que Dios ldesdeñaba.
Thrower miró a los ojos al Visitant
desesperó. Allí no había amor, nperdón, ni ira, ni desprecio. Sólo uvacío mayúsculo. Las escamas centelaron, dispersando la luz de su fueg
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nterior. Pero ese fuego no ardía a travéde sus ojos. Ni siquiera eran negrosSimplemente, esos ojos no existían: erauna nada que temblaba, que no squedaba quieta. Thrower supo questaba ante su propio reflejo, que no er
nada, que la misma continuación de sexistencia era una cruel pérdida dvalioso espacio, que la única salida qu
e quedaba era ser aniquilado, destruidopara que el mundo pudiera retornar a lgloria que habría sido si Filadelfi
Thrower nunca hubiera nacido.Lo que despertó a Soldado de Diofue la plegaria de Thrower. Estabhecho un ovillo al lado de la estufa d
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Franklin. Tal vez hubiese cargadodemasiado la estufa, pero era la únicforma de quitarse el frío de dentroCaracoles, cuando llegó a la iglesia, scamisa era un manto de hielo. Traerímás carbón para retribuir el favor a
clérigo.Soldado pensó en hablar par
hacerle saber a Thrower que s
encontraba allí, pero cuando oyó lapalabras que pronunciaba el pastor, nosupo qué decir.
Thrower hablaba de cuchillos arterias, y de que debía haber cercenada los enemigos de Dios. Al cabo de unminuto lo vio con claridad: ¡Thrower n
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había ido a salvar al niño, sino matarlo! Algo debe de andar mal, pensóSoldado de Dios, cuando un hombrcristiano golpea a su mujer, una esposcristiana embruja a su esposo y uministro cristiano planea una muerte
mplora perdón por no haber podidcometer el crimen.
Pero de pronto, Thrower dejó d
orar. Tenía el rostro tan rojo y la voz tanronca que Soldado pensó que le habídado una apoplejía. Pero no. Throwe
alzó la cabeza como si estuvierescuchando a alguien.Soldado trató de escuchar también
alcanzó a oír algo, como cuando la gent
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habla durante un temporal y no sentiende lo que dicen. Sé de qué se tratapensó Soldado. El reverendo Throweestá teniendo una visión.
Sí. Thrower hablaba y la débil voe respondía, y Thrower no tardó e
ponerse a dar vueltas y vueltas sobre smismo, cada vez más rápido, como sestuviera observando algo sobre la
paredes. Soldado trató de ver lo que epastor contemplaba, pero no consiguidistinguirlo. Era como una sombra qu
pasaba frente al sol: no podía verscuando entraba y cuando se iba perodurante un segundo, el cielo se oscurecí hacía más frío. Eso fue lo que vi
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Soldado de Dios.Y luego se detuvo. Soldado vio u
estremecimiento en el aire, un destellaquí y allá, como cuando la luz quedatrapada en un trozo de vidrio. ¿AcasThrower estaba viendo la gloria d
Dios, como le ocurrió a Moisés? Auzgar por el rostro del pastor, no er
probable. Soldado de Dios jamás habí
visto una expresión así en su vida. Asdebía de ser el rostro de un hombre quuviese que ver cómo mataban a s
propio hijo.El destello y el estremecimientdesaparecieron. La iglesia quedó esilencio.
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Soldado quiso correr hasta Throwe preguntarle: «¿Qué ha visto? ¿Qué er
su visión? ¿Una profecía?»Pero Thrower no parecía mu
dispuesto a responder preguntas. En srostro se leía el deseo de morir. A paso
más que lento, el predicador se alejabdel altar. Deambuló por entre lobancos, a veces golpeándose contr
ellos, sin mirar ni fijarse en dónde ponísus pies.
Finalmente se detuvo junto a l
ventana, frente al vidrio, pero Soldadsabía que no veía nada en especial. Sólestaba allí, de pie, con los ojos bieabiertos, con el aspecto de la mism
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muerte.El reverendo Thrower levantó l
mano derecha, con los dedos abiertos, posó la palma de la mano sobre uno dos cristales. E hizo presión. Empuj
con tal fuerza que Soldado vio cómo e
vidrio se arqueaba hacia afuera. —¡Deténgase! —gritó—. ¡S
cortará!
Thrower no dio señales de habeoído siquiera. Siguió haciendo presión.
Soldado echó a andar hacia él. Tení
que detener a ese hombre antes de qurompiera el vidrio y se cortara el brazoEl vidrio se partió con un estallido
El brazo de Thrower siguió de largo
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hasta el hombro. El predicador sonrióTiró del brazo y lo volvió a introducien el recinto. Y luego comenzó arestregarlo contra el marco de lventana, a frotarlo contra las astillas dvidrio que pendían de la masilla.
Soldado de Dios trató de apartar Thrower de la ventana, pero el hombrenía una fuerza que antes jamás habí
visto en él. Por último, Soldado tuvque tomar carrerilla y derribarlo de uempellón. La sangre chorreaba po
doquier. Soldado de Dios tomó el brazode Thrower, que no cesaba de sangrarPero Thrower trató de zafarse de élSoldado de Dios no tuvo elección. Po
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primera vez desde que se habíconvertido al Cristianismo, su mano scerró en un puño para descargarse sobrel mentón de un predicador. La cabezde Thrower se estrelló contra el suelodonde quedó tendido e inconsciente.
Debo detener la hemorragia, pensSoldado de Dios. Pero primero debíquitar los vidrios. Algunos de los trozo
grandes estaban incrustados en formsuperficial y no le fue difícil extraerlosPero otros, más pequeños, estaba
profundamente hundidos y sólo se leveía la punta. Todo estaba tan cubiertode sangre que no lograba cogerlosFinalmente, con todo, sacó casi todo
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os vidrios que pudo hallar. Por fortunano había un solo lugar donde la sangrsaliera a borbotones, lo cual indicó Soldado que las venas principales nhabían sido seccionadas. Se quitó lcamisa y se quedó con el torso desnud
ante la fría corriente que entraba por lventana rota, pero apenas si reparó eello. Hizo jirones la prenda y con ello
mprovisó vendajes. Fajó las heridas contuvo la sangre. Y luego se sentó aesperar que Thrower recuperara l
conciencia.Thrower se sorprendió al descubrique no estaba muerto. Yacía de espaldasobre el duro suelo, cubierto de ropa
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gruesas. Le dolía la cabeza. Y el brazo.Recordó haber querido cortarse e
brazo, y supo que debía intentarlnuevamente, pero no podía armarse demismo deseo de morir que había sentidantes. Aun recordaba al Visitante en su
forma de lagartija inmensa, aurecordaba esos ojos huecos, perThrower no lograba volver a sentirs
como antes. Sólo sabía que en el mundno había sentimiento peor.
Tenía un vendaje en el brazo. ¿Quién
podía habérselo hecho?Oyó correr el agua. Luego, egolpetear de un trapo húmedo contra lmadera.
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Bajo la penumbra del invierno quentraba por la ventana pudo distinguir alguien que lavaba las paredes. Uno dos cristales de la ventana estab
cubierto con una tabla de madera. —¿Quién es? —preguntó Throwe
—. ¿Quién es usted? —Soy yo. —Soldado de Dios.
—Estoy lavando las paredes. Estes una iglesia, no un matadero.
Desde luego. Debía de haber sangr
por todas partes. —Lo siento —dijo Thrower. —No me molesta estar limpiando —
aclaró Soldado—. Creo que le quit
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odos los vidrios del brazo... —Está desnudo... —Mi camisa está precisamente en s
brazo —repuso. —Debe de tener frío. —Tal vez haya sido así, pero h
cubierto el agujero del cristal y la estufa ha caldeado el lugar. Es usted quieniene el rostro tan blanco que parec
haber estado muerto una semana entera.Thrower intentó sentarse, pero le fu
mposible. Estaba demasiado débil. E
brazo le dolía demasiado.Soldado lo obligó a recostarse. —Ahora quédese tendido, reverend
Thrower. Así, tumbado. Ha vivido toda
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una conmoción. —Sí... —Espero que no se moleste, per
cuando usted entró, yo ya estaba en lglesia. Me había quedado dormido aado de la estufa... Mi esposa me ech
de casa. Hoy me han echado dos veceen un mismo día... —Se rió, pero sialegría—. De modo que lo vi.
—¿Qué vio? —Estaba teniendo una visión
¿verdad?
—¿Lo vio a él? —No fue mucho lo que pude ver. Erealidad lo vi a usted, pero tuve algunamágenes de algo, si sabe a qué m
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refiero... corriendo por las paredes. —Lo vio... —dijo Thrower—. Oh
Soldado, fue terrible, y fue hermoso. —¿Vio a Dios? —¿Si vi a Dios? No, Soldado, Dio
no tiene cuerpo que uno pueda ver. Vi un
ángel, un ángel del castigo. Sin duda, eesto lo que debió de ver el Faraón: eángel de la muerte que atravesó la
ciudades de Egipto para llevarse a sprimogénito.
—Oh... —dijo Soldado, alg
ntrigado—. ¿Entonces debía dejarlmorir? —Si estaba destinado a morir, no
podría haberme salvado — arguy
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Thrower—. El hecho de que usted msalvara, y de que estuviera aquí en emomento de mi desesperación, es señasegura de que no debía morir. Fucastigado, pero no destruido, Soldadde Dios. Tengo otra oportunidad...
Soldado asintió, pero Thrower sintique algo lo preocupaba.
—¿Qué le sucede? —pregunt
Thrower—. ¿Qué quiere preguntarme?Los ojos de Soldado se abriero
desorbitados.
—¿Puede leer mis pensamientos? —Si pudiera, no se lo estarípreguntando...
Soldado sonrió.
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—Me figuro que no. —Si puedo, le diré lo que dese
saber. —Le oí rezar... —comenzó Soldado
de Dios. Aguardó, como si aquello fuera pregunta.
Como Thrower no sabía cuál era enterrogante, no estaba seguro de lo qu
debía responder.
—Estaba desesperado porqudefraudé al Señor. Me fue dada unmisión que cumplir, pero en el momento
crucial mi corazón se dejó vencer por lduda. —Con su mano sana aferró
Soldado. Lo único que pudo tocar fue l
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ela de los pantalones del hombre, questaba de rodillas a su lado—. Soldadde Dios —le dijo—: jamás permita qua duda se apodere de su corazón. Jamá
cuestione lo que sabe que es verdad. Eel portal para que Satán tome posesió
de usted.Pero ésa no era la respuesta qu
Soldado esperaba.
—Diga lo que deseaba preguntar e diré la verdad, si puedo.
—Usted hablaba de matar... —l
ndicó Soldado.Thrower había pensado no decir nadie la carga que el Señor habídepositado sobre sus hombros.
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No habría permitido que lo supiesel hombre que estaba en la iglesia.
—Creo —dijo Thrower— que fue eSeñor quien lo envió. Soy débiSoldado, y no pude cumplir lo que Dioesperaba de mí. Pero ahora veo qu
usted, un hombre de fe, ha llegado hastmí como amigo y persona de ayuda.
—¿Qué le pidió el Señor? —quis
saber Soldado. —No que asesinara, hermano mío
El Señor jamás me pidió que matara
un hombre. Sí me encomendó quacabara con un diablo. Un diablvestido de hombre. Que vive en escasa.
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Soldado de Dios frunció los labiosnmerso en sus pensamientos.
—¿Lo que intenta decirme es que eniño no está poseído? ¿No es algo quusted pueda arrojar de su cuerpo?
—Lo intenté, pero se rió de la
Sagradas Escrituras y se mofó de mipalabras de exorcismo. No está poseídoSoldado de Dios. Es hijo del Diablo.
Soldado sacudió la cabeza. —Mi esposa no es ningún diablo,
es su propia hermana.
—Ha renunciado a la herejía, y poello ha ganado la pureza —sentenciThrower.
Soldado de Dios lanzó una ris
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amarga. —Eso creía...Ahora Thrower comprendía por qu
el hombre se había refugiado en lglesia, en la morada del Señor: s
propia casa era un sitio de corrupción.
—Soldado de Dios, ¿me ayudará purgar este país, este pueblo, esa casaesa familia, de la influencia maligna qu
a ha corrompido? —¿Eso salvará a mi esposa? —
preguntó Soldado—. ¿Eso acabará co
su amor por la brujería? —Tal vez —repuso Thrower—Acaso el Señor nos haya unido para quambos podamos purificar nuestro
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hogares. —Sea cual fuere el precio —dij
Soldado de Dios—, estoy con ustecontra el demonio.
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Capítulo 15
PROMESAS
El herrero escuchó a Truecacuentohasta que terminó de leer la carta.
—¿Recuerda usted a la familia? —Sí —dijo Pacífico Smith—. Ecementerio casi se diría que comenzcon su hijo mayor. Con mis propia
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manos retiré de las aguas su cadáver. —Pues bien... ¿lo tomará com
aprendiz?Un joven, acaso de unos dieciséi
años, entró en la forja llevando un cubde nieve. Miró al visitante, bajó l
cabeza y caminó hacia el barril quhabía cerca de la solera.
—Ya ve que ya tengo un aprendiz —
dijo el herrero. —Parece ya mayorcito... —coment
Truecacuentos.
—Va bien —concedió el herrero—¿No es cierto, Bosey? ¿Ya estás listopara instalarte por tu cuenta?
Bosey intentó una sonrisa, se irgui
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asintió. —Sí, señor—respondió. —No soy un maestro nada fácil... —
e previno el hombre. —Alvin es un joven de bue
corazón. Trabajará duramente par
usted. —¿Pero me obedecerá? Me gust
que me obedezcan.
Truecacuentos volvió a mirar Bosey. Se afanaba por llenar a paladael barril de nieve.
—He dicho que es un joven de buecorazón. Le obedecerá si es justo coél...
El herrero enfrentó su mirada.
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—Siempre soy honesto. No golpeo os mozos que me envían. ¿Alguna vez t
he puesto la mano encima, Bosey? —Jamás, señor... —Ya ve, Truecacuentos, un aprendiz
puede obedecer por miedo o po
hambre.Pero si soy un buen maestro m
obedecerá porque sabe que así ha d
aprender.Truecacuentos le sonrió. —No hay paga —dijo—. El niño l
cobrará por mí. E irá a la escuela... —Según tengo entendido, un herrerno necesita saber leer y escribir.
—No pasará mucho tiempo antes d
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que el Hio sea parte de los EstadoUnidos —profetizó Truecacuentos—. Ami entender, el niño debe votar, y leeos periódicos. El hombre que no sabeer sólo sabe lo que los demás le dicen
Pacífico Smith miró a Truecacuento
con una sonrisa algo velada en el rostro —¿Ah, sí? Pues está uste
diciéndomelo. ¿No lo sé únicament
porque otros, principalmente usted, mo están diciendo?
Truecacuentos se echó a reír
asintió. El herrero había dado en eclavo con su aguda observación. —Me gano la vida contando cuento
—reconoció Truecacuentos—, de modo
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que sé que puede aprenderse mucho coel sonido de una voz. El niño sabe leemás de lo que se espera a su edadconque no le hará daño perderse uiempo de escuela. Pero su madre se h
empeñado en que sepa leer y hace
cuentas como un estudioso. Prométamque no se interpondrá entre el niño y suestudios, si él lo desea, y lo dejamo
así. —Tiene mi palabra —repuso
Pacífico Smith—. Y no hace falta que lo
ponga por escrito. Un hombre nnecesita saber leer y escribir parcumplir su palabra.
Pero el que debe asentar su
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promesas por escrito merece sevigilado día y noche. Lo sé poexperiencia. En estos días ya contamocon picapleitos aquí en Hatrack...
—Es la maldición del hombrcivilizado —admitió Truecacuentos—
Cuando un hombre no puede conseguique los demás crean ya en sus mentirascontrata a un profesional para qu
mienta en su lugar.Y rieron juntos de la ocurrencia
sentados sobre dos robustos tocones qu
había al otro lado de la puerta.El fuego doraba sus rescoldos en lchimenea de ladrillos que tenían detrá, en el exterior, el sol brillaba sobre la
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nieve a medio derretir. Frente a la forjaun cardenal pasó volando por encimdel suelo pisoteado y salpicado dhierba y excrementos. Durante usegundo cegó los ojos de Truecacuentosal fue su fulgor contra los tono
blancos, grises y castaños del inviernpróximo a su fin.
En ese momento de azoramiento ant
el vuelo del cardenal, Truecacuentosupo con toda certeza, aunque no puddecir por qué, que pasaría bastant
iempo antes de que el Deshacedodejara que el pequeño Alvin llegase este lugar. Y cuando lo hiciera, seríacomo un cardenal fuera de temporada
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que sorprendería a las gentes del lugacreyendo ser natural como un ave evuelo y sin saber el prodigio qurepresentaba cada minuto que el pájaraguantaba en el aire...
Truecacuentos meneó la cabeza y e
ese momento la visión desapareció. —Hecho entonces —dijo—. Le
escribiré para que envíen al niño.
—Lo estaré esperando hastprincipios de abril. ¡No más tarde!
—A menos que espere que el niño
sepa controlar el tiempo, tendrá que seflexible con las fechas.El herrero gruñó y lo despidió co
un gesto. Con todo, había sido un
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reunión satisfactoria. Truecacuentos smarchó de buen talante. Había cumplidsu tarea. Sería fácil enviar una carta ealguna carreta que se encaminara aoeste. Cada semana pasaban variacaravanas por el pueblo de Hatrack.
Había transcurrido largo tiempdesde que había pasado por ese sitiopero seguía recordando el camino desd
a forja hasta la hostería. Era un caminmuy transitado y nada largo. Ahora lhostería se veía mucho más grande qu
antaño, y algo más allá, sobre el caminoambién había otras tiendas. Un zapaterremendón, un talabartero y una tienda dropa. La clase de servicios que podía
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ser de utilidad a los viajeros.Apenas puso un pie en el patio, l
puerta se abrió y asomó Peg, la viejhostelera, con los brazos abiertos parrecibirlo.
—¡Ay, Truecacuentos, cuánto hace
que no nos veíamos...! ¡Pase usted! —¡Me alegro de volver a verla
Peg...!
Horace el hostelero lo saludó desdel mostrador de la sala común, dondatendía a varios visitantes sedientos.
—Si hay algo que no necesito aques otro abstemio... —En ese caso, tengo buena
noticias, Horace —repus
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Truecacuentos jocosamente—. Habandonado el vicio del té.
—¿Y qué bebe, entonces? ¿Agua? —Agua, y la sangre de viejo
grasientos —dijo Truecacuentos.Horace hizo un gesto a su mujer.
—Mantén a ese hombre lejos de mívieja Peg, ¿me oyes?
La vieja Peg lo ayudó a librarse d
anto abrigo. —Mírese —indicó echándole u
vistazo—. La carne que lleva a cuesta
no alcanza para hacer un simplguisado... —Por las noches, los osos
panteras pasan de largo junto a mí
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Buscan presas más jugosas —bromeTruecacuentos.
—Pase y cuénteme historiamientras preparo algo de comer para lcompañía...
Hubo charla y plática, especialment
cuando Abuelito se acercó a ayudar.Ya estaba algo chocho, pero todavía
seguía teniendo mano para la cocina, l
cual era una bendición para todos loque comían allí; la vieja Peg teníbuenas intenciones y trabajaba co
esón, pero algunos tenían el don y otrono. De todas formas, Truecacuentos nohabía venido a comer, ni a conversar, yal cabo de un rato comprendió que debí
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r al grano. —¿Dónde está vuestra hija?Para su asombro, la vieja Peg s
endureció, y su voz se tornó fría áspera.
—Ya no es tan pequeña. Ahora tiene
deas propias, y es la primera edecirlo.
Y a usted eso no le agrada mucho
pensó Truecacuentos. Pero lo que teníque hacer con la hija era más importantque cualquier rencilla familiar.
—¿Sigue siendo...? —¿Tea? Sí, cumple con su tareapero eso no da ninguna alegría a los quvienen por ella. Fría y esquiva, eso es l
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que es. Se ha ganado la fama de teneuna lengua temible. —Por un instante, erostro de la vieja Peg se suavizó—. Eruna niña tan tierna...
—Jamás he visto que un corazóierno se endureciera -—aventur
Truecacuentos—. Al menos sin quhubiera una buena razón.
—Bueno, no sé cuál fue su razón
pero su alma se ha endurecido como ucubo de agua en una noche de invierno.
Truecacuentos contuvo la lengu
para no largar un sermón. No dijo que suno astilla el hielo se vuelve a congelade inmediato, pero que si se acerca acalor se funde sin remedio. Para qu
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meterse en las disputas familiares.Truecacuentos conocía lo suficient
a forma de vida de las gentes paromar esa reyerta como u
acontecimiento natural, como los vientofríos y los días cortos del otoño, com
el trueno tras el relámpago. La mayoríde los padres no servía de mucho a lohijos crecidos.
—Tengo un asunto que tratar conella —anunció Truecacuentos—. Marriesgaré a que me saque los ojos.
La encontró en la oficina del doctoWhitley Physicker, trabajando en sucuentas.
—No sabía que llevabas libros d
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contabilidad —le dijo. —No sabía que se llevara muy bie
con los médicos —repuso ella—. ¿O hvenido sólo para ver el milagro de unmujer que hace cuentas y multiplicaciones?
Ah, sí, era de lo más rápida con lengua. Truecacuentos entendió qu
semejante genio podía incomodar a má
de un pueblerino de esos para los cualeuna jovencita debía bajar la vista hablar suavemente, y sólo levantar l
mirada de tanto en tanto, bajo lopárpados caídos. Pero en Peggy nhabía nada de esa candorosa feminidadMiraba a Truecacuentos a la cara, má
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de frente imposible. —No he venido a que me curen —
dijo Truecacuentos—, ni a que mpredigas el futuro. Ni a que me hagan lcuenta.
Y allí lo tuvo. Apenas le respondió
sinceramente en lugar de desairarla, lanzó una sonrisa capaz de conjurar la
verrugas de un sapo.
—No recuerdo que tuviera ustemucho que sumar o restar, de todaformas
—dijo—. Nada más nada es igual nada, según creo. —Te equivocas, Peggy —dijo
Truecacuentos—. Poseo el mundo
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entero, pero la gente no ha sido mupuntual pagando las facturasúltimamente.
La joven volvió a sonreír e hizo a uado los libros del médico.
—Le llevo las cuentas una vez po
mes, y él me trae cosas que leer dDekane. —Le habló de lo que le gustabeer, y Truecacuentos comenzó a darse
cuenta de que su corazón anhelabfronteras que se extendían mucho máallá del río Hatrack. También vio otra
cosas: que ella, por ser una tea, conocídemasiado bien a los pobladores deugar, y que en sitios lejanos encontrarí
personas con almas puras como joya
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que jamás defraudarían a una niña capade ver de lleno en sus corazones.
Es joven, después de todo, pensóDadle tiempo y aprenderá a amar lrectitud cuando la encuentre y olvidarse del resto.
El médico no tardó en aparecerConversaron un rato y sólo por la tardTruecacuentos pudo quedars
nuevamente a solas con Peggy preguntarle lo que lo había llevado hastella.
—¿Hasta dónde puedes ver, Peggy?Casi pudo notar que el cansancio sabatía sobre su rostro como una pesadcortina de terciopelo.
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—Supongo que no me estarpreguntando si necesito gafas...
—Pienso en una niña que una veescribió en mi libro: «Nace uHacedor.» Me pregunto si siguobservando a ese Hacedor de vez e
cuando, para ver cómo anda su fortuna.Apartó la mirada de él y miró el alt
ventanal que la cortina ocultaba e
parte, concediendo un poco dntimidad. El sol estaba por ponerse,
el cielo se veía gris, pero su rostr
desbordaba de luz. Truecacuentos lo viode inmediato. A veces no había que seuna tea para saber bien qué tenía unpersona en el corazón.
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—Me pregunto si esa tea vio que unviga caía sobre él en una ocasión...
—aventuró Truecacuentos. —Me lo pregunto... —O una rueda de molino... —Podría ser.
—Y me pregunto si en cierta formella no habrá intervenido para partir esviga en dos, y para rajar esa piedra d
molino de tal forma que un viejTruecacuentos pudo ver a través de lgrieta la luz de una antorcha.
En sus ojos brillaron las lágrimaspero no como si fuese a llorar. Estabmirando al sol de frente y eso lhumedecía los párpados.
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—Un resto de membrana de snacimiento, hecha polvo, y cualquierpuede utilizar el propio poder del niñpara conseguir un par de torpes inervenciones... —dijo con suavidad.
—Pero ahora él conoce algo de s
propio don, y ha deshecho lo que thiciste por él.
La joven asintió.
—Debe de ser una tarea solitaria lde estar vigilándolo desde tan lejos...
—comentó con suavida
Truecacuentos.Ella meneó la cabeza. —No para mí. Siempre hay gente
mi alrededor. —Lo miró y sonrió
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óbregamente—. Es casi un alivio podepasar algo de tiempo con el único niñque no desea nada de mí porque nsiquiera sabe que existo.
—Yo lo sé, y sin embargo tampocoquiero nada de ti —dijo Truecacuentos.
Ella sonrió. —Eres un viejo embustero... —Muy bien. Sí quiero algo de ti
pero no es algo para mí. He conocido ese niño y, aunque no puedo ver en sucorazón del mismo modo que tú, cre
conocerlo. Creo saber lo que podría sero qué podría hacer, y deseo que sepaque si alguna vez necesitas mi ayudpara lo que fuere, sólo tienes qu
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ponerme sobre aviso, decirme qué debhacer, y yo lo haré, mientras esté en mpoder.
Ella no respondió, ni lo miró. —Hasta hoy no has necesitado ayud
—prosiguió Truecacuentos—, pero
ahora tiene ideas propias, y no siemprpodrás hacer por él lo que le convieneLos peligros no sólo provendrán d
cosas que caigan sobre él o que hierasu cuerpo. Estará expuesto a igualepeligros al tomar decisiones por s
mismo.Sólo te digo que si ves esos peligro necesitas mi ayuda, yo estaré aquí paro que sea.
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—Es un consuelo —dijo Peggy pofin. Hablaba con sinceridadTruecacuentos lo sabía, pero tambiésabía que se reservaba algo.
—Y también quiero que sepas quvendrá aquí para principios de abril.
Trabajará con el herrero comoaprendiz.
—Sé que ha de venir —confirmó l
oven—. Pero no será para principios dabril.
—¿Eh?
—Ni siquiera será este año...El temor por la suerte del niñatravesó el corazón de Truecacuentos.
—Creo que después de todo sí h
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venido a oírte hablar del futuro. ¿Qué ldepara el destino? ¿Qué ha dsucederle?
—Pueden pasar toda clase de cosa—dijo ella—. Sería una necia si dijercuál.
Todo el rato veo que se abren milede caminos ante él. Pero son pocos loque lo conducen hasta aquí en abril,
muchos los que lo retienen, muerto, coel hacha de un piel roja hundida en lcabeza...
Truecacuentos se inclinó por encimdel escritorio del médico y posó smano sobre la de ella.
—¿Vivirá?
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—Mientras me quede aliento en ecuerpo —respondió.
—Y mientras lo haya en el mío —dijo él.
Permanecieron en silencio unonstantes, con las manos unidas
mirándose de frente, hasta que ellestalló en risa y apartó los ojos.
—Por lo general, cuando la gente s
ríe suelo entender el chiste —dijTruecacuentos.
—Pensaba en que somos una pobr
alianza, los dos, con todos los enemigoque el niño tendrá que hacer frente. —Cierto —admitió Truecacuento
—, pero nuestra causa es buena, y po
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ello toda la naturaleza se pondrá dnuestro lado, ¿no crees?
—Y también Dios —aseguró ellcon firmeza.
—Eso no podría decirlo —atajTruecacuentos—. Los predicadores
sacerdotes parecen tenerlo tan cercadcon doctrinas que el pobre Padr
uestro apenas si encuentra modo d
actuar. Ahora que han conseguidonterpretar la Biblia en forma segura, l
último que desean es que Él pronunci
otra palabra o que muestre sobre estmundo su mano poderosa. —Vi su mano poderosa hace alguno
años, durante el alumbramiento de
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séptimo hijo varón de un séptimo hijvarón —repuso ella—. Llámalnaturaleza, si eso deseas, ya que tieneoda clase de conocimientos propios d
filósofos y magos. Yo sólo sé que lavida del niño y la mía están ligada
como si ambos hubiésemos nacido de umismo vientre.
Truecacuentos no meditó s
siguiente pregunta, que partió de suabios antes de que pudiera pensar e
ella.
—¿Eso te alegra?La joven lo miró con una tristezespantosa en los ojos.
—No muy a menudo —confesó.
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Fue tal el cansancio que dejentrever que Truecacuentos no pudocontenerse.
Se puso de pie, caminó hasta ssilla, y se plantó detrás de ella parabrazarla como un padre a su hija, y l
estrechó un largo rato. No supo decir sella se echó a llorar o si logró conteneas lágrimas. No dijeron una palabra.
Finalmente, la joven se libró de sabrazo y volvió a enfrascarse en loibros.
Y él se marchó sin profanar esilencio.Truecacuentos deambuló hasta l
hostería para comer algo. Había cuento
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que contar y labores que realizar parganarse el hospedaje. Pero todas lahistorias empalidecían al lado de lúnica que no podía contar, de la únichistoria cuyo final ignoraba.
Sobre el prado que rodeaba e
molino había media docena de carretasvigiladas por los granjeros que habíarecorrido todo el trayecto par
conseguir harina de buena calidad. Suesposas ya no tenían que sudar sobre emortero ni afanarse para conseguir u
pan duro y ordinario. El molino rodaba toda marcha, y todos los campesinodel lugar, en kilómetros a la redondaraían su grano al pueblo de Iglesia d
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Vigor.El agua hacía girar la inmensa rued
a su paso. Dentro del molino, la fuerzde la rueda de madera era transportadpor los engranajes que ponían emovimiento la trituradora sobre la car
de la rueda de piedra del molinosurcada por tallas de un cuarto.
El molinero vertía el trigo sobre l
piedra. Sobre él rodaba la trituradoraaplastándolo hasta convertirlo en harinaEl molinero la aplanaba para un
segunda molienda y luego lo cepillabdentro de una cesta, que sostenía su hijde diez años. Y el niño vertía la harinaen el cernidor y la sacudía dentro de u
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costal de tela. Lo que quedaba en ecernidor era vaciado en un barril densilaje. Y luego regresaba al lado de supadre para cargar la próxima cesta d